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Esta es la función que pretende cumplir esta pequeña guía: la de servir de orientación a quienes, por virtud o por
necesidad, se interesan por la ética en general y por la educación moral en particular.
En lo tocante a la primera, quisiéramos dar noticia de su objeto, qué es la moral, de su situación en el mundo del
saber, como también de las principales corrientes actuales y su significado.
Y en lo que a la educación moral respecta, nos proponemos ofrecer un modelo diseñado, no al azar, sino desde
el hilo conductor de distintas propuestas éticas, hoy ya irrenunciables. De cada una de ellas iremos extrayendo los
valores y las actitudes concretas que se siguen para ir conformando los rasgos, no de una persona ideal, sino
sencillamente de una persona moralmente bien educada a la altura de nuestro tiempo.
Lógicamente, la idea de moral que perfilaremos está indisolublemente conectada con el modelo de educación
moral que vamos a ofrecer. Y es que, en definitiva, a menudo nos parece estúpido o incluso perjudicial educar
moralmente porque tenemos una idea bastante peregrina acerca de ese territorio, tan próximo y tan lejano, que
es el mundo moral. Lejano, porque ha sido totalmente desvirtuado en multitud de ocasiones. Cercano, porque
ser moral es una de las características que acompaña de forma inevitable a cualquier persona.
No digamos ya lo célebre que ha venido a hacerse lo moral en los últimos tiempos en la vida pública, gracias a los
escándalos de corrupción, las escuchas ilegales, los diversos terrorismos, el tráfico de influencias, y todo ese
conjunto de desacatos contra el sufrido "pueblo soberano", que han conseguido por fin arrebatarle -o casi
arrebatarle- un bien preciado: la capacidad de asombro.
La ciudadanía ya no se extraña de nada, pero constantemente reclama una moralización de la cosa pública, luego
algo entenderá de moral cuando pide que aumente.
Lo que le parece más extraño es la ética. Porque la ética, como filosofía moral que es, trata de lo moral con un
lenguaje filosófico que las más de las veces parece una "jerga de rufianes". El lenguaje de los filósofos resulta
esotérico, y preciso es reconocer que muchos de ellos se esfuerzan por que lo sea. En ocasiones, porque ellos
mismos no entienden lo que dicen y en la ceremonia de la confusión todos los gatos son pardos. Y otras veces por
prestar a su saber un cierto grado de sublimidad.
En efecto, dan las gentes en creer que lo ininteligible es más profundo que lo diáfano, y por eso al terminar alguna
conferencia totalmente abstrusa, suelen comentar enfervorecidas: "¡Qué nivel! ¡Qué profundidad!". Sólo que con
el tiempo se cansan, porque aquello que para ser entendido exige un cierto esfuerzo estimula el interés y enseña
cosas nuevas; pero lo que, con esfuerzo o sin él, rebasa nuestra capacidad de comprensión acaba suscitando la
más profunda apatía. A la larga, la ininteligibilidad tiene, lógicamente, un efecto disuasorio y no provocativo, y las
gentes acaban pensando que allá se las compongan los intelectuales con su jerga esotérica.
Por eso llevaba razón Ortega al afirmar que la claridad es la cortesía del filósofo, pero aún se quedaba corto: es
un deber moral, no sólo de los filósofos, sino de todas las gentes que se preocupen por construir un mundo más
humano, porque ese mundo no puede edificarse desde la mutua incomprensión, sino desde la comprensión
recíproca.
Cosa que en ética no resulta imposible. En primer lugar, porque, como hemos dicho, trata sobre algo que todos
llevamos en el cuerpo -es decir, la moral- y por eso tenemos las antenas preparadas para sintonizar con lo que
1
sobre ella se diga. No hay nadie amoral, entre otras razones, porque todos entendemos algo cuando se utilizan
términos propios del lenguaje moral, tales como "honradez", "justicia" o "lealtad".
Pero, en segundo lugar, la ética es especialmente accesible a cualquier persona porque el lenguaje que emplea es
el llamado "lenguaje ordinario", el que habla el ciudadano de a pie, y no un lenguaje formalizado, como el de la
lógica o las matemáticas.
Sólo que -y esto sí ha de tenerse en cuenta-, a fuerza de siglos de reflexión filosófica, algunos términos de ese
lenguaje cotidiano se han cargado ya de un significado que sólo suelen reconocer en toda su profundidad los que
se han dedicado a estudiarlo; y, por otra parte, los profesionales de la ética, como ocurre constantemente en los
distintos ámbitos de la vida social, emplean para dialogar entre ellos expresiones que funcionan como claves;
claves que, en este caso, no precisan ser descifradas.
Supongamos que un ético dice: "me refiero a la idea de felicidad en el sentido de Aristóteles". Naturalmente,
quien no sepa nada de la ética aristotélica tampoco entenderá en qué sentido está empleando el término el
hablante; pero, si se trata de gentes que conocen la propuesta de Aristóteles, resultaría interminable explicitar en
cada caso en qué sentido se está utilizando el término "felicidad".
Cosa que ocurre, no sólo en los lenguajes técnicos, sino en el habla cotidiana, cuando alguien dice de un amor que
es "platónico" y no por eso aclara en qué consiste la doctrina de Platón; o cuando ante una desgracia afirmamos
compasivamente, por consolar, que "más se perdió en Cuba" y no nos sentimos obligados a explicar a nuestro
interlocutor qué fue exactamente lo que se perdió en Cuba ni quién lo perdió, porque esperamos que haya un
saber común que nos permita utilizar estas claves.
Precisamente uno de los mayores problemas de la educación hoy y de la relación entre las distintas generaciones
es que se está perdiendo ese saber común de trasfondo que nos permite entendernos sin necesidad de
interminables explicaciones: el desconocimiento de las raíces de la civilización occidental -es decir, de la cultura
griega, del cristianismo, de los "siglos de oro" de los distintos países- dificulta enormemente encontrar canales de
comprensión mutua. Recuperarlos y activarlos es hoy uno de los grandes retos éticos.
Por eso lo que intentaremos en estas páginas es ofrecer un modesto código para interpretar algunos de los
mensajes que parecen cifrados en el campo de la ética, sin dar por supuesto ningún especial conocimiento en
este ámbito. Se trata, pues, de una guía introductoria, no de una "Guía para Perplejos", como la que nos legó
Maimónides, sino de una guía para interesados, por vocación, por necesidad, o por ambos a la vez, que suele ser
lo más corriente. De una "Guía", por tanto, "para Curiosos y Necesitados".
Ética y moral se distinguen simplemente en que, mientras la moral forma parte de la vida cotidiana de las
sociedades y de los individuos y no la han inventado los filósofos, la ética es un saber filosófico; mientras la moral
tiene "apellidos" de la vida social, como "moral cristiana", "moral islámica" o "moral socialista", la ética los tiene
filosóficos, como "aristotélica", "estoica" o "kantiana".
1 A. Cortina, Ética mínima, Tecnos, Madrid, 1986, parte 1; Ética sin moral, Tecnos, Madrid, 1990, cap. 1; Ética aplicada y democracia radical,
Precisamente porque la etimología de ambos términos es similar, está sobradamente justificado que en el
lenguaje cotidiano se tomen como sinónimos. Pero como en filosofía es necesario establecer la distinción entre
estos dos niveles de reflexión y lenguaje -el de la forja del carácter en la vida cotidiana y el de la dimensión de la
filosofía que reflexiona sobre la forja del carácter-, empleamos para el primer nivel la palabra "moral" y
reservamos la palabra "ética" para el segundo. Precisamente por moverse en dos niveles de reflexión distintos -el
cotidiano y el filosófico- José Luis Aranguren ha llamado a la moral "moral vivida", y a la ética, "moral pensada"2.
Para qué decir si recordamos aquel personaje representado por el actor Agustín González en la película La Corte
del Faraón: el clérigo y profesor de ética, escandalizado ante las ingenuas alusiones de doble sentido que salpican
la obra y que él califica de "contumaz regodeo en la concupiscencia".
Parecía, pues, que la moral debía consistir en mandatos, encargados de amargar la existencia al personal
prohibiéndoles cuanto pudiera apetecerles: cuanto más a contrapelo el mandato, más mérito en cumplirlo.
¿Adónde iba la pobre moral con este cartel?
Naturalmente, no era esto la moral, ni lo es tampoco actualmente, pero así lo entendía la gente por razones
sociales de peso, entre otras, porque así se lo habían enseñado. Por eso, cuando oían la palabra "moral" se les
venían a las mientes la policía de la playa, el inquisidor de turno, o la imagen de ese camello cargado con pesados
deberes, que es como Nietzsche describía gráficamente la moral tradicional del deber. No es extraño que, al oir
hablar de moral, la gente se pusiera inmediatamente en guardia.
La verdad es que si la moral fuera esto, no merecería la pena dedicarle tantos libros, ni se entendería tampoco
por qué está tan de moda hablar de ella, a no ser que la humanidad sea masoquista o ya no tenga en qué
entretenerse. Pero como no parece que la humanidad en su conjunto esté por el masoquismo, y motivos de
entretenimiento le sobran, habrá que pensar que la moral es otra cosa y por eso nos preocupa.
Estar en el quicio
Decía Ortega -y yo creo que llevaba razón- que para entender qué sea lo moral es mejor no situarlo en el par
"moral-inmoral", sino en la contraposición, más deportiva, "moral-desmoralizado"
"Me irrita este vocablo, 'moral' -nos dice en "Por qué he escrito El hombre a la defensiva". Me irrita porque en su
uso y abuso tradicionales se entiende por moral no sé qué añadido de ornamento puesto a la vida y ser de un
Entonces se advierte que la moral no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser
para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y vital eficacia.
Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera
de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, no hinche su destino"3.
Decir de alguien que es inmoral es acusarle de no someterse a unas normas, de lo cual puede incluso sentirse muy
orgulloso si no las reconoce como suyas; pero a nadie le gusta estar desmoralizado, porque entonces la vida
parece una losa y cualquier tarea, una tortura.
Por eso, está alta de moral una persona o una sociedad-seguía diciendo con toda razón Ortega- cuando "está en
su quicio y en su plena eficacia vital", cuando le sobran agallas para enfrentar la vida; está desmoralizado, por
contra, el desquiciado, el que ha perdido la medida humana.
Hoy la moral es un artículo de primera necesidad precisamente porque nuestras "sociedades avanzadas", con
todo su avance, están profundamente desmoralizadas: cualquier reto nos desborda. No sabemos qué hacer con
los desempleados, con los inmigrantes, con los ancianos y los discapacitados; la corrupción acaba pareciéndonos
bien con tal de ser nosotros quienes la practiquemos y, por supuesto, que no se nos descubra; no sabemos dónde
situar a los enfermos de sida ni cómo valorar la ingeniería genética. Y todo esto es síntoma de la falta de vitaminas
y de entrenamiento, propia de equipos que ya sólo saben jugar a la reacción, a la defensiva, pero se sienten
incapaces de atacar porque están bajos de forma, les falta una buena dosis de "moral del Alcoyano"; de esa alta
moral de un defensa del Alcoyano que, perdiendo por nueve a cero, pidió prórroga para ver de empatar.
¿Y por qué no nos entrenamos? En definitiva, porque aunque la ética está de moda y todo el mundo habla de
ella, nadie acaba de creerse que es importante, incluso esencial, para vivir. Sea por lo de la policía de la playa o
por la moral del camello, en el fondo a la gente le parece que eso de la moral es simple "moralina", sermones
aburridos y aguafiestas.
¿Hay cosa más falsa y nociva que la "politiquina", ese dar a entender que la salvación viene de la política y de los
políticos, que por eso se arrogan poderes casi omnímodos y acaban devorando a la sociedad civil?
¿Hay cosa más engañosa que la "cientifina", esa fe ciega e irracional en las palabras de los científicos, buenos o
malos, como si "fuera de ellas no hubiera salvación"?
3 José Ortega y Gasset, "Por qué he escrito El hombre a la defensiva", Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, IV, p. 72.
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¿No huele bastante mal una realidad que se trata de encubrir únicamente con la colonia del derecho, como si
crear leyes sin cuento, juridificar la sociedad hasta las entrañas, fuera la solución a todos los males?
¿Y no es una droga bien dura la "economicina", esa cháchara petulante de economistas de pacotilla, que nos
quieren hacer creer que su ciencia es lo único serio en el mundo, y que todo lo demás -la solidaridad, la justicia, la
esperanza- son ñonerías de subnormales, pura moralina?
Ciertamente, a todos los saberes humanos se les puede añadir la terminación "ina" cuando se les instrumentaliza
para conseguir prebendas individuales o grupales y, por contra, todos tienen mucho que aportar cuando se intenta
alcanzar, con toda modestia, aquello que cada uno puede ofrecer. Pero no deja de ser curioso que sólo a la moral
se le añada esa humillante terminación, como si sólo ella pudiera degenerar en un producto pernicioso. ¿No será
que, tomada en serio, nos obliga a cambiar nuestras formas de vida, y no estamos en exceso por la labor? ¿No
será que la moral más tiene naturaleza de "moralita" que de "moralina"?
Elogio de la moralita
La "moralita" -decía Ortega- es un explosivo espiritual, tan potente al menos como su pariente, la dinamita. No
se fabrica con pólvora, claro está, sino con la imagen de lo que es un hombre -varón o mujer- en su pleno quicio
y eficacia vital, con el bosquejo de lo que es un comportamiento verdaderamente humano.
¿No sería bueno, tal como andan las cosas, ir poniendo potentes cargas de moralita en lugares vitales de nuestra
sociedad? En las escuchas no autorizadas por un juez con razones contundentes, en el terrorismo criminal, en los
pactos políticos ajenos a la voluntad de los votantes, en los medios de comunicación a los que no importa
informar, sino sólo vender, en la corrupción universitaria... En todos esos puntos estratégicos que, al saltar por los
aires, irían abriendo camino para una convivencia más presentable. ¿Y por qué no lo hacemos?
