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[Este segmento de la clase sigue al análisis sobre el programa poetológico, pedagógico y moral que
se desarrolla en las primeras páginas de El delincuente por culpa del honor perdido]
A esta reflexión inicial sucede una narración “fría”, “objetiva” de la biografía de Wolf, presentada
como un proceso de errores: la ausencia de una figura paterna, la fealdad y la pobreza, unidas a la
falta de un trabajo consecuente en el que fuera posible aplicar las propias fuerzas, son presentadas
como causas de la evolución descendente que tiene como primer giro decisivo la relación del
protagonista con Johanne; el “Posadero del Sol” siente que la gestación de una personalidad sana
necesita de una integración social que encuentra su manifestación más inmediata en la aceptación
de los otros: Wolf, tal como sucederá luego con el Friedrich Mergel de El haya de los judíos (y con
toda una galería de personajes de la narración criminal alemana), se empeña en alcanzar un
reconocimiento social que las condiciones económicas y los prejuicios sociales les niegan; el amor
por las apariencias se enlaza, en Wolf, con el interés en atraer a una mujer a la que, en el fondo, no
ama. La condición de Wolf es presentada como la de un monstruo, por cuanto no consigue ser
percibido por los demás como un ser humano de la misma carne y sangre; existe una relación
directa, según veremos, entre esta exclusión y la orientación al crimen; en la comprensión de esta
dialéctica que excluye al Otro reduciéndolo al papel de monstruo o animal, encontramos un
componente típico de toda una línea de desarrollo dentro de la literatura ilustrada: cabe recordar
aquí al Frankenstein (1818) de Mary Shelley, en que el monstruo se ve inducido a asesinar por
efecto del rechazo que experimenta por parte de la sociedad “normal”. Ese es el primer momento en
la involución de Wolf, caracterizado por la búsqueda de una integración social a pesar de todos los
obstáculos que se le presentan. Derivación de este propósito es la participación de Robert, que
consigue que el Posadero del Sol sea primero multado y, luego, encarcelado. Con esto se abre el
segundo estadio –cualtitativamente más alto– en la evolución del delincuente: el ingreso al penal –y
la salida de él– imprimen un estigma del que ya no podrá deshacerse (incluso, presenta “la horca
marcada a fuego en la espalda”, 86). El hecho de que estamos aquí ante un nuevo estadio de la
historia lo muestra ya un comentario del narrador, que sostiene que los jueces “consultaron los
libros de leyes, pero ninguno consultó la constitución anímica del acusado” [aber nicht einer in die
Gemütsfassung des Beklagten] (86; la traducción fue corregida). Winfried Freund ha señalado que
un comentario axiológico de esta índole tiene que destacarse especialmente en una narración tan
objetiva, y marcar un corte en la narración; pero este viraje aparece intensificado por la indicación
de que “Aquí comienza una nueva época en su vida” y, sobre todo, por el paso al informe en
primera persona. En cuanto a las razones para este cambio de perspectivas, se ha dicho que
obedece, ante todo, a la necesidad de presentar los procesos psíquicos del personaje (v. Wiese);
también que en ello se expresa el total aislamiento del personaje. En todo caso, el viraje prepara el
relato de lo que constituye el más importante punto de giro (Wendepunkt) en la historia de Wolf: el
asesinato de Robert. Benno von Wiese ha llamado la atención sobre la semejanza que las
circunstancias de confusión inmediatamente posteriores al crimen que experimenta Wolf presentan
con el asesinato de Agnes a manos de Rupert en La familia Schroffenstein, el primer drama de
Kleist. Al matar a la hija de su enemigo, Rupert también asesina a su propio hijo, sin saberlo: “¿Por
qué lo hice?... No puedo encontrar nada en mi memoria”. Pero resulta también visible la semejanza
con la historia de Caín y Abel, ante todo en vista de la determinación schilleriana de trasponer la
situación a un contexto teológico: “Entonces me sobresaltó un pensamiento sobre el diablo y algo
así como la omnipresencia de Dios; Junté todo mi arrojo; decidido a luchar con todas las fuerzas del
infierno regresé al sitio” (92). No menos relevante es el hecho de que el asesinato tenga lugar en
medio del bosque, lejos de la vida social; aquel mismo ámbito en que había desarrollado Wolf sus
