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Teoría del conocimiento 2/IV/2019

«Doble prehistoria del bien y del mal. ̶ El concepto del bien y del mal tiene
una doble prehistoria. (…) Bueno y malo equivalen por un tiempo a noble
y villano, señor y esclavo. Por el contrario, no se ve al enemigo como malo
cuando puede volver la semejante. Troyanos y griegos son en Homero tan
buenos los unos como los otros. No es el que nos causa daño, sino el que
es despreciable, quien pasa por malo. (…) Es, en segundo término, en el
alma de los oprimidos, de los impotentes. En ésta, cualquier otro hombre
es considerado hostil, sin escrúpulos, explotador, cruel, pérfido, así sea
noble o villano; malo es el epíteto característico del hombre y aun de todo
ser viviente, cuya existencia se supone recibido de un dios; por humano,
divino, con equivalentes a diabólico, malo. Los signos de bondad, la
caridad, la piedad, son recibidas con angustia como maliciosas, como
preludios de una desnudez aterradora, como medios de atolondrar y de
engañar; en una palabra, como refinamientos de maldad (…)» (Humano,
demasiado humano, p. 56).

«El medio más habitual que emplean el asceta y el santo para hacerse la
vida soportable y entretenida consiste en guerrear de vez en cuando y en
pasar de la victoria a la derrota. Para ello necesita un adversario, y lo
encuentra en el llamado «enemigo interior». Es decir, utiliza su
inclinación a la vanidad, a la ambición, al ansia de poder y a satisfacer
sus apetitos sensuales, para poder considerar su vida como un combate
continuo y también como un campo de batalla en el que los espíritus del
mal y los espíritus del bien libran una lucha con resultados distintos.
(…). La imaginación de muchos santos cristianos era
extraordinariamente obscena, pero no se sentían muy responsables de
ella gracias a la teoría de que tales apetitos eran en realidad demonios
que se desencadenaban en su interior; a tales sentimientos debemos la
instructiva sinceridad de sus propios testimonios. Les convenía que se
mantuviera siempre activa dicha lucha en alguna medida, porque gracias
a ella, como he dicho, podían soportar su vida solitaria (…) se precisaba
condenar y censurar cada vez con mayor rigor la sexualidad; es más, unir
estrechamente el peligro de la condenación eterna a esta cuestión (…) Y,
sin embargo, la verdad se encuentra aquí cabeza abajo: actitud
particularmente indecorosa para la verdad. Ciertamente, el cristianismo
había dicho que “todo hombre ha sido concebido y ha nacido en pecado”,
idea que encontramos condensada en el insoportable Cristianismo
superlativo de Calderón, bajo la paradoja más absurda que jamás haya
existido, en los conocidos versos: «Porque el delito mayor del hombre es
haber nacido». (Humano, demasiado humano, p. 117 y ss).
«52. La imagen de la conciencia. ̶La imagen e nuestra conciencia es lo
único que, durante nuestra juventud, nos han exigido regularmente y sin
razón personas a quienes respetábamos o temíamos. Por eso surge de la
conciencia ese sentimiento de obligación («he de hacer esto», «no he de
hacer lo otro») que no se pregunta el porqué de dicho deber. En todos los
casos en que se hace algo con su por qué y su para qué, el hombre obra
sin conciencia, lo que no es una razón para que obre contra su
conciencia. La fe y la autoridad constituyen las fuentes de la conciencia:
esta no es, pues, la voz de Dios en el corazón del hombre, sino la voz de
algunos hombres en el hombre» (El caminante y su sombra, p. 66).

«38. Los instintos transformados por los juicios morales. Un mismo


instinto pasa a ser o el doloroso sentimiento de la cobardía, bajo el
impacto de la censura que las costumbres ejercen sobre él, o el
sentimiento grato de la humildad, cuando cae en manos de una moral
como la cristiana que lo califica de bueno. Lo que supone que un mismo
instinto proporcionará unas veces buena conciencia y otra mala. En sí,
como todo instinto, es independiente de la conciencia, no posee carácter
ni intención morales; ni siquiera va acompañado de un placer o un dolor
determinados. Todo esto lo adquiere como una segunda naturaleza
cuando se relaciona con otros instintos que ya han sido bautizados como
buenos o como malos, o cuando se le aplica un ser que la gente ya ha
caracterizado y valorado moralmente (…)» (Aurora, p. 35).

«131. Las modas morales. ¡Cómo han cambiado todos los juicios morales!
Aquellas obras maestras de la moral antigua, las mayores de todas –como
las que surgieron del genio de Epicteto, por ejemplo–, ignoran la
exaltación del espíritu de sacrificio, del vivir para los demás, que hoy
resulta habitual. Según la moral actualmente en uso, habría que tachar
literalmente de inmorales a aquellos moralistas, ya que lucharon con
todas sus fuerzas por su ego y en contra de la compasión que nos inspiran
los demás (sobre todo sus sufrimientos y sus dolores morales). Claro que
tal vez ellos nos podrían contestar: “Si eres para ti un objeto de
aburrimiento y un espectáculo tan feo, haces bien en pensar en los demás
antes que en ti”» (Aurora, p. 105).

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