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Américo Castro
ESA GENTE DE ESPAÑA….
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Para los hechos anteriores, ver el libro de Ramón
de Abadal, «Els primers comtes catalans, Barcelona, 1958.
llama "francos", no "catalanes", a los del condado de Barcelona. Se llega así a
la raíz del problema catalán: los catalanes han poseído una justificada y pecu-
liar personalidad, y no han sabido o no han podido dotar de dimensión política
la conciencia de su valiosa realidad colectiva. La lengua que se implantó en
Valencia y en Mallorca al ser conquistadas por Jaime I de Aragón en el siglo
xiii, fue el catalán, no la hablada en Aragón. Sin los catalanes. Aragón no
hubiera conquistado Nápoles. En el siglo xiv llegaron hasta Atenas, y el pri-
mer elogio de la belleza de la Acrópolis lo hizo un rey aragonés en lengua
catalana. Los catalanes han sido más laboriosos que el resto de los cristianos
españoles, y han mantenido desde la Edad Media una tradición industrial.
Pero análogamente a los provenzales y a los italianos, han carecido de espíritu
épico. Su literatura se distinguió por su lirismo, no por su poesía épica, fun-
damento, en último término, del drama y de la novela. Ni en Cataluña, ni en
Provenza, ni en Italia —sin gran dimensión política en el pasado— se han
producido novelas ni dramas de gran trascendencia.
El drama del pueblo catalán se identifica con el de su misma existencia, in-
separable hoy del problema total de España. La "angustia" catalana y la de los
restantes españoles es hoy una ineludible realidad. Todos ellos debieran tener
presentes —cuando lleguen a gozar de libertad—, las limitaciones y los rie s-
gos de su propia historia. Catalanes y castellanos no resolverán nada por el
camino de la violencia y de la opresión. El problema es de inteligencia, de
trabajo y simpatía mutuos. Las generosas entregas y las generosas renuncias
han de ir entrelazadas, con olvido de los cerrados y cerriles localismos. Aun-
que no sea posible, esto es lo que exigirían de consuno el sentido común —y
una experiencia de 1200 años.
Si los catalanes estuvieron en la Edad Media más abiertos a Europa que los
castellanos, estos, en cambio, supieron organizar un sistema de vida político-
social que permitió a Castilla imponerse al resto de España, y sentar las bases
del futuro imperio. La victoria final sobre los musulmanes fue posible gracias
a la política seguida durante la Reconquista, de milicia religiosa y, simultá-
neamente, de tolerancia. Sin la colaboración de mudé jares y judíos en las tie-
rras reconquistadas, el esfuerzo de los cristianos hubiera sido estéril. Fue pre-
ciso, sin embargo, idear un sistema polític o para encajar a musulmanes y judí-
os en la estructura de la vida cristiana, y convertir en hábito aceptable para
todos lo que era forzosa necesidad. No bastaba, por otra parte con que las
leyes sancionaran costumbres que habían haciéndose tradicionales; faltaba,
además, fundamentar el hecho de la convivencia de las tres religiones en una
idea religiosa. En el código legal del rey Alfonso el Sabio (las partidas) se
dice, por ejemplo, que la sinagoga “también es casa do se loa el nombre de
Dios". Y en las Cantigas puestas por el mismo rey. Cristo aparece como
"Aquel que puede perdonar al cristiano, al judío y al moro, si ponen su mente
con firmeza en Dios". Durante unos cientos años el Dios de los cristianos
españoles fue un vértice el cual se aunaban cristianos, moros y judíos. Esta
idea .tolerancia procedía del Alcorán, y su adopción revela más el prestigio de
que habían gozado la religión y la civilización islámicas. El rey Femando el
Santo, conquistador de Córdoba y Sevilla, y padre de Alfonso el Sabio, á ente-
rrado en la catedral de Sevilla; su epitafio fue redactado en latín, en castella-
no, en árabe y en hebreo.
Mas no obstante todo ello, sería erróneo y anacrónico paginarse como una
armonía idílica la convivencia de aquellos tres pueblos, todos igualmente
interesados en imponer su supremacía, o lamentando no poder hacerlo. Aquel
atente estado de ánimo todavía se refleja en las sublévala de los moriscos
granadinos, primero en 1500 y luego en 1568, setenta y seis años después de
haber sido conquistado aquel reino. Creían los sublevados que el imperio es-
pañol era débil, a causa precisamente de su misma inmensidad. Aben Hume-
ya, proclamado rey por los moriscos, decía a sus partidarios que la tierra de
España les pertenecía, por llevar viviendo en ella 900 años. Felipe II tardó
cuatro años en someterlos.
