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A LOS GUERREROS

https://www.youtube.com/watch?v=RrdUyvg0bDQ

Lo agarró entre las manos tan fuerte como el temor le empujaba a hacerlo. Se juró

que nunca, ni en mitad de una noche turbulenta, se había sentido víctima de un

miedo más agudo. La oscuridad la cubrió como una espesa brea vomitada desde

las mismas nubes, allá donde lo más profundo tiembla. Y era claro, que ni

diferenciaba entre una roca y un cráneo, entre una rama y un fémur. Podría ser agua

eso que le empapó los pies y luego las piernas, pero ella sabía, con una malicia que

inquietaba, que lo que atravesaba era un rio de sangre.

Primero fueron los gritos, el llanto, la desesperación. Luego estallaron las

armas, las llamas y entonces ya no hubo quien pusiera en su lugar a ese demonio

que parecía corretearlos desde su omnipotencia. ¡Pero qué barbaridades está

rememorando! Si omnipotente hay uno solo. Su Diosito es bien sabio y por lo menos

no permitió que el despelote la cogiera con los ojos cerrados. Por esos azares de la

vida, tan espontáneos como incomprensibles, la noche anterior que había estado

departiendo con la comadre, pues sus buenas cuatro tazas de aguapanela se

aventó, y claro, no acabó de llegar la media noche cuando le tocó levantarse del

catre. Orinó tan placenteramente que volvió a tener esa sensación extraña,

indescriptible; la misma que sentía cada vez que al Gabriel le daba por hacerle la
visita a la madrugada e introducía en su cuerpo ese barrote frío y duro que se

agrandaba con solo mirarlo.

Las baldosas tenían unas manchas verdes entre las divisiones, eso cree que

fue lo último en lo que reparó antes del estallido. Ni alcanzó a limpiarse cuando ya

estaba agachada en mitad del rancho, con los calzones a medio subir, temiéndole

a alguna bala perdida y rogando para que nadie invadiera su espacio. Ella que

nunca renegó de estar sola, ahora se sentía presa fácil. Entonces hizo lo único que

le quedaba por hacer en un momento como ese. Buscó la estampita del Niño Jesús,

que mantenía junto al florero, y la aferró a su cuerpo con violencia. Cerró los ojos y

se vio corriendo por un extenso bosque de abedules. Al inicio pensó que estaba en

otoño, pero se equivocó. Todo lo que la rodeaba estaba plagado de un tono cobrizo,

naranja, hasta ella misma, sus manos, su cabello, su ropa. Se encontró orando a la

Santísima Trinidad en mitad de las llamas.

La puerta no tardó en tronar, la aldaba cedió y cuatro hombres, que parecían

el doble, ingresaron afanados violando la oscuridad. Los vio enormes, envueltos en

sus vestimentas camufladas, envalentonados con esos fusiles que movían de un

lado a otro. No eran militares, una certeza, pues en ese pueblo eran contados y a

todos les conocían muy bien sus convenciones. Esos no, esos llegaron aplastando

todo a su paso “¡Ahora si se jodió todo!”, se gritó con rabia en el más absoluto

silencio. El mantel tras el que estaba cubierta era de un tejido en rombos. Por esas

pequeñas fugas de tela apuntó bien la vista, vigilaba temerosa.

Mientras dos hombres montaban guardia y accionaban alternadamente sus

fusiles desde la puerta, otros dos, sacudían cada rincón del rancho. Rompieron
aparatosamente los pocos muebles que conservaba y saquearon gavetas sin

discriminación. En uno de aquellos cajones encontraron su único tesoro: el álbum

fotográfico. Vio con miedo el momento en el que uno de los grandulones se disponía

a lanzarlo a las llamas y por eso, sin medir consecuencias, se sobresaltó en un grito

por resguardar su baúl de los recuerdos. Los ocho ojos se vinieron encima al

instante y el que tenía el álbum en las manos, que era el más cercano a la mesa,

se agachó a levantar el mantel. Cree que sonrió, la imagen es difusa, de los puros

