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Devenir jóvenes en el siglo XXI.

O la experiencia de inaugurar una cultura


Fernando Peirone*

“La juventud” es un recorte social que a pesar de lo familiar que pueda resultarnos, no tuvo entidad hasta el siglo
XIX, cuando la aristocracia la convierte en un rasgo social. Su visibilidad pública se la dio la burguesía en el
momento que la volvió parte de su moda; y se universalizó como modelo cuando el estado de bienestar posibilitó
que se extendiera a más capas sociales. Pero fue recién en los años 60 del siglo pasado cuando adquirió valor
de categoría, y no solo para las ciencias sociales; también para la psicología, que comenzó a reparar en los
rasgos adolescentes como un período tormentoso previo a la juventud; para el mercado, que aprovechando sus
gustos y símbolos construyó una industria destinada al target juvenil; y para la política, que se vio interpelada por
la constante irrupción de un actor muy difícil de satisfacer y controlar. Durante esa legendaria década del 60,
primero de manera insular, y después como parte de un extenso proceso identitario, los llamados baby boomers
protagonizaron una verdadera revolución cultural, la primera a la que se le reconoce alcance planetario. Desde
Francia, México, Chile y Estados Unidos hasta Checoslovaquia, Cuba, China, Portugal, Uruguay y la Argentina,
los jóvenes libraron una de gran batalla cultural, donde el Mayo del 68, el Che Guevara, el movimiento hippie, el
rock, el graffiti art, el arte pop y la Primavera de Praga, fueron solo algunas de sus expresiones más icónicas. Se
podría decir que esa gran movilización generacional, constituyó el último gran embate contra el capitalismo, con
secuelas simbólicas y políticas que todavía perduran. Sin embargo, el capitalismo salió airoso y fortalecido.

Solstice Metal Dress, Elaine Mayes, 1967.


Colección de la artista. The Summer of Love Experience, De Young Museum, San Franciso, 2017.

A continuación, me propongo describir brevemente los rasgos que caracterizaron a las dos generaciones que
anteceden a la llamada Generación Y, de los jóvenes actuales, para después transitar por los modos y las
estrategias que desarrollaron para habitar y asimilar una de las transformaciones culturales más importantes y
vertiginosas de la historia de la humanidad.

Las escalas anteriores

Cuando la vitalidad transformadora de los baby boomers fue sofocada por las políticas neoliberales, subsumida
por la lógica del mercado, o —en el peor de los casos— reprimida salvajemente por dictaduras militares, entre los
jóvenes sobrevino un período de gran escepticismo. Es el momento en que, a modo de una incipiente
globalización, la música disco lidera los rankings del mundo, los yuppies subordinan la política y el sistema
productivo a los flujos financieros mundiales, los skinhead y los anarco-punks reviven subculturas que
impresionan por sus fanatismos violentos y sus exhibiciones racistas.

Es, también, el momento en que América Latina es sometida por los gobiernos de facto, en que se derrumba la
vieja URSS, y que al ritmo de una concentración mediática sin antecedentes, se amplifican figuras reaccionarias
como el papa Juan Pablo II, Margaret Tatcher, y Ronald Reagan. A los jóvenes de ese período se los conoció
como la Generación X, a partir de una expresión del fotógrafo Robert Capa popularizada por el escritor
canadiense Douglas Coupland en su novela Generation X: Tales for an Accelerated Culture (1991).

Tal vez los personajes más emblemáticos y representativos de este período, sean: Patrick Bateman, el
protagonista de American Psycho, la novela de Bret Easton Ellis que describe la vida de un yuppie neoyorquino
que manifiesta su hastío asesinando linyeras, prostitutas, artistas callejeros, y homosexuales a finales de los
años ‘80; Derek Vinyard, el personaje interpretado por Edward Norton en la película American History X, donde
bajo la dirección de Tony Kaye, interpreta a un joven y ostentoso neonazi que es encarcelado por asesinar a dos
jóvenes afroamericanos a los que sorprendió robando su vehículo y Kurt Cobain, el líder y cantante de Nirvana
que, fiel a su propia idea del mundo, se suicidó en 1994 a los 27 años, después de haber dicho que cuando se
cruza la barrera de los 27 ya no hay nada que hacer, porque a partir de ese momento es imposible conseguir la
paz en un estado normal.

American Psycho (2000)

American History X (1998)

Por entonces, en Argentina el tránsito de la dictadura a la democracia había despertado expectativas juveniles
que en pocos años se verían frustradas por el modo en que el alfonsinismo primero y el menemismo después,
iban a claudicar frente a las intimaciones militares y los poderes económicos. Esta mezcla de indefensión,
desencanto e incredulidad se vio reforzada por el avance de lo que en aquel momento, tras la caída del muro de
Berlín, se llamó el “relato único” o “el fin de la historia”. En nuestro país se manifestó con expresiones antisistema
como el Movimiento 501, que proponía trasladarse a más de 500 kilómetros del domicilio que figura en el DNI
para quedar exceptuados de la obligación de votar; a través de canciones rabiosas y escépticas como Sr.
Cobranza, de la Bersuit Vergarabat y de películas desesperanzadas como Pizza, birra, faso de Bruno Stagnaro y
Adrián Caetano.

