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A.

MALBY

ÁGAPE
Los jueves del señor G...
L A S O T R A S R E A L I D A D E S DE A n d ré M A L B Y
ENRIQUE MARÍN • EDITOR

ANDRÉ MALBY. Nacido en Oran (Argelia), en 1943. Realiza estudios de filosofía y participa, como
oyente, en numerosas universidades europeas. Investiga junto al doctor Jean Barry, en los laboratorios de la
Grande Ferrade, en Burdeos, principalmente sobre las interacciones entre el ser humano y los vegetales.
Estudia la Kábala Hebraica junto al Rabino Benharoche. Realiza numerosos viajes alrededor del mundo,
recorriendo varios continentes. Pasa un doctorado en Herbología y se instala en España, en Ibiza y,
posteriormente en Andalucía. Publica numerosos artículos en la prensa ibérica. En 1991 adquiere una casa,
datada en el año 1100, construida sobre una enorme red de cavernas, en el sur de Francia. Es Miembro del
Comité Directivo del Institut Mctapsychique Internacional, la más antigua institución oficial que se ocupa
de las facultades superiores del cerebro humano. Sucede aTeilhard de Chardin, Gabriel Marcel, Jean Jaurés,
etc. en este Consejo que no admite más que a doce miembros elegidos en el mundo entero. Investigador de
la alquimia, la kábala, y las escuelas esotéricas, André Malby, no es, desde luego, un hombre corriente.
Contraportada
LAS OTRAS REALIDADES DE André MALBY

Es una colección dedicada, como su nombre indica, a la publicación, en exclusiva, de los trabajos
de André Malby en lengua castellana.
Comienza esta colección con Ágape: Los jueves del señor G..., el primer libro de la serie
Conversaciones con el señor G...
En esta primera publicación ya se vislumbra, claramente, la calidad e importancia del
contenido que este autor nos ofrece en sus obras.
Próximamente hará su aparición Aggelos, un trabajo excepcionalmente documentado sobre
la existencia de presencias benefactoras, como Malby las llama, que nos acompañan velando por
nosotros y que, en ocasiones, se dejan ver, adoptando las apariencias más sorprendentes, lo que es
corroborado en el libro por algunas de las personas que han tenido la oportunidad de verlas.

ÁGAPE
Los jueves del señor G...
En Ágape, André Malby nos ofrece el relato de su encuentro con el señor G..., personaje
enigmático y extraordinario, pero real, que ha dejado su huella imborrable en el autor.
Ágape no es solamente un relato autobiográfico. De hecho, este es sólo el medio que
utiliza Malby para transmitirnos, fielmente, las enseñanzas de G... quien, con sus propias palabras,
nos va desvelando, paso a paso y con una viveza y realismo poco común, los misterios del camino
iniciático, a través de un diálogo excepcional con un indudable contenido filosófico y didáctico.
Ágape, palabra griega que el autor utiliza aquí en su verdadero y estricto significado
original de "entrega de sí", es pues, una excelente oportunidad de acceder a un verdadero camino
de realización personal.
ÍNDICE

Prólogo
1. Los inicios
2. El Dinero
3. Los Libros
4. La Muerte
5. La Pesca
6. Los Delfines
7. La Balsa
8. El Pozo
9. ¿Y Ahora?
PRÓLOGO
El mes de julio de 1994 fue, verdaderamente, el tiempo del ángel. Cada día
pasaban cosas inesperadas y se acumulaban las casualidades. Bastaba con detenerse
diez minutos en algún sitio, buscando algo de frescor, para que, de repente, ocurriese
algún encuentro que cambiaba los planes anteriores. Durante semanas la vida no fue
el resultado calculado de mis decisiones, sino que se definió, casi sin mi
participación, lo que resultaría ser el plan de los años venideros.
Fue así como, después de años rechazando todas las proposiciones de publicar
alguna obra mía, me encontré en Plaza del Ángel, en el bar Dinámico, firmando un
contrato en exclusiva para mis escritos en castellano. Al lado mío, Enrique Marín
acababa también de tomar una decisión que iba a cambiar su vida profesional. En la
silla de enfrente, Jean Paul ya estaba calculando cómo iba a hacer para montar e
instalar un local que acabábamos de coger en el carrer de la Nau.
En pocos días se habían acumulado los encuentros y creía que, verdaderamente,
ya se habían cumplido todos los nuevos pactos que señalaba el dedo del ángel. Era no
contar con las huellas inolvidables dejadas por G... en mi conciencia.
Todo lo que habíamos decidido giraba alrededor de un plan para una nueva
colección, y la escritura y corrección del primer título que se publicaría en castellano.
En el momento de entregar a Enrique Marín el texto que él esperaba, algo me
empujó a pedirle un plazo. Después de este momento comenzó una aventura interior
increíble.
Fue con la sensación constante de una presencia inspiradora a mi lado, que me
puse a transcribir la primera parte de las enseñanzas que recibí del señor G... desde mi
niñez.
El libro que tiene en la mano ahora mismo es el primer tomo de estos relatos y
recuerdos.
Conociendo a G... como lo conozco, no puedo impedir que, en mí, algo esté
seguro de reconocer, detrás de estos encadenamientos de hechos casuales y de
decisiones aparentemente contradictorias, su firma inequívoca.
En este preciso instante, hasta me parece oir, venida de algún sitio fuera de los
sitios, su risa inconfundible. ¡Vale...! ¡Ha ganado...!
Finalmente escribí estos libros sobre los cuales pasamos tanto tiempo hablando.
Ahora pertenecen a los demás, y he abierto la puerta que pensaba haber cerrado
para siempre.
André MALBY
CHAMPCLOS Verano de 1994
1. LOS INICIOS
Durante la primera semana de junio de 1994, encontrándome en Barcelona, tuve
que echar una mano a un joven, que me pedía ayuda urgente.
Se estaba preparando para unos exámenes y, a pesar de sus esfuerzos, no
conseguía acordarse de ninguna de las cosas que estudiaba.
Pensé entonces en unas enseñanzas que recibí, hace mucho tiempo, por parte de
uno de los personajes más extraordinarios que haya encontrado a lo largo de mi vida.
Empecé la charla con este joven preguntándole qué era lo que no recordaba.
¡Todo...! fue su primera respuesta...
Entonces le pedí que me precisara qué quería decir con: ¡todo! Así comenzó una
muy extraña discusión en la cual, a medida de que le preguntaba qué era, más
concretamente, lo que había olvidado, el me lo decía y, evidentemente, ¡lo recordaba!
Respetando el deseo manifestado por este amigo mío, del cual les hablaba hace
un instante, y que murió en 1990, no daré su nombre, pero si usaré, a lo largo de este
libro, de toda una serie de datos que formaron parte de sus enseñanzas.
Mi primer contacto con lo que se podría llamar los arcanos del conocimiento
tuvo lugar en el inicio de la década de los cincuenta.
Los chavales que seguían en aquella época los diversos cursos eran, en su
mayoría, el resultado de los cinco años de guerra, que acababa de pasar Europa.
Fue así como me encontré dentro de un grupo en el cual yo era el más joven. A
mi lado se sentaba, en los bancos del colegio, un compañero que tenía nada menos
que cinco años más que yo.
Al ser el más pequeño de la clase, tenía las más grandes dificultades para asumir
todo lo que implica, para un niño de once años, ¡la convivencia con otros de quince y
dieciseis...! Fue entonces cuando apareció en mi vida este extraordinario personaje,
que llamaré desde ahora el señor G...
No puedo emplear otro concepto que el de aparición para describir la irrupción
del que iba a convertirse en una especie de mentor, y maestro, a la vez que en un
entrañable amigo.
G... tenía entonces unos cincuenta años y, después de haber vivido muchas y
muy terribles experiencias, se había retirado, merced a una pequeña pensión.
Vivía en medio del bosque de pinos que se extiende sobre decenas de kilómetros,
cubriendo la casi totalidad de la zona conocida como Landas de Gascogne, en medio
de la cual viví mi niñez. G... había restaurado una casita, antaño utilizada por los
recolectores de resina, cuando venían todavía por allí para instalar, sobre el tronco de
los grandes pinos, los recipientes en los cuales exudaba, gota a gota, la savia
pegajosa.
Lo conocí en septiembre, un domingo por la tarde. Empezaba a llover. Me había
alejado, sin darme cuenta, de la zona indicada por mis padres como límite para jugar.
Me puse entonces a buscar algún sitio para protegerme del aguacero. Fue en
aquellos momentos cuando vislumbré una luz, dentro de una de las cabañas
abandonadas por los resineros, que se encontraban por doquier en estos bosques. Me
acerqué y, mientras intentaba ver quien estaba allí dentro, mirando por el borde de
una pequeña ventana, una mano firme me cogió por el hombro a la vez que oí una voz
decir:
—¡Entra joven, antes de que acabes mojado como un gatito ahogado!
Aun ahora, aquel encuentro sigue rodeado de misterio en mi memoria.
La escasa luz que se filtraba a través de las nubes que cubrían el bosque; las
llamaradas crepitantes del fuego de sarmientos y piñas encendido en la chimenea de
tobas y barro; la mermelada extendida sobre una rebanada tostada, y que llevaba el
olor aromático del humo, se mezclan con las primeras frases, casi un interrogatorio,
del que iba a ser, durante años, mi mejor amigo.
Pensándolo bien, la palabra interrogatorio no corresponde a lo que pasó en
aquellos momentos. G... seguía una estrategia que aprendería a reconocer más tarde.
A cada explicación mía, aparecía la necesidad de una aclaración suplementaria.
Fue así como paso a paso, siguiendo el cauce marcado y dibujado por lo que yo
decía, hizo salir de mi cerebro todo lo que yo sabía y sentía, como si mi mente se
hubiera transformado en un manantial inagotable.
Lo que parecía ser uno de los aguaceros habituales en septiembre, que acaban tan
rápido como empiezan, se transformó en una lluvia intensa y regular. El cielo
empezaba a oscurecerse y, para prevenir una posible reprimenda de mi padre, G...
decidió acompañarme hasta casa.
Fue cubierto por un saco de yuta, del cual G... había redoblado una punta hacia
adentro, en forma de capucha, que emprendimos el camino de vuelta hacia la mansión
en la cual vivía mi familia.
Aun ahora ignoro lo que pudo decir a mi padre, durante el momento que pasaron
juntos dentro del despacho, a nuestra llegada. Lo cierto es que no hubo reprimenda
alguna. Más aun: al finalizar la cena, mi padre me dirigió la palabra, diciéndome que
había dado a G...: ¡permiso para darme unos cursos...!
Me extrañó mucho aquello de los cursos. Yo era el primero de la clase, y había
acabado el curso anterior con el premio de excelencia. Pero, con tal de volver a ver a
este personaje misterioso que había despertado mi curiosidad, estaba dispuesto a todo.
Fue así como, el jueves siguiente, emprendí de nuevo el camino hacia la casa en
medio del bosque.
Por si acaso, había cogido una pequeña cartera, en la cual un cuaderno de
borradores y unos lápices estaban listos para ¡lo que fuera...! ¡No podía imaginar, en
aquel momento, hasta qué punto iban a ser inútiles!
Aquel día comenzó lo que hubiera podido pasar por una iniciación a la realidad y
los secretos del bosque landés, pero que fue, en realidad, un aprendizaje de una
sutileza extrema, sobre los arcanos de la conciencia, la memoria, y la sensibilidad.
Por aquella época los cursos comenzaban a primeros de septiembre, y los
múltiples cambios de domicilio de la población hacían que fueran pocos los que
permanecían más de dos o tres años en el mismo establecimiento escolar. Por estos
motivos me encontré, en una ocasión, con unos compañeros que, no solamente me
ganaban con creces en cuanto a la edad, sino que, también, medían decenas de
centímetros más que yo. ¡Ya se estaban afeitando, y yo era aun un niño...!
La necesidad de definir mi espacio personal frente a aquella competencia física,
me había empujado a intentar imponerme, por lo menos, en el campo de los estudios.
Leía cantidades ingentes de libros, y solía hacer el triple del trabajo que los profesores
nos mandaban realizar en casa.
San Miguel era día de fiesta en Mont de Marsan, debido a la presencia de un
cuartel de entrenamiento del Ejército del Aire.
El día del santo patrón de los paracaidistas caía en miércoles aquel año, y el
colegio cerraba sus puertas en aquella ocasión. Aproveché el día de vacaciones
inesperadas para estudiar como un condenado, y me presenté, al día siguiente, en casa
de G... con cara de desterrado.
Primero se preocupó por mi aspecto, preguntándome si estaba enfermo y, como
le explicara los motivos de mi cansancio —había leído y estudiado parte de la noche
en la gran habitación en la que dormía solo— G... me dio lo que, creo, fue su primera
lección de estrategia mental.
Lo primero que me explicó fue que:...antes de ponerse a estudiar, es vital
descubrir los motivos por los cuales se hace...
No hablaba de los motivos que se puedan tener para estudiar, sino de los que
respaldan las ganas de saber.
La otra cara de esta advertencia era que nunca había que hacer esfuerzos para
obligarse a aprender algo.
Decía que: cuando se hace un esfuerzo para recordar algo, lo que se consigue
es acordarse del esfuerzo y no de su punto de aplicación... Más aun, decía que...este
esfuerzo, que tapa la memoria, constituye entonces la clave de acceso a través de la
cual sería posible recordar lo estudiado... además había que añadir, como colofón,
que...esto transformaba en un verdadero infierno, la vida de quien seguía este
camino.
Durante las semanas siguientes, casi todas las conversaciones que tuvimos
giraron alrededor de este concepto.
Aquello chocaba frontalmente con todo lo que había sido el leitmotiv de mis
profesores durante años.
Las generaciones de posguerra dignificaban el esfuerzo, hasta el punto de llegar a
despreciar lo que se hacía, o conseguía, con facilidad. Eran unos sufridores, que
luchaban, y habían luchado duramente, para conseguir lo que tenían, o dirigirse hacia
ello. Lo fácil era culpable. ¡Sin que hubiese posibilidad de salvación, todo lo que
pudiera ser el producto entusiasta de alguna capacidad innata y alegre del ser, estaba
de antemano, y sin juicio, puesto en la picota!
Mientras tanto, G... me hablaba de la ignorancia y de los peligros que conllevaba.
Me abría las puertas del conocimiento, oponiéndolo al saber.
A menudo me pedía mi opinión, acerca de cosas que yo ignoraba. Fue así como
me enseñó que había dos maneras de contestar: ¡No lo se...! y ¡No entiendo lo que me
preguntas...!
La primera implicaba que, a pesar de no conocer la respuesta, existía dentro de
mí el conocimiento de lo que se trataba. Este conocimiento previo era como un
edificio sin acabar, un vacío sin llenar.
La segunda, al contrario, manifestaba que el concepto en cuestión estaba fuera de
mi alcance momentáneo. En este caso, él se dedicaba a lo que podría llamarse ¡darme
hambre! Empezaba a contarme alguna historia, habitualmente escogida entre las mil
hazañas de su existencia, le añadía algunas reflexiones, sin acabar de aclararlas, hasta
que le formulase una u otra pregunta especifica. ¡Entonces volvía a pedir mi opinión
acerca de lo que había suscitado mi incomprensión y, cada vez, aparecía esta
necesidad íntima de conocer, a la cual bastaba con responder para que todo se
aclarase!
