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Lucas Baccelliere
En la historia del hombre está inequívocamente plasmada la realidad del hecho religioso. La
religión es una parte constitutiva de todas las culturas, y en algunas de ellas hasta adquiere carácter
fundacional. Esto significa que el problema de la posibilidad del hecho religioso no sería, en efecto,
un problema, puesto que la resolución es más evidente que el problema mismo. Observar el
acontecimiento efectivo del hecho religioso, no deja resquicio alguno para el planteamiento de una
verdadera problemática en torno a él. No tiene caso preguntarnos si el hecho religioso puede
acontecer o no, porque es innegable que acontece. La respuesta a tal cuestión antecede a la cuestión
misma, con lo cual esta resulta ser en extremo banal.
Sin embargo, sí podemos cuestionar un aspecto del hecho religioso que no es para nada
insignificante, y que tiene que ver con la realidad material del objeto religioso, entendiendo la
expresión “realidad material” como “existencia extramental ontológicamente real”. Aquí estamos
suponiendo un concepto de “religión” que involucra dos polos o extremos: un sujeto ‒individual o
colectivo‒ y un objeto ‒dios personal, deidad universal, totalidad cósmica‒, cuya mutua relación
está dada por la sumisión del primero a un orden establecido en o por el segundo. En este sentido, y
considerando que la experiencia del hecho religioso tiene lugar exclusivamente en el primero de los
extremos ‒el sujeto, que es quien experimenta las vivencias religiosas‒, puede ocurrir o bien que el
hecho religioso no sea otra cosa que un modo absolutamente subjetivo de percibir el mundo, o bien
el efecto de un vínculo auténticamente dado entre un sujeto y una divinidad. En el primero de los
casos, lo divino es puesto en el mundo ‒o fuera de él‒ por el sujeto, con lo cual habría que negar la
existencia extramental de la divinidad; en el segundo, por el contrario, no siendo el sujeto la causa
de sus más primitivos sentimientos religiosos, deberíamos cuando menos suponer la presencia real
de algo que está más allá del sujeto y que es causa de estos sentimientos.
Ahora bien, si la deidad resulta ser una invención del sujeto o no, es algo de lo que el sujeto
religioso no puede percatarse a priori, sino únicamente a través de una reflexión que lo lleve,
ulteriormente, a tener que desprenderse de su perspectiva religiosa y encarar el mundo desde el
ateísmo. De todos modos, como ninguna de las dos posibilidades que hemos venido mencionando
puede justificarse tan satisfactoriamente que no quede lugar siquiera para postular la verosimilitud
de su contradictoria, hemos de concluir que vivir religiosamente o predicar el ateísmo es una
decisión que, en última instancia y a nivel intelectual, se apoya sobre la nada.
II
La separación entre razón y fe que se produjo a lo largo de toda la Modernidad, y que ha devenido
el escepticismo religioso que impregna nuestra cultura occidental posmoderna, ha acarreado, como
su consecuencia más importante, el exilio de un Dios que durante siglos funcionó como centro de la
vida y las costumbres. Dios fue muerto en manos de la racionalidad de los hombres, quienes
renegaron de todo vestigio de sobrenaturalidad, primero, y de toda universalidad después; dejaron
de ver más allá de este mundo y luego dejaron de ver el mundo mismo, para volver su mirada sobre
su propia particularidad y tornarse ellos mismos el mundo, pero un mundo fragmentario y
absolutamente parcializado. La racionalidad, al anular el mundo, se anuló a sí misma, porque no
hay otra racionalidad que aquella que intelige un mundo.
Pero aquello que la racionalidad tiene poder de eliminar, debe ser una entidad que
pertenezca a su misma naturaleza, es decir, una idea. El pensamiento no puede aniquilar un cuerpo,
pero sí la idea que tenemos de ese cuerpo; esto significa que cuando intelectualmente negamos, por
ejemplo, la existencia de Dios, lo que en verdad estamos negando es que tengamos una idea de
Dios. El pensamiento no puede trascenderse a sí mismo, no puede romper su propia circularidad y
extender su potestad sobre el mundo extramental; está condenado a pensarse exclusivamente a sí
mismo, y bajo la lógica de sus propios principios no logra demostrar nada acerca de la existencia de
un objeto fuera de él.