primeros crímenes como cazador furtivo; en sí, el Sonnenwirt muestra una retroceso del ciudadano
al estado de naturaleza, recurriendo así a uno de los motivos habituales de la literatura trivial: el de
la regresión. Cabría llamar la atención sobre el oxímoron entre una condición humano-religiosa
(Christian) y otra animal (Wolf = lobo) que representa el nombre del protagonista; también en vista
de la connotación que poseía, y que habría de acrecentar en las décadas siguientes, el sustantivo
Wolf, en cuanto típica designación despectiva para los revolucionarios (coincidente con el término,
igualmente negativo, de “Revoluzzer”). Con esto se asocia la felicidad –aparente– que experimenta
Wolf ante la posibilidad de encontrar una integración comunitaria exitosa en la sociedad de
delincuentes; el hecho de que estas sensaciones positivas tengan lugar en medio de los vapores del
alcohol refuerza el carácter de mera ilusión que ellas poseen, y que habrá de constatarse en lo
sucesivo.
Es representativa de la orientación asumida por Schiller en la transición al período clásico la
circunstancia de que la narración trate de eludir un sensacionalismo para el cual habría ofrecido una
ocasión ideal la conducta de la banda; pero ante esa posibilidad “trivial” retrocede el narrador en el
preciso momento en que retoma el informe en tercera persona, cuando señala: “Paso por alto todo el
capítulo siguiente de la historia, pues relatar solo cosas desagradables no tiene nada de instructivo
para el lector” (100). Es, en todo caso, una vez más relevante la alusión a elementos teológicos: ya a
través de la descripción del descenso a la cueva de los criminales, presentada como descenso a un
abismo (o aun: al infierno). Por otro lado, a este temor religioso se une, con vistas a consolidar el
mito de Wolf, la superstición popular: “El distrito en el que [Wolf] actuaba no pertenecía por aquel
entonces a la Alemania ilustrada, de manera que la gente se creyó los chismes y su persona fue
puesta a salvo” (100). Este comentario es tan relevante a la luz de la evolución posterior del género
(cf., sobre todo, la incidencia de la superstición en las posteriores narraciones criminales de Storm y
en Fontane), como de las ideas de Schiller y Goethe en torno a la sociedad burguesa
contemporánea; ideas que se ampliarán a partir de la Revolución Francesa y sus efectos sobre
Alemania. Ante todo, es significativo que, por esos mismos años, otros escritores alemanes hayan
reconocido y tematizado la relación entre crisis política y fanatismo mágico; Wieland en La piedra
filosofal (1768-1769), y Goethe en El gran Copto (1792), habían creado una cuadro crítico acerca
de la fascinación de la aristocracia hacia toda clase de ocultismo, viendo en dicha predisposición un
síntoma de una sociedad en decadencia. Pero si un sector de la aristocracia se entrega dócilmente
(como el príncipe en la novela schilleriana, o el cardenal en El gran Copto) a los engaños de estos
embaucadores carismáticos, otro grupo asume frente a la crisis una actitud cínica. Schiller cuestionó
a aquella aristocracia ilustrada que se había dejado atraer por el los iluministas franceses, pero que
había concluido capitulando ante la corrupción general. En las cartas Sobre la educación estética
del hombre (1793), Schiller había criticado a esta “Ilustración del entendimiento” por haber
consolidado “la corrupción a través de máximas”; en carta al príncipe de Augustenburg del
13/7/1793, dice Schiller: “El hombre sensible solo puede degradarse al nivel del animal; pero si el
que cae es el ilustrado, se degrada al nivel del demonio, y emprende un vil juego con lo más
sagrado de la humanidad”. Este sector de la aristocracia ha entendido que el valor que mueve el
nuevo orden mundial es el dinero, y procura aprovechar las prerrogativas propias de su nacimiento
para extraer ventajas; frente a esto, un aristócrata de viejo cuño corre el riesgo de ser un Don
Quijote. Concede mayor interés a esta vinculación, reconocida por Schiller, entre la crisis social y la
tendencia de los poderosos al oscurantismo, el hecho de que esta conjunción haya vuelto a darse en
otras circunstancias: recordemos el furor irracionalista que acompañó el período de surgimiento del
nazismo (Mario y el mago de Thomas Mann, o incluso la propia Montaña mágica ofrecen un lúcido
testimonio de ese furor).