Entre otras razones, porque resulta muy sencillo desactivar la moralita, privarle de su potencial revolucionario.
Basta con llamarle "moralina", decir que es cosa ñoña y empalagosa, propia de mujeres, para que pierda toda su
fuerza explosiva. Como si, por otra parte, la ñoñería y el empalago fueran cosa de mujeres y no tuviéramos tantos
arrestos como cualquier bípedo implume.
Y se dice aquello de "no me digas que me vas a salir ahora con problemas de conciencia: aquí lo que importa...".
Aquí lo que importa es conservar el poder, aquí lo que importa es el pueblo, caiga la persona que caiga, aquí lo
que importa es ganar dinero, aquí lo que importa es que se beneficien sólo los de casa y no los de fuera. Y todo lo
demás es estúpida moralina.
La perversión de las palabras es la más grave de las perversiones. Cuando a la escucha telefónica no autorizada la
llamamos "seguridad del Estado" -así llamaban también en Argentina a las desapariciones forzadas de los
opositores a la dictadura-, cuando justificamos el asesinato terrorista recurriendo a la "defensa del pueblo",
cuando convertimos la difamación en libertad de expresión y la corrupción universitaria en "autonomía de la
universidad", entonces hemos trucado todos los perfiles de la realidad y nos conviene transformar la explosiva
moralita en dulzona moralina.
Ciertamente la realidad acaba siendo inapelable y vuelve por sus fueros, a pesar de todos los intentos de
manipulación. Pero ya han quedado en la cuneta sin remedio intimidades violadas, muertos, difamados, excluídos,
esperanzas e ilusiones frustradas y una sociedad desmoralizada. Por eso es importante ir poniendo cargas de
moralita revolucionaria en puntos estratégicos de nuestra vida personal y social: para ir orientando nuestra vida
hacia el quicio humano y la eficacia creadora.
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Un saber racional
Por ir precisando términos, diremos que la moral es un tipo de saber que pretende orientar la acción humana en
un sentido racional. Es decir, pretende ayudarnos a obrar racionalmente, siempre que por "razón" entendamos
esa capacidad de comprensión humana que arranca de una inteligencia sentiente, de una inteligencia no ajena a
los sentimientos y a la experiencia. La razón es capaz de diseñar esbozos, propuestas, que funcionan como brújulas
para guiar nuestro hacer vital, pero hunde sus raíces en ese humus fecundo de nuestra inteligencia sentiente, del
que en último término se nutre.
Por eso las tradiciones filosóficas empeñadas en abrir un abismo tajante entre inteligencia, sentimientos
y razón nos hacen un flaco servicio: la razón enraíza en la inteligencia, que es ya sentiente4. La moral es, en este
sentido, un tipo de saber racional.
Un saber que orienta la acción
Ahora bien, a diferencia de los saberes también racionales pero preferentemente teóricos (contemplativos), a los
que no importa en principio orientar la acción, la moral es esencialmente un saber práctico: un saber para actuar.
Pero no sólo para actuar en un momento puntual, como ocurre cuando queremos fabricar un objeto o conseguir
un efecto determinado, que echamos mano del saber técnico o del artístico. El saber moral, por el contrario, es
el que nos orienta para actuar racionalmente en el conjunto de nuestra vida, consiguiendo sacar de ella lo más
posible; para lo cual necesitamos saber ordenar inteligentemente las metas que perseguimos5.
Por eso, desde los orígenes de la ética occidental en Grecia, hacia el siglo IV a.J.C., suelen realizarse dos
distinciones en el conjunto de los saberes humanos:
1) Una primera entre los saberes teóricos, preocupados por averiguar ante todo qué son las cosas, sin un interés
explícito por la acción, y los saberes prácticos, a los que importa discernir qué debemos hacer, cómo debemos
orientar nuestra conducta.
2) Y una segunda distinción, dentro de los saberes prácticos, entre aquellos que dirigen la acción para obtener un
objeto o un producto concreto (como es el caso de la técnica o el arte) y los que, siendo más ambiciosos, quieren
enseñarnos a obrar bien, racionalmente, en el conjunto de nuestra vida entera, como es el caso de la moral6.
Ahora bien, las sencillas expresiones "racional" y "obrar racionalmente" son más complejas de lo que parece,
porque a lo largo de la historia han ido ganando diversos significados, que han obligado a entender el saber moral
también de diferente manera. Cuatro, al menos, de esos modos de entender lo moral son esenciales en la historia
de la ética de Occidente7, por eso los comentaremos de forma muy breve y en la segunda parte de este trabajo
extraeremos consecuencias de ellos para la educación moral.
En definitiva -piensa esta tradición- las personas tendemos necesariamente a la felicidad, de forma que la felicidad
4 Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente, Madrid, Alianza, 1980. Por esta línea caminan también los trabajos de José Antonio Marina, Teoría
de la inteligencia creadora, Barcelona, Anagrama, 1993; Ética para náufragos, Barcelona, Anagrama, 1995.
5 Adela Cortina (ed.), Diez palabras clave en ética, VD, Estella, 1994.
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es el fin natural de nuestra vida. Pero no sólo el fin natural, sino también el fin moral, porque alcanzarlo o no
depende de que sepamos elegir los medios más adecuados para llegar a ella y de que actuemos según lo elegido.
Obrar moralmente es entonces lo mismo que obrar racionalmente, siempre que entendamos aquí por "razón" la
razón prudencial, que nos aconseja elegir los medios oportunos para ser feliz. ¿Y quién es prudente?
Aquél que, al elegir, no tiene en cuenta sólo un momento concreto de su vida, sino lo que le conviene en el
conjunto de su existencia. Por eso sopesa los bienes que puede conseguir y establece entre ellos una jerarquía
para obtener en su vida el mayor bien posible. Quien elige pensando sólo en el presente y no en el futuro es
imprudente y, lo que es idéntico, inmoral.
Una propuesta semejante aconseja, sin duda, cuidar el presente -aceptar la invitación al "carpe diem"-, pero sobre
todo tener conciencia de que la elección de cada día tiene repercusiones para el futuro, percatarse de que el pan
de hoy puede ser hambre para mañana. El prudente no es entonces "presentista", sino que sopesa y pondera los
bienes que elige en el momento concreto, de modo que en la "cuenta de resultados" de la vida toda surja el mayor
bien posible.
A la tradición que entiende así la vida moral se le conoce como "eudemonismo" (de "eudaimonía", que significa
"vida buena”, “felicidad" en el sentido de autorrealización plena), y permanece hasta nuestros días, con especial
vigencia en la Edad Media, en filosofías como las de Averroes (s. XII) o Sto. Tomás de Aquino (s. XIII). Hoy surge
con fuerza en el llamado "movimiento comunitario" (Alasdair MacIntyre, Michael Walzer, Benjamin Barber), en la
hermenéutica (Hans-Georg Gadamer), y en la vertiente de la ética zubiriana que se refiere a la "moral como
contenido".
Según los hedonistas, puesto que, como muestra la más elemental de las psicologías, todos los seres vivos buscan
el placer y huyen del dolor, tenemos que reconocer que el móvil del comportamiento animal y del humano es el
placer. Pero, a la vez, que el placer es también el fin al que se dirigen todas nuestras acciones y el fin por el que
realizamos todas nuestras elecciones. De donde se sigue -concluyen- que el placer es el fin natural y moral de los
seres humanos. ¿Quién obra moralmente entonces?
El que sabe calcular de forma inteligente, a la hora de tomar decisiones, qué opciones proporcionarán
consecuencias más placenteras y menos dolorosas, y elige en su vida las que producen mayor placer y menor
dolor.
Desde esta perspectiva, la moral es el tipo de saber que nos ayuda a calcular de forma inteligente las
consecuencias de nuestras acciones para lograr el máximo de placer y el mínimo de dolor. Pero el máximo y el
mínimo ¿para quién?
En la tradición hedonista se produce un cambio trascendental desde el mundo griego al moderno al intentar
contestar a esta pregunta, porque el primero entiende que cada individuo tiene que procurar maximizar su placer
y minimizar su dolor, mientras que el hedonismo moderno (utilitarismo) propone como meta moral lograr la
mayor felicidad (el mayor placer) del mayor número posible de seres vivos. Es esencial, pues, aprender a calcular
las consecuencias de nuestras decisiones, teniendo por meta la mayor felicidad del mayor número, y actuar de
acuerdo con los cálculos.
El hedonismo nace en el siglo IV a. J.C. de la mano de Epicuro de Samos y sigue también vigente en nuestros días.
7
Los representantes clásicos del hedonismo social o utilitarismo son, fundamentalmente, Jeremy Bentham, John
Stuart Mill (con su libro El Utilitarismo) y Henry Sigdwick. En la actualidad el utilitarismo sigue siendo potente en
la obra de autores como Urmson, Smart, Brandt, Lyons, en las teorías económicas de la democracia y ha tenido
una gran influencia en el nacimiento del "Estado del bienestar".
Para responder a esta pregunta Kant cree tener una buena ayuda: las personas tenemos conciencia de que hay
determinados mandatos que debemos seguir, nos haga o no felices obedecerlos. Cuando digo que "no se debe
matar" o que "no hay que ser hipócrita", no estoy pensando en si seguir esos mandatos hace feliz o no, sino en
que es inhumano actuar de otro modo. El asesino, el hipócrita no están actuando como auténticas personas. ¿De
dónde surgen estos mandatos, si no es de nuestro deseo de felicidad?
La respuesta que da Kant abre un nuevo mundo para la moralidad: esos mandatos surgen de nuestra propia
razón que nos da leyes para comportarnos como auténticas personas. Y un ser capaz de darse leyes a sí mismo
desde su propia razón es, como su nombre indica, un ser autónomo.
Por eso las normas morales mandan sin condiciones y no prometen la felicidad a cambio; sólo prometen realizar
la propia humanidad. De ahí que se expresen como mandatos (imperativos) categóricos, incondicionados. Ser
persona es por sí mismo valioso, y la meta de la moral consiste en querer serlo por encima de cualquier otra meta:
en querer tener la buena voluntad de cumplir nuestras propias leyes.
La razón que proporciona esas leyes morales no es la razón prudencial ni la razón calculadora, sino la razón
práctica, que orienta la acción de forma incondicionada.
Kant defendió esta posición por primera vez en su obra Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres y,
aparte del gran número de kantianos que ha habido y sigue habiendo, actualmente no existe ni una sola ética que
se atreva a prescindir de la afirmación kantiana de que las personas son absolutamente valiosas, fines en sí,
dotadas de dignidad y no intercambiables por un precio.
Sin embargo, discrepan de Kant -entre otras cosas- a la hora de determinar qué significa "nos damos nuestras
propias leyes". Porque así como Kant entiende que cada uno de nosotros ha de decidir qué leyes cree que son
propias de las personas, consideran los autores que comentamos que deben decidirlo los afectados por ellas,
después de haber celebrado un diálogo en condiciones de racionalidad.
La razón moral -concluyen- no es una razón práctica monológica, sino una razón práctica dialógica: una
racionalidad comunicativa. Las personas no debemos llegar a la conclusión de que una norma es ley moral o es
8
correcta individualmente, sino a través de un diálogo. Pero no a través de cualquier diálogo, sino a través de un
diálogo que se celebre entre todos los afectados por las normas y que llegue a la convicción por parte de todos de
que las normas son correctas, porque satisfacen los intereses de todos.
Evidentemente, no es así como se decide normalmente si una norma es o no correcta, pero así es como debería
decidirse.
Saber comportarse moralmente significa, desde esta perspectiva, dialogar en serio a la hora de decidir normas,
teniendo en cuenta que cualquier afectado por ellas es un interlocutor válido y como tal hay que tratarle.
Esta posición recibe indistintamente los nombres de "ética dialógica", "ética comunicativa" o "ética discursiva", y
tiene hoy en día seguidores en un buen número de países.
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Éstos son, pues, cuatro modos de entender cómo comportarse en la vida de una forma moral. Ciertamente, la
historia de la ética nos ha pertrechado de otros modelos, pero como estos cuatro constituyen la clave para
comprender los restantes, vamos a darnos por satisfechos con ellos, al menos en una primera aproximación.
TIPOS DE
RACIONALIDAD CARACTERISTICAS
Moral y religión
En principio, si estar alto de moral es estar en el quicio humano, también las religiones buscan llevar a las personas
a su plenitud vital. Aunque de ellas se han dicho muchas tonterías, nacieron para responder al afán de salvación
que experimentamos; un afán de salvación que, al menos en las tres religiones monoteístas (judaísmo,
cristianismo, Islam), se refiere sobre todo al anhelo de librarse del mal voluntario (el pecado), de la muerte y de
algo casi peor que el pecado y la muerte: el sinsentido, la convicción de que el origen y la meta de cada persona y
de la humanidad en conjunto es o bien la pura casualidad o bien el absurdo8.
La religión -como decía Immanuel Kant- trata de responder a la pregunta "¿qué puedo esperar?", más que a la
pregunta "¿qué debo yo hacer?"9. Su lugar más propio en el conjunto de saberes prácticos es, pues, el ámbito de
la esperanza, no tanto el del deber10.
Por eso Ernst Bloch, uno de los filósofos que ha dedicado sus energías a investigar si es posible para los seres
humanos la esperanza en un mundo mucho más humanizado, dedicó a la religión un buen espacio11. En algún
momento de su trabajo pensaba Bloch que la finalidad de la religión -salvar al hombre- es más fácil de alcanzar
que la meta del socialismo, que consiste en alimentarlo. Sin embargo, en sus últimos trabajos invierte los términos:
es más fácil, siendo difícil, lograr la justicia que la salvación.
