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En este primer capítulo se nos hace la invitación de anunciar el evangelio a toda creatura (Mc 16,15),
señalando la presencia amorosa del Padre que, como Creador de todo cuento existe, se manifiesta con
su sabiduría y bondad, decretando que el ser humano fuera partícipe de su vida divina.
Con la presencia de su Hijo, Jesucristo, nos manifiesta que fue enviado por amor; a él lo reconocemos
como Salvador, y quiso quedarse presente entre nosotros mediante su Palabra y la Eucaristía,
convirtiéndose en nuestro alimento y luz que nos recuerda que de él procedemos, vivimos y nos dirigimos
hacia el Padre Celestial.
El Espíritu Santo, es quién consume la obra del Padre, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés
a los apóstoles reunidos en el Cenáculo para santificar indefinidamente la Iglesia y de esta forma los fieles
tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18).
El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co3,16; 6,19), y en
ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26).
Es precisamente el Espíritu Santo quien guía y santifica a la Iglesia, y es quien también convoca y reúne a
los creyentes en un solo pueblo, “reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
La Iglesia es reconocida como el Cuerpo de Cristo y la reconocemos, como única Santa y Apostólica y
que fue encomendada a Pedro y sus sucesores para continuar
dando a conocer la Buena nueva.
EL PUEBLO DE DIOS
Consta de 9 números en donde se nos describe cómo Dios ha escogido a su pueblo en el Antiguo
Testamento y cómo ahora nosotros, seguidores de Jesús, nos ha constituido en los herederos y
descendientes de la promesa hecha a los Israelitas por boca de sus profetas: «Heaquí que llegará el
tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá… Pondré mi ley
en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo… Todos,
desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34).
En Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios
vivo (cf. 1 P 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), hemos sido constituidos
en «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición…, que en un tiempo no era
pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 P 2, 9-10).
También nos describe a la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, como “sacerdotal”, y resalta el sacerdocio
común de los fieles y el servicio que le presta el sacerdocio ministerial en virtud de la “potestad
sacramental”. Así mismo, analiza el ejercicio del sacerdocio común a partir de los sacramentos de la
Penitencia y el Matrimonio, que inspiran la vida cristiana y a la familia, la
cual distingue como “Iglesia doméstica”.
Sintetizando, en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, el amor del Padre se hace presente en todas las razas
de la tierra, unidos en la Iglesia, teniendo a Cristo como cabeza, en la unidad del Espíritu Santo.
CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA PARTICULARMENTE DEL EPISCOPADO
Para acompañar al Pueblo que Dios Padre se ha escogido, luego de la institución de la Iglesia, Cristo
Jesús, instituyó diversos ministerios, y sobre todo, insistió a vivir el mandamiento del amor expresando y
conocido como el servicio a la caridad, es decir, el de estar al servicio de los necesitados.
Los obispos son vistos como representantes de sus Iglesias particulares y
a todos, junto con el Papa, como representantes de la Iglesia universal, partiendo del llamado que Jesús
hizo a sus apóstoles: “Y así después de haber hecho oración a su Padre, llamó a quienes el quiso” (Jn
20,21).
Los obispos son los sucesores de los apóstoles y los nuevos pastores en la Iglesia hasta el final de los
siglos. Por lo tanto, los obispos, recibieron el ministerio para su comunidad en relación con los presbíteros
y los diáconos. Así mismo, desglosa el rol y función que tienen los obispos en la Iglesia y las actividades
concretas que desempeñan en la comunidad eclesial.
LOS LAICOS
Contiene ocho números, dedicados a la función apreciada y valiosa de los Laicos en la Iglesia. Con el
nombre de Laicos se designa a todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del Orden
Sagrado y de los estados religiosos aprobados por la iglesia. Los laicos son todos los fieles que,,
incorporados por Cristo en el bautismo se integran al Pueblo de Dios y se
han hechos participes, a su modo, de la función Sacerdotal y Profética. Se hace una invitación a que cada
laico o seglar sea, ante el mundo, testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y señal del Dios
vivo.
