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Literatura del Siglo XX – UBA [2008]

Camino a 1984*1

por Thomas Pynchon

El último libro de George Orwell, 1984, de alguna manera ha sido víctima del éxito de
Animal Farm, el cual mucha gente se contentó con leer como una simple alegoría del
penoso destino de la revolución rusa. Desde el momento en el que el bigote de Big
Brother hace su aparición en el segundo párrafo de 1984, muchos lectores, pensando
rápidamente en Stalin, han tenido la tendencia a hacer una analogía aplicada punto por
punto como en la obra anterior. Si bien Big Brother es sin duda el rostro de Stalin, al
igual que la parte del despreciado hereje del partido, Emmanuel Goldstein, es la cara
de Trotsky, los dos no están lo suficientemente alineados con sus modelos como sí
sucedía entre Napoleón y Snowball en Animal Farm. Sin embargo esto no impidió que
el libro fuera comercializado en EE.UU. como una suerte de panfleto anticomunista.
Publicado en 1949, apareció en plena era McCarthy, cuando el “comunismo” era
condenado oficialmente como algo monolítico y una amenaza mundial, y en un
momento en que no tenía ningún sentido distinguir entre Stalin y Trotsky, ni que los
pastores se pusieran a instruir a sus ovejas en el reconocimiento de los matices de los
lobos.

La “conflicto coreano” (1950-1953), puso muy rápidamente en el relieve el presunto


“lavado de cerebros” como una práctica ideológica del comunismo, un set de técnicas
que se dice basado en el trabajo de I. P. Pávlov, quien tenía a los perros entrenados
para salivar ante un estímulo. Algo muy parecido al lavado de cerebros le ocurre en
1984 a su héroe, Winston Smith, con densos y terribles detalles, que no sorprendió a
los lectores decididos a tomar la novela como una condena a la atrocidad stalinista.

Pero esta no era exactamente la intención de Orwell. Aunque 1984 trajo ayuda y
confort a las generaciones de ideólogos anticomunistas con respuestas pavlovianas
para sus preocupaciones, las ideas políticas de Orwell en realidad eran de izquierda,
pero incluso estando él a la izquierda de la izquierda. Él había estado en la España de
1937 luchando contra Franco y sus aliados nazi-fascistas y allí pudo aprender muy
rápidamente la diferencia entre el falso y el real antifascismo. “La guerra civil española
y otros sucesos de 1936 y 1937 -escribió diez años más tarde- cambiaron la escala de
los acontecimientos y posteriormente supe dónde me encontraba. Cada línea de
trabajo serio que he escrito desde 1936 fue hecha, directa o indirectamente, contra el
totalitarismo y en favor del socialismo democrático tal como lo conocemos.” 2

1
* Bajo el título “The road to 1984”, originalmente aparecido en The Guardian, sábado 3 de mayo de 2003.
2
En “Why I write”, Gangrel, GB, London, summer 1946. Versión española disponible on-line:
http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/orwell1.htm (última consulta: 16/03/2009) [Nota del

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Orwell se pensaba a sí mismo como un miembro de la “izquierda disidente”,


claramente distinguida de la “izquierda oficial”, es decir, básicamente, del Partido
Laborista británico, al que ya había llegado, mucho antes de la segunda guerra
mundial, a considerar como potencialmente fascista, si es que ya no lo era. Más o
menos conscientemente él encontró una analogía entre el Laborismo Británico y el
Partido Comunista de Stalin, ya que ambos movimientos, en su opinión, profesaban la
lucha por la clase obrera en contra del capitalismo pero en realidad sólo se ocupaban
del establecimiento y la perpetuidad de su propio poder. Las masas para ellos sólo
existían para ser utilizadas por su idealismo, sus resentimientos de clase, su voluntad
de trabajo barato y que al fin y al cabo se vendía una y otra vez.

