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EL MISTERIO DE LA IGLESIA

En este primer capítulo se nos hace la invitación de anunciar el evangelio a toda creatura (Mc 16,15),
señalando la presencia amorosa del Padre que, como Creador de todo cuento existe, se manifiesta con
su sabiduría y bondad, decretando que el ser humano fuera partícipe de su vida divina.
Con la presencia de su Hijo, Jesucristo, nos manifiesta que fue enviado por amor; a él lo reconocemos
como Salvador, y quiso quedarse presente entre nosotros mediante su Palabra y la Eucaristía,
convirtiéndose en nuestro alimento y luz que nos recuerda que de él procedemos, vivimos y nos dirigimos
hacia el Padre Celestial.
El Espíritu Santo, es quién consume la obra del Padre, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés
a los apóstoles reunidos en el Cenáculo para santificar indefinidamente la Iglesia y de esta forma los fieles
tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18).
El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co3,16; 6,19), y en
ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26).
Es precisamente el Espíritu Santo quien guía y santifica a la Iglesia, y es quien también convoca y reúne a
los creyentes en un solo pueblo, “reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
La Iglesia es reconocida como el Cuerpo de Cristo y la reconocemos, como única Santa y Apostólica y
que fue encomendada a Pedro y sus sucesores para continuar
dando a conocer la Buena nueva.
EL PUEBLO DE DIOS
Consta de 9 números en donde se nos describe cómo Dios ha escogido a su pueblo en el Antiguo
Testamento y cómo ahora nosotros, seguidores de Jesús, nos ha constituido en los herederos y
descendientes de la promesa hecha a los Israelitas por boca de sus profetas: «Heaquí que llegará el
tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá… Pondré mi ley
en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo… Todos,
desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34).
En Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios
vivo (cf. 1 P 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), hemos sido constituidos
en «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición…, que en un tiempo no era
pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 P 2, 9-10).
También nos describe a la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, como “sacerdotal”, y resalta el sacerdocio
común de los fieles y el servicio que le presta el sacerdocio ministerial en virtud de la “potestad
sacramental”. Así mismo, analiza el ejercicio del sacerdocio común a partir de los sacramentos de la
Penitencia y el Matrimonio, que inspiran la vida cristiana y a la familia, la
cual distingue como “Iglesia doméstica”.
Sintetizando, en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, el amor del Padre se hace presente en todas las razas
de la tierra, unidos en la Iglesia, teniendo a Cristo como cabeza, en la unidad del Espíritu Santo.
CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA PARTICULARMENTE DEL EPISCOPADO

Para acompañar al Pueblo que Dios Padre se ha escogido, luego de la institución de la Iglesia, Cristo
Jesús, instituyó diversos ministerios, y sobre todo, insistió a vivir el mandamiento del amor expresando y
conocido como el servicio a la caridad, es decir, el de estar al servicio de los necesitados.
Los obispos son vistos como representantes de sus Iglesias particulares y
a todos, junto con el Papa, como representantes de la Iglesia universal, partiendo del llamado que Jesús
hizo a sus apóstoles: “Y así después de haber hecho oración a su Padre, llamó a quienes el quiso” (Jn
20,21).
Los obispos son los sucesores de los apóstoles y los nuevos pastores en la Iglesia hasta el final de los
siglos. Por lo tanto, los obispos, recibieron el ministerio para su comunidad en relación con los presbíteros
y los diáconos. Así mismo, desglosa el rol y función que tienen los obispos en la Iglesia y las actividades
concretas que desempeñan en la comunidad eclesial.

LOS LAICOS
Contiene ocho números, dedicados a la función apreciada y valiosa de los Laicos en la Iglesia. Con el
nombre de Laicos se designa a todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del Orden
Sagrado y de los estados religiosos aprobados por la iglesia. Los laicos son todos los fieles que,,
incorporados por Cristo en el bautismo se integran al Pueblo de Dios y se
han hechos participes, a su modo, de la función Sacerdotal y Profética. Se hace una invitación a que cada
laico o seglar sea, ante el mundo, testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y señal del Dios
vivo.
Así los laicos tienen un papel muy importante que desempeñar en la Iglesia como bautizados, como
miembros activos en la misma, en relación con la Jerarquía eclesiástica y la invitación a seguir buscando

la santidad.

UNIVERSAL VOCACIÓN A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA


Este capítulo contiene cuatro números en los que se nos manifiesta cómo estamos llamados e invitados a
vivir la santidad todos los bautizados en Jesucristo: seglares, religiosos y quienes forman la jerarquía
eclesiástica, “porque está es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes. 4,3; Ef 1, 4).
La reflexión de los Padres conciliares, insisten en la invitación del mensaje de Jesús: “Sean pues, ustedes
perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).

LOS RELIGIOSOS
Contiene cinco números que hacen la reflexión sobre la Vida Consagrada, la importancia que tienen los
religiosos en la Iglesia tomando en cuenta las diversas etapas de la formación, señalando la profesión de
los Consejos Evangélicos y la relación que hay en relación con la Jerarquía de la Iglesia. Puntualiza que
hay actividades (apostolado) directas que realizan los
religiosos con las personas, y también que hay otros consagrados dedicados a la contemplación que
viven en sus claustros. En cualquiera de los tipos de vida consagrada, destaca que hay una estrecha
relación con las autoridades de la Iglesia, ya sea a nivel diocesano (las congregaciones de derecho
diocesano) o bien a nivel pontificio (las congregaciones de derecho pontificio).

ÍNDOLE ESCATOLÓGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA


CELESTIAL
Los cuatro números que contienen este capítulo, son una invitación a continuar viviendo nuestra vida
cristiana confiando en la misericordia y la esperanza de la vida eterna, y se nos invita a mantener la
confianza para tener presente que nuestro Dios nos espera para gozar de Él después de nuestro paso por
este mundo.

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA


IGLESIA.
Es un capítulo extenso de diecisiete números en los que se nos habla sobre el “rol” de María en la historia
de la salvación, desde el misterio del Verbo Encarnado, pasando por todos los momentos de la vida de
Jesús, hasta acompañarlo en su padecimiento en la Cruz y la espera de los discípulos a la llega del
Espíritu Santo. María es la persona más conocida después de
Jesús por los creyentes.
Los padres del conciliares nos dan una buena y profunda reflexión sobre la persona y misión de María,
que es la madre de Jesús y Madre nuestra.
Se nos hace la invitación a vivir en la Fe, la esperanza y sobre todo en la vivencia de la Caridad en este
documento que está cumpliendo sus 50 años, en realidad te invito a conocerlo, profundizarlo sobre todo a
llevarlo a la práctica.
CAPÍTULO I

EL MISTERIO DE LA IGLESIA

1. Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio,


reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea
vehementemente iluminar a todos los hombres con su
claridad, que resplandece sobre el haz de la Iglesia,
anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16,15). Y
como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano,insistiendo en el ejemplo de los
Concilios anteriores, se propone declarar con toda precisión a
sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión
universal.

Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la


Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres,
unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones
sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena
unidad en Cristo.

La voluntad del Padre Eterno sobre la salvación


universal

2. El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y


misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó
elevar a los hombres a la participación de la vida divina y,
caídos por el pecado de Adán, no los abandonó,
dispensándoles siempre su auxilio, en atención a Cristo
Redentor, "que es la imagen de Dios invisible, primogénito de
toda criatura" (Col. 1,15). A todos los elegidos desde toda la
eternidad el Padre "los conoció de antemano y los predestinó
a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea
el primogénito entre muchos hermanos" (Rom., 8,19).
Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la Santa
Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo,
preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel
y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos
tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se
perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos. Entonces,
como se lee en los Santos Padres, todos los justos
descendientes de Adán, "desde Abel el justo hasta el último
elegido", se congregarán ante el Padre en una Iglesia
universal.

Misión y obra del Hijo

3. Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en


El antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la
adopción de hijos, porque en El se complació restaurar todas
las cosas (cfr. Ef., 1,4-5, 10). Cristo, pues, en cumplimiento
de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los
cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su
obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el
misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de
Dios. Comienzo y expansión manifestada de nuevo tanto por
la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo
crucificado (cf. Jn., 19,34), cuanto por las palabras de Cristo
alusivas a su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de
la tierra, atraeré todos a mí" (Jn., 12,32). Cuantas veces se
renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que nuestra
Pascua, Cristo, ha sido inmolado ( 1Cor., 5,7), se efectúa la
obra de nuestra redención. Al propio tiempo, en el
sacramento del pan eucarístico se representa y se produce la
unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo
(cf. 1Cor., 10,17). Todos los hombres son llamados a esta
unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por
quien vivimos y hacia quien caminamos.

El Espíritu santificador de la Iglesia

4. Consumada, pues, la obra, que el Padre confió el Hijo en la


tierra (cf. Jn., 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de
Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma
los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un
mismo Espíritu (cf. Ef., 2,18). El es el Espíritu de la vida, o la
fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn., 4,14;
7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los hombres
muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus
cuerpos mortales (cf. Rom., 8-10-11). El Espíritu habita en la
Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo
(1Cor., 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la
adopción de hijos (cf. Gal., 4,6; Rom., 8,15-16,26). Con
diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece
con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef., 4, 11-12; 1Cor., 12-
4; Gal., 5,22), a la que guía hacía toda verdad (cf. Jn., 16,13)
y unifica en comunión y ministerio. Hace rejuvenecer a la
Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente
y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el
Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "¡Ven!" (cf. Ap.,
22,17). Así se manifiesta toda la Iglesia como "una
muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo".

El reino de Dios

5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su


fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a su
Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios,
prometido muchos siglos antes en las Escrituras: "Porque el
tiempo está cumplido, y se acercó el Reino de Dios" (Mc.,
1,15; cf. Mt., 4,17). Ahora bien, este Reino comienza a
manifestarse como una luz delante de los hombres, por la
palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra
de Dios se compara a una semilla, depositada en el campo
(Mc., 4,14): quienes la reciben con fidelidad y se unen a la
pequeña grey (Lc., 12,32) de Cristo, recibieron el Reino; la
semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va
creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc., 4,26-29). Los
milagros, por su parte, prueban que el Reino de Jesús ya vino
sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el dedo de Dios,
sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc.,
11,20; cf. Mt., 12,28). Pero, sobre todo, el Reino se
manifiesta en la Persona del mismo Cristo, Hijo del Hombre,
que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos"
(Mc., 10,45).

Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz


por los hombres, apareció constituido para siempre como
Señor, como Cristo y como Sacerdote (cf. Act., 2,36; Hebr.,
5,6; 7,17-21), y derramó en sus discípulos el Espíritu
prometido por el Padre (cf. Act., 2,33). Por eso la Iglesia,
enriquecida con los dones de su Fundador, observando
fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de
abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y
de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y
constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino.
Ella en tanto, mientras va creciendo poco a poco, anhela el
Reino consumado, espera con todas sus fuerzas,y desea
ardientemente unirse con su Rey en la gloria.

Las varias figuras de la Iglesia

6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la


revelación del Reino se propone muchas veces bajo figuras,
así ahora la íntima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta
también bajo diversos símbolos tomados de la vida pastoril,
de la agricultura, de la construcción, de la familia y de los
esponsales que ya se vislumbran en los libros de los profetas.

La Iglesia es, pues, un "redil", cuya única y obligada puerta


es Cristo (Jn., 10,1-10). Es también una grey, cuyo Pastor
será el mismo Dios, según las profecías (cf. Is., 40,11; Ez.,
34,11ss), y cuyas ovejas aunque aparezcan conducidas por
pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente
por el mismo Cristo, buen Pastor, y jefe rabadán de pastores
(cf. Jn., 10,11; 1Pe., 5,4), que dio su vida por las ovejas (cf.
Jn., 10,11-16).

La Iglesia es "agricultura" o labranza de Dios (1Cor., 3,9). En


este campo crece el vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los
patriarca,s en la cual se efectuó y concluirá la reconciliación
de los judíos y de los gentiles (Rom., 11,13-26). El celestial
Agricultor la plantó como viña elegida (Mt., 21,33-43; cf. Is.,
5,1ss). La verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la
fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que
estamos vinculados a El por medio de la Iglesia y sin El nada
podemos hacer (Jn., 15,1-5).

Muchas veces también la Iglesia se llama "edificación" de Dios


(1Cor., 3,9). El mismo Señor se comparó a la piedra
rechazada por los constructores, pero que fue puesta como
piedra angular (Mt., 21,42; cf. Act., 4,11; 1 Pe., 2,7; Sal.,
177,22). Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la
Iglesia (cf. 1Cor., 3,11) y de él recibe firmeza y cohesión. A
esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios
(1Tim., 3,15), en que habita su "familia", habitación de Dios
en el Espíritu (Ef., 2,19-22), tienda de Dios con los hombres
(Ap., 21,3) y, sobre todo, "templo" santo, que los Santos
Padres celebran representado en los santuarios de piedra,y en
la liturgia se compara justamente a la ciudad santa, la nueva
Jerusalén. Porque en ella somos ordenados en la tierra como
piedras vivas (1Pe., 2,5). San Juan, en la renovación del
mundo contempla esta ciudad bajando del cielo, del lado de
Dios ataviada como una esposa que se engalana para su
esposo (Ap., 21,1ss).