España fue para los judíos una especie de nueva Sión. Llegaron a poseer más
de cien sinagogas, y su poder, gracias a la protección de los reyes y de los
grandes señores, fue a veces muy considerable . Eran ricos y cultivaban las
artes liberales, descuidadas por los cristianos. Regían la administración de las
finanzas, y estrujaban a los humildes a fin de aumentar los caudales del rey. A
medida que se ensanchaba la tierra conquistada, justamente por las regiones
más ricas (Córdoba, Sevilla), la reacción agresiva del pueblo bajo fue hacié n-
dose inevitable. La conciencia de poderío "personal" en los cristianos ganaba
en intensidad, mientras que la fuerza de los musulmanes —reducidos a fines
del siglo xiv al área del reino de Granada—, era cada día más débil y menos
temible. Al cristiano le interesaba "mantener honra", ser hidalgo; ansiaba go-
zar de prestigio dentro de su tierra y en imperar fuera de ella, según profetiza-
ban ciertos escritores. Los moros habían mostrado su inferioridad al ser ven-
cidos, y los judíos descollaban en un tipo de actividades que aparecían, vistas
desde abajo, sólo como usura opresiva y como exacción de impuestos, de los
cuales estaban exentos los hidalgos. En fin, la cultura de los judíos no prepa-
raba para la tarea de conquistar tierras y magnificarse heroica y personalmen-
te. Es por tanto muy comprensible que al sentirse fuerte, el hispano-cristiano
tratara de deshacerse de quienes habían contribuido, en gran medida, al en-
grandecimiento económico y político de Castilla.
A fines del siglo XIV comenzó la campaña de exterminio contra la casta
judía. Esta usó toda clase de medios para protegerse contra aquel cataclismo y
bastantes judíos se convirtieron en perseguidores de sus correligionarios. Des-
pués de la instauración del Santo Oficio (1481) y de la expulsión de los hispa-
no-hebreos que no habían aceptado el bautismo, prosiguió con ensañamiento
de lucha contra los "cristianos nuevos", quienes a menudo conservaban algu-
nas prácticas de sus tradiciona les creencias. Todo ello afectó profundamente
al futuro del pueblo español. Porque del mismo modo que los éxitos de la
Reconquista fueron haciendo paulatinamente deseable la eliminación de los
judíos y de los moros, así también las deslumbrantes empresas del siglo xvi y
la creación del Imperio confirmaron al pueblo español de abolengo cristiano
en su idea de que lo único importante era el ejercicio del valor y el arte de
saber mandar sobre otros pueblos. La trayectoria tan lentamente inic iada en el
siglo viii, y proseguida en medio de tantas divisiones y disensiones, adquiría
en 50 años dimensiones incalculables y ritmo vertiginoso.
Las historias al uso enfocan este problema en forma muy distinta, por con-
siderar a los moros y a los judíos (en el fondo antipáticos) como accidentes
pasajeros o superpuestos a esa, que imaginan, eterna sustancia de España.
Pero la verdad es muy otra. La casta hispano-cristiana cosechaba ahora en el
siglo xvi frutos que habían tardado 800 años en florecer y madurar. Claro es,
sin embargo, que en su modo de identificar la religión con la naciona lidad y
con la condición de la persona, los cristianos mostraban en sus almas la im-
pronta marcada por aquellos ocho siglos de prestigio musulmán y judaico.
Pero no es menos y; verdad que la casta cristiana había cultivado especia l-
mente el arte de dominar pueblos, con tal éxito, que a mediados del siglo xvi
mandaba en Bruselas, en Nápoles, en Milán, en Dijón; y desde 1580, en Por-
tugal, en la India, en el Brasil; y también en todo lo restante de la América
explorada y conquistada por ellos, no obstante la tenaz enemistad de ingleses,
holandeses y franceses. Todos los españoles del Imperio (en Italia o en las
Indias) pretendían ser "hidalgos", lo cual exigía no llevar en las venas sangre
de judío o de moro. Las tareas en que éstos se habían distinguido eran ya in-
útiles; y peor que eso, al cultivarlas los aspirantes a la hidalguía, se hacían
sospechosos de ascendencia impura. La conciencia de ser español se confun-
dió en adelante con la de ser católico, y con no descender de moro ni de judío,
mezclados abundantemente con los cristianos durante siglos, y así casi toda la
nobleza estaba "contaminada".