"Un sabio antiguo decía -y se quejaba- que es más fácil redimir el hombre que alimentarlo. El futuro socialismo,
precisamente cuando todos los invitados se hallen sentados a la mesa, cuando puedan sentarse, tendrá ante
sí, como particularmente difícil, la usual inversión de esta paradoja: es más fácil alimentar al hombre que
redimirlo"12
Y es que las religiones nacen de la experiencia vivida por personas concretas y por pueblos concretos de que Dios
salva del pecado, de la muerte y del absurdo, lo cual tiene mucho que ver -todo que ver- con alcanzar la
felicidad13. Pero desgraciadamente en muchas ocasiones se han olvidado de que Dios es "el que salva" y se han
empeñado en que es "el que manda", sobre todo, "el que prohíbe", con lo cual algunos de sus representantes han
acabado vigilando bañistas y cosas similares, igual que una moral mal entendida.
Como es natural, toda religión lleva aparejada una moral, unas orientaciones para la forja del carácter y para
adquirir hábitos humanos, y las actuales morales tienen todas en muy buena
medida orígenes religiosos. Pero en Occidente el proceso de modernización supuso el retroceso de las imágenes
religiosas del mundo y, en consecuencia, la moral fue independizándose paulatinamente de la religión, y tratando
de buscar un fundamento racional, común a creyentes y no creyentes14. Lo cual -como dijimos- no significa que
en ella no tenga una parte fundamental el sentimiento, que por supuesto la tiene, sino que una moral racional ha
de ser aceptable por toda persona, sea creyente o no.
11 Ernst Bloch, El principio esperanza, Aguilar, Madrid, 1977; Ateísmo en el cristianismo, Taurus, Madrid, 1983.
10
Una ética civil
Este proceso de independización de la moral con respecto a la religión ha culminado en una "ética cívica" o "ética
civil".
Llamamos "ética cívica" al conjunto de valores morales que ya comparten los distintos grupos de una sociedad
moralmente pluralista y que les permiten construir su mundo juntos precisamente por compartir esa base común.
La ética civil es una ética laica, y no religiosa ni tampoco laicista, porque no recurre expresamente a Dios para
señalar dónde está el "quicio humano" de que hablábamos, pero tampoco se empeña en que alcanzar ese quicio
exige eliminar la religión, cosa que sí dice una ética laicista15. Por eso, como ética laica, intenta encontrar un criterio
para marcar ese quicio y un fundamento para él que pueda ser admitido por cualquier persona, sea cual fuere su
fe religiosa, su ateísmo o su agnosticismo.
Ahora bien, es importante recordar que una ética cívica situada a la altura de nuestro tiempo, como es el caso de
la ética civil propia de las democracias liberales pluralistas, difiere poco en el contenido del de una moral religiosa,
igualmente situada a la altura del tiempo; sobre todo, en lo que se refiere a unos mínimos de justicia. Porque una
y otra exigen que se respeten los derechos humanos, valoran la libertad, la igualdad y la solidaridad, rechazan la
intolerancia y la tolerancia pasiva, y apuestan por una actitud dialógica para resolver los conflictos.
¿Qué aportan entonces las religiones? La experiencia de salvación, la esperanza de vida futura, la redención de
los que en el pasado perecieron a manos de la injusticia, la superación de la soledad radical por el diálogo con un
"Tú" a la vez diferente y, sin embargo, totalmente íntimo a cada persona.
Sin embargo, se trata de dos tipos de saber que -como hemos dicho- están estrechamente unidos, guardan una
gran semejanza entre sí y son complementarios, pero no se identifican. Comentaremos en este apartado en qué
se asemejan y en los dos siguientes, en qué difieren y en qué resultan complementarios.
* En primer lugar, moral y derecho se asemejan, no sólo porque ambos son saberes prácticos que intentan
orientar la conducta individual e institucional, sino también porque los dos se sirven de normas para orientar la
acción.
En el caso del derecho, podemos decir que se trata sobre todo de un mundo de normas, que se articulan en
diversos códigos, de modo que los ciudadanos sepan qué tipo de conducta se espera de ellos. El derecho es, no
sólo una saber práctico, sino eminentemente un saber que proporciona normas.
También la moral da normas, especialmente cuando se ocupa de cuestiones de justicia y cuando quiere
orientarnos hacia la humanización y no hacia la deshumanización. Pero el ámbito de lo moral es bastante más
amplio que el de las normas y se adentra en ideales de vida buena y en propuestas de humanización que van más
allá de las simples normas.
* Por otra parte, las semejanzas entre ambos se acrecientan cuando algunos éticos de tradición kantiana, como
15 Adela Cortina, Ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid, 1994, cap. 8: Ética civil y religión, cap. 3.
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es el caso de los representantes de la ética discursiva, insisten en que es tarea de la ética determinar cuáles son
los procedimientos que nos garantizan que una norma es moralmente correcta. Las normas morales nacen en los
distintos campos de la vida cotidiana y la ética debería mostranos cuáles son los procedimientos racionales para
decidir que una norma es correcta.
El procedimiento consistiría, según dicha ética, en establecer un diálogo entre todos los afectados por la norma,
que se celebrara en condiciones de simetría, es decir, que todos tuvieran posibilidad de intervenir, replicar y
defender los propios intereses en igualdad de condiciones. Podríamos decir que la norma es correcta cuando
todos los afectados, actuando como interlocutores en el diálogo, llegaran a la conclusión de que la norma les
parece correcta porque satisface intereses generalizables.
No se trataría, pues, de llegar simplemente a un pacto de intereses sectoriales, sino a la adhesión de todos los
afectados por la norma que, tras participar en el diálogo en condiciones de simetría, consideran de modo unánime
que la norma es correcta.
Esta consideración de la ética como saber que se ocupa de los procedimientos por los que sabemos si una norma
es correcta, la ha aproximado al derecho que también trata de formular los procedimientos adecuados para fijar
una norma, aunque en este caso, jurídica.
1) Las normas jurídicas son promulgadas por los órganos competentes del Estado, mientras que las morales
proceden del propio sujeto autónomo.
2) Es el Estado el que está legitimado para exigir que se cumplan las normas jurídicas mediante coacción, mientras
que en el caso de lo moral el sujeto se "autobliga".
3) Es también el Estado quien tiene el poder de castigar a quien transgrede normas legales. Y por eso, para no ser
arbitrario tiene que tipificar los posibles delitos y fijar las sanciones correspondientes. En el mundo moral, no hay
más sanción que el remordimiento que experimenta quien ha violado su propia ley.
Son estas tres razones, en principio, las que hacen del derecho un tipo de legislación que la persona experimenta
como "externa", como viniendo "desde fuera". Por eso puede decirse que para obedecer normas jurídicas
podemos tener razones estratégicas, mientras que para obedecer normas morales no puede existir ninguna
razón estratégica: atenerse a los mandatos morales interesa por sí mismo o no interesa en absoluto. Alguien
puede considerar una ley jurídica inadecuada, pero cumplirla por estrategia, por miedo a la sanción; mientras que
para sentirse obligada moralmente una persona necesita estar convencida de que la norma es correcta: nadie,
salvo ella misma, le va a sancionar si no la cumple.
4) Esta situación explica algo que ocurre en el mundo jurídico y no en el moral. Desde el punto de vista jurídico, el
desconocimiento de una ley no exime de su cumplimiento; y, por lo tanto, si alguien transgrede una ley por
ignorancia, podrá considerarse tal ignorancia como una circunstancia atenuante, pero no como eximente.
Mientras que desde el punto de vista moral el desconocimiento de una norma sí exime de su cumplimiento,
porque aquí la intención de quien obra es, no sólo importante, sino esencial.
12
Así ocurre que las personas podemos llegar a vivir el mundo jurídico como un mundo extraño, incluso en los países
democráticos en los que hemos elegido a nuestros presuntos representantes. Porque cuando se produce un
intenso proceso de juridificación, es decir, cuando todos los ámbitos de la vida social se van regulando hasta el
punto de que los ciudadanos son humanamente incapaces de conocer la legislación en su totalidad, aumenta en
ellos la sensación de que ese inabarcable mundo no es cosa suya: de que en él son totalmente heterónomos. Y
eso, lógicamente, es perverso en una democracia, que se supone es el "gobierno del pueblo".
Acercar la legislación al ciudadano en el doble sentido de que sea la que él podría querer y de que la conozca,
así como las razones por las que se promulga, es un deber moral. Porque ya que resulta imposible que en el
mundo jurídico cada uno legisle, al menos que los presuntos representantes formulen las leyes pensando en lo
que cada ciudadano podría querer, traten de darlas a conocer y expliquen las razones por las que las promulgan.
No bastan las normas jurídicas para que una sociedad sea justa
Para que una sociedad sea justa no bastan las leyes jurídicas, al menos por las siguientes razones:
1) Las leyes jurídicas no siempre protegen suficientemente todos los derechos que son reconocidos por una moral
cívica.
2) A veces exigen comportamientos que no parecen justos a quienes se saben obligados por ellas.
3) Las reformas legales son lentas y una sociedad no siempre puede esperar a que una forma de actuación esté
recogida en una ley para considerarla correcta. Por eso muchas veces la ética se anticipa al derecho.
4) Por otra parte, este tipo de leyes no contempla ciertos casos particulares que, sin embargo, requieren
consideración.
5) Por último, "juridificar" es propio de sociedades con escasa libertad. En las sociedades más libres la necesidad
de la regulación legal es menor porque los ciudadanos actúan correctamente.
6) Aunque parezca que las normas jurídicas que protegen derechos fundamentales garanticen esa protección en
mayor medida que las normas morales, es decir, aunque parezca que son más eficaces, lo bien cierto es que su
capacidad protectora es muy limitada. Las leyes pueden eludirse, manipularse y tergiversarse; sobre todo, por
parte de los poderosos. Por eso creo que la única garantía de que los derechos se respeten consiste en que las
personas estén convencidas de que vale la pena hacerlo. Podríamos decir que "una convicción moral vale más
que mil leyes".
Por tanto, sin atender a la dimensión moral de las personas, es imposible que una sociedad sea justa.
Presentar la ética de nuestros días -aquí, la ética; aquí, un lector- no es tarea fácil, pero podríamos emprenderla
diciendo que goza de excelente salud, hasta el punto de que los especialistas en descabellar ideologías con la
puntilla de un "post", llenando los cementerios de cadáveres -postmodernidad, postcapitalismo, postsocialismo-
no han podido todavía mandarla al mundo de la "post-ética". Y eso que gentes como Lipovetsky han corrido el
rumor de que la moral, tan cercana a la ética, ha pasado al otro mundo, quedando el nuestro convertido en un
mundo "postmoralista"16. Pero en estas calumnias del postmoralismo entraremos más adelante, por ahora nos
basta con recordar que la ética rebosa salud. ¿De dónde le viene su lozanía?
Le viene, simple y llanamente, de haberse atrevido a salir de las aulas y los anaqueles, donde se repite hasta el
aburrimiento qué dijo Platón y qué Heidegger y huele a rancio, para enfrentarse a los problemas de la vida
Pasaron para ella los tiempos de la impunidad, en que el filósofo justificaba el sueldo con una jerga esotérica y
enrevesada, de la que el público no sacaba nada en claro. Hoy la gente se ha hecho más lista y reclama sus
derechos: "bien está -dice- que reflexionen ustedes pero, si quieren ganarse el sueldo, dígannos algo para la vida
cotidiana, y algo que se entienda".
El derecho a entender es un derecho humano que la filosofía ha despreciado demasiado tiempo y por eso al gran
público no suele interesarle. También la ética ha caído en ese defecto y en el de hablar de cosas que no le importan
prácticamente a nadie, tarea a la que se dedicó hasta hace bien poco tiempo, en parte por deformación
profesional, en parte por motivos serios.
En efecto, desde hace algunas décadas empezó la ética a profesar una vocación de intrascendencia
verdaderamente llamativa. Dejó en segundo término aquellas cuestiones que siempre le habían preocupado -¿en
qué consiste el bien? ¿qué hacer para ser justos?- y se devanaba el seso en asuntos que a nadie interesaban ("¿es
posible deducir lo permitido de lo obligado?" "Si digo a alguien 'usted debería jugar mejor al tenis', ¿qué estoy
queriendo decirle...?"). ¿Por qué los éticos abandonaban el barco de las cuestiones importantes y se arrojaban al
mar de lo intrascendente? Tres razones, al menos, podríamos aducir para explicar este desaguisado.
1) Aclarar el lenguaje
La primera de ellas consistió en percatarse de que la mayor parte de discusiones y desacuerdos que se producen
en la moral procede simplemente de falta de entendimiento en el lenguaje.
Si yo digo que "esto es justo" y tengo por "justo" aquello que cada quien debe tener para llevar adelante una vida
digna, y, sin embargo, mi interlocutor tiene por "justo" lo que cada uno se merece por el esfuerzo que ha puesto,
no nos entenderemos y pasaremos discutiendo una buena cantidad de tiempo, hasta que nos daremos cuenta de
que, sencillamente, entendíamos cosas distintas por la misma palabra.
O si digo "la eutanasia es inhumana", y para mi "eutanasia" significa eliminar a los recién nacidos que tienen taras,
y mi interlocutor entiende por "eutanasia" incluso rechazar el encarnizamiento terapéutico, está claro que
tardaremos en entendernos, por lo menos, tanto tiempo como necesitemos para darnos cuenta de que lo que
pasa es que hablamos de cosas distintas.
Con los cual muchos éticos llegaron a la conclusión de que lo mejor era dedicarse a analizar el lenguaje moral,
para tratar de aclarar nuestros desacuerdos, y no empeñarse en hacer "ética normativa", es decir, no empeñarse
en dar normas. Ya a principios del siglo XX había nacido una corriente ética de análisis del lenguaje moral de la
mano de E.G. Moore17, y hace unas décadas se puso de moda, en parte, por este deseo de aclarar el lenguaje
moral.
