Habrá otras noches. Luego. La primera es en un cine,
cerca de Rosales creo y final de otoño. 1970, probablemente. Pero lo que veo en la pantalla sucede tres años antes y es ya cosa intemporal. La banda suena a lata y el guitarrista se pierde, patético, en inútiles adornos como bufidos de gato en celo. Entonces, lo imprevisto. Un pie que golpea, firme, sobre el suelo. Eso es todo. Ella no es guapa. Viste un conjunto blanco, o tal vez gris, de punto, anónimo en el delirio de colores selváticos: Festival de Monterrey, 17 de junio de 1967. Y, tras el pie que golpea como un metrónomo, la voz. La charanga de la Big brother & The Holding Company se desvanece en la nada. En la nada, el semivacío cine de Rosales y el Monterrey abigarrado de tres años antes. Ball and chain, el Ball and Chain que suena en la bucólica primavera californiana del 67 o en el áspero otoño del Madrid de tres años más tarde, no es de este mundo. En un relámpago instantáneo evoco a Borges: “Sólo perduran en el tiempo las cosas / que no fueron del tiempo”. Pero esa voz en la cual todo estalla, esa voz que escuchamos en un tiempo y un mundo diferentes, es la de una mujer muerta. Y las podridas leyendas con que la muerte reviste a sus criaturas, esas podridas leyendas de épica y bellos cadáveres, mienten siempre. Yo no escuché jamás a Janis Joplin viva. Era un fantasma, ya cargado de leyenda, cuando sus discos fueron ocupando espacio en mi memoria y en mis mitologías. No escucho a la que sé que una vez existió: no sería posible. La falseo necesariamente en esa emisaria de la muerte que, con la mayor seguridad, la chiquilla de estupefactos ojos transparentes en las fotos no hubiera reconocido. Es tal vez inevitable que así sea. Y es de rigor saberlo. Los ojos de cristal de Joplin estaban en todas partes a inicio de los setenta. Tan indefensos en aquella foto, hotel Chelsea, toda cabellos retorcidos, acerados como alambre, y collares _muchos_ y media docena de pulseras indias en las toscas muñecas de adolescente, anillos de piedras demasiado grandes, demasiado falsas, en los dedos como de escolar _tal vez, uñas mordidas_, toda ojos, toda tristeza nada más, indiferente, tristeza que navega sobre los gruesos labios cuarteados como papel bajo la excesiva luz. Transparentes, duros, de cristal los ojos, cincelado, donde el cabello, feroz estopa luminosa, va a inflamarse en crepitantes llamaradas, antorcha Janis, pelirroja y muerta. Pero la muerte miente. Siempre. Miento yo, que la evoco. Sólo las lucecillas oscilantes del tocadiscos son reales. En los cascos, el zumbido de la voz rota _¡treinta años ya de sólo fantasma!_: I know you’re unhappy, little girl blue, voz, ojos de cristal, cabello retorcido como alambre, resonando muerta en una habitación cerrada donde todo es silencio, muerta, I know, just I know how do you feel. El mundo: tragedia en hilo musical. Así termina todo. GABRIEL ALBIAC: HABITACIONES DESIERTAS La memoria, ¿qué queda en la memoria al final de una vida, al final de algo que merezca de verdad ser llamado vida? Habitaciones. Desiertas. Desoladas estancias de las cuales fueron borrados los hombres. Corroídos sus rostros, como por un ácido, por la erosión corruptora del tiempo. En 1969 Louis Aragon publica Les Chambres (Habitaciones) su libro de poesía más intenso. El último. Recuento desgarrado de esa memoria que precede a la muerte. Y saldo del desorden al cual llamamos vida: “Oh gran desorden de mi vida / Oh maravilloso maravilloso desorden de mi vida”. La bella edición de Les Éditeurs Français Réunis no tendrá reedición en vida de un poeta que inicia su última deriva silenciosa en las orillas de la decrepitud. Que yo sepa, la única edición que ha sido accesible en estos años es la bilingüe que yo prepararé para la Editorial Hiperión de Jesús Munárriz. La obra maestra de Louis Aragon sigue siendo, aún hoy, un libro semiclandestino. En 1969, Elsa vive sus últimos días. Louis Aragon, viejo y lúcido, afronta su memoria _que es la memoria del intelectual del siglo XX, de sus grandezas y sus horrores_ con crueldad gélida. No hay una sola concesión, no hay ni un ápice de piedad hacia sí mismo en ese largo poema de perfección majestuosa. Como una cuchilla de afeitar, el verso desnuda todo cuanto otros versos ocultaron. El resultado es desolador. Y bellísimo. Un poema de 1967 dedicado a Hölderlin (Munárriz lo traduciría en una exquisita edición del año 1992) había anticipado esa desesperación terminal. Allí, por primera vez, se apunta la letanía de Habitaciones: perder la memoria, borrarla, revocar todo ese espanto que condensa una vida. Hölderlin loco _o soñando serlo_ desde su abierta ventana sobre el Néckar es la metáfora elegida: “Y heme aquí más inútil que el sauce del umbral / En días de viento fuerte gesticulando con su falda / Entre el pánico miedo de los pájaros / Vivo los últimos momentos de escuchar / Los últimos de ver Los últimos perfumes de la injusticia / …Aún sigo sentado en el umbral de la barbarie”. Habitaciones fue el cuaderno de navegación puesto al día en la víspera del naufragio: “Todo lo que habré dicho inacabado esos comienzos esos relámpagos vistos… / Se desvaneció / … A partir de un cierto día vivir no es más que sobrevivir”. La amargura de ese escribir las vísperas del silencio _y, en ellas, la ausencia de sentido de vida obra_ me conmovió, a final de los sesenta, en mi primera lectura del poema. Me sigue perturbando ahora, al releerlo, aquella inteligencia despiadada de quien fuera quizás el más grande virtuoso de la lengua francesa de este siglo. La que vibra en esta implacable invocación de la muerte que cierra el poema cualquier sueño iluso: “Oh maravillosa calma que vas a llegar comienza / Como una enorme risa desde el lugar hecho donde yo estaba / Barred barred de todas partes mi sombra y mi paja / Vientos misericordiosos barred / Mi aliento y mi palabra… / Será tan hermoso morir cuando llegue / La noche de al fin morir al fin / De al fin amor mío morir la noche de al fin / Morir… / En el país sin nombre sin despertar y sin sueños / El lugar de nosotros en el que todo se desliga”. GABRIEL ALBIAC: REVOLUCIÓN DE PAPEL.
“Revolución Cultural” no es nada. Llamemos a las cosas
por su nombre. La “Gran Revolución Cultural Proletaria” fue dos cosas. Diferenciadas e incompatibles. Una sucedió muy lejos. La otra la soñó Europa. Ambas trastrocaron vidas y mundos. Fueron mutuamente ajenas. Tanto como las dos caras de un espejo. Una se resuelve en enmarañada guerra civil de bajas nunca confesas, entre 1966 y 1969 (con estertores que llegan al 71): emerge vencedor el viejo Mao-Tsé-Tung. De la otra, no hubo vencedores; derrotados, sí: los últimos residuos del cordón sanitario de partidos que tendiera Stalin para su propia defensa externa, se desmigajan tras el 68; la agonía durará dos décadas: hasta el otoño del 89.
China, pues, primero. Guerra civil, sí. Pero no sólo. De
quedar en eso, no hubiera fascinado tanto. Guerra civil que inicia el máximo dirigente del Estado llamando a los más jóvenes de sus adeptos a destruir el Estado y _más sorprendente aún_ el Partido de los cuales él es símbolo. “¡Abrid fuego contra el Cuartel General!”: ordena el Jefe Supremo del Cuartel General. El 8º pleno del Comité Central del P.C. de China abre así, en agosto de 1966, uno de los más paradójicos movimientos insurreccionales de la historia moderna.
Sabemos hoy _comenzamos a atisbarlo_ lo que había tras
aquel llamamiento. Una lucha a muerte en todas las instancias del Partido. De un lado, Liu-Shao-Shi, Deng- Xiao-Ping y los partidarios de modelar China sobre el espejo de la URSS. De otro, Mao, Lin-Piao y quienes juzgan llegada la hora del comunismo inmediato. Entre el cenizo discurso de las inacabables transiciones y éste del asalto del cielo, la elección no fue dudosa para los jóvenes estudiantes urbanos, aristocracia intelectual y política del país. Organizados en Guardia Roja, se lanzaron a la conquista de la soñolienta China rural, abrieron fuego contra Ejército, Estado y Partido. Se rebelaban. Era justo. Mao: “El marxismo supone muchos principios, pero todos ellos pueden reducirse a una sola fórmula: la razón está del lado de quienes se rebelan; es justo rebelarse”. He tratado de rastrear en mi libro Mayo del 68 hasta qué punto esa ingenua fórmula fue la clave de la “educación sentimental” de mi generación: rebelarse. Es fascinante que todo estuviera asentado sobre un inmenso engaño: la imagen de una China libertaria que era un puro delirio de nuestro deseo. No por ello los efectos fueron menos esenciales
Porque el maoísmo europeo no era, al fin, nada, sino ese
deseo vacío. Deseo de una generación que ninguna fe podía otorgar ya a la abominación manifiesta del "socialismo" en los países del este de Europa, que ninguna fe podía otorgar ya a los mortecinos agentes a su servicio en que habían venido a terminar los viejos partidos obreros. De esa orfandad política hicieron privilegio. Y, al tratar de confirmar en el nombre de la Gran Revolución Proletaria aquella arrogancia suya, restablecieron, tal vez sin saberlo, el hilo de las filiaciones. Se llamaron a sí mismos “maoístas”, quizá sin más porque era China lo que caía más lejos y era, así, menos probable que su realidad viniera a hacer añicos la ilusión de vida heroica impecable, en que se habían instalado. Eran el fin de una época, la última generación del movimiento comunista. Pero ellos creían ser, tan sólo, los inventores del mundo. Vino luego la resaca. Raras noticias llegaban de China: 1970, purga de Chen-Po-Ta; 1871, Lin-Piao abatido sobre el cielo de Mongolia en plena huida del paraíso; Guardias Rojos masacrados por Ejércitos Rojos en rojas y recónditas campiñas sin nombre… El tiempo de la revolución dejaba tan sólo las ruinas dispersas de una generación a la que no le fue dado llegar a la edad adulta. Al menos no sin renunciar a casi todo. El maoísmo fue un sueño. Al despertar, el mundo apareció, como siempre, irreparable. El Libro Rojo que reposa sobre mi escritorio _fetiche, recordatorio o tal vez sólo cachivache pintoresco_ es un ejemplar de le edición china de 1968. Un amigo dio con él en un mercadillo pequinés hace un par de años; no pueden quedar muchos: la “Introducción” de Lin-Piao _eliminada en ediciones posteriores_ hizo de él materia combustible. El Guardia Rojo que fue su primer propietario se cuidó luego de borrar minuciosamente las huellas del nombre que había escrito en la primera página. En la monotonía melancólica de este final de siglo, me pregunto si aquel joven de entonces sigue vivo. Gabriel Albiac: NUNCA EXISTIÓ ROCKOLA.
