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PREHISTORIA Y CULTURAS ANTIGUAS

Hace 5 millones de años aparecieron en África los primeros antepasados del género
humano. Aunque sus predecesores vivieron en los árboles, para entonces ya habían dado
el primer paso hacia la humanidad: caminaban erguidos. Durante millones de años
vivieron allí evolucionando y transformándose en especies diferentes. Solo algunas de
ellas aprendieron a fabricar utensilios de piedra mientras se extendían por toda África y
se iban haciendo más humanos.

Hace más de un millón de años, aquellas criaturas fueron capaces por primera vez
de salir del continente africano para colonizar Asia y Europa. Desde ese momento su
historia es un gran misterio. Apenas existen restos fósiles que nos permitan conocerlos.
Hay un lugar donde ese millón de años ha quedado fielmente registrado: Atapuerca.

Los hallazgos realizados en los yacimientos arqueológicos de la sierra de Atapuerca


(Burgos) han permitido localizar a los más antiguos pobladores de España y de Europa,
determinando la existencia de una nueva especie, el Homo Antecessor, y demostrando
así que en Europa ya vivían seres humanos hace más de 800.000 años. De paso, se ha
conseguido encontrar el antepasado común que une al Homo Sapiens el hombre de
Neanderthal, con el que coexistió durante mucho tiempo.

La cueva de Altamira es una pieza imprescindible para el estudio del arte


paleolítico. Sus pobladores vivían de la caza, la pesca, la recolección y el marisqueo;
vestían prendas muy diversas confeccionadas con pieles de animales que les protegían
del clima frío. Estas gentes realizaron las pinturas en el Paleolítico Superior hace entre
18.000 y 14.000 años.

Entre el año 6.000 y el 3.200 a.C. se desarrolla en la Cuenca mediterránea el


período Neolítico, caracterizado por la aparición de la cerámica, la domesticación de
animales y plantas y el inicio de la sedentarización. En la Península ibérica, las primeras
comunidades a las que se puede adjudicar una forma de vida neolítica se hallan en la
costa mediterránea, ocupando generalmente cuevas elevadas y abrigos naturales, como
la Cueva de los Murciélagos de Albuñol, en Granada.

Entre el año 3.200 y el 1.800 a.C. se desarrolla el llamado período Calcolítico,


caracterizado por el inicio de la actividad metalúrgica gracias al uso del cobre,
empleado para la fabricación de objetos suntuarios. En la P.I. durante este período los
poblados más desarrollados pertenecen a la llamada cultura de los Millares, en la que la
existencia de tumbas colectivas junto a los poblados delata la existencia de fuertes lazos
de parentesco. También característico de este período es el llamado fenómeno
campaniforme, muy extendido dentro y fuera de España. Se trata, en definitiva, de un
ritual de enterramiento en el que los individuos son rodeados de un rico ajuar con
objetos cerámicos en forma de campana y decorados según un patrón.
Entre el 1.800 y el 1.250 a.C. se desarrolla una larga y compleja etapa llamada
Edad del Bronce en la que el dominio progresivo de la metalurgia del bronce permite
obtener herramientas más eficaces y variadas. La cultura de El Argar, localizada en
Almería, será el primer gran ámbito cultural del Bronce.

Entre el 1.250 y el 750 a.C. se consolida el Bronce Final Atlántico, una etapa en la
que el Atlántico se consolida como vía de comunicación y la Península se convierte en
un importante foco de atracción, explotación y comercio de metales.

También al final de la Edad del Bronce, pequeños grupos procedentes de


Centroeuropa empiezan a cruzar los Pirineos, dando lugar a una peculiar cultura
llamada de los campos de urnas, debido a la práctica de incinerar a los difuntos y de
enterrar sus cenizas en una urna, que será enterrada junto con el ajuar funerario.

A partir del siglo VIII a.C., las colonizaciones fenicia, griega y púnica harán que las
poblaciones del sur y del este peninsular entren en contacto con el mundo cultural
mediterráneo, incorporándose a los circuitos comerciales de la época. La influencia
fenicia será vital para el surgimiento de una de las culturas peninsulares más
enigmáticas, la tartésica, cuyas gentes conocerán nuevas y más refinadas técnicas de
alfarería, metalistería y orfebrería, asimilando además nuevas creencias y ritos y
practicando la escritura.

Hacia el siglo VI a.C. podemos apreciar cómo la península se halla dividida, a


grandes rasgos, en dos áreas culturales. Los pueblos célticos ocuparon una ancha franja
del interior de la península Ibérica, entre el valle del Ebro y Portugal. Los íberos
vivieron en un extenso territorio abierto a la costa mediterránea.

Los pueblos célticos heredaron su cultura de la traída por gentes centroeuropeas a


finales de la Edad del Bronce. Los pueblos célticos solían habitar en poblados
fortificados, que controlaban las vías de paso y los campos de cultivo o pastoreo. La
demarcación del territorio controlado se hacía mediante la colocación de verracos, como
los Toros de Guisando, en lugares visibles y estratégicos.

La sociedad ibérica estuvo muy influida por el contacto con otros pueblos
mediterráneos. Los pueblos ibéricos rindieron culto a diferentes dioses y pidieron su
protección ofreciendo exvotos en lugares sagrados. De entre todas las divinidades
destaca una diosa-madre a la que regresan los fieles al morir. En ocasiones, se la
representa sentada en un trono, como la llamada Dama de Baza. La Dama de Elche, la
pieza ibérica más conocida, fechada en el siglo V a.C., es más enigmática, discutiéndose
si se trata de una divinidad femenina o de una mujer de alto rango, aunque el hueco de
su espalda sugiere que pudo ser una urna funeraria.

Los distintos pueblos de raíz cultural celta o ibérica conforman un complejo mapa,
que será el que se encuentren las legiones romanas cuando penetren en la Península
Ibérica, a finales del siglo III a.C., dando lugar a una nueva etapa de nuestra historia.
HISPANIA ROMANA
A finales del siglo III antes de Cristo, la Península Ibérica es el escenario en el cual
las dos naciones más poderosas del Mediterráneo, Roma y Cartago, pugnan por obtener
la hegemonía sobre el Mare Nostrum. En el año 219 a.C., el cartaginés Aníbal toma la
ciudad de Sagunto, aliada de Roma, dando comienzo la II Guerra Púnica.

Finalizada la guerra de manera victoriosa para Roma, ésta pretende hacerse con el
control de los ricos territorios mineros de la Península. Así, hacia el año 201 a.C. ya
controla una amplia franja a lo largo del Mediterráneo y hasta la Andalucía Occidental,
con ciudades como Barcino, Tarraco, Carthago Nova o Gades. En el año 120 a.C., los
romanos han conseguido una extensión que supone más de las dos terceras partes
peninsulares, estableciendo colonias o ciudades como Emerita Augusta, Corduba,
Toletum, Clunia o Caesaraugusta, entre otras. La última etapa de la conquista romana
finaliza hacia el año 14 a.C., cuando sus legiones consiguen integrar la franja norte
peninsular y establecer allí ciudades como Lucus Augusti, Asturica Augusta o
Pompaelo.

La administración romana de Hispania se plasma ya desde el primer momento de la


conquista en la división de los territorios bajo su control en dos provincias, Citerior, la
más cercana a Roma, y Ulterior, la más lejana. Esta división cambiará durante la época
altoimperial, pues la provincia Ulterior se dividirá a su vez en Baética y Lusitana.

La conquista de Hispania es un proceso largo y difícil. Tarraco, la actual Tarragona,


fue la primera fundación romana en ultramar y desde ella partió la romanización de la
Península, convirtiéndose en la capital de la provincia Citerior.

Tarraco contaba con un conjunto público monumental formado por el área de culto,
la plaza, el foro provincial y el circo. Éste, construido bajo el reinado de Domiciano, a
finales del siglo I después de Cristo, podía contener 23.000 espectadores. El circo era el
lugar donde se desarrollaban algunos espectáculos, como las carreras de cuadrigas.

