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El marxismo
El marxismo comprende al mismo tiempo una concepción integral del mundo, un método de
conocimiento, análisis y explicación de lo social, y un planteo para su transformación, un proyecto
revolucionario.
Lenin, quien además de encabezar el proceso revolucionario ruso y hacer grandes aportes a la teoría
marxista, se ocupó de estudiar profundamente el pensamiento de Marx y Engels, señalaba que es
posible reconocer tres grandes fuentes que nutrieron al marxismo. En primer lugar, destacaba que
en el plano filosófico, Marx y Engels retomaron críticamente los aportes de la filosofía clásica
alemana, de Hegel y la corriente de los “hegelianos de izquierda” de Ludwig Feuerbach,
recuperando su contribución al pensamiento dialéctico. Lo hicieron, a su vez, manteniendo una
concepción materialista que estaba presente en el pensamiento científico de su época y a partir de
la cual realizó una crítica al idealismo hegeliano, para el cual las ideas se presentaban como
elementos independientes de la realidad material. Su materialismo, de todas formas, se alejaba
mucho del positivismo enciclopedista que realizaba un análisis de tipo clasificatorio. Para Marx, la
realidad material se plasmaba, contradictoriamente, en los fenómenos sociales y su dinámica, en
una realidad que era necesariamente cambiante, de ahí que su filosofía fue conceptualizada como
materialismo dialéctico. Al respecto, Lenin planteaba que “Marx no se detuvo en el materialismo
del siglo XVIII, sino que desarrolló la filosofía llevándola a un nivel superior. La enriqueció con los
logros de la filosofía clásica alemana, en especial con el sistema de Hegel, el que, a su vez, había
conducido al materialismo de Feuerbach. El principal de estos logros es la dialéctica, es decir, la
doctrina del desarrollo en su forma más completa, profunda y libre de unilateralidad, la doctrina
acerca de lo relativo del conocimiento humano, que nos da un reflejo de la materia en perpetuo
desarrollo”1.
En segundo lugar, al penetrar en el ámbito de las relaciones materiales de los hombres, Marx
intervino con fuerza en el estudio de la economía política, recuperando lo más avanzado de su
tiempo. Para entonces las figuras más destacadas de la economía política inglesa, como Adam Smith
y David Ricardo, habían hecho significativas contribuciones al entendimiento de las relaciones
económico sociales, reconociendo, entre otras cuestiones, que el valor de las cosas materiales
provenía del trabajo de los hombres. Estos autores sin embargo, condicionados por sus
concepciones sociales y políticas propias del pensamiento burgués, no habían dilucidado (no se
habían siquiera preguntado), cómo es que los hombres daban valor a las cosas. Fue Marx, por
1
Lenin, V.I. Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo. 1913.
medio del estudio de las relaciones sociales que tienen lugar en el capitalismo, quien evidenció la
explotación del hombre por el hombre como fuente de las ganancias de los burgueses. De este
modo, desentrañando el rol fundamental que tenía la extracción de plusvalía para la acumulación de
capital, es que pudo transparentar la dinámica fundamental de las relaciones económico-sociales en
la sociedad contemporánea, dejando en evidencia el lugar fundamental de la clase obrera como
sostén de todo el andamiaje social.
Finalmente, el marxismo se nutrió también del pensamiento crítico y radical que había existido
hasta el momento, cuyo principal epicentro se encontraba en Francia. Por eso Marx y Engels se
reconocieron continuadores de lo que llamaron “socialismo utópico” aunque reconociendo sus
límites y proponiéndose superarlos. Se referían a experiencias como la de Robert Owen, un
empresario que había intentado el desarrollo de asociaciones cooperativas autosuficientes y
aisladas, y luego, ante su fracaso, se había orientado a apoyar la naciente organización sindical de
los trabajadores ingleses. O el Conde de Saint Simon, quien fuera secretario de August Comte (padre
del positivismo) y que había valorado la industrialización moderna como un piso fundamental que
permitiría el bienestar general de una sociedad más igualitaria. O Charles Fourier quien había
realizado un profunda crítica a la sociedad hija de la industrialización y a la familia burguesa y había
planteado la necesidad de una asociación de tipo “comuna”. Pero la visión de estos autores, como
explica Lenin, “Criticaba la sociedad capitalista (...) y se esforzaba por hacer que los ricos se
convencieran de la inmoralidad de la explotación. Pero el socialismo utópico no podía indicar una
solución real. No podía explicar la verdadera naturaleza de la esclavitud asalariada bajo el
capitalismo, no podía descubrir las leyes del desarrollo capitalista, ni señalar qué fuerza social está
en condiciones de convertirse en creadora de una nueva sociedad”. Por eso, a la crítica social y la
inicial organización alternativa propuesta por los “utópicos” Marx y Engels opusieron un proyecto
revolucionario basado en un análisis profundo (el “socialismo científico”) que se completaba con
una praxis política contundente que además tenía un asidero material: la naciente clase obrera
estaba llamada a ser, para el marxismo, la protagonista de la revolución social contra el capitalismo.
Para Marx las revoluciones que se desarrollaron en Europa, especialmente en Francia, que llevaron
a la caída del feudalismo como sistema social, fueron dejando en evidencia la centralidad de la lucha
de clases en el desarrollo histórico. Sistematizó esta concepción, convirtiéndola en doctrina,
visibilizando que detrás de los movimientos sociales estaba el interés de una u otra clase. Y, según
explicaba Lenin, “para vencer la resistencia de esas clases, sólo hay un medio: encontrar en la
misma sociedad que nos rodea, las fuerzas que pueden —y, por su situación social, deben—
constituir la fuerza capaz de barrer lo viejo y crear lo nuevo, y educar y organizar a esas fuerzas para
la lucha. Sólo el materialismo filosófico de Marx señaló al proletariado la salida de la esclavitud
espiritual en que se han consumido hasta hoy todas las clases oprimidas. Sólo la teoría económica
de Marx explicó la situación real del proletariado en el régimen general del capitalismo”.
Con este bagaje, el marxismo se desarrolló como una concepción general del mundo. En ese sentido
Milcíades Peña señalaba que el marxismo es, al mismo tiempo, una concepción general del hombre
y el universo, una crítica de la sociedad capitalista, y “un programa de acción para la transformación
revolucionaria de la sociedad, para la creación de un nuevo tipo de relación entre los hombres”. Es
lo que Marx sintetizó tan claramente al culminar sus famosas Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos
no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo”. Es por eso, tal como lo planteaba Peña, que el marxismo se forjó como un proyecto
optimista y humanista: “El marxismo cree que el paraíso y el infierno no están fuera del mundo, en
el más allá, sino aquí, en la tierra. Y que el creador y el amo del paraíso y del infierno es el hombre,
que los crea con su trabajo. El marxismo no cree que la historia se detendrá un día, que vendrá un
diluvio y luego la humanidad se precipitará en un infierno eternamente lleno de torturas o en un
paraíso donde no habrá problemas de ninguna naturaleza. El marxismo cree que siempre habrá
problemas, luchas y conflictos. Pero es profundamente optimista, porque cree que el hombre es
capaz de forjar un destino cada vez más humano; es decir, un destino en el que el hombre no explote
a otro hombre, en el que el hombre pueda aplicar el grueso de su capacidad creadora no a luchar
contra otros hombres para comer y vestirse, sino crear una vida más llena de confort y belleza, de
solidaridad y libertad, es decir, una vida más propiamente humana”2.
Estructura y Superestructura
Los conceptos de estructura y superestructura son presentados por Marx para explicar la relación
necesaria que existe entre la base material de una sociedad, esto es, la estructura de relaciones
sociales y sus lazos de explotación, con otros aspectos de la realidad como son las formas políticas,
jurídicas y religiosas que predominan en determinado tipo de sociedad.
En su Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859) Marx explica que existe
una base, una estructura, conformada por el conjunto de relaciones de producción,
correspondientes a un desarrollo determinado de las fuerzas productivas materiales. Esta estructura
condiciona las formas posibles de la conciencia de los hombres, así como los aspectos jurídicos,
espirituales, a lo que conceptualiza como superestructura. Ésta, sin embargo, tiene sus leyes propias
y entabla con la estructura, relaciones complejas. Por medio de esta elaboración Marx planteó la
centralidad de reconocer las condiciones materiales, las clases sociales y su relación, como un
elemento fundamental de la sociedad, sin el cual es imposible proponerse entender sus
características políticas, culturales y filosóficas.
