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Gabriel Albiac

PERSEVERANCIAS
GABRIEL ALBIAC:
MITOLOGIAS

Habrá otras noches. Luego. La primera es en un cine,


cerca de Rosales creo y final de otoño. 1970,
probablemente. Pero lo que veo en la pantalla sucede tres
años antes y es ya cosa intemporal. La banda suena a lata
y el guitarrista se pierde, patético, en inútiles adornos
como bufidos de gato en celo. Entonces, lo imprevisto. Un
pie que golpea, firme, sobre el suelo. Eso es todo. Ella no
es guapa. Viste un conjunto blanco, o tal vez gris, de
punto, anónimo en el delirio de colores selváticos: Festival
de Monterrey, 17 de junio de 1967. Y, tras el pie que
golpea como un metrónomo, la voz. La charanga de la Big
brother & The Holding Company se desvanece en la nada.
En la nada, el semivacío cine de Rosales y el Monterrey
abigarrado de tres años antes. Ball and chain, el Ball and
Chain que suena en la bucólica primavera californiana del
67 o en el áspero otoño del Madrid de tres años más tarde,
no es de este mundo. En un relámpago instantáneo evoco a
Borges: “Sólo perduran en el tiempo las cosas / que no
fueron del tiempo”. Pero esa voz en la cual todo estalla,
esa voz que escuchamos en un tiempo y un mundo
diferentes, es la de una mujer muerta. Y las podridas
leyendas con que la muerte reviste a sus criaturas, esas
podridas leyendas de épica y bellos cadáveres, mienten
siempre. Yo no escuché jamás a Janis Joplin viva. Era un
fantasma, ya cargado de leyenda, cuando sus discos fueron
ocupando espacio en mi memoria y en mis mitologías. No
escucho a la que sé que una vez existió: no sería posible.
La falseo necesariamente en esa emisaria de la muerte que,
con la mayor seguridad, la chiquilla de estupefactos ojos
transparentes en las fotos no hubiera reconocido. Es tal
vez inevitable que así sea. Y es de rigor saberlo.
Los ojos de cristal de Joplin estaban en todas partes a
inicio de los setenta. Tan indefensos en aquella foto, hotel
Chelsea, toda cabellos retorcidos, acerados como alambre,
y collares _muchos_ y media docena de pulseras indias en
las toscas muñecas de adolescente, anillos de piedras
demasiado grandes, demasiado falsas, en los dedos como
de escolar _tal vez, uñas mordidas_, toda ojos, toda
tristeza nada más, indiferente, tristeza que navega sobre
los gruesos labios cuarteados como papel bajo la excesiva
luz. Transparentes, duros, de cristal los ojos, cincelado,
donde el cabello, feroz estopa luminosa, va a inflamarse
en crepitantes llamaradas, antorcha Janis, pelirroja y
muerta. Pero la muerte miente. Siempre. Miento yo, que la
evoco. Sólo las lucecillas oscilantes del tocadiscos son
reales. En los cascos, el zumbido de la voz rota _¡treinta
años ya de sólo fantasma!_: I know you’re unhappy, little
girl blue, voz, ojos de cristal, cabello retorcido como
alambre, resonando muerta en una habitación cerrada
donde todo es silencio, muerta, I know, just I know how do
you feel. El mundo: tragedia en hilo musical. Así termina
todo.
GABRIEL ALBIAC:
HABITACIONES DESIERTAS
La memoria, ¿qué queda en la memoria al final de una
vida, al final de algo que merezca de verdad ser llamado
vida? Habitaciones. Desiertas. Desoladas estancias de las
cuales fueron borrados los hombres. Corroídos sus rostros,
como por un ácido, por la erosión corruptora del tiempo.
En 1969 Louis Aragon publica Les Chambres
(Habitaciones) su libro de poesía más intenso. El último.
Recuento desgarrado de esa memoria que precede a la
muerte. Y saldo del desorden al cual llamamos vida: “Oh
gran desorden de mi vida / Oh maravilloso maravilloso
desorden de mi vida”. La bella edición de Les Éditeurs
Français Réunis no tendrá reedición en vida de un poeta
que inicia su última deriva silenciosa en las orillas de la
decrepitud. Que yo sepa, la única edición que ha sido
accesible en estos años es la bilingüe que yo prepararé
para la Editorial Hiperión de Jesús Munárriz. La obra
maestra de Louis Aragon sigue siendo, aún hoy, un libro
semiclandestino. En 1969, Elsa vive sus últimos días.
Louis Aragon, viejo y lúcido, afronta su memoria _que es
la memoria del intelectual del siglo XX, de sus grandezas
y sus horrores_ con crueldad gélida. No hay una sola
concesión, no hay ni un ápice de piedad hacia sí mismo en
ese largo poema de perfección majestuosa. Como una
cuchilla de afeitar, el verso desnuda todo cuanto otros
versos ocultaron. El resultado es desolador. Y bellísimo.
Un poema de 1967 dedicado a Hölderlin (Munárriz lo
traduciría en una exquisita edición del año 1992) había
anticipado esa desesperación terminal. Allí, por primera
vez, se apunta la letanía de Habitaciones: perder la
memoria, borrarla, revocar todo ese espanto que condensa
una vida. Hölderlin loco _o soñando serlo_ desde su
abierta ventana sobre el Néckar es la metáfora elegida: “Y
heme aquí más inútil que el sauce del umbral / En días de
viento fuerte gesticulando con su falda / Entre el pánico
miedo de los pájaros / Vivo los últimos momentos de
escuchar / Los últimos de ver Los últimos perfumes de la
injusticia / …Aún sigo sentado en el umbral de la
barbarie”. Habitaciones fue el cuaderno de navegación
puesto al día en la víspera del naufragio: “Todo lo que
habré dicho inacabado esos comienzos esos relámpagos
vistos… / Se desvaneció / … A partir de un cierto día vivir
no es más que sobrevivir”. La amargura de ese escribir las
vísperas del silencio _y, en ellas, la ausencia de sentido de
vida obra_ me conmovió, a final de los sesenta, en mi
primera lectura del poema. Me sigue perturbando ahora, al
releerlo, aquella inteligencia despiadada de quien fuera
quizás el más grande virtuoso de la lengua francesa de este
siglo. La que vibra en esta implacable invocación de la
muerte que cierra el poema cualquier sueño iluso: “Oh
maravillosa calma que vas a llegar comienza / Como una
enorme risa desde el lugar hecho donde yo estaba / Barred
barred de todas partes mi sombra y mi paja / Vientos
misericordiosos barred / Mi aliento y mi palabra… / Será
tan hermoso morir cuando llegue / La noche de al fin
morir al fin / De al fin amor mío morir la noche de al fin /
Morir… / En el país sin nombre sin despertar y sin sueños
/ El lugar de nosotros en el que todo se desliga”.
GABRIEL ALBIAC:
REVOLUCIÓN DE PAPEL.

“Revolución Cultural” no es nada. Llamemos a las cosas


por su nombre. La “Gran Revolución Cultural Proletaria”
fue dos cosas. Diferenciadas e incompatibles. Una sucedió
muy lejos. La otra la soñó Europa. Ambas trastrocaron
vidas y mundos. Fueron mutuamente ajenas. Tanto como
las dos caras de un espejo. Una se resuelve en enmarañada
guerra civil de bajas nunca confesas, entre 1966 y 1969
(con estertores que llegan al 71): emerge vencedor el viejo
Mao-Tsé-Tung. De la otra, no hubo vencedores;
derrotados, sí: los últimos residuos del cordón sanitario de
partidos que tendiera Stalin para su propia defensa
externa, se desmigajan tras el 68; la agonía durará dos
décadas: hasta el otoño del 89.

China, pues, primero. Guerra civil, sí. Pero no sólo. De


quedar en eso, no hubiera fascinado tanto. Guerra civil que
inicia el máximo dirigente del Estado llamando a los más
jóvenes de sus adeptos a destruir el Estado y _más
sorprendente aún_ el Partido de los cuales él es símbolo.
“¡Abrid fuego contra el Cuartel General!”: ordena el Jefe
Supremo del Cuartel General. El 8º pleno del Comité
Central del P.C. de China abre así, en agosto de 1966, uno
de los más paradójicos movimientos insurreccionales de la
historia moderna.

Sabemos hoy _comenzamos a atisbarlo_ lo que había tras


aquel llamamiento. Una lucha a muerte en todas las
instancias del Partido. De un lado, Liu-Shao-Shi, Deng-
Xiao-Ping y los partidarios de modelar China sobre el
espejo de la URSS. De otro, Mao, Lin-Piao y quienes
juzgan llegada la hora del comunismo inmediato. Entre el
cenizo discurso de las inacabables transiciones y éste del
asalto del cielo, la elección no fue dudosa para los jóvenes
estudiantes urbanos, aristocracia intelectual y política del
país. Organizados en Guardia Roja, se lanzaron a la
conquista de la soñolienta China rural, abrieron fuego
contra Ejército, Estado y Partido. Se rebelaban. Era justo.
Mao: “El marxismo supone muchos principios, pero todos
ellos pueden reducirse a una sola fórmula: la razón está del
lado de quienes se rebelan; es justo rebelarse”. He tratado
de rastrear en mi libro Mayo del 68 hasta qué punto esa
ingenua fórmula fue la clave de la “educación
sentimental” de mi generación: rebelarse. Es fascinante
que todo estuviera asentado sobre un inmenso engaño: la
imagen de una China libertaria que era un puro delirio de
nuestro deseo. No por ello los efectos fueron menos
esenciales

Porque el maoísmo europeo no era, al fin, nada, sino ese


deseo vacío. Deseo de una generación que ninguna fe
podía otorgar ya a la abominación manifiesta del
"socialismo" en los países del este de Europa, que ninguna
fe podía otorgar ya a los mortecinos agentes a su servicio
en que habían venido a terminar los viejos partidos
obreros. De esa orfandad política hicieron privilegio. Y,
al tratar de confirmar en el nombre de la Gran Revolución
Proletaria aquella arrogancia suya, restablecieron, tal vez
sin saberlo, el hilo de las filiaciones. Se llamaron a sí
mismos “maoístas”, quizá sin más porque era China lo que
caía más lejos y era, así, menos probable que su realidad
viniera a hacer añicos la ilusión de vida heroica impecable,
en que se habían instalado. Eran el fin de una época, la
última generación del movimiento comunista. Pero ellos
creían ser, tan sólo, los inventores del mundo. Vino luego
la resaca. Raras noticias llegaban de China: 1970, purga de
Chen-Po-Ta; 1871, Lin-Piao abatido sobre el cielo de
Mongolia en plena huida del paraíso; Guardias Rojos
masacrados por Ejércitos Rojos en rojas y recónditas
campiñas sin nombre… El tiempo de la revolución dejaba
tan sólo las ruinas dispersas de una generación a la que no
le fue dado llegar a la edad adulta. Al menos no sin
renunciar a casi todo. El maoísmo fue un sueño. Al
despertar, el mundo apareció, como siempre, irreparable.
El Libro Rojo que reposa sobre mi escritorio _fetiche,
recordatorio o tal vez sólo cachivache pintoresco_ es un
ejemplar de le edición china de 1968. Un amigo dio con él
en un mercadillo pequinés hace un par de años; no pueden
quedar muchos: la “Introducción” de Lin-Piao _eliminada
en ediciones posteriores_ hizo de él materia combustible.
El Guardia Rojo que fue su primer propietario se cuidó
luego de borrar minuciosamente las huellas del nombre
que había escrito en la primera página. En la monotonía
melancólica de este final de siglo, me pregunto si aquel
joven de entonces sigue vivo.
Gabriel Albiac:
NUNCA EXISTIÓ ROCKOLA.