La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén de arriba" y


madre nuestra (Gal., 4,26; cf. Ap., 12,17), se representa
como la inmaculada "esposa" del Cordero inmaculado (Ap.,
19,1; 21,2.9; 22,17), a la que Cristo "amó y se entregó por
ella, para santificarla" (Ef., 5,26), la unió consigo con alianza
indisoluble y sin cesar la "alimenta y abriga" (cf. Ef., 5,24), a
la que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros
celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios
y de Cristo para con nosotros que supera toda ciencia (cf. Ef.,
3,19). Pero mientras la Iglesia peregrina en esta tierra lejos
del Señor (cf. 2Cor., 5,6), se considera como desterrada, de
forma que busca y piensa las cosas de arriba, donde está
Cristo sentado a la diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia
está escondida con Cristo en Dios hasta que se manifieste
gloriosa con su Esposo (cf. Col., 3,1-4).

La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo

7. El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana,


redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (cf.
Gal., 6,15; 2Cor., 5,17), superando la muerte con su muerte
y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas
las gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo,
comunicándoles su Espíritu.

La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes,


que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y
glorificado, por medio de los sacramentos. Por el bautismo
nos configuramos con Cristo: "Porque también todos nosotros
hemos sido bautizados en un solo Espíritu" (1Cor., 12,13).
Rito sagrado con que se representa y efectúa la unión con la
muerte y resurrección de Cristo: "Con El hemos sido
sepultados por el bautismo, par participar en su muerte", mas
si "hemos sido injertados en El por la semejanza de su
muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (Rom.,
6,4-5). En la fracción del pan eucarístico, participando
realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una
comunión con El y entre nosotros mismos. "Porque el pan es
uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos
de ese único pan" (1Cor., 10,17). Así todos nosotros
quedamos hechos miembros de su cuerpo (cf. 1Cor., 12,27),
"pero cada uno es miembro del otro" (Rom., 12,5).

Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque


sean muchos, constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo
(cf. 1Cor., 12,12). También en la constitución del cuerpo de
Cristo hay variedad de miembros y de ministerios. Uno mismo
es el Espíritu que distribuye sus diversos dones para el bien
de la Iglesia, según sus riquezas y la diversidad de los
ministerios (cf. 1Cor., 12,1-11). Entre todos estos dones
sobresale la gracia de los apóstoles, a cuya autoridad
subordina el mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cf.
1Cor., 14). Unificando el cuerpo, el mismo Espíritu por sí y
con su virtud y por la interna conexión de los miembros,
produce y urge la caridad entre los fieles. Por tanto, si un
miembro tiene un sufrimiento, todos los miembros sufren con
el; o si un miembro es honrado, gozan juntamente todos los
miembros (cf. 1Cor., 12,26).

La cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios


invisible, y en El fueron creadas todas las cosas.. El es antes
que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo
que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los
muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas
(cf. Col., 1,5-18). El domina con la excelsa grandeza de su
poder los cielos y la tierra y lleva de riquezas con su eminente
perfección y su obra todo el cuerpo de su gloria (cf. Ef., 1,18-
23).

Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta


que Cristo quede formado en ellos (cf. Gal., 4,19). Por eso
somos asumidos en los misterios de su vida, conformes con
El, consepultados y resucitados juntamente con El, hasta que
reinemos con El (cf. Fil., 3,21; 2Tim., 2,11; Ef., 2,6; Col.,
2,12 etc). Peregrinos todavía sobre la tierra siguiendo sus
huellas en el sufrimiento y en la persecución, nos unimos a
sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El,
para ser con el glorificados (cf. Rom., 8,17).

Por El "el cuerpo entero, alimentado y trabado por las


coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino" (Col.,
2,19). El dispone constantemente en su cuerpo, es decir, en
la Iglesia, los dones de los servicios por los que en su virtud
nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que
siguiendo la verdad en la caridad, crezcamos por todos los
medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef., 4,11-16).

Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef.,


4,23), nos concedió participar en su Espíritu, que siendo uno
mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica,
unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser
comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el
principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano.

Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su propia Esposa,


como el varón que amando a su mujer ama su propio cuerpo
(cf. Ef., 5,25-28); pero la Iglesia , por su parte, está sujeta a
su Cabeza (Ef., 5,23-24). "Porque en El habita corporalmente
toda la plenitud de la divinidad" (Col., 2,9), colma de bienes
divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef.,
1,22-23), para que ella anhele y consiga toda la plenitud de
Dios (cf. Ef., 3,19).

La Iglesia visible y espiritual a un tiempo

8. Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa,


comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo
como una trabazón visible, y la mantiene constantemente,
por la cual comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la
sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico
de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia
terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de
considerarse como dos cosas, porque forman una realidad
compleja, constituida por un elemento humano y otro divino.
Por esta profunda analogía se asimila al Misterio del Verbo
encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo
divino como órgano de salvación a El indisolublemente unido,
de forma semejante a la unión social de la Iglesia sirve al
Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del
cuerpo (cf. Ef., 4,16).

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo


confesamos una, santa, católica y apostólica, la que nuestro
Salvador entregó después de su resurrección a Pedro para
que la apacentara (Jn., 24,17), confiándole a él y a los demás
apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt., 28,18), y la erigió
para siempre como "columna y fundamento de la verdad"
(1Tim., 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este
mundo como una sociedad, permanece en la Iglesia católica,
gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en
comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella
muchos elementos de santificación y de verdad que, como
dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad
católica.

Pero como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la


persecución, así la Iglesia es la llamada a seguir ese mismo
camino para comunicar a los hombres los frutos de la
salvación. Cristo Jesús, "existiendo en la forma de Dios, se
anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo" (Fil., 2,69),
y por nosotros, "se hizo pobre, siendo rico" (2Cor., 8,9); así
la Iglesia, aunque el cumplimiento de su misión exige
recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria
de este mundo, sino para predicar la humildad y la
abnegación incluso con su ejemplo. Cristo fue enviado por el
Padre a "evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos"
(Lc., 4,18), "para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc.,
19,10); de manera semejante la Iglesia abraza a todos los
afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los
pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y
paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende
servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, santo, inocente,
inmaculado (Hebr., 7,26), no conoció el pecado (2Cor., 5,21),
sino que vino sólo a expiar los pecados del pueblo (cf. Hebr.,
21,7), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los
pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de
purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación.

La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del


mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la
muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Cor., 11,26). Se
vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con
paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades
internas y externas, y descubre fielmente en el mundo el
misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin
de los tiempos se descubra con todo esplendor.
CAPÍTULO II

EL PUEBLO DE DIOS

Nueva Alianza y nuevo Pueblo

9. En todo tiempo y en todo pueblo son adeptos a Dios los


que le temen y practican la justicia (cf. Act., 10,35). Quiso,
sin embargo, Dios santificar y salvar a los hombres no
individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un
pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente.
Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien
estableció una alianza, y a quien instruyo gradualmente
manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través
de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo
realizó como preparación y figura de la nueva alianza,
perfecta que había de efectuarse en Cristo, y de la plena
revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios
hecho carne. "He aquí que llega el tiempo -dice el Señor-, y
haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de
Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus
corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo...
Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán", afirma el
Señor (Jr., 31,31-34). Nueva alianza que estableció Cristo, es
decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1Cor., 11,25),
convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que
se condensara en unidad no según la carne, sino en el
Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios. Pues los que
creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino
incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1Pe., 1,23), no
de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3,5-6),
son hechos por fin "linaje escogido, sacerdocio real, nación
santa, pueblo de adquisición ... que en un tiempo no era
pueblo, y ahora pueblo de Dios" (Pe., 2,9-10).

Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza a Cristo, "que fue


entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra
salvación" (Rom., 4,25), y habiendo conseguido un nombre
que está sobre todo nombre, reina ahora gloriosamente en
los cielos. Tienen por condición la dignidad y libertad de los
hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo
como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar,
como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13,34). Tienen
últimamente como fin la dilatación del Reino de Dios, incoado
por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por
El mismo al fin de los tiempos cuanto se manifieste Cristo,
nuestra vida (cf. Col., 3,4) , y "la misma criatura será libertad
de la servidumbre de la corrupción para participar en la
libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8,21). Aquel pueblo
mesiánico, por tanto, aunque de momento no contenga a
todos los hombres, y muchas veces aparezca como una
pequeña grey es, sin embargo, el germen firmísimo de
unidad, de esperanza y de salvación para todo el género
humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de
vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El
como instrumento de la redención universal y es enviado a
todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt.,
5,13-16).

Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del


desierto, es llamado alguna vez Iglesia (cf. 2Esdr., 13,1;
Núm., 20,4; Deut., 23, 1ss), así el nuevo Israel que va
avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y
permanente (cf. Hebr., 13,14) se llama también Iglesia de
Cristo (cf. Mt., 16,18), porque El la adquirió con su sangre
(cf. Act., 20,28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de
medios aptos para una unión visible y social. La congregación
de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la
salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia
convocada y constituida por Dios para que sea sacramento
visible de esta unidad salutífera, para todos y cada uno.
Rebosando todos los límites de tiempos y de lugares, entra en
la historia humana con la obligación de extenderse a todas las
naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y
de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por al fuerza
de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la
debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que
persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de
renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta
que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.

El sacerdocio común

10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf.


Hebr., 5,1-5), a su nuevo pueblo "lo hizo Reino de sacerdotes
para Dios, su Padre" (cf. Ap., 1,6; 5,9-10). Los bautizados
son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por
la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que
por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan
sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los
llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf. 1Pe., 2,4-10). Por
ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración
y alabanza a Dios (cf. Act., 2,42.47), han de ofrecerse a sí
mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom.,
12,1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a
quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza
que tienen en la vida eterna (cf. 1Pe., 3,15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o


jerárquico se ordena el uno para el otro, aunque cada cual
participa de forma peculiar del sacerdocio de Cristo. Su
diferencia es esencial no solo gradual. Porque el sacerdocio
ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee,
modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio
eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo:
los fieles, en cambio, en virtud del sacerdocio real, participan
en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de
gracias, con el testimonio de una vida santa, con la
abnegación y caridad operante.

Ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos

11. La condición sagrada y orgánicamente constituida de la


comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos
como por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por
el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la
religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el
deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron
de Dios por medio de la Iglesia. Por el sacramento de la
confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se
enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de
esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y
defender la fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos
testigos de Cristo. Participando del sacrificio eucarístico,
fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima
divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la
oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte
activa en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada uno
según su condición. Pero una vez saciados con el cuerpo de
Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la
unidad del pueblo de Dios aptamente significada y
maravillosamente producida por este augustísimo
sacramento.

Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el


perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de Este,
y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la
que,pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y
con oraciones, les ayuda en su conversión. La Iglesia entera
encomienda al Señor, paciente y glorificado, a los que sufren,
con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los
presbíteros, para que los alivie y los salva (cf. Sant., 5,14-
16); más aún, los exhorta a que uniéndose libremente a la
pasión y a la muerte de Cristo (Rom., 8,17; Col., 1 24; 2Tim.,
2,11-12; 1Pe., 4,13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios.
Además, aquellos que entre los fieles se distinguen por el
orden sagrado, quedan destinados en el nombre de Cristo
para apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de
Dios. Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud del
sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y
participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre
Cristo y la Iglesia (Ef., 5,32), se ayudan mutuamente a
santificarse en la vida conyugal y en la procreación y
educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y
estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cf.
1Cor., 7,7). Pues de esta unión conyugal procede la familia,
en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana,
que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el
bautismo en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en
el correr de los tiempos. En esta como Iglesia doméstica, los
padres han de ser para con sus hijos los primeros
predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su
ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y
con especial cuidado la vocación sagrada. Los fieles todos, de
cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos
y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por
su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo
Padre es perfecto.

Sentido de la fe y de los carismas en el Pueblo de Dios


12. El pueblo santo de Dios participa también del don
profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio, sobre todo
por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio
de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre
(cf. Hebr., 13,15). La universalidad de los fieles que tiene la
unción del Santo (cf. 1Jn., 2,20-17) no puede fallar en su
creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el
sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando
"desde el Obispo hasta los últimos fieles seglares" manifiestan
el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres.
Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y
sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio,
al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los
hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1Tes., 2,13),
se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para
siempre a los santos (cf. Jds., 3), penetra profundamente con
rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.

Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y


dirige al Pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios
y lo enriquece con las virtudes, sino que "distribuye sus dones
a cada uno según quiere" (1Cor., 12,11), reparte entre los
fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con
que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y
de oficios provechosos para la renovación y una más amplia
edificación de la Iglesia según aquellas palabras: "A cada uno
se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad"
(1Cor., 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como
los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy
conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que
recibirlos con agradecimiento y consuelo. Los dones
extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay
que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos
apostólicos, sino que el juicio sobre su autenticidad y sobre su
aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes
compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo
y quedarse con lo bueno (cf. 1Tes., 5,19-21).

Universalidad y catolicidad del único Pueblo de Dios

13. Todos los hombres son llamados a formar parte del


Pueblo de Dios. Por lo cual este Pueblo, siendo uno y único,
ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos para
cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el
principio una sola naturaleza humana y determinó congregar
en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (cf.
Jn., 11,52). Para ello envió Dios a su Hijo a quien constituyó
heredero universal (cf. Hebr., 1,2), para que fuera Maestro,
Rey y Sacerdote nuestro, Cabeza del nuevo y universal
pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu
de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia, y
para todos y cada uno de los creyentes, principio de
asociación y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la
unión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Act., 2,42).

