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El pueblo español

Américo Castro
ESA GENTE DE ESPAÑA….

LA REALIDAD PROFUNDA de un país es difícil de conocer. Más difícil resulta


el conocimiento cuando esta realidad se halla oculta detrás de cortinas de
retórica, frases hechas, prejuicios, hábitos mentales e intereses creados. Por
esto es importante que sean españoles quienes traten de pasar esa cortina de
tan diversos y viscosos materiales y nos presenten lo que ven tras ella. Este
ensayo ha aparecido antes en la revista bimestral Panoramas, que publica el
Centro de Estudios y Documentación Sociales, de México.
Américo Castro es un gran interpretador de la historia de España, cate-
drático en su país, en los Estados Unidos, en América Latina, autor de mu-
chos libros y de una tesis fecunda, conversador inagotable y conferenciante
deslumbrador.

(Publicado en la colección “Estudios y Documentos”, del


CEDS de México bajo la dirección de Victor Alba”) Enero de
1965
El pueblo español
Américo Castro

Al decir "español" pienso en un plano de coexistencia para quienes se sentían


más próximos entre sí que junto a ningún otro pueblo, primero en la Península
Ibérica, y más tarde fuera de ella. Comenzaron a llamarse españoles después
del siglo xii, pues antes sus nombres étnicos fueron "castellano, leonés, ara-
gonés, navarro y catalán". La lengua común para todos ellos, cuando se reuní-
an unos con otros, fue el castellano. La religión y el sentimiento de adhesión a
la corona los mantuvo unidos en un vértice en que todos coincidían, no obs-
tante sus diferencias. El nombre "español" y la coincidencia de estar convi-
viendo como españoles fueron adquiriendo más profundo sentido, a medida
que las grandes empresas del Imperio y el esplendor de su civilización iban
dotando al español de una dimensión internacional.
Por decaídos que hoy se hallen los españoles política y económicamente,
su civilización no lo está, al menos para quienes sean capaces de percibir su
valor. Escribía Albert Camus, en 1957, al frente de su traducción de El Caba-
llero de Olmedo, de Lope de Vega: "A nuestra Europa de cenizas, Lope de
Vega y el teatro español pueden traer su inagotable luz, su insólita juventud,
ayudamos a reinstaurar en nuestros escenarios el espíritu de grandeza..." Si
esto se escribía pensando en el pasado, la España moderna no está desprovista
de figuras individuales de gran significación. En el siglo xx dos notables bió-
logos recibieron el Premio Nobel; Cajal en 1906 y Ochoa en 1959. Lo mismo
aconteció a los escritores Echegaray en 1904, Benavente en 1922 y Juan Ra-
món Jiménez en 1958. Internacionalmente gozan de prestigio bastantes espa-
ñoles, además de Picasso y Miró, Albéniz y Falla, Unamuno, Antonio Macha-
do, Ortega y Gasset, García Lorca.
Mas con todo eso —observará algún exigente—, la cultura de España no
es ni de lejos equiparable hoy con la de otras naciones occidentales. Es cierto,
aunque si comparáramos a los españoles de hoy con los de 1860, la distancia
entre unos y otros sería todavía mayor que la que actualmente los separa del
resto de Europa.
Es notable, sin embargo, que paralelamente a esos aislados progresos indi-
viduales, España y Portugal no hayan conseguido organizarse política y so-
cialmente en forma medio satisfactoria. El dic tador portugués lleva ahí más de
treinta años; y el español, más de veinticinco. Ante tal situación sería muy
ingenuo formular censuras o proferir exclamaciones. Me parece más útil rela-
cionar esa situación con la forma en que los españoles han venido concibiendo
sus modos de vida colectiva, porque los desastres políticos no son fenómenos
físicos como el rayo o la sequía; son más bien magnificaciones de lo que
acontece dentro del individuo, en la familia, en la aldea, en la ciudad y en la
región. Cuando una calamidad nacional es solamente provocada por un acci-
dente exterior (una invasión extranjera, por ejemplo), al marcharse el invasor,
el país recobra su anterior situación política. Al marcharse los alemanes de
Dinamarca, Noruega y Holanda, estas naciones volvieron a ser lo que antes
eran políticamente. Si se fueran los rusos de Checoslovaquia, ocurriría cosa
análoga.
Sea como fuere, la finalidad perseguida al ponernos en contacto con una
nación (penetrar entrañablemente en la comprensión y estima de sus valores;
imaginar mudanzas de rumbo que le permitan subsistir con toda posible pros-
peridad, libre y humanamente), lo primero que han de hacer los propios y los
extraños, es familiarizarse con la estructura vital del pueblo en cuestión. Sin
esto, toda figuración del futuro será una ilusoria arbitrariedad.
Hubo y hay una manera española de enfrentarse con el mundo de los hom-
bres y con el de la naturaleza. Observándola de cerca acabamos por compren-
der cómo fue posible la grandeza imperial, y también los motivos del desinte-
rés por la ciencia, por la técnica y por una razonable organización económica
y democrática de la sociedad. El achacar los males de los españoles a la po-
breza de su tierra es una fábula; no obstante la aridez de algunas de sus zonas,
los españole s habrían vivido mucho mejor de poseer los modos interiores de
vida de quienes vinieron del extranjero para enriquecerse sobre el árido suelo
de España.
