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Los títeres

Jorge Gómez Jiménez

"¿Hay algo seguro en este mundo loco?"


Woody Allen ("El experimento del profesor Kugelmass")

Este libro fue editado en 1999 por el Colectivo Cultural Baile del Sol, de la población de Tegueste, Tenerife, Islas Canarias,
España, en un volumen de 54 páginas que forma parte de la colección Sitio de Fuego del mencionado sello.
I
Oscar Tinedo y Marlon Castellanos del Tejar fueron, un año cuya determinación poca
importancia tiene para el desarrollo de la historia, dos de los más brillantes catedráticos de la
Escuela de Letras de la universidad. Además, cada uno era el más encarnizado crítico del otro,
si bien decir crítico sólo disfrazaba el término más preciso de enemigo; y sus diferencias en el
campo humanístico habían desembocado en una agria brecha entre ambos. Durante aquella
época, sus discusiones, acusaciones recíprocas, intentos de desprestigio y devastadoras
polémicas dueron el pasto predilecto del ganado intelectual que los circundaba. Cada uno
acomodaba sus ideas para que aparecieran como indetenibles refutaciones de las del contrario,
alcanzando la paranoiade emitir juicios acordes con los del rival para impedirle a éste cualquier
eventual reacción. A pesar de todo, la sempiterna enemistad fue conducida con mucha altura
por ambos hasta donde les fue posible, hasta donde el desborde de sus propias fuerzas se los
permitió.
El desborde sobrevino un día desafortunado, durante un coloquio en una sociedad literaria
cuyo director tuvo la fatídica idea de enfrentar directamente a Tinedo y Castellanos del Tejar
como miembros del panel. Al principio la cordura se mantuvo, pero al final, un final
intempestivo, Castellanos del Tejar —a una sarcástica provocación de Tinedo— saltó de su silla
y, para estupor del público y de los demás panelistas, le dirigió a su adversario la amenaza de
una muerte vil.
El suceso fue deplorado por los medios intelectuales, aprovechado por los diarios, reído por el
populacho y desdeñado por Tinedo, quien lo atribuyó a ®algún desequilibrio síquico¯ de
Castellanos del Tejar. El propio Castellanos del Tejar admitió haberse alterado más de lo
prudente, pero afirmó para su descargo detestar las ®bromas pesadas¯ de Tinedo. Lo cierto
es que, aparentemente a raíz del hecho, Castellanos del Tejar no se dejó ver por algunos días
en la universidad. No contestaba el teléfono y las notas dejadas en la puerta de su
apartamento no recibieron contestación alguna de parte suya. Sus amigos más cercanos no lo
encontraron en las tascas que frecuentaba y su ex esposa, con quien mantenía relaciones
posmaritales bastante notorias, en lugar de informar de su paradero pedía le informaran a ella.
Entre los amigos de Oscar Tinedo se regó la suposición de que Castellanos del Tejar preparaba
el cumplimiento de su amenaza, y pronto empezaron a sugerirle que se cuidara y a ofrecerle
armas de cualquier filo o calibre, pero él seguía en su voluntario desapego a la precaución
porque, decía, no creía que Castellanos del Tejar fuera capaz realmente de hacer algo así. No
obstante, Tinedo guardaba para sí fuertes aprensiones de lo que pudiera estar maquinando su
adversario desde la penumbra.
Una noche, cerca de las doce, yendo hacia su casa, Tinedo fue interceptado por Castellanos del
Tejar en persona. Tenía aspecto descuidado y llevaba consigo un bolso muy pesado. Tinedo se
le enfrentó esperando lo peor, pero Castellanos del Tejar le aseguró que no venía a agredirlo
sino, por el contrario, a mostrarle algo que podría unirlos en torno a un objetivo común.
Después de una pequeña pero tirante conversación, Tinedo se dejó acompañar hasta su casa
por Castellanos del Tejar, cuya facha de enajenado inspiraba en aquél una seria desconfianza.
Le instó a sentarse en el sofá y se aprestó a escucharle, alerta ante la posibilidad de un ataque
sorpresivo. Castellanos del Tejar abrió el bolso y sacó un grueso volumen que dejó caer en el
sofá, y Tinedo entrevió que el bolso estaba repleto de libros más o menos parecido al que
había sacado su adversario.
—Los títeres —expuso Castellanos del Tejar de manera un poco teatral—. Así se llama. Lo
compré por casualidad en un emate de libros en el centro y, al leerlo, descubrí algo grande. Lo
he revisado de pies a cabeza, lo he analizado en forma y en fondo, he consultado bibliografías,
me he quemado las pestañas estudiando al autor, he rastreado, hallado con suma dificultad y
examinado sus otros libros, y he llegado a la única conclusión posible: los dos protagonistas de
esta novela somos tú y yo.
Tinedo, complacido e interesado, sonrió.
—Fue escrita acerca de nosotros —intentó añadir.
—Lo que quise decir —respondió, grave, Castellanos del Tejar— es que tú y yo somos los
personajes de esta novela. No sólo los protagonistas en la acepción corriente del término, sino
los personajes. Tú y yo no existimos sino en la mente de este Lagunas Tea.
—Ahora sí que te volviste loco —rió Tinedo.
—No, de ninguna manera. La novela de Lagunas Tea trata de la sempiterna contradicción entre
Oscar Tinedo y Marlon Castellanos del Tejar, dos académicos de renombre. Explicado así,
superficialmente, nada tendría de particular que este hombre hubiera creado una historia
partiendo de nuestras polémicas publicadas en los diarios y comentadas en los corrillos; hasta
allí no habría nada extraño. Pero hay algunos elementos que el autor añade como
complementos al hecho contado, que conforman el esqueleto sicológico de sus personajes.
Oscar, aquí están narrados hechos de mi infancia que yo mismo había olvidado. Lagunas Tea
habla de ti y de mí, cuando se adentra en el mar síquico de sus personajes, con extrema
seguridad. Te voy a leer algunos ejemplos.
Castellanos del Tejar abrió el libro y pasó las páginas hasta una que tenía un párrafo
subrayado.
—Fíjate lo que dice en la página 107: ®Aunque a menudo era asaltado por sus impulsos, de
por sí difíciles de contener, Castellanos del Tejar no odiaba realmente a Tinedo. El carácter de
sus controversias le hacía verlo más bien como un hermano, como alguien con quien
compartía un único e indesdoblable destino. Sabía que cada nueva discusión, cada nuevo
enfrentamiento, lejos de distanciarlo de Tinedo lo acercaba más a él, lo compenetraba más con
el pensamiento de Tinedo, quien por su parte pasaba horas reflexionando exactamente acerca
de las mismas cuestiones¯.
Tinedo se limitó a arquear las cejas.
—Eso no es todo —continuó Castellanos del Tejar—. La página 115 describe tu impotencia
cuando yo obtuve mi cátedra en la Escuela de Letras. ®Lo único que le impedía cometer una
locura —suicidarse, por ejemplo— era la callada esperanza de aventajar a su adversario. Y, a
la par de esto, lo sobrecogió la importancia que había llegado a otorgarle a su enemistad con
Castellanos del Tejar. Fuera como fuere, aunque en determinado momento se hiciera necesario
admitir esta importancia, Tinedo se propuso dejar atrás a su adversario¯. Y en la página 158,
cuando habla del día en que, casi un año después, tú obtuviste tu plaza en la facultad a raíz de
la muerte de Rodiero, dice: ®Marlon Castellanos del Tejar esbozó una pequeña sonrisa cuando
supo que Oscar Tinedo iba a ser su compañero de trabajo en la facultad. Pensó que Tinedo
habría quizás deseado que la muerte del profesor Rodiero hubiera sido la suya propia —la de
Castellanos del Tejar. Así, según creía, habría ostentado una doble victoria sobre quien era su
adversario profesional y su enemigo natural, su contraparte; y de quien, pese a todo, era —
como lo es una cara de la moneda a la otra— inseparable, si bien no por ello menos opuesto¯.
—Admirable —balbuceó Tinedo—. No erró un milímetro. Yo recuerdo todavía, en efecto, la
reflexión esa de la moneda.
—¿Y la comentaste alguna vez con alguien?
—Nunca, ahí está lo sorprendente.
—Como ves —prosiguió Castellanos del Tejar—, este Lagunas Tea ha escrito con lujo de
detalles nuestros sentimientos y pensamientos más íntimos, los que nunca revelamos a nadie
y que, por lo demás, difícilmente admitimos para nosotros mismos. Como queda por
descontado que lo que Lagunas Tea ha escrito nunca salió de nosotros, sólo queda una
explicación: este hombre nos ha creado, ha fabricado nuestras sicologías en una novela.
Somos seres irreales que participamos de una realidad que no nos pertenece. O, mejor, a la
que no pertenecemos. Por eso somos los títeres. Un último ejemplo: en la página 225, ya casi
al final de la obra, Lagunas Tea explica precisamente por qué somos unos títeres. ®Su
enemistad estaba construyendo un destino común, intolerablemente fusionado. Eran títeres de
ese destino; a él se debían y no podían hacer otra cosa que seguirlo¯.
Tomó un poco de aire y prosiguió.
—Curiosamente, no he encontrado ningún ejemplar de Los títeres en la biblioteca de la
universidad ni en alguna otra que haya visitado todo este tiempo. Los libreros y bibliotecarios
casi no han oído hablar de Anselmo Lagunas Tea. Lo único que se sabe es que un día se vino a
la capital con un fardo de varios de sus libros, impresos por él mismo con los restos de una
quebrada tipografía que le había dejado su padre al morir. La ortografía de todos sus libros es
calamitosa, y otro tanto podría decirse de la edición, pero la redacción y el contenido son
dignos de estudio erudito. A mi ejemplar de Los títeres le faltan las últimas páginas. No han de
ser muchas, a lo sumo diez o poco más. De esto me di cuenta una vez en casa, cuando ya no
podía devolverlo; afortunadamente, pues nunca habría descubierto esto.