Según Milcíades Peña: "Las relaciones de producción condicionan de modo general la evolución de
la sociedad. Si se quiere, puede decirse – a mí no me gusta- que la estructura condiciona de modo
general a la superestructura. Pero esto no significa que entre ambos niveles haya una
correspondencia o un encaje perfecto y sin contradicciones. Al contrario: las relaciones entre la
esfera llamada estructura y las restantes esferas de la sociedad son relaciones extremadamente
contradictorias, discordantes y explosivas. Es fundamental insistir y subrayar que el pensamiento
marxista -por ser concreto, el pensamiento más concreto plenamente- capta y pone en evidencia no
sólo la existencia de una "estructura" que condiciona de modo general a la "superestructura"; el
marxismo capta también, al mismo tiempo, la existencia de una superestructura relativamente
autónoma, que evoluciona conforme a sus propias leyes y cuyas relaciones con la "estructura"
constituyen un complejo entrecruzamiento de tendencias contradictorias que es preciso analizar en
cada caso y que no pueden ser explicadas con ningún esquema simplista” 4. Es decir que las
relaciones entre la estructura y la superestructura deben entenderse como una relación dialéctica,
de mutua interacción, lejos de cualquier mecanicismo de causa- efecto lineal, en un solo sentido,
pero tomando en cuenta la centralidad de reconocer las condiciones materiales, la base social,
sobre la cual se desarrolla una sociedad.
La plusvalía
Pero el marxismo no agota en la explicación de los precios su análisis del funcionamiento del
capitalismo. Además de la Ley del Valor, Marx va a explicar el surgimiento estructural de las
llamadas clases sociales (que analizamos más arriba). Partiendo de un sistema de producción
mercantil simple (es decir, allí donde hay una producción libre de mercancías, y son los propios
productores los que las intercambian por otras mercancías o bien por dinero, constituyendo un
esquema del tipo Mercancía-Dinero-Mercancía, o M-D-M, donde hay un intercambio de
equivalentes), con el desarrollo de la actividad industrial, se fue generando otra modalidad
productiva, la capitalista. En el sistema productivo capitalista, a partir de un intercambio de
equivalentes (o sea, en ningún caso se contempla la venta de una mercancía por encima o por
debajo de su valor), la propia dinámica productiva hace que un sector de la sociedad se quede con
el trabajo que produjo otro sector de la sociedad, generando por tanto, una situación de
explotación. Este trabajo social apropiado mediante la explotación, Marx lo define como plusvalía.
Pero, ¿qué es la plusvalía?
Marx nos lo explica poniendo como ejemplo a un obrero que trabaja en una hilería transformando
algodón en pulóveres. Al ser un obrero que se inserta laboralmente en el sistema capitalista
debemos tener en cuenta que es un trabajador asalariado, es decir que vende su fuerza de trabajo a
un capitalista a cambio de un salario. Supongamos que el hilador trabaja seis horas al día,
incorporando, mediante su trabajo, un valor de cien pesos por día a ese algodón que va
transformando en pulóver. Luego el capitalista pondrá este pulóver en el mercado buscando
venderlo al mejor precio, el cual no podrá superar cierto valor, dado que, como toda mercancía, se
encuentra sujeto a las leyes del mercado. Por lo tanto ese valor de cambio no es lo que le implicará
al capitalista la ganancia, ya que, por más que él quisiera venderlo a un precio altísimo, el mismo no
podrá superar las barreras que pongan las leyes del mercado y deberá sujetarse a las mismas
estableciendo para su pulóver un precio o valor de cambio similar al de los demás pulóveres que se
encuentren a la venta. ¿De dónde saca entonces la ganancia el capitalista?
Así como los demás productos, la fuerza de trabajo del obrero es considerada también una
mercancía que se coloca en el mercado, se somete a las leyes de oferta y demanda, es ofrecida,
demandada, comprada y vendida. El obrero vende su fuerza de trabajo, vende un compromiso de
trabajo futuro, mediante un contrato. El coste de producción del trabajo es el coste de producción
del obrero, por lo tanto su fuerza de trabajo es una mercancía con la virtud de ser, a su vez, una
fuerza creadora de valor (el hombre es el único ser vivo que posee la capacidad de agregar valor a
los productos, y esta capacidad se la da su fuerza de trabajo). La clase obrera produce todos los
valores, que, recordemos, es el tiempo de trabajo socialmente necesario encerrado en cada
mercancía. Estos valores producidos por los obreros no les pertenecen a ellos sino a los propietarios
de las materias primas, las herramientas, las máquinas, es decir a los capitalistas. Al comprar la
fuerza de trabajo del obrero, la cual es pagada a su valor, el capitalista la consume, al igual que
consume las demás mercancías que compra en el mercado (por ejemplo usando el pulóver para no
tener frío). ¿Cómo se consume la fuerza de trabajo del obrero? Haciendo trabajar al obrero durante
un tiempo determinado. Y es aquí donde se encuentra el punto central de la definición a la que
estamos arribando. Volvamos al ejemplo del hilador: el capitalista hace trabajar al obrero quien, en
un tiempo de trabajo de 6 horas, agrega un valor de cien pesos al algodón que transformó en
pulóver y que el capitalista coloca y vende en el mercado. El obrero recibe, por su trabajo, un
salario, el cual implica (en tanto valor de cambio de la mercancía "fuerza de trabajo del obrero") la
cantidad de trabajo necesario para su conservación o reproducción. Pero como la mercancía "fuerza
de trabajo del obrero" le pertenece al capitalista, ya que la ha comprado, dispone de ella a su
voluntad, y decide hacer trabajar al obrero otras 6 horas. En esas 6 horas el obrero vuelve a agregar
un valor de cien pesos a más algodón, produciendo otro pulóver, que por supuesto le pertenece al
capitalista. De esta diferencia de horas trabajadas (horas que Marx llama de plustrabajo), surgirá el
valor extra del que el capitalista se apropia, la plusvalía que hace que el capitalista se beneficie al
explotar al obrero. El plusvalor generado por el trabajador, entonces, queda por fuerte del
intercambio entre equivalentes surgido en el mercado cuando el capitalista compra los medios de
producción y la fuerza de trabajo. El plusvalor surge de las entrañas del proceso productivo y pasa a
constituir la llamada ganancia capitalista, y se materializa en la “diferencia” entre el precio final de la
mercancía producida y el precio que el capitalista pago por todos los medios para producirla. Nos
dice Marx: “El valor de la fuerza de trabajo se determina por la cantidad de trabajo necesario para
su conservación o reproducción, pero el uso de esta fuerza de trabajo no encuentra más límite que
la energía activa y la fuerza física del obrero (...) La cuota de plusvalía dependerá, si las demás
circunstancias permanecen invariables, de la proporción existente entre la parte de la jornada de
trabajo necesaria para reproducir el valor de la fuerza de trabajo y el plustiempo o plustrabajo
destinado al capitalista. Dependerá, por tanto, de la proporción en que la jornada de trabajo se
prolongue más allá del tiempo durante el cual el obrero, con su trabajo, se limita a reproducir el
valor de su fuerza de trabajo o a reponer su salario” 5. Volviendo al esquema anterior, en el caso del
mecanismo capitalista de producción lo que tenemos es: Dinero-Mercancía-Dinero’ (es decir, hay
una diferencia cuantitativa entre el dinero desembolsado por el capitalista al comienzo del ciclo, y el
obtenido al final). Esta diferencia entonces tiene que surgir del momento productivo del ciclo, y no
en el momento del intercambio. Entonces nuestro esquema quedaría: D-M-D’. Pero detallemos un
poco esta cuestión. El capitalista no compra con su dinero (D) cualquier mercancía (M) para luego
someterla a un proceso productivo. Justamente, el dinero cumple una “función de capital”
únicamente cuando es gastado por el capitalista en la compra de dos tipos específicos de
mercancías: la Fuerza de Trabajo (FT) y los Medios de Producción (MP). Atendiendo a ésto y lo antes
mencionado con respecto a que el valor y el plusvalor son generados en el ámbito productivo (P) y
no en el momento del intercambio, nuestro esquema queda armado de la siguiente manera: D-M
(FT+MP)…P… M’-D’.
Ahora bien, así como las mercancías tienen un valor de cambio en el mercado expresado en su
precio, la mercancía "fuerza de trabajo del obrero" tiene también un valor de cambio que se expresa
en el salario que el capitalista ofrece al obrero. Es decir que el obrero cambia su mercancía, la única
que posee, su fuerza de trabajo, por la mercancía del capitalista (dinero), es decir, por todas las
mercancías que el obrero puede obtener a cambio de ese dinero. La proporción en la que la fuerza
de trabajo se cambia por otras mercancías es el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Este valor
de cambio expresado en dinero es su precio, o su salario. Es decir que el salario no es la parte del
obrero en la mercancía por él producida, sino que es la parte de la mercancía ya existente con la que
el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva. Por lo tanto la
fuerza de trabajo es una mercancía cuyo propietario (el obrero asalariado) vende al capitalista para
vivir, es decir, el medio para la existencia del obrero.