17G.E. Moore, Principia Ethica, 1903 (hay trad. cast. en UNAM, México, 1983). Para la evolución de la filosofía del análisis del lenguaje
moral ver José Hierro, Problemas del análisis del lenguaje moral, Tecnos, Madrid, 1970; W.H. Hudson, La filosofía contemporánea, Alianza,
Madrid,
18 Hans Albert, Ética y metaética, Cuadernos Teorema, Valencia, 1978.
14
Ya en 1919, en su célebre conferencia "Ciencia como vocación" Max Weber había afirmado que el auténtico
científico es aquél que se atiene a los hechos, prescindiendo de las valoraciones, porque quien, al dedicarse a un
saber, introduce valoraciones, está introduciendo sus creencias subjetivas y no ateniéndose a los hechos. El
científico, dirá Weber, debe estar dotado de "la probidad intelectual necesaria" para comprender que existen dos
tipos de problemas heterogéneos: la constatación de los hechos y la respuesta a la pregunta por el valor de la
cultura y, dentro de ella, de cuál debe ser el comportamiento del hombre en la comunidad cultural y en las
asociaciones políticas19.
A esta convicción de que un saber, para ser científico, no debe hacer valoraciones se ha llamado el Principio de
Neutralidad de las ciencias; y, de tal modo ha sido una obsesión hasta hace bien poco, que también los éticos se
empeñaron en hacer de la ética un saber neutral, un saber objetivo: si la ética quería ser una ciencia, tenía que
ser neutral, y para eso el procedimiento más expeditivo consistía en limitarse a estudiar el lenguaje de la moral,
pero sin hacer ella misma valoraciones20.
De hecho, los moralistas de diversas religiones orientan a las demás personas, pero no desde un saber que poseen
por méritos propios, sino desde un saber que heredan de su iglesia o grupo religioso. Sin embargo, los éticos
reflexionan por cuenta propia y no merecen más crédito que el que su misma reflexión pueda inspirar. ¿Quién les
ha dado la credencial para informarnos acerca de lo que debemos hacer para ser justos y felices?
El temor a prescribir -el temor a convertirse en "Pepito Grillo"- fue, pues, la tercera de las razones que indujo a la
ética desde hace algunas décadas a rechazar cualquier intento de ética normativa y a dedicarse a un tipo de ética
descriptiva: a describir qué es lo que hacemos cuando usamos el lenguaje moral y qué significan los términos que
lo componen, es decir, a limitarse o hacer filosofía del análisis del lenguaje moral, también llamada "metaética"21.
Este tipo de ética continúa boyante en muchos lugares de nuestro planeta, sin embargo, ha perdido la hegemonía
de que gozó en tiempos.
Por una parte, porque los éticos empezaron a cansarse de no hacer otra cosa que hablar de qué queremos decir
cuando decimos "bueno" o "justo", y a pensar que esta aclaración de términos muy bien podía ser una parte de
la ética, pero no la única tarea22. Por otra parte, porque descubrieron, como muchos otros científicos
obsesionados por lograr saberes "puros", que tal cosa no existe. No hay ningún saber humano en el que no
introduzcamos valoraciones. Incluso si hacemos algo tan modesto como aclarar el significado del término
"bueno", estamos introduciendo el modo de entenderlo y usarlo de la cultura en la que hemos sido educados, y,
por lo tanto, estamos prescribiendo a la gente qué tiene que entender por "bueno"23.
Pero también sucedió, con todos estos dimes y diretes, que al público la ética dejó de interesarle por completo.
Los moralistas podían decir cosas discutibles, e incluso irritantes, pero, por lo menos, decían algo que se podía
discutir o podía irritar; mientras que los éticos se enredaban en interminables análisis de términos, juicios y
15
razonamientos, de los que un ciudadano normal no sacaba más claridad, sino un solemne aburrimiento y, aunque
resulte curioso, todavía más confusión. Con lo cual la poca clientela que podía interesarse por estos asuntos acabó
dejando la tienda vacía.
Y la ética se refugió en las aulas y los anaqueles, donde el polvo del desinterés ciudadano cubre los lomos de los
libros.
En definitiva, la mayor parte de los ciudadanos ignórabamos esas sutilezas de que la moral habla de unas formas
de vida más humanas que otras, y habíamos sido educados simplemente en la convicción de que la moral consistía
en un conjunto de deberes, y además en unos deberes que normalmente iban en contra de nuestras apetencias
y deseos. No era, pues, raro que la gente, cuando se decía que esos deberes eran sagrados, preguntara: ¿por qué?
Mientras la respuesta válida para la sociedad en su conjunto fue religiosa, el problema parecía quedar resuelto
con un "porque eso es lo que Dios quiere" o "porque es lo que enseña la Iglesia". En realidad, el problema no se
resolvía, sino que se trasladaba a una reflexión ulterior, que con respuestas como éstas quedaba pendiente24.
Por su parte los filósofos llevaban siglos intentando fundamentar la moral y encontrar una respuesta que no
valiera sólo para los creyentes, y así habían ido encontrando, entre otras, respuestas muy relacionadas con las
formas de entender lo moral que ya hemos comentado.
Si tenemos que cumplir unos deberes o practicar unas virtudes -decían- es por razones como las siguientes:
Los seres humanos queremos ser felices, es decir, realizar nuestro modo de ser más propio, y para eso
cumplir algunos deberes resulta ineludible (eudaimonismo).
Los hombres queremos obtener todo el placer posible y a veces es necesaria la obediencia a esos deberes
para conseguirlo (hedonismo).
Los seres racionales tenemos conciencia de que debemos cumplir unos determinados deberes, aunque
con ello no obtengamos bienestar, sencillamente porque actuar según ellos forma parte de nuestro ideal
de humanidad (kantismo).
Captamos intuitivamente unos valores que nos exigen ser realizados (ética de los valores).
Somos seres dotados de competencia comunicativa y al comunicarnos nos atenemos, querámoslo o no,
a normas morales (ética del discurso)25.
No hay porqué
Obviamente, las disputas entre los defensores de los distintos modelos de fundamentación han sido y son
múltiples y diversas, porque todos creen que el suyo es el único convincente. Con lo cual los éticos se ven en una
comprometida situación porque, por una parte, se empeñan en que las fundamentaciones religiosas no pueden
El asunto vino a complicarse todavía más cuando algunos autores empezaron a opinar que la moral no puede
fundamentarse de ninguna manera ya que, a fin de cuentas, cualquier intento de fundamentación llega a un
punto en el que quien está buscando razones inmuniza alguna de ellas frente a cualquier crítica racional y
pretende haber encontrado el fundamento. Con lo cual, en realidad, todo el proceso fundamentador viene a
descansar en un irracional "porque sí".
Éste sería el caso, en nuestros días, del Racionalismo crítico, iniciado por Karl Popper y continuado, entre otros,
por Hans Albert.
Ni hay porqué, ni falta que hace
Otros autores decían, por su parte, que ni la moral puede fundamentarse ni falta que le hace. Según ellos, llevaban
razón Nietzsche y Heidegger cuando decían que la obsesión por buscar fundamentos es un problema de la
Modernidad, pero que hoy en día, en nuestra época postmoderna, carece de sentido dedicarse a ese menester y
andar discutiendo si unos son superiores a otros. El afán por dar respuestas seguras, por dar razones, por
fundamentar, está pasado de moda, es un residuo del pasado.
Ésta es la posición del pensamiento postmoderno, en general, y muy especialmente de autores Gianni Vattimo o
Jean-François Lyotard26.
Con el asunto de los fundamentos -continúan estos autores- no llegamos sino a discusiones entre creyentes y no
creyentes, hedonistas y kantianos, integristas y laicistas, cuando lo que necesita una sociedad democrática es que
todos sus ciudadanos se esfuercen por consolidar y potenciar los valores democráticos.
En potenciar eso que nos une -afirma el liberalismo político- consiste la "tarea social práctica" del filósofo, no tanto
en reivindicar cada uno su idea de fundamento, que puede llevar a discrepancias. Con lo cual el liberalismo político
hace ostentosamente gala de ese pragmatismo que es tan consustancial al pueblo norteamericano como el Mac
Donald, la Coca-Cola o los personajes de Walt Disney.
Sin embargo, este pragmatismo esconde varias cartas en la manga, porque no dice sin más que no haya un
fundamento para lo moral, sino que puede haber varios en disputa en una misma sociedad, y que más vale
abandonar la tarea de dilucidar cuál es más verdadero para emplear todas las energías en potenciar lo que ya nos
une. Con lo cual sí admite que hay fundamentos racionales y que tienen su buena eficacia en la vida social, cuando
orientan positivamente la vida de los que los tienen por buenos. Lo que no quieren es entrar en la disputa de si
hay uno que sea el verdadero.
De la discordia a la concordia
En los últimos tiempos, pues, el problema del fundamento de lo moral ha servido de discordia entre todos estos
grupos que lo tienen por imposible o por innecesario, y los que siguen defendiendo la existencia de un
26Gianni Vattimo, El fin de la Modernidad, Barcelona, Gedisa, 1986; Jean François Lyotard, La condición postmoderna, Madrid, Tecnos,
1984.
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fundamento racional, como es el caso de los utilitaristas, los zubirianos, los kantianos, la ética de los valores, o la
ética del discurso.
Sin embargo, hoy en día el calor de las disputas en torno al fundamento ha remitido, en parte por el cansancio de
los contendientes, ahítos de tanta discusión, en parte porque la vida cotidiana está exigiendo insistentemente a
la ética que le preste sus servicios en otras dependencias.
En efecto, desde hace un par de décadas al menos, en Estados Unidos sobre todo, ha empezado a pasar al primer
plano el asunto de la aplicación a la vida cotidiana de aquellos principios que pueden haberse descubierto a través
de la reflexión ética. Y no porque los éticos un buen día decidieran que merecía la pena dedicarse a ello, sino
porque así lo pedían los distintos ámbitos sociales, que necesitaban orientaciones para actuar y no podían
recabarlas sólo de las religiones en sociedades pluralistas.
La ética se vio obligada a lanzarse al ruedo y a ejercer otra de sus tareas tradicionales: la de aplicar a la vida
cotidiana los principios ganados en el proceso de fundamentación. ¿Significa esto que ya no importa en absoluto
si lo moral puede fundamentarse o no, si tenemos razones para ser morales, porque el pragmatismo de las
decisiones concretas nos ha ganado?
Ciertamente, así lo considera, entre otros, el liberalismo político del que hemos hablado. Pero también apuntamos
que esta corriente esconde cartas en la manga, porque da por supuesto que habrá distintos fundamentos,
defendidos por diversos grupos, y que algo bueno tendrán cuando orientan la acción.
Yo, por mi parte, bien por tener poco de norteamericana, bien por no tener mucho de pragmática, propongo algo
mejor: reconocer que distintas tradiciones éticas han desvelado distintos modos de fundamentar lo moral, porque
cada una ha intentado dar razón sobre todo de una de las múltiples perspectivas de lo moral, y que hoy en día a
la hora de aplicar a los problemas diarios lo ganado mediante la reflexión, es imposible prescindir de ninguna de
ellas. Cada tradición ética es imprescindible para resolver determinados tipos de problemas. Lo importante es
dilucidar para qué asuntos es insustituible cada tradición y desde dónde articularlas.
Éste es, a mi juicio, el tema ético de nuestro tiempo. Por eso en la segunda parte de este trabajo, dedicada a la
educación moral, tendremos en cuenta distintas tradiciones éticas, que considero insoslayables para orientar la
acción en sociedades como las nuestras, articulándolas en último término desde la ética del discurso.
Naturalmente, la desastrosa teoría de la diferencia entre las razas y de la superioridad de unas sobre otras estaba
en el trasfondo de todo aquello, como también la convicción de que las supuestamente inferiores no es que lo
fueran, es que sus miembros ya no eran siquiera seres humanos. Pero también, curiosamente, andaba en la
trastienda de todo aquello la idea de que es lícito experimentar con algunos seres humanos porque de aquí se
pueden extraer beneficios para un mayor número de gentes. Afirmación que es más peligrosa, si cabe, que las
anteriores, porque parece una justificación humanitaria.
Perdida en las nubes del análisis del lenguaje, de la fundamentación y de otros problemas similares, ¿no tenía la
ética nada que decir ante todo esto?
18
El caso Watergate
Por citar un ejemplo de otro ámbito, escándalos como el del caso Watergate en Estados Unidos o como el que
protagonizó aquella empresa alemana que vendió leche radioactivada en el Tercer Mundo, sin importarle en
absoluto el daño que con esto producía, produjeron una conmoción en la opinión pública.
Las gentes empezaron a preguntarse si las empresas están legitimadas para perseguir su beneficio empleando
para ello cualquier medio, o si, por el contrario, existen unos límites, aunque en ocasiones no esté escrito cuáles
son ni esté especificada una sanción por traspasarlos. Y de esta pregunta surgía inevitablemente una nueva
cuestión: ¿no tiene la ética nada que decir?
Un largo etcétera
Y, por acabar de momento con este rosario de ejemplos, ¿no tiene nada que decir la ética de la corrupción política,
de la corrupción universitaria, de la destrucción del medio ambiente, del negocio de la guerra, de los periódicos
que hacen suya aquella consigna: "que nunca la verdad te estropee un buen titular"?
Urgida por interpelaciones sin cuento la ética ha salido a la calle y se ha puesto a trabajar codo a codo con médicos,
economistas, políticos y periodistas. Lo que desean unos y otros en este trabajo interdisciplinar es encontrar
soluciones concretas a los problemas concretos: dar a los principios abstractos de la ética carne de concreción. Y
este aterrizaje en la vida cotidiana, este lanzarse al ruedo, va cristalizando en ese conjunto de "éticas aplicadas"
que constituyen su parte más prometedora27: bioética28, ética de la información29, ética económica y de la
empresa o ética de los negocios30, ecoética31, ética de la ciencia y de la técnica, GenÉtica32, ética de las
profesiones33.
Se multiplican las publicaciones periódicas, las fundaciones, institutos, cátedras y congresos dedicados exclusiva-
mente a cada una de estas éticas, tanto en Estados Unidos como en América Latina y Europa. Los bancos y las
empresas exhiben sus códigos de ética, redactan otros los periodistas, los científicos sellan compromisos éticos y
los hospitales cuentan con comités de Ética para supervisar la investigación clínica y para asesorar a los
profesionales sanitarios. En los congresos e investigaciones científicas es obligado dedicar un capítulo a la ética,
hasta el punto de que en la Comunidad Europea no se subvencionan investigaciones que no hayan sido aprobadas
por un comité ético.
