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¿Se necesita la publicidad para vender libros, discos, música, y videos, entre
muchas otras cosas más? ¿Quién debe hacer campañas de publicidad para vender
cultura? ¿Las campañas de fomento de la lectura de los gobiernos sirven para
vender más libros y con ello los compradores leerán? En la librería Gandhi lo
tienen claro. Sus campañas también se plantean para que la gente lea y si el
lector no se acerca a la lectura, a la tienda de libros, es ésta la que debe “tentarlo”
para que entre, revise las páginas, mire la portada, lea un rato y compre. Hay que
buscar al lector y hacerlo partícipe del proceso de lectura.
La cadena Librerías Gandhi mantiene desde 2001 una campaña de publicidad
donde a través de mensajes curiosos invita a la sociedad a la lectura con frases
inteligentes e ingeniosas.
Vender libros no es una tarea fácil. Hay quien lo hace tocando puertas, otros
en un stand en diversas ferias, presentaciones o exposiciones literarias, en
universidades, museos, y librerías. Una librería es un establecimiento comercial
donde el principal producto de venta son libros, sin embargo, la adquisición de
los mismos no siempre ha sido sencilla.
Para esa fecha salieron a la luz ciertas leyes que defendían aspectos
relacionados con la no propagación de ideas subversivas, la protección
económica del consumidor y la concesión de privilegios a los autores de obras
destacadas. Sin embargo al paso de los años este tipo de “leyes” se modificaron
para beneficiar de mejor manera tanto a lectores como distribuidores.
Librería Gandhi
Los factores clave de éxito permiten a las Librerías Gandhi ser una de las
principales promotoras de cultura y entretenimiento en México, dedicada a
satisfacer las necesidades de sus clientes al ofrecer una variedad de servicios y
crear espacios favorables para el encuentro con el conocimiento. Y es que la
lectura ha dejado de ser una actividad para convertirse en una obligación escolar
o laboral.
Por obvias razones, en Gandhi están muy interesados en que, cada día, más
gente se cultive más, lea más, escuche más discos y vea más películas. Para
identificar y acercar a su público meta, emplea una estrategia audaz, creativa,
con mensajes inteligentes pensados para la gente que valora la inteligencia. Se
aprovechan los principales acontecimientos sociales, políticos, económicos y
culturales para relacionarlos, en sus novedosas campañas, con el mundo de las
letras y la cultura.
Gandhi juega con las letras, con las palabras. Las expone como signos
significantes de pleno sentido. Su diversidad le imprime a sus campañas un
singular sello de personalidad, un sentido de congruencia con sus propósitos.
No maneja un slogan que abarque todo lo que representa la palabra, las letras,
la cultura. Es así que la intencionada “ausencia” de un slogan “formal”, se
convierte, gracias al resto de las figuras retóricas, en una fuerte presencia, en una
suma acumulada de significados que giran en torno a las letras, a sus creadores,
al imprescindible y humanísimo acto de leer.
A pesar de que en esta campaña existe una “ausencia del modelo humano”, es
muy humana, por el tipo de apelación a la inteligencia, y que seduce al
espectador implícito.
Por lo tanto los recursos que explota el publicista en esta campaña, son los
juegos de palabras escritas con expresivas tipografías, jugando con la semántica,
la gramática y la ortografía.
La campaña recurre a todos los géneros literarios para jugar con ellos, refiere
las ideologías o tendencias sociales económicas y políticas históricas más
trascendentes.
… gracias a la literatura, la vida se entiende y se vive mejor, y entender y vivir la vida mejor significa
vivirla y compartirla con los otros…
…porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de
autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí
mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños…
Yo creo que a partir de ese deseo humano de escuchar historias que sólo
ofrece la experiencia de la literatura, como médium que un lector puede
alcanzar el placer de vivir, que si bien es cierto, llegué después de las
primeras dos décadas y media de mi existencia de manera decisiva, la
tardanza no siempre representa la tardía. Pues la lectura literaria ha sido y
sigue siendo parte fundamental en mi forma de ser, de ser en el mundo de la
cotidianidad, de concebir el mundo con una mirada diferente, más (reitero)
placentera que la de un lector de textos de ingeniería.
Y, es que —como ya lo mencioné en Literatura, educación y libertad—,
frente a los valores humanos que propone la tecnología están los de la
literatura como forma de equilibrio espiritual en el hombre. Frente a la
imposición de ver el mundo únicamente con los ojos de la técnica a través
del ritmo acelerado del instante; ante la actitud del hombre que pasa horas
frente al televisor, la computadora o el consumismo, la lectura de un texto
literario, su interpretación y comentarios nos pueden llevar a reflexionar
críticamente. La literatura, el libro, la lectura, medio de expresión que
permite percibir, analizar e interpretar el o los mensajes de una sociedad
con una cultura superindustrial cuyo ejemplo característico, es el
consumismo.
La maestra Chelina
Debo decir que nací en el Centro Histórico de la ciudad de Villahermosa, en
el último mes del año, a tres días de la década de los sesentas donde
comenzaba la loma de la avenida Zaragoza; entre pupitres y pizarras
tiznadas por el gis que deslizaba la mano mañanera de la maestra Chelina,
hermana de mi padre el beisbolista, preparándose como parte del ritual
diurno e iniciar las clases en su escuelita. En su casa de Zaragoza, donde
pasé gran parte de mi infancia y mi adolescencia. Donde aprendí a leer y a
escribir a la edad mágica de los cinco años; donde tuve mi primer
acercamiento placentero con el español y las matemáticas. Primogénito
placer, por cierto, que esbozó las veredas por las que habría de caminar más
tarde y, tomar una decisión muy difícil entre uno u otro camino: entre la
literatura o las matemáticas. Créanme, no fue y ha sido nada fácil hasta el
momento. La lucha ha sido existencialmente cruenta; pero a mis
maravillosos cinco lustros y medio de edad, he tratado que estos dos
caminos no se bifurquen demasiado, y congenien de manera unitaria
aunque sustancialmente me he decidido por lo que actualmente soy: lectura,
literatura, libro.
Cierto es que en la escuelita de la maestra Chelina; libros, lo que se dice
libros, no había en demasía, digamos, que uno podía encontrar, por ejemplo,
el libro mágico y, un pequeño librerito en el rincón de unas de las recámaras,
que se transformaba por las mañanas en salón de clases. Creo, sin temor a
distorsionar mi nostalgia de niño, que este rincón fue mi primer
descubrimiento de que existían más libros que el sólo mágico donde
aprendí a leer y escribir.
La tía Nervios
Pero en realidad, donde si había libros, y en demasía, era a la vuelta de la
esquina, a dos cuadras de la escuelita. Pues allí se encontraba la Biblioteca
José Martí, donde trabajaba de bibliotecaria la tía Nervios, hermana mayor
de la maestra Chelina y de mi padre, el beisbolista. Biblioteca que hoy
conserva casi intacta esa su presencia de aquellos tiempos de niñez.