Al empezar los ochenta, todo había terminado. La
dictadura y el sueño de que luego de la dictadura vendría algo distinto. El tiempo se extendía ante nosotros como una larga inercia previsible. Y el futuro, maravillosamente, dejó de existir. Retornamos a la ciudad entonces, a sus noches, a su exceso de ruidos y de insomnio. A la ciudad que se soñó metrópoli para olvidar su costra de poblacho. La ciudad, el rock and roll, la noche: lo demás _palabras, gestos, estéticas, proyectos, invenciones, coartadas de muy diversos tipos_ se lo tragó el pasado. Al cabo, de aquellos años pervive clara en mi memoria sólo la imagen de Rockola. Como un decorado excesivo, hecho a la exacta medida del pretérito evocado. Casi veinte años ya de aquella barahúnda. Me pregunto si la invento al evocarla. Todos como aferrados a las precarias tablas de un naufragio. A punto de largarse a pique, a plomo, al diablo todo. Había, cada noche, aquel idéntico teatro exasperado. Demasiado exagerado para ser, de verdad, creíble. Todo era, al fin, tan ingenuo en aquel sótano de paredes negras con pretensión de infinito. Juego de Alicia que rueda blandamente en la vertical sin fondo de un pozo en el cual no hay luz, sino esa circular tartamudez pestañeante de los focos. Y, a la salida, el barullo intermitente: la autopista. La perpendicular fantasmagórica de Torresblancas. Todo, una inverosímil pesadilla gótica. Recuerdo _fue hacia el 82_ un concierto de Siouxie. Y un mar de adolescentes de pelucón platino made in London. Todo tenía el tinte cómico de un muy coreografiado baile de debutantes. Adolescentes de pelucón platino, tacones abismales, al borde de romper la crisma a cada paso, maquillajes fantásticos de vampiro de la Hammer. Químicas muy diversas por todas las esquinas. ¡Tantos años…! No quiero preguntarme qué fue de ellas. Que fue de todos nosotros. Lo que viene luego es siempre cada vez más aburrido: es una ley de la materia. Recuerdo sólo a Siouxie aquella noche _fue hacia el 82_ en la ciega intermitencia de las luces como flashes de magnesio. Siouxie. Harapos. Blanco y negro: superpuestos encajes desmallados _dos años más tarde volveré a verla, en París, traje de noche, lamé rojo: no era ya lo mismo_, redecillas de trama rota; debajo, una camisa blanca enorme, amorfa y desgarrada. Rostro que es sólo máscara. Y el doble muro de matones, como siempre, cercando la línea convexa del escenario y los bestias de cada noche, el puñado de bestias de todos los conciertos dando botes, borrachos de cerveza como cubas, cabeceando en vano un balón que nadie ve y ven todos, suspendido en otro tiempo, en otro espacio, oi, oi, oi, y aproximándose, bote a bote, hacia el muro, hoy doble, y hostias que no se escuchan _todo cuanto sucede en el Rockola, megafonía a tope, es cine mudo_, tal vez gritos de dolor o de furia, pantomima, oi, oi, oi, oi, nada, porque Siouxie grita más, mucho más fuerte, y un par de salpicaduras, un espasmo de sangre parpadeante, menos aún que nada, porque el maquillaje de Siouxie es mucho más sangriento que esa cosilla de narices rotas. Fantasmagórica la perpendicular de Torresblancas al salir, sordos, de aquello. Madrugada. Eso pervive. El resto del Madrid de aquellos años es sólo una confusa indiferencia. “Sólo perduran en el tiempo” _dice Borges_ “las cosas que no fueron del tiempo”. GABRIEL ALBIAC: J’accuse
“Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice”. Y, sin
embargo, el Emile Zola que aborda la redacción de ese formidable panfleto que es J’accuse tenía a su alcance todas las coartadas para eludir el deber de verdad que hace de su texto el manifiesto fundante del intelectual del siglo que está a punto de abrirse. No es un hombre joven. Sexagenario casi, apenas ahora empieza a degustar los mimos del reconocimiento académico que siempre ambicionó. Todos lo consideran casi seguro candidato a la Académie Française. Y, con ella, a la respetabilidad consagrada. Porque J’accuse no era un texto analítico ni un desahogo moral. No lo era sólo. Deliberada, milimétricamente, todo en su redacción forzaba su propio procesamiento. La carta abierta al Presidente de la República, que Clemenceau hace aparecer en la primera página de L’Aurore parisina el 13 de enero de 1898 es un manifiesto de insumisión explícita frente al Ejército y al Estado; un acta de acusación en la cual son denunciados las más altas jerarquías militares francesas como autoras en unos casos, cómplices en otros, de un irrefutable crimen judicial. Zola no podía no ser procesado y lo sabía. Su grandeza es exactamente ésa. Había violado los artículos 31 y 32 de la ley de prensa vigente, que fijan el campo del delito de difamación. El Gobierno francés queda así obligado a perseguirlo judicialmente. Cualquier esperanza que pudiera abrigar de entrada en la Académie queda automáticamente vetada, para empezar: y sabemos cuán intenso era ese deseo en un autor sobre el cual pesaron siempre ciertas triviales críticas de falta de finura literaria. No era sólo eso. Técnicamente, la defensa de Zola era inviable. No podía no ser condenado. Lo fue. Huyó a Londres. No podrá volver a Francia hasta el año 1900. Nada en el carácter de Zola permite reducir su gesto a imprevisión o impulso. Menos aún la decisión de Clemenceau de hacer de él portada de L’Aurore de ese día. La estrategia es matemática. Tanto cuanto conmocionante ha sido la experiencia que lleva al escritor en la cumbre a jugarse su carrera para ponerla en marcha. El 13 de enero de 1898, el “proceso Dreyfus” se convierte en “caso Dreyfus”. Y la anécdota _monstruosa como tantas otras que implican al antisemitismo y al ejército_ se torna en viraje histórico. Porque hubo el “proceso Dreyfus”, es cierto. Pero eso sucedió años antes, cuando un oficial judío del ejército francés es condenado a deportación y cadena perpetua en penal militar. La sentencia es dictada, con la perfecta arbitrariedad que es regla en todas las justicias militares, a finales de 1894. Theodore Herzl situará en el horror experimentado ante la histeria antisemita que acompañó al proceso los orígenes de su proyecto de dotar al pueblo judío de nación y Estado propios. Las masas que celebraban eufóricas la condena “no gritaban ¡muerte a Dreyfus!, sino ¡muerte a los judíos!”. En esa primera etapa, la que se cierra con la condena y el encierro en la isla de Ré y luego el penal de la isla del Diablo, el proceso Dreyfus es, en primer lugar, algo trivialísmo: la exhibición de la perversidad e incompetencia de los tribunales militares, luego _y sobre todo_ el síntoma inequívoco del grado de pudrimiento social desarrollado por el antisemitismo en la Francia de la segunda mitad del XIX. Una esencial deriva tiene como eje a ese proceso. El antisemitismo era, en Francia, un herencia perversa de la retórica revolucionaria. Sólo desde inicios de los años 80 pasa a convertirse en patrimonio esencial del catolicismo más ortodoxamente vaticanista. Lo hace bajo la mitología de la “conjura universal” que Civiltà Cattolica primero, y, más tarde y haciéndole eco, la Revue des questions historiques, forjará como “conspiración para el gobierno del mundo”. El éxito social y literario de esa visión amenazante de un enemigo a la vez repugnante y temible cristalizará en 1886 en La France Juive de Edouard Drumont, libro de desmesurada popularidad (114 ediciones en su primer año) que puede considerarse el arranque del antisemitismo radical del siglo XX. Las fechas no son casuales. En su monumental Historia del antisemitismo, recuerda Poliakov cómo 1882 fue el año de la bancarrota de Eugene Bontoux, el fundador del banco católico Unión General. Tanto Bontoux como sus asociados buscaron siempre responsabilizar de esa quiebra y de las ruinas en cadena que ella desencadenó como el fruto de una conspiración financiera judía dirigida por los Rotschild. En una Francia hundida en profunda recesión y continuos escándalos de corrupción política, periodística y financiera, la coartada gozó de inmediata acogida popular. Dreyfus fue la víctima propiaciatoria perfecta. Pero no conviene olvidar que, en 1891, una moción parlamentaria a favor de la total expulsión de los judíos de Francia pudo recoger 32 votos en la Cámara de los diputados. “Era una época” _escribe Georges Bernanos_ “en la que todo parecía resbalar a lo largo de un plano inclinado con una aceleración continua”. Zola decide pararla. Con su propio cuerpo. Con su propio nombre. Jugándose su inmensa carrera y su duramente ganado prestigio de literato. ¿Qué ha sucedido para que ese deber de no ser cómplice sea tan alto que callarlo haría que “mis noches se vieran acechadas por el espectro del inocente que expía en la lejanía, en la más espantosa de las torturas, un crimen no cometido”. Algo de una sencillez atroz. El autor del delito atribuido a Dreyfus, el coronel Esterhazy, ha sido desenmascarado en marzo de 1896. No importa, la justicia militar se niega en noviembre del 87 a rectificar lo que es “cosa juzgada”. Ni siquiera cuando, ya en el verano de 1898 el coronel Henry, autor material de la falsificación de pruebas confiese y se suicide, aceptarán los tribunales militares la rehabilitación. Zola acusa _y se coloca deliberadamente fuera de la ley_ porque nada, absolutamente nada cabe esperar de la ley a inicios de 1898. Ser judío es ser culpable. Febrero del 98, Civiltà Cattolica, respuesta oficiosa de la Santa Sede: “La condena de Dreyfus ha sido para Israel un golpe terrible; ha sellado en la frente a los judíos cosmopolitas de todo el mundo y, ante todo, a los de las colonias que Francia gobierna. Han jurado borrar ese baldón. ¿Pero cómo? Con su usual sutileza, han imaginado poder alegar un error judicial. La conjura fue tramada en Basilea, en Congreso sionista, reunido en apariencia para discutir sobre la liberación de Jerusalén”. Civiltà Cattolica. El siglo XX empieza. Auschwitz aguarda a la vuelta de todas las esquinas. GABRIEL ALBIAC: PARA GABRIEL (31/5/96).