Lo cierto es que la ética ya no es una "ética de andar por el aula", sino "de andar por la calle", con el compromiso
de mojarse y el riesgo de equivocarse.
27 Para una aclaración de cuáles son los puntos nucleares de una ética aplicada y para un modelo de ética aplicado a la bioética, la genÉtica,
la educación y la empresa, ver Adela Cortina, Ética aplicada y democracia radical, parte III.
28 Diego Gracia, Fundamentos de Bioética, Madrid, Eudema, 1988; Procedimientos de decisión en ética clínica, Madrid, Eudema, Javier
30 Adela Cortina, Jesús Conill, Agustín Domingo, Domingo García Marzá, Ética de la empresa, Trotta, Madrid, 1994; José Luis Fernández,
19
TAREAS DE LA ÉTICA 2) Intentar dar razón de por qué hay moral.
Cuestión del fundamento.
3) Procurar aplicar lo ganado para orientar la acción en los distintos
ámbitos de la vida social.
Cuestiones de ética aplicada.
Pero además tampoco es ya apenas una ética individual, sino una ética social, incluso sociable. ¿Qué significa esto
de que no es una ética individual sino social?
Hoy en día, sin embargo, el panorama ha cambiado sustancialmente, la ética individual queda en segundo plano
y es la ética política, económica, médica, mediática, ecológica, o de las profesiones la que aparece en la primera
plana de las revistas del ramo ¿Qué es lo que ha pasado?
Tres son las razones que podríamos aducir al menos para este tránsito de lo "intrasubjetivo" a lo "intersubjetivo":
1) La primera de ellas es la constatación de que una persona puede obrar de forma impecable, con la mejor
voluntad y la mejor intención, y encontrarse con que los resultados de su actuación son catastróficos. Y no sólo
porque las consecuencias de nuestras acciones no siempre están en nuestras manos, sino también porque
nuestras decisiones se unen a las de otros y el resultado final es el de la "acción colectiva", y no el de la acción
individual.
Algunos autores sugieren por eso sustituir la ética individual por la colectiva, la ética de las personas por la de las
organizaciones y las instituciones.
Y no les falta razón, sólo que sería más adecuado hablar de complementar la ética individual con la de las
instituciones y organizaciones que de sustituir la primera por la segunda. Porque es verdad que urge "moralizar"
las empresas, las profesiones y los oficios en los que las personas desarrollan sus vidas; pero la buena intención
personal, la honradez, la lealtad y la credibilidad siguen siendo indispensables para vivir una vida verdaderamente
humana.
2) Crece, por otra parte, la convicción de que no podemos ser libres y justos si no es a través de nuestra relación
con los demás. Imaginar la libertad y justicia personales como la de Robinsón Crusoe antes de la llegada de Viernes
es ridículo: nos vamos haciendo libres y justos a través de nuestros proyectos comunes, de nuestros conflictos y
nuestros diálogos: a través de una historia compartida. Porque somos en historia y en diálogo.
3) Por último, piensa un buen número de autores que la ética, como filosofía que es, ha de ocuparse de la
dimensión racional de los fenómenos, y la razón está ligada de forma indisoluble a la intersubjetividad, no a la
subjetividad de cada individuo.
Pongamos algún ejemplo: supongamos que estoy absolutamente convencida de haber descubierto la causa de
un suceso; sin embargo, no puedo constatarlo de ninguna manera. Es, pues, una
creencia que tengo, pero ¿cómo podré decir que es un saber racional? ¿Bastará mi creencia subjetiva o tendré
que confrontarla con otros y, sólo si coinciden conmigo, podré tenerla por saber racional?
Supongamos que una norma me parece correcta. Sin embargo, entablo un diálogo sobre ella con otras personas,
y me doy cuenta de que carezco de argumentos, no sólo para convencerles, sino también para confirmar yo misma
mi convicción. ¿Tiene sentido que siga manteniéndola como una exigencia fuerte, o más bien debería
pertrecharme de razones que pueda compartir con otros; es decir, intersubjetivables?
A nuestro mapa le pasa lo que al de Marco Polo: que para él existen continentes desconocidos, como
África y la mayor parte de Asia (por no decir la totalidad). La filosofía, tal como la entendemos, no se ha
desarrollado como tal en el continente africano, y las éticas orientales van haciendo su aparición entre nosotros,
pero me temo que por el momento con un tinte más folclórico que otra cosa. Los grupos que hacen yoga para
adelgazar bien poco tienen que ver con la hondura del pensamiento oriental.
En lo que respecta al mundo ético que conocemos, podríamos aventurar una modesta distribución
geográfica, si bien a todos sus habitantes une en este momento -como hemos dicho- el intento de responder a la
misma cuestión: ¿cómo podemos construir una sociedad justa? ¿cómo hacer posible la conviencia pacífica en
sociedades pluralistas, e incluso multiculturales? La otra gran pregunta de la filosofía moral -"¿qué hemos de hacer
para ser felices?"- parece haber quedado por el momento en un segundo plano.
Parece la felicidad cosa de los individuos y de los grupos, cuestión que cada persona ha de responder
desde su modo de ser y de querer, desde su modo de esperar y soñar. En cambio la justicia se nos muestra como
cosa de todos nosotros, como negocio que hemos de hacer juntos y del que nadie puede evadirse.
Porque las sociedades no son felices ni desdichadas: lo son la personas; pero las sociedades sí que son,
en cambio, justas o injustas. Por eso la ética de nuestros días, que es bien modesta, prefiere en su mayor
parte asegurar un marco de justicia -asegurar la calle- que meterse a dar consejos en la vida privada. ¿Qué
propuestas pretenden en nuestro momento dibujar ese marco de justicia?
* Si empezamos nuestro recorrido por Norteamérica, nos encontraremos con un mundo de animadas
discusiones, provocadas sobre todo por el libro de John Rawls, la Teoría de la Justicia (1971)35. La Teoría de la
35 John Rawls, Teoría de la Justicia, Madrid, F.C.E., 1978. Ver también John Rawls, Justicia como equidad (edición a cargo de M.A. Rodilla),
21
Justicia inició una corriente de ética política, el liberalismo político, a la que se han sumado autores de la talla de
Charles Larmore36, Ronald Dworkin o Richard Rorty37. En su segundo libro, Political Liberalism, perfila Rawls los
rasgos de esta propuesta y sus virtualidades para sociedades pluralistas con democracia liberal38.
El liberalismo político prolonga la tradición del "pragmatismo" americano de William James y Charles.S.
Peirce, pero sobre todo la de John Dewey. Tradición que también inspira la célebre propuesta de "Filosofía para
niños" de Matthew Lipman, ampliamente difundida y aceptada en muchos países por profesores de enseñanza
primaria y secundaria, gracias a los bien empleados esfuerzos de Félix García Moriyón39. Lipman entiende que los
niños son perfectamente capaces de comprender cuestiones filosóficas y de encontrar respuestas, siempre que
se las planteen en un grupo -la clase-, que funciona como "comunidad de investigación", dirigida por un adulto.
Para ayudarles en el proceso investigador ha escrito Lipman un conjunto de novelas para diferentes edades, en
las que van planteándose las grandes cuestiones filosóficas, amén de un "libro para el profesor" acompañando a
cada una de ellas.
Y regresando al núcleo del que hemos partido, el liberalismo político de John Rawls, trabajando con Rawls
estrechamente construyó Lorenz Kohlberg una "psicología del desarrollo moral", que es hoy punto obligado de
referencia en el mundo educativo. Kohlberg muestra cómo la formación de la conciencia moral es fruto de un
desarrollo, que recorre en todas las personas los mismos niveles (preconvencional, convencional y
postconvencional), divididos en seis estadios. Esto no significa que todos alcancen los últimos estadios, sino que
siguen el mismo recorrido, lleguen a donde lleguen. Con ello ofrece Kohlberg pautas para "medir" la madurez
moral de los niños, para ayudarles a ir creciendo moralmente, y también para hacer de la escuela una "comunidad
justa". Para ello emplea el método de los dilemas morales, que resulta muy fecundo para el aula40.
Algunos discípulos de Kohlberg han criticado seriamente su propuesta, pero las críticas más conocidas
son las de su discípula Carol Gilligan, quien en su libro Con una voz diferente (1982) ha querido mostrar cómo los
grandes psicólogos (Freud, Piaget, Kohlberg) han empleado preferentemente muestras masculinas y cómo a partir
de ahí han entendido que la "voz femenina" no es que es "diferente" de la masculina, sino "desviada"41. Por eso
Gilligan trata de reconstruir también las etapas del desarrollo moral de quienes hablan en esa voz femenina y no
masculina. Lo moral se expresa, por tanto, al menos en dos voces, cada una de las cuales no se identifica
necesariamente con la de los mujeres o los varones concretos.
Por otra parte, tomando como referentes los estadios del desarrollo moral en el niño que Kohlberg
propone, ha elaborado Jürgen Habermas una "teoría de la evolución social". Las sociedades aprenden -afirma
Habermas-, no sólo técnicamente, sino también moralmente, y la lógica del desarrollo de Kohlberg nos permite
reconstruir, no sólo el desarrollo moral del niño, sino también el de las sociedades. En nuestro momento la
conciencia moral de las sociedades con democracia liberal se encuentra en el tercer nivel de Kohlberg (el postcon-
vencional).
* Sin salir de Norteamérica, frente al liberalismo político surgió de inmediato una polémica, al menos
desde tres instancias:
- El "anarcocapitalismo" y el liberalismo de Robert Nozick, que algunos autores caracterizan como
37 Ronald Dworkin, "El liberalismo", en S. Hampshire (comp.), Moral pública y privada, México, F.C.E., 1983, pp. 133-167; Los derechos en
serio, ; Richard Rorty, "Postmodernist bouergois Liberalism", en The Journal of Philosophy (1983), pp. 583-589; Contingencia, ironía y
solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991.
Pedrero: Luces y sombras. El sueño de la razón en Occidente, De la Torre, Madrid, 1994. Es éste un trabajo óptimo para introducir la filosofía
en enseñanza secundaria, en los primeros cursos de facultad y para cuantos quieran tener noticia de ella de forma amena, clara y completa.
40 Lorenz Kohlberg, Psicología del desarrollo moral, DDB, Bilbao, 1992. Sobre la propuesta de Kohlberg ver, entre nosotros, José Rubio, "La
psicología moral", en Victoria Camps, Historia de la ética, III, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 481-532; Esteban Pérez-Delgado y R. García Ros,
La psicología del desarrollo moral, Madrid, Siglo XXI, 1991; Esteban Pérez-Delgado y Mª Vicenta Mestre, El crecimiento moral, Universitat
de València, 1995.
41 Carol Gilligan, La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino, México, F.C.E., 1985.
22
"liberalismo insolidario"42. En su libro Anarquía, Estado y Utopía ataca Nozick a John Rawls y su teoría de la justicia,
por entender que dicha teoría propugna un intervencionismo "inmoral" del estado en la economía. Los derechos
de propiedad -piensa Nozick- son derechos naturales, y cualquier intervencionismo socialdemócrata, cualquier
teoría de justicia redistributiva, atenta contra ellos.
- El "socialismo liberal" de Michael Walzer, disconforme con una uniformización de la justicia distributiva,
tal como Rawls la propone43. Walzer piensa -por el contrario- que en una comunidad política existen distintas
esferas, en cada una de las cuales se distribuye un bien diferente. Hecho por el cual cada una de ellas debe venir
regida por un diferente criterio de justicia.
- La arrolladora corriente "comunitaria", compuesta por autores tan heterogéneos como Alasdair
MacIntyre, Charles Taylor, Michael Sandel o Benjamin Barber44, que convienen en un punto: en acusar al
liberalismo como causante de buena parte de los males que nos aquejan por profesar un individualismo abstracto.
Los liberales -piensan los comunitarios- defienden que cualquier persona es sujeto de derechos y deberes,
pero parecen olvidar que esas personas nacen en una comunidad y en ella aprenden a vivir moralmente; olvidan
que son personas concretas, enraizadas en familias, asociaciones y tradiciones concretas. Quien desee hacer ética
-siguen pensando los comunitarios- debe tener en cuenta este ser comunitario de las personas, como ya
aconsejaron Aristóteles o Hegel.
Conviene recordar, antes de pasar a otra corriente, que el comunitarismo norteamericano no ha dejado
de tener su eco en los nacionalismos europeos45.
* Si, continuando nuestro recorrido por el mapa político de la ética, nos dirigimos Alemania, la segunda
patria de la filosofía -la primera fue indicutiblemente Grecia-, cuatro rótulos, al menos, son ineludibles:
- La "Teoría Crítica" de la Escuela de Frankfurt, iniciada en el primer cuarto del siglo XX por Max
Horkheimer, Theodor W. Adorno y Herbert Marcuse46. La Teoría Crítica trataba de proseguir la búsqueda
marxiana de un criterio desde el que desenmascarar la ideologización de las sociedades avanzadas, criterio que
cada vez resultaba más difícil de encontrar porque era la propia racionalidad moderna la que debía criticar a la
racionalidad moderna.
El fracaso de los primeros frankfurtianos en esta búsqueda sugirió a Jürgen Habermas la conveniencia de
buscar por un camino distinto a los emprendidos ese criterio que nos permite discernir cuándo una sociedad
funciona por mecanismos ideológicos: cuando es incapaz de distinguir entre las normas que están simplemente
vigentes y las que son verdaderamente legítimas.
- Para descubrir ese criterio desarrolló Jürgen Habermas en la década de los setenta y los ochenta su
teoría de la acción comunicativa47, y construyó, junto con Karl-Otto Apel, la "ética del discurso"48.