Hasta fines del siglo xv, Castilla y Aragón-Cataluña no se hallaban respec-
to de otros países europeos en un desnivel tan marcado como posteriormente.
La fuerza de las creencias y el prestigio del heroísmo aún figuraban en el pri-
mer plano de las valoraciones humanas. Francisco I de Francia todavía pudo
desafiar al emperador Carlos V a un combate cuerpo a cue rpo. Hasta media-
dos del siglo XVII la Europa occidental concedió importancia primaria a la
cuestión religiosa (guerra de Treinta Años, puritanismo en Inglaterra, etc.), y
así no aparecía tan extraño como más tarde el especial totalitarismo religioso
de los españoles, que dejaba en sombra cualquie r otro interés cultural. Más
desde fines de aquel siglo, los españoles se hicieron notar por su aislamiento e
inmovilidad cada vez mayores. La Revolución Industrial de Inglaterra y la
Revolución Francesa hicieron patente, como nunca antes, el abismo que sepa-
raba a España del resto de Europa.
Los españoles del inmenso imperio constituido en el siglo xvi se mantu-
vieron unidos políticamente por el hecho de coincidir en una misma creencia
y por la adhesión, casi religiosa, a la persona de Su Majestad Católica. Gracias
a eso se mantuvo la cohesión política del Imperio hasta 1810, fecha en que
España se quedó sin rey, por haber sido ocupada por el ejército de Napoleón.
Las antiguas Indias continentales se fragmentaron en catorce repúblicas. El
Brasil, en cambio, se constituyó en un imperio bajo don Pedro de Braganza,
un príncipe de la casa real portuguesa. A medida que fue debilitándose el
prestigio de la monarquía en el siglo xix, algunas regiones fueron acentuando
su voluntad de desligarse lo más posible del poder central. Esta situación,
resultado de un largo proceso histórico, se encuentra hoy muy agudizada. En
Cataluña, en las Provincias Vascongadas y en Galicia hay muchos que se
sienten —y lo dicen—, antes catalanes, vascos y gallegos que españoles.
El que las regiones se conduzcan en esa forma se debe a motivos muy an-
tiguos, no aclarados por los historiadores españoles. No dicen éstos que el
pueblo español se constituyó, desde el siglo viii y después de la invasión mu-
sulmana, como un conglomerado de tres castas de creyentes: cristianos, moros
y judíos. El orgullo, los prejuicios y un confuso sentido de los valores impiden
reconocer que los españoles no fueron un pueblo completamente occidental.
Mas así se hicieron posibles, precisamente, las grandes maravillas llevadas a
cabo por los pueblos hispánicos —castellanos, portugueses y catalanes. No
obstante, el carácter latino de sus lenguas y las conexiones con Occidente, la
manera española de existir fue resultado del entrelace de los cristianos, los
moros y los judíos en la Península Ibérica desde el siglo viii hasta fines del xv.
Cada uno de esos tres grupos fue en realidad una casta, que se afirmaba como
tal y se separaba de las otras dos por el hecho de no creer como las otras dos
creían. Hasta el siglo xv, las tres castas se mantuvieron unidas socialmente a
favor de principios de tolerancia inspirados en el Alcorán. Después del siglo
XV, los cristianos, que siempre habían tenido la dirección política y militar,
prescindie ron, de los moros y de los judíos, aunque ya para entonces se habían
incorporado el sentimiento oriental de ser inseparables la idea de nación y la
fe religiosa. La España de hoy, en ese sentido, se parece a Israel y a los países
musulmanes mucho más que a cualquier otra nación de Occidente.
Desaparecida la tolerancia medieval de tipo musulmán, los españoles aca-
baron por simbolizar en Europa el exclusivismo y totalitarismo religioso; no
es que los protestantes no fueran, a veces, tan intolerantes como ellos. Más no
daban la impresión de serio tanto, a causa de la importancia que concedían a
las cosas de este mundo: ante todo, al trabajo técnico y al bienestar colectivo
de sus puebles y ciudades. Escribía el jesuita Pedro de Guzmán, en 1614, que
en "muchos reinos, no sólo de fieles, sino aun de infieles y de herejes (como
los de la Rochela), tienen sus gobernadores singularísimo cuidado y atención
en que en sus repúblicas no haya ociosos, como cosa en que consiste gran
parte de su felicidad ”. Es preciso insistir, sin embargo, en que la ociosidad
proverbial de los españoles fue una consecuencia indirecta de no querer los
cristianos ser confundidos con los judíos o con los moros. Según he demos-
trado con abundancia de documentos, desde fines del siglo xv se consideró
muy deshonroso descender de judíos o de moros; la Inquisición empleó la
mayor parte de su tiempo en investigar si los descendientes de judíos conser-
vaban algo de la religión de sus antepasados. A medida que avanzaba el siglo
xvi, fue creándose una especie de psicosis colectiva. Como casi todas las acti-
vidades intelectuales habían sido cultivadas por la casta judía, y luego por sus
descendientes (señalados socialmente como cristianos nuevos), todo el mundo
huía de ellas. Y así se produjo esa situación —hasta ahora no explicada—, de
ignorancia "protectíva". A fines del siglo xvi se explicaba en Salamanca el
sistema de Copérnico; pero durante el xvii las matemáticas fueron considera-
das cosa diabólica. El lado positivo de todo ello es que la literatura española
debe a esa situación, que he llamado "conflictiva", lo mejor de su literatura
desde fines del siglo xv hasta mediados del xvii. Sin aquella situación no se
habrían producido ni la novela de Cervantes ni el teatro de Lope de Vega, ni
la mística de Teresa de Jesús, ni tanta otra magnífica cosa. El español hubo así
de limitarse su propio horizonte. La misma grandeza del Imperio hacía sentir
que lo único digno para el hombre era la empresa imperial. Iniciada ésta como
tarea propia de la casta cristiana (que por el hecho de serlo ya se estimaba
noble), a ella se unieron muchos cristianos nuevos que, en la lejanía del Nue-
vo Mundo, emulaban en ardor religioso o bélico a los miembros de la casta
dominante. Así, por ejemplo, el llamado apóstol del Brasil y fundador de Sao
Paulo, el jesuíta P. José de Anchieta, era descendiente de judíos, aunque sile n-
cien el hecho sus modernos biógrafos, sin duda por juzgarlo denigrante para
su memoria.