No recuerdo a ciencia cierta cómo fui a parar un día a ese agradable lugar;
pero lo cierto es que heme ahí un día a todo platicar con la tía Nervios. De
qué, no recuerdo, a pesar de las importantes, largas e interesantes charlas
que sostenía yo con ella; pues la tía daba mucha confianza en ello. Eran
pláticas casi diarias y, entre el divertimento, me fui ganando el derecho de
permanencia, logrando su autorización a mi curiosidad de explorar lo que
había detrás de esos enormes muros de lámina donde ella solo tenía
autorizado entrar: claro, seguro que libros, pero, ¿qué tipo de libros y cuál el
misterio de resguardarlos entre paredes de láminas?
El misterio era tan fuerte para mi edad, que un día al fin abrí la puerta con
cierto sigilo, a medida que el asombro crecía al descubrir la inmensidad de
libros colocados en los enormes estantes de por lo menos cuatro metros de
altura por unos veinte metros de largo, en realidad todo lo largo del edificio.
Libros de todos los tamaños y ropajes.
¿Por dónde empezar la aventura?: La exploración, única en mi vida y, lo
mejor que me ha pasado hasta ahora, era a lo largo y a lo ancho de los
estantes auxiliado por una escalera de madera para leer los libros que se
encontraban en lo alto de los estantes. La mayor parte, si no es que siempre,
sentado sobre el piso sin que nadie molestara, pues que coincidencia, la tía
Nervios pocas veces accedió a buscar un libro que algún lector le solicitara.
Yo simplemente entraba al pacillo o lo que en aquél entonces representaba
para mí; una agradable cueva donde fantasmas y sombras eran despertados
al momento de abrir uno, dos o los libros que la curiosidad tuviera en esos
momentos. Fue una exploración que duró alrededor de los quince años,
pues mi niñez tomó otros rumbos; los caminos primigenios de la juventud y
el futuro con sus nuevos recovecos de madurez, así como el cambio de
residencia junto a mis padres.
Sin embargo, el camino sobre la importancia del placer de la lectura,
estaba trazado. Y a pesar del cambio de estancia, yo seguía visitanto tanto a
la tía Chelina como a la tía Nervios, aunque con menos frecuencia.
Entre revistas de historietas, crucigramas y radionovelas
En la casa de mis padres lo que menos había eran libros. Lo más que se le
parecían eran las famosas revistas de historietas de Memín Pingüín y las del
caballero del turbante blanco, quien apodaban con el nombre de Kalimán, el
Hombre increíble, y las preferidas de mi padre, que incluían crucigramas, y
que a la fecha aún sigue siendo un aficionado en resolverlos. Mi revista
preferida desde luego fue Kalimán.,”todo caballero con las damas, tierno con
los niños e implacable con sus enemigos”.
Revistas transgresoras de cualquier canon de lectura literaria; incluyendo
al canon del crítico y profesor, Harold Bloom, contribuyeron en mi
formación lectora, cuando de niño me la pasaba con mis padres los fines de
semana, antes de irme a vivir con ellos a la edad de los quince años.
Reitero, de mi madre como de mi padre no tengo recuerdos de haberme
leído un libro o hablarme acerca de ellos. Pues la odisea hacia donde mi
madre me llevó, fue a través de las ondas hertzianas. No había un día que no
escuchara esas voces cubanas, preciosas y deleitosas, deliciosas a mis oídos;
la de Charito y su galán, personajes de la radionovela “el derecho de nacer”;
entre uno que otro viaje por las escenas del espectáculo artístico.
Cuando llegué a vivir con ellos, de manera definitiva, mi ambiente era
otro, biológica y académicamente, por no decir intelectual, normal; había
terminado los estudios secundarios e iniciaba mis estudios preparatorios, y
al terminar estos debía de elegir el camino universitario, no sé por qué pero
en lugar de tomar los senderos que me conducirían hacia la literatura; elegí
el que más se acercaba al de las matemáticas, el camino de la ingeniería. Sin
embargo, había algo allí que hacía que el tránsito no fuera tan fluido, porque
el eco de las lecturas de mi niñez entre las paredes metálicas de la biblioteca
José Martí, donde pasé mis mejores días, murmuraban sutilmente.
Terminé mi carrera de ingeniero; ejercí sólo por dos años y medio, e
inmediatamente la interrumpí para dedicarme a escribir mi tesis
profesional; cosa que por demás me condujo a retomar la vía que debí
tomar de siempre, los senderos de la lectura, las veredas placenteras de la
literatura que abrieron a mi madurez, las brechas más sólidas y gozosas a
mi vida.
Por ello, si hoy me preguntaran quien soy, diría que lecturas literarias.
Bibliografía
Vargas Llosa, Mario. Elogio de la educación. Taurus. México. 2016
Villator, Isidoro. Literatura, educación y libertad. Fondo Editorial
UJAT. México. 2010.
Isidoro Villator
La parada literaria
Kristian Antonio Cerino
Victor Manuel Ulín Hernández
“Un paradero literario es una frase en donde hay que detenerse”, afirmó el
escritor y periodista mexicano Ricardo Garibay. Es una especie de epicentro
localizado por el lector que luego entonces habrá de subrayar o encerrar con un
lápiz; es el punto exacto que el lector bordea también con el mismo lápiz para
agregarle alguna nota que dirá: “aquí”, “atención”, “chingón”, “excelente”,
“ojo”.
Garibay publicó Paraderos literarios en 1995 para la editorial Joaquín Mortiz,
y un año después hizo un ejercicio similar para la editorial Océano, libro que se
tituló Oficio de leer. En ambas obras Garibay sostiene que cuando el lector hace
un alto frente a uno de los párrafos -llámese cuento, crónica, ensayo, novela y el
poema- es porque ha descubierto algo asombroso. No hay libros recomendables
sin anotaciones y subrayados.
Los lectores, en un nivel literal, sólo pasan sus ojos por la escritura y a veces
descubren poco o nada. En cambio, los que están en los niveles inferencial y de
lectura crítica, hacen otros hallazgos más profundos. Algunos lo hacen para el
análisis y otros más para observar cómo el autor escribió la obra.
Imagínese cómo se siente un escritor -si es que llega a saberlo- que su novela
no logró una sola parada literaria, o sea, un alto repentino del lector por querer
apropiarse del párrafo persuasivo para después reescribirlo en una libreta de
apuntes o en una hoja electrónica. Pero si sucede lo contrario, es decir, atrapó al
lector en la página uno, y luego en la diez, y más tarde en la catorce, y luego en
la veintidós, el escritor -si es que llega a saberlo- podría celebrar el stop del
lector en esas hojas en las que comparte la visión, la idea, el fin, la metáfora, la
descripción, la estructura narrativa.