Es ésta una ética racional que, tras la experiencia nazi, se niega a dejar las cuestiones morales en manos
del "sano sentir común del pueblo", y exige que demos razón de nuestras opciones morales. Los dirigentes
nacionalsocialistas rehusaban dar razón de sus acciones -fundamentarlas-, acogiéndose a la coartada de que para
legitimarlas bastaba con el "sano sentir común del pueblo alemán". Habida cuenta de las atrocidades que
42 Philippe Van Parijs, ¿Qué es una sociedad justa?, Barcelona, Barcelona, Ariel, 1994.
43 Michael Walzer, Esferas de la justicia, México, F.C.E., 1993.
44 Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987; Justicia y racionalidad, EIUNSA, Barcelona, 1994; Tres versiones rivales en
45 Para un análisis de los nacionalismos ver Nicolás Mª López Calera, Nacionalismo. ¿Inocente o culpable?, Madrid, Tecnos, 1995.
46 Para una exposición clara y sucinta de los proyectos y realizaciones de los frankfurtianos, acompañada de una bibliografía accesible, ver
48 Karl-Otto Apel, Transformación de la filosofía, II, pp. 395 ss.; Estudios éticos, Barcelona, Alfa; Teoría de la verdad y ética de la
responsabilidad, Barcelona, Paidós, 1991; Jürgen Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península, 1985. Ver
también Adela Cortina, Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Salamanca, Sígueme, 1985; Ética aplicada y democracia radical;
Javier Muguerza, Desde la perplejidad, Madrid, F.C.E., 1991; Domingo García Marzá, Ética de la Justicia, Madrid, tecnos, 1992.
23
semejante negativa desencadenó, exige la ética discursiva dar razón de las opciones morales, por lo menos de
aquellas que afectan a los mínimos de justicia a los que cualquier ser humano tiene derecho.
Es importante -piensa la ética del discurso- que las personas busquemos la felicidad. Es importante que
expresemos nuestros sentimientos. Pero es indispensable dar razones de aquellos actos que afectan a los bienes
básicos de los seres humanos. Por eso Apel y Habermas se han esforzado por descubrir un fundamento para las
normas morales, pero también por aplicar este tipo de ética a diversos ámbitos de la vida social49, y por diseñar
un modelo de "política deliberativa", como "tercera vía" entre el liberalismo y el comunitarismo50.
- El "Racionalismo Crítico", iniciado por Karl Popper con La sociedad abierta y sus enemigos y Miseria del
historicismo, y proseguido por Hans Albert51, nace como una frontal oposición a cualquier dogmatismo, en el más
limpio sentido de la tradición ilustrada "atrévete a servirte de tu propia razón". Los dogmas, las afirmaciones o
mandatos que se resisten a dejarse criticar por la razón, son la fuente del fanatismo y tienen nefastas consecuen-
cias para las personas. Claro ejemplo de ello es el dogmatismo practicado por las corrientes que se empeñan en
descubrir leyes de la historia, como ha sido el caso del materialismo histórico. Frente a este futuro ya cerrado, es
urgente potenciar "sociedades abiertas" según un modelo de democracia liberal.
* Por el mundo británico sigue campeando triunfante el "Utilitarismo", embarcado en la tarea de
conseguir "la mayor felicidad para el mayor número", de la mano de Smart, Lyons y un largo etcétera; y también
los marxistas de Oxford, que componen una bien curiosa tradición. Mientras que los franceses, individualidades
aparte, adscritas a la ética del discurso o al liberalismo político, siguen apostando, después del estructuralismo,
por la postmodernidad.
* ¿Y qué decir de España nuestra y de América Latina? En ellas sigue presente la tradición de José Ortega
y Gasset, tanto la que prolonga Julián Marías52, como la que uniéndose a la de Xavier Zubiri, es proseguida por
José Luis Aranguren y Pedro Laín53. Pero también la ética latinoamericana de la liberación, abanderada por Ignacio
Ellacuría, Enrique Dussel, Leopoldo Zea o Juan Carlos Scannone, que en los últimos tiempos va transitando
paulatinamente del conflicto al diálogo, de una ética que hunde sus raíces en Marx y Levinas, a una que se
aproxima a la ética del discurso54. En definitiva, el pobre, el marginado, es el interlocutor potencial de una gran
cantidad de diálogos sobre decisiones que le afectan, un interlocutor potencial que nunca lo es real55.
CAPÍTULO 4. ¿QUÉ ES LA EDUCACIÓN MORAL?
54 Karl-Otto Apel, Adela Cortina, Julio De Zan, Dorando Michelini, Ética comunicativa y democracia, Barcelona, Crítica, 1992.
55 Adela Cortina, La moral del camaleón, Madrid, Espasa-Calpe, 1991, cap. 13..
56 Para el nuevo horizonte normativo de la educación moral en España ver Josep M0 Puig Rovira, La educación moral en la enseñanza
La meta de la educación
Por eso parece bastante más acertada la posición de Richard M. Hare, quien considera que la diferencia
entre la indoctrinación y la educación reside en la meta que persiguen el "indoctrinador" y el "educador",
respectivamente, meta que determinará el tipo de método y de contenido59.
El indoctrinador pretende transmitir unos contenidos morales con el objetivo de que el niño los incorpore
y ya no desee estar abierto a otros contenidos posibles; pretende, en definitiva, darle ya las respuestas y evitar
que siga pensando: encerrarle en su propio universo moral, para que no se abra a otros horizontes. Éste es el
proceder propio de lo que se ha dado en llamar una moral cerrada.
El educador, por el contrario, se propone como meta que el niño o adolescente piense moralmente por
sí mismo, cuando su desarrollo lo permita, que se abra a contenidos nuevos y decida desde su autonomía qué
quiere elegir. El educador pone así las bases de una moral abierta.
La diferencia entre indoctrinar y educar no es, por tanto, una diferencia de método sino de meta.
57 J. Wilson, "Education and Indoctrination", en T.C.B. Hollins (ed.), Aims in Education, Manchester, UP, 1964.
58 Adela Cortina, Ética de la sociedad civil, pp. 72 ss.
59 Richard M. Hare, Essays on Religion and Education, Oxford Clarendon Press, 1992, cap. 7.
25
por sí mismos sobre cuestiones morales. Por el contrario, no les estamos indoctrinado si, cuando estamos
influyendo sobre ellos, pensamos: "tal vez cuando tenga capacidad de pensar por sí mismo decida que el mejor
modo de vida es totalmente distinto del que le estoy enseñando, y tendrá perfecto derecho a decidirlo"60.
Precisamente, que un educador tenga esta actitud es una garantía de que no es un indoctrinador.
Modelos de hombre
El problema de los modelos de hombre es que la historia de la humanidad ha ofrecido y ofrece múltiples
y diversos. ¿Por cuál optar?
En principio, muchos de ellos entran en conflicto. Recurriendo a la historia de la filosofía, podemos
apreciar cómo el modelo aristotélico de vida plenamente humana poco tiene que ver con el del proletario marxista
empeñado en la revolución social o con el del anarquista autogestionario. El ideal aristotélico de quien puede
dedicar su vida al estudio y la investigación, a la reflexión y el pensamiento -a la contemplación, en suma61-
parecen reñidos con la vida activa de quien piensa que "hasta ahora los filósofos se han dedicado a contemplar el
mundo y ya es hora de transformarlo"62.
Y lo mismo ocurriría si, adentrándonos en la vida cotidiana, rastreáramos qué ideales de hombre las
gentes han soñado y sueñan: el triunfador en los negocios, la política y la vida social, el solidario hasta la entrega
día a día de la propia vida, el científico tenaz y prestigioso, el artista (cantante, torero) capaz de llenar locales, y
así un largo etcétera. ¿No ocurre que muchos de estos ideales entran entre sí en conflicto? ¿Y no sucede que cada
uno de ellos es deficitario, porque carece de los valores de los que otros gozan, o al menos los tiene en menor
grado?
En la misma Grecia homérica un personaje como el de Héctor, valeroso guerrero, esposo fiel, tierno
60 Ibid., p. 117.
61 Ética a Nicómaco, libro X.
62 Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, tesis 11.
26
padre, necesitará complementarse con la amistad, de la que son ejemplo Aquiles y Patroclo, con la prudencia de
Príamo o con la astucia de Ulises, para llegar a la perfección. Porque ninguno de ellos es paradigma de todos esos
valores (coraje, fidelidad, ternura, amistad, astucia), sino "tipo ideal" de alguno de ellos.
65 X. Zubiri, Sobre el hombre, Madrid, Alianza, 1986, sobre todo caps. I y VII.
66 J.L. L. Aranguren, Ética, parte 10 cap. VII.
67 D. Gracia, Fundamentos de Bioética, Madrid, Eudema, 1988, pp. 366 ss.
68 A. Pintor-Ramos, Verdad y Sentido, Universidad Pontificia de Salamanca, 1993; J. Conill, "La ética de Zubiri", El Ciervo, n1 507-509 (1993),
pp. 10 y 11. Por mi parte, modestamente me he permitido ocuparme de esta ética en Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1990, pp. 55 ss.
28
En el animal la suscitación procede de un estímulo que provoca en él una respuesta perfectamente
ajustada al medio, gracias a su dotación biológica. A este ajustamiento se denomina "justeza" y se produce de
forma automática. En el ser humano, sin embargo, en virtud de su hiperformalización, la respuesta no se produce
de forma automática, y en esta no determinación de la respuesta se produce el primer momento básico de
libertad. Y no sólo porque la respuesta no viene ya biológicamente dada, sino también porque, precisamente por
esta razón, se ve obligado a
justificarla.
Conocer la realidad
Si de la realidad tenemos que partir inevitablemente, parece aconsejable tratar de conocerla lo mejor
posible, porque otra cosa es, no sólo suicida, sino también "homicida".
Es suicida ya que quien construye castillos en el aire, desconociendo el terreno que pisa, no tarda en caer
en algún hoyo. La imaginación pueril -como es sabido- es la que se pierde en ensoñaciones sin punto de apoyo en
la realidad, y después sucede que el niño, a fuerza de imaginar sin fundamento, se creyó Tarzán y se rompió el
fémur pensando que saltaba de liana en liana. La imaginación creadora, por contra, la imaginación adulta, es la
que se nutre de la realidad y trata de ampliarla proyectando desde ella.
Por otra parte, desconocer la realidad y construirse la vida de espaldas a ella es también "homicida": el
que vive siempre en las nubes, es un peligro privado y público, bien porque propone proyectos ilusorios, que
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acaban en la frustración de quienes se alistaron confiados, bien porque ignora si está causando daño o bien. Su
ignorancia resulta en cualquier caso peligrosa.
Por eso conviene informarse, recurrir a las aportaciones de distintos saberes, y echar mano de la
experiencia ajena a través de la literatura, el cine, las artes plásticas y unos medios de comunicación "bien
administrados". Una mente abierta a los problemas y a las propuestas de solución ya existentes es esencial para
una persona moralmente educada.
Tomarla en serio
Ahora bien, precisamente quien se afane por conocer la realidad al máximo caerá en la cuenta de que
con ella no se pueden hacer mangas y capirotes como a veces cree un "idealismo" mal entendido. Y digo "un
idealismo mal entendido" porque el término "idealismo" tiene diversas acepciones, algunas de las cuales son
imprescindibles para culminar con éxito el proceso de humanización de la humanidad, mientras que otras
resultan totalmente contraindicadas para llevar a cabo ese proceso.
Sería idealismo positivo considerar que la historia humana se construye también con ideas e ideales, y
que es puro conformismo, dejación de humanidad, resignarse a pensar que no hay más cera que la que arde,
aferrarse con uñas y dientes a la vulgaridad y la ramplonería, tachando de ilusos a cuantos intentan abrir nuevos
horizontes.
Es también positivo el idealismo filosófico de corte kantiano, según el cual cuando hacemos ciencia somos
nosotros los que construimos modelos y planteamos preguntas que después formulamos a la experiencia. Una
teoría científica no es nunca un simple reflejo de la realidad, sino que cuenta, como ingrediente, con una buena
dosis de imaginación y razón creadoras.
Sin embargo, cuando extremamos estas posiciones y llegamos a afirmar que somos nosotros quienes
construimos el mundo a nuestro sabor, desde nuestras ideas, sin necesidad siquiera de hacer pie en la realidad,
hemos convertido el idealismo sano en un idealismo patológico. Y como sucede que todo conocimiento viene
movido por un interés, como ya recordaron Scheler, Apel o Habermas69, las más de las veces este idealismo
enfermo está manipulado desde intereses individuales o grupales: interesa creer que somos nosotros quienes
construimos la realidad porque así podemos manipularla a nuestro gusto.
Éste es el caso ejemplar de la célebre "razón instrumental" moderna, que se viene empeñando desde
hace siglos en tratar como objetos de usar y tirar a la naturaleza y a cada uno de los seres humanos70. Así hemos
llegado en nuestro momento, sin ir más lejos, a una manipulación total del medio ambiente, gracias a la cual
puede hablarse sin temor a errar de desastre ecológico.
La desertización del planeta Tierra es ya un hecho, y al menos cincuenta millones de "ecorrefugiados"
están abandonando sus países de origen, totalmente expoliados por intereses económicos, y buscan donde vivir.
Es difícil calcular el número de muertes que se producen por el camino. Es difícil prever qué ocurrirá cuando
lleguen a las puertas de los "países ricos". Y no es mucho más sencillo predecir qué sucederá con los que logren
entrar en ellos: marginación, búsqueda de permiso de trabajo, desconfianza y recelos por parte de los ciudadanos
de toda la vida.
Por contra, lo que sí es evidente es que la realidad empieza a "vengarse" con el agotamiento de las
materias primas, la desertización y la progresiva destrucción de la ecosfera, porque la realidad, al cabo, termina
"vengándose" de alguna manera. Termina presentando repleto su libro de reclamaciones a una humanidad que
ha perdido el norte.
