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Bulletin Hispanique

Pensar en coyunturas (con algunos ejemplos)


José Carlos Mainer

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Mainer José Carlos. Pensar en coyunturas (con algunos ejemplos). In: Bulletin Hispanique, tome 106, n°1, 2004. pp. 401-414;

doi : https://doi.org/10.3406/hispa.2004.5195

https://www.persee.fr/doc/hispa_0007-4640_2004_num_106_1_5195

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Résumé
L'introduction du concept de conjoncture , bien connu des historiens, permet d'harmoniser les
interprétations dues aux autres écoles d'histoire littéraire, dans le but commun d'une nouvelle histoire.
L'article établit la distinction entre les conjonctures d'attente et les conjonctures de plénitude, qui sont
illustrées par quelques exemples espagnols.

Resumen
La introducción del concepto de coyuntura, muy utilizado por los historiadores, permite armonizar, en
relación con la necesidad de una "nueva historia literaria", las diferentes interpretaciones que debemos
a otras escuelas de esa Índole. El artículo propone la distinción entre las coyunturas de expectativa y
las coyunturas de plenitud, ilustradas ambas con ejemplos españoles.

Abstract
The introduction ofthe concept of conjuncture, well known to historians, enables the harmonization of
the various interpretations of the proceedings of literary enquiry within the frame ofthe search for a New
Literary History. This article also offers a distinction between the conjuncture of expectation and the
conjuncture of plénitude, illustrated by some Spanish examples.
Pensar en coyunturas

(con algunos ejemplos)

José-Carlos Mainer
Universidad de Zaragoza - España

L'introduction du concept de conjoncture, bien connu des historiens, permet


d'harmoniser les interprétations dues aux autres écoles d'histoire littéraire, dans le but
commun d'une nouvelle histoire. L'article établit la distinction entre les conjonctures
d'attente et les conjonctures de plénitude, qui sont illustrées par quelques exemples
espagnols.

La introducción del concepto de coyuntura, muy utilizado por los historiadores,


permite armonizar, en relación con la necesidad de una "nueva historia literaria", las
diferentes interpretaciones que debemos a otras escuelas de esa Índole. El artículo propone
la distinción entre las coyunturas de expectativa y las coyunturas de plenitud,
ilustradas ambas con ejemplos españoles.

The introduction ofthe concept o/conjuncture, well known to historians, enables the
harmonization of the various interprétations of the proceedings of literary enquiry
within the frame ofthe search for a New Literary History. This article also ojfers a
distinction between the conjuncture of expectation and the conjuncture of plénitude,
illustrated by some Spanish examples.

Mots-clés : Conjoncture - histoire littéraire - littérature espagnole contemporaine.

* En la definitiva redacción de la presente ponencia, se ha preferido privilegiar el tono


provisional del ensayo y lo provocativo de las impresiones de trabajo; de ahí que, con la
excepción de algunas referencias muy directas, se haya eliminado todo el aparato crítico.

B. Hi., n° 1 - juin 2004 - p. 401 à 414.

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EN el capítulo «Las configuraciones históricas: historiología», de su libro


Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada (Crítica,
Barcelona, 1985), observa Claudio Guillen la exigüidad del vocabulario
específico de la historia literaria en comparación con el de la crítica. Podemos
practicar un par de rápidas pruebas al respecto. La veterana y memorable
Princeton Encyclopédie of Poetry and Poetics (1965), sólo trae el término
«Tradition» (que no sabría decir si es histórico... o más bien, ahistórico por
no decir antihistórico) y ni siquiera ha concedido una entrada a «Period», al
lado de una fastuosa y casi exhaustiva relación de nomenclatura crítica
(señalemos, eso sí, que la entrada «Criticism (Types of)» menciona entre
otros muchos —impresionista, de género, textual, genético, biográfico...— el
método «historical»). Pero tampoco la más reciente Encyclopédie ofContem-
porary Literary Theory (University of Toronto Press, 1993) tiene entre sus
«Approachs» o entre sus «Terms» alguno específicamente histórico, si
excluimos «New Historicism», que sólo permite suponer la hipotética
existencia de un «Oíd Historicism».
De hecho, en historia de la literatura solemos usar mucho léxico prestado
y casi irrelevante para cubrir una de las más importantes exigencias del método
histórico: periodizar. Lo que demuestra hasta qué punto la historia de la
literatura tiene dificultades para incorporar las nociones fundamentales de
transcurso, causalidad y evolución, bases de la gnoseología histórica, a un
material estético cuya naturaleza parece resistente a la modificación y tender
a la perpetuidad. Sería fácil referirse a venerables reliquias periodizadoras del
tipo de «época de Juan II» -que con tanta fortuna, por cierto, usó Menéndez
Pelayo en la Antología de poetas líricos- o «literatura del periodo del
Emperador», que es modo no muy usual pero muy expresivo para abarcar el
cancionero de Garcilaso y la gestación del Lazarillo. Pese a todo, nadie se fiaría
de ellas, pensando en que «literatura de los Austrias menores» o la «época de
Fernando VI» añaden muy poco a la consideración del Torres Villarroel o que,
en el primer caso, se minimizan dramáticamente ante la mera mención de
Quevedo o Calderón, mucho mayores en densidad que su referente histórico.
Pero lo cierto es que «literatura de la Restauración» no es menos efectivo, en
términos españoles, que «época victoriana» en el Reino Unido o que
«literatura de la Tercera República» en Francia y, a lo mejor, «isabelino» no es
mal término para entender a Fernán Caballero y que evocar la Dictadura
primorriverista puede añadir algo a la Pepa Doncel, de Benavente, y a las
novelas de madurez de Manuel Bueno.
Aunque siempre la evocación de la historia y de sus nombres epónimos nos
parecerá insuficiente, tanto en historia tout court como en historia literaria,