Castellanos del Tejar explicó que entre los libros de Lagunas Tea había otra novela, una larga y
penosa historia respecto a un escritor fracasado, que bien podría haber sido un relato
autobiográfico. Castellanos del Tejar no se atrevía a asegurarlo. Los otros seis libros que se le
conocían eran cinco compendios de cuentos y un poemario lleno de coplas, sonetos y versos
libres aparentemente sin un orden predeterminado.
—Los he leído todos —continuó—. He encontrado relatos aislados en los que Lagunas Tea
cuenta cosas de mi vida que sé que son absolutamente ciertas y otros en los que, en los
rasgos de algún personaje, reconozco los tuyos propios. Inclusive, en el poemario hallé con
escalofrío un soneto que empecé a escribir una vez y que deseché cuando ya estaba bastante
adelantado. Siendo nuestras sicologías creación de la sicología de otro hombre, nuestros
rasgos emergen en varias de las otras creaciones del mismo hombre.
Tinedo observaba los libros que ya Castllanos del Tejar había extraído del bolso. Los
examinaba y dilataba su arrobo a medida que se reconocía a sí mismo en una línea, en una
simple palabra pronunciada memorablemente. Quedo, preguntó:
—¿Y dices que Lagunas Tea vive aquí?
Castellanos del Tejar asumió la misma expresión de alienado de cuando interceptó a Tinedo.
—Yo sé dónde vive. He pasado un par de veces frente a su casa, una pequeña madriguera
pintada de ocre y ceniza, quizás por el tiempo. He preguntado por él a sus vecinos: todo lo que
saben es que la mayoría de las veces llega temprano a su casa, de la que no vuelve a salir, y
pronto apaga las luces. Ahora mismo debe estar durmiendo. Precisamente por esto vine a tu
casa: debemos hacerle una visita urgente a Anselmo Lagunas Tea.
—¿Una visita? ¿Y para qué?
—Para matarlo. ¿Para qué más habríamos de ir?
II
Tres huevos. Tres huevos era lo único que quedaba en la despensa y faltaban aún dos o tres
días para cobrar. Dos o tres días o quizás cuatro, porque había que prever que el periódico no
tuviera lo suficiente para pagar al personal, y en ese caso habría que esperar un poco. El
trabajo de cajista era ingrato e infame —por lo menos en el periódico en cuestión—, pero eso
era lo único que sabía hacer bien.
Constató que todavía debían quedar más o menos unos treinta ejemplares de Los títeres
amontonados entre el papel de embalar. Los otros paquetes tenían un número similar de libros
en su interior, excepto los que contenían los poemarios, que estaban ya casi vacíos.
Tomó un ejemplar en sus manos y arrancó una página al azar. Se dirigió al vestíbulo con la
hoja en una mano y el libro en la otra; acercó la hoja a la vela que la casera le había dejado
dos días atrás, cuando cortaron la luz. Con la hoja llameante se devolvió a la habitación; por el
camino arrancó otra página con la cual rescató el fuego de la primera, ya casi consumida
totalmente. Encendió la cocina y puso un sartén con aceite, un aceite viejo y maloliente que le
arrasaba la garganta con su hedor áspero.
El papel en el que estaban impresos los libros lo había adquirido pocos años atrás a un antiguo
proveedor de la tipografía; ya entonces era un papel viejo que ningún impresor quería
comprar. Ahora, cda hoja era una polvorienta lámina quebradiza de un siena plañidero.
Arrancó otra página y la desmenuzó sobre el sartén; inmediatamente tomó uno de los huevos,
partió la cáscara y lo echó a freír, revolviéndolo acompasadamente con el papel y el aceite, y
luego encendió otra vela que guardaba bajo la despensa. Antes de apagar la cocina, sacó la
masa nauseabunda y, con el aceite restante, remojó dos trozos de pan viejo que le había
obsequiado una anciana amiga suya que limpiaba los pisos de la panadería de la esquina
siguiente. Abrió los trozos de pan remojado y los fue rellenando con los trozos del horrible
revoltillo. Como le sobró un poco de aquella mezcla de huevo, aceite viejo y papel, lo guardó
en una bolsa para desayunárselo por la mañana al tiempo que, con amarga ironía, pensaba
que aquello sí era vivir de los libros que uno ha escrito.
Hacia las ocho de la noche apagó las dos velas y se fue a dormir. Conciliar el sueño no le fue
fácil, porque tuvo que enfrentarse al hambre, al ruido de sus tripas —producido por el hambre
— y a una inmensa autocompasión —producida por el ruido de sus tripas.
A eso de las dos de la madrugada, Anselmo Lagunas Tea aún maldormía cuando Marlon
Castellanos del Tejar y Oscar Tinedo entraron por el boquete medio disimulado que servía de
única ventana a la pequeña casucha. Alumbraron al escritor con una linterna y, justo en el
momento en que uno de los dos se abalanzaba sobre él con un cuchillo en la mano, despertó y
se hundió en la impresión de su propio asesinato, antes de lo cual acertó a pensar que aquellos
dos sujetos se le hacían muy conocidos, aunque no sabía de dónde.
III
Eran poco más de las dos de la madrugada, empezaba una llovizne tenue pero pertinaz y los
catedráticos Marlon Castellanos del Tejar y Oscar Tinedo salían sigilosamente de una casucha
del norte suburbano de la ciudad. Confusamente se dejaba escuchar el ruido de una moto en
uno de los callejones vecinos.
Tinedo se mostraba de acuerdo con Castellanos del Tejar respecto a que, siendo ambos seres
de ficción, condenados a no dejar sobre el mundo sino la borrosa huella de un personaje
literario, era lógico que al aniquilar a su creador acanarían con la cárcel que les imponía esa
mente de la que habían nacido.
Ahora que se sabían seres irreales reflexionaban acerca de su pasado, buscando las claves de
esa existencia-inexistencia, tratando de localizar las contradicciones obvias de la creación
modelada por un ser imperfecto. Castellanos del Tejar creía que esa memoria fragmentaria
que conservaba de su vida no era —como había pensado hasta este día— normal en todos los
hombres. "Ese debe ser, claramente, el efecto que causa en la memoria de un ente ficticio el
hecho de ser un ente ficticio", concluyó. Sus recuerdos, como seguramente lo eran los de
Tinedo, no eran la memoria espontánea de su pasado, sino la monstruosa construcción de una
vida acomodaticia a las necesidades estructurales de una novela, a una metáfora fallida, a una
línea escrita en un momento de inspiración o a otra que surge de una depresión profunda y,
seguramente, innecesaria. "Mi vida no puede guardar más recuerdos que aquellos que son o
que fueron útiles para escribir la novela con un hilo pasablemente realista", pensaba. "Mi vida
es una ilusión; mejor, estoy inmerso en la ilusión de que existo. Soy la contradicción de
Descartes; me piensan, luego (y no tan sólo por lo tanto) existo. Soy el hombre perfecto de
Platón, ocupando un lugar de más en el mundo. Me está reservada una eternidad horrenda en
la mente de los hombres, cuando no en su olvido. Mi vida es una ilusión doblemente
imperfecta, puesto que soy un hombre imperfecto creado por otro que no lo es menos. Mi vida
es una invención, una acumulación de diptongos, símiles y flashbacks: mi vida no existe".
Pronto salieron de la excitación que les ocasionó el crimen y volvieron a sus respectivas
rutinas. Hicieron lo posible por alejar sus mentes de la madrugada del asesinato, como si ese
fuera el último tramo de su carrera tras la categoría de seres humanoa. Aunque al encontrarse
en los pasillos de la facultad se saludaban con un afecto que sorprendía, no sin una sensación
parecida al agrado, a quienes les rodeaban, en su fuero interno lamentaban un poco esos
encuentros aparentemente insustanciales, porque les traían a presente el recuerdo de ese
inquietante momento en que dieron fin a la vida de su creador. Así fueron construyendo entre
ambos una pared de hielo.
Pocos días después cayó, forzosamente, esa pared. Tinedo fue quien tomó la iniciativa,
invitando a Castellanos del Tejar a unos tragos. Fueron, dos noches más tarde, a un bar
suburbano cercano al barrio de Lagunas Tea. El gran espacio del bar estaba completamente
ocupado por los clientes y la música daba al lugar un ambiente imbuido de una agradable
sordidez. Estaba atendido por unas chicas uniformadas con ceñidfas faldas naranja que
contrastaban de manera casi cómica con la decoración sombría del bar. Tinedo y Castellanos
del Tejar brindaron como dos viejos amigos por la muerte de Lagunas Tea, por su elevación a
la condición de seres humanos, por "Los títeres" en su descuidada edición.
Pasada la medianoche y con algunos tragos de más —aunque no demasiados—, repararon en
la joven que los había estado atendiendo toda la noche. Debía tener unos veinte años. Era
delgada, de cabello castaño oscuro, casi negro, al igual que sus ojos, pequeños y rasgados
como por una infinita tristeza, una ingente impaciencia. Tinedo la galanteó de esa manera un
tanto impersonal que aplican algunos hombres frente a mujeres desconocidas, como
apostando un resto miserable e insignificante, y Castellanos del Tejar lo siguió entusiasta, pero
la chica se disculpó explicando que no estaba de ánimo para bromas, a causa de la muerte de
un amigo suyo.
—¿Un amigo suyo? —inquirió Tinedo, sin verdadero interés.
—Sí. Bueno, alguien con quien viví hace poco.
Castellanos del Tejar, advirtiendo que pronto cerrarían el bar, sugirió a la chica que se sentara
un rato con ellos. "Esperen, voy a ver", dijo ella y se acercó a la caja, donde un viejo bigotudo
controlaba las cuentas de las mesas. Habló con él, hizo algunas señas hacia donde estaban los
académicos y después fue hasta ellos con su cuenta en la mano.
—Dice que si pagan la cuenta no hay problema. Total, cerramos en veinte minutos, ya se le
está pidiendo a los clientes que se vayan.
