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La noción
de Estado
Una introducción
a la Teoría Política
Edición y prólogo de
R amón P unset
Catedrático de Derecho Constitucional
de la Universidad de Oviedo
ArielDerecho
J l
ArielDerecho
Alessandro Passerin D’Entreves
La noción
de Estado Una introducción
a la Teoría Política
Edición y prólogo de
Ra m ó n P unset
Catedrático de Derecho C onstitucional
de la Universidad de Oviedo
Ariel
T ítulo original:
The Notion of State: An Introduction to Political Theory
Diseño cubierta: Nacho Soriano
1." edición: junio 2001
© 2001: Oxford University Press, 1967
The Notion of State: An Introduction to Political Theory
was originally published in English in 1967.
This translation is published by arrangement
with Oxford University Press.
La noción de Estado: Una introducción a la Teoría Política
fue publicada originalmente en inglés en 1967.
Esta traducción ha sido publicada con permiso de Oxford University Press.
Derechos exclusivos de edición en español
reservados para todo el mundo
y propiedad de la traducción:
© 2001: Editorial Ariel, S. A.
Provenga, 260 - 08008 Barcelona
ISBN: 84-344-3215-3
Depósito legal: B. 25.485 - 2001
Impreso en España
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Am Ende hängen wir doch ab
Von Kreaturen, die wir machten.
G o e t h e , Faust
—
.
ÍNDICE
P a r t e p r im e r a
P arte seg u n da
J
8 LA NOCIÓN DE ESTADO
Parte tercera
PRÓLOGO
(D e la pr im e r a e d ic ió n italiana )
so hubiera debido decir «los que cuentan para mí», o quizá mejor to
davía habría tenido que decir, con Vico, «mis autores». Cuáles sean ellos
ya lo verá el lector, pero quiero advertirle que mi propósito al acercarme
a los mismos no es el de quien escribe la historia, sino el de quien bus
ca la verdad. Este libro no es una «historia de las doctrinas políticas»,
por lo que la cronología no se ha respetado y los saltos en el tiempo son
a veces hasta temerarios. Lo que me importó fue plantear algunas pre
guntas, y entiendo que sólo aquellos grandes autores están en condicio
nes de contestarlas, y lo hacen todavía «por su filantropía».
Una plausible costumbre de los países en los que he vivido mucho
tiempo obliga al autor a dar las gracias a todos los que, directa o indi
rectamente, han colaborado en sus afanes. La lista, en mi caso, sería lar
ga, por lo que la reduciré a lo esencial. Quiero ante todo manifestar mi
satisfacción porque este libro aparezca en el fondo de mi antiguo editor
Giappichelli y junto a la reedición del curso que sobre el mismo tema
—La form azione storica e filosófica dello Stato m oderno — daba Gio-
ele Solari cuando yo apenas me asomaba a estudiarlo bajo su guía. Doy
las gracias a mis alumnos, pues también ellos han contribuido a estas
páginas; y más de lo que puedan suponer, aunque no sea sino por ha
berme hecho ver hasta qué punto es necesario enseñar a los jóvenes —
como nuestros maestros lo hicieron con nosotros— el amor a la libertad.
Agradezco al estudiante Giampiero Mussetto el haberme servido perfec
tamente como amanuense durante dos años, demostrando auténticas
dotes de paleógrafo al descifrar mis garabatos. También expreso mi gra
titud a mi valioso asistente y amigo, Giacomo Gavazzi, que incluso
cuando menos convencido estaba de la validez de algunas de mis tesis
me ha ayudado generosamente a traducirlas a un lenguaje más puro que
el consentido a un alóbrogo vagabundo como yo. Por último, doy las gra
cias —y más cálidamente que a todos— al querido colega Norberto Bob-
bio, quien al querer mi vuelta a Turín ha querido también, en cierto sen
tido, este libro; por eso me es grato dedicarlo a él más que a ningún otro,
como testimonio de aquel idem velle idem nolle in re publica, que no
excluye discrepancia, sino que la hace constructiva y preciosa.
Si a algún lector le pareciera que en este libro abundan los autores
«extranjeros» y no tiene en cuenta suficientemente cuanto se dice y se
hace —y se hace bien — en Italia en estos años que son verdaderamen
te «años de gracia», quiero pedirle perdón por ello, aduciendo en mi des
caigo no sólo los avatares de la vida, que han hecho de m í un trota
mundos, sino también las palabras inmortales de quien es, entre mis
autores, de los más queridos: Nous som m es nés dans un royaum e flo-
nssant; m ais nous n’avons pas cru que ses bornes fussent celles de nos
connoissances...
Turín, junio de 1962
INTRODUCCIÓN
además de que esa fuerza se ejerce con una cierta medida de regu
laridad y de uniformidad (es decir, en nombre de «leyes»); y, por
otra parte, añadimos que tal fuerza y tales leyes son obligatorias
para nosotros. Se trata de dos tipos diversos de proposiciones: una
descriptiva y otra prescriptiva.
Ahora bien, a partir de una proposición descriptiva no se puede,
sin un salto lógico, obtener una proposición prescriptiva.1 La simple
constatación de la existencia de la fuerza y de las leyes no compor
ta, lógicamente, ninguna noción de obligatoriedad ni ninguna afir
mación del deber de someterse a ellas. Tal afirmación es una adi
ción, aunque sea simultánea e incluso inadvertida, a la afirmación
de la existencia de aquéllas, e implica una radical transformación de
una proposición descriptiva en una proposición prescriptiva.
No es difícil advertir la presencia de una transformación de ese
tipo en muchas disquisiciones en tomo al «Estado» que se oyen con
frecuencia. Quienes, por ejemplo, afirman que toda la obligatoriedad
de los mandatos del Estado reside en el hecho de que, si es preciso,
son impuestos por la fuerza, acaban por hacer de la fuerza misma un
valor; y si se les aprietan las clavijas no dudarán en admitir que in
cluso la misma fuerza, en cuanto necesaria, es un bien a su modo.
De forma parecida, los que afirman que las leyes deben ser observa
das porque son leyes (Gesetz ist Gesetz) interpolan en la palabra «ley»
un juicio de valor que ésta, en su pura existencia fáctica, ni posee ni
puede poseer. De hecho, la obligatoriedad de las leyes casi siempre se
hace derivar de la consideración del fin hacia el que las mismas tien
den y de las relaciones humanas de las que son tutela y garantía; pero
también puede ser deducida, y más válidamente, de la noción de una
«justicia» que estaría expresada en las mismas leyes y de cuya pre
sencia en ellas dependería la obediencia que les es debida.
Ciertamente, es perfectamente posible hablar del Estado en tér
minos puramente descriptivos y fácticos, pero cuando así se hace se
olvida un aspecto muy importante del uso que el lenguaje común
hace de esa palabra: el aspecto de una fuerza garantizada por las le
yes y merecedora de obediencia y de respeto.
7. Es curioso observar hasta qué punto es diferente la repre
sentación que del Estado se hace la mente, según que lo considere
desde cada uno de los tres puntos de vista que hemos mencionado.
