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Sara Samper González 1º Bach C

Briseida: a Troya, con amor


Ante la advertencia de Criseida, me escondí con ella en el sótano polvoriento.

Los aqueos estaban en mi ciudad y yo me escondía mientras un pueblo entero,

el mío, se debatía entre la vida y la muerte, en medio de la guerra más

sangrienta que mis jóvenes ojos habían visto.

Oí como se abría la puerta de la casa, asomé la cabeza por la puerta del

sótano y me horrorizó lo que vi: los aqueos saqueaban mi casa, y uno de los

soldados, amenazaba con su espada al rey Mines, mi esposo, poniendo el filo

de la espada en su cuello. Criseida y yo ahogamos un grito al ver como lo

mataban allí mismo, a sangre fría.

—¡Busca a las mujeres! —exclamó Agamenón.

Entonces. escuché unos pasos que venían hacia nosotras. Tragué saliva,

intentando quitarme el nudo que se había formado en mi garganta, que

escondía los sollozos que ahora mismo querían salir corriendo de allí, como

dos caballos que huyen despavoridos por el sonido de una rama, y dejarme sin

voz. Busco con la mirada a Criseida, que está escondida debajo de una mesa,

en cuclillas, abrazándose las pernas, temblando, me arrodillo a su lado,

poniéndole la mano en el hombro. El hombre que venía a por nosotras estaba

cada vez más cerca, lo podía sentir, la presión en mi pecho aumentaba, notaba

el sudor en las manos y los latidos de mi corazón, se oían más fuertes a cada

segundo que pasaba, era nuestra perdición, y yo lo sabía, pero no estaba

dispuesta a dejarme vencer, no tan fácilmente, no me enseñaron eso. Ayude a

mi prima a levantarse, para buscar juntas un sitio en el sótano que estuviera

más escondido, pero fue demasiado tarde, cuando Criseida se levantó, un


hombre la agarró bruscamente de la cintura, alzándola del suelo, y otro hizo lo

mismo conmigo, forcejeé, intentando que me soltara, pero fue en vano

—¡Criseida, no! —grité cuando nos separaron, tan fuerte, que se me podría

haber oído desde la torre más alta de Troya.

Alguien me cubrió los ojos con un pañuelo y me subió a un carruaje. Mientras

íbamos al lugar en el que los aqueos se resguardaban, escuchaba los gritos

agonizantes de los troyanos caídos, y juro que había una fuerza inexplicable

que me empujaba a saltar del carruaje para ayudarles, mas hice por reprimirla,

pues hubiera sido inútil y lo único que hubiese conseguido haciéndolo, hubiera

sido poner en peligro mi vida, más de lo +que ya estaba.

El carruaje frenó y me empujaron para que saliera de él. Iba descalza, notaba

como las piedras se clavaban en mis pies desnudos. Sentía que caminaba

hacia el inframundo, yendo al encuentro de Caronte y su barca, con la

sensación de que dejaba atrás mi vida tal y como la conocía, de que nada

nunca volvería a ser igual. Nunca.

Cuando me quitaron el pañuelo de los ojos, vi a un hombre camuflado por una

armadura y un casco, el cual, solo dejaba ver unos ojos azules, intensos, que

me miraban, triunfantes.

—No son mal botín de guerra, ¿no? —Bromeó Agamenón, dirigiéndose al

soldado de ojos azules—¿Con cuál te quedas?

—Una mujer hermosa nunca está de más, ¿No es cierto? Con ella—dijo,

señalándome a mí, acercándoseme.


Entonces, oí un llanto a mi lado y me di cuenta de que la persona que lloraba

era Criseida. Al verla, únicamente, me gire, le apreté la mano, y le susurre al

oído: «Sé fuerte».

Una vez en la cabaña del soldado, él, se quitó el casco, sacó la espada de su

soporte, y en ese momento, lo reconocí. Era él, era el soldado que había dado

muerte a su marido.