Castellanos del Tejar pagó la cuenta y dijo a la mesonera que trajera un último trago para
cada uno, incluyendo algo para ella. En dos minutos estaban los tres sentados, conversando.
—¿Y te ha pegado mucho esa muerte? —le preguntó Tinedo.
—Imagínense. Ya no teníamos nada, pero de todas maneras.
—¿Hace mucho que murió?
—La semana pasada, el martes en la madrugada. Murió en su casa, le dieron una puñalada.
¿Ustedes conocen los barrios vecinos?
Tinedo y Castellanos del Tejar se vieron a los ojos al recordar su crimen, por lo demás
consumado la misma noche que lo del amante de la muchacha.
—Someramente —respondió Castellanos del Tejar.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Por encima —aclaró Tinedo.
—Bueno, no importa —continuó ella—; sólo que él vivía por aquí. Yo siempre le hablé de su
seguridad, de que era muy peligroso vivir sin precauciones con toda esa gente mala por allí.
—¿Y por qué lo mataron? —intervino Castellanos del Tejar.
—No se sabe... No le robaron nada. El mismo decía que para qué iba a cuidarse, que qué le
podían quitar a él, un pobre escritor fracasado.
Los catedráticos tuvieron un estremecimiento.
—¿Era escritor?
—Sí. Pero nunca vendió ningún libro. No tuvo suerte. Terminó trabajando en un periodicucho.
No, no tuvo suerte ni quiso tenerla mi pobre Anselmo. Por eso lo dejé, precisamente.
—¿Anselmo? —exclamó Tinedo.
—¿Anselmo Lagunas? —inquirió Castellanos del Tejar.
—¿Lo conocieron?
—Eh... Bueno, sí, algo; leímos algunos de sus escritos —respondió Tinedo, turbado,
observando de reojo a Castellanos del Tejar.
En ese momento el viejo de bigotes dio una palmada. La mesonera volteó e hizo una nueva
seña azorada.
—Tenemos que irnos —dijo a los profesores.
Eran los últimos clientes del bar. Castellanos del Tejar ofreció llevar a la muchacha en el auto,
hasta su casa, para seguir conversando sobre Lagunas Tea. De pronto, él y Tinedo sintieron un
vértigo indescriptible y la necesidad urgente de saber quién había sido Anselmo Lagunas Tea.
La muchacha vivía a pocas cuadras de allí, en un pobre apartamento muy bien conservado
pero visiblemente añejo. Dejó pasar a los catedráticos y siguieron hablando del escritor. Se
habían conocido, según contó ella, en el mismo bar, a poco de haber llegado Lagunas Tea a la
ciudad, y habían empezado a tener relaciones algunas semanas más tarde. Anselmo evitaba el
bar en lo posible, sin embargo, debido al secreto bochorno de que la mujer que amaba era una
mesonera en un bar de mala muerte. "Nunca me lo dijo, pero yo sabía que a él le molestaba
que trabajara allí. Pensaba que me acostaba con los clientes. Aunque, claro, a veces la
necesidad... Pero eso no era todos los días, ni siquiera era muy seguido, no...". Los
académicos se miraban, la chica les hacía gracia.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Tinedo a la muchacha.
—Mariela... Mariela Campos.
—¿Mariela? —repitió Castellanos del Tejar, con rostro reflexivo—. Es el nombre de un
personaje que está en uno de los cuentos de... Anselmo.
—¿Sí? Será pura casualidad. Cuando nos conocimos, ya él había escrito todos esos libros. Los
guardaba embalados en su casa, y nadie los llegó a ver nunca.
—¿Nadie? —preguntó Tinedo.
—Bueno, los dos o tres libreros a quienes se les ofreció se negaron a venderlos. Uno de ellos
aceptó, pero pasado casi un año no había vendido uno solo. Cuando Anselmo fue a buscar los
veinte libros que había dejado al librero, le preguntó qué le había parecido la novela. El tipo no
la había leído, ni siquiera le había dado importancia. Hasta se le había olvidado que Anselmo
era el dueño.
—¿Y qué hizo él?
—Se sintió muy mal. No escribió nunca más. No volví a verlo con sus libros. Siempre que me
visitaba venía con un montón de libros que había intentado vender durante el día, hasta que
pasó lo del librero. Era muy triste y muy débil. Cuando lo dejé, casi se mató.
—¿Tú se lo impediste?
—No fue necesario, era tan cobarde que cuando llegó el momento no se atrevió. Siempre decía
que él era la confirmación de su propia premonición. Hablaba de uno de sus libros.
—¿Era su autobiografía?
—¿Cómo? Bueno, de todas maneras no sé por qué lo decía. Parece que uno de sus libros
echaba el cuento de un escritor sin suerte, como él.
Castellanos del Tejar y Tinedo se vieron extrañados.
—¿Nunca leíste sus libros? —preguntó Castellanos del Tejar.
—¿Yo? —rió Mariela—. ¿Estás loco? Leer es muy aburrido para mí.
—¿Y él no te pedía que leyeras sus escritos? —preguntó Tinedo, riendo el espontáneo candor
de la mesonera.
—Sí... Casi siempre, al comienzo. Pero después se resignó a no pedírmelo más.
Mariela había sacado una botella de ron y continuaron conversando hasta que amaneció. Al
parecer ella había vivido su experiencia con Lagunas Tea un poco a la ligera, sin apasionarse
mucho por la personalidad del escritor. Los profesores se fueron con la impresión de que
Mariela no había sentido por Lagunas Tea un amor novelesco, de entrega. Ni siquiera una
atracción sexual definida hacia el escritor, sino una especie de diversión física matizada por
una suerte de cariño indiferente en relación a él. Sin embargo, no había, ni podía haberlo,
reproche alguno en ello, pues Mariela les parecía exactamente el tipo de mujer cuya esencial
simplicidad le limitaba a necesitar únicamente un goce inmediato. Mariela despidió a los
académicos con sendos afectuosos besos en la mejilla, y quedó en el aire la promesa de un
reencuentro.
IV
El reencuentro se sucedió muy pronto, aunque no en las mismas circunstancias. Cuatro días
después, Tinedo compró una enorme botella de escocés y se fue a esperar a Mariela al frente
del pequeño edificio donde ésta vivía. La chica llegó después de la medianoche, y la sorpresa
le cayó muy bien.
Hizo pasar a Tinedo de inmediato y sirvió dos vasos. Estaba muy contenta, en parte por la
visita y en parte porque había tenido pocas oportunidades en su vida de probar el whisky. Se
sentaron en el suelo, cerca de la botella y de una hielera bien provista, y conversaron
largamente. Mariela ignoraba el significado de muchas de las expresiones del profesor, lo que
a éste le causaba especial gracia.
—Lo mismo me pasaba con Anselmo, nunca lo entendía —soltó de repente la mesonera, en un
arresto de nostalgia que no le impidió continuar mirando a los ojos a Tinedo.
—¿Anselmo hablaba bien? —preguntó Tinedo sin ocultar su intención de hacer resbalar la
conversación hacia Lagunas Tea.
—Él sabía mucho —respondió Mariela sosteniendo la mirada.
—¿No trató de enseñarte las cosas que sabía?
—¿Tú lo habrías hecho? —preguntó ella, incisiva.
—No, supongo que no me prestarías atención.
Mariela sonrió.
—Eso fue lo que él no entendió desde un principio.
—Debes haberle parecido complicada.
—Seguro.
Hubo una pausa corta.
—Pero me enloquecía —completó Mariela—. Y te aseguro que yo lo enloquecía a él también.
Por eso no iba al bar...
No querría quebrar la ilusión, pensó Tinedo.
—¿Y hasta cuándo duró ese desenfreno? —preguntó el catedrático.
Mariela lo miraba fijamente. —Aún... No te imaginas las cosas que pasan en mi cama cuando
estoy sola... Incluso ahora que está muerto, necesito saciar lo que él al final no supo apreciar.
Mariela se tumbó de bruces en el suelo y, con un brazo, apartó la hielera y el vaso en el que
había estado bebiendo. Observaba a Tinedo así, acostada como una serpiente al acecho.
Alargó una mano hasta el tobillo de Tinedo y se arrastró hacia él. Elevó su cabeza hasta el
cuello del atónito profesor y, mirándolo con una fijeza ardorosa, retrajo una pierna y volvió a
extenderla, esta vez rodeándolo. Hizo lo mismo con la otra pierna y buscó con las manos la
bragueta de Tinedo, quien le desabotonaba febrilmente la falda y la blusa y buscaba con una
tremulidad obsesa los senos. Cuando por fin la penetró, ella le mordió el labio inferior y él
alargó instintivamente una pierna, con la que tropezó un vaso que fue a estallar contra la
pared. Y durante el éxtasis supo de repente que eran los aullidos histéricos de Mariela una de
las cosas que más había deseado en su vana vida.
Por esos días, Marlon Castellanos del Tejar empezó a descubrir igualmente la atracción que
Mariela Campos ejercía sobre él. Casi al mismo tiempo empezó a combatirla, en especial
porque el hecho de que ella había sido el gran amor de su creador lo intimidaba y lo seducía
peligrosamente. "Parte de mí", reflexionaba, "si no todo mi ser, surgió de Anselmo Lagunas
Tea; ergo, es lógico que yo sienta esta absurda atracción por Mariela". Sentado en su oficina
de la Escuela de Letras, Castellanos del Tejar dejaba correr el tiempo indiferentemente,
pensando en Mariela, buscando razones para evitarla. "Mariela debe ser por lo menos un
cuarto de siglo más joven que yo, y además los predios que frecuenta no deben ser muy
seguros para mí. Quién sabe qué peligroso amante criminal pudiera tener Mariela, dispuesto a
asesinar sin empacho a quien osara mirarla siquiera... Pero no, Marlon, desengáñate, tu
verdadero temor son las posibles consecuencias que pudiera ocasionarte el intentar ser —y,
eventualmente, conseguirlo— el amante de la amante de tu creador".