Foto de F. Marelli para el Diario La Nación

Pizza, Birra, Faso (Caetano y Stagnaro, 1998)

Poco tiempo después, el nihilismo y la desilusión que habían caracterizado a la Generación X durante los años
80 y 90, iban a mutar de un modo drástico e imprevisto con el advenimiento de la llamada Generación Y. Tanto
es así que muchos cientistas sociales que durante años habían escrito sobre las culturas juveniles como las
formas políticas del desencanto, debieron volver sobre sus pasos y revisar lo que habían vislumbrado como un
destino inexorable, marcado por la apatía, la incredulidad, la marginalidad, y el descontrol, para reconocer que
estaban frente a un fenómeno completamente diferente, que se desclasificaba de lo sociológicamente
reconocible. El modo errático en que los diferentes campos disciplinares comenzaron a referirse a este segmento
etario, con denominaciones tales como “generación multitasking”, “nativos digitales”, “generación Einstein”,
“generación multimedia”, “i-generation”, “bárbaros”, “generación post-alfa”, “generación app”, etc., refleja lo
inquietante y enmarañado que estos jóvenes se volvieron para la cultura dominante. Cada uno de estos
heterónimos expone las limitaciones que existen para describir y comprender la irrupción planetaria de una
alteridad generacional que en cada territorio y en cada sector social se manifiesta con un registro diferente,
vinculado a su propia coyuntura, pero siempre potente, esquivo, interconectado y resignificando categorías que
fueron pilares de la modernidad.

¿Qué fue lo que ocurrió para que la juventud, que prácticamente se había dado por perdida, pasara a concentrar
la atención de las ciencias sociales y humanas? ¿Cuáles fueron los indicadores que alertaron sobre el cambio y
generaron el interés? ¿Dónde podemos observar estos comportamientos y cuáles son sus consecuencias?
¿Cómo son sus narrativas? ¿Cuál es la dimensión política de los nuevos hábitos juveniles?

Una posta muy particular

Lo primero que debemos decir, aunque suene a verdad de Perogrullo, es que los Jóvenes Y que estamos
describiendo, pertenecen a la generación que ingresó a la vida social en el momento que el mundo entero pasó a
estar mediado por un sistema tecnológico de información, telecomunicaciones y transporte que articula todo el
planeta en una inmensa red de flujos donde confluyen y se concentran las funciones y unidades estratégicas
dominantes de todos los ámbitos de la actividad humana. En este escenario, que Manuel Castells describe
minuciosamente en ​La era de la información,​ la lógica moderna comienza a rezagarse respecto de la nueva
dinámica social. En poco más de una década aquello que era real, sólido, seguro, perdurable y nacional, se
volvió virtual, flexible, ambiguo, frágil, líquido, evanescente y global. Nada pudo sustraerse a ese tembladeral
generalizado. Desde la academia hasta la institución familiar, pasando por las industrias culturales y los modelos
productivos, todos los actores sociales se vieron compelidos a revisar sus prácticas, sus funciones, y sus
fundamentos. Pero mientras las ciencias humanas y sociales reciben el impacto de esta conmoción general y
aventuran interpretaciones sobre una mutación que aún no consiguen administrar ni dominar, los procesos de
subjetivación y socialización de los Jóvenes Y adquieren una complejidad que se vuelve tan inescrutable como
difícil de asimilar para todo el andamiaje institucional que había obtenido su sentido y fundamento durante la
modernidad.

Frente a estas formas irregulares y erráticas del devenir, en un acto de supervivencia que los caracteriza, los
Jóvenes Y se fueron transformando en seres anfibios. Conservaron sus pulmones para manejarse en el mundo
—aún vigente— de sus padres, pero al mismo tiempo desarrollaron un sistema de branquias que les permite
habitar y manejarse en un medioambiente nuevo, donde la experiencia acumulada de sus mayores tiene un valor
relativo, ya que nadie ha pasado por las situaciones que ellos atraviesan*. Esta adaptación les permite, además,
reconocerse como miembros de la misma especie. Lo cual es muy importante ya que al carecer de referentes
que los ayuden a transitar y resolver sus novedosas situaciones, solo pueden afrontarlas de manera colaborativa,
socializando sus dificultades. A partir de esto, los Jóvenes Y comenzaron a adquirir, acumular y aplicar una serie
de saberes que por sus características merecen que nos detengamos un momento para analizar su
configuración.