Garibay fue uno de esos pasajeros, en el siglo XX, que paró el autobús de sus
ojos para incluir en un par de libros esos párrafos, apartados que le inspiraron a
pedir la parada.
Se paró porque: (encontró) “momentos de mucha felicidad donde el idioma de
los autores abre para la intelección el misterio de la vida”. Así, sólo así, se
detuvo en un centenar de párrafos de escritores mexicanos y extranjeros para
escribir Paraderos literarios y Oficio de leer.
A los periodistas les sucede lo siguiente; al ver que un lector lleva en sus
manos el periódico en el que escribe: si se detiene a leer el artículo que el
redactor publicó y logra que el lector lo concluya, sentirá emoción. Si no fue así,
sentirá decepción.
La parada literaria es la parada forzosa. Es como detenerse a comprar un libro
en el Librobus o mirar los impresos que colocan en las vitrinas del paralibro. La
parada literaria es el propio hechizo que siente un estudiante cuando viaja en el
autobús y descubre una frase que lo envuelve y lo hace pensar, reír, llorar, sentir.
Lo hace estremecerse.
A los lectores principiantes les da miedo rayar los libros. El día en que miran
para atrás y llevan cinco o diez años en el oficio, un día, más que otro,
comienzan a anotar y a subrayar impresiones sobre la obra que leen. Entonces
dejan de ser principiantes y se hacen llamar lectores de oficio. Todo lo marcan.
Todo lo manchan. Todo lo reescriben sobre el mismo libro.
Otro escritor mexicano que ha hecho estudios sobre la lectura y los efectos
que ésta tiene, es Juan Domingo Argüelles. Recientemente publicó Por una
universidad lectora (Laberinto/UJAT, 2015), pero en esta ocasión nos
referiremos a Escribir y leer con niños, los adolescentes y los jóvenes, Océano
2014.
De la manera en que Garibay se detiene en fragmentos, Argüelles hace lo
propio con otras obras, con otros autores. Realiza paradas en donde considera
importante subrayar un cuento, una novela, un poema.
En sus ensayos, Argüelles critica que se critique a los adolescentes y jóvenes
por leer a éste u otro autor, si el libro que llevan en las manos no es de un
escritor serio. Llámese serio a aquel que está clasificado como “buena
literatura”.
Sin embargo, los adolescentes y jóvenes hacen paradas literarias en libros de
vampiros, lobos, magos, naves intergalácticas; en fin.
Para Argüelles aprender a leer “es como empezar a alimentarse”, y narra:
Los peores músicos, según me cuenta un músico, son aquellos a quienes se
obligó a aprender a tocar el piano o el violín, cuando lo que deseaban era
practicar beisbol.
Hemos dicho en otros momentos que la lectura provee al ser humano la
oportunidad de reestablecer el orden en donde antes hubo caos. No es el oficio
lector un acto para el mero almacenamiento de datos en ese afán tonto de sentir
que sabemos.
El poeta y crítico literario, sentencia esta idea similar de la siguiente forma:
Si el único propósito de leer es acumular lecturas y la única consecuencia
visible de ello es volvernos vanidosos y arrogantes porque sabemos y somos
mejores a los demás, entonces el asunto resulta más ordinario que sublime, y
menos noble de lo que solemos decir para hacerle propaganda a la lectura de
libros. La mayor parte de los lectores consumados nos presentamos ante los
demás como los modelos a seguir. Esto es muy aburrido y petulante.
Lo anterior son afirmaciones basadas en años. Argüelles ha escrito la mayoría
de sus libros sobre el tema lector. Ha publicado: ¿Qué leen los que no leen?,
Historias de lecturas y lectores, Ustedes qué leen, La letra muerta, y Estás
leyendo ¿y no lees?
Para abordar la temática de la lectura, Argüelles necesitó leer cientos de libros
y hacer una parada obligatoria en cada una de las obras: “los libros debieran
servirnos para comprender mejor la existencia”, añade.
Entonces, en nuestro tiempo ¿el ser humano sigue encontrándole un sentido al
oficio de leer? y, ¿cree que esos subrayados, o paradas literarias, le conducen a
algún sitio, a lo utilitario?
Decir que leer es extraordinario, importantísimo, noble, maravilloso,
estupendo, milagroso, transformador y mil calificativos más es pura cháchara
insustancial si no tenemos ni damos prueba de ello.
A decir de Juan Domingo Argüelles, le hemos dado un valor “de fetiche a los
objetos de la cultura, entre ellos al libro, y creemos que somos mejores porque
nos sentimos mejores cuando leemos y porque leemos”.
En Escribir y leer con niños, los adolescentes y los jóvenes, su autor llega a
otras conclusiones sobre la misma lectura. Cree que la propia vida podría estar
por encima de los que nos dicen los libros a través de la escritura. En resumen,
aconseja a los lectores a disfrutar del gozo que está más allá de una simple
parada literaria:
Pero lo cierto es que la vida es mucho más importante y rica que la literatura,
porque la literatura es solo una parte de la vida, y la vida está constituida por
múltiples intereses, goces, quehaceres y emociones.
Bien te vaya, lector y que los libros te aprovechen.
Y una última cosa, que los libros también permiten:
-Acuérdate de vivir -reitera en la última hoja el escritor que ensaya sobre la
lectura.
¿Qué es lo que se puede enseñar de la literatura? Jorge Luis Borges decía que
no se puede enseñar la literatura, sino acaso sólo el amor por ella. Fragmento que
tomamos de otra parada literaria hecha por Bruno Estañol en su libro La mente
del escritor, ensayos sobre la creatividad científica y artística.
¿Qué se puede enseñar de la lectura? No creo que mucho y todo, más que
trasmitir el amor de lo que leemos, de ser genuinos y no falsos lectores que van
por la vida contando libros que nunca leyeron ni leerán. Enseñemos entonces lo
que hay en las obras: el mundo.
Bibliografía
Garibay, Ricardo. Oficio de leer. Ediciones Océano. México. 2014.
Argüelles, Juan Domingo. Escribir y leer con niños, los adolescentes
y los jóvenes. Ediciones Océano. México. 2014.
Kristian Antonio Cerino
Es maestro en Docencia por la UJAT. Ha publicado crónicas periodísticas en
México. Escribe en www.diarioactivo.mx
Victor Manuel Ulín Hernández
Es maestro en Ciencias sociales por la UJAT. Es académico y periodista.
Leer para vivir
Salma Ivett Abo Harp Valenzuela
Leer es uno de mis verbos preferidos. Empecé a conjugarlo en primera persona
desde que tenía seis años, la edad en la que a muchos niños mexicanos nos
enseñaron a leer. Pero antes de aprender a descifrar el significado de las letras
sobre el papel; cuando veía los libros que mi mamá le regalaba a mi hermana
mayor, deseaba ser yo a quien se dirigían. La primera vez que sentí celos fue por
culpa de un libro, un atlas verde algo flaco, pero en el que se leía un poco de
historia, de tecnología y nos enseñaba ciencia por medio de fáciles experimentos
que mi hermana y yo poníamos en práctica.
