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CRONICA DE LAS IDEAS PERDIDAS

François Chatelet
PREÁÁ MBULO

A. A. — ¿No es una empresa paradójica y abocada al fracaso hacer hablar a Chátelet


de Chátelet cuando se sabe cuál es la opción que tú has escogido como escritor -sostener un
discurso que se pretende teórico— y cuando uno conoce, como yo, tu rechazo permanente
de cualquier complicidad subjetiva y de la intimidad ambigua de las conciencias privadas?
¿Qué sentido filosófico vas a darle a esta charla que intentaré mantener contigo?

F.C. — No está mal que me hagas esa pregunta para comenzar. En efecto,
ésta es la segunda vez, en poco tiempo, que quebranto una especie de regla que me
había fijado y que en todo momento había respetado escrupulosamente desde que
comencé a escribir, es decir, desde hace veinte años: no hablar de mí. El año pasado
escribí una narración novelesca "en primera persona" que incluía elementos
autobiográficos. Y hoy, aquí, acepto, o mejor, asumo con gusto la tarea de
relatarme a mí mismo. Pero yo sé —y tú también lo sabes, ya que planteas la
cuestión— que, debido a la decisión implícita que ha presidido mi pasado de
escritor y a esa voluntad de impersonalidad que hasta ahora he mantenido, el
asunto no va a resultar fácil. Soy, simplemente, incapaz de lanzarme; y, aunque
quisiera hacerlo, probablemente no lo conseguiría. Necesito de unos preliminares.
Así que, no me queda más remedio que actuar de esta manera: no puedo "contar"
nada, no puedo siquiera tomar partido o dar mi opinión sin haber examinado las
condiciones de posibilidad de mi narración... Según dicen mis amigos, este rasgo
de mi carácter llega a ser muy irritante: cuando estoy presente en alguna discusión
acerca de algún problema de la vida cotidiana o en torno a alguna consideración
psicológica o histórica, o bien guardo un silencio cortés con un aire, según ellos, de
no pensar siquiera en el asunto, o bien intervengo al cabo de un rato, pero para
decir que "el problema está mal planteado" y lanzarme, también según ellos, a
consideraciones de tal naturaleza que uno llega a olvidar el objeto de la discusión.

Creo que no actúo así ni por pedantería ni por coquetería teórica, sino
porque estoy convencido, de que es mejor callarse que hablar sin haber explicitado
el proyecto, la naturaleza, la categoría de mis palabras. De lo contrario el "teórico"
que he reprimido surge sin importar cómo y con tal agresividad que me torno
completamente ininteligible. Dejemos esto...

Y ahora desconfiemos de la manía filosofante. Entre el momento en que


decidí escribir la novela a la que di el título de Les Années de démolition y aquél en
que redacté la primera línea del texto no hubo, por así decir, intervalo. No tuve
tiempo de reflexionar sobre él. Durante diez semanas permanecí como en un sueño
febril y laborioso, ausente de lo que me rodeaba, con los únicos altos de sueños
breves y pesados. Después de la publicación del libro me desperté tan a gusto que
no pensé más en él. En cambio, entre el momento en que establecimos nuestro
proyecto y esta primera entrevista, he tenido ocasión de preguntarme por qué me
había embarcado en esta empresa y, por consiguiente, qué rumbo pensaba darle. Y,
de manera casi espontánea, monté un escenario teórico de efecto seguro que no
debo dejar sin descubrir. Ciertamente era muy tentador, tomando prestada la
teoría de los géneros literarios de Gyórgy Lukács, presentar esta obra como un
ensayo. Para Lukács, el ensayo, en términos generales, se caracteriza, desde
Montaigne, como una fisura. A un lado se sitúa la obra novelesca que es la
construcción o recreación de una experiencia subjetiva, singular —aunque el sujeto
sea plural o colectivo—, desarrollada en un horizonte histórica y localmente
preciso, profundamente personal, concreto en sus manifestaciones; al otro lado el
trabajo científico o teórico y la filosofía, que encajan, en general, en el ámbito de lo
impersonal y de lo universal, y donde el que escribe sobre ello se ha despojado o
pretende haberse despojado de todo rasgo subjetivo para constituirse en agente de
la verdad, es decir, de enunciados válidos para todos, cualesquiera que sean las
circunstancias. El ensayo, como la novela, tiene como punto de partida la
experiencia subjetiva que forma el material del texto; pero, a medida que éste se va
desarrollando, el autor reflexiona y da un alcance universal a sus pruebas y a sus
aventuras; se convierte en criterio de verdad para el lector que es quien extrae de
esas singularidades las significaciones universales. En resumen, para Lukács, el
ensayista está a medio camino entre los potentes motores que son la Experiencia y
la Imaginación, por un lado, y el Saber demostrado (o verificado) que sólo
proporciona los fundamentos, por otro.

¡Qué ganga para mí esta seductora construcción! Yo me había decantado,


hasta el año pasado, del lado de la universalidad; con Les Années de démolition me
había entregado al juego de lo imaginario y de las aventuras singulares. Gracias a
este nuevo libro comenzaría a unir los dos lados, a usar mi experiencia en lo que ha
podido tener de única para alimentar mis pretensiones de verdad. Enseguida me
desengañé. Dejo de lado las críticas que fácilmente pueden hacerse a la tipología
elaborada por Lukács (y que, de hecho, se presenta de manera más sutil, más
matizada, más histórica de lo que yo acabo de hacerlo). En realidad, nada de lo que
yo había escrito correspondía a esta hermosa polaridad; mis investigaciones
históricas y teóricas de filósofo menos aún que mi tentativa novelística. De golpe,
al plantearme esta nueva obra, me situaba en una abstracción mortal...
...es decir, la negación de la singularidad como tal; no retener de su odisea nada de
lo que la caracterice como irreductible a otro orden que no sea el suyo, en beneficio de lo que
la manifieste como expresión de lo Universal; no ver en el individuo otra cosa que la
comunidad, la historia, el Ser, todo excepto el individuo... Una zambullida en los mundos
abstractos.

Más aún, al aceptar la hipótesis lujcacsiana reincidía en una concepción a la


que yo había estado adscrito durante mucho tiempo, de la que me había ido
alejando progresivamente desde hacía diez años y con la que hoy creo haber roto
definitivamente: el hegelianismo. La doctrina hegeliana ha pesado tanto en mi vida
—digo bien: mi vida empírica, concreta— que no podría dejar de hablar de ello y
es preciso que ahora le dedique algunas palabras. Si en algún momento pude
recrearme con la ilusión de la coherencia dinámica del conjunto de mi proyecto
literario al utilizar el ingenioso montaje de Lukács, es porque durante mucho
tiempo viví con la idea que se tiene de ser razonable, en el sentido en que Hegel
define este término, es decir, de realizar en sí y para sí la Razón, de utilizar el
pathos —las pasiones, el deseo, el placer- para esta realización, para someter la
individualidad a este fin a la vez necesario y enaltecedor. Sí, yo he vivido largo
tiempo con la ilusión de la necesidad, una necesidad soportada que tenía que
transformar en una necesidad deseada; he creído durante mucho tiempo —como
los fieles de las religiones reveladas a las que siempre me he opuesto desde el día
de la solemne ceremonia de mi primera comunión— que la verdad podía hallarse
entre la primera y la última página de un libro y que ese libro era la Fenomenología
del Espíritu. Ahora sé que se trata de una creencia nefasta, ya que es, entre otras, el
origen de la virtud espantosa de la obediencia. Naturalmente que estos o aquellos
análisis de Hegel tienen mucho de aprovechables y que la Ciencia de la Lógica sigue
siendo el glosario de nuestro pensamiento. Pero el hegelianismo, ya sea cristiano,
liberal-progresista o marxista lleva siempre el estigma del Estado, es mortífero y
devastador...

Como devastadora, aunque en grado mucho menor, hubiera sido mi


intervención aquí, si hubiese conservado la perspectiva legada por Lukács. ¿Cómo
iba yo a abordar, entonces, nuestras entrevistas? ¿Cómo el relato de lo vivido? Si
he roto con el hegelianismo no es, desde luego, para adoptar una actitud que
siempre me ha irritado, la que privilegia la conciencia subjetiva, ya sea
ingenuamente expresada o tomada directamente como material filosófico. Hay que
ser audaz y necio al mismo tiempo para creer que el discurso que refleja
inmediatamente lo vivido es, como tal, interesante. Lo vivido sólo tiene valor si
uno se eleva sobre ello.
Hay una posibilidad de defender lo vivido. Basta con rechazar la ilusión de un
discurso universal y quedarnos simplemente con una constelación de puntos de vista. Los
discursos singulares, en su misma singularidad, reivindicarían desde entonces
legítimamente (aboliendo la idea misma de legitimación, me explico) el rango de un
discurso cualquiera erigiéndose sobre los escombros de la universalidad.

Esa es, casi, la misma reflexión que yo me he hecho. La oposición de lo


singular y de lo universal —singularidad de la conciencia subjetiva con una
ascendencia biológica, intelectual y afectiva, y la universalidad del discurso o del
"supuesto saber"— es el paradigma de la construcción abstracta. Lo que existe es el
individuo reconocible corporalmente, revestido de una identidad, constantemente
interpelado acerca de su conducta pasada y presente (y en consecuencia, a renglón
seguido, de la venidera), acerca de sus obras, de lo que ha hecho y de lo que ha
dejado de hacer. Si se me interpela aquí, no es por mi comportamiento militar,
erótico o deportivo, sino a causa, un poco, de mi oficio de profesor y, mucho, por
los libros que he escrito, las posiciones intelectuales que he adoptado y, en
consecuencia, las actitudes políticas que ellas implican, y los juicios que he emitido
y sigo emitiendo en el combate ideológico contemporáneo. Lo que he hecho, lo que
hago, lo que he dicho y escrito, lo que estoy a punto de decir y va a pasar al papel,
todo eso forma un conjunto con nombre y apellidos. Este conjunto no forma un
todo; no es necesario, en absoluto, someterlo a una regla de coherencia (sería el
último en conocerla si la hubiera y, lo que es más, el último en querer reconocerla
sí se me mostrara). De cualquier manera, evitemos, desde un principio, ceder a la
ilusión retrospectiva de unidad y del "no podía ser de otra manera" o "no es una
casualidad...". Algunas veces, probablemente, es una casualidad; otras veces no lo
es. He tenido una educación pequeño- burguesa y típicamente francesa y parisina;
durante mucho tiempo estuve profundamente influenciado por Hegel. He ahí dos
hechos sin relación aparente el uno con el otro. Resumiendo, un conjunto
heterogéneo: el despliegue de una cosa de la que uno no está muy seguro de que
sea alguien.

Probemos a hacer aflorar al filósofo escarbando por otro lado. Tú aceptas, con este
diálogo nada platónico, una empresa a la que intentas inscribir en la lógica de tus
investigaciones para que no resulte escandalosa. Pero, con toda sinceridad, ¿no se te puede
preguntar si, tras estas racionalizaciones no estás haciendo otra cosa que satisfacer el deseo
del teórico y si todo esto no nos devuelve al François Chátelet, pedazo de pan, hombre
bondadoso...?

Me vas a permitir que no entre por este terreno. Aún no me siento dispuesto
para hacer un juicio, ni siquiera anecdótico o provisional, sobre lo que hoy se
llama, simplificando mucho, las filosofías del deseo. Gilíes Deleuze, Féliz
Guattarirry, Jean-Frangois Lyotard —el último de ellos con una perspectiva y unos
resultados muy diferentes de los dos primeros— son viejos y entrañables amigos
míos. Tenemos en común los mismos enemigos, tanto por parte del academicismo
filosófico, liberal o marxista ortodoxo, como por el lado de las nuevas corrientes
místicas.

Aunque considero que El Anti-Edipo, Rizoma, La economía libidinal son textos


profundos y originales y su argumentación me haya impresionado
profundamente, no me "siento" — ¿todavía o no del todo?— en la misma óptica.
Por el momento prefiero esquivar la cuestión con una referencia a Aristóteles —
que deja bien patente, como defecto, mi apego por la vieja filosofía—. La
afirmación: "sólo hay ciencia acerca de lo universal" significa con toda claridad que
existen unas realidades sobre las que no puede haber ciencia: la materia o lo
material, lo existente indiferenciado, por un lado, y por otro la forma pura que se
llama también el Principio o Dios, es decir, el individuo. Si el individuo se resiste a
un tratamiento científico, si siempre desborda la definición que se quiere dar de él,
la secuencia de enunciados que se le pretenden aplicar, es, añade Aristóteles,
porque su constitución material —su cuerpo y su "alma" propia— es el resultado
de un número indefinido de causas, de accidentes. A Sócrates se le puede definir
como hombre, pero no como Sócrates. Por lo demás, precisa, no supone ninguna
contrariedad, pues en lo concerniente a Sócrates como individuo apenas hay
necesidad de definirlo, ya que podemos percibirlo, conversar y actuar con él.
Transcribiendo esta concepción al vocabulario actual, esto quiere decir que desde
el momento en que se entra en el dominio del individuo —de lo existente singular,
aquí y ahora (y que ha sido, que será, en otro lugar y en otro momento, en el aquí y
el ahora)— se impone irremediablemente el peso de lo empírico como multiplicidad
o, más exactamente, como conjunto plural, empírico. Se le podría llamar también
histórico, no en el sentido del trabajo del historiador que, para preservar la
objetividad, debe mantenerse a distancia, tratando a su objeto como algo del
pasado, sino en el sentido de la historia en presente. Así, para mí, el campo en el que
se sitúa esta entrevista es el empírico, entendiéndolo como opuesto a la vez a lo
vivido —inesencial por naturaleza— y a lo conceptual —que pertenece a otro
registro.

Seamos optimistas y dejemos que el texto se las arregle solo. Yo sigo convencido de
que, al tratar cuestiones que han sido objeto de tu investigación, te verás forzado a
enraizarías en tu propia historia, a revelarnos los pasos que has seguido —no siempre
desapegados— a hacernos entrar en tu trastienda, a decirnos la prosa del pensador, su
verdadero texto.
Quisiera compartir tu seguridad respecto a esa armonía que debería de
reinar en estas entrevistas. Sea como sea, voy a aprovechar para hacer una
precisión. O mejor dos. En primer lugar, cuando me refiero a lo empírico, a la
historia en presente —por oposición a lo vivido y a lo conceptual— como conjunto
diverso, hay que suponer que evoco mi experiencia, en tanto en cuanto ésta se
manifiesta en mí como una configuración de acontecimientos a los que "yo"
aseguro una cierta continuidad de hecho y, por tanto, una cierta unidad formal. Sin
embargo, esta experiencia es múltiple en la medida en que lo que tiene de
interesante lo es en su faceta de exterioridad, en la medida en que recorta otras
experiencias vecinas o concomitantes, y que se inserta en un conjunto diferencial
mucho más vasto cuyos ejes son los acontecimientos, esta vez sí en sentido histórico.
De modo que esta experiencia individual, desde el momento en que es contada, se
encuentra lastrada por el peso que le confieren las de los lectores que han pasado
por la misma situación o que la conocen indirectamente de oídas o a través de una
información científica. En suma, lo que desearía es que la narración se conjugara,
efectivamente, en plural.

En segundo lugar y para acabar con la distinción abstracta de lo singular y


lo universal, las observaciones que acabamos de hacer en torno a lo uno y a lo otro
conducen a la idea de que todo texto concebido para ser leído y entendido, si
consideramos pertinentes tales determinaciones, es a la vez singular y universal. Es
singular por su individualidad material, histórica (caracteres de los que participa
todo lo que hace un individuo) y es universal por su intención de provocar, como
mínimo, y sobre el lector, cualquiera que éste sea, un efecto bien de placer, de
adhesión, de verdad o cualquier otro. Escritores y lingüistas lo han subrayado con
frecuencia; es la diferencia que media entre la frase dicha (o escrita en una comida
de sordos): "¿Quiere acercarme el salero?" y la frase que yo pronuncio ahora, frase
que será impresa y difundida y mediante la cual pretendo provocar un efecto. Y
eso sucede así en todos los géneros literarios, tomando esta expresión en su más
amplio sentido y dejando de lado los problemas planteados por los enunciados de
las ciencias formales y experimentales. La salida de este verdadero apuro en que
me ha puesto la tarea del texto que tengo por delante y que habremos de "hablar"
antes de escribirlo no voy a hallarla, ciertamente, en esta perspectiva. Pues tengo la
sensación confusa, pero firme, que no será del mismo estilo ni del mismo tipo que
mis obras llamadas teóricas o que esa novela. Y necesito dejar bien claro...

...descubrir el camino por el que se construye el discurso impersonal de tus obras,


poner conscientemente tu libido en un texto...

Esa hipótesis no puedo aceptarla. Pues, precisamente, de lo que ahora estoy


firmemente convencido es de que he puesto tanta libido —si es que existe la libido
— en un libro teórico como Logos y Praxis en el que intentaba, hace veinte años,
demostrar que el marxismo no es una visión del mundo, una ontología o una
filosofía especulativa, sino una forma distinta de concebir el orden del
pensamiento fundada sobre una valoración nueva de las relaciones entre la teoría y
la práctica, como en Les Années de démolition; y porque si estoy hasta tal punto
preocupado por estas entrevistas será porque la susodicha libido está ahí para
algo.

De hecho, cuando reflexiono sobre los motivos que me han impulsado (o


arrastrado) a redactar ese relato novelesco, esa biografía medio soñada, medio real,
me doy cuenta de que desde el instante en que comencé a pensar en él mi objetivo
se me mostró diáfanamente. Tenía cincuenta años y acababa de salir de una grave
enfermedad. Tenía el decorado: los años que van de 1925 a 1975, y el
acontecimiento: la enfermedad. Quería poner en evidencia —no sé si para
redimirme— esta banalidad importante: hay períodos históricos y tipos de
sociedad que convierten en enfermos a todos aquellos que tienen una pizca de
sensibilidad, como suele decirse, y que, por gusto y manía reflexiva, no se limitan a
la estricta obediencia. El personaje central era fácil de dibujar, a la vez flotante y
pesado, prudente y testarudo, sensual y sombrío. Y me puse a escribir la vida, la
enfermedad y la muerte accidental de Guillaume —un guiño inmodesto al Wilhelm
Meister de Goethe—, novela de deformación, igual que en la segunda mitad del
siglo XVIII había novelas de formación. En esta época la burguesía se formaba, se
cultivaba, hasta el éxito o el suicidio; hoy día la pequeña burguesía —en cierta
manera todo el inundóse deforma, se degrada, hasta la sumisión o la enfermedad
mortal. Me lancé a esta tarea seguro de mí en conjunto, pero angustiado por cada
línea, por cada página y sin encontrar en esas angustias otra compensación que no
fuera el placer del estilo. Y puesto que estaba en la ficción, ¿por qué no formular
algunas ideas sobre la instrucción, la decadencia, el placer y tantos otros temas de
los que hasta entonces no había podido tratar en mis libros filosóficos, por no haber
elaborado aún el aparato demostrativo indispensable?