En un mundo regido por canallas con poder ilimitado. En
un mundo donde torturar, despedazar y hacer cavar su tumba a un hombre sale gratis, si quien lo hace posee el control de Estado y de televisores. En un mundo en el que imperan, con poder omnímodo, un puñado grotesco de descerebrados, de analfabetos, de individuos moralmente amputados… En un mundo como éste que nos tocó vivir, ¿tiene justificación seguir escribiendo? No es una pregunta retórica. Todo escritor que no sea un ganapán al servicio de los tiranuelos de turno o de sus muy cultas señoras, está acechado por esa duda en la cual se juega su vida: ¿por qué escribir, cuando escribir no sirve para nada? ¿Por qué no mirar, mejor, hacia otra parte menos dolorosa, buscar la protección _o, al menos, la condescendencia_ de los canallas que tanto pueden, no hablar más de su mugre, de su sangre, de su milagrosa capacidad de Midas modernos para transmutar mugre y sangre y maldad en cantidades ilimitadas de dinero…? Soy irrecuperable. Lo sé ahora como lo supe siempre. Desde mi infancia de hijo de rojos duramente supervivientes. Desde mi juventud de comunista clandestino. Desde mi derrota, que es la de mi generación y la de mi país. Este país, ahora de alma quebrantada, al cual produce escalofríos asomarse cada día. “Demasiado bien sé que no soy más que una máquina de escribir libros”: Chateaubriand lo escribía en su vejez. Yo supe también muy pronto _todos los que nos dedicamos a este oficio lo sabemos enseguida_ que era mi destino no ser más que eso. Escribir. Forzarme a mantener ojos abiertos como platos. Y decirlo. Sin aceptar jamás el compadreo de quien manda. Mediados los ochenta, yo sabía _todos lo sabíamos_ quién era el jefe del GAL. Lo escribí. La gente del BOE de aquellos años me comunicó que era mejor que me volviera a la multicopista. Fue un milagro que no tuviera que hacerlo. Ese milagro se llamó EL MUNDO. Hoy, casi ocho años después, miro hacia atrás y pienso que está bien. Que vale la pena este terrible esfuerzo de levantarse cada día, abrir los ojos, tragarse la náusea y ponerse ante el ordenador. Aunque sólo sea porque no sé ya hacer otra cosa. Sin EL MUNDO, la indignidad de González, Barrionuevo, Serra, Roldán, Corcuera, Vera… sería exactamente la misma. Pero todo habría quedado sumergido en el silencio o en la turbia melaza de BOE y televisores. No sé por qué me viene hoy todo esto a la cabeza. Quizá porque a un amigo, escritor y asombrosamente decente, le nació el otro día un crío llamado Gabriel que heredará esta basura de mundo que le dejamos. Quizá porque avatares personales me fuerzan a no escribir durante tres o cuatro semanas y añoro ya el retorno. Quizá porque es hoy la feria del libro y, pese a todo, aún me conmueve eso. O tal vez sea sólo el milagro de haber abierto un volumen al azar y haber caído sobre la confesión de un Chateaubriand ya viejo: “Demasiado bien sé que no soy más que una máquina de escribir libros”. GABRIEL ALBIAC: MASCARADA (1/7/96).
Vuelvo a Madrid desde el confín del mundo. No es
hermoso ese confín. Tampoco, a decir verdad, horrendo. Ajeno sí. Tanto que hablar de él sería fingir maravilla allí donde hubo sólo desazón. Vuelvo a Madrid, a mi cerrada biblioteca, mis libros, mi mundo en suma. Venido del confín al cual no me llevaron ni curiosidad ni exotismo: invenciones tan triviales de la mirada colonial del XIX. El confín es un desorden que diluye las coordenadas. El fingido explorador las volverá a inventar ante el espacio en negro de las diapositivas: es su sola aventura; en nada más intensa que el anónimo divagar sobre fotos de color ante un folleto de agencia de viajes. Nada he visto. Nada, que no fuera lo muchas veces antes leído. Tal vez sea eso lo propio del confín. Desde ese allí en cuya maleza se deshace la trama que apuntala nuestras vidas como un azucarillo en el agua bullente de los monzones, nada queda del mundo acotado. Ni las calles, ni los gestos, ni los modos en los cuales nace la sonrisa o el llanto son ya reconocibles. En el confín del mundo, el extranjero es náufrago de sí mismo, cascarón vacío de lo que fue y volverá a ser cuando otro avión cierre el paréntesis. Su memoria tiene la calidad sólo de uno más de los delirios en que ojos y cerebro se derriten; no el menos inverosímil de los hijos de la fiebre y la extrañeza. Desde allí, retorno. A Madrid, al mundo. Sobre mi escritorio, la correspondencia se acumula. Y me asombra que aún alguien me recuerde, y aún más me asombra que reconozca yo como mío mi nombre sobre los desordenados sobres y paquetes. Un azar perezoso me lleva a abrir uno de ellos, que contiene un escueto libro de cubiertas blancas. Y, en las cincuenta y seis páginas de Mascarada, la intensidad poética de Pere Gimferrer irrumpe inesperadamente y recompone, con la instantánea precisión inapelable de un relámpago, el teorema de signos al cual llamo mundo. Recuerdo haber leído en Novalis que la poesía es eso: el esplendor de una verdad a la que nada puede añadirse. Desde aquella primavera de 1968 en que yo leía La muerte en Beverly Hills y soñaba en otras ciudades hechas de cine, sol y lluvia, ha sido así. En castellano entonces, ahora en un catalán de justeza alquímica. Palabras que son ya irrevocables desde el instante mismo en que tatúan incurablemente el papel y la retina. Son mi mundo. En ellas, amor, anhelo, saber amargo de la belleza que se escapa. En ellas, también, la asfixiante angustia de escribirlo. Imperativo moral, aun a sabiendas de para cuan poco sirve tallar la primordial dignidad de las palabras "en aquest nou temps de menyspreu. También, vergüenza de estos años de "quincallería sevillí": turbio placer de siervos. "Es cosa baixa ser el criat / d'algú com Felipe González…" Retorno a la ciudad. A la perpetua "mascarada". Y en la escritura de Gimferrer recupero mi mundo y sé que no me importa ir perdiendo todas las guerras. Siempre que sepa decirlas. Siempre que sepa despreciar igual de intenso a quienes siempre las ganan. GABRIEL ALBIAC: PATTI SMITH (19/7/96).
Altiva como un espectro ajeno al tiempo y de vuelta ya de
casi todo, Patti Smith, la otra noche, en un garito de arquitectura onírica al borde del Manzanares. “Horses” sucedió hace unos veinticinco años: la eternidad. No era sólo un disco. También _sobre todo_, la profecía del caos a punto de abrirse bajo el tiempo mentiroso de las flores. En las páginas del Rimbaud y el Lautréamont adolescentes, buceaba, aun siglo más tarde, ella claves para el adivinable pasaje de las tinieblas. Pero no fue un pasaje: en eso se equivocó. Como todos. Después de un pasaje, hay algo. Después de los ochenta, hubo sólo la nada de un agujero negro. Vacilante en la maraña de jovenzuelos que apelmazan el anacrónico espacio de “La Riviera”, me pregunto cómo es posible que hayamos sobrevivido a este cuarto de siglo asesino. Ella y nosotros. Nuestro mundo naufragó. Se fue a pique aun su memoria. En lo estético como en lo político: en lo moral, en lo cual ambos son lo mismo. Los jóvenes que no habían nacido entonces y que me ven ahora saltar, puño en alto, en medio de una canción que ellos creen de amor, deben de pensar que estoy loco. A mí, ellos me son tan irreales como esta congelada arquitectura años cincuenta que nos envuelve en una ensoñación demasiado rebuscada. ¿Qué estamos haciendo aquí? Ella y nosotros. Y está ese último disco: “Gone again”. Magistral. Después de tantos años de silencio. Hay instantes de despojamiento en él que van incomparablemente más allá de aquel brutal desgarro de los “Caballos” legendarios de sus veintipocos. Ha aprendido _sólo la edad lo enseña_ que bastan muy pocas palabras _y muy sencillas_ para decir el dolor. O bien ninguna basta. Si “My madrigal” es una escueta maravilla, a ese pudor lo debe. Y a su lacónico modo de enunciar _en pasado inmediato_ la brutalidad de la muerte: “…till death do us parts”. Un piano y un cello bastan. Y una voz amortiguada por el tiempo, que aprendió que ningún alarido puede dar razón de lo irreparable. Tanto dolor… Y tan inteligentemente dicho: tan exento de retórica. A la vieja Patti se le ha ido muriendo la gente en torno. Es el precio de acercarse vivo a la frontera de los cincuenta. “Hemos visto demasiadas cosas”: pero el poeta que escribe eso, en 1873, tiene diecinueve años y no ha visto casi nada. A los cuarenta y nueve, Patti Smith no necesita ya maquillarse de malditismo para saber de qué materia están tallados los infiernos. Silencioso Madrid de madrugada. Retorno a casa. Aún ligeramente aturdido, pienso en el Joseph Conrad viejo que evoca, ante el escritorio, el mar de China de sus años mozos. El rock and roll fue nuestro único mar de China. Negro y literario. Conrad: “He conocido luego su fascinación. He visto orillas misteriosas, aguas inmóviles, tierras de oscuras naciones en las que acecha una Némesis furtiva… Pero todo mi Oriente cabe en aquella visión de mi juventud: …un destello de sol sobre una orilla extraña”. Un destello. Patti Smith en mis viejos vinilos arañados. Salida de las sombras. Hecha sólo de tiempo. GABRIEL ALBIAC: VENECIA (30/8/96).
Boyero anda en Venecia y yo le envidio, no sé si más la
sombra escurridiza de Pound cerca del Canal Grande o bien las salas oscuras donde el haz bailarín del proyector suplanta al tiempo y en su lugar pone espacio movedizo encima de una pantalla rectangular y blanca: lo llamamos cine y es sólo manipulación desnuda y esmerada de los sueños. Hace tanto que no he visto una película que invente de nuevo el sueño _las pantallas de Madrid rebosan la nacional sandez subvencionada y la patriótica cuota de pantalla_, que hasta Venecia me parece más cercana que una sala de cine en la cual suprimir el mundo por un rato. Y, en Venecia, el callejón del Harry’s, a cuatro pasos del esplendor de San Marcos, donde, Boyero, un trago a la salud de este zombi de aquí que sólo se lo hace de agua mineral sin gas y una infusión de lo que sea. O, por cualquier calleja angosta, donde la suciedad hiede de perfil a gato enmohecido, por quebrados recodos que el limo reblandece y redondea, los pasos de alias Stendhal a La Fenice y en ella esa enormidad histriónica cuyo ruido y lentejuela, qué le vamos a hacer, a mí tan sólo me da grima y a él le era milagro en un siglo marcado por la pólvora y la sangre de las revoluciones maltratadas: la ópera, esa epítome de la megalomanía humana, ya sabes que yo tan sólo escucho rock and roll, y a partir de pasado mañana sólo habrá que hablar de nuevo de política, pero hoy preferiría que me rebanaran el cerebelo en finas lonchas de carpaccio antes que tener que pensar en semejante fauna. Escribí cierta novela, hace unos años, sólo por el placer de reinventar Venecia, sin palomas bulímicas ni turistas palurdos: igualmente exterminables. Por el placer, también, de leer a Pound en un rincón umbrío del siglo XVII y hacer cháchara en paz, desde Torcello, sobre aquellos leones lerdos por la tisana de Circe, sobre aquellas muchachas de mirar lujurioso por la tisana de Circe: “muchachas fornicadas y leones gordos”, el maestro se olvida de las rechonchas palomas, como ratas breadas y emplumadas luego. Queda un viejo restaurante, excéntrico, con jardín detrás. Se come muy mal. Ezra Pound venía allí. Cenaba, o se sentaba, a lo mejor, sólo, apoyando el respaldo de la silla de madera al roce de las glicinas. Tal vez en estos días _ni siquiera los festivales suprimen del todo eso_ haya ya aquel “sol de septiembre sobre los charcos”, mientras el colega Boyero rueda por la Venecia de Pound y yo, en esta ciudad de mierda y de políticos canallas, le envidio no sé cuál más de los innumerables milagros que lo envuelven. Tráeme, Carlos, si te es posible, de Venecia, los turísticos cueros cabelludos de un abarrilado bebedor muniqués de cerveza y de su hipopotámica señora experta en guías Baedeker para viajeros cultos. Si es posible, destripa una gorda paloma a golpes sobre la maravillosa piedra roja de los cuatro reyezuelos. A tu vuelta, haremos un festín comanche muy fordiano para celebrar la caza. GABRIEL ALBIAC: LA RED (16/9/96).
