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EXTRACTO LIBRO VIDA CRISTIANA Y PEREGRINACIÓN

POR C. SPICQ

El término “desierto”, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se ve


como una prueba (o tentación) enviada por Dios a sus privilegiados, a fin de que estén
en condiciones de dar testimonio de su unión con Dios, frente y contra todo. Fue éste
eminentemente el caso de Abrahán, a quien se le exige que sacrifique a su hijo único.
Esta será siempre la suerte de los creyentes que peregrinan como extranjeros por el
desierto de este bajo mundo. Por ello es importante meditar sobre el sentido y los
frutos de esta “tentación en el desierto”.
La prueba-tentación es un elemento de la pedagogía divina reservada al pueblo
amado y elegido, como una misericordia asociada a las obras de poder y a los auxilios
milagrosos. Así se ve en el camino que realizó el pueblo de Israel por el desierto. Por
eso esta travesía deberá permanecer grabada en la memoria de Israel, como un
aprueba dolorosa, sí, pero instructiva y bienhechora. Su carácter humanamente
desconcertante, lo que hace es alumbrar mejor la calidad de sus frutos. Hambre, sed,
caminar incesante y agotador y cansancio son indudablemente humillaciones y una
“tentación” temible, cuando se prolongan en el tiempo; pero en el fondo ¡qué gran
beneficio!, puesto que, querida y otorgada por Dios, tiene tanta riqueza en enseñanzas
y valores espirituales. En medio de la prueba aprendemos que la vida humana –y no
solo el sustento- dependen de la intervención divina: “la humillación” nos enseña a
confiar en Dios. Cuando la tierra se muestra ingrata, el cielo es generoso. Tan sólida y
prudente pedagogía es demasiado fructífera como para que Dios renuncie a ella.
Hemos, pues, de decir que la “tentación” goza de tradición en el pueblo elegido. Un
alarde de fe es lo que hay en este clamor de Judith: “Demos gracias al Señor, nuestro Dios,
que nos pone a prueba como a nuestros padres” (Jdt. 8,25).
Para ser coronado, hay que haber ganado antes la victoria. No se tiene merecido
el descanso más que después de haber luchado y penado. La prueba purifica y facilita
el camino hacia Dios; nos da a conocer el sabor de los valores espirituales, afina la
psicología, favorece en nosotros lo que hay de mejor y hace que la fe sea más honda. Es
un instrumento privilegiado de educación en la sabiduría: “El sabio tendrá experiencia del
bien y el mal entre los hombres” (cf. Sir 39,4).
Por esta razón, desde el comienzo de sus enseñanzas, el Eclesiástico enuncia
este principio: “Hijo, si vienes a servir al Señor, disponte a ser tentado” (2,1). El servicio de
Dios está en la observancia de sus mandamientos y no es concebible sin dificultades ni
obstáculos que superar. Trátase de obligaciones diarias, de pobreza, de persecuciones,
hay que estar pronto a soportar victoriosamente tales pruebas, es decir, ser lo
suficientemente fuerte como para dominar el corazón, las malas inclinaciones y los
obstáculos exteriores que puedan apartarnos de Dios. La virtud debe ser “probada” en
la adversidad, eso que en otros lugares se llama thlipsis: tribulación o calamidades.
Nadie puede perseverar en el camino recto establecido por la voluntad divina, sin
tener tentaciones de desviarse o de decaer una y otra vez.
Estabilidad – firmeza, virtud de los peregrinantes
Velar y orar son requisitos establecidos por Cristo para que su discípulo alcance
el cielo. Como camino es la existencia misma del creyente de la tierra, se podrían
añadir todas las virtudes exigidas por el Señor y sus apóstoles en función de la
escatología, es decir, contempladas como necesarias para lograr el fin. Tendríamos: en
primer lugar, la orientación de nuestros pensamientos y de nuestro corazón hacia Dios,

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humilde sumisión de la voluntad al mandato divino. Mas como se trata de atravesar
un desierto, un espacio o un tiempo plagado de dificultades y de trampas, debemos
especialmente hacer alarde de virilidad y de firmeza, pues la entereza es indispensable
al perseverante y al victorioso: “Velad y manteneos firmes en la fe, comportaos varonilmente,
tomad fuerzas “(1 Cor 16, 13). La inmovilidad frente al peligro, con la confianza puesta
en Dios, se opone, por tanto, al desfallecimiento, a la huida, al volverse atrás. Esta
estabilidad local es signo perfecto de la fortaleza de alma que no se doblega jamás. No
sólo hay que guardar la calma, el equilibrio, sin la fe intacta. Y su punto de apoyo es la
roca sólida de la Palabra de Dios transmitida por la Iglesia.
“Vaya a veros o esté lejos de vosotros, quiero oír de vosotros que os mantenéis en un solo
espíritu luchando de consuno (=de común acuerdo) y con corazón unánime por la fe del
Evangelio, en modo alguno atemorizados por vuestros adversarios” (Flp. 1, 27). De lo que se
trata es de luchar por la fe, de combatir juntos de la manera más resuelta. Mantenerse
firme, como soldado intrépido en medio de los peligros, sin ceder un palmo de terreno.
“En un solo espíritu” se refiere no sólo a la cohesión de los combatientes, sino a la
fuerza del Espíritu divino que los anima, ya que un cristiano recibe su fortaleza sólo de
Dios.
Y San Pablo termina su carta diciendo a los filipenses: “Así, que, hermanos míos
venerados y a quienes amo tiernamente, gozo y corona mía, manteneos, carísimos, firmes en el
Señor” (4, 1). Los cristianos deben perseverar y resistir hasta el final de la carrera,
teniendo presente la grandeza de su vocación, las bendiciones recibidas y la herencia
prometida. Por eso no se dejarán ni desviar ni abatir por sus enemigos los paganos o
los creyentes de manga ancha o que hablan sin fundamento. Su firmeza “en el Señor”
se encargará de darles una perseverancia indefectible e irrelajable, que es la que logra
la salvación. Porque se trata no sólo de ganar una batalla, sino de emprender una
guerra prolongada, con todas sus vicisitudes, renunciamientos, y múltiples esfuerzos,
incluso heroicos en los momentos críticos, pero teniendo en cuanta que el buen
soldado, tras haber cumplido con todos sus deberes, permanece dueño del campo de
batalla, queda de pie. La guerra ha comenzado y es continua. No cabe imaginarse un
cristiano sin energía, y, tal como aparece en el Evangelio, esta fortaleza de alma se
señala con relación a dolores, luchas y persecuciones. Cuando la perseverancia en la
adhesión de la fe se hace particularmente difícil, resistir se convierte entonces en un
acto heroico.
Entre las dificultades que un peregrinante debe vencer para alcanzar la meta de
su carrera, la primera y más constante es la de la resistencia. Es fácil enrolarse y
emprender cosas en medio del fervor y el gozo, pero la indispensable perseverancia es
algo costoso. Y es que, de verdad, no es cosa humana. En el lenguaje bíblico la
estabilidad, la fijeza, la permanencia son atributos divinos, mientras que lo efímero es
propio de las criaturas sometidas al tiempo. He aquí por qué la perseverancia,
especialmente a través de las pruebas, encomiada por la pastoral de la Iglesia
primitiva, se considera como un fruto de la gracia y la característica de los auténticos
discípulos.

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