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LA TRANSVALORACIÓN DE TODOS LOS VALORES

Todo el esfuerzo de análisis de la cultura europea que Nietzsche lleva a cabo no


tiene como finalidad ofrecer simplemente una nueva interpretación de su evolución y de
sus formaciones actuales más significativas. No pretende desarrollar un sistema, una
descripción o una explicación. Sus conceptos tienen otra finalidad: experimentar, ensayar
de algún modo con el pensamiento la posibilidad de una transformación de la actual
situación espiritual y psicológica de Europa. El propio Nietzsche describe su tarea como
“ensayo”, como un “experimento con la verdad”. “Verdad” que anuncia una desimplicación
intencionada respecto del sentido que este término tiene asignado en su uso filosófico-
metafísico. No se trata, en su caso, ni de una experiencia de contemplación de hechos
objetivos ni de una comprensión de éstos, sino de la conjetura de una praxis culturizadora
alternativa destinada, como terapia, a encarar la enfermedad del nihilismo europeo. La
expresión “un experimento con la verdad” alude a la prueba de la dosis de verdad que
uno es capaz de soportar. En su forma es un criterio de valor que permite distinguir entre
el conocimiento alcanzado con el coraje, y el error, fruto de la laxitud, de la dejadez o de
la deshonestidad filológica. En su contenido es la experiencia que quiere abrirse a los
medios de imaginar otra especie de hombre más fuerte, un hombre más allá del bien y del
mal de la moral nihilista. El carácter “conjetural” de la reflexión, vinculado a una clara
actitud escéptica, expresa la decisión de dejar abiertos nuevos posibles horizontes de
desarrollo, que es lo que corresponde a una idea del conocimiento como continuada
actividad de ensayo y experimentación.
Aunque Nietzsche tiene la práctica certeza de que el nihilismo europeo es una
enfermedad terminal hay razones todavía para no darse por vencidos.
En primer lugar, la transformación de toda una cultura es un proceso muy a largo
plazo. El experimento iría encaminado a producir un cambio de rumbo, a iniciar una nueva
orientación, a poner en marcha un proyecto de futuro.
En segundo lugar, el hombre es el animal aún no fijado. El instrumento básico con el
que se culturiza o se transforma aun individuo es un sistema de valores, o sea, una moral.
Y morales puede haber varias. En un cambio de moral, pues, en una transvaloración de
los actuales valores consistiría, sustancialmente, el contenido de la terapia cuyo ensayo se
quiere iniciar. Que un tipo de hombre distinto, superior al europeo moderno, no es una
utopía lo atestiguan culturas en las que ese tipo ha sido predominante, como la griega, o
la existencia de casos aislados y excepcionales que surgen esporádicamente. Las culturas
son muchas y están en devenir, aunque cristalizan durante cierto períodos en tipos
humanos más o menos estables y en situaciones de cultura predominantes. No hay
humanidad como una totalidad unitaria: no hay una evolución de la humanidad como un
proceso continuo que progresa unitariamente. Hay evolución de cada cultura,
interrumpida frecuentemente con rupturas, discontinuidades, en un devenir que no
persigue ningún objetivo predeterminado ni obedece a ninguna finalidad de carácter
metafísico. Por ejemplo, la cultura europea se ha estabilizado en su situación actual bajo
la forma del nihilismo pasivo. Pero el nihilismo europeo no es identificable con la
humanidad entera: otras formas de humanidad pueden pensarse como posibles. La
nuestra está muy lejos de ser la situación espiritual en la que culmina la
humanidad. Por otra parte, se pueden identificar individuos que constituyen un tipo
de hombre superior, y que han surgido como por un golpe de suerte. El
experimento consistiría entonces en tratar de conseguir que lo que ha sido cosa del
azar en estos casos aislados se convierta en el objetivo de un nuevo proceso de
selección.
En tercer y último lugar, el experimento tiene que ponerse en marcha sin per-
der el sentido de la realidad. Es decir, no se puede pretender la formación de un
tipo de hombre superior a partir de la nada. Nietzsche no tiene en la mente ningu-
na forma de revolución. Cualquier cambio tiene que ser pensado como una meta-
morfosis progresiva conociendo a fondo las condiciones que determinan aquello
que se pretende cambiar. Esto le hace pensar en una élite de individuos con
nuevos valores y con instintos “saneados” que, fortaleciendo en todo lo posible una
voluntad de poder afirmativa como proceso de autosuperación, fueran quienes
iniciasen e impulsaran el proceso; una aristocracia (no en sentido político ni social)
que, durante mucho tiempo, sin embargo, tendría que coexistir con las grandes
masas de individuos nihilistas que avanzan por sí mismos, de manera inexorable,
hacia su propia autoextinción.
Nietzsche recuerda cómo ha funcionado la figura del santo en cuanto modelo
que emula y mueve a las gentes más diversas a su imitación. Desde esta perspecti-
va se refiere a los individuos de su élite de experimentadores con expresiones
como “el hombre redentor”... pero también, en la medida en que su eficacia consis-
tiría en liberar e Europa del nihilismo, los llama asimismo “el vencedor de Dios y de
la nada”, “el Anticristo”. En síntesis, serían espíritus lo suficientemente fuertes y
originarios como para empujar hacia valoraciones contrapuestas y para
transvalorar, para invertir “valores eternos” que coaccionen a la voluntad de
milenios a seguir nuevas vías. Por eso deberán tener las propiedades que
distinguen al crítico del escéptico, a saber, una cierta seguridad en los criterios de
valoración, un método adecuado y el poder responder de sí mismos al reconocer
un cierto placer en el decir no y en desmembrar cosas, y al practicar la crueldad
juiciosa que sabe manejar el cuchillo con finura aun cuando el corazón sangre. Para
los humanitaristas serán demasiado duros, pero sobre todo, no buscarán una
verdad que les entusiasme o les eleve.
La terapia de la cultura habría de consistir, pues, en intentar la posibilidad de
que, en algunos individuos al menos, pueda sustituirse un modo de interpretar la
vida por otro, y puedan invertirse el conjunto de sus valoraciones principales por
las contrarias. Esto no es algo, sin embargo, que pueda esperarse que suceda per-
maneciendo sólo en el plano de la argumentación racional a la manera de una nue-
va Ilustración, a esperar que aumenten las virtudes en Europa: la efectividad y se-
guridad de la acción dependen de los impulsos. La conciencia o la razón no son
más que construcciones secundarias, muchas veces superfluas o irrelevantes res-
pecto a cómo funciona, en general, el organismo en relación con su medio. Son los

