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desde 1830 a 1848 habían preconizado reformas radicales, una ocasión única
de unir la acción a la teoría.
Desde febrero hasta junio, durante los cuatro meses que preceden al sangriento
aplastamiento de la RepÚblica social por la República burguesa, los proyectos
de toda especie, discutidos desde hacía tantos años en ]os libros v en los
periódicos, parecen estar a punto de llegar a su final. Durante algunas semanas
se hubiera dicho que esto no tenía nada de imposible: Derecho al trabajo,
Organización del trabajo, Asociación y tantas y tantas fórmulas a las que un
golpe de varita de virtudes se creería que iba a transformar en realidades.
Para la historia de las ideas sociales, el año 1848 es, pues, una fecha
memorable. El socialismo idealista de San Simón, de Fourier, de Luis
Blanc, se ve abrumado por el peso de un descrédito, en apariencia
definitivo: a los ojos de los escritores burgueses está aniquilado para
siempre; Reyhaud, al redactar, en 1852, para el Diccionario de Economía
Política, de Coquelin y Guillaumin, el artículo Socialismo, escribía: Hablar
de él es casi como pronunciar una oración fúnebre ... El esfuerzo está
agotado; la fuente, exhausta. Si el espíritu de vértigo vuelve otra vez
todavía a reconquistar su preponderancia, tendrá que ser bajo otra forma
y con otras ilusiones.
Mas este cálculo se vió prontamente frustrado, y los que contaban con utilizar
los talleres nacionales en beneficio de su política se salieron de su cauce. La
Revolución había hecho aumentar grandemente el número de los obreros sin
trabajo, ya muy numeroso a consecuencia de la crisis económica de 1847. La
apertura de esas canteras hizo, además, que afluyeran a París todos los de
provincias, y, en lugar de los 10.000 que se esperaban, a fines del mes de marzo
llegaban a 21.000 los obreros inscritos, y a finales de abril habían subido hasta
la cifra de 99.400.
A estos obreros se les pagaban dos francos por día, cuando trabajaban, y un
franco cuando no había ningún trabajo que darles; al cabo de muy poco tiempo
ya no se sabía en qué ocuparlos. La mayor parte de ellos, cualquiera que fuese
su oficio, estaban empleados en hacer desmontes enteramente inútiles y que
bien pronto llegaron a ser insuficientes, introduciéndose el descontento entre las
filas de este ejército de desgraciados, humillados del ridículo trabajo en que se
les empleaba y poco satisfechos, además, de lo módico de un salario superior,
sin embargo, al valor del trabajo que hacían. Los talleres se convirtieron en un
foco de agitación política, y entonces el Gobierno, espantado a su vez y
apremiado por la Asamblea nacional, no pensó más que en una cosa: en
licenciarlos.
La organización del trabajo era, bajo la Monarquía de junio una fórmula no menos
popular que la del derecho al trabajo. Cuando la revolución estalló, los obreros
reclamaron el cumplimiento de aquélla con una insistencia igualmente
amenazadora. Por una casualidad verdaderamente única, el creador de la
fórmula era miembro del Gobierno provisional, y así, cuando el dia 28 de febrero,
tres días después del reconocimiento del derecho al trabajo, acudieron en masa
los obreros a reclamar la creación de un Ministerio del Progreso, la organización
del trabajo, la abolición de la explotación del hombre por el hombre, Luis Blanc
aprovechó prestamente la ocasión y suplicó a sus colegas que accedieran, a
pesar de sus resistencias, a los deseos de los obreros. ¿Acaso no habia
reclamado él mismo, para el Poder, la iniciativa de las reformas sociales?
Llevado por la Revolución a formar parte del Gobierno, ¿cómo iba a poder
sustraerse a esta responsabilidad? A duras penas le persuadieron sus colegas
para que se contentara con una sencilla Comisión de gobierno para los
trabajadores, que prepararía, bajo su presidencia, los proyectos de reforma que
habrían de someterse después a la Asamblea nacional; y para precisar mejor el
contraste entre el antiguo régimen y el nuevo, la Comisión celebraría sus
deliberaciones en el Palacio del Luxemburgo, en donde hasta entonces había
tenido su asiento la Cámara de los Pares.