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donde estas apelaciones tienen algo de subalternidad pegadiza. Pero los


términos de mayor riqueza conceptual y más específicos también suelen ser
prestados: barroco es noción más expresiva en la historia de las artes plásticas
que en las literarias y hace ya tiempo que se señaló la sospecha de que el
culteranismo era una forma del conceptismo, y que éste, a la vez, iba mucho
más allá -en su origen y su destino- de la borrosa idea de barroco. Al hablar
del siglo XVIII, la mescolanza de conceptos de muy dispares procedencias que
maneja el historiador al uso ha hecho flaco servicio a los deseosos de una
nomenclatura universal: «neoclasicismo» es término poco feliz de suyo,
«Ilustración» e «ilustrados» resultan conceptos impropios fuera de su ámbito
en historia de las ideas o en la crónica de las mentalidades, «rococó» pudo ser
un hallazgo expresivo pero no ha tenido, ni ha de tener, mucha fortuna.
Hablamos, en todo caso, de capacidad evocativa, que no pasa de ser una forma
de definir por contigüidad, pero contribuye escasamente a dotarnos de un
instrumental axiológico unívoco y eficaz. Es norma de buena lógica no oponer
entre sí conceptos de estirpe diversa y, sin embargo, la historia de la literatura
tiende a infringirla continuamente: establecer una dicotomía y una sucesión
con los términos «romanticismo» y «realismo» enmascara el hecho de que
«realismo» se acuñó en la época romántica y que, sin duda, fue una de las
conquistas de la percepción romántica. Pero, además, ¿hay un solo «realismo»,
inventado para cubrir el inquietante hueco que se abre entre el final de lo
romántico y la llegada del naturalismo? La poesía de Campoamor, por
ejemplo, ¿es realista o romántica, como se preguntaba ya hace años un artículo
de Joaquim Marco?
No son infrecuentes las convivencias forzadas de términos cuya
comparación se excluye por un principio de lógica elemental. Solamente por esa razón,
la discusión sobre la pertinencia de dividir la vida literaria de principios del
siglo XX en modernismo y generación del 98 debería haberse cancelado nada
más formularla, por principios muy parecidos a los que hacen inviable la
famosa clasificación china de los animales que inventó Jorge Luis Borges y que
glosó Michel Foucault con tanta fortuna en el arranque de Les mots et les choses.
Lo que predica el término «generación», que no siempre es inútil ni mucho
menos, no tiene nada que ver con lo que invoca «modernismo» o
«vanguardismo». Por eso, ni hay oposición entre modernismo y noventayocho, ni hay
sinonimia posible entre vanguardismo y generación del 27. Más aún, a la fecha
vamos sabiendo que el uso del término «generación del 27» ha sido un notable
prejuicio a la hora de historiar el vanguardismo español y la oposición de
modernismo y noventayocho, una simplificación que ha tenido deletéreos efectos
en la comprensión de Unamuno o de Valle-Inclán, de los Machado o de
Baroja, por citar casos bien conocidos.
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Otra cosa es que modernismo o vanguardismo sean, de suyo, términos


vagos. Lo es cualquier rotulación de la modernidad, habitualmente
construida como horizonte —a fuerza de voluntarismo y como prenda de au-
toidentificación- y casi siempre corta, o demasiado larga, a la hora de inferir
consecuencias. A la fecha, seguramente, modernismo se entiende mejor
como una forma de integrar la primera crisis del naturalismo, el desarrollo
natural del simbolismo, el decadentismo, el psicologismo... y las primeras
vanguardias, que como un movimiento concreto al que dotar de unas
características inamovibles y de unas fechas fijas. Y que, de otro lado, no significa
lo mismo en casi ninguna parte de la geografía literaria: «modernismo» es un
concepto cómodo y asentado en Cataluña o en América Latina, donde no
tiene competidores, pero nada dice en Francia o en Italia y dice otra cosa
muy distinta en Portugal y Brasil. Y, por supuesto, enuncia algo más genérico
el modernism anglosajón, heredero directo del valor de modernidad literaria,
y que arranca de la difusión del simbolismo para llegar a la eclosión y
agotamiento de las vanguardias históricas.
En esto andan hoy algunos estudiosos y todos quienes hemos comprobado
cómo se escribe hogaño la historia de las letras modernas sin un solo
nombre español (o hispanoamericano) . Y no por vanidad nacional herida,
obviamente, sino por afán de ventilar nuestras concepciones y nuestros
periodos a los que hace todavía más inútiles su referencia excluyentemente
étnica. El libro de Ciril Connolly, 100 Key Books ofModern Movement from
England, France and America, 1880-1950 (Allison & Busby, Londres, 1965),
demanda la mención de otros tantos libros alemanes e italianos, pero tampoco
estaría menoscabado con La Regentad lado de Henry James, Amor y pedagogía
o La busca al lado de Gide y Conrad, Diario de un poeta recién casado al lado
de la edición postuma de Hopkins y de Charmes, Triice junto a Eliot, Martes
de Carnaval al lado de Synge e Imán al lado de Céline o Malraux, El
incongruente junto a Cocteau y El señor presidente o El reino de este mundo en
las cercanías de la mejor narrativa de los años cuarenta. Y repárese que, en la
línea del arbitrario pero brillante epítome del crítico británico, se habla de
títulos y no de autores: algo a lo que se resiste la historia literaria tradicional
y que, sin embargo, podría plantearse como objetivo fundamental de una
nueva historia, y no por volver al ahistoricismo que propugnaba Valéry sino
por hablar de objetos contundentes, irrepetibles y precisos, de la más eficaz
concreción de lo literario.
Pero si queremos pensar la literatura... como historia, habrá que empezar
a precisar conceptos. Hay un núcleo duro de las formas artísticas que es
persistente y tiende a la perduración: las grandes cuestiones poéticas (los