Al empezar los ochenta, todo había terminado. La


dictadura y el sueño de que luego de la dictadura vendría
algo distinto. El tiempo se extendía ante nosotros como
una larga inercia previsible. Y el futuro, maravillosamente,
dejó de existir. Retornamos a la ciudad entonces, a sus
noches, a su exceso de ruidos y de insomnio. A la ciudad
que se soñó metrópoli para olvidar su costra de poblacho.
La ciudad, el rock and roll, la noche: lo demás _palabras,
gestos, estéticas, proyectos, invenciones, coartadas de muy
diversos tipos_ se lo tragó el pasado. Al cabo, de aquellos
años pervive clara en mi memoria sólo la imagen de
Rockola. Como un decorado excesivo, hecho a la exacta
medida del pretérito evocado. Casi veinte años ya de
aquella barahúnda. Me pregunto si la invento al evocarla.
Todos como aferrados a las precarias tablas de un
naufragio. A punto de largarse a pique, a plomo, al diablo
todo. Había, cada noche, aquel idéntico teatro exasperado.
Demasiado exagerado para ser, de verdad, creíble. Todo
era, al fin, tan ingenuo en aquel sótano de paredes negras
con pretensión de infinito. Juego de Alicia que rueda
blandamente en la vertical sin fondo de un pozo en el cual
no hay luz, sino esa circular tartamudez pestañeante de los
focos. Y, a la salida, el barullo intermitente: la autopista.
La perpendicular fantasmagórica de Torresblancas. Todo,
una inverosímil pesadilla gótica.
Recuerdo _fue hacia el 82_ un concierto de Siouxie. Y un
mar de adolescentes de pelucón platino made in London.
Todo tenía el tinte cómico de un muy coreografiado baile
de debutantes. Adolescentes de pelucón platino, tacones
abismales, al borde de romper la crisma a cada paso,
maquillajes fantásticos de vampiro de la Hammer.
Químicas muy diversas por todas las esquinas. ¡Tantos
años…! No quiero preguntarme qué fue de ellas. Que fue
de todos nosotros. Lo que viene luego es siempre cada vez
más aburrido: es una ley de la materia. Recuerdo sólo a
Siouxie aquella noche _fue hacia el 82_ en la ciega
intermitencia de las luces como flashes de magnesio.
Siouxie. Harapos. Blanco y negro: superpuestos encajes
desmallados _dos años más tarde volveré a verla, en París,
traje de noche, lamé rojo: no era ya lo mismo_, redecillas
de trama rota; debajo, una camisa blanca enorme, amorfa
y desgarrada. Rostro que es sólo máscara. Y el doble muro
de matones, como siempre, cercando la línea convexa del
escenario y los bestias de cada noche, el puñado de bestias
de todos los conciertos dando botes, borrachos de cerveza
como cubas, cabeceando en vano un balón que nadie ve y
ven todos, suspendido en otro tiempo, en otro espacio, oi,
oi, oi, y aproximándose, bote a bote, hacia el muro, hoy
doble, y hostias que no se escuchan _todo cuanto sucede
en el Rockola, megafonía a tope, es cine mudo_, tal vez
gritos de dolor o de furia, pantomima, oi, oi, oi, oi, nada,
porque Siouxie grita más, mucho más fuerte, y un par de
salpicaduras, un espasmo de sangre parpadeante, menos
aún que nada, porque el maquillaje de Siouxie es mucho
más sangriento que esa cosilla de narices rotas.
Fantasmagórica la perpendicular de Torresblancas al salir,
sordos, de aquello. Madrugada. Eso pervive. El resto del
Madrid de aquellos años es sólo una confusa indiferencia.
“Sólo perduran en el tiempo” _dice Borges_ “las cosas
que no fueron del tiempo”.
GABRIEL ALBIAC:
J’accuse

“Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice”. Y, sin


embargo, el Emile Zola que aborda la redacción de ese
formidable panfleto que es J’accuse tenía a su alcance
todas las coartadas para eludir el deber de verdad que hace
de su texto el manifiesto fundante del intelectual del siglo
que está a punto de abrirse. No es un hombre joven.
Sexagenario casi, apenas ahora empieza a degustar los
mimos del reconocimiento académico que siempre
ambicionó. Todos lo consideran casi seguro candidato a la
Académie Française. Y, con ella, a la respetabilidad
consagrada. Porque J’accuse no era un texto analítico ni
un desahogo moral. No lo era sólo. Deliberada,
milimétricamente, todo en su redacción forzaba su propio
procesamiento.
La carta abierta al Presidente de la República, que
Clemenceau hace aparecer en la primera página de
L’Aurore parisina el 13 de enero de 1898 es un manifiesto
de insumisión explícita frente al Ejército y al Estado; un
acta de acusación en la cual son denunciados las más altas
jerarquías militares francesas como autoras en unos casos,
cómplices en otros, de un irrefutable crimen judicial. Zola
no podía no ser procesado y lo sabía. Su grandeza es
exactamente ésa. Había violado los artículos 31 y 32 de la
ley de prensa vigente, que fijan el campo del delito de
difamación. El Gobierno francés queda así obligado a
perseguirlo judicialmente. Cualquier esperanza que
pudiera abrigar de entrada en la Académie queda
automáticamente vetada, para empezar: y sabemos cuán
intenso era ese deseo en un autor sobre el cual pesaron
siempre ciertas triviales críticas de falta de finura literaria.
No era sólo eso. Técnicamente, la defensa de Zola era
inviable. No podía no ser condenado. Lo fue. Huyó a
Londres. No podrá volver a Francia hasta el año 1900.
Nada en el carácter de Zola permite reducir su gesto a
imprevisión o impulso. Menos aún la decisión de
Clemenceau de hacer de él portada de L’Aurore de ese día.
La estrategia es matemática. Tanto cuanto conmocionante
ha sido la experiencia que lleva al escritor en la cumbre a
jugarse su carrera para ponerla en marcha. El 13 de enero
de 1898, el “proceso Dreyfus” se convierte en “caso
Dreyfus”. Y la anécdota _monstruosa como tantas otras
que implican al antisemitismo y al ejército_ se torna en
viraje histórico.
Porque hubo el “proceso Dreyfus”, es cierto. Pero eso
sucedió años antes, cuando un oficial judío del ejército
francés es condenado a deportación y cadena perpetua en
penal militar. La sentencia es dictada, con la perfecta
arbitrariedad que es regla en todas las justicias militares, a
finales de 1894. Theodore Herzl situará en el horror
experimentado ante la histeria antisemita que acompañó al
proceso los orígenes de su proyecto de dotar al pueblo
judío de nación y Estado propios. Las masas que
celebraban eufóricas la condena “no gritaban ¡muerte a
Dreyfus!, sino ¡muerte a los judíos!”. En esa primera
etapa, la que se cierra con la condena y el encierro en la
isla de Ré y luego el penal de la isla del Diablo, el proceso
Dreyfus es, en primer lugar, algo trivialísmo: la exhibición
de la perversidad e incompetencia de los tribunales
militares, luego _y sobre todo_ el síntoma inequívoco del
grado de pudrimiento social desarrollado por el
antisemitismo en la Francia de la segunda mitad del XIX.
Una esencial deriva tiene como eje a ese proceso. El
antisemitismo era, en Francia, un herencia perversa de la
retórica revolucionaria. Sólo desde inicios de los años 80
pasa a convertirse en patrimonio esencial del catolicismo
más ortodoxamente vaticanista. Lo hace bajo la mitología
de la “conjura universal” que Civiltà Cattolica primero, y,
más tarde y haciéndole eco, la Revue des questions
historiques, forjará como “conspiración para el gobierno
del mundo”. El éxito social y literario de esa visión
amenazante de un enemigo a la vez repugnante y temible
cristalizará en 1886 en La France Juive de Edouard
Drumont, libro de desmesurada popularidad (114
ediciones en su primer año) que puede considerarse el
arranque del antisemitismo radical del siglo XX.
Las fechas no son casuales. En su monumental Historia
del antisemitismo, recuerda Poliakov cómo 1882 fue el
año de la bancarrota de Eugene Bontoux, el fundador del
banco católico Unión General. Tanto Bontoux como sus
asociados buscaron siempre responsabilizar de esa quiebra
y de las ruinas en cadena que ella desencadenó como el
fruto de una conspiración financiera judía dirigida por los
Rotschild. En una Francia hundida en profunda recesión y
continuos escándalos de corrupción política, periodística y
financiera, la coartada gozó de inmediata acogida popular.
Dreyfus fue la víctima propiaciatoria perfecta. Pero no
conviene olvidar que, en 1891, una moción parlamentaria
a favor de la total expulsión de los judíos de Francia pudo
recoger 32 votos en la Cámara de los diputados.
“Era una época” _escribe Georges Bernanos_ “en la que
todo parecía resbalar a lo largo de un plano inclinado con
una aceleración continua”. Zola decide pararla. Con su
propio cuerpo. Con su propio nombre. Jugándose su
inmensa carrera y su duramente ganado prestigio de
literato. ¿Qué ha sucedido para que ese deber de no ser
cómplice sea tan alto que callarlo haría que “mis noches se
vieran acechadas por el espectro del inocente que expía en
la lejanía, en la más espantosa de las torturas, un crimen
no cometido”. Algo de una sencillez atroz. El autor del
delito atribuido a Dreyfus, el coronel Esterhazy, ha sido
desenmascarado en marzo de 1896. No importa, la justicia
militar se niega en noviembre del 87 a rectificar lo que es
“cosa juzgada”. Ni siquiera cuando, ya en el verano de
1898 el coronel Henry, autor material de la falsificación de
pruebas confiese y se suicide, aceptarán los tribunales
militares la rehabilitación. Zola acusa _y se coloca
deliberadamente fuera de la ley_ porque nada,
absolutamente nada cabe esperar de la ley a inicios de
1898. Ser judío es ser culpable. Febrero del 98, Civiltà
Cattolica, respuesta oficiosa de la Santa Sede: “La
condena de Dreyfus ha sido para Israel un golpe terrible;
ha sellado en la frente a los judíos cosmopolitas de todo el
mundo y, ante todo, a los de las colonias que Francia
gobierna. Han jurado borrar ese baldón. ¿Pero cómo? Con
su usual sutileza, han imaginado poder alegar un error
judicial. La conjura fue tramada en Basilea, en Congreso
sionista, reunido en apariencia para discutir sobre la
liberación de Jerusalén”. Civiltà Cattolica. El siglo XX
empieza. Auschwitz aguarda a la vuelta de todas las
esquinas.
GABRIEL ALBIAC:
PARA GABRIEL (31/5/96).