—Tienes que buscar dentro de tí, hasta encontrar el sitio en el cual falta lo que
vas a estudiar. ¡...Una vez que lo hayas encontrado, verás como se llena fácilmente, y
como se quedará entonces grabado para siempre lo que aprenderás de esta
manera...!
¡Apenas me regocijaba por haber comprendido, asimilado, y empezado a utilizar
algo de alguna de las mil cosas que me transmitía, G... procedía a una insoportable
manipulación! ¡Dedicaba un tiempo a echar por los suelos todo lo que yo creía haber,
por fin, comprendido!
—La certeza es como la muerte: cristaliza las cosas y los seres, les prohibe toda
evolución, o mejora futura.
Sus enseñanzas no estaban dirigidas hacia la duda sistemática, sino a la apertura
constante hacia lo que podía aparecer, y que mejoraría, o transformaría, lo que ya
había adquirido.
—No des nunca algo por acabado, o definitivamente cumplido. Todo ésta en
marcha hacia su propia perfección. ¡Hasta el sol cambiará, no lo dudes.!
¡No creas que las cosas y los seres tienen, por fuerza, que cambiar en la
dirección que tu crees o deseas: a veces el destino es diferente de la esperanza, y hay
que dejar siempre algún sitio para que las cosas sean lo que son desde la
eternidad...!
Me enseñaba a reconocer los huevos de oronja, este manjar que se reservaban los
emperadores romanos, y que es la forma primera de la amanita verdadera, comestible
y excelente.
¡Unos días más tarde, me enseñaba las mismas, para aquellos entonces llegadas a
su pleno desarrollo, y me las hacía comparar con amanitas muscarias, explicándome
cuan
peligrosas eran...!
Me hablaba de los shamanes buriates que se drogaban con ella, y acababa
aconsejándome nunca coger, ni comer, huevos de oronja, ¡a pesar de estar seguro de
haberlos identificado!
Empleaba mucho tiempo en asimilar y ordenar, en la medida de lo posible, estas
informaciones contradictorias, que me empujaban a estar convencido de saber para, al
segundo siguiente, obligarme a tirar por la borda mis maravillosas certezas.
Cuando le comentaba lo difícil que me resultaba tener siempre que coger y tirar,
sin obtener nunca certezas, G... me contestaba con una u otra forma de lo que
resultaría ser una de las bases de sus enseñanzas: —Es normal que esto te moleste,
pero tienes que darte cuenta de que todo está en tí: lo cierto y sus contrarios ¡que
son muchos! Tienes que renunciar a la peor costumbre de la humanidad: razonar
utilizando pares de opuestos, o sea: ¡si esto es lo contrario de lo primero y lo
primero es falso, entonces, esto será verdad...!
Lo contrario de una mentira no siempre es una verdad. Tampoco en la otra
dirección puede funcionar. Quiero decir que lo contrario de una mentira puede ser
otra mentira, peoren su esencia, o solamente diferente en su punto de aplicación...
Desde hace milenios todas las crueldades, todas las injusticias se han fundamentado
sobre la falsa existencia de antagonismos irreductibles.
Lo falso existe de la misma manera que lo verdadero. Lo único es que, si puedes
imaginarlos, los dos existen, en algún sitio fuera de tus ganas o de tus deseos.
Cada movimiento de la mente penetra dentro de la gran conciencia, haciendo
aparecer galaxias de otros pensamientos, que se esparcen en todas las direcciones.
Cada cosa que penetra dentro de tu mente es como uno de aquellos palos que hemos
puesto el otro día en el riachuelo: provoca unos torbellinos que van en direcciones
diferentes.
Tienes que aprender, o bien a no poner cosas en el río de tu espíritu, si no estás
preparado para renunciar a tus opiniones y prejuicios, o bien tendrías que pararlo.
¡Pero esto sería la muerte!
¡Tienes que escuchar dentro de tí para darte cuenta del tumulto permanente que
hay ahí... trozos de palabras, emociones, deseos y odios, sensaciones y mensajes
venidos de tu cuerpo: hace frío o calor, esto pincha o es rugoso...!
¡Cada experiencia que vives, cada cosa que aprendes, cada trozo de
conocimiento, que viene a llenar un vacío encontrado, se presenta siempre en medio
de un mar de parásitos...! Las ideas y los conceptos necesitan tener un envoltorio,
antes de llegar hasta la parte más espesa de tu espíritu, la que usas habitualmente,
como casi lodos los hombres...
Lo que envuelve las ideas puras está constituido por tus propias adquisiciones
exislenciales. Es así que, cuando piensas, manipulas, al mismo tiempo, muchos
niveles de realidad. De una parte están las fuerzas de cohesión que llegan desde lo
más lejano del espacio interior, del otro lado, en la parte última de la bajada de las
ideas, se encuentran los miles de trozos vividos por lo que eres: cuerpo, emociones,
ganas, deseos y miedos, proyecciones, y ausencias...
¡Tienes que darte cuenta de que todos estos trocitos desordenados son lo que tu
eres! Cada uno de ellos dice sin parar: ¡Yo, Yo, Yo...! ¡Cada uno de ellos quiere
imponerse sobre los demás...! ¡Para conseguirlo se pegan a tí, a tu energía vital:
quieren sobrevivir pero, como son incompletos, es imposible. Entonces se alimentan
de tí y de tu mente...! ¡Es como si estuvieras corriendo dentro del bosque, en medio
de hilos pegajosos, que colgasen de todas partes!
¡Tienes que aprender a moverte con precaución dentro del mundo de tu mente!
¡Sólo así llegarás a sentir, a conocer realmente, todo lo que hay en este universo...!
¡Cuídate de las cosas pequeñas, porque todas estas fuerzas que se pegan a tí
para vivir aprovechándose de tu fuerza vital, son siempre pequeñas... son
minúsculas, pero pueden entorpecer cualquier espíritu!
¡Recuerda: el silencio es más importante que las palabras... lo que pasa cuando
crees haber perdido lo que pensabas saber es que el silencio ha aparecido...
solamente en el silencio hay sitio para el conocimiento...!
¡Pasaban las semanas... y los jueves! ¡Las palabras y los ruidos hechos con la
boca empezaron a no ser la misma cosa...!
2. EL DINERO
El otoño y el invierno del año 1954 fueron probablemente los más fríos que viví
en mi niñez. Cuando llegó el día de todos los santos, ya había heladas.
Durante las semanas anteriores, G... me había enseñado unos sitios, en los cuales
el suelo parecía una alfombra de setas. Los boletos, característicos del gran bosque de
las Landas, estaban tan grandes que parecían sombrillas.
Hicimos una cantidad increíble de lonchas secas. G... había construido una
especie de horno abierto, usando un bidón desfondado, empotrado en un tabique de
tobas.
De un lado hacíamos un fuego que manteníamos con piñas, y del otro lado, al
aire abierto, poníamos los boletos cortados finamente, disponiéndolos sobre unos
trozos de tela gallinera.
El primer jueves de noviembre fue un día ventoso, y espantosamente frío. El
cielo era plomizo, y el aire olía a hielo. Esperábamos que, en cualquier momento, la
tormenta de lluvia y chubascos se transformase en nevada. Tres días antes, se habían
marchado unos parientes que habían venido a mi casa para visitar las tumbas del
cementerio. Mi abuela paterna había puesto un billete dentro del bolsillo de mi
abrigo, al mismo tiempo que me daba un beso de despedida.
Sentado al lado de G..., delante de su chimenea, saqué el billete para
enseñárselo, y comentarle lo que quería hacer con aquella casi fortuna, que había
conservado sin hablar de ella a nadie. G... observó con atención el trozo de papel, y
comenzó a hablar. Lo escuché hasta que, afuera, la luz empezó a disminuir. Durante
aquellas horas se dedicó a explicarme, de mil maneras diferentes, lo que era
realmente el dinero. —¡Tienes que acordarte siempre de que el dinero es sólo una
traducción momentánea de los esfuerzos humanos... su sentido aparece cuando
desaparece su realidad aparente, o sea: cuando vuelve a transformarse en cosas... es
una idea, una convención...!La única riqueza del hombre es el tiempo... el tiempo de
vivir y hacer, el tiempo de soñar y proyectar... el tiempo de estar sentado tranquilo,
mirando el espectáculo del mundo.
Cuando compras algo, estás cambiando el tiempo que te fue necesario para
ganar el dinero que usas, contra el tiempo que fue necesario a otros para realizar la
cosa que compras...
¡La energía creadora y los esfuerzos humanos están detrás de todas las cosas,
pero no siempre detrás de todos los símbolos que las evocan y que soportan la
realidad del dinero! ¡El tiempo sólo existe cuando fluye... es así que, si quieres tener
siempre lo que necesitas, tendrás que dejar fluir lo que encierra el tiempo. De todas
maneras no se pueden hacer reservas de tiempo...!
En casa no faltaba nunca nada. Mi padre era médico y, sin ser muy rico, formaba
parte de la burguesía del pueblo. Hasta entonces, el dinero había sido para mí una
especie de evidencia: ¡Teníamos dinero...!
Cuando pregunté a G... por qué no se encontraban personas para rechazar el
dinero ya que, al fin y al cabo, era falso, se encogió y me dijo unas frases que iba a oír
de nuevo, varias veces, a lo largo de los años que siguieron... En aquella época, no
creo que captara realmente todo lo que él me quería decir. —¡El hombre tiene dos
cosas que ninguna otra criatura en este mundo tiene: es capaz de crear ideas... es
capaz de traducirlas a palabras y, mediante ellas, de transmitir el contenido de su
mente a otros! ¡Estos dones prodigiosos se encuentran también en la raíz de todas
sus infelicidades, ya que usándolas puede proponer otros mundos, las más de las
veces, incoherentes o inacabados, pero que pueden contagiar a otras mentes,
pervertir a otros espíritus! ¡Los mayores peligros que amenazan con exterminar a la
humanidad, tienen ahí su origen! ¡Las cosas están dentro de la realidad del mundo,
pero el hombre no vive dentro de ese mundo!
¿Te acuerdas de lo que te comentaba sobre el ruido que había dentro de tu
mente...? Los hombres viven dentro de una especie de decoración, un montaje
simbólico, que reciben al nacer, una realidad irreal, una construcción que lleva,
dentro de sus estructuras, unos fallos básicos, sin los cuales no se podría aceptar ni
el dinero, ni las leyes, ni siquiera el hecho de hablar...
¡Se nos describe el mundo en el cual tendremos que aceptar vivir, desde el
momento en el cual nacemos. Lo chupamos con la leche de nuestra madre...! ¡A lo
largo de la historia humana, los que intentaron escapar a esta imagen pactada
pagaron, muchas veces con su vida, el hecho de no haber aceptado la visión que les
había sido impuesta! ¡Estos hombres murieron por haber comprendido algo, y por
haber comunicado a los demás que lo que creían era falso... Murieron por haber
transmitido una revelación que habían tenido...!
¡Ganarás dinero en tu vida...! Recuerda que si ganas mucho, tendrás que dar
mucho, para no parar el flujo del tiempo. Es como un río sin inicio ni fin, un río
sobre el cual flotan los esfuerzos, los dolores, los sufrimientos y las esperanzas de
todos los hombres.
¿Ves este billete...? Si pudieras sentir lo que realmente representa, si pudieras
vivir todo lo que vivieron los que justificaron su existencia, a través de sus esfuerzos
y sufrimientos, te darías cuenta de que, aunque injusto y falso, este billete, y el dinero
en general, merecen que los trates con todo el respeto del que seas capaz...
Eran tantas cosas contradictorias, las que me llegaban al mismo tiempo, que mi
mente no podía abarcarlas de una sola vez.
Me acuerdo muy bien de aquel momento en el que, por una parte, estaba aun
feliz de tener el billete, con todo lo que podía comprar con él, y por otra, las palabras
de G... le habían puesto encima alguna maldición llegada desde lo más lejano de la
noche de los tiempos.
Me resistía al primer impulso que tuve, y que era el de echar el billete al fuego.
No había podido explicar a G... todos mis proyectos. Con aquel billete tenía la
intención de comprarme un equipo de pesca, había una serie de libros que quería
tener, y pensaba que me quedaría incluso ¡algo para hacer regalos...! Además de esto,
yo sabía que mi abuela no era rica, y que el billete me lo había dado a escondidas
porque, si mi padre lo hubiera visto, yo estaba seguro de que no la hubiera dejado
hacerlo. Me sentía responsable de aquel billete, y de la carga de cariño que llevaba.
Cuando lo descubrí en el bolsillo de mi abrigo, la primera cosa que sentí, había sido
una inmensa emoción. Era la primera vez que tenía tanto dinero para mi solo. Mi
abuela me había mirado de reojo, y unos destellos de amor brillaban en sus ojos.
Ahora, lo que acababa de decirme G..., había alterado aquel recuerdo cargado de
cariño. Tenía la extraña impresión de haber hecho algo pecaminoso, sin darme
cuenta. Como si alguien hubiera utilizado mi ser para cometer un crimen, sin que yo
lo supiera. Pero tenía que asumir la responsabilidad de aquellos actos, que ignoraba
completamente.
Había vuelto a poner el billete en mi bolsillo, y lo estaba estrujando con la mano.
G... se dio cuenta de mis dificultades y, echando una rama más gorda en la chimenea,
me dio unas piñas, a la vez que me decía:
—Desgránalas. En seguida vamos a comer piñones.
Entonces cogió, debajo del poyete de la ventana, un bloque alargado y ahuecado,
sobre el cual había otra piedra. Estaba pulida y llana por debajo; redondeada y más
rugosa por arriba
—Es un mortero. Es muy antiguo. Mucho más antiguo que la iglesia abacial y
que todas las casas del pueblo. ¡Lo hicieron unos hombres que no conocían el
dinero!
Las ideas se mezclaban en mi cabeza y es cierto que, este intento que hago ahora
para rememorar lo que pasó y fue dicho entonces, resulta ser horrorosamente difícil.
Los últimos cuarenta años han puesto sobre estos momentos, vividos en mi niñez,
unas capas espesas de experiencias y hazañas vitales. Pero, debajo de todos estos
sedimentos de mi alma, siguen existiendo estos momentos de luz pura, que viví
entonces, casi sin darme cuenta...
Recuerdo que, lo que me costaba más esfuerzos, era entender que unos
hombrespudiesen tener tanto egoísmo como para negarse a compartir con los suyos lo
que tenían. Fue por aquellos entonces cuando me di cuenta de que las mentiras eran
siempre traiciones, agresiones terribles del ser hacia lo que hubiera podido ser, en
otras circunstancias, en otro momento y, ¿por qué no?, en otras vidas... ¿Cómo
pudieron mirarse, los unos a los otros, aquellos hombres que acababan de salir del
paraíso?
—¡Es que entonces no existían ni siquiera nombres propios! ¡No existían
separaciones entre la mente de uno y la mente de otro...! Dolor y felicidad, como
alegrías y sufrimientos eran compartidos por todos. Pero, con este mortero, se acabó
aquella época crepuscular, en la cual la especie humana hubiera podido escoger
otro camino. Es probable que esta misma piedra que ves, y que vamos a utilizar para
romper las cascaras de los piñones, haya sido usada muchas veces por unos hombres
para matar a otros.
Como le preguntaba, horrorizado: ¿Por qué? G... me contesto:
—Porque es un objeto, y necesita de una idea para empezar a existir. Hasta que
alguien empezó a utilizarlas sólo eran piedras... ¡En el momento mismo en el cual
uno de esos hombres tuvo la idea de servirse de ellas, atraído por su forma, o su
brillo, o bien sencillamente porque la casualidad hizo que estuvieran una encima de
la otra, entonces estas piedras cambiaron, y el hombre que las había escogido,
también! ¡Este hombre se encontró solo! ¡El contacto permanente con los otros se
interrumpió, y el deslino de la humanidad cambio definitivamente...!