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límites del género elegido, la concepción de los personajes. . .) y la retórica (los


modos de lenguaje figurado, los ornatos del discurso..) son sólidas constantes,
o reglas del juego si se prefiere, donde los cambios y las transgresiones
importan menos que el curso fundamental de la continuidad. Pero hay otro
nivel contingente que tiende a la mutación y que se establece, por ejemplo, en
la consideración de la literatura como oficio, en el aprecio de lo personal o lo
de acarreo, en la relación del autor (y sus lectores) con la tradición estética y
con su eventual ruptura... Un nivel tira del otro y acaba por establecer una
sucesión de continuidades y rupturas que conviven fecundamente. Y tironea
de ambos a la vez todo aquello que configura a la literatura como institución:
su relación con los poderes públicos, su uso como ideología, su vinculación
a formas distintas de mercado.
Todo esto penetra intensamente una obra y, al cabo, la define. Detrás de
Luces de bohemia, de Valle-Inclán, que acabamos de citar como una clamorosa
ausencia en un libro inglés, hay más elementos estables de lo que parece a
primera vista —lo son, sin ir más lejos, el principio de teatralidad, el espíritu
de la tragedia, la dualidad dialéctica de los personajes centrales (Max y don
Latino), la confrontación héroe-coro...— pero todo está relativizado y
desbordado por una excepcional tensión de búsquedas, de movilidad hacia
otros horizontes: la necesidad de una visualización compleja del espectáculo
(no ajena al cinematógrafo), el hallazgo de la «escena» como unidad textual
frente al «acto» tradicional, la propuesta de una multiplicidad de ámbitos
físicos, la intensificación de la unidad de tiempo hasta lograr la simultaneidad,
la convivencia de niveles de lenguaje muy distintos, la parodia como motor
sistemático de todo el mecanismo. Pero además Martes de Carnaval requiere
explicarse como producto en una circunstancia muy precisa de la escena
española y de las pésimas relaciones de Valle-Inclán con la estructura mercantil
del teatro habitual. Y, sin embargo, también hay que entenderla en el marco
de un intento de reordenar y conferir sentido a aquellas Opera Omnia que
viene editando desde 1912, con la idea de delimitar un legado estético (lo
que vale decir que lo que tuvo algo de conciencia de fracaso es, a la vez,
certidumbre de gloria). Y tiene que ver con una sugerente pugna territorial
entre lo novelesco y lo dramático, que no sólo se libraba en la cabeza de Valle,
sino también en las de Baroja y Azorín, como se libró en la del último Galdós.
Pero además de todo, Luces de bohemia representa la urgencia de escenificar
una realidad sociológica que le concernía estrechamente, a él y a otros muchos:
el fracaso de la bohemia intelectual (la paradoja de la troquelación subrayada
es sólo aparente. . .) en vísperas de un nuevo reparto de cartas. . . El resultado
viene a ser una estructura en forma de malla interactiva y, desde luego, harto

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enredada para describirla en su movimiento permanente y multiplicado, pero


