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Tradición, tabús y religión: así fracasó la

educación sexual en Colombia


Educación
24 Mar 2019 - 9:00 PM
Sergio Silva Numa / @SergioSilva03
Presa de las tradiciones y el miedo, Colombia dejó de apostarle a una formación
a tono con la ciencia, clave para disminuir las violencias de género y reducir los
embarazos adolescentes. ¿Quién pierde?

Según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud, el 80 % de los alumnos dijeron no haber participado
en actividades relacionadas con educación sexual en sus escuelas durante el último año.Ilustraciones:
Chuleta Prieto
En febrero de 2002 comencé el bachillerato en un colegio masculino de clase
media en Bogotá. Había sido fundado por el ala conservadora de una comunidad
de asuncionistas que llegó a Colombia en los años 50. “Los de derecha”, solían
llamarlos. El rector, un hombre entrado en sus sesentas a quien nunca vi sin su
cuello romano, tenía el privilegio de acceder a información que provenía del
Vaticano: era el secretario de la Conferencia Episcopal. “Un ultraconservador
que aplicaba la doctrina de Roma”, me diría después alguien de su círculo
cercano.
Mis padres, criados en pequeñas ciudades de Norte de Santander en la segunda
mitad del siglo XX, no recibieron un asomo de educación sexual en sus colegios
(también católicos; también de monjas y de curas). El sentido común indicaría
que mi formación sería distinta, pero en clase tampoco me hablaron de
sexualidad. Cuando lo hicieron fue para decirnos que si nos masturbábamos no
disfrutaríamos del sexo. Un consejo que no siguieron algunos compañeros. Al
menos a tres de ellos los echaron por masturbarse en el salón y ver pornografía.
Pasé buena parte de mi vida sin cuestionar por qué nunca nos hablaron de
sexualidad en las aulas. Las preguntas surgieron tiempo después. ¿Por qué no
nos explicaron que era mucho más que un asunto genital? ¿Por qué nunca
hablamos de lo que significa para un hombre enamorarse de otro? ¿Qué
pensarían las profesoras que debían caminar por los pasillos después de los
descansos mientras una jauría intentaba rozar sus nalgas? ¿Qué reflexión tendrían
mis compañeros que eran tumbados al piso por los más “fuertes” para que
hicieran sobre ellos una simulación de sexo oral?
La respuesta me la dio un exrector, a quien busqué para este reportaje: “Era un
colegio que perpetuaba la masculinidad. La sexualidad era una papa caliente que
nadie se atrevía a coger. Solo unos profesores intentaron hacer algo desde el
departamento de biología. Pero los curas tenían la última palabra”.

Un par de sus anécdotas resumen el problema. Cada vez que llegaban buses con
porristas para las olimpiadas deportivas, debían encerrarlas por un par de horas
en el gimnasio mientras unos profesores cuidaban que desde afuera nadie viera
un asomo de piel. “Era como traer ganado y la preocupación era que ustedes no
se alborotaran con el show”.

“¿Alguna vez viste que se graduara alguien homosexual?”, me pregunta. “Claro


que no. Para uno de los padres, español y franquista, la masculinidad no era
objeto de discusión”. Les gritaba “¡maricones!” a quienes jugaban fútbol sin
camisa, y exhortaba a los profesores de teatro que vestían con túnicas a sus
estudiantes: “Los vais a volver maricas”.
Hace unos años creamos un grupo en Whatsapp con unos de esos exalumnos. El
chat se asemejaba a una competencia pornográfica, donde llovían las imágenes y
se celebraban chistes misóginos. A veces parecía que lo único que mantenía
viva nuestra amistad era ese ritual cargado de testosterona. El grupo lo
silencié al poco tiempo, pero fui incapaz de reprochar la necedad de mis
compañeros.
¿Qué habría sucedido si en vez de silencio nuestros profesores nos hubieran
hablado sobre género? ¿Alguien sufrirá por no encajar en el molde de macho que
querían que fuéramos? ¿Prestarán atención mis excompañeros a los reclamos de
millones de mujeres que buscan combatir el machismo? ¿Les costará trabajo,
como a mí, hablar de sus emociones con franqueza? ¿También se dejarán llevar
por las presiones sociales que invitan a reafirmar lo “masculino”?

***
Como muchos colegios católicos, el mío pertenece a una sociedad popular en
Colombia desde hace ochenta años: la Confederación Nacional Católica de
Educación (Conaced), que hoy aglutina más de mil escuelas privadas. Eso
equivale a casi 14.000 profesores y 400.000 alumnos.