—¿Quiere decir que fue con estas piedras que pasó esto ?
—¡Con estas en concreto no!
Lo que pasó realmente nadie lo sabe, pero lo cierto es que esto ha pasado,
probablemente en una infinidad de sitios a la vez.
En unos casos fue lo que ves, en otros fueron otros inventos, pero todos tienen
en común el hecho de haber sido el resultado de una extrusión de la mente, lanzada a
la conquista del mundo exterior. Fue esta proyección la que empezó a aislar a los
hombres, los unos de los otros...
Si las cosas del mundo verdadero son como son, las ideas de los hombres son
diferentes entre ellas, y no permiten que siga existiendo la comunión de los espíritus.
Al romperse los lazos, que unían directamente todos los hombres, aparecieron las
primeras diferencias. ¡Lo que hacia uno ya no fue captado por todos los demás! ¡Los
resultados de los actos fueron diferentes, y se hizo necesario algo para sustituir la
antigua transfusión de vida, de emociones, y de sentimientos! ¡Fue entonces cuando
aparecieron, probablemente al mismo tiempo, las palabras y los primeros esbozos de
lo que acabaría siendo el dinero...!
Mientras G... hablaba, yo había desgranado unas cuantas piñas, quitando una a
una las escamas pegajosas. A mi lado, ordenados en dos montoncitos, los piñones
estaban ya en cantidad suficiente. G... empezó a recogerlos, poniéndolos en el hueco
del mortero para, después, abrirlos a golpes secos, asestados con la extraña mano de
piedra pulida que acababa de enseñarme.
—Es posible que en aquellos tiempos, de los cuales estoy hablando, los hombres
hayan utilizado estos mismos piñones, para simbolizar una especie de dinero...
—¿Quiere decir que hacían cuentas?
—¡No, en realidad lo que hacían era representar las cosas que iban a
intercambiar, o sea que, cada vez que uno ponía alguna cosa, y que el otro tenía que
cambiarla por algo suyo, ponían uno de estos piñones...! Así, en el momento de
realizar el intercambio, bastaba con llevar los piñones, y por cada piñón había que
poner una cosa... supongo que entonces no existía todavía la noción de ganancia.
Hacer cuentas es algo muy diferente, porque supone una manipulación de
cantidades y de rangos. Para contar, hace falta poder reconocer el orden: el
primero, el segundo, el tercero y, por otra parte, identificar las cantidades como
entidades que nacen de los diferentes órdenes. ¡Ellos sólo utilizaban la comparación
uno por uno, nada más!
Desde este punto de vista, el dinero, cuando apareció, fue una descripción del
mundo... una convención, al igual que la descripción limitada, dentro de la cual los
hombres están obligados a vivir, si quieren ser aceptados o tolerados por los
demás...
Las palabras de G... sonaban como muy solemnes. Mientras tanto, los piñones
pelados se acumulaban, al lado del mortero de piedra negruzca.
No me acuerdo lo que pregunté en aquel momento, pero, tenía que ver con el
tiempo que fue necesario para que estos hombres, de los cuales me estaba hablando,
pudiesen llegar a hacer cálculos. —¡Necesitaron mucho tiempo, y mucha paciencia.
La paciencia es algo que requiere siempre de mucho tiempo para ser aprendida...!
En aquel momento, G... soltó una enorme carcajada.
Explorando los recuerdos, que tengo de los años durante los cuales hable con
G..., me parece ahora que él reía muy a menudo y, a veces, como en esta ocasión,
parecía preso de una indecible hilaridad. Han pasado cuarenta años, y he podido
averiguar, en muchísimas ocasiones, que esta risa, nacida de las profundidades del
ser, era siempre una señal inequívoca de la paz conseguida, la armonía con los niveles
más hondos y más luminosos dentro de cada uno. Este día de primeros de noviembre,
era el tres o el cuatro, mi mente se tambaleaba entre aparentes certezas, e
imposibilidades nacidas de lo poco que sabía entonces.
Me acuerdo muy bien de una sensación que tuve, mientras G... se reía. Fue una
intuición, que después se iba a confirmar: en estos momentos, no era G... sino un ser
más grande, que reía y miraba, con los ojos de la ternura, este pobre mundo...
Comimos los piñones y, como el día se iba acabando, volví solo a casa...
Los míos dormían. ¡Nadie se había dado cuenta de que yo no estaba allí!
3. LOS LIBROS
El jueves antes de navidad, llegué temprano a la casa de G... porque, como cada
año, estaba previsto que iríamos por la tarde, mis hermanos y yo, a comprar regalos
con nuestros ahorros. Al día siguiente era nochebuena, y sólo estábamos de
vacaciones desde la tarde anterior.
Otros años, habíamos tenido más tiempo para preparar nuestros regalos
navideños, pero esta vez había que ir de prisa. Mi padre había aceptado llevar los tres
hijos mayores hasta la ciudad, dejándonos las dos horas de su visita diaria en el
Hospital Lesbazeilles para que hiciéramos nuestras compras.
Siendo el mayor, me había encargado de redactar la lista de las sorpresas que
íbamos a adquirir. Había que pensar en ciertos profesores, un vecino que nos había
ayudado a fabricar unas hondas con tiras de cuero, mis tíos, Alice la sirvienta de casa,
y unas cuantas personas mas...!
Desde el jueves de la semana anterior estaba pensando en lo que podría comprar
para G... Quería sorprenderle y, al mismo tiempo, darle una alegría. No sabía qué
escoger para quedar bien, lo que me obligó a pensar en él durante toda la semana.
El domingo no había podido escaparme para ir a verlo: mis tíos habían venido a
hacernos una visita, acompañados de su hijo, que sólo tenía un año menos que yo. Por
esos motivos mi madre me había pedido que me portara bien y vigilara a mis
hermanos, a la vez que tenía la prohibición de alejarme del jardín de casa.
Fue así como, el jueves siguiente, llegué antes de las nueve a casa de G..., en
medio del bosque. Él no estaba. Empujé la puerta, que nunca estaba cerrada con llave,
y entré para esperarlo. El fuego estaba encendido en la chimenea, pero G... había
recubierto las brasas con una capa de cenizas, y puesto un tarugo de roble encima. Yo
conocía esta manera de arreglar el fuego. Durante los dos últimos meses, cada vez
que íbamos a dar un paseo en el bosque, G... preparaba la chimenea para que el fuego
siguiera encendido a nuestra vuelta, y no hiciera frío en la casa. Si G... había dejado el
fuego así preparado, era porque sabía que iba a estar ausente durante un buen rato.
Nunca había estado yo solo dentro de la casa de G... aunque había pasado allí
muchas horas durante los últimos meses.
Con un ligero sentimiento de culpabilidad, crucé la gran sala en la que siempre
nos habíamos quedado, y empujé la puerta que había en el fondo. Era la habitación de
G... A la derecha de la puerta había una cama estrecha, puesta perpendicularmente a
la pared por donde había entrado. Estaba frente a la ventana por la cual había
intentado mirar el día en el que encontré a G... por primera vez. Al lado de la puerta,
había una silla de madera sin barnizar. Una estantería corría a lo largo de la pared
blanca. Sobre el rellano, unos libros, encuadernados en cuero oscuro, estaban
alineados al lado de una fotografía de color sepia, puesta dentro de un marco oval. La
ventana estaba entreabierta, y hacia más frío en la habitación que dentro de la sala
principal.
Cerré la puerta, pensando en no dejar enfriar el resto de la casa, y me adentré.
Por curiosidad, cogí uno de los libros con la intención, medio consciente, de aprender
algo sobre los gustos de G... No se trataba de libros. ¡Eran cuadernos, escritos a mano
con tinta de varios colores...!
Volví a poner el cuaderno en su sitio y salí precipitadamente, volviendo a la gran
sala en la cual me senté al lado de la chimenea.
Cogido por la paz de esta casa, frente al calor de las brasas, y respirando el olor
aromático de la madera que estaba consumiéndose, me dormí. Fue G... quien me
despertó. Estaba entrando. Llevaba una bolsa de papel marrón en la mano.
Me apresuré a explicarle que me había dormido esperándole...
—Te vi por la ventana, antes de entrar... fue su respuesta.
Con la extraña sensación de haber hecho algo que no debía, no pude quedarme
callado. Empecé a hablar, llenando el silencio con mil historias sobre la fiesta que se
preparaba para el día siguiente, hablé de las vacaciones que acababan de empezar, del
viaje que íbamos a hacer aquella misma tarde, de los regalos que iba a comprar, y se
me escapó que aun estaba buscando qué cosa le podría regalar a él...
G... me miraba de reojo mientras se quitaba el abrigo, y extraía sus pies de las
botas, usando como tirabotas una pletina de hierro, empotrada en la pared, al lado de
la puerta de entrada.
G... se acercó a la chimenea y, usando un atizador de hierro negro, empezó a
remover las brasas, avivando el fuego. En un instante el tarugo estaba en llamas. Se
sentó a mi lado y empezamos a hablar. Mejor dicho, él empleó su peculiar técnica de
preguntas, que usaba con maestría, para hacerme decir, a mi, lo que yo le preguntaba.
Como era de suponer no tardó mucho en darse cuenta de que algo pasaba. Menos
tiempo aun le fue necesario, para que acabara contando lo que había hecho,
incluyendo hasta el cuaderno que había abierto.
—¡Creía que era un libro...! —Dije, en un intento de justificarme.
G... me miró detenidamente antes de contestar:
—En cierta manera es un libro. Mejor dicho, es toda una serie de libros. Hace
años que no tengo libros... perdí toda mi biblioteca y, desde entonces, no he vuelto a
tener libro alguno.
Yo vivía, desde siempre, rodeado de libros. Ya cuando era un niño pequeño,
jugaba con los grandes tomos ilustrados de las múltiples obras de la biblioteca de mi
padre. Todavía me acuerdo de un gran volumen, lleno de fotografías y de grabados de
trenes, que destrocé una tarde, cuando tenía apenas dos años. Para mí, eran parte
integrante de mi universo, y me costaba mucho entender como G... podía no tener
ninguno en su casa. En nuestras conversaciones, él citaba a menudo cantidades de
obras que conocía a la perfección.
Desde que yo había empezado a poder deletrear, había dedicado cada día, por lo
menos una o dos horas a leer, u hojear, uno u otro de los libros que abundaban en
casa. Mis padres siempre me habían empujado a convivir con los libros. Antes de
saber leer, ya me habían familiarizado con lo que es el constante milagro de la cosa
escrita. Había aprendido a oler con deleite las cubiertas de cuero o de cartón,
imaginando mil historias que habrían pasado en sus presencias. Sabía sopesar y tocar
con cariño y respeto los volúmenes que mi padre compraba a menudo. ¿Cómo podía
ser que G... no viviese aquellos momentos mágicos, y que no le faltasen?
Me di cuenta de que, a fin de cuentas, bien poco era lo que yo sabía de él. Sólo lo
veía los jueves, y a veces, los domingos cuando me escapaba.
Siempre había pensado, como si fuera una evidencia, que G... tenía alguna
ocupación de tipo intelectual, además de sus largos paseos por el bosque.
En mi mente vagaba una imagen confusa: él estaba sentado, leyendo un libro al
lado de su chimenea.
¡Esta imagen era falsa...! ¡Era una invención mía...!
De golpe me acababa de dar cuenta de que G... no solamente no tenía ningún
libro, sino que, además, según lo que acababa de decirme, no había vuelto a tener
ninguno, desde que había perdido su biblioteca.
Aquello era tan inhabitual para mí que, finalmente, le pedí que me dijera cómo
hacía para vivir así.
En el momento en el que le preguntaba esto, advertí que cuando me iba a casa los
jueves, y todos los demás días de la semana, él se quedaba solo en esta casa. No había
siquiera una radio.
En casa, por la noche, antes de ir a dormir, se encendía la radio en el salón, y mis
padres escuchaban música, o alguna obra de teatro, cuando no ponían uno de los
discos de la colección de mi padre.
¿Qué hacia G... durante la semana?
¿En qué ocupaba sus veladas, cuando ni siquiera tenía algo para leer?
G... sonrío, y poniéndose de espaldas al fuego, empezó a explicarme: —Cuando
desaparecieron mis libros, creí que era una perdida irreparable... pero, me di cuenta
muy rápidamente de que ¡nunca leía los libros de mi biblioteca...!
En realidad estaban ahí casi para darme confianza, para tranquilizarme... si
olvidaba algo, siempre podía recurrir a ellos...
¡Entonces advertí que mi biblioteca, mi verdadera biblioteca, estaba dentro de
mí, constituida por la memoria y la interpretación personal que había hecho de todo
lo que había leído...!
¡Hacia años que no había abierto ciertos libros! Prácticamente, las únicas veces
en las que sacaba una obra de las estanterías, era cuando quería tener el respaldo de
un autor, o de una obra, para apoyar algo, que estaba diciendo o explicando a
alguien. ¡Hacia años que usaba de mi biblioteca como de un escudo...! ¡Me escondía
detrás de las huellas de otros seres, atribuyéndome los méritos de sus pensamientos,
cuando no los utilizaba para justificar mis fallos...! ¡Durante años había hecho
servir autores y obras diferentes, que predicaban teorías opuestas, para soportar las
incoherencias de mis propios pensamientos...!
¡Entonces, me di cuenta de que yo era una especie de ladrón del conocimiento,
un aprovechado! ¡Vivía apoyado sobre muletas mentales!
¡Fue en aquel momento cuando decidí cambiar de vida!
Al cabo de un tiempo, empecé a llenar estos cuadernos que has visto en mi
habitación.
—¡Entonces, ésta escribiendo un libro!
Se encogió de hombros y, volviéndose para arreglar el fuego, moviendo el tarugo
hacia el fondo de la chimenea, dijo:
—¿Un libro...? ¡En absoluto! ¡Es la totalidad de los libros que tenía, lo que
estoy escribiendo!
Cuando me di cuenta de que no abría nunca los libros que había leído, decidí
investigar para descubrir lo que realmente había aprendido. Así fue como empecé a
escribir de nuevo, para mi solo uso, todos los libros de los cuales creía acordarme,
empezando por los que más me habían gustado, los que formaban parte de mi
universo interior.
Mi sorpresa fue enorme cuando vi que, en realidad, no sólo no me acordaba de
nada con precisión, sino que, además, lo que pensaba saber no era en absoluto lo
que había en los libros. Lo que yacía en mi memoria era una especie de resumen,
una interpretación muy personal, una traición frente al pensamiento que hubiera
tenido que ser transmitido por estas obras.
Me pregunté entonces qué era, realmente, la inteligencia, y si tenía algo que ver
con los contenidos de la memoria y de la mente. Esta pregunta me ha llevado muy
lejos, hacia unas zonas inexploradas del espíritu humano. Reparé en que no sabía
nada sobre esta prodigiosa herramienta que estaba convencido de utilizar a diario.
Durante años, había confundido el mensajero con los mensajes que llevaba. Los
libros son sólo unos indicios, que permiten saber que: ¡es posible saber!
Descubrí así, que había dentro de mí algo mucho más importante que todos los
libros que había leído a lo largo de mi vida... algo que lo unía todo y que daba
sentido a lo que, sin éso, sólo sería una acumulación de datos inconexos.