Frente a esta idea errada de que podemos tomar la realidad a beneficio de inventario, podemos extraer
una segunda consecuencia del "reismo" zubiriano: no podemos organizar nuestra vida de espaldas a la realidad,
69 Max Scheler, Sociología del saber, Buenos Aires, Siglo XX, 1973, pp. 76-81; Karl-Otto Apel, La transformación de la filosofía, I, p. 31;
Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 1984; Conocimiento e interés, Madrid, Taurus, 1982; Adela Cortina,
Ética y Utopía: la Escuela de Frankfurt, pp. 115-119.
70 Como decía Max Horkheimer, criticando el hecho de que la razón instrumental se haya convertido para Occidente en "la" razón: "Hoy
se considera que la tarea, e incluso la verdadera esencia de la razón, consiste en hallar medios para lograr los objetivos propuestos en cada
caso. Los objetivos que, una vez alcanzados, no se convierten ellos mismos en medios, son considerados como supersticiones" (Crítica de la
razón instrumental, Buenos Aires, Sur, 1969, p. 7).
30
sino que hemos de tomarla en serio.
La imaginación al poder
Pero tomarla en serio significa, entre otras cosas, saber que puede ser ampliada de una forma prodigiosa,
siempre que no dejemos de hacer pie en ella y mientras agudicemos al máximo la capacidad creadora para
imaginar posibilidades sin cuento.
Como antes hemos comentado, es un hábil recurso de los conformistas -de los "realistas" de pacotilla-
frenar cualquier propuesta innovadora alegando que no hay más cera que la que arde, que no hay que estirar el
brazo más que la manga, y otros refranes disuasorios. Sin embargo, lo humano, lo realmente humano, consiste
en la capacidad de crear más cera y alargar las mangas, para conseguir la luz que deseamos y tener el brazo a
cubierto.
Las más de las veces las depresiones, los malos humores vienen motivados por el agobio que produce no
vislumbrar salidas para nuestros problemas. Por eso la piedra filosofal para salir del mal paso, para convertir en
serenidad la amargura, consiste en idear alternativas viables. Una cosa es soñar utopías cuyo fracaso conduce a
la frustración de los ideales por los que nacieron, otra bien distinta ampliar el ámbito de la realidad posible, para
encontrar siempre ante cualquier problema una salida.
Los enigmas excitan la imaginación y la razón creadoras; las aporías, los callejones sin salida bloquean las
capacidades humanas y acaban matando el impulso vital.
Ser realistas
Actuar en el sentido que venimos comentando es, en definitiva, ser realista de un modo plenamente
humano: ser realista en el sentido en que lo entendió un zubiriano como Ignacio Ellacuría, cuyo planteamiento
moral y ético tuvo un agudo sentido de la realidad71.
Por "ser realista" suele entenderse en principio ser pragmático, ser egoísta, no comprometer demasiado
para no tener sinsabores. Pero esto no es realismo, sino cinismo.
También puede entenderse por "realismo" atenerse a la realidad tal como es, a los hechos tal como son.
Pero sucede que "lo que es, no es todo", sino que puede ser muchísimo más, dependiendo de nuestra "ambición".
Por eso consideramos aquí auténtico realismo el que, al formular las grandes preguntas éticas, trata de
ampliar lo real desde lo que ya es. Y hoy en día -fuerza es reconocerlo- no es realista preguntarse "¿qué hacer?"
sólo desde el Primer o el Segundo Mundo, prescindiendo del Tercero, porque no existe ya ningún mundo que sea
independiente de los restantes.
Como muestra la globalización de los problemas económicos o ecológicos, la interdependencia entre
todos los lugares de la tierra es un hecho, y para ser realista, para actuar con sentido de la realidad, es preciso
preguntarse qué hacer desde el contexto de la humanidad en su conjunto72.
Por eso los planteamientos éticos que parten de la psicología de cada individuo y tratan de llegar a partir
de ella a la conveniencia para cada uno de aceptar determinadas propuestas morales carecen de realismo, porque
no existen individuos abstractos, independientes de los pueblos, las culturas y las épocas. Cada uno de nosotros
es hijo de su tiempo y de su lugar, sencillamente porque devenimos personas a través de un proceso de
socialización, en el que recibimos el legado de tradiciones de nuestra sociedad concreta.
Por lo tanto, el punto de partida de la moralidad no es nunca un individuo cualquiera, sino este individuo
en este grupo social en esta época y en este lugar.
Recordar que la pregunta por el hacer humano siempre se formula desde una situación fue una de las
claves de la ética realista de la liberación de Ignacio Ellacuría.
Un imperativo ético
71 Ignacio Ellacuría, "Ética Fundamental", Curso inédito, San Salvador, 1978; "La función liberadora de la filosofía", en Escritos políticos, I,
San Salvador, 1991.
72 J.M. Tortosa, Sociología del Sistema mundial, Madrid, Tecnos, 1992.
31
Una simple mirada a la globalidad -recuerda Ellacuría- nos muestra que existen "pueblos enteros crucifi-
cados", al menos dos tercios de la humanidad, lo cual significa que partimos ya de una situación de "des-humani-
dad". Un proyecto ético no puede eludir este punto de partida, sino intentar que el proceso evolutivo de hominiza-
ción, por el que fue surgiendo paulatinamente el ser humano, se prolongue en un proceso de humanización.
Para lograr llevar a cabo ese proceso de humanización, quien quiera ser libre ha de asumir un "imperativo
ético" que se articula en tres momentos: hacerse cargo de la realidad, cargar con ella y encargarse de ella para
que sea como debe ser.
"Hágase usted cargo" -decimos cuando pretendemos que alguien comprenda bien una situación antes
de decidir, no sea cosa que tome una decisión de la que después podría arrepentirse.
"Cargue usted con las consecuencias" -decimos cuando queremos mostrar a alguien que es a él a quien
van a pedirse responsabilidades de lo que sucede, porque es quien toma la decisión, por mucho que quiera
escabullir el bulto.
"En definitiva es usted el encargado" -decimos cuando el responsable se esfuerza por pasar la pelota al
superior, al inferior, o al sistema en su conjunto.
Asumir estas tres obligaciones con la realidad social en la que ya estamos implantados es lo contrario de
encogerse de hombros alegando que, a fin de cuentas "no soy guardián de mi hermano". Pero en este caso no
sería Yahvé quien pediría responsabilidades, sino la realidad de un ingente número de seres humanos despojados
de sus derechos, realidad ante la cual es preciso haber perdido mucha humanidad para no sentirse conmovido,
es preciso haber perdido mucha inteligencia para no comprender que las cosas deben ser de otro modo y que son
también responsabilidad nuestra.
Curiosamente Occidente se vanagloria de tener por justas las leyes que enunciamos poniéndonos en el
lugar de cualquier otro. "Póngase usted en mi lugar" -decimos al administrativo que nos pide lo imposible.
"Póngase usted en mi lugar" -repetimos en situaciones de desesperación. Ponerse en el lugar del dominicano
agredido o del turco humillado es un buen comienzo para juzgar después si el racismo es humanamente
aceptable.
Ser responsables
Desde esta perspectiva se abre paso lo que llamaríamos una "moral de la responsabilidad", entendida
ahora no tanto en sentido weberiano como contraposición a la moral de la convicción73, sino como contrapartida
de la moral de la irresponsabilidad. Porque el que intenta eludir la realidad y no responder de ella, como si no
presentara sus exigencias ni tuviera relación con él, practica una "moral de la irresponsabilidad" que a la larga
acaba pagándose. Y digo el impersonal "se" con plena conciencia porque, lamentablemente, no siempre es el
irresponsable quien paga las malas consecuencias, sino otros más débiles que él.
No es extraño, en este orden de cosas, que Ignacio Ellacuría hiciera suya esa moral de la responsabilidad
de que vengo hablando -dejarse afectar por la realidad, hacerse cargo de ella y responder de ella-, hasta el punto
de introducir en el Plan de Estudios de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" una asignatura
llamada "Realidad Nacional". Ni resulta extraño tampoco que el filósofo Hans Jonas propusiera sustituir el
"Principio Esperanza" del marxista utópico Ernst Bloch por un "Principio Responsabilidad" con respecto a la
naturaleza74.
Ser inteligentes
Si, como hemos dicho, vamos a vernos obligados constantemente a elegir entre posibilidades para
apropiarnos unas, renunciando a otras, y a tener que justificar nuestras elecciones, más nos vale intentar ir
aclarándonos a nosotros mismos desde dónde hacerlo para lograr buenas elecciones. Sin duda nuestra razón
tiene una función calculadora, pero nos conviene que esos cálculos sean prudentes75. Es decir, nos conviene tener
criterios fundados desde los que tomar las decisiones, no sea cosa que elijamos las opciones menos acertadas.
32
En este sentido, la historia de la ética ha sido en buena medida la historia de la sabiduría moral, el intento
de pertrechar a las personas de los criterios necesarios para hacer buenos juicios y, consiguientemente, buenas
elecciones.
Ejercitar la capacidad de juzgar para tomar decisiones prudentes es, pues, otro de los rasgos
imprescindibles en la educación moral. ¿Desde dónde pueden hacerse las elecciones?
5. Moral de actitudes
Es bien sabido que en la educación moral la formación de actitudes es una tarea tan básica al menos como
76 A. MacIntyre, Is patriotism a Virtue?, The Lindley Lecture, The University of Kansas, 1984.
33
la transmisión de contenidos77; y no tanto por aquella extraña y grotesca idea de que al cabo los contenidos se
olvidan mientras que la inteligencia permanece, como si pudiera haber desarrollo de la inteligencia sin el de la
memoria, sino porque en lo moral la actitud, la predisposición del que obra sigue siendo una pieza clave.
Podemos entender por "actitudes", con José Mª Puig, "aquellas tendencias y predisposiciones aprendidas
y relativamente fijas que orientan la conducta que previsiblemente se manifestará ante una situación u objeto
determinado"; la actitud es, pues, una predisposición conductual, que no consideramos innata, sino como algo
que la persona adquiere78.
Para concluir este capítulo, y tomando como punto de partida la descripción de la estructura biológica de
los seres humanos realizada por la tradición zubiriana, podemos extraer las siguiente actitudes como propias de
una persona moralmente educada:
1) Responsabilidad ante la realidad natural pero, sobre todo, ante la realidad social; la responsabilidad
de quien sabe que se hace hombre (varón o mujer) en contacto con la realidad, y que intentar desentenderse de
ella como si no fuera con él, supone incurrir en una "falacia abstractiva", que acaba pagándose. Porque la realidad
tiene un grueso libro de reclamaciones y acaba presentándolo.
A la persona la realidad "le va" en su modo de estar en el mundo y es irresponsable -inmoral- intentar
desembarazarse de ella. Por eso el frívolo podrá ser socialmente muy bien educado, pero moralmente hablando
es un maleducado.
Y lo mismo ocurre con el cínico79. El cínico -como decía en genial expresión Oscar Wilde- es el que conoce
el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. El cínico -podríamos añadir- es el que cree posible adjudicar a
las cosas el precio que bien nos parezca, como si pudiéramos ordenar el universo desde nuestra inventada ley del
intercambio. Es, en consecuencia, ciego ante el valor que las cosas y las personas de suyo poseen, impotente para
degustar lo valioso. La actitud cínica es entonces la de un ignorante (ignorante del valor), impotente para gozar
de lo valioso y, por tanto, es la actitud de alguien moralmente maleducado.
2) De todo ello se sigue que una actitud de seriedad ante la realidad es la propia de la persona que hace
pie en ella. Y "seriedad" no significa aquí -entiéndase bien- abominar del disfrute, la ironía o el juego, optando por
una visión de la vida propia de aguafiestas y cenizos. "Seriedad" significa aquí asumir la profundidad, el calado, de
quien sabe que vivir en la superficie acaba siendo de tontos. Y que los tontos, en definitiva, siempre resultan útiles
a alguien.
3) La moral de la seriedad constituye la base de una moral de la buena voluntad, aunque no tengamos
por qué entenderla inmediatamente como relacionada con el imperativo categórico kantiano. La buena voluntad
es, a fin de cuentas, la buena actitud, la predisposición a tomarse en serio lo serio y en broma lo jocoso. Y sin esta
capacidad de discernir y sin la predisposición a vivir en serio lo que en serio merezca ser vivido, en broma lo que
requiere broma, no hay moral posible.
4) Por último, podemos extraer de esta primera parte la conclusión de que "pensar positivamente" resulta
esencial. Es decir, afrontar las decisiones, que inevitablemente tenemos que tomar, desde una decidida actitud
de tomar la mejor posible, la que abra más caminos de futuro. Pensar positiva y resolutivamente es una buena
actitud moral.
77 Como bien muestra José Mª Puig Rovira, los contenidos que deben transmitirse en la eduación no son los que dibujan modelos de
persona, ni tampoco los que conducen a una simple reproducción de la sociedad existente, sino los que se obtienen desde un criterio que
nos permite criticar también las realizaciones de la sociedad. Ver La educación moral en la Enseñanza Obligatoria, parte II.
78 José M0 Puig Rovira, ibid., p. 125. Ver también J.M. Cobo, Educación ética, Madrid, Endymion, 1993, p. 186.
79 Aunque aquí entraríamos ya en el nivel de la distinción de valores que Zubiri considera propio del logos, no ya de la inteligencia, y que
se expresa en el juicio.
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Obviamente, como comentamos anteriormente, a lo largo de la historia de la ética se han ofertado
distintos criterios, pero, antes de comentar qué se sigue de los más relevantes para una educación moral a la
altura de nuestro tiempo, recordaremos un elemento del que ya hemos hablado en estas páginas y que es previo
a cualquier otra consideración: cuando alguien se pregunta cómo interesar en la moralidad, sea a niños, sea a
adultos, está entendiendo por "moral" habitualmente un conjunto de normas o incluso de criterios, que el
destinatario va a experimentar en principio como ajenos. No es extraño que se pregunte entonces: ¿por qué he
de atenerme a ellos? Pregunta de difícil respuesta si no modificamos nuestro concepto de moralidad, en el sentido
que hemos sugerido en la primera parte de este libro.
