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AMÉRICA TRANSFORMADA 1877-1920

Nuestra nación ha sido poblada por pioneros, y tiene por lo tanto más energía, más espíritu de empresa,
más poder expansivo que :t¡). mnguna otra. Theodore Roosevelt, 1901

La reconciliación entre hermanos enemistados, lo hemos visto, no fue ni fácil ni automática. Sin
em~argo, la crónica de la posguerra, salvo el "desgraciado" paréntesis de la Reconstrucción, se centra en
la "gran nación" que se consolidó "de mar brillante a mar brillante", como rezaba una canción popular
de finales del siglo x1x. Su economía crecía a un ritmo casi alucinante. La conquista de la frontera por
audaces pioneros se describía, lo hemos visto, como una experiencia particularmente estadounidense:
el Oeste era el lugar en donde se forjaban la democracia y la identidad "americana". Esta última era tan
poderosa que transformó a los millones de inmigrantes que hicieron de "América" un "crisol" (melting
pot) de nacionalidades y culturas. Al calor de las oportunidades y de una contagiosa ética del trabajo
desaparecieron las diferencias de origen, raza y clase. Por otra parte, se trata de un periodo bisagra
durante el cual la posición de Estados Unidos en el escenario internacional cambió profundamente. Para
fines del periodo la energía que desde la fundación de la nación había impulsado la formación de un
imperio continental se desbordó allende las fronteras. Estados Unidos se convirtió en la potencia
hegemónica en el hemisferio occidental,

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atribuyéndose el derecho de intervenir en las "repúblicas hermanas" de América Latina, Además


adquirió un imperio colonial menos distinto a los europeos de lo que pretendía. Sin embargo, ya autores
contemporáneos como el novelista Mark Twain denunciaron que el brillo de esta época -que el escritor
de Misuri apodara burlonamente la edad "chapada en oro" (gilded age)- era más relumbrón que
sustancia. Un grupo de célebres periodistas, apodados los muchrahers ("rastrilladores de mugre")
denunciaron la escandalosa concentración de la riqueza, la frivolidad de los nuevos ricos y las lacras del
orden industrial. Los historiadores -Charles Beard, Carl Becker, Vernon Parrington, Frederick Jackson
Turner- abandonaron los relatos optimistas del progreso de la nación para explorar sus conflictos. Estos
estudiosos hicieron escuela: durante mucho tiempo quienes se interesaron por este periodo
reprodujeron las mismas imágenes, lamentando además la mediocridad de sus políticos, lo "burgués" de
sus reformistas y lo poco "radical" -léase no socialista- de sus organizaciones sindicales. A partir de
mediados del siglo xx los historiadores empezaron a interesarse en las cqmplejidades de este periodo,
menos dramático que el de la Guerra Civil pero rico en transformaciones y contradicciones. Los
historiadores de la economía hicieron análisis cuidadosos de las estadísticas históricas y revelaron las
peculiaridades de un capitalismo americano precozmente corporativo, mientras que los estudiosos de lo
social se interesaron en las respuestas -positivas y negativas- de quienes intentaban "poner orden" ante
la vorágine de cambios que transformaban la sociedad: aquellos "movimientos de suspicaz
descontento" como el de los populistas, o los que se organizaron para obtener el sufragio, femenino,
para embellecer las ciudades, para asegurar el "adelanto" de los afroamericanos o para intimidarlos.
Quienes se ocupan de los movimientos obreros han explorado el radicalismo de los trabajadores en el
taller, su capacidad organizativa y lo difícil que resultó traducir este dinamismo al campo de la lucha
política. Finalmente, muchos han explorado

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el papel crucial que ha desempeñado el racismo en la historia de Estados Unidos, y los mecanismos de
inclusión y exclusión que construyó su sociedad. Estos trabajos nos ayudan a entender un periodo
efervescente y ecléctico, durante el cual la transición a una economía industrial -la más grande y
potente del mundo- acarreó transformaciones sociales y provocó las más diversas reacciones, de las que
intentaremos hacer una breve reseña a continuación.