Hubo modernamente en España breves períodos de libertad religiosa,
siempre juzgada un escándalo para la mayoría del país (durante el régimen
revolucionario de 1869 a 1873, y entre 1931 y 1936). Mas el péndulo ha osci-
lado entre la intolerancia de la Iglesia y las agresiones de sus enemigos (ma-
tanzas de clérigos, incendios de iglesias). Ambas posiciones han sido negati-
vas: cerrado tradic ionalismo por parte de la Iglesia, violencia de quienes no le
han opuesto nunca, o alguna otra forma de religiosidad (como el calvinismo
en Inglaterra), o una ideología socialmente viable, como la de la Revolución
Francesa, que transformó la Europa del siglo xix. Las ideas inspiradoras de los
trastornos sociales en España, cuando las hubo, fueron importadas del extran-
jero. El único pensamiento genuinamente español —cuyo último representan-
te fue el cristia no nuevo Luis Vives—, quedó interrumpido en el siglo xvi.
Aquel pensamiento (cuyo latido es anteriormente perceptible en algún mu-
sulmán y en ciertos hispano-judíos) guarda más relación con la filosofía exis-
tencia! de los siglos xix y xx, que con la fundada en el idealismo griego, o en
Descartes y Kant. Era aquel un modo de pensar en el cual se mantenían inse-
parables el pensador y lo que pensaba —una filosofía más para la vida que
para la ciencia. Pero todo quedó en atisbos, aunque en el pensamiento raciona-
lista de Spinoza haya muchas huellas de su ascendencia española.
De esta manera vamos preparándonos para entender a este peculiarísimo
pueblo, cuyas acciones, espléndidas o mediocres, no son debidas exclusiva-
mente a que su medio físico sea como es, o a la inepcia de sus gobiernos.
Frente al medio físico los cristianos reaccionaron de un modo, de otro los
moros, y de otro los judíos; y hubo un momento (por ejemplo en los siglos xiv
y xv) en que todos ellos se sentían ser españoles —con la exclusión del reino
moro de Granada. Lo importante, por consiguiente, es darse cuenta de cómo
funcionan y de cómo se han formado los hábitos interiores de la vida españo-
la. La disposición del interior de la persona varía en cada pueblo, y por eso
cada uno de ellos se crea sus circunstancias ideales, y pone en las naturales un
cierto matiz o acento propios. Los holandeses convirtieron en tierra laborable
grandes extensiones de mar; los alemanes han fundado ciudades alemanas en
el Brasil; los judíos de Israel han convertido en huertas zonas milenariamente
desérticas. Cuando lo hecho por un pueblo sigue una línea de marcadas prefe-
rencias, y crea muy estimables valores, entonces esa forma interior de condu-
cirse adquiere una dimensión historiable.
Los habitantes del norte de la Península Ibérica, no sabemos que hubieran
hecho nada notable antes del siglo VIII. Lo que fuera de aquella zona había
acontecido hasta entonces, guarda relación con la historia de los visigodos, de
los romanos, o de los otros pueblos que se habían establecido en la Península
(griegos, cartagineses, etc.). Lo que antes de eso existiera, no enlaza en modo
alguno con los españoles de que vengo hablando, los cuáles sí enlazan muy
claramente con cuanto acontece en la Península después de la invasión mu-
sulmana de 711. Gentes de África y de Oriente ocuparon casi toda la tierra, la
islamizaron en gran parte, fundaron gran número de ciudades, cambiaron los
nombres de los ríos y de las montañas, y llamaron al Andalus a lo que antes se
denominaba Hispania»
Esta nueva situación trastornó el proceso iniciado por la monarquía visig o-
da 300 años antes. Durante esos tres siglos acabó por constituirse un reino
único; pero después de 711 y hasta el siglo xv, la antigua Hispania estaría
dividida en una zona musulmana y otra cristia na, fragmentada esta última en
varios reinos. El primero de ellos se constituyó en la región nornoroeste, gra-
cias a un fenómeno sin precedente en la Península Ibérica: nunca antes los
invadidos se habían opuesto con éxito a los invasores. Los habitantes de la
Península con anterioridad a las invasiones fenicia, griega, cartaginesa, roma-
na o visigoda, habían sido materia humana manejada por invasores que les
imprimían su forma.