En un mundo regido por canallas con poder ilimitado. En


un mundo donde torturar, despedazar y hacer cavar su
tumba a un hombre sale gratis, si quien lo hace posee el
control de Estado y de televisores. En un mundo en el que
imperan, con poder omnímodo, un puñado grotesco de
descerebrados, de analfabetos, de individuos moralmente
amputados… En un mundo como éste que nos tocó vivir,
¿tiene justificación seguir escribiendo? No es una pregunta
retórica. Todo escritor que no sea un ganapán al servicio
de los tiranuelos de turno o de sus muy cultas señoras, está
acechado por esa duda en la cual se juega su vida: ¿por
qué escribir, cuando escribir no sirve para nada? ¿Por qué
no mirar, mejor, hacia otra parte menos dolorosa, buscar la
protección _o, al menos, la condescendencia_ de los
canallas que tanto pueden, no hablar más de su mugre, de
su sangre, de su milagrosa capacidad de Midas modernos
para transmutar mugre y sangre y maldad en cantidades
ilimitadas de dinero…?
Soy irrecuperable. Lo sé ahora como lo supe siempre.
Desde mi infancia de hijo de rojos duramente
supervivientes. Desde mi juventud de comunista
clandestino. Desde mi derrota, que es la de mi generación
y la de mi país. Este país, ahora de alma quebrantada, al
cual produce escalofríos asomarse cada día.
“Demasiado bien sé que no soy más que una máquina de
escribir libros”: Chateaubriand lo escribía en su vejez. Yo
supe también muy pronto _todos los que nos dedicamos a
este oficio lo sabemos enseguida_ que era mi destino no
ser más que eso. Escribir. Forzarme a mantener ojos
abiertos como platos. Y decirlo. Sin aceptar jamás el
compadreo de quien manda. Mediados los ochenta, yo
sabía _todos lo sabíamos_ quién era el jefe del GAL. Lo
escribí. La gente del BOE de aquellos años me comunicó
que era mejor que me volviera a la multicopista. Fue un
milagro que no tuviera que hacerlo. Ese milagro se llamó
EL MUNDO.
Hoy, casi ocho años después, miro hacia atrás y pienso
que está bien. Que vale la pena este terrible esfuerzo de
levantarse cada día, abrir los ojos, tragarse la náusea y
ponerse ante el ordenador. Aunque sólo sea porque no sé
ya hacer otra cosa. Sin EL MUNDO, la indignidad de
González, Barrionuevo, Serra, Roldán, Corcuera, Vera…
sería exactamente la misma. Pero todo habría quedado
sumergido en el silencio o en la turbia melaza de BOE y
televisores.
No sé por qué me viene hoy todo esto a la cabeza. Quizá
porque a un amigo, escritor y asombrosamente decente, le
nació el otro día un crío llamado Gabriel que heredará esta
basura de mundo que le dejamos. Quizá porque avatares
personales me fuerzan a no escribir durante tres o cuatro
semanas y añoro ya el retorno. Quizá porque es hoy la
feria del libro y, pese a todo, aún me conmueve eso. O tal
vez sea sólo el milagro de haber abierto un volumen al
azar y haber caído sobre la confesión de un Chateaubriand
ya viejo: “Demasiado bien sé que no soy más que una
máquina de escribir libros”.
GABRIEL ALBIAC:
MASCARADA (1/7/96).

Vuelvo a Madrid desde el confín del mundo. No es


hermoso ese confín. Tampoco, a decir verdad, horrendo.
Ajeno sí. Tanto que hablar de él sería fingir maravilla
allí donde hubo sólo desazón. Vuelvo a Madrid, a mi
cerrada biblioteca, mis libros, mi mundo en suma. Venido
del confín al cual no me llevaron ni curiosidad ni
exotismo: invenciones tan triviales de la mirada colonial
del XIX. El confín es un desorden que diluye las
coordenadas. El fingido explorador las volverá a inventar
ante el espacio en negro de las diapositivas: es su sola
aventura; en nada más intensa que el anónimo divagar
sobre fotos de color ante un folleto de agencia de viajes.
Nada he visto. Nada, que no fuera lo muchas veces antes
leído. Tal vez sea eso lo propio del confín. Desde ese allí
en cuya maleza se deshace la trama que apuntala nuestras
vidas como un azucarillo en el agua bullente de los
monzones, nada queda del mundo acotado. Ni las calles,
ni los gestos, ni los modos en los cuales nace la sonrisa o
el llanto son ya reconocibles. En el confín del mundo, el
extranjero es náufrago de sí mismo, cascarón vacío de lo
que fue y volverá a ser cuando otro avión cierre el
paréntesis. Su memoria tiene la calidad sólo de uno más de
los delirios en que ojos y cerebro se derriten; no el menos
inverosímil de los hijos de la fiebre y la extrañeza.
Desde allí, retorno. A Madrid, al mundo. Sobre mi
escritorio, la correspondencia se acumula. Y me asombra
que aún alguien me recuerde, y aún más me asombra que
reconozca yo como mío mi nombre sobre los
desordenados sobres y paquetes. Un azar perezoso me
lleva a abrir uno de ellos, que contiene un escueto libro de
cubiertas blancas. Y, en las cincuenta y seis páginas de
Mascarada, la intensidad poética de Pere Gimferrer
irrumpe inesperadamente y recompone, con la instantánea
precisión inapelable de un relámpago, el teorema de
signos al cual llamo mundo. Recuerdo haber leído en
Novalis que la poesía es eso: el esplendor de una verdad a
la que nada puede añadirse. Desde aquella primavera de
1968 en que yo leía La muerte en Beverly Hills y soñaba
en otras ciudades hechas de cine, sol y lluvia, ha sido así.
En castellano entonces, ahora en un catalán de justeza
alquímica. Palabras que son ya irrevocables desde el
instante mismo en que tatúan incurablemente el papel y la
retina. Son mi mundo. En ellas, amor, anhelo, saber
amargo de la belleza que se escapa. En ellas, también, la
asfixiante angustia de escribirlo. Imperativo moral, aun a
sabiendas de para cuan poco sirve tallar la primordial
dignidad de las palabras "en aquest nou temps de
menyspreu. También,
vergüenza de estos años de "quincallería sevillí": turbio
placer de siervos. "Es cosa baixa ser el criat / d'algú com
Felipe González…" Retorno a la ciudad. A la perpetua
"mascarada". Y en la escritura de Gimferrer recupero mi
mundo y sé que no me importa ir perdiendo todas las
guerras. Siempre que sepa decirlas. Siempre que sepa
despreciar igual de intenso a quienes siempre las ganan.
GABRIEL ALBIAC:
PATTI SMITH (19/7/96).

Altiva como un espectro ajeno al tiempo y de vuelta ya de


casi todo, Patti Smith, la otra noche, en un garito de
arquitectura onírica al borde del Manzanares. “Horses”
sucedió hace unos veinticinco años: la eternidad. No era
sólo un disco. También _sobre todo_, la profecía del caos
a punto de abrirse bajo el tiempo mentiroso de las flores.
En las páginas del Rimbaud y el Lautréamont
adolescentes, buceaba, aun siglo más tarde, ella claves
para el adivinable pasaje de las tinieblas. Pero no fue un
pasaje: en eso se equivocó. Como todos. Después de un
pasaje, hay algo. Después de los ochenta, hubo sólo la
nada de un agujero negro.
Vacilante en la maraña de jovenzuelos que apelmazan el
anacrónico espacio de “La Riviera”, me pregunto cómo es
posible que hayamos sobrevivido a este cuarto de siglo
asesino. Ella y nosotros. Nuestro mundo naufragó. Se fue
a pique aun su memoria. En lo estético como en lo
político: en lo moral, en lo cual ambos son lo mismo. Los
jóvenes que no habían nacido entonces y que me ven
ahora saltar, puño en alto, en medio de una canción que
ellos creen de amor, deben de pensar que estoy loco. A mí,
ellos me son tan irreales como esta congelada arquitectura
años cincuenta que nos envuelve en una ensoñación
demasiado rebuscada. ¿Qué estamos haciendo aquí? Ella y
nosotros.
Y está ese último disco: “Gone again”. Magistral. Después
de tantos años de silencio. Hay instantes de despojamiento
en él que van incomparablemente más allá de aquel brutal
desgarro de los “Caballos” legendarios de sus veintipocos.
Ha aprendido _sólo la edad lo enseña_ que bastan muy
pocas palabras _y muy sencillas_ para decir el dolor. O
bien ninguna basta. Si “My madrigal” es una escueta
maravilla, a ese pudor lo debe. Y a su lacónico modo de
enunciar _en pasado inmediato_ la brutalidad de la
muerte: “…till death do us parts”. Un piano y un cello
bastan. Y una voz amortiguada por el tiempo, que
aprendió que ningún alarido puede dar razón de lo
irreparable.
Tanto dolor… Y tan inteligentemente dicho: tan exento de
retórica. A la vieja Patti se le ha ido muriendo la gente en
torno. Es el precio de acercarse vivo a la frontera de los
cincuenta. “Hemos visto demasiadas cosas”: pero el poeta
que escribe eso, en 1873, tiene diecinueve años y no ha
visto casi nada. A los cuarenta y nueve, Patti Smith no
necesita ya maquillarse de malditismo para saber de qué
materia están tallados los infiernos.
Silencioso Madrid de madrugada. Retorno a casa. Aún
ligeramente aturdido, pienso en el Joseph Conrad viejo
que evoca, ante el escritorio, el mar de China de sus años
mozos. El rock and roll fue nuestro único mar de China.
Negro y literario. Conrad: “He conocido luego su
fascinación. He visto orillas misteriosas, aguas inmóviles,
tierras de oscuras naciones en las que acecha una Némesis
furtiva… Pero todo mi Oriente cabe en aquella visión de
mi juventud: …un destello de sol sobre una orilla
extraña”. Un destello. Patti Smith en mis viejos vinilos
arañados. Salida de las sombras. Hecha sólo de tiempo.
GABRIEL ALBIAC:
VENECIA (30/8/96).

Boyero anda en Venecia y yo le envidio, no sé si más la


sombra escurridiza de Pound cerca del Canal Grande o
bien las salas oscuras donde el haz bailarín del proyector
suplanta al tiempo y en su lugar pone espacio movedizo
encima de una pantalla rectangular y blanca: lo llamamos
cine y es sólo manipulación desnuda y esmerada de los
sueños. Hace tanto que no he visto una película que
invente de nuevo el sueño _las pantallas de Madrid
rebosan la nacional sandez subvencionada y la patriótica
cuota de pantalla_, que hasta Venecia me parece más
cercana que una sala de cine en la cual suprimir el mundo
por un rato. Y, en Venecia, el callejón del Harry’s, a
cuatro pasos del esplendor de San Marcos, donde, Boyero,
un trago a la salud de este zombi de aquí que sólo se lo
hace de agua mineral sin gas y una infusión de lo que sea.
O, por cualquier calleja angosta, donde la suciedad hiede
de perfil a gato enmohecido, por quebrados recodos que el
limo reblandece y redondea, los pasos de alias Stendhal a
La Fenice y en ella esa enormidad histriónica cuyo ruido y
lentejuela, qué le vamos a hacer, a mí tan sólo me da
grima y a él le era milagro en un siglo marcado por la
pólvora y la sangre de las revoluciones maltratadas: la
ópera, esa epítome de la megalomanía humana, ya sabes
que yo tan sólo escucho rock and roll, y a partir de pasado
mañana sólo habrá que hablar de nuevo de política, pero
hoy preferiría que me rebanaran el cerebelo en finas
lonchas de carpaccio antes que tener que pensar en
semejante fauna.
Escribí cierta novela, hace unos años, sólo por el placer de
reinventar Venecia, sin palomas bulímicas ni turistas
palurdos: igualmente exterminables. Por el placer,
también, de leer a Pound en un rincón umbrío del siglo
XVII y hacer cháchara en paz, desde Torcello, sobre
aquellos leones lerdos por la tisana de Circe, sobre
aquellas muchachas de mirar lujurioso por la tisana de
Circe: “muchachas fornicadas y leones gordos”, el
maestro se olvida de las rechonchas palomas, como ratas
breadas y emplumadas luego.
Queda un viejo restaurante, excéntrico, con jardín detrás.
Se come muy mal. Ezra Pound venía allí. Cenaba, o se
sentaba, a lo mejor, sólo, apoyando el respaldo de la silla
de madera al roce de las glicinas. Tal vez en estos días _ni
siquiera los festivales suprimen del todo eso_ haya ya
aquel “sol de septiembre sobre los charcos”, mientras el
colega Boyero rueda por la Venecia de Pound y yo, en esta
ciudad de mierda y de políticos canallas, le envidio no sé
cuál más de los innumerables milagros que lo envuelven.
Tráeme, Carlos, si te es posible, de Venecia, los turísticos
cueros cabelludos de un abarrilado bebedor muniqués de
cerveza y de su hipopotámica señora experta en guías
Baedeker para viajeros cultos. Si es posible, destripa una
gorda paloma a golpes sobre la maravillosa piedra roja de
los cuatro reyezuelos. A tu vuelta, haremos un festín
comanche muy fordiano para celebrar la caza.
GABRIEL ALBIAC:
LA RED (16/9/96).

