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Prédica: MATEO 18,21-35.

“AMAR Y PERDONAR”

Perdonar es la manifestación más alta del amor y, en consecuencia es lo


que más transforma el corazón humano. Por eso, cada vez que
perdonamos se opera en nosotros una conversión interior, un verdadero
cambio al grado que San Juan Crisóstomo llega a decir: “ ”nada nos
asemeja tanto a Dios como estar dispuestos al perdón”.

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO: 18,21-35

“Amar y Perdonar de corazón, como Dios nos ama y nos perdona”

Queridos Hermanos y hermanas: El capítulo 18 del Evangelio de San


Mateo, es un capítulo de normas básicas para la comunidad cristiana, la
semana pasada, hablábamos de la corrección fraterna, hoy se trata del
perdón al hermano. La semana anterior la Iglesia aparecía como comunidad
en la que se corrigen unos a otros, hoy aparece como comunidad, ahí
donde se perdonan los unos a los otros. Por nuestras faltas y pecados en
las relaciones entre hermanos, no sólo hace falta la corrección, sino también
el perdón, el amor y la reconciliación. Jesús nos deja la enseñanza de cómo
quiere Él que sean las relaciones internas dentro de su Iglesia, dentro de
nuestras comunidades, dentro de nuestras familias.

La figura del apóstol San Pedro vuelve a aparecer. Esta vez en el diálogo
con Jesús se invierte el “canto de Lamec” que nos cuenta el libro del
Génesis: de la venganza “Caín será vengado siete veces, más Lamec lo
será 70 veces 7”. En este canto, Lamek expone su hombría delante de sus
mujeres con acto de ferocidad contra el enemigo. La mención de Caín
muestra cómo aún entre los hermanos se puede llegar a lo peor.

Jesús, por el contrario, se aparta de este comportamiento y nos da una


enseñanza; a través del diálogo con el apóstol San Pedro, que toma la
iniciativa y se acerca a Jesús para preguntarle: “Señor, ¿cuántas veces
tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta
siete veces?”

Para San Pedro, su concepto es perdonar hasta siete veces ya era


alcanzar el máximo de su espiritualidad, ya que en las sagradas escrituras y
para el pueblo judío el número 7 simboliza “Perfección, totalidad,
abundancia” Pero Jesús le respondió a San Pedro de un modo inesperado
y sorprendente, mucho más generoso y amplio, y que destroza la cuidadosa
construcción de San Pedro: "No te digo que perdones hasta siete veces,
sino hasta setenta veces siete"

La expresión "setenta veces siete" no es numérica, como puede parecer si


la tomamos literalmente. Incluso la versión del evangelio de San Lucas 17,4,
es más extrema: "Si tu hermano peca siete veces al día, y las siete
veces te dice: " Me arrepiento", debes perdonarlo".

Lo que Jesús nos está enseñando, es que debemos perdonar "siempre",


sin poner límites. Que el perdón no debe ser una excepción, o un favor que
le hacemos a alguien, sino parte de nuestra vida, la respuesta de Jesús son
palabras ricas en misericordia que van más allá de todo entendimiento o
lógica humana.

Es como si el perdón fuera el oxígeno que respiramos en nuestra atmósfera


diaria. Debe haber suficiente oxígeno para irrigar nuestros pulmones, e igual
cantidad de perdón para vitalizar y tonificar nuestra vida.

Perdonar nos libera, nos sana, es el medio que Dios nos ha dejado para
volver a una vida plena, a disfrutar de la vida, entonces, perdonar es el
regalo más grande que podemos dar y que debemos darnos. Pero… ¿por
qué es tan difícil de perdonar?

¿Cómo puede perdonar una esposa o un esposo que ha sido sustituido en


el amor?; lleno de odio, humillado, y no ha podido perdonar. Cómo están
lastimadas la mente y el corazón de los hijos que se sienten defraudados y
más de una vez rechazados por sus propios padres. Qué siente los padres
que tienen hijos alcohólicos, drogadictos, homosexuales, irresponsables en
sus estudios o simplemente ausentes, muertos en la indiferencia. Cómo
perdonarán los padres cuando han asesinado a un hijo delante de ellos o
han desaparecido a un ser querido

¿Cómo dar un verdadero perdón a todos ellos? Y más allá del hogar, cómo
perdonar y no tomar venganza de los hombres de una sociedad en la que
se roba, se viola, se mata y se espera inútilmente que llegue la justicia.

