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BRISEIDA

ZARA VILLAVICENCIO SILVA.


1ºBAT.C

IES COTES BAIXES

ALCOI 2019

Diez años han pasado desde aquella horrible pesadilla hecha realidad que nos tocó vivir a muchos de
los que vivíamos cerca o en la misma ciudad de Troya. Si me preguntáis mi versión de la historia,
gustosa podré contárosla, aunque en mi narración existan vacíos que no puedo llenar de simples
falacias.

Ocurrió un día cualquiera, naturalmente nos cogió a todos de imprevisto. Me encontraba rezando en
el templo de mis dioses, cuando los gritos y las explosiones provocaron el caos en mi ciudad, Lirneso.
Tres de las doncellas que se encontraban a mi lado huyeron despavoridas, aterradas ante la posibilidad
de una muerte prematura. Mi doncella favorita, a la que consideraba una hermana, se llamaba Irina,
y al ver que se acercaba a mí con rostro desencajado por la tristeza y el horror, no pude por más que
sentir el miedo corriendo por en las venas y la ansiedad de sentir como una mala noticia subir por mi
pecho hasta asfixiarme.

- “Suéltalo Irina, no te hagas de rogar. Prometo no sucumbir a la desesperación.” - le aseguré y


cumpliría mi promesa.
- “Señora, la ciudad ha sido tomada y grande es mi pena al tener que informarle de que su
marido, nuestro querido rey, ha caído en batalla.”

Mines había muerto.

Ser consciente de tal desgracia provocó que algo en mi pecho se quebrara. Nunca llegué a amarlo
como hombre, pero si es verdad que lo admiré como gobernante, lo respeté como marido y lo quise
como amigo. Nos casamos en un matrimonio concertado por mi padre y aunque yo era aún más joven
de lo que era entonces, él se comportó conmigo como el más perfecto de los caballeros.
Lamentablemente nunca pude darle hijos, pues por desgracia los dioses no me bendijeron con el don
de la fertilidad. Después de asestar el golpe y aceptar que se había ido para siempre, no derramé
lágrima alguna, prometí no sucumbir a la desesperación y así lo hice.

Irina pidió que me diera prisa y juntas buscamos la forma de escapar de aquel infierno. Pero antes de
poder dar dos pasos entraron en el templo cuatro hombres que, reconocí, no eran nuestros soldados.
Dos de ellos eran de pelo negro y grandes músculos componían sus cuerpos. Les temí nada más verlos.
Otro se dirigió hacia Irina y al intuir sus sucias intenciones quise apartarle e impedírselo, pero el cuarto
hombre, el que llevaba un casco y no podía saber su identidad, me cogió del brazo con fuerza y me
obligó a colocarme de rodillas frente a él. Su voz grave se quedó grabada en mi mente a fuego
incandescente.
- “Yo te conozco, eres Briseida, mujer del rey Mines de la ciudad de Lirneso. Debo informarte
que tu marido murió como un hombre a manos de mi espada, no suplicó clemencia y luchó
hasta el final con honor.”

Escuchar sus palabras hicieron que le odiase sin conocer siquiera su rostro, pero me daba igual, ante
mí no tenía a ningún guerrero, sino a un demonio. El llanto de Irina hizo que apartara la mirada de él
y la fijara en ella, el hombre intentaba despojarla de sus harapos e intenté zafarme del hombre que
me tenía sujeta. Grité, pataleé y sacudí mis brazos repartiendo zarpazos a quien se me cruzara por
delante. Sin embargo, todo fue en vano, pues quien me sujetaba poseía diez veces mi fuerza.

- “Menuda fiera estás hecha. No todos los días se encuentra a una mujer que, en vez de llorar
y suplicar, luche.” - me dijo el enmascarado y cargándome en su hombro de manera que quedé
boca bajo. Exclamó: “¡Esta mujer es mi esclava! ¡Queda proclamada mía y quien la toque
deberá de vérselas conmigo!”

La sangre abandonó mi rostro al procesar sus palabras, ¿yo? ¿esclava? No quise admitir humillación
tan grande hacia mi persona e hice cuanto pude para que aquel hombre de rostro oculto me soltara,
pero de nada sirvieron mis esfuerzos, pues al salir de la ciudad, me asestó un golpe certero en mi bajo
cuello, de forma que perdí el conocimiento y todo a mi alrededor se tornó negro. Aquella fue la última
vez que vi a mi querida Irina.

Cuando desperté me hallaba recostada en unas mantas de piel. Eran de color marrón y lo primero que
pensé fue que eran muy suaves. Abrí los ojos y me senté de golpe con el corazón latiéndome a mil por
hora. ¿Dónde estaba? Mis ojos recorrieron el lugar en el que me encontraba, captando cada detalle,
como si buscaran algo, pero sin reparar en nada concreto. Me encontraba dentro de una tiendo, una
tienda bastante acomodada si se me permite el detalle, un pequeño fuego crepitaba en el centro y el
humo escapaba por un agujero situado justo encima del mismo. Más pieles y algunos muebles como
sillas o tumbonas y una mesa con comida y agua a un lado. Pero lo que abundaba allí era los tesoros,
las joyas y los lujos. Vasijas que bien podrían haber pertenecido al mismísimo rey de Grecia, armas
que parecían haber sido forjadas por los dioses y centenares de vestimentas tanto de caballeros como
de mujeres.