Otra gran ciudad romana fue Emerita Augusta, fundada en el año 25 antes de
Cristo. A lo largo del siglo I d. C., la urbe, a la que se dotó de un extenso territorio de
casi 20.000 kilómetros cuadrados, fue cobrando cierta importancia: se construyeron
nuevas áreas y se desarrollaron otras que hicieron de Emerita una de las ciudades más
importantes de la Hispania romana. La época de los flavios y el comienzo del período
de los emperadores Trajano y Adriano supone un momento de esplendor. Es entonces
cuando se acometen considerables proyectos de reforma en los más señalados
monumentos de Emerita: el Teatro y algunos edificios del foro municipal. Esta
reactivación monumental se plasmó en la construcción de lujosas residencias, como las
casas de la Torre del Agua y del Mitreo.

Entre las más sobresalientes construcciones romanas en Hispania destaca el arco de


Bará. Situado a 20 Km. al nordeste de Tarragona, en el trazado de la antigua Vía
Augusta, el Arco de Bará es el mejor ejemplo de arco monumental de la Península
Ibérica. Con 14,65 metros de altura, fue levantado a finales del siglo I. El arco se
compone de grandes sillares de piedra, unidos entre sí mediante grapas de madera de
olivo con forma de doble cola de milano. Se trata de una obra sobria y de modestas
dimensiones, que dista mucho de la grandeza y el lujo de los arcos triunfales de Roma.

Una de las más destacables consecuencias de la presencia romana en la Península


Ibérica a lo largo de seis siglos fue el desarrollo de un amplio programa de obras
públicas. Así, crearon una extensa red de carreteras, muchas de las cuales aún hoy
perviven.

También edificaron construcciones para el ocio, como teatros, anfiteatros o circos.


Por último, la higiene pública de las ciudades fue atendida por medio de la construcción
de redes de alcantarillado, termas o acueductos, que abastecían de agua corriente a las
poblaciones.

Quizás la más famosa construcción romana en la Península sea el Acueducto de


Segovia. Perfectamente conservado, la parte más conocida y monumental del mismo
corresponde al muro transparente de arcos sucesivos que lo mantiene airosamente
alzado en plena capital segoviana. Realizado en granito a finales del siglo I después de
Cristo, bajo el reinado del emperador Trajano, tiene una altura máxima de 28 metros y
medio y 818 metros de largo. Para su construcción se utilizaron 20.400 bloques de
piedra unidos sin ningún tipo de argamasa.

En la vida cotidiana de las poblaciones el baño ocupaba un lugar destacado. Los


baños romanos eran populares centros de reunión. En ellos, los habitantes de las
ciudades disponían de tiendas, bibliotecas, jardines y palestras, destinadas a los
ejercicios gimnásticos. Los ciudadanos adinerados pasaban allí buena parte de su
tiempo, que empleaban en charlar, entretenerse con juegos de mesa, o hacer ejercicios
con pesas y balones medicinales. También los pobres asistían a los baños públicos, pues
la entrada no resultaba cara, siendo incluso gratuita para los niños.

A medida que la romanización de Hispania fue consolidándose, el territorio fue


divido en nuevas unidades administrativas. Así, la provincia Citerior integrará siete
provincias o conventus, que toman sus nombres de la capital correspondiente: Tarraco,
Carthago Nova, Caesaraugusta, Clunia, Asturica, Bracara y Lucus. La Lusitania cuenta
con tres, con capitales en Emerita Augusta, Scallabis y Pax Iulia. La Bética, por último,
se dividió en cuatro, con capitales en Hispalis, Corduba y Gades.

Durante el Bajo Imperio, los problemas de gobierno sobre territorios tan vastos
impusieron la creación de nuevas provincias. La antigua provincia Citerior fue divida en
tres partes, Tarraconensis, Carthaginensis y Gallaecia, mientras que la Lusitania y la
Baética permanecerán como hasta entonces.

Pero el esplendoroso mundo romano se encuentra próximo a su fin. Tras varios


siglos en la cumbre del poder, durante el siglo V la Roma imperial se muestra muy
debilitada. Las fronteras del Imperio están amenazadas por pueblos que los romanos
llaman "bárbaros", extranjeros, con costumbres y lenguas distintas. La debilidad de
Roma acabará por ceder ante el empuje de estos pueblos, siendo también Hispania uno
de sus objetivos.

En el año 409, suevos, vándalos y alanos penetrarán en la Península y se expandirán


por su territorio en busca de sus ricas y fértiles tierras y ciudades. Los visigodos,
asentados como pueblo aliado de Roma en el sur de la Galia, recibirán el encargo de
controlar a estos pueblos. Es así como se produce su entrada en Hispania, estableciendo
una corte en Toledo desde la que gobiernan sobre una población mayoritariamente
hispanorromana. Con el tiempo, serán los visigodos quienes controlen todo el territorio
hispánico.

VISIGODOS Y MUSULMANES
Entre los siglos V y XI, periodo que, a grandes rasgos, podemos denominar Alta
Edad Media, la Península Ibérica conocerá profundos cambios. A principios del
periodo, el mundo bajoimperial romano, en el que han perdido peso las ciudades a favor
de las villas y el mundo rural, entra en una profunda crisis. La debilidad del Imperio
romano favoreció la penetración y el establecimiento de pueblos que vivían en sus
fronteras, a los que llamaron bárbaros, esto es, extranjeros.

En el año 409, la invasión del Imperio romano por parte de los pueblos bárbaros
afectará también a Hispania, la provincia más occidental. Atravesando los Pirineos, los
vándalos asdingos recorrerán el norte peninsular y se asentarán en Asturica. La presión
de los suevos hará que recorran Portugal de norte a sur y atraviesen el Estrecho de
Gibraltar, para asentarse en Africa y crear allí su propio reino.

Por su parte, los vándalos silingos descenderán directamente hasta la ciudad de


Toletum, desde donde se expandirán hacia Emerita, Corduba y Cartago. Los alanos
avanzarán por la península de norte a sur, asentándose en las cercanías de Emerita y de
Mentesa.

Más duradera será la invasión de los suevos. Estos se asentarán en el área noroeste,
fundamentalmente en las regiones próximas a las ciudades de Asturica, Lucus, Bracara
y Portucale. Desde estos puntos, paulatinamente irán agregando nuevas zonas, hasta
conformar su propio reino.

Con todo, la invasión más importante será la visigoda. En una primera oleada,
cruzarán los Pirineos por Pompaelo, avanzarán hasta Asturica, tomarán Caesaraugusta y
se asentarán en una amplia región entre Pallantia y Toletum. Una segunda oleada les
llevará a recorrer la costa mediterránea, conquistando Barcino, Tarraco, Ilici y Iulia
Traducta. Con el tiempo, sólo suevos y visigodos constituirán sus propios reinos en
suelo peninsular, si bien éstos se quedarán con el territorio suevo en el año 585.
De todas las invasiones, será la visigoda la que deje mayor impronta, especialmente a
partir de la proclamación de Leovigildo como monarca y de Toledo como su capital.
Los reyes visigodos eliminaron poco a poco los obstáculos que impedían su aceptación
por parte de la población hispanorromana. Leovigildo permitió los matrimonios mixtos
y su hijo Recaredo abandonó el arrianismo y se convirtió al catolicismo.

Los monarcas visigodos se aliaron con la influyente iglesia católica y consiguieron


sacralizar su monarquía, realizando ricas ofrendas a las iglesias, en especial lujosas
coronas y cruces, como las que componen el llamado Tesoro de Guarrazar. Otro
instrumento de poder real fue la emisión de moneda, siempre de oro, utilizadas como
vehículo de propaganda de la monarquía. El trabajo del oro fue una de las
especialidades de los artesanos visigodos, fabricando joyas y adornos de gran belleza.