Una noche tomó la traumática decisión: buscaría a Mariela. Con paso alucinado llegó pasadas
las once al bar donde trabajaba la mesonera, pero cuando iba a entrar una irracional
repugnancia lo detuvo y lo hizo retirarse a la acera de enfrente. Esperó por casi hora y media y
al fin vio la silueta menuda de Mariela dibujándose en el marco de la puerta del local. Iba sola.
Castellanos del Tejar permaneció de pie al frente del bar, y cuando ella salió no se dio cuenta
de que él estaba allí. La siguió, un poco divertido, y dos cuadras más allá decidió llamarla.
La muchacha lo saludó con un cariñoso abrazo que él casi agradeció, y después del cual
caminaron juntos por las oscuras calles. Quedó sobreentendido que irían al apartamento de
Mariela. Por mucho tiempo no encontraron las luces de los postes, hasta que, a pocas calles
del bar, se vieron de pronto mortecinamente iluminados. Castellanos del Tejar sintió que
Mariela lo observaba como examinándolo.
—¿Qué pasa? —preguntó sonriendo, al tiempo que Mariela se detenía para observarlo mejor a
la luz del poste.
—¿Sabes? Tus ojos son muy parecidos a los de Anselmo. Igual que tu sonrisa.
Castellanos del Tejar no sabía qué decir. Mariela bajó la mirada, aunque sin tristeza; más bien
como absorta en la nostalgia.
—Los ojos de Anselmo...
Mariela reinició el camino y él la siguió, mientras pensaba en la añoranza sencilla y simplota de
la mesonera. Cuando retornaron a la oscuridad, ella se echó repentinamente a sus brazos
pronunciando su nombre con inequívoco deseo. Él captó el mensaje cifrado de Mariela y la
reacción que empezó a surgirle se detuvo de pronto. "Ella no me desea a mí, desea a su
Anselmo. ¿Debo o no..?". En un instante, se despojó de sus escrúpulos y, en una locura que él
mismo no comprendió, le hundió la lengua en la boca y restregó sus manos y brazos contra la
espalda y el torso de ella. Una de sus manos hizo una pausa en su recorrido para abrirse la
bragueta, y luego volvió sobre la mesonera para levantarle la falda amarilla. Ella lo ayudó
nerviosamente; hubo un sonido de algo que se rasgó y ella sintió que era levantada por dos
manos que la sostenían por la parte interior de los muslos; un remolino de fuego le poseyó
brutalmente la entrepierna. Castellanos del Tejar abrió por un instante sus ojos y vio que los
de ella estaban en blanco y que su mandíbula parecía estar quebrada. Entonces escuchó sus
aullidos y no pudo contener la locura que lo embargaba.
V
"Anselmo está en ambos", se decía Mariela Campos confusa, mientras se fumaba un cigarrillo
en su cama y bebía los restos de la última botella de escocés que había traído Tinedo. "No se
imaginan que me están matando", pensaba. Veía en Tinedo la voz y la forma callada y casi
penosa de decir las cosas, de Lagunas Tea. Como éste, Tinedo le parecía estar un tanto
desgastado antes de tiempo a pesar de las descargas de jovialidad inusitada que, también
como Castellanos del Tejar, desarrollaba contra ella en la cama. Castellanos del Tejar
conservaba la sonrisa y la mirada de Lagunas Tea, y cierta gravedad decimonónica al decir las
cosas, inclusive al exhalar esos gruñidos indescifrables durante el coito. Con ambos, como le
había ocurrido con Lagunas Tea, experimentaba la imperiosa necesidad de la carne que le
hacía desechar cualquier prolegómeno. Cuando llegaba alguno de los dos, ella esperaba
desnuda en la cama. Cuando alguno de los dos la iba a buscar al bar, ella procuraba ponerse
falda corta y no llevaba ropa interior, pues ambos habían conocido con ella el almibarado sabor
del peligro de hacer el amor en la calle, todo tal como lo habían vivido la mesonera y Lagunas
Tea. De la misma forma, los académicos no volvieron a entrar jamás al bar, que desecharon
con extrema repugnancia, generada por el mismo motivo que la que sintió su creador: el
temor a encontrar a Mariela en pos de un ocasional cliente de cama. Fue un asco innecesario,
porque desde que Mariela se convirtió en amante de ambos ya no buscó alivio material en la
prostitución. Aunque primero recibía de ellos sólo las botellas de licor que llevaban para
divertirse juntos, poco después empezaron a surtirla de todo lo que pudieron: comida, ropa,
algunos enseres... El único problema que siempre encontró Mariela fue que uno no se enterara
de sus encuentros con el otro. Programaba las visitas de antemano creando prohibiciones
ficticias y alternas para cada uno, de manera de saber siempre más o menos cuándo iba a
aparecérsele "de sorpresa" alguno de los dos. Cuando alguno llevaba una botella de whisky o
vino, ella procuraba vaciarla esa misma noche, aunque quedara con su compañero de turno
borracha como una cuba, y desaparecía la botella a la mañana siguiente, para no despertar
suspicacias en el otro. Pronto se vio a sí misma escondiendo la mitad de sus víveres, hasta que
se percató de que su precaución era absurda cuando empezó a olvidar qué cosa le había traído
cada quién, y vio que ninguno de los dos se preocupaba, al llegar al apartamento, por otro
asunto que el sexo desaforado y encontradizo que ella les ayudaba a vivir.
Por su parte, los profesores habían cultivado cierto afecto que, aunque en modo alguno podía
señalarse como una amistad fértil, ya no era la agresiva enemistad de otrora. Seguían
viéndose algunas noches para beber, y hasta se pasearon por la idea de escribir un ensayo al
alimón acerca del influjo de la sociedad sobre la obra literaria, proyecto que nunca cuajaría. El
uno al otro se escondían con vergüenza lo de Mariela Campos, creyendo que serían censurados
por acostarse con una mesonera. Eludían el tema mecánicamente, y si hablaban del sexo lo
hacían en una forma general o, sencillamente, se mentían. También de vez en cuando se
emborrachaban juntos, y terminaban haciendo piruetas con el carro de Castellanos del Tejar y
gritando cancioncitas de las que Mariela escuchaba en la radio mientras se bañaba, y que les
enseñaba por separado, en dramáticas sesiones de canto que por lo común desembocaban en
gruñidos y aullidos contra las paredes o debajo de la cama.
De esta forma, jamás se habrían enterado de que se estaban acostando con la misma mujer,
de no haber sido porque un día Castellanos del Tejar, durante una de esas inusuales farras con
Tinedo, le habló a éste de visitar a Mariela. Al aparecer en el apartamento de la mesonera
ebrios como dos pandilleros, Mariela comprendió que ninguno de los dos sabía que la estaban
compartiendo. Se comportó como si apenas los conociera, repartiéndoles guiños y muecas
ocasionales para no permitirle sospechas a ninguno. Pero al cabo de unas horas el licor
también le hizo perder el control a ella, y los tres empezaron a desanudar sus inhibiciones
contenidas hasta entonces. A la mañana siguiente, los tres amantes desnudos despertaron
exhaustos y sobresaltados por el estupor que les produjo la vergonzosa revelación. Nadie dijo
una palabra, excepto Castellanos del Tejar, quien propuso a Tinedo llevarlo en su auto.
—La compartimos anoche —dijo Castellanos del Tejar cuando arrancó el auto, en un tono a
medio camino entre la pregunta y la afirmación.
—Sí —respondió Tinedo, sin voltear.
Anduvieron un rato en silencio.
—Pero la habíamos estado compartiendo sin saberlo durante semanas, creo —prosiguió
Tinedo.
—Por la cara de ella, parece que así es.
—¿Nunca sospechaste nada?
—No.
—Tampoco yo.
Otra pausa.
—Oscar.
—¿Hm?
—No sé si te pasa lo mismo que a mí, pero no puedo vivir sin esa mujer.
—Sí, me pasa lo mismo —contestó Tinedo como ido, observando las aceras que pasaban por
su ventanilla, y murmuró:—. Es vergonzoso.
Una nueva pausa.
—Oscar.
—¿Hm?
—Eres un maldito. He decidido matarte conmigo.
Tinedo trató de lanzarse, pero Castellanos del Tejar había acelerado.
—Al voltear esta calle —dijo Castellanos del Tejar— hay otra vía perpendicular. Hay allí un
muro de concreto contra el cual nos estrellaremos.
—Marlon, yo no sabía que tú... —reaccionó Tinedo.
Los cauchos dieron un chillido cuando el auto afrontó la curva. Castellanos del Tejar sentía
ganas de soltar el llanto y Tinedo no terminaba de resignarse a ese final. Castellanos del Tejar
llevó a ciento veinte kilómetros por hora el velocímetro y mantuvo firme la dirección contra el
muro. En el momento de estrellarse, ambos vieron que la pared, el auto y la mañana misma se
fundieron en un fogonazo de oscuridad, tras el cual apareció la sombría calle donde vivía
Anselmo Lagunas Tea, a las dos y algo de la madrugada, con una llovizna solemne y pertinaz y
un ruido de moto que se extinguía poco a poco entre las callejas pobres del suburbio.
VI
De pronto, vieron reproducido el instante siguiente al asesinato que habían perpetrado días
atrás. Poco más de las dos de la madrugada, una llovizna tenue y perseverante que apenas
comienza, el ronquido de una moto que se pierde entre los anónimos callejones del barrio: en
medio de todo, los profesores Marlon Castellanos del Tejar y Oscar Tinedo se ven las caras y
se preguntan qué ha pasado. Porque la atmósfera, el hecho súbito del salto temporal después
de estrellarse, la lluvia y el ruido de la moto, todo indicaba que, de alguna forma, estaban
viviendo el momento siguiente al asesinato de Lagunas Tea. Ellos mismos vestían las ropas de
aquel día, y Tinedo sentía los resquemores de un arreciante dolor de cabeza que se le había
manifestado la madrugada del crimen.