Así, pues, de todas las gentes de la tierra se compone el


Pueblo de Dios, porque de todas recibe sus ciudadanos, que
lo son de un reino, por cierto no terreno, sino celestial. Pues
todos los fieles esparcidos por la haz de la tierra comunican
en el Espíritu Santo con los demás, y así "el que habita en
Roma sabe que los indios son también sus miembros". Pero
como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18,36),
la Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino no
arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al
contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que
revelan la idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de
bueno, las favorece y asume; pero al recibirlas las purifica,
las fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe
asociarse a aquel Rey, a quien fueron dadas en heredad todas
las naciones (cf. Sal., 2,8) y a cuya ciudad llevan dones y
obsequios (cf. Sal., 71 [72], 10; Is., 60,4-7; Ap., 21,24). Este
carácter de universalidad, que distingue al Pueblo de Dios, es
un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica tiende
eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera
con todos sus bienes, bajo Cristo como Cabeza en la unidad
de su Espíritu.

En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta


sus dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de suerte que
el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos
lo que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en
la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo
congrega gentes de diversos pueblos, sino que en sí mismo
está integrado de diversos elementos, Porque hay diversidad
entre sus miembros, ya según los oficios, pues algunos
desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos;
ya según la condición y ordenación de vida, pues muchos en
el estado religioso tendiendo a la santidad por el camino más
arduo estimulan con su ejemplo a los hermanos. Además, en
la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares, que
gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el
primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto
de la caridad, defiende las legítimas variedades y al mismo
tiempo procura que estas particularidades no sólo no
perjudiquen a la unidad, sino incluso cooperen en ella. De
aquí dimanan finalmente entre las diversas partes de la
Iglesia los vínculos de íntima comunicación de riquezas
espirituales, operarios apostólicos y ayudas materiales. Los
miembros del Pueblo de Dios están llamados a la
comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden
aplicarse estas palabras del Apóstol: "El don que cada uno
haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos
administradores de la multiforme gracia de Dios" (1Pe.,
4,10).

Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del


Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz y a ella
pertenecen de varios modos y se ordenan, tanto los fieles
católicos como los otros cristianos, e incluso todos los
hombres en general llamados a la salvación por la gracia de
Dios.

Los fieles católicos

14. El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los


fieles católicos y enseña, fundado en la Escritura y en la
Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la
Salvación. Pues solamente Cristo es el Mediador y el camino
de la salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la
Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad
de la fe y del bautismo (cf. Mc., 16,16; Jn., 3,5), confirmó a
un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres
entran por el bautismo como puerta obligada. Por lo cual no
podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue
instituida por Jesucristo como necesaria, rehusaran entrar o
no quisieran permanecer en ella.

A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que,


poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus
disposiciones y todos los medios de salvación depositados en
ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los
sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, a su
organización visible con Cristo, que la dirige por medio del
Sumo Pontífice y de los Obispos. Sin embargo, no alcanza la
salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien no
perseverando en la caridad permanece en el seno de la
Iglesia "en cuerpo", pero no "en corazón". No olviden, con
todo, los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben
atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de
Cristo: y si no responden a ella con el pensamiento, las
palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con
mayor severidad.

Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu Santo,


solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia,
se unen a ella por este mismo deseo; y la madre Iglesia los
abraza ya amorosa y solícitamente como a hijos.

Vínculos de la Iglesia con los cristianos no católicos

15. La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos lo


que se honran con el nombre de cristianos, por estar
bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o no
conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de Pedro.
Pues conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y de
vida, y manifiestan celo apostólico, creen con amor en Dios
Padre todopoderoso, y en el hijo de Dios Salvador, están
marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e
incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o
comunidades eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos
tienen episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan
la piedad hacia la Virgen Madre de Dios. Hay que contar
también la comunión de oraciones y de otros beneficios
espirituales; más aún, cierta unión en el Espíritu Santo,
puesto que también obra en ellos su virtud santificante por
medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la
fortaleza del martirio. De esta forma el Espíritu promueve en
todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para
que todos se unan en paz en un rebaño y bajo un solo Pastor,
como Cristo determinó. Para cuya consecución la madre
Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y exhorta a
todos sus hijos a la santificación y renovación para que la
señal de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el
rostro de la Iglesia.

Los no cristianos

16. Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están


ordenados al Pueblo de Dios por varias razones. En primer
lugar, por cierto, aquel pueblo a quien se confiaron las
alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne
(cf. Rom., 9,4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a
causa de los padres; porque los dones y la vocación de Dios
son irrevocables (cf. Rom., 11,28-29). Pero el designio de
salvación abarca también a aquellos que reconocen al
Creador, entre los cuales están en primer lugar los
musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham
adoran con nosotros a un solo Dios, misericordiosos, que ha
de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo Dios
tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes
buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida,
la inspiración y todas las cosas (cf. Act., 17,25-28), y el
Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1Tim.,
2,4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio
de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se
esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras
de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia,
pueden conseguir la salvación eterna. La divina Providencia
no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin
culpa por su parte no llegaron todavía a un claro
conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados
por la gracia divina, en conseguir una vida recta. La Iglesia
aprecia todo lo bueno y verdadero, que entre ellos se da,
como preparación evangélica, y dado por quien ilumina a
todos los hombres, para que al fin tenga la vida. pero con
demasiada frecuencia los hombres, engañados por el maligno,
se hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad
de Dios por la mentira sirviendo a la criatura en lugar del
Criador (cf. Rom., 1,24-25), o viviendo y muriendo sin Dios
en este mundo están expuestos a una horrible desesperación.
Por lo cual la Iglesia, recordando el mandato del Señor:
"Predicad el Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16,16),
fomenta encarecidamente las misiones para promover la
gloria de Dios y la salvación de todos.
Carácter misionero de la Iglesia

17. Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los


Apóstoles (cf. Jn., 20,21), diciendo: "Id y enseñad a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la
consumación del mundo" (Mt., 28,19-20). Este solemne
mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia
lo recibió de los Apóstoles con la encomienda de llevarla hasta
el fin de la tierra (cf. Act., 1,8). De aquí que haga suyas las
palabras del Apóstol: " ¡Ay de mí si no evangelizara! " (1Cor.,
9,16), por lo que se preocupa incansablemente de enviar
evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas
nuevas Iglesias y éstas continúen la obra evangelizadora. Por
eso se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los
medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios,
que puso a Cristo como principio de salvación para todo el
mundo. predicando el Evangelio, mueve a los oyentes a la fe
y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los
arranca de la servidumbre del error y de la idolatría y los
incorpora a Cristo, para que crezcan hasta la plenitud por la
caridad hacia El. Con su obra consigue que todo lo bueno que
haya depositado en la mente y en el corazón de estos
hombres, en los ritos y en las culturas de estos pueblos, no
solamente no desaparezca, sino que cobre vigor y se eleve y
se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y
felicidad del hombre. Sobre todos los discípulos de Cristo pesa
la obligación de propagar la fe según su propia condición de
vida. Pero aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes,
es, no obstante, propio del sacerdote el consumar la
edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico,
realizando las palabras de Dios dichas por el profeta: "Desde
el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las
gentes, y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación
pura" (Mal., 1,11). Así, pues ora y trabaja a un tiempo la
Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al
Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo,
y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al
Creador y Padre universal.

CAPÍTULO III
DE LA CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA Y
EN PARTICULAR SOBRE EL EPISCOPADO

Proemio

18. En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo


siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos
ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los
ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de
sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del
Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad
cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin
y lleguen a la salvación.

Este santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I,


enseña y declara a una con él que Jesucristo, eterno Pastor,
edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como El
mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20,21), y
quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la
consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia.
Pero para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso,
estableció al frente de los demás apóstoles al bienaventurado
Pedro, y puso en él el principio visible y perpetuo fundamento
de la unidad de la fe y de comunión. Esta doctrina de la
institución perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro
Primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el
santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de
fe a todos los fieles y, prosiguiendo dentro de la misma línea,
se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la
doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los apóstoles,
los cuales junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y
Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa de Dios vivo.

La institución de los Apóstoles

19. El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre,


llamando a sí a los que El quiso, eligió a los doce para que
viviesen con El y enviarlos a predicar el Reino de Dios (cf.
Mc., 3,13-19; Mt., 10,1-42): a estos, Apóstoles (cf. Lc., 6,13)
los fundó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, y
puso al frente de ellos, sacándolo de en medio de los mismos,
a Pedro (cf. Jn., 21,15-17). A éstos envió Cristo, primero a
los hijos de Israel, luego a todas las gentes (cf. Rom., 1,16),
para que con la potestad que les entregaba, hiciesen
discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y
gobernasen (cf. Mt., 28,16-20; Mc., 16,15; Lc., 24,45-48;
Jn., 20,21-23) y así dilatasen la Iglesia y la apacentasen,
sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la
consumación de los siglos (cf. Mt., 28,20). En esta misión
fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf.
Act., 2,1-26), según la promesa del Señor: "Recibiréis la
virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis
mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y
Samaría y hasta el último confín de la tierra" (Act., 1,8). Los
Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf.
Mc., 16,20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu
Santo, reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó sobre
los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro su
cabeza, siendo la piedra angular del edificio Cristo Jesús (cf.
Ap., 21,14; Mt., 16,18; Ef., 2,20).

Los Obispos, sucesores de los Apóstoles

20. Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha


de durar hasta el fin de los siglos (cf. Mt., 28,20), puesto que
el Evangelio que ellos deben transmitir en todo tiempo es el
principio de la vida para la Iglesia. Por lo cual los Apóstoles en
esta sociedad jerárquicamente organizada tuvieron cuidado
de establecer sucesores.

En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el


ministerio, sino que a fin de que la misión a ellos confiada se
continuase después de su muerte, los Apóstoles, a modo de
testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el
encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada,
encomendándoles que atendieran a toda la grey en medio de
la cual el Espíritu Santo, los había puesto para apacentar la
Iglesia de Dios (cf. Act., 20,28). Establecieron, pues, tales
colaboradores y les dieron la orden de que, a su vez, otros
hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del
ministerio. Entre los varios ministerios que ya desde los
primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio
de la tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que,
constituidos en el episcopado, por una sucesión que surge
desde el principio, conservan la sucesión de la semilla
apostólica primera. Así, según atestigua San Ireneo, por
medio de aquellos que fueron establecidos por los Apóstoles
como Obispos y como sucesores suyos hasta nosotros, se
pregona y se conserva la tradición apostólica en el mundo
entero.

Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos,


recibieron el ministerio de la comunidad para presidir sobre la
grey en nombre de Dios como pastores, como maestros de
doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de
autoridad. Y así como permanece el oficio concedido por Dios
singularmente a Pedro como a primero entre los Apóstoles, y
se transmite a sus sucesores, así también permanece el oficio
de los Apóstoles de apacentar la Iglesia que
permanentemente ejercita el orden sacro de los Obispos han
sucedido este Sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido
por institución divina en el lugar de los Apóstoles como
pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo
escucha, a quien los desprecia a Cristo desprecia y al que le
envió (cf. Lc., 10,16).

El episcopado como sacramento

21. Así, pues, en los Obispos, a quienes asisten los


presbíteros, Jesucristo nuestro Señor está presente en medio
de los fieles como Pontífice Supremo. Porque, sentado a la
diestra de Dios Padre, no está lejos de la congregación de sus
pontífices, sino que principalmente, a través de su servicio
eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y
administra sin cesar los sacramentos de la fe a los creyentes
y, por medio de su oficio paternal (cf. 1Cor., 4,15), va
agregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración
sobrenatural; finalmente, por medio de la sabiduría y
prudencia de ellos rige y guía al Pueblo del Nuevo Testamento
en su peregrinación hacia la eterna felicidad. Estos pastores,
elegidos para apacentar la grey del Señor, son los ministros
de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios (cf.
1Cor., 4,1), y a ellos está encomendado el testimonio del
Evangelio de la gracia de Dios (cf. Rom. 15,16; Act., 20,24) y
la administración del Espíritu y de la justicia en gloria (cf.
2Cor., 3,8-9).

Para realizar estos oficios tan altos, fueron los apóstoles


enriquecidos por Cristo con la efusión especial del Espíritu
Santo (cf. Act., 1,8; 2,4; Jn., 20, 22-23), y ellos, a su vez,
por la imposición de las manos transmitieron a sus
colaboradores el don del Espíritu (cf. 1Tim., 4,14; 2Tim., 1,6-
7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración
episcopal. Este Santo Sínodo enseña que con la consagración
episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden,
que por esto se llama en la liturgia de la Iglesia y en el
testimonio de los Santos Padres "supremo sacerdocio" o
"cumbre del ministerio sagrado". Ahora bien, la consagración
episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también el
oficio de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su
naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión
jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio. En efecto,
según la tradición, que aparece sobre todo en los ritos
litúrgicos y en la práctica de la Iglesia, tanto de Oriente como
de Occidente es cosa clara que con la imposición de las
manos se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el
sagrado carácter, de tal manera que los Obispos en forma
eminente y visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor
y Pontífice y obren en su nombre. Es propio de los Obispos el
admitir, por medio del Sacramento del Orden, nuevos
elegidos en el cuerpo episcopal.