De madrugada, me pierdo por la red. Vale cualquier


excusa: la más tonta, la menos verosímil. Una página Web
en la que un investigador de Utrecht acusa de plagio a un
investigador de La Haya por una atribución de anotaciones
manuscritas en un volumen de la edición de 1677 de las
Opera Posthuma de Spinoza que se conserva en Leyde. O
bien un índice informatizado del De Consolatione de
Boecio. O la consulta de una edición crítica bilingüe de las
obras de Juan Escoto Erígena… O bien nada: es lo más
frecuente.
Cruzo índices laberínticos, navegadores de disponibilidad
inagotable, conversaciones, tan triviales como
cualesquiera otras conversaciones, en las cuales abunda la
mala ortografía en varias lenguas. Alguien de Dakota del
Sur me pregunta, al paso, por el tiempo en Madrid; le
respondo cualquier cosa en cualquier jerga de babélica
lengua entrelazada. Choco inesperadamente con un fondo
de textos medievales prodigioso _ninguna biblioteca
española que yo conozca tiene uno así_ y con doscientas
dieciséis secciones de fotos guarras muy convencionales.
La CNN on line me empieza a contar no sé qué acerca de
un nuevo bombardeo de Bagdad que tampoco esta vez
querrá acertar en la cabeza de Sadam Husein: salgo
corriendo. Rozo el último single de David Bowie y alguna
cursilada zapatista. A eso de las cuatro menos cuarto, los
párpados son como de arenilla y el somnífero imanta los
dedos al teclado. Zozobro como cada madrugada: navegar
llaman a esto. Para mí, es olvidar la inmediatez del día.
Pero navegación es _lo ha sido siempre_ siempre olvido:
desde la nave desbrujulada de los Argonautas hasta el
circular viaje urbano de Baudelaire en el París del siglo
diecinueve.
La red es un gran desorden, una maraña en la cual
reconocerlo todo en su caos originario, antes de que nada
o nadie impusiera el regulado concierto de las jerarquías.
Perderse ahí es liberarse de la identidad que se adhiere al
nombre propio, ser nada más que un número anónimo de
usuario: algo muy parecido a la felicidad. Ser otro,
muchos, ser nada más que un punto de luz en fuga a
velocidad pasmosa a través del universo inmaterial e
infinito que cabe en una pantalla. Ser nada y contemplarse
serlo. Ser nada y asistir a todo. El dios de los Padres de la
Iglesia _hay una edición electrónica de la Patrística de
Migne también en la red_ debía, en su aristotélica
circularidad vacía, sentirse así: señor de un absoluto que
en nada afecta.
Me lleva a la red una fascinación que reconozco de
inmediato: aquella de asistir al espectáculo del mundo
como, de niños, asistíamos al de la guerra de secesión ante
la pantalla de un cine de sesión continua. Sin que las balas
nos hieran ni nos manche el barro, ni nos quiebren los
huesos los cascos de caballos en estampida. En la red
desfila todo. Ante un espectador que es sólo siete cifras:
sin pasado. La memoria no duele: es un efecto casi
milagroso de hardware, propiedad de un pequeño
artefacto de poco más de un gyga. Y el mundo es una
sucesión fluida de pantallas. Y, tras ellas, no hay nada más
que sueño.
GABRIEL ALBIAC:
CASCARILLA HUMANA (23/9/96).

Mantegna pintó el muro sobre cuya humedad las letras que


forman el lema de la Casa de Este fue descascarillándose
en un poso de hinchadas lascas de yeso esponjado: “Nec
Spe Nec Metu”, sin esperanza ni miedo. Lo que es lo
mismo: presente abosoluto: tal, la sola moral del
combatiente. Baruch de Spinoza, dos siglos luego, lo
erigiría en emblema de una política que no sea un
basurero. Sin esperanza ni miedo; con inteligencia sólo y a
salvo de cualquier ensoñado futuro.
Con vergüenza he de asomarme cada día a esta cosa
castrada a la cual llamamos presente. Todo en ella reviste
los plácidos atributos de lo indigno. Irrisión de la
inteligencia, política y biología giran en la grotesca danza
que hace de la jefatura del Estado propiedad cromosómica.
A eso llaman monarquía constitucional. Y sobre ese pilar
tan firme asientan, los más sesudos, la inquebrantable
fábrica de un constitución que _con idéntico empeño_
garantiza la igualdad ante la ley y la irresponsabilidad
penal plena del monarca, la soberanía popular y el
privilegio del ejército para dirimir, en última instancia,
conflictos interpretativos acerca del texto… Fue el precio
de la transición en el franquismo y ya no tiene remedio.
Aceptémoslo como quien acepta la lluvia o el granizo.
Pero, ¿por qué ocultarlo?
Con vergüenza constato, cada día, la rareza en que querer
pensar al margen de esperanza y miedo ha acabado por
convertirse. Ni Mantegna, hace cinco siglos, ni Spinoza,
hace tres sólo, hubieran entendido fácilmente la
perversidad de un mundo en el cual decir en alta voz lo
más elemental se ha convertido en cosa pintoresca de
cuatro excéntricos. En esa excentricidad se juegan hoy las
últimas trincheras de la dignidad ciudadana.
Solemnes voces hablan, estos días, con necedad solemne:
“¿qué más da, al fin, un rey o un presidente?” Apenas
nada: tan sólo la posibilidad de echarlo cada cuatro años;
tan sólo la posibilidad de fijarle un tiempo máximo de
ejercicio en ocho; tan sólo la obviedad de que no pueda
transmitir en herencia el cargo a su progenie… Poca cosa.
Solemnes voces hablan, con necedad solemne a través de
infinitos medios de resonancia pública: invocan la
esperanza en un misterioso futura que cualquier
interrogante racional mutaría en infernal espanto. Yo los
oigo ir superponiendo infamia sobre estupidez sé que no
hay remedio. Hay sol de otoño, mintiendo tibieza en mi
biblioteca y un disco de los Stones sonando. Me repliego
en Pound, loco y excéntrico. Versos en los que late una
fulguración instantánea de pantera al acecho: “Cáscaras
delgadas que yo conocí cuando eran hombres / Cascos
secos de saltamontes idos hablando una cáscara de
idioma…/ Apuntalados entre sillas y mesa… /Palabras
como las cáscaras de los saltamontes, sin ser interior que
los moviera; / una sequedad llamando a la muerte”.
Todos las hemos conocido, a esas cascarillas hueras, bajo
las cuales hubo alguna vez seres humanos. Cáscaras
quebradizas y sonoras de hombres a los que conocí. No ha
mucho. Hoy son sólo este despojo que cruje al ser pisado
sobre el suelo.
GABRIEL ALBIAC:
ELOGIO DE LA ILUSTRACION (7/10/96).

Abrir el periódico cada día es enfrentarse al naufragio de


todos los sueños de progreso histórico sobre los cuales se
forjó nuestro espíritu de hombres cultos de final del siglo
veinte. En cuanto a mí, nada conozco tan doloroso como la
irracionalidad, la constancia inocultable de su triunfo en la
condición humana. Habla el periódico de alguien, en un
lugar lejano, a quien la sola peculiaridad de sus genitales
condena de por vida a la exigua condición de bestia
doméstica paridora envuelta en un ropón informe, garantía
moral de ser sustraída a la mirada de cualquiera que no sea
su legítimo propietario… Habla el periódico _más cerca_
de gentes capaces de matar y de hacerse matar a sí mismos
y a los suyos para defender al Dios del horrendo sacrilegio
que un yacimiento arqueológico de más de dos mil años
infringiría a su cercano templo…
Desde un hastío muy hondo, me esfuerzo por reflexionar
acerca de obviedades cuyo desprecio es tan asombroso.
¿Se ha vuelto el mundo definitivamente loco? No, bien lo
sé. Sencillamente, la barbarie religiosa es más originaria y
más potente que cualquier razón. Freud lo formuló hace
mucho, con bella lucidez escéptica: ninguna inteligencia
logrará disolver el mortífero deseo de aferrarse a
esperanzas ilusorias de inmortalidad. En nuestro fin de un
siglo que se quiso _y, a veces, se supo_ ilustrado, las
desdichas que la religión induce, en nada ceden a aquellas,
monstruosas, descritas por Tito Lucrecio en el maravilloso
De rerum natura.
Hijo de la ilustración y del pensar laico, esta nueva oleada
del último monoteísmo me perturba. Judaísmo y
cristianismos han ido siendo pulidos por tiempo e historia
hasta su condición actual de residuos institucionales:
potentísimos, pero ajenos a cualquier tentación seria _los
pequeños núcleos de dementes son anecdóticos_ de
emprender guerras santas para exterminar herejes. Ultimo
monoteísmo vivo, la guerra por el reino de Dios que el
Islam proclama en media Asia y en una franja notable del
norte africano, nada tiene de metafórica. Ante el fervor
moralista de talibanes y mullahs, todo me lleva a volverme
hacia los viejos textos del gran laicismo del siglo XIX.
Hacia Renan, por ejemplo: “Prefiero un pueblo inmoral a
uno fanático; porque las masas inmorales no suelen
molestar a nadie, mientras que las masas fanáticas
embrutecen al mundo, y un mundo condenado al
embrutecimiento no posee ya razón alguna para
interesarme; por mí, puede morirse”.
Un mundo sacerdotalmente exento de pecado, y también
del último hálito de esa nadería a la cual llamamos
pensamiento, no merece la pena de ser vivido. Alfonso
Rojo narraba ayer muy bien, desde Kabul, los apuntes de
tal manicomio angélico. Al mismo tiempo, en Gaza,
Hamed Al-Bitawi daba, en el nombre de Hamas, los
términos de la exclusión entre cultura religiosa e ilustrada:
“Ustedes, los europeos, están muy avanzados en el
dominio de las ciencias y muy atrasados en el de la moral.
La droga, el sida…: todo se arreglará cuando retornen a la
religión”. Y yo sé, con Renan, que mejor ningún mundo
que el “retorno” a un mundo como ése.
Gabriel Albiac: LA GRAN FAMILIA (14/10/96).