Castellanos del Tejar ofreció llevar a Tinedo en su auto, intacto como aquella noche. Poco a
poco, muy poco a poco fueron saliendo de su estupefacción. Al fin, Tinedo se aventuró a
sugerir la necesidad de una explicación lógica. Castellanos del Tejar empezó a hilvanar una
teoría en cuya certeza él mismo no terminaba de creer. Pensaba que la razón de todo estaba
en el hecho de haber sido creados por el mismo autor, lo cual quizás les daría de vez en
cuando la importuna posibilidad de sostener ensoñaciones conjuntas... Tinedo, ya con un pie
en la acera de su casa, recordó cómo los personajes de una historia siguen siempre un destino
prefijado, en cuyo tránsito cualquier alejamiento de ese destino, por escandaloso que se
presentara, era en última instancia una aproximación más certera y vertiginosa, cualquier
alejamiento volvía de una u otra forma a su ruta original al encaminar los hechos que dan
conclusión a la historia. Él y Castellanos del Tejar supusieron entonces que el problema que
tenían los personajes de una narración al ser creados por una sola mente, humanamente
imperfecta por demás, era que la posibilidad de la existencia del libre albedrío quedaba
completamente anulada, pues los destinos de los personajes debían obligatoriamente
configurar una historia de antemano imaginada por el escritor. "Quizás tengamos la triste
ventaja de haber vivido todos nuestros años creyendo cierta esta existencia prestada",
reflexionó Tinedo. "Quizás eso nos dé la ventaja cierta de pensar como hombres de verdad,
pero al fin y al cabo siempre seremos personajes de una novela, para colmo una novela
desconocida. No hay duda de que, al ser hombres salidos de una sola mente, hemos tenido un
sueño conjunto, porque de qué otra forma explicar esta ruptura, cómo saber a dónde fueron
esos días vividos". Camino a su casa después de dejar a Tinedo en la suya, Castellanos del
Tejar recordó lo señalado por Tinedo y pensó con amargura: "¿Y no era para evitar esto que
debíamos matar a Lagunas Tea?".
La experiencia con Mariela Campos, traspapelada ya en el tiempo de manera involuntaria e
inexplicable, y la grieta a través de la cual regresaron al momento del crimen, unió aun más a
Castellanos del Tejar y Tinedo, y de pronto se vieron ambos buscando puntos de coincidencia
en sus respectivas maneras de pensar. Las discusiones entre ambos se volvieron más
fundamentadas, amistosas y distantes unas de otras, y revivieron la costumbre de tomar
juntos algunas veces, pero evitando los bares de los suburbios puesto que, a pesar de haberse
convencido a la fuerza de que lo vivido había sido sólo una pesadilla, no querían encontrarse
de nuevo con Mariela y enredar más la cosa. Un buen día almorzaron en un restaurante en el
centro de la ciudad y, a partir de entonces, se citaron todos los días allí para seguir buscando
confluencia en sus ideas.
Pronto los corrillos empezaron a enterar la noticia inaudita: Marlon Castellanos del Tejar y
Oscar Tinedo, los eternos rivales, los enemigos implacables, los contrincantes del ring cultural
de la capital, se reunían amigablemente todos los días para almorzar en un conocido
restaurante capitalino. Todos querían pasar frente al restaurante y ser los primeros en
presenciar el increíble y novedoso espectáculo, y aunque al principio los fisgones acudían al
sitio furtivamente, en poco tiempo desaparecieron todas las inhibiciones y la gente corrió en
pobladas a ver lo que hasta días atrás habían creído imposible. Los profesores se limitaban a
engullir sus jugosos almuerzos y a saludar a los mirones con expresivas sonrisas, como dioses
benévolos que saludaran a sus maravilladas criaturas. Asistió todo el mundillo social e
intelectual de la capital: los delgados estudiantes de sociología con sus libros de historia de la
cultura y sus teorías en torno al extraño fenómeno que presenciaban, las gordinflonas e
hiperenjoyadas damas de la high society que no-podían-dar-crédito-a-lo-que-veían-sus-ojos,
los indignados colegas que hablaban de la falta de dignidad de los ex enemigos, las insípidas
estudiantes de letras con sus anteojos en montura de carey y sus tratados de semántica
general, los sonrientes políticos que aspiraban a absorber a los reconciliados para encabezar
con ellos una fructífera alianza proselitista que tomaría el poder en la universidad sobre la base
conceptual de la unidad, los proverbiales escritores que probablemente escribirían alguna
reseña al respecto, los empleados de banco, los ascensoristas, los dueños de los restaurantes
aledaños, los negros, los odontólogos, las chicas de la porra del equipo de basquet de la
facultad, los escultores, los turistas, la prensa, los desempleados, los heladeros, los
vendedores de lotería, los gays, los carteros, los ladrones, los comunistas, los sacerdotes, los
artistas de la televisión, los amoladores ambulantes, los boys scouts.
La reconciliación de los catedráticos causó revuelo nacional. Las columnas culturales de los
diarios parecían más columnas sociales, comentando cada nueva aparición de los profesores,
juntos como amigos de toda la vida, en la inauguración de una exposición o en el bautizo de
un libro escrito por un colega de la facultad. Varios columnistas destacados dedicaron cuartillas
enteras a eso que trataban de perfilar como "el suceso cultural del año", y muchos reporteros
intentaron hablar con los profesores para conocer las verdaderas razones del hecho, pero sólo
recibieron de ellos evasivas y gruñidos con los que trataban de hacer ver como algo normal
aquello; por lo que los editores se conformaron con entrevistar a los allegados del dúo. De
todas formas, y a pesar de conseguir hablar con la ex esposa de Castellanos del Tejar y con
una señora que iba dos veces por semana a lavar la ropa de Tinedo, sólo se tuvo una
respuesta definitiva: nadie sabía nada, lo que no impidió que todo el mundo se ocupara del
asunto, y al cabo de unos días hasta en los baños de la facultad se hallaron bochornosos
mensajes de congratulación por la "boda" de Castellanos del Tejar y Tinedo. En fin, los dos
profesores se hicieron más famosos por unos días de incipiente amistad que por todos sus
años de encarnizado odio.
Un mediodía, entre la multitud que veía almorzar a los catedráticos, aparecieron un policía de
civil y dos de uniforme que se acercaron a la mesa donde ambos comían y, para estupor de los
mirones, les conminaron a ir con ellos luego de dirigirles algunas palabras. Tinedo observaba
alternativamente y con aires de inconmensurable confusión a la multitud, a Castellanos del
Tejar —que estaba tan contrariado como él— y a los policías. Éstos condujeron a los
académicos hasta un carro oficial que se alejó sin encender la sirena, como sintiendo
vergüenza y pidiendo disculpas. La multitud se dispersó poco después, cansada ya de buscar
posibles explicaciones al hecho.
Las posibles explicaciones no se hicieron esperar y se diseminaron como una peste: los
ciudadanos Marlon Castellanos del Tejar y Oscar Tinedo estaban acusados de cometer el
homicidio de un pobre cajista tipógrafo que vivía en uno de los barrios suburbanos del norte de
la ciudad. Se habían metido en su casa a las dos de la mañana y le habían dado muerte
deshonrosamente, mientras dormía. No se conocían parientes vivos del cajista y sólo se sabía
de él que se había venido de la provincia con unas monedas, su experiencia al timón de una
destrozada tipografía paterna y diez montones de libros envueltos, escritos por él mismo, que
seguramente irían ahora a parar al basurero municipal, salvo que fueran a las calderas de
algún barquichuelo cuyos propietarios pagaran al Estado determinada suma por el no
despreciable combustible.
La noticia se corrió con extrema velocidad. El país entero clamaba justicia. Los estudiantes, los
ex colegas, el sindicato de obreros tipográficos; todos pedían una condena ejemplar. El juicio
se abrió esa misma semana y los catedráticos se presentaron bastante nerviosos, pero
dispuestos a contarlo todo excepto la razón de su crimen. Entre los asistentes al tribunal
vieron a Mariela Campos, sentada entre el público y mirándolos con una furia callada, pero
ambos coincidieron en la impresión de que no los miraba como si los conociera de antes,
porque a efectos de la realidad ella no los había visto nunca en su vida hasta ese día.
Para el juez, los miembros del jurado, los abogados y el público resultaba incomprensible que
los acusados se negaran a responder a la básica pregunta de cuál había sido el móvil del
asesinato. No podían responder, explicaban Castellanos del Tejar y Tinedo. "No nos lo
creerían", dejó escapar este último para mayor confusión del público y del fiscal. Con todo, el
juicio fue rápido e inobjetable: los criminales, fríamente, se habían declarado culpables y eran
condenados a morir fusilados al tercer día después de cumplida la última formalidad requerida.
El país nacional estaba satisfecho: se había hecho justicia.
Los medios de comunicación se esforzaban por llevar al público una relación pormenorizada de
los días preludiales al fusilamiento. Como estaba prohibida toda visita a los condenados para
quienes no estuviesen dentro del segundo grado de consanguinidad y primero de afinidad —
como rezaba el edicto—, algunos diarios se conformaron con publicar altisonantes biografías de
los catedráticos, rimbombancia que desmoronaban adrede al final con la clásica reflexión de
que habían sido unos miopes al destrozar sus respectivas trayectorias con ese oscuro y bajo
crimen. Una revista cultural publicó los últimos ensayos de Tinedo y el contenido de una
conferencia dictada por Castellanos del Tejar al recibir el doctorado honoris causa en una
universidad del extranjero. Dos días antes del fusilamiento fue detenido un periodista que se
había disfrazado de guardia para tomarle fotos a los condenados e intentar sacarles alguna
sorpresiva declaración. En un mal cálculo del diario al que representaba, fue despedido; otro
diario más avezado lo contrató y aprovechó la historia de su intentona para captar más
lectores.
El mismo día, para sorpresa de ambos, los visitó el oficial Herrera, el joven policía de civil que
les había ido a buscar al restaurante. Herrera era un muchachón impecable en el vestir y
correcto en el hablar, que de inmediato se confesó seguidor de ambos académicos y de sus
discusiones por pura avidez intelectual.