Pero esto no siempre fue así, la fuerza de trabajo no siempre fue una mercancía, y el trabajo no
siempre fue asalariado. El hombre primitivo no vendía su fuerza de trabajo a nadie. El esclavo
tampoco la vendía, sino que él mismo era vendido junto con su fuerza de trabajo al dueño o
esclavista; el mismo era la mercancía. El siervo de la gleba vendía parte de su fuerza de trabajo pero
no obtenía un salario de parte del propietario de la tierra.
El capital
Vamos a detenernos y desarrollar con mayor profundidad la categoría del capital.
Dijimos anteriormente que el capitalista obtiene su ganancia de capital a partir de la plusvalía
obtenida mediante la explotación de la fuerza de trabajo del obrero. Dijimos también que el
5
Marx, K.: "Salario, precio y ganancia". Cap.VIII: "La producción de la plusvalía"
capitalista posee la propiedad de los medios de producción, las materias primas, etc. Analizamos
también que todo producto contiene o encierra trabajo humano. Marx plantea una primera
definición desde la economía clásica: El capital está formado, entonces, por materias primas,
instrumentos de trabajo y medios de vida que se utilizan para producir nuevas materias primas, etc.
Es decir que todas estas partes del capital son producto del trabajo, es trabajo acumulado. Diremos
entonces que el trabajo acumulado que sirve de medio de nueva producción es el capital.
Pero veremos que Marx no se conforma con esta definición que proponen los economistas.
Los hombres establecen determinados vínculos y relaciones para producir, a través de los cuales se
relacionan también con la naturaleza. Estas relaciones de producción son relaciones sociales que los
individuos establecen, y sufren transformaciones, a través de las cuales se transforma la naturaleza.
Al cambiar y desarrollarse los medios de producción se transforman también las fuerzas
productivas. La sociedad antigua, la sociedad feudal y la sociedad burguesa, son distintos conjuntos
de relaciones de producción, cada uno de los cuales representa un grado particular de desarrollo en
la historia de la humanidad. El capital es también una relación social de producción, una relación
burguesa de producción de la sociedad capitalista. Esto significa que los medios de vida, los
instrumentos de trabajo, las materias primas que componen el capital, han sido producidos y
acumulados bajo ciertas condiciones sociales, en una determinada relación social; y se emplean
para un nuevo proceso de producción, bajo ciertas condiciones sociales, en una determinada
relación social. Este carácter social convierte en capital los productos destinados a la nueva
producción.
El capital también se compone de los valores de cambio, todos los productos que lo integran son
mercancías. Es decir que el capital no es sólo una suma de productos materiales: es una suma de
mercancías, valores de cambio, de magnitudes sociales.
Asimismo, veremos que la existencia de una clase social que no posee más que su capacidad de
trabajo, es un aspecto necesario para que exista el capital, en tanto éste consiste en que el trabajo
vivo (la fuerza de trabajo de los obreros) sirva al trabajo acumulado para conservar y aumentar su
valor de cambio (el cual, como vimos, sólo el ser humano puede agregar). Para que el capitalista se
apropie del capital de cien pesos que el obrero le agregó al pulóver, el obrero debió haber trabajado
12 horas, 6 de las cuales sirvieron para pagar su salario (recordemos que en el capitalismo lo
característico del trabajo es que es asalariado), mientras que las 6 restantes fueron apropiadas
enteramente por el capitalista.
El obrero cede al capital su fuerza productiva de trabajo, a cambio de los medios de vida (es decir, a
cambio del salario suficiente para reproducirse como clase). El salario que recibe el obrero se
consume de dos formas: reproductivamente para el capital, ya que éste lo cambia por fuerza de
trabajo que produce el plusvalor del que aquél se apropia; e improductivamente para el obrero,
pues lo cambia por medios de vida que desaparecen a menos que repita el cambio anterior con el
capitalista. Por lo tanto el capital presupone el trabajo asalariado y éste al capital, ambos se
condicionan y engendran recíprocamente. El capital sólo puede aumentar cambiándose por fuerza
de trabajo, es decir engendrando trabajo asalariado. La fuerza de trabajo del obrero asalariado sólo
puede cambiarse por capital, acrecentando a éste. Por lo tanto el aumento del capital implica un
aumento del proletariado, de la clase obrera. Cuanto más velozmente crece el capital productivo y,
por lo tanto, más próspera la industria (con adelantos tecnológicos, por ejemplo), más obreros
necesita el capitalista y más caro se vende el obrero 6. El crecimiento del capital productivo implica el
crecimiento del poder del trabajo acumulado sobre el trabajo vivo, es decir un aumento de la
dominación de la burguesía sobre la clase obrera. No existe capital sin esta relación de dominación
entre trabajo acumulado y trabajo vivo. Esta relación es desigual y sin ella las mercancías no se
constituyen en capital. Por lo tanto trabajo asalariado y capital son dos aspectos de una misma
relación, se hallan condicionados mutuamente.
La acumulación
Una de las características propias del capitalismo es la acumulación. Hemos visto que ni el dinero ni
la mercancía, ni los medios de producción son en sí mismos capital, sino que se constituyen en tales
bajo ciertas condiciones y circunstancias concretas. Entre estas es imprescindible el enfrentamiento
entre las dos clases, nos dice Marx, poseedoras de mercancías. Por una parte los propietarios de los
medios de producción, los burgueses, y por otra los obreros "libres" que son sólo propietarios de su
fuerza de trabajo.
Una parte de la plusvalía que los primeros obtienen de la explotación del trabajo de los segundos, se
destina al aumento de la escala de la producción, es decir, se suma a la magnitud del capital
anterior, mediante la inversión en modernización de maquinaria, más materia prima, etc. Es que al
capitalista lo mueve un deseo de apropiarse cada vez de más plusvalía, por lo que busca ampliar la
esfera de la explotación del trabajo asalariado, elevando el nivel de las empresas, perfeccionando el
sistema de organización del trabajo de los obreros, y toda otra medida que le permita ensanchar la
producción, produciéndose así la concentración o acumulación de capital. Asimismo, buscará
resistir mejor la lucha de competencia que comienza a abrirse entre los capitalistas que buscan la
venta más ventajosa de las mercancías que producen sus empresas, por lo tanto los capitalistas
tenderán a buscar ampliar la producción a fin de salir ventajosos de esta competencia, dado que son
los grandes capitales los que se posicionan mejor en esta lucha.
Otro proceso que se produce de la mano de la concentración es la centralización de capital, proceso
que consiste en la fusión de varios capitales para formar uno más voluminoso. El capital se
redistribuye entre los capitalistas y se concentra en manos de un número cada vez más reducido de
éstos.
En estos dos procesos, concentración y centralización del capital, se concentra la producción: se
agrandan las empresas y se agrupan los medios de producción, los obreros y la producción, en
empresas cada vez mayores.
6
Si bien con el desarrollo y evolución de la industria algunas máquinas comienzan a reemplazar la mano del obrero,
el mismo desarrollo industrial necesita más mano de obra, por lo que relativamente el número de obreros
necesarios aumenta. Además el obrero comienza a formarse específicamente en ciertas tareas, creando (y
valuando diferencialmente) la figura del obrero calificado.
La concentración de capital provoca un resultado doble: por un lado trae aparejado el incremento
de la explotación de las masas trabajadoras y el enriquecimiento, sobre esta base, de los
capitalistas.
Fetichismo de la Mercancía
Marx analiza la relación que se establece entre diferentes productos al ser convertidos en
mercancías, concluyendo que existe un fetichismo, un carácter enigmático, místico de éstas. Estos
productos son creados a partir de que el hombre, mediante su actividad, altera la forma en que se
presenta la materia natural a fin de que le sea útil (por ejemplo, altera la madera que extrae de un
tronco a fin de crear una mesa). En las sociedades productoras de mercancías y servicios, el
intercambio de las mismas es la única manera en que los diferentes productores se relacionan entre
sí. El valor de las mercancías es determinado de manera independiente de los productores
individuales, y cada productor debe producir su mercancía en términos de la satisfacción de
necesidades ajenas. El resultado de esto es que la mercancía misma, al ser colocada en el mercado y
por lo tanto someterse a sus leyes, parece determinar la voluntad del productor y no al revés. Marx
afirma que el fetichismo de la mercancía es algo intrínseco a las sociedades productoras de
mercancías, ya que en ellas el proceso de producción se autonomiza de la voluntad del ser humano.