En Wystan Hugh Auden, poeta deslumbrante y pensador


de inteligencia sobrecogedora, doy con esta definición del
fascismo. Tiene le inmensa calidad de su precisión
intemporal. Porque Auden ha comprendido ya, en 1939,
que “fascismo” no es una forma política concreta, sino
algo mucho más hondo, algo que arraiga en las pulsiones
oscuras y perennes de la condición humana: “Uno de los
atractivos más poderosos del Fascismo reside en su
pretensión de que el Estado es una Gran Familia: su
insistencia en la Sangre y en la Raza es un intento de
engañar al hombre de la calle para llevarle a pensar que las
relaciones políticas son personales”. Todo está ahí, en esas
pocas líneas. Inmejorable. Y pesadillesco. Porque a una
tentación tal de homogeneizar a la ciudadanía en el
nombre del Padre _póngasele a éste la máscara que se
quiera_ no escapa jamás del todo forma política alguna. El
fascismo es la pulsión de plenitud de la máquina
exterminadora a la cual la modernidad llama Estado.
Aparto a un lado a Auden y me dejo llevar por la
fascinación del repetido reportaje fotográfico: 12 de
octubre. Album de Familia: Recepción en Palacio, Fiesta
de la Hispanidad, que tantos de esos mismos celebraron
antes como Fiesta de la Raza. Benévolas cabezas
coronadas, sangre real a chorros _sangre que es, en
fantástica operación chamánica, la quintaesencia del
vértice metafísico del Estado_, sangre plebeya también de
políticos todos iguales, los mismos trajes, las mismas
camisas y corbatas, la misma pinta universal de pobres
diablos, mala gente, porque no hay pobre diablo que no
haga de la sospecha de su mediocridad instrumento de
rencor. La Gran Familia descrita por Auden. Todos
viviendo a costa del erario público, todos intercambiables
en entidad intelectual, moral y estética. Y la triste
justificación de Anguita. Más patética si cabe que el
pavoneo de los Corleones que lo rodeaban. “Lo cortés y lo
valiente”: difícil dar con dos calificativos de resonancia
más lóbrega. Un republicano, o es Saint-Just o no es nada.
O peor que nada: Colom y Rahola, fugándose con la caja
del partido, caricatura sainetera de la Gran Familia.
Sangres de cualidad impoluta, patriotas de pelajes muy
diversos, grandes y pequeñas patrias: Euskadi, Catalonya,
España, o la repodrida aldea de vaya usted a saber
dónde… ¿Qué importa? Igual es la fascinación de la
cercana calidez del hogar paterno. Auden de nuevo.
Fascismo: “Al hombre de la calle, cuya educación política
se limita a las relaciones personales y que está apabullado
y resentido por la complejidad impersonal de la moderna
vida industrial, le cuesta resistirse a un movimiento que le
habla en términos personales con tanta calidez”.
Personas. Intercambiables. Veintiocho asesinatos aparte,
¿cómo distinguir entre Aznar y González? ¿O entre
Cascos y Guerra, Boyer y Rato, un Serra u otro…? Gran
Familia. Un tiempo hubo en el cual el combate contra el
fascismo pasaba a través de la diferenciación política.
Extinta hoy cualquier diferencia entre partidos,
destrucción del fascismo y destrucción de la política son
una misma cosa. Ignorarlo es aceptar ser siervo.
GABRIEL ALBIAC:
MALRAUX BAJO LA LÁPIDA (25/10/96).

Y, al fin, yacerá André Malraux bajo la lápida del templo


laico: Panteón de Hombres Ilustres. Había escrito alguna
vez que la grandeza de Roma se resumía en la costumbre
de “acoger en su Panteón a los dioses de los vencidos”.
Pero este Panteón que va a tragarse, a los veinte años de su
muerte al aviador temerario de la guerra de España, al
fumador de opio y al traficante en arqueología camboyana,
al coronel Berger del maquis y la resistencia armada, y al
aventurero de los años treinta, al escritor enorme y al
político resignado y siempre inteligente de sus años
viejos…, ese Panteón nunca quiso nada saber de
perdedores. Antimemorias: “Cuando un político
cínicamente lúcido apela a la virtud, va a buscar la
máscara de sus ancestros. Los comunistas que mienten se
disfrazan de ortodoxos, los franceses de convencionales,
los anglosajones de puritanos”. Convencional hasta lo
desabrido, el arrumbamiento de Malraux en el templo
alzado por “la patria en agradecimiento a los grandes
hombres” es la majestuosa mentira del más lúcido sujeto
de cinismo político: el Estado.
Todo vendrá acabar, dentro de un mes, en esa cosa
patética: la lápida solemne que, al decir conmemorarla,
inventa la biografía del hijo dilecto; esa farsa en la cual
sólo creen los funcionarios del registro civil.
Antimemorias: “El hombre no se construye
cronológicamente, los momentos de su vida no se suman
los unos a los otros en una acumulación ordenada. Las
biografías que van de los cinco años a los cincuenta, son
falsas confesiones”. Entra ahí, Malraux, en esa gran
mentira de la biografía ejemplar: es el precio de no haber
sabido perderte _como dijiste quererlo_, ya caduco, en un
meandro anónimo del Ganges al paso de Benarés; de
haber, también tú, dejado a la muerte darte caza, de no
haber forjado el exigido territorio victorioso de “una
civilización en la cual no hubiera ya muerte, en la cual
cada uno supiera desde niño que debe elegir el momento
de matarse”.
Entra. No en el sacral tañido de horror que rueda en las
palabras grandiosas con que marcaras un día la deuda con
el martirizado resistente Jean Moulin. Las que ahora todos
recuerdan, recordamos, las que son arte mayor de tu
escritura. “Entra aquí, Jean Moulin, con tu terrible cortejo.
Con aquellos que murieron como tú en las mazmorras sin
haber hablado; e incluso, y es lo más atroz, habiendo
hablado”. No. No es el héroe de Teruel y el maquis, no es
el golfo aventurero de Camboya, ni el escritor
sublimemente inteligente de Les voix du silence… Todos
esos, por fortuna, son como dioses que escapan al sello y
al diploma. También al epitafio. Éste a quien el Panteón se
traga es un ilustre anciano que fue simple ministro de
cultura con De Gaulle, hombre seductor y culto: despojo.
El demonio del absoluto: “El fracaso destruye al
aventurero, lo mata o lo convierte en un pordiosero; el
éxito lo integra a la condición social de la cual pretendía
liberarse”. Entra ahí, André Malraux. Tu obra queda fuera.
Algunos seguiremos leyéndola. Y amándola. A pesar del
despojo bajo la lápida mentirosa de un triste templo laico.
GABRIEL ALBIAC:
LA ETERNIDAD: MALRAUX (25/11/96).

Platino el cielo de Madrid y el frío rinde tributo falso a la


nostalgia. En días de diciembre casi, éstos, nada pasa en
verdad ya demasiado. Sólo el frío, esa certeza fontal: el
ciclo que se cierra como siempre. Nada cambia. Nunca. El
mundo es monótono; sus horrores aburren más que enojan.
Pervive la ciudad, su cielo lácteo, su ciclo de cristal ajeno
al tiempo, su excesivo lirismo sin sentido, hojas secas,
derrotas resignadas. Todo lo vimos ya, lo volveremos a
contemplar sin gana, como siempre. Como siempre,
asistimos fascinados al milagro de sus repeticiones. Esa
inercia es la vida, a eso llamamos, con retórica ingenua,
nuestra historia, pero no es sino hibernada pereza. “Todo
visto”: Rimbaud, como cualquiera.
Dejo a Coltrane sonar en la mañana del domingo invernal.
Nada sucede de lo que quepa huella memorable. La calle
es un silencio congelado, After the rain sucede en otro
tiempo, o tal vez en ninguno, que es el tiempo _Borges
dixit_ propicio a la metáfora. A la música pues, la poesía,
el juego, las pocas cosas que cuentan. André Malraux fue
archivado anteayer entre hombres, nombres, ilustres,
ceniza sobre la cual se erige el respetable déspota seductor
llamado Estado: sus crímenes, su sordidez, su brillo
mentiroso de ajada lentejuela. “Si el hombre”, había
escrito, “no opusiera a la apariencia mundos sucesivos de
verdad, sería sólo un mono”. Sospecha primordial de
nuestro tiempo.
Helada, insoportablemente bella, la mañana de invierno
me arrincona, siempre igual, en el recodo de los libros.
André Malraux, deslumbrante y opiómano, golfo y
aventurero y sapientísimo, tiene en ellos la vida
inextinguible que mata el Panteón de los ilustres. Cuarenta
años atrás, Malraux ante Djoser, piedra de la tercera
dinastía _o Edipo ante la repetida Esfinge_: “No tenemos
con el autor de esa estatua en común nada; ni siquiera el
sentimiento del amor o de la muerte; no tenemos tal vez
siquiera el modo de mirar su obra; y, sin embargo, ante
esta pieza, el acento de un escultor cinco milenios
olvidado nos aparece tan invulnerable a la sucesión de los
imperios cuanto el acento del amor materno”.
Malraux. También el tan distante Borges: “sólo perduran
en el tiempo las cosas que no fueron del tiempo”.
Mas la ciudad persiste, indiferente. Sumergida en su gris
cielo de estaño. Y esta ciudad es de repente todas. Fría y
gris y lejana y fascinante. Eterna. Es la ciudad que Poe vio
sumergida, la que añorara Ovidio hasta la muerte, la que
cifra el deseo y el exilio. Ciudad de Baudelaire, amable
infierno donde se abre la luz a cuchilladas. La eternidad,
sabe Malraux, está en ella, en ella la belleza aun de lo
ausente: “Yo, que he visto en el océano malayo constelar
las medusas fosforescentes tan lejos cuanto el ojo puede
sumergirse en la bahía, estremecerse luego la nebulosa de
las luciérnagas sobre las colinas hasta el bosque,
desvanecerse al fin en la gran difuminación del alba…” La
eternidad, sabe Malraux, es nada. Nada más la palabra que
la dice. Nada sino esa nada urbana, el hombre, su forma, la
ciudad, “el hombre muerto que comienza su vida
imprevisible”.
GABRIEL ALBIAC:
MARX EN BOSTON (10/12/96).

Lo primero en venirle a la cabeza es un cuento de


Andersen que evoca la belleza de hielo y geometría. Est
nevando. La Universidad de Massachusetts es, tras la
ventana, como una de esas bolas de cristal cuyo paisaje se
puebla de ingrávidas tormentas blancas al ser agitadas. La
ingravidez de los copos de nieve tiene siempre un acento
de milagro, de inmerecida suspensión del tiempo. Tras de
la madriguera de cristal, cede a la hipnosis de ese lento
girar de algodón fosco que dibuja ascendentes espirales y
cae luego en un declinar levísimo como de imprevisible
hélice excéntrica.

Es tan extraño cuanto le rodea. La nieve pule irreal el


horizonte, posa la frente sobre el vidrio helado y el
europeo tiene la certeza de un déjà … vu paisaje de
película. Todo cuanto ve aquí lo reconoce; no importa que
no haya venido nunca. Son las mitologías esenciales.
Menos intensas, sí, que en la pantalla sobre la cual la luz
inventa el mundo. Reconocibles, no obstante, e
inmediatas. Lo que irrumpe en la memoria es lo esencial,
aquello cuya fibra trenzó el sueño: cine, lo demás sólo
previsibles monotonías que llamamos vida.

Se dice a sí mismo, el viajero, tras el cristal del otro


lado del cual danzan los copos y se atisban ardillas como
habilísimos nadadores resbalando sobre el ya profundo
blanco que cubrió el cuidado césped, que est bien ese
fulgor de irrealidad que esta nieve pone sobre un Campus
aislado a varias horas de autocar de la ciudad de Boston.
No sabe a ciencia cierta qué es lo más irreal. Si el mundo
fuera del mundo que es la Universidad misma, si esa
blanda tormenta silenciosa y brillante que lo envuelve todo
y lo arranca al tiempo, si el ritual que lo devuelve, de
pronto a unas palabras, unos libros y unas gentes que creía
perdidos en un pasado rincón de su historia ya no tan
reciente.