El joven policía dio algunos rodeos más antes de manifestar el propósito de su visita: venía a
rogarles les perdonaran el triste papel que había representado, esperando entendieran que esa
había sido una tarea más encargada por el departamento, y que como tal había tenido que
obedecerla. Los profesores le tranquilizaron diciéndole que nunca habían tenido nada contra él,
ni siquiera contra el juez, el fiscal o los miembros del jurado. Tuvieron una breve pero
afectuosa charla, tras la cual Herrera se despidió, dejando a Tinedo y Castellanos del Tejar en
un extraño estupor.
La noche más difícil fue la precedente al fusilamiento. A Tinedo lo inquietaban los murmullos
de un preso vecino que, habiéndose embriagado al caer la noche con la botella de anís que le
trajera un hermano, oculta quién sabe dónde, no terminaba de dormirse y pasaba su
borrachera cantando en voz baja pero terriblemente audible un amplio repertorio de rancheras
y boleros. Además, en otra celda un hombre llamaba intermitentemente a un guardia invisible
que nunca llegaba, por lo que dormir les hubiera parecido imposible y esforzado.
En vista de que el insomnio se enseñoreaba, los dos profesores volvieron a repasar los hechos.
La presencia de Mariela Campos en el juicio les desconcertó, desintegrando a su vez la teoría,
que de todas formas no habían terminado de admitir, del sueño mancomunado: ¿cómo soñar
con alguien a quien no se conoce? Para que la aventura con Mariela hubiera sido sólo un
sueño, debían haberla conocido previamente, debían conocer su vida, su trabajo, su relación
con Lagunas Tea. La posibilidad de un sueño-presagio se les hacía rebuscada y falta de base,
aunque más acosadora era la certeza de que quedaba sólo una explicación, cuya fantasía era
aun mayor: el retroceso en el tiempo había sido completamente real. Las reflexiones que
llevaron adelante esa noche les condujeron a una única e inquietante verdad: la alteración del
tiempo que ambos habían vivido, salvo que fuera real —lo cual les parecía demasiado absurdo
—, era únicamente algo incomprensible, y buscarle una explicación sensata era labor vana.
"Lo único que nos queda", decía Tinedo a su compañero de celda, "es esperar que la nuestra
no sea una muerte real, como tampoco lo han sido nuestras vidas". Pasaron la mayor parte del
tiempo dando vueltas en redondo y viendo los mensajes escritos en las paredes por otros
prisioneros, en otras épocas. Había escrita cualquier cosa: confesiones de última hora,
culpabilidades, insultos, reflexiones, operaciones matemáticas, poemas grotescos apiñados
entre las imprecaciones y las manchas de sudor y de muerte.
Por la mañana llegó un cura para confesarlos, que se devolvió de mal humor porque los
condenados sólo le dijeron que eso de Dios era un cuento inventado por el Vaticano y de la
misma ralea que esa historia del coco, que se le dice a los niños para que no se porten mal. Al
salir el cura, entró un policía uniformado que les ordenó salir con él; los tres salieron al patio,
donde ya había un pelotón militar, vestido de gala para la ocasión, absolutamente dispuesto.
Los condenados fueron colocados en el paredón, de fte a los militares, que ya les apuntaban a
los desnudos pechos. Tinedo dirigió una mirada escrutadora a Castellanos del Tejar, quien
miraba al suelo. Un oficial dio la orden de fuego, los dos hombres lanzaron sus ojos ansiosos
hacia los cañones de los fusiles y se encontraron con la paranoia de volver a aparecer en la
calle de Lagunas Tea, con la llovizna, el ruido de la moto entre los callejones y las nuevamente
repetidas dos de la madrugada.
VII
La nueva ruptura les alejaba más de la tesis del sueño y les acercaba a la posibilidad de una
real ruptura, no por ello menos inexplicable. Hasta el momento, habían vivido dos secuelas
originadas de un mismo hecho, el asesinato de Lagunas Tea, y las dos habían desembocado en
la inminente muerte de ambos: el triángulo con Mariela Campos les condujo al suicidio, el
descubrimiento del crimen les condujo al fusilamiento. Total: no había nada en claro, pues un
hecho no se relacionaba con el otro absolutamente, ni podía decirse que en algún sentido uno
fuera efecto o causa del otro. Al contrario, ambos eran exactamente un destino probable de los
académicos, secuela del asesinato de Lagunas Tea, y un destino que ocurría real y físicamente,
pues en ambos se habían percatado de que ellos eran los únicos que percibían la diferencia
entre sus tiempos personales y el del resto del mundo, quebrado y recompuesto para ellos.
Castellanos del Tejar le propuso a Tinedo, pasados unos días, la posibilidad de estudiar casos
similares —en el supuesto de que se hubieran registrado— en filosofías y credos no
tradicionales. Buscaron en el budismo, el hinduísmo, el judaísmo, el hippismo; leyeron los
libros de Nietzsche, de Platón, de Krishnamurti, de Rampa, de Zoroastro, de Borges y de
Nostradamus, y sólo encontraron hipótesis de dudosa comprobación, que sólo verificaban
apariencia de verosimilitud en las mentes enfermas de algunos seguidores del Conde de Saint-
Germain. Comprobaron, sin embargo, que la idea de una ruptura en la estructura corriente del
tiempo era objeto de estudio en casi todos los grandes especuladores. El asunto se prefiguraba
de manera interesante en casos como Nostradamus, quien dejaba vislumbrar sus estudios del
hecho mismo de escribir las centurias, o Borges, que pintaba la posibilidad de dimensiones o
tiempos paralelos sin equivalencias aparentes entre sí, como viviendo una existencia propia
ajena a cualquier ley física, por lo menos entre las conocidas. Por otra parte, se percataron
poco a poco de que la idea de un tiempo alterado en relación a un individuo, o a un número
reducido de individuos, sólo encontraba cabida en las ficciones; en Guillermo Hudson, el mismo
Borges, Moro, Conan Doyle, Carroll. Fueron hallando esa certeza más bien arrastrados por la
desorientación, por el buscar con los ojos cerrados la determinación de una verdad: tras el
hecho de la ruptura temporal que ellos habían sufrido no había puntos de referencia alternos a
los cuales acudir. Y, aunque no por ello llegaron a considerar terminada, ni mucho menos
innecesaria, la búsqueda emprendida, la siguieron llevando a cabo casi por inercia, como
esperando que la solución a su problema viniera de una circunstancia, de un hecho fortuito.
Una tarde, cuando salían de la oficina de un yoggy charlatán donde habían ido a inquirir sobre
los asuntos del tiempo, estaban a punto de partir en el auto de Castellanos del Tejar cuando
sintieron un golpe rudo y seco sobre el vehículo y notaron un severo hundimiento del techo.
Antes de bajarse, alarmados, vieron que la gente corría, gritando, hacia ellos: una mujer había
sido lanzada de la azotea del edificio frente al cual habían estacionado. "Está muerta", gritó
alguien. Tinedo volteó a la mujer sobre el techo y la revisó: aunque estaba sumamente
golpeada, aún vivía. Castellanos del Tejar, Tinedo y dos curiosos bajaron a la mujer, algo
robusta y de unos cuarenticinco años, y la acostaron en el asiento trasero del auto para
llevarla al hospital. Los dos profesores fueron durante todo el trayecto gritando a los demás
conductores que se apartaran y usando la bocina a modo de sirena. Llegaron al hospital en un
momento, y dos enfermeros atendieron la emergencia con una camilla.
Uno de los curiosos que les ayudó a subir a la mujer al auto les había dicho que la conocía de
vista. Era la esposa del licenciado Arnáez, gerente de uno de los bancos establecidos en la
ciudad, muy nombrado por esos días porque acababa de sufrir un asalto a mano armada en
una de las horas más concurridas, asalato de cuyos autores no se tenía aún la mínima pista.
La mujer, al parecer, no tenía enemigos, ni siquiera alguno eventual derivado de las relaciones
del marido. Éste fue llamado de inmediato por el director del hospital y en veinte minutos se
apareció sudoroso y alterado.
—¿No ha muerto? —preguntó Arnáez, con los ojos muy abiertos.
—No —respondió el director—. Y agradézcaselo a estos dos señores.
Tinedo y Castellanos del Tejar se dieron cuenta por primera vez de su importancia en el asunto
cuando el director del hospital los señaló. Habían hecho lo que consideraron su deber, y hasta
entonces le habían restado valor a su participación en la salvación de la vida de la mujer.
Habían visto como algo completamente normal el correr al hospital para impedir la muerte de
la señora de Arnáez y, de ocurrirles algo semejante, nuevamente actuarían de igual forma más
por un instinto de solidaridad que a manera de un acto meditado.
Arnáez les miraba fijamente, aunque en realidad eso parecía ser lo habitual en esos enormes
ojos de águila, que penetraban profundamente en cualquier punto sobre el que coincidieran.
—Muchas gracias —les dijo, tendiéndoles la mano.
En ese momento, apareció un joven policía de civil que había emprendido averiguaciones
respecto a la caída de la señora de Arnáez. Los profesores sintieron de golpe una opresión en
el pecho: era Herrera, el mismo agente que, vestido de civil y acompañado de dos
uniformados, los había llevado a la policía aquel mediodía que parecía haber existido
únicamente en la memoria de ambos. Por supuesto, Herrera les vio como si acabara de
conocerles y les manifestó un gran placer de estrechar las manos "de dos de nuestros más
grandes intelectuales", cuyas discusiones él seguía "por pura diversión intelectual, y no por el
farandulerismo ridículo de todo el mundo". Luego les hizo algunas preguntas de rigor y, por
último, se alejó con el licenciado Arnáez.