De madrugada, me pierdo por la red. Vale cualquier
excusa: la más tonta, la menos verosímil. Una página Web en la que un investigador de Utrecht acusa de plagio a un investigador de La Haya por una atribución de anotaciones manuscritas en un volumen de la edición de 1677 de las Opera Posthuma de Spinoza que se conserva en Leyde. O bien un índice informatizado del De Consolatione de Boecio. O la consulta de una edición crítica bilingüe de las obras de Juan Escoto Erígena… O bien nada: es lo más frecuente. Cruzo índices laberínticos, navegadores de disponibilidad inagotable, conversaciones, tan triviales como cualesquiera otras conversaciones, en las cuales abunda la mala ortografía en varias lenguas. Alguien de Dakota del Sur me pregunta, al paso, por el tiempo en Madrid; le respondo cualquier cosa en cualquier jerga de babélica lengua entrelazada. Choco inesperadamente con un fondo de textos medievales prodigioso _ninguna biblioteca española que yo conozca tiene uno así_ y con doscientas dieciséis secciones de fotos guarras muy convencionales. La CNN on line me empieza a contar no sé qué acerca de un nuevo bombardeo de Bagdad que tampoco esta vez querrá acertar en la cabeza de Sadam Husein: salgo corriendo. Rozo el último single de David Bowie y alguna cursilada zapatista. A eso de las cuatro menos cuarto, los párpados son como de arenilla y el somnífero imanta los dedos al teclado. Zozobro como cada madrugada: navegar llaman a esto. Para mí, es olvidar la inmediatez del día. Pero navegación es _lo ha sido siempre_ siempre olvido: desde la nave desbrujulada de los Argonautas hasta el circular viaje urbano de Baudelaire en el París del siglo diecinueve. La red es un gran desorden, una maraña en la cual reconocerlo todo en su caos originario, antes de que nada o nadie impusiera el regulado concierto de las jerarquías. Perderse ahí es liberarse de la identidad que se adhiere al nombre propio, ser nada más que un número anónimo de usuario: algo muy parecido a la felicidad. Ser otro, muchos, ser nada más que un punto de luz en fuga a velocidad pasmosa a través del universo inmaterial e infinito que cabe en una pantalla. Ser nada y contemplarse serlo. Ser nada y asistir a todo. El dios de los Padres de la Iglesia _hay una edición electrónica de la Patrística de Migne también en la red_ debía, en su aristotélica circularidad vacía, sentirse así: señor de un absoluto que en nada afecta. Me lleva a la red una fascinación que reconozco de inmediato: aquella de asistir al espectáculo del mundo como, de niños, asistíamos al de la guerra de secesión ante la pantalla de un cine de sesión continua. Sin que las balas nos hieran ni nos manche el barro, ni nos quiebren los huesos los cascos de caballos en estampida. En la red desfila todo. Ante un espectador que es sólo siete cifras: sin pasado. La memoria no duele: es un efecto casi milagroso de hardware, propiedad de un pequeño artefacto de poco más de un gyga. Y el mundo es una sucesión fluida de pantallas. Y, tras ellas, no hay nada más que sueño. GABRIEL ALBIAC: CASCARILLA HUMANA (23/9/96).
Mantegna pintó el muro sobre cuya humedad las letras que
forman el lema de la Casa de Este fue descascarillándose en un poso de hinchadas lascas de yeso esponjado: “Nec Spe Nec Metu”, sin esperanza ni miedo. Lo que es lo mismo: presente abosoluto: tal, la sola moral del combatiente. Baruch de Spinoza, dos siglos luego, lo erigiría en emblema de una política que no sea un basurero. Sin esperanza ni miedo; con inteligencia sólo y a salvo de cualquier ensoñado futuro. Con vergüenza he de asomarme cada día a esta cosa castrada a la cual llamamos presente. Todo en ella reviste los plácidos atributos de lo indigno. Irrisión de la inteligencia, política y biología giran en la grotesca danza que hace de la jefatura del Estado propiedad cromosómica. A eso llaman monarquía constitucional. Y sobre ese pilar tan firme asientan, los más sesudos, la inquebrantable fábrica de un constitución que _con idéntico empeño_ garantiza la igualdad ante la ley y la irresponsabilidad penal plena del monarca, la soberanía popular y el privilegio del ejército para dirimir, en última instancia, conflictos interpretativos acerca del texto… Fue el precio de la transición en el franquismo y ya no tiene remedio. Aceptémoslo como quien acepta la lluvia o el granizo. Pero, ¿por qué ocultarlo? Con vergüenza constato, cada día, la rareza en que querer pensar al margen de esperanza y miedo ha acabado por convertirse. Ni Mantegna, hace cinco siglos, ni Spinoza, hace tres sólo, hubieran entendido fácilmente la perversidad de un mundo en el cual decir en alta voz lo más elemental se ha convertido en cosa pintoresca de cuatro excéntricos. En esa excentricidad se juegan hoy las últimas trincheras de la dignidad ciudadana. Solemnes voces hablan, estos días, con necedad solemne: “¿qué más da, al fin, un rey o un presidente?” Apenas nada: tan sólo la posibilidad de echarlo cada cuatro años; tan sólo la posibilidad de fijarle un tiempo máximo de ejercicio en ocho; tan sólo la obviedad de que no pueda transmitir en herencia el cargo a su progenie… Poca cosa. Solemnes voces hablan, con necedad solemne a través de infinitos medios de resonancia pública: invocan la esperanza en un misterioso futura que cualquier interrogante racional mutaría en infernal espanto. Yo los oigo ir superponiendo infamia sobre estupidez sé que no hay remedio. Hay sol de otoño, mintiendo tibieza en mi biblioteca y un disco de los Stones sonando. Me repliego en Pound, loco y excéntrico. Versos en los que late una fulguración instantánea de pantera al acecho: “Cáscaras delgadas que yo conocí cuando eran hombres / Cascos secos de saltamontes idos hablando una cáscara de idioma…/ Apuntalados entre sillas y mesa… /Palabras como las cáscaras de los saltamontes, sin ser interior que los moviera; / una sequedad llamando a la muerte”. Todos las hemos conocido, a esas cascarillas hueras, bajo las cuales hubo alguna vez seres humanos. Cáscaras quebradizas y sonoras de hombres a los que conocí. No ha mucho. Hoy son sólo este despojo que cruje al ser pisado sobre el suelo. GABRIEL ALBIAC: ELOGIO DE LA ILUSTRACION (7/10/96).
Abrir el periódico cada día es enfrentarse al naufragio de
todos los sueños de progreso histórico sobre los cuales se forjó nuestro espíritu de hombres cultos de final del siglo veinte. En cuanto a mí, nada conozco tan doloroso como la irracionalidad, la constancia inocultable de su triunfo en la condición humana. Habla el periódico de alguien, en un lugar lejano, a quien la sola peculiaridad de sus genitales condena de por vida a la exigua condición de bestia doméstica paridora envuelta en un ropón informe, garantía moral de ser sustraída a la mirada de cualquiera que no sea su legítimo propietario… Habla el periódico _más cerca_ de gentes capaces de matar y de hacerse matar a sí mismos y a los suyos para defender al Dios del horrendo sacrilegio que un yacimiento arqueológico de más de dos mil años infringiría a su cercano templo… Desde un hastío muy hondo, me esfuerzo por reflexionar acerca de obviedades cuyo desprecio es tan asombroso. ¿Se ha vuelto el mundo definitivamente loco? No, bien lo sé. Sencillamente, la barbarie religiosa es más originaria y más potente que cualquier razón. Freud lo formuló hace mucho, con bella lucidez escéptica: ninguna inteligencia logrará disolver el mortífero deseo de aferrarse a esperanzas ilusorias de inmortalidad. En nuestro fin de un siglo que se quiso _y, a veces, se supo_ ilustrado, las desdichas que la religión induce, en nada ceden a aquellas, monstruosas, descritas por Tito Lucrecio en el maravilloso De rerum natura. Hijo de la ilustración y del pensar laico, esta nueva oleada del último monoteísmo me perturba. Judaísmo y cristianismos han ido siendo pulidos por tiempo e historia hasta su condición actual de residuos institucionales: potentísimos, pero ajenos a cualquier tentación seria _los pequeños núcleos de dementes son anecdóticos_ de emprender guerras santas para exterminar herejes. Ultimo monoteísmo vivo, la guerra por el reino de Dios que el Islam proclama en media Asia y en una franja notable del norte africano, nada tiene de metafórica. Ante el fervor moralista de talibanes y mullahs, todo me lleva a volverme hacia los viejos textos del gran laicismo del siglo XIX. Hacia Renan, por ejemplo: “Prefiero un pueblo inmoral a uno fanático; porque las masas inmorales no suelen molestar a nadie, mientras que las masas fanáticas embrutecen al mundo, y un mundo condenado al embrutecimiento no posee ya razón alguna para interesarme; por mí, puede morirse”. Un mundo sacerdotalmente exento de pecado, y también del último hálito de esa nadería a la cual llamamos pensamiento, no merece la pena de ser vivido. Alfonso Rojo narraba ayer muy bien, desde Kabul, los apuntes de tal manicomio angélico. Al mismo tiempo, en Gaza, Hamed Al-Bitawi daba, en el nombre de Hamas, los términos de la exclusión entre cultura religiosa e ilustrada: “Ustedes, los europeos, están muy avanzados en el dominio de las ciencias y muy atrasados en el de la moral. La droga, el sida…: todo se arreglará cuando retornen a la religión”. Y yo sé, con Renan, que mejor ningún mundo que el “retorno” a un mundo como ése. Gabriel Albiac: LA GRAN FAMILIA (14/10/96).