Genial..., pensé, había ido a parar a manos de un saqueador y por la clase de armadura que lograba
ver en una esquina, me encontraba en manos de uno de los mirmidones que participaban en la guerra
contra Troya. Solté un suspiro y al ver mi cuerpo en busca de lesiones o marcas, observé horrorizada
que me encontraba como los dioses me trajeron al mundo. Estaba literalmente desnuda, ni siquiera
un triste trapo cubría mis partes más íntimas. Asustada, pero sobre todo avergonzada, cogí una manta
para cubrirme y fue ahí cuando entró un hombre a la tienda.

- “Oh, veo que has despertado, ¿cómo te encuentras?” - dijo acercándose a la mesa y
sirviéndose un vaso de agua que me ofreció.
- “¿Quién eres tú?” - pregunté rechazando el vaso de mala gana.
- “Cierto, disculpa mis modales. Soy Patroclo, hijo de Meneceo y fiel compañero de Aquiles.”
- “¿Aquiles?”
- “Correcto. A él pertenece esta tienda y todo lo que hay en ella, es el soldado más prestigioso
de nuestro ejército y todos le debemos lealtad y sumisión.”

Mi raptor tenía nombre y era Aquiles.

- “¿Qué hago aquí? Dejadme marchar.” - más que suplicar, ordené y fue por ello que el
muchacho me sonrió con amabilidad y comprensión.
- “En mis manos no se encuentra el poder decidir sobre tu futuro. Ahora es Aquiles el dueño de
tu vida. Él decide si comes o mueres de hambre, si respiras o te asfixias, si vives o mueres. No
te queda de otra que acostúmbrate hasta que él se canse de ti.”
- “¿Insinúas que debo quedarme sentada mientras me trate como le venga en gana, como si yo
no valiera nada más que como un objeto, igual que los que hay aquí desperdigados en esta
sucia tienda? No, me niego, buscaré la forma de escapar, te lo aseguro.”

Patroclo me dirigió una mirada llena de compasión y eso hizo que me sintiera peor de lo que ya me
sentía. Tenía el pelo castaño con mechones rubios que brillaban en el sol y sus ojos eran de un marrón
caramelo bastante amables. Tendría poco más de los treinta años, pero se veía realmente joven.

- “Te aconsejo que no enfurezcas a Aquiles, puede ser bastante terrible cuando está de mal
humor.”

Dicho esto, salió de la habitación y me quedé sola en mi silencio. Tenía ganas de gritar de rabia y
frustración, quería hacerme un ovillo y llorar hasta quedarme seca, pero debía ser fuerte, debía salir
de aquí. Cuando me disponía a buscar entre los montones de ropa que había en una esquina, otro
hombre, con el cabello más claro que el de Patroclo, los ojos azules y claramente más joven, entró en
la tienda y sin dirigirme la palabra ni mirarme cogió sus armas, su equipación y salió como había
venido.

Por todos los dioses... ¿Acaso la gente entraba sin llamar como si nada? ¡Qué poco respeto!

Furiosa con el mundo, me levanté y cubrí mi cuerpo con un vestido blanco liso algo sucio que me
quedaba algo holgado. Era mejor que nada. No encontré ningunas sandalias así que tuve que andar
descalza. Algo temerosa me atreví a salir de la tienda. Era de noche y la fresa brisa del mar acariciaba
mi piel. Había otras muchas tiendas aquí y allá, pero la del tan nombrado Aquiles se encontraba algo
más apartada. Un montón de hombres iban y venían, hablaban y reían, algunos discutían, pero parecía
que fuera en plan amistoso. Algunos parecían entrenar luchando entre sí con sus espadas y muchos
otros se encontraban alrededor de hogueras improvisadas. Me sentí fuera de lugar entre tanto
ambiente masculino, pero enseguida vi a unas cuantas mujeres bastante ligeras de ropa que se
insinuaban vulgarmente a los hombres.

- “¿Dónde crees que vas?”

Me sobresalté al escuchar esa voz. Me giré y vi que se trataba de Patroclo. ¿Qué podría decir?

Emm... tenía pensado escaparme, pero debí de haberlo planeado mejor.

- “Yo que tu entraba en la tienda antes de que Aquiles sepa que has salido sin su permiso.”
- “¿Por qué debería escucharte? Parece muy fácil irme de aquí, llevo dos minutos fuera y parece
que nadie ha notado mi presencia.”
- “Eso crees tú, ¿te has fijado en la cantidad de hombres que te están mirando? Solo dentro de
esta tienda estarás a salvo de sus malas intenciones.”
- “¿En serio? Hace unos minutos entraste como si nada ¡segundos antes estaba desnuda! Y
poco después entra un rubio que sin dirigirme la palabra coge un par de cosas y se larga. Aquí
entra cualquiera y como quiera.”

Patroclo se ríe y con una mano en el hombro me conduce dentro de la tienda. Cabreada se la aparto
de un manotazo y grito:

- “¡No me pongas las manos encima!”


- “Calma mujer ¡menudo carácter! Resultarás un excitante reto para Aquiles.”
- “¡Serás...!”