Herrera salió del hospital encomendando que le llamaran en cuanto la señora de Arnáez
reaccionara y pudiera indicar alguna luz sobre quién la había lanzado al vacío, e iniciar así la
búsqueda y captura del criminal. El licenciado Arnáez se apresuró a agradecerle las atenciones
dispensadas y lo acompañó hasta la patrulla policial que lo esperaba abajo, en la calle. Por su
parte, considerando finalizada su participación en el asunto Castellanos del Tejar y Tinedo
decidieron retirarse. Cuando entraban al ascensor, Arnáez los alcanzó y les pidió un minuto de
su tiempo. Les condujo por el centro del pasillo mientras les hablaba, les atrajo unos pasos
hacia la dirección contraria y, antes de que se dieran cuenta de ello, estaban los tres
conversando en el acceso de la escalera.
Arnáez empezó a hablar —aún en el pasillo— agradeciéndoles el haber salvado la vida de su
esposa. Cuando llegaron a la escalera, empezó a contar una historia de una muchacha que
había llegado al banco una tarde, dos años atrás, con una carta de recomendación de un
hermano suyo que estaba en el negocio de la construcción. Según Arnáez, la muchacha
solicitaba el empleo de cajera que quedaría vacante esa semana con el despido de uno de los
que ocupaban el puesto. Arnáez le dio el empleo; a los pocos días, la invitó a almorzar; tiempo
después eran ya febriles amantes, y Arnáez planeaba la manera de fugarse con la cajera.
Castellanos del Tejar y Tinedo, sin entender por qué Arnáez les contaba esto, se interesaron
por la historia.
—Yo organicé el robo del banco ocurrido hace tres semanas para fugarme con la muchacha y
el dinero, y lancé a mi esposa de aquella azotea para evitar posteriores molestias.
Castellanos del Tejar hizo un gesto intermedio entre la reprobación y el disgusto.
—¿Y para qué nos está contando esto? —preguntó.
—Porque, gracias a ustedes, mi esposa se salvó, lo contará todo y yo iré a la cárcel. Por eso
los mataré ahora a ustedes.
Tinedo trató de huir por la escalera cuando Arnáez sacó un revólver de un bolsillo interior de
su chaqueta. Escuchó un disparo y vio caer a Castellanos del Tejar hacia el pasillo, y creyó ver
unas gotas de sangre en la pared del acceso. Luego escuchó el segundo disparo, y todo se
nubló.
VIII
La niebla que vieron en el instante de la muerte se disipó y los catedráticos se miraron con
tedio: por cuarta vez se encontraron en la calle de Lagunas Tea y reconocieron el instante
siguiente al crimen en la llovizna pertinaz y solemne, en la hora —las dos y algo de la
madrugada— y en el rumor de la moto que desaparece entre la red de callejuelas del barrio.
Esta vez reaccionaron quedándose sin habla. Castellanos del Tejar volvió a caminar hacia su
auto al lado de Tinedo, y ambos se subieron como siguiendo un programa que, creían,
terminaría nuevamente de la misma manera que las anteriores. Convencidos de lo que les
esperaba, entraron en un estado de vigilia inconsciente que llevó a Castellanos del Tejar a
conducir interminablemente entre los recovecos de ese barrio y entre los de los demás barrios
de la ciudad, y a Tinedo a aceptar sumisamente esa dilación al reparador sueño, seguro de que
de todas formas no habría podido conciliarlo si su compañero le hubiera llevado de inmediato a
casa.
A las siete de la mañana llegaron a la casa de Tinedo. Antes de seguir hasta la suya,
Castellanos del Tejar le propuso a Tinedo una cita para esa misma noche. Traería una botella
de escocés y hablarían, lógicamente. Pero antes habría que ordenar ideas.
Pasadas las nueve oyó Tinedo el auto de Castellanos del Tejar. Ninguno de los dos había
dormido aún ni había ido al trabajo. Tinedo había intentado separar su mente de los hechos
que lo agobiaban; en la mañana había mirado algunos programas de opinión sin atender a lo
que decían los entrevistados, había tratado de jugar ajedrez al solitario y empezó a cocinar un
laborioso desayuno que, después de unos ligeros cambios, se convirtió en almuerzo. Intentó
dormirse pero no pudo; tomó un libro de Faulkner pero su cerebro traspapeló lo leído con unas
notas de Peter Weiss que había encontrado en un diario español meses atrás; hizo café pero
no leïpuso azúcar (entonces decidió que le gustaba el café sin azúcar); hizo ejercicios,
telefoneó a algunas amigas, contestó una carta de su primo Marisi, que había recibido a
principios de año, y que aún estaba sin contestar. Pero nada de esto le ayudó a olvidarse de
Anselmo Lagunas Tea ni del repetitivo peligro de muerte a que fue conducido a partir del
asesinato.
El mismo problema agobiaba a Castellanos del Tejar. En vez de ir a su casa, había tomado una
carretera al interior y visitado algunos pueblos, en la mayoría de los cuales había vivido en su
juventud. En los nuevos edificios y centros comerciales descubrió los cambios operados en
esos pueblos; pero en lo que quedaba en pie tal como él lo había visto en sus años mozos, le
venía de nuevo el recuerdo de Lagunas Tea, que había descrito tan bien esos pueblos en "Los
títeres". Deliberadamente dejó vaciar el tanque de gasolina para matar tiempo caminando
hasta una bomba; así se le ocurrió, al llegar de nuevo al auto, hacerle una limpieza y una
revisión general antes de regresar a la ciudad. Pero aun con esto siguió pensando en el
crimen, y en el absurdo destiempo que estaba viviendo junto con Tinedo. Así que, evitando
volver a su casa, compró por el camino una botella de escocés y fue al cine, pero no terminó
de ver la película sino que salió y se dirigió a la casa de Tinedo.
—En la bomba pregunté la fecha —dijo Castellanos del Tejar a Tinedo mientras éste servía el
whisky—. Como has de suponer, desde que matamos a Lagunas Tea hasta este instante han
transcurrido sólo dieciocho horas.
—Lo sé —dijo Tinedo al tiempo que señalaba el sofá, donde aún estaba el bolso de Castellanos
del Tejar con los siete libros escritos por Lagunas Tea, que ambos habían dejado allí la noche
del crimen y que Tinedo recordaba haber recogido y guardado cada vez que ocurría la ruptura
temporal—. Lo encontré allí cuando entré, y no lo he tocado.
Se sentaron y se quedaron en silencio un buen rato, bebiéndose el whisky. Fue un silencio
absurdo, pues habían pensado lo suficiente como para saber qué decir.
—Fue como Nietzsche —dijo Tinedo, al fin.
—¿Qué? —despertó Castellanos del Tejar.
—Matar a Dios.
—Ah —dijo Castellanos del Tejar, sin convicción.
En su juventud, Tinedo oía a las viejas decir que los silencios eran el resultado del paso de un
ángel entre los hablantes. "Un desfile de ángeles", alegorizó. "Un desfile de ángeles
recriminatorios entre dos deicidas".
—Matar a Dios fue más sencillo —replicó, finalmente, Castellanos del Tejar—. Con o sin él, el
destino de los hombres siempre es fatídico. Dios es sólo una idea, su muerte no trae consigo el
castigo. Pero esto de morir varias veces sin que el tiempo avance...
—Conclusión —contestó Tinedo—, Nietzsche es un bachiller ante nosotros.
—Pero la comparación es válida.
—Qué alivio. Nietzsche acabó loco.
Tinedo tomó entre sus manos "Los títeres" con alguna aprehensión. Buscó en las últimas
páginas del volumen.
—Qué te parece lo del final, Marlon.
—¿Las páginas que faltan?
Tinedo asintió, pero Castellanos del Tejar mantuvo un silencio reflexivo.
—Es casi lógico —contestó al fin—, no podíamos conocer previamente nuestro final.
—No deben ser muchas las páginas faltantes.
—A lo sumo diez, quizás veinte. Cómo saberlo.
—Pero el final no pudo ser todo esto que hemos vivido.
—Lo dudo —acordó Castellanos del Tejar.
Otro desfile de fantasmas.
—No debimos matarlo —rompió Tinedo el silencio.
IX
Los días no terminaban de pasar. Castellanos del Tejar y Tinedo dejaron de verse con la
regularidad de antes, pero cuando se reunían pasaban hasta un día completo hablando y
matizando la conversación con buen escocés.
Poco a poco fueron creyendo que el matar a Lagunas Tea les había deparado una multiplicidad
de destinos probables que partían, todos, del momento mismo del crimen. Pero esto, como la
historia aquella del sueño común, les parecía otra mentira, otra burla de la razón a ellos dos,
hombres pensantes en un sistema cognoscitivo propio del hemisferio occidental. La realidad
era tal por la correspondencia entre espacio y tiempo; espacio era tal porque podía ser
verificada su existencia, ergo su realidad, a través del tiempo; el tiempo era real en la medida
en que existía un desplazamiento, por supuesto, dentro del espacio. Cualquier ruptura de estos
parámetros modificaría el paradigma. Cualquier modificación al paradigma conmovería los
cimientos civilizatorios, aunque sólo si los "cimientos civilizatorios" eran enterados del cambio.
Cualquier intento de enterar al exterior de una ruptura paradigmática acabaría con el
desprecio, la falta de atención, la burla. Cómo explicar entonces que dos personajes asesinen a
su autor en franca rebelión, cómo decir al mundo que esto ocasionaría muertes sucesivas y
distintas, cómo comprender el lazo lógico entre matar-a-Dios y morir-múltiples-muertes.
Cómo conseguir, en estas circunstancias, una muerte definitiva.
X
Desarrollaron con los días el sentimiento de culpa que experimentaron al principio. Empezaron
a sentirse mal todo el tiempo, pues siempre llevaban en la memoria el recuerdo de los ojos
aterrados y adormecidos de Lagunas Tea. Por entonces leyeron en la prensa que habían
descubierto el cuerpo ya putrefacto; la policía, ahora, parecía que no los relacionaba con el
homicidio, pero esto no hizo sino acrecentar sus remordimientos.
En realidad poco supieron sobre si esos remordimientos eran tales. No sentían tener alguna
relación con Lagunas Tea fuera del hecho de haberlo asesinado; ni siquiera creían que por el
hecho de haber sido escritos por él le debían alguna gratitud. Al contrario, sentían una especie
de ofio que bien podía llamarse rebeldía, ambos se levantaban contra la autoridad que por
haber diseñado sus destinos representaba para ellos Anselmo Lagunas Tea.