hacer visible un discurso razonable y coherente acerca de las tensiones
señaladas es seguramente insertar a Valle-Inclán en la historia de la literatura
que merece.
Un panorama general, que sea resultado de indagaciones de esta naturaleza,
es quizá más inteligible en forma de instantáneas sucesivas. . . Coyuntura es un
término que pertenece a la terminología del materialismo histórico y cuya
semántica actual viene marcada por su uso en el grupo de Annales, donde está
estrechamente ligado al concepto de estructura. La estructura es la lógica y la
sintaxis de las cosas: el entramado de la realidad compuesto por unas
constantes reales que revela el análisis de las series, ya que no son perceptibles
a simple vista: poderes, economía, nociones ideológicas... La coyuntura
caracteriza, en cambio, al momento, porque es un modo de aparecer las cosas
en forma de multiplicidad disponible: es el conjunto de condiciones
articuladas entre sí, tal como están presentes. Pierre Vilar, en unas sensatas
observaciones a nuestro término, ha recordado la utilidad de la noción de
«coyuntura»: ella hace confluir lo particulary lo general, nos permite mirar más
allá de las fronteras en busca de similitudes, y, sobre todo, no imputa las cosas
a lo político y no personaliza el acontecimiento en una voluntad individual.
El historiador literario, sin duda, agradecerá algo parecido: poder generalizar,
acercarse a un mirador comparatista y evitar la hegemonía de los nombres
propios de autor frente a la libertad de considerar obras concretas. Pero Vilar
también nos recuerda que se debe manejar el concepto con prudencia: hay que
evitar su absolutismo (la muletilla de «esto se explica por la coyuntura») y
recordar la equivocidad inherente a los ciclos (se puede estar en un momento
bajo de un ciclo expansivo, o al revés). Su recomendación final es la de pensar
la coyuntura sin perder de vista la estructura, y viceversa {Iniciación al
vocabulario de análisis histórico, Crítica, Barcelona, 1980).
Es vieja la observación sobre la peculiar condición del tiempo histórico: no
es un fluido homogéneo. Por eso Fernand Braudel concibió la idea de las
durées, que tienen un fuerte recuerdo de la subjetividad bergsoniana, y lo han
recordado al propósito tanto Claudio Guillen («Cambio literario y múltiples
duraciones», en Teorías de la historia literaria. Ensayos de teoría, Espasa-Calpe,
Madrid, 1 989) y más recientemente Nil Santiáñez («Temporalidad y discurso
histórico», en Investigaciones literarias. Modernidad, historia de la literatura y
modernismos, Crítica, Barcelona, 2002). Pero no es fácil ponerse de acuerdo
sobre qué pueda ser duración larga, mediana y corta en literatura. Son ritmos
destinados también a trenzarse y, de ese modo, a resolver la coincidencia de
lo resistente, lo inmutable, y lo contingente, lo que se modifica. Para Guillen

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PENSAR EN COYUNTURAS (CON ALGUNOS EJEMPLOS)

es aconsejable un modelo de «duraciones múltiples»: largas —como puede ser


la idea de nación—, medias —como sería el ciclo capitalista desde el XIV final
al XVI— o cortas, como pudo serlo la crisis del nacionalismo a finales del siglo
XIX. No sería difícil advertir que formalizaciones complejas, como son los
géneros literarios, corresponderían con el primer caso; mientras que plasma-
ciones genéricas más específicas -como la novela picaresca- constituirían el
fruto natural de la «duración mediana» y constelaciones más efímeras -como
pueden ser una idea colectiva de «generación» o formas de vigencia muy breve
(la novela gótica, por ejemplo)— hallarían su molde en el tercero. Nil
Santiáñez, por su lado, ha abordado la perduración de la idea de 98 (no sólo
como generación sino como simple hito de época) como ejemplo de la rudeza
de la metodología convencional, aficionada a la simplificación y la
formulación cerrada. Si algo es observable en los años finiseculares es su pertenencia
a un movimiento de modernidad más amplio, que no se agota en paréntesis
cronológicos tan breves; su lectura de la novela naturalista, su desconfianza
respecto al «espiritualismo» como segunda fase del movimiento naturalista o
la aventurada especificidad del «fin de siglo» le han suscitado apuntes muy
certeros que invitan a considerar algunos objetivos muy frecuentados por la
crítica al uso en una secuencia de sentido concebida con más generosidad.
Es inevitable que todo esto nos conduce a la idea de polisistema, como modo
de abordar la convivencia e interinfluencia de modelos culturales en el seno
de una cultura que se entiende a sí misma como unidad. Y que, de modo
paralelo, esa misma observación de unos «modelos» obliga a considerar como
ámbito propicio de trabajo lo que se ha venido llamando Cultural Studies. . .
Y, sin embargo... Sin embargo, importa defender el legado de la veterana
tradición filológica ante la inquietante llegada de un modo de investigación
que ha tenido como punto de partida el giro lingüístico de las ciencias humanas
y el relativismo deconstruccionista y que, a la postre, tiene como finalidad la
descripción de modelos, simbolizaciones o mentalidades, donde tanto monta un
filme de consumo, como una moda de vestir o una tendencia poética. Mal
viaje sería que hubiéramos pasado de la fetichización estructuralista del texto
como forma de literariedad a la propicia amnistía que a menudo comporta la
ambigüedad del término «cultura». Al cabo, la historia de la literatura no
puede ser una ciencia auxiliar de la antropología, porque la literatura es una
multiplicidad estética e institucional que siempre requerirá un tratamiento
específico.

Pero, ¿qué pasa si pensamos en que un presente determinado -la


coyuntura, a fin de cuentas- está construido por confluencia de duraciones?