Indicaciones bibliográficas
siste la fuerza del Estado—, la tesis resiste la crítica del realismo po
lítico más libre de prejuicios, ofreciéndole en cambio un instru
mento para entender mejor en qué radica, en último término, dicha
fuerza.
Pero la analogía del organismo no se limita, por lo menos en
gran parte de quienes la mantienen, a una simple constatación de
hecho. La afirmación de que el Estado es una realidad social y la
comparación del mismo con un organismo viviente desembocan
con frecuencia en una verdadera y propia entificación del Estado,
en la afirmación de que éste, en cuanto todo, posee vida propia, no
sólo distinta, sino también diversa de la de las partes que lo inte
gran.
Un paso más —y el paso fue ya dado por Platón y Aristóteles—
y el todo acaba por aparecer como la única realidad; las partes per
tenecen al todo, y por esa pertenencia, y sólo por ella, tienen signi
ficado y vida.
No es fácil entender cómo una tal entificación pueda pasar la
criba del realismo político, que, para ser verdaderamente tal, no
puede por menos de fundarse sobre un criterio de verificación em
pírica. La experiencia puede demostrar la existencia de fuerzas,
pero no de entes sociales; esas fuerzas se ejercen siempre por hom
bres, no por entidades abstractas. Concretamente, el Estado no
existe, sino que sólo existen individuos. Pero si esto es así, quiere
decirse que de la existencia del Estado solamente se puede hablar
en un plano distinto del de la constatación empírica de la existen
cia de fuerzas sociales. El Estado como persona es una creación del
Derecho o bien una abstracción metafísica: una creación del Dere
cho en cuanto personificación de un conjunto de normas cuyo úl
timo término de imputación es precisamente el Estado; y una abs
tracción metafísica en cuanto se erija al Estado en valor supremo
para la justificación de la obligación política. Como puede verse, re
chazamos plenamente la tesis de que pueda hablarse del Estado
como organismo en un lenguaje que no sea metafórico. Conforme
dijo Hobbes de forma irrefutable, la vida del Estado es una vida ar
tificial, si el Leviatán tiene un alma, no es ciertamente un alma
como la nuestra. Desde un punto de vista empírico, el Estado no es
sino un conjunto de relaciones de fuerza. La personalidad del Es
tado es una ficción de los juristas o una hipótesis filosófica, no una
realidad verificable empíricamente.
A este nominalismo (confirmado, por lo demás, por toda la tra
dición romanista y canonista occidental, que concibe al Estado
como persona ficta) se opone la llamada doctrina realista de la per
40 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
P latón , República, libro I, 336-344; libro II, 382; libro III, 389,
414-415; libro V, 459; Leyes, libro II, 661 y ss. A r is t ó t e l e s , Política,
libro I, caps, i y ii (1252a-1253a). H o b b e s , Leviatán, introducción y
cap. 16.
Acerca del papel de la ideología en la política es todavía impor
tante el libro de K. M a n n h eim Ideology and Utopia, Londres, 1936.
Sobre la teoría platónica de la «noble mentira» como precedente de
la noción moderna de propaganda ideológica, K. R. P o p p e r , ya ci
EL ESTADO COMO FUERZA 41
1. Cicerón, De re publica, I, 25, 39: «Est igitur, inquit Africanus, res pu
blica res populi, populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo
congregatus, sed coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione
sociatus.» (N. E.: «Así, pues, la cosa pública (república) es lo que pertenece al
pueblo; pero pueblo no es todo el conjunto de hombre reunido de cualquier
manera, sino el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que
sirve a todos por igual.» Traducción de A. D’Ors, Gredos, Madrid, 2000.)
San Agustín, De Civitate Dei, XIX, 21: «Quid autem dicat iuris consensum,
disputando explicat [Africanus], per hoc ostendens geri sine iustitia non posse
rem publicam... Ac per hoc... procul dubio conligitur, ubi iustitia non est, non
esse rem publicam.» (N. E.: El pasaje completo dice así: «Por lo cual, donde
no hay verdadera justicia, no puede haber unión ni congregación de hombres,
unida con el consentimiento del derecho, y, por lo mismo, tampoco pueblo,
conforma a la enunciada definición de Escipión o Cicerón. Y si no puede ha
ber pueblo, tampoco cosa del pueblo, sino de multitud, que no merece nombre
de pueblo. Y, por consiguiente, si la república es cosa del pueblo, y no es pue
blo el que está unido con el consentimiento del derecho, y no hay derecho don
de no hay justicia, sin duda se colige que donde no hay justicia no hay repú
blica» [XIX, 21, versión citada].)
48 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
LA PALABRA «ESTADO»:
GÉNESIS Y FORTUNA DE UN NEOLOGISMO
en los últimos siglos de la Edad Media y que ostenta, cada vez más
marcadas, las características que hoy asignamos al Estado.
Generalmente recurren al expediente de extender la noción aris
totélica de polis para comprender así en una sola categoría el Esta
do ciudadano y el Estado territorial: la traducción de polis que en
contramos constantemente en los textos medievales es la de civitas
vel regnum. Pero en el mismo momento en que la noción aristotéli
ca se extiende a la nueva experiencia, ésta es interpretada con una
nueva luz, de modo que puede afirmarse que el ideal político grie
go marcó su impronta en la realidad política medieval. Desde el día
en que, a mediados del siglo xm, se empieza a leer y estudiar la Po
lítica de Aristóteles, comienza a producirse una profunda transfor
mación en el pensamiento político, desvaneciéndose el interés por
la unidad de la comunidad cristiana para fijar la atención en el par
ticularismo de las comunidades singulares en que la misma se ha
lla articulada, en las civitates y en los regna, atribuyéndose a unas y
otras el carácter de comunidad perfecta y autosuficiente que Aris
tóteles había asignado a la polis. La fórmula communitas perfecta et
sibi sufficiens es la que más se acerca, en los textos medievales, a la
noción moderna de Estado, pero habrá que esperar hasta el Rena
cimiento para encontrar por fin acuñada —y en italiano por prime
ra vez— la palabra adecuada para designar tal noción y la realidad
que a ella corresponde.