Fue entonces, cuando empecé a conocer lo que era realmente la inteligencia
¡Este poder interior que permite transformar una cantidad de componentes aislados
en algo acabado, muy superior a la suma de lo que lo constituye...!
—¡Pero esto tiene que ser muy complicado y difícil!
En mí, algo se rebelaba contra lo que G... me estaba diciendo. Uno de mis sueños
era el de tener una inmensa biblioteca, llena de libros de todos los tipos. Me
imaginaba abriendo un libro después de otro, maravillándome de lo que había en
ellos.
Creía comprender lo que él me decía, pero no podía imaginar que esto pudiese
ser aplicado, por ejemplo, a la biblioteca de mi casa. ¡Así se lo dije...!
—¡Nadie puede ni debe sustraerse al destino! ¡Es solamente cuando llega el
momento preciso cuando hay que aceptar lo que pasa! ¡No tienes que provocar en tu
vida lo que pasó en la mía!
Existe una aparente contradicción, que cada uno tiene que resolver por su
cuenta, en lo que toca a la inteligencia y a lo que transmiten las palabras. De un
lado, ella sirve para hacer que el mundo, tal y como es, se vuelva asequible al
espíritu, y después para que el espíritu se vuelva inteligible a si mismo. Su verdadera
función es la de enriquecer lo que existe más allá de ella, simplificando sin
traicionar, poniendo luz en medio de la oscuridad, descubriendo, en fin, que el
Universo y el espíritu tienen las mismas estructuras!
Por otra parte, durante siglos y milenios, el hombre, separado de la gran
comunión, ha intentado utilizar esta misma inteligencia, para explicar lo complejo a
través de lo sencillo, reduciendo la realidad del todo a la que podía apreciar dentro
de una de sus partes!
Tienes que seguir leyendo y conservando con respeto tus libros. Pero recuerda
que si tienes un libro que no abres durante más de dos meses, harías mejor tirándolo
a la basura o regalándolo a otra persona.
No te preocupes, un día u otro, te darás cuenta de que, aplicando esta ley, son
muy pocos los libros que pueden encontrarse realmente dentro de una biblioteca.
Cuando G... se dio cuenta de que me costaba cada vez más seguir lo que estaba
diciendo, se calló, y volviendo hacia la puerta, cogió el saco de papel que traía
consigo al entrar.
—¡Toma! —me dijo—, te he comprado un regalo. Tampoco yo sabía qué podría
regalarte, que te sea útil, y que no te obligue a fingir una actitud u otra. ¡A si que
decidí regalarte a tí mismo...!
Al mismo tiempo me daba un paquetito. Lo abrí. Era un cuaderno de tapas
rígidas. Todas las páginas estaban vírgenes, menos la primera, en la cual G... había
escrito: "¡Gracias, por haberme regalado la oportunidad de ofrecerte este regalo!"
4. LA MUERTE
Habíamos pasado el miércoles preparando crepes para la cena. Las hacíamos
saltar hacia el techo de la cocina mientras manteníamos la mano cerrada sobre una
moneda de oro.
Era el día de la Candelaria. Acabábamos de cenar cuando el capitán de la
gendarmería vino a buscar a mi padre, pidiéndole ayuda. Una vieja señora había
desaparecido de su domicilio, y como ella era clienta de mi padre, quería tener datos
sobre su salud.
Desde el comedor se podía oír, a través de la puerta que mi padre había dejado
abierta, lo que se decía en el pequeño salón de entrada. El capitán preguntaba sobre la
salud mental de aquella señora. Se intuía, a través del tono de su voz, que temía que
se hubiera suicidado. Todo su discurso giraba alrededor de los posibles motivos que
podía tener ella para acabar con su vida.
La respuesta de mi padre me impactó.
Comentó al capitán, que se podía considerar a la señora como muerta en vida,
desde hacía ya varios años.
Como el capitán se extrañaba, mi padre le explicó entonces que, años antes, ella
había empezado perdiendo la memoria. En los años siguientes perdió todo tipo de
razonamiento lógico, y había llegado a un punto en el cual sólo tenía reacciones,
como llantos o risas. Según mi padre, esto no le impedía ser muy dulce y tierna, capaz
de sentir miedo y de enfadarse, o de manifestar alegrías aparentes.
Mi padre dijo, entre otras cosas: —Es como un niño pequeño que, en vez de
crecer, retrocedería cada día más.
A la pregunta directa del capitán, que acabó preguntando si ella era capaz de
matarse, mi padre contesto que no, que aquella era una noción ya inalcanzable para
ella. Llegados a este punto, mi padre hizo entrar al capitán en el comedor, para
invitarle a tomar un café.
Como pasaba cada vez que teníamos alguna visita, mi padre no nos pidió de
irnos. Desde mi más tierna edad, siempre he asistido a las discusiones y tertulias de
mis padres con sus amigos, sin que nunca se me haya pedido dejarlos solos.
La conversación entre mi padre y el capitán tomó otro tono. Lo importante era
encontrarla, fuera donde fuese que se encontrara ella aquel este momento.
Tratando de averiguar adonde podía haber ido, mi padre mencionó la posibilidad
de que se hubiera perdido dentro del bosque. Según él, ella era incapaz de darse
cuenta de la hora, había perdido la noción del tiempo y no podía hacer ningún tipo de
previsión. Podía estar en cualquier parte, en un radio de varios kilómetros, porque, a
pesar de sus alteraciones mentales, gozaba de una excelente salud física.
El gran problema era que si no se encontraba en un sitio un poco protegido del
frío y del viento que azotaba la zona desde varios días, no podría aguantar pasar una
noche a la intemperie, sin ningún tipo de protección. Según sus familiares, no había
cogido ni siquiera un abrigo. Estaba fuera, solamente vestida con la ropa que llevaba
dentro de la casa, y calzada con zapatillas de interior.
Fue entonces, cuando mi padre mencionó a G..., diciendo que él era la persona
que mejor conocía el bosque, y que, si alguien era capaz de encontrarla, G... era el
único que podía hacerlo.
Mi padre se ofreció para acompañar al capitán hasta la casa de G..., y salieron
rápidamente.
Una vez en mi habitación, y antes de acostarme, me acerqué a la ventana, para
mirar a lo lejos, en la dirección del bosque. El viento había despejado el cielo. La
luna, casi llena, daba a todo el paisaje una profundidad impresionante. Era una noche
muy fría. El vaho de mi aliento sobre el cristal de la ventana, se transformaba en hielo
al instante.
Me acosté y, cogido por el calor de la cama, me dormí, creo que al instante.
Cuando me desperté, era aun de noche. Fuera, se oía el motor del coche de mi
padre. Varias personas estaban hablando. Entre el murmullo, que llegaba a mis oídos,
me pareció oír la voz de G... que decía: —Ya no vale la pena ir a dormir, será mejor
tomar un café, y descansar un momento, esperando para seguir buscando a la luz del
día...
Oí pasos. El motor del coche se paró. La puerta de la gran entrada se cerró con
un golpe seco, que sonó en el aire matinal. Volvió a reinar el silencio dentro de la
casa. Incapaz de seguir durmiendo, me levanté.
Después de haberme lavado, haciendo lo que mi abuela llamaba el aseo del gato,
me vestí y bajé hasta la cocina.
Una raya de luz pasaba por debajo de la puerta, y se oían las voces de varios
hombres.
Esperé un momento en el pasillo y, finalmente, me atreví a entrar.
G... estaba de pie, apoyado al lado de la chimenea. Mi padre y el capitán de
gendarmería estaban sentados en la gran mesa, delante de sendas tazas de café.
Cuando entré, mi padre estaba hablando con G..., diciéndole:
—¿A sí que, aun estás convencido de que donde hay que buscarla es en la zona
de las rocas...? ¿No crees que es un sitio muy duro y muy poco apropiado para
alguien perdido en el bosque ?
G... se acerco a la mesa y, cogiendo una silla, se sentó. Ninguno de los tres se
había dado cuenta de mi presencia. Dejé de moverme, curioso por oír lo que estaban
diciendo.
—Estoy seguro de que, si ésta en el bosque, es allí donde tenemos que buscarla.
Según lo que tu dices —argumentó G..., dirigiéndose a mi padre—, ella está aquejada
de demencia senil, y sólo su cuerpo funciona bien. Por lo tanto, creo que habrá
hecho lo mismo que cualquier animal en su lugar, o sea, buscar algún sitio para
reponerse. Se habrá dejado guiar instintivamente por los remolinos del viento, hasta
una zona en la cual haya algo que la proteja de las ráfagas de aire. El único sitio de
estas características, en kilómetros a la redonda, está en las rocas. Es allí donde
tenemos que buscar.
De todas maneras no podemos explorar todo el bosque. Habría que llamar al
cuartel de paracaidistas para que nos manden reclutas, y organizar una batida.
Pienso que, antes de preparar algo de esta envergadura, tendríamos, por lo
menos, que averiguar si se encuentra en las rocas, esperando que alguien la
descubra...
En este momento G... giro la cabeza en mi dirección, diciéndome: —A si que
estás despierto... ¿No crees que es muy temprano para un jovenzuelo? Bueno,
acércate y loma un desayuno. ¡Después, si tu padre ésta de acuerdo, tendrás que
vestirte con un buen abrigo, porque supongo que, si estás aquí a estas horas, es
porque quieres venir con nosotros...!
Fui a coger un bol del armario, y me senté al lado del capitán para tener a G... y a
mi padre frente a mí.
Antes de que hubiera podido pedir su permiso, mi padre dijo que estaba de
acuerdo, pero que tendría que pasar desapercibido. Un cuarto de hora más tarde,
estábamos dentro del coche de mi padre, camino de una zona del bosque que yo aun
no conocía.
El día se había levantado y un poco de neblina impedía ver el suelo.
Una vez aparcado el coche en un claro del bosque, justo debajo de unas enormes
piedras que parecían haber sido tiradas allí por una mano de gigante, tomamos un
sendero que se dirigía hacia la parte baja del amontonamiento que G... había llamado
las rocas.
Habríamos hecho unos cincuenta metros, cuando G..., que iba delante, grito:
—¡Esta aquí, venid...!
Mi padre me cogió por el hombro y me ordenó quedarme donde estaba. Obedecí.
Pero, poniéndome de puntillas, intenté ver lo que pasaba.
Los tres se habían acurrucado, delante de un pequeño declive, en el cual se veía la entrada
de una madriguera.
—¿Cómo habrá ido a meterse ahí? —dijo mi padre.
G... le contesto:
—Una vez dada la vuelta a estas rocas, se habrá dejado caer y, al intentar
acurrucarse, se habrá metido cada vez más adentro de esta guarida de zorro. Vi
casos parecidos en el frente...!
—Está muerta desde hace horas —comentó mi padre, después de reconocerla.
—Tenemos que sacarla de ahí, y buscar una camilla para llevarla al deposito
del hospital. ¿O bien quieres que hagamos un atestado ?
El capitán contestó que, tal y como estaban las cosas, bastaría con una
declaración, y que lo más urgente era llevarla, y avisar su familia.
Se decidió que el capitán cogería el coche para ir a avisar al hospital y que, de
paso, se detendría en el domicilio de la pobre señora, para dar la noticia.
Se habían olvidado de mi presencia.
Una vez que el capitán se hubo marchado, mi padre dijo a G...:
—¡Me olvidé del niño...! y, dirigiéndose a mí:
—Quédate donde estás. No hace falta que vengas. No hay nada que mirar... O,
mejor: vete por allá,...
Me indicaba la parte alta, donde habíamos aparcado el coche instantes antes.
—Date un paseo, te sentará bien.
Aunque a regañadientes, obedecí, y me alejé en dirección hacia los grandes
pinos, caminando por entre los helechos que cubrían el suelo.
Pasaron diez minutos escasos, hasta que oí un ruido de motor. Era el capitán, que
volvía con el coche de mi padre, seguido por una camioneta negra de la gendarmería.
A unos cien metros, otro coche se acercaba. ¡En un instante toda la zona
rebosaba de gente: familiares, policías, enfermeros...!
Una mano se posó sobre mi hombro. Era G...
— Ven, vámonos...! Ya no hace falta que yo me quede.
Como le preguntaba qué coche íbamos a utilizar, él me contestó que no
estábamos tan lejos de su casa, y que caminar nos iría muy bien a los dos.
De repente, me di cuenta de que ninguno de los tres hombres había dormido
desde el día anterior, y pregunté a G... si iba a descansar. Se rió.
Mientras andábamos, doblando los helechos a nuestro paso, quise aclarar algo
que había oído la noche anterior. Así que pregunté:
—Mi padre dijo que ella estaba muerta en vida. ¿Qué quiere decir éso?
G... dejó de caminar, apoyando sus manos sobre las rodillas.
—Bien, verás: esta señora perdió la capacidad de acordarse de las cosas hace
ya varios años. Esto quiere decir que estaba ya desconectada de la realidad, la suya
y la del mundo.
Nunca hay que confundir el cuerpo con la vida. El cuerpo es sólo el sitio en el
cual se ve que la vida existe, pero la realidad de la conciencia, lo que hace que
alguien exista realmente, no está encerrado en el cuerpo... es como si fuera una
especie de emisión de radio... ¡el cuerpo recibe y alberga algo que no es de aquí!
G... dio unos pasos hacia un claro que había a pocos metros, y sentándose sobre
un pino arrancado por el viento, me quitó mi gorro, dándome unos golpecitos sobre la
cabeza.
—¿Nunca te has preguntado por qué tenemos una cabeza, y por qué los
animales también...?
¡Es ahí donde se encuentra el receptor!
Es para proteger este aparato ultra sensible que tenemos una caja de hueso
encerrando nuestro cerebro. Cuanto más sensible y perfeccionado es el receptor,
tantas más emisiones recibe.
Cuando comienza a estropearse, lo que puede recibir disminuye cada vez más,
acercándose paulatinamente a capacidades muy inferiores... llegando incluso, como
en el caso de esta señora que acabamos de encontrar, a ser como la recepción de
una emisión, muy reducida... algo similar a lo que son capaces de captar los
animalitos del bosque.
Estaba aun impresionado por lo que acababa de vivir. Para mí, la muerte siempre
había sido un tema muy grave. Algo que provocaba en mi abuela unos silencios
llenos de tristeza.
No entendía lo que quería decir G..., hablando de lo que recibían los animalitos.
—¿O sea que morir es volver a ser como un animalito?
G... se rió por segunda vez aquella mañana.
—¡Perdóname, pero ¡eres tan fresco, a veces!
No he dicho que morir sea transformarse en animalito... lo que dije es que, en el
caso de esta señora, ella tenía el cerebro casi destruido. Ya no funcionaba como el
cerebro de un ser humano... se parecía mucho más a un cerebro más rudimentario...
Es por este motivo que comparé su estado al de los pequeños animales del bosque...!
¡La muerte tiene muchas caras! ¡Unas son espantosas, rodeadas de dolor y de gritos.
Otras son como el cumplimiento de algo, como un examen pasado con éxito. Otras
pueden ser como recompensas!
¡La muerte sólo puede dar miedo a los que no se han dado cuenta de que no
eran de aquí, los que creen ser el resultado del funcionamiento de su cuerpo. En
realidad, este cuerpo dentro del cual vivimos sólo sirve, las más de las veces, ¡para
entorpecer y alterar los mensajes que llegan de la gran fuente!