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BULLETIN HISPANIQUE

En esa permanente pelea entre lo estable y lo que innova, se diría que cada
coyuntura se ofrece como un repertorio de caminos posibles, surgidos la
mayoría por una lectura diferente del pasado, o por la recepción de alguna
novedad absoluta, aunque también abunden los caminos flamantes que no
conducen a ninguna parte, y las rutas envejecidas que, sin embargo, pueden
desembocar en territorios novedosos. Hace ya más de treinta años, la «estética
de la recepción» señaló un modo de echar a andar de nuevo la historia de la
literatura al entenderla como una sucesión de lecturas heterodoxas de la
tradición, a tenor de un permanente cambio de horizontes de expectativa. En
eso estamos todavía, aunque el paradigma de Hans Robert Jauss ha podido
enriquecerse... Lejos de estas líneas de ahora la ya muy sospechosa
identificación de la evolución literaria y la evolución biológica, pero hay que
convenir en que algo tienen en común: este fluido sistema de adaptaciones y
mutaciones, de ensayos felices y ensayos fracasados, es cosa que la biología y
literatura conocen muy bien. Y que quizá permitiera diferenciar las coyunturas
de plenitud (donde casi todo sale bien: la primera mitad del siglo XIV en Italia,
los años finales del XVI en España y en Inglaterra, la época del primer
romanticismo alemán. . .) y las coyunturas de expectativa (o de tanteo), en las
que abundan más los fracasos o las insuficiencias que los éxitos (pienso en las
letras francesas del XVI, en la segunda mitad del XVIII español. . .).
Naturalmente, cualquier aficionado podría impugnar mis ejemplos o
matizar (hasta hacerla irreconocible) la divisoria, pero, si regresamos al terreno
más fiable de la obra concreta, cabe advertir que cada una encierra su
porcentaje de error y su parte de acierto, su fuerza de hallazgo (que no siempre
tiene que ver con la novedad. . .) y su inercia de convención (que, a contrario,
puede tener mucho que ver con un deseo excesivo de ruptura). Antes hemos
repasado, en trance parecido, Luces de bohemia, de Valle-Inclán, donde es
difícil hallar un solo detalle que revele el extravío de un camino, el ensayo
inadecuado o la desmesura no correspondida por el oficio. Si ahora miramos
de cerca, y con el mismo propósito, otro clásico de las letras primiseculares,
La voluntad (1902) , de José Martínez Ruiz, resulta no menos llamativo el
predominio de la pedantería y el énfasis sobre lo certero, la inseguridad de
algunos pasos y la condición general de esbozo de algo que no acaba de
determinarse. Y no le falta, empero, conciencia de su objetivo: el capítulo XIV
de la segunda parte —con el famoso discurso de Yuste acerca de la descripción
de paisaje y luego, de la verosimilitud en la trama de la novela— aciertan de
pleno con tres de las sendas que había que buscar: la disolución de la novela
en un estado de ánimo, pautado por la irrupción de lo ambiental; la mayor
eficacia de la descripción metonímica sobre la panorámica metafórica y la

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PENSAR EN COYUNTURAS (CON ALGUNOS EJEMPLOS)

necesidad de superar la «novela de argumento». Pero sólo lo primero y lo


segundo se logran, y no siempre, en la narración del novel escritor levantino;
la estructura abierta y deslavazada, el abandono de la trama ejemplar, está
mucho más logrado, por ejemplo, en Camino de perfección, su novela gemela
de 1902, que, sin embargo, no tiene esa comezón de explicitar su propia
poética. Martínez Ruiz sabe también que una novela «moderna» debe flotar
entre la crónica y la narración, entre la actualidad del periódico y la invención
del escritor, pero no tanto como para llegar a convertir a su protagonista en
un agujero patético, emblema de la indecisión y a la vez tan aficionado a
discursear sobre la misma. Y sabe muy bien, por último, que la nueva literatura
se ha de erigir sobre las ruinas que han dejado las ideas de progreso en política,
de la religión en el campo de las creencias y de la indeterminación en la
concepción científica del universo, pero sólo a un pedantuelo plumilla de
provincias se le ocurre insertar a palo seco, y hasta con la pertinente
bibliografía (tan olvidada a la fecha como lo están La douleur, de Sebastien
Faure, o el monismo deTheodor Haeckel), lo que una novela de 1902 debería
haber fagocitado previamente como elemento artístico. Pocos relatos más
reveladores de su tiempo que La voluntad; pocos también más sugestivamente
fallidos.
Si ampliamos nuestra consideración a un conjunto algo más extenso,
podremos advertir alguna coyuntura de plenitud, que, sin embargo, puede (y
hasta debe) incluir alguna obra que refleje el desajuste de fines y medios: pocos
periodos como el de 1925-1935 ofrecen tan claros los modelos ideales de su
literatura, tanto en lo que corresponde a la actitud colectiva -de ahí vino, por
ejemplo, la convicción tan precoz de «generación» o el aplomo con que se
habló de «lo nuevo»—, como en lo que concernía a la elección de un género
hegemónico -la poesía lírica (que incluía un tipo peculiar de la prosa)- y en
lo que tocaba a la relación con los antecedentes estéticos históricos (pensemos
en la celebración de los centenarios de Góngora y de Lope) y a la familiaridad
con los sistemas coetáneos (no en vano se trata de uno de los momentos áureos
de la historia de la traducción española y el más fecundo en vocaciones
múltiples que mezclaban literatura, cine, música o pintura). Pero líneas más
arriba se recordaba que el acierto no rige para todos: un poeta como el bilbaíno
Ramón de Basterra no acierta a encajar la catarata de lo moderno en los versos
de Vírulo con la espléndida ironía con que Pedro Salinas los integraría en
Fábula y signo, por ejemplo. El Azorín de las «Obras Nuevas» elabora una
forma personal de surrealismo, pero a partir de lo único que conoce como
estrategia descriptiva, el impresionismo; a cambio, Pío Baroja, tan
declaradamente hostil a la forma moderna, se calla y mira con recelo, pero su