De modo que el asunto, el proyecto, el objetivo principal habían quedado


decididos—¿por mi libido? ¿por mis neuronas? ¿por mi pequeño lugar en la gran
historia mundial? ¿por mi clase social? qué importaba entonces. No tenía más que
ponerme a trabajar, es decir a pensar y a escribir. Lo que buscaba ya lo había
encontrado— y era precisamente eso, más que el espacio de la ficción, lo que me
permitía ciertas impertinencias. Que la novela haya sido un fracaso o un éxito es
otra cuestión (aquí entre nosotros, modestia aparte, la considero un éxito). Sin
embargo, me doy cuenta de que es casi la misma experiencia que tengo cuando
escribo obras filosóficas —teóricas y de historia de las ideas—. Un tema se impone,
aunque me lo invente —generalmente bajo el impacto de la cólera frente a una
operación intelectual falaz, fraudulenta o particularmente necia— o aunque se me
proponga y yo lo acepte como si me atacara en mis propios dominios.
Naturalmente en este caso la investigación tiene otras dimensiones, ya que exige
un largo y minucioso trabajo de localización, encuadre y definición. Pero cuando el
objetivo ha quedado determinado, es decir, cuando han sido precisados al mismo
tiempo el blanco y el esquema del dinamismo lógico que permitirá alcanzarlo con
absoluta precisión, entonces ya no queda otra cosa más que ponerse a escribir. Esta
elaboración no es sencilla, supone una estrategia estricta de referencias y
argumentos, el mantenimiento de un equilibrio entre tiempos fuertes y tiempos
débiles, entre la preparación retórica y la presentación de la prueba. Si bien es
verdad que, ayudado por las circunstancias habituales, consigo, sin excesivos
esfuerzos, "producir" el equivalente a tres o cuatro páginas mecanografiadas cada
día, llega también un momento en que la máquina se para y necesito buscar en
libros ya leídos, en conversaciones, en multitud de recovecos la llave de arranque
para reiniciar la marcha —y esto durante una semana o más...—. Sin embargo, la
dificultad, en este aspecto, es de orden meramente técnico o instrumental.
Raramente se cuestiona el objetivo apuntado; y si eso sucede se trata
exclusivamente de un desplazamiento sobre el mismo terreno.

Pero, en lo que concierne a nuestras entrevistas y a este texto, no puedo


pensar en nada semejante. En realidad, y por paradójico que pueda parecer, me
siento incómodo porque no sé de qué vamos a hablar. Tanto en la operación de
escribir una novela como en el trabajo teórico o histórico poseo un objeto y un
proyecto, o, más bien, son ellos los que me poseen a mí. Tampoco me tranquiliza el
que me recuerdes, oportunamente, que es de mí de quien vamos a tratar. ¿De qué
yo? ¿Sobre qué partes de mí? Ese yo es un objeto borroso y, de repente, el sendero
que conduce hacia él se difumina y se diversifica. ¿No acabaremos convirtiendo
esto, tú por ser condescendiente y yo por caer en el narcisismo, en un
interrogatorio de identidad ampliado, prejuzgando precisamente esa identidad,
estableciendo unas secuencias de causas y efectos, reiterando a cada momento la
ilusión de la necesidad...? ¿No caeremos en el juego terrible y estéril de la
investigación, estéril cuando no es terrible y terrible cuando no es estéril? ¿Me veré
conducido, a pesar mío, a justificarme o a hacerme justicia simbólicamente?
Cuanto más me interrogo más me doy cuenta de que el desasosiego intelectual que
suscita en mí la idea de este relato es la fachada o la expresión de una verdadera
ansiedad. Puede que, en el fondo, no tenga ninguna importancia.

De cualquier manera, importante o no, se ve reforzada por el hecho de saber


que eres portador de preguntas y porque si tú no vas a poder mostrarte indiferente
menos aún podré yo hacerme el inocente. En tu petición propiamente dicha creo
ver una doble vertiente. Por un lado, tu eres amigo mío desde hace veinte años (a
ello se debe el que el editor te haya confiado esta tarea de hablarme y hacerme
hablar y por lo que tú la has aceptado). Por consiguiente, conoces cosas referentes a
mi historia individual que sabes que no puedo esquivar. Contigo, frente a ti, no
sólo no puede eludir unos acontecimientos -por ejemplo, haber sido miembro del
P.C.F. durante cinco años— sino que ni siquiera puedo poner entre paréntesis
algunas de las actitudes que he adoptado —como la de haber creído con la fe
ingenua de los primeros cristianos en la ciencia racional de Hegel, haber sido un
profesor de hypokMgne1 satisfecho y feliz para el resto del día tras haber
pronunciado una buena conferencia. Por otro lado, tú mismo eres un teórico: has
seguido mi carrera intelectual, has leído mis libros apenas se editaban, me has
llamado para participar en algunos proyectos bajo tu dirección, porque pensabas
que podía serte útil y que tenía unas ideas que defender o que compartir. Es
normal, pues, que quieras saber de dónde vengo y en qué ha parado, a través de
estas tormentas, mi racionalidad impenitente.

Pero, al mismo tiempo, eres portador también de otra petición, ya que me


transmites la solicitud del editor...

No voy a negar que en esta empresa cumplo la función habitual del entrevistador
como portador de preguntas de interés general (el de los supuestos lectores). Pero lo que
realmente me trae aquí es el deseo de utilizar la petición del editor para intentar
comprender de qué manera unos caminos que fueron los tuyos y, en muchos
aspectos, también los míos han abocado hoy a incontestables diferencias en los
juicios que cada uno de nosotros sustenta acerca de la historia pasada, del futuro
que encierra y, por tanto, de las formas de compromiso que exige.

Sin embargo, Frangois Chátelet es para el editor como una etiqueta sobre un
tarro. El tarro no está vacío; dentro hay cosas conocidas: sucesos, un oficio, títulos
de libros, posturas políticas y morales, artículos de crítica filosófica, literaria y
cinematográfica, rumores contradictorios, opiniones compartidas. El editor espera,
también, que haya cosas desconocidas, sobre todo anécdotas, encuentros
inesperados, rasgos del carácter de personajes conocidos. Sabe también que, entre
esos diversos elementos, hay relaciones interesantes, porque son ejemplares, tanto
si son sorprendentes como si son triviales. Cuenta contigo para que agites el tarro y
desenrosques suavemente la tapadera. Lo que me exaspera de esta exigencia es que
de ninguna manera puedo desnudarme completamente. Respecto a las
"revelaciones" sobre esto o aquello las rechazo tanto más fácilmente cuanto que sé
que no me las vas a reclamar y porque en esta materia no sé de nada que sea
susceptible de causar sensación. Por supuesto que tienes derecho a pedir que
justifique, que explique, al menos, posturas teóricas o políticas que adopté en
ciertos momentos, ya que las hice públicas y deseé que tuvieran consecuencias.
Que las hayan tenido o no, es normal que insistas en esta obligación.

Y sin embargo tengo motivos para hallarme en este estado de ansiedad.


Pues, de cualquier manera, voy a tener que navegar dando bandazos entre la
construcción abusiva de un sí mismo transcendente, la realidad plural del yo y la
tentación tranquilizadora de reducirlo todo a la insipidez cotidiana. Escrúpulo es
una pequeña chinita que se nos mete en el zapato...

Recuerdo que, cuando un día hablábamos de Husserl, tú me decías que su fallo


consistía en que nunca acababa de preguntarse acerca de sus comienzos, y por ello nunca
podía comenzar realmente. Dejémonos ya de cantar "adelante, adelante" sin que jamás se
nos vea avanzar un paso.

Comencemos, pues, y pongamos a prueba nuestros escrúpulos caminando


con ellos. Pero antes intentaré tranquilizarme. Ya que me propones que entre
alegremente en este disparatado terreno, aprovecharé para deslizar aquí y allá
algunas ideas, algunos embriones de ideas que no han podido encontrar un hueco
en mis textos "reflexionados" y que serán el anuncio de trabajos que probablemente
nunca realizaré.
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LAS IDEAS RECIBIDAS

Si tenemos en cuenta la vocación proselitista y pedagógica que la filosofía tiene


desde Sócrates, uno no se imagina fácilmente que un filósofo no sea, de una u otra manera,
profesor de filosofía. Y justamente tú eres profesor de filosofía. ¿De qué manera fue
surgiendo en ti esa opción pedagógica? ¿Por qué este oficio ?

Hace ya veintiocho años (se cumplieron en octubre de 1976) que enseño


filosofía, veinte de ellos en la enseñanza secundaria, salvo un paréntesis, entre 1954
y 1958, en que estuve agregado al Centro Nacional de Investigaciones Científicas
para acabar mi tesis doctoral. Di mi primera clase en los primeros días de octubre
de 1948 en Orán, Argelia, en el liceo Lamoriciére. ¿Elegí yo esta profesión? ¿Me
sentí "llamado"? Mis recuerdos no me permiten responder afirmativamente. Buen
alumno en la escuela comunal —primero en Sévres y luego en Billancourt—, mi
llegada al liceo Janson-de-Silly fue escolarmente desastrosa. Mi paso en cuarto al
liceo Claude-Bernard, recién reconstruido, no hizo que mejoraran las cosas. Mi
mediocridad fue constante durante seis años consecutivos. Superaba los cursos con
dificultad y casi siempre tenía que hacer un examen de recuperación en
matemáticas. Los únicos premios que conseguí fueron algunas menciones
honoríficas en gimnasia porque en los cursos inferiores era un mediano futbolista y
en los últimos cursos fui un buen jugador de basket. Salvo algunos partidos
heroicos y ciertos escándalos especialmente sonados y si exceptuamos los meses de
vacaciones, apenas guardo memoria de esos años. Algunos rostros de "profes" y
compañeros acuden a mi mente sobre un fondo gris de aburrimiento, miedo o
intensa fatiga. Durante seis años pasé verdadero frío y no sólo desde el invierno de
1940 en que los liceos dejaron de encender la calefacción.

Los únicos islotes de cariño los encontraba en mi casa, al lado de mis


familiares; mi abuela, mi padre, mi madre y mi hermano (cuando fue
desmovilizado y pudo regresar a París). Mi padre no había estudiado. Puede que
se debiera a esta razón y también a que apenas creía en el valor formativo de los
estudios el que siguiera tan despreocupadamente mi existencia escolar y que me
hiciera severas advertencias cuando llegaban mis notas trimestrales y enseguida se
olvidara de ello. Pragmático, esperaba tranquilamente que terminara y nunca,
salvo cuando suspendí en el baccalauréat, se enfadó realmente. En cuanto a mi
madre, se impuso la misión irrevocable de protegerme contra todos los ataques y
en particular los del liceo. Recuerdo, agradecido, un sábado —debía ser en quinto
— en que me eché a llorar porque, de nuevo, había quedado el último en la prueba
de matemáticas; ella, por toda respuesta, me dijo que me lavara las manos, se
arregló y me llevó corriendo al metro para llegar a la primera sesión de un cine de
los Campos Elíseos donde estrenaban "Blanca Nieves y los Siete Enanitos".

Tus padres, que debían ver en la cultura y en el éxito escolar los instrumentos de
una promoción social y la garantía de un hermoso porvenir, debieron verse profundamente
afectados y doloridos por tus mediocres resultados. ¿No habrá sido esa una causa de
pequeños dramas familiares?

Mi padre, trabajador infatigable, carecía completamente de imaginación.


Los reveses de la fortuna habían obligado a su padre, antiguo capitán con largos
años de servicio, a entrar, unos años antes de su muerte, en la Compañía General
Parisiense de Transportes; también mi padre se vio obligado a trabajar desde muy
joven en la Sociedad de Transportes de la Región Parisiense (que más adelante se
fusionó con el "Metro" para constituir nuestra actual R.A.T.P.) como cobrador de
tranvía. Había ido a las clases nocturnas de la escuela de Artes y Oficios y había
ascendido en el escalafón interno de la compañía, por lo que, en su fuero interno,
debía pensar que si no salía adelante en mis estudios no tenía más que hacer como
él; y que si era un fracasado, sólo yo tenía la culpa. Me ofrecía la oportunidad de
comenzar unos escalones más arriba; a mí me correspondía elegir. Si recuerdo esta
situación es por un sentimiento muy común de amor filial: no querría que se
llegase a pensar que los padres del Guillaume de Les Années de démolition son la
imagen de mis propios padres. En este relato sólo he conservado el cariño
incansable que mi madre me prodigaba, la vitalidad que desplegaba mi padre,
tanto para trabajar como para divertirse... y en sus frecuentes discusiones.

Pero nada de esto aclara por qué —o, al menos, cómo— llegué a ser
profesor. Cuando sólo era una calamidad de estudiante y el tiempo transcurría con
parsimonia, yo no pensaba para nada en mi porvenir y dejaba que mi madre y la
suya, mi abuela, soñaran, una con que sería un gran cirujano y la otra en que me
convertiría en un brillante militar (para compensar la modeste carrera de su
marido que, por lo que sé, fue un apuesto mozo que no pasó del grado de sargento
mayor). La idea de dedicarme a la enseñanza la tuve durante los últimos meses de
primero —tras un estrepitoso descalabro en la primera parte, con notas bajísimas
en los exámenesde junio y octubre—. Pasadas las vacaciones me convertí
bruscamente, de golpe y porrazo, en un alumno modelo. Es cierto que "repetía",
pero lo que me cambió fue sobre todo la relación amorosa, apasionada y carnal que
me unía con una estudiante —que fue mi primera mujer— y el hecho de haber
descubierto, en medio de la miseria de la Ocupación, bajo los bombardeos, la
alegría de vivir. Sin duda por esto, me di a leer desaforadamente las grandes
novelas clásicas, a Gide y a Malraux y las primeras traducciones de Kafka y de
Faulkner, a trabajar encarnizadamente con el latín, el griego... y las matemáticas.
Mi profesor de historia era un hombrecillo admirable que nunca había querido ni
podido desembarazarse de su acento normando y cuyas clases despertaban en mí
fantasías de estudiante pobladas por los Danton, Robespierre, Saint- Just, la
conjuración de los Iguales y el joven general Bonaparte...

Así pues, yo quería enseñar historia. ¿Por qué enseñar? Había en el origen
de esta idea —no me atrevería a llamarla decisión—, en primer lugar, un
sentimiento equívoco. No cabe duda de que, por un lado, influyó en mí un modelo
cuando alguno de mis profesores -ese historiador y también un profesor de
literatura, mezcla inestable de fanfarronería, erudición y fantasía— suscitaba mi
admiración; pero también intervino un antimodelo: tenía ganas de ponerme a su
altura para desquitarme de la administración del liceo y de los profesores
quisquillosos y pelmazos que me habían aterrorizado y humillado inúltimente.
Pero lo que terminó por consolidar mis propósitos, especialmente en clase de
filosofía y en la Sorbona fue la sensación que tenía —importa poco que fuese algo
engañosa— de que esta profesión me ofrecía las mejores oportunidades para
mandar menos aún si cabe de lo que tendría que obedecer. Había un aspecto en mi
padre —que en otras circunstancias era tan jovial y desenvuelto— que, desde muy
joven, me había impresionado profundamente: el placer que experimentaba dando
órdenes. Muchos domingos, cuando cogíamos el tranvía para ir de visita a casa de
unos familiares que vivían en la otra punta de París, se ponía furiosísimo,
aprovechaba una parada para bajarse y colocarse junto al conductor y comenzaba a
explicarle, en un tono que se enteraba todo el vagón, cómo se debía conducir,
según el reglamento, "para economizar electricidad y transportar suavemente a los
viajeros". Cogía los mandos, hacía una demostración y volvía a su sitio con
nosotros, con las manos sucias y visiblemente satisfecho. Me he pasado tardes
enteras secando con un secante de oficina las frases que mi padre escribía sobre
boletines de sanción y, a los ocho años, supe que se les descontaban las primas, se
"despedía" a empleados por unas faltas escritas con lápiz de tinta por el inspector
de línea, que yo descifraba difícilmente: "negligencia", "retraso de tres minutos",
"reincidencia"... Yo creía que en "su" clase el profesor tenía un amplio margen de
autonomía respecto a la administración y que si tenía una autoridad sobre los
alumnos era por la vía de la enseñanza convincente, legitimada por unos
conocimientos y por el talento.
En el fondo, impresionado por el ejercicio de una autoridad directa, de naturaleza
digamos política, ya que extraía toda su fuerza de la institución que se la confería, has
derivado hacia esta otra forma de autoridad que se disimula tras una relación en la que el
maestro sólo lo sería por sus méritos y su carisma y el discípulo por la propia voluntad de
su razón. El miedo a la relación de fuerza política te lleva a escoger la religiosa.

Sí, y de la importancia que tiene la enseñanza me persuadió más aún la


personalidad de mi profesor de filosofía, Amadeo Ponceau, que apenas fue
conocido mientras vivía, pero que adquirió cierta fama postuma gracias a la
publicación de numerosos textos extraídos de sus clases. Desde los primeros
encuentros nos conquistó. Digo "nos" porque, rápidamente, se constituyó en torno
suyo un grupo de fieles que no dudaba en darle el título de maestro. Entre ellos se
encontraban, si mal no recuerdo, Bernard de Falois y también el primer premio de
filosofía (el único que ese año se me fue de las manos), Robert Humbert, soñador,
músico, irónico y profundo, que hoy día se encarga de las relaciones públicas de
una gran sociedad metalúrgica. Amadeo Ponceau nos gustaba por su manera de
afrontar las durísimas circunstancias de ese año de 1942-1943 a la vez meditativa y
desenvuelta. Este hombre cincuentón, de cabellos blancos, vestido siempre
deportivamente, gustaba de caminar con frecuencia y siempre mascullando.
Cuando íbamos al Bois de Boulogne a cortejar a nuestros amores del liceo La
Fontaine, nos lo encontrábamos por el gran lago hablando consigo mismo en voz
baja.

Su manera de enseñar me ha impresionado durante mucho tiempo. Llegaba


a clase con los párpados ya entornados, sacaba la silla de detrás de la cátedra,
colocaba un pie sobre ella y un codo sobre la rodilla, apoyando la cabeza en una de
sus manos mientras la otra esculpía las frases, y comenzaba a hablar con los ojos
cerrados. Su exposición era reposada sin ser lenta, sus enunciados de una
extremada precisión y gustaba de enunciar, mediante un ligero cambio de
entonación, títulos y subtítulos. Al comenzar el curso había dictado el plan de
conjunto preciso y los textos Filosóficos que debíamos leer. Había prohibido el uso
de los manuales —aunque el último trimestre permitió utilizar a quienes lo
creyeran absolutamente necesario, el de F. Alquié—. No se preocupaba por saber
cómo tomábamos apuntes (nosotros, los discípulos, anotábamos todo y aún
recuerdo el cuaderno y la fina letra de Falois). Cuando terminaba un capítulo
aprovechábamos la ocasión para hacerle preguntas so pretexto de los temas que
quedaban por explicar.

El valor de su filosofía se hallaba, sobre todo, y de ello me di cuenta a partir


del año siguiente, en su calidad formal y en esa alianza que conseguía forjar entre
el sentido de los matices y el rigor. Su doctrina era espiritualista, de inspiración
bergsoniana, pero un bergsonismo corregido por una constante apelación a los
derechos del pensamiento claro y distinto y a la potencia afortunadamente
conquistadora de la ciencia. Era ecléctica y no me entretuve con ella mucho tiempo.
Pero quedé y aún sigo impresionado por el hecho de que en esta clase y aunque él
fue el único en hablar (dejando aparte al calamidad de turno, un chico estupendo,
pero poco inclinado a la abstracción, que canturreaba en voz baja unas picardías
que no entendía o fingía no entender) reinaba una extraña libertad de
pensamiento. Si Ponceau hubiese sido un "perro guardián", su habilidad habría
sido diabólica. Nuestra admiración hacia él aumentó el día que recibimos la visita
de un inspector general, acompañado, como es debido, por el director del liceo, un
conocido petainista. No hizo un solo movimiento para recibirlos y, cuando
estuvieron sentados, se dirigió con voz firme al "delegado de curso": "Señor, haga
el favor de decir a esos señores que acaban de entrar que me molestan y me
impiden reflexionar y que les agradecería que se fueran." En cuanto salieron los
intrusos la clase prosiguió sin ningún comentario.