Para quienes han experimentado lo que es realmente el gran pensamiento que
sostiene el Universo, ¡la muerte no quiere decir nada!
¡Desde la primera vez en la cual alguien se conecta con el manantial cósmico,
nunca más vuelve a quedar sometido a lo que le ocurre al cuerpo dentro del cual se
encuentra! Es el sentido de la vida: todo lo que vive, recibe parte del gran mensaje.
Las especies no se transforman las unas en las otras... hacen falta todas, al mismo
tiempo. Son trozos de la gran verdad marcando la desarmonía de sus
comportamientos con los influjos que recibe... ¡Sólo el hombre debe hacer un
esfuerzo. Porque lo que recibe, le confiere la capacidad de mejorar su captación. ¡Es
el primer escalón de la verdadera evolución!
Otra vez me encontraba fascinado por lo que las palabras de G... despertaban en
mí, y que no llegaba a entender. Se lo dije.
—No te preocupes de no entender. No estoy hablando al niño que eres, sino al
ser que acabarás siendo. Dentro de tí, como dentro de todos los hombres, hay algo
que no duerme nunca, que entiende todo, se acuerda de todo, y sólo espera que
llegues a donde está esperándote... Eso que te espera, y que no conoces, eres tú...!
El viento, que se había parado por un momento, volvió a soplar con más fuerza,
diluyendo las ultimas huellas de neblina.
Nos levantamos, y nos fuimos en dirección hacia la casa de G... dejando, detrás
de nosotros, un camino nuevo en medio de los helechos.
5. LA PESCA
Cuando llegaron los primeros días de marzo, el tiempo mejoró bruscamente.
Durante la última semana, había habido unas tormentas impresionantes. El cielo
pareció abrirse, soltando granizos y torrentes de aguanieve. Los relámpagos rayaban
la oscuridad de las nubes, a la vez que los truenos hacían vibrar las grandes ventanas
de las salas del liceo.
Los días se habían alargado notablemente y, después del frío y del gris invernal,
estos primeros momentos de sol eran como un adelanto de la primavera.
Llevado por una especie de vibración interior, llegué muy temprano a la casa de
G... Él estaba fuera, arreglando lo que parecían ser unos grandes manojos de piquetes,
puestos sobre dos caballetes delante de la entrada.
—¡Hola! Llegas justo a tiempo para ayudarme a preparar las cañas de pesca...
esta mañana he ido a descolgar estos bambúes.
Como me extrañaba de que él hubiera ido a descolgar bambúes, me explicó:
—A finales de mayo del año pasado, fui a los cañaverales, que se encuentran en
la orilla del Ardour, después del puente de Péré. Ahí corté los bambúes que me
parecían más sanos y más largos. Los limpié y los colgué, con una piedra atada
abajo, para que se enderezasen mientras secaban. Los puse atados a las primeras
ramas de aquel pino que ves allí. La resina que se pega, cuando el viento los hace
balancear chocando contra el tronco, nos va a facilitar el trabajo... ¡Ya verás!
Y ahora, ayúdame a desatarlos, sin romper las puntas.
Tres haces estaban puestos, uno al lado del otro. En cada uno, había una docena
de bambúes enormes. Medían por lo menos unos siete u ocho metros de largo, por un
diámetro, en la base, de unos diez centímetros.
La parte más baja de cada haz estaba rodeada por una decena de vueltas de
cuerda pegajosa. Desde ahí, salían unas vueltas en espiral, que corrían a todo lo largo
de la gavilla, acabando en una trenza, a la cual estaba atada la extremidad de una
larga cuerda.
—¡Cuidado! No hay que cortar la trenza. La utilizaremos otra vez, y es lo
bastante penoso de fabricar, como para ahorramos este trabajo.
Empleamos tres horas en limpiar, desatar, pulir, y cortar los inicios de ramas
secundarias, que adornaban todos y cada uno de estos bambúes.
Cuando las cañas estuvieron pulidas y limpias de todo lo que hubiera podido
alterar su prodigioso equilibrio natural, G... me dio una bobina de hilo untado de pez,
y un carrete.
—Coge esto.
Designaba la más larga de todas: una prodigiosa caña, larga, seca y densa,
rectilínea, ¡perfecta!
—Vas a enrollar este bramante así...
Mientras hablaba, había hecho un bucle, y cogiendo el trozo más largo, lo había
bloqueado con el dedo para empezar a enrollarlo, pasándolo por encima de la doble
hebra del bucle que acababa de formar. Mantén bien el soporte en el que pondremos
el carrete... cuando hayas cubierto toda la superficie del pie, tendrás que hacer
pasar el hilo por dentro del bucle que ésta arriba, y tirar sobre la hebra más
pequeña. Habrás hecho un nudo muy especial, se llama un nudo de tonel.
Así lo hice. Al mismo tiempo, G... estaba arreglando unos ovillos de sedal.
—¡Ya ésta!
Asegura tus zapatos, y aprieta bien tu cinturón ¡tenemos que caminar...!
Nos fuimos, bosque adentro, llevando la caña que me parecía desmesurada.
Antes de irnos G... había preparado una especie de pasta, hecha por partes
iguales de sémola de maíz, salvado, patatas hervidas, y arena blanca, cogida casi en
su misma puerta.
Caminamos durante más de una hora y media. Después de haber pasado un gran
claro, manifiestamente quemado años antes por un incendio, llegamos, al fin, al lado
de una albufera.
G... ya me había llevado ahí, de vuelta de uno de nuestros paseos.
—¡Ya estamos!
G... se acercó a un gran árbol caído. El tronco estaba medio hundido dentro de la
oscuridad del agua. En la prolongación del enorme vástago, justo donde unas hojas
verdes manifestaban la feroz fuerza vital que aun moraba dentro de este monstruo
vegetal, una mancha de arena marrón presentaba su superficie allanada, en medio de
la cual dos horquillas parecían esperar nuestra caña de pescar.
—Ahora, tranquilo...
G... abrió la escudilla, dentro de la cual habíamos puesto la extraña mezcla,
preparada justo antes de salir, y empezó a tirar puñaditos del preparado, a unos metros
por delante del puesto de pesca.
—Esto va a atraer la morralla...
Durante todo el camino permanecí callado, pensando en los peces enormes que
íbamos a coger, y ahora G... ¡me hablaba de morralla...!
—Ya sé que estás un poco extrañado, pero si queremos atrapar algo que vive en
este sitio, y que suele comer lo que aquí puede estar siempre a su disposición, lo que
tenemos que hacer es ofrecerle lo que acostumbra encontrar...
A lo largo de las semanas anteriores, G... se había dedicado a hablarme del
respeto que hay que tener frente a la vida, y de los flujos equilibrados que permitían a
nuestro mundo existir. Incluso las veces que habíamos merendado juntos, me había
hecho comer castañas y madroños, negándose a que usáramos los salchichones que
Alice me daba, en previsión de esos momentos.
No cuadraba con todo lo que estaba intentando aprender el hecho de ir de pesca
precisamente ahí donde, además, hacia poco tiempo me había enseñado los reflejos
blanquecinos del vientre de los lucios desovando en las orillas.
—¡No temas, no estamos haciendo nada malo. Al contrario! En este charco, sólo
hay dos tipos de peces: unos peces blancos, vegetarianos y pacíficos, y unos
predadores voraces, de dientes punzantes, de cuerpo afilado, y de hambre insaciable.
Los primeros, que están indefensos, sirven de forraje y comida a los otros. ...
¡Hasta ahí, a pesar de la crueldad de los niveles iniciales de la realidad, se podría
aceptar el juego terrible de la inconsciencia, y de la ferocidad...!
Pero resulta que, dentro de esta albufera, hay un lucio, mejor dicho una hembra
de lucio que, por su peso, está comiendo a diario mucho más de lo que este espacio y
volumen de agua pueden aguantar sin morir. Hablé con el guardia forestal. Lo
conoces, es Armand, el amigo de tu padre. Me ha dado un permiso, del cual te
puedes aprovechar para que intentemos normalizar esta situación.
¡Vamos a pescar a ese lucio!
¡Para ello nos hace falta tener una carnada, a la cual esté acostumbrado!
Mientras hablaba, se había acercado al agua y, sentándose en cuclillas, había
echado el sedalito, al final del cual un anzuelo, casi invisible, llevaba una miga de
pan. Prácticamente en el acto, cogió un gobio.
En vez de sacarlo, y desengancharlo del anzuelo, lo dejó cogido, dentro del agua,
a unos centímetros de la orilla. Entonces, me pidió que le diera el gran bambú que
habíamos preparado.
Él había renunciado a montar el carrete que me había confiado al principio,
diciendo que, para hacerlo bien, habríamos tenido que esperar hasta el día siguiente, y
que no valía la pena.
Ensartó el gobio en un anzuelo triple, puesto al final de una línea provista de un
enorme flotador, seguido de varios trozos de corcho, pintados de blanco y rojo. Esta
línea estaba atada a la punta de la caña, mediante un trozo gordo de goma de
neumático.
G... decía que asi, la goma trabajaría para nosotros, supliendo la ausencia de
carrete.
Aquí no hace falta tener reserva de hilo. Bastará con que no tensemos la línea y
que, cuando pique, bajemos la caña, soltando algo de carrera para el sedal.
Yo no acababa de estar de acuerdo. Me acordaba de la increíble sensación de paz
e intimidad con la naturaleza que había tenido, semanas antes, cuando había entrado,
casi clandestinamente, en la intimidad del estanque.
—¡No puedo! Explíqueme por favor. ¿Qué estamos haciendo'? ¡No está bien...!
G... me miró detenidamente y, alzando la cabeza al cielo, mirando el sol de
frente, dijo:
—Veo que va a ser necesario aclararte muchas cosas...
Todo en este mundo ésta regido por un diálogo pacífico entre lo que hay, y el
sitio en el cual se encuentra... ¡Lo que pasa es que la armonía existe entre todos los
representantes de una especie, y la totalidad de los sitios en los cuales suele, o
puede, vivir!
Cuando se reduce esta situación de paz armónica a la estrechez de un solo sitio,
de una sola presencia, todo se estropea... ¡El equilibrio desaparece y se hace
necesaria una intervención en la cual, si así lo quieres, somos los representantes, los
embajadores, del resto de la especie, y de todos los demás sitios en los cuales vive, o
podría vivir...!
Otra vez estaba chocando con una de estas contradicciones, que eran como el
hilo conductor de todo lo que decía G... ¡No podía entender, ni aceptar, que G...
estuviera preparándose para matar a un ser que no le había hecho nada...!
Como esta sensación me era insoportable, se lo dije.
—No me estoy preparando para matar... estoy actuando en nombre de la
especie, quiero decir, de los demás lucios y también de los peces en general Es como
cuando un cirujano hace un corte en la piel de alguien para quitarle algo que podría
matarlo... no está haciendo un daño... aunque es verdad que, para curar a su
paciente, está causando una herida...
¡Esta hembra de lucio come su propio peso de pescados y pescaditos cada día...
eso quiere decir que, si la dejamos en este espacio cerrado, dentro de poco, no
solamente se habrá comido todos los peces que hay aquí, sino que también se morirá
de hambre, ella misma, una vez que haya acabado con todo lo que había de vivo en
esta albufera...!
¡Estamos enfrentados a una situación que sólo tiene una solución. Si no
pescamos a esta hembra de lucio, dentro de muy poco tiempo la albufera estará
muerta...!
¡Esto quiere decir que si tenemos piedad de este lucio, condenaremos a los
demás peces que aquí viven, a las ranas y renacuajos, a los tritones, y a las garzas
que los comen...!
Era terrible. ¡Hiciéramos lo que fuera, siempre acabaríamos matando! ¿Como
podía ser normal que hubiera tanta crueldad, tanta ferocidad inevitable?
—Estás confundiendo dos cosas muy diferentes entre sí. Por un lado hay una
interdependencia de todo lo que existe dentro de este mundo: no hay una sola
especie, un solo animal en este planeta que pueda vivir sin comer, de una manera u
otra, algún otro ser que, a su vez, hace lo mismo con otros. Es la vida misma, pero
hay que considerarla en su totalidad, no en cada detalle o peculiaridad de su
realidad... del otro lado, los mismos actos son cometidos a veces sin que estén
integrados dentro de la gran dinámica de lo vivo... esto se llama agresividad,
crueldad, ferocidad... Si no te ocupas de que el influjo de la vida siga fluyendo, de
uno a otro de los componentes de este mundo, acabaras destruyéndolo... ¡A pesar de
que puedan existir razonamientos que parezcan justificar lo que harías...!
¡Cuídate mucho de las buenas intenciones: muchas veces son el resultado de
visiones limitadas, que intentan sustituir la dinámica natural de lo existente, por una
orden nacida del orgullo, el egoísmo, la necedad o la ceguera interior!
¡Tus actos tienen siempre que ser calculados en función de los resultados
lejanos que resultaran de ellos, y no en función de tus sensaciones, impresiones, o
emociones momentáneas. La verdadera misión del hombre es la de aumentar, cada
vez más, su capacidad de acercarse a los fines últimos...
Mientras G... hablaba, con una voz y un tono muy serio, había lanzado la línea.
Había puesto el bambú sobre una de las horquillas, y estaba clavando la otra al revés
para bloquear la caña, manteniéndola encima del agua.
El sedal flotaba libremente sobre la superficie. El gran corcho se movía de un
lado al otro, tirado por el gobio que G... había ensartado en el anzuelo.
Nos habíamos sentado sobre el tronco medio hundido. La extremidad del bambú
estaba justo entre los pies de G...
G... cogió la escudilla y se dedicó a lanzar al agua toda la pasta que había
preparado antes de irnos de su casa. Como le preguntaba porque lo hacía, me
contesto:
—Esta preparación les gusta mucho a los gobios, a las brecas, y a las carpas...
así toda la morralla va a acudir aquí... a su vez los lucios van a venir, atraídos por
los movimientos de toda esta carnada... cuando lleguen, la morralla huirá,
perseguida por los lucios. Sólo se quedará el gobio que está en el anzuelo. Los
pequeños lucios son los que vendrán primero, la gran hembra que tenemos que
capturar vendrá después...
Estos peces de gran tamaño son muy prudentes, o mejor dicho, tienen un
comportamiento más lento, lo que les permite ver si hay algo a lo que no están
acostumbrados...
Pasó media hora, durante la cual nos quedamos en silencio.
De repente, G... me tocó el codo, indicándome la superficie de la albufera. Unos
pececitos saltaban fuera del agua, huyendo en abanico. Casi inmediatamente otro
abanico de peces espantados apareció, y otro más. Los peces se alejaban de donde
estábamos. Cada vez estaban más lejos. Se notaban unas ondulaciones en la superficie
del agua.
¡Los lucios estaban ahí!
Ahora el corcho de la caña corría literalmente de un lado al otro. Súbitamente se
hundió. G... cogió el bambú y lo inclinó hacia el agua, extendiendo el brazo.
—¿Que ésta haciendo?
—Es ella... le estoy dando hilo, para que pueda acabar de tragarse el gobio...
El sedal se puso tenso, a la vez que giraba en dirección de las ramas del árbol
hundido.
G... levantó el bambú, tirando con fuerza en la dirección opuesta. El agua se puso
a hervir. El lucio era verdaderamente enorme. Vi primero su cabeza, boca abierta.
Parecía un serrucho.
Después de un buen rato de lucha, G... consiguió arrastrarlo sobre la arena,
lanzándolo de una patada hacia un sitio con hierba, detrás de donde nos habíamos
sentado.