La tierra que durante los siete primeros siglos de la era cristiana había es-
tado unida políticamente —como parte del Imperio Romano o como monar-
quía visigótica—, aparece ocupada en el siglo xii por quienes se llamaban a sí
mismos: gallegos, portugueses, leoneses, castellanos, navarros, aragoneses y
catalanes, pero no españoles; ese nombre les fue dado en el sur de Francia por
quienes tuvieron necesidad de designarlos como un conjunto. Desaparecido el
poder central de Toledo (la capital del reino visigodo), cada uno de los grupos
formados a lo largo de la lucha contra los moros, o combatiendo contra sus
vecinos cristianos, había procedido por su propia cuenta. En lo sucesivo un
gallego se reconocerá como diferente respecto del castellano, y éste respecto
del catalán. La fragmentación lingüística y política de los españoles no fue
debida a ningún prehistórico "iberismo" (explicación arbitraria y mítica), sino
a las circunstancias creadas a consecuencia de haberse convertido la mayor
parte de la Península en un país musulmán, y a haber desaparecido para sie m-
pre el sentimiento unitario de la antigua monarquía visigoda. Esta se había
establecido sobre una Híspania políticamente unificada desde el imperio de
Augusto (31 a. de C.—14 d. de C.).
Los diferentes núcleos de población norteña (leoneses, castellanos, nava-
rros, aragoneses, catalanes) fueron adquiriendo conciencia de soberanía estatal
—cuatro reinos y un condado. Una conciencia que iba ganando en estabilidad
gracias a la lucha con los musulmanes y con los reinos vecinos. Pero las histo-
rias no insisten bastante sobre las consecuencias de haber sido la llamada Re-
conquista, simultáneamente, una "Antirreconquista". Porque no cabe calificar
de civiles las peleas entre cristianos, sino guerras entre Estados independie n-
tes interesados en medrar a costa de sus vecinos. Sancho el Mayor, de Nava-
rra, atacó al rey de León, Bermudo III, y dejó asoladas extensas zonas de Ga-
licia (1029-1030). El rey Bermudo tuvo que refugiarse en las montañas del
norte, en 1033, casi como habían hecho los cristianos trescientos años antes al
huir de los moros. Castellanos y navarros lidiaron ferozmente en Atapuerca
(1054). Los castellanos y los leoneses se odiaron sin duelo durante siglos,
aunque hoy no quede ni recuerdo de tales diferencias; pero en 1212 los leone-
ses no participaron en la batalla de las Navas, en la cual se afirmó decisiva-
mente la supremacía de los cristianos contra los musulmanes. Alfonso I de
Aragón causó enormes estragos en León y Galicia a comienzos del siglo xii.
La rivalidad de castellanos y aragoneses en el siglo xiv impidió expulsar á los
moros de su último baluarte, el reino de Granada. Sólo a fines del siglo xv se
aunaron los españoles en tomo a las personas de los Reyes Católicos, aureola-
dos de inmenso prestigio después de sus triunfos dentro y fuera de España.
La conciencia de españolidad, por consiguiente, tardó siglos en pasar del
estado de idea y deseo al de realidad auténtica. Mas en las regiones en donde
se han conservado lenguas diferentes del castellano (gallego, vasco, catalán),
se nota que el poder central de Castilla no logró asimilarlas, según aconteció
en el caso de León, Andalucía y Aragón. En un momento de grave crisis na-
cional —como la abierta con la caída de la monarquía en 1931, y aún no ce-
rrada—, el pueblo español se ha revelado como una agrupación de regiones
soldadas en sus bordes, más bien que internamente fundidas. Si catalanes,
vascos y gallegos pudieran votar hoy acerca de su unión con él poder central
de Madrid, libre y secretamente, quién sabe cuál sería el resultado.
Más para entender este hoy de España hay todavía que seguir teniendo en
cuenta su ayer. Los grupos cristianos de León, Castilla, Aragón y Cataluña
surgieron y se constituyeron políticamente gracias a su capacidad agresivo-
defensiva. En ninguno de ellos, sin embargo, ni la fuerza combativa ni los
recursos económicos permitían someter a los otros reinos y, al mismo tiempo,
protegerse contra el poderío musulmán. Este había ido haciéndose cada vez
más temible después de establecido el califato de Córdoba, en el cenit de su
pujanza militar a fines del siglo x. Era, pues, indispensable mantenerse sie m-
pre prontos para la guerra, y preparar al "hombre interior" para actividades
nada útiles en tiempo de paz. La sociedad civil necesita para subsistir algo
más que el botín de guerra, que aporta riquezas y no enseña a crearlas. Tal fue
el motivo de que la población cristiana tuviera que comenzar a servirse del
trabajo y de la técnica de los moros y de los mozárabes (cristianos arabizados
venidos del sur). Muy pronto los judíos se hicieron también indispensables,
como vehículo de la cultura árabe, como artesanos y como agentes del fisco.