Así pues, soy lectora gracias a mi madre, una maestra de telesecundaria
egresada de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Universidad
Autónoma de Guadalajara. Además de techo, ropa y alimentos mi mamá
procuraba tener una buena biblioteca en la sala. Después del atlas verde algo
flaco que le regaló a mi hermana, nos obsequió un libro de literatura infantil con
poesías, relatos, cuentos y fábulas con el que compartimos momentos agradables
en familia. Todavía lo conservo en mi biblioteca personal. Hojearlo es regresar a
la infancia, recordar las poesías que recitaba en los homenajes de mis años en
primaria o ver los garabatos que mi hermana y yo dibujamos sobre la
contraportada. Esa cajita de sorpresas -así se titula el libro- fue mi primer
contacto real con la literatura.
Luego llegó a nuestras pequeñas manos un clásico, también gracias a mi
madre. Era un libro color crema en cuya portada se leía con letras azules El libro
de las virtudes para niños; una antología de relatos llenos de enseñanzas, editado
por William J. Bennet y con las hermosas ilustraciones de Michael Hague. El
relato que más recuerdo narra la hazaña de un niño holandés que con su dedo
meñique evitó la ruptura de un dique en su pueblo. Después llegó Marco Polo y
también las enciclopedias que mi mamá compró a los vendedores de libros que
de cuando en cuando visitaban la telesecundaria dónde ella trabajaba.
Gracias a estas lecturas mi gusto por la literatura empezó desde pequeña. Me
gusta pensar que soy como un arbolito, pero el sol y el agua, ambos vitales para
su crecimiento, son en mí el montón de libros que he leído, de revistas, y ahora
ebooks, aunque la literatura la sigo leyendo en papel. Otra persona que
proporcionó los nutrientes necesarios para mi crecimiento literario fue mi
madrina preferida y es la preferida porque con sus regalos de cumpleaños leí a
Julio Verne, algunos libros de superación personal y en el boom de Harry Potter
me obsequió La piedra filosofal.
Pero mentiría diciendo que siempre fui una lectora voraz. A veces alternaba
mi gusto por leer historias en papel para protagonizarlas desde mis manos en una
pantalla: a los diez años conocí el Nintendo 64 y no se me iría el gusto por los
relatos digitales hasta doce años después. Digo relatos porque el fondo de un
videojuego es siempre una historia, lo que cambia es la forma de contarla.
Todavía disfruto un poco de jugar, pero en el poco tiempo del que dispongo en
mis ratos libres, el gusto por leer le gana mucho al gusto por video-jugar. Y
ahora el placer por la lectura ha evolucionado en ganas de escribir y querer
transformar tantas páginas leídas en muchas páginas escritas.
Este gusto por “jugar” con historias lo combinaba con los libros. En los
videojuegos el género de rol era mi preferido. Porque estos también tienen su
propia literatura. Al jugar encarnaba personajes diversos, desde un comandante
de una nave espacial hasta un sobreviviente en un paraje desierto, en una tierra
perdida. Y a través de las decisiones que tomaba en los diálogos con otros
personajes podía cambiar el curso y el final del relato. Manipulaba a mi gusto la
historia.
A mis trece años llegó otra persona para regar el arbolito literario que crecía
en mí. Era un amigo de mi hermana, José, Chepo para los amigos. Él estudiaba
la Licenciatura en Comunicación en las mismas aulas donde hoy estudio. Un día
Chepo me contó la historia de un desdichado que fue el último en enterarse del
chisme de la mañana en su pueblo: dos gemelos querían limpiar la honra de su
hermana con su sangre. El desdichado Santiago se enteró tarde, se lo dijo la
primera puñalada del cuchillo para matar puercos mientras se le hundía hasta el
fondo del costado derecho.
Yo no entendía por qué la muerte del muchacho no se pudo evitar, así que le
rogué a Chepo que me prestara el librito en el que desde las primeras oraciones
se narraba el nefasto final. Era Crónica de una muerte anunciada de Gabriel
García Márquez. El primer libro que leí de una sentada. No me levanté de mi
cama esa mañana hasta entrada la tarde, cuando llegué al punto final.
Así inició mi segunda etapa lectora, el arbolito dejó la infancia y alcanzó la
pubertad. Leía de todo, sin discriminar. Conocí la historia de Verónica empeñada
en matarse a través de la pluma de Paulo Coelho y la literatura latinoamericana
era tema de conversación en mi pequeña familia. En tercer año de secundaria
una maestra de español me dio un librito que en su portada ilustraba un enorme
escarabajo y en el título se leía La metamorfosis escrito por Franz Kafka. Nunca
supe el motivo por el cual la profesora me invitó a leer aquel relato, -sólo fuimos
dos los elegidos- quizá, con ese instinto que desarrollan algunos maestros
lectores pudo identificar que yo era un arbolito lector ansioso por crecer más.
Luego ingresé al Colegio de Bachilleres, fue una etapa gris que no recuerdo
con alegría. Por el contrario, las dudas sobre el rumbo que tomaría mi vida al
concluir mis estudios en la preparatoria desequilibraban mi cabeza; era
consciente de la enorme responsabilidad que significaba elegir una carrera
profesional y no estaba preparada. Razón por la cual estuve un año alejada de las
aulas sumida en una gran depresión, pero la literatura me mantenía cuerda
calmando las tormentas que mis pensamientos causaban. Combinaba los
psicotrópicos recetados por el psiquiatra con dosis literarias: cuentos de Oscar
Wilde y novelas de Ray Bradbury.
Más adelante me enamoré de Jack Kerouac. A través de su prosa recorrí la
mítica ruta 66 que atraviesa de Este a Oeste los Estados Unidos. Kerouac era un
rebelde inconforme con la vida que lo rodeaba en los años 50s. Con Jack viajé
mucho sin moverme de mi casa y me identifiqué con la contracultura; con los
chicos y chicas que vivían y hacían las cosas de una manera poco convencional;
hacían de la literatura, la música, de su cotidianeidad experiencias rebeldes que
provocaron en las sociedades más recatadas quejas defendiendo “la moral”.
Cuando por fin tuve la valentía de matricularme en la Licenciatura en
Comunicación ya había abandonado dos carreras: Primero lo intenté en una
ingeniería, pero deserté porque los números me aburren, soy de las personas que
aprenden leyendo. El segundo intento fue en la Licenciatura en Ciencias de la
Educación. En el primer semestre un profesor de economía nos enseñó algo de
literatura: gracias a él leí 1984 de George Orwell. Esta novela forma parte de una
selección personal que llamo La trinidad distópica: Fahrenheit 451 escrita por
Ray Bradury y Un mundo feliz de Aldous Huxley conforman también esta
selección. Estas tres obras de la literatura vaticinaron desde hace décadas lo que
podría ocurrir en la actualidad. No se equivocaron. Somos vigilados por un gran
hermano, la tecnología controla nuestras vidas y vivimos los días rodeados de
placeres superfluos.