Una opinión muy extendida atribuye a Nicolás Maquiavelo el mé
rito de haber fijado definitivamente la denominación moderna de
«Estado». Sin embargo, tal opinión —si bien indudablemente justi
ficada en una buena parte— no debe suscribirse sin cierta reserva,
ya sea porque la palabra «Estado» parece haber entrado a formar
parte del vocabulario político antes de Maquiavelo, ya porque en este
mismo está empleada con diferentes significados, que son precisa
mente los que ha venido adquiriendo desde el final de la Edad Me
dia hasta el Renacimiento. Corresponde a Ercole el mérito de haber
intentado reconstruir la evolución gradual de tales significados, ha
ciéndonos asistir a la génesis de un nombre que habría de encontrar
acogida en todas las lenguas europeas; su ensayo sobre este tema
conserva todavía hoy, después de muchos años, un notable valor y
un gran interés no obstante los progresos de la lexicografía.3
3. F. Ercole, Lo Stato nel pensiero del Machiavelli, en «La politica del Ma-
chiavelli», Roma, 1926. Cfr. también el estudio de Condorelli, Per la storia del
nome «Stato», en «Archivio giuridico», 1923, y las acertadas observaciones de
F. Chabod en sus lecciones del curso 1956-1957 sobre los Origini dello Stato mo-
56 LA NOCIÓN DE ESTADO
demo, publicadas en parte como apéndice al voi. L'idea di Nazione, Bari, 1961
(«Alcune questioni di terminologia: Stato, nazione, patria nel linguaggio del Cin
quecento»),
EL ESTADO COMO FUERZA 57
5. Sobre este tema, vid. M. Isnardi, Appunti per la storia di État, Répu
blique, Stato, en «Rivista Storica Italiana», vol. LXXIV, fase. 2, 1962.
EL ESTADO COMO FUERZA 59
tran definitivamente en el lenguaje político corriente.6 Por su par
te, Montesquieu (Esprit des Lois, 1748, lib. II) consagraba con su
gran autoridad el uso de la palabra república, ya iniciado por Ma-
quiavelo, para designar una forma particular de Estado, el «Esta
do popular», como antítesis de la monarquía o principado.
Es significativo el hecho de que en Inglaterra el nombre de re
pública o commonwealth fue el adoptado oficialmente después de
la caída de la monarquía (1649), razón por la cual la palabra cayó
en profundo descrédito a partir de la Restauración, aunque no tan
to que impidiera a Locke (Segundo Tratado sobre el gobierno civil,
1690, § 133) seguir utilizándola por no acertar a encontrar —como
confiesa explícitamente— otra mejor para designar la noción de ci-
vitas, es decir, de una «comunidad independiente» o Estado. En
tiempos ya próximos a nosotros aquella palabra fue adoptada,
como es sabido, para designar lo que fue el Imperio británico y hoy
es una libre confederación de pueblos, la British Commonwealth o f
Nations .7
En general, los países anglosajones no acogieron la palabra «Es
tado» con tanta facilidad como los del continente europeo. Las ra
zones de ello son complejas y no podemos detenernos aquí en el
examen de las mismas, que no sería sino un análisis del diverso de
sarrollo que el concepto (jurídico) de la personalidad del Estado ha
tenido en los diferentes países occidentales.8 Baste recordar que los
ingleses, para mencionar al Estado, prefieren con frecuencia recu
rrir a perífrasis o circunloquios, como cuando identifican —identi
ficación que, por cierto, quedó consagrada por una especial dispo
sición legislativa— el «servicio de la Corona» o «de Su Majestad»
con el «servicio del Estado», refiriendo al «gobierno» o a los fun
cionarios individuales muchas atribuciones y funciones que noso
tros solemos asociar al Estado. Igualmente incierto es el uso del tér
mino «Estado» al otro lado del Atlántico, donde con tal nombre se
Indicaciones bibliográficas
EL PRINCIPADO NUEVO
Y EL MÉTODO DE LA VERDAD EFECTIVA
Indicaciones bibliográficas
6. E. Cassirer, Il mito dello Stato, Milán, 1950, cap. 12, págs. 299-330.
C apítulo q uinto
Indicaciones bibliográficas
2. J. H. Meisel, The Myth o f the Ruling Class. Gaetano Mosca and. the élite,
Ann Arbor, 1958.
80 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
Nota
Valdría la pena comparar la que hemos llamado «disolución» del
concepto de Estado, operada por la moderna ciencia política, con
la tesis sostenida años atrás por Benedetto Croce en el terreno filo
sófico.
Transcribimos a continuación algunos pasajes significativos de
Croce a este respecto:
«... ¿qué es, pues, el Estado en realidad? No es otra cosa que un
proceso de acciones utilitarias de un grupo de individuos o entre los
componentes del grupo; por ello no hay por qué distinguirlo de nin
gún otro proceso de acciones de ningún otro grupo e incluso de
ningún individuo, porque el individuo aislado no existe, y siempre
vive dentro de alguna forma de relación social. Y nada se gana con
definir el Estado como conjunto de instituciones o de leyes, porque
no hay grupo social ni individuo que no posea instituciones y há
bitos de vida y no esté sometido a normas y leyes. En rigor, toda
forma de vida es, en este sentido, vida estatal.»
92 LA NOCIÓN DE ESTADO
«La palabra Estado, por otra parte, que fue utilizada por prime
ra vez, con significado político, por los italianos del Renacimiento,
parece casi una paradoja verbal, puesto que evoca lo estático en un
sector como la vida política, que, como toda vida, es dinámica o,
mejor dicho, espiritualmente dialéctica.»
«... para quienes prefieren las concreciones a las abstracciones,
el Estado no es más que el gobierno: todo se da en el gobierno, y
fuera de la cadena ininterrumpida de las acciones del gobierno no
hay sino la hipóstasis de la abstracta exigencia de esas mismas ac
ciones, la presunción de que las leyes tienen un contenido per se y
estable, distinto de las acciones que se realizan a su luz o a su som
bra.»
Como puede apreciarse, estos conceptos guardan una notable
analogía con los que hemos encontrado en Bentley y en sus segui
dores, y no deja de tener interés la fecha a que se remontan: los pa
sajes transcritos pertenecen a los Elementi di Política, que fueron es
critos en 1924 y publicados en 1925 (ahora pueden encontrarse en
el vol. Etica e Política, 4.a ed., 1956, págs. 220-222).
P a rte seg u n d a
EL ESTADO COMO PODER
Il
C apítulo pr im ero
1. E. Barker, The Politics o f Aristotle, 4.a ed., Oxford, 1952, apéndice II, p
gina 364.
EL ESTADO COMO PODER 99
Indicaciones bibliográficas
Derecho: quia primum mihi populus non est ... nisi qui consensu
iuris continetur* Como Aristóteles, Cicerón ve en el Estado un co
rolario de la naturaleza humana: eius autem prima causa coeuncLi
est non tam imbecillitas quam naturalis quaedam hominum quasi
congregatio.** Pero, a diferencia de Aristóteles, carga el acento no
tanto sobre el fin de la asociación política, sobre las «buenas ac
ciones», sobre el «vivir bien» que en ella se fomenta, cuanto sobre
la estructura del Estado, sobre el consilium que lo rige, sobre la
«normalización», que él garantiza, de las relaciones humanas: om-
nis ergo populus, qui est talis coetus multitudinis, qualem exposui,
omnis civitas, quae est constitutio populi, omnis res publica, quae,
ut dixi, populi res est, consilio quodam regenda est, ut diuturna sit.
Id autem consilium primum semper ad eam causam referendum est,
quae causa genuit civitatem.*** Podrán variar las formas de go
bierno (el status rei publicae ) según que el poder (la summa rerum)
esté en manos de uno, de pocos o de todos; podrá discutirse cuál
de ellas es la mejor; pero todas deben ostentar la nota caracterís
tica de ejercer la fuerza en nombre y sobre la base de una norma,
de un criterio vinculante de regularidad, porque un gobierno sólo
es tal si teneat illud vinculum, quod primum homines inter se rei
publicae societate devinxit **** Este vínculo es la ley: cum lex sit
civilis societatis vinculum.