En una sola pregunta; ¿cómo restaurar un corazón destrozado con estas


realidades dolorosas? No basta decirlo para olvidar la ofensa. No es algo
automático que se da en un abrir y cerrar de ojos. Se necesita de
compromiso, decisión y voluntad. Se requiere de trabajo, de fuerza y
paciencia para enfrentar la soberbia y el dolor.

Amar y perdonar de corazón es posible, y se debe hacerlo, solo lo


lograremos teniendo al Señor Jesús en nuestro corazón, reconocer cuán
grande es el amor de Dios, cuán grande es la misericordia de Dios, cuánto
nos ha perdonado Dios a nosotros, Jesús nos lo explica en la parábola que
escuchamos.

Es la historia de dos deudores. El primero le debía al rey 10.000 talentos,


algo así como 10.000 salarios anuales de un obrero, o sea una barbaridad
de deuda. No tiene con qué pagar, y debe ir a la cárcel o ser vendido como
esclavo con toda su familia.

Ante el siervo que le suplica diciendo “ten paciencia conmigo que te lo


pagaré todo”, el rey “movido a compasión, lo dejó marchar y le
perdonó la deuda”

El rey se deja tocar el corazón por la angustia y la necesidad del pobre que
suplica. No piensa en la gran suma de dinero que tiene el peligro de perder,
no persiste en hacerle cumplir con la justicia, sino que, lleno de compasión
y de misericordia, le perdona todo y lo deja marcharse en libertad. Por
supuesto el rey es Dios Padre, que nos perdona todo, la magnanimidad de
su corazón ha superado inmensamente aquella deuda que sobrepasaba ya
toda medida.

Con estos trazos desproporcionados, Jesús señala cómo es el corazón del


Padre y su infinita ternura y compasión hacia nosotros. Los “diez mil
talentos”, suma incalculable, aluden a la grandeza de lo que Dios ha hecho
y sigue haciendo por nosotros. Muchos nos hemos identificado con el hijo
pródigo en donde el Padre se apresura a restituir al hijo los signos de su
dignidad: el vestido bueno, el anillo, las sandalias. Jesús no describe a un
padre ofendido ni resentido, un padre que, por ejemplo, dice al hijo: “¡Me las
pagarás!”: no, el padre lo abraza, lo espera con amor. Al contrario, lo único
que le preocupa al padre es que este hijo esté ante él sano y salvo, y eso lo
hace feliz y hace una fiesta. Cada uno sabe cuánto nos ha perdonado Dios
y nos sigue perdonando, así como ama y nos perdona Dios así debemos
amar y perdonar, “con el corazón”
Eso es lo que nos dice Jesús, lo que debemos hacer con el hermano
necesitado de perdón, amor y misericordia. Para ello la parábola continúa:
El mismo deudor perdonado, al salir de la oficina del rey, se encuentra con
un compañero de trabajo, que le debía a él solamente cien denarios, es
decir, cien salarios de un día.

El primero le urge a este compañero que le pague todo. Y éste, de rodillas,


le repetía la misma frase que el primero le decía al rey: "Ten paciencia
conmigo y te lo pagaré todo". Pero el primer siervo lo metió en la cárcel para
que pagara todo. El deudor a quien se le había perdonado 10.000 salarios
anuales no fue capaz de perdonar 100 salarios diarios.

Ese siervo, irónicamente, solamente fue capaz de ver la pequeña deuda


que se le debía y no estuvo dispuesto de perdonar nada. Hace con su
compañero todo lo contrario de cuanto el amor misericordioso de Dios ha
hecho con él.

Si amamos y perdonamos de corazón, como Dios nos ama y perdona


también somos perdonados, pero si no perdonamos de nada vale pedir
perdón a Dios pues no seremos perdonados. En la parábola, el rey dice:
“Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste.
¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo
tuve compasión de ti?”. Lo que Dios hace con nosotros hay que hacerlo con
nuestros hermanos. El Señor Jesús quiere que sus discípulos puedan
perdonar incluso a sus enemigos. Dice en las sagradas escrituras: “Si
ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen?
¿No hacen lo mismo los publicanos?” (cfr. Mt 5, 46). En este mismo sentido
decía el libro del Eclesiástico: “Perdona la ofensa a tu prójimo, y así, cuando
pidas perdón, se te perdonarán tus pecados. Si un hombre le guarda rencor
a otro, ¿le puede acaso pedir la salud al Señor? El que no tiene compasión
de su semejante, ¿cómo pide perdón de sus pecados?” (Eclo. 28, 1-4). San
Pablo decía a los Colosenses: “Sopórtense los unos a los otros, y
perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra
otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo” (Col 3, 13).