Rethinking Marxism. En Amherst, Massachusetts,


doscientos conferenciantes han vuelto a plantearse cosas
muy elementales y a las que el pensador europeo aprendió
a hacer como que olvidaba; cosas como la explotación, el
despotismo del Estado, los límites y condiciones de la
resistencia; también esa cosa que acabó por hacerse tan
extraña y a la que un día llamó revolución. M s de dos mil
asistentes. Sesenta secciones por las cuales desfila todo:
desde el izquierdismo de los años sesenta hasta las
nebulosas tentaciones mesiánicas de un tercer mundo
hundido en una desesperación que da sobre el delirio en
los noventa. Amherst, Massachusetts, USA.

El viajero se siente un ave extraña. Una entre las cuatro o


cinco sólo venidas desde el viejo continente. Sabe bien el
agónico destino del pensar en la Europa resignada: fin de
siglo, de sueños y milenio. Ve a los jóvenes bárbaros.
Sonríe. Nada espera. Y de nuevo se abandona a la ardua
evocación de un viejo cuento: fulgor geométrico, la
inteligencia nada desea, Reina de las nieves. Marx
preciso y helado, Marx en Boston.
GABRIEL ALBIAC:
ABORDAJES (6/1/97).

Más allá de la pantalla benévola del ordenador, está


nevando. No me interesa; bajo las persianas. La nieve en
la ciudad es sólo un tópico de mentidas melancolías.
Torno a lo que importa: el ordenador, los libros. Y la
música de Weill en mi tocadiscos y en ella flotando los
versos que Brecht pone en labios de la ensoñada pirata
Jenny: los respetables sebosos conciudadanos pasados por
el trampolín que da sobre los tiburones, y Jenny, bandera
negra enarbolada, que se aleja de la costa con sus
cincuenta y cinco cañones aún humeantes. Me fascinó
siempre la enternecedora misantropía de aquel comunista
maravillosamente cínico: un Bertolt Brecht inmune a toda
la morralla humanista que hundió el pensamiento
revolucionario de este siglo en tibieza _asesina_ de
sacristía. Los cañones de Jenny saludan una última vez a
la ciudad en rescoldos y, en mi imaginación, la pirata de
Brecht toma siempre los rasgos menudos de Jean Peters en
una de las películas más intensamente fantasmáticas de la
historia del cine: aquella que Jacques Tourneur cerró con
las imágenes oblatorias de la carabela de Ana de las Indias
zozobrando, sin que los cañones cesen de abrir fuego, en
todos los infiernos que la conformidad humana surca.
Tal vez lo único bueno de la nieve y del frío sea esto. La
excelente excusa para clausurarse en espacios menos
hostiles. Y recordar, en ellos, los tiempos idos en los
cuales era aún posible esbozar un lugar para el que escribe
que no sea el de la inutilidad más manifiesta. Tomo de su
estante La condition humaine. Malraux era joven aún; no
tanto como para engañarse sobre el futuro de los sueños
revolucionarios de su generación. Sí, para darles un
crepúsculo épico y generoso. Las páginas finales de la
novela son el relato paralelo del destino de sus tres
protagonistas tras la insurrección derrotada que ellos
desencadenaron. Tchen, despedazado por la propia bomba
con la que ha tratado de hacer saltar por los aires a Tchan-
Kai-Tchek: lo último que su cuerpo amputado percibe es
que ha fallado el blanco. Kyo que, preso y rodeado de
compañeros moribundos, consume los últimos instantes
que le concede su píldora de cianuro en una implacable
lucidez de resonancia epicúrea. Katow, el más intenso de
los héroes revolucionarios en la literatura de los años
treinta, no posee la locura fulgurante de Tchen ni la
inteligencia reflexiva de Kyo; sólo el rigor inflexible que
exige que un dirigente deba llevar la peor parte cuando la
derrota llega; Katow cede su píldora de cianuro a un
camarada aterrado y acepta, en su lugar, una muerte
espantosa y anónima. Es uno de los momentos más
intensos de la literatura del siglo veinte.
Tengo sobre mi mesa el libro, que he leído muchas veces y
que sigue emocionándome con una fuerza que no hallo ni
en la realidad ni en la literatura de mi tiempo. Tengo en el
tocadiscos la voz grave de la pirata Jenny arrojando
gordos burgueses a los tiburones. Tengo también _y es lo
que más me escalofría_ una breve anotación de Drieu La
Rochelle _fascista y lucidísimo_, fechada el 22 de abril de
1942: “sólo el fascismo derrotará al fascismo”. A veces
_muy pocas_ la escritura tiene virtud de profecía.
GABRIEL ALBIAC:
MILENIO (3/2/97).

La pantalla del televisor es el dios omnipotente del


milenio en puertas. Resulta fascinante constatar hasta qué
punto la realidad ha sido suplantada por las máquinas de
producción de imagen. No hay realidad ya, si no es
mediada por los televisores. Todo lo demás _certezas,
comportamientos, creencias, voto_ existe sólo en tanto que
apéndice suyo. Lo que se juega estos días no es tan sólo un
negocio, un negocio fabuloso. Lo de verdad esencial a
medio plazo es el control de las imaginaciones ciudadanas
que un sólido monopolio televisivo garantizaría. Y, a su
través, la garantía de un despotismo impecable, universal e
invisible. El 1984 de Orwell es casi un juego de niños
comparado con las capacidades de absoluto control de
información _y, por tanto, de consciencia_ que han
alumbrado las deslumbrantes tecnologías de las tres
últimas décadas del siglo XX.
No existió dictadura en el último siglo y medio que haya
podido dotarse de un instrumental tan fino, de una tan
absoluta garantía de perpetuidad. Eso está en juego. Y, con
ello, el fin del Estado sometido a control y garantía
ciudadanas que inventara, en Europa, la revolución de
1789. Sobre la hipótesis que ese mundo de imágenes
homogéneas y regladas, las viejas topologías políticas se
desvanecen. “Derecha” o “izquierda” pierden cualquier
residuo de realidad que hubiera podido quedarles aún
adherido. Sobre la hipótesis de una tal batería de
información monopólica, cualquier libertad política
quedará reducida a una pobre caricatura. Asistimos _me
temo que irremediablemente_ a la extinción de esa figura
crucial de la modernidad llamada ciudadano. No es difícil
prever las grandes líneas de lo que vendrá luego. Un
círculo casi feudal de amos mediáticamente blindados.
Una sociedad masivamente sumergida en la obediencia
más estúpida. Cualquier irregularidad, cualquier anomalía
será extirpada con un coste prácticamente igual a cero. El
ciudadano fue la criatura de un mundo al cual la
revolución había enseñado a comprender que no hay
verdad sino en la negación, la resistencia, la primacía de la
interrogación y del conflicto. Nada de eso quedará. La
jerga infame del consenso _esa muerte del espíritu_ ha
anticipado en la España de los últimos veinte años esto
que va a culminar ahora. Consenso, consentimiento,
cesión de la potencia propia en las manos de otro que todo
lo posee para hacernos siervos. La sociedad del consenso
no necesita Parlamentos para nada. Si los mantiene es
como un lujo decorativo y un poco anacrónico. A la
sociedad del consenso le basta con los televisores. Nunca
una cesión del alma propia en manos de media docena de
todopoderosos se produjo en la historia de la humanidad
de una manera tan limpia.
Si el monopolio se cierra, toda la realidad será
reinventada. González dejará de ser el presumible asesino
de los GAL, el hombre de los 200.000 millones robados a
las arcas del Estado, el amigo del gángster Craxi, el amigo
del gángster Carlos Andrés Pérez, el amigo del capo
Andreotti… Será el asalariado de Polanco: el gran hombre
de Estado que salvó la libertad de expresión del Dios de la
pantalla. Entonces sí, sólo entonces, habremos entrado de
verdad en el tercer milenio.
GABRIEL ALBIAC:
CONTRA EL JURADO (9/3/97).

Querer la causa y condenar el efecto es un signo de


descerebración infalible. No tiene ni pies ni cabeza aceptar
el sistema decimal, las convenciones y reglas que rigen sus
operaciones y, a continuación, sentirse ultrajado porque la
operación que multiplica tres por cuatro produzca como
resultado doce. No los tiene, tomar nota de la ley de
gravedad, subirse al piso veinticuatro de la torre de
Madrid, darle un empujoncito por la ventana a la santa
esposa y luego poner cara de asco ante la mancha de
vísceras que quede sobre el asfalto. No los tiene, poner
cara de ciudadanía burlada ante el veredicto del jurado de
San Sebastián del otro día. Tan férreamente es éste efecto
de la infame ley Belloch cuanto lo eran los otros dos del
sistema decimal y de la ley de la gravedad
respectivamente. Negarse a entenderlo es una apenas
encubierta idiotez. Y la experiencia debería habernos
enseñado, al menos, que un idiota es bastante más
peligroso que un asesino.
Ignoro si en algún tiempo, geografía u horizonte histórico
precisos tuvo el jurado función alguna respetable. A lo
mejor sí en esos paisajes sin ley de las sociedades
fronterizas que describen los maravillosos westerns de
John Ford o Howard Hawks; allá, quizás _ni siquiera de
eso estoy muy seguro_ el jurado ciudadano era una
alternativa benévola al más inmediato proceder del
linchamiento. En lo que a las sociedades
hipermediatizadas de final del siglo veinte concierne, mi
certeza es en rigor la inversa: el sistema de jurado es la
variante institucionalmente respetable del linchamiento;
por eso es tan popular. Toda garantía, en tal sistema,
queda reducida en poquísimo más que un ornamento
retórico. La función de un jurado no es buscar la verdad
_esa cosa tan desagradable y tan habitualmente antagónica
con las sencillas creencias_; la función de un jurado es
normalizar, reducir la complejidad del mundo a la plana
sencillez de cabecitas reguladas por los grandes
procedimientos de homogeneización de las consciencias
que rigen nuestros mundos. Dejémonos de tonterías:
cuando un jurado dicta veredicto, quien lo está dictando es
aquello de lo cual el ciudadano es poco más que prótesis:
el televisor que rige sus convicciones. Cuando un jurado
dicta sentencia, es tele 5 o cualquier otra basura
equivalente quien, por delegación suya, lo está haciendo.
Que por el mismo acontecimiento y con exactamente las
mismas evidencias y pruebas un mismos sujeto (O.J.
Simpson) fuera sucesivamente declarado inocente por un
jurado negro y culpable por un jurado blanco no es ni
anécdota ni aberración. Es efecto de lógica implacable:
síntoma purísimo de lo inconciliable del conflicto bajo
cuya simbolicidad se construyen las respectivas
identificaciones de dos comunidades en guerra latente.
Lo dije cuando el impresentable Belloch impuso una ley
cuyo populismo es _todo populismo tiende a serlo_
tendencialmente fascista: bajo ningún concepto aceptaré
jamás ser miembro de un jurado. No es objeción de
conciencia. Es objeción de verdad, frente a un
procedimiento que sólo puede generar afectos o pasiones,
jamás conocimiento. Y, a partir de cierta edad, uno
aprende que la verdad es lo único por lo que vale la pena
dar batallas. La verdad, antes incluso que la justicia.
GABRIEL ALBIAC:
EN LA CIUDAD FANTASMA (28/3/97).

Madrid, de pronto, se vuelve una ciudad fantasma.


