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La Revolución de 1848 proporcionó a los socialistas de todos los matices, que

desde 1830 a 1848 habían preconizado reformas radicales, una ocasión única
de unir la acción a la teoría.

Desde febrero hasta junio, durante los cuatro meses que preceden al sangriento
aplastamiento de la RepÚblica social por la República burguesa, los proyectos
de toda especie, discutidos desde hacía tantos años en ]os libros v en los
periódicos, parecen estar a punto de llegar a su final. Durante algunas semanas
se hubiera dicho que esto no tenía nada de imposible: Derecho al trabajo,
Organización del trabajo, Asociación y tantas y tantas fórmulas a las que un
golpe de varita de virtudes se creería que iba a transformar en realidades.

Algunos entusiastas se ensayan en ellas, y esto es, ¡ay!, para conseguir


solamente llegar con mayor rapidez al más lamentable de los fracasos. Puestas
a prueba sucesivamente, todas las fórmulas resultan vacías; la malquerencia de
los unos, la impaciencia de los otros, la torpeza y el apresuramiento de sus
mismos promotores, hacen caer, uno tras otro, a todos los experimentos en lo
ridículo o en lo odioso: La opinión, fatigada, acaba por confundir y envolver en
una misma reprobación a todos los reformadores.

Para la historia de las ideas sociales, el año 1848 es, pues, una fecha
memorable. El socialismo idealista de San Simón, de Fourier, de Luis
Blanc, se ve abrumado por el peso de un descrédito, en apariencia
definitivo: a los ojos de los escritores burgueses está aniquilado para
siempre; Reyhaud, al redactar, en 1852, para el Diccionario de Economía
Política, de Coquelin y Guillaumin, el artículo Socialismo, escribía: Hablar
de él es casi como pronunciar una oración fúnebre ... El esfuerzo está
agotado; la fuente, exhausta. Si el espíritu de vértigo vuelve otra vez
todavía a reconquistar su preponderancia, tendrá que ser bajo otra forma
y con otras ilusiones.

A los ojos de los socialistas ulteriores, ya no merece la pena ni de ocuparse de


él. Según Marx, se englobará a todos sus predecesores bajo el título un poco
despectivo de utopistas, y se contrapondrá a sus fantasías el socialismo
científico del Capital. Entre aquéllos y éste hay como un gran hueco, y este
hueco, esta rotura, es 1848. Veamos cómo se ha producido, y para ello pasemos
rápidamente revista a los más importantes de estos apresurados experimentos.

En primer lugar, el Derecho al trabajo. Esla fórmula de Fourier, desarrollada por


Considérant y adoptada por Luis Blanc y por muchísimos otros demócratas, ha
llegado a ser bajo el reinado de Luis Felipe extremadamente popular. Proudhon
la ha llamado la verdadera y única fórmula de la Revolución de febrero, y
decía: Dadme el derecho al trabajo y os cedo a vosotros la propiedad (1).

En el sentir de los obreros, el primer deber del Gobierno provisional era el de


llevarla a la práctica. El 25 de febrero, bajo las presiones ejercidas por un
pequeño número de obreros parisienses, que acudieron a las Casas
Consistoriales, se apresuraba el Gobierno a reconocerlo, y el Decreto en que lo
hacia, redactado por Luis Blanc, comenzaba así: El Gobierno provisional de la
República francesa se compromete a garantizar la existencia del obrero por el
trabajo: Se compromete a garantizar trabajo a todos los ciudadanos. Desde el
día siguiente, y para dar sanción práctica al nuevo principio, otro Decreto
anunciaba el establecimiento inmediato de talleres nacionales, bastando para
ser admitido en ellos hacerse inscribir a tal fin en cualquiera de las Alcaldías de
barrio de París.

En su libro de 1841, Luis Blanc había reclamado la creación de talleres sociales;


la opinión pública, engañada y confundida por la analogía de los nombres y
ayudada, además, por los adversarios del socialismo, creyó ver en los talleres
nacionales la obra de aquél. Nada más inexacto, pues los talleres sociales eran
como sabemos, unas cooperativas de producción, al paso que los talleres
nacionales eran simples canteras de trabajo para ocupar a los obreros que no lo
tenían. En muchas épocas de crisis -en 1790 y en 1830- ya se habían establecido
otros semejantmes, con el nombre de talleres de caridad, y, por otra parte, no
fue Luis Blanc, sino Marie, ministro de Obras públicas, el que los organizó. Lejos
de hacer una labor socialista, el Gobierno provisional vió rápidamente en dichos
talleres, por el contrario, un medio de alistar obreros, precisamente para hacer
fracasar las tendencias socialistas de la Comisión del Luxemburgo, presidida,
como pronto vamos a ver, por Luis Blanc, colocando al frente de los mismos a
uno de sus adversarios declarados, al ingeniero Emilio Thomas, que ha contado
él mismo, ya desde 1849, en su Historia de los talleres nacionales, el espíritu con
que los hubo de dirigir, de acuerdo con la mayoría antisocialista del Gobierno
provisional (2).