La determinación de reinsertarse en la sociedad una vez frustrada la tentativa de integración
en la banda de delincuentes no muestra tanto una esencial bondad del personaje como la creencia
schilleriana –que anticipa a Dostoievski– en que la extrema sumisión en el crimen está más próxima
a la salvación que la mera medianía: “En la cima más alta de su destrucción estaba más cerca del
bien de lo que tal vez lo había estado antes de su primer paso en falso” (102). Dentro de este
proceso expuesto, prácticamente, en términos de enfermedad, el punto de giro decisivo se produce
cuando el odio hacia toda la humanidad se convierte en odio contra sí mismo. Es entonces que
comienza a enviar cartas al señor de la región, a fin de alistarse en la Guerra de los Siete Años; es
revelador que la intención de Wolf sea “vivir para reconciliarme con el Estado” (102). Por un lado,
es relevante que el delincuente compute el inicio de sus delitos a partir de “la sentencia que me robó
para siempre el honor” (103); lo cual permite entender mejor el título: el honor perdido es el que le
ha sido arrebatado –desde el Estado– a partir del envío a prisión. Pero, por otra parte, la ausencia
del gobernante muestra la deficiencia de un Estado incapaz de proveer a las necesidades de sus
“hijos” (=ciudadanos); como contrapunto de esta escena aparece la situación final en que el juez
trata a Wolf con “modestia y respeto”; la visión de un “hombre noble” hace que el criminal
confiese; pero también la presencia de una cabeza “cana y respetable”, es decir, el encuentro de un
semejante que cumple, de manera sustituta, la función de un padre. Esto nos remite a un
componente central de la estética y la política schillerianas (cf. el artículo de Borchmeyer) que ya
hemos tenido ocasión de ver en Los bandidos, pero que reconoceremos como una de las constantes
de la literatura trivial: la apelación a autoridades de carácter paternalista, como garantes de una
justicia (cuasi)trascendental que resuelve los problemas que la sociedad o el individuo no consiguen
solucionar sobre la base de sus propios medios.
Puede verse que no hay aquí un alegato a favor del retorno a la naturaleza, en los términos
en que la propusieron Rousseau o las teorías del derecho natural; como en la reflexión sobre arte y
literatura desarrollada en el importante ensayo schilleriano Sobre poesía ingenua y sentimental, se
trata aquí de avanzar por las vías de la razón hasta conseguir un estado de justicia. Pero en esto debe
verse un elemento relevante para la especificación de la historia del policial en Alemania: estamos
ante un período y una posición que procuran establecer un acuerdo entre la burguesía en ascenso y
la sociedad absolutista; en contraposición con lo que ocurre en Francia, la burguesía culta
(Bildungsbürgertum) alemana advierte la posibilidad de hallar un reconocimiento por parte del
Absolutismo y se empeña en insertarse dentro de las estructuras vigentes. De ahí la propuesta de
reformas “desde arriba”, y –más allá de toda la comprensión que revela hacia la figura del criminal–
el empeño en destacar que los méritos y las culpas dependen del funcionamiento del padre-
gobernante.