Estos pasajes fundamentales del De re publica, que acabamos de
transcribir, son suficientes para poner de manifiesto el papel pre
eminente que tiene la noción de Derecho en la concepción romana
del Estado. Sin embargo, no es menos cierto que, en la definición
ciceroniana, la noción de Derecho está toda ella transida de un con
tenido moral, porque el requisito del iuris consensus como condi
ción de la existencia del Estado no significa el reconocimiento de
una norma cualquiera, sino precisamente de una norma justa. En
otras palabras, la justicia es, para Cicerón, elemento esencial del
* N. E.: «... no creo que haya pueblo donde... no hay una comunidad de
derecho» (Sobre la República, III, 33, trad. citada de A. D’Ors).
** N. E.: «La causa originaria de esa conjunción no es tanto la indigencia
humana cuanto cierta como tendencia asociativa natural de los hombres...»
(ibidem, I, 25).
*** N. E.: «Así, pues, todo el pueblo, que es tal conjunción de multitud,
como he dicho, toda ciudad, que es el establecimiento de un pueblo, toda re
pública, que, como he dicho, es lo que pertenece al pueblo, debe regirse, para
poder perdurar, por un gobierno. Éste debe servir siempre y ante todo a aque
lla causa que lo es también de la formación de la ciudad...» (ibidem, I, 26).
**** N. E.: «... si sirve para mantener aquel vínvulo que empezó a unir en
sociedad pública a los hombres...» (ib., loe. cit.).
EL ESTADO COMO PODER 103
Derecho, y por eso las leyes injustas no son leyes, y un Estado sin
justicia no es tal Estado. Esto es, por lo menos, lo que afirma San
Agustín, a quien debemos —dado que el tratado del jurista romano
ha llegado hasta nosotros de forma fragmentaria— un resumen de
la interpretación que el propio Cicerón, por boca de Escipión, ha
bría hecho de su definición del Estado en el libro III del De re pu
blica. Precisamente, como sabemos, San Agustín se vale del hecho
de la introducción en tal definición de un criterio moral para reali
zar una reducción al absurdo de la misma y proponer una nueva
definición adiáfora, es decir, exenta de todo elemento valorativo, en
el sentido que más arriba se expuso.
Indudablemente, el consensus iuris de Cicerón puede entender
se como «respeto por la justicia» o como «asentimiento a la ley»; en
el primer caso, la definición significaría un intento de justificación
del Estado por la vía de la justicia natural o ley natural, aquella
«verdadera ley» que él mismo describe como «recta razón confor
me con la naturaleza, que a todos se extiende, inmutable y eterna».
Sin embargo, considerada como pura definición, lo que particular
mente interesa es el énfasis que pone en el elemento de la ley, no en
la cualidad de ésta; e incluso en este sentido restringido —es decir,
atendiendo sólo a la inserción definitiva de la noción de Derecho en
el concepto del Estado—, el eco de la repetida definición se escu
chará a través de los siglos, y puede afirmarse que aún hoy se halla
presente en la mente de cuantos, contra la tesis que reduce el Esta
do a un simple fenómeno de fuerza, ven en el poder estatal el ejer
cicio de la fuerza bajo el signo del Derecho, de la legalidad.
En los pasajes que hemos transcrito se contienen también dos
nociones que tienen una importancia capital en la teoría jurídica
del Estado. La primera es la de la existencia en la sociedad política
de un poder supremo (summa rerum, summa potestas) del que ema
na la ley y que, según en quien resida, determina no sólo la forma
de gobierno, sino también la estructura del Estado (status rei pu-
blicae). En la tradición romana, este poder supremo es el poder del
pueblo; del pueblo, se entiende, jurídicamente organizado.3 Por tan
to, la ley es, en esencia, la emanación de la voluntad colectiva del
pueblo. Como dice Gayo, jurisconsulto del tiempo de los Antoninos,
3. Véase, para lo que sigue, el espléndido estudio de P. Catalano, II prin
cipio democrático in Roma, en «Studia et Documenta Historiae et Juris»,
XXVIII, 1962. Deseo expresar a este joven colega mi gratitud por las oportunas
aclaraciones que me ha proporcionado sobre estos puntos, que me han permi
tido modificar sensiblemente la interpretación de Cicerón que daba en la pri
mera edición de este libro.
104 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
Indicaciones bibliográficas
Indicaciones bibliográficas
Además de las obras citadas en el capítulo anterior, A. F. Po
l l a r d , The Evolution of Parliament, 2.a ed., Londres, 1929; C. H.
M cIlw ain , Constitutionalism Ancient and Modem, Ithaca, Nueva
York, 1940.
Otras obras más recientes podrían citarse, pero nos limitamos a
mencionar dos muy importantes y que ofrecen, ambas, una biblio
grafía detallada: E. H. K a n to r o w ic z , The King's Two Bodies, Prince
ton, 1957; y los estudios de G. P o st recogidos en el volumen, ya ci
tado, Studies in Medieval Legal Thought (Princeton, 1964), que lleva
el sugestivo subtítulo de Public Law and the State, 1100-1322.
Ill____
C a pít u l o q u in t o
EL NACIMIENTO DEL ESTADO MODERNO
2. Para cuanto sigue pueden verse estos dos trabajos, aunque sus conclu
siones no siempre coinciden con las aquí expuestas: W. Ullmann, Principles of
Government and Politics in the Middle Ages, Londres, 1961, y M. Wilks, The Pro
blem o f Sovereignty in the Later Middle Ages, Cambridge, 1953. En cuanto a mis
puntos de vista discrepantes con los de estos dos autores, vid. las respectivas
recensiones en la «Rivista Storica Italiana», LXXV, fase. 2 (1963), y LXXVI,
fase. 3 (1964).
EL ESTADO COMO PODER 125
decía Bonifacio VIII, con palabras que, sorprendentemente, son
una anticipación de Hobbes y de Rousseau, un cuerpo bicéfalo es
un «monstruo» imposible.3
Pero la noción de soberanía no fue monopolio exclusivo de la
doctrina eclesiástica durante la baja Edad Media, y puede apreciar
se también su presencia en el terreno secular, si bien con menos cla
ridad y efectividad. La transformación de las antiguas estructuras
sociales de acuerdo con el nuevo esquema de gobierno unificado se
realizó a través de un proceso lento y gradual que, en la Europa
continental, no se terminó totalmente hasta la Revolución francesa.