Saberes pre-figurativos

Como ocurrió con el pasaje de la cultura oral a la cultura escrita, el tránsito de la cultura enciclopédica a la
cibercultura es un proceso histórico igualmente trabajoso, pero mucho más vertiginoso. Tomemos un ejemplo
que puede ser trillado pero que resulta ilustrativo: el pasaje de los teléfonos analógicos a la multifuncionalidad de
los smartphones. En menos de una década, los teléfonos pasaron de cumplir una función simple y concreta,
como era comunicar un punto fijo con otro punto fijo, a la posibilidad de acceder a más de un millón de
aplicaciones y con un touch, cubrir necesidades profesionales, servicios urbanos, problemáticas de salud, y
actividades recreativas; además de poder ubicar a casi todas las personas del mundo, independientemente del
lugar en que se encuentren; y de poder registrar cualquier acontecimiento, ya sea particular o social, sin mayor
costo económico*. Este fenómeno tecno-social produjo una radical transformación en la lógica relacional,
promoviendo una inusitada “autocomunicación de masas”, y multiplicando la exploración de variantes
comunicativas, asociativas, y organizativas. Es decir, alteró la esfera pública de un modo definitivo, con
derivaciones que aún no estamos en condiciones de mensurar. Pero al mismo tiempo fue un cambio vertiginoso,
arrollador, e inflexible, en el que muchas personas —ya sea por opción, indolencia, incompetencia o cuestiones
socioeconómicas— quedaron en el camino, inhibidos para acompañar, gestionar y utilizar recursos tecnológicos
que devinieron fundamentales. Su situación sería comparable, por así decirlo, a la de alguien que a los 45 años
se ve obligado a incorporar una lengua nueva porque su entorno de toda la vida, inesperadamente, cambió de
idioma. Como si de repente los prospectos médicos, las publicidades, los titulares de los diarios, y las directivas
laborales fueran comunicadas en un idioma extraño.

En el otro extremo de la desorientación y la pérdida de competencias que experimentaron los adultos en los
últimos 10 años, están los llamados nativos digitales. El carácter mutante y ubicuo que define a ese entorno
tecnificado, fue asimilado por estos jóvenes como parte de un aprendizaje que se produjo junto a su
socialización; más aún: mientras convivían con el mundo de sus padres. Esta permanente interacción con dos
lógicas diferentes, por un lado, les proveyó la anfibiedad que mencionábamos más arriba; y por otro, les posibilitó
asimilar el cambio cultural sin mayor esfuerzo; al punto de convertirlo en una enorme ventaja —todavía en buena
medida inadvertida— para proyectarse en la cultura emergente. De esta manera los Jóvenes Y logran desarrollar
muy tempranamente competencias y habilidades que comenzaron a revelarse fundamentales. Pero hay un
problema: no es un saber que resulta fácilmente comprensible ni asimilable para la matriz epistémica que todavía
organiza el mundo de la vida. Veamos un ejemplo que puede ayudarnos a comprender mejor este emergente.

Cuando un adulto se descubre inhábil para resolver alguna cuestión relacionada con las tecnologías digitales, es
muy común que recurra a un niño o a un joven para que lo ayude a resolver su problema (los lectores que
superen los cuarenta años sabrán de lo que hablo porque es una situación que todos atravesamos en algún
momento). Aunque no se trata de un trámite sencillo, es una iniciativa que acarrea cierta incomodidad; hay que
decirlo. Porque preguntarle a un adolescente o a un niño cómo se configura el WhatsApp, cómo se hace una
transferencia electrónica, o cómo se edita una foto de perfil, muchas veces significa someterse a protestas,
desplantes y bufidos que convierten al pedido en una escena lo suficientemente incómoda como para disuadir
cualquier insistencia o requerimiento posterior. Se podría decir que la petición parece activar aspectos
desconocidos de los jóvenes, incluso entre aquellos que tienen un carácter afable y que siempre han sido
serviciales. Lo cual no deja ser extraño si tenemos en cuenta que son preguntas sobre entornos tecnológicos que
manejan a diario, y sobre los que demuestran competencias y destrezas innegables. Entonces: ¿por qué los
jóvenes reaccionan intempestivamente cuando un adulto les pide ayuda tecnológica? La respuesta a esta
pregunta —que por supuesto requiere un análisis y un desarrollo mayor que el que aquí podemos darle —, radica
fundamentalmente en 1] las dificultades que tienen los jóvenes para traducir sus saberes al lenguaje y los
códigos culturales de los adultos; pero, también, como contraparte necesaria, en 2] los (pre)supuestos
epistémicos sobre los que descansan nuestras preguntas. Dicho de otro modo, cuando le pedimos auxilio a un
niño o a un joven para que nos ayude con alguna dificultad tecnológica, la situación sería la siguiente: sabemos
lo que queremos, pero no sabemos cómo hacerlo. Por eso, en general, nuestros pedidos de ayuda comienzan
con el adverbio interrogativo “cómo”: “¿Cómo hago para editar un artículo en Wikipedia?”, “¿Cómo abro mi propio
canal en YouTube?”, “¿Cómo personalizo los círculos de relaciones en Google+?”, etc. Sin embargo, este modo
de interrogar está dando por sentado que aquello sobre lo que queremos saber se puede someter a un abordaje,
a un procedimiento, y a una secuencialidad que lo vuelven explicable. Pero la gnosis explicativa, que en nuestra
cultura se remonta a la Paideia griega y organiza una visión del mundo, no necesariamente es la manera que
desarrollaron los jóvenes actuales para reconocer, aprehender y transmitir sus saberes tecnológicos. Entre otras
cosas, porque se trata de un saber, generalmente práctico, que tiene maneras alternativas de identificar,
organizar, transmitir, sistematizar y utilizar el conocimiento. En términos de Margaret Mead, podríamos decir que
se trata de un saber pre-figurativo.