Las ciencias que habían comenzado a cultivarse en las universidades de
Salamanca y Alcalá en la primera mitad del siglo xvi, decayeron considera-
blemente y muy pronto. Para mantener la pureza de su casta (una actitud, por
lo demás, de origen judío), el español rechazó el cultivo de toda forma de
cultura. Cervantes escribió, con amarga ironía, que el saber le er podía llevar a
la hoguera; aunque los españoles no eran incapaces para el estudio, ni su igno-
rancia procedía de que Felipe II hubiese prohibido salir a estudiar en el ex-
tranjero. La única razón válida para aquella "renuncia" a la cultura fue el mie-
do a ser tenido por judío. Tal fue el motivo de que a principios del siglo xix
los españoles se hallaran en un grado atroz de miseria intelectual, como resul-
tado de haberlo aventurado todo al ideal de la grandeza de la persona y de la
pureza de su sangre. De ta les antecedentes hay que partir para entender la
sitúación actual de los españoles. Los iberos, el heroísmo de Númancía y los
emperadores romanos nacidos en Hispania, son recursos empleados para es-
capar a una realidad que, o se ignora, o desagrada cuando es conocida. Pero
han de tenerla en cuenta quienes quieran explicarse a los españoles desde un
puntó de vista histórico y no sorprenderse de su situación respecto a la cultura
de Occidente. Porque aunque los franceses y los italianos, en su mayoría, sean
católicos por tradición, ni a unos ni a otros se les ha ocurrido fundar su con-
ciencia de nacionalidad en el hecho de ser católicos, o de estar espiritualmente
limpios de impurezas heréticas.
Si el hispano-cristiano no se hubiera sentido personalmente superior a to-
dos aquellos cuya ayuda le era indispensable (mudéjares, judíos, comerciantes
de Francia o de Génova), habría perdido la dirección del reino, y Castilla no
habría dado fin a la Reconquista ni reducido a un solo reino lo que era plurali-
dad de soberanías. El líder cristiano se mantuvo erguido gracias a su concie n-
cia de' pertenecer a una casta superior; las circunstancias difíciles en que se
hallaba, le obligaron a tomar de moros y judíos cuanto era necesario para de-
jar libre su ánimo combativo y su conciencia de superioridad. Lo hecho en
servicio suyo por aquellos a quienes dominaba, se integraba en su conciencia
de serle debida la cooperación de las otras dos castas sometidas, o de los ex-
tranjeros que laboraban técnicamente para él.
El personalista integral concede valor y auténtica realidad a lo abarcable y
dominable por su voluntad, a lo que acrecienta o expresa lo que la persona ya
era (su fe, sus modos de sentir respecto de sí mismo y del medio humano en
que existe). En suma, interesa expresar y representar la propia vida, no el pen-
samiento o las teorías acerca de qué sea ese mundo inmanejable para uno, o lo
que en él no es visible ni sentible. El español conquistó y fundó grandes ciu-
dades (las ciudades mexicanas o peruanas ya eran admiradas en el sig lo xvii);
pero se preocupó escasamente del bienestar de quienes vivían en ellas. Sin
ayuda extranjera, sin las innovaciones introducidas por los no españoles, aún
duraría el alumbrarse con velas y lámparas de aceite (cierto es que a esa luz o
a la del sol se escribieron en todo el mundo las obras más bellas y más pro-
fundas, lo cual es otro problema).
La actividad reflexiva e intelectual fue juzgada peligrosa para los dogmas
religiosos y, sobre todo, despertaba la sospecha de ser descendientes de judíos
quienes la cultivaban. Mas aparte de eso, es manifiesto que los pueblos que
más pensaron no fueron buenos fundadores de imperios. Compárese a Roma
con Grecia, a España con Italia o con Francia (el imperio francés vino tardía-
mente y está revelando su naturaleza precaria y efímera). Los ingleses han
manejado sus dominios más con sentimentalidad, instinto e intuición, que con
razonamientos. Los españoles del siglo XVI (en su mayoría analfabetos) ex-
tendieron y han mantenido la lengua española por toda Hispanoaméric a, más
como lengua oral que como escrita. Por motivos religiosos y para expresar la
grandeza de la persona, surgieron esos monumentos admirables, a lo largo y a
lo ancho del mundo español y portugués, que no valen menos por ser poco
conocidos, y no debidamente apreciados. El modo de vida español envuelve,
sin duda, graves riesgos, y también algunas fecundas posibilidades para el
mundo de hoy, en donde se está debilitando la conciencia de ser persona y
estamos en riesgo de sentimos apéndice de alguna máquina, o simple expre-
sión de fuerzas sociales, o de consignas, que no se sabe de dónde vienen ni
adonde van.