Y es significativo que este proceso se entendió muy pronto en tér
minos tales que delatan la aparición de lo que hemos llamado la ló
gica de la soberanía. Fue una lógica de esta clase la que inspiró, ya
a los gobernantes individuales, ya a las asambleas, a reclamar todo
el poder, que los autores medievales —a través de la lectura de los
textos del Derecho romano— llegaron a considerar como pertene
ciente a la «majestad» del Emperador o del pueblo romanos. Ya en
el siglo xm afirmaba un autor —Alanus Anglicus o Alanus ab Insu-
lis— que quod dictum est de Imperatore, dictum habeatur de quoli-
bet rege vel principe qui nulli subest. Unusquisque enim tantum iuris
habet in regno suo quantum Imperator in Imperio. Aquí ya se ve cla
ramente cómo se ha producido el tránsito del concepto de sobera
nía desde la esfera interna hasta la exterior, que caracteriza los úl
timos siglos del Medievo y que anuncia la disolución de la unidad
medieval.
Efectivamente, fue en el orden internacional donde más rotun
damente se manifestó la fuerza del concepto de soberanía y donde
se extrajeron sus consecuencias lógicas, que fueron admirablemen
te utilizadas para explicar y justificar lo que ya se estaba produ
ciendo simultáneamente en los diferentes territorios europeos: el
fraccionamiento de la respublica christiana en Estados diferentes,
individuales e independientes. La soberanía en el orden internacio
nal llegó a ser así la condición necesaria para la soberanía en la es
fera interna: para ser verdaderamente soberano, el poder que den
tro del Estado es la fuente suprema de la ley no debe, a su vez, de
pender de ningún poder superior. Es en este período cuando apare
cen y se difunden ampliamente las fórmulas civitas superiorem non
recognoscens est sibi princeps y rex in regno suo est imperator, que
3. Bula Unam Sanctam, 1302. En cuanto al uso que Rousseau hace del
mismo argumento, vid. más adelante.
126 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
ció, cerrando así el camino abierto por aquél no sólo para una fruc
tífera distinción entre forma de Estado y forma de gobierno —y, por
tanto, la posibilidad de combinar la unidad de la soberanía con la
pluralidad de modos como esta soberanía puede ejercerse sobre los
súbditos—, sino también para la teoría de la «división de poderes»
en el sentido constitucional moderno, de acuerdo con la doctrina
que, como veremos, iba a madurar en un período en que la noción
de soberanía estaba generalmente aceptada y prácticamente sin
oponentes.
El segundo punto de separación se refiere al modo de concebir
el ordenamiento jurídico. La doctrina hobbesiana de que el Derecho
aparece simultáneamente con el Estado y de que no existe el Dere
cho cuando no existe un poder común —es decir, la doctrina de que
sólo hay un tipo de Derecho: el mandato del soberano— contrasta
ba notablemente, ya en tiempos de Hobbes, con la teoría del Dere
cho internacional a la que juristas de la talla de Grocio estaban dan
do su forma definitiva. Para Grocio, el Derecho no se daba sólo a
nivel del Estado, sino que se extendía también a las relaciones in
ternacionales. Los Estados son, sin duda, soberanos en el sentido de
que crean la ley dentro de sus fronteras; pero si el Derecho es, esen
cialmente, una normación reguladora, una manera de usar y con
trolar la fuerza, no es contradictorio afirmar que los Estados, en sus
relaciones recíprocas, puedan someterse —aunque voluntariamen
te— a una ley que ordinariamente respetan y que, después de todo,
confirma e incluso, por así decirlo, legaliza más su soberanía. Al
considerar la ley exclusivamente como mandato del soberano, Hob
bes no solamente se cerró a sí mismo la posibilidad de entender la
naturaleza del Derecho internacional, sino que empobreció el con
cepto mismo de Derecho y simplificó excesivamente la noción de
ordenamiento jurídico, reduciendo todo ordenamiento a un orde
namiento estatal. Un eco de su postura llega todavía hasta nosotros
en la dificultad que encontramos para separar los conceptos de De
recho y Estado al tratar de construir un modelo que pueda aplicar
se no sólo al Derecho internacional, sino también a otros tipos de
experiencias jurídicas. No obstante, algunas recientes teorías de las
que más adelante trataremos indican claramente que nos estamos
distanciando cada vez más de las enseñanzas del Leviathan. La doc
trina moderna de la pluralidad de los ordenamientos jurídicos ofre
ce, caso de ser aceptada, una visión mucho más rica, más comple
ja y articulada, tanto del fenómeno jurídico como del estatal.
Por último —y éste es el aspecto quizá más innovador y radical,
pero al mismo tiempo el más ásperamente polémico, de la ense
EL ESTADO COMO PODER 141
ñanza de Hobbes—, la concepción hobbesiana de la unicidad del
Estado habría de encontrar un obstáculo insalvable en la supervi
vencia de la fundamental concepción cristiana de un tipo de aso
ciación irreductible a la asociación política: la noción de la Iglesia
como organización visible y concreta de la comunidad de fieles. La
doctrina hobbesiana ha podido parecer, a este respecto, francamen
te revolucionaria, negando como niega, con toda crudeza y sin re
serva alguna, cualquier posible dualismo dentro de la unidad del
Estado soberano: «Gobierno temporal y gobierno espiritual no son
sino dos palabras introducidas en el mundo para hacer que los
hombres vean doble y se engañen sobre quién es su legítimo sobe
rano.» Oponer una autoridad espiritual frente a la civil equivale a
crear un «reino invisible», «semejante al reino de las hadas». «Un
Estado cristiano y una Iglesia son la misma cosa.» Esta radical ne
gación hobbesiana del dualismo tradicional fue elogiada más tarde
por Rousseau, el primer teórico del «Estado ético» en sentido mo
derno: de tous les auteurs chrétiens le philosophe Hobbes est le seul
qui ait bien vu le mal et le remède, qui ait osé proposer de réunir les
deux tetes de l'aigle, et de tout ramener à l'unité politique, sans la-
quelle jamais état ni gouvemement ne sera bien constitué (Contrai So
cial, IV, 8).
Sin embargo, debe procederse con la mayor cautela al hablar de
la novedad de Hobbes en este aspecto. La idea del Estado y la Igle
sia como un cuerpo único había sido ya claramente formulada en
Inglaterra en la época de la ruptura con Roma. De hecho, algunos
de sus defensores, y quizá toda la «teoría Tudor» de la Iglesia y el
Estado, parecen predecir la idea de Hobbes y la presentan con el
mismo vigor y la misma claridad. Por otra parte, la tesis de una so
ciedad única en la que Iglesia y Estado vienen a integrarse era una
herencia directa de la concepción medieval de la respublica chris-
tiana. En cambio, la que sí era moderna era la doctrina que preci
samente se estaba elaborando en tiempos de Hobbes y que afirma
ba la existencia de dos sociedades distintas, aunque ambas perfec
tas a su modo, el Estado y la Iglesia; doctrina que preparaba el ca
mino para nuestra sociedad moderna, de carácter plural, una
sociedad radicalmente distinta de la que pensó Hobbes.