Siempre es así entre la tarde del miércoles y el mediodía
del domingo en la semana sacrificial de esa pintoresca
subespecie de monoteístas ampliamente mayoritaria entre
nosotros. Súbitamente, la agitación febril es como tragada
por un teológico agujero negro que da directamente sobre
las grandes autopistas. Y todo parece milagrosamente
reducirse aquí a decorado impecable de película en un
plató desierto tras el fin del rodaje. Consumada la huida,
un silencio que casi hiere nuestros hábitos se apodera del
espacio y parece agrandarlo al infinito; y de pronto nos
sorprendemos hablando en un susurro casi, como si alzar
la voz fuera a provocar en ese espacio cristalino ecos o
resonancias perfectamente imprevisibles. Por nada de este
mundo abandonaría yo la ciudad en estos días. Bajo el filo
de un sol que se miente cálido, las calles tienen el exceso
de realidad de ciertos cuadros luminosos de Magritte: el
ojo siente un vértigo de extravío en la pureza cortante de
un teorema matemático: la ciudad, red de líneas quebradas
y desiertas.
Son esos días prodigiosos en que nada sucede. Días de
tiempo congelado. Como si el peso solidísimo de la más
convencionalmente respetable de las supersticiones
ideadas por nuestro occidente hubiera, de verdad, borrado
el mundo de lo humano por tres días (en el mundo del
Dios monoteísta, lo sabemos, no hay lugar para el tiempo).
En otras latitudes más dadas a subvención y folklore son
jornadas de impecable pesadilla: litúrgica jarana y epifanía
etílica de dimensión salvífica. Hay quienes aprecian eso:
la operística de cartón piedra y purpurina y muchísimo
dorado y terciopelo a toneladas y grandes arrebatos de
devoción o de delirium tremens _los síntomas son
difícilmente delimitables para el no especialista_… Yo me
quedo en la ciudad fantasma en la que nada pasa. Divago
por sus calles insólitamente sosegadas. Agradezco a la
superstición mayoritaria y al no menos mayoritario culto
por el coche y la masacre en familia por este calmo paisaje
de arquitectura y luz, exento del hormiguero humano. En
ningún otro momento las disparejas perspectivas de la
urbe caótica a la cual amo me aparecen tan hermosas.
Todo retornará a lo de siempre en tan sólo dos días. Los
humanos excesivos; su excesiva vocación por lo más
desagradable. Se cerrará el paréntesis, el hormiguero
volverá a latir a grandes pulsos de bestia atareada. Los
anhelos, siempre más o menos lóbregos. Los poderosos,
siempre más o menos visiblemente revestidos de lodo y
sangre. Los esclavos siempre transparentemente prestos a
defender el interés del amo a dentelladas… La idéntica
muchedumbre enamorada de su condición de sierva: al fin,
es lo único que de verdad tiene.
Será preciso volver a comenzar entonces. Afrontar, como
siempre, cada gesto mentiroso, tratar de desvelar las
repetidas burlas de la misma sempiternamente mala gente.
Hoy, los González, los Barrionuevo, Vera, los Conde, los
Corcuera, los Polanco, los Galindo o Manglano, son
apenas motas imperceptibles de polvo gris en la ciudad
que la luz corta como un cuarzo. No existen. Nada hay,
salvo las calles: desiertos y geométricos laberintos. Nada.
Tan sólo Madrid, ciudad fantasma.
GABRIEL ALBIAC:
KADDISH (7/4/97)

Oración fúnebre: Kaddish, himno entonado en memoria


del progenitor ido. “Es extraño que haya vuelto hoy a
pensar en ti, ida sin corsés ni ojos, mientras camino por la
acera soleada de Greenwich Village”: a Allen Ginsberg le
gana el estupor cuando, a inicio de los sesenta, cumple el
intemporal deber litúrgico de despedir a la sombra de la
madre. Y el poeta que transitara, en Howl, los sucios
callejones urbanos que vieron pudrirse a “las mejores
cabezas” de su generación prendidas del alcohol o de una
aguja, carne de electroshock o camión de la basura, mira
atrás. Descubre que no es la desolación atributo específico
de generación alguna, que en la autodestrucción late una
de las claves mayores de la condición humana. Kaddish,
ese imprevisto canto fúnebre a la madre de aterradora
memoria, dota a la poética de Ginsberg de un una hondura
poco comparable a la del resto de su obra. Aun Howl, la
descripción helada de un presente imposible, es benévolo
confrontado a esa salmodia lúcida, desgarrada entre lo
litúrgico y lo obsceno: ¿qué hay más obsceno y más
litúrgico que el eco de la madre muerta, en la memoria
humana? Estampa de trotskista loca, rodando de
manicomio en motel mugriento, de cochambre en
electroshock y huida delirante de las infinitas sombras
demoníacas _Hitler, Stalin…_, paranoia del “gran sueño
de la revolución…, como un relámpago de Mí o de China
o de ti y de tu Rusia fantasma”. Cierra Ginsberg la elegía
con el minucioso catálogo de los terrores infantiles
pudriendo la memoria: “Oh madre, / ¿que he omitido? /
Oh madre, ¿Qué he olvidado? / Oh madre, / adiós/ con un
gran zapato negro, / adiós / con el Partido Comunista y
una media corrida, / adiós…”. Despedida. Hasta nunca,
Naomi.
Iconos de madre muerta; elogios fúnebres. Golpean la
mirada en el mismo periódico en que leo el final naufragio
de Ginsberg (“No glory for me! No me!”). Más no hay
adiós en éstos: pudriéndose está la centenaria dama en el
cerebro de sus vástagos. Iconos muy convencionales de
Dolores Ibarruri en el Palacio de Deportes. Que estén allí
los del manifiesto de los 40 principales en favor del Gran
Hermano, le da esa intensidad turbadora de las grandes
metáforas. Perfección de las liturgias católicas que tanto
fascinara a Baudelaire: “siempre el animal adorador
equivocándose de ídolo”. No hay realidad que sobreviva a
la pulida imagen látrica: nadie envió díscolos camaradas a
Siberia, nadie fue la muy común mortal que hace juzgar y
condenar a trabajos forzados a un amante lo bastante
imprudente como para serle infiel, nadie supo de los
alaridos de Andreu Nin torturado a muerte, de los hombres
del POUM y la CNT masivamente asesinados en la
Barcelona del 37, nadie que fundió su estampa en el
esplendor geométrico del ex-seminarista José Stalin…
Paso las páginas de actualidad religiosa donde la unción
ante el icono de la vieja dama me suspende entre estupor y
risa. Ginsberg citaba en algún momento al Apollinaire
profeta de “un tiempo en el cual se podrá conocer el
porvenir sin morir de conocimiento”. Pero este tiempo
nuestro es _como todos_ tiempo de la ficción en la mentira
del pasado. Siempre fue así: aman los humanos rendir
culto únicamente a sus más descarnados monstruos.
GABRIEL ALBIAC:
DIAS COMO ESTOS (16/5/97)

En días como éstos, la luz que, sólida, golpea sobre el


escritorio es una incitación a la melancolía. ¿Por qué
escribo? No hay escritor elementalmente honrado _o, sin
más, no demasiado estúpido_ a quien no aceche esa
incertidumbre esencial que late en la pregunta. Nada de
cuanto la escritura permite entender modifica la realidad
en un ápice: desde Platón sabemos eso, la escritura no va
más allá de ser un juego, un “juego de niños” dice el
Fedro. Y la realidad es terrible. Lo es _lo ha sido, lo será_
siempre. No nos exime esa intemporalidad del deber ético
de decir este horror de ahora, de éste, envueltos en el cual
vivimos. Porque, a fin de cuentas, no es imprescindible
haber leído a San Agustín para saber que sólo hay
presente: ningún recurso a la idéntica sordidez de todos los
pasados, ningún recurso a la certeza de que en todos los
futuros se perpetuará la esencial negrura que va en el lote
genético de la condición humana, sirven de coartada
convincente. El presente _como todos quizá, pero eso no
cambia nada_ es de una perversidad difícilmente
respirable: y nada sino el presente cuenta.
En días como éstos, uno se dice _uno lo sabe_ que ha
perdido el tiempo, que ha hecho de su vida lo peor que
podía hacer: una lucidez innegociable, algo que nada
cambia en la solidez diamantina del mundo y cuyo precio
de malestar viene a hacerse, con el paso de los años, duro
de cargar a cuestas. En días como éstos, uno lee, a dos
páginas de distancia del espacio en el que escribe, la
arrogante apología de los GAL. Y se pregunta,
inevitablemente, si vale la pena. En días como éstos, uno
sabe _siempre lo supo, pero es duro dar así con ello de
bruces_ que, al fin, los poderosos ganan siempre. Que
ellos pueden robar, asesinar, mentir, destrozar cuerpos o
reputaciones apenas moviendo un dedo, una cámara, un
micrófono. Que ellos lo tienen todo. Y que no existe
espacio preservado a su universal baba.
En días como éstos, al final, uno acaba volviéndose hacia
aquellas cosas _¡viejo Borges!_ que no naufragan en la
erosión del tiempo, porque jamás fueron objeto del
tiempo. Billie Holiday en mi tocadiscos, su voz
quebrándose en sollozo en la nota final de Strange fruit,
que acabó con su carrera y la hizo intemporal. Fernando
Pessoa, sobre mi mesa, soñando ser cualquier cosa,
escribiendo ser cualquier cosa _viajero, pirata,
forajido…_, cualquier cosa menos Fernando Pessoa,
porque ser sí mismo es un peso excesivo para una
consciencia humana.
En días como éstos en que cae la luz a plomo sobre un
escritorio bello e inútil, una esencial desazón me sobre
coge. ¿Valió la pena? Luego, pienso en otros, que se
juegan sin comparación más que yo en esta partida por la
verdad contra la barbarie del Estado; en los Gómez de
Liaño, en los Garzón, en los Márquez de Prado, en todas
esas gentes cuyas vidas _no cuyo sólo sosiego o
certidumbre_ están bajo amenaza. Y entiendo que mi
escritura y mi angustia son muy poca cosa.
Abc de lo que aprendí leyendo a Marx cuando yo aún no
tenía veinte años: al final, siempre ganan los mismos.
GABRIEL ALBIAC:
DE LA POCA REALIDAD (29/9/97).

La realidad. ¿En qué recodo de este viaje tan aburrido la


perdimos? No sé. Me detengo. Miro en torno. Esto que
veo no da ya ni risa. No da nada. Salvo la exacta
certidumbre de una estafa. No hay ya siquiera el
destellante teatro, descrito por Debord, que suplanta a la
vida. Apenas si sus ruinas. Nada es creíble en tal
cochambre. Para no ver los jirones del decorado, para
soportar los andrajos rancios, la voz pastosa de actores de
patibularia jeta, para no ver que de la carpintería queda
apenas el serrín que despreciaron las termitas y que
alguien nos ha birlado la cartera, habría que estar loco.
Confieso que yo no acierto a comprender cómo funciona
esta máquina que se tragó sueños y vidas; cómo este
esqueleto horadado sigue enhiesto cuando ya de sus
cimientos queda el molde vacío y un puñado de oscuro
polvo y moho. Nadie se alza siquiera a reclamar, con
firmeza cortés, la devolución del precio de la entrada. El
espectáculo sigue. Como un milagro. La irrealidad reviste
especie convincente de noticia. Cuatro borrachos a
doscientos por hora en París estampados contra un poste
son épica de fin de siglo. Una boda entre dos ciudadanos
perfectamente ininteresante es mutada en lírica. Los
rostros en diarios y revistas _televisión no tengo_ son, en
su nulidad, intercambiables. ¿Qué puede dárseme a mí,
qué puede dársele a nadie no lobotomizado, toda esta
triste farsa en que naufraga el siglo…? He andado
releyendo en estos días al gran Louis Aragon crepuscular.
Aquel que, transitado un tiempo de exaltantes esperanzas,
“conoce la belleza negra de no esperar ya nada” y evoca a
otro poeta de otro siglo “con quien hablar el lenguaje puro
/ de la desesperación / aprendido al haber practicado de
más la esperanza”. Sólo que el vaciado de esperanza del
tiempo que vivimos nada tiene de belleza negra. No pasa
de invitación al vómito.
Lo divertido es que todo esto de ahora lo supimos siempre.
¿Qué sorpresa podría haber para un hombre medianamente
culto de nuestro siglo en el elemental dato de que los
poderosos no rinden jamás cuentas ante la ley? Más bien
la pregunta es la inversa: ¿cómo fuimos lo bastante
ingenuos para querer creer que gente como González o
Polanco pagan alguna vez asesinato o robo? Saint-Just,
con poco más de veinte años, lo sabía. Murió joven. Lo
bastante para no engañarse. El lo dice, por supuesto, de las
cabezas convencionalmente coronadas. Pero es igual de
cierto de todos los verdaderamente poderosos: los
verdaderamente ricos, esos únicos monarcas de los cuales
los otros son tan sólo enjoyadas marionetas: “No se puede
reinar con inocencia”. Los soberanos matan o mueren. A
eso se reduce todo. Polanco ha de liquidar a su juez si
quiere ver su majestad preservada. Simbólica o
materialmente. Tiene medios y asalariados para ello. De
camino, González, paje fiel, será premiado. Y todos
miraremos a otro sitio. No pasa nada. Miraremos al mítico
pilar en que se estampan cuatro borrachos en un París de
juerga de oro. O a la fina horterada de una boda por la tele
y en directo. Yo me borro de este presente. Me declaro,
con toda solemnidad, resto arqueológico. Déjenme en paz:
como Pessoa, “hace mucho que no soy yo”.
GABRIEL ALBIAC:
GENERACIÓN (10/11/97).