El Colegio de los Obispos y su Cabeza

22. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los
demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de igual
modo se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro,
y los Obispos sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua
disciplina, conforme a la cual los Obispos establecidos por
todo el mundo comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma
por el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz, como
también los concilios convocados, para resolver en común las
cosas más importantes después de haber considerado el
parecer de muchos, manifiestan la naturaleza y forma colegial
propia del orden episcopal. Forma que claramente
demuestran los concilios ecuménicos que a lo largo de los
siglos se han celebrado. Esto mismo lo muestra también el
uso, introducido de antiguo, de llamar a varios Obispos a
tomar parte en el rito de consagración cuando un nuevo
elegido ha de ser elevado al ministerio del sumo sacerdocio.
Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de
la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con
la Cabeza y miembros del Colegio.
El Colegio o cuerpo episcopal, por su parte, no tiene autoridad
si no se considera incluido el Romano Pontífice, sucesor de
Pedro, como cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el
poder primacial de éste, tanto sobre los pastores como sobre
los fieles. Porque el Pontífice Romano tiene en virtud de su
cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda Iglesia potestad
plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede
siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los
Obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral
al Colegio Apostólico, y en quien perdura continuamente el
cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice,
y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y
plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no
puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano
Pontífice. El Señor puso tan sólo a Simón como roca y
portador de las llaves de la Iglesia (Mt., 16,18-19), y le
constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn., 21,15ss); pero el
oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio
también al Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt.,
18,18; 28,16-20). Este Colegio expresa la variedad y
universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está compuesto de
muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está
agrupado bajo una sola Cabeza. Dentro de este Colegio, los
Obispos, actuando fielmente el primado y principado de su
Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de sus
propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el
Espíritu Santo robustece sin cesar su estructura orgánica y su
concordia. La potestad suprema que este Colegio posee sobre
la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el Concilio
Ecuménico. No puede hacer Concilio Ecuménico que no se
aprobado o al menos aceptado como tal por el sucesor de
Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos
Concilios Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. Esta misma
potestad colegial puede ser ejercitada por Obispos dispersos
por el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del
Colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos
apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente para
que sea un verdadero acto colegial.

Relaciones de los Obispos dentro de la Iglesia

23. La unión colegial se manifiesta también en las mutuas


relaciones de cada Obispo con las Iglesias particulares y con
la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor de
Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de
unidad, así de los Obispos como de la multitud de los fieles.
Del mismo modo, cada Obispo es el principio y fundamento
visible de unidad en su propia Iglesia, formada a imagen de la
Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares queda
integrada la una y única Iglesia católica. Por esto cada Obispo
representa a su Iglesia, tal como todos a una con el Papa,
representan toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y
de la unidad.

Cada uno de los Obispos, puesto al frente de una Iglesia


particular, ejercita su poder pastoral sobre la porción del
Pueblo de Dios que se le ha confiado, no sobre las otras
Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero, en cuanto
miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores
de los Apóstoles, todos deben tener aquella solicitud por la
Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo
exigen, que si bien no se ejercita por acto de jurisdicción,
contribuye, sin embargo, grandemente, al progreso de la
Iglesia universal. Todos los Obispos, en efecto, deben
promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común
en toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor del Cuerpo
místico de Cristo, sobre todo de los miembros pobres y de los
que sufren o son perseguidos por la justicia (cf. Mt., 5,10);
promover, en fin, toda acción que sea común a la Iglesia,
sobre todo en orden a la dilatación de la fe y a la difusión
plena de la luz de la verdad entre todos los hombres. Por lo
demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias
Iglesias como porciones de la Iglesia universal, contribuyen
en gran manera al bien de todo el Cuerpo místico, que es
también el cuerpo de todas las Iglesias.

El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo


pertenece al cuerpo de los pastores, ya que a todos ellos en
común dio Cristo el mandato imponiéndoles un oficio común,
según explicó ya el Papa Celestino a los padres del Concilio de
Efeso. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el
desempeño de su propio oficio, deben colaborar entre sí y con
el sucesor de Pedro, a quien particularmente se le ha
encomendado el oficio excelso de propagar la religión
cristiana. Deben, pues, con todas sus fuerzas proveer no sólo
de operarios para la mies, sino también de socorros
espirituales y materiales, ya sea directamente por sí, ya sea
excitando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren
finalmente los Obispos, según el venerable ejemplo de la
antigüedad, prestar una fraternal ayuda a las otras Iglesias,
sobre todo a las Iglesias vecinas y más pobres, dentro de esta
universal sociedad de la caridad.

La divina Providencia ha hecho que en diversas regiones las


varias Iglesias fundadas por los Apóstoles y sus sucesores,
con el correr de los tiempos se hayan reunido en grupos
orgánicamente unidos que, dentro de la unidad de fe y la
única constitución divina de la Iglesia universal, gozan de
disciplina propia, de ritos litúrgicos propios y de un propio
patrimonio teológico y espiritual. Entre los cuales,
concretamente las antiguas Iglesias patriarcales, como
madres en la fe, engendraron a otras como a hijas, y con
ellas han quedado unidas hasta nuestros días, por vínculos
especiales de caridad, tanto en la vida sacramental como en
la mutua observancia de derechos y deberes. Esta variedad
de Iglesias locales, dirigidas a un solo objetivo, muestra
admirablemente la indivisa catolicidad de la Iglesia. Del
mismo modo las Conferencias Episcopales hoy en día pueden
desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el
sentimiento de la colegialidad tenga una aplicación concreta.

El ministerio de los Obispos

24. Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles,


reciben del Señor a quien se ha dado toda potestad en el cielo
y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de
predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los
hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y
el cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt., 28,18; Mc.,
16,15-16; Act., 26,17ss.). Para el desempeño de esta misión,
Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo, a
quien envió de hecho el día de Pentecostés desde el cielo para
que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta los
confines de la tierra ante las gentes, pueblos y reyes (cf. Act.,
1,8; 2,1ss.; 9,15). Este encargo que el Señor confió a los
pastores de su pueblo es un verdadero servicio, y en la
Sagrada Escritura se llama muy significativamente "diakonía",
o sea ministerio (cf. Act., 1,17-25; 21,19; Rom., 11,13;
1Tim., 1,12).
La misión canónica de los Obispos puede hacerse ya sea por
las legítimas costumbres que no hayan sido revocadas por la
potestad suprema y universal de la Iglesia, ya sea por las
leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea
también directamente por el mismo sucesor de Pedro : y
ningún Obispo puede ser elevado a tal oficio contra la
voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión
apostólica.

El oficio de enseñar de los Obispos

25. Entre los oficios principales de los Obispos se destaca la


predicación del Evangelio. Porque los Obispos son los
pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y
son los maestros auténticos, es decir, herederos de la
autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido
encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la
vida, la ilustran con la luz del Espíritu Santo, extrayendo del
tesoro de la Revelación las cosas nuevas y las cosas viejas
(cf. Mt., 13,52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan
de la grey los errores que la amenazan (cf. 2Tim., 4,1-4). Los
Obispos, cuando enseñan en comunión por el Romano
Pontífice, deben ser respetados por todos como los testigos
de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte tienen
obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del
espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de
costumbres cuando él la expone en nombre de Cristo. Esta
religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento de
modo particular se debe al magisterio auténtico del Romano
Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera
que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con
sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según el
deseo que haya manifestado él mismo, como puede
descubrirse ya sea por la índole del documento, ya sea por la
insistencia con que repite una misma doctrina, ya sea
también por las fórmulas empleadas.

Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la


prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, si todos ellos,
aun estando dispersos por el mundo, pero manteniendo el
vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro,
convienen en un mismo parecer como maestros auténticos
que exponen como definitiva una doctrina en las cosas de fe y
de costumbres, en ese caso anuncian infaliblemente la
doctrina de Cristo. la Iglesia universal, y sus definiciones de
fe deben aceptarse con sumisión. Esta infalibilidad que el
Divino Redentor quiso que tuviera su Iglesia cuando define la
doctrina de fe y de costumbres, se extiende a todo cuanto
abarca el depósito de la divina Revelación entregado para la
fiel custodia y exposición.

Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del


Colegio Episcopal, en razón de su oficio, cuando proclama
como definitiva la doctrina de fe o de costumbres en su
calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a
quienes ha de confirmarlos en la fe (cf. Lc., 22,32). Por lo
cual, con razón se dice que sus definiciones por sí y no por el
consentimiento de la Iglesia son irreformables, puesto que
han sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo
prometida a él en San Pedro, y así no necesitan de ninguna
aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún
otro tribunal. Porque en esos casos el Romano Pontífice no da
una sentencia como persona privada, sino que en calidad de
maestro supremo de la Iglesia universal, en quien
singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia
misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica. La
infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el cuerpo
de los Obispos cuando ejercen el supremo magisterio
juntamente con el sucesor de Pedro. A estas definiciones
nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del
Espíritu Santo en virtud de la cual la grey toda de Cristo se
conserva y progresa en la unidad de la fe.

Cuando el Romano Pontífice o con él el Cuerpo Episcopal


definen una doctrina lo hacen siempre de acuerdo con la
Revelación, a la cual, o por escrito, o por transmisión de la
sucesión legítima de los Obispos, y sobre todo por cuidado del
mismo Pontífice Romano, se nos transmite íntegra y en la
Iglesia se conserva y expone con religiosa fidelidad, gracias a
la luz del Espíritu de la verdad. El Romano Pontífice y los
Obispos, como lo requiere su cargo y la importancia del
asunto, celosamente trabajan con los medios adecuados, a fin
de que se estudie como debe esta Revelación y se la
proponga apropiadamente y no aceptan ninguna nueva
revelación pública dentro del divino depósito de la fe.
El oficio de los Obispos de santificar

26. El Obispo, revestido como está de la plenitud del


Sacramento del Orden, es "el administrador de la gracia del
supremo sacerdocio", sobre todo en la Eucaristía que él
mismo celebra, ya sea por sí, ya sea por otros, que hace vivir
y crecer a la Iglesia. Esta Iglesia de Cristo está
verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones
locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben
también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testamento . Ellas
son, cada una en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios
en el Espíritu Santo y plenitud (cf. 1Tes., 1,5). En ellas se
congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo
y se celebra el misterio de la Cena del Señor "a fin de que por
el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la
fraternidad". En toda celebración, reunida la comunidad bajo
el ministerio sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de
aquella caridad y "unidad del Cuerpo místico de Cristo sin la
cual no puede haber salvación". En estas comunidades, por
más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la
dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da
unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica. Porque "la
participación del cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa
sino que pasemos a ser aquello que recibimos".

Ahora bien, toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige


el Obispo, al cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la
Divina Majestad el culto de la religiosa cristiana y de
administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes
de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio
adaptándolas a su diócesis.

Así, los Obispos, orando por el pueblo y trabajando, dan de


muchas maneras y abundantemente de la plenitud de la
santidad de Cristo. Por medio del ministerio de la palabra
comunican la virtud de Dios a todos aquellos que creen para
la salvación (cf. Rom., 1,16), y por medio de los sacramentos,
cuya administración sana y fructuosa regulan ellos con su
autoridad, santifican a los fieles. Ellos regulan la
administración del bautismo, por medio del cual se concede la
participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los
ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las
sagradas órdenes, y los moderadores de la disciplina
penitencial; ellos solícitamente exhortan e instruyen a su
pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y,
sobre todo, en el santo sacrificio de la misa. Ellos, finalmente,
deben edificar a sus súbditos, con el ejemplo de su vida,
guardando su conducta no sólo de todo mal, sino con la
ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible
para llegar a la vida terna juntamente con la grey que se les
ha confiado.

Oficio de los Obispos de regir

27. Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las


Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus
consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero
también con su autoridad y con su potestad sagrada, que
ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y la
santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de
hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto como
el servidor (cf. Lc., 22,26-27). Esta potestad que
personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia,
ordinaria e inmediata aunque el ejercicio último de la misma
sea regulada por la autoridad suprema, y aunque, con miras a
la utilidad de la Iglesia o de los fieles, pueda quedar
circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta
potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el
deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular
todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado.

A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el


cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben ser
tenidos como vicarios del Romano Pontífice, ya que ejercitan
potestad propia y son, con verdad, los jefes del pueblo que
gobiernan. Así, pues, su potestad no queda anulada por la
potestad suprema y universal, sino que, al revés, queda
afirmada, robustecida y defendida, puesto que el Espíritu
Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que
Cristo Señor estableció en su Iglesia.

El Obispo, enviado por el Padre de familias a gobernar su


familia, tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen
Pastor, que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt.,
20,28; Mc., 10,45); y a entregar su vida por sus ovejas (cf.
Jn., 10, 11). Sacado de entre los hombres y rodeado él
mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de
los errados (cf. Hebr., 5,1-2). No se niegue a oír a sus
súbditos, a los que como a verdaderos hijos suyos abraza y a
quienes exhorta a cooperar animosamente con él. Consciente
de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Hebr.,
13,17), trabaje con la oración, con la predicación y con todas
las obras de caridad por ellos y también por los que todavía
no son de la única grey; a éstos téngalos por encomendados
en el Señor. Siendo él deudor para con todos, a la manera de
Pablo, esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rom., 1,14-
15) y no deje de exhortar a sus fieles a la actividad apostólica
y misionera. Los fieles, por su lado, deben estar unidos a su
Obispo como la Iglesia lo está con Cristo y como Cristo mismo
lo está con el Padre, para que todas las cosas armonicen en la
unidad y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2Cor., 4,15).