Tuve la intención de soltarle un buen guantazo, pero se movió rápido y me sujetó la muñeca con una
mueca divertida en sus labios, justo entonces entró en la tienda el mismo rubio de antes y mirándonos
a los dos, ordenó con voz gélida:

- “Fuera.”

Patroclo le lanzó una sonrisa y se despidió de mi con un movimiento de la mano. Una vez solos me
sentí pequeña ante aquel hombre, pero no me permití mostrárselo. Crucé los brazos sobre mi pecho
y levantando la barbilla dije alto y claro:

- “Déjame marchar.”
- “Cierra la boca, no te he dado permiso para que hables.”
- “Como si lo necesitara para hacerlo, hablaré cuando me dé la gana.”

Mirándome como si quisiera enterrarme bajo tierra se acercó a mí y en dos zancadas lo tenía
agarrándome fuerte por el cuello con una mano. El pulso se me disparó.

- “No te conviene enfurecerme y si quieres que tu estancia aquí sea mínimamente agradable te
aconsejo que obedezcas en todo lo que te diga, como si fuera un dios, ¿queda claro?”

Con el aire cortado respondí:

- “Jamás obedecería a un dios con un alma tan míseramente mortal. No te tengo miedo.”

Apretó ligeramente y cuando sentía que todo se nublaba, me soltó y caí al suelo tosiendo y cogiendo
aire con fuerza.

- “Deberías.” - dicho esto volvió a salir de la tienda, dejándome en el suelo luchando por no
perder los nervios y derrumbarme.

No sé cuánto tiempo pasaría después de aquello, solo sé que debía salir de ahí lo más pronto posible.
Parecía que aquella gente no dormía, así que opté por salir por un agujero en la parte trasera de la
tienda. Para cuando se dieran cuenta de que me había ido yo debía de haber llegado a Troya ya que,
si mal no recordaba, mi prima Criseida se encontraba allí. Conseguí caminar unos metros sin ser vista,
pero al llegar a una tienda azul dos hombres que salían de ella me vieron y empezaron a hablar con la
voz nublada por el alcohol.

- “Mira que tenemos por aquí, una dulce flor que necesita que la rieguen.”
- “Querido amigo, nosotros podemos ocuparnos de ello.”

Di media vuelta con la intención de evitarlos, pero uno de ellos me agarró fuertemente del pelo y
enseguida el otro me cogió de las manos. Grité e intenté zafarme, pero de nuevo, eran más fuertes
que yo. Conseguí liberar una mano y actuando con rapidez le solté un puñetazo en la cara al que me
tenía cogida del pelo. Su cara giró bruscamente y sentí mis nudillos quejarse ante el golpe, pero logré
que soltara mi cabeza y por un momento el otro hombre pareció despistado. Aproveché y con una
certera patada en su estómago me soltó y sin ver a donde iba salí corriendo. No llegué muy lejos
cuando otras manos me sujetaron y choqué contra un pecho duro y desnudo.

Con la adrenalina corriendo por mis venas levanté la vista y lo vi. Vi a Aquiles, su mirada era gélida
para variar, pero conseguí ver un destello de furia en lo más profundo de sus ojos azules.

- “¡Vuelve aquí zorra mal nacida!”


Mi cuerpo tembló al ver que los dos hombres se acercaban. De un solo movimiento Aquiles me colocó
detrás de él y su cuerpo se puso en tensión. Los hombres lo miraron y solo bastó una mirada de Aquiles
para que dieran media vuelta. Sin pronunciar palabra alguna, Aquiles me cogió de la mano y me llevó
de vuelta a la tienda. Mis pies dolían, todo estaba lleno de arena, tierra y piedras y la pequeña pelea
vivida minutos antes me había dejado exhausta. Él debió de notarlo porque se giró y me cargó como
si fuera un bebé, sus brazos me sostenían como si no pesara más que una delicada pluma y sin poder
evitarlo dejé que mi cuerpo se relajara con el suyo, apoyé la cabeza en su pecho y escuché los débiles
latidos de su corazón.

Al llegar a la tienda me tumbó en las mantas que hacían de cama y llenando un cuenco con agua y
cogiendo un paño se sentó a mi lado.

- “Te dije que no salieras de la tienda.” - su voz no era cálida, pero tampoco era la gélida que
acostumbraba a escuchar salir de sus labios.
- “Y yo te dije que haría lo imposible por escapar, no puedes tenerme contra mi voluntad.”

Mojó el trapo en el agua y empezó a limpiar mis pies, sucios y con magulladuras, hice una mueca
cuando tocó un corte y me dirigió una mirada que parecía la de un padre regañando a su hija. Acabó
de limpiarlos y me los vendó con unas telas blancas que los cubrieron por completo.

- “Gracias” - murmuré.
- “Si hicieras caso de lo que se te dice no tendrías que dármela.”
- “No soy ningún animal para que tenga que acatar órdenes, ni tampoco soy uno de tus solados
para deberte lealtad y sumisión.”

El hielo volvió a sus ojos y cogiéndome de imprevista me empujó contra un mástil de la tienda y,
literalmente, me ató las manos en él.

- “¡¿Qué haces?! ¡suéltame!”