Y aquí me tienes, a los dieciocho años, hecho un bachiller. La nota de


filosofía que figuraba en el "tablón" me permitió persuadir a mis padres de que
debía seguir estudiando filosofía en la Sorbona. Alguna vez pensé inscribirme en el
hypokhágne, lo que me habría llevado a la Escuela Normal Superior. Renuncié a esta
espléndida oportunidad probablemente por dos razones: la primera, porque estaba
harto de la disciplina del liceo, de los empleos estrictos del tiempo y del control de
las ausencias; la segunda y más profunda, porque carecía de ambición. El antiguo
mal alumno que había sido durante tanto tiempo no pensaba en la agregación, sino
en una licenciatura y eventualmente en el C.A.P.E.S. que me permitirían ganarme
la vida, casarme y filosofar con toda tranquilidad. La razón explícita que daba (y la
que di a mis padres que desgraciadamente habían sido advertidos de esta
posibilidad) era que en el liceo éramos mucho más vulnerables a una operación
alemana del estilo del Servicio de Trabajo Obligatorio (mi hermano ya había tenido
que escapar de París para eludirlo y había entrado en un maquis).

Así pues, llego a la Sorbona en noviembre de 1943. Aunque desde esta época
hayan sido decisivos, voy a dejar de lado, de momento, los enfrentamientos
políticos y el compromiso que éstos provocaron. Al principio, igual que el
Guillaume de Les Années de démolition, quedé aterrorizado por la solemnidad del
lugar, la erudición y el incuestionable saber de los profesores. Aún no era capaz de
distinguir entre los que sólo eran elegantes, los que no eran otra cosa que eruditos
y los que verdaderamente sabían. Amadeo Ponceau me había dado la excelente
idea de comenzar por el segundo curso, es decir, por los certificados de filosofía, y
dejar para después la psicología y la sociología, que ya por entonces consideraba
como disciplinas bastardas. Para el trío que formábamos mi novia, que estudiaba
lenguas clásicas, Jacques Castier, un chico mofletudo, apasio nado por las
literaturas menores, que pronto se convirtió en un amigo inseparable, y yo, los
comienzos fueron difíciles. Pero pronto quedó decidido el lugar de nuestras citas:
La biblioteca del Instituto de Filosofía. Sobre esos doscientos metros cuadrados —
una salita donde se permitía hablar y fumar y un salón en el que se aislaban los
"sabios austeros"—, sobre los varios miles de libros y sobre un pequeño despacho
donde se reunían los íntimos y los que tenían más necesidad de compañía que de
lecturas, reinaba un monarca bonachón: Pierre Romeu. Tenía, en aquel entonces,
sus buenos cuarenta años. Mutilado de la primera guerra, titular de un empleo
vitalicio, el azar le había convertido en el responsable de este lugar: había
adquirido una notable maestría como bibliotecario, tanto en las tareas materiales
como en lo tocante a los consejos que se les debía dar a los estudiantes. Su áspero
acento pirenáico, su sentido común, sus ocurrencias y sobre todo la asombrosa
percepción de las cualidades, de los defectos y de los problemas de cada uno de
nosotros, le otorgaban una autoridad de hecho que nadie osaba discutir. Fue él
quien en esta época —que se prolongó hasta su retiro en 1964— convirtió la
"biblio" en un centro del que se sentían celosos nuestros vecinos literatos e
historiadores.

Era allí donde comenzaban y se desarrollaban las grandes batallas


ideológicas, donde se formaban, según las afinidades, los grupos de trabajo, donde
se intercambiaban pequeños favores, donde se urdían las intrigas amorosas, donde
se ventilaban las grandes controversias a golpes de apasionada retórica. Romeu
siempre tenía algún dinero para prestar, la dirección de una habitación en alquiler;
sabía encontrar la oportuna frase de aliento para los afligidos, o la chanza que
desarmaba al fanfarrón. Yo había inventado la fórmula: "En chez Romeu nada se
crea ni se destruye, todo se extravía." En realidad todo y todos se encontraban. Qué
duda cabe que la política ocupaba un lugar preferente; con cierta discreción en
1943-1944 (teníamos, incluso, "nuestro" hombre de Vichy que venía a exponer sus
opiniones entre el sarcasmo general), y con un entusiasmo desbordante a partir de
la Liberación...

Permíteme que aproveche esta oportunidad para rendir homenaje, yo también, a


Romeu y a esta biblioteca que, diez años después de tu primera visita, seguía siendo ese
lugar acogedor en el que las discusiones aún eran posibles sin contaminarse de agresividad
o competición. Si alguna vez ha existido alguna comunidad amistosa esa es la que formaban
los habituales de la biblioteca de filosofía. Por lo que a mí se refiere, concedo la misma
importancia a Romeu que a los profesores que me han formado.
Gracias a la biblioteca y a quienes conocí en ella, en primer lugar Olivier
Revault d'Allonnes y Claude Fallery, su futura esposa, gracias al grupo trotsquista
con el que me relacionaba, adquirí rápidamente la seguridad en mí mismo.
Trabajábamos mucho. Asistía a unas ocho o diez clases por semana —en los años
sucesivos acudí cada vez menos, limitándome al mínimo aceptable, unas dos
horas, el año de la agregación (y confieso que me quedé muy sorprendido al
encontrar entre las reivindicaciones de los estudiantes, en 1968, el reforzamiento de
la disciplina pedagógica)—. Pero no faltábamos un solo día a la biblioteca, bien a
"chez Romeu", bien a Sainte-Geneviéve. Mi amiga y yo quedábamos todos los días
a las ocho y media en la estación de metro de Marcel-Sembat y sobre las nueve ya
estábamos a pie de obra —o más bien de lectura—, A partir del segundo año
empezamos a economizar en el almuerzo comiendo un bocadillo de pan amarillo y
pegajoso hecho con harina de maíz y una rebanada de páté rosa con sal y azúcar de
las raciones americanas. Y por la noche, al terminar la cena familiar, repasaba mis
notas, redactaba mis disertaciones o mis primeros proyectos filosóficos.

Pronto comprobé, con sorpresa, que el "mal alumno" había muerto. Estaba
de suerte: las conferencias que daba, los textos escritos que remitía demostraban, a
decir de los correctores, "una cabal comprensión del problema", "un acertado
manejo de las referencias" y "un profundo sentido del rigor"; aunque "aún me
quedaba mucho por hacer" me hallaba "en el buen camino". Y mis compañeros de
"chez Romeu" me motejaban generalmente de "empollón cachondo". No podría
decir cuál fue el origen de este éxito. ¿Una aceptación inmediata de las reglas
académicas? ¿Los consejos que me había dado Ponceau y los que me prodigaba
Castier (que me animaba vehementemente para que realizara yo los proyectos que
él incubaba pero que nunca conseguía llevar a la práctica)? Tal vez. De lo que sí
estoy seguro es de que durante los meses que siguieron a mi entrada en la Sorbona
comencé, con inmensa fatuidad, a elaborar "mi" filosofía. Mi biblioteca filosófica
personal la integraban, entonces, el Discurso del método y las Meditaciones metafísicas
de Descartes (herencia del año anterior), la traducción de Barni de la Critica de la
razón pura (comprada de ocasión en la tienda de Gibert y que había leído durante el
verano con atropellado frenesí), la Crítica de la vida cotidiana de Norbert Gutermann
y Henri Lefebvre (obsequio de la ayudante bibliotecaria de la biblioteca municipal
de Billancourt, que había preferido regalarme el libro bajo cuerda, antes que
destruirlo, como lo exigía la lista Otto), doce soberbios volúmenes bilingües de los
diálogos de Platón editados por la asociación Guillaume Budé y El Ser y la Nada
(regalos de mi hermano para celebrar mi éxito, sucesivamente, en la primera y
después en la segunda parte del baccalauréat). Partiendo de todo aquello, de las
discusiones que mantenía con mis amigos trotsquistas y los de "chez Romeu", de
los temas de disertación y de las lecturas que suscitaban, como reacción contra el
pensamiento de Amadeo Ponceau, hacía esfuerzos por trazar el plan detallado, los
temas esenciales de mi futura doctrina.

En aquel momento, y hasta que no llegué a comprender mejor a Kant, Marx,


Sartre y algunos otros, es decir, hasta principios del año 1945, caí en el más
absoluto idealismo. Jacques Castier y yo recitábamos como letanías el índice del
Ensayo de Octavio Hamelin Los principales elementos de la representación, escrito a
comienzos de este siglo contra el Ensayo de Bergson sobre los datos inmediatos de la
conciencia. Veíamos en él la más pura y rigurosa expresión de la actividad del sujeto
consciente para construir el mundo por vía demostrativa. Nos regalábamos con la
lectura del Primer diálogo de Hylas y Filonoe de Berkeley, acusábamos a Descartes de
haberse quedado a medio camino y de haber capitulado ligeramente frente al
realismo en la Sexta meditación y quedábamos desconsolados al constatar que Kant
había admitido lo incomprensible al admitir la existencia de la Cosa en sí = X.
Estábamos sinceramente apesadumbrados por esas inconsecuencias y debilidades
de pensadores a los que admirábamos. En cuanto al empirismo —del que teníamos
un notable representante entre nuestros profesores, el excelente Jean Laporte—
pensábamos que era el producto de una especie de pereza o fatiga del Espíritu.
Paladín de la Razón pura, rompía lanzas contra el realismo académico en los
anfiteatros y contra el materialismo dialéctico en los pasillos...

¿No crees que esta odisea intelectual, cuyo mundo "real" es el de los pensadores
pasados y el de los maestros presentes, así como los agudos problemas que plantean las
ideas y su articulación, necesita ser referida al medio abstracto, bendecido por los dioses,
que forman la universidad y su población? ¿Y acaso no fue esto lo que potenció una carrera
de profesor, la única que permitía esperar que todo seguiría tal cual?

Es cierto que el ambiente que reinaba en filosofía de la Sorbona —sobre todo


en el inicio de curso de noviembre de 1944, tras la Liberación— no hizo más que
reafirmarme en mi decisión de enseñar y poco a poco fui madurando la idea de
presentarme a cátedras (he de señalar a renglón seguido que hubo un estadio
intermedio: la terminación de la licencia de enseñanza, la obtención de mi diploma
de estudios superiores y la solicitud de una plaza en provincias para poder
preparar una tesis doctoral — jsiempre ese deseo de elaborar a toda prisa "mi"
filosofía doctrinal!-). Ya he hablado de la pasión filosófica que animaba al grupo de
estudiantes del que formaba parte. Esta se traducía en cuestiones como, por
ejemplo, la concerniente a los autores y los sujetos filosóficos: no aprendíamos, sino
que nos afanábamos por conocer, aceptando, en este punto, la tradición y los
programas. Llevados por los textos y los temas, apoyados, probablemente, por las
enseñanzas que recibíamos y seguramente animados sobre todo por nuestro deseo
especulativo, estábamos convencidos de que en esta materia había que conocer y
de que este conocimiento era, de por sí, suficiente. De resultas, el éxito en los
exámenes llegaba, como se dice en psicoanálisis a propósito de la curación, como
por añadidura. Por otra parte, es necesario subrayar que la selección, con dos
exámenes anuales y de dos a tres años por licenciatura, era muy escasa: en estas
condiciones un "cate" en el diploma de estudios superiores era algo sonado de lo
que se hablaba con indignación durante mucho tiempo. Por lo que a mí respecta,
como temía que me movilizaran durante el año 45 y, para evitarlo, necesitaba estar
en posesión de un diploma completo, me presenté falsificando los papeles, y
aprobé en el primer año cuatro certificados, entre junio y octubre, consiguiendo, de
esta manera, la licenciatura como libre.

No lamenté el suspenso en el certificado de psicología general, ya que no


había asistido a ninguna clase ni había leído un solo libro de los previstos en el
programa. Me familiaricé durante unos meses con la Gestalt-theorie y obtuve una
brillante calificación en el examen siguiente. Profesores y estudiantes, mediante
pequeñas y grandes complicidades, se ponían de acuerdo, de forma engañosa pero
ciertamente elitista, para constituir un lugar sin penas ni obligaciones. De hecho,
todos aquellos que, por una u otra razón, tenían interés por la filosofía debían, en
circunstancias normales, ser licenciados y diplomados en filosofía y dignos, por
consiguiente, de seguir uno de los dos caminos que se les abrían: el del C.A.P.E.S.
para los que debían ganarse la vida y tenían, por lo general, que hacerse
profesores; para los que disponían de otros recursos, el doctorado de Estado. Así
pues, los diques y la selección se establecían en el momento de las oposiciones.

Tal situación estaba ligada, evidentemente, al hecho de que aún no existían


las masas de estudiantes que vinieron luego y que sigue habiendo hoy. Me costaría
mucho dar una cifra, pero digamos que los estudiantes inscritos en el primer año
(psicología y sociología) eran unos cuatrocientos o quinientos, y de tres a
cuatrocientos los del segundo año (filosofía general, lógica e historia de la
filosofía). Cuando aprobé las cátedras, en 1948, me parece que había, si no me falla
la memoria, quince plazas para "chicos" y cinco para "chicas", a disputar entre
trescientos candidatos. La desproporción es notable. Quedaba, sin embargo, la
solución del C.A.P.E.S. y, en tercer lugar, la ayudantía como licenciado-diplomado,
con la perspectiva de una titularidad. En cualquier caso, al menos durante los tres
primeros años de carrera, no reinaba esa tensión característica de las Universidades
actuales. Nos gustaba ironizar sobre la cultura desinteresada. Nos desenvolvíamos
en ella y, en gran parte, colmaba nuestros deseos. Incluso poníamos en ello nuestro
pundonor. El mandarinato era bien llevado por ambas partes, con elegancia, un
poco forzada a veces, por parte de los mandarines y con una agresividad sonriente,
pero de buena ley, por el lado estudiantil. Había una completa red de afinidades
particulares. Disfrutábamos viendo cómo nuestros maestros daban rienda suelta a
sus rivalidades durante las reuniones del sábado por la tarde, en la Sociedad
Francesa de Filosofía y después en el Colegio Filosófico que animaba Jean Wahl.

Una anécdota para concluir con esta relación estudiantes-enseñantes. A


propuesta de Revault d'Allonnes, que se iba a luchar en la 2 a D.B., había sido
elegido presidente del grupo de filosofía, asociación de ayuda mutua que
organizaba, en un cuartito situado en el desván de la Sorbona, grupos de estudio,
publicaciones de apuntes, que aseguraba la correspondencia con los estudiantes
alejados de la facultad e informaba a los nuevos (un día acogimos en nuestro
miserable despacho del séptimo piso a un soldado del ejército de Africa: era Jean
Daniel que lo recordaría en Le temps qui reste). Había tenido lugar una huelga de
estudiantes, no recuerdo por qué'motivo, y los grupos de estudio de letras habían
decidido sumarse a ella. Se me había encargado dirigir la palabra en un anfiteatro,
y allí me presenté cinco minutos antes del comienzo de la clase de nuestro profesor
de moral, un hombre de mucho empaque y de gran dignidad. Sin duda. Mi
intervención se prolongó más de lo previsto y cuando llegó el maestro y me
encontró ocupando su sitio, se volvió a su despacho. En cuanto terminé, dos
minutos más tarde, me pareció que debía ir a excusarme. Rechazó con viveza mis
excusas y remató con una frase de este tenor (había previstas unas elecciones para
las próximas semanas): "No sabía por quién votar, pero su incalificable conducta
me dicta la mía". Mientras me iba le dije atropelladamente que me alegraba de que
mi presencia le hubiera servido para aclarar su postura. A final de curso vi en las
listas que me había tocado el examen oral de moral con ese profesor. Cuando me
vio caminar hacia él se levantó y, dirigiéndose al bedel le dijo lo suficientemente
fuerte como para que pudiéramos oírle: "Hace unos meses tuve una disputa con el
Sr. Chátelet. ¿Quiere rogar a mi colega el Sr. M. que examine de moral a este
estudiante a fin de que pueda realizar su examen en circunstancias normales?".
¡Elegancia un poco forzada y agresividad de buena ley!

Estaba hablando de las afinidades particulares. Cada profesor tenía sus


fieles que ponían su confianza en él por razones intelectuales o pragmáticas. En
esas relaciones a veces surgían dramas nacidos de la decepción o de "flechazos": yo
mismo, por ejemplo, quedé seducido enseguida por Jean Wahl, aunque no llegué a
comprender la profundidad crítica de su asistematismo hasta muy tarde. La
generosidad de Gastón Bachelard despertaba una adhesión entusiasta y unánime.
Pero no se trata de distribuir ahora premios y menciones. Había profesores más o
menos brillantes, más o menos convincentes, más o menos originales. Nada nos era
indiferente. Claro que, se hablaba muy poco de Hegel y no mucho de Marx. Pero
tampoco se hablaba apenas de Santo Tomás. El ansia de saber se mantenía, por lo
general, en un tono mesurado y retrospectivo. Per nuestra desmesura, nuestra
pasión por la modernidad o por la originalidad compensaba ampliamente esta
moderación.

Recuerdo una conferencia que di sobre "el juicio de la realidad" en la clase


de Jean Laporte, firme defensor del empirismo. Era mi primer año en la Sorbona:
aproveché mi intervención para defender con fogosidad y, probablemente sin
excesivos matices, mi idealismo militante. El auditorio esperaba una ejecución en
toda regla en cuanto el maestro volviera a intervenir sobre el tema y yo mismo
estaba dispuesto a sufrir el martirio. Al terminar mi apología, Laporte, con una
ancha sonrisa, se limitó a felicitarme por la hermosa construcción de mi discurso y
por el vigor, "ya que no rigor", de mi argumentación y añadió que al escucharme se
había sentido rejuvenecer varias decenas de años, cuando recibía las enseñanzas de
M. Octave Hamelin, "el único profesor de los que tuve que nunca me enseñó nada".
También guardo en mi memoria una lección de Gilíes Deleuze que iba a versar
sobre no recuerdo qué tema clásico de la doctrina de Nicolás Malebranche a la luz
de uno de nuestros más profundos y meticulosos historiadores de la filosofía que
había construido su demostración, sólida y apoyada en oportunas referencias, en
torno al principio único de la irreductibilidad de la costilla de Adán. Ante la sola
enunciación del asunto elegido el maestro palideció y hubo de dominarse
visiblemente para no intervenir; a medida que se desarrollaba la exposición la
indignación fue transformándose en incredulidad y después, a la hora de la
réplica, en sorpresa admirativa. Concluyó emplazándonos para la semana
siguiente en que él haría su propio análisis del mismo tema, precisando que no
estaba habituado a tratar los problemas con la maestría con que allí se había hecho
y que en cualquier caso, en lo que a él atañía, no podía "desconocer el gran interés
de hipótesis explicativas de tal naturaleza".