Ahora, aquellos de disposición fascista –o sencillamente aquellos de nosotros que han


permanecido dispuestos a justificar cualquier acción de gobierno, ya sea buena o mala-
pueden inmediatamente señalar que se trata de pensamientos anteriores a la guerra y
que al momento en el que las bombas enemigas caen sobre la patria alterando el
paisaje y produciendo bajas entre nuestros amigos y vecinos, todo este tipo de cosas
se convierten en irrelevantes, o incluso hasta subversivas. Con la patria en peligro,
tener un liderazgo fuerte y tomar medidas eficaces se vuelven cosas esenciales; si
alguien lo quiere llamar fascismo, muy bien, allá él, pero nada es probable que sea
escuchado excepto la noticia del final de los ataques aéreos. Sin embargo, por
indecorosa que sea una discusión –o incluso una profecía- en el calor de la
emergencia, eso no significa que sea desacertada. Uno podría argumentar que el
gabinete de guerra de Churchill se comportó, en ocasiones, de un modo no demasiado
diferente al de un régimen fascista: censura de noticias, el control de los salarios y los
precios, la restricción de viajes, la subordinación de las libertades civiles a las
necesidades de los tiempos de una guerra establecida por ellos mismos.

Lo que se deduce de las cartas y artículos de Orwell al momento de trabajar en 1984


es su desesperación por el estado del “socialismo” en la posguerra. Lo que en tiempos
de Keir Hardie había sido una honorable lucha contra el comportamiento criminal del
capitalismo hacia aquellos a los que utiliza con fines de lucro, en tiempos de Orwell se
convirtió, de manera vergonzosamente institucional, en una cosa de compra-venta, y
en muchos casos, sólo se trataría de una estrategia para mantener el poder.

Orwell parece haber estado particularmente molesto con la filiación generalizada al


stalinismo que se observa en la izquierda pese a la abrumadora evidencia de la
naturaleza perversa del régimen. “Por razones bastante complejas -escribió en marzo
de 1948, a comienzos de la revisión de la primera versión de 1984- casi la totalidad de
la izquierda inglesa se ha inclinado a aceptar el régimen ruso como ‘socialista’,
mientras que silenciosamente reconoce que el espíritu y la práctica son bastante

traductor].

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ajenos a lo que se entiende por ‘socialismo’ en este país. De ahí que ha surgido un tipo
de pensamiento esquizofrénico, en el que palabras como ‘democracia’ pueden soportar
dos significados irreconciliables, y cosas como los campos de concentración y la
deportación en masa pueden ser simultáneamente algo bueno y algo malo.”

Somos conscientes de que “este tipo de pensamiento esquizofrénico” tiene su fuente


en uno de los grandes logros de la novela, algo que ha entrado en el lenguaje y el
discurso político, la identificación y el análisis del doble-pensamiento. Como describe
Emmanuel Goldstein en “The theory and Practice of Oligarchical Collectivism” 3, un
texto peligrosamente subversivo y prohibido en Oceanía y sólo referido como “el libro”,
el doble-pensamiento es una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y
necesario para todos los miembros del partido, es ser capaz de hacer creer dos
verdades contradictorias a un mismo tiempo. Esto no es nada nuevo, por supuesto.
Todos lo hacemos. En psicología social fue algo conocido por mucho tiempo como
“disonancia cognitiva”. Otros prefieren llamarlo “compartimentación”. Algunos, célebres
como F. Scott Fitzgerald, lo consideran signo de genialidad. Para Walt Whitman (“¿Yo
me contradigo a mí mismo? Muy bien, yo me contradigo”) eso era la amplitud y la
contención de las multitudes; para el aforista norteamericano Yogi Berra eso era llegar
a una bifurcación en el sendero y tomar las dos direcciones a la vez; para el gato de
Schrödinger eso era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.

La idea parece haberle ocasionado a Orwell su propio dilema, una especie de meta-
doble-pensamiento repeliendo con su ilimitado potencial de daño mientras, al mismo
tiempo, fascinara con su promesa de trascender los opuestos: como si alguna forma
aberrante de budismo zen, cuyos koans fundamentales fueran tres slogans para el
partido -“guerra es paz”, “libertad es esclavitud” e “ignorancia es sabiduría”- se
estuviera aplicando para propósitos malvados.