nervios que le ganaron, mientras en la mitad de sus piernas sentía un delicado calor

abriéndose paso por entre el calzón. Los hombres lo notaron y echaron a estallar

en una sonora risotada. “Mi amorcito, pero tampoco era para que se miara de esa

forma”, festejó el que tenía bigote a lo Pancho Villa. Ella se cubrió con la estampita

y eso acabó por hacerlos desatornillar de la risa. Supone que fue ese toque de

comedia barata el que le sirvió de flotador salvavidas, pues de no haberles caído

en gracia, habría acabado atravesada por unas de sus balas o carcomida por las

llamas, en todo caso muerta.

Nunca se ha fiado de las ovejas negras de la manada, pero ha de admitir que

aquella madrugada, los que creía malhechores, la trataron como a una princesa. No

solo la protegieron de la pelona, le dieron comida y le prestaron sus sacos de dormir,

sino que además tuvieron una palabra de aliento y tranquilidad, que las necesitaba,

para lograr encajar entre el cementerio en que se convirtió el pueblo. Ninguna

propiedad se salvó. Ni el rancho de doña Clemencia que de muy astuta se las picaba

por haberlo cercado con púas. Ni la iglesia que en cabeza del Presbítero Montoya
se había instalado hacía apenas dos meses. Ni la estación de policía. Ni el mediocre

centro hospitalario que tenían a disposición. Nada.

Lo que no acababa de entender era el motivo por el que la llevaban con ellos.

¿Por qué era la única mujer que trasegaba entre una cuadrilla de hombres

violentos? ¿Qué se disponían hacer con semejantes masacres, con semejantes

destrucciones? A la menor oportunidad ella los cuestionaba y ellos, que parecían

tenerle cariño, le respondían con evasivas. Justificaban sus atropellos con

adornados discursos de los que ella no sacaba nada en claro. La libertad del pueblo,

la igualdad, la lucha contra la opresión de la clase oligarca. Se les oía hablar de eso

y tantas cosas más todo el día, como loras, que optó por no volver a preguntar.

Los primeros meses caminaron mucho. Bajo lluvia gruesa, vientos

atronadores o bajo el sol más rabioso. Todo era caminata. Ella, que tenía buen

estado físico, no objetó nada y de algún modo eso les agradó. Cualquier otra mujer

les habría perdido el ritmo a la primera semana. Pero ella se mantuvo firme y alerta.

Luego de solo ver jungla y maleza, una noche llegaron a avistar un terreno distinto,

como empotrado en una montaña, una gruesa formación de roca conducía a una

explanada sobre la que se alzaba una casona abandonada que convenció a la

mayoría. Allí se instalaron y entonces fue que descubrió sus verdaderas intenciones.

La casona era bastante amplia, por el estado general en que se encontraba

no era difícil argüir que hacía tiempos que había sido dejada a la mano de Dios.

Puertas carcomidas por el óxido, paredes agrietadas y baldosas musidas daban


forma al olvido. Como una familia que se organiza por el bien común, asimismo

todos, armados de escobas, trapos y desinfectantes, procedieron a arrancar los

rastros de la soledad, incrustados en cada rincón de la casa, en forma de pequeñas

volutas de mugre y moho ennegrecido. Para cuando terminaron ya la noche caía y

con la noche no solo se le oscureció la vista, sino una parte del alma.

Uno de los que llevaba el mando, un tal comandante Figueroa, le explicó

someramente el servicio que querían recibir de ella, por la manutención y cuidado

recibida durante el tiempo transcurrido desde la masacre en que salió ilesa.

