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sótano y me horrorizó lo que vi: los aqueos saqueaban mi casa, y uno de los
Entonces. escuché unos pasos que venían hacia nosotras. Tragué saliva,
escondía los sollozos que ahora mismo querían salir corriendo de allí, como
dos caballos que huyen despavoridos por el sonido de una rama, y dejarme sin
voz. Busco con la mirada a Criseida, que está escondida debajo de una mesa,
cada vez más cerca, lo podía sentir, la presión en mi pecho aumentaba, notaba
el sudor en las manos y los latidos de mi corazón, se oían más fuertes a cada
—¡Criseida, no! —grité cuando nos separaron, tan fuerte, que se me podría
agonizantes de los troyanos caídos, y juro que había una fuerza inexplicable
que me empujaba a saltar del carruaje para ayudarles, mas hice por reprimirla,
pues hubiera sido inútil y lo único que hubiese conseguido haciéndolo, hubiera
El carruaje frenó y me empujaron para que saliera de él. Iba descalza, notaba
como las piedras se clavaban en mis pies desnudos. Sentía que caminaba
sensación de que dejaba atrás mi vida tal y como la conocía, de que nada
armadura y un casco, el cual, solo dejaba ver unos ojos azules, intensos, que
me miraban, triunfantes.
—Una mujer hermosa nunca está de más, ¿No es cierto? Con ella—dijo,
Una vez en la cabaña del soldado, él, se quitó el casco, sacó la espada de su
soporte, y en ese momento, lo reconocí. Era él, era el soldado que había dado
muerte a su marido.
—¡Tú, tú le has matado! —le reproché, sin poder contener las lágrimas, esta
vez no.
¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que un hombre que acababa de matar
—Tu amigo, tu patrón o… o lo que quiera que sea tuyo, ese hijo de Hades, ha
—Briseida.
ese momento, comprendí que ese hombre llamado Patroclo tenía razón, en las
guerras había muerte, muerte y dolor, nada podía hacer yo ante eso.
La noche llegó al campamento, recé para que los dioses cuidaran de Mines,
para que nunca lo dejasen solo. Cuando acabé de hacerlo, vi que Aquiles
que había en mi interior era tan grande que me sentía incapaz de mirarlo sin
esclava sexual.
Seguí callada.
—Viendo las pocas ganas que tienes de hablar, supongo que no me dirás ni tu
nombre.
—¿Se supone que por eso debería sentirme más segura? Porque no lo estoy
—¿Se supone que debo sentirme segura al lado del hombre que mató a mí
marido?
Se fue de la cabaña sin acabar la frase. Yo, decidí gritarle mi nombre, sin estar
podía aceptar nada suyo, prefería morir antes que hacerlo. Además, Aquiles
tampoco se esforzaba para que nos lleváramos bien, nuestras vidas no iban en
ello. Sin embargo, no podía negar que me parecía atractivo y guapo, cada vez
pero, en realidad, lo miraba por el rabillo del ojo, veía sus músculos, sus
fresca y más comida, se quitó el casco y sus ojos azules se posaron en mí.
—Se acabó, llevas varios días sin comer, así que, te he traído esta bandeja
hagas.
—Sí, yo también soy troyana, no quero recibir tratos de favor, mi patria se está
—¿Y tú crees que a mí me gusta matar?, dime, ¿Cómo era tu vida antes de
—¿La mía? Yo no tenía vida antes de ninguna guerra, fui criado para luchar.
De pequeño, lo primero que aprendí fue que hay que proteger a un rey, sin
centímetros y al subir la mirada y ver sus ojos clavados en los míos, con una
enamorado del hombre que había dado muerte a mí esposo, de hombre que
más daño me había hecho y había pasado la víspera de uno de los peores días
acompañados por Aquiles, alegando que tenían que llevarme frente a su amo,
adivino para mitigar la peste enviada por Apolo. Lo que más me dolió fue que
El tiempo que pasé junto a Agamenón fue un calvario, me pasaba las horas
contando el tiempo que quedaba para que Aquiles viniera a salvarme. Un día,
lloré tanto que se podía haber llenado el mar Egeo con mis lágrimas, pues me
mis lamentos y me había hecho reír en los momentos más difíciles. Aquel día,
dando voces:
cabaña.
—¡Aquiles!
convirtió en una burbuja, nos miramos, él, escondió sus dedos en mi melena
junto a él, con los dedos enredados en su melena rubia. Pero no lo pude hacer
más, puesto que unos días más tarde, Paris, mató a Aquiles, vengando la
muerte de Patroclo.
mar, no sin antes recordar las últimas líneas de la carta que enterré en la
arena: “en una tierra destrozada por el dolor y el amor, con amor a Troya”.