Ambos empezaron a faltar al trabajo en la facultad y a sus múltiples compromisos con centros
culturales y sociedades literarias. Castellanos del Tejar fue designado jurado en un concurso de
ensayo y el día de la presentación de su veredicto fue destituido pues apareció completamente
borracho. Había pasado toda la noche de bar en bar buscando a Mariela sin encontrarla, pero
de una manera deliberada pues, en el fondo, sentía terror de volver a verla. El escándalo fue
singular. El director de la Escuela de Letras se reunió con él al día siguiente, y poco faltó para
que lo insultara cuando Castellanos del Tejar, con su estampa solemne de catedrático, su
investidura como miembro de número de la academia y su prestigio como crítico
respetabilísimo, le pidió disculpas porque "no sabía lo que hacía". Hasta Tinedo le recomendó
cordura y que "no perdiera las perspectivas", aunque él mismo protagonizaría, algunos días
después, un escándalo de más o menos las mismas proporciones, una tarde que encontró, en
la apertura de un salón de arte, al licenciado Arnáez, el gerente del banco, y, con sorna —que
los presentes confundieron con una camaradería incomprensible—, le preguntó cómo iban sus
planes de asesinar a su esposa. Arnáez, haciéndose el desentendido pero en realidad asustado
por la seguridad con que sonreía el profesor, acusó a éste de injuriador. Tinedo se salvó de
milagro de una demanda en la que las llevaba todas perdidas, pues aunque en el momento del
desaguisado no había tomado ni un refresco, los testigos estarían dispuestos a declarar que
andaba como una cuba por solidaridad hacia Arnáez. Quizás lo que salvó a Tinedo fue el temor
de Arnáez de que el académico fundase sus sospechas en alguna evidencia tangible.
—No dejes perder las perspectivas —le dijo Castellanos del Tejar a Tinedo cuando se enteró
del asunto.
—Creo que no debimos matar a Lagunas Tea —soltó Tinedo.
—¿Por él o por nosotros?
—Por él y por nosotros. ¿Y si en vez de matarlo le hubiéramos explicado todo?
—Imposible, habría sido infructuoso. Nos habría tomado por un par de locos fanáticos. A lo
mejor, si alguna vez leyó nuestros nombres en la prensa, ya habría pensado que esto era una
estúpida locura.
—Una casualidad insignificante —simplificó Tinedo.
—Exacto —continuó Castellanos del Tejar—. En todo caso, es previsible la actitud que habría
asumido Lagunas Tea si nos le hubiéramos presentado y así, de golpe, le hubiéramos dicho:
"¿Qué tal? Somos tus personajes dilectos en persona".
—Pero, como escritor que era, ¿no habría podido aceptar como posible esto que para nosotros
es un exabrupto de la irrealidad?
—Los escritores creen que pueden intervenir en la realidad sólo desde el aspecto formal. Dudo
que alguno de ellos dé como posible una intervención más concreta.
—Es decir —concluyó Tinedo—, la única manera de resolver esto era asesinando a Lagunas
Tea.
—He advertido que pudo existir otra manera —dijo Castellanos del Tejar—, pero es ya
imposible: no enterándonos del asunto. Recurriendo a las probabilidades. Tendría que haber
doblado a la izquierda o a la derecha una o dos cuadras antes de llegar al remate donde
conseguí "Los títeres". Tendría que haberse anulado el casi ridículo canal por el cual llegó ese
libro al vendedor. Quién sabe, hasta es posible que algún lector aburrido lo hubiera dejado
entre los libros del vendedor para deshacerse de él.
—O a lo mejor fue el mismo Lagunas Tea.
—O Mariela, tratando de ayudarle.
O a lo mejor había sido el "destino", abstracción para ellos insostenible.
—Una vez —le confió Castellanos del Tejar a Tinedo, sorbiendo la cerveza del estribo— vi un
programa en donde un escritor era asediado por lo que él mismo llamaba "sus demonios".
—Sí —completó Tinedo—. En cierta forma, tú y yo somos "demonios" de Lagunas Tea.
Castellanos del Tejar sonrió y propuso a Tinedo la posibilidad de un Cortázar perennemente
perseguido por su fila de fantoches maltratados: la Maga, los axolotls, John Howell... Tinedo
agregó el negro protagonista de la novela policíaca que Boris Vian firmó como Vernon Sullivan;
Castellanos del Tejar recordó al viejo pescador de Hemingway y lo imaginó persiguiendo al
escritor con una enorme columna vertebral de pescado; Tinedo mencionó el escarabajo recién
metamorfoseado de Kafka y Castellanos del Tejar el escarabajo de oro de Poe.
Al fin, después de adornar su galería de monstruos, Tinedo dejó estallar su conclusión de una
manera sorpresiva.
—En ningún momento debimos matar a Lagunas Tea.
La frase de Tinedo penetró en la conciencia de ambos y las fue horadando en forma sostenida,
sin detenerse, con tesón. Como una certeza sin basamento fue tomando cuerpo frente a la
necesidad real de matar a Lagunas Tea para conseguir la libertad de acción que, por otra
parte, demostraban haber hallado con el hecho de ser, ahora, amigos.
Llegó el momento en que uno invitó al otro y éste no cumplió; lo que es peor, el anfitrión no se
dio por plantado sino que, muy por el contrario, creyó aceptar plenamente la situación. Era
algo en lo cual no podía existir desengaño alguno, sino más bien una especie de resignación
conjunta inspirada, en uno, por la falla del compañero, y en el otro por la espera que había
frustrado. Imbuidos en el problema de si habían tenido derecho —y por derecho entendían
necesidad— a dar fin a la vida de Lagunas Tea, se sumieron en una espera mutua y propia que
los unió en un solo ente desde el instante en que sobrevino la tácita decisión de no
reencontrarse. Lagunas Tea había muerto, y con él la mente que les daba vida; esto implicaba
muchas cosas, pero ante todo implicaba la pregunta de por qué no habían muerto ellos con él.
La obra de un gran escritor —y Lagunas Tea lo era, aunque desconocido y descalificado por el
olvido— prevalecía sobre el paso del tiempo, los segundos y las horas desbastaban todo
excepto la materia artística, que adquiría más y más peso; quizás aquí estaba su respuesta.
Pero la obra artística de Lagunas Tea había sido contraria a él mismo, ellos se habían rebelado
contra su creador; como expiación de su pecado recibían el libre albedrío ante un destino
implacable.
Cuando Tinedo llegó a este punto de sus reflexiones se sintió perdido. Sólo en ese momento se
dio cuenta de que, durante toda su vida, había sentido que sus actos eran como dirigidos " un
supradiós, o un destino, o la condenada ley de causa y efecto; ese canalete por el que rodaba
ahora se volvía superficie llana y Tinedo perdía las perspectivas, ladeaba su desplazamiento
empujado por la aflicción de haber asesinado, ni más ni menos, a su creador.
El profesor Oscar Tinedo se suicidó en su casa un martes, once semanas después del crimen
en el que murió Lagunas Tea, y cinco minutos después de que, en el puente principal, al otro
lado de la ciudad, daba también término a su vida uno de sus compañeros de trabajo, el
profesor Marlon Castellanos del Tejar.
Tinedo dejó en su escritorio una nota, hecha con una letra sumamente irregular: "Dios es un
hombre que ha escrito a todos los hombres".
XI
—¡Anselmo Lagunas Tea está vivo! —gritó Tinedo.
El ruido de la moto entre las calles se alejaba y una llovizna pertinazmente solemne mojaba el
alma de los dos catedráticos. Castellanos del Tejar, aunque lo creía absurdo, miró su reloj:
eran poco más de las dos de la madrugada.
—¡El muy maldito sigue vivo ahí en su infame cuchitril! —insistió Tinedo.
Castellanos del Tejar no comprendió. Se sorprendía del grito de Tinedo, le sugería que bajara
la voz.
La situación que habían vivido era irracional y, según el exaltado Tinedo, el error en el que
ambos habían incurrido al tratar de explicarla satisfactoriamente era que habían buscado una
salida dentro del ámbito de lo normal.
—Anselmo Lagunas Tea está vivo, Marlon —decía Tinedo, a quien las palabras le salían
empujándose unas a otras—. Está vivo y sigue jugando con nosotros.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Castellanos del Tejar, abrumado por la fiebre de su amigo.
—Verás —respondió Tinedo, asumiendo la actitud severa de cuando explicaba la teoría del
conocimiento a sus alumnos—: Lagunas Tea no murió bajo nuestras manos, más bien escribió
que nosotros lo habíamos asesinado. Luego ha escrito múltiples finales, que no son más que
algunas de las posibilidades de nuestros destinos.
—O a lo mejor no le han gustado los finales que ha escrito —agregó Castellanos del Tejar, que
ya se imbuía de la propuesta de Tinedo—; entonces los obvia y empieza a escribir nuevamente
desde el punto en que ha escrito el crimen.
—Probablemente. En todo caso, no importa. Habíamos buscado respuestas en la realidad, una
instancia que no nos pertenecía, en lugar de buscarlas en lo que sabemos que somos: la pura
ficción.
Hubo una pausa momentánea y Tinedo finalizó su disquisición.
—Ahora mismo, Lagunas Tea vive. Debe estar dormido allí, en su habitación —dijo, señalando
la casucha y la ventana mal disimulada.
—¿Y si tu teoría es errónea? —inquirió Castellanos del Tejar.
—Bueno, eso no lo sabremos hasta que entremos de nuevo a matarlo —concluyó Tinedo.
Castellanos del Tejar se mostró de acuerdo. Dieron vuelta regresando a la casa de Lagunas
Tea; levantaron el pedazo de cartón piedra de la ventana tal como la primera vez; blandieron
el puñal, aún manchado en la sangre del anterior asesinato, y, esperanzados, entraron prestos
a matar a Lagunas Tea.

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