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impulsos los que funcionan como una especie de memoria de evaluaciones vitales
incorporadas a los mecanismos de la acción. Y eso es lo efectivo, lo que funciona
como primera instancia. La conciencia no desempeña un papel verdaderamente
esencial cuando entran en acción los mecanismos infraconscientes e instintivos que
hemos introyectado.
En otras palabras: a una enfermedad no se le puede hacer frente con argu-
mentos. No se puede refutar una moral que forma parte de las condiciones de exis-
tencia de los individuos. Se puede contradecir una opinión o una convicción, pero
eso no tiene la fuerza de suprimir en quien la tiene la necesidad de tenerla. Si se la
quiere cambiar hay que actuar justamente sobre esa necesidad.
La cultura engloba una moral, una religión, una ciencia, unas instituciones,
etc., instrumentos todos ellos con los que se generalizan determinadas condiciones
de existencia que los individuos incorporan bajo la forma de un conjunto de valo-
res. El efecto, la efectividad o la eficacia de todos esos agentes culturales no se di-
rige al espíritu ni a la razón de esos individuos, sino a su cuerpo, obligando a una
tarea de grabación neurológica y de incorporación de sus juicios de valor en la for-
ma de “instintos”. Del cuerpo es de donde brota originariamente toda interpreta-
ción, el espíritu no es más que un instrumento subalterno encargado de un revesti-
miento intelectual o ideológico que no toca para nada al núcleo fundamental.
El ensayo de una transvaloración en Europa se cuida, pues, ante todo, de es-
tablecer las condiciones de posibilidad de una acción sobre la cultura. Hay que de-
terminar cuáles son las fuerzas en virtud de las cuales las culturas adquieren su
forma y cuáles son los instrumentos de los que se valen para ejercerse, porque
ésas son las fuerzas y los instrumentos sobre los que habría que actuar para
intentar un efecto de modificación. De la hipótesis básica de la voluntad de poder
se deriva que toda cultura se ha formado en virtud de una coacción y de una
imposición despóticas de valores y de interpretaciones presionando durante mucho
tiempo sobre los individuos hasta conseguir su incorporación como condiciones de
existencia. El mecanismo es sólo éste, si bien hay una diferencia sustancial en el
modo de ejercerse esta fuerza, pues puede ejercerse como violencia reactiva
(como la fuerza que se descarga desde la debilidad y el miedo) o como potencia
creativa de carácter afirmativo (como movimiento de autosuperación en armonía
con lo que la misma vida es). En cualquier caso, la coacción, la imposición, la
presión se ejercen sobre el cuerpo, no entendiendo en este caso por cuerpo la
mera apariencia externa del cuerpo como entidad física, sino el cuerpo como
conjunto de configuraciones de instintos.
En suma, actuar sobre el cuerpo es actuar sobre sus dispositivos pulsionales,
sobre los juicios de valor incorporados en forma de instintos y que funcionan como
condiciones de existencia. Los instintos y afectos se forman, se graban en el cuer-
po, se incorporan, no son innatos; se adquieren a partir de la asimilación de lo vivi-
do según una interpretación impuesta por una determinada cultura; son valoracio-
nes que adaptan una determinada perspectiva en función del carácter propio de un