—¡Es incluso más grande de lo que creía...! ¡fíjate: mide más de un metro...
pesará quince kilos por lo menos...! ¡Qué fiera...!
El lucio estaba arqueándose sobre el suelo, mordiendo el aire. Tenía una
infinidad de dientes afilados. El anzuelo estaba clavado en la esquina de su boca.
Emanaba de él como un aura de ferocidad y de odio. Daba miedo. G... cogió un palo
y lo mató, asestándole un fuerte golpe en la cabeza. Después, lo vacío utilizando el
cuchillo que siempre llevaba en el bolsillo.
—Lo vamos a llevar a Armand... lo dará al asilo de ancianos... y supongo que tu
padre disecará la cabeza... es un trofeo impresionante ¿sabes?
Nos fuimos. G... llevaba el lucio colgado a la espalda.
La superficie de la albufera había vuelto a ser como siempre: un espejo de metal
bruñido, en el cual se reflejaba el sol de aquella mañana de marzo.
6. LOS DELFINES
Para semana santa, fuimos a pasar unos días de vacaciones cerca del mar. Unos
amigos de la familia tenían una casa en Hossegor, en la misma orilla del lago salado.
En el varadero cercano un pequeño barco de pesca bailaba sobre las olas.
Fue necesario hacer dos viajes para llevarnos, a mis siete hermanos y hermanas y
a mí, con los equipajes, mi madre, y Alice, la sirvienta de casa. Yo llegué con el
primer coche.
Como aún era temprano, aprovechamos para dar una vuelta en compañía de mi
padre. Al descubrir la barca, vimos que estaba preparada para poder ir de pesca, tanto
en el lago, que comunica con el mar por el canal de Capbreton, como para llegar
encima de lo que se llama el gouf: una súbita bajada del fondo del mar, donde se
encontraban muchos peces, entre los cuales algunos ejemplares realmente
impresionantes, según se contaba en el pueblo.
El flujo iba llenando el lago, sumergiendo las rocas y los altos fondos. Nos vimos
obligados a usar una pequeña barca de remos para acercarnos a la embarcación. Muy
rápidamente mi padre averiguó qué tipo de motor había. ¡Hacia falta ser inscrito
marítimo para poder irnos de pesca!
Fue en aquel momento cuando mis vacaciones, muy agradables por cierto, tal y
como estaban previstas, tomaron un perfil totalmente nuevo.
Mi padre era pescador y, cada vez que sus obligaciones se lo permitían, se iba al
río. O bien, si el tiempo del cual podía disponer era mayor, hacía el viaje hasta el
centro de Francia, para ir de pesca a unos sitios que él conocía, en Auvergne.
Aquella barca, perfectamente adaptada a la pesca en el lago, y el mar cercano,
era para él una tentación fantástica. ¡Pero, no tenía el carnet especial que era
imprescindible!
Una vez de vuelta en la villa, comentó todo con mi madre, diciendo que: era una
verdadera pena el no poder aprovechar aquella oportunidad, con el tiempo
espléndido que hacía en esta época del año.
Fue entonces cuando todo cambió. Mi madre preguntó:
—¿Pero, G... no fue capitán de barco?
Los ojos de mi padre se iluminaron.
—¡Cierto! ¿Cómo he podido olvidarlo? Apenas llegue a casa, iré a preguntarle
si ésta disponible, y le pediré, como un favor, que venga a pasar, por lo menos, este
fin de semana, que tengo libre, aquí, con nosotros.
No podía contener mi alegría. Estaba seguro de que G... podría venir. De golpe,
todo lo que había imaginado para llenar mis días de vacaciones ya no valía, ¿Quién
hubiera pensado en quejarse de esto?
Mi padre se marchó casi inmediatamente, para ir a buscar a mis otros hermanos,
y hablar con G...
Detrás de la casa, empezaba un bosque de pinos, que se extendía hasta las dunas
que bordean la inmensa playa de Landas. En el aire había un olor muy especial. Era
una mezcla entre el olor yodado del océano, y las fragancias resinosas y aromáticas
de los pinos.
Debajo de los árboles, unos senderos arenosos corrían entre alfombras de agujas
secas, arrancadas a las ramas por los vendavales del invierno.
La única prohibición que yo tenía era la de bañarme estando solo. Fuera de esta
limitación, mi padre me había dejado una total libertad de movimiento, diciéndole a
mi madre que, si me dejaban ir a ver a G... en medio del bosque, cuanto más podían
dejarme vagar por aquel paraíso.
Me alejé, yendo de un lado a otro, rumbo a las grandes dunas que bordeaban el
océano. Unos carrizos esparcidos crecían abajo de las dunas. Empezaban justo donde
los últimos pinos del bosque parecían hundirse dentro de unas olas de arena
blanquecina. La ladera brillaba bajo el sol, que daba de lleno sobre las arrugas,
dibujadas por el viento, entre las plantas. No había siquiera marcas de pisadas en el
suelo. Solo se veía la huella lineal, salpicada a cada lado de unos agujeritos
minúsculos, que había dejado algún animal, corriendo de una mata a la otra. Soplaba
una brisa de mar, acompañando la marea. Al pasar sobre los millones de granos de
arena, y acariciar las hierbas rígidas, producía un silbido tenue. Este sonido ínfimo era
suficiente para que no se oyese más que a él, y justo detrás o debajo, dentro del
silencio, el eco de las olas rompiéndose sobre kilómetros de playa.
El suelo se había endurecido con las lluvias del invierno, formando una especie
de costra rígida, que se rompió bajo mis pies cuando empecé a subir la pendiente. Al
asomarme por encima de la cresta blanca, me paré. El horizonte era inmenso. El
viento traía salpicaduras de mar, que pusieron sobre mis labios un intenso sabor
salado.
La bajada, empezada lentamente, acabó con revolcones que me dejaron tirado,
boca abajo, con la nariz metida en una mezcla de alga secas y de maderos, arrastrados
hasta allí por las grandes mareas.
Me levanté, las manos y las piernas cubiertas de arena, pegada por la salmuera
traída por el viento.
La playa no bajaba directamente hacia el mar, sino que presentaba grandes
ondulaciones, paralelas a la línea de las olas.
El flujo ya se había detenido, y a medida que bajaba, dejaba descubiertas unas
balsas alargadas, que rebosaban de mil animalitos diferentes: cangrejos y gambas, de
las cuales solo se veían los puntitos negros de los ojos; crías de trucha de mar con
manchitas rojas en los lados; peces plateados, minúsculos, imposibles de discernir,
menos cuando cruzaban la balsa como rayos de metal reluciente.
Quitándome los zapatos me senté, con los pies metidos en esta agua que hervía
de vida.
No recuerdo haberme dormido pero, bruscamente, cuando me parecía que solo
habían transcurrido cinco minutos, una sombra pasó sobre mis ojos, a la vez que oía
la voz de G... que decía:
—¡Está aquí! ¡Estaba seguro de encontrarlo con los pies en el agua! ¡Los niños
no saben resistir a los charcos!
Una decena de metros más allá, en la dirección de las dunas, llegaba mi padre.
Parecía incongruente verlo, vestido con su traje gris oscuro, en medio de toda aquella
claridad.
Mientras volvía a ponerme los zapatos, G... y mi padre se habían acercado hasta
el límite espumoso dejado por el ir y venir de las olas. Mi padre señalaba algo con el
dedo, y G... asentía con la cabeza. Me acerqué. G... decía:
—Tienes razón doctor, hay caza. Este banco de sardinas está intentando ponerse
a volar... Se rió.
Mi padre dio media vuelta, dirigiéndose hacia unas escaleras que no había visto
al venir.
Unos piquetes de madera aguantaban unas tablas que retenían la arena, formando
así una escalinata sinuosa que subía hasta lo alto de las dunas.
—Tenemos que aprovechar la marea para salir. Nos permitirá llegar
rápidamente hasta el banco de atunes que tiene que haber allí delante...
G... respondió, al mismo tiempo que giraba la cabeza en mi dirección, mirando el
mar.
—No te hagas ilusiones, pueden ser solamente caballas... o delfines. Los hay en
cantidad en esta zona.
Mi padre no contestó. Empezó a subir rápidamente por la escalera, quitándose
corbata y chaqueta. Un momento más tarde, estábamos en casa y, mientras mi padre
se cambiaba de ropa, G... sacaba de un gran saco de tela azul toda una serie de
paquetitos envueltos en papel marrón, y atados por gomas elásticas.
—Doctor, tenemos que ir a comprar sardinas frescas... hay que darse prisa si
queremos pescar hoy.
Subimos al coche y nos dirigimos hacia el único mercado que había en el pueblo.
—¡Aparcaré aquí! —dijo mi padre al llegar a la zona en la cual se encontraba el
mercado—, porque si nos acercamos más, no habrá sitio.
—¿Ves?: ésta lleno de coches, allí delante!
—¡No doctor! Sigue hasta ahí, ya verás como encontraremos aparcamiento. Si
hay tantos automóviles es porque todos han encontrado donde aparcar, por lo tanto,
es el mejor sitio para dejar un coche.
Mi padre se encogió de hombros.
—¡Olvidaba tu maldita manía de hacerlo todo a tu manera! Lo peor es que
siempre tienes razón... ¡o casi!
—Doctor, doctor... no es que tenga razón, sino que se trata siempre del mismo
problema: el ser humano tiene dos grandes conciencias, diferentes y separadas,
además de una buena serie de minipersonalidades, semiconscientes, que solo buscan
algo para expresarse... la realidad del mundo, tal y como es, no es asequible a las
semiconciencias que se utilizan habitualmente... Para acceder a esta conciencia del
silencio, hace falta que las demás, todas las demás, se callen...
El silencio doctor, el silencio es la clave...
Mi padre estaba dando la vuelta a la pequeña plaza del mercado. Justo delante de
la entrada, un coche salió, en el mismo momento en el que llegábamos.
—¿Ves? ¡Esto lo has montado tú, sólo para poder discutir!, ¿Verdad?
G... le dio un golpecito amistoso sobre el antebrazo.
—Ya sabes que no puedo, ni debo, resistir estas oportunidades... ¡Acuérdate!, te
lo dije: si me salvabas el pellejo, ¡tendrías que aguantarme! Se río otra vez.
Mi padre se giró y, mirándolo de frente, le dijo: —Eres un viejo embustero. Te
hubieras salvado de todas maneras. Los tipos como tú no se mueren así,
estúpidamente... además, no estabas tan grave, así que me considero como liberado
de esta jugada. ¿Vale?
—¡Doctor, nos conocemos desde hace demasiado tiempo. Sabes bien que un
hombre no se sale con la suya en Tripolitana, con la cabeza abierta y, por si faltaba
algo, totalmente perdido y dado por muerto por sus mismos compañeros...!
Esta vez fué mi padre quien se puso a reír.
—De acuerdo, fue un error mío, ¿estás contento?
Salieron los dos del coche, abriendo mi puerta para que bajara.
—Bueno, vamos a asustar al niño si continuamos así. Será mejor que vayamos
de prisa a comprar sardinas, mientras estamos a tiempo. El mar no espera, y los
peces tampoco.
La verdad es que hervía interiormente, después de haber oído lo que acababan de
decir. ¡Se conocían de antes! Mi padre había salvado la vida a G..., y parecían ser
muy amigos. ¡Casi íntimos!
Habían hablado de la Tripolitana, y yo sabia que mi padre había tomado parte en
la guerra allí, como médico militar. ¿Qué quería decir todo esto?
—¡Venga, date prisa! Si perdemos el tiempo, también perderemos la partida de
pesca.
Oye, doctor. Creo que con una caja bastará para hoy. ¿No te parece?
Caminaba como en un sueño. Mi cabeza parecía a punto de reventar. Los seguí.
Diez minutos más tarde estábamos en el varadero, tirando de la amarra que G... había
enganchado con un bichero.
Cuando el barco estuvo a la altura de la pasarela de tablas, sobre la cual
estábamos, G... saltó a bordo y, agarrándose a uno de los pilares con una mano, me
tendió la otra para ayudarme a subir al barco.
El mar, que estaba bajando, nos arrastró rápidamente fuera del lago. G...
manejaba el motor y el rumbo con desenvoltura, dirigiéndose hacia la derecha, en
dirección del banco de sardinas que habíamos visto saltar desde la playa.
La concentración para aguantar los movimientos del mar, y no perder el
equilibrio, había apaciguado los remolinos de ideas que tenía en la cabeza. Pero todos
los interrogantes seguían ahí. Mientras G... y mi padre empezaban a cebar, y dejaban
derivar la línea detrás del barco, yo buscaba cómo hacer para que me explicaran todo
aquello. G... se enderezó y, mirando hacia mí, dijo:
—Bueno doctor. ¿Qué hacemos? ¿Le damos explicaciones al chaval, o lo
dejamos hervir un poco más?
—Tú sigue dirigiendo este barco... yo voy a hablarle apenas haya atado esta
línea. No veas el cabreo si el pez se lo lleva todo, en el momento de picar... —dijo mi
padre, sentándose sobre la falca.
—Supongo que tienes mil preguntas que hacer... pero, como diría G... si has
podido formularlas es que ya conoces las respuestas... están exactamente en el
mismo sitio donde formulaste tus preguntas: dentro de tí... en medio de una infinidad
de posibilidades que no te atreves a explorar... en algún escondite donde brotan unas
emociones que no sabes cómo controlar. ¿Verdad ?
Algo se rompió en mi. Me sentía ligero. Oía el mar y las gaviotas que volaban a
lo lejos, delante de nosotros. Notaba vida debajo del barco. Vidas fuertes y
musculosas. Sombras rápidas que pasaban como rayos.
Dos de ellas giraron bruscamente para subir hacia nosotros.
¡Quise gritar, para decírselo a G... y a mi padre...! Mi voz no salió de mi
garganta.
—¡Se está desmayando! ¡Soy un animal! ¡G..., ven aquí, rápido, para el motor y
ayúdame! Noté cómo me cogían, y me acostaban sobre la cubierta.
—¿Ves como este niño es un bicho? Ha cambiado de sistema, asi... por las
buenas, en un instante, ¿te das cuenta?
¡Y hay gente que hace ejercicios durante toda su vida!
¡Venga, respira hondo y siéntale muy poco a poco... no es nada grave, ¡Al
contrarío! ¿Qué has notado?
No podía explicarles lo que sentía. Las palabras no coincidían con lo que
captaba. ¡Sólo pude decir que había dos vidas que subían hacia nosotros!
Al mismo tiempo que yo hablaba, mi padre señalaba el mar, delante del barco.
—¡Delfines! ¡Hay que quitarlas lineas! ¡Espero que no vayan a picar!
¡Unos delfines! Eran unos delfines lo que había captado. ¿Qué estaba pasando?
G... volvió a poner el motor en marcha.
—Lancemos lo que queda de sardinas... creo que la pesca se ha acabado por
hoy. ¿Qué te parece, doctor? —¡Me parece evidente!
Volvamos. Tenemos que hablar con el chaval.
Ahora había cinco o seis delfines al lado del barco. Subían a flor de agua,
ondulando, para después hundirse, siguiendo a las sardinas que mi padre les tiraba.
No podía ver la cara de G... El sol estaba justo detrás de él. ¡Parecía envuelto en
llamas!
7. LA BALSA
No dijimos prácticamente nada mientras volvíamos al varadero. La corriente, que
iba contra nosotros, hacía bailar la barca. Ésta, se balanceaba, cabeceando,
moviéndonos de un lado para el otro.