Durante los primeros trescientos anos de la Reconquista y hasta fines del siglo
xiv una obligada convivencia hubo de establecerse entre todos ellos.
Todavía hacia el año mil, los cristianos del noroeste se hallaban bastante
aislados de la cristiandad europea, mientras que al sur y frente a ellos se alza-
ba la grandiosa civilización musulmana, sin nada análogo en Occidente.
Hubo, sin duda, una excepción, la de Cataluña, lo cual obliga a tratar de una
de las más punzantes dificultades en la España de todos los tiempos. Para
hacerse cargo de su sentido hay que tener presente lo acontecido en aquella
tierra hace más de mil años. En 785 los habitantes de la zona norte de la actual
Cataluña (que entonces no lo era) solicitaron de Carlomagno, emperador de
los francos, que los liberara de la dominación musulmana. De ese modo, los
catalanes fueron adquiriendo conciencia de su peculiaridad como pueblo
mientras vivían sometidos a la soberanía de los reyes de la Francia carolingia,
y bajo la inmediata dependencia de los condes de Barcelona, de Besalú y de
Ampurias, nombrados por aquellos monarcas hasta fines del siglo X. Los
condados que más tarde serían llamados catalanes, no nacieron ni se constitu-
yeron autónomamente como las otras unidades políticas de la futura España
(León, Castilla, Navarra, Aragón). Es verdad que los condados catalanes fue-
ron de hecho independientes después del año 1000, pero no de acuerdo con el
derecho público de la época. La prueba es que, hasta 1180, los documentos se
databan por el reinado de los reyes de Francia. La independencia del condado
de Barcelona no fue reconocida legalmente hasta 1258, cuando Jaime I de
Aragón y Luis IX de Francia firmaron el tratado de Corbeil.
La situación de dependencia iniciada en 785 y conclusa jurídicamente en
1258 tuvo como resultado que los reyes de Aragón no osasen tomar el título
de reyes de Cataluña, no obstante ser el catalán la lengua de casi todos I ellos
y ser Barcelona, de hecho, la capital de l reino—oficialmente en Zaragoza. Los
reyes de Aragón llevaban el título de reyes de Aragón, de Valencia, de Ma-
llorca y condes de Barcelona. Su grito de guerra era "Aragón!", no “¡Catalu-
ña!”1
Se ve por lo anterior cómo se proyectó sobre Cataluña la "sombra jurídica"
del rey de Francia, a pesar de ser aquel condado en realidad independiente y
de haber sido muy importante la intervención de los reyes aragoneses en el sur
de Francia. Las consecuencias de aquella situación fueron decisivas para el
futuro de la tierra catalana. Ante todo, su lengua no habría sido como es de no
haber gravitado hacia Francia las gentes del rincón nordeste de la Península.
Recordemos que la antigua poesía de Cataluña se escribió en provenzal. Los
catalanes se libraron de la dependencia francesa para caer en la de Aragón, y
luego en la de castilla. El Cantar de Mío Cid (poema castellano del siglo xii)

1
Para los hechos anteriores, ver el libro de Ramón
de Abadal, «Els primers comtes catalans, Barcelona, 1958.
llama "francos", no "catalanes", a los del condado de Barcelona. Se llega así a
la raíz del problema catalán: los catalanes han poseído una justificada y pecu-
liar personalidad, y no han sabido o no han podido dotar de dimensión política
la conciencia de su valiosa realidad colectiva. La lengua que se implantó en
Valencia y en Mallorca al ser conquistadas por Jaime I de Aragón en el siglo
xiii, fue el catalán, no la hablada en Aragón. Sin los catalanes. Aragón no
hubiera conquistado Nápoles. En el siglo xiv llegaron hasta Atenas, y el pri-
mer elogio de la belleza de la Acrópolis lo hizo un rey aragonés en lengua
catalana. Los catalanes han sido más laboriosos que el resto de los cristianos
españoles, y han mantenido desde la Edad Media una tradición industrial.
Pero análogamente a los provenzales y a los italianos, han carecido de espíritu
épico. Su literatura se distinguió por su lirismo, no por su poesía épica, fun-
damento, en último término, del drama y de la novela. Ni en Cataluña, ni en
Provenza, ni en Italia —sin gran dimensión política en el pasado— se han
producido novelas ni dramas de gran trascendencia.
El drama del pueblo catalán se identifica con el de su misma existencia, in-
separable hoy del problema total de España. La "angustia" catalana y la de los
restantes españoles es hoy una ineludible realidad. Todos ellos debieran tener
presentes —cuando lleguen a gozar de libertad—, las limitaciones y los rie s-
gos de su propia historia. Catalanes y castellanos no resolverán nada por el
camino de la violencia y de la opresión. El problema es de inteligencia, de
trabajo y simpatía mutuos. Las generosas entregas y las generosas renuncias
han de ir entrelazadas, con olvido de los cerrados y cerriles localismos. Aun-
que no sea posible, esto es lo que exigirían de consuno el sentido común —y
una experiencia de 1200 años.