La suprema encarnación del doble-pensamiento en esta novela es el oficial O’Brien del


Partido Interior, el que es seductor y traidor, protector y destructor de Winston. Él cree
con total sinceridad en el régimen al que sirve y, sin embargo, también podría
personificar perfectamente a un devoto revolucionario comprometido con su
derrocamiento. Se imagina a sí mismo como una simple célula en ese organismo
mayor que es el Estado, pero por lo que lo recordamos es por su individualidad precisa
y contradictoria. Aunque es portavoz calmo y elocuente del futuro totalitarismo, O’Brien
gradualmente va revelando su lado desequilibrado, una separación de la realidad que
emergerá con todo su desagrado en la reeducación de Winston Smith, en ese lugar del
dolor y del pesimismo conocido como el Ministerio del Amor.

El doble-pensamiento también rige las cosas en los superministerios de Oceanía: el


Ministerio de la Paz hace la guerra, el Ministerio de la Verdad dice mentiras, el
3
“Teoría y práctica del colectivismo oligárquico” [Nota del traductor].

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Ministerio del Amor tortura y finalmente asesina a quienes considera una amenaza. Si
esto parece desproporcionadamente perverso, mejor recordar que en Estados Unidos
actualmente no muchos parecen estar demasiado molestos con ese aparato de guerra
llamado “Departamento de Defensa” ni con ese otro llamado “Departamento de
Justicia” al que nombramos con el semblante serio, a pesar de los muy bien
documentados abusos a los derechos humanos y constitucionales pertrechados por su
más formidable brazo, el FBI. Nuestra simbólica libertad de prensa está requerida de
presentar coberturas “equilibradas”, en las que cada “verdad” debe ser inmediatamente
neutralizada por otra proporcionalmente opuesta. Todos los días la opinión pública es
objeto de la reescritura de la historia, la amnesia oficial y las mentiras descaradas,
todos los cuales son capciosamente denominados con la palabra “spin” 4, como si
fuese algo tan inofensivo como un paseo en carrusel. Sospechamos más de lo que nos
dicen, y esperamos otra cosa. Creemos y dudamos a un mismo tiempo; parece una
condición del pensamiento político en los estados modernos tener permanentemente
dos opiniones contradictorias sobre todas las cosas. No hace falta aclarar que esto es
de una inestimable utilidad para quienes están en el poder y desean perpetuarse en él.

Además de la ambivalencia dentro de la izquierda con respecto a la realidad soviética,


otra oportunidad para la acción del doble-pensamiento surgió con el despertar de la
segunda guerra mundial. En su momento de euforia, el bando ganador cometió, en
opinión de Orwell, errores tan fatales como el propio Tratado de Versalles para terminar
con la primera guerra mundial. A pesar de sus honorables intenciones, en la práctica la
división del botín por parte de los aliados cargó con la posibilidad de elevar los daños
fatales. La preocupación de Orwell por “la paz” es uno de los subtextos importantes de
1984.

“Lo que en realidad pretendo hacer con la novela -escribió Orwell a su editor hacia fines
de 1948, en un momento que podemos deducir era la etapa de revisión del libro- es
discutir las implicancias de la división del mundo en ‘Zonas de influencia’ (pensé en ella
en 1944 como resultado de la Conferencia de Teherán)…”

Bueno, desde luego, los novelistas no deben ser de absoluta confianza en cuanto a la
confesión de sus fuentes de inspiración. Pero se puede ver el proceso imaginativo. La
conferencia de Teherán fue el primer encuentro aliado de la segunda guerra mundial, y
tuvo lugar a finales de 1943, con Roosevelt, Churchill y Stalin como asistentes. Entre
los tópicos de la discusión estuvo, después de que la Alemania nazi fuera derrotada, la
división de las zonas de ocupación. Cómo quedarse con una buena parte de Polonia
fue otro asunto. En la imaginación de Oceanía, Eurasia y Eastasia Orwell hizo un salto

4
O, si se quiere, “versión de los hechos”. Palabra que refiere a la manera de “maquillar” las noticias de modo
tal que “algo malo” aparezca como “bueno” o no “tan malo”. [Nota del traductor].

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en la escala de las conversaciones de Teherán, proyectando la ocupación en un país


vencido en la de un mundo derrotado.