Cuando puse el pie en el suelo, parecía que la tierra se movía en todas las
direcciones. Tuve que agarrarme al brazo de mi padre.
—¡Tranquilo, tenemos mucho tiempo. Siéntate, y espera un momento!
G... estaba aún dentro del barco. Colocaba nuestro material de pesca sobre el
muelle de madera.
—Doctor, por favor, coge ese barquito que ésta aquí al lado. Lo necesitaré para
regresar, una vez que haya anclado este en su sitio.
Dió un empujón, y dejó que el barco se fuera sobre su lanzada, mientras hurgaba
con el bichero en el agua, tratando de alcanzar la amarra. Una vez empuñada, tiró de
la cuerda hasta alcanzar la boya roja que estaba al final. Amarró el barco y volvió
hacia nosotros, dentro de la pequeña embarcación que mi padre le había conseguido.
—¡Bueno, otra vez será! Aunque, mirándolo bien, ¡No volvemos con las manos
vacías!
Yo estaba sentado sobre unas jarcias abandonadas en el muelle. G... y mi padre
se pusieron a mi lado, balanceando las piernas por encima del agua.
—¿Cómo estás, puedes caminar, o bien prefieres que esperemos un poco?
Todavía tenía una sensación de balanceo. ¡Mirando las nubes que cruzaban el
cielo encima de nosotros, el que parecía moverse era yo! Al mismo tiempo era
consciente de que, tanto G... como mi padre, me estaban esperando. Decidí
mostrarme fuerte.
—Todo va bien. Ya estoy recuperado.
Me levanté. Los dos se miraron, y nos pusimos en marcha hacia las escaleras de
obra, que permitían volver a la carretera, donde estaba aparcado el coche de mi padre.
Al llegar a la altura de éste, G... dijo:
—¿Por qué no ponemos el material en el maletero, y nos vamos hasta la playa?
Podría ser inteligente volver a la balsa. Así podríamos reanudar esta aventura ¿Qué
te parece, doctor?
Mi padre asintió proponiendo, además, que parásemos en algún sitio para comer.
Ya era tarde y no habíamos almorzado. G... propuso entonces que, en vez de ir a
sentarnos entre otros clientes, fuéramos a comprar lo necesario, para comer
tranquilamente en la playa, delante del mar.
Desde lo alto de la duna pudimos ver que había gente en la playa y niños jugando
en la balsa donde me había dormido horas antes. G... y mi padre decidieron ir a otro
lugar más tranquilo.
—Conozco un sitio increíble, a unos kilómetros de aquí —dijo mi padre— Allí
hay una balsa, que perdura aunque el océano esté bajo. Se encuentra justo al final de
una de las carreteras militares que se construyeron durante la guerra.
Volvimos al coche y, unos kilómetros más lejos, nos adentramos en el bosque de
pinos, siguiendo un camino forestal de tierra roja, y arena compacta. Allí el bosque
era diferente del que conocía. Los árboles eran más pequeños, más torcidos también.
Se lo dije a G... y él comentó que... Cuando cambia el tiempo sobre el océano,
aquí soplan vientos terribles. El bosque se ha adaptado a ésto. ¿Ves como las ramas
crecen más en una dirección que en otra? Es porque asi están menos expuestas a las
tormentas... o, mejor dicho, las que no crecen así acaban rompiéndose. Es como en
la vida: no es que haya planos preestablecidos sino que, cuando vas en contra del
viento universal, acabas perdiendo las energías que has invertido en el intento.
De repente, se acabó la pista que estábamos siguiendo. Unos metros más lejos se
veía, detrás de unos matorrales, una superficie cimentada que se extendía a ambos
lados, siguiendo la línea de las dunas. —Estamos llegando —dijo mi padre. A hora
hay que apartar o cortar los setos más gordos, para no estropear el coche.
G... y yo bajamos, mientras mi padre maniobraba el coche para ponerlo justo
frente a la parte más estrecha del espacio que había que cruzar.
Doblamos las retamas que crecían allí, de tal manera que cubriesen el suelo
arenoso, impidiendo así que el coche pudiera atascarse. Dos minutos más tarde,
estábamos sobre el hormigón.
La carretera había sido construída con grandes placas cimentadas, separadas por
unas juntas negruzcas de lo que parecía ser goma quemada. La parte que tocaba al
lado de las dunas estaba cubierta de arena blanquísima y muy fina.
—Las dunas caminan. Cada año comen un poco más de terreno del bosque —
dijo mi padre. A lo que G... contestó:
—Ya era así antes.¿No es precisamente por este motivo, que Napoleón hizo
plantar los pinos del bosque de Landas?
Mi padre giro la cabeza hacia G..., que estaba sentado delante del coche, a su
lado.
—Efectivamente. Pero antes había intentado poner aquí cacahuetes, y carrizos,
pero no funcionó. Estas tierras seguían transformándose en desierto.
—Nunca había pensado que estos bosques pudiesen ser tan recientes, tan
jóvenes. Siempre me habían parecido como cargados de historia, ricos de miles de
presencias y aventuras.
Cuando hice esta reflexión, los dos me miraron, y fue G... quien tomó cogió la
palabra:
—Hay pocos árboles en este mundo que sean realmente viejos... lo que si es
viejo, es lo que los constituye... la materia tiene memoria, e historia...
Es probable que lo que te ocurrió en el barco, haya sido sólo la emergencia de
algo que estaba en tí, de manera difusa, imperceptible...
Es muy posible, si no cierto, que seas, desde hace tiempo, sensible a esa carga
íntima de la materia, y que hayas captado en el bosque el eco de las cicatrices de
conciencia, que todo deja en todo, permanentemente, a lo largo del flujo del tiempo.
Más aún, es probable que no sólo se trate de una historia anclada en los hechos, sino
que también tenga que ver con lo que se podría llamar una historia de las
potencialidades. O sea, que puedes captar lo que fué, pero también, y con la misma
intensidad, todo lo que puede, o podría, ser.
¡Hay que darse cuenta de que toda la materia del universo está, desde siempre,
aumentando su complejidad! Una pequeña parte de esta materia, la que ésta
involucrada en los procesos afectados por la vida, usa a su vez de la dinámica de
complejificación del resto de la materia universal, para seguir desarrollándose. ¡Es
el secreto mejor guardado de la creación! ¿Verdad, doctor?
Mi padre detuvo el coche, y se giró, diría que aparatosamente. —¿No te ahoga
la vergüenza, bribón? ¡Creía que nuestras conversaciones eran más secretas que
unas confesiones! Sólo se trata de hipótesis, usadas para adelantar una tertulia. ¡En
ningún caso puedes usar de estas reflexiones inacabadas!
G... me miró, diciendo a mi padre:
—¿Te das cuenta de que tu hijo no entiende nada de todo esto? Igual piensa que
nos conocimos cuando lo encontré delante de mi casa, aquel día de lluvia. ¿Te
acuerdas, doctor?
Mi padre bajó el cristal de la ventanilla, y desabrochó los primeros botones de su
camisa, como para dejar que la brisa que llegaba del mar, por encima de las dunas, lo
refrescara.
—¡Oye! ¿Qué quieres que le digamos? ¿Que nos conocimos cuando tuvo lugar
la ofensiva aliada sobre las bases italianas de Tripolitana? ¿Que te atendí porque,
siendo médico, era mi deber? ¿Que, como eres un abominable parlanchín, me
comiste el coco y que, desde entonces, nunca nos hemos perdido de vista? ¿Que te
conseguí la casa en la cual vives, y que, a veces, pienso que el día en el que te quité
este trozo de metralla de la cabeza, cometí el mayor error de mi vida... ? Se río.
G... volvió a mirar hacia delante, preguntando:
—Ya ésta bien de bromas, doctor... ¿Estamos aún lejos de este sitio del que nos
hablaste? ¡Es que empiezo, yo también, a tener hambre!
Seguía perdido, pero a medida que pasaba el tiempo, y que mantenían esta
extraña conversación, me iba tranquilizando. Era como si el hecho de verlos tan
amigos, tan cómplices, tan cercanos el uno al otro, me diera una especie de garantía.
Estaba seguro de que, mientras estuviera con ellos, nada desagradable o peligroso
podía ocurrirme. ¡Me sentía protegido entre aquellos dos personajes que, al fin y al
cabo, desconocía completamente, tanto al uno, como al otro!
Les comenté que, si era verdad que hacia escasamente unas horas me hubiera
fascinado saber todo esto, ahora ya no me importaba.
Tenía una idea imprecisa, que bailaba en mi espíritu, algo como esas palabras
que no hay manera de recordar, y que surgen de repente, cuando se deja de buscarlas,
o bien que desaparecen para siempre. En el barco, cuando capté las vidas de los
delfines que se acercaban, pasó algo de este tipo: me di cuenta de que sabía algo. Que
en mí había subido hasta la superficie, algo que era como una luz, y que desconocía
hasta aquel momento. Al mismo tiempo, había tenido la fuerte sensación de que
bastaría muy poca cosa para que acabase de subir, apareciendo en mi conciencia.
De la misma manera, también sabía que, por cualquier error o esfuerzo mal
dirigido, podía desaparecer para siempre, naufragada en los mares de ignorancia que
comenzaba a notar en mí. Claro está que, en aquel momento, no lo dije con estas
palabras: han pasado cuarenta años, y soy bien consciente del maremagno de
informaciones y experiencias vitales, que, desde entonces, han venido a colmar los
vacíos, las intuiciones, las libertades, y los potenciales de mi mente de niño.
Lo cierto es que fue aquel día, en aquel momento preciso, cuando capté por
primera vez esa ternura venida del futuro, que nunca ha desaparecido desde entonces,
y que me ha permitido soportar, sin perderme, todas las vicisitudes de la existencia.
Aquel día experimenté lo que es el contacto con una isla de tiempo puro, en
medio de la duración en la cual estamos inmersos casi siempre.
Mientras hablaba, sin dirigirme a ninguno de los dos en particular, mi padre
había ralentizado el coche, casi hasta detenerlo, y miraba las dunas sacando la cabeza
fuera de la ventanilla.
—Creo que hemos llegado. Tiene que ser justo al otro lado de esta duna.
¿Ves G...? La reconozco por este trozo de blocao que sobresale ahí arriba, y que
parece un pico de águila. Estamos a menos de cien metros. Basta con subir y cruzar
la playa.
Me extrañó, en aquel momento, la ausencia de reacción de los dos ante lo que
acababa de decir.
Cogimos las bolsas de papel, en las que se encontraba nuestro picnic, y subimos
hasta arriba de la duna, tropezando en los hierbajos, y las matas de carrizo que nos
pinchaban las pantorrillas.
La playa estaba de un blanco deslumbrante, sembrado, en la parte que lindaba
con el mar, por unas rayas negras, hechas de algas y maderos arrastrados por la
marea.
Entre la línea de espuma de las olas y nosotros, había una balsa gigantesca,
formada en una ondulación de la arena.
Bajamos. Me daba reparo caminar sobre esta superficie, esculpida y moldeada
por el viento, y sobre la cual nadie había caminado desde hacía días... ¡si no meses!
Instintivamente nos pusimos a andar uno detrás del otro, como para dejar una
sola huella. Para no deshacer, no alterar, esta maravilla.
La balsa era realmente enorme, llena de peces y animales. Algunas algas
parecían haberse instalado allí para siempre. Era como un trozo del mar, devuelto a su
pureza original.
En vez de ir hasta la línea de las olas, nos sentamos en la orilla de la balsa. Desde
allí no se veía el mar, escondido detrás de la ultima ondulación de la playa. Sólo
llegaba hasta nosotros el ruido regular de las olas rompiéndose sobre la arena. Era
como una gran respiración, calma y eterna. Entre una ola y la siguiente, se podía notar
algo. Como si el silencio fuera una presencia palpable, y no una ausencia.
Pensando en aquel momento, tengo la impresión de que el tiempo no transcurría
de la misma manera. Nuestros gestos eran lentos y medidos. Parecía como si
estuviéramos dentro de un templo.
G... abrió las bolsas, disponiendo su contenido sobre la arena. Habíamos
comprado ostras y mejillones frescos, pan, y una botella de vino rosado.
De su bolsillo, G... sacó el cuchillo, que llevaba siempre consigo, y empezó a
abrir las conchas con una destreza impresionante. Parecía como si se abriesen solas.
A medida que las abría, las colocaba sobre la arena, cuidando de no perder el agua de
mar capturada por los moluscos. Comimos en silencio. Cuando se acabó este extraño
picnic, G... lo recogió todo, volviendo a poner los restos dentro de las mismas bolsas.
—Bien, ¿qué quieres saber?
Era mi padre quien había hablado. En aquel momento, no encontré ninguna
pregunta que valiese la pena de hacerle.
G... volvió a sentarse, a mi lado. Había escondido las bolsas debajo de la
chaqueta de pesca que mi padre se había quitado.
—¿Sabes doctor? Creo que no es el momento de jugar a preguntas y respuestas.
Ha habido mucho hoy, incluso para ti, o para mí. ¡Aprovechemos este sitio
milagroso, que te agradezco nos hayas enseñado!
Desde hacía un rato, estaba observando un minúsculo cangrejo, que permanecía
al acecho en la orilla de la balsa, y tenía la impresión de que la balsa se estaba
vaciando. El nivel había bajado unos cinco o diez centímetros en los últimos minutos.
Se lo comenté a mi padre. El me explicó que:...esta balsa estaba en contacto directo
con el océano, a través de la arena, y que, por lo tanto, subía y bajaba de nivel,
siguiendo las mareas.
G... puso la mano en el agua.
—¿Te das cuenta ? ¡Funciona como si fuera un ser! Existe como una balsa, con
su fauna y sus algas. Tiene una existencia independiente o, mejor dicho, es lo que
pensaría si fuera mínimamente consciente, y a pesar de ello, ¡sólo existe porque está
en contacto con el océano, a través de esta ondulación de arena que le permite creer
en su soledad, su unicidad!
Algún día habrá una tormenta, o un vendaval, se llevará toda la arena que la
separa del mar, por lo menos en la superficie, y desaparecerá, en apariencia, para
los que mirarán a donde estaba.
¡Si hubiera otra balsa, amiga suya, al lado, la otra diría que ésta ha muerto...!
¡Es todo el drama humano: la simultaneidad de existencia de lo separado, y de
lo continuo...!
Nos quedamos hasta el ocaso. El sol, cuando se hundió en el mar, parecía una
flor rutilante.
8. EL POZO
Cuando llegó la primavera, el profesor encargado de enseñarnos las ciencias
naturales, multiplicó las excursiones al campo, aprovechando el tiempo espléndido
que teníamos. No había caído una sola gota de agua desde hacía semanas, y
estábamos gozando de unos días maravillosos. ¡Por lo menos es lo que creía en
aquellos momentos!
¡Fue así como, varias veces, me encontré realizando labores extrañas: pescando
minúsculos gusanos en los riachuelos, picando piedra para extraer unos fósiles en la
cantera de Manotte, o bien recogiendo plantas, cuando no era cazando mariposas!
Estas expediciones me encantaban, pero me gustaban, aun más, las horas de
prácticas. Las hacíamos después, en el laboratorio del colegio, y eran seguidas de
unos cursos fascinantes. Tenía la extraordinaria sensación de adentrarme en los
secretos de la naturaleza. A cada paso, creía descubrir cosas, ignoradas por los demás,
sobre la intimidad, y los misterios del mundo que me rodeaba.