En Wystan Hugh Auden, poeta deslumbrante y pensador
de inteligencia sobrecogedora, doy con esta definición del fascismo. Tiene le inmensa calidad de su precisión intemporal. Porque Auden ha comprendido ya, en 1939, que “fascismo” no es una forma política concreta, sino algo mucho más hondo, algo que arraiga en las pulsiones oscuras y perennes de la condición humana: “Uno de los atractivos más poderosos del Fascismo reside en su pretensión de que el Estado es una Gran Familia: su insistencia en la Sangre y en la Raza es un intento de engañar al hombre de la calle para llevarle a pensar que las relaciones políticas son personales”. Todo está ahí, en esas pocas líneas. Inmejorable. Y pesadillesco. Porque a una tentación tal de homogeneizar a la ciudadanía en el nombre del Padre _póngasele a éste la máscara que se quiera_ no escapa jamás del todo forma política alguna. El fascismo es la pulsión de plenitud de la máquina exterminadora a la cual la modernidad llama Estado. Aparto a un lado a Auden y me dejo llevar por la fascinación del repetido reportaje fotográfico: 12 de octubre. Album de Familia: Recepción en Palacio, Fiesta de la Hispanidad, que tantos de esos mismos celebraron antes como Fiesta de la Raza. Benévolas cabezas coronadas, sangre real a chorros _sangre que es, en fantástica operación chamánica, la quintaesencia del vértice metafísico del Estado_, sangre plebeya también de políticos todos iguales, los mismos trajes, las mismas camisas y corbatas, la misma pinta universal de pobres diablos, mala gente, porque no hay pobre diablo que no haga de la sospecha de su mediocridad instrumento de rencor. La Gran Familia descrita por Auden. Todos viviendo a costa del erario público, todos intercambiables en entidad intelectual, moral y estética. Y la triste justificación de Anguita. Más patética si cabe que el pavoneo de los Corleones que lo rodeaban. “Lo cortés y lo valiente”: difícil dar con dos calificativos de resonancia más lóbrega. Un republicano, o es Saint-Just o no es nada. O peor que nada: Colom y Rahola, fugándose con la caja del partido, caricatura sainetera de la Gran Familia. Sangres de cualidad impoluta, patriotas de pelajes muy diversos, grandes y pequeñas patrias: Euskadi, Catalonya, España, o la repodrida aldea de vaya usted a saber dónde… ¿Qué importa? Igual es la fascinación de la cercana calidez del hogar paterno. Auden de nuevo. Fascismo: “Al hombre de la calle, cuya educación política se limita a las relaciones personales y que está apabullado y resentido por la complejidad impersonal de la moderna vida industrial, le cuesta resistirse a un movimiento que le habla en términos personales con tanta calidez”. Personas. Intercambiables. Veintiocho asesinatos aparte, ¿cómo distinguir entre Aznar y González? ¿O entre Cascos y Guerra, Boyer y Rato, un Serra u otro…? Gran Familia. Un tiempo hubo en el cual el combate contra el fascismo pasaba a través de la diferenciación política. Extinta hoy cualquier diferencia entre partidos, destrucción del fascismo y destrucción de la política son una misma cosa. Ignorarlo es aceptar ser siervo. GABRIEL ALBIAC: MALRAUX BAJO LA LÁPIDA (25/10/96).
Y, al fin, yacerá André Malraux bajo la lápida del templo
laico: Panteón de Hombres Ilustres. Había escrito alguna vez que la grandeza de Roma se resumía en la costumbre de “acoger en su Panteón a los dioses de los vencidos”. Pero este Panteón que va a tragarse, a los veinte años de su muerte al aviador temerario de la guerra de España, al fumador de opio y al traficante en arqueología camboyana, al coronel Berger del maquis y la resistencia armada, y al aventurero de los años treinta, al escritor enorme y al político resignado y siempre inteligente de sus años viejos…, ese Panteón nunca quiso nada saber de perdedores. Antimemorias: “Cuando un político cínicamente lúcido apela a la virtud, va a buscar la máscara de sus ancestros. Los comunistas que mienten se disfrazan de ortodoxos, los franceses de convencionales, los anglosajones de puritanos”. Convencional hasta lo desabrido, el arrumbamiento de Malraux en el templo alzado por “la patria en agradecimiento a los grandes hombres” es la majestuosa mentira del más lúcido sujeto de cinismo político: el Estado. Todo vendrá acabar, dentro de un mes, en esa cosa patética: la lápida solemne que, al decir conmemorarla, inventa la biografía del hijo dilecto; esa farsa en la cual sólo creen los funcionarios del registro civil. Antimemorias: “El hombre no se construye cronológicamente, los momentos de su vida no se suman los unos a los otros en una acumulación ordenada. Las biografías que van de los cinco años a los cincuenta, son falsas confesiones”. Entra ahí, Malraux, en esa gran mentira de la biografía ejemplar: es el precio de no haber sabido perderte _como dijiste quererlo_, ya caduco, en un meandro anónimo del Ganges al paso de Benarés; de haber, también tú, dejado a la muerte darte caza, de no haber forjado el exigido territorio victorioso de “una civilización en la cual no hubiera ya muerte, en la cual cada uno supiera desde niño que debe elegir el momento de matarse”. Entra. No en el sacral tañido de horror que rueda en las palabras grandiosas con que marcaras un día la deuda con el martirizado resistente Jean Moulin. Las que ahora todos recuerdan, recordamos, las que son arte mayor de tu escritura. “Entra aquí, Jean Moulin, con tu terrible cortejo. Con aquellos que murieron como tú en las mazmorras sin haber hablado; e incluso, y es lo más atroz, habiendo hablado”. No. No es el héroe de Teruel y el maquis, no es el golfo aventurero de Camboya, ni el escritor sublimemente inteligente de Les voix du silence… Todos esos, por fortuna, son como dioses que escapan al sello y al diploma. También al epitafio. Éste a quien el Panteón se traga es un ilustre anciano que fue simple ministro de cultura con De Gaulle, hombre seductor y culto: despojo. El demonio del absoluto: “El fracaso destruye al aventurero, lo mata o lo convierte en un pordiosero; el éxito lo integra a la condición social de la cual pretendía liberarse”. Entra ahí, André Malraux. Tu obra queda fuera. Algunos seguiremos leyéndola. Y amándola. A pesar del despojo bajo la lápida mentirosa de un triste templo laico. GABRIEL ALBIAC: LA ETERNIDAD: MALRAUX (25/11/96).
Platino el cielo de Madrid y el frío rinde tributo falso a la
nostalgia. En días de diciembre casi, éstos, nada pasa en verdad ya demasiado. Sólo el frío, esa certeza fontal: el ciclo que se cierra como siempre. Nada cambia. Nunca. El mundo es monótono; sus horrores aburren más que enojan. Pervive la ciudad, su cielo lácteo, su ciclo de cristal ajeno al tiempo, su excesivo lirismo sin sentido, hojas secas, derrotas resignadas. Todo lo vimos ya, lo volveremos a contemplar sin gana, como siempre. Como siempre, asistimos fascinados al milagro de sus repeticiones. Esa inercia es la vida, a eso llamamos, con retórica ingenua, nuestra historia, pero no es sino hibernada pereza. “Todo visto”: Rimbaud, como cualquiera. Dejo a Coltrane sonar en la mañana del domingo invernal. Nada sucede de lo que quepa huella memorable. La calle es un silencio congelado, After the rain sucede en otro tiempo, o tal vez en ninguno, que es el tiempo _Borges dixit_ propicio a la metáfora. A la música pues, la poesía, el juego, las pocas cosas que cuentan. André Malraux fue archivado anteayer entre hombres, nombres, ilustres, ceniza sobre la cual se erige el respetable déspota seductor llamado Estado: sus crímenes, su sordidez, su brillo mentiroso de ajada lentejuela. “Si el hombre”, había escrito, “no opusiera a la apariencia mundos sucesivos de verdad, sería sólo un mono”. Sospecha primordial de nuestro tiempo. Helada, insoportablemente bella, la mañana de invierno me arrincona, siempre igual, en el recodo de los libros. André Malraux, deslumbrante y opiómano, golfo y aventurero y sapientísimo, tiene en ellos la vida inextinguible que mata el Panteón de los ilustres. Cuarenta años atrás, Malraux ante Djoser, piedra de la tercera dinastía _o Edipo ante la repetida Esfinge_: “No tenemos con el autor de esa estatua en común nada; ni siquiera el sentimiento del amor o de la muerte; no tenemos tal vez siquiera el modo de mirar su obra; y, sin embargo, ante esta pieza, el acento de un escultor cinco milenios olvidado nos aparece tan invulnerable a la sucesión de los imperios cuanto el acento del amor materno”. Malraux. También el tan distante Borges: “sólo perduran en el tiempo las cosas que no fueron del tiempo”. Mas la ciudad persiste, indiferente. Sumergida en su gris cielo de estaño. Y esta ciudad es de repente todas. Fría y gris y lejana y fascinante. Eterna. Es la ciudad que Poe vio sumergida, la que añorara Ovidio hasta la muerte, la que cifra el deseo y el exilio. Ciudad de Baudelaire, amable infierno donde se abre la luz a cuchilladas. La eternidad, sabe Malraux, está en ella, en ella la belleza aun de lo ausente: “Yo, que he visto en el océano malayo constelar las medusas fosforescentes tan lejos cuanto el ojo puede sumergirse en la bahía, estremecerse luego la nebulosa de las luciérnagas sobre las colinas hasta el bosque, desvanecerse al fin en la gran difuminación del alba…” La eternidad, sabe Malraux, es nada. Nada más la palabra que la dice. Nada sino esa nada urbana, el hombre, su forma, la ciudad, “el hombre muerto que comienza su vida imprevisible”. GABRIEL ALBIAC: MARX EN BOSTON (10/12/96).
Lo primero en venirle a la cabeza es un cuento de
Andersen que evoca la belleza de hielo y geometría. Est nevando. La Universidad de Massachusetts es, tras la ventana, como una de esas bolas de cristal cuyo paisaje se puebla de ingrávidas tormentas blancas al ser agitadas. La ingravidez de los copos de nieve tiene siempre un acento de milagro, de inmerecida suspensión del tiempo. Tras de la madriguera de cristal, cede a la hipnosis de ese lento girar de algodón fosco que dibuja ascendentes espirales y cae luego en un declinar levísimo como de imprevisible hélice excéntrica.
Es tan extraño cuanto le rodea. La nieve pule irreal el
horizonte, posa la frente sobre el vidrio helado y el europeo tiene la certeza de un déjà … vu paisaje de película. Todo cuanto ve aquí lo reconoce; no importa que no haya venido nunca. Son las mitologías esenciales. Menos intensas, sí, que en la pantalla sobre la cual la luz inventa el mundo. Reconocibles, no obstante, e inmediatas. Lo que irrumpe en la memoria es lo esencial, aquello cuya fibra trenzó el sueño: cine, lo demás sólo previsibles monotonías que llamamos vida.
Se dice a sí mismo, el viajero, tras el cristal del otro
lado del cual danzan los copos y se atisban ardillas como habilísimos nadadores resbalando sobre el ya profundo blanco que cubrió el cuidado césped, que est bien ese fulgor de irrealidad que esta nieve pone sobre un Campus aislado a varias horas de autocar de la ciudad de Boston. No sabe a ciencia cierta qué es lo más irreal. Si el mundo fuera del mundo que es la Universidad misma, si esa blanda tormenta silenciosa y brillante que lo envuelve todo y lo arranca al tiempo, si el ritual que lo devuelve, de pronto a unas palabras, unos libros y unas gentes que creía perdidos en un pasado rincón de su historia ya no tan reciente.