Unidad, unicidad, unitariedad: ni poder, ni Derecho, ni sociedad,
sino con el Estado y dentro del Estado. No podría hacerse una me
jor descripción de la esencia de la teoría política de Hobbes, ni
mejor explicación de por qué esta teoría apuntó directamente al nú
cleo del problema moderno de la política, contribuyendo más que
ninguna otra a dar forma al concepto contemporáneo de Estado;
142 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
gran fervor por los teóricos políticos medievales. Valga por todos el
ejemplo de Santo Tomás de Aquino, que vuelve una y otra vez so
bre esa idea siguiendo la típica preferencia de su tiempo por la mo
narquía como forma óptima de gobierno, pero precisando que esa
monarquía debe ser temperata precisamente en el sentido de un re-
gimen commixtum, quod est optimum y apuntando varios modos
por los que esa «conmixtión» puede alcanzarse. Dos puntos son de
especial interés en la teoría tomista de la constitución mixta: la afir
mación de que el pueblo debe tener una participación en la desig
nación de los gobernantes, y la de que las leyes deben establecerse
por toda la comunidad; posturas que adquieren una especial rele
vancia cuando se contrastan con las opiniones medievales sobre la
naturaleza del Derecho y la fuente del poder.
La teoría del Estado mixto sirvió especialmente para explicar e
interpretar las complejas estructuras constitucionales que se fueron
formando en varios países europeos al final de la Edad Media, es
tructuras que eran el resultado de la paulatina transformación de
viejas ideas acerca de la relación entre el poder y el Derecho y que
estaban estrechamente unidas a la presencia y a la colaboración de
varios «estamentos» en el «cuerpo político». No es de extrañar, por
ello, que la idea de la constitución mixta alcanzase tan gran popu
laridad y éxito a comienzos de la Edad Moderna. Para limitamos a
sólo un país, recordemos la amplia acogida que la doctrina tuvo en
Inglaterra, donde aparece mantenida por los primeros teóricos de la
constitución inglesa, como sir John Fortescue, un escritor de la se
gunda mitad del siglo xv, el cual toma directamente de Santo To
más la concepción del regimen mixtum, sirviéndose de ella para de
mostrar las excelencias de la monarquía constitucional inglesa. En
el siglo siguiente, otro escritor sobre temas políticos, Richard Hoo-
ker, describe el Estado inglés como una «cuerda de tres cabos» com
puesta por el rey, por la nobleza y por el pueblo, y añadía —en un
tono, por cierto, muy medieval— que el poder del rey estaba limi
tado por el Derecho, siendo éste formulado por «todo el cuerpo po
lítico». Otro autor de este período, sir Thomas Smith, llegaba a afir
mar que «la mayoría de los gobiernos no son simples, sino mixtos»,
afirmación que no le impedía decir, con una clara visión del con
cepto de soberanía, que «el más alto y absoluto poder» en Inglate
rra reside en el Parlamento, «donde todos los ingleses se consideran
presentes». Pero no sólo en Inglaterra, sino en todo el continente
europeo, la doctrina de la constitución o Estado mixtos es un lugar
común en la teoría política del Renacimiento y persistirá tenaz
mente durante los siglos xvn y xviii.
EL ESTADO COMO PODER 147
Es precisamente esta doctrina, arraigada en la tradición y —al
menos en apariencia— corroborada por la experiencia, la que Bo-
dino y Hobbes critican con dureza y rechazan abiertamente par
tiendo del concepto de soberanía. La crítica que hacen se basa, so
bre todo, en consideraciones de tipo práctico, porque, como ya in
dicara Maquiavelo, los Stati di mezzo están condenados a la inesta
bilidad y a la disolución. Pero, además, la rechazan también como
lógicamente inadmisible teniendo en cuenta la unidad y la indivisi
bilidad del poder. Para Bodino, una forma de Estado compuesta
acaba siempre por producir un conflicto de poderes que no podrá
resolverse sino por la fuerza, y su existencia es una pura ilusión,
puesto que en realidad la soberanía está siempre en las manos de
un único titular. No menos categórico es Hobbes, quien, si bien en
De Cive parece admitir la posibilidad de que existan formas mixtas
de Estado, afirma después en el Leviathan que las formas de Esta
do son siempre simples: monarquía, aristocracia o democracia. «No
puede haber otras —dice—, porque la soberanía, que, como he de
mostrado, es indivisible, no puede pertenecer más que a uno solo o
a todos en conjunto.» Sin embargo, se cometería una injusticia con
Bodino y Hobbes si se omitiera advertir que esta rígida posición que
adoptan no sólo se deriva de una exigencia teórica, sino que es tam
bién un reflejo directo de la trágica experiencia que vivieron. Am
bos escriben teniendo ante sus ojos la visión de sus países lacera
dos por la guerra civil; unas guerras que los contendientes intenta
ban justificar como una lucha por la antigua constitución «mixta»
o en nombre de la tradicional «supremacía de la ley»,3 pero que
para ellos no eran sino una lucha por la soberanía: «la división en
ejércitos enfrentados» nunca se habría producido si previamente no
se hubieran dividido «los derechos soberanos». Y tal división con
duce a que, como se ha dicho, un reino dividido contra sí mismo no
puede mantenerse.
Pero si Bodino y Hobbes coinciden en la condena de la idea del
Estado mixto, aquél, en cambio, discrepa, como hemos visto, de
éste al distinguir entre forma de Estado y forma de gobierno. Para
Bodino la forma del Estado es simple en todo caso; pero la forma
de gobierno puede ser compleja: una monarquía, por ejemplo, pue
de gobernarse democráticamente (populairement) si el príncipe hace
3. Como característica ha quedado una famosa frase de sir Edward Coke,
el gran jurista inglés que fue el primer líder de la oposición parlamentaria al
absolutismo de los Estuardos: Magna Charta is such a fellow that he will have
no sovereign.
148 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
Indicaciones bibliográficas
j
(Mi
C a pít u l o n o v e n o
ESTADO E IGLESIA
Indicaciones bibliográficas
LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD
i.
176 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
V é a n se , s in e m b a rg o , p a r a u n a a m p lia d is c u s ió n d e l te m a d e la
le g itim id a d , la s o b ra s c lá s ic a s d e L assw ell y K apla n , Power and So
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m itä t im h e u tig e n S ta a t» , e n Zeitschrift für Politik, N . F., V (1958).
E l p ro fe s o r C. J. F r ie d r ic h h a v u e lto re c ie n te m e n te a d is c u tir c o n
a m p litu d el te m a e n u n c a p ítu lo d e Man and his Government, N u e
v a Y ork, 1963, p a rte II, ca p . 13.
Sobre el uso que el marxismo hace de la noción de legitimidad
es revelador un pequeño artículo de L ukacs . Según este autor, el
único poder legítimo es el del proletariado, cuya sola misión estri
ba en conseguir desprenderse del cretinismo de la legalidad y del
romanticismo de la ilegalidad (G. L ukacs , «Légalité et Illégalité»,
1920, en Histoire et Conscience de Classe, Paris, 1960).
Sobre el planteamiento del problema de la legitimidad pueden
considerarse como clásicas las obras de B e n ja m in C o n sta n t , De l’es-
prit de conquête et de l’usurpation dans leurs rapports avec la civili
sation européenne (1814), y de G. F e r r e r o , Pouvoir (1942).