Esto significa que ni el hombre religioso ni el ateo puede apoyar su punto de vista en la
razón, porque tanto una postura como la otra implican la afirmación y negación, respectivamente,
de la existencia de un objeto extramental, que en este caso es Dios. Por tanto, la religiosidad y el
ateísmo deben hallar su fundamento en una facultad diferente de la razón. En este sentido, la certeza
de que Dios existe sobre la cual afirma su vida el hombre religioso, se reduce a una experiencia de
Dios completamente individual, particular e instrasferible, una experiencia que se arraiga en un
suelo mucho más profundo que el intelecto y que no puede limitarse a lo expresado en algo tan
simple como una fórmula filosófica. El ateo se diferencia del hombre religioso en que carece de una
experiencia de Dios, pero esto no lo autoriza a negar la existencia objetiva del ser divino, así como
el hombre religioso tampoco puede argumentar racionalmente a favor de su existencia.
III
IV
Toda religión es mediadora de sentido. Una auténtica creencia religiosa no permanece desvinculada
del accionar del sujeto, sino que lo moviliza a obrar guardando coherencia entre lo que hace y lo
que cree; y este obrar no es ciego, sino que se dirige a la concreción de unos propósitos peculiares
que la propia creencia impone en virtud de un sentido religioso último. El alcance del campo de
reflexión que hemos establecido, no es lo suficientemente amplio como para que nos permitamos la
pregunta por un origen objetivo de la creencia religiosa, es decir, cuestionar si esta es o no una
respuesta a la iniciativa de un dios que, de alguna manera, se las ingenió para que tengamos
experiencia de él, pero sí podemos preguntarnos, considerando la relación entre creer y obrar
señalada previamente, si en verdad la creencia precede a la acción o si la procedencia no se da más
bien en la dirección opuesta. Recordemos, además, que este punto de la reflexión se enlaza con
nuestra premisa original, a saber, que las creencias religiosas se erigen sobre mociones pasionales
más que sobre nociones intelectuales.
¿Es la religión anterior a la moral, de manera que el obrar descansa sobre las certezas
religiosas, o es la moral el punto de apoyo de la religión, el fundamento sobre el cual se construyen
los credos religiosos? Por supuesto, aquí se trata de una moral primitiva, en cuyo proceso
constitutivo aun no ha intervenido la razón; nos referimos a una moral basada en aquellos impulsos
naturales ligados al sentimiento que nos empujan o bien a obrar, o bien a refrenar la acción, una
moral conformada por las más primarias nociones de bueno y malo. Es ingenuo pensar que el
origen de los valores y costumbres radica en una compleja verdad intelectual que desde siempre
estuvo presente ante la conciencia de los hombres. Tampoco nos importa si los principios morales
fueron descubiertos o inventados, porque nuestra reflexión se mantiene en el ámbito del fenómeno
y su tarea es describir procesos más que afirmar o descartar una génesis objetiva. Pero ¿cómo
describir acertadamente un proceso de conciencia que se halla lejos en el tiempo? Ciertamente, no
podremos hacerlo con una certeza científica tal que esté sustentada por pruebas irrefutables; no
obstante, dado que nadie puede afirmar la verdad de una proposición y al mismo tiempo creer que
exista la posibilidad de que esa proposición sea falsa ‒pues toda afirmación es absoluta‒, juzgamos
que la respuesta que a continuación aventuramos es la que realmente explica la relación de
procedencia entre moral y religión. Ahora bien, como no es factible una explicación apoyada en la
nada, sin presupuestos, lo primero que haremos será establecer un punto de partida bien definido.
Tradicionalmente se dice que el principio más básico que gobierna la existencia de todos los
seres es este: el de autoconservación, sea de cada ser singular, sea de la especie; cada individuo se
preocupa tanto de conservarse a sí mismo como de preservar la especie a la que pertenece. Este
principio, que puede resultar válido para explicar el comportamiento de la mayoría de los seres
vivos, parece no aplicarse tan convenientemente al obrar humano. La guerra del hombre contra el
hombre es un hecho tan reiterado en la historia que difícilmente se la pueda considerar como algo
anecdótico y contingente; más bien habría que pensar que la guerra, tanto como la religión, es una
tendencia propia de la naturaleza humana. Y la guerra del hombre contra el hombre, ¿no resulta
tener un fin diferente que el principio de conservación de la especie? Los enfrentamientos bélicos
que pueblan la historia, no hacen otra cosa que confirmar que el hombre no obra en vistas a la
conservación de la humanidad, concepto que, por otro lado, es demasiado abstracto como para que
los hombres nos sintamos conmovidos por él. Sin embargo, toda guerra parece buscar la
preservación de algo que trasciende lo individual, bajo cuyo amparo y por cuya subsistencia los
individuos pueden renunciar a sus propias existencias separadas. El hombre no busca con su obrar
contribuir a la preservación de la especie humana en general, pero sí se preocupa de la continuidad
de aquella cultura que lo engendrara. ¿Cuál es la causa de esta preocupación? El hecho de que la
defensa de la identidad cultural a la que se pertenece implica en gran parte ‒por no decir
completamente‒ la defensa de uno mismo, de los propios valores y criterios, los cuales, aunque
compartidos, son el fundamento de la identidad individual. La mutua determinación entre individuo
y cultura es tan fuerte que toda transformación cultural se traduce en un movimiento individual y
viceversa. Una ofensa a la Patria, por ejemplo, también repercute con violencia en cada hombre que
se siente parte de ella, y este efecto no se explica más que por ese vínculo de profunda intimidad
que enlaza hombre y Patria. El hombre es la Patria; en este sentido, defenderla, honrarla y
ensalzarla significa defenderse, honrarse y ensalzarse a uno mismo. Esta identidad en la que lo
colectivo se sintetiza en lo individual, es la que da lugar a que un individuo subyugue la
conservación de su propio ser a la de una entidad que lo trasciende, porque incluso en este caso lo
que el individuo pretende es conservarse a sí mismo. En conclusión, el principio que más
generalmente rige el obrar humano, aun cuando este parezca dirigirse a unos fines más abstractos y
elevados, es la tendencia a la conservación del propio ser.