Los presbíteros y sus relaciones con Cristo,


con los Obispos, con el presbiterio y con el pueblo
cristiano

28. Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn.,


10,36), ha hecho participantes de su consagración y de su
misión a los Obispos por medio de los apóstoles y de sus
sucesores. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de
su ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la
Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico de divina institución es
ejercitado en diversas categorías por aquellos que ya desde
antiguo se llamaron Obispos presbíteros, diáconos. Los
presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y en
el ejercicio de su potestad dependen de los Obispos, con todo
están unidos con ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud
del sacramento del orden, han sido consagrados como
verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la
imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Hebr., 5,1-10;
7,24; 9,11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los
fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado
propio de su ministerio del oficio de Cristo, único Mediador
(1Tim., 2,5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su
oficio sagrado lo ejercitan, sobre todo, en el culto eucarístico
o comunión, en el cual, representando la persona de Cristo, y
proclamando su Misterio, juntan con el sacrificio de su
Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cf. 1Cor., 11,26),
representando y aplicando en el sacrificio de la Misa, hasta la
venida del Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a
saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, como
hostia inmaculada (cf. Hebr., 9,14-28). Para con los fieles
arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el
ministerio de la reconciliación y del alivio. Presentan a Dios
Padre las necesidades y súplicas de los fieles (cf. Hebr., 5,1-
4). Ellos, ejercitando, en la medida de su autoridad, el oficio
de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como
una fraternidad, animada y dirigida hacia la unidad y por
Cristo en el Espíritu, la conducen hasta Dios Padre. En medio
de la grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn., 4,24). Se
afanan finalmente en la palabra y en la enseñanza (cf. 1Tim.,
5,17), creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley
del Señor, enseñando aquello en que creen, imitando aquello
que enseñan.

Los presbíteros, como próvidos colaboradores del orden


episcopal, como ayuda e instrumento suyo llamados para
servir al Pueblo de Dios, forman, junto con su Obispo, un
presbiterio dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de
las congregaciones de fieles, ellos representan al Obispo con
quien están confiada y animosamente unidos, y toman sobre
sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el
diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del Obispo, santifican y
rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen
visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz
ayuda a la edificación del Cuerpo total de Cristo (cf. Ef.,
4,12). Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios,
procuran cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y
aun de toda la Iglesia. Los presbíteros, en virtud de esta
participación en el sacerdocio y en la misión, reconozcan al
Obispo como verdadero padre y obedézcanle reverentemente.
El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes como hijos
y amigos, tal como Cristo a sus discípulos ya no los llama
siervos, sino amigos (cf. Jn., 15,15). Todos los sacerdotes,
tanto diocesanos como religiosos, por razón del orden y del
ministerio, están, pues, adscritos al cuerpo episcopal y sirven
al bien de toda la Iglesia según la vocación y la gracia de
cada cual.

En virtud de la común ordenación sagrada y de la común


misión, los presbíteros todos se unen entre sí en íntima
fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa
ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral
como personal, en las reuniones, en la comunión de vida de
trabajo y de caridad.

Respecto de los fieles, a quienes con el bautismo y la doctrina


han engendrado espiritualmente (cf. 1Cor., 4,15; 1Pe., 1,23),
tengan la solicitud de padres en Cristo. Haciéndose de buena
gana modelos de la grey (1Pe., 5,3), así gobiernen y sirvan a
su comunidad local de tal manera que ésta merezca llamarse
con el nombre que es gala del Pueblo de Dios único y total, es
decir, Iglesia de Dios (cf. 1Cor., 1,2; 2Cor., 1,1). Acuérdese
que con su conducta de todos los días y con su solicitud
muestran a fieles e infieles, a católicos y no católicos, la
imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral y que
deben, ante la faz de todos, dar testimonio de verdad y de
vida, y que como buenos pastores deben buscar también (cf.
Lc., 15,4-7) a aquellos que, bautizados en la Iglesia católica,
han abandonado, sin embargo, ya sea la práctica de los
sacramentos, ya sea incluso la fe.

Como el mundo entero tiende, cada día más, a la unidad de


organización civil, económica y social, así conviene que cada
vez más los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados
bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten todo
conato de dispersión para que todo el género humano venga
a la unidad de la familia de Dios.

Los diáconos

29. En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, que


reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio,
sino en orden al ministerio. Así confortados con la gracia
sacramental en comunión con el Obispo y su presbiterio,
sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la
palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según la
autoridad competente se lo indicare, la administración
solemne del bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía,
el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios,
llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a
los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y
oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir
los ritos de funerales y sepelios. Dedicados a los oficios de
caridad y administración, recuerden los diáconos el aviso de
San Policarpo: "Misericordiosos, diligentes, procedan en su
conducta conforme a la verdad del Señor, que se hizo
servidor de todos".

Teniendo en cuenta que, según la disciplina actualmente


vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones no hay quien
fácilmente desempeñe estas funciones tan necesarias para la
vida de la Iglesia, se podrá restablecer en adelante el
diaconado como grado propio y permanente en la jerarquía.
Tocará a las distintas conferencias episcopales el decidir,
oportuno para la atención de los fieles, y en dónde, el
establecer estos diáconos. Con el consentimiento del Romano
Pontífice, este diaconado se podrá conferir a hombres de edad
madura, aunque estén casados, o también a jóvenes idóneos;
pero para éstos debe mantenerse firme la ley del celibato.

CAPÍTULO IV

LOS LAICOS

Peculiaridad

30. El Santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones


de la jerarquía, vuelve gozosamente su espíritu hacia el
estado de los fieles cristianos, llamados laicos. Cuanto se ha
dicho del Pueblo de Dios se dirige por igual a los laicos,
religiosos y clérigos; sin embargo, a los laicos, hombres y
mujeres, en razón de su condición y misión, les corresponden
ciertas particularidades cuyos fundamentos, por las especiales
circunstancias de nuestro tiempo, hay que considerar con
mayor amplitud. Los sagrados pastores conocen muy bien la
importancia de la contribución de los laicos al bien de toda la
Iglesia. Pues los sagrados pastores saben que ellos no fueron
constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión
salvífica de la Iglesia cerca del mundo, sino que su excelsa
función es apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera
reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo,
cooperen unánimemente a la obra común. Es necesario, por
tanto, que todos "abrazados a la verdad, en todo crezcamos
en caridad, llegándonos a Aquél que es nuestra Cabeza,
Cristo, de quien todo el cuerpo trabado y unido por todos los
ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de
cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad" (Ef., 4,
15-16).
Qué se entiende por laicos

31. Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles


cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un
orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido
por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar
incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en
Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función
sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su
parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en
el mundo.

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que


recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden
tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión
secular, están ordenados principal y directamente al sagrado
ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que
los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio
testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni
ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los
laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios
tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales.
Viven en el siglo, es decir, en todas y a cada una de las
actividades y profesiones, así como en las condiciones
ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia
está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir
su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de
modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a
la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo
a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su
vida, fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial,
corresponde iluminar y organizar todos los asuntos
temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal
manera que se realicen continuamente según el espíritu de
Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y
del Redentor.

Unidad en la diversidad

32. La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y se


rige con admirable variedad. "Pues a la manera que en un
solo cuerpo tenemos muchos miembros y todos los miembros
no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos,
somos un cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al
servicio de los otros miembros" (Rom., 12,4-5).

El pueblo elegido de Dios es uno: "Un Señor, una fe, un


bautismo" (Ef 4,5); común la dignidad de los miembros por
su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común
vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una
indivisa caridad. Ante Cristo y ante la Iglesia no existe
desigualdad alguna en razón de estirpe o nacimiento,
condición social o sexo, porque "no hay judío ni griego, no
hay siervo ni libre, no hay varón ni mujer. Pues todos
vosotros sois "uno" en Cristo Jesús" (Gal 3,28; cf. Col 3,11).

Aunque no todos en la Iglesia marchan por el mismo camino,


sin embargo, todos están llamados a la santidad y han
alcanzado la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pe 1,1). Y
si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido
constituidos para los demás como doctores, dispensadores de
los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera
igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la
acción común de todos los fieles para la edificación del
Cuerpo de Cristo. La diferencia que puso el Señor entre los
sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo
la unión, puesto que los pastores y los demás fieles están
vinculados entre sí por necesidad recíproca; los pastores de la
Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio
los unos de los otros, y al de los demás fieles, y estos
últimos, a su vez asocien su trabajo con el de los pastores y
doctores. De este modo, en la diversidad, todos darán
testimonio de la admirable unidad del Cuerpo de Cristo; pues
la misma diversidad de gracias, servicios y funciones
congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque "todas estas
cosas son obras del único e idéntico Espíritu" (1 Cor 12,11).

Si, pues, los seglares, por designación divina, tienen a


Jesucristo por hermano, que siendo Señor de todas las cosas
vino, sin embargo, a servir y no a ser servido (cf. Mt 20,28),
así también tienen por hermanos a quienes, constituidos en el
sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando
con la autoridad de Cristo, apacientan la familia de Dios de tal
modo que se cumpla por todos el mandato nuevo de la
caridad. A este respecto dice hermosamente San Agustín: "Si
me aterra el hecho de lo que soy para vosotros, eso mismo
me consuela, porque estoy con vosotros. Para vosotros soy el
obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el nombre del
cargo; éste de la gracia; aquél el del peligro; éste, el de la
salvación".

El apostolado de los laicos

33. Los laicos congregados en el Pueblo de Dios y constituidos


en un solo Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza,
cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros
vivos, a procurar el crecimiento de la Iglesia y su perenne
santificación con todas sus fuerzas, recibidas por beneficio del
Creador y gracia del Redentor.

El apostolado de los laicos es la participación en la misma


misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están
llamados por el mismo Señor en razón del bautismo y de la
confirmación. Por los sacramentos, especialmente por la
Sagrada Eucaristía, se comunica y se nutre aquel amor hacia
Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado.
Los laicos, sin embargo, están llamados, particularmente, a
hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y
condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a
través de ellos. Así, pues, todo laico, por los mismos dones
que le han sido conferidos, se convierte en testigo e
instrumento vivo, a la vez, de la misión de la misma Iglesia
"en la medida del don de Cristo" (Ef 4,7).

Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a


todos los fieles, los laicos pueden también ser llamados de
diversos modos a una cooperación más inmediata con el
apostolado de la jerarquía, como aquellos hombres y mujeres
que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización,
trabajando mucho en el Señor (cf. Fil 4,3; Rom 16,3ss.). Por
los demás, son aptos para que la jerarquía les confíe el
ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a
un fin espiritual.

Así, pues, incumbe a todos los laicos colaborar en la hermosa


empresa de que el divino designio de salvación alcance más y
más a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las
tierras. Abraseles, pues, camino por doquier para que, a la
medida de sus fuerzas y de las necesidades de los tiempos,
participen también ellos, celosamente, en la misión salvadora
de la Iglesia.

Consagración del mundo

34. Cristo Jesús, Supremo y eterno sacerdote porque desea


continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos,
vivifica a éstos con su Espíritu e ininterrumpidamente los
impulsa a toda obra buena y perfecta.

Pero aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y


misión también les hace partícipes de su oficio sacerdotal, en
orden al ejercicio del culto espiritual, para gloria de Dios y
salvación de los hombres. Por lo que los laicos, en cuanto
consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen
una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se
produzcan siempre los más abundantes frutos del Espíritu.
Pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida
conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma
y de cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias
de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en
"hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1 Pe
2,5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación
del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre. Así
también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando
santamente, consagran a Dios el mundo mismo.

El testimonio de su vida

35. Cristo, el gran Profeta, que por el testimonio de su vida y


por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre,
cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la
gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su
nombre y con su potestad, sino también por medio de los
laicos, a quienes por ello, constituye en testigos y les ilumina
con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Act 2,17-
18; Ap 19,10) para que la virtud del Evangelio brille en la
vida cotidiana familiar y social. Ellos se muestran como hijos
de la promesa cuando fuertes en la fe y la esperanza
aprovechan el tiempo presente (cf. Ef 5,16; Col 4,5) y
esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rom 8,25). Pero
que no escondan esta esperanza en la interioridad del alma,
sino manifiéstenla en diálogo continuo y en el forcejeo "con
los espíritus malignos" (Ef 6,12), incluso a través de las
estructuras de la vida secular.

Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se


nutre la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo
nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21,1), así los laicos, se hacen
valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos
(cf. Hebr 11,1), así asocian, sin desmayo, la profesión de fe
con la vida de fe. Esta evangelización, es decir, el mensaje de
Cristo, pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra,
adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el
hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de
la vida en el mundo. En este quehacer es de gran valor aquel
estado de vida que está santificado por un especial
sacramento, es decir, la vida matrimonial y familiar. Aquí se
encuentra un ejercicio y una hermosa escuela para el
apostolado de los laicos cuando la religión cristiana penetra
toda institución de la vida y la transforma más cada día. Aquí
los cónyuges tienen su propia vocación para que ellos, entre
sí, y sus hijos, sean testigos de la fe y del amor de Cristo. La
familia cristiana proclama muy alto tanto las presentes
virtudes del Reino de Dios como la esperanza de la vida
bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, arguye al
mundo el pecado e ilumina a los que buscan la verdad.

Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas


temporales, pueden y deben realizar una acción preciosa en
orden a la evangelización del mundo. Porque si bien algunos
de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar
impedidos éstos en caso de persecución, les suplen en
determinados oficios sagrados en la medida de sus
facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus
energías en el trabajo apostólico, conviene, sin embargo, que
todos cooperen a la dilatación e incremento del Reino de
Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos celosamente
por conocer más profundamente la verdad revelada e
impetren insistentemente de Dios el don de la sabiduría.

En las estructuras humanas

36. Cristo, hecho obediente hasta la muerte y, en razón de


ello, exaltado por el Padre (cf. Flp 2,8-9), entró en la gloria de
su reino; a El están sometidas todas las cosas hasta que El se
someta a sí mismo y todo lo creado al Padre, para que Dios
sea todo en todas las cosas (cf. 1 Cor 15,27-28). Tal potestad
la comunicó a sus discípulos para que quedasen constituidos
en una libertad regia, y con la abnegación y la vida santa
vencieran en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom 6,12), e
incluso sirviendo a Cristo también en los demás, condujeran
en humildad y paciencia a sus hermanos hasta aquel Rey, a
quien servir es reinar. Porque el Señor desea dilatar su Reino
también por mediación de los fieles laicos; un reino de verdad
y de vida, un reino de santidad y de gracia, un reino de
justicia, de amor y de paz, en el cual la misma criatura
quedará libre de la servidumbre de la corrupción en la libertad
de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8,21). Grande,
realmente, es la promesa, y grande el mandato que se da a
los discípulos. "Todas las cosas son vuestras, pero vosotros
sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1 Cor 3,23).

Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas


las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios y,
además, deben ayudarse entre sí, también mediante las
actividades seculares, para lograr una vida más santa, de
suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y
alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la
paz. Para que este deber pueda cumplirse en el ámbito
universal, corresponde a los laicos el puesto principal.
Procuren, pues, seriamente que por su competencia en los
asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por
la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen al
servicio de todos y cada uno de los hombres y se distribuyan
mejor entre ellos, según el plan del Creador y la iluminación
de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la
cultura civil; y que a su manera conduzcan a los hombres al
progreso universal en la libertad cristiana y humana. Así
Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más
y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana.

A más de lo dicho, los laicos procuren coordinar sus fuerzas


para sanear las estructuras y los ambientes del mundo, si en
algún caso incitan al pecado, de modo que todo esto se
conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien
que impida, la practica de las virtudes. Obrando así
impregnarán de sentido moral la cultura y el trabajo humano.
De esta manera se prepara a la vez y mejor el campo del
mundo para la siembra de la divina palabra, y se abren de par
en par a la Iglesia las puertas por las que ha de entrar en el
mundo el mensaje de la paz.

En razón de la misma economía de la salvación, los fieles han


de aprender diligentemente a distinguir entre los derechos y
obligaciones que les corresponden por su pertenencia a la
Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de
la sociedad humana. Procuren acoplarlos armónicamente
entre sí, recordando que, en cualquier asunto temporal,
deben guiarse por la conciencia cristiana, ya que ninguna
actividad humana, ni siquiera en el orden temporal, puede
sustraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo,
concretamente, es de la mayor importancia que esa distinción
y esta armonía brille con suma claridad en el comportamiento
de los fieles para que la misión de la Iglesia pueda responder
mejor a las circunstancias particulares del mundo de hoy.
Porque, así como debe reconocerse que la ciudad terrena,
vinculada justamente a las preocupaciones temporales, se
rige por principios propios, con la misma razón hay que
rechazar la infausta doctrina que intenta edificar a la sociedad
prescindiendo en absoluta de la religión y que ataca o
destruye la libertad religiosa de los ciudadanos.

Relaciones de los laicos con la jerarquía

37. Los laicos, como todos los fieles cristianos, tienen el


derecho de recibir con abundancia, de los sagrados pastores,
de entre los bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los
auxilios de la Palabra de Dios y de los sacramentos; y han de
hacerles saber, con aquella libertad y confianza digna de Dios
y de los hermanos en Cristo, sus necesidades y sus deseos.
En la medida de los conocimientos, de la competencia y del
prestigio que poseen, tienen el derecho y, en algún caso, la
obligación de manifestar su parecer sobre aquellas cosas que
dicen relación al bien de la Iglesia. Hágase esto, si las
circunstancias lo requieren, mediante instituciones
establecidas al efecto por la Iglesia, y siempre con veracidad,
fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos
que, por razón de su oficio sagrado, personifican a Cristo.

Procuren los seglares, como los demás fieles, siguiendo el


ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte
abrió a todos los hombres el gozoso camino de la libertad de
los hijos de Dios, aceptar con prontitud y cristiana obediencia
todo lo que los sagrados pastores, como representantes de
Cristo, establecen en la Iglesia actuando de maestros y
gobernantes. Y no dejen de encomendar a Dios en sus
oraciones a sus prelados, para que, ya que viven en continua
vigilancia, obligados a dar cuenta de nuestras almas, cumplan
esto con gozo y no con angustia (cf. Hebr 13,17).

Los sagrados pastores, por su parte, reconozcan y promuevan


la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia.
Hagan uso gustosamente de sus prudentes consejos,
encárguenles, con confianza, tareas en servicio de la Iglesia,
y déjenles libertad y espacio para actuar, e incluso denles
ánimo para que ellos, espontáneamente, asuman tareas
propias. Consideren atentamente en Cristo, con amor de
padres, las iniciativas, las peticiones y los deseos propuestos
por los laicos. Y reconozcan cumplidamente los pastores la
justa libertad que a todos compete dentro de la sociedad
temporal.

De este trato familiar entre los laicos y pastores son de


esperar muchos bienes para la Iglesia, porque así se
robustece en los seglares el sentido de su propia
responsabilidad, se fomenta el entusiasmo y se asocian con
mayor facilidad las fuerzas de los fieles a la obra de los
pastores. Pues estos últimos, ayudados por la experiencia de
los laicos, pueden juzgar con mayor precisión y aptitud lo
mismo los asuntos espirituales que los temporales, de suerte
que la Iglesia entera, fortalecida por todos sus miembros,
pueda cumplir con mayor eficacia su misión en favor de la
vida del mundo.

Conclusión

38. Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la


resurrección y de la vida del Señor Jesús, y señal del Dios
vivo. Todos en conjunto y cada cual en particular deben
alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Gal 5,22) e
infundirle aquel espíritu del que están animados aquellos
pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor, en el
Evangelio, proclamó bienaventurados (cf. Mt 5,3-9). En una
palabra, "lo que es el alma en el cuerpo, esto han de ser los
cristianos en el mundo".

CAPÍTULO V

UNIVERSAL VOCACIÓN Y LA SANTIDAD EN LA IGLESIA

Llamamiento a la santidad

39. La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio,


creemos que es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el
Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos "el
solo Santo", amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose
a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a
sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del
Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la
Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la
grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol :
"Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1
Tes 4,3; Ef 1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta
incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia
que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de
múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los
demás, se acercan en su propio estado de vida a la cumbre
de la caridad; pero aparece de modo particular en la práctica
de los que comúnmente llamamos consejos evangélicos. Esta
práctica de los consejos, que por impulso del Espíritu Santo
algunos cristianos abrazan, tanto en forma privada como en
una condición o estado admitido por la Iglesia, da en el
mundo, y conviene que lo dé, un espléndido testimonio y
ejemplo de esa santidad.

El Divino Maestro y modelo de toda perfección

40. Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de


la que El es Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus
discípulos, de cualquier condición que fuesen. "Sed, pues,
vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto"
(Mt 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera
interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con
toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf.
Mc 12,30), y para que se amen unos a otros como Cristo nos
amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados
por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por
designio y gracia de El, y justificados en Cristo Nuestro Señor,
en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y
partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos;
conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron
sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda
de Dios. Les amonesta el Apóstol a que vivan "como conviene
a los santos" (Ef 5,3, y que "como elegidos de Dios, santos y
amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad,
humildad, modestia, paciencia" (Col 3,12) y produzcan los
frutos del Espíritu para santificación (cf. Gal 5,22; Rom 6,22).
Pero como todos tropezamos en muchas cosas (cf. Sant 3,2),
tenemos continua necesidad de la misericordia de Dios y
hemos de orar todos los días: "Perdónanos nuestras deudas"
(Mt 6, 12). Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los
fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad,
que es una forma de santidad que promueve, aun en la
sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar
esa perfección, los fieles, según la diversas medida de los
dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y
amoldándose a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad
del Padre, deberán esforzarse para entregarse totalmente a la
gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del
Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como
brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida
de tantos santos.

La santidad en los diversos estados

41. Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase


de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de
Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al
Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y
cargado con la cruz, para merecer la participación de su
gloria. Según eso, cada uno según los propios dones y las
gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino
de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad.

Es menester, en primer lugar, que los pastores del rebaño de


Cristo cumplan con su deber ministerial, santamente y con
entusiasmo, con humildad y fortaleza, según la imagen del
Sumo y Eterno sacerdote, pastor y obispo de nuestras almas;
cumplido así su ministerio, será para ellos un magnífico medio
de santificación. Los escogidos a la plenitud del sacerdocio
reciben como don, con la gracia sacramental, el poder
ejercitar el perfecto deber de su pastoral caridad con la
oración, con el sacrificio y la predicación, en todo género de
preocupación y servicio episcopal, sin miedo de ofrecer la vida
por sus ovejas y haciéndose modelo de la grey (cf. 1 Pe
5,13). Así incluso con su ejemplo, han de estimular a la
Iglesia hacia una creciente santidad.

Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya


corona espiritual forman participando de la gracia del oficio de
ellos por Cristo, eterno y único Mediador, crezcan en el amor
de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su deber;
conserven el vínculo de la comunión sacerdotal; abunden en
toda clase de bienes espirituales y den a todos un testimonio
vivo de Dios, emulando a aquellos sacerdotes que en el
transcurso de los siglos nos dejaron muchas veces con un
servicio humilde y escondido, preclaro ejemplo de santidad,
cuya alabanza se difunde por la Iglesia de Dios. Ofrezcan,
como es su deber, sus oraciones y sacrificios por su grey y
por todo el Pueblo de Dios, conscientes de lo que hacen e
imitando lo que tratan. Así, en vez de encontrar un obstáculo
en sus preocupaciones apostólicas, peligros y contratiempos,
sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más alta
santidad, alimentando y fomentando su actividad con la
frecuencia de la contemplación, para consuelo de toda la
Iglesia de Dios. Todos los presbíteros, y en particular los que
por el título peculiar de su ordenación se llaman sacerdotes
diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su santificación el
fiel acuerdo y la generosa cooperación con su propio Obispo.

Son también participantes de la misión y de la gracia del


supremo sacerdote, de una manera particular, los ministros
de orden inferior, en primer lugar los diáconos, los cuales, al
dedicarse a los misterios de Cristo y de la Iglesia, deben
conservarse inmunes de todo vicio y agradar a Dios y ser
ejemplo de todo lo bueno ante los hombres (cf. 1 Tim 3,8-10;
12-13). Los clérigos, que llamados por Dios y apartados para
su servicio se preparan para los deberes de los ministros bajo
la vigilancia de los pastores, están obligados a ir adaptando
su manera de pensar y sentir a tan preclara elección, asiduos
en la oración, fervorosos en el amor, preocupados siempre
por la verdad, la justicia, la buena fama, realizando todo para
gloria y honor de Dios. A los cuales todavía se añaden
aquellos seglares, escogidos por Dios, que, entregados
totalmente a las tareas apostólicas, son llamados por el
Obispo y trabajan en el campo del Señor con mucho fruto.

Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su


propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia, con la
fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en
la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole
que el Señor les haya dado. De esta manera ofrecen al
mundo el ejemplo de una incansable y generoso amor,
construyen la fraternidad de la caridad y se presentan como
testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia,
como símbolo y al mismo tiempo participación de aquel amor
con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por
ella. Un ejemplo análogo lo dan los que, en estado de viudez
o de celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y
actividad de la Iglesia. Y por su lado, los que viven
entregados al duro trabajo conviene que en ese mismo
trabajo humano busquen su perfección, ayuden a sus
conciudadanos, traten de mejorar la sociedad entera y la
creación, pero traten también de imitar, en su laboriosa
caridad, a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el trabajo
manual, y que continúa trabajando por la salvación de todos
en unión con el Padre; gozosos en la esperanza, ayudándose
unos a otros en llevar sus cargas, y sirviéndose incluso del
trabajo cotidiano para subir a una mayor santidad, incluso
apostólica.

Sepan también que están unidos de una manera especial con


Cristo en sus dolores por la salvación del mundo todos los que
se ven oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques
y otros muchos sufrimientos o padecen persecución por la
justicia: todos aquellos a quienes el Señor en su Evangelio
llamó Bienaventurados, y a quienes: "El Señor... de toda
gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús,
después de un poco de sufrimiento, nos perfeccionará El
mismo, nos confirmará, nos solidificará" (1 Pe 5,10).

Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier


condición de vida, de oficio o de circunstancias, y
precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de
día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del
Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina,
manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la
caridad con que Dios amó al mundo.

Los consejos evangélicos

42. "Dios es caridad y el que permanece en la caridad


permanece en Dios y Dios en El" (1 Jn 4,16). Y Dios difundió
su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se
nos ha dado (cf. Rom 5,5). Por consiguiente, el don principal
y más necesario es la caridad con la que amamos a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo por El. Pero a fin de que la
caridad crezca en el alma como una buena semilla y
fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la
Palabra de Dios y cumplir con las obras de su voluntad, con la
ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los
sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en otras funciones
sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a
la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de
los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la
caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (cf.
Col 3,14), gobierna todos los medios de santificación, los
informa y los conduce a su fin. De ahí que el amor hacia Dios
y hacia el prójimo sea la característica distintiva del
verdadero discípulo de Cristo.

Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad


ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor
que el que ofrece la vida por El y por sus hermanos (cf. 1 Jn
3,16; Jn 15,13). Pues bien, ya desde los primeros tiempos
algunos cristianos se vieron llamados, y siempre se
encontrarán otros llamados a dar este máximo testimonio de
amor delante de todos, principalmente delante de los
perseguidores. El martirio, por consiguiente, con el que el
discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, que aceptó
libremente la muerte por la salvación del mundo,
asemejándose a El en el derramamiento de su sangre, es
considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba
mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que
todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los
hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las
persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera
especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el
Evangelio para que los observen sus discípulos, entre los que
descuella el precioso don de la gracia divina que el Padre da a
algunos (cf. Mt 19,11; 1 Cor 7,7) de entregarse más
fácilmente sólo a Dios en la virginidad o en el celibato, sin
dividir con otro su corazón (cf. 1 Cor 7,32-34). Esta perfecta
continencia por el reino de los cielos siempre ha sido
considerada por la Iglesia en grandísima estima, como señal y
estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de
espiritual fecundidad en el mundo.

La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol,


quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les
exhorta a que "sientan en sí lo que se debe sentir en Cristo
Jesús", que "se anonadó a sí mismo tomando la forma de
esclavo... hecho obediente hasta la muerte" (Flp 2,7-8), y por
nosotros " se hizo pobre, siendo rico" (2 Cor 8,9). Y como
este testimonio e imitación de la caridad y humildad de
Cristo, habrá siempre discípulos dispuestos a darlo, se alegra
la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos, hombres
y mujeres, que sigan más de cerca el anonadamiento del
Salvador y la ponen en más clara evidencia, aceptando la
pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a
su propia voluntad, pues ésos se someten al hombre por Dios
en materia de perfección, más allá de lo que están obligados
por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente.

Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles


cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio
estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus
sentimientos, no sea que en el uso de las cosas de este
mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo
que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la
búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol:
"Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque
los atractivos de este mundo pasan" (cf. 1 Cor 7,31).

CAPÍTULO VI

LOS RELIGIOSOS

43. Los consejos evangélicos, castidad ofrecida a Dios,


pobreza y obediencia, como consejos fundados en las
palabras y ejemplos del Señor y recomendados por los
Apóstoles, por los padres, doctores y pastores de la Iglesia,
son un don divino que la Iglesia recibió del Señor, y que con
su gracia se conserva perpetuamente. La autoridad de la
Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de
interpretar esos consejos, de regular su práctica y de
determinar también las formas estables de vivirlos. De ahí ha
resultado que han ido creciendo, a la manera de un árbol que
se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor a
partir de una semilla puesta por Dios, formas diversísimas de
vida monacal y cenobítica (vida solitaria y vida en común) en
gran variedad de familias que se desarrollan, ya para ventaja
de sus propios miembros, ya para el bien de todo el Cuerpo
de Cristo. Y es que esas familias ofrecen a sus miembros
todas las condiciones para una mayor estabilidad en su modo
de vida, una doctrina experimentada para conseguir la
perfección, una comunidad fraterna en la milicia de Cristo y
una libertad mejorada por la obediencia, en modo de poder
guardar fielmente y cumplir con seguridad su profesión
religiosa, avanzando en la vida de la caridad con espíritu
gozoso. Un estado, así, en la divina y jerárquica constitución
de la Iglesia, no es un estado intermedio entre la condición
del clero y la condición seglar, sino que de ésta y de aquélla
se sienten llamados por Dios algunos fieles al goce de un don
particular en la vida de la Iglesia para contribuir, cada uno a
su modo, en la misión salvífica de ésta.

Naturaleza e importancia del estado religioso en la


Iglesia

44. Por los votos, o por otros sagrados vínculos análogos a


ellos a su manera, se obliga el fiel cristiano a la práctica de
los tres consejos evangélicos antes citados, entregándose
totalmente al servicio de Dios sumamente amado, en una
entrega que crea en él una especial relación con el servicio y
la gloria de Dios. Ya por el bautismo había muerto el pecado y
se había consagrado a Dios; ahora, para conseguir un fruto
más abundante de la gracia bautismal trata de liberarse, por
la profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia, de los
impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y
de la perfección del culto divino, y se consagra más
íntimamente al divino servicio. Esta consagración será tanto
más perfecta cuanto por vínculos más firmes y más estables
se represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a
su Esposa, la Iglesia. Y como los consejos evangélicos tienen
la virtud de unir con la Iglesia y con su ministerio de una
manera especial a quienes los practican, por la caridad a la
que conducen, la vida espiritual de éstos es menester que se
consagre al bien de toda la Iglesia. De aquí nace el deber de
trabajar según las fuerzas y según la forma de la propia
vocación, sea con la oración, sea con la actividad laboriosa,
por implantar o robustecer en las almas el Reino de Cristo y
dilatarlo por el ancho mundo.Por lo cual la Iglesia protege y
favorece la índole propia de los diversos institutos religiosos.

Por consiguiente, la profesión de los consejos evangélicos


aparece como un distintivo que puede y debe atraer
eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin
desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana. Porque,
al no tener el Pueblo de Dios una ciudadanía permanente en
este mundo, sino que busca la futura, el estado religioso, que
deja más libres a sus seguidores frente a los cuidados
terrenos, manifiesta mejor a todos los presentes los bienes
celestiales -presentes incluso en esta vida- y, sobre todo, da
un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la
redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la
gloria del Reino celestial. Y ese mismo estado imita más de
cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma
de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para
cumplir la voluntad del Padre y que dejó propuesta a los
discípulos que quisieran seguirle. Finalmente, pone a la vista
de todos, de una manera peculiar, la elevación del Reino de
Dios sobre todo lo terreno y sus grandes exigencias;
demuestra también a la Humanidad entera la maravillosa
grandeza de la virtud de Cristo que reina y el infinito poder
del Espíritu Santo que obra maravillas en su Iglesia. Por
consiguiente, un estado cuya esencia está en la profesión de
los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la
estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo,
de una manera indiscutible, a su vida y a su santidad.

Bajo la autoridad de la Iglesia

45. Siendo un deber de la jerarquía eclesiástica apacentar al


Pueblo de Dios y conducirlo a los pastos mejores (cf. Ez
34,14), toca también a ella dirigir con la sabiduría de sus
leyes la práctica de los consejos evangélicos, con los que se
fomenta de un modo singular la perfección de la caridad hacia
Dios y hacia el prójimo. La misión jerarquía, siguiendo
dócilmente el impulso del Espíritu Santo admite las reglas
propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba
auténticamente después de una más completa ordenación, y,
además está presente con su autoridad vigilante y protectora
en el desarrollo de los Institutos, erigidos por todas partes
para la edificación del Cuerpo de Cristo, con el fin de que
crezcan y florezcan en todos modos, según el espíritu de sus
fundadores.

El Sumo Pontífice, por razón de su primado sobre toda la


Iglesia, mirando a la mejor providencia por las necesidades
de toda la grey del Señor, puede eximir de la jurisdicción de
los ordinarios y someter a su sola autoridad cualquier
Instituto de perfección y a todos y cada uno de sus
miembros. Y por la misma razón pueden ser éstos dejados o
confiados a la autoridad patriarcal propia. Los miembros de
estos Institutos, en el cumplimiento de sus deberes para con
la Iglesia según la forma peculiar de su Instituto, deben
prestar a los Obispos la debida reverencia y obediencia según
las leyes canónicas, por su autoridad pastoral en las Iglesias
particulares y por la necesaria unidad y concordia en el
trabajo apostólico.

La Iglesia no sólo eleva con su sanción la profesión religiosa a


la dignidad de un estado canónico, sino que la presenta en la
misma acción litúrgica como un estado consagrado a Dios. Ya
que la misma Iglesia, con la autoridad recibida de Dios, recibe
los votos de los profesos, les obtiene del Señor, con la oración
pública, los auxilios y la gracia divina, les encomienda a Dios
y les imparte una bendición espiritual, asociando su oblación
al sacrificio eucarístico.

Estima de la profesión de los consejos evangélicos

46. Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por


ellos, la Iglesia demuestre mejor cada día a fieles e infieles, el
Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya
sea anunciando el Reino de Dios a las multitudes, o curando
enfermos y heridos y convirtiendo los pecadores a una vida
correcta, o bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos,
siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió.

Tengan por fin todos bien entendido que la profesión de los


consejos evangélicos, aunque lleva consigo la renuncia de
bienes que indudablemente se han de tener en mucho, sin
embargo, no es un impedimiento para el desarrollo de la
persona humana, sino que, por su misma naturaleza, la
favorece grandemente. Porque los consejos evangélicos,
aceptados voluntariamente según la vocación personal de
cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y
a la libertad del espíritu, excitan continuamente el fervor de la
caridad y, sobre todo, como se demuestra con el ejemplo de
tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más la
vida del hombre cristiano con la vida virginal y pobre que
para sí escogió Cristo Nuestro Señor y abrazó su Madre la
Virgen. Ni piense nadie que los religiosos por su consagración,
se hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad
terrena. Porque, aunque en algunos casos no estén
directamente presente ante los coetáneos, los tienen, sin
embargo, presentes, de un modo más profundo, en las
entrañas de Cristo y cooperan con ellos espiritualmente para
que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en
Dios y se dirija a El, "no sea que trabajen en vano los que la
edifican". Por eso, este Sagrado Sínodo confirma y alaba a los
hombres y mujeres, hermanos y hermanas que, en los
monasterios, en las escuelas y hospitales o en las misiones,
ilustran a la Esposa de Cristo con la constante y humilde
fidelidad en su consagración y ofrecen a todos los hombres
generosamente los más variados servicios.

Perseverancia

47. Esmérese por consiguiente todo el que haya sido llamado


a la profesión de esos consejos, por perseverar y destacarse
en la vocación a la que ha sido llamado, para que más abunde
la santidad en la Iglesia y para mayor gloria de la Trinidad,
una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y
origen de toda santidad.

CAPÍTULO VII
ÍNDOLE ESCATOLÓGICA DE LA IGLESIA
PEREGRINANTE Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA
CELESTIAL

Índole escatológica de nuestra vocación en la Iglesia

48. La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo


Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la
santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando
llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Act
3,21) y cuando, con el género humano, también el universo
entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él
alcanza su fin, será perfectamente renovado (cf. Ef 1,10; Col
1,20; 2 Pe 3,10-13).

Porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí


a todos los hombres (cf. Jn 12,32); resucitando de entre los
muertos (cf. Rom 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre
sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo que es la
Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando
sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo
para conducir a los hombre a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí
más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y
Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la
restauración prometida que esperamos, ya comenzó en
Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y
continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos
también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto
que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la
obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos
nuestra salvación (cf. Flp 2,12).

La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros


(cf. 1 Cor 10,11), y la renovación del mundo está
irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto
modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra,
se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad. Y
mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que
tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe 3,13), la Iglesia
peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que
pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este
mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que
gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de
la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom 8,19-22).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del


Espíritu Santo, "que es prenda de nuestra herencia" (Ef 1,14),
somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Jn
3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en
aquella gloria (cf. Col 3,4), en la que seremos semejantes a
Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3,2). Por tanto,
"mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro
lejos del Señor" (2 Cor 5,6), y aunque poseemos las primicias
del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom 8,23) y
ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1,23). Ese mismo amor nos
apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó
por nosotros (cf. 2 Cor 5,15). Por eso ponemos toda nuestra
voluntad en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor 5,9), y nos
revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes
contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día
malo (cf. Ef 6,11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora,
por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para
que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb
9,27), si queremos entrar con El a las nupcias merezcamos
ser contados entre los escogidos (cf. Mt 25,31-46); no sea
que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt 25,26),
seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt 25,41), a las
tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de
dientes" (Mt 22,13-25,30). En efecto, antes de reinar con
Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el tribunal
de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o
malas que hizo en su vida mortal (2 Cor 5,10); y al fin del
mundo "saldrán los que obraron el bien, para la resurrección
de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de
condenación" (Jn 5,29; cf. Mt 25,46). Teniendo, pues, por
cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada
en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en
nosotros" (Rom 8,18; cf. 2 Tim 2,11-12), con fe firme
esperamos el cumplimiento de "la esperanza bienaventurada
y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro
Jesucristo" (Tit 2,13), quien "transfigurará nuestro pobre
cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Flp 3,21) y
vendrá "para ser" glorificado en sus santos y para ser "la
admiración de todos los que han tenido fe" (2 Tes 1,10).
Comunión de la Iglesia celestial con la Iglesia
peregrinante

49. Así, pues, hasta cuando el Señor venga revestido de


majestad y acompañado de todos sus ángeles (cf. Mt 25,3) y
destruida la muerte le sean sometidas todas las cosas (cf. 1
Cor 15,26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la
tierra otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son
glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y
Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y formas
distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el
mismo himno de gloria a nuestro Dios. porque todos los que
son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en El se
unen entre sí, formando una sola Iglesia (cf. Ef 4,16). Así que
la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron
en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes
bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la
comunicación de los bienes espirituales. Por lo mismo que los
bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo,
consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad,
ennoblecen el culto que ella misma ofrece a Dios en la tierra y
contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada
edificación (cf. 1 Cor 12,12-27). Porque ellos llegaron ya a la
patria y gozan "de la presencia del Señor" (cf. 2 Cor 5,8); por
El, con El y en El no cesan de interceder por nosotros ante el
Padre, presentando por medio del único Mediador de Dios y
de los hombres, Cristo Jesús (1 Tim 2,5), los méritos que en
la tierra alcanzaron; sirviendo al Señor en todas las cosas y
completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia lo que falta a las tribulaciones de
Cristo (cf. Col 1,24). Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho
a nuestra debilidad.