Conaced estaba en el radar de muy pocas personas antes del 10 de agosto de


2016. Ese miércoles sus líderes, junto a los de iglesias cristianas, protestaron
en las calles en reacción a unas guías educativas que promovían ambientes
escolares libres de discriminación. Días atrás alguien había divulgado imágenes
de un cómic belga pornográfico, asegurando que se trataba de las cartillas del
Ministerio de Educación. En tiempos de noticias falsas, Conaced movilizó a
sus bases en contra de una falsedad: la “ideología de género”.
La hermana Gloria Patricia Corredor, directora de Conaced, sonríe cuando
hablamos de ese capítulo. “En la manifestación en Bogotá arrancamos un grupo
pequeño”, cuenta. “Pero, de repente, empezó a llegar gente y líderes religiosos.
Fue impresionante. Se unieron iglesias evangélicas, cristianas, católicas,
pentecostales. No dimensionamos lo que iba a ocurrir”.
La presión de esos sectores condujo a la renuncia de Gina Parody, entonces
ministra de Educación. Meses después terminó incidiendo en el hundimiento de
la primera versión de los Acuerdos de Paz. A María Lucía Henao, otra de las
organizadoras de las marchas y fundadora del Foro Nacional de la Familia, le
gusta recordar este período como la “Primavera Católica”.
Para Henao, la sentencia de la Corte Constitucional que ordenó modificar los
manuales de convivencia, tras el suicidio de Sergio Urrego, fue el “campanazo”
que los motivó a organizarse. Con cuarenta organizaciones crearon un grupo
llamado Menacea. “El fin del pueblo colombiano es nuestro señor Jesucristo”, se
lee en uno de los boletines que repartieron en capillas e iglesias.

Cuando le pregunto quién está detrás de esa “ideología de género”, Henao,


también rectora de un colegio de la Arquidiócesis con 250 estudiantes, no admite
contradicción. Según ella, es promovida por la ONU e impulsada por ONG y
gobiernos. La Organización Mundial de la Salud, el Fondo de Población de la
ONU (Unfpa), el Banco Interamericano, Profamilia y Colombia Diversa son
algunas de las entidades que están en su lista del mal. Se trata, advierte, de un
“lobby gay” con mucho dinero y que busca penetrar el lugar donde es más fácil
adoctrinar a una sociedad: el colegio.
—George Soros, Bill Gates y la Fundación Rockefeller son algunos de sus
principales financiadores.

—¿Pero, por qué estos magnates promoverían esa “ideología de género”?

—Esa pregunta me la hago todo el tiempo. ¿Por qué, si eso es desdibujar al ser
humano? Es terrible, horrible. ¿Será el deseo de poder y de dinero? Debe haber
muchas heridas y mucho desamor —me responde.
***
En su libro El gen: una historia personal, el profesor de Medicina de la U. de
Columbia (EE. UU.), Siddhartha Mukherjee, intenta resolver una pregunta que
por mucho tiempo ha inquietado a médicos y psicólogos: ¿cómo se define el
género y la orientación sexual de una persona? ¿Depende de la naturaleza o la
crianza; de los genes o el ambiente?
Tras revisar la historia del gen que produce la masculinidad, Mukherjee llega a
una conclusión: muchos factores entran en juego para que se active ese gen. Es
una cascada de efectos que pueden alterarse, produciendo así un amplio espectro
de diversidad sexual. Es, escribe, como la receta de un pastel. La harina es este
gen, pero necesita más ingredientes para convertirse en una torta o en un trozo de
pan.