Si hubiese habido algún modo de conectar centáuricamente el funciona-
miento de un motor con la circulación de la propia sangre, habría habido en-
tonces alguna posibilidad de interesar al español en los inventos mecánico».
A falta de eso, los españoles se adueñan de las invenciones ajenas y ponen en
su manejo un sentido muy personal y gran ingenio. Hay, así, médicos y ciru-
janos de extraordinario valer, aunque los descubrimientos en la medicina es-
pañola sean bastante raros. Cierto es, de todos modos, que quienes se forman
científicamente fuera de España, han conseguido importantes resultados en
física, química o biología, y, en nivel más modesto, el obrero español hace
"suya" en cierto modo la máquina que maneja, y de ahí la abundancia de muy
ingeniosos mecánicos. No teorizan, pero sí practican muy eficazmente. De
otro modo no hubieran sido posibles los viajes y las exploraciones de tierras
lejanas. Es bien sabido cómo, en el siglo xvi, Orellana, con muy escasas ayu-
das, descubrió y recorrió el desconocido Amazonas desde sus fuentes hasta el
océano.
El español desearía que la máquina poseyera un alma, para atraerla a sí y
dialogar con ella. Recuerdo a este propósito que, hace unos cuarenta anos. El
Sol, de Madrid —el periódico más "intelectual" que entonces poseíamos—,
comentó con regocijado humorismo lo acontecido en un tranvía al pasar por
una angosta calleja del antiguo Madrid. Él conductor, al ver caminar por la
acera una linda muchacha, puso el motor al paso de ella a fin de "piropearla"
convenientemente. El tranvía se transformaba así en algo como un caballo,
dócil a la voluntad y al designio de quien lo montaba. Los productos de la
industria extranjera, comentaba El Sol, al llegar a España se nacionalizaban.
La anécdota era divertida, y también muy alarmante, pues era de temer que
también las leyes o cualquier servicio público se integraran "centáuricamen-
te" con la voluntad personal de quienes los manejaran.
La interpenetración de lo objetivo y lo personal produjo admirables resul-
tados en el arte y en la literatura de España. Ese mismo impulso integralista
hizo posible incorporar a los indígenas de América a la lengua, a las creencias
y al arte de los españole s. Los inditos de Chichicastenango (Guatemala) prac-
tican cultos religiosos en los cuales el catolicismo se combina con sus creen-
cias ancestrales. Los he visto en 1956, en la iglesia de Santo Tomás, orar al
humo del copal, para ellos sagrado, y a las flores que simbolizan las almas de
sus muertos. Los sacerdotes (por cierto españoles) no veían obstáculo en de-
jar hacer a sus fieles lo mismo que venía haciéndose desde hacía 300 años.
Integración parecida puede observarse en las modificaciones sufridas por el
plateresco y el barroco de España al ponerse en contacto con los estilos indí-
genas.
Hace bastantes años andaba por Madrid un sacerdote gallego, muy activo
en política y que daba que hablar por su conducta no demasiado estricta. Le
preguntaban sus amigos cómo era posible que dijese misa, y su respuesta era
tajante: "Cuando digo las palabras de la consagración. Dios no tiene mas re-
medio que 'fastidiarse' y baja r a mis manos". Aquel clérigo tenía razón teoló-
gicamente, no obstante lo grosero de su lenguaje. Pero lo interesante para el
observador de la forma española de vida, es que en este caso Díos era someti-
do a la voluntad personal de un sacerdote, como antes vimos someterse el
tranvía a la voluntad de su conductor. Es frecuente oír en España opiniones
algo extrañas sobre los dogmas católicos a personas sin duda muy ortodoxas:
las creencias también se someten "centáuricamente" en tales casos a la volu n-
tad de quienes creen en ellas. Las páginas anteriores han dado una idea muy
somera, aunque bastante precisa, del modo peculiarísimo en que, desde hace
siglos, ha venido tratando el español los objetos materiales o ideales con los
cuales se ponía en contacto. Las grandezas y los fracasos de este pueblo ad-
quieren así un sentido, pues aparecen entonces como meros aspectos del mo-
do peculiarísimo de comportarse la persona con los objetos sobre los cuales
proyecta su reflexión, su actividad o su simpatía.
FIN