- “Cuando aceptes que tu libertad me pertenece entonces de soltaré. No puedo fiarme de ti si
cada vez que me voy intentas huir.”
- “Jamás aceptaré que eres mi dueño y jamás desistiré en el empeño de escapar.”
- “Entonces vivirás atada el resto de tu miserable vida. “

Dicho esto, salió de la tienda y entré en pánico, intenté soltarme, pero los nudos eran fuertes y estaba
terriblemente cansada. Decidí cerrar los ojos y recuperar fuerzas, mañana me iría.

Al día siguiente al abrir los ojos sentí el cuello y la espalda entumecidos. Dormir sentada era muy
incómodo. Los rayos del sol se filtraban vagamente por las ranuras del techo y la puerta y entonces vi
que Aquiles se encontraba dormido en una cama improvisada. Dormía con el torso desnudo y por
unos segundos quedé absorta en las suaves líneas que definían su pecho. Ocho cuadrados
perfectamente trabajados harían que cualquier mujer perdiera la cabeza. Sin duda Aquiles tenía un
cuerpo de dioses, pero no podía olvidar que era mi raptor y no debía dejar que su atractivo me
distrajera.

Moví mis manos con la esperanza de poder desatar el nudo, pero era imposible, giré la cabeza y
encima de la mesa vi unos cubiertos y entre ellos descubrí un cuchillo. Asegurándome de que Aquiles
seguía durmiendo utilicé toda mi fuerza para levantar mi pierna izquierda e intentar agarrar el cuchillo
con los dedos. Mis músculos doloridos protestaron, pero los ignoré y tras unos segundos conseguí
coger el cubierto, pero por lo visto esa mañana la diosa Tique no estaba de mi lado, porque el cuchillo
resbaló y rebotó debajo de la mesa, quedando mucho más lejos de lo que ya estaba. Asustada miré a
Aquiles para ver si se había despertado, pero seguía durmiendo. Me estiré lo máximo que pude y
entonces escuché voces acercarse, me retraje y recé porque me ignoraran.

Patroclo entró en la tienda seguido de otro hombre ligeramente más pequeño de estatura y
despertaron a Aquiles. Éste soltó un gruñido, pero se levantó y su hombría quedó al aire.

Por todos los dioses... ¿Dormía desnudo?

Aparté la vista y traté de volverme invisible, pero fue un intento inútil. Aquiles se acercó y posó una
mano en mi pómulo.

− “Espero que hayas reflexionado esta noche acerca de tu comportamiento. No me gusta


tenerte atada como a un animal.”
− “Prefiero vivir mis últimos días aquí retándote que poder salir a respirar la brisa del mar bajo
tus órdenes.”

Aquiles sonrió e inesperadamente me agarró del cuello y estampó sus labios contra los míos.
Inconscientemente le devolví el beso y al darme cuenta de ello le pegué una patada en la pierna que
no le hizo el más mínimo daño. Se separó y guiñándome un ojo se despidió de mí, salió detrás del otro
hombre y fijé mi vista en la de Patroclo. Éste tenía una sonrisa de oreja a oreja que dejaba a la vista
una dentadura de dientes blancos perfecta.

− “¿Puedes desatarme por favor? - le pedí, intentando apelar a su parte compasiva.”


− “¿Quieres otro consejo? - dijo acercándose y dejándome pasmada, se agachó para recoger el
cuchillo de debajo de la mesa y dejarlo en la misma.”
− “¿Me ayudarás a escapar? - soltó una pequeña risa, seguida de un suspiro.”
− “Creo que, en vez de obsesionarte en querer huir, deberías buscar la manera de que tu
estancia aquí sea algo más que la de una simple esclava, o prisionera, como quieras llamarlo.”
− “Explícate.”
− “Eres una mujer muy bella, tu porte y cuerpo son dignos de admirar y además posees grandes
dotes de inteligencia y carácter.”
− “Vaya, gracias...”
− “Déjame terminar. Con todo lo que tú eres, tienes muchas posibilidades de conseguir que mi
gran amigo Aquiles se prende de ti, incluso que llegue a encapricharse.”
− “Y a mí, ¿de qué me serviría todo eso? Aborrezco a tu amigo.”
− “No es lo que decían tus ojos al verlo levantarse. - apreté los labios y no dije nada, porque
tenía razón, pero nunca lo admitiría.”
− “Ve al grano Patroclo.”
− “Tan directa como siempre, lo que intento decirte amiga mía es que intentes seducir a Aquiles.
Si lo haces bien, puedes incluso convertirte en su esposa.”
− “Y de nuevo, ¿de qué me serviría?”
− “Briseida, no quiero sonar cruel, pero no tienes reino al que regresar, tu marido está muerto
y también tus hermanos. La opción de casarte con un guerrero de alto prestigio es la mejor
que tienes.”

Asimilé sus palabras y por un momento imaginé mi vida siendo esposa de Aquiles. La imagen se me
antojó surrealista y me resultó difícil de aceptar como un futuro próximo. Sin embargo, y por mucho
que me doliera, Patroclo tenía toda la razón del mundo. Mi ciudad había sido arrasada, mi familia
abatida y mi marido asesinado. No tenía hijos, no tenía linaje. No tenía un lugar al que ir aun si algún
día lograba escapar.
- “Solo es un consejo, si logras que te coja cariño te tratará como a una reina.”

No tenía otra opción, si quería pasar mis días de la manera más digna posible, debía seducir a mi
secuestrador.