Mas este cálculo se vió prontamente frustrado, y los que contaban con utilizar
los talleres nacionales en beneficio de su política se salieron de su cauce. La
Revolución había hecho aumentar grandemente el número de los obreros sin
trabajo, ya muy numeroso a consecuencia de la crisis económica de 1847. La
apertura de esas canteras hizo, además, que afluyeran a París todos los de
provincias, y, en lugar de los 10.000 que se esperaban, a fines del mes de marzo
llegaban a 21.000 los obreros inscritos, y a finales de abril habían subido hasta
la cifra de 99.400.

A estos obreros se les pagaban dos francos por día, cuando trabajaban, y un
franco cuando no había ningún trabajo que darles; al cabo de muy poco tiempo
ya no se sabía en qué ocuparlos. La mayor parte de ellos, cualquiera que fuese
su oficio, estaban empleados en hacer desmontes enteramente inútiles y que
bien pronto llegaron a ser insuficientes, introduciéndose el descontento entre las
filas de este ejército de desgraciados, humillados del ridículo trabajo en que se
les empleaba y poco satisfechos, además, de lo módico de un salario superior,
sin embargo, al valor del trabajo que hacían. Los talleres se convirtieron en un
foco de agitación política, y entonces el Gobierno, espantado a su vez y
apremiado por la Asamblea nacional, no pensó más que en una cosa: en
licenciarlos.

Bruscamente, el 21 de junio, un Decreto ordenó a todos los jóvenes de diecisiete


a veinticinco años inscritos en los talleres, bien que se alistaran en el ejército,
bien que se volvieran a sus pueblos respectivos, en donde les aguardaban
nuevos trabajos de desmonte. Exasperados los obreros, se sublevaron: el 23 de
junio estalló la revuelta, y reprimida, por fin, al cabo de tres días, después de
haber hecho millares de víctimas, dejó a todo el país bajo una penosa impresión
de terror y de reacción.

Con la lógica unilateral de los partidos políticos, se hizo responsable de este


desastroso experimento al principio del Derecho al trabajo, que con esto parecía
definitivamente condenado, lo cual se vió muy bien cuando se empeñaron en la
Asamblea nacional los debates sobre la Constitución.

Pocos días escasamente antes de los disturbios, el proyecto de Constitución


presentado el 1° de junio por Armando Marrast todavía reconocía el derecho al
trabajo: La Constitución -decía en su artículo 2°- garantiza a todos los
ciudadanos la libertad, la igualdad, la seguridad, la instrucción, el trabajo. la
propiedad, la beneficencia; pero en el nuevo proyecto presentado el día 29 de
agosto, después de las tristes jornadas de junio, aquel artículo había
desaparecido y en él solamente se reconocía el derecho a la beneficencia.

Al discutirse el artículo, fue presentada una enmienda por Mateo de la Dróme,


en la que se restablecía el derecho al trabajo, y entonoces dió principio un
resonantísimo debate, en el que Thiers, Lamartine y Tocqueville combatieron la
enmienda defendida por los republicanos radicales Ledru-Rollín, Cremieux y
Mateo de la Dróme (3). Los socialistas se callaron: Luis Blanc estaba en el
destierro, Considerant se hallaba enfermo y Proudhon tenía miedo de contrariar
o espantar a sus adversarios y de comprometer a sus amigos. La opinón de la
Asamblea estaba, por lo demás, formada de antemano: la enmienda fue
rechazada, y el artículo 8° del preámbulo de la Constitución de 1848 consigna
únicamente: La República debe asegurar, mediante una beneficencia fraternal,
la existencia de los ciudadanos necesitados, ya sea procurándoles trabajo,
dentro de !os límites de sus recursos, ya sea proporcionando socorros. en
defecto de la familia, a los que no se encuentren en situación de trabajar.