—¡Tú, tú le has matado! —le reproché, sin poder contener las lágrimas, esta

vez no.

Él no se inmutó, no movió ni un músculo.

—¿Acaso quieres matarme a mí también?

—No—contestó. —Patroclo, quédate con ella, por favor.

¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que un hombre que acababa de matar

a un hombre hacia apenas doce horas, no mostrara ni la más mínima mueca

de pena por haberlo hecho, ni la más mínima culpabilidad?

Me quedé en la cabaña con aquel tal Patroclo, que intento consolarme,

abrazándome, pero yo no le dejaba hacerlo, cada vez que intentaba

abrazarme, yo le esquivaba, hasta que no pude aguantar más la careta de

mujer fuerte y me dejé abrazar por él.

—Tranquila, tranquila—me susurraba, acariciándome la cabeza.

—Tu amigo, tu patrón o… o lo que quiera que sea tuyo, ese hijo de Hades, ha

matado a mí marido, ¿Y tú me estás pidiendo que me tranquilice?


—Mi amigo se llama Aquiles, y no es ningún hijo de Hades ¿Me permites que

te dé un consejo? En la guerra las personas mueren, es inevitable, más vale

que lo comprendas pronto o cada recuerdo de tu vida será una punzada de

dolor en el corazón. En la guerra hay muerte, asúmelo.

—¿Por qué debo aceptar consejos tuyos si ni siquiera sé tu nombre?

—Eso se arregla fácilmente, soy Patroclo, ¿Y tú eres…?

—Briseida.

—Encantado—me dijo antes de irse, estrechándome la mano.

Ya no lloraba, ahora sentía impotencia por no poder salir de allí y porque en

ese momento, comprendí que ese hombre llamado Patroclo tenía razón, en las

guerras había muerte, muerte y dolor, nada podía hacer yo ante eso.

La noche llegó al campamento, recé para que los dioses cuidaran de Mines,

para que nunca lo dejasen solo. Cuando acabé de hacerlo, vi que Aquiles

entraba en la cabaña con mi cena y me giré, no quería mirarle a la cara, el odio

que había en mi interior era tan grande que me sentía incapaz de mirarlo sin

tener ganas de matarle.

—Nosotros no nos apreciamos, ni ahora me voy a esforzar para que en un

futuro lo hagamos. Tú vas por tu camino y yo por el mío, pero, créeme,

conmigo estás mejor que con Agamenón.

Como no dije nada, siguió hablando.

—¿Sabes qué haría Agamenón si estuvieras con él? Te forzaría, serías su

esclava sexual.
Seguí callada.

—Viendo las pocas ganas que tienes de hablar, supongo que no me dirás ni tu

nombre.

—¿Y no piensas hacerme lo mismo tú? — le pregunté, girando la cabeza,

respondiendo a lo que había dicho sobre Agamenón.

—¿Forzarte? Nunca lo haría.

—¿Se supone que por eso debería sentirme más segura? Porque no lo estoy

Iba a decirme algo, pero le corté.

—¿Se supone que debo sentirme segura al lado del hombre que mató a mí

marido?

—Mira, ¿Sabes qué?...

Se fue de la cabaña sin acabar la frase. Yo, decidí gritarle mi nombre, sin estar

segura de si lo había escuchado.

Pasaban los días y él seguía llevándome comida. Yo seguía sin comerla, no

podía aceptar nada suyo, prefería morir antes que hacerlo. Además, Aquiles

tampoco se esforzaba para que nos lleváramos bien, nuestras vidas no iban en

ello. Sin embargo, no podía negar que me parecía atractivo y guapo, cada vez

que se lavaba, yo fingía que no le observaba, girándome, como hacía siempre,

pero, en realidad, lo miraba por el rabillo del ojo, veía sus músculos, sus

pectorales desnudos y notaba como mis mejillas se ruborizaban. Cada vez me

ocurría con más intensidad, incluso, me di cuenta de que yo también le atraía.

