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Dentro del plan de salvación que tuvo Dios para con el ser humano y el
cual llego a su culmen en la persona de Jesús, no quedó estático en ese
tiempo y espacio sino que el mismo Cristo deseó que quienes le seguían
continuaran la labor que Él en su momento inició.
Pero la misión no es sólo para los primeros apóstoles y sus sucesores, sino
para toda la Iglesia que Jesús con ellos fundaba; para que Ella (además
de ser una, santa y apostólica) fuera cada vez más católica o universal.
Cuando la Iglesia primitiva es enviada por Cristo al mundo, todos sus
miembros, a lo largo de la historia, también son enviados; Jesús no excluye
a nadie.
Es pues claro que el trabajo misionero es una acción del Espíritu Santo con
el concurso de la Iglesia y de cada bautizado. La vocación de la Iglesia,
por su misma naturaleza, es una vocación al apostolado o a la
misionariedad; vocación que nunca ha dejado de cumplir en estos dos mil
años de la encarnación del hijo de Dios en nuestra historia humana.
1.- Concretar las obras que permitan que los valores del reino de Dios sean
ya una realidad aquí y ahora.
2.- Buscar que haya un solo rebaño bajo un solo pastor; que todos
hagamos parte del mismo rebaño guiados por el único pastor: Jesucristo
(Jn 10, 16).
Para ser misionero no es necesario salir del propio contexto de vida, basta
con ser coherentes con la fe allá donde Dios ha puesto a la persona; y esta
misión será tan valiosa y tan necesaria como la del cristiano que, en
nombre de la Iglesia, va literalmente a los rincones del mundo.