Le entregaron en una bolsa de basura un par de vestidos, bastante

sugerentes, que ni de disfraz habría aceptado usar. En una caja del tamaño de un

ladrillo, encontró una buena cantidad de paqueticos plastificados que según rezaba

en el empaque, eran preservativos de sabores y colores surtidos. Ella sí había

escuchado de esos pequeños cauchitos, su prima le había regalado unos cuantos,

dizque para que no metiera la pata con el Gabriel, pero nunca los usó. El

comandante la miró con un gesto grotesco que cree la logró perturbar. Ella lo miró

y le sonrió, disimulando el miedo que empezaba a despellejarle las entrañas. Antes

de alejarse le dijo que más adelante concretarían detalles de la “emboscada”, así lo

denominó, luego sonrió perverso y ella lo perdió de vista.

A la mañana siguiente parte de la cuadrilla se marchó en dirección a la

espesura del bosque y solo quedaron dos hombres de guardia frente a la casa y los

mandos superiores, unos seis hombres en total. Preparó la comida, lavó una ropa y

antes del mediodía Figueroa se le acercó por la espalda y fue peor que si hubiera
visto a la muerte. Se puso pálida de lo temerosa que estaba y de lo mal que había

dormido la noche anterior, y el comandante lo notó, quizás por eso no hizo mención

del tema que entre los dos había quedado pendiente, pero eso era solo cuestión de

tiempo, los dos lo sabían muy bien.

En la tarde se tranzó a los guardias y logró salir un rato a tomar aire fresco

alrededor de la casa. Se tropezó con unos cuantos murciélagos y gracias a ellos

sus ojos enfocaron el árbol; lo vio enorme, las campanillas se balanceaban

suavemente con la brisa y al chocar con las hojas se producía un sonido tan

relajante como hipnótico. Largo rato pasó admirando su belleza coloreada entre los

rayos luminosos que golpeaban sobre el tono naranja de las florecillas. Pensó en

huir pero se sintió incapaz de lograrlo. Faltó poco, en cambio, para que regresara

sin prestar atención a la señal que desde los cielos se le ofrecía, una vez más, para

salvarle la vida. No por nada esas hermosas flores eran conocidas como Trompetas

de Ángel.

Con gran cuidado de no resbalar y de no ser vista por nadie, se arriesgó a

arrancar unas cuantas flores y las guardó con celo entre la ropa. Las llevó entre el

sostén y sintió que inyectaba esperanzas a su corazón para que siguiera

golpeteándole el pecho con fuerza.

Al regresar, los guardias le informaron que Figueroa y Zapata, otro de los del

mando, le esperaban en la habitación que habían adecuado como sala de juntas.

Las piernas le temblaban, el estómago le estaba quemando. Subió rápido hasta su

habitación y colocó bajo la almohada el pequeño grupo de flores que había


arrancado. Se arregló el cabello en el espejo del pasillo e intentó tranquilizarse. El

dorso de su brazo se colmó en millones de gotitas de sudor pegajoso.

En la sala, Figueroa y el otro, hablaban con camaradería, a la vez que

maniobraban vasos repletos de un licor que supuso era ron. Le ofrecieron un trago

y ella aceptó. El tal Zapata era aún más feo que Figueroa. Sobre la cara regordeta

y grasosa, le caía un remedo de barba que parecía más un manchón de barro que

el ralo pelo de impúber que se le asomaba tímido. La nariz se le movía oblicuamente

cada vez que iba a tomar la palabra, un tic bastante fastidioso. Afortunadamente el

que más hablaba era Figueroa, quien le informó que para esa misma noche,

después de las once, se habían acordado todos los detalles para iniciar con la

“emboscada”. Se acomodó los lentes y pasó a leer unas hojas que tenía sobre el

escritorio:

1. Las Precauciones: Los guardias y demás tropa que se encontraba en los

campamentos aledaños, por ninguna razón, deberían enterarse de la

operación. Si llegaban a sus oídos cualquier habladuría que aludiera al

tema, su vida corría peligro.