Pound. Pound, bajo este sol milagrosamente amarillo de


noviembre. Pound y la carga, tan difícil de llevar, del
tiempo que es siempre nuestro tiempo. “All things are
made foul in this season”. “Todo se ha tornado sucio en
esta estación”. Fin de siglo de asesinos mezquinos y
ladrones, de turbios sobornadores y mugrientos
chantajistas… Mi tiempo. Tal vez todos son iguales. Tal
vez es, sin más, el afrontar en qué queda un hombre,
cualquier hombre, tras el paso de su corrosión es lo que
escalofría: los espejos. Todo tiempo es el peor de todos los
posibles. Para quien lo vive. Porque vivir es, siempre, lo
peor. No. No es la gente de mi generación la que ha hecho
el GAL, Filesa, la máquina de asesinar y de transformar
mierda en oro a la que llamamos PSOE. Fueron otros más
viejos. Fueron otros, marmóreamente ligados, en lo
espiritual como en lo más materialmente tangible
_privilegios, sueldos…_ al franquismo puro y duro. Pero
el envilecimiento que esa pestilente mafia, ahora en la
frontera de los sesenta, puso en marcha nos ha envilecido
a todos. Generacionalmente nadie se salva de las
salpicaduras de su vómito.
Me acerco, cauteloso, a los cincuenta. La certidumbre de
fraude, en torno mío, es _juro que no exagero_
irrespirable. Siguen emocionándome las mismas pocas
cosas: unos versos de Cernuda que evocan la revolución
soñada, en la adolescencia, ante las páginas de un libro;
ciertos momentos de tensión imposible en viejos discos de
los Stones o los Beatles; pasajes tenebrosos de la voz de
Faithful en el 87, de Joplin siempre; imágenes
insoportablemente bellas de un par de películas de John
Ford, las mismas que vi por primera vez cuando yo tenía
menos de diez años. Saint-Just gritando que “la felicidad
es una idea nueva en Europa” poco antes de ser
guillotinado… Y todas esas emociones se asemejan, cada
vez más, a una gran coartada, a una reconocible versión
laica de ese sublime invento de los creyentes que es la
vida monástica. El mundo, fuera, produce escalofríos. Y
asco. No. No confiéis nunca en nadie que haya pasado de
los treinta. Yo hace mucho ya _casi veinte años_ que dejé
de confiar en mí.
¿Qué ha sido de “aquellos chicos que prometían tanto” a
final de los sesenta, que prometían la revolución como
mínimo programa brechtiano, “lo más inmediato, lo
normal, lo razonable, que viven _que vivimos_ ahora en
esto…? Nuestro rostro en el espejo se ha vuelto invisible:
como el de los vampiros. Pobre generación, que ni
siquiera maquinó los grandes crímenes, los grandes robos,
de Estado. Que se limitó a cobrar su comisión
irreprochable de grises funcionarios. Dice Lacan en algún
sitio que, si uno se empeñara en encontrar un dato
originario de la consciencia humana, ése no podría ser otro
que la vergüenza. Camino de los cincuenta, esta
generación mía, que se acerca al trigésimo aniversario del
único acontecimiento de su vida, hubiera dado al viejo y
despótico maestro psicoanalítico un ejemplo de
laboratorio. Soñábamos, como Cernuda, en la revolución.
Ante los libros. Despertamos en esto. Pound: “Nada se
mata limpiamente ahora”.
GABRIEL ALBIAC:
DUDOSOS Y NOCTURNOS (5/1/98).

Pasa a veces. Una lenta atonía. Tal vez sólo la


convencional linde de los cincuenta. Y el recelo que
acecha a cualquiera que no sea un imbécil: el de haber
extraviado, en un punto indefinido, la vida. Constancia de
cómo el mundo convenido se esfumó. Nada mejor, para
estas tardes lluviosas de febrero, que el Chateaubriand
evocador del tiempo ido. “He visto terminar y comenzar
un mundo”. También nosotros. Sin la menor idea de qué
cosa hacer con éste otro que irrumpió sin que nos
diéramos cuenta y nos es, tan sin remedio, ajeno. Trato así
de atrincherarme en el rigor monacal del análisis: ver,
analizar, escribir. De un modo, al menos, técnica y
éticamente riguroso. No hay placer que de ello se siga, sin
embargo. Porque la realidad se volvió invulnerable. Otros
podrán —tendrán que hacerlo— escribir desde el puro
ascetismo de quien se sabe privado de toda intervención
real. Para los escritores de mi edad es imposible. Somos
intelectuales viejos: sin el placer de la revolución, nuestra
escritura es nada. Nada, nosotros con ella.
Así que releo al Chateaubriand viejo. A caballo entre dos
siglos y dos mundos: el de antes y el de luego del gran
seísmo. Quiso ser hombre de acción, hacer de su vida
obra, y obra maestra. Al final, fue la narración de su
fracaso lo magistral: en las Memorias de ultratumba, la
miseria biográfica se torna épica colectiva. Y el gran
reaccionario, fascinado por el relámpago de la revolución,
da el más conmovedor retrato del mundo aquel suyo que
acaba. También, del otro que irrumpe: éste precisamente a
cuyo ocaso asistimos nosotros sin acertar a trazar de él un
leve esbozo convincente. Mundo del exaltante ascenso y
las pálidas postrimerías. De los gigantes aniquilados y los
tediosos supervivientes. “Me sonrojo al pensar que tendré
que husmear, en esta hora, entre una muchedumbre de
ínfimas criaturas de las cuales formo parte, dudosos y
nocturnos seres que fuimos de una escena de la que el
ancho sol había desaparecido”. Un siglo y medio después,
nos toca rendir acta del fin del tiempo que naciera con las
revoluciones burguesas. Pero hace falta toda la inmensa
arrogancia del viejo aristócrata preso de hipnosis hacia los
insurrectos para tirar ese plumazo final. “Comienza otra
era: permanezco en pie para enterrar a mi siglo, como el
viejo sacerdote que, en la toma de Béziers, debía hacer
sonar la campana, antes de caer él mismo, tras expirar el
último ciudadano”. ¿Cuántos ciudadanos quedan en este
mundo, que es el nuestro, de papel couché y cháchara
insulsa sobre infantas embarazadas?
Y así vamos. Un poco barcos fantasmas. Sin más afán que
la de naufragar con elegancia. Escribo. Pero es un poco
como si fuera otro —más bien, otra cosa— quien escribe.
Me divierte manipular el pasaje de Chateaubriand:
“Demasiado bien sé que no soy sino un máquina de hacer
libros”. Fuerzo el anacronismo: “no soy sino una máquina
de escribir”, el ordenador que hereda mi memoria y sus
reglas combinatorias, como un dato arqueológico, uno
más. “Así va el hombre, de desazón en desazón: nuestra
vida es un perpetuo sonrojo, porque una quiebra
continua”.
GABRIEL ALBIAC:
LA TORTURA (19/3/98).

La crueldad es rasgo esencial y misterioso de la paradoja


humana. En vano nos forzamos a no verla. Irrumpe,
estruendosa, en el silencio en que tratamos de excluirla.
Nos fuerza a meditar sobre la bestia que también somos.
La tortura es su arquetipo, su anónimo rostro funcionarial.
En la confrontación terrible de interrogador e interrogado,
algo se juega, no sólo pragmático, algo que toca a lo más
hondo. Lo que el torturador persigue no es información; es
la humillación exacta que fuerce a un individuo a abdicar
de su resistencia. Metafísico inconsciente, sabe el
torturador que resistencia es exactamente lo mismo que
condición humana. Rota la fuerza de decir no, de un
hombre queda sólo su cascarón vacío. Malraux y Camus
supieron entender la sutileza trascendente de esa lenta
artesanía consistente en “saber que existe siempre una
hora del día y de la noche en la que el más valeroso de los
hombres se siente cobarde”. Supieron, igualmente, que
con cualquier criminal es posible ser generoso. Con el
torturador, nunca. Porque su proyecto no es la destrucción
de un individuo. Es la aniquilación de aquello que separa
al hombre de la bestia.
Si admiro el coraje del juez Gómez de Liaño es por su
lúcida comprensión de eso, más originario que cualquier
derecho: la compleja trama de imperativos éticos que hace
de un hombre un hombre. Sin ese horizonte elemental, la
justicia misma poco más sería que una combinatoria de
tinieblas. Pero es preciso un espíritu muy firme para decir
lo elemental sin cerrar los ojos; para decir el esencial
horror de lo inhumano. Aun cuando lo inhumano tenga
atributos de Estado. Se necesita también un inmenso
talento para encerrarlo todo en una sola sobria fórmula:
“su única esperanza fue la muerte”.
Ni Lasa ni Zabala poseían información importante. Puede
que ni siquiera fueran miembros de la organización acerca
de la cuál eran interrogados. ¿Por qué dos insignificantes
militantes sin historia fueron objeto de la más espantosa
sesión de tortura que ha conocido la España de los últimos
treinta años? Por eso precisamente: porque no eran nadie;
porque podían, por tanto, ser cualquiera. La crueldad
gratuita se quiere a sí misma didáctica. “Esto podemos
hacer. A quien queramos. Como queramos. Cuando se nos
antoje. Sin rendir cuentas a nadie. Nosotros somos el
Estado. Sobre el umbral de nuestro ministerio, leed la
inscripción de Dante: Lasciate ogni speranza voi
ch’entrate... Infierno.
“Sin miedo ni esperanza”, subtitula el juez Joaquín
Navarro su sobrecogedor último libro, Palacio de
injusticia. Sin miedo ni esperanza, un juez, apenas nada,
se ha atrevido a mirar de frente al exterminio; a decirse y a
decirnos que, si toleramos esto, jamás saldremos de la
condición de siervos. Un hombre sólo frente a la máquina
feroz de picar almas. No importa lo que venga luego.
Javier Gómez de Liaño ha hecho lo elemental: decir que la
verdad no es negociable. Y esa voz salva la sobria
dignidad de ser un hombre.

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