Convendría también decir algo acerca de la estructura de esta Novelle. Se ha señalado que no
posee la concentración propia de la posterior novela corta; pero habría que indicar que la estructura
es bastante equilibrada. Si nos fijamos en la traducción al castellano, encontramos una introducción
moral-pedagógica (79-83), una narración en tercera persona de los comienzos de la “carrera” de
Wolf (83-86), una exposición en primera persona que va del ingreso a la cárcel a la incorporación a
la sociedad de delincuentes (86-100) y una narración final en tercera persona sobre el desenlace de
la evolución, a partir de la crisis de la integración en la banda (100-108). El asesinato se narra en la
página 91. Si se observa la distribución en detalle, se advierte que la narración en tercera persona y
la narración en primera ocupan la misma cantidad de páginas (aprox. 15), es decir: hay un preciso
equilibrio entre las perspectivas. Benno von Wiese ha identificado la presencia (y ausencia) de
elementos propios del género novela corta (Novelle):
1. El momento del crimen es narrado desde una perspectiva interior al personaje, pero el
encuentro en el bosque y el diálogo tienen un carácter de “acontecimiento inaudito”.
2. El final es dinámico y dialógico; en su mezcla de componentes anecdóticos y burlescos
apunta, por lo menos, a un final climático.
3. Lo importante no es toda la biografía del protagonista, sino un acontecimiento extraído del
conjunto de la vida y que actúa como clímax de la narración.
3
Recordemos la función que desempeña, en El haya de los judíos, la prohibición, impuesta sobre los vasallos, de
recolectar la leña “de los señores”.
prisión y la cárcel […]. Pero aquel que lo retiene hasta la hora de su muerte, debe
acompañarlo al infierno; de ahí que el poseedor trate de deshacerse de él.
En el curso de la primera mitad del siglo XIX, la vinculación entre la economía mercantil y el mal
metafísico reaparece de modo recurrente en la literatura en lengua alemana. La vemos corporeizada
en el espíritu de Eine Geschichte vom Galgenmännlein (Una historia sobre el hombrecito de la
horca, 1810), de Friedrich de la Motte-Fouqué; en la figura del Alraun que prodiga riquezas a la
protagonista de Isabel de Egipto (1812) de Achim von Arnim; en el personaje enigmático que
compra la sombra del narrador en La historia maravillosa de Peter Schlemihl (1814), de Adelbert
von Chamisso. Por encima de su escepticismo ante la economía mercantil y monetaria, Droste-
Hülshoff siente que la expansión del individualismo burgués constituía una amenaza para los
valores comunitarios y para aquella tradición popular cuyos méritos estimaba; ello explica que la
oposición entre la comunidad del pasado y la crecientemente abstracta sociedad burguesa aparezca,
desde su perspectiva, como una antítesis entre lo orgánico y lo mecánico, o entre la naturaleza y lo
artificial. El autómata, que ejerce un papel importante en la literatura inmediatamente anterior y aun
en la contemporánea (baste con pensar en Hoffmann o en los epistolarios de Kleist y Büchner) se
relaciona, en Droste-Hülshoff, con el motivo del doble (Doppelgänger), sobre todo en la medida en
que la autora establece un desdoblamiento entre la esfera “viva” del sentimiento, y la muerta
abstracción de lo meramente externo y cuantificable. Droste –que, en la balada sobre el Spiritus
familiaris, designa a una agrupación demoníaca con el simple nombre de “La sociedad” (Die
Gesellschaft), cree que las modernas estructuras económicas y sociales cosifican al hombre, lo
degradan al nivel de una entidad muerta, limitada a realizar gestos meramente externos y
desprovistos de esencialidad. En el poema “Die Golems” (Los golems), el yo poético compara a un
hombre que ha dejado de ser un torbellino de fuego (Flammenwirbel) para convertirse en un
“diligente burgués”, con un autómata al que artes mágicas han concedido movimiento, pero que está
desprovisto de centro vital:
Existe una saga de Oriente acerca de sabios
que a terrones de tierra muerta conceden formas
–de formas amadas, que conoce la nostalgia–
y los dotan de vida a través de una palabra mágica.