Del arte visigodo podemos destacar sus sencillas iglesias, como la de Santa Comba
de Bande, Quintanilla de las Viñas o San Pedro de la Nave, entre otras. La iglesia de
San Juan de Baños de Cerrato, en Palencia, es uno de los mejores exponentes del arte
visigodo. Construida en el siglo VII, es un buen ejemplo de planta basilical, de
dimensiones reducidas, con tres naves. Excelentemente conservada, aunque
reconstruida, sólo le fue añadido posteriormente el campanario de espadaña. El interior
de la iglesia presenta tres naves separadas por arcos de herradura y apoyadas en
columnas con capiteles corintios. La iluminación directa de la nave se completa con la
luz que entra por las aberturas de los ábsides y por la puerta principal.

Con todo, el reino visigodo distó mucho de ser un oasis de paz. Las luchas por el
poder fueron frecuentes, siendo un factor importante que facilitó la entrada, en el año
711, de las tropas árabes y beréberes del noroeste de Africa. Éstas cruzaron el estrecho
de Gibraltar, derrotaron al ejército visigodo en la batalla de Guadalete y, en poco
tiempo, se hicieron con el control de casi toda la península ibérica. La expansión
musulmana se basó en el establecimiento de guarniciones diseminadas por el territorio,
fundamentalmente junto a poblaciones cercanas a las zonas de frontera o a posibles
focos de resistencia.

Comienza así una larga etapa de dominación musulmana, primero dependiente del
Estado omeya de Damasco y después como Califato independiente, a partir de la llegada
a Almuñécar, en el año 765, de Abderramán III.

Es éste un periodo de esplendor, en el que al-Andalus, como será llamado el


territorio musulmán español, gozará de un elevado nivel científico, técnico y artístico.
Buena parte de ese esplendor se plasmará en realizaciones como la ciudad de Medina
Azahara, levantada al noroeste de Córdoba. Cuentan las crónicas que se invirtieron
grandes sumas de dinero para dotarla del mayor lujo, suntuosidad y esplendor. En ella,
ciudad regia, el califa realizaba las recepciones y las ceremonias propias del poder, y
con el tiempo acabaron por trasladarse allí la corte y la administración.

Pero la mejor muestra de la suntuosidad del arte musulmán nos la ofrece la


Mezquita de Córdoba. Comenzada a construir en el año 786, en las dos centurias
siguientes los sucesivos gobernantes se encargan de ampliarla y reformarla, a medida
que se acrecienta la importancia de Córdoba en el mundo islámico. Tras la toma
cristiana de la ciudad, las nuevas autoridades considerarán conveniente adecuar el
edificio a los usos cristianos, realizando una nueva reforma. Centro de la vida religiosa
de la Córdoba musulmana, el interior se organiza por medio de un novedoso sistema de
arquerías, con 612 columnas rematadas con pilastras en las que nacen los arcos
sobrapuestos, ambos de herradura, combinando la piedra y el ladrillo para crear una
llamativa bicromía. Todo el lujo y el barroquismo de la Mezquita se concentran en la
zona de la maksura y el mihrab, destacando el juego de arcos lobulados y entrelazados
decorados con ataurique, creando una característica red de rombos. La decoración
tendría una función simbólica, relacionada con el poder del califa cordobés y el gusto
islámico por la suntuosidad.

Fruto del contacto tan estrecho con el mundo árabe, a la Península y, desde aquí, a
Europa, llegarán conocimientos científicos y técnicos desconocidos, beneficiándose de
ellos campos como la metalurgia, la farmacia, la navegación o la agricultura. Norias,
astrolabios o alambiques, entre otros elementos, se incorporan desde ahora al acervo
cultural hispano y europeo, y jugarán un papel fundamental en su posterior proceso de
expansión.

LA ESPAÑA DE LA RECONQUISTA
A comienzos del siglo XI, la Península Ibérica se halla muy fragmentada en
diferentes territorios. En la España musulmana, a la muerte de Almanzor, primer
ministro del califa Hixam II, que había frenado el avance de los reinos cristianos,
comienza la desintegración del califato y su fragmentación en pequeños reinos de taifas,
como las grandes de Zaragoza, Lérida, Toledo, Badajoz, Sevilla, Córdoba y Murcia,
acompañadas por otras de menor extensión.

En el norte peninsular, el territorio cristiano se halla también dividido. Algunas


regiones son reinos o están en proceso de serlo, como Galicia, Asturias y León, Castilla,
Pamplona y Aragón, mientras que otras son condados, como los de la Marca Catalana,
Sobrarbe y Ribagorza. La frontera entre musulmanes y cristianos deja, en estos
momentos, dos grandes áreas todavía despobladas, al sur del Duero y en su cabecera.

La España medieval musulmana cuenta ya con una fuerte impronta islámica, que se
refleja fundamentalmente en sus casas. Éstas reflejan el carácter íntimo de la vida
familiar. Las prescripciones islámicas sobre la reclusión de las mujeres y el papel
central de la familia hacen de la casa un espacio cerrado al exterior, con muros
totalmente blancos, sobrios y sin apenas adornos. Sólo puertas y ventanas rompen la
desnudez de la fachada y ofrecen alguna concesión ornamental. Las celosías de madera,
que cubren ventanas y balcones, permiten ver la calle desde el interior, pero lo ocultan a
las miradas indiscretas. Son también entradas de aire fresco.

Buena parte de la vida familiar sucede en las terrazas, donde se ponen las ropas y
los alimentos a secar o se recoge el agua de lluvia. Las casas de las familias más
pudientes estaban organizadas en torno a un patio central, generalmente de forma
rectangular. A los cuatro lados del patio se abren arcadas, que dan acceso a las salas,
alcobas o dependencias. Es este el ámbito femenino, conocido como harim, espacio
sagrado prohibido a los varones de fuera de la familia.

Muy importante también es en el mundo islámico el baño público o hammám, uno


de los centros principales de la vida social. Actividad de carácter ritual, la higiene del
cuerpo era considerada un acto de purificación religiosa. Sin embargo, el baño era
también un lugar de reunión, de descanso y de relación. En general, los baños árabes
solían contar con distintas estancias, como vestuario, las salas de agua fría, templada y
caliente, y el hornillo. La sala principal, que ocupaba el centro, era la templada. Es
también la estancia más grande, y donde la gente pasa mayor cantidad de tiempo. En la
sala central, a la que se accedía tras pasar por las salas de masaje o sudoración, se
descansaba, se bebía o se daban los últimos retoques de maquillaje o peinado.

Por lo que respecta a la España cristiana, buena parte de la vida económica, social y
cultural de las gentes medievales se articulaba en torno al monasterio. Desde finales del
siglo IV, el ideal de vida ascético promovió la multiplicación de fundaciones, con el
objetivo de difundir la vida espiritual entre las poblaciones rurales. El edificio principal
del monasterio era la iglesia, más o menos grande dependiendo de las posibilidades de
la comunidad. El claustro, con jardín y fuente, es el centro de la vida monástica. En los
scriptoria, los monjes amanuenses se dedican a copiar textos. Los libros se conservan en
la biblioteca. Autosuficientes, los monasterios disponían de huertos y granjas. Para
trabajar en ellos, contaban con el servicio de campesinos dependientes, pues los
monasterios actuaban como grandes propietarios o señores.

Los reyes cristianos aún se encuentran en el camino de consolidar su poder, pues


para los nobles el rey es casi como un noble más, un primus inter pares, el primero entre
los de igual rango. Las jóvenes monarquías se esfuerzan por engrandecerse y
permanecer como institución, para lo que comienzan a levantarse conjuntos palaciegos
mediante los cuales el rey manifiesta su grandeza. Uno de los más notables es el
conjunto palatino ordenado levantar a mediados del siglo IX por Ramiro I, rey de la
joven monarquía asturiana, en el Monte Naranco, próximo a la capital del reino,
Oviedo. Pensada como área de recreo, las crónicas aluden a que se construyeron una
iglesia, palacios y baños. Sólo la iglesia, San Miguel de Lillo, y el palacio real, Santa
María del Naranco, fueron realizados en piedra, por lo que son los únicos edificios que
aun quedan en pie. El palacio de Santa María del Naranco fue concebido como un
edificio lúdico, de recreo, escenario de un ceremonial propio de la corte asturiana. Muy
poco después, sin que sepamos porqué, fue destinado a fines religiosos y consagrado
como iglesia.