2. El Juego: De los dos trajes que se le entregaron, tendría la libertad de

escoger el que más le gustara, para pasar, a esa misma sala, once en

punto de la noche, a realizar un baile preliminar que empezaría a

encender los motores. En ese punto Zapata dejó escapar una pequeña

turbulencia de risa, celebrada por Figueroa. “Rosa, ¿usted sabe preparar

cocteles?” ¡Cocteles, en qué carajos estarían pensando! Impulsivamente


les dijo que sí, podía hacerlos, aunque en efecto no tuviera conocimiento

de nada. Luego entendería el porqué de su respuesta afirmativa, era la

estocada final al plan que había empezado a fraguar desde que había

arrancado las flores.

3. La Mecánica: Luego de realizado el baile pertinente, en el que debía ser

muy cuidadosa de la música que seleccionara, (sonidos escandalizadores

producían urticaria en Figueroa) procederían al punto central de la

operación. El visto bueno del servicio sería dado por Zapata y Figueroa,

los dos únicos clientes que tendría durante toda la noche. Se alternarían

en turnos de veinte minutos con pausas de cinco. “Total Rosita, sabemos

de sobra el buen estado físico en el que se encuentra…” Aquí las risas

volvieron a explotar y ella apretó fuerte sus puños, tras la espalda, para

contener la rabia que le incendiaba la cabeza.

4. Las Recomendaciones: “Calladita se ve más bonita, lo sabe ¿no?

Limítese a lo que aquí le hemos explicado, así nos evitamos problemas.

En últimas reflexione y dígame si no es un intercambio justo, ¿eh? Pásese

por la oficina de Zapata, allí encontrará una caja que contiene todo lo

necesario para lo de las bebidas. No se olvide de los vestidos, si quiere

mi opinión, el rojo se le debe ver más delicioso. Y una última cosa Rosa,

recuerde que del éxito de esta operación depende la incursión futura en

nuevos campos, usted me entiende, nuevas recompensas le pueden

llover muy pronto. Nos vemos está noche mamita…”


Cerdos, cerdos, cerdos. Por ingenua y aletargada fue que se vio inmersa en

ese disparate, pensó. ¡Confiar en esos malandrines, en esos sádicos! Pero si ella

era ingenua, ellos no se quedaban atrás y la medida de sus fuerzas vendría a verse

en la noche, concluyó.

Las horas, inmutables y en rebelión quisieron alargarse hasta hacerle

desesperar. El tiempo cuando uno está sufriendo parece ganar un aura estacional

que no se puede franquear ni recurriendo a la clásica fuga del sueño. En vano

intentó dormir luego de haber preparado las bebidas. Sencillamente era imposible.

Por cierto que lo de los cocteles resultó más sencillo de lo que imaginó, pues

además de los ingredientes, los utensilios y una cantidad asombrosa de bobadas

que recogió en la caja que le mencionaron, encontró un pequeño folleto en que se

indicaba el paso a paso de la preparación. Preparó Mojito, Daiquiri y Caipirinha.

Seleccionó este último como comodín, agregándole cuidadosamente dos

cucharaditas de Trompetas de Ángel finamente macerado. Por si las dudas fue

cuidadosa en la dosificación de lima y azúcar, quería enmascarar un posible regusto

que pudiera permanecer luego de adicionar la fracción floral, pero tampoco podía

exagerar pues se levantarían sospechas. Lo que sí tuvo claro desde el principio era

que debía usar su comodín luego de que los dos cerdos se hubieran aventado por

lo menos, unos tres tragos cada uno de otro licor, así se aseguraba de que tuvieran

la lengua parcialmente adormecida y fueran menos sensibles a las percepciones

sensoriales del gusto.