El gólem se desplaza con un paso familiar,
habla, sonríe con familiar aliento;
pero no hay en sus ojos un solo destello
ni late un corazón en el centro de su pecho.
4. Formas y contenidos morales y sociales en El haya de los judíos. El motivo del doble
Podría preguntarse qué relación guardan estos comentarios con El haya de los judíos; la afinidad se
pone de manifiesto ya en la primera página del relato, cuando el narrador establece una antítesis
entre los antiguos tiempos y los más recientes, y señala, a propósito de los primeros, que “las
formas se guardaban poco, pero el fondo era más sólido” (231; las citas corresponden a la ed. de
Siruela); por oposición a un presente gobernado por el derecho formal (das äußere Recht), el pasado
se regía por el “sentimiento interior” de la justicia (das innere Rechtsgefühl). Este contraste entre la
nueva prioridad de las formas y la antigua preeminencia de los contenidos constituye la estructura
antitética subyacente al relato. Idéntica significación tiene el tratamiento del Doppelgänger que
aquí se realiza: una de las manifestaciones de lo fantástico (o, en todo caso, de “lo extraño”) que
tienen lugar en El haya de los judíos es la aparición de Juan Nadie (en el original: Johannes
Niemand). Es sugestivo el modo en que el personaje de Nadie ingresa al relato: lo hace una vez que
Friedrich se resuelve a abandonar sus hábitos infantiles para abocarse a lo puramente externo;
simbólicamente, este le entrega el violín a su doble y afirma: “Mis juegos han terminado; ahora
tengo que ganar dinero” (239). Friedrich acaba de recibir sus primeros dineros de manos de su tío,
lo que representa un verdadero Wendepunkt dentro de su evolución; sobre todo en la medida en que,
a partir de este momento, se separarán los dos componentes del personaje: el elemento emotivo y
“espiritual”, personificado en Nadie, y el elemento externo, superficial y “formal”, corporeizado en
el nuevo Friedrich. Algunos de los comentarios del narrador son elocuentes: ““El muchacho parecía
otro; su aire soñador había desaparecido... empezó a cuidar su apariencia exterior, y pronto cobró
fama de muchacho guapo e inteligente” (241). Más adelante se dice, acerca del interés del personaje
por mejorar y propagar su propia fama, que “Friedrich se dedicó cada vez más a cuidar de su
apariencia exterior... Además, empleaba todas sus fuerzas en actividades externas” (242). Que esta
reducción del personaje a lo puramente externo (dicho de otro modo: esta conversión de Friedrich
en “gólem”) guarda una compleja relación con la aproximación al mundo del capitalismo es algo
que resulta claro no solo por la mención del dinero, sino además, según hemos visto, por la
vinculación que el pensamiento conservador había establecido entre la expansión de la burguesía y
la entronización de una estructura social y de pensamiento formalista e “inorgánica”,
predominantemente mecanicista; el hecho de que este viraje en la disposición de Friedrich es el
resultado de un pacto demoníaco lo vemos confirmado por la circunstancia de que el personaje de
Simón se muestra caracterizado con rasgos diabólicos: la condición de pelirrojo, la chaqueta roja,
cuyos faldones agita como llamas; el aspecto de “hombre ígneo” (237); las exhortaciones para que
Friedrich no rece ni se confiese; la voluntad de vincular la simpatía que el joven experimenta por su
padre con la evidencia de que este ha muerto sin recibir los sacramentos.