Esos genes integran unos inputs del yo y del ambiente —hormonas,


comportamientos, roles culturales, recuerdos— que, combinados, definen el
género. La mejor prueba es la existencia de una identidad transgénero. Aunque
solemos pensar en una dicotomía hombre-mujer a la hora de hablar de anatomía
y fisiología, lo cierto es que “el género y la identidad de género están lejos de ser
binarios”. “Prácticamente todas las culturas han reconocido que el género no
se divide en blanco y negro sino en incontables tonalidades de gris”,
sentencia.
Estos argumentos científicos, entre muchos otros, han alimentado los sustentos
de quienes defienden la educación de la sexualidad con enfoque de género. Una
educación que, sostiene un informe de 2018 del Unfpa, retrasa la edad de
iniciación sexual, aumenta el uso de anticonceptivos, disminuye la tasa de
embarazos y reduce violencias como el abuso y el maltrato físico a mujeres y
niñas, problemas de enormes dimensiones en Colombia: el 31,9 % de las
mujeres entre 13 y 49 años alguna vez fue víctima de violencia física por
parte de su pareja y los casos de abuso en niñas menores de 14 superan los
15.000 cada año.
Elvia Vargas, doctora en Psicología, es una de las personas que más ha estudiado
la efectividad de esa educación sexual en Colombia. Lleva más de 25 años sin
hablar con un periodista. La última vez que lo hizo fue en la década del 90 con un
reportero barranquillero muy popular. Desde que él cambió el sentido de sus
palabras, decidió apartar de su vida a los medios de comunicación.
La profesora Vargas me abrió las puertas de su oficina por una razón: está
convencida de que el país dejó de lado la educación para la sexualidad basada en
evidencia científica. Es un olvido que se puede confirmar tras observar su
biblioteca. Su colección revela tres décadas de esfuerzos y tropiezos por sacarla
adelante. El primer intento se hizo en 1993 con el Proyecto Nacional de
Educación Sexual, que se propuso “replantear los roles sexuales tradicionales,
buscando una mejor relación hombre mujer que permita la desaparición del
sometimiento del uno por el otro”.

Pero tal como sucedió en mi colegio, hoy muy pocos estudiantes acceden a
información sobre sexualidad. La última Encuesta Nacional de Demografía y
Salud (ENDS) muestra que las cosas no han cambiado: el 80 % de los alumnos
negaron haber participado en actividades relacionadas con este tema en su último
año. Usualmente, acceden a esta información muy tarde: cuando tienen más de
15 años.

En nuestra conversación, Vargas resalta algo que está lejos de ser obvio para
muchos: la sexualidad es más que el acto sexual. “Es una dimensión de la
identidad. Determina nuestras decisiones, el rumbo que le damos a la vida e
influye en el bienestar físico, psicológico y social”, dice.
¿Por qué ha sido tan difícil avanzar en este tema?, le pregunto. “Trabajar en
sexualidad confronta a la cultura colombiana, donde prevalece una concepción de
la familia compuesta por un papá y una mamá que ejercen poder y deciden lo que
sus hijos deben hacer, sentir y decidir. Pasará mucho tiempo antes de que esa
cognición de familia cambie”, responde.

Vargas me revela una gran paradoja: en el gobierno de Álvaro Uribe se puso en


marcha el plan más ambicioso para que la sexualidad fuera un asunto nacional.
Mientras el presidente hacía alianzas con los sectores más conservadores, entre
ellos congregaciones evangélicas, su esposa, Lina Moreno, buscaba rutas para
disminuir las tasas de embarazo. “Nos parecía crucial derrumbar mitos y que los
jóvenes pudieran expresar su sexualidad de una forma sana, sin risitas nerviosas,
sin sonrojarse”, cuenta Moreno desde Antioquia.

Sus esfuerzos generaron las condiciones para que el Ministerio de Educación


(MEN) creara un programa a la altura de nuestros tiempos. Lo llamaron
Programa de Educación para la Sexualidad y Construcción de Ciudadanía y lo
resumieron con una sigla fácil de recordar: Pescc. Su objetivo era formar a
profesores y rectores para que reconocieran la sexualidad como una dimensión de
la identidad.

Tras evaluar el Pescc en 2014, Vargas y su equipo concluyeron que cumplía con
lo esperado: logró que los estudiantes tuvieran su primera relación sexual más
tarde. También observaron que los alumnos y maestros reportaban un clima
escolar agradable y seguro. Los municipios con el programa, apuntó en otro
análisis, tenían más prácticas de autocuidado.

Pero pese a sus buenos resultados, el Pescc se encontró con varios enemigos.
Para María Lucía Henao, del Foro Nacional de la Familia, se trataba de un
programa “perverso”. “Promovía el embarazo, el acto sexual en niños y la
autoestimulación en clase”, dice. También lo culpa de un supuesto aumento de
las infecciones de transmisión sexual y de invitar al aborto.

Para ratificar sus posturas me muestra una página web que crearon los opositores
del proyecto. En uno de sus videos, con más de 150.000 reproducciones,
aseguran que el Pescc quiere despertar la actividad sexual de los niños, la
autoexploración del cuerpo y la búsqueda de un placer sin límites.