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BULLETIN HISPANIQUE

trilogía novelesca Las agonías de nuestro tiempo puede ser leída como una nueva
forma de relato-reportaje al hilo del mundo de entreguerras. Y como un atisbo
de lo que pudo haber sido una nueva novela: sus herederos más directos,
Ramón J. Sender o Andrés Carranque de Ríos, demuestran indirectamente
que no andaba tan descaminado el viejo maestro. . .
Aunque los parámetros sean distintos, otro ciclo igualmente seguro de sí
mismo fue el decenio de 1880. Lo acredita, por supuesto, el poderoso
despliegue de la novela naturalista, que además se produce en el contexto
propicio de una activa comunicación personal entre los creadores. Pero no es
ajeno al éxito, y en muchos casos es su visible acicate, el afianzamiento de la
función crítica en la España del momento, propiciado por la llegada de los
fusionistas al poder pero también por una sociabilidad más fluida y la
existencia de un público expectante. A lo que puede sumarse la oportunidad
de las lecturas colectivas: el catálogo de libros que fueron dieta asidua de
Leopoldo Alas, de Menéndez Pelayo o de Emilia Pardo Bazán, la nitidez con
que se configuró el papel del crítico como mediador cultural y las sinergias que
revelaron los elencos de la Revista de España y La España Moderna permiten
recomponer un clima cultural de notable complejidad (que lo es todavía más
patente en la Cataluña de Josep Yxart y Joan Sarda, de Narcís Oller y Ángel
Guimerà, por cierto...). ¿Hay desajustes en el panorama? Sí, pero, como
antes, revelan los muchos mimbres que debe trenzar el esfuerzo convertido en
colectivo: es cierto que Juan Valera guarda silencio como creador de novelas,
a lo largo de todos los ochenta, nada convencido de la línea dominante de sus
compañeros pero también poco convencido de la propia; es patente que un
espíritu tan poderoso como Clarín no alcanza a superar ciertos prejuicios y
que piensa todavía en la crítica satírica y policíaca como fórmula eficaz; aún
es más paladino que el teatro y la poesía tampoco supieron acertar con lo que
se pedía de ellas. Y no hay sino pensar en fenómenos literarios como
Echegaray, en la pervivencia del verso como lengua literaria de la escena, o en
el panorama poético que se inscribía en almanaques, álbums y abanicos, sin
que nos remedie mucho la poética práctica de Campoamor, en lo que
concierne al poema largo.
Estos son los casos que abundan tanto en las coyunturas de expectativa,
donde también las vacilaciones son las protagonistas, aunque se apunte a veces
alguna posible solución hegemónica. Por eso no es casual que suelan preceder
a las coyunturas de plenitud (y seguramente éstas últimas anteceden a nuevas
tesituras de vacilación que habrán de producirse por desgaste de modelos, por
dificultad de acomodación a nuevas expectativas, etc.). Un reciente libro
compilado por Marie Linda Ortega, Escribir en España entre 1840 y 1876

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PENSAR EN COYUNTURAS (CON ALGUNOS EJEMPLOS)

(Visor, Madrid, 2002), parte de una certera hipótesis: indagar «la letra
menuda, marcada del sello de la desaparición y del consumo» y «producida en
y por una sociedad que conoce cambios profundos en las condiciones de
producción así como en los hábitos de lectura». A eso van enderezados los
trabajos que allí se reúnen: acerca de los contratos de edición del editor
Delgado (estudiados por Jesús Martínez Martín), de la figura del escritor tal
como viene reflejada por los artículos costumbristas (Enrique Rubio
Cremades) o por el uso de los seudónimos colectivos (Leonardo Romero
Tobar), de las relaciones del polígrafo Emilio Castelar con el editor barcelonés
Montaner (Eliseu Trenc), del estudio de las poco frecuentadas obras de
Ventura Ruiz Aguilera (Rubio) o Ángel Fernández de los Ríos (Cecilio
Alonso), o del teatro popular (Serge Salaün). Todo un programa, a fin de
cuentas, de cómo un barrio menor de la historia literaria puede ser estudiado
como un conjunto significante, capaz de decirnos algo sobre etapas
posteriores y quizá más felices en los logros.
Sin lo ocurrido en esa España febril (y pacata) que vio el eclipse del
esparterismo, la disolución de las esperanzas de 1854, los meteoros bélicos de
los cincuenta y la consolidación de la institucionalización liberal-burguesa de
la vida social, es imposible entender el periodo de los ochenta que se evocaba
líneas más arriba. Trabajando yo hace poco sobre los escritos periodísticos de
Galdós, publicados en La Prensa y otros diarios madrileños de 1863-1870, he
tenido la oportunidad de revisar el problema en las vísperas mismas de la
coyuntura expansiva de 1 880. Es el momento en que algunos textos de ficción
empiezan a ser ventajosamente conocidos. Pienso en «La conjuración de las
palabras», tan cercano al periodismo de Larra, o «Un tribunal literario», donde
echan su cuarto a espadas sobre la novela el duque de Cantarranas —un
empalagoso-, la poetisa -que pide moralización y lirismo-, don Marcos -que
gusta de «la vida como es»- y don Severiano, enamorado del neoclasicismo).
Pero pienso también en La novela en el tranvía, que como aquellos resulta ser,
en rigor, asedio a un género posible pero todavía no muy claro: la novela
realista, que ha de tomar distancias sobre el folletín, sobre el artículo de
costumbres y la narración histórica pero siendo consciente de que cada uno
de estos pasos fallidos han sido inevitables (el quid pro quo de «La novela en
el tranvía» viene a ser, como se recordará, el pertinaz recuerdo de un folletín,
implicado en la vida real de un ómnibus madrileño por parte de un
narrador... que lleva en su mano un paquete de folletines que acaba de
adquirir). Pero, en tanto, quizá lo más aleccionador es que la paralela crítica
cultural de Galdós se basa en el atento escrutinio y el progresivo descarte de
otros géneros que se producen en su entorno y que suscitan el entusiasmo