Amar y perdonar es la fuente de la liberación interior y de la paz entre todos


los seres humanos. La venganza y el rencor son los signos de no poder
perdonar a quién nos ofende y por ende de que no hemos experimentado el
amor y el perdón de Dios. El rencor, en su nivel más alto, lleva muchas
veces a la venganza, pero antes de ello hace daño sólo al ofendido que no
ha podido perdonar. La venganza, dice el refrán, nunca es buena, mata el
alma y la envenena, la venganza no sólo daña al ofendido, sino que hace
daño a los dos y desencadena una espiral de violencia y de odio que sólo
se puede romper con el amor y el perdón. Así nos lo demostró nuestro
Señor Jesucristo en la cruz cuando dijo: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen” (Lc 23, 34).

La parábola nos enseña que ante Dios, el rey de la parábola que ama y
siempre perdona, todos somos deudores insolventes que no podemos
pagar nada; pero Dios, si le suplicamos reconociendo nuestra indigencia,
nos perdona absolutamente todo; pero exige que hagamos lo mismo con
quienes nos ofenden. Por esta misma razón en la oración del Padrenuestro
decimos: “Perdónanos como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden”. Comprendemos ahora que el perdón es lo que hace posible
la vida comunitaria.

Estamos juntos, no porque no nos equivocamos y no nos ofendamos,


sino porque perdonamos y somos perdonados. Nuestras limitaciones y
defectos en lugar de aislarnos y dividirnos pueden fortalecer la comunión y
la unidad cuando el perdón se convierte en una actitud permanente de
nuestra vida. Por eso el perdón es una necesidad vital de nuestra
convivencia diaria. Y esto aplica para nuestra vida comunitaria en la Iglesia,
nuestra vida familiar y en los lugares en donde tenemos que relacionarnos
con otros.

Al final de la parábola, aquel siervo malvado se quedó sin perdón y fue


entregado a los verdugos hasta que pagara la deuda, lo cual lleva a una
conclusión, en la enseñanza de Jesús: “Lo mismo hará mi Padre celestial
con ustedes si cada cual no perdona de corazón a su hermano”. Uno
se pude preguntar ¿si Dios es tan misericordioso y su amor no tiene límites
cómo es que no perdona al que no perdona a su prójimo? Dado que el amor
y el perdón se identifican con Dios, el que no ama y no perdona, no es que
Dios no lo pueda perdonar, sino que él se excluye o se aparta del amor y
del perdón de Dios y por esto mismo no puede dar a los demás lo que él no
ha recibido o habiéndolo recibido lo ha dejado a un lado y se ha apartado de
él. Dicen que nadie da lo que no tiene. Para amar y perdonar hay que
poseer a Dios y ser poseído por él, como dice san Pablo a los romanos: “Si
vivimos para el Señor vivimos; si morimos, para el Señor morimos. Por lo
tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor”.
En definitiva, para amar y perdonar es necesario sentirse y experimentarse
amado y perdonado por Dios.

Pero hay que observar la última frase de este pasaje: el perdón que Jesús
pide es un perdón que viene desde el “corazón”. En este “corazón”, es
decir, en lo más profundo de mí mismo, debe permanecer, no el rencor por
la pequeña ofensa que recibo del hermano, sino el amor infinito e
incondicional del Padre.

Hermanos, reconozcámonos pecadores y pidamos con humildad perdón a


Dios y a quienes hemos ofendido. Por otro lado, dejemos a un lado el
rencor, el odio y la venganza, no cerremos nuestro corazón para perdonar al
que nos ofende y no olvidemos que la solución para liberarnos y curar las
heridas que nos han dejado las ofensas que nos han hecho nuestros
hermanos, es perdonar hasta setenta veces siete, es decir siempre. ¡Que
así sea!

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