Relaciones de la Iglesia peregrinante con la Iglesia


celestial

50. La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos


del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión
de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con
gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios
por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de
orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados"
(2 Mac 12,46). Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y
mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de
fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están
íntimamente unidas; a ellos, junto con la Bienaventurada
Virgen María y los santos ángeles , profesó peculiar
veneración e imploró piadosamente el auxilio de su
intercesión. A éstos, luego se unieron también aquellos otros
que habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de
Cristo, y, en fin, otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes
cristianas y cuyos divinos carismas lo hacían recomendables a
la piadosa devoción e imitación de los fieles.

Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a cristo,


nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura (cf.
Hebr 13,14-11,10), y al mismo tiempo aprendemos cuál sea,
entre las mundanas vicisitudes, al camino seguro conforme al
propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la
perfecta unión con Cristo, o sea a la santidad. Dios manifiesta
a los hombres en forma viva su presencia y su rostro, en la
vida de aquellos, hombres como nosotros que con mayor
perfección se transforman en la imagen de Cristo (cf. 2 Cor.,
3,18). En ellos, El mismo nos habla y nos ofrece su signo de
ese Reino suyo hacia el cual somos poderosamente atraídos,
con tan grande nube de testigos que nos cubre (cf. Hb 12,1)
y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.

Y no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el


ejemplo que nos dan, sino aún más, para que la unión de la
Iglesia en el Espíritu sea corroborada por el ejercicio de la
caridad fraterna (cf. Ef 4,1-6). Porque así como la comunión
cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo,
así el consorcio con los santos nos une con Cristo, de quien
dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y la vida del
mismo Pueblo de Dios. Conviene, pues, en sumo grado, que
amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo,
hermanos también nuestros y eximios bienhechores;
rindamos a Dios las debidas gracias por ello, "invoquémoslos
humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio
de su Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro,
acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios". En verdad, todo
genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los
bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y
termina en Cristo, que es la "corona de todos los santos", y
por El a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es
glorificado".

Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza en forma


nobilísima, especialmente cuando en la sagrada liturgia, en la
cual "la virtud del Espíritu Santo obra sobre nosotros por los
signos sacramentales", celebramos juntos, con fraterna
alegría, la alabanza de la Divina Majestad, y todos los
redimidos por la Sangre de Cristo de toda tribu, lengua,
pueblo y nación (cf. Ap 5,9), congregados en una misma
Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza de
Dios Uno y Trino. Al celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico es
cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en
una misma comunión, "venerando la memoria, en primer
lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, del bienaventurado
José y de los bienaventurados Apóstoles, mártires y santos
todos".

El Concilio establece disposiciones pastorales

51. Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad tan


venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio
vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o
aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo
confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II,
Florentino y Tridentino. Junto con esto, por su solicitud
pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde para
que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos
o defectos que acaso se hubieran introducido y restauren todo
conforme a la mejor alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen,
pues, a los fieles que el auténtico culto a los santos no
consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores
cuanto en la intensidad de un amor práctico, por el cual para
mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos
"el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la
ayuda de su intercesión". Y, por otro lado, expliquen a los
fieles que nuestro trato con los bienaventurados, si se
considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto
latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu
Santo, más bien lo enriquece ampliamente.

Porque todos los que somos hijos de Dios y constituímos una


familia en Cristo (cf. Hebr 3,6), al unirnos en mutua caridad y
en la misma alabanza de la Trinidad, correspondemos a la
íntima vocación de la Iglesia y participamos con gusto
anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo. Porque
cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa
de los muertos, la claridad de Dios iluminará la ciudad celeste
y su Lumbrera será el Cordero (cf. Ap 21,24). Entonces toda
la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de la caridad,
adorará a Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Ap 5,12), a
una voz proclamando "Al que está sentado en el Trono y al
Cordero: la alabanza el honor y la gloria y el imperio por los
siglos de los siglos" (Ap 5,13-14).

CAPÍTULO VIII

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS,


EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

I. INTRODUCCIÓN

La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo

52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a


término la redención del mundo, "cuando llegó la plenitud del
tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer... para que
recibiésemos la adopción de hijos" (Gal 4,4-5). "El cual por
nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de
los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María
Virgen". Este misterio divino de salvación se nos revela y
continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su
Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en
comunión con todos sus Santos, deben también venerar la
memoria, "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen
María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo".

La Santísima Virgen y la Iglesia

53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel


recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y
entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como
verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo
eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El
unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con
esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo
y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del
Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con
mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo
tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los
hombres que han de ser salvados; más aún, es
verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber
cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles,
que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es
saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de
la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y
caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu
Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre
amantísima.

Intención del Concilio

54. Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la


Iglesia, en la cual el Divino Redentor, realiza la salvación,
quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la
Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo
Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los
hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y
Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que
tenga la intención de proponer una completa doctrina de
María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una
plena luz por el trabajo de los teólogos. Conservan, pues, su
derecho las sentencias que se proponen libremente en las
Escuelas católicas sobre Aquélla, que en la Santa Iglesia
ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a
nosotros.

II. OFICIO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA ECONOMÍA


DE LA SALVACIÓN

La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento

55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento


y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más
clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la
salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los
libros del Antiguo Testamento describen la historia de la
Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento
de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son
leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una
ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad,
iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella
misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la
promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros
primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3,15). Así
también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo
cuyo nombre será Emmanuel (Is 7,14; Miq 5,2-3; Mt 1,22-
23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del
Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En fin,
con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera,
se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva
economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza
humana para librar al hombre del pecado mediante los
misterios de su carne.

María en la Anunciación

56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la


Encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada,
para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así
también contribuirá a la vida. Lo cual vale en forma eminente
de la Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que
renueva todas las cosas y que fue adornada por Dios con
dones dignos de tan gran oficio. Por eso, no es extraño que
entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de
Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como
plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura.
Enriquecida desde el primer instante de su concepción con
esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena
es saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de
gracia" (cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: "He
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc
1,38). Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina,
fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica
de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado
alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual, esclava del
Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al
misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de
Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estima
a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una
cooperadora a la salvación humana por la libre fe y
obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, "obedeciendo
fue causa de la salvación propia y de la del género humano
entero". Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación,
gustosamente afirman: "El nudo de la desobediencia de Eva
fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen
Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe" ; y
comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes,
y afirman con mayor frecuencia: "La muerte vino por Eva; por
María, la vida".

La Santísima Virgen y el Niño Jesús

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación


se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de
Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se
dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a
causa de su fe en a salvación prometida, y el precursor saltó
de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la
Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra
a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos
de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando,
ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor en el
Templo, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el
Hijo sería signo de contradicción y que una espada
atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los
pensamientos de muchos corazones (cfr. Lc 2,34-35). Al Niño
Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en
el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y
no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su
corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. lc., 2,41-51).

La Santísima Virgen en el ministerio público de Jesús

58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece


significativamente; ya al principio durante las nupcias de
Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su
intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf.
Jn 2,1-11). En el decurso de su predicación recibió las
palabras con las que el Hijo (cf. Lc 2,19-51), elevando el
Reino de Dios sobre los motivos y vínculos de la carne y de la
sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y
observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente
(cf. Mc 3,35; Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada
Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo
fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin
designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió
vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón
maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la
inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y, por
fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo
Jesús, moribundo en la Cruz con estas palabras: "¡Mujer, he
ahí a tu hijo!" (Jn19,26-27).

La Santísima Virgen después de la Ascensión de Jesús

59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar


solemnemente el sacramento de la salvación humana antes
de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los
Apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar
unánimemente en la oración con las mujeres, y María la
Madre de Jesús y los hermanos de éste" (Act 1,14); y a María
implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya
la había cubierto con su sombra en la Anunciación.
Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de
toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida
terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y
enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se
asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que
dominan (Ap19,16) y vencedor del pecado y de la muerte.

III. LA SANTÍSIMA VIRGEN Y LA IGLESIA

María, esclava del Señor,


en la obra de la redención y de la santificación

60. Unico es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol:


"Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los
hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí
mismo como precio de rescate por todos" (1 Tim 2,5-6). Pero
la misión maternal de María hacia los hombres, de ninguna
manera obscurece ni disminuye esta única mediación de
Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el
influjo salvífico de la Santísima Virgen en favor de los
hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del
Divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de
Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente
y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla,
fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

Maternidad espiritual de María


61. La Santísima Virgen, predestinada, junto con la
Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre
de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra
la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular
la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la
humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo,
engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al
Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz,
cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la
esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida
sobrenatural de las almas. por tal motivo es nuestra Madre en
el orden de la gracia.

María, Mediadora

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la


economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel
asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al
pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los
elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio
salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple
intercesión los dones de la eterna salvación. Con su amor
materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y
se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el
pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la
Santísima Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de
Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin
embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a
la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.

Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el


Verbo Encarnado nuestro Redentor; pero así como el
sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras tanto
por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única
bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en
las criaturas, así también la única mediación del Redentor no
excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple
cooperación que participa de la fuente única. La Iglesia no
duda en atribuir a María un tal oficio subordinado: lo
experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los
fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se
unan más íntimamente al Mediador y Salvador.
María, como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia

63. La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la


maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y
por sus singulares gracias y dones, está unida también
íntimamente a la Iglesia. la Madre de Dios es tipo de la
Iglesia, orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión
con Cristo. Porque en el misterio de la Iglesia que con razón
también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen
María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el
modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo y
obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y
esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu
Santo, como una nueva Eva, practicando una fe, no
adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al
mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo a quien Dios constituyó
como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29), a
saber, los fieles a cuya generación y educación coopera con
amor materno.

Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia

64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e


imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del
Padre, también ella es hecha Madre por la palabra de Dios
fielmente recibida: en efecto, por la predicación y el bautismo
engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos
por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es
virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al
Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del
Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida
esperanza, la sincera caridad.

Virtudes de María que debe imitar la Iglesia

65. Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a


la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cf.
Ef 5,27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en
la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos
hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos,
como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando
piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del Verbo
hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente
en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y
más a su Esposo. Porque María, que habiendo entrado
íntimamente en la historia de la Salvación, en cierta manera
en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe,
mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia
su Hijo y su sacrificio hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su
vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su
excelso tipo, progresando continuamente en la fe, la
esperanza y la caridad, buscando y bendiciendo en todas las
cosas la divina voluntad. Por lo cual, también en su obra
apostólica, con razón, la Iglesia mira hacia aquella que
engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de
la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca
también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida
fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario
estén animados todos los que en la misión apostólica de la
Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

IV. CULTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA IGLESIA

Naturaleza y fundamento del culto

66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue


ensalzada por encima todos los ángeles y los hombres, en
cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que intervino en
los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial
culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más
antiguos la Santísima Virgen es venerada con el título de
Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros
y necesidades acuden con sus súplicas. Especialmente desde
el Sínodo de Efeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María
creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la
invocación e imitación, según palabras proféticas de ella
misma: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones,
porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso" (Lc
1,48). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia,
aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto
de adoración, que se rinde al Verbo Encarnado, igual que al
Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a este
culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de
Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la
doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los
tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los
fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por
razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1,15-16) y en
quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col
1,19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean
cumplidos sus mandamientos.

Espíritu de la predicación y del culto

67. El Sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al


mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven
generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la
Santísima Virgen, como también estimen mucho las prácticas
y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de
los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente
aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas
acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Santísima
Virgen y de los Santos. Asimismo exhorta encarecidamente a
los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se
abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración, como
también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar
la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio
de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y de
las liturgias de la Iglesia bajo la dirección de Magisterio,
ilustren rectamente los dones y privilegios de la Santísima
Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda
verdad, santidad y piedad, y, con diligencia, aparten todo
aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error
a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la
verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, pues, los fieles
que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril
y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe
verdadera, por la que somos conducidos a conocer la
excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor
filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

V. MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y


CONSUELO PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE

María, signo del pueblo de Dios

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que


ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y
principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro
siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf.,
2 Pe 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios
peregrinante como signo de esperanza y de consuelo.

María interceda por la unión de los cristianos

69. Ofrece gran gozo y consuelo para este Sacrosanto Sínodo,


el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados
quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y
Salvador, especialmente entre los orientales, que corren
parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo
devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios.
Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de
Dios y Madre de los hombres, para que ella, que asistió con
sus oraciones a la naciente Iglesia, ahora también, ensalzada
en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles en la
comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo para
que las familias de todos los pueblos tanto los que se honran
con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al
Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia
en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e
indivisible Trinidad.

Todas y cada una de las cosas contenidas en esta


Constitución han obtenido el beneplácito de los Padres del
Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad
apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables
Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el
Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido
conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.

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