El agrupamiento de Gran Bretaña y EE.UU. en un solo bloque resultó ser una profecía,
anticipando tanto la resistencia de Gran Bretaña a integrar la masa continental de
Eurasia así como su continua sumisión a los intereses yanquis -y que el dólar sea, por
ejemplo, la unidad monetaria de Oceanía-. La Londres que aparece sigue siendo
reconocible como la Londres de la austeridad de la posguerra. Desde el comienzo, con
la inmersión en el gris día de abril en que Winston Smith lleva a cabo su decisivo acto
de desobediencia, las texturas de la vida distópica se vuelven constantes –la avería de
cañerías, los cigarrillos que pierden su tabaco, la horrible comida- aunque tal vez no
sea necesario estirar demasiado el esfuerzo imaginativo para cualquiera que haya
conocido privaciones en tiempos de guerra.

Profecía y predicción no son exactamente lo mismo, y ni para el autor ni para el lector


es conveniente confundirlos en el caso de Orwell. Este es un juego en el que algunos
críticos gustan incurrir armando listas con los aciertos y errores del escritor. Mirando el
presente de los Estados Unidos, por ejemplo, podemos apreciar la popularidad de los
helicópteros como un recurso para la “aplicación de la ley”, imágenes que nos resultan
familiares desde las series policiales, a su vez son otra forma de control social -basta
con ver la propia ubicuidad de la televisión en sí-. La pantalla de TV bidimensional
posee bastante semejanza con las pantallas de plasma de los sistemas de cable
“interactivo” que existen hacia el 2003. Las noticias son lo que el gobierno dice que
deben ser, la vigilancia de los ciudadanos comunes ha pasado a ser la principal
actividad policial, las investigaciones y confiscaciones serias son un chiste. Y así
sucesivamente. “¡Oh, el gobierno ha pasado a ser Big Brother, tal como predijo Orwell!
¡Vaya!” “¡Qué orwelliano! ¿No?”

Bueno, sí y no. Las predicciones concretas son sólo detalles después de todo. Quizá lo
más importante y necesario para un profeta profesional sea poder ver mejor que
muchos el interior del alma humana. Orwell en 1984 sobreentiende que, a pesar de la
derrota del Eje, la voluntad del fascismo no se ha extinguido y que lejos de haber
llegado su fin quizá aún no había llegado a su máxima expresión: la corrupción del
espíritu, la irresistible adicción humana al poder a lo largo y a lo ancho del mundo,
todos los aspectos famosos del Tercer Reich y del stalinismo en la URSS, e incluso el
Partido Laborista británico aparecían ante él como el primer borrador de un terrible
futuro. ¿Qué podría impedir que lo mismo sucediera en Gran Bretaña y EE.UU.?
¿Superioridad moral?¿Intenciones de Dios?¿Una vida higiénica?

Lo que no ha dejado insidiosamente y sin cesar de cultivarse desde entonces, por


supuesto, y que ha vuelto a los argumentos humanistas casi irrelevantes, es la
tecnología. No debemos dejarnos distraer demasiado por los torpes medios de

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vigilancia de la era de Winston Smith. En “nuestro” 1984, después de todo, el chip de


circuito integrado no tenía más de una década de antigüedad, y era vergonzosamente
primitivo al lado de las maravillas de la tecnología informática de los alrededores del
2003, más notablemente con Internet, un desarrollo que promete formas de control
social en una escala jamás soñada por los pintorescos tiranos del siglo XX de ridículos
bigotes.

Por otra parte, Orwell no previó desarrollos tan exóticos como las guerras de religiones
ahora tan familiares para nosotros, que involucran tantos tipos de fundamentalismos. El
fanatismo religioso está llamativamente ausente en Oceanía, excepto en la forma de
devoción al Partido. El régimen de Big Brother exhibe todos los elementos del
fascismo: el solitario dictador carismático, el total control de los comportamientos, la
absoluta subordinación de lo individual a lo colectivo – excepto la hostilidad racial, en
particular el antisemitismo, que era una característica destacada del fascismo, tal como
Orwell muy bien sabía-. Esto choca con el lector actual como algo desconcertante. El
único personaje judío de la novela es Emmanuel Goldstein, y tal vez sólo porque su
fuente de inspiración, Leon Trotsky, también lo era. Y se trata de una presencia fuera
de la escena, cuya verdadera función en 1984 es proveer de una voz narradora, tal
como la del autor de The Theory and Practice of Oligarchical Collectivism.

