Me siento en el sillón de mimbre, el que pusiste junto a la ventana. Miro
las mañanas eternas en las que, como hormigas, la gente desfila apurada en un ir y venir, hablando solos. Espero el momento exacto en que la bicicleta del cartero se anuncia y contengo la respiración. ¿Noticias tuyas? Pero el muchacho de la gorra azul sigue hasta el chalé vecino donde se baja, y llama, y saluda, y qué frío que hace hoy, doña. Así que me ovillo contra el respaldo de mimbre mientras evoco tu sonrisa. ¿Dónde quedó la primavera? Ayer vino Edmundo y tomamos mates con tortas fritas. Por un instante creí oír tus llaves peleando con la cerradura del portón. Estuve a punto de gritar ¡ya voy! Pero me contuve. El bueno de Edmundo se dio cuenta, al fin y al cabo, es casi un hijo. Me sonrió torcido, la misma sonrisa con la que me contó lo de la beca, y se nos hizo un nudo en la garganta. Y después yo: este agosto es ventoso, y él: anuncian tormenta. La tormenta vive instalada acá. Ruge en las entrañas reclamando esas cartas en las que me contabas de la plaza de cemento y los vecinos portugueses. ¿Quién nos robó los veranos? Cuando llego te escribo, viejita, fue lo último que me dijiste aquella noche. Y yo, como siempre, cuídate, ojo con las valijas, ¿tenés los documentos? Voy a convertirme en fósil sentada en tu sillón. Mirando por esta ventana. Soñando con el cartero que me trae tu voz a través de la historia.