¡Aquel estado gracioso, si no de gracia, duró poco tiempo! Exactamente hasta la
vuelta de G... desde Normandía, a donde había ido para arreglar un asunto legal. Una
herencia, por lo que me había parecido entender.
El viernes por la tarde, a mi vuelta del colegio, él estaba en casa discutiendo con
mi padre. Desde que me habían desvelado que se conocían, G... venia a menudo para
charlar con mi padre. Me alegré mucho de verlo. ¡Había estado ausente durante tres
semanas!
Tenía una infinidad de cosas que contarle. Sin hablar de todo lo que acababa de
aprender y descubrir.
Al día siguiente, por la tarde, pedí permiso, y me fui corriendo hasta su casa. Lo
encontré en el bosque. Estaba cavando una fosa. Le pregunté qué estaba haciendo. —
No ha llovido lo bastante este invierno, cuando venga el calor, faltará el agua... ¡así
que, estoy abriendo un manantial!
Tres días antes, el miércoles, habíamos explorado, con el profesor de ciencias,
una fuente que brotaba dentro de una cueva. Habíamos capturado unas minúsculas
gambas transparentes, que viven en las grutas.
En aquella ocasión, el profesor nos había dado un curso informal sobre los
manantiales y las fuentes. En medio de una infinidad de datos, nos había explicado
que el agua siempre encontraba su camino y que, todos los sitios en los cuales brotaba
eran conocidos desde hacía siglos, cuando no eran milenios. ¿Como podía G... abrir
un manantial? ¡Todas las fuentes que existen ahora, han tenido un primer día, hubo un
momento en el que empezaron a brotar, pero un segundo antes no había nada que
saliese del suelo!
Como siempre, G... había encontrado el fallo de lo que yo tomaba por verdades
eternas.
¡De acuerdo, pero eso no explica cómo va a hacer, para que haya un manantial
precisamente aquí!
G... saltó dentro del foso que cavaba. Ya estaba a unos cincuenta centímetros de
profundidad.
—¡No estoy haciendo esto para que haya un manantial precisamente aquí, sino
que habrá un manantial aquí, porque estoy cavando este pozo! Toda esta zona
arenosa descansa sobre un banco, totalmente impermeable, de A lios. Es una especie
de gres, con óxidos de hierro, que cubre lodo este territorio. Además, como puedes
ver con facilidad, estamos dentro deuna zona que es más baja que el resto del
bosque. ¡Al perforar esta capa, voy a permitir al aire que entre en contacto con los
terrenos permeables que están por debajo de esta costra. La presión atmosférica, que
cambia a diario, va a servir de bomba y, dentro de poco, el agua que hay aquí abajo,
no lo dudes, empezara a subir dentro de mi manantial!
El agua siempre busca cómo adentrarse en el suelo... busca la profundidad... es
la única substancia que llegaría al centro de la tierra, si llegara a abrirse camino.
¡Es la cosa más terrestre de todas! ¡La única que es característica de nuestro
planeta! ¡La única tan sensible a la gravedad! ¡Es también la única que puede
establecer un puente entre niveles energéticos diferentes! ¡Por eso es la clave de la
vida!
Otra vez G... me estaba dando informaciones contradictorias. Pero, esta vez, era
flagrante que estaba jugando conmigo.
—¡No puede funcionar! Si el agua baja, ¿cómo va a poder subir?
G... sacó del cubo que se hallaba al lado de su chaqueta, en el suelo, una lata
vacía.
—Toma esto... ahora, coge un poco de esta arena que estoy sacando y, tírala
adentro...
¡Ojo! ¡He dicho tirar, no poner!
Así lo hice. Al cabo de unos segundos, G... me hizo parar.
—¡Mira... mira bien! Incluso te aconsejo que mires sobre estas pequeñas ramas
que pasan por encima de la lata, ¿qué ves?
Sobre las pequeñas ramas había arena, como la había también alrededor de la
lata.
—Ninguna cosa existe sola. No puedes mirar a nada, aislando lo que observes
de donde se encuentra, ni de tí, que lo estás observando. Es el encuentro entre tus
movimientos, tu propia energía, y la arena que has tirado, lo que ha provocado este
salpicado alrededor y encima de la lata.
¡Si te hubiera picado un poco más, habrías estado más nervioso, y habría más
arena en las ramas, y en el suelo!
Mientras hablaba, G... seguía trabajando.
—Te voy a contar lo que va a pasar. Primero el rocío, y después el agua que voy
a tirar, se abrirán paso, humedeciendo el terreno. Tarde o temprano, establecerán
contacto con las capas más profundas de este suelo, encontraran el agua que hay
aquí debajo, e irán dibujando un camino, marcado por la humedad y por las fuerzas
características del agua. Después, el agua subterránea subirá hasta el nivel del
suelo, aunque sólo sea para equilibrar las múltiples variaciones de presión que
existen en la capa freática.
Todo aquello parecía demasiado sencillo. Temía que una vez más G... me
estuviera llevando donde él quería. Preparándome, Dios sabe que trampa mental.
—No estoy jugando contigo... tranquilízate. Todo esto es cierto. Pero lo más
importante es otra cosa. ¡Todo lo que vive en este planeta está sometido, por lo
menos parcialmente, a las leyes del agua... no quiero hablar de lo que aprenderás,
un día u otro, en el colegio. Quiero hablar de leyes más sutiles, más cercanas a las
estructuras de la mente, y del conocimiento...
Desde mi experiencia con los delfines, G... me hablaba, muy a menudo, de la
mente y del espíritu. ¡Parecía convencido de que yo entendía todo lo que me decía,
cuando la verdad era que, las más más de las veces, me quedaba con la desagradable
sensación de haber tirado el pastel con el papel de embalaje! ¡Otra vez contando las
nubes!
G... estaba dando unos golpes violentos en el fondo del foso. Cada vez que daba
con el pico, todo el suelo vibraba bajo mis pies.
—¿Te das cuenta? Suena como una campana... pero, verás como se parará,
apenas haya sacado el primer trozo.
Y así fue. El pico se clavó y G... sacó del hoyo un trozo muy grande de piedra
negra.
—Ya estamos... ahora, va a ser mucho más fácil.
Media hora más tarde, habíamos extraído una cantidad impresionante de piedras,
y G... estaba cavando dentro de una capa blanda de arena mezclada con una arcilla
rojiza.
Sacó un pañuelo de su bolsillo y, secándose la frente, dijo:
—Creo que ahora podemos tomarnos un descanso... ¿tienes sed? Vamos a beber
un trago, nos lo hemos merecido.
Salió del foso, que ahora tenía, por lo menos, un metro y medio de profundidad,
y se sentó en el suelo tapizado de agujas de pino.
Medio hundida en la tierra mezclada con arena, había una botella de agua,
envuelta en un trapo mojado para mantenerla fresca. Me dio la botella.
—Es agradable... ¿verdad?
G... recuperó el frasco, y bebió a grandes tragos.
—La vida canta con las palabras del agua. ¡Tenemos el agua inscrita en cada
fibra, cada célula de nuestro cuerpo...!
¡Por fin venía a mi terreno!
Habíamos estudiado la evolución de las especies, en el colegio, días antes, y
había sacado una excelente nota, en el trabajo escrito que había seguido al CURSO.
—Hemos salido del agua y hemos empezado a respirar aire... es por esto, que
nos gusta tanto el agua... Solté mi parrafada de un tirón, sin tomar aliento. Estaba
orgulloso de no tener que esperar a que G... me explicara algo. ¡Ya lo sabia! ¡Era
contar sin él!
—¡No fue asi, lo siento... en realidad no es que hayamos salido del agua, lo que
ocurrió es que la pusimos dentro de nosotros...!
Cuando el planeta tuvo agua suficiente, empezó a poder recibir las
informaciones que llegaban de la gran fuente, la gran conciencia, el origen cósmico
de la vida, de todas las vidas. Entonces aparecieron, a medida que las informaciones
organizadoras llegaban, una, y otra, y otra, forma de vida. Cada una representando
un cierto tipo de captación del flujo universal. Poco a poco, estas primeras
captaciones fueron organizándose, y al organizarse, empezaron a alterar el medio en
el cual se encontraban. A raíz de esto, empezaron, para no deshacerse, para no
morir, a capturar gotas del agua primordial... esta agua que les había permitido
iniciar su existencia. ¡Así se formaron estos mares privados, que son el interior de lo
que conocemos como células...!
Sólo cuando estos mares minúsculos estuvieron bien asegurados, y controlados,
fue posible, para las primeras organizaciones vitales, no tener que luchar más para
conservar intacta la fuente insustituible: el agua primordial...
Por aquellos entonces, las primeras formas vitales comenzaron a agruparse, en
función del tipo de informaciones que habían recibido, y utilizado... ¡Así
aparecieron, en este planeta, los primeros organismos!
¡Paulatinamente, fueron conquistando y modificando, por su sola presencia, lo
que era, hasta entonces, su ambiente vital: el mar primordial...!
Al mismo tiempo, recibían cada vez más informaciones y, cada vez eran más
diferenciadas.
¡Estas informaciones estructurantes estuvieron, por fuerza, a la exacta medida
de sus capacidades de recepción!
Pasaron tiempos y tiempos, hasta que los niveles de organización de esas
primeras formas, permitiesen poder transportar lo que quedaba del mar primordial,
sin peligro de que desapareciera. ¡Fue en ese momento, cuando pudieron prescindir
de la necesidad de mantenerse dentro del agua!
¡Ojo! Te estoy hablando de algo muy anterior a todos los fósiles que te harán
estudiar. ¡No se te ocurra mencionar esto en clase, salvo si tienes ganas de que te
echen del colegio...! ¡Se ríó una vez más!
Todo lo que acababa de decir G... estaba en contradicción con lo que me estaban
enseñando. ¡Lo que había estudiado, en las últimas semanas, ya no servía! Había,
además de las palabras que oía, algo más que pasaba por la voz de G..., algo que
estaba tan cargado de fuerza, que me era imposible rechazar lo que decía.
En mí estaban naciendo unas certezas que no necesitaban palabras, ni
demostraciones. En mi interior había algo, que se había despertado en el mar, cuando
capté aquellas vidas que subían hacia nosotros. Algo que me estaba transformando
desde dentro.
Pero, ¿Qué es lo que tengo que hacer, o creer? ¿Tengo que aceptar, y seguir todo
lo que me está diciendo... o bien, tengo que creer lo que me están enseñando en el
colegio?
G... se levantó, quitándose con la mano la arena que se había pegado a sus
pantalones. Me dió una palmada en el hombro antes de bajar, otra vez, dentro del
pozo.
—¡Es increíble hasta qué punto puedes ser infantil a veces! ¡Claro, me dirás que
eres un niño, pero eso no es una excusa!
¡No hay contradicción entre una cosa y la otra! ¡Son niveles diferentes de
realidad, nada más!
Supongo que para él, aquello resultaba fácil y evidente.
¡En cuanto a mí, tenía la mente enturbiándose por minutos!
—¡Ya verás! Lo que estás estudiando, lo que te enseñan, son resultados! ¡Es
como si te describieran el estado en el que se encuentra una estación, y las curvas de
los railes, en un sitio cualquiera de la red de ferrocarriles! ¡No te podrían enseñar, a
través de eso, lo que son los trenes y, menos aún, lo que son las leyes físicas que les
permiten funcionar!
¡Evidentemente, ni hablar de las restricciones impuestas por las condiciones del
terreno, el clima, las finanzas de los dueños, y todo lo que quieras imaginar!
Tienes que acostumbrarte a vivir dentro de varios niveles de complejidad al
mismo tiempo. No puedes utilizar los datos característicos de un nivel, dentro de otro
que le sea superior en organización... Quiero decir, que existen muchos tipos de
verdades...
¡Las verdades, o lo que se suele admitir como tales, son como vestidos: las hay
que son demasiado grandes, y si las utilizas para caminar, te harán caer; otras son
demasiado pequeñas, y te apretaran tanto que te impedirán andar!
La adaptación de la verdad, a la medida que puedes aguantar, es la labor más
larga, y difícil que pueda existir. Necesita una atención constante y una sinceridad
despiadada hacia ti mismo.
¡Pero estoy tranquilo: sé que puedes entender todo lo que te estoy diciendo, y
mucho más!
G... estaba acabando de echar, tirándolas por encima de su cabeza, unas paladas
de tierra fina, de color gris pálido. —Ya hemos llegado al terreno que nos llevará al
agua. A hora, hay que dejar que el agujero descanse y se asiente. Mañana habrá que
volver para clavar un tubo en profundidad, y llenarlo de agua...
Cogimos las herramientas, y nos fuimos en dirección a la casa. Me volví,
mirando hacia atrás. ¡Encima del pozo, ondulando en la brisa de la tarde, había como
una neblina...!
9. ¿Y AHORA?
¡Entre sol y lluvia, bajo el sol de julio o en medio del frío y de la nieve, viví
decenas de encuentros más con G...!
Aprendí a aprender y, también, fui descubriendo, poco a poco, lo que era mi
verdadera herencia.
Durante todo el tiempo que estuvimos juntos, G... dedicó todos sus esfuerzos a
abrirme las puertas interiores, que llevaban hacia mí mismo, y que todavía no he
acabado de cruzar.
Sus palabras se grabaron en mi mente y mi corazón. He vuelto a oír su voz,
percibiendo el olor tan peculiar del gran bosque, mientras transcribía las frases de este
libro.
En una ocasión, G... me explicó que la palabra universo quería decir: ¡Ir hacia el
uno...!
Es este camino de la coherencia en medio del desorden, esta evidencia de la luz,
siempre y en cualquier situación, lo que he intentado comunicaros.
Han pasado cuarenta años. He cruzado el planeta en todas las direcciones,
encontrando maestros y discípulos, farsantes y verdaderos iluminados, durante estas
cuatro décadas me ha ocurrido, una infinidad de veces, el tener la extraña sensación
de que alguien estaba mirando por encima de mi hombro. Que muy cerca, en el límite
de mi campo de visión, había una presencia amiga. Una mirada portadora de luz y de
amor, abriéndose paso en medio de la oscuridad.
Cuando, a finales de junio, empezaron las vacaciones de verano del año 1955,
comenzó, para mí, la época más enriquecedora de mi vida. Los días pasados en
compañía de G..., están aun vivos, dentro de mi memoria.
Al año siguiente mi padre compró una casa. Nos mudamos. Dos años más tarde
se mataba al volante de su coche, volviendo de pasar consultas.
Cinco años más tarde, mientras yo vivía en los Pirineos, al pie del Somport, fui a
pasar quince días en compañía de G...
En 1966 un increíble personaje, encontrado en la India, me hablo de G...
Prácticamente cada día, en un momento u otro, pienso en él. Entonces, me parece
oír su risa y, aunque me cueste, sigo el camino que me indicó, hace tantos años,
grabando su trazado en mi alma.
¡Nunca estoy solo!
Chámpelos Verano de 1994
ISBN 84-89164-00-2
9"788489"164000"

ENRIQUE MARÍN
E D I T O R

ANDRE MALBY INTERNACIONAL S.L


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MADRID

TÍTULOS PUBLICADOS POR ANDRE MALBY EN


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dentro de cada uno de nosotros.
LLI LA LUZ INTERIOR
Estuche con cuatro cassettes+un libro.
Dialogue con su subconsciente y aproveche todas las oportunidades que le
brinda. Déjese inundar por la luz interior que poseemos.

L. SIRIO

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