Así los laicos tienen un papel muy importante que desempeñar en la Iglesia como bautizados, como
miembros activos en la misma, en relación con la Jerarquía eclesiástica y la invitación a seguir buscando
la santidad.
LOS RELIGIOSOS
Contiene cinco números que hacen la reflexión sobre la Vida Consagrada, la importancia que tienen los
religiosos en la Iglesia tomando en cuenta las diversas etapas de la formación, señalando la profesión de
los Consejos Evangélicos y la relación que hay en relación con la Jerarquía de la Iglesia. Puntualiza que
hay actividades (apostolado) directas que realizan los
religiosos con las personas, y también que hay otros consagrados dedicados a la contemplación que
viven en sus claustros. En cualquiera de los tipos de vida consagrada, destaca que hay una estrecha
relación con las autoridades de la Iglesia, ya sea a nivel diocesano (las congregaciones de derecho
diocesano) o bien a nivel pontificio (las congregaciones de derecho pontificio).
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
El reino de Dios
EL PUEBLO DE DIOS
El sacerdocio común
Los no cristianos
CAPÍTULO III
DE LA CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA Y
EN PARTICULAR SOBRE EL EPISCOPADO
Proemio
22. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los
demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de igual
modo se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro,
y los Obispos sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua
disciplina, conforme a la cual los Obispos establecidos por
todo el mundo comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma
por el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz, como
también los concilios convocados, para resolver en común las
cosas más importantes después de haber considerado el
parecer de muchos, manifiestan la naturaleza y forma colegial
propia del orden episcopal. Forma que claramente
demuestran los concilios ecuménicos que a lo largo de los
siglos se han celebrado. Esto mismo lo muestra también el
uso, introducido de antiguo, de llamar a varios Obispos a
tomar parte en el rito de consagración cuando un nuevo
elegido ha de ser elevado al ministerio del sumo sacerdocio.
Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de
la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con
la Cabeza y miembros del Colegio.
El Colegio o cuerpo episcopal, por su parte, no tiene autoridad
si no se considera incluido el Romano Pontífice, sucesor de
Pedro, como cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el
poder primacial de éste, tanto sobre los pastores como sobre
los fieles. Porque el Pontífice Romano tiene en virtud de su
cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda Iglesia potestad
plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede
siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los
Obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral
al Colegio Apostólico, y en quien perdura continuamente el
cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice,
y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y
plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no
puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano
Pontífice. El Señor puso tan sólo a Simón como roca y
portador de las llaves de la Iglesia (Mt., 16,18-19), y le
constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn., 21,15ss); pero el
oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio
también al Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt.,
18,18; 28,16-20). Este Colegio expresa la variedad y
universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está compuesto de
muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está
agrupado bajo una sola Cabeza. Dentro de este Colegio, los
Obispos, actuando fielmente el primado y principado de su
Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de sus
propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el
Espíritu Santo robustece sin cesar su estructura orgánica y su
concordia. La potestad suprema que este Colegio posee sobre
la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el Concilio
Ecuménico. No puede hacer Concilio Ecuménico que no se
aprobado o al menos aceptado como tal por el sucesor de
Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos
Concilios Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. Esta misma
potestad colegial puede ser ejercitada por Obispos dispersos
por el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del
Colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos
apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente para
que sea un verdadero acto colegial.
Los diáconos
CAPÍTULO IV
LOS LAICOS
Peculiaridad
Unidad en la diversidad
El testimonio de su vida
Conclusión
CAPÍTULO V
Llamamiento a la santidad
CAPÍTULO VI
LOS RELIGIOSOS
Perseverancia
CAPÍTULO VII
ÍNDOLE ESCATOLÓGICA DE LA IGLESIA
PEREGRINANTE Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA
CELESTIAL
CAPÍTULO VIII
I. INTRODUCCIÓN
María en la Anunciación
María, Mediadora