En suma, las relaciones estudiantes-profesores se asentaban en una especie


de complicidad que reposaba, ella misma, sobre una ficción. Unos y otros
fingíamos —esforzándonos por presentar todas las pruebas empíricas de nuestro
artificio— movernos en el espacio de una cultura libre en el que no se imponía
ninguna selección, donde todas las opiniones eran aceptadas con tal de que
mostraran sus fundamentos (es decir, que dejaran de ser opiniones), donde toda
disciplina era consentida por ambas partes. El mantenimiento de esta ficción y su
intensa vivencia era, realmente, lo que nos permitía sacar fuerzas para descifrar y
analizar textos a menudo difíciles, alimentarnos de la abstracción, poner a punto
unas armas téoricas que algunos pensábamos que nos serían útiles en otras
circunstancias, en una actividad de intelectuales militantes cuyo camino nos
mostraban el marxismo, por un lado, y Sartre y Merleau-Ponty, por otro. El
idealismo práctico, común a enseñantes y enseñados, estaba, en el fondo,
alimentado de sentido común y de realismo: los primeros, con toda su buena fe,
estaban convencidos de que nos formaban de tal manera que no podríamos
resistirnos a sus buenas razones y de que al operarse la selección, más adelante,
cuando ellos se retiraran, los mejor dotados de entre nosotros reproducirían a su
vez el mismo saber, con las modificaciones que el relevo de generaciones hiciese
necesarias; y los que por nuestra parte vivían con la esperanza de una revolución
pensaban utilizar la forma y los elementos de este saber para modificar la
tradición. Es probable que esto haya sucedido en todas las épocas de efervescencia.
Hoy, cuando nosotros hemos comprendido ya que la revolución patrocinada por la
Razón clásica y la Ciencia no es otra cosa que una crispación del devenir ¿estamos
en condiciones de promover otro tipo de transformación? De ello habremos de
discutir aquí también.

Ese medio estudiantil tuyo no es el mismo que tu y yo conocemos hoy como


enseñantes. Era, ya se ha apuntado, menos masivo; era también, probablemente, más
homogéneo en su extracción social. Constituía un grupo más consciente de su especificidad
y que desarrollaba unos rasgos psicológicos característicos de esa especificidad. Sobre todo,
un medio protegido como ese, permitía la rivalidad de los valores personales en una pugna
sin riesgo social.

Siento realmente no poder establecer ni la más mínima hipótesis sobre la


extracción social de los estudiantes que conocía de "chez Romeu" y del grupo de
filosofía, de aquéllos con los que me unían lazos de amistad o simplemente de
vecindad en los anfiteatros. A decir verdad, mostrábamos poca curiosidad por esos
asuntos. Naturalmente sabíamos que entre nosotros había algunos cuya familia
tenía dinero: eso se veía un poco en la forma de vestir —en particular entre las
chicas— y en ciertos indicios como el uso esporádico de un coche o el hecho
excepcional de que fuesen a esquiar. Entre los más allegados a mí había muy
pocos. El resto, por lo general, me parecía que tenían un nivel de vida algo
superior al mío: dinero en mano —yo casi nunca lo tuve, salvo en el año 1946, en
que Raymond Bayer, un profesor de conferencias de filosofía que me había tomado
bajo su protección, me encontró una plaza de "técnico" en el C.N.R.S. (pasar a
fichas las definiciones lógicas de Boecio y Casiodoro)—, mejores posibilidades de
comprar libros, mayor desenvoltura frente a los pequeños gastos de cada día. Pero,
lo repito, eso apenas nos interesaba: lo que contaba eran las ideas filosóficas, los
compromisos políticos, el rigor, la gracia, el brío en las discusiones, las
extravagancias, la fuerza crítica, la erudición, la originalidad... En resumen, la
singularidad nos encantaba y disfrutábamos de ella sin agobios.
La libertad de palabra entre chicos y chicas era enorme. Dudo de que
semejante libertad alcanzase a las costumbres. Tampoco de eso puedo decir gran
cosa. Yo, por mi parte, me consideraba como si estuviera casado y durante los
cinco años que pasé en la Sorbona no tuve ninguna aventura, salvo dos o tres
pequeños ligues circunstanciales y breves. En torno mío veía cómo surgían y
desaparecían amores, cómo aparecían celos y tensiones, cómo se organizaban
maniobras de seducción. ¿Qué implicaba todo ello en cuanto a las relaciones
sexuales? No podría decirlo. Me parece, sin embargo, que había dos limitaciones
normales, pero importantes, que se dejaban sentir: la ausencia de un lugar
agradable donde poder hacer el amor y el miedo a tener un hijo. Eramos algo
gazmoños en nuestro comportamiento. ¿Por coacción, por pusilanimidad, por
educación? ¿He sufrido a causa de esta frustración? Teníamos estratagemas que
nos hacían soportable la situación. Pero es cierto que esta limitación que he vivido
con romanticismo y alegría al mismo tiempo, la he pagado más tarde con una falta
de madurez erótica que se correspondía mal con la seguridad intelectual y las
certidumbres afectivas de las que alardeaba y que arruinó grandes amores.

Sin embargo, no quisiera que el cuadro que acabo de pintar indujera la idea
de que formábamos una especie de comunidad. En absoluto. La Sorbona, la
biblioteca de filosofía eran solamente para nosotros un lugar apacible, amistoso en
el que crecíamos, nos encontrábamos a nosotros mismos, nos "simbolizábamos" y
donde recuperábamos fuerzas y también ideas. Pero cada uno —quiero decir: cada
individuo, cada pareja, cada grupo constituido, amistoso o político— hacía una
vida al margen de este lugar. Era, incluso, ese secreto guardado, no revelado lo que
daba encanto y valor a nuestras relaciones. Nadie se habría atrevido a reivindicar
que se instaurara en "chez Romeu" ninguna clase de transparencia. La gazmoñería
sensual iba acompañada de una enorme reserva respecto a la vida privada. Sin
duda Pierre Romeu recibía numerosas confidencias, pero su prestigio se apoyaba
precisamente en su discreción y en su no intervención, y él lo sabía perfectamente.

Me veo tentado de evocar ahora rostros y, por consiguiente, nombres. Sin


embargo temo citar únicamente, al nombrarlos, a aquellos estudiantes que hoy,
treinta años después, son amigos o, al menos, conocidos o autores de mis lecturas.
Y, como quiera que éstos tienen ahora un "nombre" en la literatura, la universidad,
la filosofía, el periodismo, temo que se deduzca de ello que mi memoria divaga a
gusto por las regiones de la celebridad o que soy un ridículo embustero por negar
cualquier carácter elitista al reclutamiento de los usuarios del Instituto de Filosofía
en los años que siguieron a la Liberación...

¿Se puede desmentir el hecho de que la población de la Sorbona, conscientemente o


no, se erigía como una especie de nobleza del mérito? No puedo dejar de pensar que
manteníamos relaciones vividas auténticamente con una comunidad aristocrática. Una
comunidad que ya no existe, puesto que no se comprende cómo hubiera podido sobrevivir a
la masificación, con la destrucción consiguiente de cualquier relación personal entre sus
miembros.

La palabra aristocracia me desagrada. Generalmente lleva aparejada la idea


de una pertenencia predeterminada a un grupo que posee o cree poseer, que, en
cualquier caso, afirma que posee unas cualidades excepcionales que justifican sus
prerrogativas. En cambio, nada de esto existía entre los estudiantes de filosofía, en
general; ni tampoco entre aquéllos de los que se dice que triunfaron. Por lo que
hace a nuestra predeterminación, a nuestros orígenes, podríamos decir sin
equivocarnos que, dentro de nuestra enorme diversidad, teníamos en común el ser
unos privilegiados: privilegiados por tener veinte años en 1945, es decir por no
haber sido muertos por los nazis o aplastados por las bombas, por haber podido
realizar, gracias a nuestras familias, los estudios secundarios, de haber obtenido,
justa o injustamente, el título*de bachiller y, siempre gracias a la ayuda familiar, o
para un reducido número, gracias a las becas (como era el caso de mi novia), de
proseguir unos estudios superiores. Pero estos privilegios no nos conferían
ninguna virtud especial. Había muchos retoños de dinastías de intelectuales. Pero
la mayor parte de nosotros procedía de ese cuarto trastero que la sociología llama
cómodamente la "pequeña burguesía" y, por mi parte, confieso que me cuesta
mucho reconocerme entre esos "herederos" descritos tan a menudo, cuando hasta
el último año de secundaria toda mi biblioteca eran las novelas de la "select-
collecion" que leían mi madre y mi abuela, los diccionarios Larousse y la
enciclopedia Quillet y cuando la única conversación en la mesa familiar eran las
habituales frases acerca de la compra y las dificultades económicas.

Y, sin embargo, tengo el sentimiento de haber tenido la suerte de hallarme


durante este período de agitación, de trajín de ideas —la Francia de la Liberación
—, en ese lugar que era el Instituto de Filosofía de la Facultad de Letras de París.
Podíamos tener grandes aspiraciones intelectuales, entregarnos con frenesí a la
investigación desinteresada, al placer de la invención, en la medida en que —me di
cuenta de ello—, por un lado, nuestros profesores se veían obligados por su
liberalismo a acogernos e incluso a ayudarnos y, por otro, nosotros teníamos la casi
seguridad de que si "trabajábamos correctamente", si aceptábamos el juego de los
exámenes y concursos, tendríamos un puesto de enseñante (mejor o peor
remunerado y situado, según el azar de los resultados) en un plazo razonable. Si
comparo lo que yo viví y cómo viven los estudiantes de diez años a esta parte, esa
certidumbre constituía una ventaja considerable y otorgaba una cierta libertad.
Además, pienso que no es descabellado emitir la hipótesis de que nos
encontrábamos, de hecho, en una encrucijada de múltiples y contradictorias
afirmaciones que hacían de nosotros lectores y polemistas incansables. Si tomamos
mi caso como ejemplo, en 1945-1946 se cruzaban en mí las lecciones académicas y
eruditas que recibía en los anfiteatros, las novedades que lanzaba el "Collége
philosophique"de Jean Wahl, Maurice de Gandillac y Eric Weil, la revolución del
estatuto del pensamiento que proponían Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-
Ponty, las ofensivas de una dialéctica materialista (que no tenía nada que ver con la
machaconería dogmática y moralizante de Garaudy) que estudiaba junto a Tran-
Duc-Thao, Daniel Nat y Pascal Simón, las fantasías poéticas y musicales de un
grupito surrelista que frecuentaba asiduamente, el descubrimiento de Hegel y de
Heidegger, de Kandinsky y Poliakoff, las últimas obras de Igor Stravinski que
dirigía su hijo Soulima en el pequeño Conservatorio...

Y era, sin duda, un privilegio aristocrático disponer empíricamente de esta


riqueza y usarla libremente, como charlar con Gastón Bachelard, desde la salida de
clase hasta su apartamento de la calle de la Montagne- Sainte-Geneviéve, sobre los
méritos comparados de las axiomáticas aritméticas de Peano y de Hilbert. También
es verdad, en cierto modo, que esta situación nos inclinaba a considerarnos iguales
—entre otras razones por esa ficción que manteníamos y de la que ya he hablado
hace un momento— con un puesto particular, unas preocupaciones específicas y
unas tareas que cumplir. Sin embargo, no creo que haya nada de particular en ello.
Lo que me parece vergonzoso sobremanera es el estado de miseria —según la
expresión de los situacionistas— a que han sido reducidos hoy los estudiantes, a
los cuales se les ha llevado, con promesas, hipocresía y amenazas, a aceptar el
control de conocimientos a cada momento de su vida universitaria, se les ha
infeccionado con el virus de la rentabilidad profesional, se les ha sometido a un
encuadramiento de especialidades que acaba con cualquier entusiasmo y con la
libre investigación, se les ha sometido a la estupidez de los criterios pedagógicos...

Para acabar con esta época en la que me reafirmé —a causa del éxito en mis
estudios y de las satisfacciones que me proporcionaban— en mi proyecto de ser
profesor de filosofía y presentarme a cátedras diré que, además de un gusto
inmoderado por la cultura, la lectura y la escritura, además de una desconfianza
inmediata ante las opiniones recibidas y los pensamientos mayoritarios, he
conservado otra cosa: las relaciones de amistad que entonces entablé no se han
visto afectadas en lo más mínimo por las divergencias que hayan podido
producirse en la vida o en los juicios filosóficos, ni por las separaciones
circunstanciales que hayan tenido lugar. Me siento un poco incómodo al hacer esta
observación, ya que nos transporta a esa pensamiento mayoritario que pretende
que las amistades de la patrulla de scouts o del cuartel son indestructibles. Sólo me
queda señalar que, respecto a los comportamientos y publicaciones de los que
fueron mis amigos durante este período, he poseído y poseo una comprensión casi
inmediata de su significado y de su objetivo y que, desde las primeras páginas,
cuando se trata de un libro, atisbo sus planes (casi me atrevería a decir que sus
planos). En consecuencia, abordo el texto a su mismo nivel y con pasión; las
novedades que enseguida empiezo a encontrar me sorprenden tanto más cuanto
que las sospechaba sin conocer su contenido ni su alcance. Me entristece cuando
me deja insatisfecho; si es un éxito me llena de alegría. Es como si tuviera a mi
disposición una lógica singular que me permitiera reconstruir una ilación secreta y
muy mía. Según esto, a mi modo de ver, desde la conferencia de Gilíes Deleuze
sobre la "costilla de Adán" de hace treinta años, hasta el Anti-Edipo y Rizoma
pasando por la Lógica del sentido, la progresión es acertada.

La experiencia más viva que haya tenido al respecto se la debo a Michel


Tournier. Me había encontrado con Tournier en los pasillos de la Sorbona y lo
recuerdo por sus agradables conversaciones y por una amistad que había de
confirmarse cuando las circunstancias me alejaron de París. Enseguida lo perdí de
vista. Sabía a través de relaciones comunes que trabajaba como editor y que
escribía. En veinte años quizás nos hubiéramos cruzado un par de veces o tres,
pero conservaba de él una imagen vivaz. Cuando recibí Viernes o el limbo del Pacífico
lo dejé todo para leerlo. Y, desde la primer página, un recuerdo me asaltó con
sorprendente precisión: Tournier, en medio de un grupo de estudiantes, en una
ocasión en "chez Romeu" que frecuentaba poco, afirmando con altivez e ironía al
mismo tiempo que si alguna vez más adelante escribía filosofía, lo que no era ni
mucho menos seguro, construiría deliberadamente una doctrina solipsista, para
figurar de manera original en el Panteón Filosófico. Recuperé el hilo de la lectura
con más entusiasmo, descubriendo en esta novela la realización maravillosa de un
proyecto largamente meditado. El artículo que escribí esa misma noche traducía
este entusiasmo; era una manera de celebrar nuestros pasados intercambios.

Podría multiplicar los ejemplos de esta continuidad que yo establezco —que


se establece— entre ese hace poco y ahora: en la relación con René Schérer desde
que, dos años después de nuestro encuentro en la Sorbona fue a esperarme en
Orán, hasta nuestro trabajo actual en Vincennes sin olvidar todos los asuntos en los
que entretanto nos hemos visto envueltos y actuado codo con codo; en el hecho,
que considero un signo eminentemente favorable, de que Schérer, Deleuze, Jean-
Frangois Lyotard y yo estemos presentes, reunidos en este departamento de
filosofía y de que, una vez más, nos encontremos "del mismo lado". A pesar de las
separaciones, de las divergencias o disputas pasadas e incluso de las diferencias
actuales (en un dominio que nos preocupa enormemente —el de los juicios
filosóficos—) sigue existiendo un fondo común. ¿Son ese fondo las afirmaciones
que hacíamos entonces y las que hacemos ahora de forma diversa? Creo que es
algo de esta naturaleza a lo que los griegos llamaban filia y que no es ni la amistad
(en cuanto relación de un alma con otra), ni la solidaridad (abstracción positivista).
Esto se aclarará cuando hablemos más pecisamente de filosofía.

Para acabar con la Sorbona, pero no con la amistad, insisto en que esta
biblioteca ha sido para mi un lugar decisivo. A mi regreso a París, en 1955, volví
allí. Me encontré a Mireille Pringent —nos casamos en 1958 y viví con ella hasta el
otoño de 1964— y también al núcleo de la célula comunista de filosofía: tú mismo,
Lucien Sebag, Pierre Clastres, Rafael Pividal (y después a través de Sebag, Félix
Guattari y la clínica de La Borde). Se unieron otros chicos...

En agosto de 1948, cuando se hicieron públicos los resultados de la


oposición a cátedras, supe que realmente iba a ser profesor.
2

CONVENCER

Tras esos años de formación consigues tu primer trabajo en Oran, en el liceo


Lamoriciére del que yo era alumno. Recuerdo tu llegada a MI ciudad que, todo hay que
decirlo, era la única de la Argelia de entonces cuya población europea era más numerosa
que la autóctona. Era de hecho —para quien olvidara que existían Argelia y los argelinos—
una ciudad de provincias cuyas minorías cultivadas tenían sed —con un exceso ridículo a
veces— de todo lo que llegara a París. Y tú venías derecho desde la Sorbona, con tu corona
de laurel de la cátedra... Hablemos de tu encuentro con ese mundo, hoy ya muerto, de la
Argelia "francesa"...

Esos dos años pasados en Orán, seguidos de una estancia de cuatro años en
Túnez, un "período colonial" que coincidió con mis principios en la carrera
profesoral, han tenido, supongo, una gran influencia sobre la forma en que he
concebido mi oficio, pero también en la manera de abordar la actividad política y,
por consiguiente, en mi trabajo filosófico. ¿Por qué Orán? Esa decisión, que
después me llevó a Túnez, la adopté por un capricho. Era habitual que, tras la
proclamación de los resultados, los nuevos catedráticos fuesen recibidos por el
inspector general representante del ministerio en el tribunal calificador para elegir
sucesivamente entre las plazas disponibles, cuyo número disminuía a medida que
se iban cubriendo. De esta manera el inspector general André Bridoux —conocido
como autor de un manual de ética de un candor y conformismo desarmantes— me
propuso una cátedra en el liceo de Amiens. Aunque la ciudad dependía del distrito
universitario de Lille, la proposición era halagüeña y auguraba un pronto regreso a
París. De pronto, ante aquella mesita polvorienta del anfiteatro Descartes, se
apoderó de mí el desánimo. ¿Qué significaban ese título tan envidiado el
matrimonio, la profesión que iba a asegurar mi independencia financiera, si no se
traducían en un cambio profundo? Precisamente porque éramos felices y
estábamos rodeados de buenos amigos, con unas familias a las que Jeanne-Marie y
yo nos sentíamos unidos demasiado unidos, yo deseaba una revolución o, al
menos, una perspectiva más aventurera. Pregunté si había una plaza más alejada.
Sorprendido, Bridoux me respondió que no quedaba más que el liceo Lamoriciére
en Orán, Argelia, precisó. Le pedí autorización para consultar a mi novia y salí
corriendo al patio de la Sorbona castigado por el sol: Jeanne- Marie, que me
esperaba, quedó entusiasmada...

Cuatro semanas después, ya casados, nos instalamos en una habitación de


hotel, amplia e inconfortable, cuyas ventanas daban a la plaza de Armas de la
segunda ciudad de la Argelia francesa, frente al Teatro Municipal, a cinco minutos
del liceo masculino y a diez del femenino donde Jeanne-Marie, tras muchas
gestiones, había obtenido una plaza de adjunta de francés. Comenzaba un período
rico y confuso que era el comienzo de mi aprendizaje.