EL GIGANTE INDUSTRIAL

Desde 'el siglo xvm la economía estadounidense se caracterizó por su dinamismo. El crecimiento
demográfico, el comercio y la expansión territorial intensificaron esta energía a lo largo de la primera
mitad del siglo XIX. Después de la Guerra Civil, al destrabarse la parálisis legislativa que había
obstaculizado el movimiento hacia el Oeste, se amplió la frontera agrícola: se cµltivaron más y mejores
tierras, se mecanizó la producción y se revolucionaron el transporte y la comercialización de los
productos de la tierra. La productividad del campo creció de manera exponencial: la producción de maíz,
por ejemplo, se duplicó entre 1865 y 1876. Estados Unidos se convirtió en el primer productor agrícola
del mundo. Sin embargo, la agricultura, que en 1839 representaba el 70% de la producción total del
país, para principios del siglo xx se había reducido a poco más del 30%. Estas cifras resumen lo que fue
quizá la transformación más trascendental y portentosa del periodo: a la par de los profundos cambios
que se daban en el campo, Estados Unidos se convirtió en la potencia industrial más importante del
mundo. Si en 1865 importaba una fracción importante de su capital y mano de obra, para vísperas de la
primera Guerra Mundial su producción manufacturera -casi 36% de la producción mundialrebasaba la
de Alemania y Gran Bretaña juntas (15. 7% y 14%, respectivamente).

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Auge: Mercado, transporte y organización

El volumen de la producción industrial estadounidense se triplicó entre la rendición ele Appomatox y el


año 1900. A lo largo ele la década ele 1880 la productividad de la industria siderúrgica, emblemática del
proceso de industrialización, aumentó en 800%. El valor anual de las manufacturas dentro de la
economía nacional había pasado de 3 000 millones de dólares en 1869 a 13 000 millones para fines de
siglo. Dos factores centrales promovieron y apuntalaron este impresionante desarrollo. Por un lado,
Estados Unidos, a diferencia de otras potencias industriales, gozaba de un acceso formidable a muchas
de las materias primas fundamentales para la industrialización: hierro y carbón, petróleo, cobre, zinc.
Por otra, se desarrolló un mercado interno ele características peculiares: se trataba de un espacio
económico de extensión continental, enlazado por un eficiente sistema postal, líneas telegráficas y un
impresionante tendido ferroviario. El ferrocarril transcontinental vinculó las dos costas en mayo de
1869, y la red ferroviaria pasó de casi 80 000 kilómetros en ese año a más de 408 000 para 191 O. Esta
densa red de comunicación hacía posible el intercambio de materias primas, información, mano de obra
y todo tipo de productos de capital y de consumo. Este sistema de intercambios, articulado en torno a
centros urbanos que concentraban y distribuían recursos y bienes -Nueva York, Pittsburgh, Chicago,
Búfalo, San Luis, San Francisco- se sostenía por la confianza entre actores económicos muchas veces
separados por grandes distancias y que normalmente no se conocían, pero que sabían que recibirían
"aquello por lo que habían pagado", que los cargamentos llegarían completos y a tiempo y que la
satisfacción del cliente era un objetivo primordial de los involucrados. Sabían además que los papelitos
impresos -títulos y acciones- que emitían las empresas para financiarse no sólo tenían un valor
intrínseco sino que generaban ganancias adicionales. Que el mercado accionario,
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sobrecapitalizado y volátil, a menudo defraudara a quienes participaban en él no atemperó el