Las diez de la noche acaecieron y con ellas un temblor acelerado que se fue

instalando en sus brazos y piernas. Echó un último vistazo a las dos ridículas

prendas que podía seleccionar para vestir. Le pareció estratégico seguir la corriente

a Figueroa y usar el de color rojo. No fue difícil hallar la razón de su recomendación

y preferencia, las dos diminutas prendas eran, por lo menos, dos tallas por debajo

de la que debería usar. Sintió opresión en el pecho y en las piernas, pero luego de

un rato la tela pareció ceder un poco y le pareció soportable. Cruzó hacia la cocina

todo lo rápido que pudo, subida en unos tacones de más de ocho centímetros de

largo. Segura que con esa altura quedaría por encima de la cabeza de los dos

cerdos, sonrió. Al pasar junto a la entrada principal, los dos guardias de esa noche,

como zopilotes famélicos, afilaron los ojos a su cuerpo a la vez que hacían grotescas

gesticulaciones con los labios. Quiso ir hasta ellos y arrancarles los ojos con las

uñas, agujerear sus lenguas con una puntilla. No había tiempo para eso. Llegó a la

cocina y alistó todo en dos bandejas plásticas: los cocteles, hielo, dos botellas de

ron y cuadritos de naranja y limón, que por recomendación de Zapata, no olvidó

llevar.

La puerta de la sala de juntas estaba a medio abrir, de dentro le llegaba un

tufillo a alcohol y cigarrillo que consiguió causarle aspereza en la nariz. Los bellacos

llevaban toda la noche bebiendo allí dentro, se alegró que le hicieran más fácil la

tarea. Casi en la penumbra total, descargó las dos bandejas sobre la mesa auxiliar

de la sala y tosió fuertemente para hacerse notar. La música y las voces se

apagaron súbitamente. No supo cuál de los dos habló, pero dijo que “ella sabía
agradar con su belleza y sus sonrisas y su juventud sensual de hembra en flor”,

rieron al unísono y ella confirmó que estaban enteramente ebrios.

Creyó que era ella quien seleccionaría la música pero lo hicieron ellos.

Dándoles la espalda, comenzó un movimiento suave y elíptico que ondulaba sus

caderas y piernas de un lado a otro. La velocidad de la canción que escogieron le

permitió aumentar gradualmente la velocidad de los movimientos y entonces, un

tanto más desinhibida, procedió a acelerar la ondulación de su cuerpo agregándole

pequeños descensos al suelo, en el que permanecía un instante, giraba la cabeza

y les sonreía con picardía. Los dos celebraban las piruetas. Se sintió a gusto con el

numerito, contrario a lo que esperaba que ocurriera y por un momento pensó si no

sería soportable todo eso, si no podría adecuarse a esa forma de vida. Casi se

arrancó un pedazo de piel al pellizcarse en un brazo para recapacitar y hacer a un

lado las locuras que se le pasaban por la cabeza.

Para cuando sonaba la tercera o cuarta canción, ya su cuerpo estaba

completamente al descubierto sobre la mesa de juntas. Acostada en el frío vidrio,

se retorcía a la intensidad de la música y en verdad estaba disfrutando del baile.

Eventualmente, Figueroa se acercaba a la mesa y susurraba obscenidades a su

oído. Primero hizo caso omiso a lo que escuchaba, luego como una corriente en

caída sin freno, empezó a prestarle atención a las palabras y fue entonces que

descubrió que estaba excitada. Quería seguir escuchando lo mucho que la

deseaban, lo inquietos que se sentían y las ganas frenéticas que los zarandeaban
por tener todo su cuerpo entre las manos. Su itinerario se estaba desviando por un

camino insospechado. Dentro de lo planeado no se encontraba el que ella se

sintiera a gusto durante la “emboscada”. Se odió por eso, odió su debilidad y su

cruda ingenuidad. Quiso callar la ferocidad de voces con que se estaba

atormentando y quiso continuar disfrutando de la velada. Les pidió ron y le

acercaron cada uno su botella. Bebió con vehemencia a sorbos largos. El licor

descendió refrescante hasta alojársele, cálido alivio, en el estómago. Se sintió

fuerte, dominante, de repente, el mundo se rendía a sus pies y ella era el centro de

todo. En ella comenzaba y finalizaba la vida, en ella convergía la nobleza y la

docilidad, lo perverso y lo obsceno. Fue demonio y emperatriz, mártir y capataz.

