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El último lector / La Jornada

Los condenados de mi tierra

Por Rael Salvador

Ensenada, B. C.

En un país que no da lo ancho ni en lo uno ni en lo otro, hemos aprendido a


comer antes que a escribir.
Si en lo primero, el apetito –sólo por momentos contenido– garantiza la
violencia renovable del hambre, lo segundo impone sus interrogantes ante el
espectáculo oneroso de los satisfechos escritores funcionarios –en su
inmoralidad de burócratas al servicio de la estupidez –, todos ellos inflados
con la exclusiva levadura del presupuesto.
Podría alegar que la gula posee sus adeptos, pero más por precisión que por
mesura me referiré sólo a aquellos que comen bien y escriben los subterfugios
que plagan los discursos demagógicos, que no populistas –porque para tal
obscenidad son contratados– y que hacen parecer al presidente de la república
un Salvador, mientras se justifica con mayor amabilidad estilística la actual
cruzada contra la hambruna mexicana.
Tal interrogante, como posición teórica, surgió a mediados de los años 60, del
pasado siglo, en voz de Jean-Paul Sartre, prologuista de Les damnés de la
terre del anticolonialista Frantz Fanon: “¿Qué significa la literatura –
interpelaba el filósofo– en un mundo que tiene hambre?”, agregando que había
visto morir de hambre a unos niños y “frente a un niño que muere, La náusea
es algo sin valor”, cuestionando todo fundamente literario que no sume su
responsabilidad histórica a una moralidad solidaria, traducida como apoyo a
los condenados de la tierra.
En aquel tiempo, presente extensivo, Claude Simon respondió, con una
lucidez embravecida, una interrogante más: “¿Desde cuándo se pesan en la
misma balanza los cadáveres y la literatura?”, que dio pie a extender su
discurso y agregar otras dudas: “Si un novelista negro renuncia a escribir los
libros que lleva dentro para enseñar el alfabeto a los escolares de Guinea, ¿qué
leerán éstos más tarde si el único que podía escribirlos en su lengua no lo
hizo? ¿Las traducciones de Sartre?”.
Bueno, a Sartre hay qué leerlo de cualquier manera y en cualquier
circunstancia.
Para sofocar la fogata química del hambre, no es necesario, como lo exigía
Ives Berger, saber qué palabras darán de comer a los niños, “cuántas haría
falta, y en qué orden habría que colocarlas”, sino aplicar con coherencia,
rectitud y determinación la cortante guillotina salarial (cifrada en un
empecinado gasto inútil de millones y millones de pesos) a los funcionarios
públicos que no funcionan, entre los que destacan los ya familiares “buenos”
nombres de diputados y otros vivales en cooperativa que han hecho de la
tesorería nacional la fuente de sus recreos eróticos, francachelas incipientes
que, en la inveterada costumbre de comprar los inasibles fantasmas de la
infancia, generan el desbalance del hambre nacional y su violenta
consecuencia en niños débiles, mujeres desamparadas y cascajos de abuelos,
por mencionar a los más desprotegidos, cuando comer significa robar.
Para la triste cátedra del hambre, les recuerdo algunos relatos que guardan un
acercamiento indisoluble con la realidad y que nos ofrecen una lección
humana. Como sacados de una terrible nata, dura y sin fondo, estos relatos del
hambre vienen a mí… Y pongo mi propia hambre, regular y
consuetudinariamente satisfecha, al hambre, fogata química del cuerpo, que no
tiene o no tuvo ninguna esperanza de ser atendida.
Leí alguna vez –de ahí lo importancia de lo que se escriba– que en África,
cuna del hombre y también mortaja, que las madres desesperadas hacen sopa
de piedra en los atardeceres: echan literalmente rocas del tamaño de verduras
y legumbres a una vieja cazuela con agua y la dejan hervir, eternamente, hasta
que lo críos se duermen… y sueñan que comen a sorbetones deliciosos la sopa
que cocinó mamá.
Nos narra el historiador ruso Vassili Grossman, haciendo referencia a las
hambrunas mortales de los infernales Gulag soviéticos: “En una choza
estallaba algo parecido a una guerra. Todos se vigilaban estrechamente (...) La
esposa se ponía contra el marido y el marido contra la esposa. La madre
odiaba a los hijos. Y en otra choza el amor se mantenía puro y sin mancha
hasta el final. Conocí a una mujer que tenía cuatro hijos. Les contaba cuentos
de hadas y leyendas para que se olvidaran del hambre. Apenas podía mover la
lengua, pero los llevaba en brazos aunque apenas tenía fuerzas para levantar
los brazos solos. El amor seguía viviendo dentro de ella. Y todos se daban
cuenta de que donde había odio la gente se moría más aprisa. Pero el amor no
salvó a nadie. Murieron todos los de la aldea, desde el primero hasta el último.
No quedó en ella ningún vestigio de vida”.
Otros corrieron mejor suerte al comer estiércol de los animales, pues
contenían semillas o granos de trigo entero, mientras algunos se devoraban los
caballos muertos de “muermo” (secreción colicuada en pus, enfermedad
infecciosa para el ser humano).
Y continúa Grossman: “Y las caras de los niños estaban avejentadas,
atormentadas, como si tuvieran setenta años. Y al llegar la primavera ya no
tenían cara. Más bien tenían cabeza como de pájaro, con pico, o cabeza de
rana –boca grande de labios delgados–, y algunos parecían peces, con la boca
abierta”.
Buen día. Provecho.

raelart@hotmail.com

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