Aprendizaje de mi oficio, en primer lugar. No me costó poco aprender cómo


dar una clase de filosofía. En este dominio —y sospecho que en los demás sucede
lo mismo— las cualidades formales, la exposición están directamente en función
del valor y de la potencia del contenido. Sólo un contenido frágil exige el artificio
de la pedagogía. Lo que tenía que definir eran los temas que debía tratar para que
"mis alumnos estuviesen preparados para afrontar el azaroso juego del
baccalauréat. Pues si la Sorbona me había enseñado filosofía y me había confirmado
en mi idea de elaborar una concepción personal, no me había enseñado, en cambio,
el programa enciclopédico de los campos de "filosofía y letras" o de "ciencias". No
me había formado para ejercer la profesión. Y me alegré entonces de esa libertad
que se me otorgaba y que me obligaba a hilvanar unas clases sobre las emociones,
la conciencia moral, el deber de las naciones colonizadoras... o sobre Dios
(reemplazado en el programa de "ciencias" por el más modernista de "la idea de
Dios"). Se me ofrecía la ocasión, entonces, de poner en práctica, explicando lo más
indispensable del temario, el verbo crítico.

Siempre me ha gustado dar clases. Pero, para ser sincero, nunca he


considerado del todo como un trabajo el hecho de exponer una cuestión y
argumentar sobre ella, explicar un texto teórico o literario, comentar un cuadro o
una escultura. Conservo, sin embargo, un recuerdo algo doloroso de cierto
miércoles de febrero, estando en el liceo Louis-le-Grand, donde tenía que hablar a
las seis sobre Soulier de satín; al surgir la resistencia de un acérrimo de Claudel
perdido entre los futuros politécnicos, recuperé todas mis virtudes pedagógicas.
Las únicas dificultades que encontré se referían al empleo del tiempo. Las horas
matinales siempre me han desagradado, pues nunca me he podido desprender de
la costumbre adquirida, cuando preparaba las cátedras, de trabajar por la noche
hasta muy tarde (o de distraerme a esas mismas horas); tampoco he podido
habituarme a la campana o al timbre, una coerción odiosa al discurso, que lo corta
cuando comienza a organizarse u obliga a prolongarlo en hueras palabras cuando
ha encontrado su fin natural. Es decir, ¡qué contento estoy en Vincennes donde
hemos conseguido superar esa nefasta disciplina!

Ese placer de enseñar lo saboreé con particular intensidad en Orán. En


primer lugar, evidentemente, porque llevaba conmigo el ardor del neófito; y en
especial porque ponía a prueba el mismo día laclase que había preparado la
víspera y rectificaba, ampliaba un aspecto o recortaba otro en función de la
atención del auditorio y de las preguntas que hacían. Fue allí también donde
experimenté un gozo lógico al que sigo apegado: la definición. Es una empresa
deliciosa partir de una significación confusa y, utilizando el poder incisivo de la
diferencia y la equívoca iluminación de la etimología, llegar a un sentido preciso
que distingue a la palabra y que, al mismo tiempo, le da una fuerza "distinguiente".
Estoy convencido de que las majaderías del pensamiento mayoritario y la falsedad
de los acólitos del poder, aquéllas sosteniendo a ésta que a su vez las fomenta,
tienen su bastión en las definiciones confusas o flotantes. En política, la trivialidad
del sentido común es el terreno movedizo en que el saber aproximativo y
perentorio de los especialistas inscribe las palabras que incitan a la sumisión, que
convierten la obediencia en obligación. Considerándome como poseedor de
conocimientos exactos, me dedicaba con refinado placer — ¿el de la revancha?-, a
torpedear la operación, a cavar minas, a tender trampas. Y me alegraba de la
sorpresa que provocaba entre mis oyentes. Si más adelante, animado por Framjois
Erval, comencé, en el antiguo Express, a hacer periodismo filosófico, fue
probablemente aguijoneado por ese mismo demonio.

He de añadir que los alumnos del liceo Lamoriciére y, pronto me di cuenta


de ello, la ciudad de Orán —quiero decir el centro de esa ciudad, la burguesía
francófona en particular... — constituía un público selecto, fácil y exaltante: fácil en
la medida en que estaba dispuesto a aceptar todo, a gustarle todo de ese joven
parisino que era yo, que llegaba directamente desde la Sorbona y de Saint-
Germain-des-Prés y que, por consiguiente, sabía un rato largo en lo tocante al
último grito del pensamiento; exaltante porque una vez franqueada esa barrera del
snobismo y de la moda, se manifestaba una devorada demanda de cultura. Sin
duda, en el liceo teníamos como objetivo aprobar el baccalauréat; pero bajo el
impulso de una buena mitad de la clase, se había creado un consensus que dio
lugar a que, pronto, el programa no fuera más que un pretexto para filosofar.
Dando la réplica de la influencia que yo pudiera tener, el capellán realizaba un
curso; "en la ciudad" se comentaban los debates que tenían lugar en la clase de
filosofía. Había en Orán un Centro Regional de Arte Dramático: la responsable de
ese centro, Christiane Faure, organizó un acto dedicado a Jacques Prévert.
Pronuncié, pues, una conferencia ilustrada con lecturas de poemas y con canciones
de Kosma en la sala más prestigiosa, la del Teatro Municipal. El local estaba lleno y
los comentarios de la prensa fueron elogiosos. Poco tiempo después un periódico
francés "de izquierdas" ofreció al grupo de profesores del que formaba parte una
doble página semanal para que expresáramos allí nuestras pasiones literarias y
poéticas (confieso que tengo gran curiosidad por releer los artículos que escribía
entonces).

En resumen, que disfrutaba, disfrutábamos -pues los parisinos se reunían


entre ellos y frecuentaban los mismos restaurantes, los mismos cafés, leían los
mismos libros— en nuestro papel de acémilas de la cultura y la situación se
prestaba a ello admirablemente. La vida era agradable, aunque nuestros
honorarios llegaban justo para pagar la cuenta del hotel y para los gastos normales,
nunca pude considerar como una carga o una fatiga el hecho de bajar por la gran
avenida bordeada de palmeras que iba de la plaza de Armas —donde vivía— hasta
el liceo, dar las clases y, concluidas éstas, ir con mis amigos a beber un pastis. Bien
es verdad que frecuentemente tenía que corregir un buen montón de originales,
pero aún no me había cansado de ese trabajo —sin embargo, ya veía venir lo que,
pocos años después, se convirtió en un verdadero suplicio: la redacción de las
conferencias.

Ese mismo apetito por la cultura, esa misma lozanía ante las ideas, ese
mismo respeto un poco ingenuo por el pensamiento, los encontré también, dos
años después, en el liceo de Túnez. Con una diferencia notoria, sin embargo. En
Orán tenía, entre las tres clases colocadas bajo mi responsabilidad,
aproximadamente un centenar de alumnos de los que sólo tres o cuatro eran
musulmanes, muy aislados y aparentemente de grandes familias. No era ese, ni
mucho menos, el caso de Túnez, donde en cada clase había núcleos de alumnos
tunecinos mulsumanes —a los que se unían algunos jóvenes de familias israelitas;
Bourguiba proseguía su lucha contra el protectorado francés, a partir del segundo
año de mi llegada, en 1951, se desencadenó la agitación entre los estudiantes del
liceo—. Desde entonces, en ese contexto, las referencias políticas en las clases
dejaban de ser abstractas; en un sentido más amplio, las opciones filosóficas
adquirían inmediatamente una trascendencia, de tal manera que, al contrario que
mis dos colegas filósofos —que eran de un clasicismo meticuloso— mi
modernismo —yo hablaba de Marx, de Freud, de Sartre— me colocaba del lado del
anticolonialismo. En Orán, entre 1948 y 1950, el materialismo existencial que yo
profesaba tenía una significación puramente ideal y el amor de los alumnos por la
cultura y las audacias contemporáneas se inscribía en la tradición de la juventud
burguesa. En Túnez, en el período candente en que los "fellaghas" cortaban las
carreteras, cuando se producían las huelgas populares o la "Mano roja" asesinaba al
dirigente sindical Ferhat Hached, vi cómo mis clases se partían en dos (sin que la
ruptura correspondiese automáticamente, conviene subrayarlo, al origen nacional
o religioso): por un lado los alumnos que exigían que nos atuviéramos
estrictamente al programa y por el otro los que exigían la filosofía, muy conscientes
de lo que eso significaba.

Puesto que hemos decidido de común acuerdo no tratar de mi trayectoria


política en esta parte de nuestra entrevista, no insisto más. Sin embargo, para no
faltar a la verdad, debo dejar claro desde ahora que el placer que me
proporcionaron los comienzos de mi carrera de enseñante, la enseñanza
propiamente dicha, el éxito que obtuve gracias a la buena acogida que se me
dispensó, la fama provincial que me granjeé como conferenciante, como crítico
literario o comentador de películas en el cine-club, ocultan constantemente el
hecho de que tomaba partido políticamente como sindicalista y como amigo de la
Unión del Manifiesto Argelino. Ya volveré sobre ello. Como también lo haré sobre
el estrecho entrelazamiento que se produjo en Túnez entre mi actividad profesoral
y el apoyo público que presté inmediatamente al Néo-Destour.

¿No fueron tus manifestaciones políticas las que te forzaron a abandonar Orán para
ir a Túnez?

Sí. Sin duda vale la pena contar esa historia. Pero antes de comenzar
quisiera volver brevemente sobre esa sociedad oranesa en cuyo seno hice mis
primeras armas. Entre los privilegios de que gozaba estaba el de que los jóvenes
parisinos que éramos, de implantación esencialmente provisional, aunque nuestra
estancia se prolongara año tras año, estábamos "libres" respecto a ella. Quiero decir
que nuestra profesión de enseñantes no nos imponía ninguna obligación social,
excepto la de garantizar nuestras clases en las condiciones previstas por el
reglamento. Podíamos frecuentar los ambientes que quisiéramos y si éstos hacían
pesar sobre nosotros la reprobación de ciertos medios, se trataba únicamente de un
juicio de orden moral. En cuanto llegamos, mi mujer y yo nos vimos cortejados por
lo que llamaban "la colonia": una familia de grandes terratenientes que, además,
poseían una tienda de lujo en el centro de la ciudad, desplegó sus encantos y su
munificencia para contarnos entre su "clientela". Pudimos asistir a suculentas
comidas francesas, ir de cacería, acudir a la recepción de un bachagha oficial, a medio
camino entre bufón de opereta fabricado por una oficina de turismo y tiranuelo
instalado por el Gobierno General. Las circunstancias y, sobre todo, el poco gusto
por esas mascaradas nos hicieron romper pronto con ese ambiente. Nuestras
relaciones se limitaron entonces a nuestros colegas, a los jóvenes funcionarios,
médicos y abogados agrupados en torno al Centro de Arte Dramático y al cineclub.
Ayudaba a los camaradas, la mayor parte de ellos franceses y al mismo tiempo
funcionarios de la unión local de la C.G.T., y a unos profesores musulmanes a
través de los cuales entré en contacto con la Unión del Manifiesto Argelino...

Gracias a estos últimos y a René Schérer —que enseñaba en la Medersa de


Argel y con el que mantenía correspondencia— conocí a un personaje que me
fascinó e intrigó durante mucho tiempo. Si Khaladi Ben Miloud, jefe de la tribu de
los Armours, cuyo territorio se extiende alrededor de Aín-Sefra, que tenía el título
de bachagha de esta región, vino a Orán a consultarme sobre las posibilidades que
tenía su hijo, alumno mío, de aprobar el baccalauréat. Le aseguré que así sería y me
invitó a pasar la vacaciones de Navidad con mi esposa, René Schérer y Georges
Sallet en Tiout, el oasis donde vivía habitualmente. El personaje me sedujo
inmediatamente. Era la viva imagen del señor del desierto que había alimentado
mis sueños de niño: mientras hablaba gravemente de los progresos de Khaled Ben
Miloud, en el salón del Hotel donde se alojaba Si Khaladi, se me agolpaban las
frases de mis libros de aventuras: "sus finos rasgos, su tez cobriza, sus ojos gris
acero respiraban nobleza y energía... el jeque hablaba nuestra lengua con
refinamiento, pero en sus frases se proyectaba toda la sabiduría de sus
antepasados... su traje tradicional de delicadas telas realzaba aún más la dignidad
de su presencia...". En realidad, Si Khaladi, al que llamábamos pomposamente
"señor bachagha" sin olvidar una sola sílaba, era un verdadero mar de
contradicciones que él aceptaba con una tranquila ironía y del que se esforzaba por
sacar el mejor partido posible para los suyos, es decir, para su tribu.

Rodeado por sus hijos y sus parientes varones, nos hizo en Tiout un
recibimiento a la vez suntuoso y amable. A lo largo de las conversaciones que
mantuvimos durante los largos paseos por el desierto de piedras, por las colinas
multicolores de Aih-Ouarka, por los lugares prehistóricos, nos desveló su
concepción del mundo. El Islam, a su modo de ver, era, más que una religión, una
moral, la mejor adaptada a las condiciones de vida en los confines del desierto y
bajo la dominación colonial; no odiaba a los franceses, se limitaba a juzgarlos
individualmente, testimoniando de buen grado su admiración por los profesores y
su desprecio por los administradores civiles; no ocultaba que había deseado, de
forma un tanto pueril, según confesaba, la derrota de Francia; mezclaba, con un
sentido común que nos chocaba mucho en aquella época, las imágenes de Hitler y
Stalin; declaraba que su único apego verdadero era su tribu y que, si había
aceptado un cargo oficial, era con el propósito de ayudar a los suyos... Estos puntos
de vista pragmáticos contradecían enormemente mi pasión por lo universal. Lo
que no es óbice para que, aun siendo incapaz de integrarlos en mis ideas, les
encontrara un extraño sabor que no se debía solamente al exotismo del contexto.
De esos dos primeros años de "carrera" guardo un recuerdo que me
parecería poco llamarlo positivo. Hoy, sin embargo, ha llegado el momento de
preguntarme si la euforia teórica en la que las circunstancias me habían colocado,
si la ausencia de obstáculos no me habían enraizado en una especie de optimismo
filosófico, de confianza en la Razón de la que me habría de costar mucho
desprenderme y que a veces me condujo a actitudes dogmáticas. Estaba seguro de
mí mismo, y la posición que me había fabricado, hecha de una buena conciencia
que se apoyaba por una parte en mi éxito profesional incontestable y por otra,
como para compensarlo, en el anticonformismo de mis compromisos políticos, era,
sin duda alguna, una muestra de sagacidad. Esta certeza de estar en la vía correcta
de la revolución se vio confirmada por una advertencia que me fue transmitida por
un profesor de filosofía de la Universidad de Argel con el que coincidí en un
examen de baccalauréat en esa ciudad. Me hizo saber que el Gobierno General veía
con muy malos ojos mis actividades políticas —había participado como orador de
un mitin, durante el invierno, en Orán, con motivo de una huelga de estibadores- y
que estaba decidido a solicitar mi traslado a Francia si continuaba por ese camino.
¿Era una amenaza real o había inventado ese asunto para convencerme de que
abandonara Orán, donde pensaba —con razón— que mantenía una amistad
demasiado tierna con una parienta suya? El caso es que cuando recibí de la
inspección académica la propuesta de ir a enseñar a Túnez teniendo a mi cargo el
baccalauréat de Letras y con la seguridad de una plaza para mi mujer en el liceo
femenino, aceptamos enseguida sin dudarlo mucho, ya que el verano anterior lo
habíamos pasado en Hammamet, en Túnez, y habíamos hecho amistades allí.

Ya que hemos entrado en tu carrera, ¿quieres que sigamos en esa dirección y que
añadamos el capítulo tunecino -un momento importante en tu vida— y los demás, la
defensa de tu tesis, tu paso a Amiens y, finalmente, tu regreso al redil parisiense?

Puedo ser breve en lo que concierne a mi vida profesional. Como ya dije


antes, encontré la misma demanda de cultura, la misma pasión por la filosofía y
por las ideas nuevas que en Orán, con la dimensión suplementaria de que una y
otra estaban ligadas a una voluntad política. Indudablemente, esta última no
estaba del todo ausente del liceo Lamoriciére en la medida en que la adquisición de
conocimientos (los filosóficos eran los encargados de dar prestigio a la verdad) era
percibida como una promoción social, promoción que, al menos para una decena
de alumnos de cada clase, era importante. Pero la relación con la política seguía
siendo indirecta (a partir de 1954 estoy seguro de que la situación cambió
profundamente). En Túnez, la sobredeterminación política —como ahora se la
llama— estaba inmediatamente presente. Jeanne-Marie y yo nos instalamos allí
rodeados de una reputación de inconformismo. Este rumor procedía, en parte, del
otro lado del Magreb y, en parte, de nuestras vacaciones en Hammanet, en donde
habíamos puesto de manifiesto una cierta libertad de costumbres —muy normal—
y un gran eclecticismo en la elección de nuestras relaciones, sin preocuparnos de su
nivel social ni de su pertenencia nacional o confesional, ni incluso, añadiría, de sus
opciones políticas. Por nuestra parte pusimos todo el empeño en impedir que esta
reputación se desmintiese.

Realmente, eso no era muy complicado. La clase de Letras, en la que no


seguí ningún programa, me dio la ocasión de afirmar con vigor mis posiciones
filosóficas, de mostrar claramente mi referencia a las doctrinas contemporáneas, en
resumen, de hacer brillar polémicamente —por el hecho de que reunía en mi clase
a los mejores alumnos de la mayor parte de los profesores de filosofía de Túnez—
mi hegelo- marxo-existencialismo de entonces. La participación de los alumnos era
excelente. Y la clase de Terminal no le iba a la zaga a la de Lettres Supérieures.
Recuerdo muy bien a un mocetón que, encajado en un asiento demasiado pequeño
para él, se balanceaba hacia adelante y hacia atrás y que, a las dos semanas de
comenzar el curso, después de dar a leer como ejercicio inicial la primera de las
Meditaciones metafísicas, me refutó, punto por punto, durante treinta y cinco
minutos, la pretensión cartesiana de la duda hiperbólica. Era Lucien Sebag.

En tales circunstancias y dada mi edad —tenía veintiocho años— nos


hicimos amigos. Nos reuníamos los sábados y domingos en Hammamet; fuera de
clase habíamos puesto a punto un sistema de charlas en casa de un estudiante que
tenía un gran apartamento; y precisamente el año en que Lucien Sebag estaba en
Terminal habíamos decidido montar, para representarlo a final de curso, el primer
acto de Diable et le bon Dieu. Había escrito a Sartre y me había dado su
consentimiento. Los ensayos semanales eran ocasión para reírnos como locos, pero
también para debates teóricos que hemos evocado mucho después. Nunca se llegó
a representar: la situación se había agravado brutalmente en Túnez, los alumnos
tunecinos se manifestaron en el liceo —entre ellos Sebag y Jean- Pierre-Darmon— y
fueron puestos de patitas en la calle. Esto sucedía unas semanas antes del examen
del baccalauréat. Algunos colegas míos y yo organizamos inmediatamente clases de
recuperación en un local sindical y fue una hermosa victoria el éxito en el examen
de la mayoría de los candidatos que nuestro "liceo paralelo" había presentado.