5. Anonimato e impersonalidad
Se ha subrayado la naturaleza de doble que posee Nadie, en cuanto representación del pasado de
inocencia abandonado por Friedrich. Pero para entender que la evolución de Friedrich representa,
para Droste, en germen la de la sociedad contemporánea, debería tenerse, asimismo, en cuenta que
también Simón funciona como doble, en cuanto encarnación del futuro de Mergel: “Era innegable
[...] el gran parecido físico de ambos [...] Friedrich [...] que mantenía la mirada en él [...] recordaba
[...] a alguien que contempla en un espejo mágico la imagen de su futuro” (237). Tan importante
como la incidencia del dinero, e igualmente implicada en la reelaboración del tema del doble, se
encuentra la crítica que esta obra encierra a la impersonalidad y la indiferenciación impuestas por la
sociedad burguesas. A partir de las tesis formuladas por Lukács en Historia y conciencia de clase,
se ha tornado habitual identificar el progreso de la sociedad capitalista con una progresiva desapari-
ción de las cualidades concretas de las cosas y, correlativamente, de los seres humanos; no solo
ocurre que los hombres pierdan su identidad y se masifiquen, sino que además claudican ante las
cosas, otorgando a estas la vitalidad de la que se ven despojados. Sutilmente expone Droste-
Hülshoff los efectos de esta cosificación cuando muestra que, en el mundo moderno, un hombre sin
dinero se convierte, ante los ojos de la sociedad, en nadie (“Nadie”), en tanto otro vacío y sometido
a la tiranía de la opinión puede parecer “alguien”; pero también cuando presenta a los personajes
como seres convertidos en mónadas, desprovistos de un lenguaje común. Se ha señalado que, en El
haya de los judíos, no existe un auténtico diálogo entre los personajes, y que buena parte de las
conversaciones asumen el carácter de un interrogatorio, cargado a menudo –tal como ocurre con las
conversaciones entre Friedrich y Simón, o entre Friedrich y Brandes– de una índole enigmática.
Benjamin, en Dirección única, se ha referido a aquella paradoja de la sociedad burguesa por la cual
los hombres, cuanto más egoístamente luchan entre sí, tanto más iguales se tornan. Esta general
indiferenciación –uno de los motivos fundamentales del policial– tiene, en esta novela corta algunas
expresiones que van más allá de la simple confusión entre las identidades de Mergel, Simón y
Nadie; piénsese, por ejemplo, en el papel que ejercen los “monos azules”; el texto se encarga de
subrayar el estado de indiferenciación (Girard) que introduce en la comunidad la aparición de este
grupo:
Contra lo que era usual en tiempos anteriores, cuando aún se podía señalar con el dedo al
animal más fuerte del rebaño, no fue posible sorprender a un solo individuo a pesar de la
intensa vigilancia ejercida. La denominación ‘monos azules’ les vino de su indumentaria
común, que utilizaban para dificultar el reconocimiento cuando un guarda veía a un
rezagado desaparecer en la espesura (242).
Hay en esta cita varios detalles significativos; el primero es el factor indiferenciador impuesto por el
empleo del uniforme (el texto alemán es más explícito: die ganz gleichförmige Tracht; podría
traducirse como “la vestimenta totalmente uniforme”); el segundo es el estado de universal descon-
fianza impuesto por el modus operandi de la banda; el tercero, el hecho de que esta incapacidad
para distinguir a un individuo dentro del rebaño (y la metáfora es de por sí sugestiva) se
contraponga al estado usual de las cosas (en alemán: Ganz gegen den gewöhnlichen Stand der
Dinge; literalmente: “Totalmente en contra del estado de cosas habitual”). Todo esto se explica a
partir de una serie de transformaciones sociales impuestas por la difusión del capitalismo;
justamente aquellas que han dado origen al género policial. Benjamin señaló, en El París del
Segundo Imperio en Baudelaire, que una de las condiciones para el surgimiento del género policial es
la desaparición de una cultura tradicional, y la transformación de los individuos en sujetos privados,
burgueses; la experiencia, por consiguiente, se privatiza, reduciéndose al más estricto ámbito personal.