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hombre o de un pueblo y la sitúan en primer plano como una condición de vida;
luego, mediante la reiteración y la costumbre, se llegan a convertir en reacciones
espontáneas, instintivas.
Lo que hace la cultura es una selección, o sea, entrena, configura, favorece,
expande (y como reverso, impide, elimina) configuraciones particulares de instintos
bajo sus interpretaciones, valoraciones y modos de digerir la realidad. O sea, las in-
terpretaciones y los valores de una determinada voluntad de poder son, en última
instancia, las fuerzas culturizadoras que forman en los individuos los dispositivos de
comportamiento instintivo, imponiendo reglas de vida que traducen las necesidades
específicas de este tipo de vida como condiciones de su existencia. Esta configura-
ción se produce mediante la incorporación, una forma de asimilación que afecta de
manera importante a la organización y autorregulación interna de los instintos de
un individuo.
El experimento de la transvaloración se inicia como ensayo por parte de algu-
nos individuos de las condiciones que hacen posible la incorporación de nuevos jui-
cios de valor en los que se traducirían el potenciamiento y la intensificación de la
vida. Lo que estos individuos ensayarían en sí mismos sería el mismo mecanismo
de trasformación al que podrían ir sumándose luego otros hasta convertirse, con el
transcurso del tiempo, en tipo predominante: “... se ve en los pueblos que viven
grandes cambios una nueva organización de sus fuerzas...”.
Esa nueva reorganización de las fuerzas es, sin duda, el aspecto decisivo. Por-
que los juicios de valor de un hombre están implicados en todas sus actividades y
funciones, incluidas las funciones sensoriales y orgánicas. Y sus instintos, tal como
en él están organizados, son los juicios de valor con los que interactúa con si cir-
cunstancia haciendo posible su existencia. Por eso se han instintivizado en él y han
adoptado la forma de reacciones automáticas que incorporamos durante nuestro
proceso de socialización, pero son susceptibles de nuevas recomposiciones. Para
que se produzca una reorganización en este sentido es necesario ejercer, de una
manera prolongada, la coacción y la presión de una disciplina que termine por pro-
ducir su transformación. En el caso de los individuos que deben iniciar la transvalo-
ración de los valores nihilistas, Nietzsche comprende esa coacción como resultado
de una decisión de la voluntad de poder afirmativa, trayendo de nuevo a la memo-
ria el ejemplo de los griegos.
La trabajosa articulación de su experiencia de pensamiento como provecto de
una transvaloración de los valores del nihilismo europeo está íntimamente determi-
nada en Nietzsche por la evolución que va modificando su comprensión de la cultu-
ra griega y, sobre todo, el sentido de su fenómeno más significativo: lo dionisíaco.
En sus obras de juventud, Nietzsche comprende lo dionisíaco como la vitalidad mis-
ma de la voluntad en cuanto physis originaria de la que el individuo participa, y que
conoce en la experiencia de su propio cuerpo.
La crítica a la cultura europea que Nietzsche esboza partiendo de este supues-
to inevitablemente se enreda en la nostalgia romántica por lo auténtico, por lo na-