Un día, uno de esos en los que yo me negaba a comer, en una de esas


noches, Aquiles entró por la puerta de la cabaña con un plato lleno de fruta

fresca y más comida, se quitó el casco y sus ojos azules se posaron en mí.

—Se acabó, llevas varios días sin comer, así que, te he traído esta bandeja

para que te lleves algo al estómago, y no me moveré de aquí hasta que lo

hagas.

Negué con la cabeza.

—¿Prefieres morir de inanición?

—Sí, yo también soy troyana, no quero recibir tratos de favor, mi patria se está

desangrando, y todo por qué, por tu honor; ¿Pero la sangre derramada de

miles de personas merece honor?

—¿Y tú crees que a mí me gusta matar?, dime, ¿Cómo era tu vida antes de

que esta guerra estallara? —preguntó, sentándose enfrente de mí.

—Era bastante feliz, la verdad, teníamos una vida simple, ¿Y la tuya?

—¿La mía? Yo no tenía vida antes de ninguna guerra, fui criado para luchar.

De pequeño, lo primero que aprendí fue que hay que proteger a un rey, sin

importar tus ideales, corazón, escrúpulos o la sangre que derrames.

Se levantó, cogiéndome del codo, haciendo que me levantara bruscamente.

De repente me di cuente de que nuestras bocas estaban a escasos

centímetros y al subir la mirada y ver sus ojos clavados en los míos, con una

mirada intensa, noté como mi pulso se aceleraba. ¿Qué me pasaba? Me había

enamorado del hombre que había dado muerte a mí esposo, de hombre que

más daño me había hecho y había pasado la víspera de uno de los peores días

de mi vida soñando con él.


El día que vi a los siervos de Agamenón de nuevo entraron en la cabaña

acompañados por Aquiles, alegando que tenían que llevarme frente a su amo,

pues había aceptado liberar a Criseida a cambio de mí, como le sugirió el

adivino para mitigar la peste enviada por Apolo. Lo que más me dolió fue que

Aquiles no hizo nada para impedirlo.

El tiempo que pasé junto a Agamenón fue un calvario, me pasaba las horas

contando el tiempo que quedaba para que Aquiles viniera a salvarme. Un día,

lloré tanto que se podía haber llenado el mar Egeo con mis lágrimas, pues me

enteré de la muerte de mi fiel amigo Patroclo, el hombre que había soportado

mis lamentos y me había hecho reír en los momentos más difíciles. Aquel día,

recé más que nunca porque mi calvario terminara.

Unos cuantos meses después, oí que alguien entraba en el campamento

dando voces:

—¿¡Donde está Briseida!? —exclamo y al oír su voz, salí corriendo de la

cabaña.

Lo vi apuntando a Agamenón con su espada y corrí hacia él para evitar que

hiciera lo que estaba a punto de hacer.

—¡Aquiles!

Cuando me vio, él también corrió hacia mí y en ese momento, el mundo se

convirtió en una burbuja, nos miramos, él, escondió sus dedos en mi melena

morena y ondulada. Yo, puse las manos en sus hombros, de repente,

estábamos tan cerca que nuestras bocas se buscaban, encontrándose cuando

nuestros labios se rozaron, en ese instante, me sentí segura.


Sin decirle nada a Agamenón, Aquiles me llevó consigo y aquella noche dormí

junto a él, con los dedos enredados en su melena rubia. Pero no lo pude hacer

más, puesto que unos días más tarde, Paris, mató a Aquiles, vengando la

muerte de su hermano Héctor, al que Aquiles había matado para vengar la

muerte de Patroclo.

Yo lloré tanto aquella noche, que no pude aguantar la pena y me sumergí en el

mar, no sin antes recordar las últimas líneas de la carta que enterré en la

arena: “en una tierra destrozada por el dolor y el amor, con amor a Troya”.

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