Las relaciones entre los reinos cristianos y musulmanes pasaron por distintos
periodos. Durante los primeros siglos, al-Andalus, la España musulmana, fue muy
superior a los pequeños reductos cristianos. La situación cambió a partir del siglo XI,
cuando los reinos cristianos comenzaron a ganar terreno, en un largo proceso conocido
como Reconquista.
Durante los cinco largos siglos que duró este proceso se alternaron periodos de
lucha y paz, de avance y retroceso. Fueron también frecuentes los cambios en las
alianzas, así como las guerras civiles. Muchas veces el objetivo de las campañas era
hostigar al rival. Se trataba de demostraciones de fuerza, razzias o expediciones rápidas
emprendidas para capturar botín o esclavos. Aunque no se ocupaba terreno, se obligaba
a las poblaciones sometidas a pagar impuestos o parias, a cambio de protección y de la
garantía de no ser ocupadas.

Los reinos de taifas y las invasiones almorávide y almohade supusieron el renacer


de la cultura y el arte islámicos, con magníficas obras monumentales como la Aljafería
de Zaragoza y la Giralda y la Torre del Oro, ambas en Sevilla. También los reinos
cristianos experimentaron momentos de gran eclosión cultural, con la creación de las
primeras universidades y los grandes movimientos artísticos correspondientes al
románico y al primer gótico, responsables de magníficas catedrales como las de
Santiago de Compostela o Burgos, entre otras muchas. El Camino de Santiago
comunica el norte peninsular con el resto de Europa, y es la vía de unión más
importante del mundo europeo medieval, una cadena de transmisión cultural cuya
trascendencia llegará hasta nuestros días.

EXPANSIÓN DE CASTILLA Y ARAGÓN


A comienzos del siglo XV los reinos cristianos de la Península Ibérica han
conseguido no sólo afianzarse, sino empujar a los musulmanes hacia un territorio cada
vez más reducido. Con todo, son conscientes de que la etapa final de la Reconquista
abre ante ellos un nuevo panorama, en el cual los musulmanes, ahora reducidos al reino
nazarí de Granada, dejan de ser una competencia importante, al tiempo que el enemigo
para su expansión serán a partir de este momento los demás reinos cristianos.

La situación de la Península en el siglo XV es compleja. A comienzos de la


centuria, son varios los reinos que coexisten y rivalizan entre sí. El mayor de todos es
Castilla, beneficiado por un largo proceso de reconquista en el que ha ido añadiendo
nuevos territorios. Le sigue en importancia el reino de Aragón, que podía contar con
cerca de 1.000.000 de habitantes. Entre Castilla y Aragón, el reino de Navarra lucha por
mantener su independencia, orientando su política hacia las alianzas con la vecina
Francia. El último reino cristiano peninsular es el de Portugal, cuya población rondaría
1.250.000 habitantes. Caso aparte es el reino nazarí de Granada. Presionado por
Castilla, a la que debe pagar parias o impuestos, cuenta con cerca de 750.000 habitantes,
establecidos fundamentalmente en su capital, la ciudad de Granada.

La lucha contra el enemigo musulmán ya no es prioritaria. En cualquier caso, los


dos reinos hegemónicos, Castilla y Aragón, acuerdan que la conquista de Granada,
cuando haya de producirse, será asunto privativo del primero de ellos. Aparcado el
problema musulmán, el objetivo de los monarcas y sus reinos será ahora expandir su
poder. Castilla mira al Atlántico como ámbito de expansión, en competencia con
Portugal, interesadas ambas en el lucrativo comercio con Oriente. Aragón se expande
por el Mediterráneo, una ruta directa hacia los caros productos orientales, favoreciendo
la creación de consulados mercantiles y consejos de mercaderes.

Las monarquías peninsulares se hallan envueltas en frecuentes disputas dinásticas,


que a veces derivan en auténticas guerras civiles, como la que enfrentó en Castilla a los
partidarios de Pedro I el Cruel y a los de su hermanastro, Enrique II. Tampoco escapa a
las intrigas y a las luchas por el poder el reino de Granada. Los muros de la bellísima
Alhambra ven cómo, entre 1238 y 1492, se suceden 26 sultanes, seis de ellos depuestos,
otros tantos asesinados y uno proclamado hasta en tres ocasiones.

En épocas de paz, cuando los monarcas se sienten seguros en su trono, gustan de


rodearse de lujos y riquezas, promoviendo la construcción de suntuosas residencias
reales, como el palacio-castillo Real de Olite, uno de los monumentos más
emblemáticos y hermosos de Navarra. Para su edificación, el rey llamó a su corte a
numerosos maestros y artesanos peninsulares y europeos. Estos aportaron un tipo de
arquitectura muy del gusto francés, que se puede ver en los miradores, la proliferación
de torres y las chimeneas con tejados de plomo, conformando un conjunto de gran
belleza.

La expansión económica, fundamentalmente la mercantil, promueve el surgimiento


de un nuevo y pujante grupo social, la burguesía, llamado a jugar un papel importante
en el futuro. Burgueses, junto con el artesanado urbano y una amplia capa de
desfavorecidos, forman el paisaje humano de las ciudades medievales. Éstas siguen un
trazado urbano sinuoso e irregular, existiendo a veces zonas despobladas. Las calles son
estrechas y tortuosas, siempre ocupadas por una intensa actividad. El desarrollo
económico de algunas urbes, especialmente las dedicadas al comercio, hizo que se
construyeran nuevas áreas. En éstas, las viviendas podían alcanzar dos o tres plantas.

Frente a la ciudad, el campo congrega a la mayor parte de la población medieval,


habitando en granjas o pequeñas aldeas. Muchas de éstas pertenecen a la Iglesia, pues
los monasterios son los grandes propietarios de tierra del momento y también los
responsables de la roturación de muchos territorios baldíos. En sus posesiones trabajan
campesinos dependientes, que deben pagar un alquiler por labrar el terreno, trabajando
desde la salida del sol hasta su puesta. Sólo las obligadas pausas y fiestas religiosas
rompían el ritmo del trabajo constante, necesario para la supervivencia.

La economía, fundamentalmente agraria y ganadera, en la que la Mesta castellana


vive un proceso de expansión, no es ajena, sin embargo, a las crisis periódicas.
Provocadas por las malas cosechas o las guerras, las hambrunas sacuden con especial
dureza a los más desfavorecidos, afectados también por sucesivas epidemias de peste,
que tiene su punto álgido en el año 1348.

El descontento de la población se traduce en revueltas y en la búsqueda de


culpables, recayendo la mayoría de las miradas en el grupo judío, uno de los más ricos y
dedicados tradicionalmente a la recaudación de los impuestos. Alimentado el
antisemitismo por la Corona y la Iglesia, son frecuentes las persecuciones, asaltos a las
juderías y asesinatos, alcanzando su punto máximo en el año 1391. El clima de
persecución no cesará, y sólo finalizará un siglo más tarde, con el decreto de expulsión
de los judíos, firmado por los Reyes Católicos en 1492.

LOS AUSTRIAS MAYORES


A mediados del siglo XV, los distintos reinos peninsulares viven momentos y
situaciones muy diferentes. Castilla y Aragón salen muy fortalecidos del proceso
reconquistador, especialmente el primero. Portugal ve en el Atlántico un ámbito
propicio para su expansión, más de carácter económico que militar, mientras que
Granada y Navarra apenas pueden luchar sino por mantenerse, frente al creciente poder
de sus vecinos.