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BULLETIN HISPANIQUE

colectivo: la ópera (a la que siempre fue fiel), la poesía «científica» (al modo
de Melchor de Palau), la filosofía germánica y la poesía sencilla, a lo alemán
(recordemos su notabilísima necrología de Bécquer. . .) y, sobre todo, el teatro,
máximo productor de rentas monetarias y populares en el periodo (resumo las
ideas de mi prólogo de la edición de Benito Pérez Galdós, Prosa crítica, ed.
José-Carlos Mainer y Juan Carlos Ara, Espasa-Calpe, Madrid, 2004) .
Algo se mueve, en el fondo... Cuando su amigo Pereda, que no tenía un
pelo de tonto, repensó los confusos años anteriores a 1854 consignó en el
capítulo XX de Pedro Sánchez un inolvidable esquema, muy negativo, de la
literatura... en vísperas de la arribada de la novela: el texto transpira la
seguridad de escribir «desde el otro lado», desde una certeza que, a la altura
de 1884 -al escribir su novela madrileña- el escritor santanderino había
conquistado. Pero la obra juvenil de Galdós nos muestra, en el decenio de los
sesenta, más cosas reveladoras que tenían que ver, en este caso, con una
consolidación de la función crítica de la literatura: la idea nacional, la utilidad
nacional de la cultura, era para él, como había sido para el último Larra, un
horizonte que se iba afirmando a través de la constitución de un patrimonio
nacional y de una vida cultural, convertida en termómetro de la vida social y
política. Al Galdós de La Nación le avergüenzan las pobres celebraciones de
Cervantes y Lope, pero esto sucede a la vez que consigna cómo Modesto
Lafuente publica su Historia de España, o sabe que la iniciativa pública afianza
el género de la pintura de historia. Al estudioso de hoy no le cuesta mucho
añadir que en los años 1 854- 1 874 se conforma la idea de patrimonio nacional,
a través de la creación de Museo de Antigüedades, de la larga construcción del
palacio de Bibliotecas y Museos, de significativos proyectos de erección de
monumentos conmemorativos (véase al respecto la síntesis de María Bolaños,
Historia de los museos en España. Memoria, cultura, sociedad, Trea, Madrid,
1997, pero también el ensayo de José Álvarez Junco, Mater Dolorosa. La idea
de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2002).
Pasemos ahora a otra coyuntura de expectativa mucho más brillante,
emplazada en ese rico periodo moderno donde la plenitud y el tanteo parecen
convivir fecundamente, más que sucederse: me refiero a los años de principios
de siglo que han ilustrado ya las rápidas disecciones de La voluntad j Luces de
bohemia. En el momento histórico de 1910-1918 parece haber algún eco
remoto de la situación que se acaba de pergeñar respecto a 1 870. Hay síntomas
manifiestos de disolución de una estética y una moral que, en un caso, es la
romántica y, en otro, el complejo estético-político de la fiebre finisecular. Pero
quizá la más notable coincidencia reside en que, tras la crisis de 1898,
asistimos a la reconstrucción de un ideal estético de España, como entre 1 850

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PENSAR EN COYUNTURAS (CON ALGUNOS EJEMPLOS)