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tural, como reencuentro del individuo con su verdadera esencia. Desde esa com-
prensión metafísica de fondo, la existencia misma del individuo, su separación res-
pecto el Uno primordial que es la naturaleza, representa una culpa que implica su-
frimiento y contradicción. Dioniso es, para el joven Nietzsche, el nombre de esa
fuerza primitiva que impulsa al individuo en la embriaguez de la vitalidad exuberan-
te a superar los límites aparentes de lo fenoménico para fundirse con su esencia
más auténtica en el todo primordial con la experiencia dionisíaca, que es posible
hacer a través del arte y de la música, el individuo deja de reconocerse como tal,
supera la mera apariencia de su individuación y participa directamente de la
energía desbordante del fondo natural, uno e indestructible, del mundo. Después
de El nacimiento de la tragedia, lo que Nietzsche concebía antes como “instinto na-
tural” ahora lo ve claramente como el resultado de un largo proceso de configura-
ción y de moldeamiento.
Lo que Nietzsche llega a comprender es que esa serenidad y ese apolinismo
de la escultura griega -o ciencia, o instituciones políticas, o religión-, la fuerza in-
mensa y la sobrehumana capacidad que suponen para dominar impresiones, sen-
saciones y energías y comprimirlas dentro de una forma y de un estilo -el estilo clá-
sico-, no es algo que el griego tenía como un don natural gratuitamente recibido,
sino que fue un poder que él conquistó, que quiso tener y que obtuvo sometiéndo-
se a una larga, rigurosa y exigente disciplina de autosuperación. Pero solo una vez
que Nietzsche ha clarificado la estructura de su hipótesis básica de la voluntad de
poder como juego de fuerzas está en condiciones de entender de este modo lo dio-
nisíaco. A partir de ahí, Dioniso es la prefiguración misma de la voluntad de poder
como prototipo máximo del ejercicio afirmativo de la fuerza. De ahí, que, Nietzsche
invite a volver la mirada a los griegos para ver encarnada esa voluntad de poder
que logra dominar su propia fuerza que regula las confrontaciones entre fuerzas
activas y fuerzas reactivas. Es el hombre que puede hacer crecer de manera
controlada su propia energía vital y orientarla a la construcción de una cultura
superior; el hombre enfermo y decadente es el que sólo actúa bajo el imperativo
de fuerzas puramente reactivas y que vive a merced de las presiones y de los
conflictos de la colectividad es el esclavo que sólo sabe obedecer lo que la
imposición anónima de una sociedad, es decir, de unas formas de pensar, de sentir
y de querer externas le mandan, sin que dentro de su horizonte vital exista la
menor exigencia de contradecir esa tiranía para desarrollar un proyecto original de
sí mismo.
El ejemplo de los griegos enseña el modo no nihilista de ejercer la fuerza de
la voluntad de poder afirmativa, la cual se orienta hacia un movimiento de continua
autosuperación. Como consecuencia de ello, lo logrado por estos individuos en ellos
mismos podrá tal vez servir para que otros deseen seguir su ejemplo, que se mos-
trará como un modo de vivir, sin mala conciencia, de acuerdo con nuevos valores
afirmativos.
Pero esto no es más que el ensayo de una conjetura cuya eficacia transforma-

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dora parte de una actitud realista en relación a la situación de partida. Un ámbito
esencial de la cultura al que la terapia de la transvaloración debe ser aplicada es el
lenguaje. Habría que arrancar el lenguaje a ese predominante o casi exclusivo uso
reactivo y devolverlo a su condición de expresión de la voluntad de poder artística
y, por tanto, afirmativa. Habría que someter las palabras gastadas, debilitadas y ru-
tinizadas del rebaño a un reforzamiento o revitalización mediante su “condensación
“ o “poetizacion”. El peculiar estilo literario de Nietzsche parece obedecer a esta in-
tención. De ahí que, para que alcance una intensidad más elevada que la del estilo
puramente discursivo, él recurre con frecuencia al lirismo. El nuevo lenguaje
tendría, pues que destruir y, al mismo tiempo, afirmar; es decir, habría de tener a
la vez la dureza del martillo que destruye los viejos ídolos y la dulzura de la
embriaguez de los cantos de Zaratustra. Debe, por tanto, actuar a la contra de las
tendencias fetichizadoras, metafísicas y gregarizadoras de los lenguajes de la
comunicación cotidiana para recuperar su condición de creación artística en cuyo
fondo alienta la huella olvidada de una determinada experiencia de los sensible.

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