entusiasmo de los estadounidenses que gustaban de comprar y vender en la Bolsa de Valores. En 1904
Sears, Roebuck y Compañía, empresa dedicada a las ventas por catálogo, construyó en Chicago el
edificio más grande del país -de casi 465 000 metros cúbicos. En él trabajaban 22 000 personas para
ofrecer a los estadounidenses todo tipo de productos -"más de 100000", anunciaba la compañía a
principios del siglo xx-, administrar los pagos que los clientes hacían a distancia y asegurarse de que
éstos recibieran en su casa lo adquirido. Así, miles de estadounidenses compraron, a través de las
páginas de los catálogos ilustrad<'i§, relojes -con una garantía de seis años-, ropa, tapetes, papel tapiz,
lámparas, vajillas, máquinas de coser, bicicletas, instrumentos musicales, sillas de montar, armas de
fuego y hasta casas para armar in situ. El edificio al lado del río Chicago era, en muchos sentidos,
emblemático del sistema económico estadounidense: enorme y abigarrado, articulado en torno a una
oferta cada vez mayor de bienes de consumo, a la confiabilidad y aléance de las redes de distribución, al
servicio al cliente y a la facilidad en las transferencias financieras. El proceso de industrialización
estadounidense llama la atención no sólo por la velocidad y la escala con la que se llevó a cabo sino por
la organización de las empresas y la fluidez del capital. La "mano visible" -como la llamó Alfred Chandler-
de los grandes empresarios intentó poner orden a los impulsos de un mercado inmenso -nacional y
global-, dinámico pero inestable, que en esta época generó varias crisis profundas: los "pánicos" de
1873, 1893 y 1907. Los ferrocarriles representaron, de forma prácticamente natural, un modelo de
organización a gran escala, dada su cobertura territorial, la necesidad de realizar grandes inversiones en
infraestructura y el hecho de que la competencia por una misma ruta resultaba materialmente
complicada y económicamente suicida. De esta manera, siguiendo el ejemplo de las compañías
ferroviarias, las grandes corporaciones se esforzaron por asegurar su conservación interviniendo el
mercado. Apoyándose en nuevos "especialistas"

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-gerentes, administradores e ingenieros- buscaron racionalizar la actividad productiva, hacer más


eficiente la asignación de recursos y debilitar a la competencia. Para esto recurrieron a novedosos
modelos de organización institucional -carteles y trusts- para controlar el acceso a la materia prima, así
como los costos y precios de venta; integraron las distintas fases de la producción y se apropiaron de los
canales de transporte y comercialización. Las compañías naviera y ferrocarrileras de Cornelius
Vanderbilt (la Accessory Transir Company y, entre otras, la New York Central and Hudson River
Railroad), el imperio mediático de William Randolph Hearst, la red financiera de John Pierpoint Morgan
y Jacob Schiff, la siderúrgica del inmigrante escocés Andrew Carnegie, U.S. Steel -que en 1901 se
convirtió en la primera compañía valuada en más de mil millones de dólares- y la Standard Oil de John D.
Rockefeller encarnaron este proceso. Sus propietarios representaban también un nuevo tipo de actor
económico: el empresario ambicioso, no particularmente escrupuloso, y riquísimo. Para 1913 la fortuna
de Rockefeller equivalía al 2% del producto interno bruto del país. Aquellos que la prensa de denuncia
apodó los "barones ladrones" (robber barons) -que para limpiar sus reputaciones construyeron
bibliotecas y fundaron hospitales y universidades como Johns Hopkins, Chicago y Stanford- inspiraban
sentimientos encontrados de admiración y odio. Eran criticados por manipular las reglas del juego y por
aniquilar a la competencia. Se alegaba que los monopolios empobrecían a un consumidor, ahora
indefenso y cerraban las puertas de la oportunidad a los emprendedores. Las novelas de Horatio Alger, a
cuyos héroes bastaba con trabajar duro y ser ocurrentes para salir de pobres, se volvían cada vez más
populares y más inverosímiles. La Guerra Civil parece haber sido determinante para la formación de las
corporaciones que impulsaron la industrialización en Estados Unidos. Para ser proveedor de los ejércitos
de la Unión había que producir bienes estandarizados en masa y entregarlos en un tiempo corto y fijo, a
veces en distintos puntos del país. Sin embar

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go, muchos de los elementos centrales de la transformación de la economía estadounidense en esta