y 1875 presenciamos la primera edificación de los referentes simbólicos


básicos de la nación misma. Y, en ambos casos, con Galdós, precisamente, al
fondo: un Galdós juvenil en los lejanos años sesenta y un Galdós venerable y
reconocido en 1910. No tiene nada de casual que, al elaborar Troteras y
danzaderas, su novela de 1912, Ramón Pérez de Ayala decidiera convertir el
estreno de la Casandra galdosiana en la imaginaria première de Hermiona, y
construir en torno suyo todo un respetable ensayo sobre la misión moral del
teatro y la construcción de un paradigma estético universal. Y todo esto en el
marco de una novela metaliterariaque confronta fecundamente opciones muy
distintas: desde el modernismo neorromántico, espontáneo y analfabeto de
Teófilo Pajares y sus amigos hasta el insidioso simbolismo idealizante que
defiende Alberto Monte- Valdés (contrafigura de Valle-Inclán), pasando por el
idealismo simplificador de Mazorral-Maeztu o por el kantismo optimista de
Tejero-Ortega y Gasset. Galdós viene a ser, a la par, el heredero de una estética
española y el paladín de un liberalismo impregnado de sensibilidad radical y
populista: ese era, a fin de cuentas, el significado de su novela de 1909 El
caballero encantado o del prólogo coetáneo a Vieja España, el libro de José
María de Salaverría. 1910 vino a ser, en fin, un momento de neo casticismo que
se plasmó en sugestivos proyectos iconográficos que algún día habrá que
revisar conjuntamente: pensemos, sin ir más lejos, en la convergencia de los
procesos creativos de Sorolla y Zuloaga en torno a sus grandes encargos
hispánicos, en la fotografía pictorialista de José Ortiz de Echagüe, en el éxito
de la venta de antigüedades castizas por parte de la casa Lissarrague o en la
constitución de la música nacionalista española.
Implícitamente, toda esta secuencia de propuestas estéticas implicó una
fuerte crítica del modernismo convencional y tal cosa quizá pueda permitirnos
la lectura unitaria de una significativa secuencia de libros que abren el camino
del futuro. Lo que cabría llamar toma de posesión de la realidades perceptible
en las ya comentadas tesis estéticas de Ramón Pérez de Ayala en Troteras y
danzaderas (muy teñidas de la teoría de la einfublung), que, a su vez, resultan
sugerentemente próximas a las que Ortega va elaborando en textos como
«Ideas sobre Pío Baroja» (1910), «Adán en el Paraíso» (1911) y Meditaciones
del Quijote (1914): en todos campea la voluntad de acercamiento en simpatía
al mundo, con la superación del subjetivismo salvaje y su reemplazo por una
complicidad emocional y lúcida. Pero ¿cómo no pensar que ese ideal
cognoscitivo está también presente en el Juan Ramón de Platero y yo (1914)
y en la reconciliación risueña con el misterio del ser que significa el Diario de
un poeta reciencasado (1916)-(1917)? Pero observemos que incluso los que
aparentemente resultan perdedores de ese reajuste, también reorganizan

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BULLETIN HISPANIQUE

claramente su pensamiento. En la obra de Pío Baroja, Las inquietudes de


Shanti Andia (1911) prenuncia el uso de la imaginación aventurera como vía
de escape preferible a la hostilidad militante mientras que, a la vez, El árbol de
la ciencia (también de 1911) cierra casi la espita de lo subjetivo-radical,
reescribiendo de otro modo el ya lejano Camino de perfección. En la obra de
Unamuno, Niebla es un paso más sobre Amor y pedagogía, como, en la de
Azorín, Castilla es otra vuelta de tuerca sobre Los pueblos; interesaría ver lo que
una y otra tienen de continuidad del camino esbozado por la narración de
1902 y los «ensayos» de 1905, a la vista de la madurez de la nivola de 1913 y
del precioso libro de 1914. Pero es igualmente patente que La lámpara
maravillosa, de Valle-Inclán, es también la consecuencia teórica de lo
elaborado por las dos primeras Comedias bárbaras, la reescritura de Ádega
como Flor de santidad, la secuencia poética de Aromas de leyenda y las novelas
del ciclo La guerra carlista. A medias entre unas y otras se conforma una noción
de la temporalidad, de la dependencia de los destinos humanos y de la
simultaneidad como horizonte expresivo a la que el texto teórico decidió
revestir de oropel esotérico, por aquello que señalaba el malévolo Juan Ramón
de que fue «lámpara de más humo que fuego». Por supuesto, la concepción
tolstoiana de la historia que subyace en El resplandor de la hoguera, la
fascinante remedievalización de la vida social que propone Romance de lobos
o la celebración simbolista del misterio de la palabra que entraña Aromas de
leyenda son cosas harto más sugestivas al respecto que el confuso pero
importante grimorio de 1915, que Valle subtituló como «Ejercicios de
estética» . . . En esta coyuntura de expectativa, en suma, se fraguó la idea de
nivola, el impresionismo crítico de Azorín y la orgullosa autonomía artística
de la obra de Valle-Inclán.
Escribir historia de la literatura es describir un proceso y, a la vez, definir
aquel momento irrepetible que siempre significa una obra de arte. Es decir,
atender a un flujo permanente y contradictorio a menudo (lo que llamamos
vida de la cultura) y entender una cristalización que perdura más allá de sus
componentes, la obra de arte. En el curso revuelto de la primera cosa, los
componentes más útiles y abundantes serán, sin duda, los que mejor arrastra
el agua —y valgan como ejemplos los clónicos poetas de cancionero, las
olvidadas novelas cortas de academia barroca, los relatos de hacia 1800, las
«fisiologías» de hacia 1850...- ; lo otro, que resulta quizá nuestro reto
principal, es insertar en la historia, entender históricamente, la emergencia y
la perduración de La Celestina, el Quijote, Fortunata y Jacinta o Diario de un
poeta reciencasado.

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