Especialmente delicada es la situación del reino nazarí de Granada. Ultimo reducto


islámico en una Europa cristiana, los gobernantes de la vieja ciudad de la Alhambra se
ven forzados a pagar tributo a los reyes castellanos y a defenderse de sus cada vez más
frecuentes incursiones, recordando con añoranza pasados tiempos de esplendor. Hecha
para el disfrute de los sentidos, la magnífica Alhambra de los palacios y los patios, de
los jardines y las fuentes verá con resignación cómo la conquista cristiana de Granada
marca el comienzo de importantes modificaciones que habrán de suceder sobre su
recinto. Por encima de todas, destacará el Palacio que mandará construir Carlos V,
quien pretendió con este edificio levantar el gran centro político y residencial de su
Imperio.

El reinado de los Reyes Católicos supone la unión formal de las Coronas de Castilla
y Aragón y el comienzo de la expansión a todos los niveles de estos reinos, tanto por
tierras del Viejo Mundo como del Nuevo. Castilla conquista Granada, anexiona Navarra
y emprende sus exploraciones atlánticas, siguiendo la estela de Portugal y empujada por
los continuos avances técnicos. Los viajes de exploración, primero de todos el llevado a
cabo por Colón, producen el contacto con nuevas tierras y gentes situadas en el
occidente atlántico. Se trata de un nuevo continente que será conocido como América y
que a partir de este momento comenzará a ser explorado y colonizado, dando lugar a un
doloroso encuentro entre dos mundos diferentes.

Además, el reinado de Isabel y Fernando supone el comienzo de un proceso


homogeneizador, de unificación cultural, que se manifiesta principalmente en la
cuestión religiosa, con la conversión de los musulmanes de Granada y la expulsión de
los judíos, y que se completará en el siglo XVII, con la expulsión de los moriscos.

El nieto de los Reyes Católicos, Carlos I, inaugura una nueva dinastía, la de los
Austrias. A la edad de 16 años el joven Carlos hereda de su abuelo Fernando el Católico
los estados de la Corona de Aragón: Cataluña, Aragón, Valencia, Baleares y las
posesiones italianas de Cerdeña, Sicilia y Nápoles. Ese mismo año se corona rey de
Castilla, con lo que toma posesión de los territorios que ésta comprende: Castilla,
Navarra, Granada, Canarias, colonias americanas y las plazas estratégicas de Melilla,
Orán, Bugía y Trípoli. De su padre Felipe el Hermoso recibirá los Países Bajos y el
Franco Condado. La herencia de su abuelo Maximiliano comprende la Corona Austriaca
y la posibilidad de ser elegido emperador de Alemania, lo que sucederá en 1520. Carlos
I se convertirá, sin duda, en el monarca más poderoso de su tiempo.

Sin embargo, el gobierno de reinos tan heterogéneos y la relación de la monarquía


con diferentes estamentos, como las ciudades o los nobles, será el problema principal al
que tenga que hacer frente el monarca. La guerra de las comunidades fue un importante
conflicto interno, en el que ciudades como Burgos, Palencia, Zamora, Salamanca,
Madrid o Toledo, entre otras, se alzaron contra Carlos V en defensa de sus privilegios y
fueros. Igualmente se produjeron las germanías, reivindicación de tipo social y
económico que produjo alzamientos en ciudades como Benicarló, Valencia, Elche o
Palma.

Cansado, el emperador se retira a Yuste y cede la Corona a su hijo, Felipe II, en


1556. Éste se encargará más tarde de agregar el reino de Portugal. Rey poderoso,
emprende un fuerte proceso de centralización burocrática con el objetivo de atender al
gobierno de tan vastos dominios y dar una imagen de monarquía estable y omnipotente.
Sin embargo, son frecuentes los problemas tanto internos como externos. En el interior,
el principal problema es el asunto de Antonio Pérez, secretario real acusado de
corrupción y refugiado en Aragón, que supone un enfrentamiento entre el monarca y las
instituciones aragonesas.

Los problemas del monarca en el exterior no serán de menor magnitud. Inglaterra y


Francia se perfilan como rivales de la monarquía hispánica, siendo América, Italia y los
Países Bajos los principales escenarios de la contienda. Contra Inglaterra se enviará una
gran armada, llamada más tarde Invencible de forma irónica, que partió de La Coruña
en 1588 y que resultó desastrosamente derrotada. La confrontación con este país
provocó también asaltos ingleses a los puertos de Lisboa, en 1589, y Cádiz, en 1596.

Otro importante frente abierto tiene como escenario el Mediterráneo, por cuyo
dominio se enfrentan cristianos y musulmanes. Las costas levantinas fueron objeto de
frecuentes ataques de los piratas berberiscos, y contra estos se preparó una expedición
que tomó Argel en 1541, al tiempo que se enviaban sendas flotas con dirección a Túnez,
en 1535, y Lepanto, 1571, donde la armada cristiana resultó vencedora. También tuvo
un trasfondo religioso la rebelión de los moriscos de las Alpujarras, que se produjo entre
1568 y 1570 con ayuda turca. La guerra se saldó con la derrota de los musulmanes y el
destierro de sus poblaciones, paso previo a su expulsión definitiva en 1610.

El tercer gran problema de la política exterior de Felipe II viene del norte de


Europa, con la revuelta independentista en los Países Bajos, cuestión que se convertirá
en un verdadero quebradero de cabeza para el monarca y sus sucesores.

Con todo, la España del siglo XVI representa en lo cultural un momento de gran
actividad, con gran protagonismo de universidades como las de Alcalá o Salamanca. En
esta centuria trabajan artistas como Juan de Juni y Fancelli, Bigarny y Berruguete,
Tiziano y Siloe, El Greco y Juan de Herrera o Sánchez Coello. También nos dejan un
legado maravilloso las plumas de Fernando de Rojas e Ignacio de Loyola, Luis Vives y
Boscán, Garcilaso y Fray Luis de Granada, Santa Teresa, San Juan de la Cruz y Fray
Luis de León. En definitiva, se prepara la auténtica eclosión de la cultura española, que
se producirá en el llamado Siglo de Oro.

EL SIGLO DE ORO
El siglo XVII es una centuria ocupada por los últimos monarcas de la casa de
Austria. Son los llamados Austrias menores: Felipe III, Felipe IV y Carlos II.

A comienzos del siglo XVII, la Monarquía hispana es un poderosísimo imperio con


posesiones en buena parte del mundo. Desde la corte de Madrid se gobierna sobre el
resto de reinos peninsulares, mientras en la Europa del norte y central son españoles los
Países Bajos y el Franco Condado. En Italia, los Habsburgo dominan el Milanesado y
los reinos de Nápoles y Sicilia. La presencia hispana en Africa es pequeña aunque
estratégica, con las plazas de Orán y Melilla, además de las Canarias, escala esencial en
la navegación hacia América.

En el Caribe americano, la expansión española ha conseguido controlar las islas de


Cuba y La Española, además de la península de Florida. Ya en Tierra Firme, se han
creado el Virreinato de Nueva España, con capital en México, y el del Perú, gobernado
desde la ciudad de Lima, fundada en 1535. Por último, en Asia, la presencia española se
traduce en la colonización de las islas Filipinas.

Desde 1581 y hasta 1640 el reino de Portugal se integra en la Monarquía Hispánica,


lo que suma a ésta nuevos territorios. Los navegantes portugueses, volcados en el
comercio con Oriente, han establecido numerosas e importantes escalas, como las
Azores y Madeira. En Africa, cuentan con factorías en Tánger, Ceuta, Guinea, Accra,
Angola, y la costa oriental africana. En la península Arábiga, los portugueses controlan
el estrecho de Ormuz. En la India, establecen factorías en Diu, Goa y Ceilán. En
Indonesia, cuentan con colonias en Syriam, Malaca, Sumatra, Java, Célebes y Timor.
Finalmente, la estratégica Macao les abre las puertas de la Gran China. También hay
que considerar las posesiones portuguesas en América, una amplia franja costera en
Brasil que cuenta con ciudades como Río o Recife.