El ambiente cotidiano era alegre y movido. Lo exiguo del centro de la


ciudad y nuestra gran entrega nos permitían hacer una barbaridad de cosas.
Recuerdo nuestros seminarios sobre Marx con el geógrafo y sociólogo Paul Sebag,
por las mañanas en el café "l'Univers"; las largas conversaciones con los alumnos y
sus compañeros en ese mismo bistrot a partir de las cuatro y media, las reuniones,
a menudo tempestuosas, en casa de un médico miembro del Partido Comunista
Tunecino, donde el comité de dirección de la Universidad Nueva, del que formaba
parte, discutía el programa de conferencias; las visitas que hacíamos a nuestros
amigos de "l'Essor" cuando esa excelente compañía de aficionados ensayaba una de
las piezas vanguardistas de su repertorio. Aún encontraba tiempo para realizar dos
emisiones semanales en Radio Túnez en lengua francesa, en una de las cuales
explicaba la historia de la canción ligera y otra en la que entrevistaba a los
personajes que venían de paso (desde Jean Marais a Tristán Tzara) sobre la imagen
que habían conservado de su infancia; y luego estaban las fiestas, los suntuosos
cuscuces en casa de nuestros amigos de Bab-Souika y de Sidi Bou Said. ¡Cuánta
energía derrochábamos en esas actividades y qué placer nos proporcionaban!
Olvidaba las sesiones de cine-club del domingo por la mañana que constituían la
cita más importante de los "intelectuales de izquierda", de los alumnos del colegio,
de los médicos y de los abogados célebres.

He dejado de lado los aspectos políticos que también contaban mucho.


Durante este período de cuatro años terminé la primera redacción de mi tesis
doctoral. El mes de junio de 1950 me entrevisté con Jean Hyppolite, que acababa de
ser elegido profesor en la Sorbona. Llevado por la especie de vocación
enciclopédica a la que conduce normalmente el hecho de impartir un curso de
filosofía del programa del baccalauréat, le propuse como tema la "Historia y
significado de la idea de revolución", rogándole que me tutelara. Con gran cortesía
intentó hacerme ver que ese proyecto era excesivamente vasto y que corría el riesgo
de dispersarme. Yo defendí mi tema con tanta vehemencia y testarudez que acabó
por capitular. Accedió a firmar mi papel con una sonrisa que sólo más tarde
comprendí. Cuando emprendí mis investigaciones, comenzando por el principio,
el primer capítulo de la primera parte, a saber, la metabole o revolución según
Platón, me di cuenta de que para comprender el meollo del debate y la
originalidad de la posición platoniana, precisaba estudiar seriamente la historia
política de la Ciudad y, en especial, la de la Atenas democrática. La lectura de las
obras de Gustave Glotz, y de Louis Gernet, me entraron ganas de analizar la
Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides. De ahí pasé a los trágicos, a
Aristófanes, los fragmentos de los sofistas, la Historia de Heródoto... Y me di
cuenta, como preveía Hyppolite, de que ese capítulo inicial iba a constituir toda mi
tesis y a ocuparme durante cinco o seis años. Muy contentos, cambiamos de común
acuerdo el título de la investigación que pasó a ser: La formación del pensamiento
histórico de la Grecia clásica, desde el final de las guerras médicas hasta la batalla de
Queronea. Había perdido la revolución, pero había ganado el trabajar, no ya en la
construcción de una disertación enciclopédica, sino en la elaboración de una tesis,
de una afirmación argumentada con vigor polémico y un objeto teórico.
Mi aislamiento filosófico —no me era fácil discutir de mis investigaciones
con los estudiantes o con mis amigos historiadores y geógrafos— y mi alejamiento
de cualquier centro universitario, me fueron finalmente favorables. Por negligencia
y por gusto me acostumbré —aparte de los libros de historia— a utilizar como
material de mi reflexión los autores griegos en las ediciones bilingües de la
asociación Guillaume Budé o en las traducciones antiguas que consultaba en la
exquisita biblioteca de Soukh-El Attarine. Hacía caso omiso de los comentadores,
de las obras de segunda mano. Comparaba los textos, me interesaba por la filología
y así fue como en esta época conocí verdaderamente el griego. De esta manera
compuse la primera versión de mi libro que hoy lamento haber destrozado. A mi
regreso a París me vi obligado —o me creí obligado— a adoptar las reglas
universitarias referentes al caso.

Hube de asistir al seminario del "laboratorio de investigaciones sobre el


pensamiento antiguo" (sic) y arrastrado por el ejemplo caí en la manía erudita.

Pero apenas me percataba de ello y ese trabajo de compilación de las


diversas interpretaciones de tal o cual aspecto de un texto clásico, lo hice
distraídamente. Así pues, sobrecargué mi texto inicial consistente y lleno de
frescor, con justificaciones ociosas, precauciones y un aparato de notas y llamadas
que no cambiaban nada esencial de lo quería establecer, pero que contribuían a
obscurecerlo. Algunas de las páginas más interesantes dd.Nacimiento de la historia —
título, que debo a Jacques Castier, bajo el que apareció, en las Editions de Minuit,
mi ensayo sobre la formación del pensamiento histórico— me parecen hoy
dislocadas por el peso inútil de los pies de página. Si dispusiera de tiempo para
recomponer esta obra, mantendría la tesis, a saber, que los griegos inauguraron
una cierta manera de hacer la historia y de contarla, a pesar de las resistencias que
oponía su tradición cultural y física y porque inventaron una nueva manera de ser
ciudadano; y sólo haría referencia a los textos de los pensadores de los siglos V y
IV.

He exaltado ya la alegría y la efervescencia de mi existencia tunecina. Eso


fue durante los dos primeros años de mi estancia y quizá el tercero. En mi
recuerdo, Túnez se deshilacha, como si el viento fresco de la primavera y el
perfume de las adelfas fuese barrido por las brumas de febrero y el olor cenagoso
de la laguna. Con el pasar de las estaciones, mis alumnos preferidos se iban a
estudiar a Francia y la nostalgia de París, que hasta entonces cultivaba para
presumir, llegó a hacérseme desagradable. Bruscamente, tuve la sensación de que
carecía de una multitud de acontecimientos, de encuentros y de placeres. En el
liceo y en la Escuela de Altos Estudios donde daba una clase de propedeútica, no
tenía ya nada que probar y estaba amenazado, a falta de una fuente de renovación,
de caer en la reiteración; políticamente, sabía que, a causa de mi estatuto de
francés, no era ni sería nunca más que una fuerza de apoyo, de poco peso en el
momento decisivo. Las sesiones del cine- club se me hacían una carga y el
dogmatismo de los amigos comunistas me había alejado de la Universidad Nueva.

Una vez más, cuando Georges Canguilhem me propuso, en el curso de una


inspección general, una plaza en París, tomé la ocasión por los pelos, como suele
decirse. Sabía que echaría de menos el pueblo de Hammamet y a mis amigos,
Hallous el tendero, Ali Dergel el vendedor de tabaco asmático, M. Slim el escribano
público, la familia Bou Slama, Si Achour el cabaretero, mi compañero Jacques
Gougeon y su tartamudeo aristocrático. Pero, durante las visitas que hacía a París
en fos veranos, había vuelto a ver a Deleuze, Bamberger, Olivier y Claude Revault
d'Allonnes. Había reanudado mi relación con los trotsquistas. La idea de afrontar
un liceo parisiense no me desagradaba. Había conocido a Jacques y Riva
Lanzmann, la pareja me fascinaba y esperaba mucho de su amistad. En seis años
de "colonias" me había convertido casi en un provinciano y regresé a Saint-
Germain-des-Prés en un estado de ánimo ávido, tímido y conquistador. Ese sería
mi mundo. Así lo había decidido. Poco importaba que en septiembre, cuando me
hube instalado en París, me mostrara muy torpe al entrar en el "Deux Magots" o en
el "Village"...

Tomé como un signo de los dioses el hecho de que mi partida de Túnez


coincidiese con el viaje allí de Mendés France, entonces Presidente del Consejo, que
venía a conceder la autonomía interna; veía en ello la realización de una frase
provocadora que solía pronunciar cuando, al llegar al país, me preguntaban qué
pensaba hacer allí; yo respondía: "ser el último residente general". Los dioses son
caprichosos: una gran decepción me esperaba. No juzgué necesario preocuparme
por mi nombramiento y el ministerio me asignó al liceo masculino de Amiens, la
plaza que había rechazado seis años antes. No había recurso posible. Me dirigí
pues a ese montón de ladrillos bien ordenados sobre un barrizal. A pesar de lo
desagradable de levantarse con el alba, del ambiente detestable de un
establecimiento regido por una administración puntillosa, de la regresión que para
mí representaba esta situación, no hubo forma de que los alumnos me resultaran
antipáticos. Aunque era evidente su falta de interés por la filosofía, hacían un gran
esfuerzo para que nuestros encuentros fueran soportables. A pesar de lo
sobrecargado de las clases, de las averías de la calefacción, del clima, del olor a
hollín que de madrugada me perseguía en el trolebús atestado que me subía desde
la estación hasta el altozano donde chorreaba el campus, todos nos hemos reído
mucho entre bostezo y bostezo.
Aquel curso no dormí mucho. Rehusé, horrorizado, la idea de alquilar una
habitación en Amiens. Prefería coger el tren ida y vuelta tres o cuatro veces por
semana. Mis noches —como para desquitarme y para no ceder a la injusticia de la
suerte— las pasaba, con frecuencia hasta el amanecer, trabajando en mi tesis, unas
veces, y las más en parloteos político-literarios, borracheras o partidas de poker.
Incluso en esas condiciones, la política vino en seguida a influir en mi empleo del
tiempo. Durante esas noches febriles y charlatanas se me ocurrió el proyecto de lo
que iba a ser mi tesis complementaria a la que denominaba entonces en los
borradores: significación teórica del marxismo.

René Schérer, cuyos altercados políticos con el Gobierno General se habían


agravado, regresó, también él, a Francia. Juntos emprendimos las gestiones para
poder beneficiarnos de la ayuda del C.N.R.S. y terminar nuestros trabajos. La
ayuda de Jean Wahl, cuya amabilidad nunca se ha visto desmentida, nos fue
decisiva. Habíamos salido de apuros para cinco años. Mandé a paseo las
desesperantes visitas que hacía para conseguir un puesto de adjunto en Lille y, en
cuanto me desembaracé el peso muerto del baccalauréat, me fui a pasar mis
vacaciones a Túnez, contento y feliz, zumbándome la mente de obras audaces que
darían al marxismo de mediados de siglo la base teórica que necesitaba.

Puesto que estamos hablando de mi carrera de enseñante, no diré gran cosa


de los cuatro años que pasé como becario investigador. Cuatro años y no cinco
como era costumbre para los que preparaban una tesis. En 1959 consideré que mis
dos tesis estaban a punto: la principal —la formación del pensamiento histórico-
había alcanzado más de setecientas páginas mecanografiadas y los defectos que le
encontraba (concernían no sólo a la economía del texto —yo era aún hegelo-
marxista—, sino también al aparato demostrativo: sabía que le faltaban uno o más
capítulos sobre Esquilo, Sófocles y Eurípides por un lado, y por otro, sobre los
fragmentos de los historiadores del siglo IV. Es sorprendente que ninguno de mis
jueces me lo reprochara en el curso de la defensa) me parecían ya irremediables; la
complementaria —el ensayo sobre el marxismo, para la que Louis Althusser me
había encontrado un título magnífico, Logos y Praxis— me satisfacía plenamente (y,
en verdad, aún hoy pienso que es una excelente exposición de hegelo-marxismo).
Hubiera podido seguir viviendo hasta 1960 pagado por el C.N.R.S. Pero mi
estatuto de investigador implicaba, aunque nimias, demasiadas obligaciones: Las
sesiones del laboratorio de investigaciones sobre el pensamiento antiguo se me
hacían realmente insoportables. Así que le pedí a Hyppolite que apresurara la
ceremonia de defensa de la tesis. Se decidió que fuera en abril de 1959. En aquella
época mantenía relaciones filosóficas con Kostas Axelos que, también él, había
decidido enfrentarse a un tribunal de tesis, alegrándonos por el paralelismo de
nuestra empresa: dos marxistas heterodoxos presentando dos obras cada uno, una
consagrada el pensamiento griego (Heráclito y la reflexión histórica) y la otra a
Marx (Marx, pensador de la técnica y Logos y Praxis).

Estas dos defensas levantaron gran revuelo en la Sorbona: entonces aún se


respetaba el ritual, incluso en sus aspectos de prueba iniciática; el tribunal,
presidido por Jean Wahl, estaba integrado por Jean Hyppolite, Jacqueline de
Romilly, Pierre-Maxime Schuhl y Paul Ricoeur. Comenzó a la una y media y el
resultado no se hizo público hasta las ocho. Todo marchó bien —quiero decir,
dentro de las reglas de una liza cortés donde cada uno intenta brillar sin que el otro
sufra realmente— hasta la intervención de Schull: Jean Wahl había puesto en
entredicho, mediante algunas fórmulas suaves pero penetrantes, mi racionalismo,
Paul Ricoeur no ocultó lo más mínimo que estaba intrigado y atraído por mi
"hedonismo industrioso", Jean Hyppolite había desmontado sutilmente el
mecanismo de mi materialismo hegeliano y de las dificultades que entrañaba. No
me acuerdo de mis respuestas, que, según me dijeron, estuvieron a la altura de las
críticas. Pero tras el discurso pérfido de Schuhl perdí mis modales: con razón o sin
ella, advertí en él un odio, no hacia lo que había escrito sino hacia lo que yo era; el
deseo de herir, de humillar, de infantilizar era evidente; en esas críticas afloraba
todo el resentimiento de un hombre que me reprochaba no tanto el contenido de
mis afirmaciones cuanto el hecho mismo de ser gozosamente afirmativo. En esa
media hora descubrí una cara de la Sorbona que había tenido la suerte de ignorar
hasta entonces. Sentía detrás de mí al auditorio pasmado por este ataque que
parecía una operación policial. Jacqueline de Romilly que tenía que intervenir
después y que me había prometido, en una entrevista que habíamos mantenido la
antevíspera, un buen varapalo por la ligereza que había demostrado al elegir las
traducciones que utilizaba en mis referencias, desvió sus baterías y se contentó con
algunas amonestaciones afectuosas (ella creía que no carecían de importancia y
procuré tenerlas en cuenta al editar el texto). Fui proclamado digno del grado de
doctor en letras con la mención "Muy honorable", pero sin felicitaciones del
tribunal ni voto unánime. ¡Sólo soy "muy honorable" en un ochenta por ciento!
Hay que agradecer a P. M. Schull su obstinación por hacerme daño: su maldad no
sólo me ha iluminado sino que me hizo permanecer otros diez años como profesor
de liceo, de lo que me alegro, hasta que una feliz casualidad —bajo el rostro de
Michel Foucault— me trajo a Vincennes.

Una vez defendida mi tesis, ya no había ninguna razón para continuar en la


Investigación: solicité ser reintegrado al cuerpo de profesores de secundaria.
Obtuve un nombramiento para el liceo de Saint-Louis. Conocí allí a una población
estudiantil muy interesante y a la que aún hoy sigo ligado: los científicos. Saint-
Louis está especializado en la preparación para las pruebas de acceso a las Grandes
Escuelas científicas, tomando este último término en un sentido amplio, yaque
integra los Altos Estudios Comerciales, Saint-Cyr, la Escuela Naval, etc. El
programa de exámenes prevé, en la buena tradición humanista, una prueba de
cultura general; resumen o explicación de un texto en una breve disertación.
Aprendí, pues, a ser "profesor de peroratas" que es como los estudiantes llaman en
su argot a esta enseñanza. Temiendo salirme fuera de las preocupaciones de estos
alumnos y que no entendieran ni jota, ideé un programa en el que dominaba la
filosofía de las ciencias. Pero enseguida me di cuenta de que, excepto una ínfima
minoría de irreductibles que asistían a clase por obligación y preparaban allí sus
"parciales" de matemáticas, biología o historia, reclamaban algo más sustancioso.
Las consideraciones epistemológicas les aburrían enseguida con una sensación de
bisoñez y esterilidad. Lo que esperaban del profe de peroratas era filosofía y
reflexión política y además estética. Los autores incluidos en el programa estaban,
en general, bien escogidos y tomé verdadero gusto por la explicación literaria.

Desde entonces, he seguido en relación con este tipo de estudiantes. Tras


unos años en Saint-Louis, la inspección general fabricó para mí un curioso servicio:
una clase de Lettres Supérieures en el liceo de Enghien —unos edificios muy
peripuestos junto al lago— y unas preparatorias científicas (cuyos alumnos, de
gran nivel, aspiraban a entrar en la Escuela Normal Superior y en la Politécnica) en
el liceo Louis-le- Grand. Mi enseñanza en Enghien me recordó Túnez: aunque la
pasión por la filosofía era menor el entusiasmo era igualmente vivo. En Louis-le-
Grand el ambiente era severo: el imperativo del examen estaba siempre presente.
Los cuatro grupos que tenía, y tuve hasta 1969, tenían mi clase al final del día, justo
antes de los "parciales". Cada año volvía a encontrarme casi a la mitad de los
alumnos del curso anterior. Y, a pesar de las desfavorables condiciones de trabajo,
casi siempre conseguíamos superar la desgana, el cansancio y los conflictos.
Ciertamente no era fácil de explicar el interés que tenía YOtage a unos muchachos
agotados por seis horas de matemáticas y física y sobre los que pendía la amenaza
de un examen de esta última. Me convencí de que era mejor dejarse de astucias.
Por toda pedagogía, resolví exponerles, intentando justificarlos, mis gustos y mis
manías, lo mucho que detestaba a Claudel y cuánto me gustaba Rousseau, y por
qué. Creo que de esta manera conseguía con frecuencia interesarles en la lectura de
los textos...

Al año siguiente de mi nombramiento en Vincennes, fui elegido por el


consejo de administración de la Escuela Politécnica para el puesto de director de
conferencias que acababa de ser creado. Desde entonces ocupo este cargo —dos
horas de seminario optativo durante un semestre— con un agrado y un interés aún
no desmentidos. Ya que lo que preocupa a esos chicos y chicas -llamados a los más
altos destinos de la República- es precisamente la finalidad de esos estudios que
han realizado brillantemente. Si escogen el seminario de filosofía en vez del de
arquitectura o lingüística es porque quieren responder a esa pregunta tan personal:
¿Qué voy a hacer de esta promoción que toca a su fin y que, en principio, debe
abrirme el camino a toda clase de satisfacciones? Integrando esta pregunta en un
interrogante más amplio sobre el estatuto de la ciencia en nuestras sociedades,
sobre las relaciones del saber científico y del poder social, sobre la naturaleza de
ese Estado sabio del que probablemente formarán parte.

Por consiguiente este seminario es un lugar en que los alumnos tienen la


ocasión de proseguir, formalizándolas, sus discusiones y sus reflexiones
personales. Mi labor, en este asunto, es la de mantener la continuidad de los
debates, suscitar las objeciones o los obstáculos que pudieran olvidar y, sobre todo,
aportarles los conocimientos históricos y filosóficos que no tienen. Es sorprendente
cómo cada año, aunque el contenido temático sea el mismo, el centro de interés se
desplaza: según las preocupaciones del grupo el debate oscila entre dos polos, el
problema propiamente epistemológico del estatuto de la verdad científica y el
interrogante en torno a la función de la ciencia hoy en su relación con el orden
político. Y en los dos casos nos topamos con la pregunta esencial que surge a la
vuelta de cada argumentación, insoslayable: la de la fuerza de la Razón.