En 2013, seis años después de puesto en marcha, el alcance del Pescc era pobre:
solo había llegado al 17 % de los colegios (2.250). “Es lamentable reconocer
que la cobertura del programa tiende a decrecer”, apuntaron Vargas y sus
colegas. Entonces empezó a parecer imposible cumplir la meta del Plan Decenal
de Salud Pública (2012-2021): en 2021 el 80 % de las escuelas públicas deberán
garantizar la educación de la sexualidad.
Para algunos, el inicio de este retroceso fue la llegada de Juan Manuel Santos al
poder. “Entre 2011 y 2013 desintegraron el equipo encargado de la
implementación. El Pescc pasó entonces a ser parte de otra dependencia”, cuenta
Diego Arbeláez, exintegrante del grupo. Los recursos destinados también
cambiaron de rumbo. La orden en el Ministerio fue enfocar las energías en
mejorar los resultados de matemáticas y lenguaje, un requisito para entrar a la
OCDE.

“La oposición de grupos católicos y cristianos durante el escándalo de falsas


cartillas terminó de enterrar el proyecto. Y desde ese capítulo los colegios
quedaron con miedo”, reflexiona Vargas. “Estamos ante una situación crítica”,
replica Ángela Rojas, doctora en Psicología e investigadora del grupo de Familia
y Sexualidad de la U. de los Andes. “No hay docentes capacitados y tampoco un
acompañamiento del MEN. No hay personal para llegar a todo el país”.
Ni ellas ni ninguna de las personas entrevistadas para este reportaje saben cómo
el Mineducación está abordando hoy este asunto. Después de más de un mes de
fallidos intentos por lograr una entrevista, advierte en un par de páginas que en
2018 iniciaron el diseño de una propuesta para promover “competencias
ciudadanas y socioemocionales” en colegios. Incluirán un módulo de formación a
educadores.

También impulsan el Pescc pero aclaran que cada institución es autónoma de


formularlo. No lo menciona, pero el Plan Nacional de Desarrollo también tiene
un apartado que promueve la educación para la sexualidad. Que la incluya, dice
Vargas, es esperanzador, aunque le parece una lástima que el enfoque sea el de
prevención (de embarazos o VIH, por ejemplo) y no el de una sexualidad para el
bienestar. “Es una buena oportunidad. Esperemos que pase el escrutinio
político”.

Pero el documento ya encontró oposición en el Congreso. El senador John Milton


Rodríguez, del partido Colombia Justa Libres, que representa a los cristianos,
lanzó a principios de marzo un mensaje tratando de propagar el miedo: “Esto
es peor que las cartillas de la exministra Parody”, escribió en Twitter para
referirse a un capítulo que busca evitar la discriminación de grupos LGTBI.
***
A diferencia de la mayoría de los colegios públicos de Villavicencio, el Juan
Pablo Segundo está ubicado en un sector de clase media-alta. Para llegar a él hay
que atravesar una vía angosta llena de árboles. En sus aulas se sientan tanto
menores de barrios de invasión, como niños y niñas de estrato 3 y 4. Haber
logrado el sexto puesto en el escalafón del Icfes de la ciudad lo ha convertido en
una institución apetecida por padres de familia.

Allí trabaja la profesora Luz Mary Roldán. Ella es una de las herederas del Pescc
y desde el 2010 logró que la sexualidad fuera en un asunto transversal en el
currículo. No importa la asignatura ni el grado. Todos los profesores la deben
incluir en sus clases.
La prueba más clara de esa “transversalización” de la sexualidad es la tasa de
embarazo. En 2018 no tuvieron adolescentes en gestación. Pero, además, reitera,
no tienen casos de bullying ni violencia machista. “Promovemos la equidad de
género”, reitera.

Como el Juan Pablo Segundo, en Villavicencio hay varios colegios que están
convencidos de los beneficios del Pescc. En medio de tanta ausencia, esta
ciudad es una rareza a la que llegué tras buscar rectores que impulsaran en
Bogotá programas exitosos de educación sexual. Lo que encontré en la capital
del Meta me sorprendió: un grupo de 12 personas se reúne por pura voluntad
todos los viernes para impedir que el Pescc desfallezca.
Otro de los casos simbólicos a los que me lleva una de las integrantes de ese
grupo es el colegio Miguel Ángel Martín. Su rector, Leonardo Torres, tampoco
tiene registros de embarazo. En el 2015 tuvieron siete y la tasa, ahora, está en
cero. En la ciudad, según la Alcaldía, la tendencia es similar: en 2014 hubo 1.480
embarazos en mujeres de diez a 19 años; en 2017 hubo 928.