A pesar de poseer tan vasto imperio, estos son años de decadencia y un tremendo
desgaste. Durante el siglo XVII se manifiesta en toda su crudeza el derrumbamiento de
un Imperio forjado a través de conquistas y herencias. España se ve acosada por
múltiples frentes en el exterior, incapaz de gestionar los extensos y diversos territorios
que conforman la Monarquía hispánica. Francia e Inglaterra se perfilan como grandes
potencias, dispuestas a ocupar el lugar hegemónico que España abandona paso a paso.
La culminación de este proceso de descomposición de la dinastía es el acto final de los
Austrias: una Guerra de Sucesión, a la muerte de Carlos II, en la que España no tiene
sino un papel pasivo, ante la avidez de las potencias por controlar las posesiones
españolas o por, al menos, evitar que éstas caigan en manos del enemigo.
El tremendo esfuerzo realizado por la Corona en defensa de los territorios bajo su
soberanía dificulta la adopción de reformas en el interior, necesarias ante los graves
problemas económicos y políticos que acucian al país. Las reformas son reiteradamente
solicitadas por los arbitristas, y la falta de respuesta de los monarcas y sus validos
facilita el enfrentamiento con las oligarquías locales que gobiernan los reinos, opuestas
a realizar sacrificios fiscales y a cualquier atisbo de transformación que suponga
menoscabo de su poder.

Pero si la situación política permite hablar de una crisis continuada en lo político y


en lo económico -pese a ciertos logros institucionales y proyectos de reforma-,
paradójicamente en el ámbito de la cultura y las artes se asiste a un periodo de esplendor
y plenitud. Son los años de Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo, Velázquez, Zurbarán
o Murillo, entre tantas otras figuras. Estamos en el llamado Siglo de Oro de la cultura
española, un periodo de límites difusos e imprecisos marcado por la eclosión del
Barroco y la Contrarreforma.

El arte del momento llama a la piedad y al recogimiento interior. El mundo católico


se siente amenazado por protestantes, judíos y musulmanes, y observa en el arte,
especialmente en la pintura y la escultura, un medio para hacer llegar a la población el
mensaje de la ortodoxia y los valores cristianos. Santos mártires o penitentes, escenas de
piedad o pasión, cristos yacentes... componen el imaginario de un catolicismo que busca
imperiosamente referentes con los que enfrentarse a un mundo cambiante.

Los autores del Siglo de Oro nos hablan de una España con ciudades populosas,
como Madrid o Sevilla, donde conviven juntas las casas de ricos y pobres. La vida de
las ciudades se organiza en torno a la Plaza Mayor. En ella se celebran espectáculos
públicos, como corridas de toros o autos de fe. También en ella se reúnen las personas
para dar rienda suelta a otro de sus placeres favoritos: la conversación. Estos lugares de
reunión son llamados mentideros, ya que en ellos se expanden rumores, cuchicheos y
maledicencias. En las calles también hay pobres, unos ciertos y otros fingidos. Los
pordioseros y pedigüeños se sitúan en las puertas de las iglesias, donde esperan arrancar
una limosna apelando a la misericordia de los devotos que acuden a misa.

En la España del Siglo de Oro el teatro fue una de las diversiones principales. Las
obras se representaban en los llamados corrales de comedias, a menudo los patios
interiores de alguna manzana de casas, cubiertos por un toldo. El público disfrutaba
especialmente con las comedias de capa y espada, en las que no faltaban las damas
virtuosas, los galanes embozados y los criados chismosos. Gustaban también, y mucho,
los duelos de espada.

El siglo XVII es, en definitiva, una época de grandes cambios, en la que España se
verá forzada a abandonar la posición hegemónica que ocupó en la centuria anterior. Esta
crisis del imperio hispánico, sin embargo, no tendrá correspondencia en los campos del
saber, la ciencia, las artes y el pensamiento, en los que surgen figuras que marcan una
época y cuya trascendencia supera las fronteras y llega hasta nuestros días.
LA ESPAÑA DE LOS BORBONES
El siglo XVIII representa en España, así como en Europa el auge del absolutismo.
La monarquía absoluta de derecho divino, consigue imponerse definitivamente, y su
máxima figura es el monarca francés Luis XIV, "El rey Sol". Este modelo político,
conocido como "Antiguo Régimen", se extenderá por Europa y se mantendrá hasta la
Revolución Francesa, a finales de la centuria.

El rey absoluto, centraliza todo el poder, eliminando privilegios y particularidades.


La nobleza, despojada de su poder político, se convierte en aristocracia cortesana,
contribuyendo al boato del rey.

Por debajo de él una amplia burocracia, un ejército especializado y una diplomacia


compleja le ayudan en sus tareas de gobierno.

En España, el absolutismo llega de la mano del primer Borbón, Felipe V.

La muerte del último Habsburgo español, Carlos II, ocurrida en 1700, genera
grandes expectativas de beneficio en dos candidatos a controlar la sucesión, Luis XIV
de Francia y el Emperador austriaco, Leopoldo I. La herencia española, que comprende
el dominio sobre diversos puntos estratégicos europeos, como Nápoles, Cerdeña,
Sicilia, Milán y los Países Bajos, amén de los territorios peninsulares y americanos,
convertirá a su beneficiario en la potencia hegemónica mundial y hará peligrar el
precario equilibrio europeo.

Para evitar dicho fin, se llevan a cabo sucesivos repartos y soluciones, optando
finalmente Carlos II por testar a favor de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, lo que
garantizaría la integridad de los territorios de la monarquía hispánica. La solución, a la
que en principio sólo se opuso el Emperador, no tardó en generar el conflicto al
confirmar el monarca francés a su nieto como heredero al trono, lo que pondría en sus
manos un poder excesivo, a juicio de sus rivales.

La coalición antifrancesa se formó pronto, integrando a Inglaterra, Holanda, el


Imperio alemán, Portugal, Dinamarca y el Ducado de Saboya, quienes apoyarán al
archiduque Carlos como pretendiente al trono español. La guerra habrá de durar trece
años y conocerá una solución de compromiso, de la que Inglaterra será la gran
beneficiada: Felipe V será reconocido como soberano de la monarquía hispánica a
cambio de no ostentar el trono francés, mientras Francia habrá de renunciar a sus
proyectos expansivos sobre los Países Bajos e Italia.

El nuevo rey, Felipe V, así como su sucesor Fernando VI mantuvieron una


concepción del poder absolutista y centralista.

La nueva dinastía entiende que el poder real ha de ser representado con rotundidad,
debe impresionar. Siguiendo el ejemplo de Luis XIV y Versalles, los Borbones
españoles tendrán en los palacios la mejor expresión de su grandeza. En Madrid, el viejo
alcázar de los Austrias resulta destruido por un incendio en 1734, en su lugar es
levantado el Palacio Real, símbolo de la majestad de la nueva dinastía. También y como
hiciera Felipe II con El Escorial, los Borbones españoles levantan palacios en los
alrededores de Madrid como los de La Granja, Aranjuez, o el Palacio del Pardo.

De Francia llega además la influencia de la Ilustración. Es este un movimiento


cultural e intelectual que propugna el reformismo a través de la educación y el
conocimiento científico, aplicados al bienestar general. En lo político, la Ilustración,
alumbró un nuevo concepto: el del despotismo ilustrado, por el cual el rey, cual padre
protector, debe interpretar las necesidades de la nación, sus hijos, y proveer las
soluciones.

Vastos programas de obras públicas, acuñaciones masivas, creación de fábricas,


censos… son la plasmación en la práctica del programa político ilustrado.

La consigna: "Todo para el pueblo, pero sin el pueblo", parece encarnar mejor que
en ninguna otra figura, en la del rey Carlos III. El nuevo monarca gobernó también con
poderes absolutos, pero buscando el bienestar popular mediante reformas económicas y
sociales.