El término pre-figurativo, junto a sus pares co-figurativo y post-figurativo conforman una tríada conceptual que la
antropóloga norteamericana evoca durante las revueltas de 1968, para describir la irreductible brecha cultural
que se había abierto entre la generación de los baby boomers y la de sus padres*. Mead entiende que está en
presencia de un quiebre que trasciende las disputas que históricamente habían caracterizado a los conflictos
intergeneracionales: es la discontinuidad de un modelo cultural, una reformulación de los códigos que organizan
el orden social. Los padres de los baby boomers, dice, forman parte de la cultura post-figurativa, una tradición
antigua y arraigada donde los adultos definen y legitiman las formas de la cultura dominante. Pero esa armonía,
dice Mead, se rompe durante la década del 60, con la emergencia de la cultura co-figurativa, un modelo que
desplaza a los viejos referentes y da lugar a una transversalidad en la que —como decíamos al comienzo— los
jóvenes toman la palabra y adquieren un protagonismo germinal. La condición para que esa nueva configuración
ocurra, es la aparición de una comunidad mundial de jóvenes que se reconoce y se congrega a partir de la
información que los unos adquieren de los otros. Se trata de una conciencia extensa, mundial, sobre los riesgos
que corre la humanidad a la luz de las catástrofes pasadas, de la Guerra Fría, y del progresivo afianzamiento de
la hegemonía capitalista. Este gap experiencial es el que, como decíamos al comienzo, instituye a los baby
boomers como la primera generación global de la historia y consolida a la juventud como un actor social
gravitante.

Pero Mead vio más allá de las tormentas que arreciaban sobre aquel presente, porque a través de su constructo
sobre los ciclos figurativos logró vislumbrar lo que —con la posible excepción de Marshall McLuhan— nadie más
pudo anticipar: el surgimiento de un nuevo estadio cultural de carácter global.

Opino que estamos en vísperas del desarrollo de un nuevo tipo de cultura, cuyo estilo implicará una ruptura con
las culturas co-figurativas en la misma medida en que la institucionalización de la co-figuración en un proceso de
cambio ordenado —y tumultuoso— implicó una ruptura con el estilo post-figurativo. Yo defino a este nuevo estilo
como pre-figurativo, porque en esta nueva cultura será el hijo, y no el padre ni los abuelos, quien representará el
porvenir. En lugar del adulto erguido, canoso, que en las culturas post-figurativas corporizaba el pasado y el
futuro con toda su majestuosidad y continuidad, será el niño nonato, ya concebido pero alojado todavía en la
matriz, quien se convertirá en el símbolo de la vida. Este es un niño cuyo sexo, aspecto y aptitudes no
conocemos.

La cultura pre-figurativa es, pues, una nueva estructura trans-nacional y trans-clasista, donde los adultos, por su
pertenencia al pasado, se convierten en inmigrantes de su propio presente; y donde los más jóvenes —sobre
todo los niños— adquieren el manejo temprano de las cifras que constituyen a un patrón cultural cuya legitimidad
aún no ha llegado. Pero ese nuevo estadio, problemático de por sí, conlleva una dificultad adicional que Mead
—comprensiblemente— describe de un modo vago, y que para nosotros se vuelve patente con la irrupción de las
tecnologías interactivas. Justamente por su carácter pre-figurativo; es decir: por su inacabada representación, la
episteme del nuevo modelo cultural carece de la conceptualización, la clasificación y la teorización necesarias
para adoptarlas y aplicarlas sistémicamente.

:-) Este primer antepasado de los emoticones se publicó por primera vez en el año 1964.
Recorrió un largo camino!