época -la estandarización de la mercancía, la posibilidad de almacenar y transportar grandes cantidades
de producto, el recurso a la información para poder responder a los cambios en la demanda y la
construcción de sistemas prácticamente virtuales de intercambio y de pago- precedieron a la guerra y
tuvieron, como origen, el mundo rural. Al mediar el siglo x1x los esfuerzos de los comerciantes de grano
y carne del Medio Oeste -sobre todo de Chicago- para organizar, sistematizar y hacer más eficiente -y
más redituable- el vínculo entre las granjas del Oeste y el resto del país transformaron l;:i.s forri\iÍ.s en
las que la producción agrícola se almacenaba, transportaba y comercializaba. La introducción, en la
década de 1850, de los elevadores de grano -bodegas verticales, elevadas, que se llenaban mediante
cubetas movidas por una cinta transportadora activada por medio del vapor- puso fin a la laboriosa
faena de llenar y transportar sacos de grano. El movimiento de los cereales se volvió mucho más
eficiente. Por ejemplo, embarcar un cargamento de 10 000 fanegas de trigo en San Luis, Misuri, para
transportarlo por río, requería que trabajaran, durante un par de días, unos 200 trabajadores. Para 1857
los 12 elevadores de Chicago podían cargar en vagones de tren entre seis y ocho mil fanegas por hora, y
almacenar cuatro millones de fanegas, lo que equivalía a más de lo que se embarcaba en los muelles de
San Luis a lo largo de un año. Quizá más trascendental resultó que se extendieran recibos por el grano
que, tras ser clasificado según su calidad, ingresaba a los elevadores de las ciudades del Medio Oeste,
como los que se entregaron después a cambio de kilos de carne de res, mantequilla o huevo. Estos
recibos podían ser redimidos -o vendidos, consolidados o intercambiados- en la Lonja comercial de
Chicago, lo cual escindía el vínculo físico de propiedad que unía al vendedor -el granjero- con un
producto específico, como un cargamento de grano cosechado en el campo de una granja particular.
Como explica William Cronon, para mediados de la década de 1860 el febril in

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tercambio de papel que se llevaba a cabo en la Lonja rebasaba con mucho aquellas transacciones que
tenían que ver con la recepción y entrega de cargamentos de maíz, trigo o sorgo. Los cereales, uno de
los productos básicos más antiguos, importantes y conocidos de la humanidad, se convertían en una
abstracción financiera, en una unidad de valor y en objeto de especulación, parte del "mundo simbólico
del capital". Pasó algo similar con la carne. Antes de 1870 dominaba el mercado el puerco -que se
prestaba más que la res a ser salado o ahumado-, proveniente de plantas empacadoras que no
funcionaban sino en inverno, cuando podía preservarse la carne. El ganado vacuno tenía que
transportarse, vivo, a las ciudades de la costa Este, lo cual era complicado y costoso. A partir de la
década de 1880 se hizo posible transportar a los animales, destazados en cortes estándar, en vagones
refrigerados. El precio accesible de la "carne preparada, estilo Chicago" permitió que llegara a casi todas
las mesas estadounidenses. La res, el puerco y el pollo se transformaron entonces de mercancía
perecedera en alimento cotidiano, además de unidad de medida y objeto de venta de "futuros". El
rastro de Chicago se convirtió en el espacio emblemático de la "segunda ciudad" americana: cubría 100
acres y era capaz de acoger al mismo tiempo 21 000 cabezas de res, 75 000 puercos, 22 000 ovejas y 200
caballos. Para alojar, alimentar y entretener a los vaqueros y comerciantes que lo visitaban tenía hotel,
restaurant, cantina y peluquería. A la sombra del rastro crecieron todo tipo de industrias relacionadas,
que aprovechaban cada parte del animal, desde las salchichas alemanas de Osear Mayer hasta fábricas
de margarina, cepillos y pegamento. Frente a la gran diversidad de actividades que se desarrollaron en
torno a la industria de la carne se impuso la centralización de las tareas administrativas. Cuatro
compañías controlaban el 90% de la producción, procesaban más de un millón de puercos al año y parte
importante de la res que se consumía en todo el país. La más básica de las actividades humanas,
alimentarse, se había convertido en un negocio gigantesco, complejo, sofisticado y tecnificado.

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