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POR C. SPICQ
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humilde sumisión de la voluntad al mandato divino. Mas como se trata de atravesar
un desierto, un espacio o un tiempo plagado de dificultades y de trampas, debemos
especialmente hacer alarde de virilidad y de firmeza, pues la entereza es indispensable
al perseverante y al victorioso: “Velad y manteneos firmes en la fe, comportaos varonilmente,
tomad fuerzas “(1 Cor 16, 13). La inmovilidad frente al peligro, con la confianza puesta
en Dios, se opone, por tanto, al desfallecimiento, a la huida, al volverse atrás. Esta
estabilidad local es signo perfecto de la fortaleza de alma que no se doblega jamás. No
sólo hay que guardar la calma, el equilibrio, sin la fe intacta. Y su punto de apoyo es la
roca sólida de la Palabra de Dios transmitida por la Iglesia.
“Vaya a veros o esté lejos de vosotros, quiero oír de vosotros que os mantenéis en un solo
espíritu luchando de consuno (=de común acuerdo) y con corazón unánime por la fe del
Evangelio, en modo alguno atemorizados por vuestros adversarios” (Flp. 1, 27). De lo que se
trata es de luchar por la fe, de combatir juntos de la manera más resuelta. Mantenerse
firme, como soldado intrépido en medio de los peligros, sin ceder un palmo de terreno.
“En un solo espíritu” se refiere no sólo a la cohesión de los combatientes, sino a la
fuerza del Espíritu divino que los anima, ya que un cristiano recibe su fortaleza sólo de
Dios.
Y San Pablo termina su carta diciendo a los filipenses: “Así, que, hermanos míos
venerados y a quienes amo tiernamente, gozo y corona mía, manteneos, carísimos, firmes en el
Señor” (4, 1). Los cristianos deben perseverar y resistir hasta el final de la carrera,
teniendo presente la grandeza de su vocación, las bendiciones recibidas y la herencia
prometida. Por eso no se dejarán ni desviar ni abatir por sus enemigos los paganos o
los creyentes de manga ancha o que hablan sin fundamento. Su firmeza “en el Señor”
se encargará de darles una perseverancia indefectible e irrelajable, que es la que logra
la salvación. Porque se trata no sólo de ganar una batalla, sino de emprender una
guerra prolongada, con todas sus vicisitudes, renunciamientos, y múltiples esfuerzos,
incluso heroicos en los momentos críticos, pero teniendo en cuanta que el buen
soldado, tras haber cumplido con todos sus deberes, permanece dueño del campo de
batalla, queda de pie. La guerra ha comenzado y es continua. No cabe imaginarse un
cristiano sin energía, y, tal como aparece en el Evangelio, esta fortaleza de alma se
señala con relación a dolores, luchas y persecuciones. Cuando la perseverancia en la
adhesión de la fe se hace particularmente difícil, resistir se convierte entonces en un
acto heroico.
Entre las dificultades que un peregrinante debe vencer para alcanzar la meta de
su carrera, la primera y más constante es la de la resistencia. Es fácil enrolarse y
emprender cosas en medio del fervor y el gozo, pero la indispensable perseverancia es
algo costoso. Y es que, de verdad, no es cosa humana. En el lenguaje bíblico la
estabilidad, la fijeza, la permanencia son atributos divinos, mientras que lo efímero es
propio de las criaturas sometidas al tiempo. He aquí por qué la perseverancia,
especialmente a través de las pruebas, encomiada por la pastoral de la Iglesia
primitiva, se considera como un fruto de la gracia y la característica de los auténticos
discípulos.