La organización del trabajo era, bajo la Monarquía de junio una fórmula no menos
popular que la del derecho al trabajo. Cuando la revolución estalló, los obreros
reclamaron el cumplimiento de aquélla con una insistencia igualmente
amenazadora. Por una casualidad verdaderamente única, el creador de la
fórmula era miembro del Gobierno provisional, y así, cuando el dia 28 de febrero,
tres días después del reconocimiento del derecho al trabajo, acudieron en masa
los obreros a reclamar la creación de un Ministerio del Progreso, la organización
del trabajo, la abolición de la explotación del hombre por el hombre, Luis Blanc
aprovechó prestamente la ocasión y suplicó a sus colegas que accedieran, a
pesar de sus resistencias, a los deseos de los obreros. ¿Acaso no habia
reclamado él mismo, para el Poder, la iniciativa de las reformas sociales?
Llevado por la Revolución a formar parte del Gobierno, ¿cómo iba a poder
sustraerse a esta responsabilidad? A duras penas le persuadieron sus colegas
para que se contentara con una sencilla Comisión de gobierno para los
trabajadores, que prepararía, bajo su presidencia, los proyectos de reforma que
habrían de someterse después a la Asamblea nacional; y para precisar mejor el
contraste entre el antiguo régimen y el nuevo, la Comisión celebraría sus
deliberaciones en el Palacio del Luxemburgo, en donde hasta entonces había
tenido su asiento la Cámara de los Pares.
La Comisión del Luxemburgo se componía de representantes elegidos por los
obreros y por los patronos, en nümero de tres por cada industria. Dichos
representantes, muy numerosos, se reunían en Asamblea general para discutir
los informes, preparados por un Comité permanente compuesto de diez obreros
y diez patronos, a los cuales adjuntó Luis Blanc economistas liberales y
escritores socialistas: Le Play, Dupont-White, Wolowski, Considérant, Pecqueur,
Vidal; invitado Proudhon, se excusó, negándose a formar parte de la misma. En
realidad fueron los obreros, casi únicamente, los que asistieron a las asambleas.

La Comisión, aunque privada de todo medio de acción, hubiera podido, sin


embargo, prestar algunos servicios. Pero Luis Blanc vió en ella, sobre todo, como
lo dijo más tarde, una soberana ocasión para el socialismo de tener a su
disposición una tribuna desde la cual podría hablar a Europa entera (4).
Continuando en su papel de orador y de escritor, consagró la mayor parte de las
sesiones a desarrollar elocuentemente las teorías expuestas ya en La
organización del trabajo (5). Vidal y Pecqueur recibieron el encargo de elaborar
proyectos positivos, y una larga Exposición que se publicó en el Monitor (6),
propusieron todo un plan de socialismo de Estado: talleres o colonias agrícolas,
factorías bajo la gestión del Estado, bazares que sirvieran de almacenes de
venta y que permitiesen, gracias al mecanismo de los warrants, prestar sobre
mercancías al mismo Estado, centralización de los seguros -excepto de los
seguros sobre la vida- en manos del Estado, y, finalmente, transformación del
Banco de Francia en un Banco de Estado, que democratizara el crédito y
redujera el tipo del descuento a una sencilla prima de seguro contra los riesgos.
Fue Vidal, más que Pecqueur, quien redactó el informe, en al que se vuelven a
encontrar algunos de los proyeclos expuestos por él mismo, tiempo atrás, en su
libro De la distribución de las riquezas.

Ninguno de estos proyectos fue siquiera discutido por la Asamblea Naciional; la


única obra positiva de la Comisión y de Luis Blanc le fue impuesta por los
obreros: es el famoso Decreto de 2 de marzo, que abolía los intermediarios en
el trabajo y reducía a diez horas en París y a once en provincias la jornada de
labor. Este Decreto, que es uno de los primeros rudimentos de la legislación
obrera en Francia, y que, por otra parte, no fue aplicado, le fue arrancado a Luis
Blanc por los primeros obreros llegados a la Comisión, y que se negaron a tomar
asiento en ella mientras no se les diera esa satisfacción.

A la misma Comisión hay que apuntarle también en su haber un cierto número


de felices conciliaciones, llevadas a cabo por su mediación entre obreros y
patronos.