Las mercancías se nos presentan tal cual son, no nos ocultan que son cosas útiles y que tienen un
precio. Al contrario, tan claro vemos que las mercancías son valores de uso con valores de cambio,
que sólo vemos eso: valores de uso que portan valores de cambio. El valor de cambio aparece unido
a cada mercancía y parece ser una propiedad del valor de uso que constituye cada mercancía. Los
precios de las cosas parecen depender de las cosas mismas. Ya vimos anteriormente que la fuerza
de trabajo que los obreros se ven obligados a vender en el mercado a fin de poder sobrevivir, toma
la forma de una mercancía más, sometiéndose a las leyes del mercado, de oferta y demanda. Por lo
tanto estas mercancías también adquieren, como las demás, un carácter enigmático de fetiche. Es
decir, parecerá una propiedad inherente a un determinado tipo de trabajo, el valor de cambio que le
corresponda, por ejemplo parecerá obvio que a un trabajo de carpintero de medio tiempo
corresponderá un salario determinado. Pero recordemos que detrás de la utilización de la fuerza de
trabajo en tanto mercancía se encuentra una forma particular de relación social entre los hombres:
la explotación del hombre por el hombre.
"Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los
hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los
productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que
también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una
relación social entre los objetos, existente al margen de los productores."[13]
El pensamiento dialéctico
Como fundamento para su pensamiento filosófico, Marx parte de la dialéctica, un concepto que
toma de Hegel. Considera que hay dos grandes enfoques del conocimiento de la realidad: uno,
según el cual la realidad es demasiado compleja por lo que no se puede comprender, captarla tal
cual es, y se debe separar sus elementos a fin de examinarlos por separado. Es el pensamiento
formal abstracto. A este opone otro enfoque que intenta captar la realidad tal cual es, con sus
contradicciones y movimientos internos. Este enfoque ya no se limita a separar las partes de la
realidad y analizarlas por separado, sino que buscará aprehender a la realidad en su completitud,
partiendo de que la misma es infinitamente rica en complejidad, en contradicciones, en
movimiento. Este enfoque es el que corresponde al pensamiento dialéctico.
Según Peña "La dialéctica significa conocer las cosas concretamente, con todas sus características, y
no como entes abstractos, vacíos, reducidos a una o dos características. Por eso la dialéctica
significa ver las cosas en movimiento, es decir, como procesos; por eso la dialéctica descubre y
estudia la contradicción que hay en el seno de toda unidad, y la unidad a la que tiende toda
contradicción.(...) En la realidad viva toda cosa a la vez es y no es, porque en todo hay movimiento; y
toda cosa es igual a sí misma pero a la vez es distinta de sí misma, porque en su seno hay
diferencias, y al haber diferencias hay el germen de contradicciones. (...) penetrar a fondo en la
realidad, captarla tal cual es, con su infinita complejidad, con su inagotable riqueza de contenidos,
eso es dialéctica”7.
La alienación
Otro de los aspectos centrales que forman parte de la filosofía marxista es el concepto de
enajenación, o alienación. Encontramos un Marx que discute con los filósofos como Hegel o
Feuerbach.
Alienación, entendida desde el marxismo, quiere decir que el hombre está dominado por cosas que
él creó, que ha proyectado partes de sí mismo, las ha transformado en cosas, y que esas cosas lo
dominan. Inversamente, desalienación implica que el hombre logre poner bajo su control aquellas
cosas que lo oprimen y que son partes de sí mismo, es decir productos de su trabajo. Implicará
entonces que el hombre se reencuentre consigo mismo, se rescate a sí mismo.
¿Cómo se produce la alienación? Así lo explica Milcíades Peña: “Surge la posibilidad para algunos
hombres de apropiarse del producto del trabajo ajeno. Y con la división del trabajo comienza el
desarrollo unilateral del hombre. Desde el comienzo de la división del trabajo cada uno tiene una
ubicación determinada y exclusiva, que le es impuesta y de la cual ya no puede salir. El hombre ya no
es más primordialmente hombre; es ante todo obrero o campesino o burgués o artesano, y tiene
que seguir siéndolo si no quiere perder sus medios de vida. Y bien, la división del trabajo, el trabajo
productivo y la producción de nuevas necesidades se desarrollan a través de la historia, y con ellas
crecen los objetos producidos por el hombre pero que el hombre no domina. Se acentúa la
unilateralidad del desarrollo de cada hombre. El hombre se aliena respecto de sus obras, de las
cosas que él creó, es decir, se le aparecen como objetos extraños regidos por leyes propias que se le
imponen pese a su voluntad. Y finalmente, al dividirse la sociedad en clases, el hombre se aliena
7
Peña, M.: Introducción al pensamiento de Marx, 1958
respecto de sí mismo, y se produce la alienación entre el hombre y el hombre. Así como los
productos de su trabajo le resultan cosas cuyo control se le escapa, el hombre comienza a utilizar a
otros hombres como un medio o instrumento, como una cosa para la satisfacción de sus
necesidades propias. El hombre se convierte en una cosa, en mercancía que otros hombres compran
para sus fines. Y todo lo que el hombre trabajador produce ya no sólo se le aparece como una cosa
extraña que él no domina; ahora ese producto de su trabajo se convierte en un poder extraño, en el
poder de otra clase, de otros hombres que se encuentran sobre él. Y desde entonces, al quedar
alienado, el hombre queda alienado de su trabajo. Ya no sólo los productos de su trabajo aparecen
ante el hombre como cosas y poderes extraños. Ahora es su propio trabajo el que le resulta algo
extraño, externo. El hombre ya no trabaja porque trabajar es la esencia humana y sólo en el trabajo
se realiza el hombre. Ahora el hombre alienado trabaja para vivir. El trabajo ya no es la condición y
el supuesto superior de la vida, sino que es simplemente un medio, un instrumento, no para realizar
la vida sino para satisfacer las necesidades biológicas más importantes” 8. Este último tipo de
alienación que define Marx, respecto al trabajo, el cual se vuelve externo, ajeno al obrero, implica
que el trabajo no le pertenece, por lo que en el trabajo no se afirma sino que se niega. "... no se
siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su
cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el
trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su
trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una
necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter
extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o
de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el
hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el
trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le
pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a sí mismo, sino a otro. Así como en la religión
la actividad propia de la fantasía humana, de la mente y del corazón humanos, actúa sobre el
individuo independientemente de él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así
también la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí
mismo. De esto resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales,
en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en
cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano y lo
humano en lo animal. Comer, beber y engendrar, etc., son realmente también auténticas funciones
humanas. Pero en la abstracción que las separa del ámbito restante de la actividad humana y las
convierte en un único y último son animales”9.
La importancia de este aspecto “humanista” del marxismo fue recuperada, entre otros, por Ernesto
Che Guevara, quien enfatizaba que la construcción del socialismo incluía tanto la superación de las
condiciones económico sociales de explotación, como la superación de la enajenación y el
individualismo capitalistas, dando lugar a la construcción de hombres y mujeres nuevos. Por eso,
8
Peña, M.: Introducción al pensamiento de Marx, 1958
9
Marx, K.: Manuscritos económicos y filosóficos de 1844
decía el Che, "El socialismo económico sin moral comunista no me interesa. Luchamos contra la
miseria, pero al mismo tiempo luchamos contra la alienación. Uno de los objetivos fundamentales
del marxismo es hacer desaparecer el interés, el factor de interés individual y de lucro como
motivación psicológica. Marx se preocupaba tanto del hecho económico como de su repercusión
sobre el espíritu y del resultado definitivo de esta repercusión: el hecho de conciencia. Por lo tanto,
si el comunismo no se preocupa del hecho de conciencia, se convierte en un método de
distribución, pero no será nunca una moral revolucionaria”10.
El estudio de la sociedad capitalista y su dinámica llevó a Marx a sacar una serie de conclusiones de
hondo contenido político.
En primer lugar, el conocimiento profundo de los sistemas sociales y sus transformaciones, permitió
reconocer el carácter histórico del sistema actual, el capitalismo.
Todas las sociedades, todas las culturas, tendieron a verse a sí mismas ocupando un lugar central en
la historia de la humanidad, considerándose muchas veces como el punto de llegada de la historia.
Ni el imperio greco-romano, ni el feudalismo europeo, ni los regímenes asiáticos, ni ningún otro
sistema proyectaba su propia extinción y, sin embargo el recorrido de la humanidad dejó en claro
que los sistemas sociales son históricos, y como tales pueden ser dejados atrás. Por eso, a
contramano del pensamiento burgués dominante de su época, que creía que el sistema capitalista y
la perspectiva de progreso planteada por la burguesía serían permanentes e ilimitadas, Marx pudo
ver, al estudiar el capitalismo, no sólo los aspectos constitutivos que fueron dando forma a su
nacimiento, sino también aquellas contradicciones crecientes que presentaba este sistema social.