Antes de que terminara la música y el ron que tenía entre las manos, la

imagen de los cocteles que había preparado, le llegó como un balde de agua fría.

Sobre un lado de la mesa auxiliar reposaban intactos. Tomó conciencia de que era

el momento de tomar una decisión y debía hacerlo al instante. Como toda respuesta

a la duda, se dejó llevar en brazos de Figueroa al catre que escondían tras una

cortina de terciopelo, al fondo de la sala. Entre las carnes fofas y flácidas de los dos

comandantes disfrutó largamente, se sació y luego se lamentó, cuando ya el asunto

adquiría otras dimensiones. Los tres cuerpos se entrelazaron con una fuerza

mayúscula, desesperada, parecieron soldarse entre sí alrededor de las sabanas

azules que inútilmente, intentaban cubrir sus vergüenzas. Todo fue un salpicar de

besos vacíos, lametazos rotos, caricias desconfiadas y penetraciones salvajes. De

reina a bestia su cuerpo fue profanado de diez modos distintos. Allá donde lo
inimaginable cedía a la razón, Rosa se encontró con la furia de dos indomables, que

sí, estaban ahí para recordarle que la crudeza, el salvajismo de la guerra, del

enfrentamiento armado no solo se veía en el campo, también estaba allí, en el

primitivo acto sexual. Vinieron los golpes en las costillas, los mechones de cabello

arrancados, los pezones mordisqueados. Lluvia de sangre, procedente de la carne

aruñada de Rosita, de sus senos maltrechos.

Las lágrimas se aflojaron con facilidad y luego fue la inercia. Su alma se

desprendió de la jaula humana y ya el dolor no pudo obrar. ¿Se desdobló? Sí, lo

hizo, quizá lo consiguió. Se vio como una flor marchita atacada por una legión de

sucios insectos. Recorrió el camino de vuelta. Regresó a la selva, al camino, al sol

pegando con fuerza sobre su cara. Regresó al rancho del que fue despojada,

recorrió las calles como una lunática en busca del rastro de sus días que se le

esfumó en menos de dos meses. Regreso a su adolescencia, vio a sus amigos de

juego, experimentó nuevamente ese miedo indescriptible que le llegó con su primera

menstruación. Evaluó nuevamente la rápida modificación de su cuerpo, abandonó

su niñez para acoplarse a un cuerpo de formas extrañas que intentaba disimular.

Regresó aún más y vio a su madre en casa, acomodando los carbones para iniciar

la hoguera, la vio joven y bella, se reconoció en ella, permitió que le acariciara la

cabeza. Alisó sus cabellos y los trenzó, jugaron a la cocinita y pintaron un bello

atardecer con crayones sobre un cartón arrugado. Mamá la escuchó y la consoló,

la perdonó. Se despidieron con la promesa del reencuentro. Mamá la tomó de las

manos y la empujó hacia atrás. Rosa cayó en un abismo y sintió un mareo que la

llevó a apretar los parpados. Cuando reparó en lo que ocurría, temblaba del frió con
los ojos mojados al borde de la cama. En el centro Figueroa y Zapata dormían

profundamente, con un gesto casi infantil en sus rostros. Rosa se levantó y acudió

a la mesa auxiliar. La decisión era más que clara. Identificó con facilidad la botella

que contenía la Caipirinha endiablada, el comodín. Desajustó la tapa y vertió una

generosa cantidad en una copa de flauta. El líquido ámbar brillaba desafiante con

los primeros rayos violáceos del amanecer. Rosita bebió con desesperación y en su

pupila dilatada pareció dibujarse un vapor en mitad del mar.

Autores: Javier Mauricio rojas y María Paula prieto.

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