Cuando Aquiles volvió a la tienda empecé a idear la manera de que se fijara en mí como en algo más
que una esclava, pero sin que notara que estaba fingiendo. Podría sospechar mucho si por la mañana
le mandaba al cuerno, y por la tarde lo idolatraba.

- “¿Cómo ha sido tu día mujer? Muchas aventuras supongo.” - dijo con una mueca de diversión
en los labios.

Imbécil...

- “¿Podrías darme algo de comer? Y un poco de agua, por favor.”


- “Vaya, o sea, que tienes modales. ¿por qué debería hacerlo?” - preguntó sirviéndose un plato
con carne y un poco de vino.
- “Llevo atada a este maldito poste casi un día, es normal que tenga hambre y sed.”
- “Y de nuevo tu actitud altanera.” - murmuró con una enorme sonrisa.

Se sentó enfrente de mí y mirándome fijamente dijo:

- “Prometo soltarte si me das tu palabra de que harás exactamente lo que yo diga y no harás
ningún intento por escapar.”
- “Puedo darte mi palabra de que no haré ningún intento de escapar, pero no puedo prometer
acatar cualquier orden como un perro.” -dije manteniendo su mirada.
- “Supongo que eso valdrá. ¿Puedo saber a qué viene ese cambio de actitud?”
- “He estado pensando durante toda la mañana. No tiene sentido que quiera huir porque no
tengo donde ir. Acabaste con la única familia que tenía y mi hogar se encuentra en ruinas. Mi
mejor opción es quedarme aquí, pero no obedeceré sin antes expresar mi opinión al
respecto.”

Un destello de respeto cruzó por los ojos de Aquiles y sin decir nada más me soltó y me tendió el plato
de carne y vino que se había servido, se levantó y se sirvió otro poco antes de sentarse a mi lado. Había
conseguido que me soltara y me dejara comer con él, era todo un avance, pero el objetivo final me
llevaría tiempo.

Al caer la noche decidí salir a dar un paseo por la arena, la noche era calurosa, pero la fresca brisa del
mar hacía que fuera agradable observar las estrellas. Aquiles se había ido diciendo que tenía que
ocuparse de ciertos asuntos así que pensé que no le importaría que saliera a explorar y tomar un poco
de aire. La noche estaba tranquila en comparación con la otra noche en la que llegué, había hombres
y mujeres aquí y allá, pero bastante más tranquilos que la última vez.

Llegué a la orilla y descalcé mis pies de las sandalias que Aquiles me había regalado horas antes y dejé
que las olas acariciaran mi piel. Caminé unos metros antes de que un hombre apareciera frente a mí.
Era el mismo que me había atacado junto a otro la noche en que intenté escapar.

- “¿Otra vez intentando escapar? Me parece que necesitas una buena represalia para que
aprendas.”
- “Apártate de mi camino, solo estoy dando un paseo.” -dije con la voz llena de odio. Quise
rodearlo, pero me lo impidió.
- “No tan rápido, la otra noche estaba Aquiles para ayudarte, pero hoy estás sola.”
Me cogió de la mano y pegó su cuerpo a mi espalda, cogí aire para gritar, pero me tapó la boca con la
otra mano y me tiró al suelo. Una ola de pánico me inundó cuando se puso encima de mí y forcejeó
conmigo para levantarme el ridículo vestido que cubría mi cuerpo. Consiguió abrirse paso entre mis
piernas y cuando las lágrimas se acumulaban en mis ojos, conscientes de lo que me iba a hacer, alguien
lo apartó de mí y empezó a golpearlo.

Aclaré mi vista parpadeando repetidas veces y vislumbré el cabello rubio de Aquiles, que se
encontraba encima del hombre y le repartía varios puñetazos en la cara. El hombre sangraba por todas
partes, por la boca, la nariz e incluso la ceja, pero no por ello me sentí mal por él. Aquiles no lo mató,
pero fue gracias a que unos cuantos hombres que aparecieron de la nada lo impidieron, consiguieron
separarlo del ahora inconsciente hombre que yacía en la arena. Aquiles se zafó de ellos y con los
músculos en tensión y una mirada feroz se dirigió a mí. Mi cuerpo temblaba con el recuerdo de lo que
podría haber pasado de no haber llegado él y las lágrimas seguían acumuladas en mis ojos, aunque no
las dejé caer.

Aquiles me recogió del suelo y me llevó en brazos hasta la tienda. Cuando llegamos me dejó en la
cama y se dio la vuelta para marcharse, pero yo no quería quedarme sola.

− “Gracias...” -dije cogiéndolo de la muñeca.

En un rápido movimiento se giró y me cruzó la cara con la otra mano, provocando que mi rostro
quedara ladeado hacia abajo y mi mejilla palpitara. Quedé así durante unos segundos antes de mirarlo
a los ojos, una lágrima resbaló por la misma mejilla que había golpeado y descendió hasta mi cuello.
Lo miré paralizada y no sabría decir si la lágrima fue del dolor del golpe o porque fuera él quien me
hubiera pegado.

Aquiles comenzó a gritar.