Tres semestres después abandoné educación para matricularme en
Comunicación. Considero que sólo sirvo para leer y mientras escuchaba las
charlas entre los estudiantes de esta carrera sobre literatura, fotografía, cine y al
saber que ellos se animaban a escribir, -un placer cultivado con muchas horas de
lectura-, provocaron que solicitara el cambio por la carrera que desde un inicio
ansiaba. No lo había intentado antes porque creía erróneamente que leer y
escribir sólo sirven para morirse de hambre.
Me enorgullece ser juchiman por la Feria Universitaria del Libro de la UJAT.
Y cuando la fecha llega y las editoriales se instalan sobre la explanada de la
Zona de la Cultura ya tengo mis pesos ahorrados para lanzarme primero, como
todo buen lector, a los libros de viejo que normalmente traen de la Ciudad de
México. Gracias a uno de esos libreros capitalinos leí a un escritor chileno que
decía formar parte de un movimiento llamado “infrarrealista”. La charla
comenzó con literatura beat: los viajes de Kerouac y la contracultura
anglosajona, después él me habló de la contracultura latinoamericana y terminó
con una recomendación: lee Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
Como buena hija de la música rock tenía que pintar mi piel con tinta
permanente. Y para tatuar mi cuerpo debía hacerlo con algún dibujo o frase que
significara algo importante; algo vital que definiera mi persona. Algunos lo
hacen con el nombre de un ser querido; otros prefieren el logo de su banda
favorita; yo llevo en el costado izquierdo unos libros ascendiendo como aves
emprendiendo el vuelo. La literatura está representada en mi piel porque está
adherida a mi vida.
Mi hermana siempre me dice que compro muchos libros. Prefiero usar mis
pesos en hacer más grande mi biblioteca y no mi guardarropa. Algunas tienen
docenas de zapatillas, vestidos, accesorios. A mí me enorgullecen la colección de
libros de editorial Anagrama con sus lomos de colores formando un arcoíris
sobre el estante; la trilogía de Millenium de Stieg Larsson; la literatura clásica,
latinoamericana, y mis libros de periodismo literario.
Me gusta hacer ejercicio. Comparo los libros de ciencias sociales que leo en
mis ratos libres con ejercicios de fuerza y resistencia. Bajo la lógica del
entrenamiento con pesas un capítulo leído equivaldría a levantar unos kilos más
en las mancuernas. Los libros de literatura, en cambio, serían los estiramientos y
los masajes para relajar. Aunque confieso que he huido del Ulises de James
Joyce, de Borges, de Cortázar. No he tenido la dicha y la valentía de entrenar mi
cerebro con esos autores. Los comparo con un ejercicio cardiovascular intenso
que en menos de quince minutos te hace querer tirar la toalla. Se necesita
concentración, mucha.
Cada libro es como un platillo. Algunos se disfrutan lento, se mastican lento.
Cien años de soledad y El nombre de la rosa los leí en casi dos semanas en
periodo vacacional. La pseudo literatura, esa que se come rápido y a veces causa
indigestión la leo en menos de dos días. Leí el primer tomo de Cincuenta
sombras de Grey para conocer la razón por la cual las masas no dejaban de
hablar de esta novela: llegué al punto final en un día, sin ganas de seguir con las
dos partes restantes de la trilogía. Conclusión: una prosa bien escrita me sabe a
un buen filete miñón; una prosa que se lee en un día sabe a un sándwich de
Oxxo.
De la literatura también se aprende. Me gustan las crónicas periodísticas, esas
que toman el andamiaje de la literatura para trasladarlo al periodismo. Cuando
los aprendices de esta forma de contar historias buscamos el consejo de expertos
en el tema, siempre coinciden en que, para escribir crónicas, no se lee a los
periodistas, se lee a los grandes cuentistas y novelistas rusos, también a
Faulkner, Hemingway, Orwell, Twain, en sí, te dicen: lee mucha literatura.
En conclusión, los libros me han conducido hasta la silla donde escribo estas
palabras; hicieron de mí lo que soy. No sería yo sin ellos; no sería Salma la
estudiante de comunicación e incluso sé que no pensaría igual. Si me
preguntaran ¿Por qué leo? Leo para aprender y saciar mi curiosidad; también lo
hago por placer, aunque la literatura para mí, más que un placer, es una forma de
vida.
Salma Ivett Abo Harp Valenzuela
Se han realizado investigaciones que revelan que existe una baja motivación
hacia la lectura: estudiantes que no les agrada leer y adultos, entre ellos algunos
docentes, que poseen la misma actitud; con esta situación, se debe fomentar el
gusto por la lectura tanto individual como grupal y en el caso del aula, los
profesores al discutir los temas, hacen que se mejore el hábito y se inicie el gusto
por la misma (Vargas, 2001).
A pesar de que los estudiantes están cada vez más rodeados de estímulos e
imágenes a través de pantallas, esta forma de leer por placer no es perjudicial ya
que ayuda a tener un mejor rendimiento académico, constituye una apuesta para
tener en cuenta y compaginar las nuevas tecnologías con el placer por la lectura,
empezando tanto en la familia, tanto en la escuela como en la sociedad. Si el
hábito lector se liga al placer por leer, se relaciona con un incremento de
habilidades cognitivas asociadas a un mejor rendimiento escolar en diferentes
disciplinas. Dicho beneficio se vislumbrará en la medida que los alumnos
crezcan y fortalezcan en su relación con textos asociados al internet y su
utilización como herramienta tanto académica como de ocio (Dezcallar et. Al,
2014).
Incorporar el aprendizaje de la lectura y escritura desde preescolar hará que al
infante le agrade este ejercicio desde su inicio en las aulas. Es deseable que
escuelas primarias cambien sus programas de enseñanza a modo que se
acomodasen al proceso de aprendizaje del preescolar, ya que lo que se aprende
en los primeros años escolares podrá usarse en años sucesivos (Flores y Martin,
2006). De esta manera en la medida en la que los alumnos vayan creciendo,
adquirirán un mayor número de habilidades y competencias para su desempeño
en la sociedad.
Conclusiones
Cualquier obra literaria de interés, motiva a las personas a leer, lo cual ayuda a
mejorar el lenguaje, la ortografía, la forma de expresarse, la capacidad de
análisis, la resolución de problemas, a mejorar el sistema de aprendizaje desde la
niñez hasta la edad adulta.