Al atender a las tensiones que existían en el capitalismo, Marx observó las contradicciones del
sistema económico expresado en la recurrencia y creciente profundidad de las crisis. Pronosticó la
persistencia y agudización de contradicciones sociales en un mundo cada vez más plagado de
miseria y en donde la riqueza se acumula de forma creciente en pocas manos. Observó el cambio de
orientación de la burguesía, que de promotora del cambio revolucionario a fines de siglo XVIII, se
volvió cada vez más reacia a los cambios que pudieran poner en duda su propio poder. Y explicó
también, la potencialidad transformadora de la clase obrera.
Al considerar que el continuo movimiento del proceso histórico era dinamizado por la lucha de
clases, Marx destacó el lugar que potencialmente revolucionarios de la clase obrera en el moderno
sistema capitalista, al ser una clase numéricamente poderosa, sobre la cual se basa el desarrollo de
la burguesía y que posee, por tanto, intereses antagónicos a los de esa otra clase.
Por eso, para Marx, la posibilidad de superar al capitalismo estaba atada a la posibilidad de que la
clase obrera se organice políticamente, definiendo y clarificando sus intereses, y actúe de forma
10
“La profecía del Che”, Entrevista a Ernesto Che Guevara realizada por Jean Daniel en Express, Argel, julio del
1963.
revolucionaria, desplegando una lucha sin cuartel contra la burguesía, para hacerse con el poder
político y abrir lugar a un nuevo momento social, signado por la transición hacia una sociedad sin
clases, la sociedad comunista.
En forma consecuente, Marx fue un defensor teórico y práctico de la organización del proletariado
en partido político, con el fin de promover la revolución social. Cuando en 1871 el proletariado de
París se hizo con el poder, Marx profundizó su análisis, y reconoció en la “comuna” la forma inicial
de autoorganización de los trabajadores, como forma alternativa al poder burgués.
De este modo la propuesta de Marx se cristalizó en el planteo de liberación de la clase obrera por
medio de la revolución social, la toma del poder político y la conformación de un poder alternativo
de tipo “comuna” que permitiera la transición hacia una sociedad sin clases, sin explotación ni
opresión, la sociedad comunista.
VI – ANEXO DOCUMENTAL
[I] El defecto fundamental de todo el materialismo anterior -incluido el de Feuerbach- es que sólo
concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no
como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado
activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo
abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal.
Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero
tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva. Por eso, en La esencia
del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que
concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no
comprende la importancia de la actuación "revolucionaria", "práctico-crítica".
[III] La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y
de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una
educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las
circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la
sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej., en Robert
Owen).
La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede
concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.
[V] Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero
no concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica.
[VI] Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo
abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales.
Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado:
A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso (Gemüt) y
presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado.
En él, la esencia humana sólo puede concebirse como "género", como una generalidad interna,
muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos.
[VII] Feuerbach no ve, por tanto, que el "sentimiento religioso" es también un producto social y que
el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de sociedad.
[VIII] La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el
misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa
práctica.
[IX] A lo que más llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe la
sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la
"sociedad civil".
[X] El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad "civil; el del nuevo materialismo, la
sociedad humana o la humanidad socializada.
[XI] Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se
trata es de transformarlo.
***
***
En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre un clamor de gritos de "Vive la
Commune!" ¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta los espíritus burgueses?
"Los proletarios de París -- decía el Comité Central en su manifiesto del 18 de marzo --, en medio de
los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora
de salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos... Han
comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios
destinos, tomando el Poder." Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión
de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines.
El Poder estatal centralizado, con sus órganos omnipresentes: el ejército permanente, la policía, la
burocracia, el clero y la magistratura -- órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática
y jerárquica del trabajo --, procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente
sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo. Sin embargo, su
desarrollo se veía entorpecido por toda la basura medioeval: derechos señoriales, privilegios
locales, monopolios municipales y gremiales, códigos provinciales. La escoba gigantesca de la
Revolución Francesa del siglo XVIII barrió todas estas reliquias de tiempos pasados, limpiando así, al
mismo tiempo, el suelo de la sociedad de los últimos obstáculos que se alzaban ante la
superestructura del edificio del Estado moderno, erigido en tiempos del Primer Imperio, que, a su
vez, era el fruto de las guerras de coalición de la vieja Europa semifeudal contra la Francia moderna.
Durante los regímenes siguientes, el Gobierno, colocado bajo el control del parlamento -- es decir,
bajo el control directo de las clases poseedoras --, no sólo se convirtió en un vivero de enormes
deudas nacionales y de impuestos agobiadores, sino que, con la seducción irresistible de sus cargos,
prebendas y empleos, acabó siendo la manzana de la discordia entre las fracciones rivales y los
aventureros de las clases dominantes; por otra parte, su carácter político cambiaba
simultáneamente con los cambios económicos operados en la sociedad. Al paso que los progresos
de la moderna industria desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase entre
el capital y el trabajo, el Poder estatal fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder nacional
del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, de máquina del
despotismo de clase. Después de cada revolución, que marca un paso adelante en la lucha de
clases, se acusa con rasgos cada vez más destacados el carácter puramente represivo del Poder del
Estado. La Revolución de 1830, al dar como resultado el paso del Gobierno de manos de los
terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo fue transferirlo de los enemigos más remotos
a los enemigos más directos de la clase obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del
Poder del Estado en nombre de la Revolución de Febrero, lo usaron para provocar las matanzas de
Junio, para probar a la clase obrera que la República "social" era la República que aseguraba su
sumisión social y para convencer a la masa monárquica de los burgueses y terratenientes de que
podían dejar sin peligro los cuidados y los gajes del gobierno a los "republicanos" burgueses. Sin
embargo, después de su única hazaña heroica de Junio, no les quedó a los republicanos burgueses
otra cosa que pasar de la cabeza a la cola del Partido del Orden, coalición formada por todas las
fracciones y fracciones rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo, ahora abiertamente
declarado, contra las clases productoras. La forma más adecuada para este gobierno de capital
asociado era la República Parlamentaria, con Luis Bonaparte como presidente. Fue éste un régimen
de franco terrorismo de clase y de insulto deliberado contra la vile multitude [vil muchedumbre]. Si
la República Parlamentaria, como decía el señor Thiers, era "la que menos los dividía" (a las diversas
fracciones de la clase dominante), en cambio abría un abismo entre esta clase y el conjunto de la
sociedad situado fuera de sus escasas filas. Su unión venía a eliminar las restricciones que sus
discordias imponían al Poder del Estado bajo régimes anteriores, y, ante el amenazante alzamiento
del proletariado, se sirvieron del Poder estatal, sin piedad y con ostentación, como de una máquina
nacional de guerra del capital contra el trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra las masas
productoras les obligaba, no sólo a revestir al Poder Ejecutivo de facultades de represión cada vez
mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su propio baluarte parlamentario -- la Asamblea
Nacional --, de todos sus medios de defensa contra el Poder Ejecutivo, uno por uno, hasta que éste,
en la persona de Luis Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la República del Partido del
Orden fue el Segundo Imperio.
El Imperio, con el coup d'Etat por fe de bautismo, el sufragio universal por sanción y la espada por
cetro, declaraba apoyarse en los campesinos, amplia masa de productores no envuelta
directamente en la lucha entre el capital y el trabajo. Decía que salvaba a la clase obrera
destruyendo el parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión del Gobierno a las clases
poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie su supremacía
económica sobre la clase obrera, y, finalmente, pretendía unir a todas las clases, al resucitar para
todos la quimera de la gloria nacional. En realidad, era la única forma de gobierno posible, en un
momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar la nación y la clase obrera
no la había adquirido aún. El Imperio fue aclamado de un extremo a otro del mundo como el
salvador de la sociedad. Bajo su égida, la sociedad burguesa, libre de preocupaciones políticas,
alcanzó un desarrollo que ni ella misma esperaba. Su industria y su comercio cobraron proporciones
gigantescas; la especulación financiera celebró orgías cosmopolitas; la miseria de las masas
contrastaba con la ostentación desvergonzada de un lujo suntuoso, falso y envilecido. El Poder del
Estado, que aparentemente flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor escándalo
de ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su podredumbre y la podredumbre de la
sociedad a la que había salvado, fueron puestas al desnudo por la bayoneta de Prusia, que ardía a su
vez en deseos de trasladar la sede suprema de este régime de París a Berlín. El imperialismo es la
forma más prostituida y al mismo tiempo la forma última de aquel Poder estatal que la sociedad
burguesa naciente había comenzado a crear como medio para emanciparse del feudalismo y que la
sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el
capital.