Si los catalanes estuvieron en la Edad Media más abiertos a Europa que los
castellanos, estos, en cambio, supieron organizar un sistema de vida político-
social que permitió a Castilla imponerse al resto de España, y sentar las bases
del futuro imperio. La victoria final sobre los musulmanes fue posible gracias
a la política seguida durante la Reconquista, de milicia religiosa y, simultá-
neamente, de tolerancia. Sin la colaboración de mudé jares y judíos en las tie-
rras reconquistadas, el esfuerzo de los cristianos hubiera sido estéril. Fue pre-
ciso, sin embargo, idear un sistema polític o para encajar a musulmanes y judí-
os en la estructura de la vida cristiana, y convertir en hábito aceptable para
todos lo que era forzosa necesidad. No bastaba, por otra parte con que las
leyes sancionaran costumbres que habían haciéndose tradicionales; faltaba,
además, fundamentar el hecho de la convivencia de las tres religiones en una
idea religiosa. En el código legal del rey Alfonso el Sabio (las partidas) se
dice, por ejemplo, que la sinagoga “también es casa do se loa el nombre de
Dios". Y en las Cantigas puestas por el mismo rey. Cristo aparece como
"Aquel que puede perdonar al cristiano, al judío y al moro, si ponen su mente
con firmeza en Dios". Durante unos cientos años el Dios de los cristianos
españoles fue un vértice el cual se aunaban cristianos, moros y judíos. Esta
idea .tolerancia procedía del Alcorán, y su adopción revela más el prestigio de
que habían gozado la religión y la civilización islámicas. El rey Femando el
Santo, conquistador de Córdoba y Sevilla, y padre de Alfonso el Sabio, á ente-
rrado en la catedral de Sevilla; su epitafio fue redactado en latín, en castella-
no, en árabe y en hebreo.
Mas no obstante todo ello, sería erróneo y anacrónico paginarse como una
armonía idílica la convivencia de aquellos tres pueblos, todos igualmente
interesados en imponer su supremacía, o lamentando no poder hacerlo. Aquel
atente estado de ánimo todavía se refleja en las sublévala de los moriscos
granadinos, primero en 1500 y luego en 1568, setenta y seis años después de
haber sido conquistado aquel reino. Creían los sublevados que el imperio es-
pañol era débil, a causa precisamente de su misma inmensidad. Aben Hume-
ya, proclamado rey por los moriscos, decía a sus partidarios que la tierra de
España les pertenecía, por llevar viviendo en ella 900 años. Felipe II tardó
cuatro años en someterlos.
España fue para los judíos una especie de nueva Sión. Llegaron a poseer más
de cien sinagogas, y su poder, gracias a la protección de los reyes y de los
grandes señores, fue a veces muy considerable . Eran ricos y cultivaban las
artes liberales, descuidadas por los cristianos. Regían la administración de las
finanzas, y estrujaban a los humildes a fin de aumentar los caudales del rey. A
medida que se ensanchaba la tierra conquistada, justamente por las regiones
más ricas (Córdoba, Sevilla), la reacción agresiva del pueblo bajo fue hacié n-
dose inevitable. La conciencia de poderío "personal" en los cristianos ganaba
en intensidad, mientras que la fuerza de los musulmanes —reducidos a fines
del siglo xiv al área del reino de Granada—, era cada día más débil y menos
temible. Al cristiano le interesaba "mantener honra", ser hidalgo; ansiaba go-
zar de prestigio dentro de su tierra y en imperar fuera de ella, según profetiza-
ban ciertos escritores. Los moros habían mostrado su inferioridad al ser ven-
cidos, y los judíos descollaban en un tipo de actividades que aparecían, vistas
desde abajo, sólo como usura opresiva y como exacción de impuestos, de los
cuales estaban exentos los hidalgos. En fin, la cultura de los judíos no prepa-
raba para la tarea de conquistar tierras y magnificarse heroica y personalmen-
te. Es por tanto muy comprensible que al sentirse fuerte, el hispano-cristiano
tratara de deshacerse de quienes habían contribuido, en gran medida, al en-
grandecimiento económico y político de Castilla.
A fines del siglo XIV comenzó la campaña de exterminio contra la casta
judía. Esta usó toda clase de medios para protegerse contra aquel cataclismo y
bastantes judíos se convirtieron en perseguidores de sus correligionarios. Des-
pués de la instauración del Santo Oficio (1481) y de la expulsión de los hispa-
no-hebreos que no habían aceptado el bautismo, prosiguió con ensañamiento
de lucha contra los "cristianos nuevos", quienes a menudo conservaban algu-
nas prácticas de sus tradiciona les creencias. Todo ello afectó profundamente
al futuro del pueblo español. Porque del mismo modo que los éxitos de la
Reconquista fueron haciendo paulatinamente deseable la eliminación de los
judíos y de los moros, así también las deslumbrantes empresas del siglo xvi y
la creación del Imperio confirmaron al pueblo español de abolengo cristiano
en su idea de que lo único importante era el ejercicio del valor y el arte de
saber mandar sobre otros pueblos. La trayectoria tan lentamente inic iada en el
siglo viii, y proseguida en medio de tantas divisiones y disensiones, adquiría
en 50 años dimensiones incalculables y ritmo vertiginoso.
Las historias al uso enfocan este problema en forma muy distinta, por con-
siderar a los moros y a los judíos (en el fondo antipáticos) como accidentes
pasajeros o superpuestos a esa, que imaginan, eterna sustancia de España.