En las grandes ciudades los sujetos pueden mantener un relativo anonimato, escamotear aspectos de su
personalidad o de su vida pasada. El criminal es aquel que saca provecho de estas posibilidades; solo
que, bajo este aspecto, todo hombre es criminal por cuanto la sociedad lo coloca ineluctablemente en la
necesidad de ocultar; Benjamin cita a Goethe, que afirmaba que: “todo hombre, el mejor igual que el
más miserable, lleva consigo un misterio que, de ser conocido, le haría odioso a los demás”. La
reticencia de aquellos personajes que, en la obra, se encuentran más identificados con la “filosofía del
dinero” (Simón y Friedrich) no hace más que enfatizar esa privacidad: baste con recordar las reticentes
respuestas de Friedrich cuando es interrogado por el guarda forestal o por el tribunal, o su reluctancia a
ser interrogado por el secretario judicial; piénsese, asimismo, en la actitud evasiva de Simón frente a
las preguntas de Friedrich. Un episodio de particular pregnancia es aquel en que Simón encierra a
Friedrich en un cuarto a fin de que este no confiese al sacerdote su complicidad en el presunto
asesinato del guarda –y el impuesto encierro subraya aún más la privacidad esencial a estos delitos–.
9. La caracterización el delincuente
Fredric Jameson ha dicho que la narración constituye una tentativa para proveer una solución
imaginaria a los conflictos reales; esta definición, a pesar de su generalidad, resulta válida para el
caso de El haya de los judíos; a modo de reacción frente al carácter progresivamente desencantado
que la naturaleza asume bajo el capitalismo, la autora postula la existencia de fuerzas naturales y
metafísicas capaces de vengar la violencia infligida por la sociedad. En vista de que esta representa
lo superficial y efímero, puede entenderse que la justicia humana aparezca como una fuerza
ineficaz, incapaz de impartir una justicia que corresponde solo al orden de lo metafísico (y de ahí el
sentido del epígrafe). Pero este último remite a otro aspecto de la obra: el de la medida de culpa que
corresponde a Friedrich. Droste-Hülshoff estimaba que Friedrich era, en buena medida, responsable
de sus crímenes, pero también creía que el milieu había ejercido un papel determinante en la historia
de Mergel –y de ahí la reconvención hacia aquellos que se atreven a arrojar la piedra contra el
criminal–; la injerencia de la sociedad en la vida del malhechor puede medirse por el hecho de que
la propia Margreth ha inculcado en su hijo ideas en contra de los guardas forestales y los judíos
(justamente, las dos víctimas de la acción de Friedrich). Al parecer, Droste-Hülshoff creía que la
enfermedad no corresponde al individuo anómalo, sino a la sociedad en su totalidad; con esto
retoma y modifica la discusión planteada a propósito de la narración de Schiller: en ambos casos, la
ausencia de una figura paterna es presentada como una de las causas de la caída moral del
personaje; también existe en las dos novelas cortas una relación estrecha entre delito y apariencia, y
aun entre delito y avidez de riquezas. Pero si la solución que aporta Schiller es –acorde con su
particular orientación iluminista– el establecimiento de un sistema legal y estatal que vele por la
virtud de los ciudadanos, Droste ve en la sociedad civil un mal que es preciso evitar (o sanar)
refugiándose en la pequeña comunidad, y consolidando los hábitos y tradiciones de esta última. En
concordancia con ello, Schiller querría borrar del escenario social tanto las tendencias materialistas
mecánicas como las supersticiones populares; Droste querría, en cambio, ver en la religión y en la
magia alternativas trascendentes y naturales para un mundo desencantado y deshumanizado. Existe,
por otro lado, en Droste una conciencia más precisa acerca de las determinaciones sociales e
históricas de la delincuencia, mientras las propuestas de Schiller parecen desarrollarse en un plano
de mayor generalidad, y tratan de ser aplicables a condiciones muy diversas. Sigue siendo
importante en ambos la centralidad que en la narración policial posee la figura del delincuente.