La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de "República social", con que la Revolución
de Febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una
República que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la
propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta República.
París, sede central del viejo Poder gubernamental y, al mismo tiempo, baluarte social de la clase
obrera de Francia, se había levantado en armas contra el intento de Thiers y los "rurales" de
restaurar y perpetuar aquel viejo Poder que les había sido legado por el Imperio. Y si París pudo
resistir fue únicamente porque, a consecuencia del asedio, se había deshecho del ejército,
substituyéndolo por una Guardia Nacional, cuyo principal contingente lo formaban los obreros.
Ahora se trata de convertir este hecho en una institución duradera. Por eso, el primer decreto de la
Comuna fue para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por el pueblo armado.
La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los
diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus
miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna
no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa
al mismo tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del Gobierno central, la policía fue
despojada inmediatamente de sus atributos políticos y convertida en instrumento de la Comuna,
responsable ante ella y revocable en todo momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las
demás ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los
servidores públicos debían devengar salarios de obreros. Los intereses creados y los gastos de
representación de los altos dignatarios del Estado desaparecieron con los altos dignatarios mismos.
Los cargos públicos dejaron de ser propiedad privada de los testaferros del Gobierno central. En
manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la iniciativa
ejercida hasta entonces por el Estado.
Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los elementos de la fuerza física del
antiguo Gobierno, la Comuna tomó medidas inmediatamente para destruir la fuerza espiritual de
represión, el "poder de los curas", decretando la separación de la Iglesia y el Estado y la
expropiación de todas las iglesias como corporaciones poseedoras. Los curas fueron devueltos al
retiro de la vida privada, a vivir de las limosnas de los fieles, como sus antecesores, los apóstoles.
Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente al pueblo y al mismo tiempo
emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del Estado. Así, no sólo se ponía la enseñanza al
alcance de todos, sino que la propia ciencia se redimía de las trabas a que la tenían sujeta los
prejuicios de clase y el poder del Gobierno.
Los funcionarios judiciales debían perder aquella fingida independencia que sólo había servido para
disfrazar su abyecta sumisión a los sucesivos gobiernos, ante los cuales iban prestando y violando,
sucesivamente, el juramento de fidelidad. Igual que los demás funcionarios públicos, los
magistrados y los jueces habían de ser funcionarios electivos, responsables y revocables.
Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los grandes centros
industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los centros secundarios el régimen
comunal, el antiguo Gobierno centralizado tendría que dejar paso también en las provincias a la
autoadministración de los productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna
no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma política que
revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los distritos rurales el ejército permanente
habría de ser reemplazado por una milicia popular, con un período de servicio extraordinariamente
corto. Las comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una
asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su vez,
enviarían diputados a la Asamblea Nacional de Delegados de París, entendiéndose que todos los
delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandat impératif
(instrucciones formales) de sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían
para un gobierno central, no se suprimirían, como se ha dicho, falseando intencionadamente la
verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales que, gracias a esta condición, serían
estrictamente responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario,
de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al destruir el Poder del
Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella unidad, independiente y situado por encima de
la nación misma, de la cual no era más que una excrecencia parasitaria. Mientras que los órganos
puramente represivos del viejo Poder estatal habían de ser amputados, sus funciones legitimas
serían arrancadas a una autoridad que usurpaba una posición preeminente sobre la sociedad
misma, para restituirlas a los servidores responsables de esta sociedad. En vez de decidir una vez
cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante habían de "representar" al pueblo en el
parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo organizado en comunas, como el
sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es
bien sabido que lo mismo las compañías que los particulares, cuando se trata de negocios saben
generalmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si alguna vez se equivocan,
reparan su error con presteza. Por otra parte, nada podía ser más ajeno al espíritu de la Comuna
que sustituir el sufragio universal por una investidura jerárquica.
Generalmente, las creaciones históricas por completo nuevas están destinadas a que se las tome
por una reproducción de formas viejas e incluso difuntas de la vida social, con las cuales pueden
presentar cierta semejanza. Así, esta nueva Comuna, que quiebra el Poder estatal moderno, ha sido
confundida con una reproducción de las comunas medievales, que, habiendo precedido a ese
Estado, le sirvieron luego de base. Al régimen comunal se le ha tomado erróneamente por un
intento de fraccionar, como lo soñaban Montesquieu y los girondinos, esa unidad de las grandes
naciones en una federación de pequeños Estados, unidad que, aunque instaurada en sus orígenes
por la violencia política, se ha convertido hoy en un poderoso factor de la producción social. El
antagonismo entre la Comuna y el Poder estatal se ha presentado equivocadamente como una
forma exagerada de la vieja lucha contra el excesivo centralismo. Circunstancias históricas peculiares
pueden en otros países haber impedido el desarrollo clásico de la forma burguesa de gobierno, tal
como se dio en Francia, y haber permitido, como en Inglaterra, completar en las ciudades los
grandes órganos centrales del Estado con asambleas parroquiales corrompidas, concejales
concusionarios y feroces administradores de la beneficencia, y, en el campo, con jueces
virtualmente hereditarios. El régimen comunal habría devuelto al organismo social todas las fuerzas
que hasta entonces venía absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y
entorpece su libre movimiento Con este solo hecho habría iniciado la regeneración de Francia. La
burguesía de las ciudades de la provincia francesa veía en la Comuna un intento de restaurar el
predominio que ella había ejercido sobre el campo bajo Luis Felipe y que, bajo Luis Napoleón, había
sido suplantado por el supuesto predominio del campo sobre la ciudad. En realidad, el régimen
comunal colocaba a los productores del campo bajo la dirección intelectual de las cabeceras de sus
distritos, ofreciéndoles aquí, en las personas de los obreros, a los representantes naturales de sus
intereses. La sola existencia de la Comuna implicaba, evidentemente, la autonomía municipal, pero
ya no como contrapeso a un Poder estatal que ahora era superfluo. Sólo en la cabeza de un
Bismarck, que, cuando no está metido en sus intrigas de sangre y hierro, gusta de volver a su
antigua ocupación, que tan bien cuadra a su calibre mental, de colaborador del Kladderadatsch (el
Punch de Berlín), sólo en una cabeza como ésa podía caber el achacar a la Comuna de París la
aspiración de reproducir aquella caricatura de la organización municipal francesa de 1791 que es la
organización municipal de Prusia, donde la administración de las ciudades queda rebajada al papel
de simple rueda secundaria de la maquinaria policíaca del Estado prusiano. Ese tópico de todas las
revoluciones burguesas, "un gobierno barato", la Comuna lo convirtió en realidad al destruir las dos
grandes fuentes de gastos: el ejército permanente y la burocracia del Estado. Su sola existencia
presuponía la no existencia de la monarquía que, en Europa al menos, es el lastre normal y el disfraz
indispensable de la dominación de clase La Comuna dotó a la República de una base de
instituciones realmente democráticas. Pero, ni el gobierno barato, ni la "verdadera República"
constituían su meta final, no eran más que fenómenos concomitantes.
La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad de intereses que la
han interpretado a su favor, demuestran que era una forma política perfectamente flexible, a
diferencia de las formas anteriores de gobierno que habían sido todas fundamentalmente
represivas. He aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase
obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin
descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo.
Sin esta última condición, el régimen comunal habría sido una imposibilidad y una impostura. La
dominación política de los productores es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social.
Por tanto, la Comuna había de servir de palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los
que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase. Emancipado el
trabajo, cada hombre
Es un hecho extraño. A pesar de todo lo que se ha hablado y escrito con tanta profusión durante los
últimos sesenta años acerca de la emancipación del trabajo, apenas en algún sitio los obreros toman
resueltamente la cosa en sus manos, vuelve a resonar de pronto toda la fraseología apologética de
los portavoces de la sociedad actual, con sus dos polos de capital y esclavitud asalariada (hoy, el
propietario de tierras no es más que el socio sumiso del capitalista), como si la sociedad capitalista
se hallase todavía en su estado más puro de inocencia virginal, con sus antagonismos todavía en
germen, con sus engaños todavía encubiertos, con sus prostituidas realidades todavía sin desnudar.
¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda civilización! Sí, caballeros, la
Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza
de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la
propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción -- la tierra y el
capital -- que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en
simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el "irrealizable"
comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes
para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe -y no son pocos- se han
erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la
producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de substituir al
sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con
arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las
convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso
entonces, caballeros, sino comunismo, comunismo "realizable"?