Pero la verdad es muy otra. La casta hispano-cristiana cosechaba ahora en el
siglo xvi frutos que habían tardado 800 años en florecer y madurar. Claro es,
sin embargo, que en su modo de identificar la religión con la naciona lidad y
con la condición de la persona, los cristianos mostraban en sus almas la im-
pronta marcada por aquellos ocho siglos de prestigio musulmán y judaico.
Pero no es menos y; verdad que la casta cristiana había cultivado especia l-
mente el arte de dominar pueblos, con tal éxito, que a mediados del siglo xvi
mandaba en Bruselas, en Nápoles, en Milán, en Dijón; y desde 1580, en Por-
tugal, en la India, en el Brasil; y también en todo lo restante de la América
explorada y conquistada por ellos, no obstante la tenaz enemistad de ingleses,
holandeses y franceses. Todos los españoles del Imperio (en Italia o en las
Indias) pretendían ser "hidalgos", lo cual exigía no llevar en las venas sangre
de judío o de moro. Las tareas en que éstos se habían distinguido eran ya in-
útiles; y peor que eso, al cultivarlas los aspirantes a la hidalguía, se hacían
sospechosos de ascendencia impura. La conciencia de ser español se confun-
dió en adelante con la de ser católico, y con no descender de moro ni de judío,
mezclados abundantemente con los cristianos durante siglos, y así casi toda la
nobleza estaba "contaminada".
Las ciencias que habían comenzado a cultivarse en las universidades de
Salamanca y Alcalá en la primera mitad del siglo xvi, decayeron considera-
blemente y muy pronto. Para mantener la pureza de su casta (una actitud, por
lo demás, de origen judío), el español rechazó el cultivo de toda forma de
cultura. Cervantes escribió, con amarga ironía, que el saber le er podía llevar a
la hoguera; aunque los españoles no eran incapaces para el estudio, ni su igno-
rancia procedía de que Felipe II hubiese prohibido salir a estudiar en el ex-
tranjero. La única razón válida para aquella "renuncia" a la cultura fue el mie-
do a ser tenido por judío. Tal fue el motivo de que a principios del siglo xix
los españoles se hallaran en un grado atroz de miseria intelectual, como resul-
tado de haberlo aventurado todo al ideal de la grandeza de la persona y de la
pureza de su sangre. De ta les antecedentes hay que partir para entender la
sitúación actual de los españoles. Los iberos, el heroísmo de Númancía y los
emperadores romanos nacidos en Hispania, son recursos empleados para es-
capar a una realidad que, o se ignora, o desagrada cuando es conocida. Pero
han de tenerla en cuenta quienes quieran explicarse a los españoles desde un
puntó de vista histórico y no sorprenderse de su situación respecto a la cultura
de Occidente. Porque aunque los franceses y los italianos, en su mayoría, sean
católicos por tradición, ni a unos ni a otros se les ha ocurrido fundar su con-
ciencia de nacionalidad en el hecho de ser católicos, o de estar espiritualmente
limpios de impurezas heréticas.
Si el hispano-cristiano no se hubiera sentido personalmente superior a to-
dos aquellos cuya ayuda le era indispensable (mudéjares, judíos, comerciantes
de Francia o de Génova), habría perdido la dirección del reino, y Castilla no
habría dado fin a la Reconquista ni reducido a un solo reino lo que era plurali-
dad de soberanías. El líder cristiano se mantuvo erguido gracias a su concie n-
cia de' pertenecer a una casta superior; las circunstancias difíciles en que se
hallaba, le obligaron a tomar de moros y judíos cuanto era necesario para de-
jar libre su ánimo combativo y su conciencia de superioridad. Lo hecho en
servicio suyo por aquellos a quienes dominaba, se integraba en su conciencia
de serle debida la cooperación de las otras dos castas sometidas, o de los ex-
tranjeros que laboraban técnicamente para él.
El personalista integral concede valor y auténtica realidad a lo abarcable y
dominable por su voluntad, a lo que acrecienta o expresa lo que la persona ya
era (su fe, sus modos de sentir respecto de sí mismo y del medio humano en
que existe). En suma, interesa expresar y representar la propia vida, no el pen-
samiento o las teorías acerca de qué sea ese mundo inmanejable para uno, o lo
que en él no es visible ni sentible. El español conquistó y fundó grandes ciu-
dades (las ciudades mexicanas o peruanas ya eran admiradas en el sig lo xvii);
pero se preocupó escasamente del bienestar de quienes vivían en ellas. Sin
ayuda extranjera, sin las innovaciones introducidas por los no españoles, aún
duraría el alumbrarse con velas y lámparas de aceite (cierto es que a esa luz o
a la del sol se escribieron en todo el mundo las obras más bellas y más pro-
fundas, lo cual es otro problema).