Rethinking Marxism. En Amherst, Massachusetts,
doscientos conferenciantes han vuelto a plantearse cosas muy elementales y a las que el pensador europeo aprendió a hacer como que olvidaba; cosas como la explotación, el despotismo del Estado, los límites y condiciones de la resistencia; también esa cosa que acabó por hacerse tan extraña y a la que un día llamó revolución. M s de dos mil asistentes. Sesenta secciones por las cuales desfila todo: desde el izquierdismo de los años sesenta hasta las nebulosas tentaciones mesiánicas de un tercer mundo hundido en una desesperación que da sobre el delirio en los noventa. Amherst, Massachusetts, USA.
El viajero se siente un ave extraña. Una entre las cuatro o
cinco sólo venidas desde el viejo continente. Sabe bien el agónico destino del pensar en la Europa resignada: fin de siglo, de sueños y milenio. Ve a los jóvenes bárbaros. Sonríe. Nada espera. Y de nuevo se abandona a la ardua evocación de un viejo cuento: fulgor geométrico, la inteligencia nada desea, Reina de las nieves. Marx preciso y helado, Marx en Boston. GABRIEL ALBIAC: ABORDAJES (6/1/97).
Más allá de la pantalla benévola del ordenador, está
nevando. No me interesa; bajo las persianas. La nieve en la ciudad es sólo un tópico de mentidas melancolías. Torno a lo que importa: el ordenador, los libros. Y la música de Weill en mi tocadiscos y en ella flotando los versos que Brecht pone en labios de la ensoñada pirata Jenny: los respetables sebosos conciudadanos pasados por el trampolín que da sobre los tiburones, y Jenny, bandera negra enarbolada, que se aleja de la costa con sus cincuenta y cinco cañones aún humeantes. Me fascinó siempre la enternecedora misantropía de aquel comunista maravillosamente cínico: un Bertolt Brecht inmune a toda la morralla humanista que hundió el pensamiento revolucionario de este siglo en tibieza _asesina_ de sacristía. Los cañones de Jenny saludan una última vez a la ciudad en rescoldos y, en mi imaginación, la pirata de Brecht toma siempre los rasgos menudos de Jean Peters en una de las películas más intensamente fantasmáticas de la historia del cine: aquella que Jacques Tourneur cerró con las imágenes oblatorias de la carabela de Ana de las Indias zozobrando, sin que los cañones cesen de abrir fuego, en todos los infiernos que la conformidad humana surca. Tal vez lo único bueno de la nieve y del frío sea esto. La excelente excusa para clausurarse en espacios menos hostiles. Y recordar, en ellos, los tiempos idos en los cuales era aún posible esbozar un lugar para el que escribe que no sea el de la inutilidad más manifiesta. Tomo de su estante La condition humaine. Malraux era joven aún; no tanto como para engañarse sobre el futuro de los sueños revolucionarios de su generación. Sí, para darles un crepúsculo épico y generoso. Las páginas finales de la novela son el relato paralelo del destino de sus tres protagonistas tras la insurrección derrotada que ellos desencadenaron. Tchen, despedazado por la propia bomba con la que ha tratado de hacer saltar por los aires a Tchan- Kai-Tchek: lo último que su cuerpo amputado percibe es que ha fallado el blanco. Kyo que, preso y rodeado de compañeros moribundos, consume los últimos instantes que le concede su píldora de cianuro en una implacable lucidez de resonancia epicúrea. Katow, el más intenso de los héroes revolucionarios en la literatura de los años treinta, no posee la locura fulgurante de Tchen ni la inteligencia reflexiva de Kyo; sólo el rigor inflexible que exige que un dirigente deba llevar la peor parte cuando la derrota llega; Katow cede su píldora de cianuro a un camarada aterrado y acepta, en su lugar, una muerte espantosa y anónima. Es uno de los momentos más intensos de la literatura del siglo veinte. Tengo sobre mi mesa el libro, que he leído muchas veces y que sigue emocionándome con una fuerza que no hallo ni en la realidad ni en la literatura de mi tiempo. Tengo en el tocadiscos la voz grave de la pirata Jenny arrojando gordos burgueses a los tiburones. Tengo también _y es lo que más me escalofría_ una breve anotación de Drieu La Rochelle _fascista y lucidísimo_, fechada el 22 de abril de 1942: “sólo el fascismo derrotará al fascismo”. A veces _muy pocas_ la escritura tiene virtud de profecía. GABRIEL ALBIAC: MILENIO (3/2/97).
La pantalla del televisor es el dios omnipotente del
milenio en puertas. Resulta fascinante constatar hasta qué punto la realidad ha sido suplantada por las máquinas de producción de imagen. No hay realidad ya, si no es mediada por los televisores. Todo lo demás _certezas, comportamientos, creencias, voto_ existe sólo en tanto que apéndice suyo. Lo que se juega estos días no es tan sólo un negocio, un negocio fabuloso. Lo de verdad esencial a medio plazo es el control de las imaginaciones ciudadanas que un sólido monopolio televisivo garantizaría. Y, a su través, la garantía de un despotismo impecable, universal e invisible. El 1984 de Orwell es casi un juego de niños comparado con las capacidades de absoluto control de información _y, por tanto, de consciencia_ que han alumbrado las deslumbrantes tecnologías de las tres últimas décadas del siglo XX. No existió dictadura en el último siglo y medio que haya podido dotarse de un instrumental tan fino, de una tan absoluta garantía de perpetuidad. Eso está en juego. Y, con ello, el fin del Estado sometido a control y garantía ciudadanas que inventara, en Europa, la revolución de 1789. Sobre la hipótesis que ese mundo de imágenes homogéneas y regladas, las viejas topologías políticas se desvanecen. “Derecha” o “izquierda” pierden cualquier residuo de realidad que hubiera podido quedarles aún adherido. Sobre la hipótesis de una tal batería de información monopólica, cualquier libertad política quedará reducida a una pobre caricatura. Asistimos _me temo que irremediablemente_ a la extinción de esa figura crucial de la modernidad llamada ciudadano. No es difícil prever las grandes líneas de lo que vendrá luego. Un círculo casi feudal de amos mediáticamente blindados. Una sociedad masivamente sumergida en la obediencia más estúpida. Cualquier irregularidad, cualquier anomalía será extirpada con un coste prácticamente igual a cero. El ciudadano fue la criatura de un mundo al cual la revolución había enseñado a comprender que no hay verdad sino en la negación, la resistencia, la primacía de la interrogación y del conflicto. Nada de eso quedará. La jerga infame del consenso _esa muerte del espíritu_ ha anticipado en la España de los últimos veinte años esto que va a culminar ahora. Consenso, consentimiento, cesión de la potencia propia en las manos de otro que todo lo posee para hacernos siervos. La sociedad del consenso no necesita Parlamentos para nada. Si los mantiene es como un lujo decorativo y un poco anacrónico. A la sociedad del consenso le basta con los televisores. Nunca una cesión del alma propia en manos de media docena de todopoderosos se produjo en la historia de la humanidad de una manera tan limpia. Si el monopolio se cierra, toda la realidad será reinventada. González dejará de ser el presumible asesino de los GAL, el hombre de los 200.000 millones robados a las arcas del Estado, el amigo del gángster Craxi, el amigo del gángster Carlos Andrés Pérez, el amigo del capo Andreotti… Será el asalariado de Polanco: el gran hombre de Estado que salvó la libertad de expresión del Dios de la pantalla. Entonces sí, sólo entonces, habremos entrado de verdad en el tercer milenio. GABRIEL ALBIAC: CONTRA EL JURADO (9/3/97).
Querer la causa y condenar el efecto es un signo de
descerebración infalible. No tiene ni pies ni cabeza aceptar el sistema decimal, las convenciones y reglas que rigen sus operaciones y, a continuación, sentirse ultrajado porque la operación que multiplica tres por cuatro produzca como resultado doce. No los tiene, tomar nota de la ley de gravedad, subirse al piso veinticuatro de la torre de Madrid, darle un empujoncito por la ventana a la santa esposa y luego poner cara de asco ante la mancha de vísceras que quede sobre el asfalto. No los tiene, poner cara de ciudadanía burlada ante el veredicto del jurado de San Sebastián del otro día. Tan férreamente es éste efecto de la infame ley Belloch cuanto lo eran los otros dos del sistema decimal y de la ley de la gravedad respectivamente. Negarse a entenderlo es una apenas encubierta idiotez. Y la experiencia debería habernos enseñado, al menos, que un idiota es bastante más peligroso que un asesino. Ignoro si en algún tiempo, geografía u horizonte histórico precisos tuvo el jurado función alguna respetable. A lo mejor sí en esos paisajes sin ley de las sociedades fronterizas que describen los maravillosos westerns de John Ford o Howard Hawks; allá, quizás _ni siquiera de eso estoy muy seguro_ el jurado ciudadano era una alternativa benévola al más inmediato proceder del linchamiento. En lo que a las sociedades hipermediatizadas de final del siglo veinte concierne, mi certeza es en rigor la inversa: el sistema de jurado es la variante institucionalmente respetable del linchamiento; por eso es tan popular. Toda garantía, en tal sistema, queda reducida en poquísimo más que un ornamento retórico. La función de un jurado no es buscar la verdad _esa cosa tan desagradable y tan habitualmente antagónica con las sencillas creencias_; la función de un jurado es normalizar, reducir la complejidad del mundo a la plana sencillez de cabecitas reguladas por los grandes procedimientos de homogeneización de las consciencias que rigen nuestros mundos. Dejémonos de tonterías: cuando un jurado dicta veredicto, quien lo está dictando es aquello de lo cual el ciudadano es poco más que prótesis: el televisor que rige sus convicciones. Cuando un jurado dicta sentencia, es tele 5 o cualquier otra basura equivalente quien, por delegación suya, lo está haciendo. Que por el mismo acontecimiento y con exactamente las mismas evidencias y pruebas un mismos sujeto (O.J. Simpson) fuera sucesivamente declarado inocente por un jurado negro y culpable por un jurado blanco no es ni anécdota ni aberración. Es efecto de lógica implacable: síntoma purísimo de lo inconciliable del conflicto bajo cuya simbolicidad se construyen las respectivas identificaciones de dos comunidades en guerra latente. Lo dije cuando el impresentable Belloch impuso una ley cuyo populismo es _todo populismo tiende a serlo_ tendencialmente fascista: bajo ningún concepto aceptaré jamás ser miembro de un jurado. No es objeción de conciencia. Es objeción de verdad, frente a un procedimiento que sólo puede generar afectos o pasiones, jamás conocimiento. Y, a partir de cierta edad, uno aprende que la verdad es lo único por lo que vale la pena dar batallas. La verdad, antes incluso que la justicia. GABRIEL ALBIAC: EN LA CIUDAD FANTASMA (28/3/97).
Madrid, de pronto, se vuelve una ciudad fantasma.