La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna utopía
lista para implantar par decret du peuple [por decreto del pueblo]. Saben que para conseguir su
propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la
sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda
una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen
que realizar ningunos ideales, sino simplemente liberar los elementos de la nueva sociedad que la
vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno. Plenamente consciente de su misión histórica y
heroicamente resulta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas
invectivas de los lacayos de la pluma y de la protección profesoral de los doctrinarios burgueses bien
intencionados, que vierten sus perogrulladas de ignorantes y sus sectarias fantasías con un tono
sibilino de infalibilidad científica.
Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por
primera vez en la historia, simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus
"superiores naturales" y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de
un modo modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el mas alto de los cuales apenas representaba
una quinta parte de la suma que según una alta autoridad científica es el sueldo mínimo del
secretario de un consejo de instrucción pública de Londres, el viejo mundo se retorció en
convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del Trabajo,
ondeando sobre el Hôtel de Ville.
Y, sin embargo, fue ésta la primera revolución en que la clase obrera fue abiertamente reconocida
como la única clase capaz de iniciativa social incluso por la gran masa de la clase media parisina --
tenderos, artesanos, comerciantes --, con la sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna los
salvó, mediante una sagaz solución de la constante fuente de discordias dentro de la misma clase
media: el conflicto entre acreedores y deudores. Estos mismos elementos de la clase media,
después de haber colaborado en el aplastamiento de la Insurrección Obrera de Junio de 1848,
habían sido sacrificados sin miramiento a sus acreedores por la Asamblea Constituyente de
entonces. Pero no fue éste el único motivo que les llevó a apretar sus filas en torno a la clase obrera.
Sentían que había que escoger entre la Comuna y el Imperio, cualquiera que fuese el rótulo bajo el
que éste resucitase. El Imperio los había arruinado económicamente con su dilapidación de la
riqueza pública, con las grandes estafas financieras que fomentó y con el apoyo prestado a la
concentración artificialmente acelerada del capital, que suponía la expropiación de muchos de sus
componentes. Los había oprimido politicamente, y los había irritado moralmente con sus orgias;
había herido su volterianismo al confiar la educación de sus hijos a los frères ignorantins, y había
sublevado su sentimiento nacional de franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que sólo
ofreció una compensación para todos los desastres que había causado: la caída del Imperio. En
efecto, tan pronto huyó de París la alta bohème bonapartista y capitalista, el auténtico Partido del
Orden de la clase media surgió bajo la forma de "Unión Republicana", se colocó bajo la bandera de
la Comuna y se puso a defenderla contra las malévolas desfiguraciones de Thiers. El tiempo dirá si la
gratitud de esta gran masa de la clase media va a resistir las duras pruebas de estos momentos.
La Comuna tenía toda la razón cuando decía a los campesinos: "Nuestro triunfo es vuestra única
esperanza". De todas las mentiras incubadas en Versalles y difundidas por los ilustres mercenarios
de la prensa europea, una de las más tremendas era la de que los "rurales" representaban al
campesinado francés. ¡Figuraos el amor que sentirían los campesinos de Francia por los hombres a
quienes después de 1815 se les obligó a pagar mil millones de indemnización! A los ojos del
campesino francés, la sola existencia de grandes propietarios de tierras es ya una usurpación de sus
conquistas de 1789. En 1848, la burguesia gravó su parcela de tierra con el impuesto adicional de 45
céntimos por franco, pero entonces lo hizo en nombre de la revolución; ahora, en cambio,
fomentaba una guerra civil en contra de la revolución, para echar sobre las espaldas de los
campesinos la carga principal de los cinco mil millones de indemnización que había que pagar a los
prusianos. La Comuna por el contrario, declaraba en una de sus primeras proclamas que las costas
de la guerra tenían que ser pagadas por los verdaderos causantes de ella. La Comuna habría
redimido al campesino de la contribución de sangre, le habría dado un gobierno barato, habría
convertido a los que hoy son sus vampiros -- el notario, el abogado, el agente ejecutivo y otros
chupasangre de juzgados en empleados comunales asalariados, elegidos por él y responsables ante
él mismo. Le habría librado de la tiranía del alguacil rural, el gendarme y el prefecto; la ilustración en
manos del maestro de escuela habría ocupado el lugar del embrutecimiento por parte del cura. Y el
campesino francés es, ante todo y sobre todo, un hombre calculador. Le habría parecido
extremadamente razonable que la paga del cura, en vez de serle arrancada a él por el recaudador de
contribuciones, dependiese de la espontánea manifestación de los sentimientos religiosos de los
feligreses. Tales eran los grandes beneficios que el régimen de la Comuna -- y sólo él -- brindaba
como cosa inmediata a los campesinos franceses. Huelga, por tanto, detenerse a examinar los
problemas más complicados, pero vitales, que sólo la Comuna era capaz de resolver -- y que al
mismo tiempo estaba obligada a resolver --, en favor de los campesinos, a saber: la deuda
hipotecaria, que pesaba como una pesadilla sobre su parcela; el prolétariat foncier (el proletariado
rural), que crecía constantemente, y el proceso de su expropiación de dicha parcela, proceso cada
vez más acelerado en virtud del desarrollo de la agricultura moderna y la competencia de la
producción agrícola capitalista.
El campesino francés había elegido a Luis Bonaparte presidente de la República, pero fue el Partido
del Orden el que creó el Segundo Imperio. Lo que el campesino francés quiere realmente, comenzó
a demostrarlo él mismo en 1849 y 1850, al oponer su maire al prefecto del gobierno, su maestro de
escuela al cura del gobierno y su propia persona al gendarme del gobierno. Todas las leyes
promulgadas por el Partido del Orden en enero y febrero de 1850 fueron medidas descaradas de
represión contra el campesino. El campesino era bonapartista porque la gran revolución, con todos
los beneficios que le había conquistado, se personificaba para él en Napoleón
Pero esta ilusión, que se esfumó rápidamente bajo el Segundo Imperio (y que era, por naturaleza,
contraria a los "rurales"), este prejuicio del pasado, ¿cómo hubiera podido hacer frente a la
apelación de la Comuna a los intereses vitales y necesidades más apremiantes de los campesinos?
Los "rurales" -- tal era, en realidad, su principal temor -- sabían que tres meses de libre contacto del
París de la Comuna con las provincias bastarían para desencadenar una sublevación general de
campesinos, y de ahí su prisa por establecer el bloqueo policíaco de París para impedir que la
epidemia se propagase.
La Comuna era, pues, la verdadera representación de todos los elementos sanos de la sociedad
francesa, y por consiguiente, el auténtico gobierno nacional Pero, al mismo tiempo, como gobierno
obrero y como campeón intrépido de la emancipación del trabajo, era un gobierno internacional en
el pleno sentido de la palabra. A los ojos del ejército prusiano, que había anexado a Alemania dos
provincias francesas, la Comuna anexaba a Francia los obreros del mundo entero.
El Segundo Imperio había sido el jubileo de la estafa cosmopolita, los estafadores de todos los
países habían acudido corriendo a su llamada para participar en sus orgías y en el saqueo del pueblo
francés. Y todavía hoy la mano derecha de Thiers es Ganesco, el crápula valaco, y su mano izquierda
Markovski, el espía ruso. La Comuna concedió a todos los extranjeros el honor de morir por una
causa inmortal. Entre la guerra exterior, perdida por su traición, y la guerra civil, fomentada por su
conspiración con el invasor extranjero, la burguesía encontraba tiempo para dar pruebas de
patriotismo, organizando batidas policíacas contra los alemanes residentes en Francia. La Comuna
nombró a un obrero alemán su ministro del Trabajo. Thiers, la burguesía, el Segundo Imperio,
habían engañado constantemente a Polonia con ostentosas manifestaciones de simpatía, mientras
en realidad la traicionaban por los intereses de Rusia, a la que prestaban los más sucios servicios. La
Comuna honró a los heroicos hijos de Polonia, colocándolos a la cabeza de los defensores de París. Y,
para marcar nítidamente la nueva era histórica que conscientemente inauguraba, la Comuna, ante
los ojos de los vencedores prusianos, de una parte, y del ejército bonapartista mandado por
generales bonapartistas de otra, echó abajo aquel símbolo gigantesco de la gloria guerrera que era
la Columna de Vendôme.