Mira por dónde me pongo hoy a filosofar cuando lo que tengo que hacer es
contar. Vamos a acabar con el relato de mi carrera. La clase preparatoria de
primero superior del Louis-le-Grand había quedado vacante y me la confiaron a
mí. Era vecino de René Schérer que enseñaba en la clase de al lado. A él se añadió
pronto su homólogo del liceo Fénelon donde, durante cuatro horas cada semana,
cerca de setenta chicas y cinco o seis chicos en las condiciones más deplorables me
recibían en el aula de costura. Naturalmente también estaban los constantes
ejercicios que había que corregir —y el suplicio de calificarlos— y esa horrible clase
del viernes por la mañana de ocho a diez (pregunté si había alguna posibilidad de
cambiar el horario: el subdirector, un físico muy simpático, me respondió
sonriente, compadeciendo mi ingenuidad, que no era el primer filósofo que hacía
esa misma pregunta, pero que no creía posible modificar un horario que venía
demostrando su eficacia desde 1905). Aún queda por decir que pasé momentos
muy agradables intentando elaborar una enseñanza de la filosofía conforme al
movimiento racionalista y materialista, pero inconformista, y respondiendo a unas
objeciones vivas que ponían en entredicho al inconformismo, poniendo a prueba,
por tanto, mi propia posición, y criticaban, al mismo tiempo, la timidez y la
moderación de dicha posición.
Sin embargo, notaba, en mi auditorio, sobre todo en Louis-le-Grand, una
sorda transformación. ¿Era a causa de ese sentimiento que se iba precisando en mí?
¿Era el peso de mis propias investigaciones, de mis lecturas, de las polémicas en las
que me veía implicado por mi actividad periodística? La cuestión es que alrededor
de los años 1965-1966 estaba cada vez menos seguro, no de mi afirmación
racionalista, sino del protocolo demostrativo y de la argumentación que la
acompañaban. Al final del breve estudio sobre Platón que publiqué entonces, las
tres últimas líneas testimoniaban esta actitud que reforzaron aún más las lecturas
sistemáticas que llevé a cabo en la preparación del Hegel. Me di cuenta de que
había creído, y creído dogmáticamente, en la filosofía de la historia y que debía
explicar y explicarme esta fe.

Sobre este punto y para ser claro voy a tener que dar marcha atrás y trazar
de nuevo, a contrapelo de este relato de las etapas de mi oficio, mi trayectoria
intelectual y la de mis avatares políticos. Quizás ésta antes que aquélla. Por el
momento sólo voy a anticipar que el curso universitario 1967-1968 fue para mí y en
mi misma clase, el de los interrogantes. Me esforzaba por hacer frente a las olas de
incertidumbre que se me venían encima, aferrándome cada vez más al pilar del
materialismo y cada vez menos al del racionalismo. En cuanto a lo que debía
enseñar —pues nunca pude concebir una enseñanza que no fuese una toma de
postura— mi desconcierto era absoluto. En este contexto acogí mayo de 1968 sin
sorpresa y casi sin emoción y, con ese "hedonismo" que había advertido Ricoeur,
recibí la agitación de esos dos meses, agitación en la que tomé parte de buen grado,
como una especie de descanso entre dos actos. El verano que siguió fue, para mí,
febril. Estaba en camino hacia algo... nuevas formulaciones de mi clase, de sus
objetivos. En esta época escribí numerosos fragmentos que han aparecido bajo el
título de Filosofía de los profesores.

La apertura de curso en octubre de 1968 fue vacilante. En el Louis-le-Grand


la tensión era grande y muchos de mis colegas y sin duda numerosos alumnos, no
me perdonaban la actitud que había adoptado durante las semanas de desórdenes.
Comprendo muy bien que se escandalizaran de mi conducta; a mí me ocurría lo
mismo con la suya. Fui una tarde a la Sorbona para asistir a la defensa de la tesis
de Jean- Toussaint Desanti y me encontré con Michel Foucault. Me dijo que se
alegraría mucho si presentaba mi candidatura para una plaza de profesor de
conferencias de filosofía en el Centro Universitario Experimental de Vincennes que
acababa de crear Edgar Faure, Como era el encargado de organizar el
departamento de filosofía, apoyó mi candidatura y fui elegido... En febrero de 1969
comencé a filosofar entre el tumulto de las asambleas generales. Había cruzado la
raya.
3

LA VOLUNTAD DE RAZON

Así pues, de esta manera culmina, antes de tu paso a la universidad, tu carrera


como profesor del liceo más apetecido de Francia: el Louis-le-Grand, donde habrás formado
a algunas de las élites actuales y futuras. Pero quisiera que procediéramos a una reflexión
de conjunto. Has sido indistintamente profesor de filosofía e historiador de la filosofía. No
historiógrafo, sino historiador en el sentido en que esto parece una manera de ser filósofo.
¿Cómo ves tú en su unidad esas tres funciones, esas tres vocaciones: filósofo, historiador de
la filosofía, profesor de filosofía?

Al plantear esta precisa cuestión das forma a un sordo interrogante que me


preocupa desde hace diez años. En efecto, hay como una contradicción entre mi
proyecto declarado y su realización: los textos que he publicado desde 1960, fecha
de aparición del Pendes, mi primer libro editado. Ya he subrayado que desde mi
llegada a la Sorbona quise tener una posición filosófica, si no una doctrina, y que
esta actitud es la que me ha permitido afrontar con optimismo unos programas de
examen o de oposición a veces desalentadores. Siendo estudiante gustaba
burlarme de mis amigos que, siendo sólo historiadores de la filosofía, "se
contentaban, por todo pensamiento, con el de los demás"; y cuando era profesor
me mofaba de los manuales queriendo aludir explícitamente a mis colegas de las
aulas vecinas— que reducían la exposición de un problema a la cronología de las
soluciones doctrinales que se le habían dado "desde Parménides a Jean-Paul
Sartre". Ahora bien, desde el Pericles a la Historia de la filosofía parece que he caído
en el mismo error que denunciaba tan enérgicamente de las obras intermediarias
de la filosofía. El hecho es que nunca he podido desprenderme de una excesiva
atención a la historia, como realidad dramática y como relato. Esta atención,
ingenua al principio, se hizo más técnica tras discutir con Marc Ferro algunos
problemas que planteaba la investigación (discusión que comenzó en Orán y que
no ha terminado), cuando, con ocasión de mi tesis, intentaba comprender el
régimen de la Ciudad griega clásica, contexto empírico y esencia de los textos que
yo analizaba. Una hipótesis sencilla será la de que con la historia de la filosofía
realizaba una síntesis entre mi pasión de la clase de primero: la historia, y la de
Terminal: la filosofía.
Creo, sin embargo, que el asunto es más complicado y que para comprender
este proceso es necesario, como tú propones, intentar reconstruir las razones que
me he dado a mí mismo. Probablemente haya algo de eso, pero soy el último que
puede decirlo. Ya he subrayado que tras haber aceptado la forma filosofica
propuesta por Amadeo Ponceau, mi primer compromiso doctrinal fue el idealismo
absoluto de Octave Hamelin. Había descubierto en los Elementos principales de la
representación el rigor, la transparencia, la elegancia, el espíritu sistemático, la
audacia teórica que, a mis ojos-de entonces, eran propias del proyecto filosófico. El
neófito de la cultura y de la racionalidad que yo era consideraba como una
provocación sublime afirmar que el espíritu era capaz, al margen de toda
experiencia, "de deducir el sabor de una naranja". La exaltación del poder puro y
simple del concepto me parecía la apoteosis de la filosofía. En adelante me convertí
en un ferviente admirador de las teorías del arte por el arte y de su inflexibilidad al
rechazar la sensiblería romántica. Veía en la obra de Hamelin el escudo contra la
molicie intelectual y la efusión bergsoniana.

Formado en la escuela de la psicología metafísica del siglo XIX francés —la


que Jean-Fran?ois Revel llama jocosamente "la filosofía de los Julios" (Lequier,
Lagneau, Lachelier y otros como Boutroux que, por error, se llamaba Émile)—,
confundía intrépidamente lo empírico con lo subjetivo; concebía esto último bajo
los únicos aspectos de la consciencia en primera persona. En otros términos, el
realismo, para mí, no podía ser sino vulgar o, como nos gustaba llamarlo, "cosista".
Al cabo de algunos meses en la Sorbona realicé dos hallazgos: en las clases, el de
Gastón Bachelard, que me mostró cómo, en el trabajo científico, el realismo podía
ser comprendido de otra manera y que si lo comprendíamos como un instante en
la batalla por la inteligibilidad, adquiría una significación filósofica positiva; en los
pasillos la de mis compañeros de la red trotsquista que me dieron a leer las Obras
filosóficas de Marx en la edición Costes y formaron grupos de trabajo donde
comentábamos durante horas las Tesis sobre Feuerbach...

Mi pasión por Hamelin fue barrida por el lirismo realista del Manuscrito de
1844. La fuerza de esas páginas, su estado incompleto, las promesas de plenitud
que encerraban asociadas a esa lógica hecha de vuelcos, en ese estilo a la vez
profético y polémico, hicieron de mí, en pocas semanas, un materialista
convencido. Durante el día, en "chez Romeu" o en Sainte- Geneviéve, leía a Platón,
Descartes, Malebranche, Leibniz y Kant que entraban para el certificado de historia
de la filosofía, y, por la noche, proseguía en mi casa, arrebujado, para luchar contra
el frío, en unas hopalandas verdes que mi madre me había hecho de una manta
vieja, la lectura de los textos de Marx y Engels de que podíamos disponer en la
época y que nos prestábamos unos a otros con aspecto y precauciones de
alquimista. Pronto tuve la certeza de que disponía ahí del punto de vista que me
permitiría avanzar, llegar hasta el final, refutar a los enseñantes de la Sorbona que
consideraba como mis adversarios, René La Senne, filósofo de los valores, o Jean
Laporte, lector empirista de Descartes. He de advertir que esto sucedía entre la
primavera del año 43 y el verano del 45. Hoy me digo que fue una gran suerte
poder leer a Marx y Engels en esas condiciones: por un lado, la historia causaba
estragos por todas partes, la sufríamos, la hacíamos, participando, por muy poco
que fuera, en la lucha contra el nazismo; por otro lado aún no estábamos en
contacto con la plasmación doctrinal del marxismo, con la dogmática jdanoviana
que dominaba en el pensamiento de los intelectuales, de los filósofos del partido
comunista francés. En consecuencia, el primer conocimiento que tuve de Marx fue
desparramado, exuberante y exaltado. Sin duda esta experiencia fue decisiva: ni
siquiera en mi período más "sistematizante" pude considerar que la filosofía de
Marx tuviera un contenido unificado; respecto a la idea de una ontología o de una
teoría del conocimiento marxista, siempre la he rechazado con indignación como
resultado de una desviación, de una revisión especulativa.

Lo que entonces provocó mi adhesión a Marx tiene poco que ver con la
moral o la política. En cuanto a los fundamentos éticos del marxismo —tonadilla
que pronto iba a lanzar Roger Garaudy cuando comenzaba su carrera de jefe boy-
scout estaliniano—, me di cuenta muy temprano, gracias a las discusiones que
manteníamos con los estudiantes del Centro Richelieu, lugar de reunión de los
intelectuales cristianos de izquierda, de que era un hábil subterfugio para
reinsertar a Marx en la tradición, para aminorar la fuerza de su materialismo y
para abrir el campo a esa empresa de desabrimiento académico que ha sido la
marxología, operación en la que se han ilustrado tantos buenos padres. Debo
convenir también en que la política en el sentido de un compromiso militante—
apenas ha jugado papel alguno: presentía entonces de forma confusa lo que intenté
establecer en Logos y Praxis, que Marx había puesto fin a la filosofía especulativa, es
decir, a la idea de la Escuela según la cual la teoría, el discurso de la Razón, es un
lugar puro a partir del cual está permitido juzgar toda realidad empírica y, por
tanto, prescribir conductas, que había convertido a la teoría en lo que es, el
momento discursivo de las prácticas sociales. Pero esta comprensión no implicaba
del todo para mí una adhesión del tipo que fuera a un partido, a una actividad
militante, ni el apoyo a una realidad histórica que habría encarnado al marxismo.
Naturalmente era de extrema izquierda y peleaba, entonces, al lado de mis
compañeros trotsquistas. Pero eso se situaba en otro registro y, en definitiva, no
tenía mucho que ver con mi adhesión teórica al Manifiesto comunista, a las primeras
páginas de La ideología alemana, a la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, a La
cuestión judía y a las teorías del valor y de la mercancía de El Capital.
En cierto modo, por lo tanto, mi marxismo era académico o especulativo. Lo
concebía como un instrumento intelectual de gran fuerza racionalista, como la
única perspectiva racionalista capaz de realizar una apropiación de lo real por
medio del concepto. El resto lo ponía entre paréntesis, quizás porque pensaba que
las transformaciones de lo real vendrían por sí solas una vez ganada la batalla de
las ideas. En resumidas cuentas, vivía en el barrio Latino -en el ambiente de euforia
que siguió a la Liberación pese a,la miseria en que nos hallábamos, y a los relatos
cada vez más atroces que nos llegaban de Alemania, Polonia y de los territorios
que habían caído bajo el yugo de los nazis— y lo que me preocupaba era armar el
materialismo de Marx con un aparato de ideas que le permitiera vencer a sus
adversarios: la tradición espiritualista de la Sorbona, el cristianismo militante, el
idealismo. Esta voluntad de derrotar al idealismo en su propio terreno, en el
campo definido por la filosofía clásica, me condujo, por no sé qué artimañas del
deseo, a dos actitudes complementarias.

Por un lado, transformaba mi placer en deber. El estudio de los textos que


estaban en el programa, que iban de Platón a Kant, y que sólo se prolongaban en la
historia para los autores franceses, siempre me había proporcionado mucha
satisfacción. Esta vez tenía una justificación: puesto que se trataba de vencer al
adversario espiritualista, había que reconocerlo y conocerlo con exactitud.
Reconocerlo, pues no era del todo seguro que careciera de contradicciones o de
argumentos que "nosotros" pudiéramos aprovechar; conocerlo, para mejor
refutarlo. En consecuencia, me aplicaba con más ahínco en mis tareas universitarias
con un objetivo que me fortalecía y canalizaba mi atención. Por otro lado, pronto
encontré el medio para teorizar más antipatías. Algunos estudiantes de filosofía
afiliados entonces al P.C.F. no eran amigos míos: los encontraba desagradables, tan
insistentes, tan despreciativos, mediocres en sus estudios y, por supuesto, de un
dogmatismo enervante; y, además, mis relaciones con los trotsquistas hacían que
me consideraran como enemigo. Cuando el Partido decidió lanzar una gran
ofensiva ideológica y abrió las hostilidades contra el Centro Richelieu y contra la
fuerza en auge del existencialismo, se subió a horcajadas sobre los grandes caballos
del materialismo dialéctico y desplegó todo el aparato jdanoviano. Dio comienzo
entonces, en las salas de conferencias de los distritos V y VI, una apologética
tediosa que desgranaba una detrás de otra las citas de los padres fundadores, de
Marx a Stalin, para demostrar que la ontología dialéctica y materialista era
confirmada por las ciencias, que el socialismo tal como lo había construido la
Unión Soviética era el remedio de todos los males, que la política del P.C.F. era la
garantía de la moralidad pública y privada de una Francia sana y vibrante con el
canto de los trabajadores y el parloteo de los niños, que el Shostakovich ortodoxo
era el único que merecía ser interpretado y que Stravinski expresaba la decadencia
capitalista, que el realismo socialista era el canon mismo de la belleza... Quedé
indignado. El rostro que, de esta manera, se ofrecía del marxismo, me llevó a tomar
partido enérgicamente en las discusiones que manteníamos en la Sorbona. Fue la
ocasión para expresar mi desacuerdo con el materialismo dialéctico y, en general,
con la idea de que el marxismo era una ontología, un desacuerdo que avocó a la
ruptura con los trotsquistas. Pues yo no aceptaba que hubiese una dialéctica de la
naturaleza —nunca llegué a comprender cómo se puede decir que el + y el — son
dos términos contradictorios y que el ciclón y el anticiclón son realidades
antagónicas; que se pueda borrar de un plumazo el movimiento filosófico clásico
calificándolo de idealista, a Kant reprochándole su agnosticismo y a Platón
tratándolo de "filósofo reaccionario y místico, enemigo de la democracia y de la
ciencia"; que se tenga la desfachatez —como hacía Garaudy en El marxismo es un
humanismo— de presentar la revolución socialista como el medio eficaz de realizar
los ideales del Trabajo, la Familia y la Patria. Pero la miseria teórica y la estolidez
moralizante del jdanovismo no consiguieron apartarme del marxismo. Ni el
existencialismo tampoco. Yo había leído El Ser y la Nada en cuanto apareció; había
asistido a las primeras representaciones de Las moscas; me había deleitado con la
lectura de El muro y de La náusea (aunque siendo como era lector asiduo de Gide y
de Proust la consideraba una escritura pesada). La novedad de la empresa y su
tono me impresionaban. Sin embargo no podía suscribir teóricamente una filosofía
del Cogito —ni aún pre-reflexivo—. Por una parte, no podía dejar de inscribir el
pensamiento de la existencia en el movimiento, nacido en el siglo XIX, de Maine de
Biran, que instituye el privilegio de la persona (sobre este punto la Crítica de la
razón dialéctica, por ricos y penetrantes que fuesen sus análisis de detalle, no me ha
hecho cambiar de opinión); por otra parte mi racionalismo de entonces me impedía
reconocer la importancia de las zonas de sombra en las que se deleitaba Jean-Paul
Sartre (sobre este punto he cambiado completamente de opinión). Sin embargo, ese
rechazo teórico —que se fundaba sobre la oposición entre teoría y descripción— no
impedía en absoluto que el vigor carnal que vehiculaban los textos de Sartre y de
Merleau-Ponty, y pronto Los tiempos modernos, me marcara más de lo que yo creía.
De hecho éramos muchos los que recusábamos el existencialismo como filosofía y
al mismo tiempo nos adheríamos con más entusiasmo del que mostrábamos en los
debates políticos al estilo de esta doctrina que quería estar presente en el campo
literario, teatral, artístico y cinematográfico. ¡Muy bien hecho! Frente a una
enseñanza que demasiado a menudo se volvía hacia el pasado como pasado, frente
a una ortodoxia marxista que no hacía más que balbucir las citas de los libros
sagrados, nosotros recobrábamos una filosofía en presente.

Durante semanas debatimos, en el grupo de filosofía, las Aventuras de la


dialéctica. Sin duda no lo hicimos lo bastante ya que muchos, bajo los rigores de la
guerra fría, se incorporaron al estalinismo y yo mismo caí en otra trampa, la del
hegelo-marxismo. En cualquier caso, hoy estamos en condiciones de medir la
influencia secreta que ejercieron sobre mi generación de filósofos unos escritos que,
con más o menos acierto, se afanaban por recobrar la densidad de la vida y
sostenían que su tarea era la de analizar la estructura del comportamiento,
reflexionar sobre el sentido político actual de los procesos de Moscú y descubrir la
fuerza expresiva de los paisajes de Cézanne. Y cuando pienso en ello creo que
deberíamos haber descubierto en aquella época el alcance del hecho de que el
equipo fundador de Los tiempos modernos se disgregara rápidamente, de que no
surgiera de ahí ninguna doctrina, de que no haya habido "merleaupontismo", y que
sin embargo la influencia de su pensamiento se haya dejado sentir en muchas
partes y que Jean-Paul Sartre no haya podido ser nunca contenido dentro de un
punto de vista.