Progreso y felicidad del común de las gentes son los fines a conseguir. El medio, la
herramienta principal, es La Razón, que hace al hombre capaz de comprender el mundo
y transformarlo según sus necesidades. Surge así un profundo ansia de conocimiento y
de divulgación, muchas veces bajo el mecenazgo de la Corona: expediciones científicas,
creación de instituciones educativas, patrocinio de periódicos y gacetas... En España, la
Ilustración cuenta con nombres ilustres como los de Jovellanos, Mutis, Sessé, Azara,
Capmany, Mayans, Feijoo...

Sin embargo, las reformas quedarán muchas veces en nada. La oposición de los
sectores conservadores e inmovilistas, que ven en la Ilustración una ideología capaz de
remover los cimientos sobre los que se sustentan sus privilegios, frenará e impedirá la
ejecución de buena parte de las medidas de desarrollo propuestas. La misma monarquía,
en principio tan proclive a conducir un movimiento moderado de reforma que no
cuestiona su misma existencia, cambiará de opinión tras los sucesos de la Revolución
Francesa, que ponen en cuestión a la monarquía como institución.

A partir de entonces, cerrado el camino de la reforma, la única vía parece ser la


revolución.

LA ESPAÑA DE LAS REVOLUCIONES


El periodo que va entre 1788, comienzo del reinado de Carlos IV, y 1874, año final
de la I República, es, sin lugar a dudas, uno de los más intensos de la Historia de
España. En esos 86 años, España sufrirá varias guerras devastadoras, como la invasión
francesa y las guerras carlistas; conocerá férreos gobiernos, como el de Fernando VII;
verá cambios de dinastía, como el encumbramiento de Amadeo de Saboya y, por
último, vivirá un cambio radical de régimen, como la I República.
El Antiguo Régimen absolutista y estamental va siendo poco a poco sustituido por
nuevas formas de relación política, social y económica. El influjo de la Ilustración trae
aires de renovación, a los que se suman la influencia de las revoluciones americana y
francesa. La recepción de las ideas liberales actúa en una España en la que la institución
monárquica está desacreditada por el valimiento de Godoy y las disidencias entre Carlos
IV y el heredero. La prolongada guerra con Francia, la ruptura con las colonias
americanas y la bancarrota de la Hacienda ponen el telón de fondo a una situación de
gravísima crisis.

La sociedad española se muestra dividida, desconcertada. A grandes rasgos, se


podría decir que son dos las principales posturas ideológicas que aparecen enfrentadas:
los partidarios de la tradición frente a los defensores de la renovación. Estos últimos ven
en la figura del sucesor, Fernando VII, una esperanza de cambio. Sin embargo, las
ilusiones pronto se verán truncadas. El apego tenaz del monarca a la vieja monarquía
absoluta y su desprecio por todas las reformas que aprobaron las Cortes durante su
forzada ausencia en Francia, hacen de su figura una de las más odiadas.

El descontento de los sectores liberales da lugar a algunos pronunciamientos. Uno


de ellos, el de Riego en 1820, obliga al rey a aceptar la Constitución de 1812. Con este
acto se inicia un trienio marcado por la apertura política y las reformas. Pero poco duró
la experiencia liberal española. En 1823, las monarquías europeas envían un ejército
expedicionario, los Cien Mil Hijos de San Luis, para restaurar la autoridad del monarca.
Fernando VII emprende, a partir de entonces y durante los siguientes diez años, una
política absolutista y represiva. Es la llamada Década Ominosa.

En 1833 muere Fernando VII. Su hija Isabel, de tres años, es nombrada reina,
actuando como regente su madre María Cristina. La negativa a aceptar esta situación
por parte de D. Carlos, hermano de Fernando VII, dio origen a la Primera Guerra
Carlista. La contienda se extiende hasta julio de 1840 y se desarrolla de manera brutal,
dando lugar a un conflicto que se prolongará toda la centuria. La regencia de María
Cristina, entre 1833-1840, es una etapa de cierta apertura, pues se promulga el Estatuto
Real de 1834, se llevó a cabo la Desamortización de Mendizabal en 1836 y se promulga
la Constitución de 1837, de carácter progresista.

En 1840 será el general Espartero quien ocupe la regencia durante un periodo de


tres años, desarrollando una política de talante más progresista. A los 13 años Isabel es
declarada mayor de edad e inicia su reinado personal. Sus años al frente de la monarquía
española están marcados por la inestabilidad. La pugna entre moderados y progresistas
da lugar a reiterados pronunciamientos, haciendo que se sucedan los distintos gobiernos
y etapas. Los moderados de Narváez son desalojados del poder por los progresistas de
Espartero y a estos nuevamente les sucederán en 1856 los moderados de O'Donnell.

Desalojados los progresistas del poder, un nuevo pronunciamiento en 1868 dará


lugar al estallido de la Revolución conocida como la Gloriosa. Isabel II es destronada y
España inicia una nueva singladura política, la democracia, en la que se instauran
libertades como el sufragio universal o la libertad de prensa. El general Prim, jefe del
gobierno provisional, busca establecer una monarquía estable en la persona de Amadeo
de Saboya. Sin embargo, la oposición de los republicanos lleva al rey a abdicar en 1873,
siendo proclamada la República.

La I República y sus máximos representantes -Sagasta, Pi y Margall, Salmerón o


Castelar- tendrán que afrontar una nueva guerra carlista y una insurrección en Cuba. La
desintegración de la República se plasma en el surgimiento de numerosos cantones,
como el de Cartagena. La reacción conservadora, con el golpe militar del general Pavía
en 1874, es el comienzo del fin para el breve periodo republicano. El 29 de diciembre el
general Martínez Campos proclama en Sagunto a Alfonso XII como nuevo rey de
España. Con él dará inicio un nuevo periodo, conocido como Restauración.

II REPÚBLICA Y GUERRA CIVIL


Entre el 12 y el 14 de abril de 1931 tuvo lugar uno de los hechos fundamentales en
la historia contemporánea de España: la caída de la Monarquía borbónica, que
encarnaba Alfonso XIII, y la simultánea proclamación de la II República. Nacida en
medio de una inmensa alegría popular, la República recogía los anhelos de regeneración
y el ansia de democracia de buena parte de los españoles de la época.

Los gobernantes republicanos recibieron un amplio respaldo en las primeras


elecciones parlamentarias. Con este apoyo, parecían en condiciones de poner en marcha
o acelerar muchos de los procesos de modernización política y socioeconómica por los
que venían clamando desde hacía décadas las mentes más lúcidas del país. Se hacía
necesaria una reforma del sistema representativo, que terminara con las lacras del
caciquismo y consolidara un sistema de partidos de masas. Era preciso lograr un nuevo
modelo de Administración civil y militar, que dotara al Estado de mayor eficacia y que,
al mismo tiempo, lo descentralizara, abriendo paso a procesos de regionalización y
autogobierno.

Para acabar con las condiciones de vida angustiosas de gran parte de la población
asalariada, era necesario contar con un nuevo marco de relaciones laborales. Una
reforma agraria debería satisfacer las demandas de tierra del campesinado y facilitar la
racionalización de la agricultura. Por último, España debería afrontar un profundo
proceso de secularización, que pusiera fin al tradicional contubernio entre la Iglesia
católica y el Estado monárquico.

Probablemente el mayor logro de la etapa republicana sea el conjunto de reformas


introducidas con respecto a la legislación socio-laboral. Y el principal protagonista de
esta reforma fue Francisco Largo Caballero, dirigente socialista, quien estuvo al frente
del Ministerio de Trabajo y Previsión Social durante el primer bienio republicano, entre
1931 y 1933. La regulación del derecho de huelga, el Seguro de Maternidad, el de
accidentes de trabajo o la obligatoriedad y universalización de los seguros sociales se
integran en este paquete legislativo, en parte continuando una labor reformista que ya se
había iniciado durante la Dictadura de Primo de Rivera.
Sin embargo, la labor de los gobernantes republicanos tuvo que hacer frente a la
reacción de muchos sectores hostiles. Los grupos más conservadores opusieron una
feroz resistencia a la modernización y a la apertura política. La Iglesia católica y los
sectores monárquicos clamaron por la vuelta al orden anterior a la instauración de la
República.