La generación tecnosocial

Antes de ingresar en la narrativa de la cultura pre-figurativa, resulta necesario hacer algunas aclaraciones y
desagregados sobre la idea de generación. El concepto “generación” nunca alcanzó a reflejar cabalmente formas
de conciencia o procesos de identificación. Sin embargo, últimamente, esta idea ha sido revisitada por diferentes
autores. El norteamericano Howard Gardner y el italiano Franco Berardi, entre otros, vinculan la idea de
generación a la tecnología, como el factor que establece un instrumental, un tipo de sociabilidad y una duración
comunes a un mismo segmento etario. Antes, dice Berardi, podían pasar “décadas o quizá siglos para que las
personas se habituasen a usar una técnica que pudiera modificar las formas de pensamiento y las modalidades
de acercamiento a la realidad". Pero con el paso de la cultura alfabética a la cultura digital, la tecnología se
convirtió en el común denominador de experiencias vitales, identitarias y transversales a las diferentes clases
sociales tanto como a las diferentes naciones del mundo. Estas nuevas consideraciones hicieron que se
comenzara a hablar de una generación tecnosocial enriquecida al compás de la proliferación de los dispositivos
móviles, las aplicaciones y las redes sociales. Es el caso, sin ir más lejos de Michel Serres y su libro Pulgarcita.
El título es un guiño literario al cuento alemán de los hermanos Grimm, en alusión a la generación que convirtió a
sus pulgares y a los “mensajitos” de texto en una herramienta comunicativa; pero con el subtítulo es algo aún
más sugestivo: “el mundo cambió tanto que los jóvenes deben reinventar todo”. No porque se lo hayan
propuesto, sino porque los recursos tecnológicos de su entorno abren nuevas maneras de apropiación,
comprensión y elaboración del mundo: “las ciencias cognitivas muestran que el uso de la Red, la lectura o la
escritura de mensajes con los pulgares, la consulta de Wikipedia o Facebook, no estimulan las mismas neuronas
ni las mismas zonas corticales que el uso del libro, de la tiza o del cuaderno”. Es decir, no sólo se trata de una
generación que, como sostiene Manuel Castells, está produciendo “cambios socioculturales de gran calado”, sino
que además está experimentando un proceso cognitivo diferenciado y novedoso, que aún no tiene
correspondencia en los modelos pedagógicos y escolares vigentes.

M. Serres (2013), Pulgracita, FCE

Lo que resulta novedoso respecto de otras postas generacionales, sobre todo si tenemos en cuenta la enorme
brecha experiencial que estamos describiendo, es el modo en que asumen esta situación. Hernán Casciari, sin
ser joven, pero a la vez siéndolo, lo expresa de manera concluyente y desembozada: “no hay que luchar contra el
mundo viejo, ni siquiera hay que debatir con él. Hay que dejarlo morir en paz, sin molestarlo. No tenemos que ver
al mundo viejo como aquel padre castrador que fue en sus buenos tiempos, sino como un abuelito con
Alzheimer. Esta desafectación de lo real-hegemónico es un rasgo que caracteriza a buena parte de la generación
tecnosocial, y se sostiene en una operatoria de desafectación que trataré de describir a continuación.

En “la lógica de los campos”, Pierre Bourdieu contempla al “recién llegado que trata de romper los cerrojos del
derecho de entrada”; y también al dominante, que instalado en el poder “trata de defender su monopolio y de
excluir a la competencia". Contempla, incluso, a quien intenta subvertir ese orden. Lo llama “hereje” y es quien
plantea una ruptura crítica, en general ligada a las crisis. Pero aún en esta situación, “la lucha presupone un
acuerdo entre los antagonistas sobre aquello por lo cual merece la pena luchar”. De tal modo que quienes
participan en la lucha, aun desde un contracampo, contribuyen a reproducir el juego pues hay un acuerdo tácito
sobre el valor de lo que se disputa. ¿Pero qué sucede si quienes, teniendo edad para ingresar en el juego, con
plena consciencia de lo que se disputa, deciden no participar? ¿Cómo se metaboliza una desafectación masiva y
generacional del campo social, entendiendo a éste como la yuxtaposición de campos heterogéneos? No
hablamos, claro está, de aquellos que quedan fuera de campo por la exclusión o porque en la estructuración del
capital valorado, no tienen nada para aportar. Hablamos de quienes reconocen la lógica de los campos porque
crecieron bajo su gravitación y vigencia, pero no se sienten atraídos por el valor de lo que está en juego. Hecha
esta aclaración, podemos responder las preguntas diciendo que la generación tecnosocial, al igual que los baby
boomers, conforman una comunidad internacional y —hoy más que nunca, debido a las posibilidades
comunicativas— se saben damnificados directos del rumbo que lleva el mundo en términos ecológicos,
representativos, y económicos. Sus padres, en este sentido, son un espejo elocuente de los estragos que
produce ese derrotero, en el que se postergan sueños y se ofrendan décadas de la vida sin recompensas
personales ni un futuro promisorio para legar. ¿Por qué seguir transitando entonces un camino que no tiene
recompensas? ¿Por qué disputar campos que ofrecen un horizonte tan pobre? De allí que los jóvenes actuales,
como dice García Canclini, hayan resignificado y ampliado la idea misma de campo utilizando conceptos más
abarcadores, como circuitos, escena, entorno y plataforma*. Estos conceptos funcionan como créditos que abren
el juego a una gramática social diversa y divergente, habilitando el intercambio entre actores internos y externos
de un modo más flexible y menos celoso; es decir, menos atravesado por la antropología filosófica dominante
que presupone a un sujeto —y por lo tanto a su producción de sociedad— determinado únicamente por el
egoísmo, la agresividad, la ambición, la rivalidad y la avidez de gloria.