Puesto este principio fundamental, en función suya se definen los términos bueno y malo; es
bueno aquello que contribuye a que el hombre pueda conservar su ser y es malo aquello que
ocasiona su destrucción. Si investigamos las causas de nuestros juicios respecto de la bondad de las
cosas, en el fondo encontraremos que toda ponderación se realiza tomando al hombre como
parámetro valorativo; no un hombre abstracto, sino este hombre que soy yo. Y aunque hablemos de
juicio y ponderación, no debe entenderse que nos referimos a procesos racionales; hablamos de la
vivencia más básica y elemental que el hombre pueda tener del mundo que lo rodea, una vivencia
que lo determina a desear unas cosas y a rechazar otras.
Juzgar las cosas a partir de sí mismo, conduce al hombre a extrapolar progresivamente su
propio criterio valorativo y a elevar lo bueno y lo malo a la categoría de bien y mal, es decir,
convierte en objetivo lo que de suyo es subjetivo, concediéndole propiedades ontológicas de
estabilidad y fundamento a aquello que no es otra cosa que una percepción absolutamente humana
de la naturaleza. Pero el transcurso del tiempo conlleva la indiferencia respecto de este salto
cualitativo, y así llegamos a asumir con total naturalidad que el universo se rige por un orden que,
misteriosamente, está orientado al bienestar del hombre, de tal suerte que el bien en sí en cierta
manera coincide con lo que es bueno para él. Este es el primer paso hacia la constitución de la
posibilidad del hecho religioso: la creencia de que existe una direccionalidad en los acontecimientos
naturales que los encauza a contribuir a la concreción de los mismos propósitos del ser humano, es
decir, la conservación de su ser.
Ahora bien, este sentimiento de profunda unidad que el hombre percibe entre sí mismo y la
naturaleza, no es el resultado de una mediación racional, la conclusión de una razonamiento
deductivo; es una certeza de índole afectiva, una verdad más sentida que pensada. No obstante la
hostilidad con que la naturaleza puede a veces tratar al hombre, el mundo llega a ser comprendido
como oportunidad de supervivencia. Pero los poderes naturales deben ser adecuadamente regulados
e invocados, y el hombre debe descubrir la manera justa de hacerlo. La religión es la respuesta más
primitiva a esta cuestión, y su finalidad más inmediata consiste en obtener de la naturaleza, la cual
es susceptible de ordenarse a los fines propios de los hombres, el mayor beneficio posible en vistas
a la conservación del ser humano. Los sacrificios, las ofrendas y oraciones no tienen otro objeto que
este.
Para concluir esta parte de nuestra reflexión, volvamos al inicio de la misma, donde
establecimos que el sentimiento religioso procede de las nociones morales más originarias. En estas
líneas hemos intentado mostrar que la religión no es otra cosa que una respuesta peculiar a la
necesidad humana de sobrevivir en el mundo, un camino cuya meta es la transposición del bien
objetivo, cuya presencia impregna el orden natural, en un bien particular y subjetivo ‒lo bueno‒ que
sirva a la preservación del ser del hombre. En este sentido, la caracterización del hombre como un
ser religioso significa que es un ser esencialmente tendiente a buscar en la naturaleza, que es vista
como una realidad superior, dados sus poderes evidentes, y cuyo orden lo trasciende y al mismo
tiempo lo abarca, cierta utilidad en relación a sus propósitos de autoconservación.