En este capítulo se han hecho referencias también a De Tyrannia
(c. 1350), de B artolo d e S a sso fer ra to , y a De Tyranno (c. 1400), de
C oluccio S alutati .
P a rte te r c e r a
EL ESTADO COMO AUTORIDAD
C apítulo pr im ero
do vicio, el mal continúa siendo mal. Sólo que «lo que en este mun
do llamamos mal... es el principio que nos hace sociables». En
jVlandeville se produce, pues, una auténtica subversión de valores
y; a partir de él, los vicios serán llamados «virtudes económicas»4 y
el «mal» se convertirá en un «bien». La antigua aspiración a un or
den como garantía de pacífica y feliz armonía entre los hombres
ha sido sustituida por la exaltación de la competencia y de la lucha
por la conquista de la riqueza y del poder. Es, en suma, el estado
de naturaleza hobbesiano vuelto del revés, puesto que la voluntad
de imperio ya no es un obstáculo para la constitución de la socie
dad, sino una fuerza constructiva y fecunda de progreso. En una
concepción como ésta, el Estado se reduce a algo puramente ne
gativo: un medio de dominio para quienes se apoderan de él y una
simple garantía de supervivencia para quienes estén sometidos a su
yugo.
Tres mitos, tres mundos distintos. El lector actual puede recono
cer en cada uno de ellos, como en un espejo deformante, rasgos que
le son familiares, puesto que en cada uno se hallan elementos
que de algún modo han contribuido a determinar la actitud del hom
bre moderno frente al Estado. Puede parecer paradójico hablar de
una desvalorización del Estado en una época que, como la nuestra,
ha conocido y conoce las formas más extremas de estatolatría. Pero
habría que preguntarse si no se basan precisamente en dicha des
valorización las dos tesis que hoy dominan en la teoría del Estado:
el realismo político, que reduce el Estado a la fuerza, y el positi
vismo jurídico, que reconoce la presencia del Estado en todo orde
namiento efectivo. Ciertamente no debe hablarse de «desvaloriza
ción» ni de «valoración» respecto de doctrinas que se colocan deli
beradamente en el terreno de la «avaloración», ni respecto de una
argumentación que se preocupa (como hemos advertido repetida
mente) de mantenerse rigurosamente en un plano descriptivo y de
evitar toda actitud prescriptiva. Mas ello no es óbice para que,
como hemos visto anteriormente, se encuentre frecuentemente im
plícito un juicio de valor también en las posiciones de los «rea
listas» y de los «positivistas» (recuérdese el caso de Maquiavelo y
de Hobbes), juicio que se contiene sin duda en la sustitución de la
noción de legalidad por la de orden que se produce, según antes vi
mos, en el lenguaje corriente.
4. Sobre esta «subversión», que culminarán los utilitaristas, y sobre la
apelación de éstos a la paradoja de Mandeville, vid. el trabajo fundamental de
E. Halévy, La formation du radicalisme phisolophique, parte I, cap. 1.
192 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
NATURALEZA Y CONVENCIÓN
Indicaciones bibliográficas
NACIÓN Y PATRIA
Indicaciones bibliográficas
EL DERECHO DIVINO
1. Omnis anima potestatibus sublimioribus subdita sit: non est enim po
testas nisi a Deo: quae autem sunt, a Deo ordinatae sunt. Itaque qui resistit po
testad, Dei ordinationi resistit. Qui autem resistunt, ipsi sibi damnationem ac-
quirunt: Nam principes non sunt timori boni operis, sed mali. Vis autem non ti-
mere potestatem? Bonum fac; et habebis laudem ex illa: Dei enim minister est tibi
in bonum. Si autem malum feceris, time: non enim sine causa gladium portat.
Dei enim minister est: vindex in iram ei qui malum agit. Ideo necessitate subdi-
ti estote, non solum propter iram, sed propter conscientiam (Epístola a los Ro
manos, XIII, 1-5; cfr. también los pasajes paralelos de la Epístola a Tito, III, 1,
y de la Epístola de San Pedro, II, 13-17).
N. E.: «Todos deben acatar la autoridad constituida. Dios es la fuente de
toda autoridad, y, en consecuencia, por Él han sido establecidas las que ac
tualmente existen. Se rebela, pues, contra lo que Dios ha dispuesto el que se
opone a la autoridad, y los que así se comportan recibirán su merecido. Los
gobernantes, en efecto, no tienen por oficio intimidar a los buenos, sino a los
malos. ¿Te interesa no temer a la autoridad? Pues pórtate bien, y sólo elogios
recibirás de ella, ya que está al servicio de Dios para ayudarte a hacer el bien.
Pero, si te portas mal, es razón que temas, pues no por nada está dotada de po
deres eficaces. Como agente de Dios, la autoridad imparte justicia y castiga al
malhechor. Es preciso, por tanto, que acatéis la autoridad, y no sólo por mie
do al castigo, sino como un deber de conciencia» (edición de La Biblia inter
confesional. Nuevo Testamento).
EL ESTADO COMO AUTORIDAD 217
nante que haga buen uso del poder, qui bene utitur potestate.1
Esta interpretación permitía distinguir entre la sanción divina de
la autoridad y los distintos aspectos históricos en los que el poder
se manifiesta en concreto. En el pensamiento medieval, el carácter
sagrado de la autoridad aparece condicionado por el ejercicio de la
misma: más que fuente de derechos, es fuente de deberes. Al mis
mo tiempo que el poder político se circunda de un halo religioso, se
delimita su acción en el sentido de una misión bien definida. Fácil
es suponer las posibilidades que se abrían por este camino. En el
polo opuesto de la doctrina de la obediencia pasiva —y sin contra
decir del todo, sin embargo, el texto paulino, e incluso apoyándo
se en el mismo— los autores cristianos medievales, a los que si
guieron otros de siglos posteriores, elaboraron una doctrina sobre
la licitud e incluso obligatoriedad de la resistencia. Si el ejercicio
del poder constituye una función, un fin que cumplir, a la realiza
ción del mismo corresponde, de parte del súbdito, el deber de obe
diencia; pero éste cesa en el momento en que dicho fin no se rea
liza. Porque no puede admitirse que un poder proceda de Dios, y,
por tanto, deba ser obedecido, por el mero hecho de su existencia
fáctica; o que una persona esté investida del carisma de la autori
dad por el simple hecho de que detente el poder.