Pero Torres sabe que para evaluar la pedagogía no basta con explorar unos
dígitos. Por eso implementó el Pescc en todo el currículo. El profesor de
Matemáticas, por ejemplo, con ejercicios aritméticos calcula los costos de
tener un hijo: incluyendo desde la prueba de embarazo hasta los pañales puede
valer más de $30 millones anuales. Diego Álvarez, el profesor de Español, me
muestra una revista que editó con sus estudiantes. La titularon La identidad y los
derechos sexuales y reproductivos y tiene artículos como “Feminismo y
machismo” o “Cómo afectan las creencias religiosas en la sexualidad”.
María Camila Vásquez, de grado once, resume la utilidad de estos ejercicios:
“Hemos aprendido que el sexo no son solo condones. Es saber que tenemos
derechos sexuales y reproductivos y que lo clave es el respeto y el amor propio.
Por muchos años nos hicieron creer a las mujeres que el mundo era una fantasía.
Y al hombre… ¿Por qué nunca fomentaron el amor en un hombre? ¿No aman?
¿No son sensibles? ¿No sienten?”.

Esos interrogantes esconden un problema global notorio en mi colegio y que,


lentamente, está haciéndose visible: la forma tóxica como nos han educado a los
hombres. La American Psychological Association (APA) lo reconoció en 2018
en las primeras “Guías APA para la práctica psicológica en niños y
hombres”. El boletín de prensa que las sintetizaba era contundente: “Más de
cuarenta años de investigación muestran que la masculinidad tradicional,
marcada por la competitividad, el dominio y la agresión, es perjudicial”.
“Aunque los hombres se benefician del patriarcado, también son afectados por el
patriarcado”, sentencia Ronald F. Levant, uno de los autores, profesor emérito de
la U. de Akron (EE. UU.). Los estudios lo respaldan: al menos en Estados
Unidos, los hombres cometen el 90 % de los homicidios y son 3,5 veces más
propensos a morir por suicidio. Además, son más vulnerables a la depresión y
cuando suelen ajustarse a las “normas” masculinas, también tienen
comportamientos poco saludables como beber en exceso o consumir tabaco.

“Los profesionales de la salud mental también deben comprender cómo


funcionan los privilegios y el sexismo, pues confieren beneficios a los hombres y
los atrapan en roles limitados”, señala la APA.

Se trata de unos roles que la profesora Elvia Vargas comprobó en 2007. En una
escuela de Soacha hizo un cuestionario a estudiantes de siete y ocho años. “¿Qué
hacen las mujeres que no pueden hacer los hombres?”, les preguntó. Los
resultados la sorprendieron. Ser amas de casa, encargarse del hogar, lavar y
cocinar, cuidar a los hijos, llorar y coquetear fueron algunas de las respuestas.
¿Qué podían, entonces, hacer los hombres? Trabajos ilegales, hacer cosas
indebidas sin pensar en las consecuencias, tener mujeres, pelear, matar un ratón,
tener dinero y hacer ciencia.
El año pasado Vargas repitió el ejercicio en uno de los colegios más prestigiosos
de Bogotá, con alumnos de 15 y 16 años. Las réplicas a la primera pregunta,
volvieron a inquietarla: las mujeres pueden maquillarse, ponerse ropa que no
muestre su cuerpo, jugar con muñecas, hacerse respetar, hacer trabajos del hogar
o la oficina, cocinar para complacer a los maridos. Los hombres, respondieron
los alumnos, pueden salir solos de la casa hasta tarde, ser infieles, tomar alcohol,
ir a fiestas, ser machistas, hacer trabajos de alto riesgo, ser ingenieros y mantener
a la familia.

“Estos resultados son para llorar”, dice Vargas. “Ha sido muy difícil cambiar
esa realidad. Transformar los roles, que ubican a las mujeres en una posición de
desventaja, implica modificar normas de género arbitrarias. Esa es la razón por la
que necesitamos una educación de la sexualidad que fomente la equidad y no los
estereotipos. Por eso es hay que hay que luchar”.
*Este reportaje hace parte de #HablemosDeEducaciónSexual: la primera
conversación social sobre las formas de prevenir la violencia sexual contra
niñas y niños en Colombia. Levanta la mano y participa en los canales
@MutanteOrg.
https://www.elespectador.com/noticias/educacion/tradicion-tabus-y-religion-asi-fracaso-
la-educacion-sexual-en-colombia-articulo-846703

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