Se ha hablado mucho recientemente de la propia actitud de Orwell para con los judíos,
llegando tan lejos algunos comentaristas como hasta incluso llamarlo antisemita. Si uno
mira sus escritos de la época, referido al tema se encuentra relativamente muy poco, y
el asunto judío no parece llamarle demasiado la atención. Cuanta evidencia hay
publicada al respecto es indicio de una suerte de adormecimiento ante la magnitud de
lo acontecido en los campos de concentración, o una falta a cierto nivel en la
comprensión de su completo significado. Existe cierto sentimiento de reticencia, como
si, con muchos otros asuntos sobre los que preocuparse, Orwell hubiese preferido que
al mundo no se le agregara el inconveniente de tener que pensar mucho sobre el
Holocausto. La novela puede incluso haber sido su manera de redefinir un mundo en el
cual el Holocausto jamás sucedió.

Lo más cerca que se está en 1984 de un momento antisemita es en la práctica ritual de


los “Dos Minutos de Odio”, presentado tempranamente, casi como un aparato narrativo
para la introducción de los personajes de Julia y O’Brien. Pero la exhibición del
antigoldsteinismo descripta aquí como algo tóxico nunca se llega a generalizar como
algo racial. “Tampoco hay discriminación racial, -como el propio Emmanuel Goldstein
confirma en el libro- judíos, negros, sudamericanos de pura sangre india se encuentran
entre las primeras líneas del partido…” Tal como se podría entender, Orwell considera
el antisemitismo como “una variante moderna de la gran enfermedad del nacionalismo”,
y el antisemitismo británico, en particular, como otra forma de la estupidez británica. Él

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cree que en el tiempo de la fusión tripartita del mundo que se imagina en 1984, los
nacionalismos europeos ya no existirán, tal vez porque las naciones se habrán abolido
o suprimido en identidades colectivas aún mayores. En medio de esta novela del
pesimismo general, esto puede chocarnos, sabiendo lo que hoy sabemos, como un
análisis injustificadamente animado. Los odios que Orwell encontró suficientemente
ridículos como para descartar fácilmente, son precisamente los mismos que han en
gran medida orientado la historia desde 1945.

En una reseña en New Statesman de 1938 sobre una novela de John Galsworthy,
Orwell comentó, casi al pasar: “Galsworthy era un mal escritor, pero alguna
preocupación interior agudizó su sensibilidad y casi lo convierte en uno bueno; pero
cuando su malestar pasó él volvió a escribir como antes. Vale la pena una pausa para
preguntarse en qué termina la cosa que le está sucediendo a uno mismo.”

A Orwell le divertían los colegas que convivían con el terror de ser tildados de
burgueses. Pero en algún lugar en el que sus propios terrores lo acechaban, como a
Galsworthy, él temía que un día perdiera su indignación política, y terminara como un
apologista más de las “cosas tal como son”. Es más, podríamos decir que su
indignación era un valor muy preciado para él. La había cultivado a lo largo de su vida –
en Birmania, en París, en Londres, en el camino del muelle de Wigan y en España,
donde le dispararon e incluso fue herido por los fascistas- y había invertido sangre,
dolor y trabajo duro para ganar su indignación, y se aferró a ella como cualquier
capitalista lo hace con su capital. Esta puede ser una enfermedad más peculiar en
algunos escritores que en otros, este miedo a volverse demasiado cómodos, a
venderse. Cuando se escribe para vivir, este es sin duda uno de los riesgos, aunque
tampoco es una preocupación que todos tengan. La capacidad de las clases dirigentes
para cooptar a la disidencia fue siempre un peligro, en realidad no muy diferente del
proceso por el cual el partido de 1984 es permanentemente renovado desde abajo.