I
Uno se encuentra con ciertas lecturas, a manera de remedo, escritas por el autor
con el objeto de satisfacerse a sí mismo. Hablo del texto de Roland Barthes, El
placer del texto. Ahí, el placer implica cierto goce que culmina en un
insoslayable conflicto: el texto de placer plantea una ambigüedad en determinar
qué remite el concepto “placer”. Esta sospecha, por ligera que sea, es lugar del
lenguaje. Nadie sabe qué ocurrirá en la búsqueda, en el cruce de la escritura y el
texto. Pongamos el ejemplo; el lector, ansioso de hurgar en los adentros del texto
las posibles respuestas ante el deseo, realiza el movimiento inicial: abre el libro.
El deseo establece la relación entre placer y erotismo. El libro metonimia del
cuerpo; es, digamos, la totalidad abarcadora y continente de las relaciones.
Libro-cuerpo; órganos-lenguaje-discurso. Podría decirse, también, que quien
toma un libro en sus manos, tiene una extensión de sí, desplegándose a lo largo
de los ojos. En este sentido, el que lee ocupa el lugar del voyeur. La mirada hace
de recipiente. En este planteamiento se asimila la idea del acto de leer con el acto
de seducir. El que seduce y el seducido, digamos, quien lee y el que es leído.
Es este lector - de literatura en dicho caso- el que accede a un fetichismo
imaginario. Siguiendo la lógica de Roland Barthes, el texto se ofrece y me desea
en la medida que soy sujeto del placer vislumbrado en él.
El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. El texto me elige
mediante toda una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas
sutilezas: el vocabulario, las sutilezas, la legibilidad, etc.; y perdido en
medio del texto (no por detrás como un deus ex-machina) está siempre el
otro, el autor (pág.46).
Es el Otro el que aparece y desde esa dimensión cobra sentido el lugar que ocupa
el lector como sujeto. De este modo, la experiencia es el resultado de la medianía
entre los dos. Pero esta no es una experiencia enteramente que tiene lugar en otro
espacio. A saber, el espacio del lenguaje es el lugar donde se repliega las
significaciones del Otro. Es decir, ese Otro, el autor detrás del texto, inaugura los
sentidos que se incorporan a los símbolos –la palabra-, y sustituidos por la voz
interior del que lee, lapso en la que se descomprimen y hallan nuevos. Este
aspecto constituye una especie de rastro, pista que demarca el camino que hemos
de seguir.
Haciendo un lado el hedonismo de Barthes y su estética de la lectura, Harold
Bloom nos llama a auscultar la entraña del texto. Apuntando más allá de una
lectura cuyos criterios y principios tienen determinado peso crítico, propone un
método de lectura que devuelve al rol de lector, un papel más activo: un
acercamiento libre al texto. Esta manera de leer vuelve innegable la función del
texto, una vuelta al texto sobre sí mismo. Esta postura nos conduce a pensar en
el advenimiento del sujeto sobre él, función que en Lacan adquiere relevancia: el
acto de la lectura anuda y desanuda el discurso en un despliegue del lenguaje
sobre el tiempo, es decir, significaciones anudadas y desanudadas, en un pasado,
presente y futuro, fundan un acto atravesado por lo simbólico, lo real y lo
imaginario. Bajo este esquema, la presencia de la otredad nos permite anudar
lazos entre el texto, la comprensión del sujeto y el discurso. Estos aspectos
sostienen, similarmente, una relación directa con el concepto de alteridad,
entendida por Deleuze, donde el Otro constituye un sentido, a saber, uno en que
el sujeto presupone la existencia de una dualidad -no consciente-, una relación
preexistente entre Uno y Otro. Siguiendo esta línea que cruza del lector hacia el
texto, el sentido se descubre a través de la interpretación; en ulterior instancia,
obedece a un desciframiento hermenéutico y no a mero ejercicio impersonal de
lectura. Con esto quiero decir que el placer nos posicionaría en el lugar deseante
y en el lugar del sujeto. Está posición nos acerca a un goce, una culminación,
que había estado en la penumbra y que ahora es alumbrada desde una apertura,
el descubrimiento de un rastro que es observado por la mirada.
II
El rastro
Ese Otro se asoma desde la penumbra. Tal vez el personaje de Don DeLillo,
1
Nick Shay , reflexionando desde un centro de detención para menores. Ha
asesinado a un hombre pero un hombre puede ser cualquiera. Aunque los
detalles del asesinato son revelados posteriormente, no dejo de conjeturar
diversas hipótesis sobre el crimen en un espacio de posibilidades. Yo mismo,
imagino, puedo asesinar a un hombre cualquiera, pero no a la manera de Nick,
no con la misma veleidad. La memoria recorre grandes distancias y el lugar de
Shay lo ocupa un militar norteamericano, conocido como Tyrone Slothrop.
Dicen que tiene una erección cada vez que una bomba autoimpulsada alemana
hace explosión. Tyrone siente la presencia del aislante Impolex G en las bombas,
gracias a que un científico condicionó sus genitales para detectarlo. En un
momento la escritura maniática de Thomas Pynchon, en El arco iris de
gravedad, se apodera de las bombas lanzadas por los alemanes y al mismo
tiempo, ocurren las explosiones, mientras Slothrop huye, perseguido por
enemigos imaginarios, agentes militares que vigilan sus partes pudendas.
El Otro puede ser Borges que cuenta en la oscuridad, la presencia de la
infinitud.
“Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi
desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo
ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo
transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas
abarca? (El Aleph, pág. 164).
Reflexiono. El meandro no es la memoria de un viejo símbolo, un alfabeto que
no se contiene a sí, un objeto que ha rebasado la conciencia. Lo dicho por Borges
es un intento de mirar en la oscuridad. El Otro está mirándonos. Tomo otro libro.
La lectura inicia en cierta página que pareciera desconocida, casi decir un
número impreciso. Sí, todo número es impreciso, visto a apenas, con una luz
muy débil; leo.
El hombre, cuando no se lo reprime, es un
animal erótico,
lleva adentro un temblor inspirado,
una especie de pulsación
productora de bichos innumerables que
constituyen la forma que los antiguos pueblos
terrestres atribuían universalmente
a dios. (Artaud, pág 29.)
Pero lo terrible del pecado no estaba en el erotismo o en el reprimido temblor
dentro del cuerpo; lo terrible era imaginarse sufrir la llamas del infierno por un
placer impuro. ¿Quién lo ha abolido? No es dios. Yo mismo hago la pregunta,
¿esta pulsación dentro del animal, lo aniquila? No, la pregunta sería, ¿qué es esta
forma en la que el dios nos consume? El Otro se vuelve aberrante, es el efecto
del sentido; soy el voyeur; el animal erótico. Pruebo con otro pasaje:
El pensamiento de la muerte no nos ayuda a pensar la muerte, no nos brinda
la muerte como algo que hay que pensar. Muerte, pensamiento, tan
próximos que, pensando, morimos, si al morir nos permitimos no pensar:
todo pensamiento sería mortal; todo pensamiento, último pensamiento
(Blanchot, pág. 29).