− “¡Te dije que no intentaras escapar! Maldita sea, ¡no es complicado acatar una orden tan
simple! ¿Y el monólogo de esta mañana sobre lo de no tener a donde huir, qué? ¡Eres una
puta mentirosa!”
− “¡Cállate imbécil!” - dije poniéndome de pie furiosa y dolida por sus palabras.
− “¡No colmes mi paciencia! ¡Ahora por tu culpa tengo a uno de mis mejores soldados fuera de
combate!”
− “¡Intentó forzarme! Se lo tiene merecido, además, yo no pedí tu ayuda.”
− “¿Sabes qué? A lo mejor debería haber dejado que se aprovechara de ti, ¡a ver si así dejas de
intentar escaparte!”

Harta de él y su estupidez le golpeé y empujé en el pecho gritando:

− “¡Entérate idiota! ¡Yo no intentaba escapar, solo quería dar un paseo!” - volví a golpearle el
pecho y él, soltando un gruñido de frustración, me agarró de los antebrazos y siseó cerca de
mi cara.
− “No vuelvas a pegarme en todo lo que queda de tu miserable vida. Porque lo lamentarás.”

Nos miramos fijamente a los ojos, retándonos. Ninguno apartaba la mirada por orgullo, porque
ninguno quería perder esa batalla, y entonces algo cambió de manera palpable. Las respiraciones
aceleradas de ambos se entremezclaron hasta convertirse en una.

El hombre que tenía delante de mí era un ser que despreciaba con toda mi alma, pero también era el
único que provocaba que mi cuerpo temblase al entrar en contacto con el suyo. Odiaba su forma
arrogante y dominante de ser, de creerse más que los demás, pero al mismo tiempo algo dentro de
mí ardía cada vez que él lanzaba una orden.

Los dos chocamos el uno contra el otro al mismo tiempo, juntando nuestros labios de forma frenética
y superficial, pues ambos estábamos furiosos a causa de la reciente pelea. Rodeé su cuello con mis
brazos al mismo tiempo que él rodeó mi cintura con uno y posó una mano en mi nuca para profundizar
en el beso. Me aventuré a saborearlo con mi lengua y me correspondió al segundo, poco a poco el
beso se fue ralentizando hasta volverse lento, suave y profundo. Nos separamos y solté un suspiro
antes de que Aquiles me cogiera en brazos, obligándome a rodearlo con mis piernas, y me llevase a la
cama. Volvió a besarme y fue descendiendo por mi cuello, repartiendo delicados besos que
despertaban todos mis nervios a flor de piel. Su mano acarició el hueco de mi rodilla y ascendió hasta
la parte interior de mi muslo, me miró fijamente a los ojos antes de ir más allá y empezar a obrar magia
con sus dedos en mi interior.

Abrí los ojos de par en par al notar corrientes electrizantes subir por mi espalda, haciendo que la
arqueara y soltara ligeros jadeos en busca del aire que no llegaba a mis pulmones. Nunca había sentido
esto con Mines, en nuestra intimidad nunca se preocupó porque yo estuviera cómoda o quedara
satisfecha, supuse que era lo normal. Sentí que algo estaba a punto de explotar en mi interior y sentía
curiosidad por saber lo que conllevaba tocar las estrellas y cuando me quedé sin aire solté un pequeño
grito fruto de la bomba de sensaciones que tenía dentro de mí, sentí que volaba y al segundo caía de
nuevo en la tierra, exhausta por el viaje.

Aquiles no dejó de observarme y por un momento sentí vergüenza, pero ésta se esfumó en cuanto
Aquiles me despojó de toda la ropa y seguidamente de la suya antes de cubrirme con su cuerpo por
completo. Dejó que cogiera aire un par de veces antes de hundirse en mí con un gemido inaudible.
Nos movimos al compás del latir de nuestros corazones hasta que perdí la noción del tiempo,
dejándome llevar por las oleadas de placer que se apoderaron de él, antes de que ambos, cayéramos
en los brazos de Morfeo.

Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente la cama estaba vacía y Aquiles no se encontraba por
ninguna parte, pero no tuve que preguntarme mucho tiempo dónde estaba, ya que entró en la tienda
con una expresión de cabreo en su rostro. Cogió mi vestido y me lo lanzó al pecho.

− “Vístete, te vas.”
− “¿Cómo?” - ¿de qué estaba hablando?
− “¡Pasad!” -gritó y dos hombres entraron en la tienda. - “Aquí la tenéis, podéis llevárosla una
vez esté vestida.”
− “¿Quiénes son y por qué debo ir con ellos?” - dije a cada segundo más confusa.

Aquiles me miró y algo en mi pecho se quebró al ver la indiferencia con la que me miraba, parecía que
la noche anterior no hubiera significado nada para él, mientras que para mí lo significaba todo.

− “Éstos son Taltibio y Euríbates, heraldos de Agamenón. Te irás con ellos porque desde hoy
perteneces a Agamenón.”
− “Espera ¿qué? No, yo no me voy. No quiero.”
− “No se trata de si quieres o no, te marchas y es ya.”

No podía creerlo, se deshacía de mí como quien se deshace de unos zapatos viejos y rotos. Me dolió
y lo odié por hacerme daño. Recogiendo mi ropa y la poca dignidad que me quedaba me vestí mientras
lágrimas se acumulaban tras mis párpados, y no pude evitar que algunas de ellas se derramasen según
me acercaba a la puerta. Un millón de preguntas se agolpaban en mi cabeza. ¿Quién era Agamenón y
por qué iba a ser mi nuevo dueño? ¿Sería compasivo? ¿Un tirano? ¿Me dejaría libre algún día?
¿Nunca? ¿Me protegería? ¿Dejaría que otros me tocaran a su antojo?