La determinación de Droste de conceder importancia tanto al individuo “anómalo” como a
la sociedad tiene repercusiones sobre la forma de la novela corta. Hemos dicho que, en un
comienzo, Droste-Hülshoff había pensado escribir un relato policial basado en hechos reales;
progresivamente, abandonó la idea para acentuar los condicionantes sociales; el título Friedrich
Mergel. Eine Criminalgeschichte des 18.Jahrhunderts (Friedrich Mergel. Una narración criminal
del siglo XVIII), que subrayaba la importancia del criminal y la índole policial de la historia, fue
sustituido por el actual, que incluye el subtítulo “Ein Sittengemälde aus dem gebirgichten
Westfalen” (Un cuadro de costumbres de la Westfalia montañosa). Esta elevación de lo individual a
lo colectivo va acompañada de otras modificaciones: si se comparan las diferentes versiones del
texto, puede verse que el paso de la narración criminal (Criminalgeschichte) al cuadro de
costumbres (Sittengemälde) llevó a reducir la dimensión del texto, pero también a “agregarle”
ambigüedades; dicho de otro modo: la oscuridad que hoy vemos en el relato no existía desde un
comienzo, sino que corresponde a un estadio tardío de la composición. El carácter utópico del
relato, su voluntad de aportar una solución que la realidad en sí misma no contiene, se obtuvo a
través de un progresivo y paralelo añadido de elementos realistas y simbólicos, que acrecentaron
tanto el “naturalismo” como la oscuridad. De ahí que el carácter enigmático, que le fuera censurado
ya en vida de la autora, no sea el resultado de deficiencias o inadvertencias casuales, sino de una
busca consciente; esta reticencia, más allá de la voluntad de Droste, constituye menos un
renacimiento de la antigua objetividad épica que un anuncio del criterio de impersonalidad autoral
que habría de caracterizar a buena parte de la narrativa del capitalismo tardío; si, en el epos antiguo,
la difuminación de la figura autoral es garantía de que la obra plasma el ethos de una comunidad, en
Droste-Hülshoff la objetividad produce un universo indescifrable, que solo puede ser comprendido
–como en Kleist– por una divinidad escondida y trascendente. Pero, a diferencia de lo que ocurre
con los románticos de Jena, la oscuridad del mundo plasmado por Droste-Hülshoff no supone una
disposición subjetivista y elitista; a la inversa, en aquella se refleja la acción de un sistema a sus
ojos perverso, que destruye o torna, cuando menos, difícil la existencia de una cultura popular y
basada en la tradición. La conciencia de este fenómeno, y la voluntad de revertir esa situación
reivindicando los valores populares, y –en íntima relación con ello– la determinación de explicar el
“desvío” del personaje a partir de la incidencia de la sociedad, pero también de la acción libre de
Friedrich (con lo que se eluden las explicaciones fatalistas y las puramente contingentes), conceden
a la narración una dimensión épica que se echa en falta en otras Novellen contemporáneas. La
expresión de esto puede verse en que la obra no representa simplemente un acontecimento inaudito,
sino una historia de vida, con lo que se acerca al modelo clásico de la novela; algunos críticos han
comparado la forma de El haya de los judíos con la del Bildungsroman; sin embargo, el relato no
solo presenta una historia de decadencia antes que de formación, sino que además prescinde de las
lentas transiciones y prefiere reducir la biografía del personaje a algunos momentos representativos.
Justamente, es el hecho de basarse en algunos episodios climáticos, eliminando los episodios
desprovistos de intensidad, lo que liga a El haya de los judíos con la tradición del relato breve. El
carácter transicional de la obra representa un elemento característico del realismo poético: una firme
adhesión a los valores de la comunidad reconocible, pero también la conciencia de su difícilmente
evitable desvanecimiento y del incontenible avance de la sociedad burguesa. Es en esta paradójica
posición transicional del relato, encabalgado entre dos géneros, y en los elementos formales y
temáticos señalados, donde debería rastrearse, a nuestro entender, la posición ideológico-política de
la obra, más allá de las declaraciones explícitas de Droste y de la influencia “explícita” del milieu.