Siempre es así entre la tarde del miércoles y el mediodía del domingo en la semana sacrificial de esa pintoresca subespecie de monoteístas ampliamente mayoritaria entre nosotros. Súbitamente, la agitación febril es como tragada por un teológico agujero negro que da directamente sobre las grandes autopistas. Y todo parece milagrosamente reducirse aquí a decorado impecable de película en un plató desierto tras el fin del rodaje. Consumada la huida, un silencio que casi hiere nuestros hábitos se apodera del espacio y parece agrandarlo al infinito; y de pronto nos sorprendemos hablando en un susurro casi, como si alzar la voz fuera a provocar en ese espacio cristalino ecos o resonancias perfectamente imprevisibles. Por nada de este mundo abandonaría yo la ciudad en estos días. Bajo el filo de un sol que se miente cálido, las calles tienen el exceso de realidad de ciertos cuadros luminosos de Magritte: el ojo siente un vértigo de extravío en la pureza cortante de un teorema matemático: la ciudad, red de líneas quebradas y desiertas. Son esos días prodigiosos en que nada sucede. Días de tiempo congelado. Como si el peso solidísimo de la más convencionalmente respetable de las supersticiones ideadas por nuestro occidente hubiera, de verdad, borrado el mundo de lo humano por tres días (en el mundo del Dios monoteísta, lo sabemos, no hay lugar para el tiempo). En otras latitudes más dadas a subvención y folklore son jornadas de impecable pesadilla: litúrgica jarana y epifanía etílica de dimensión salvífica. Hay quienes aprecian eso: la operística de cartón piedra y purpurina y muchísimo dorado y terciopelo a toneladas y grandes arrebatos de devoción o de delirium tremens _los síntomas son difícilmente delimitables para el no especialista_… Yo me quedo en la ciudad fantasma en la que nada pasa. Divago por sus calles insólitamente sosegadas. Agradezco a la superstición mayoritaria y al no menos mayoritario culto por el coche y la masacre en familia por este calmo paisaje de arquitectura y luz, exento del hormiguero humano. En ningún otro momento las disparejas perspectivas de la urbe caótica a la cual amo me aparecen tan hermosas. Todo retornará a lo de siempre en tan sólo dos días. Los humanos excesivos; su excesiva vocación por lo más desagradable. Se cerrará el paréntesis, el hormiguero volverá a latir a grandes pulsos de bestia atareada. Los anhelos, siempre más o menos lóbregos. Los poderosos, siempre más o menos visiblemente revestidos de lodo y sangre. Los esclavos siempre transparentemente prestos a defender el interés del amo a dentelladas… La idéntica muchedumbre enamorada de su condición de sierva: al fin, es lo único que de verdad tiene. Será preciso volver a comenzar entonces. Afrontar, como siempre, cada gesto mentiroso, tratar de desvelar las repetidas burlas de la misma sempiternamente mala gente. Hoy, los González, los Barrionuevo, Vera, los Conde, los Corcuera, los Polanco, los Galindo o Manglano, son apenas motas imperceptibles de polvo gris en la ciudad que la luz corta como un cuarzo. No existen. Nada hay, salvo las calles: desiertos y geométricos laberintos. Nada. Tan sólo Madrid, ciudad fantasma. GABRIEL ALBIAC: KADDISH (7/4/97)
Oración fúnebre: Kaddish, himno entonado en memoria
del progenitor ido. “Es extraño que haya vuelto hoy a pensar en ti, ida sin corsés ni ojos, mientras camino por la acera soleada de Greenwich Village”: a Allen Ginsberg le gana el estupor cuando, a inicio de los sesenta, cumple el intemporal deber litúrgico de despedir a la sombra de la madre. Y el poeta que transitara, en Howl, los sucios callejones urbanos que vieron pudrirse a “las mejores cabezas” de su generación prendidas del alcohol o de una aguja, carne de electroshock o camión de la basura, mira atrás. Descubre que no es la desolación atributo específico de generación alguna, que en la autodestrucción late una de las claves mayores de la condición humana. Kaddish, ese imprevisto canto fúnebre a la madre de aterradora memoria, dota a la poética de Ginsberg de un una hondura poco comparable a la del resto de su obra. Aun Howl, la descripción helada de un presente imposible, es benévolo confrontado a esa salmodia lúcida, desgarrada entre lo litúrgico y lo obsceno: ¿qué hay más obsceno y más litúrgico que el eco de la madre muerta, en la memoria humana? Estampa de trotskista loca, rodando de manicomio en motel mugriento, de cochambre en electroshock y huida delirante de las infinitas sombras demoníacas _Hitler, Stalin…_, paranoia del “gran sueño de la revolución…, como un relámpago de Mí o de China o de ti y de tu Rusia fantasma”. Cierra Ginsberg la elegía con el minucioso catálogo de los terrores infantiles pudriendo la memoria: “Oh madre, / ¿que he omitido? / Oh madre, ¿Qué he olvidado? / Oh madre, / adiós/ con un gran zapato negro, / adiós / con el Partido Comunista y una media corrida, / adiós…”. Despedida. Hasta nunca, Naomi. Iconos de madre muerta; elogios fúnebres. Golpean la mirada en el mismo periódico en que leo el final naufragio de Ginsberg (“No glory for me! No me!”). Más no hay adiós en éstos: pudriéndose está la centenaria dama en el cerebro de sus vástagos. Iconos muy convencionales de Dolores Ibarruri en el Palacio de Deportes. Que estén allí los del manifiesto de los 40 principales en favor del Gran Hermano, le da esa intensidad turbadora de las grandes metáforas. Perfección de las liturgias católicas que tanto fascinara a Baudelaire: “siempre el animal adorador equivocándose de ídolo”. No hay realidad que sobreviva a la pulida imagen látrica: nadie envió díscolos camaradas a Siberia, nadie fue la muy común mortal que hace juzgar y condenar a trabajos forzados a un amante lo bastante imprudente como para serle infiel, nadie supo de los alaridos de Andreu Nin torturado a muerte, de los hombres del POUM y la CNT masivamente asesinados en la Barcelona del 37, nadie que fundió su estampa en el esplendor geométrico del ex-seminarista José Stalin… Paso las páginas de actualidad religiosa donde la unción ante el icono de la vieja dama me suspende entre estupor y risa. Ginsberg citaba en algún momento al Apollinaire profeta de “un tiempo en el cual se podrá conocer el porvenir sin morir de conocimiento”. Pero este tiempo nuestro es _como todos_ tiempo de la ficción en la mentira del pasado. Siempre fue así: aman los humanos rendir culto únicamente a sus más descarnados monstruos. GABRIEL ALBIAC: DIAS COMO ESTOS (16/5/97)
En días como éstos, la luz que, sólida, golpea sobre el
escritorio es una incitación a la melancolía. ¿Por qué escribo? No hay escritor elementalmente honrado _o, sin más, no demasiado estúpido_ a quien no aceche esa incertidumbre esencial que late en la pregunta. Nada de cuanto la escritura permite entender modifica la realidad en un ápice: desde Platón sabemos eso, la escritura no va más allá de ser un juego, un “juego de niños” dice el Fedro. Y la realidad es terrible. Lo es _lo ha sido, lo será_ siempre. No nos exime esa intemporalidad del deber ético de decir este horror de ahora, de éste, envueltos en el cual vivimos. Porque, a fin de cuentas, no es imprescindible haber leído a San Agustín para saber que sólo hay presente: ningún recurso a la idéntica sordidez de todos los pasados, ningún recurso a la certeza de que en todos los futuros se perpetuará la esencial negrura que va en el lote genético de la condición humana, sirven de coartada convincente. El presente _como todos quizá, pero eso no cambia nada_ es de una perversidad difícilmente respirable: y nada sino el presente cuenta. En días como éstos, uno se dice _uno lo sabe_ que ha perdido el tiempo, que ha hecho de su vida lo peor que podía hacer: una lucidez innegociable, algo que nada cambia en la solidez diamantina del mundo y cuyo precio de malestar viene a hacerse, con el paso de los años, duro de cargar a cuestas. En días como éstos, uno lee, a dos páginas de distancia del espacio en el que escribe, la arrogante apología de los GAL. Y se pregunta, inevitablemente, si vale la pena. En días como éstos, uno sabe _siempre lo supo, pero es duro dar así con ello de bruces_ que, al fin, los poderosos ganan siempre. Que ellos pueden robar, asesinar, mentir, destrozar cuerpos o reputaciones apenas moviendo un dedo, una cámara, un micrófono. Que ellos lo tienen todo. Y que no existe espacio preservado a su universal baba. En días como éstos, al final, uno acaba volviéndose hacia aquellas cosas _¡viejo Borges!_ que no naufragan en la erosión del tiempo, porque jamás fueron objeto del tiempo. Billie Holiday en mi tocadiscos, su voz quebrándose en sollozo en la nota final de Strange fruit, que acabó con su carrera y la hizo intemporal. Fernando Pessoa, sobre mi mesa, soñando ser cualquier cosa, escribiendo ser cualquier cosa _viajero, pirata, forajido…_, cualquier cosa menos Fernando Pessoa, porque ser sí mismo es un peso excesivo para una consciencia humana. En días como éstos en que cae la luz a plomo sobre un escritorio bello e inútil, una esencial desazón me sobre coge. ¿Valió la pena? Luego, pienso en otros, que se juegan sin comparación más que yo en esta partida por la verdad contra la barbarie del Estado; en los Gómez de Liaño, en los Garzón, en los Márquez de Prado, en todas esas gentes cuyas vidas _no cuyo sólo sosiego o certidumbre_ están bajo amenaza. Y entiendo que mi escritura y mi angustia son muy poca cosa. Abc de lo que aprendí leyendo a Marx cuando yo aún no tenía veinte años: al final, siempre ganan los mismos. GABRIEL ALBIAC: DE LA POCA REALIDAD (29/9/97).
La realidad. ¿En qué recodo de este viaje tan aburrido la
perdimos? No sé. Me detengo. Miro en torno. Esto que veo no da ya ni risa. No da nada. Salvo la exacta certidumbre de una estafa. No hay ya siquiera el destellante teatro, descrito por Debord, que suplanta a la vida. Apenas si sus ruinas. Nada es creíble en tal cochambre. Para no ver los jirones del decorado, para soportar los andrajos rancios, la voz pastosa de actores de patibularia jeta, para no ver que de la carpintería queda apenas el serrín que despreciaron las termitas y que alguien nos ha birlado la cartera, habría que estar loco. Confieso que yo no acierto a comprender cómo funciona esta máquina que se tragó sueños y vidas; cómo este esqueleto horadado sigue enhiesto cuando ya de sus cimientos queda el molde vacío y un puñado de oscuro polvo y moho. Nadie se alza siquiera a reclamar, con firmeza cortés, la devolución del precio de la entrada. El espectáculo sigue. Como un milagro. La irrealidad reviste especie convincente de noticia. Cuatro borrachos a doscientos por hora en París estampados contra un poste son épica de fin de siglo. Una boda entre dos ciudadanos perfectamente ininteresante es mutada en lírica. Los rostros en diarios y revistas _televisión no tengo_ son, en su nulidad, intercambiables. ¿Qué puede dárseme a mí, qué puede dársele a nadie no lobotomizado, toda esta triste farsa en que naufraga el siglo…? He andado releyendo en estos días al gran Louis Aragon crepuscular. Aquel que, transitado un tiempo de exaltantes esperanzas, “conoce la belleza negra de no esperar ya nada” y evoca a otro poeta de otro siglo “con quien hablar el lenguaje puro / de la desesperación / aprendido al haber practicado de más la esperanza”. Sólo que el vaciado de esperanza del tiempo que vivimos nada tiene de belleza negra. No pasa de invitación al vómito. Lo divertido es que todo esto de ahora lo supimos siempre. ¿Qué sorpresa podría haber para un hombre medianamente culto de nuestro siglo en el elemental dato de que los poderosos no rinden jamás cuentas ante la ley? Más bien la pregunta es la inversa: ¿cómo fuimos lo bastante ingenuos para querer creer que gente como González o Polanco pagan alguna vez asesinato o robo? Saint-Just, con poco más de veinte años, lo sabía. Murió joven. Lo bastante para no engañarse. El lo dice, por supuesto, de las cabezas convencionalmente coronadas. Pero es igual de cierto de todos los verdaderamente poderosos: los verdaderamente ricos, esos únicos monarcas de los cuales los otros son tan sólo enjoyadas marionetas: “No se puede reinar con inocencia”. Los soberanos matan o mueren. A eso se reduce todo. Polanco ha de liquidar a su juez si quiere ver su majestad preservada. Simbólica o materialmente. Tiene medios y asalariados para ello. De camino, González, paje fiel, será premiado. Y todos miraremos a otro sitio. No pasa nada. Miraremos al mítico pilar en que se estampan cuatro borrachos en un París de juerga de oro. O a la fina horterada de una boda por la tele y en directo. Yo me borro de este presente. Me declaro, con toda solemnidad, resto arqueológico. Déjenme en paz: como Pessoa, “hace mucho que no soy yo”. GABRIEL ALBIAC: GENERACIÓN (10/11/97).