La Comisión del Luxemburgo se componía de representantes elegidos por los
obreros y por los patronos, en nümero de tres por cada industria. Dichos
representantes, muy numerosos, se reunían en Asamblea general para discutir
los informes, preparados por un Comité permanente compuesto de diez obreros
y diez patronos, a los cuales adjuntó Luis Blanc economistas liberales y
escritores socialistas: Le Play, Dupont-White, Wolowski, Considérant, Pecqueur,
Vidal; invitado Proudhon, se excusó, negándose a formar parte de la misma. En
realidad fueron los obreros, casi únicamente, los que asistieron a las asambleas.
No solamente la Comisión no hizo nada duradero, sino que defraudó bien pronto
al público, degenerando en círculo político: se ocupó de las elecciones, intervino
incluso en las revueltas callejeras, y tomó parte, finalmente, en la manifestación
del día 15 de mayo, que, bajo el pretexto de intervenir en favor de Polonia,
concluyó con la invasión de la Asamblea Nacional por las turbas de la plebe. Luis
Blanc no había aguardado este acontecimiento para retirarse, sino que ya no
formaba parte del Gobierno, reemplazado desde la reunión de la Asamblea
Nacional por una Comisión ejecutiva, y el día 13 de mayo presentaba su dimisión
de presidente. A partir de aquel momento, la Comisión del Luxemburgo se
consideró como disuelta, y así, lo mismo que los talleres nacionales, desapareció
en la impotencia, sin dejar otro vestigio que el descrédito arrojado en la opinión
sobre las ideas socialistas.
Luis Blanc fue más afortunado; fundó sucesivamente una asociación de sastres;
después, de guarnicioneros; luego, de hiladores y cordoneros, para las cuales
consiguió del Gobierno encargos de túnicas, de sillas de montar y de charreteras.
Otras asociaciones siguieron a éstas, y el día 5 de julio la Asamblea Nacional se
interesaba bastanle por estos experimentos, hasta votar con destino a los
mismos un crédito de tres millones. Una buena parte de estos fondos pasaron a
poder de simples asociaciones mixtas de patronos y obreros, fundadas con un
fin especulativo, para beneficiarse con las larguezas gubernamenlales. Las
asociaciones puramente obreras recogieron, sin embargo, más de un millón, y
de ellas existían un centenar en 1849.
Pero este primer movimiento cooperativo, inspirado en las ideas de Luis Blanc,
fue de corta duración. La Asambiea Nacional había tenido buen cuidado de
someter las nuevas asociaciones a la fiscalización ministerial, encargando a un
Consejo de Fomento, nombrado por el ministro, la fijación de las condiciones de
los préstamos, y este Consejo se apresuró a publicar un modelo de estatutos,
que dejaba escasísima libertad a las asociaciones para su organización interior,
y muchas de ellas sucumbieron rápidamente por falta de encargos. Después del
golpe de Estado se obligó a que se disolvieran todas aquellas que no adoptaran
una de las tres formas prevenidas por el artículo 19 de Código de Comercio -
sociedad con nombre colectivo; en comandita o anónima-, hasta el extremo de
que en 1855, según Reybaud, ya no quedaban más que nueve de las que habían
sido subvencionadas en 1848. Las escasas cooperativas de consumo o, como
se decía entonces, asociaciones para la vida barata, que se fundaron en París,
Lila, Nantes, Grenoble, fueron igualmente disueltas.
De esta manera, todas las tentativas -las únicas que no hubieran comprometido
directamente la causa de las reformas- fracasaban a su vez, desapareciendo, en
parte, por culpa de las circunstancias políticas, en parte también por culpa de los
mismos fundadores, mal preparados aún para las dificultades de la asociación,
y no dejando en la clase obrera más que un profundo descorazonamiento y el
recuerdo de una gran decepción.
Uno tras otro, los experimentos socialistas de 1848 se habían, pues, hundido
completamente, arrastrando en su naufragio las teorias de sus inspiradores.
Quedaba todavia una tentativa por ensayar, aquella a la que Proudhon ha dejado
unido su nombre: el crédito gratuito; pero no debía llegar a un resultado más
lisonjero que las anteriores.