Orwell, habiendo vivido entre trabajadores y desempleados de la gran depresión de los


años ‘30, y habiendo aprendido de ella su verdadero valor imperecedero, otorga a
Winston Smith una esperanza similar en sus homólogos de 1984, los proles, para la
liberación en el infierno distópico de Oceanía. En el momento más bello de la novela –
belleza en el sentido en que Rylke la definía, como el advenimiento de un terror en la
justa medida de lo soportable-, Winston y Julia, creyendo estar a salvo, miran desde su
ventana a la mujer cantando en el patio, y Winston, mirando el cielo, tiene la
experiencia de una visión casi mística de los millones de personas que viven debajo de
él: “gente que nunca aprendió a pensar pero que almacenan en sus corazones, en sus
vientres y en sus músculos la fuerza que un día volcarán al mundo. ¡Si hay esperanza,
ella reside en los proles!” Esto sucede un momento justo antes de que él y Julia sean
arrestados, y el terrible y frío clímax del libro comience.

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Antes de la guerra, Orwell había tenido su momento de desprecio por las imágenes de
violencia en la ficción, en particular las de los crímenes de los policiales duros
americanos disponibles en las revistas pulp. En 1936, en una reseña de una novela de
detectives, él cita un pasaje en el que se describe una metódica y brutal paliza, que
misteriosamente prefigura las experiencias de Winston Smith en el Ministerio del Amor.
¿Qué fue lo que sucedió? Parece que nada menos que España y la segunda guerra
mundial. Aquello que un tiempo atrás era una “repugnante porquería”, se había
convertido, en la posguerra, en parte vernácula de educación política, y en eso que
sería institucionalizado en la Oceanía de 1984. Sin embargo Orwell no puede, como la
media de los escritores, darse el lujo de insultar irreflexivamente la persona y el espíritu
de cualquier personaje. La escritura está en lugares difíciles de encontrar, como si el
mismo Orwell se sintiera a cada momento en el calvario de Winston.

Los intereses del régimen en Oceanía son los del ejercicio del poder en sí y para sí, en
su implacable lucha contra la memoria, el deseo y el lenguaje como un vehículo para el
pensamiento. La memoria es relativamente fácil de manejar desde el punto de vista del
totalitarismo. Siempre existen algunos organismos como el Ministerio de la Verdad para
negar los recuerdos de los otros y para reescribir el pasado. Se ha convertido en un
lugar común, hacia el 2003, pagar más a los empleados del gobierno que al resto de
nosotros para cotidianamente degradar la historia, trivializar la verdad y aniquilar el
pasado. Antes quienes no aprendían de la historia estaban condenados a repetirla,
pero eso fue así hasta que quienes están en el poder se percataron de que se podía
convencer a todos, incluidos ellos mismos, de que la historia jamás sucedió, o sucedió
del modo más conveniente para sus propios fines; o, lo mejor de todo, que la historia
no importa en absoluto, excepto como material para documentales televisivos de baja
calidad e improvisados para una hora de entretenimiento.

Para el momento en que ellos abandonan el Ministerio del Amor, Winston y Julia,
desenamorados, han entrado para siempre en esa antesala de la aniquilación que es la
condición del doble-pensamiento, ya siendo capaces de amar y odiar a Big Brother al
mismo tiempo. El final es tan oscuro como se puede imaginar. Pero, extrañamente,
este no es todavía el final. Damos vuelta la página para encontrar adjunto lo que
parece ser una especie de ensayo crítico, “The principles of Newspeak”. 5 Recordemos
que al principio se nos da la opción, mediante una nota a pie de página, de recurrir a la
parte de atrás del libro y leerlo. Algunos lectores hacen esto, y aunque otros no, se
puede ver en esto uno de los tempranos ejemplos de lo que en nuestros días es el
hipertexto. En 1948 esta última parte molestó aparentemente lo suficiente como para
que el American Book-of-the-Month Club llegara a demandar que se quitara del libro,
junto con los citados capítulos de Emmanuel Goldstein, como una condición para que
sea aceptado por el club. Aunque se le anticipó que podía perder al menos 40.000
5
“Los principios de una Neolengua”. [Nota del traductor].