¿Pero quién ha mencionado a la muerte? No es la muerte del autor este caso. No
2
es la rescritura, ni la voz que suplanta a la del lector . Esta otra muerte se instala
en lo cotidiano, la invención de un momento en el espacio-tiempo, llamado día.
Del fragmento se deduce que la convivencia con la muerte se instala en las
prevaricaciones de la vida. Con esta cita dejo de seguir el rastro, abandono la
penumbra en la que se encuentra la huella del Otro. Pero el Otro no es el
sustituto, no es que “viene en lugar del objeto”. No es una suplantación como si
el texto dejará de existir; no habría modo de saberlo. No es el destino o la falta
como nos mostró el psicoanálisis en la concepción de lo externo, del objeto que
viene a ser libro. Es la del sujeto encarnado en el mundo. El placer del texto
según Barthes, el Otro, instaura cierto goce, satisfacción de sumergirse en él, no
en un más allá que nos haga perder de vista el lazo imaginario que define la
relación del Otro y el sujeto, sino en la ficción del lector que toma en ese
momento su placer.
Nezih Einar Lugo Alcaraz
Las palabras no son buenas ni malas, a lo sumo son perversas…
Roland Barthes
II
Si bien es cierto que la internet no nos impide leer y que nos apertura
puertas a nuevos mundos y por ende a más libros, es a raíz de ella que se ha
producido la distracción para que no leamos, para perder el gusto por el
aroma que se desprende de los libros.
El que lee, conoce lugares en los nunca ha puesto un pie, siente los aromas
por la simple descripción que en su momento un escritor plasmo con letras.
Puedes haber vivido muchas cosas, pero sin duda una vez que has
disfrutado de un libro, que has desayunado con los personajes, que has
sentido sus dolencias, que has padecido sus agonías mientras tus ojos
acarician poco a poco cada letra, sin duda luego de esos momentos aquellos
personajes serán parte de ti hasta tu último aliento.
Debido a la carencia de lectura es que las cosas que surgen en el día a día
en muchas partes del mundo poseen características en común, la internet y
la televisión fungen como una limitante para nuestros procesos creativos, es
por ello que cuando lees un libro del índole que sea y posterior a ello ves un
filme basado en él, siempre sentirás que algo le faltó.
Cuando lees, tu creas a tus personajes, si bien los autores te dicen “era
alta, de ojos seductores y de caderas perversas”, tu sabes lo que es alto para
ti, quizás para mí los ojos seductores incluyan un hermoso brillo en ellos,
quizá para ti esa seducción recaiga en el color, pero tu decidirás, tu crearas a
tu personaje, tu imaginación es libre cuando las letras le abren la puerta a
ese mundo escondido entre tantas páginas.
III
A punto de cierre, medito sobre que será idóneo aconsejar para que
consideren placentero el acto de leer y me viene a la mente tan solo un
consejo, conviertan a los libros y al hábito de la lectura en sus amantes, y
permitan que página a página los seduzcan, apasiónense.
No les diré que leer, no hablaré de obras clásicas, porque creo que lo
“clásico” es demasiado ambiguo en esta época, (los clásicos de los padres no
serás nuestros clásicos), creo firmemente que ningún libro es malo, cada
uno te aporta algo, inclusive, si después de leer una obra te das cuenta de
que la detestas ya tendrás un parámetro para saber qué tipo de lectura no te
agrada.
Tampoco pienso aconsejar que se queden solo con cuentos, solo con
artículos, solo con ensayos, no, en su lugar les recuerdo mi propuesta, no les
mencioné que se casaran con un solo género literario o con un solo tipo de
textos, les dije que conviertan a esos libros en sus amantes, que lean con
pasión.
Hagan su propio harén de libros, desde los más sencillos hasta los más
complejos, cada uno les aportará una satisfacción única, ya sea que estén
leyendo algo académico o algo por sencillo ocio, disfrútenlo, piérdanse a sí
mismos en cada libro, den a esos personajes una oportunidad de contarles
su historia, vuélvanse parte de sus vidas, por lo menos mientras sus miradas
se pierden en lo profundo de las letras que con tanta pasión deben recorrer.
Los libros eran una cacofonía de colores: libros finos, libros gruesos,
libros con ilustraciones lujosas y satinadas, ediciones baratas de bolsillo,
clásicos, antiguos lomos de cuero, géneros opuestos… Aquella noche Sara
se pasó varias horas en la biblioteca pensando en lo trágico que resulta
que la palabra escrita sea inmortal, al contrario que las personas, y lloró
por ella, la mujer que nunca había visto.
Sentir placer al leer es algo que se dice fácilmente, pero le idea no es decirlo,
sino realmente sentirlo.
“Cada libro posee un alma y somos dueños de ella mientras leemos, de igual
forma al terminar de leer dejamos parte de la nuestra en su historia, creo
firmemente que en cada lectura también somos leídos”.
Carlos Herrera
Bibliografía
Empecé a leer a los cuatro años de edad. Dos ciclos escolares antes que el niño
promedio, pero no porque quien escribe fuera un súper dotado o algo semejante,
no es lo que intento decir. Se lo debo a mi hermana. Ella tenía cinco años para
esos tiempos y mi papá le enseñó a leer y escribir antes de entrar a la primaria.
Aprovechando “la vuelta” aprendí yo, porque eso hace la gente sabia: redime
tiempo. Para ser sincero, considero seriamente que la razón por la cual me
enseñaron a leer antes de que aprendiera a amarrarme las agujetas fue la negativa
de mi padre a dar dos veces la misma clase. Flojera, le dicen en mis rumbos. Y
así fue como terminé en ese improvisado grupo de estudio que se formaba a la
hora de comer y de camino a la tienda, cuando íbamos a comprar dulces. Sea
cual fuere el motivo de mi pronta introducción al mundo de las letras, provocó
que la educación preescolar fuera, ante mis ojos, una pérdida total de tiempo en
la que solo se me permitía escuchar un cuento al día, siendo que tenía la
capacidad de terminar con todos los libros que habían en ese salón de clases.
Claro que los libros no superaban las veinte páginas, lo que facilitaba mis
pretensiones de hábil y consumado lector.
En adelante, leer se volvió un compromiso moral para con mis padres. En una
casa donde no es difícil encontrarse con textos de religión en idiomas antiguos,
lo menos que podía hacer era leer ese libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, que
no tengo problema en anotar en mi lista de obras superadas. Figura con un
asterisco, puesto que lo terminé a la edad de ocho años. Un maestro al que
aprecio me dijo en alguna clase que esa es una lectura apta para niños, no
recomendada para mayores de edad. Prueba superada en tiempo y forma.