Por otro lado, el deseo de parte de la izquierda de realizar una revolución social,
política y económica condujo a un clima social cada vez más deteriorado y conflictivo.
Especialmente activos fueron los movimientos anarquistas, como el complot de Ramón
Franco en 1931 o las sucesivas huelgas revolucionarias y levantamientos. Éstas fueron
reprimidas expeditivamente por unos gobiernos republicanos desbordados. La matanza
de Casas Viejas o la represión militar de la huelga de mineros en Asturias y León se
cuentan entre los episodios más sombríos del periodo.

El deterioro de la convivencia y la radicalización de las posiciones ideológicas,


cada vez más enfrentadas, provocan un clima político y social irrespirable. La profunda
división que sufre España favorece el pronunciamiento militar del 18 de julio de 1936.
Éste triunfa en muchas capitales de provincia, pero no en las grandes ciudades, como
Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao, donde la conspiración fue frenada por la decisiva
actuación de las autoridades y la oposición de buena parte de la población civil.

El fracaso de la sublevación militar contra la República, pensada y proyectada


como un golpe rápido para derribar al gobierno del Frente Popular e instalar una
dictadura, devino en una cruenta guerra civil que duró treinta y dos meses. La guerra
pronto se convirtió en un asunto internacional. Armas y hombres llegaron a España en
ayuda de los dos bandos, de forma desigual. La efervescencia del momento político
internacional convirtió a la guerra civil española en la antesala de la inmediata II Guerra
Mundial.

La contienda fue larga, cruel, atroz. Entre el verano de 1936 y la primavera de 1939
España estuvo dividida en dos zonas irreconciliables. Los combates y la represión
fueron brutales, abriendo una herida que aún tardará mucho tiempo en cicatrizar. La
victoria final de las tropas sublevadas dejó como saldo miles de víctimas y empujó a
muchos españoles hacia el exilio. En adelante, se instalará en el país una dictadura
represiva, a cuya cabeza estará el general Franco.

DICTADURA FRANQUISTA Y TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA


La cruenta Guerra Civil que asoló el país entre 1936 y 1939, dio paso a una de las
peores etapas de la Historia de España en el siglo XX. Los años siguientes, la inmediata
postguerra, fueron un periodo de fuerte represión y sufrimiento, de débil producción
económica y de enorme escasez de alimentos. La total victoria de Franco, dio un poder
absoluto a una dictadura muy represiva y durante muchos años dispuesta a mantener la
distinción entre vencedores y vencidos, y a construir un régimen autoritario basado en
una política autárquica.
La mayor oposición inicial a la dictadura, provino de grupos aislados de resistencia,
fundamentalmente rurales. Los guerrilleros vertebraron un auténtico movimiento de
resistencia antifascista, que sobrevivió más de una década al fin de la Guerra Civil. La
represión franquista fue extremadamente dura. El destino de la mayoría de ellos fue la
ejecución sumaria o la aplicación de la llamada Ley de fugas, una ejecución de los
detenidos alegando que intentaban escapar.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la política del régimen se orientó hacia los
poderes del Eje, fundamentalmente Alemania e Italia, quienes habían colaborado en su
victoria. La política internacional de Franco, apostó fuerte por el Eje, y aunque España
nunca entró directamente en la guerra, esta decisión fue mucho más responsabilidad de
Hitler, que no aceptó el precio exigido por Franco, que del Caudillo. La victoria aliada
en la Segunda Guerra Mundial, dejó al régimen franquista aislado en un contexto
internacional hostil.

A partir de 1945, comienza una tímida apertura, un primer cambio necesario para
poder sobrevivir en la postguerra de la demócrata Europa Occidental. Desde esa fecha,
la política económica se hizo algo más moderada, casi se acabaron las ejecuciones
políticas y la represión se atenuó. Algunas acciones del régimen permiten rastrear las
primeras huellas de la España contemporánea, como la decisión de restaurar la
monarquía en el futuro y la entrada del príncipe Juan Carlos en España. Además las
políticas cultural y educativa, así como la vida religiosa tienden progresivamente a
liberalizarse. Por último en lo económico, las reformas de 1959 acaban con la autarquía
y suponen el comienzo de una nueva etapa en la que las autoridades pierden miedo al
mercado.

El nuevo contexto político y económico va a producir una profunda transformación


social y cultural. En la década de los 60, España se convierte con gran rapidez en una
sociedad de consumo, urbana, secularizada y con mayores recursos educativos.
También se asiste a la inserción del país en Occidente, en el contexto de la Guerra Fría,
en el que el anticomunismo del régimen de Franco se adecua bien a los fines
norteamericanos. En el interior se asiste a la profesionalización de la administración,
que permitirá una progresiva separación entre Estado y gobierno. Por otro lado la
oposición al régimen comienza a fortalecerse. Los partidos políticos desde la
clandestinidad planean ya el postfranquismo, al tiempo que los movimientos sociales, se
hacen cada vez más intensos.

La muerte de Franco en 1975, es el punto final de la dictadura y el comienzo de la


transición a la democracia. La dificultad del momento estribaba en que no existían
modelos próximos en los que basarse. La memoria de la Guerra Civil, como catástrofe
que era preciso evitar, fue sin duda un factor de primera importancia que ayudo a lograr
un consenso en torno a las posiciones políticas más centradas.

El camino hacia la democracia es lento pero firme. En septiembre de 1976, el


gobierno de Adolfo Suarez, aprueba su proyecto de reforma política que habrá de
preparar las primeras elecciones a Cortes. Dos meses más tarde la ley de reforma
política obtendría el apoyo mayoritario de los españoles vía referéndum. Aprobada la
ley en febrero de 1977, desaparecen las principales restricciones para la legalización de
los partidos políticos. Todos excepto el Partido Comunista de España, que lo hará más
tarde, pasan a la legalidad. El país respiraba nuevos aires de libertad, los exiliados
volvían a casa, las mujeres reivindicaban la igualdad y el ejército perdía protagonismo.
La sociedad civil ser organizaba, hambrienta de derechos. Sin embargo, el camino hacia
la libertad no es fácil. En los primeros meses de 1977, la extrema derecha y el
terrorismo, ponen en peligro la Transición.

Por fin se celebran los comicios el 15 de junio, iniciando España uno de los
capítulos más trascendentales de su historia reciente; 19 meses después de la muerte del
dictador Francisco Franco, unos 35 millones de votantes acudían a las urnas para
participar en las primeras elecciones libres desde la Guerra Civil. El resultado de las
urnas dio como vencedor a la UCD de Suarez, le siguieron el PSOE de Felipe González,
el PCE de Carrillo y la Alianza Popular de Fraga, además de otros partidos. El camino
hacia la normalidad democrática ya estaba trazado, aunque aun habrían de sortearse
importantes dificultades.

El momento de mayor peligro para la joven democracia se produjo en febrero de


1981. Aunque durante la transición ya se había planteado en varias ocasiones la
posibilidad de que se produjera un golpe militar, la dimisión el mes anterior del
presidente Adolfo Suarez, favoreció el clima conspirador al sumir el país en una
manifiesta inestabilidad. Mientras tenía lugar la segunda votación en el congreso para la
investidura del sucesor de Suarez, Calvo Sotelo, en la tarde del 23 de febrero de 1981
tuvo lugar un intento de golpe de estado en el que participaron fuerzas de la guardia
civil y del ejército. Sin embargo la contundente respuesta institucional y popular frustró
el golpe. En adelante el pueblo español había elegido un único camino: el de la
democracia.

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