Este escenario, como se puede advertir, tiene evidentes connotaciones políticas, y forma parte de la capacidad
que desarrolló la generación tecnosocial para actuar y provocar cambios de la mano de las tecnologías
interactivas. Ya en 2009, el Informe de PNUD sobre Desarrollo Humano para MERCOSUR, decía que los
jóvenes de la región suramericana presentaban una alta capacidad para actuar y provocar cambios en función de
valores, aspiraciones y objetivos propios; siendo las mujeres las que más han desarrollado esa potencia social.
Los datos obtenidos durante ese relevamiento indicaban que esa “capacidad de agencia” presentaba una
importante vinculación con las tecnologías interactivas, y que se reflejaba en las destrezas que l@s jóvenes
desplegaban para plantearse y alcanzar metas personales, pero también en la capacidad para reaccionar y
organizarse de manera colectiva ante las injusticias sociales. Lo cual, no sólo revelaba un potencial político;
también, anunciaba lo que hoy podemos ver por ejemplo en el movimiento #NiUnaMenos. Como sostienen
Fernando Calderón y Alicia Szmukler, a partir del ingreso de esta generación tecnosocial en la escena pública,
“es posible pensar en un nuevo tipo de politicidad, entendida como la búsqueda de un nuevo sentido de la vida y
de la política". Y esta emergencia, en buena medida se debe al uso socialmente incluyente que los jóvenes
hacen de las TIC. Aunque no debemos dejar de señalar que en el mismo informe de PNUD, dice que entre los
jóvenes también “se observan tendencias hacia la inacción, la contracción o incluso hacia la anti-agencia”. En
otras palabras, no hablamos de un fenómeno homogéneo ni etariamente uniforme sino de una transición que aún
no ha terminado de manifestarse.

La narrativa icónica (o pre-figurativa)

Como ocurrió con los relatos míticos frente a la necesidad de reformular el orden social durante el crecimiento de
las ciudades-estado, de un tiempo a esta parte la narrativa dominante (lógico-racional), está resultando
disfuncional frente a la complejización cultural y las demandas del devenir. Un indicador bastante elocuente de
esta insuficiencia expresiva, aunque de ningún modo el único, se manifiesta en el surgimiento y la circulación de
más de 20.000 nuevos vocablos que las academias de lenguas del mundo —con variantes menores— se vieron
obligadas a incluir en sus léxicos. Como dice Michel Serres, esto “significa un gradiente de crecimiento y
diferencia que no tiene antecedentes en ninguna lengua y en ningún momento de la historia.

Buena parte de estos vocablos, que aún no tienen pleno respaldo experiencial, surgen por la necesidad de referir
nuevos oficios*, nuevas prácticas sociales, y emergentes científicos que reflejan la reformulación de la base
productiva tanto como de la lógica relacional y de la dinámica cultural.

En este contexto,​ la generación tecnosocial ha comenzado a ensayar una narrativa desigual para abordar y dar
cuenta del mundo en que se despliegan sus vidas. Son los primeros ensayos de una narrativa que, en un
contexto social dominado por las imágenes, traspasa las limitaciones de la linealidad y la secuencialidad propios
de la cultura escrita para explorar una acción comunicativa heterodoxa.​ No como una instancia superadora de las
narrativas anteriores, sino como una actualización y un desplazamiento hacia relatos convergentes y
recombinantes que portan una fuerte impronta icónica (del griego εἰκών), como la unidad de sentido alrededor de
la cual se estructura la fuerza explicativa de las imágenes y —aventuro— una nueva gramática. Algo parecido a
lo que el comunicólogo checo-brasileño, Vilém Flusser, (pre)dijo muy tempranamente, en 1985, cuando advirtió
que estábamos ingresando en un estadio cultural donde, en desmedro de la escritura, la información iba a
circular exclusivamente en forma de imágenes, sin linealidad ni secuencialidad:

Somos testigos, colaboradores y víctimas de una revolución cultural cuyo campo de acción apenas adivinamos.
Uno de los síntomas de esta revolución es la emergencia de imágenes técnicas a nuestro alrededor. Fotografías,
películas, imágenes televisivas, de video y de las terminales de las computadoras asumen el papel de portadores
de la información que antes desempeñaban los textos lineales. Ya no experimentamos, conocemos y
valorizamos el mundo gracias a las líneas escritas, sino a las superficies imaginadas. Como la estructura de la
mediación influye en el mensaje, hay mutaciones en nuestra vivencia, nuestro conocimiento y nuestros valores.
El mundo ya no se presenta más como línea, proceso, acontecimiento, sino como plano, escena, contexto...