Admito que leí uno o dos escritos más del ya mencionado autor. No porque
creyera en sus enseñanzas de vida, sino porque realmente sus historias me
llamaban la atención. No les pide nada a renombrados escritores de novelas para
adultos jóvenes. Historias con no muy buena reputación, pero con una facilidad
de enganchar a sus lectores de un modo impresionante.
En algún momento de mi vida tenía que afrontar mi más grande reto como
lector: leer la Biblia. Hay algo en el libro más traducido, reproducido y vendido
de la historia, que lo convierte en la obra más difícil de terminar en su lectura.
Hace poco más de un par de años, uno de mis profesores rememoró algunos de
los deslices más sonados de nuestro actual presidente, Don Enrique Peña Nieto.
Inició con aquel desafortunado momento en la Feria Internacional del Libro de
Guadalajara en el año 2011, en el que el entonces precandidato a la presidencia
de nuestro país encontró complicaciones durante una conferencia de prensa al no
poder citar con facilidad los libros que lo han marcado en su vida, tanto en el
ámbito privado como político. Cabe recordar que en aquella anecdótica
situación, el ahora mandatario mexicano mencionó que la Biblia ha sido
importante en pasajes importantes de su vida, en especial durante la
adolescencia. Sin embargo, confesó no haberla leído completa. Y de ahí se tomó
aquel profesor de Lectura y Redacción, para hacer la severa crítica (énfasis
irónico añadido por mi parte y probablemente no entendido de esa manera).
-¿A quién se le ocurre decir que leyó la Biblia? Nadie ha terminado esa cosa,
está bien larga. *Palabras altisonantes omitidas o sustituidas por el escritor.
Así pasaron varios años de lecturas ligeras hasta reencontrarme con los libros
por las razones menos esperadas. No es que no leyera, sino que leía de un modo
desenfocado. Uno no va por la vida diciendo “leí cuarenta y siete artículos de
política este año” o “doce entrevistas, veintes reportajes y seis cuentos de terror
pasaron por mis manos durante estos días”. Pero eso era lo que yo leía. De todo.
De nada. De algo. De lo que fuera que me llamara la atención. Y un buen día (un
buen día de verdad, no de esos que sirven para el cliché y párale de contar), un
conocido de la familia me invitó a trabajar en una distribuidora editorial; en la
cual trabajo hasta la fecha.
Mi ingreso a la vida laboral ocurrió por las mismas fechas de mi inicio como
estudiante universitario. La licenciatura en comunicación es una perfecta
mescolanza en la que, hasta el momento, sigue sin quedarme del todo claro en
qué salimos especializados bien a bien. Los médicos tratan con enfermos, los
psicólogos dan terapia, los maestros dan clases y los comunicadores comunican.
Aunque no hay muchas plazas de trabajo para que los comunicadores
comuniquen, así que te enseñan de otras cosas más para que comuniques en
entornos donde necesitan aprender a comunicarse, o algo así. Así pues, en mi
andar como alumno por la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, he pasado
por materias con enfoques de diversos tipos. Tanto artísticos como
empresariales; políticos y culturales; teóricos y prácticos.
Pero a lo que quiero llegar es: el día que dedique mi tiempo libre para leer una
de las obras más importantes jamás escritas sobre el comportamiento en las
organizaciones por el puro placer de la lectura, ¿podré entender ese libro como
una obra maestra de la literatura hedonista? O ¿me veré obligado a abordarla
desde un punto de vista netamente científico?
La realidad es que es un sinsentido que hablemos sobre la experiencia de leer
por placer o por aprender, siendo que deberíamos pugnar por un proceso que
incluya ambas fases de la misma. Wolfhart Pannenberg, uno de los más grandes
teólogos alemanes del siglo XX mencionó en su muy aclamada Teología
Sistemática que ese tratado no era de ninguna manera sencillo, sin embargo
muchas personas encuentran deleite en las reflexiones que el académico articuló
en los tres tomos que utilizó para plasmar sus conclusiones.
Realidad y libertad en la literatura
Cristina Guadalupe Juárez Chablé
En marzo de 2013 comencé a leer un libro que había adquirido en la feria del
libro de la UJAT: El Club de los Abandonados. A juzgar por el título, pensé que
trataba sobre un grupo de alcohólicos relatando sus historias de vida en torno a
una mesa. No tardé mucho en darme cuenta que me había equivocado.
Podrá parecer irreal, pero leía el libro al despertar, antes de dormir, mientras
comía o mientras esperaba la próxima clase sentada en los pasillos de la
universidad… en fin, sólo me despegaba del libro para ir al baño. Con los
personajes reía, reflexionaba, aprendía y hasta escuchaba las canciones que me
sugerían. Aquello último era algo totalmente nuevo para mí, pues la escritora se
las arregló para que los personajes “hablaran” como si tuvieran la capacidad de
interactuar personalmente con el lector.
En este punto, muchos podrán preguntarse cómo puede llegar una persona a
tal grado de fascinación por un libro. Pues bien, para que se den una idea, les
compartiré mi fragmento favorito de El Club de los Abandonados:
“-Mr. Hope: Sí: es tan gris que hasta el humo se pierde.
No piensen mal, mi estimado auditorio. Las personas también usan los hoteles
para organizar reuniones, congresos, eventos de gala o simplemente para
desayunar. En fin, ya podrán imaginarse que casi todas las conversaciones entre
los personajes son de este tipo. En algunas partes son incluso subidas de tono.
Después de todo, los protagonistas son jóvenes. Aun así, cada capítulo relatado
por ellos, está cargado con un contenido impresionante de cultura cosmopolita y
situaciones por demás cómicas.
Al cabo una semana terminé de leer sus casi setecientas páginas. Aquel día,
lloré con el final de la novela durante dos horas. Al respecto, Dirty Harry, artista
tipográfico, afirma: “Si sales ileso de un libro, es que nunca has entrado”. Creo
que si a los doce años me hubiesen dicho que una novela escrita iba a hacerme
llorar algún día, hubiese pensado que es lo más absurdo que había escuchado en
mi vida.
Estoy consciente de que no todos los que leyeron el mismo libro, tuvieron la
misma reacción que yo. Eso es lo que hace de la lectura una experiencia
interesante: diferentes personas pueden leer la misma obra, del mismo autor y la
misma edición, pero cada una convierte la lectura en una experiencia individual;
es como si cada quien leyera un contenido distinto. Por ejemplo, dos personas
pueden leer las rimas de Gustavo Adolfo Becquer, siendo así que uno de ellos se
encontrará elementos de la naturaleza que han sido integrados para lograr un
manejo brillante de metáforas, mientras el otro se confirmará que los poetas son
todos unos intensos y sufridos.
Contrario a lo que suele pensarse, los cuentos no son todos para los niños, ni
las novelas son las que aparecen en televisión; esas son telenovelas. Los relatos
no son todos de horror y misterio, ni los poemas hablan todos de amor. Son solo
prejuicios que se han creado en torno a la realidad.
Bibliografía: