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José Manuel Adrán Cambón,

CARA Y CRUZ DE LA ADOLESCENCIA1


Presentación

EL ADOLESCENTE Y SUS PROBLEMAS


Naturaleza de la adolescencia

CON EL DEDO EN LAS LLAGAS


LAS POSIBLES SOLUCIONES
El adolescente en su exterior

LA ÚLTIMA RAÍZ QUEDA MÁS LEJANA


EN BUSCA DE UNA SOLUCIÓN OPTIMISTA
EN TORNO A UNA POSIBLE SOLUCIÓN
EDUCACIÓN ESPECÍFICA DEL ADOLESCENTE
¿QUÉ ACONSEJAR A PADRES Y EDUCADORES?
Lo primero a tener en cuenta

CUALIDADES DEL EDUCADOR


Ser modelo
Tacto pedagógico
Amor y autoridad

EDUCADORES Y EDUCANDOS EN LA HORA PRESENTE


MENSAJE A LA ADOLESCENCIA
¿Cómo vez a tus padres, a tus maestros y a tus sacerdotes?

PRESENTACIÓN

Es de suponer que el apellidar de vulgaris, como que Linneo solía designar a


algún vegetal o animalejo, obedeciera a no haber hallado en ellos algo que los especificara
1
José Manuel Adrán, Cruz y cara de la adolescencia, Folletos mc, Madrid, Ediciones Palabra, febrero 1991.
José Manuel Adrán Cambón, nació en Santiago de Compostela. Es Licenciado en
Teología y en Filosofía y Letras. Ejerció su ministerio pastoral en la parroquia de San
Jorge de La Coruña. En 1948 ingresa en el Cuerpo de Capellanes del Ejército del Aire. Fue
profesor de la Academia General del Aire, para la que escribió dos textos: Principios
generales del dogma católico y Principios de moral católica y profesional. En 1971, ya
retirado del Ejército, llega a Madrid, dedicándose a la enseñanza en «Tajamar», «Los
Tilos», «Montealto» y «Los Olmos», simulteando con Cursos de retiro. Ahora presta sus
servicios espirituales en el Real Oratorio de Caballero de Gracia y en las Madres
Carmelitas de Ponzano.
1
de lo corriente. Así tenemos el canis vulgaris, al que en mi tierra solemos llamar can de
palleiro, can de pajar, que no saca a nadie de apuros y que para poco o nada sirve. Algo
parecido había que hacer con algunas almas juveniles. Al lado del homo sapiens está
brotando, en proporciones que rebasan con mucho la excepción, el homo vulgaris, con la
agravante de ir perdiendo lo que tiene de homo, para acentuar lo que le queda de vulgar.
Debemos, no obstante, esperar que la fatiga, eterna aliada del tiempo, haga bajar
del pino en que se ha encaramado la multitud de adolescentes en rebeldía, y retorne a la
normalidad de las cosas.
¿No sería conveniente entre tanto, descubrirles, en parte al menos, el secreto
natural de sus rebeldías, y hacerles ver que desafinan en la forma de desarrollar esas
vivencias irresistibles de querer vivir a su aire?
Esto es lo que intentamos hacer a través de estas páginas, que cordialmente
brindamos en primer término a los educadores, y en segundo lugar a los adolescentes de
ambos sexos que pueblan nuestros centros de enseñanza y que, sin darse, acaso, cuenta,
están quemando los mejores años de su existencia, ensamblándolos con un deje de
amargura que sólo les permite ser parcialmente felices.
Es, pues, de esperar que estas notas, basadas en la doctrina de inmejorables
maestros del buen decir y del bien hacer, y en la directa observación del alma juvenil, sin
olvidar una formal apelación a las Letras Santas de la sagrada Escritura y al Magisterio de
la Iglesia, calen en las tempranas mentes de nuestros adolescentes; se sientan retratados en
el azogado espejo de su propia estimación y arraiguen en sus corazones juveniles, para que
en su día, no lejano, sean por ellos interpretadas en juicios prácticos de valor que
consoliden una personalidad reciamente cristiana.

EL ADOLESCENTE Y SUS PROBLEMAS

Todas las etapas del desarrollo son importantes. Escalones de las etapas
subsiguientes, en las que cada una de ellas está como esquematizada en la que le sucede y
reemplaza; hitos del crecimiento de la micro-historia de cada hombre, paralelo al
desarrollo colectivo de los compañeros de viaje que forman los de su generación. Acaso
hoy se nos ofrezca esta etapa de la adolescencia con unos síntomas más problemáticos que
en épocas pretéritas. ¿Constituye la adolescencia un problema? Sí y no. Por un lado, en
cuanto supone un paso en la natural evolución del pequeño protagonista hacia la formación
definitiva de la personalidad, no parece problema superior al de cualquier escalón hacia
adelante en el proceso del desarrollo humano. Más, en cuanto supone el venir acompañado
de un desajuste en las relaciones familiares y escolares: relación padre-hijo, maestro-
discípulo; desajuste y desequilibrio promovido por la aparición en la vida del yo, puede sí
calificarse de problema, y no pequeño. Porque se trata del momento en el que el
protagonista de este período temporal se enfrenta con un mundo más dilatado del que hasta
ahora tenía ocasión de experimentar. Encrucijada de caminos, entre los cuales puede
decidirse a caminar en el futuro por alguno de ellos, que puede resultar el más equivocado.

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NATURALEZA DE LA ADOLESCENCIA

Trataremos de adentrarnos en el fondo de la cuestión. ¿Qué es la adolescencia?


Montovani la define como «un continuo dinamismo de crecimiento e integración bajo el
influjo de factores hereditarios y factores ambientales. Su mismo nombre, que viene del
verbo adolescere, significa crecer»2. Es, pues, un fenómeno de crecimiento.
El paso del niño a adolescente, y de éste a joven, es similar al desarrollo de una
planta. Su componente esencial: La semilla, una vida que germina en la niñez. La semilla
se desintegra en sus elementos químicos, éstos se combinarán con lo que encuentren en
torno suyo y producirán la síntesis de la nueva planta. La adolescencia, junto con la
pubertad, obedece a esta etapa de descomposición. Etapa que algún autor ha calificado de
«locura pasajera», y que, a pesar de revelar la desorganización del período anterior, no es
un proceso negativo, antes bien, se está labrando en él un fenómeno de integración que, a
la larga, dará como resultado la madurez del sujeto. El fruto vendrá en un futuro no lejano
que llamamos edad adulta. En apretada síntesis, podemos decir que el problema del
adolescente se reduce al paso de una situación de dependencia a otra situación de
autonomía.
El chico o la chica, en esta coyuntura, verá la verificación de su yo, que el profesor
García Hoz repone en el descubrimiento de la propia intimidad. Nacimiento que se produce
en forma lenta y costosa a lo largo de los primeros años de la adolescencia. Se trata de un
desarrollo sincronizado entre el crecimiento cronológico y el psicológico. El chico crece al
mismo tiempo en edad y en calidad.
«La adolescencia – escribe el mencionado profesor – es el comienzo de un
crecimiento cualitativo, lo cual vale tanto como decir que es un nacimiento de algo en el
hombre, no es el nacimiento del hombre, sino nacimiento de algo en el hombre, y ese algo
no es otra cosa que la propia intimidad»3.
A su vez, el profesor Gerardo Castillo, nos describe así este proceso: «Al principio,
cabe hablar de un simple sentimiento del propio yo: el adolescente siente expresamente
que lleva algo en sí mismo que no pertenece a nadie, que es suyo. Es un estado emotivo
que le sorprende y desconcierta de momento, que le llena de satisfacción furtiva y de
inquietud. Más adelante este sentimiento, esta impresión, se transformará en algo más
consciente y reflexivo: el descubrimiento del propio yo. La conciencia infantil, ligada a lo
colectivo, es sustituida de forma vacilante pero continua, por una conciencia personal.
Ante este fenómeno el mundo infantil se desmorona, produciéndose una ruptura con el
pasado y con las ideas de los mayores. El descubrimiento del propio yo permite al
adolescente conocer por primera vez una serie de posibilidades personales que ignoraba y
dará origen a una tendencia que, por ser interior de la vida, es, en cierto modo, común a
todos los seres vivos: La afirmación del yo, la autoafirmación de la personalidad»4.
Para corroborar esta actitud aduce el citado profesor Castillo, el caso de la jovencita
de 16 años que consignó en su diario esta reacción – después de haber leído un libro –:
«me fastidia leer libros de esta clase, porque descubro cosas que debería descubrir yo
2
. MONTOVANI, Adolescencia,, Madrid, Espasa Calpe, 1950.
3
V. GARCÍA Hoz, El nacimiento de la intimidad, Rialp, Madrid 1970, p. 30.
4
G. Castillo Ceballos, Nota técnica del Dep. de I.C.E. Universidad de Navarra, 1976.
3
sola.» No se puede expresar con mayor vivacidad la hipertrófica ansiedad de gritar a los
cuatros vientos, aquí estoy yo.
No es menos revelador lo que relata G. Ginott en su obra: Entre padres y
adolescentes5. Un joven que al precisar un traje, acude al almacén de ropas donde solía
surtirse la familia del muchacho. Luego de probar varios ternos, se decide por uno de
determinado color que le gustó por su colorido. Al momento de marchar, se vuelve y
pregunta al vendedor: «Si a mis padres les gusta el color del traje que me llevo, ¿podría
venir y cambiarlo por otro de distinto color?» La salida es, por sí misma, harto elocuente.
La auto-afirmación, pues, revela la expresión de querer valerse por sí mismo. «Hay
– prosigue el profesor Castillo – toda una serie de rasgos en el comportamiento del
adolescente que no son otra cosa que una expresión hacia fuera de la afirmación interior: la
obstinación, el espíritu de independencia total, el afán de contradicción (llevar la contraria
por sistema, sobre todo a los padres), el deseo de ser admirado, la búsqueda de la
emancipación del Hogar, la rebeldía ante las formas establecidas6.
Me parece suficientemente aclarado, en su objetiva realidad, el pequeño drama
que constituye para el adolescente el «rubicón» que, para él, supone el paso de 1a niñez a
la juventud. Es, sin duda, la que podemos calificar de 1a «cruz de la adolescencia».
¿Es igualmente cruz para 1os padres y educadores del chico? Sin duda alguna.
Si el joven adolescente sufre lo suyo, más padecen los que han puesto en él las ilusiones de
una vida, que nace y se desenvuelve en unas condiciones tales, que en ellas quisieran ver
superados los baches y errores los que les precedieron.
Es verdad que todos somos capaces de los mayores errores y horrores, en más
de una ocasión manifestó Mons. Escrivá de Balaguer. Tal es la condición humana; pero a
todos nos duele ver defectos nuestros reproducidos, aun en pequeña escala, en los que nos
suceden en la vida. Todo padre consciente de su papel; todo educador de probada
honestidad, abriga en su fuero interno el deseo sincero de ver que quien le sigue los pasos
corrija los fallos y sa1ve 1as lagunas que ellos no pudieron o no supieron evitar. Más aún,
quisieran, incluso, que los superaran en todas las exigencias educacionales, acercándose así
a lo que parece debe ser el ideal de toda educación: andar hacia adelante el camino de la
propia superación.
Esto es precisamente lo que parece no tener en cuenta un gran sector de la
juventud de la hora presente, cuando se le trata de aconsejar en estas directrices. No
faltarán ocasiones en las que se reproduzca la cínica salida donjuanesca que las
generaciones pasadas hicieron suyas: «Pláticas de familia de las que nunca hice caso» o el
equivalente: «No me dé usted consejos, sé equivocarme solo.»
Aquí es donde precisamente comienza la cruz y calvario de padres y educadores.

CON EL DEDO EN LA LLAGA

¿Qué sucede en la intimidad del adolescente en el trance del paso de la niñez a la


adolescencia y de ésta a la juventud? Al romperse el quiste de la niñez que tenía al niño

5
G. Ginott, Entre padres y adolescentes, Madrid, Plaza Janés, 1970.
6
G. Castillo Ceballos, o.c.
4
ceñido al ámbito familiar, que ahora al dar el salto lo juzga estrecho, al adolescente se le
ensancha el mundo de la realidad y sobre todo el mundo de los sueños. Se le abre la era de
las fantasías, de los proyectos y de las decisiones.
Proyectos que quisiera ver realizados con la misma prontitud con que son
concebidos, pero para lo que se ve incapacitado.
Brota entonces un sentimiento de angustia entre lo que se proyectó dentro de su yo
y la realidad que ese yo no logra conquistar; hay, pues, una descompensación entre el
proyecto y la realidad. De aquí nace, o puede nacer, un sentimiento de angustia, de
ansiedad, de culpabilidad, que termina por abocar en una situación íntima de inseguridad7.
Se encuentra, pues, el adolescente en la encrucijada de varios caminos. Teniendo
en cuenta el temperamento del sujeto y el ambiente que le proporcionan el hogar, el
colegio y los amiguetes; y por otra parte la perplejidad que le ofrece esa inseguridad, el
adolescente se refugia, bien en la huida, el aislamiento, el envolverse en su complejo de
culpabilidad o de inferioridad; o por el contrario, hace cara a la situación, rebelándose
frente a ella con alardes de contestatario. Esto último es lo más corriente, dado el
desbarajuste del mundo actual.

LAS POSIBLES SOLUCIONES

El proceso educacional ha de tratar de mover los peones de este ajedrez, de forma


tal que se pueda llegar a una educación de la realidad al proyecto. Cuando esto no se pueda
lograr, deberemos entonces.
a) Tratar de convertir el desaliento en estímulo, para allanar el camino al
muchacho.
b) Persuadiéndole de que toda victoria presupone lucha, tesón y tiempo; lucha con
el medio y lucha con uno mismo, que es donde suelen nacer la mayor parte de
las peripecias que atormentan, o al menos desazonan, nuestra vida.
c) Persuadirles que nuestras limitaciones y debilidades tienen cauces por los que
pueden ser superadas, mediante la lucha ascética; que lo que les pasa es algo
normal en sus vidas.
d) Haciéndoles ver que al final llegará la victoria, una victoria que vale la pena.
Se cuenta de Aníbal que para animar a sus huestes en el difícil paso de los
Alpes, gritó a sus soldados: «¡Animaos soldados, post Alpes, Italia!, después
de los Alpes, ¡Italia!» Algo parecido será preciso gritar a nuestros
adolescentes, para llegar a la Italia de la juventud.

EL ADOLESCENTE EN SU EXTERIOR

Examinadas las vicisitudes internas del adolescente, veamos cómo es por fuera,
cómo se conduce al exterior, es decir cómo se comporta en relación con los demás.
En esta etapa de la vida humana, nos encontramos con una juventud en agraz, en la
que parecen acusarse estas características:

7
Ana María Navarro, Padres y adolescentes, en «Nuestro Tiempo», Enero de 1972, p. 5.
5
– Inteligencia razonadora, pero sin apreciar bastante el valor de las ideas, por tanto,
superficial. Al descubrimiento del yo, surge por otra parte el:
– Espíritu de crítica, connatural a todo ser inteligente. Nace así la facultad de
comparación con el no yo. Inteligencia crítica, nada benévola por cierto, con los que
formamos parte de ese no yo. El chico o chica en este caso, tiene un especial radar para
detectar el lado flaco de las personas y de las cosas.
No será una inteligencia muy penetrante, pero se trata de la experiencia de una
facultad que está todavía virgen, a la que las cosas se le ofrecen con unos caracteres
subyugantes y sin las adherencias que solemos tener los adultos. Por eso, son tozudamente
dogmáticos y contestatarios con lo que consideran equivocado o injusto, aunque ello
provenga de sus mismos padres. Examinada la inteligencia del adolescente, no es difícil
observar en sus manifestaciones sus matices: Atención espontánea, no voluntaria, junto
con una curiosidad enorme, pero desparramada y frívola. Imaginación creadora, no
reproductora que, por esta razón rechaza instintivamente lo producido antes, por estimarlo
viejo, caduco, superado, dando a veces lugar a esa gama de extravagancias en el vestir, en
sus preferencias musicales, atuendo capilar, con aires de originalidad hasta llegar en casos
límites a imitación de lo esperpéntico y estrafalario, revelando así un talante de subcultura.
Por otra parte, el descubrimiento del yo reviste agrios caracteres en el
comportamiento con la familia. El chico ayuda a regañadientes a sus padres, pierden
docilidad, brota la susceptibilidad y se hacen intolerables.
– La voluntad. Ésta se manifiesta como vacilante. No es extraño; el adolescente,
todavía en la inmadurez, verifica en él la ley del péndulo. Oscila entre el optimismo y el
pesimismo, entre el temor y la audacia, entre las buenas formas y la grosería cínica. La
manifestación más gráfica de su voluntad es el ansia de libertad, concebida desde la
subjetividad de sus esquemas mentales.
Tropezamos aquí con el concepto de libertad, que es preciso aclarar. Dios ha
hecho al hombre libre, pero el hombre no crea su libertad, sólo la descubre. Y como natura
nihil facit frustra (la naturaleza nada hace en vano), resulta que nada debe haber en el
naturaleza del hombre, que no responda sino a su acrecentamiento; es decir, a su plenitud.
De lo contrario la naturaleza obraría en contra de los legítimos intereses humanos.
Y... ¿qué es lo que acrecienta al hombre sino el estar en posesión de la verdad (esto es), de
la realidad? La solución nos la da el mismo Señor: «Si creéis en mi palabra estaréis en la
verdad, y la Verdad os hará libres» (Ioh 8, 32). Ésta es la ruta para dar con el sentido de la
libertad y acertar en su uso.
A pesar de todo, no es todo cruz en esta etapa crucial de la vida del adolescente.
No obstante ese alejamiento de la familia, mejor dicho relajamiento de los vínculos
familiares, el sentimiento filial se vuelve más íntimo en el adolescente, enquistándose en
una especie de pudor, en ellos más que en ellas. A estas alturas, al muchacho suelen
irritarle las caricias, los mimos, que los estiman como algo anacrónico para él. Disminuye
el impulso instintivo, mientras se gana en energía reflexiva. El sentimiento filial toma a
veces la apariencia de afectividad fraternal, cuando el padre se manifiesta como
compañero de su hijo y cuando la madre se convierte en confidente de su hija.
No se descarte la posibilidad de crisis peligrosas, sobre todo tratándose de
naturalezas rebeldes enfrentadas. De aquí puede nacer un sentimiento de hostilidad, del que
6
pueden derivarse situaciones límite, que terminen con el abandono del domicilio familiar y
la total ruptura con la familia. Casos de esta naturaleza suelen ya no ser excepcionales.

LA ÚLTIMA RAÍZ QUEDA MÁS LEJANA

Al pretender bucear en la intimidad del hombre a cualquier nivel de edad y


desarrollo, tropezamos con un denominador común que explica ab orto, esto es, desde su
origen, todos nuestros fallos y limitaciones. Hay que reconocer que en el Paraíso se nos
trazó la impronta de lo que deberíamos ser en nuestro futuro, según el pensamiento de
Dios.
Pero fue en esta ocasión cuando Adán, nuestro padre común, torciendo los planes
divinos, diseñó para nosotros un futuro no tan halagüeño como el que Dios creador había
planeado. Si bien es verdad que el Señor había previsto esta coyuntura, el primero y más
responsable de los hombres, con su torpeza, nos comprometió a todos los que le sucedimos
en el curso de la historia.
El pecado de origen dejó, pues, un poso en el fondo de nuestras relaciones con
Dios, con los hombres, y hasta con uno mismo.
No se perdió todo, antes bien, se recuperó lo mejor de la pérdida: la gracia
santificante, que de nuevo se nos ofrece por el Bautismo y nos dispone para la vida eterna,
siempre, claro está, que tengamos el pasaporte en regla. De todas formas, nuestro ser moral
quedó estereotipado en unas condiciones tales de debilidad, que nosotros nos encargamos
de evidenciar con nuestros pecados grandes y chicos.
En todas nuestras vicisitudes morales de carácter negativo, es fácil descubrir, más o
menos larvada, la raíz de lo que dio origen al primer pecado: la soberbia, que muere un
cuarto de hora después del fallecimiento de cada mortal. Éste es, pues, el común
denominador que, de una forma u otra, es fácil detectar en el subsuelo de cada etapa de
nuestra vida moral.

EN BUSCA DE UNA SOLUCIÓN OPTIMISTA

Expuesta la cruz de la adolescencia, cabe preguntarse: ¿Hay alguna solución para


el problema que nos hemos planteado? Y si existe, ¿cómo deberá ser? Tanto los clásicos
como los más eximios maestros de la espiritualidad cristiana, han hecho suyo el
pensamiento que, según parece, sugirió Diógenes: Xosce teipsum Conócete a ti mismo.
a) Admitida esta máxima axiomática habría que decir, tanto a los adolescentes
como a los jóvenes, sin olvidar a los maduros, que ninguna de las etapas
cronológicas del hombre son un valor en sí, sino más bien una capacidad, que
vale tanto, cuanto de valor pueda contener, o más bien contengan de hecho.
b) Igualmente, hay que esperar el momento preciso para el salto a una situación
mejor, más tranquilizadora y equilibrada.
El adolescente, en este caso, deberá hacerse cargo de que la autoformación-
inseguridad es el contrapeso del impulso hacia la madurez que constituye el ideal del
adolescente, contrapeso que hay que aceptar con humildad y consiguiente calma. A cada

7
día le basta su propio afán. Cabe aquí, tanto al sujeto como al educador, aplicarse el tan
juvenil tú, tranquilo. El ejercicio de estas esenciales Virtudes para todo (humildad y
caridad), nos harán ver que la madurez es una cosa muy seria, y que, como tal, sólo se
consigue con tenacidad y tiempo. Como la primavera, que no tiene lugar si no le preceden
las otras estaciones que la van habituando, para que en ella estalle la lozanía del año.
El adolescente vive en constante ansiedad de ver realizados sus sueños, aun a
costa de forzar el pausado ritmo de la naturaleza y pone en ello su mente y corazón. Sólo
hay una ilusión que supera cuanto nuestra mente pueda concebir y nuestra voluntad
apetecer, por cuanto no es propiamente una ilusión, sino la Realidad misma: Dios. En Él
hay que fijar nuestra diana, para no ser confundidos.
La juventud no es flor que nazca sin espinas. Las oscilaciones típicas de esta etapa
plantea al protagonista el mismo o parecido problema de Hamlet: To be, or not to be, ser o
no ser.
No obstante, no hay razón para alarmarse; la desaparición de un mundo que tenía
mucho de virginal sueño, se desmorona para dar paso a otra situación que garantizará un
desarrollo en la formación positiva del futuro joven.

EN TORNO A UNA POSIBLE SOLUCIÓN

El fenómeno existe y es inevitable, fenómeno que suele desconcertar no sólo al


sujeto que lo experimenta, sino también, y acaso en mayor medida, a padres y educadores.
El éxito por parte de ambas fuerzas, llamémosles «litigantes», padres-hijos, maestros-
alumnos, tutores-educadores, depende, en su mayor parte, de saber interpretar las
oscilaciones del muchacho, para lograr una aceptable integración del adolescente en las
sucesivas etapas de su formación.
1) Educandos y educadores han de tratar de no perder la serenidad; y si se han de
encontrar con los hechos, tales como quedan reseñados, deberán aceptarlos
como son, aunque para ambas partes resulten difíciles de digerir.
2) Debe tenerse en cuenta que la adolescencia está modelando su personalidad y
tanto el modelar, como el esculpir, supone ensuciarse las manos y originar
percusiones de las que pueden desprenderse esquirlas que nunca son agradables
y pueden causarnos heridas.
3) El modo de evadir, mejor de superar, los inconvenientes que se manifiestan en
este crecimiento que es la adolescencia, verdadero Rubicón que deberán
superar, podría muy bien ser el interesar a nuestros muchachos y muchachas en
actividades benéfico-apostólicas. El adolescente, que tanto abomina de esta
sociedad de consumo (que tanto le consume a él como a sus mayores), tendrá
así ocasión de poner su granito de arena acudiendo a catequesis parroquiales,
hospitales, orfanatos, etc., donde aprenderá a ver la vida más de cerca,
contribuyendo a la formación religiosa y cultural de esa parcela de la sociedad
que él conceptúa marginada.
4) Si enseñar es también aprender, se aprenderá así a amar más y mejor a los
demás. A todos nos toca algo de responsabilidad de la situación penosa de los
marginados, de los económicamente débiles, de los física o moralmente
8
depauperados. Ocasiones donde poder eliminar lo que de complejo de
culpabilidad pueda haber en cada uno, no faltaron hasta ahora, ni faltarán en lo
sucesivo. Sigue en toda su vigencia el pensamiento del Señor: «Siempre
tendréis pobres entre vosotros» (Mt 26, 11).

EDUCACIÓN ESPECÍFICA DEL ADOLESCENTE

Es ya un tópico entre los médicos el afirmar que no hay enfermedades sino


enfermos. Algo similar se podría decir de la educación. No hay pedagogía sino pedagogos;
en el sentido de no existir un sistema de educación a ningún nivel que, aplicado con
riguroso celo pueda cubrir todas las necesidades y contingencias del educando. En la
educación el educador es todo. No estará de más el sistema, pero es posible que cualquiera
de ellos sirva en manos de un educador que viva su vocación y la sepa hacer vivir con la
abnegación que demanda de ella misión que, como tal educador, recibió; teniendo siempre
en cuenta la naturaleza trascendente del ser humano.
Como quiera que el campus donde ha de tener lugar la actividad educativa es
para el adolescente el hogar y el colegio, corresponde a padres y profesores obrar en
perfecta coordinación.
La adolescencia es, para el candidato a la juventud, un estado incipiente en el
ejercicio de la facultad de abstracción. El sujeto en este caso no ve los problemas en sí,
sino más bien en las circunstancias que los rodean, sobre todo sus padres y maestros. Por
eso se sitúan en actitud de oposición ante ellos. Se verifica, pues, en primer lugar, la
desmitificación del padre que ha dejado de ser el héroe, el mejor, el más sabio, al que en la
niñez se le rendía homenaje de veneración con la consiguiente admiración. En este mar
rojo de la adolescencia, los que más sufren son los educadores, porque ven que sus
esfuerzos parecen correr las rutas del fracaso, y esto, claro está, duele lo suyo.
«Es curiosa – le oí decir al profesor García Hoz – la definición que dos chavales
daban de la adolescencia; decía uno de ellos: 'chico, es una etapa en que los padres se
ponen insoportables'.»
Hogar y Colegio son el banco de prueba donde el futuro joven irá labrando su
personalidad. Pero ¿en qué medida, uno sobre el otro? Creo que por igual con plena
coordinación, de lo contrario el proceso educativo se desvirtuará en perjuicio del factor
mejor, y no digamos del chico.
En el colegio emplea el adolescente la mayor parte de la jornada diaria. En él la
formación está impartida por técnicos de la educación, quienes, además, responden con
una decisiva vocación a las exigencias de su cometido. No es necesario demostrar que, sin
una decidida vocación, nadie se decidiría a una profesión, en ocasiones, ni excesivamente
remunerada, ni debidamente agradecida.
Pareja con este elemento esencial en la vida del adolescente como lo es la formación
escolar, está la preparación de los padres para la educación en el hogar. Ante los fracasos
que en mayor o menor medida puedan achacárseles a sus padres, suelen éstos disculparse
de múltiples formas: «Ya hemos hecho lo que hemos podido», arguyen; pero ya se sabe, la
colaboración de los padres en el problema, no debe reducirse al ámbito de lo estrictamente

9
familiar. Lo que allí pueden hacer, debe irradiar a la sociedad misma. Así lo ha visto el
profesor R. Gómez Pérez al salir al paso de la consabida coartada: «'Nosotros hemos hecho
todo de nuestra parte', probablemente en muchos casos es cierto. Pero es que ese todo no es
suficiente. El problema desborda el ámbito familiar y, en muchos casos, esos padres que
han hecho todo en la familia, no han hecho nada o casi nada en la sociedad, contribuyendo
a alimentar los factores de los que surgen esos casos límites»8. Menos aún valdrá lo que en
una ocasión oí a una señora: «Yo educo a todos mis hijos por igual, y unos me salen
buenos y otros nos.» Ahí está patente el error: ¿es que esa inocente madre compra para sus
hijos trajes o zapatos de igual talla, sean altos o bajos, gordos o flacos?
Estos pormenores están reclamando a todas luces la urgencia de una preparación de
los padres, quienes – en ocasiones – van al matrimonio desconociendo el abecé de la
función educadora.
El apostolado de los cursos prematrimoniales trata de paliar, al menor en parte, este
inconveniente, pero esto es poco. Una labor en la formación de un hombre es tarea en la
que las aguas hay que tomarlas más arriba. Dios mismo nos da de ello un claro ejemplo. Lo
mucho o poco que cada uno de nosotros somos, lo somos para Dios, mucho antes del
momento en que somos lanzados a la vida. En la mente de Dios ya somos algo desde la
eternidad. Y, si – como sabemos – le hemos costado lo que nos consta por la fe, resulta que
desde la lejanía de la eternidad, pensó en nosotros y desde entonces nos amó. Por eso
acertó el que supo decir que la educación de los hijos debe comenzar mucho antes de que
nazcan. ¿Cómo? Con la esmerada formación de los padres.
Dejamos para último lugar lo que puede ser el origen de innumerables fracasos en
la educación familiar: la haraganería y la improvisación, digámoslo en voz baja, tan
españolas como su hijo «bastardo» el «yavalismo«>. El miedo a vencer resistencias, nos
invade a todos en mayor o menor medida, porque solemos olvidar que la vida del hombre
sobre la tierra es lucha, y lucha sin tregua.

¿QUÉ ACONSEJAR A PADRES Y A EDUCADORES?

a) Estudiarse a sí mismos, para ver si están en posesión de un concepto de la vida


totalmente integrado en el sentido cristiano de la existencia humana. Se trata de un
concepto más práctico que teórico. Es decir, con proyección al exterior, tal que la propia
existencia se ajuste en todas sus manifestaciones a las exigencias que, como cristiano, tiene
el bautizado.
b) Superada esta condición, estúdiese al sujeto, el adolescente, como Santa María
lo hizo con el Hijo de su amor, Jesucristo. La totalidad de su vida la empleó en estudiarlo a
fondo a través de una interior contemplación. No otro sentido podían tener la conocida
frase de San Lucas: «Y María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón» (Lc 2, 19).
Si bien nuestro caso no es igual, ello no quita que la preocupación por la buena formación
del hijo sea la ocupación que, en orden de los valores domésticos, deberá absorber la
atención de los padres. Decimos preocupación, para antes de que los hijos vengan al
mundo, a fin de que, una vez nacidos, prescindan los padres del prefijo y conviertan la

8
R. GÓMEZ PÉREZ, Jóvenes rebeldes (Temores y esperanzas), Madrid, Prensa Española, p. 10.
10
preocupación en la ocupación primordial del apostolado educacional, al que Dios les ha
llamado. Refiere Tihamer Thot que si a un chico hubiere de dársele clase de latín, un
alemán pensaría: «Yo lo primero que tengo que hacer es saber latín», mientras que un
norteamericano diría: «Lo primero para mí es conocer al chico»9. Temblamos al
imaginarnos qué diría un español: aquí el «yavalismo» brotaría, junto con la
improvisación, por generación espontánea. ¿Quiénes estarían acertados? Indudablemente
los dos primeros, pero ninguno de ellos aisladamente. Para educar hay que saber hacerlo y
a quién se hace. No es suficiente la intuición ni la improvisación que están muy lejos de
sustituir al sentido común, totalmente esencial en toda actividad humana.
Conocer al hijo, es tanto como tener en cuenta los distintos temperamentos que
pueden darse en el hombre, observar el carácter, que en esa edad crucial se ha formado a
costa de los dos factores que lo integran: el temperamento y el ambiente. Conocer al hijo es
tanto como crear un ámbito familiar que, en cierto modo, equivalga a un invernadero,
sobre todo en los primeros años de la infancia, ya que el niño es una flor de estufa en el
pórtico de la juventud, que si no se le aísla con relativo aislamiento, antes de tener bien
formado el uso de razón puede marchitarse, lo que sería peor.
Conocer al hijo, es estudiar las disposiciones personales que mañana determinarán
el descubrimiento de su vocación profesional; lo mismo que las disposiciones morales, que
jamás podrán desarrollarse sino en clima de reciedumbre cristiana. Hoy la técnica ha
conseguido climatizar los lugares de trabajo, con la doble finalidad de hacer más llevadera
la monotonía de la jornada laboral y lograr al mismo tiempo un mayor rendimiento en la
producción.
¿Qué menos podemos hacer con los educandos que climatizar el seno familiar a
base de un ambiente cristiano, alegre, feliz en suma, que le neutralice de la polución moral
y sexualizante que le rodea y le invade lo mismo al salir de su casa, que de los centros de
enseñanza? Salvo casos excepcionales – como tales habría que estudiar y resolver –, donde
quiera que estas cautelas se lleven a cabo, la solución no podrá ser más que optimista.

LO PRIMERO A TENER EN CUENTA

Si la orientación de toda labor educadora deberá estar en función del concepto


que tanto el educador como el educando tengan de la vida, éste debe ser el punto de
partida, para esperar un resultado apetecible. Naturalmente el acertado sentido de la vida
humana pende a su vez de la adecuada respuesta a las tres cuestiones primordiales que
preocupan a toda la humanidad: Cuál es mi origen; qué papel vengo a desempeñar en la
vida; cuál es mi fin último.
Resuelto en cristiano este triple problema, nace espontáneamente el deseo de
saber si hay o ha habido un ser humano que pudiera servir de ideal para esta labor
formativa de la educación. La respuesta a este triple interrogante no puede hallarse fuera
del Cristianismo. Ni los griegos, que pusieron su ideal en la belleza, ni los romanos que lo
asociaron a la fuerza y al derecho, según les convenía. Unas veces apelando a la fuerza del
derecho, otras apelando al derecho de la fuerza, jamás lograron darnos el paradigma del

9
T. THOT, Formación religiosa de jóvenes, Madrid, Atenas, 1942.
11
hombre perfecto, del hombre ideal. Si en ocasiones – en virtud de la ley de excepción –
surgió entre ellos algún valor humano moralmente estimable, como un Séneca, un Cicerón,
un Platón, un Aristóteles, etc., ello ocurrió porque en ellos se verificó lo que el apologista
del siglo u de nuestra era, Tertuliano, acertó a descubrir: El alma del hombre es
naturalmente cristiana.
Si, a su vez, a la civilización actual, tan lamentablemente dislocada y pagana, le
quedan algunos valores reales en el orden moral, es debido a que en ella privan y perviven
los valores eternos del Cristianismo que los sembró y los alienta en medio de una incesante
lucha. Fuera del Cristianismo, hay que hacer equilibrios y malabarismos para fundamentar,
en serio, unos postulados que legitimen el ideal del hombre, o mejor el hombre ideal.
¿Responde el Cristianismo a la formulación de estas exigencias?
Indudablemente. El Evangelio nos proporciona lo que constituye el sentido cristiano de la
existencia humana. Nos revela el origen de nuestra existencia; nos pone delante el Ideal
para el hombre de toda época y latitud: Cristo, Nuestro Señor y Salvador, «Perfecto Dios y
Perfecto Hombre». Y, por si nos pareciera poco, tenemos a nuestro alcance múltiples
modelos que se acercaron a Él, los santos, en los cuales podemos descubrir toda una gama
de virtudes con que aureolaron sus vidas.
De buen grado quisiéramos ver reflejados en los protagonistas de la educación:
padre-hijo, maestro- discípulo, los sentimientos en que abundaban los maestros de la
educación en pasados tiempos; tanto entre los clásicos, a los que debemos el Máxima
debetur puero reverentia, el niño es digno del mayor respeto; como a los santos que
acertaron prácticamente a traducirlo al lenguaje cristiano de sus vidas.

CUALIDADES DEL EDUCADOR

Una función como la educadora, compartida por padres, maestros y sacerdotes,


no puede llevarse a cabo sin la posesión de una auténtica vocación, sólo comparable con la
vocación apostólica. Al fin y al cabo el educando es un miembro del Cuerpo Místico de
Cristo, cualidad que debemos tener en cuenta en la escala de valores que el educador va a
manejar. Ahora bien, si el celo es imprescindible en toda labor humana, para que el hombre
responda a la primitiva ordenación de Dios sobre él, ut operaretur, para que trabaje, ha de
revestir las cualidades que – según dicen – apreciaba San Bernardo: Inflámelo la caridad,
infórmelo la ciencia, consérvelo la constancia. Teniendo esto en cuenta, se podrían señalar
como cualidades esenciales en todo educador las que a continuación se reseñan:

SER MODELO

Así lo veía el pedagogo Stifter: «Es mucho más fácil enseñar que educar; para
lo primero basta saber algo; para lo segundo es necesario ser algo»10. A su vez Thihamer
Thot afirmaba en su día: «El que quiera educar todo un carácter, ha de empezar por serlo él
mismo, porque, entre otras razones, el que no arde no enciende»11.

10
Ibid., p.131.
11
Ibid., pp. 131-132.
12
Muchos siglos antes, intuyeron esto mismo los grandes educadores como San
Gregorio el Grande: «La voz que penetra en el oyente es la que tiene justificación en la
vida del que habla»12. En idénticos términos se expresó más tarde San Bernardo: «Es más
eficaz la voz de la obra que de la boca; la voz de la palabra suena; la voz del ejemplo
truena». La razón de todo esto estriba en el temperamento del educando. «Ante la
superioridad moral se inclina la juventud, por su propia naturaleza respeta lo grande, lo
elevado y tiende al heroísmo, a la imponente fuerza moral»13.

TACTO PEDAGÓGICO

La tendencia a la imitación es condición humana. En mayor o menor grado, se


viene practicando en toda edad. Si en los adultos se les suele poner sordina, no es por falta
de deseo de imitación, sino por temor al ridículo. Pero en la niñez, lo mismo que la
pubertad, y la misma adolescencia, carecen de ese temor; si la adolescencia lo acusara no
caería en las extravagancias contestatarias, tanto en la manera de vestir, como en el
comportamiento social (mejor antisocial), del que hoy parecen hacer gala. Ante esta
realidad, es el momento de poner en acción el mayor tacto pedagógico que,
fundamentándose en la honestidad profesional, está exigiendo una competencia a toda
prueba con una formación ad hoc, tanto en padres como en el resto de los educadores.
Es hora de contrastar los fallos educacionales, de una educación excesivamente
paternalista que, si no impide del todo, puede sí obstaculizar la autonomía del yo que
despierta en el muchacho. Educación que adolece del defecto, corriente hoy, de adelantarse
a los caprichos de los hijos; a los que se les rodea, excesivamente, de comodidades que
contribuirán a dar un concepto falso de la vida. Educación basada – en otros casos – de
absurda rigidez y despotismo, erigiéndose así el padre en un verdadero beligerante de sus
hijos, cuando no basada en el olvido voluntario del conocimiento de los problemas propios
de esa edad.
Olvido también del propio pasado que, no por pasado fue mejor, sin tener en cuenta
que en las generaciones pretéritas, nos era más fácil guardar el orden moral, por no estar
entonces la adolescencia tan atosigada de manipulación como lo está al presente. Hay
adolescentes rodeados de tantos elementos de diversión y entretenimiento, que se ven
obligados a ser unos héroes para poder esquivarlos y dedicar el tiempo al esfuerzo de seria
formación.

AMOR Y AUTORIDAD

La labor del formador de adolescentes debe ser luz para el entendimiento, de forma
que pueda afirmar como San Pablo: «Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz»
(Eph 5, 8); motor, para la voluntad, a la par que imperiosa invitación a la «praxis», que
arrastre al adolescente a una superación incesante. Deberá el educador, como el campesino
con el arado, abrir surco permanente en el alma del muchacho. El amor y la autoridad se

12
San Bernardo, citado por T. Thot,Ibid., p. 133.
13
Ibid.
13
encargarán de ello. Veamos cómo lo entendieron algunos maestros de la civilización
cristiana, cuando recordaban a sus viejos formadores. Así, San Gregorio Taumaturgo
escribió de su maestro Orígenes: «Cuando íbamos a la escuela, nuestro Ángel Custodio
descansaba. No por estar cansado, sino porque entonces no eran necesarios sus buenos
oficios. Con amor nos ganaste el corazón. Nuestras almas, la nuestra y la tuya, se fundían
como la de David y Jonatán. Entre lágrimas nos despedimos de ti, oh maestro» (Panegírico
de Orígenes14). De forma menos emocional, pero revelando una tenacidad apostólica sin
paliativos, escribía San Ignacio de Loyola de sus primeros hijos del espíritu: «Quiero entrar
a ellos por su puerta, para salir con ellos por la mía»15. El pensamiento retrata de cuerpo
entero el tesón y la cautelosa estrategia de unos de los que tomaron más en serio la
educación de la juventud. El material humano que tenemos que forjar lo reflejó en época
más reciente el descubridor Stanley, de forma un tanto pintoresca en su Autobiografía.
«Los jóvenes – escribe – son seres especiales, inocentes como ángeles, orgullosos como
príncipes, valientes como héroes, vacíos como el pavo real, obstinados como el potro,
sentimentales como las muchachas. Se puede lograr mucho de ellos con amor. La dureza
inmerecida les exaspera casi siempre»16. Este juicio del famoso explorador refleja la
imperiosa necesidad del tira y afloja que hay que emplear con el adolescente, del toma y
daca entre el amor y la autoridad que hay que emplear para manejar y equilibrar esa
inestabilidad psicológica que caracteriza al adolescente.
Amor, pues, es el ingrediente educacional más imprescindible. Pero el amor ha de ir
acompañado de la autoridad. Así nos lo recuerda San Gregorio el Taumaturgo: «La
autoridad sin amor nos conduciría a una educación excesivamente varonil; la blandura sin
disciplina a la educación excesivamente femenina; la autoridad y el amor conjuntamente,
darán la verdadera educación humana. En el pecho del buen educador, ha de haber, junto a
la vara de la discreción, el maná de la dulzura... haya rigor que no exaspere; haya amor
pero que no ablande; haya celo pero no en demasía»17.

EDUCADORES Y EDUCANDOS EN LA HORA ACTUAL

Que el hogar es la forja, el crisol, el laboratorio donde se forma la personalidad del


chico, no hace falta demostrarlo. Sin embargo, va haciéndose más que excepcional el
abandono de la familia por parte de bastantes adolescentes para enrolarse en grupos más
amplios donde buscan lo que ellos llaman realizarse. El peligro es obvio. ¿Se puede
calificar de buena calidad el entorno que afecta al adolescente fuera de su casa en estos
tiempos que corremos?
En aras de lo que abusivamente se viene llamando sinceridad, un gran sector de la
juventud ajeno al hogar, se ha atrincherado en una posición que considera inexpugnable,
desde la cual trata de estructurar la existencia humana. Para ello sienta dos principios:
negación de toda trascendencia, reduciendo al hombre a una pieza más del conjunto
universal. Como consecuencia, la única felicidad que le asigna es de carácter temporal. De

14
Ibid., p. 116.
15
Ibid., p. 16.
16
Ibid., p. 120.
17
Ibid., p. 116.
14
aquí se deriva una consecuencia inmediata: Crear en la tierra un paraíso, como el ya
perdido en los albores de la humanidad. Segundo «principio»: entre los valores humanos
creadores de la felicidad, destaca, como el máximo, el placer sexual. Éste es el reto.

Los que, por la gracia de Dios, nos estimamos insertados en lo eterno, tenemos que
afrontar la lucha que supone el ejercicio de la educación en este frente que se nos ofrece
como campo de acción. ¿Qué exigencias se nos imponen, pues?
a) Mentalizar a los chicos en lo que es característico de la persona humana: Su
indestructibilidad. Somos – en cierto modo – eternos, como lo es Dios mismo.
Eternos en el pensamiento de Dios, que no es poco; que nos llamó a la realidad
existencial y en ella nos conserva; que nos tiene señalada una finalidad de
felicidad trascendente que disfrutaremos luego de rendir el tributo a la muerte
física, pero sin que esto suponga el perecer de nuestra personalidad, ya que tras la
muerte, ese accidente de nuestra condición humana, inmediatamente gozaremos
de la presencia de Dios en la Gloria, naturalmente si nuestra documentación está
en regla, esto es, si morimos en gracia de Dios como lo debemos esperar de las
altas pruebas que el mismo Dios nos dio de su gran misericordia.
b) Entre los valores humanos, el amor humano marca en el hombre de todo tiempo
la impronta que le mueve a esforzarse en el trabajo y refugiarse en el amor
creador de la familia, en la que encuentra las mayores ocasiones de satisfacción
temporal en el orden tanto físico como moral. Pero esto no es todo.
c) Existe un orden de cosas que ensambla estos valores humanos, los sublima y los
conduce hacia la frontera de la trascendencia humana, de la que hablamos en el
apartado anterior. Ese orden de cosas es el que da al hombre el verdadero sentido
de su vida.
¿Y cómo se concreta? Se concreta en el amor de Dios y su correspondiente amor al
prójimo del que jamás va desligado, como el reverso de la misma moneda.
Dentro de estas perspectivas deberá girar la educación de nuestros adolescentes, si
no queremos que éstos se conviertan en un elemento más de fermentación que acabe de
pudrir esta sociedad que parece estar en una situación de declive irreversible.

MENSAJE A LA ADOLESCENCIA

El Vaticano II cerró su labor agotadora con un mensaje a la humanidad del que se


destaca el dirigido a la juventud y del que sobresale este párrafo que pueden hacer suyo los
adolescentes: «La Iglesia, durante cuatro años, ha trabajado para rejuvenecer su rostro,
para responder mejor a los designios de su fundador, el gran viviente Jesucristo,
eternamente joven... Os exhortamos a ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del
mundo. Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y
de odio, que engendran guerras y su cortejo de males. Sed generosos, puros, sinceros. Y
edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores»18.
No parece fuera de lugar dirigir a los adolescentes en trance de su entrada en la

18
Documentos del Vaticano II. Mensaje a los jóvenes, BAC, Madrid 1969, p. 628.
15
juventud unas consideraciones a modo de epílogo cordial. Ellos al fin protagonizan en
segundo término las páginas precedentes, para ellos sosegadamente pensadas, con la
acariciadora esperanza de serles útiles en más de una ocasión. Ello contribuirá a facilitarles
un conocimiento claro de la circunstancia de su formación
y del entorno que les abraza.
Abrigamos así la esperanza de que puedan hacer suyo el pensamiento troquelado
ya por los clásicos. Mosce teipsum, conócete a ti mismo.

¿CÓMO VES A TUS PADRES, A TUS MAESTROS Y A TUS SACERDOTES?

A ti te pasa lo que a las islas, que están rodeadas de mar por todas partes, bueno,
menos por arriba. A diferencia de ellas, tú te hallas rodeado de cariño; te envuelve el amor.
Vamos a verlo. Padres, hermanos, amigos y profesores, tutores y sacerdotes te rodeamos
en tu vida y no te dejamos en paz en ningún momento.
Pero por encima de ti, hay quien cuida también de tu persona: Cristo, la Virgen
María, el Ángel Custodio; ésta es la realidad que envuelve tu existencia. Vamos a analizar
un poco este mundo que te rodea, para que sepas lo que supone para ti.
PADRES. Después de Dios, a ellos se lo debes todo. Nadie te quiere ni tanto ni tan
bien como ellos. Nadie se preocupa por ti como ellos lo hacen. Por mucho que los ames,
ellos sabrán excederse en el amor; te quieren más de lo que tú puedas quererles... ¿cómo
correspondes a estas delicadezas?
PROFESORES Y TUTORES. Cada maestro es un instrumento de progreso para la
formación de la personalidad del alumno. Suplen a los padres, en los que su labor queda
reducida a ganar la vida para los suyos, mientras la carga educadora gravita sobre
profesores y tutores durante la prolongada jornada laboral. Ellos van esculpiendo el
carácter y la personalidad del chico, sacrificando, la mayor parte de las veces, un porvenir
económico más lucrativo, por seguir las perspectivas de una vocación, nunca
suficientemente reconocida y agradecida. Y como no hay vocación sin amor, es el amor el
que hace el gasto educacional. Merecen por tanto RESPETO, la consideración y el
AMOR de sus alumnos en una medida al amor debido a los padres, cuyo papel están
desempeñando con ventaja para nosotros, ya que la mayoría de los padres carecen de la
técnica y competencia pedagógicas que a ellos le exige su honradez profesional. Por otra
parte, si se les mira como algo que hay que soportar, hay que reconocer que los maestros
de la educación están en desventaja, ya que en cada aula tiene que soportar a un respetable
grupo de alumnos, mientras que éstos solo tienen que soportar a uno solo: el profesor.
¿Cómo obras, pues? El adolescente debe estar atento a sus explicaciones y observaciones,
complacerle en sus decisiones, que tendrán siempre carácter orientador. De tener algún
defecto (que no somos ángeles), saberlos aceptar ya que ellos os soportan en los vuestros,
que no son pocos... Mostrarles afecto, que si en la labor educadora no hay amor mutuo,
poco se podrá conseguir. La educación no se hace sino a base de un amor-entrega, muy
lejos del amor-interés.
SACERDOTES. El interés de los padres suele, en muchos casos, reducirse a tener
unos hijos sanos y con perspectivas de porvenir en lo humano; los sacerdotes, por la misión
que recibieron del mismo Dios, los quieren Santos. No se conforman con menos. El
16
sacerdote ama con tres corazones: Corazón de Cristo, corazón de la Iglesia y su propio
corazón.
¿Cómo habrá de ser visto?:
– Como un hombre entregado a Dios, por entero, y a las almas.
– No tiene otra familia ni otra misión; da más de lo que recibe. Da lo que es de
Dios, y los valores de Dios valen lo que Dios es.
– Míralos con amor, ya que el mundo no suele tener entrañas para él. ÉÍ ha
sacrificado muchas cosas que el mundo estima como esenciales, y todo con el fin de una
dedicación total a las almas: su vida está comprometida entre Dios y ellas. Tiene su
existencia repartida entre el estudio y la oración, para capacitarse más y mejor a
cuidar a sus hijos del espíritu, a fin de que cada día mejoren en cultura, belleza moral y
santidad, no ante el mundo, sino ante Dios, de quien sólo esperan su recompensa.
¿Como tratarlos? Escuchándolos con atención y con amor, porque no hablan de lo
suyo sino de lo de Dios y en su nombre, ya que por ellos nos habla el Señor. Orando por
ellos, como ellos lo hacen diariamente por vosotros. Ellos os proporcionan el mejor regalo:
Las tres pes: El PAN que no es pan, sino el Cuerpo y Sangre del Señor en la Eucaristía. La
PALABRA, que no es la suya, sino la del Señor. El PERDÓN para abrirte el camino que te
lleve a la santidad y de ésta, a Dios mismo. A un maestro de la función educadora, Tomás
Alvira, le he oído en cierta ocasión, que visitando un colegio de niñas observó en un jardín
con flores un cartelito, que él pensó sería la clásica advertencia de «respetad las flores». No
fue así, sino que el consabido cartelito encerraba un grito: «AYÚDAME A CRECER.» A
los adolescentes de todo tiempo, bueno será gritarles: «Por favor, DEJAOS FORMAR.»
Una poetisa, Pilar de Valderrama, publicó hace años en «ABC», unas coplas, de las que te
brindo una que me llamó la atención:
«Mi nombre escribió en la arena, / y se lo llevó la mar. / Yo escribí el suyo en el
alma, / nada lo puede borrar»". Todo educador de raigambre cristiana trata de grabar en las
vuestras, un «Nombre que está sobre todo nombre», el de Cristo. ¿Dónde quedará impreso?
¿En la arena movediza de vuestras ilusiones temporales? ¿En el corazón de hijo o hija de
Dios, que la Iglesia grabó a fuego, el día feliz de vuestro Bautismo?...

17

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