La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no
podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo. Entre ellas
se cuentan la abolición del trabajo nocturno para los obreros panaderos, y la prohibición, bajo
penas, de la práctica corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a sus obreros
multas bajo los más diversos pretextos, proceso éste en el que el patrono se adjudica las funciones
de legislador, juez y agente ejecutivo, y, además, se embolsa el dinero. Otra medida de este género
fue la entrega a las asociaciones obreras, bajo reserva de indemnización, de todos los talleres y
fábricas cerrados, lo mismo si sus respectivos patronos habían huído que si habían optado por parar
el trabajo.
Las medidas financieras de la Comuna, notables por su sagacidad y moderación, hubieron de
limitarse necesariamente a lo que era compatible con la situación de una ciudad sitiada. Teniendo
en cuenta el latrocinio gigantesco desencadenado sobre la ciudad de París por las grandes empresas
financieras y los contratistas de obras bajo la tutela de Haussmann, la Comuna habría tenido títulos
incomparablemente mejores para confiscar sus bienes que los que Luis Napoleón había tenido para
confiscar los de la familia de Orleans. Los Hohenzollern y los oligarcas ingleses, una buena parte de
cuyos bienes provenían del saqueo de la Iglesia, pusieron naturalmente el grito en el cielo cuando la
Comuna sacó de la secularización 8.000 míseros francos.
Mientras el Gobierno de Versalles, apenas recobró un poco de ánimo y de fuerzas, empleaba contra
la Comuna las medidas más violentas; mientras ahogaba la libre expresión del pensamiento en toda
Francia, hasta el punto de prohibir las asambleas de delegados de las grandes ciudades; mientras
sometía a Versalles y al resto de Francia a un espionaje que dejaba chiquito al del Segundo Imperio;
mientras quemaba, por medio de sus inquisidores-gendarmes, todos los periódicos publicados en
París y violaba toda la correspondencia que procedía de la capital o iba dirigida a ella; mientras en la
Asamblea Nacional, los más tímidos intentos de aventurar una palabra en favor de París eran
ahogados con unos aullidos a los que no había llegado ni la Chambre introuvable de 1816; con la
guerra salvaje de los versalleses fuera de París y sus tentativas de corrupción y conspiración por
dentro, ¿podía la Comuna, sin traicionar ignominiosamente su causa, guardar todas las formas y
apariencias de liberalismo, como si gobernase en tiempos de serena paz? Si el Gobierno de la
Comuna se hubiera parecido al de Thiers, no habría habido más base para suprimir en París los
periódicos del partido del orden que para suprimir en Versalles los periódicos de la Comuna.
Era verdaderamente indignante para los "rurales" que, en el mismo momento en que ellos
preconizaban como único medio de salvar a Francia la vuelta al seno de la Iglesia, la pagana Comuna
descubriera los misterios del convento de monjas de Picpus y de la iglesia de Saint Laurent. Y era
una burla para el señor Thiers que, mientras él hacía llover grandes cruces sobre los generales
bonapartistas, para premiar su maestría en el arte de perder batallas, firmar capitulaciones y liar
cigarrillos en Wilhelmshöhe, la Comuna destituyera y arrestara a sus generales a la menor sospecha
de negligencia en el cumplimiento del deber. La expulsión de su seno y la detención por la Comuna
de uno de sus miembros*, que se había deslizado en ella bajo nombre supuesto y que en Lyon había
sufrido un arresto de seis días por simple quiebra, ¿no era un deliberado insulto para el falsificador
Jules Favre, todavía a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Francia, y que seguía vendiendo su
país a Bismarck y dictando órdenes a aquel incomparable Gobierno de Bélgica? La verdad es que la
Comuna no presumía de infalibilidad, don que se atribuían sin excepción todos los gobiernos de
viejo cuño. Publicaba sus acciones y sus palabras y daba a conocer al público todas sus
imperfecciones.
En todas las revoluciones, al lado de sus verdaderos representantes, figuran hombres de otra
naturaleza. Algunos de ellos, supervivientes y devotos de revoluciones pasadas, sin visión del
movimiento actual, pero dueños todavía de su influencia sobre el pueblo, por su reconocida
honradez y valentía, o simplemente por la fuerza de la tradición; otros, simples charlatanes que, a
fuerza de repetir año tras año las mismas declamaciones estereotipadas contra el gobierno del día,
se han robado una reputación de revolucionarios de pura cepa. Después del 18 de marzo salieron
también a la superficie hombres de éstos, y en algunos casos lograron desempeñar papeles
preeminentes. En la medida en que su poder se lo permitió, entorpecieron la verdadera acción de la
clase obrera, lo mismo que otros de su especie entorpecieron el desarrollo completo de todas las
revoluciones anteriores. Estos elementos constituyen un mal inevitable; con el tiempo se les quita
de en medio; pero a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo.
Maravilloso en verdad fue el cambio operado por la Comuna en París. De aquel París prostituido del
Segundo Imperio no quedaba ni rastro. París ya no era el lugar de cita de terratenientes ingleses,
absentistas irlandeses, ex esclavistas y rastacueros norteamericanos, ex propietarios rusos de
siervos y boyardos de Valaquia. Ya no había cadáveres en la morgue, ni asaltos nocturnos, y apenas
uno que otro robo; por primera vez desde los días de febrero de 1848, se podía transitar seguro por
las calles de París, y eso que no había policía de ninguna clase. "Ya no se oye hablar -- decía un
miembro de la Comuna -- de asesinatos, robos y atracos; diríase que la policía se ha llevado consigo
a Versalles a todos sus amigos conservadores". Las cocottes [damiselas] habían reencontrado el
rastro de sus protectores, fugitivos hombres de la familia, de la religión y, sobre todo, de la
propiedad. En su lugar, volvían a salir a la superficie las auténticas mujeres de París, heroicas, nobles
y abnegadas como las mujeres de la antigüedad. París trabajaba y pensaba, luchaba y daba su
sangre; radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica, dedicado a forjar una sociedad nueva,
casi se olvidaba de los caníbales que tenía a las puertas.
Frente a este mundo nuevo de París, se alzaba el mundo viejo de Versalles aquella asamblea de
legitimistas y orleanistas, vampiros de todos los régimes difuntos, ávidos de nutrirse del cadáver de
la nación, con su cola de republicanos antediluvianos, que sancionaban con su presencia en la
Asamblea el motín de los esclavistas, confiando el mantenimiento de su República Parlamentaria a
la vanidad del senil saltimbanqui que la presidía y caricaturizando la revolución de 1789 con la
celebración de sus reuniones de espectros en el Jeu de Paume Así era esta Asamblea,
representación de todo lo muerto de Francia, sólo mantenida en una apariencia de vida por los
sables de los generales de Luis Bonaparte. París, todo verdad, y Versalles, todo mentira, una mentira
que salía de los labios de Thiers.
"Les doy a ustedes mi palabra, a la que jamás he faltado", dice Thiers a una comisión de alcaldes del
departamento de Seine-et-Oise. A la Asamblea Nacional le dice que "es la Asamblea más libremente
elegida y más liberal que en Francia ha existido"; dice a su abigarrada soldadesca, que es "la
admiración del mundo y el mejor ejército que jamás ha tenido Francia"; dice a las provincias que el
bombardeo de París llevado a cabo por él es un mito: "Si se han disparado-algunos cañonazos, no ha
sido por el ejército de Versalles, sino por algunos insurrectos empeñados en hacernos creer que
luchan, cuando en realidad no se atreven a asomar sus caras". Poco después, dice a las provincias
que "la artillería de Versalles no bombardea a París, sino que simplemente lo cañonea". Dice al
arzobispo de París que las pretendidas ejecuciones y represalias (!) atribuidas a las tropas de
Versalles son puras invenciones. Dice a París que sólo ansía "liberarlo de los horribles tiranos que lo
oprimen" y que el París de la Comuna no es, en realidad, "más que un puñado de criminales".
El París del señor Thiers no era el verdadero París de la "vil muchedumbre", sino un París fantasma,
el París de los francs-fileurs, el París masculino y femenino de los bulevares, el París rico, capitalista;
el París dorado, el París ocioso, que ahora corría en tropel a Versalles, a Saint-Denis, a Rueil y a Saint-
Germain, con sus lacayos, sus estafadores, su bohème literaria y sus cocottes. El París para el que la
guerra civil no era más que un agradable pasatiempo, el que veia las batallas por un anteojo de larga
vista, el que contaba los estampidos de los cañonazos y juraba por su honor y el de sus prostitutas
que aquella función era mucho mejor que las que representaban en Porte Saint Martin. Allí, los que
caían eran muertos de verdad, los gritos de los heridos eran de verdad también, y además, ¡todo era
tan intensamente histórico!
Este es el París del señor Thiers, como el mundo de los emigrados de Coblenza era la Francia del
señor de Calonne.