No solamente la Comisión no hizo nada duradero, sino que defraudó bien pronto
al público, degenerando en círculo político: se ocupó de las elecciones, intervino
incluso en las revueltas callejeras, y tomó parte, finalmente, en la manifestación
del día 15 de mayo, que, bajo el pretexto de intervenir en favor de Polonia,
concluyó con la invasión de la Asamblea Nacional por las turbas de la plebe. Luis
Blanc no había aguardado este acontecimiento para retirarse, sino que ya no
formaba parte del Gobierno, reemplazado desde la reunión de la Asamblea
Nacional por una Comisión ejecutiva, y el día 13 de mayo presentaba su dimisión
de presidente. A partir de aquel momento, la Comisión del Luxemburgo se
consideró como disuelta, y así, lo mismo que los talleres nacionales, desapareció
en la impotencia, sin dejar otro vestigio que el descrédito arrojado en la opinión
sobre las ideas socialistas.

Quedaban todavía las Asociaciones obreras. El principio de asociación era el


punto común por donde establecían su contacto todas las teorías socialistas
nacidas durante la primera mitad del siglo. Excepto Proudhon (7), que seguía
encerrado en su aislamiento, los reformadores la habían preconizado a porfía
como el inslrumento específico de la emancipación de los trabajadores: era,
pues, natural intentar en gran escala el experimento.

En su declaración de 26 de febrero, el Gobierno provisional al lado del derecho


al trabajo, proclamaba que los obreros deben asociarse entre sí para disfrutar
del beneficio de su trabajo, y Luis Blanc, desde su llegada al Poder, trató de
orientar sus esfuerzos en este sentido, concibiendo él la asociación en forma de
sociedades cooperativas de producción, sostenidas por el Estado. Ya, como
hemos visto, bajo la influencia de Buchez, un antiguo sansimoniano, republicano
y católico, fundador del periódico El taller, se había constiluído en 1834 la
asociación de obreros de bisutería, si bien esta tentativa había sido única.

Luis Blanc fue más afortunado; fundó sucesivamente una asociación de sastres;
después, de guarnicioneros; luego, de hiladores y cordoneros, para las cuales
consiguió del Gobierno encargos de túnicas, de sillas de montar y de charreteras.
Otras asociaciones siguieron a éstas, y el día 5 de julio la Asamblea Nacional se
interesaba bastanle por estos experimentos, hasta votar con destino a los
mismos un crédito de tres millones. Una buena parte de estos fondos pasaron a
poder de simples asociaciones mixtas de patronos y obreros, fundadas con un
fin especulativo, para beneficiarse con las larguezas gubernamenlales. Las
asociaciones puramente obreras recogieron, sin embargo, más de un millón, y
de ellas existían un centenar en 1849.

Pero este primer movimiento cooperativo, inspirado en las ideas de Luis Blanc,
fue de corta duración. La Asambiea Nacional había tenido buen cuidado de
someter las nuevas asociaciones a la fiscalización ministerial, encargando a un
Consejo de Fomento, nombrado por el ministro, la fijación de las condiciones de
los préstamos, y este Consejo se apresuró a publicar un modelo de estatutos,
que dejaba escasísima libertad a las asociaciones para su organización interior,
y muchas de ellas sucumbieron rápidamente por falta de encargos. Después del
golpe de Estado se obligó a que se disolvieran todas aquellas que no adoptaran
una de las tres formas prevenidas por el artículo 19 de Código de Comercio -
sociedad con nombre colectivo; en comandita o anónima-, hasta el extremo de
que en 1855, según Reybaud, ya no quedaban más que nueve de las que habían
sido subvencionadas en 1848. Las escasas cooperativas de consumo o, como
se decía entonces, asociaciones para la vida barata, que se fundaron en París,
Lila, Nantes, Grenoble, fueron igualmente disueltas.

De esta manera, todas las tentativas -las únicas que no hubieran comprometido
directamente la causa de las reformas- fracasaban a su vez, desapareciendo, en
parte, por culpa de las circunstancias políticas, en parte también por culpa de los
mismos fundadores, mal preparados aún para las dificultades de la asociación,
y no dejando en la clase obrera más que un profundo descorazonamiento y el
recuerdo de una gran decepción.

Uno tras otro, los experimentos socialistas de 1848 se habían, pues, hundido
completamente, arrastrando en su naufragio las teorias de sus inspiradores.
Quedaba todavia una tentativa por ensayar, aquella a la que Proudhon ha dejado
unido su nombre: el crédito gratuito; pero no debía llegar a un resultado más
lisonjero que las anteriores.

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