La actividad reflexiva e intelectual fue juzgada peligrosa para los dogmas
religiosos y, sobre todo, despertaba la sospecha de ser descendientes de judíos
quienes la cultivaban. Mas aparte de eso, es manifiesto que los pueblos que
más pensaron no fueron buenos fundadores de imperios. Compárese a Roma
con Grecia, a España con Italia o con Francia (el imperio francés vino tardía-
mente y está revelando su naturaleza precaria y efímera). Los ingleses han
manejado sus dominios más con sentimentalidad, instinto e intuición, que con
razonamientos. Los españoles del siglo XVI (en su mayoría analfabetos) ex-
tendieron y han mantenido la lengua española por toda Hispanoaméric a, más
como lengua oral que como escrita. Por motivos religiosos y para expresar la
grandeza de la persona, surgieron esos monumentos admirables, a lo largo y a
lo ancho del mundo español y portugués, que no valen menos por ser poco
conocidos, y no debidamente apreciados. El modo de vida español envuelve,
sin duda, graves riesgos, y también algunas fecundas posibilidades para el
mundo de hoy, en donde se está debilitando la conciencia de ser persona y
estamos en riesgo de sentimos apéndice de alguna máquina, o simple expre-
sión de fuerzas sociales, o de consignas, que no se sabe de dónde vienen ni
adonde van.
Si hubiese habido algún modo de conectar centáuricamente el funciona-
miento de un motor con la circulación de la propia sangre, habría habido en-
tonces alguna posibilidad de interesar al español en los inventos mecánico».
A falta de eso, los españoles se adueñan de las invenciones ajenas y ponen en
su manejo un sentido muy personal y gran ingenio. Hay, así, médicos y ciru-
janos de extraordinario valer, aunque los descubrimientos en la medicina es-
pañola sean bastante raros. Cierto es, de todos modos, que quienes se forman
científicamente fuera de España, han conseguido importantes resultados en
física, química o biología, y, en nivel más modesto, el obrero español hace
"suya" en cierto modo la máquina que maneja, y de ahí la abundancia de muy
ingeniosos mecánicos. No teorizan, pero sí practican muy eficazmente. De
otro modo no hubieran sido posibles los viajes y las exploraciones de tierras
lejanas. Es bien sabido cómo, en el siglo xvi, Orellana, con muy escasas ayu-
das, descubrió y recorrió el desconocido Amazonas desde sus fuentes hasta el
océano.
El español desearía que la máquina poseyera un alma, para atraerla a sí y
dialogar con ella. Recuerdo a este propósito que, hace unos cuarenta anos. El
Sol, de Madrid —el periódico más "intelectual" que entonces poseíamos—,
comentó con regocijado humorismo lo acontecido en un tranvía al pasar por
una angosta calleja del antiguo Madrid. Él conductor, al ver caminar por la
acera una linda muchacha, puso el motor al paso de ella a fin de "piropearla"
convenientemente. El tranvía se transformaba así en algo como un caballo,
dócil a la voluntad y al designio de quien lo montaba. Los productos de la
industria extranjera, comentaba El Sol, al llegar a España se nacionalizaban.
La anécdota era divertida, y también muy alarmante, pues era de temer que
también las leyes o cualquier servicio público se integraran "centáuricamen-
te" con la voluntad personal de quienes los manejaran.
La interpenetración de lo objetivo y lo personal produjo admirables resul-
tados en el arte y en la literatura de España. Ese mismo impulso integralista
hizo posible incorporar a los indígenas de América a la lengua, a las creencias
y al arte de los españole s. Los inditos de Chichicastenango (Guatemala) prac-
tican cultos religiosos en los cuales el catolicismo se combina con sus creen-
cias ancestrales. Los he visto en 1956, en la iglesia de Santo Tomás, orar al
humo del copal, para ellos sagrado, y a las flores que simbolizan las almas de
sus muertos. Los sacerdotes (por cierto españoles) no veían obstáculo en de-
jar hacer a sus fieles lo mismo que venía haciéndose desde hacía 300 años.
Integración parecida puede observarse en las modificaciones sufridas por el
plateresco y el barroco de España al ponerse en contacto con los estilos indí-
genas.
Hace bastantes años andaba por Madrid un sacerdote gallego, muy activo
en política y que daba que hablar por su conducta no demasiado estricta. Le
preguntaban sus amigos cómo era posible que dijese misa, y su respuesta era
tajante: "Cuando digo las palabras de la consagración. Dios no tiene mas re-
medio que 'fastidiarse' y baja r a mis manos". Aquel clérigo tenía razón teoló-
gicamente, no obstante lo grosero de su lenguaje. Pero lo interesante para el
observador de la forma española de vida, es que en este caso Díos era someti-
do a la voluntad personal de un sacerdote, como antes vimos someterse el
tranvía a la voluntad de su conductor. Es frecuente oír en España opiniones
algo extrañas sobre los dogmas católicos a personas sin duda muy ortodoxas:
las creencias también se someten "centáuricamente" en tales casos a la volu n-
tad de quienes creen en ellas. Las páginas anteriores han dado una idea muy
somera, aunque bastante precisa, del modo peculiarísimo en que, desde hace
siglos, ha venido tratando el español los objetos materiales o ideales con los
cuales se ponía en contacto. Las grandezas y los fracasos de este pueblo ad-
quieren así un sentido, pues aparecen entonces como meros aspectos del mo-
do peculiarísimo de comportarse la persona con los objetos sobre los cuales
proyecta su reflexión, su actividad o su simpatía.

FIN

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