80 Preámbulo al documento de Constitución de la Organización Mundial de la Salud, Nueva York, 22 de julio de 1946.
81 D. Gracia, Fundamentos de bioética, Eudema, Madrid, 1988.
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la capacidad de autocontrol,
la conciencia,
la capacidad de relación interpersonal.
Cuando una persona, por su enfermedad, va perdiendo estas facultades, es claro que su salud se deteriora y la
enfermedad progresa hasta culminar en la muerte.
El impulso a la autoposesión es, pues, una tendencia biológica que opera en nuestra conducta. ¿Qué
relación guarda con la moralidad?
Ser ciudadano
Ciertamente, atendiendo al consejo de los comunitarios y también de la ética del discurso que preconiza
el fortalecimiento de comunidades de comunicación, es preciso recordar que la educación empieza por sentirse
miembro de comunidades: familiar, religiosa, étnica. Pero también miembro de una comunidad política, en la
que el niño ha de sentirse acogido desde el comienzo.
Porque cada niño se encuentra en el contexto de una realidad social determinada, que le ayudará a
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desarrollar las predisposiciones genéticas en un sentido u otro. Y, como muy bien apuntan los "culturalistas" frente
a los "genetistas", el medio en el que se desenvuelva es esencial para el desarrollo de unas tendencias u otras.
Como en las primeras etapas del desarrollo necesita forjarse una identidad desde los grupos a los que
pertenece, la comunidad familiar y la comunidad religiosa, en su caso, van ofreciéndole esos vínculos de
pertenencia que constituyen una necesidad psicológica intrínseca. Pero también la comunidad política tiene la
obligación de hacer sentir al niño que, además de ser miembro de una familia, de una iglesia, de una etnia, de una
cultura, lo es también de una nación, que espera de él que participe activamente como ciudadano.
Podría pensarse que la primera tarea de la educación moral consiste en formar a los niños como hombres
e interesarles más tarde en los valores de la ciudadanía. Sin embargo, ambas cosas no pueden hacerse por
separado, porque las personas, para devenir tales a través del proceso de socialización, necesitamos unas señas
de identidad, que brotan de distintas formas de pertenencia a la sociedad y, en este sentido, podemos decir que:
1) El ejercicio de la ciudadanía es crucial para el desarrollo de la madurez moral del individuo, porque la
participación en la comunidad destruye la inercia y la consideración del bien común alimenta el altruísmo.
2) La ciudadanía subyace a las otras identidades y permite suavizar los conflictos que pueden surgir entre
quienes profesan distintas ideologías, porque ayuda a cultivar la virtud política de la conciliación responsable de
los intereses en conflicto.
Para formar hombres es, pues, necesario formar también ciudadanos.
La educación cívica
Sin embargo, la educación cívica puede despertar sospechas, que lleven incluso a su descalificación: ¿no
es un procedimiento para formar ciudadanos dóciles, manejables, que no causen problemas al poder político?
Si así fuera, estaríamos educando víctimas propiciatorias para cualquier totalitarismo, y no personas
autónomas, dispuestas a regirse por su propias leyes, contraviniendo así las exigencias de una escuela moderna.
¿Es ése el objetivo de la educación cívica?
Ante preguntas de esta guisa conviene recordar, en principio, que las escuelas siempre han enseñado a
los niños a ser buenos ciudadanos, sea a través de la selección del material que indefectiblemente transmite un
mensaje, sea a través del "curriculum oculto", es decir, de los mensajes subliminales que el alumno absorbe en la
relación con los profesores y en la organización de las clases.
Por lo tanto, si queremos educar en las exigencias de una escuela moderna, que asume como
irrenunciable la autonomía de sus miembros, la clave consiste en bosquejar los rasgos de ese ciudadano
autónomo, no dando por bueno cualquier modelo de ciudadanía.
Ciudadanía cosmopolita
No es fácil precisar un modelo de ciudadanía, porque la idea de ciudadanía tiene una larga historia: su
origen se remonta, al menos, a la polis griega y, a través de Roma y el Renacimiento, cobra especial fuerza a partir
de la Modernidad. Sin embargo, desde ella todavía es grande el número de modelo posibles, sean liberales,
socialistas, nacionalistas o totalitarios.
Aquí optaremos por un modelo de ciudadanía a la vez nacional y universal, que se configura con las
siguientes características:
- Autonomía personal (el ciudadano no es ni vasallo ni súbdito)
- Conciencia de derechos que deben ser respetados.
- Sentimiento del vínculo cívico con los conciudadanos, con los que se comparten proyectos comunes.
- Participación responsable en el desarrollo esos proyectos, es decir, conciencia, no sólo de derechos, sino
también de responsabilidades.
- A la vez sentimiento del vínculo con cualquier ser humano, y participación responsable en proyectos que
lleven a transformar positivamente nuestra "aldea global".
Ciertamente, la asunción de la "doble ciudadanía" -nacional y universal- es fruto de un doble movimiento
de diferenciación, por el que el ciudadano se sabe vinculado a los miembros de su comunidad por una identidad
que le diferencia de los miembros de otras comunidades y, sin embargo, de identificación, en tanto que persona,
con todos aquellos que son también personas, aunque de diferentes nacionalidades.
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Este último modelo de ciudadanía -la cosmopolita- presenta especiales dificultades, porque así como el
niño de los 4 a los 7 años desarrolla claras identidades nacionales, ligadas a símbolos de pertenencia, y no es
excesivamente difícil encontrar tales símbolos de pertenencia en la tradición e historia de un pueblo, que son los
que al cabo respaldan emocionalmente la identidad nacional, las tradiciones y símbolos compartidos por la
humanidad en su conjunto son escasos: la experiencia de la raza humana como tal no es el agregado de
experiencias particulares, sino la adquirida a través de proyectos comunes. Por eso, educar en la doble ciudadanía
supone introducir afectivamente en el doble simbolismo e implicar a los niños en proyectos tanto locales como
de alcance universal85.
Un alto en el camino
En este punto conviene hacer un alto en el camino para resumir lo que hasta ahora hemos ganado en
este trabajo:
1) La moral no es algo ajeno al individuo, un conjunto de mandatos que brota de otro mundo y que sólo
pueden interesar a una persona -niño o adulto- si le convencemos mediante alguna gratificación o alguna sanción
externa.
2) La moral es indeludible, en principio, porque todos los seres humanos hemos de elegir entre
posibilidades y justificar nuestra elección; con lo cual más vale que nos busquemos buenos referentes para
justificarlas, no sea cosa que labremos nuestra propia desgracia.
3) Estamos en el mundo con un tono vital u otro, altos de moral o desmoralizados, y para levantar el
ánimo dos cosas al menos son indispensables: tratar de descubrir qué proyectos nos son más propios y tener la
autoestima suficiente para intentar llevarlos a cabo.
4) Por último, nuestra socialidad exige que proyectos y autoestima broten de una identidad
psíquicamente estable, ganada en la comunidad familiar, religiosa, cívica, al sentirse ya desde el comienzo
miembro acogido y apreciado -valioso, por tanto- de un grupo humano con proyectos compartidos.
De ahí que podamos decir que si la comunidad política no se responsabiliza de la educación cívica de los
ciudadanos potenciales, haciéndoles sentir que son miembros suyos, parte suya, y que esa pertenencia es
gratificante, carece de sentido preguntar más tarde cómo interesarles en la cosa pública.
Y es indudable que sin, al menos, cierta igualdad y justicia no puede haber ciudadanía, porque los
discriminados no pueden sentirse ciudadanos: ¿no es puro cinismo intentar interesar en valores cívicos de
libertad, tolerancia, imparcialidad y respeto por la verdad y por el razonamiento, a los que nada ganan con la res
publica, o ganan significativamente menos que otros?
En el origen es donde deben asumir su responsabilidad las distintas comunidades -también la política-
para hacer sentir a los niños que son miembros suyos. Sólo desde esta idea de pertenencia será posible desarrollar
con bien las restantes formas de entender la moral, que comentaremos brevemente: como búsqueda de felicidad,
como disfrute del placer, como capacidad de darse leyes propias; como capacidad de asumir una determinada
actitud dialógica.
85 La educación en la ciudadanía universal exige recurrir también al ejemplo de personalidades que han llevado a cabo proyectos de
alcance universal, como es el caso de Gandhi o Martin Luther King. Porque sin símbolos que afecten también emocionalmente, es decir, con
la pura argumentación, es imposible educar. La narrativa es ineludible en el proceso educativo.
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hábitos, la "segunda naturaleza", han de adquirirse por repetición de actos.
El hábito, por decirlo con Juan Manuel Cobo, es "una manera determinada de proceder o reaccionar en
algún orden o circunstancia, que una persona adquiere a partir de una repetición de actos estable"86. Exige, por
tanto, continuo entrenamiento y ausencia de improvisación. Una moral del ethos, del carácter así lo requiere.
Ahora bien, los contenidos de la felicidad no pueden universalizarse. "Mi felicidad" es mi peculiar modo
de autorrealización, que depende de mi constitución natural, de mi biografía y de mi contexto social, hecho por
el cual yo no me atrevería a universalizarla. Lo que me hace feliz no tiene por qué hacer feliz a todos.
Educar en la felicidad
Por eso, a mi juicio, tener en cuenta en la educación moral el deseo de felicidad de los hombres es
imprescindible, como también lo es educar con el objetivo de que los niños no renuncien a conseguirla, sino todo
lo contrario. Pero para eso es fundamental tener en cuenta dos cosas al menos:
1) El educador no tiene derecho a inculcar como universalizable su modo de ser feliz. Aquí no caben sino
la invitación y el consejo, comunicar las propias experiencias y narrar experiencias ajenas87.
2) Sí tiene que enseñar a deliberar bien, ayudando a cada persona a encontrar y llevar a cabo sus propios
proyectos de felicidad.
Como cada ser humano es único e irrepetible, cada uno ha de averiguar cuál ha de ser su peculiar
modo de vivir bien, qué es lo que le hace ser él mismo. En la tarea de averiguarlo pueden ayudarle personas que
le conocen y expertos, y también puede aprender de ejemplos que le resultan convincentes. Pero al final cada
uno tiene que descubrir qué es lo que realmente quiere y prepararse para conseguirlo. Para cada uno vale el
imperativo: "sé el que únicamente tú puedes ser".
3) De ley es también enseñar que, en último término, la felicidad no se consigue sólo con voluntad y
esfuerzo. Que no es pelagiana, sino jansenista: es don, "el don de la paz interior, espiritual, de la conciliación o
reconciliación con todo y con todos y, para empezar y terminar, con nosotros mismos"88.
Por eso es preciso aprender a deliberar bien sobre lo que nos conviene, pero con la conciencia de que ser
feliz es, no sólo una tarea, sino sobre todo un regalo, más que placentero, plenificante.
Saber disfrutar
Educar para que las personas no tienen la toalla en buscar su felicidad, entendida como autorrealización,
es -como hemos comentado- imprescindible. Pero también lo es ayudar a desarrollar la capacidad de
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experimentar placer, porque tan injusto es con la realidad -tanto pierde pie en ella- quien la trata frívolamente
como el que carece de la capacidad de disfrutar lo que en ella es sensiblemente valioso.
Entender la educación moral como preparación para el sacrificio es un error craso, absolutamente injusto
con el ser del hombre y con el de la realidad, que debe ser, no sólo "fruida" en el sentido zubiriano, sino también
disfrutada en el significado sensible del término. Pero identificar felicidad y placer es, sin duda, también erróneo.
90 I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. II. Para la fundamentación de la ética kantiana en la autonomía como
libertad raciuonal ver J. Conill en El enigma del animal fantástico, Madrid, Tecnos, 1991.
91 J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, Península, Barcelona, 1985, pp. 116 y 117. Para transmitir en la escuela las
habilidades para el diálogo ver J.M0 Puig Rovira, Toma de conciencia de las habilidades para el diálogo, Madrid, CLAE, 1993.
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ella, y se tendrá por correcta sólo cuando todos -y no los más poderosos o la mayoría- la acepten porque les
parece que satisfacen intereses universalizables.
El acuerdo sobre la corrección moral de una norma no puede ser nunca un pacto de intereses individuales
o grupales, fruto de una negociación, sino un acuerdo unánime, fruto de un diálogo sincero, en el que se busca
satisfacer intereses universalizables. Estamos acostumbrados a tergiversar los términos, de modo que
identificamos "diálogo" con "negociación" y "acuerdo" con "pacto", y, sin embargo, las negociaciones y los pactos
son estratrégicos, mientras que los diálogos y los acuerdos son propios de una racionalidad comunicativa. Porque
quienes entablan una negociación se contemplan mutuamente como medios para sus fines individuales y buscan,
por tanto, instrumentalizarse. Se comportan entonces estratégicamente con la mira puesta cada uno de ellos en
conseguir su propio beneficio, lo cual suele acontecer a través de un pacto.
Por el contrario, quien entabla un diálogo considera al interlocutor como una persona con la que merece
la pena entenderse para intentar satisfacer intereses universalizables. Por eso no intenta tratarle
estratégicamente como un medio para sus propios fines, sino respetarle como una persona en sí valiosa, que es
en sí misma un fin, y con la que merece la pena, por tanto, tratar de entenderse para llegar a un acuerdo que
satisfaga intereses universalizables.
Naturalmente cada quien llevará al diálogo sus convicciones y más rico será el resultado cuanto más ricas
las aportaciones. Pero a ello ha de acompañar el respeto a todos los interlocutores posibles como actitud de quien
trata de respetar la autonomía de todos los afectados por las decisiones desde la solidaridad.
Concluyendo
La educación del hombre y el ciudadano ha de tener en cuenta, por tanto, la dimensión comunitaria de
las personas, su proyecto personal, y también su capacidad de universalización, que debe ser dialógicamente
ejercida, habida cuenta de que muestra saberse responsable de la realidad, sobre todo de la realidad social, aquel
que tiene la capacidad de tomar a cualquier otra persona como un fin, y no simplemente como un medio, como
un interlocutor con quien construir el mejor mundo posible.
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