Esta última observación es importante a los efectos de distinguir
la doctrina del carácter sagrado de la autoridad de otra doctrina
con la que en ocasiones se la confunde: la doctrina del «derecho di
vino» propiamente dicha. Si con tal expresión se quiere designar,
simplemente, el carácter providencial que el poder tiene, como he
mos visto, en la concepción cristiana, no habría que objetar nada
al empleo de la misma. Pero, tal como suelen usarla los historia
dores, la expresión «doctrina del derecho divino» posee de ordina
rio un alcance más restringido, y con ella se acostumbra a designar
una doctrina que, aunque ya aparece en la Edad Media, no llegará
a su pleno desarrollo y completa formulación hasta el comienzo de
la Edad Moderna. La apelación al «derecho divino» encierra én esta
doctrina una triple significación: a) la exaltación de la monarquía
como la mejor e incluso la única forma de gobierno sancionada por
Dios; b) la reivindicación de un poder absoluto para el monarca,
que sólo a Dios debe dar cuenta de sus acciones, pudiendo exigir a
los súbditos una obediencia incondicionada, y c) la afirmación de
que el monarca «legítimo» ostenta un derecho inalienable e inde
pendiente de la voluntad de los súbditos (por lo que en esta doctri
na tiene suma importancia el principio de «legitimidad dinástica»,
es decir, la idea de un derecho al poder derivado del hecho del na
220 LA NOCIÓN DE ESTADO
cimiento).
Considerando cada uno de estos tres aspectos de la doctrina del
«derecho divino», se comprende fácilmente que proporcionara la
base ideológica al absolutismo monárquico, como la doctrina de
la soberanía le ofreció el fundamento legal. Al igual que toda ideo
logía, respondió a las necesidades de una época. Formulada por pri
mera vez en todos sus aspectos por Jacobo I de Inglaterra,4 fue pos
teriormente adoptada por Bossuet5 —por citar sólo algunos de sus
máximos representantes— y perduró hasta el Congreso de Viena,
sobreviviendo aún hoy en ciertos tardíos adalides del «legitimismo».
Es fácil comprender, por otra parte, las razones por las que la doc
trina en cuestión no está necesariamente vinculada con la del ca
rácter sagrado de la autoridad y conduce a conclusiones completa
mente diferentes de las de ésta.
La primera idea implicada en la doctrina del derecho divino es,
como se ha dicho, la de la excelencia de la monarquía sobre cual
quier otra forma de gobierno, en cuanto que es una institución or
denada por Dios. Indudablemente, esto no se dice en el pasaje de la
Epístola a los Romanos, ni la idea de que todo poder procede de
Dios conduce necesariamente a la monarquía teocrática. La preva
lenza de la monarquía y la preferencia por ésta en determinadas
épocas no son sino el resultado de particulares circunstancias his
tóricas y políticas. En la Edad Media, tal preferencia estaba inclu
so respaldada por argumentos religiosos y filosóficos, como, por
ejemplo, el paralelo observado por algunos autores entre la función
del rey en su reino y la de Dios con respecto al universo, argumen
to utilizado por Santo Tomás y por Dante.6 Además, el carácter sa
grado de la autoridad parece manifestarse mejor y con más fuerza
en el gobierno de un solo hombre que en el de muchos, siendo po
sible incluso en aquel caso plasmar la autoridad en formas tangi
bles recurriendo a instituciones especiales e «investiduras» de ca
rácter simbólico y carismàtico. Grandes ceremonias litúrgicas,
como las de la unción y la coronación del rey, eran dispuestas por
la Iglesia para patentizar dicho carácter carismàtico y, al mismo
tiempo, con el fin de subrayar la estrecha relación entre el poder es
piritual y el temporal y la dependencia de éste respecto de aquél.
Indicaciones bibliográficas
FUERZA Y CONSENTIMIENTO
1. Parte I, cap. 6.
226 LA NOCIÓN DE ESTADO
L
EL ESTADO COMO AUTORIDAD 231
Indicaciones bibliográficas
LA LIBERTAD NEGATIVA
Indicaciones bibliográficas
LA LIBERTAD POSITIVA
k
EL ESTADO COMO AUTORIDAD 253
otra cosa que el derecho del más fuerte», es algo que se encuentra
en escritores del más rancio liberalismo, desde Mallet du Pan a
Constant y Mili. Y no les dictaba esta actitud ningún sentimiento de
reacción antidemocrática, sino la preocupación de laborar en pro
de las instituciones liberales y de preservarlas contra un nuevo des
potismo, más exigente acaso que el antiguo.
Una segunda amenaza que la crítica liberal descubría en la de
mocracia igualitaria (y hablamos sólo de la crítica constructiva, no
de la negación pura y simple a que se entregan los escritores reac
cionarios) era la que en términos modernos llamaríamos «equipa
ración de valores». Se pensaba que tal equiparación habría de ser
el resultado inevitable de desconocer la desigualdad real de los
hombres, sus diferentes aptitudes, el papel de autodiferenciación en
la dinámica de la vida social. El autor que con mayor énfasis de
nunció, en el siglo xix, la gravedad de este peligro fue Tocqueville,
que se debatía — com o él mismo confesó— entre sus sentimientos
aristocráticos y su preferencia racional por la democracia. Su preo
cupación le condujo, en un primer momento, a apoyarse en su co
nocimiento de la «democracia en América» para hacer un pe
netrante diagnóstico de la democracia en general, y, después, a ras
trear el proceso de nivelación operado en Francia antes de la Revo
lución, encontrando sus raíces en la estructura misma del anden
régime y en la formación del Estado moderno, burocrático y cen-
tralizador. Y si bien frente al progreso imparable del igualitarismo
confesaba Tocqueville que se sentía invadido de una especie de «te
rror religioso», no por ello su juicio dejaba de ser firme: «N o se tra
ta de reconstruir una sociedad aristocrática, sino de hacer nacer la
libertad en el seno de la sociedad democrática en la que Dios nos
ha llamado a vivir.»
El último y más grave peligro derivado de la aplicación rígida e
incondicionada del principio democrático es el de que tal aplicación
pueda conducir ni más ni menos que a la renuncia, total y definiti
va, de la libertad. Tal peligro ya había sido advertido por el propio
Rousseau al hacer la crítica de algunas doctrinas contractualistas y,
especialmente, de la de Grocio. Efectivamente, el contrato social
concebido como irrevocable no es, para Grocio, más que el punto
de partida para justificar el absolutismo o, como dice Rousseau,
«para despojar a los pueblos de todos sus derechos e investir a los
reyes con ellos por todos los procedimientos imaginables». Y en la
historia del siglo xix, por no hablar de la nuestra, no faltan casos
en que la soberanía popular fue invocada, precisamente, para esta
blecer una dictadura. Los plebiscitos, los referendos, las apelaciones
EL ESTADO COMO AUTORIDAD 255
5. Sobre este tema, objeto hoy de viva discusión entre los estudiosos, re
cordemos las espléndidas páginas de L. Einauidi, G. G. Rousseau, le teorie de
lla volontà generale e del partito guida e il com pito degli universitari, en la en
trega 4.a de las «Prediche inutili», 1957.
258 LA NOCIÓN DE ESTADO
Indicaciones bibliográficas
EL BIEN COMÚN
9. Entre los trabajos recientes que m ejor ilustran este recelo recordamos
especialmente uno que ha tenido gran resonancia en el mundo anglosajón:
K. R. Popper, The Open Society and its enemies, cit.
EL ESTADO COMO AUTORIDAD 267
Indicaciones bibliográficas