Es importante reparar en este ​progresivo desplazamiento narrativo que se produce junto a la emergencia de la
generación tecnosocial, pues es un fenómeno lingüístico y cultural que demanda la organización de una
alfabetización icónica vinculada a las pantallas, del tipo que promueve y reclama Emilia Ferreiro cuando dice que
la alfabetización actual —basada en pantallas— “requiere mucho más que lo que se pretendía de la
alfabetización en los inicios del siglo XX".

Por todo esto, se vuelve prioritario seguir el avance de una narrativa icónica que está horadando los modos
narrativos de una cosmovisión con raíces milenaria, sin que se divisen previsiones acordes a la inestabilidad que
ha comenzado a generar. Basta mencionar, sin ir más lejos, que la Ley y los discursos científicos que
instrumentaron el dominio del hombre histórico, hoy se vuelven cada vez más inoperantes frente a un devenir
que pierde aceleradamente su carácter textual y se vuelca hacia la narrativa icónica. Veamos un par de
indicadores que hablan de la evolución y de la potencia expresiva que está adquiriendo esta narrativa:

1- El “alfabeto” de los emoticones es el lenguaje que más rápidamente ha crecido en la historia y el que más se
ha desarrollado en los últimos años. De hecho, desde febrero de 1999, en que el japonés Shigetaka Kurita diseñó
y confeccionó el primer paquete de 176 íconos que dio origen a los emoyi, ha crecido hasta alcanzar en la
actualidad cerca de dos mil íconos con aplicaciones cada vez más complejas.

2- En 2015 la palabra más usada en el mundo entero, según un relevamiento que llevó a cabo la Universidad de
Oxford, fue un emoticón. Más precisamente el que expresa a una cara que llora de risa (Face with Tears of Joy): .
Fue elegido, después de explorar estadísticas de frecuencia y uso en el mundo entero, como la “palabra” que
mejor reflejaba el ethos, el estado de ánimo y las preocupaciones de 2015. En 2016 la palabra del año fue la
“posverdad”, como un dato de la realidad que, aunque parezca distante, guarda una íntima relación con la vida
política y —también— el lenguaje icónico.

Serie original de 176 Emojis, adquisición del MoMA. Foto: Shigetaka Kurita/AP

Un ejemplo de narrativa icónica que está vinculado a la generación tecnosocial, sin duda lo encontramos en los
videojuegos. Sus reglas requieren que el jugador se entregue a un lenguaje icónico. El jugador acepta y avanza
atento a las imágenes y a las diferentes pantallas que se le van presentando. Interpreta categorías icónicas
—con patrones cambiantes, pero decodificables en un registro icónico— y decide el camino que va a transitar en
función de los signos que va leyendo. Para estos jugadores, como decía Kafka, “hay meta, pero no hay camino”,
porque el camino depende de las variables icónicas que se van presentando, de las decisiones que se van
tomando, y de la mayor o menor destreza que se haya desarrollado para sortear obstáculos organizados con un
patrón icónico. Por ese motivo un camino icónico resulta difícil de traducir y reproducir. Porque no se puede
contar y reconstruir en los términos que se puede hacer con una partida de ajedrez, cuya dinámica se ajusta a un
camino lógico-racional, es decir, secuenciado y explicable*.

A partir de este y otros ejemplos —como el uso de las aplicaciones móviles—, podríamos colegir que los jóvenes
actuales no se rehúsan a explicarnos aquello sobre lo que les preguntamos. Más apropiado sería decir que no
encuentran la manera de reducir su técnica al lenguaje lógico en que esperamos oír las respuestas. Porque una
técnica rizomática, como la que estos jóvenes implementan en la búsqueda de sus objetivos, está en las
antípodas de la transmisibilidad que porta y requiere el procedimiento lógico: predecible, explicable, reproducible.
Por lo cual no podemos afirmar que sus desaires se originan en la impotencia que les genera la “inexplicabilidad”
de sus procedimientos, pero es indudable que se trata de una dificultad que ocasiona una importante brecha
comunicativa. Porque su técnica no tributa a la gnosis explicativa, del mismo modo que su saber no tributa a la
narrativa dominante (lógica), y por lo tanto a la manera de concebir, interpretar y vincularse con el mundo que
tienen sus predecesores, los post-figurativos y los co-figurativos.