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libras de ventas en EE.UU., Orwell se negó a hacer los cambios, diciendo a su agente:
“un libro se construye como una estructura equilibrada y no se pueden simplemente
remover grandes bloques aquí y allá a menos que uno esté dispuesto a rehacer toda la
cosa… realmente no puedo permitir que mi trabajo sea estropeado sino hasta cierto
punto, y dudo si se gana con ello en el largo plazo.” Tres semanas más tarde la BOMC
dio marcha atrás con sus demandas, pero la pregunta sigue siendo: ¿por qué terminar
una novela tan apasionante, violenta y oscura como esta con lo que parece ser un
apéndice académico?

La respuesta puede estar en la simple gramática. Desde la primera frase “The


Principles of Newspeak” se escribe constantemente en tiempo pasado, como si se
sugiriera un pedazo tardío de la historia, post-1984, en el cual la Newspeak se hubiera
convertido literalmente en una cosa del pasado, como si de alguna manera el anónimo
autor de esta parte fuera ahora libre de discutir, crítica y objetivamente, el sistema
político del cual la Newspeak fue en su momento la esencia. Además, es nuestro
propio idioma inglés la pre-Newspeak que se está utilizando para escribir el ensayo. Se
suponía que la Newspeak iba a ser el idioma general para el 2050 y, sin embargo, no
duró tanto tiempo, mucho menos triunfó; y las antiguas maneras de pensar inherentes
en el inglés estándar han pervivido, sobrevivido y prevalecido, e incluso, en última
instancia, el orden social y moral del cual se habla ha sido de alguna manera
restaurado.

En un artículo de 1946 sobre “The managerial Revolution”, 6 un análisis de la crisis


mundial del ex-trotskista estadounidense James Burnham, Orwell escribió: “El enorme,
invencible, y eterno imperio de la esclavitud con el cual Burnham parece soñar, no será
establecido, y si se estableciera, no sería duradero, porque la esclavitud ya no es una
base estable para la sociedad humana.” En sus insinuaciones con respecto a la
restauración y la redención, tal vez “The Principles of Newspeak” sirve para iluminar un
desenlace que de otro modo sería desolado y pesimista: el envío de vuelta a las calles
de nuestra propia distopía silbando de modo un poco más feliz que en el propio final de
la historia en sí.

Hay una fotografía, tomada alrededor de 1946 en Islington, de Orwell con su hijo
adoptivo, Richard Horatio Blair. El pequeño, que tendría aproximadamente dos años en
ese momento, transmite una dicha inocente. Orwell lo sostiene suavemente con sus
manos, también sonriente, satisfecho, pero al parecer no lo suficiente. Es más complejo
que eso, como si ahora él hubiese descubierto algo más preciado que la indignación.
Su cabeza levemente inclinada, sus ojos con una mirada cuidadosa que a los cinéfilos
6
“La revolución dirigencial” (o “gerencial”): el artículo de Orwell sobre el libro de Burnham puede
consultarse en su lengua original en http://www.george-
orwell.org/James_Burnham_and_the_Managerial_Revolution/0.html (última consulta: 16/03/2009). [Nota del
traductor].

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les podrá recordar a un personaje de Robert Duvall, con un trasfondo que él mismo en
más de una oportunidad hubiese preferido tener. Winston Smith “…creía que había
nacido en 1944 o 1945…”; Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil
suponer que Orwell en 1984 se haya imaginado un futuro para la generación de su hijo:
pero un mundo que deseaba no fuera tal y como él lo alertaba. Él fue un impaciente
con las predicciones de lo inevitable, y confiaba en la capacidad de las personas
comunes para cambiarlo todo en cuanto ellos pudieran. Es la sonrisa del niño, en
cualquier caso, sobre la que hay que volcar, directa y radiantemente, un procedimiento
de fe resuelta en que el mundo, al fin de cuentas, es bueno y la dignidad humana,
como el amor de un padre, siempre se puede dar por sentado; una fe tan honorable
que, incluso, podemos imaginar a Orwell, y a nosotros mismos por un momento y a
pesar de todo, jurando hacer lo que se deba para evitar que esa fe sea traicionada.

[Trad. Juan Mendoza]

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