Pound. Pound, bajo este sol milagrosamente amarillo de
noviembre. Pound y la carga, tan difícil de llevar, del tiempo que es siempre nuestro tiempo. “All things are made foul in this season”. “Todo se ha tornado sucio en esta estación”. Fin de siglo de asesinos mezquinos y ladrones, de turbios sobornadores y mugrientos chantajistas… Mi tiempo. Tal vez todos son iguales. Tal vez es, sin más, el afrontar en qué queda un hombre, cualquier hombre, tras el paso de su corrosión es lo que escalofría: los espejos. Todo tiempo es el peor de todos los posibles. Para quien lo vive. Porque vivir es, siempre, lo peor. No. No es la gente de mi generación la que ha hecho el GAL, Filesa, la máquina de asesinar y de transformar mierda en oro a la que llamamos PSOE. Fueron otros más viejos. Fueron otros, marmóreamente ligados, en lo espiritual como en lo más materialmente tangible _privilegios, sueldos…_ al franquismo puro y duro. Pero el envilecimiento que esa pestilente mafia, ahora en la frontera de los sesenta, puso en marcha nos ha envilecido a todos. Generacionalmente nadie se salva de las salpicaduras de su vómito. Me acerco, cauteloso, a los cincuenta. La certidumbre de fraude, en torno mío, es _juro que no exagero_ irrespirable. Siguen emocionándome las mismas pocas cosas: unos versos de Cernuda que evocan la revolución soñada, en la adolescencia, ante las páginas de un libro; ciertos momentos de tensión imposible en viejos discos de los Stones o los Beatles; pasajes tenebrosos de la voz de Faithful en el 87, de Joplin siempre; imágenes insoportablemente bellas de un par de películas de John Ford, las mismas que vi por primera vez cuando yo tenía menos de diez años. Saint-Just gritando que “la felicidad es una idea nueva en Europa” poco antes de ser guillotinado… Y todas esas emociones se asemejan, cada vez más, a una gran coartada, a una reconocible versión laica de ese sublime invento de los creyentes que es la vida monástica. El mundo, fuera, produce escalofríos. Y asco. No. No confiéis nunca en nadie que haya pasado de los treinta. Yo hace mucho ya _casi veinte años_ que dejé de confiar en mí. ¿Qué ha sido de “aquellos chicos que prometían tanto” a final de los sesenta, que prometían la revolución como mínimo programa brechtiano, “lo más inmediato, lo normal, lo razonable, que viven _que vivimos_ ahora en esto…? Nuestro rostro en el espejo se ha vuelto invisible: como el de los vampiros. Pobre generación, que ni siquiera maquinó los grandes crímenes, los grandes robos, de Estado. Que se limitó a cobrar su comisión irreprochable de grises funcionarios. Dice Lacan en algún sitio que, si uno se empeñara en encontrar un dato originario de la consciencia humana, ése no podría ser otro que la vergüenza. Camino de los cincuenta, esta generación mía, que se acerca al trigésimo aniversario del único acontecimiento de su vida, hubiera dado al viejo y despótico maestro psicoanalítico un ejemplo de laboratorio. Soñábamos, como Cernuda, en la revolución. Ante los libros. Despertamos en esto. Pound: “Nada se mata limpiamente ahora”. GABRIEL ALBIAC: DUDOSOS Y NOCTURNOS (5/1/98).
Pasa a veces. Una lenta atonía. Tal vez sólo la
convencional linde de los cincuenta. Y el recelo que acecha a cualquiera que no sea un imbécil: el de haber extraviado, en un punto indefinido, la vida. Constancia de cómo el mundo convenido se esfumó. Nada mejor, para estas tardes lluviosas de febrero, que el Chateaubriand evocador del tiempo ido. “He visto terminar y comenzar un mundo”. También nosotros. Sin la menor idea de qué cosa hacer con éste otro que irrumpió sin que nos diéramos cuenta y nos es, tan sin remedio, ajeno. Trato así de atrincherarme en el rigor monacal del análisis: ver, analizar, escribir. De un modo, al menos, técnica y éticamente riguroso. No hay placer que de ello se siga, sin embargo. Porque la realidad se volvió invulnerable. Otros podrán —tendrán que hacerlo— escribir desde el puro ascetismo de quien se sabe privado de toda intervención real. Para los escritores de mi edad es imposible. Somos intelectuales viejos: sin el placer de la revolución, nuestra escritura es nada. Nada, nosotros con ella. Así que releo al Chateaubriand viejo. A caballo entre dos siglos y dos mundos: el de antes y el de luego del gran seísmo. Quiso ser hombre de acción, hacer de su vida obra, y obra maestra. Al final, fue la narración de su fracaso lo magistral: en las Memorias de ultratumba, la miseria biográfica se torna épica colectiva. Y el gran reaccionario, fascinado por el relámpago de la revolución, da el más conmovedor retrato del mundo aquel suyo que acaba. También, del otro que irrumpe: éste precisamente a cuyo ocaso asistimos nosotros sin acertar a trazar de él un leve esbozo convincente. Mundo del exaltante ascenso y las pálidas postrimerías. De los gigantes aniquilados y los tediosos supervivientes. “Me sonrojo al pensar que tendré que husmear, en esta hora, entre una muchedumbre de ínfimas criaturas de las cuales formo parte, dudosos y nocturnos seres que fuimos de una escena de la que el ancho sol había desaparecido”. Un siglo y medio después, nos toca rendir acta del fin del tiempo que naciera con las revoluciones burguesas. Pero hace falta toda la inmensa arrogancia del viejo aristócrata preso de hipnosis hacia los insurrectos para tirar ese plumazo final. “Comienza otra era: permanezco en pie para enterrar a mi siglo, como el viejo sacerdote que, en la toma de Béziers, debía hacer sonar la campana, antes de caer él mismo, tras expirar el último ciudadano”. ¿Cuántos ciudadanos quedan en este mundo, que es el nuestro, de papel couché y cháchara insulsa sobre infantas embarazadas? Y así vamos. Un poco barcos fantasmas. Sin más afán que la de naufragar con elegancia. Escribo. Pero es un poco como si fuera otro —más bien, otra cosa— quien escribe. Me divierte manipular el pasaje de Chateaubriand: “Demasiado bien sé que no soy sino un máquina de hacer libros”. Fuerzo el anacronismo: “no soy sino una máquina de escribir”, el ordenador que hereda mi memoria y sus reglas combinatorias, como un dato arqueológico, uno más. “Así va el hombre, de desazón en desazón: nuestra vida es un perpetuo sonrojo, porque una quiebra continua”. GABRIEL ALBIAC: LA TORTURA (19/3/98).
La crueldad es rasgo esencial y misterioso de la paradoja
humana. En vano nos forzamos a no verla. Irrumpe, estruendosa, en el silencio en que tratamos de excluirla. Nos fuerza a meditar sobre la bestia que también somos. La tortura es su arquetipo, su anónimo rostro funcionarial. En la confrontación terrible de interrogador e interrogado, algo se juega, no sólo pragmático, algo que toca a lo más hondo. Lo que el torturador persigue no es información; es la humillación exacta que fuerce a un individuo a abdicar de su resistencia. Metafísico inconsciente, sabe el torturador que resistencia es exactamente lo mismo que condición humana. Rota la fuerza de decir no, de un hombre queda sólo su cascarón vacío. Malraux y Camus supieron entender la sutileza trascendente de esa lenta artesanía consistente en “saber que existe siempre una hora del día y de la noche en la que el más valeroso de los hombres se siente cobarde”. Supieron, igualmente, que con cualquier criminal es posible ser generoso. Con el torturador, nunca. Porque su proyecto no es la destrucción de un individuo. Es la aniquilación de aquello que separa al hombre de la bestia. Si admiro el coraje del juez Gómez de Liaño es por su lúcida comprensión de eso, más originario que cualquier derecho: la compleja trama de imperativos éticos que hace de un hombre un hombre. Sin ese horizonte elemental, la justicia misma poco más sería que una combinatoria de tinieblas. Pero es preciso un espíritu muy firme para decir lo elemental sin cerrar los ojos; para decir el esencial horror de lo inhumano. Aun cuando lo inhumano tenga atributos de Estado. Se necesita también un inmenso talento para encerrarlo todo en una sola sobria fórmula: “su única esperanza fue la muerte”. Ni Lasa ni Zabala poseían información importante. Puede que ni siquiera fueran miembros de la organización acerca de la cuál eran interrogados. ¿Por qué dos insignificantes militantes sin historia fueron objeto de la más espantosa sesión de tortura que ha conocido la España de los últimos treinta años? Por eso precisamente: porque no eran nadie; porque podían, por tanto, ser cualquiera. La crueldad gratuita se quiere a sí misma didáctica. “Esto podemos hacer. A quien queramos. Como queramos. Cuando se nos antoje. Sin rendir cuentas a nadie. Nosotros somos el Estado. Sobre el umbral de nuestro ministerio, leed la inscripción de Dante: Lasciate ogni speranza voi ch’entrate... Infierno. “Sin miedo ni esperanza”, subtitula el juez Joaquín Navarro su sobrecogedor último libro, Palacio de injusticia. Sin miedo ni esperanza, un juez, apenas nada, se ha atrevido a mirar de frente al exterminio; a decirse y a decirnos que, si toleramos esto, jamás saldremos de la condición de siervos. Un hombre sólo frente a la máquina feroz de picar almas. No importa lo que venga luego. Javier Gómez de Liaño ha hecho lo elemental: decir que la verdad no es negociable. Y esa voz salva la sobria dignidad de ser un hombre.