Sobre sistemas operativos

La desafectación que mencionábamos antes, tiene una relación directa con lo que expresan las investigaciones
empíricas sobre la generación tecnosocial. Sus integrantes tienen escasa paciencia y viven dilemas nuevos, que
—como también dijimos— no pueden resolver basándose en modelos anteriores. La combinación de estas dos
variables hace que sus evaluaciones sean expeditivas y proseguidas por un decisionismo instantáneo, como
cuando juegan en la playstation. Los resultados de esta práctica no necesariamente son los mejores, pero sus
yerros no son vividos como frustración: lo heurístico, adoptado del aprendizaje interactivo, ya forma parte de su
modo de relacionarse con el mundo. Por eso cuando algo demuestra cierto agotamiento o se vuelve disfuncional,
dicen “ya fue”, y comienzan a evaluar la posibilidad de cambiarlo. No lo hacen, sin embargo, como un tránsito
hacia lo ideal. Sus cambios son pragmáticos, motivados por la necesidad de resolver inconvenientes y de
producir significados nuevos. Entonces, cuando ya no hay “upgrades”, pasan a la versión 2.0 sin añoranza, sin
conflictos morales, sin solución de continuidad. Porque para ellos, como se desprende de su propio lenguaje, lo
real-hegemónico es homologable a un sistema operativo. Es decir, ellos saben que cuando un sistema operativo
se agota, se mantiene vigente por el apego a lo conocido antes que por su efectividad frente a las nuevas
necesidades, por eso no es extraño que el reflejo de los jóvenes actuales cuando algo no funciona
correctamente, sea: primero la desafectación; después, decir “a esto hay que resetearlo”; y por último, vociferar
que “acá hace falta un nuevo sistema operativo”. Frente a las evidencias de instituciones que “atrasan” y se
vuelven disfuncionales, los jóvenes sencillamente resignifican lo político-social en el marco conceptual de la
tecnología que define a su generación. Para ellos los recursos tecnológicos exceden lo meramente instrumental.
La tecnología es una mediación conceptual con el mundo. Es un elemento constitutivo de su subjetividad que les
permite abordar situaciones que no pueden dominar individualmente y requieren de una capacidad cognitiva
colectiva que sólo alcanzan con las tecnologías interactivas. De allí que cuando piensan en “sistema operativo”,
piensan en una interfaz variable que permite gestionar recursos y aplicaciones de la más diversa índole. Porque
esa es la lógica de su entorno, con renovaciones y cambios de patrones permanentes. Porque forma parte de las
habilidades cognitivas y las destrezas sociales que desarrollaron para enfrentar “los desajustes entre
aspiraciones y logros”.

Todas sus prácticas sociales participan de un ethos epocal en el que la disposición al cambio es una herramienta
de supervivencia. Lo podemos ver en los procesos de subjetivación, con la incorporación de identidades múltiples
y dinámicas; en la forma de organizar los proyectos laborales, donde la facultad de renovación y de intercambio
resultan tan importantes como la sustentabilidad; en la impronta rizomática de hábitos de hipervinculación,
intertextualidad e interdisciplinariedad incorporados a la lógica relacional; pero también en la producción y
circulación de saberes que, a esta altura, deberíamos asumirlas como prácticas fundantes de un nuevo orden
social.

Hablamos, pues, de una resignificación colaborativa de lo común que se ha desorbitado de los centros que
históricamente legitimaban el sentido, y que se está construyendo en el entre de trayectorias anómalas,
invertibles, heurísticas, y nómades. Este es el modo en que el saber de los jóvenes actuales se inscribe en la
historia. Remixando y sampleando las tradiciones con cuotas de audacia, diversión y utilitarismo que resultan
escandalosas para buena parte de sus mayores.

Desafíos

Por todo lo dicho, estaríamos ante un acontecimiento múltiple, que no sólo altera la relación causa-efecto, aturde
la composición disciplinar y seniliza las instituciones a un ritmo vertiginoso; también afecta la capacidad que tenía
la sociedad para actuar sobre sí misma y (re)producirse. ​En términos de Bourdieu, podríamos decir que asistimos
a una “revolución simbólica” que subvierte las estructuras cognitivas y cambia el orden representativo, inoculando
su virus en “la percepción y apreciación del universo social. En palabras de los propios protagonistas de este
cambio, se está “reseteando” el modo de producir sociedad. Porque ​están generando un modo de conocimiento,
un tipo de acumulación y un modelo cultural que —a esta altura— trasciende lo tecnológico y empieza a ser una
referencia organizadora y dadora de sentido en sus modos de habitar el mundo.

Esta es la dinámica del entorno de aprendizaje donde los adolescentes producen y recogen más de la mitad de
los conocimientos significativos que antes confería la escuela, como un ejercicio indispensable para (inter)actuar
en su sociedad. Es, a su vez, el contexto que los ha conminado a explorar un nuevo estatuto epistemológico, que
—a esta altura y por todo lo expuesto— posee un nivel de desarrollo procedimental y didáctico más que
atendible, en tanto que ya tenemos evidencias del valor que portan para reconocer los nuevos procesos
cognitivos e integrarlos a modelos escolares más acordes a los desafíos del siglo XXI.

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Ferreiro, Emilia. Desafíos para la alfabetización del futuro inmediato. Conferencia brindada en la presentación de
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