Ninguna tenía una respuesta firme, pero la que más se repetía en mi mente y la que más deseos tenía
de responder era saber por qué Aquiles dejó que me llevaran. ¿Acaso nunca le importé?

Antes de salir definitivamente de aquella tienda miré a Aquiles una última vez, su mirada era intensa
y podía ver en ella furia y gelidez, pero por unos microsegundos cambió y vi dolor y anhelo. Esa mirada
me persiguió todo el camino hasta la tienda de mi nuevo amo.

− “Siéntate y espera a que Agamenón regrese. - dijo quien creo que era Taltibio.”

Se marcharon y me senté en un mueble que parecía un diván forrado de piel roja, esperé y esperé
hasta que un hombre alto y de complexión fuerte entró y al verme sentada me sonrió como si fuese
una vieja amiga.

− “Tú debes ser Briseida, aunque ese nombre deriva del de tu padre, Brises. Dime, ¿cuál es tu
verdadero nombre?”

¿Cómo sabía él aquello?

− “¿Cómo sabes tú eso?” -pregunté.


− “Yo sé muchas cosas, encanto, dímelo.”
− “Hipodamia.”
− “Muy bonito, hace honor a tu belleza.”
− “¿Qué hago aquí? ¿Por qué me arrancaste de los brazos de Aquiles?”
− “Por honor. Yo quise llevarte a ti de la ciudad de Lirneso y convertirte en mi amante, pero
Aquiles se interpuso y acabé quedándome con tu prima.”
− “¿Criseida está aquí?” - no podía creerlo, hacía mucho tiempo que no sabía de ella.
− “Estaba. Su padre la reclamó y contó con la ayuda de Apolo, quien envió una plaga a mi
ejército. Aquiles también insistió mucho en dejarla libre ya que la peste estaba acabando con
muchos, y finalmente accedí. No te preocupes por ella, se encuentra en Troya con su padre
Crises.”
− “¿Y dónde entro yo en todo esto?” -pregunté mirándolo directo a los ojos. Si esperaba una
sumisa se llevaría una gran decepción.
− “Bueno, yo te quería a ti y Aquiles no es de mi agrado, llámalo matar dos pájaros de un tiro.
Piénsalo, Criseida vuelve con su padre, yo te consigo a ti y Aquiles pasará las noches
atormentado pensando en lo que pueda estar haciéndote. Todos ganamos.”

Aquiles no quería dejarme marchar, pero no le quedaba otra si quería liberar a Criseida y así detener
la peste.

Él no quería que me fuera.

Ese pensamiento resucitó algo dentro de mí y la esperanza de que Aquiles volviera a por mí más tarde
o más temprano hicieron que los días siguiente que pasaron pudieran ser más soportables. Agamenón
no me tocó en ningún momento y no sabría decir la razón, pero se lo agradecí a los dioses todas y
cada una de las noches.

Una noche en la que me encontraba cosiendo un agujero de mi pobre vestido sentí cómo la piel de mi
nuca se erizaba y tuve la sensación de que alguien me observaba. Giré la cabeza y lo vi a él. Aquiles se
encontraba en la puerta de la tienda y el corazón me dio un vuelco al verlo venir hacia mí más rápido
de lo que yo pude ponerme en pie. Llegó a mí y me envolvió en un fuerte abrazo que demostraba lo
mucho que me había echado de menos. Lo increíble fue que yo también lo había echado en falta. Se
separó y me acarició el pómulo con una mano.

− “Lamento mucho lo que ha pasado.”


− “No desesperes, saber que volveré a tu lado es suficiente calma para mí.”
− “Prometo que no será durante mucho tiempo, he decidido dejar la lucha hasta que Agamenón
te devuelva a mí.”
− “¡¿Qué?! Aquiles, no puedes hacer eso, yo no debo interferir en tu deber como soldado.”
− “Ya está decidido, ni yo ni mis soldados participarán en la lucha hasta que vuelva a tenerte
bajo mi protección.”

No pude decir nada más porque selló mis labios con los suyos y pude sentir todo lo que no llegaba a
decir con palabras en ese beso. Cuando se separó se despidió y prometió que tendría noticias suyas,
pero lo que no imaginaba yo era que dos días después, Agamenón entrara en la tienda y me dijera
que volvería al lado de Aquiles.

La felicidad que me embargó el pecho no podía describirse. Agamenón me presentó a un anciano


llamado Néstor, quien probaría que Agamenón no había mancillado mi cuerpo durante mis días de
cautiverio. Llegamos a una esplanada y vislumbré la espalda de Aquiles, que se dio la vuelta al
anunciar, Odiseo, nuestra llegada.

En cuanto lo vi supe que algo iba mal, una expresión de devastación inundaba el rostro de mi guerrero
y al observar a mi alrededor vi que la de muchos otros también.

¿Qué había pasado?

Unos tambores llenaron el aire y todos los presentes guardaron silencio cuando seis hombres llegaron
frente Aquiles con un cuerpo sin vida. La sangre se escapó de mi rostro al reconocer el cuerpo de
Patroclo, frío e inerte, colocado a los pies de Aquiles, sobre una pira funeraria. Sentí la sangre latir en
mis oídos y el corazón palpitar como si quisiera explotar. Mi mirada se cruzó fugazmente con la de
Aquiles y ambos vimos la devastación, la pérdida y la tristeza en los ojos del otro.

No conocí íntimamente a Patroclo, pero des del mismo momento en el que abrí los ojos se había
comportado como un fiel amigo, me animó y me aconsejó, intentando que mi vida fuera
medianamente vividera.

Aquiles se agachó y con una antorcha que le dieron prendió fuego al altar en el que se encontraba
Patroclo, luego se apartó y con voz grave dijo:

− “Fuiste un gran amigo, pero yo te consideraba un hermano. Llegué a tu vida por culpa de una
guerra y ahora te pierdo por culpa de la misma. Prometo vengar tu muerte, hermano, esto no
quedará así.”

Dicho esto, se volvió hacia mí y me pidió con la mirada que lo siguiera hasta su tienda. Cuando entré
en ella lo vi sentado en la cama y unos suaves sollozos sacudían sus hombros. Se me encogió el corazón
al verlo tan vulnerable. Aquiles estaba llorando, hasta los más fuertes acaban por romperse en algún
momento. Me acerqué a él y lo abracé en un intento por consolarlo. Instantes después una mujer
bella, de tez pálida y semblante preocupado, se acercó y pidió la atención de Aquiles, quien levantó la
mirada y no pudo ocultar su sorpresa.

− “¿Madre?” - ¿cómo? ¿era su madre?


− “Hijo mío, vengo a compartir tu dolor ante la pérdida de un guerrero tan valiente, pero
también vengo a pedirte que vuelvas a la lucha. Convencí a Hefesto para que forjara una nueva
armadura, una más resistente y limpia de sangre inocente.”

Aquiles limpió sus lágrimas y le pidió a su madre unos momentos a solas, cosa que la mujer aceptó y
salió de la tienda. Aquiles se dirigió a mí.

− “Briseida, debo irme y vengar la muerte de Patroclo. Debo volver a la guerra y no puedo
prometer que vaya a volver a tu lado.”

Sus palabras eran duras, pero ciertas, sabía que si se iba cabía la posibilidad de no volver a verlo, pero
tampoco podía impedírselo, debía hacerlo porque ese era su deber.

− “Ve, si vuelves con vida prometo ser la mejor esposa que jamás haya existido, más si regresas
abatido, prometo encargarme personalmente de que recibas un entierro digno de un gran
guerrero como lo has sido tú.”

Nos miramos unos segundos, despidiéndonos en silencio como no nos atrevíamos a hacerlo con
palabras. Al salir de la tienda escuché su voz dando órdenes a todos sus soldados y yo no pude hacer
otra cosa que sentarme y llorar, llorar por Patroclo, por todas las personas que morirían esta noche,
pero sobre todo lloré por Aquiles, porque sentía que esa noche solo habría un final y no sería el de
felices para siempre, lloré por la vida que pudimos haber construido juntos y por los momentos que
no atesoraríamos.

Su madre entró momentos después y por su mirada supe que Aquiles ya había partido y seguramente
no lo vería de nuevo. Ser consciente de aquello provocó que llorara con más ahínco, su madre, que se
presentó como Tetis me abrazó y susurró palabras tranquilizadoras, pero nada haría que el dolor de
la pérdida de alguien amado desapareciese.

− “Créeme hija que intenté alejar a mi hijo de esta guerra, pero el destino es inevitable y al final
ha llegado a ella.”
− “Explíquese, por favor.”
− “Una profecía dijo que mi hijo tendría una larga vida aburrida o una vida corta, pero gloriosa.
Ante este miedo y a espaldas de su padre, me encargué de que mis hijos no vivieran más de
dos días. Me arrepiento, pero cuando quise deshacerme de Aquiles su padre, Peleo, me
descubrió y lo evitó. Por lo que sé dejó que el centauro Quirón lo criara, pero cuando estalló
la guerra me preocupó que la profecía se cumpliera, así que convencí a Peleo para enviar a
Aquiles a Esciro, bajo el cuidado de Licomedes. Pasaron los años y para mi desgracia Aquiles
acabó por convertirse en uno de los mejores guerreros y ahora morirá. Y sé que ese es mi
castigo por haber asesinado a mis otros hijos.”

La confesión de aquella mujer me dejó pasmada y si la profecía de la que hablaba se cumplía lo haría
esa noche, así que no nos quedaba de otra que esperar la trágica noticia.

Y así fue, al alba nos llegó la noticia de que Aquiles había matado a Héctor, había vengado la muerte
de Patroclo, pero tiempo después había muerto a manos de Paris. Su cuerpo sin vida llegó a nosotros
intacto, exceptuando su talón derecho, en el que se había clavado una flecha, la responsable de su
muerte.

Dispuesta a cumplir mi promesa me aseguré de que aquel guerrero que todos creían invencible
recibiera el funeral que merecía. Tetis y las Nereidas lloraron su muerte, igual que los soldados, igual
que yo.
Ahora, diez años más tarde y viviendo bajo el cobijo de mi querida prima Criseida, aún recuerdo que
Aquiles fue un guerrero noble que luchó y defendió con valentía y coraje hasta exhalar su último
aliento de vida.

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