Sin embargo, el hecho que destaca en mi formación es el descubrimiento del


hegelianismo. La defensa de la tesis de Jean Hyppolite, en 1946, fue un
acontecimiento. Pronto, Hegel iba a figurar en el programa de la licenciatura y de
cátedras. La Fenomenología del Espíritu ocupaba su lugar entre los textos clásicos.
Ese fue el regalo de boda que me hizo Pascal Simón —admirable compañero,
filósofo y militante trotsquista que moriría unos años más tarde— cuando me
embarcaba para Argelia. Pero para mí, la lectura determinante, la que me permitió
abordar el texto de la traducción de la "primera parte-introducción" del Sistema,
fue la Introducción a la lectura de Hegel de Alexandre Kojéve. Gracias a esas lecciones
pronunciadas en la Escuela práctica de Altos Estudios, entre 1933 y 1939, ante un
auditorio entre el que se hallaban, se dice, Jacques Lacan, Raymond Aron, Bernard
Groethuysen, Alexandre Koyré y algunas otras mentes de la época, ordenadas y
editadas por Raymond Queneau, entré, como suele decirse, en el prodigioso
compendio del Maestro de Berlín. Las primeras páginas de este libro -donde se
exponía la dialéctica del deseo humano, preliminar de la lucha a muerte de la que
surgirá la oposición irresuelta del Amo y el Esclavo— significaron durante largo
tiempo para mí, paralelamente a la demostración platoniana del Gorgias y a los
párrafos iniciales de la Política de Aristóteles, el principio que permitía definir a la
vez el ser-del- hombre y el ser-para-el-hombre. Yo trasladaba minuciosamente
sobre mi propio ejemplar el plan de la Fenomenología propuesto por Kojéve y
quedaba entusiasmado por la transposición explicativa en términos históricos que
en él se hacía.

Un encuentro acabó de convencerme del hecho de que con Hegel la filosofía


clásica encontraba su remate y culminación: el de Eric Weil. Este encuentro se sitúa
en el curso del año 1946-1947 y se lo debo a Jean-Pierre Bamberger. Desde las
primeras conversaciones, en las que mi participación fue modesta, tuve el
convencimiento de que este hombre de pequeña estatura pero robusto, siempre
sonriente y un poco jadeante, que hablaba con un fuerte acento una lengua de un
admirable clasicismo, era la encarnación del Saber —y que él lo sabía—. Hablaba
de todo con una precisión, un rigor y un alarde de conocimientos que me dejaba
pasmado. Bamberger y yo lo hemos visto en los Alpes, donde pasábamos los meses
de verano en su compañía, platicando con leñadores del lugar sobre la tala de
árboles. Había algo reconfortante e irritante al mismo tiempo en esa seguridad
tranquila. Reconfortante, porque tenía ante mis ojos, empíricamente realizado, la
imagen del Sabio tal como los Antiguos la habían imaginado y en la que Hegel se
había fundado para desarrollar el concepto: el que, mediante la utilización del
discurso legitimado, sabe pasar, a propósito de una cuestión singular, al principio
universal que permite responderla y actuar con conocimiento de causa; irritante,
porque el sabio era de natural inseguro en la vida cotidiana. Quizás haga mal en
decirlo, pero conmigo Eric Weil mostró siempre una gran paciencia: habíamos
convenido en que durante el año en que preparaba las cátedras podría consultarle
—a través de una conversación telefónica o personalmente— sobre cualquier
dificultad intelectual que encontrara. Mantuvo esta promesa más allá de lo que
podía esperar y a él, tanto como a Bachelard, a Alquié y a mis amigos Revault
d'Allonnes y Pascal Simón que me acogieron en su grupo de trabajo, debo el haber
aprobado las cátedras sin dificultad. Recuerdo, en particular, la manera que Weil
tenía de leer a Aristóteles, devolviéndole el frescor y la inmediatez al texto y por
tanto haciéndolo directamente inteligible: la pesadez de la traducción latina y del
comentario escolástico se desvanecían y se desplegaba una concepción cuya
sutileza lógica era expresión de la complejidad del orden real.

Eric Weil, tras haber defendido su tesis en 1950, Logique de la Philosophie, que
es ciertamente, en la perspectiva de la filosofía especulativa, la obra más profunda
que se haya publicado en lengua francesa desde hace cincuenta años, no consiguió
un puesto en la Sorbona. Ha enseñado en la Universidad de Lille y después en la
de Niza. Lo volví a ver en un congreso que se celebró en esta última ciudad en el
verano de 1969. No había cambiado. Sin duda le habían predispuesto en contra
mía y sólo me dirigió la palabra de forma protocolaria. Me apenó mucho. Es cierto
que él no podía admitir —en ninguna lógica de la filosofía- las posiciones a las que
yo había llegado y sobre todo la imagen que divulgaban de mí en la Universidad.

Además esas primeras conversaciones con Eric Weil me confirmaron en mi


hegelianismo, que no separaba de mi marxismo. También eso tendré que
explicarlo. Pero antes, debo mencionar a un segundo pensador con quien tuve la
oportunidad de discutir una decena de años más tarde y cuyo recuerdo continúa
fascinándome. Durante mi estancia en Túnez conocí a una estudiante de la
Sorbona, Wanda Wilkils, una maravillosa joven de origen ruso, mezcla inestable de
delicadeza y arrebato, que había ganado una cátedra y estaba casada con un jurista
tunecino, Ali Bannour. Ali había nacido en una familia campesina del Sur, muy
pobre. Había conseguido hacerse profesor y después se había licenciado en
Derecho. Uno de los hombres más exquisitos, bromistas y cultivados que yo haya
encontrado. Durante un breve período —la libertad de conciencia de Bannour no le
permitía más— Bourguiba le confió importantes responsabilidades en la
organización de las relaciones económicas internacionales del Túnez
independiente. Recorría el mundo y sus viajes le llevaban con frecuencia a París: en
cada una de sus visitas nos veíamos.

Una mañana me telefoneó para convidarme a cenar esa misma noche,


diciéndome que iba a conocer a "alguien". Me esperaba en el vestíbulo de un hotel
del bulevar Saint-Germain y me introdujo en una habitación donde nos esperaba
un hombre esbelto, de cabellos grises y rostro afilado. Ali me presentó y anunció,
encantado por mi estupor: "Alexandre Kojéve".

Se habían conocido en unas reuniones de economistas y el príncipe ruso


convertido en experto internacional se había encariñado con el joven diplomático
tunecino. La cena fue apasionante: Kojéve,que adoraba hablar y seducir, nos
explicó los complejos problemas que debía resolver en el desempeño de su
función. Lo que me llamó la atención no fue tanto el encabalgamiento de las
cuestiones que planteaba la organización económica del mundo, como la referencia
constante que el profesor de la Escuela de Altos Estudios hacía a la tradición
Filosófica: Aristóteles, para los procedimientos retóricos que debía utilizar en las
reuniones de especialistas y, sobre todo, Hegel. Las conversaciones que fuimos
manteniendo después me convencieron de que Kojéve había escogido el otro
camino. Seguro, como Eric Weil, de que en lo esencial Hegel tenía razón, había
decidido después de terminar la guerra, en vez de enseñar el hegelianismo
adaptándolo a las circunstancias y a la terminología contemporáneas como hacía el
autor de la Logique de la Philosophie, ser, según el programa definido por el Maestro
de Berlín, un funcionario de la humanidad. Se había impuesto la misión de hacer
avanzar la realización del Estado Mundial. Pues creía, con toda seguridad, que el
Estado Mundial tenía que llegar —en el doble sentido hegeliano de la necesidad
lógica y de la exigencia ética—, Y que con este Estado se instituiría la sociedad
transparente. Reflexionaba con la mayor seriedad sobre cómo sería y lo que haría el
ciudadano de dicha sociedad. Realista como era, se contentaba con hipótesis que
exponía en discursos elegantes y rigurosos. Conservo el recuerdo de su animación
una tarde en que Ali Bannour y yo fuimos a buscarlo a Orly, a su regreso de Japón.
No cesaba de hacer comentarios elogiosos sobre el modo de vida japonés. Nos
habló de la geisha con la que había vivido algún tiempo —¿algunos días? ¿algunas
horas?— de sus cánticos, de los baños perfumados que le preparaba, del té que le
servía; y acabó su relato con esta frase: "Era tan maravilloso que ni siquiera hicimos
el amor". De esta experiencia japonesa extrajo la nota que figura en la segunda
edición de la Introducción a la lectura de Hegel en la que explica que la civilización de
la transparencia ha de ser necesariamente snob, ocupada en actividades
improductivas de las que dan una idea el arte de los ramos de flores o el ritual de
la ceremonia del té de los japoneses. Yo añadiría que entre esas actividades estaría
también ese extraño y atractivo análisis del devenir del pensamiento que Kojéve
escribió mientras estaba enfermo y del que se han publicado después de su muerte
tres volúmenes bajo el título de Histoire de la philosophie paienne.

Volvamos atrás. Intentaba comprender por qué el doctrinario que yo quería


ser se hizo historiador e invocaba en primer lugar mi adhesión al hegelianismo. Y
ahí me tenéis como hegelo-marxista el año en que gané la cátedra, en 1948, y hasta
aproximadamente 1964-1965, naturalmente con algunos altibajos.

¿A qué certidumbres fundamentales se vinculaba esa concepción, sobre qué


bases construía mis cursos, acerca de qué había escrito mis dos tesis? ¿Qué
"monstruo" había construido que permitía cohabitar o instalar en la continuidad a
dos pensamientos de los que se sabía perfectamente, tanto por la historia
académica como por el marxismo ortodoxo, que eran antagónicos, por idealista
uno y por materialista el otro? En realidad es precisamente el rechazo de esta falsa
oposición, de esta contradicción ininteligible, lo que constituía el eje de mi punto
de vista que yo fundaba sobre una idea decisiva de Marx, impulsada ella misma
por el realismo hegeliano. Debo subrayar que sobre este punto no he cambiado ni
me desdigo. No es que yo hubiese aceptado entonces la solución propuesta por
Eric Weil que considera que el trabajo de Marx es una aplicación de la filosofía de
Hegel a la problemática económico-política y que el "materialismo" del primero
resulta precisamente de la óptica empírica que se vio forzado a adoptar. Yo
mantenía —y mantengo aún— que es una majadería la fórmula, repetida tan a
menudo, del Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía alemana, según la cual lo que
cuenta para una doctrina filosófica es su comienzo y que tenemos que elegir entre
dos enunciados contradictorios, el que postula la anterioridad lógica, ontológica y
cronológica de la materia con relación al espíritu y la que invierte esa relación y
pone en primer plano al espíritu. Engels añade que se trata de dos postulados. En
rigor esos dos enunciados no quieren decir nada, ya que en dicha formulación
materia y espíritu sólo se definen el uno en función del otro. Se trata, pues, de lo que
Kant denunció como ilusión de la Razón, es decir, una expresión sin disfraces del
pensamiento especulativo, de un pensamiento que se concibe como reflejo de lo
que es.

Desde La ideología alemana (y en la Primera tesis sobre Feuerbach), en las


críticas que desarrolla contra el materialismo del siglo XVIII, Marx definió como
punto de su ruptura con la tradición el hecho de que la materia no podía ser tenida
como una idea general que se obtiene por abstracción de la representación. Y, en
efecto, si nos colocamos en ese terreno que, lo repito, es el de la especulación, no
saldremos jamás del vaivén del idealismo al materialismo y viceversa, ya que el
primero, como Descartes a propósito del trozo de cera o como Merleau-Ponty a
propósito de la nebulosa de Laplace (ésta, decía más o menos, no está detrás de mí
en el pasado del ser, sino ante mí en mi horizonte cultural) puede siempre
demostrar que la afirmación de la anterioridad de la materia presupone la
actividad del espíritu, y el segundo puede replicar a su vez que la actividad del
espíritu presupone una realidad objetiva que la sostenga. El juego de espejos, la
querella proseguirán indefinidamente y, si nos quedamos ahí, Kant zanjaría el
problema definitivamente.

La afirmación materialista, según el Marx de La ideología alemana que parece


bastarle, ya que no volverá sobre ese punto —el error que cometió y que prueba
que no se tomó bastante en serio el debate teórico y que se contentó cada vez más
con argumentos "propagandísticos", fue el de abundar en el sentido de las
elucubraciones de Engels—, es que el dato insoslayable, el que debemos mantener
constantemente en el horizonte de nuestras investigaciones, sin el cual nos faltaría
lo que es importante para las sociedades humanas, es la práctica material,
indisolublemente corporal, social y verbal, que asegura la producción y la
reproducción de la existencia en el seno de la materialidad indisolublemente
natural e histórica. Esta afirmación materialista la podemos presentar de otra
forma, como el momento discursivo de la práctica que se reconoce por fin como
práctica de transformación de la realidad natural y de las relaciones sociales,
práctica en el interior de la cual se desarrollan y se inventan todas la actividades
colectivas e individuales.

En esto consistía para mí la originalidad filosófica radical de Marx que hizo


de él el primer pensador de la era postespeculativa, el que, tras la culminación
hegeliana, había definido el nuevo estilo de ejercicio del pensamiento racional. Eso
implica, evidentemente, que estaba de acuerdo con Eric Weil y Alexandre Kojéve
en considerar que con la Ciencia de la lógica de Hegel acababa un tipo de filosofía —
la filosofía stricto sensu— que había comenzado con los sofistas, Platón y
Aristóteles. Pensaba —y sigo pensando— que es de una ignorancia supina calificar
a Hegel de idealista, en el sentido en que se dice (en que Kant dice) que Descartes y
Berkeley son idealistas. A mi modo de ver —y sigo manteniendo este punto de
vista— la oposición de Hegel y Marx no radicaba en absoluto en el hecho de que
aquél hubiera hecho caminar al hombre sobre su cabeza y éste lo hubiese vuelto a
colocar sobre sus pies —según la tontería escrita por Marx en el segundo prefacio
de El Capital—; esa oposición venía claramente expresada en el pequeño texto "de
juventud" titulado Crítica de la filosofía del Estado de Hegel: El Maestro de Berlín
defendía la idea de que el Estado moderno se constituía más allá y fuera de las
prácticas sociales, que instituía una especie de práctica transparente y racional por
definición que le confería el derecho de administrar la sociedad; el polemista de "la
Gaceta renana" manifestaba que el Estado no es algo separado más que en
apariencia, que es el momento teórico de prácticas sociales específicas y que la
administración que instala es la práctica consecuente con ello. El idealismo
hegeliano, si es que lo hay, consiste en la afirmación de la idealidad del Estado: el
materialismo de Marx en la afirmación de la materialidad del poder que se inscribe
en el cuerpo a cuerpo de las relaciones sociales. Sobre este punto no ha cambiado
mi perspectiva.

Considerando el marxismo de esta manera, se comprende mi indignación al


ver que los "grandes" debates filosóficos en que se había enzarzado el marxismo
oficial abordaban la cuestión de si los aminoácidos, síntesis de dos contrarios,
ácido y base, aportaban una prueba de la verdad de la dialéctica de la naturaleza.
Mi indignación se transformó en hilaridad cuando leí la tesis de Garaudy, Théorie
matérialiste de la connaissance, y vi que el primer plano de la escena filosófica estaba
ocupado por el conflicto de dos mediocres ilusionistas, Garaudy y Teilhard de
Chardin. Y fue ya el colmo cuando Kanapa lanzó la teoría de la ciencia proletaria,
estableciendo, con el dogmatismo gesticulante que utiliza en cada una de sus
palinodias, que, desde Mitchourine y Lyssenko, los árboles frutales de Georgia
crecían en función de leyes naturales "más humanas y más justas", diferentes en
cualquier caso de las que regían para sus congéneres de California. Cuando me
afilié al Partido Comunista Francés, a comienzos de 1955, —también he de contar
este episodio— me llamaron enseguida de la redacción de La Nouvelle Critique.
Publiqué dos artículos nada brillantes; y ya no hubo más, porque las correcciones
que Kanapa había efectuado en el segundo de ellos sin avisarme provocaron una
discusión que acabó a tortazos bajo la bondadosa mirada del retrato de Maurice
Thorez, en el despacho de la dirección del bulevar Auguste-Blanqui.

Las investigaciones que había realizado para el ensayo sobre los


historiadores griegos me habían encaminado en una dirección completamente
distinta. Y el ejemplo de la seriedad de Jean-Pierre Vernant, de Máxime Rodinson,
de Jean-Paul Brisson y de algunos otros investigadores que pertenecían a mi
misma célula me sirvió como acicate. Leyendo y releyendo la explicación que da
Tucídides de la génesis del imperialismo de la Atenas democrática en el siglo V,
criticando las interpretaciones y los comentarios que se habían hecho de esta
explicación, llegué a la idea de que la determinación "en última instancia" de los
comportamientos políticos por la infraestructura económica constituía menos una
solución que un índice de cuestiones que era indispensable volver a formular cada
vez en términos históricos precisos en función de la coyuntura histórica
examinada. De esta manera pude liberarme rápidamente de lo que el materialismo
histórico tenía de forzado y no dejé de encontrar en los textos de Marx las citas que
me autorizaban a la mayor flexibilidad.

He aquí pues, muy brevemente, el aspecto de lo que he llamado mi hegelo-


marxismo. Ciertamente me he callado lo esencial de lo que lo constituía y que es
precisamente aquello en lo que he cambiado. Tras esta doctrina abierta, que
probablemente está en parte en los textos de Marx, hay una osamenta que es
precisamente la de la filosofía de la historia. A comienzos del año 1956 había
escrito un artículo para la Revue de psychologie consagrado al tiempo de la historia.
Cuando lo releí encontré expuestos en él de forma ingenua los presupuestos que
admitía entonces como incuestionables. El supuesto central era que en el fondo y a
pesar de las múltiples "sobredeterminaciones" que pueden surgir, el devenir de las
sociedades humanas está sometido a una necesidad única y unificada y que la
búsqueda de la inteligibilidad nos remite siempre al esclarecimiento de una
configuración de acontecimientos o de una instancia real que han producido
efectivamente la situación considerada. Al admitir la validez de las dos fórmulas
aceptadas en común por Hegel y Marx: lo real es racional (en sentido efectivo para
Hegel, en un sentido al menos programático para Marx) y: lo que es sólo es aquello
en que se ha convertido, confundía, en buena filosofía de la historia, inteligibilidad
y racionalidad. Yo presuponía como indispensable para la elaboración de un
conocimiento satisfactorio una adecuación entre el proceso real de transformación
de las sociedades y el desarrollo de la racionalidad social. Aunque me resistiera a
ello, creía en el progreso. Sin duda, lo concebía, como Hegel y Marx, dramático,
susceptible de demoras y retrocesos. Sin embargo, aunque citaba con gusto la
famosa frase de Marx: "el porvenir es el socialismo o la barbarie" para indicar que
hoy es necesario combatir, no me percataba, por un lado, de lo que este enunciado
podía comportar de necesitarismo abstracto, y, por otro, que, si lo aplicaba al
presente, no podía ocurrírseme dudar en ningún momento de que en el pasado, en
algún lugar, en el mundo y en el tiempo, un pueblo (versión hegeliana) o una clase
o fracción de clase (versión marxista) no hubiese realizado o preparado la victoria
de la fase racionalmente superior sobre la fase inferior. En suma, estaba dominado
por la ilusión retrospectiva de la necesidad. Y como ésta no dejaba de plantear
problemas en cuanto a la explicación de ciertas secuencias históricas, tenia la
posibilidad de modular mis respuestas acudiendo unas veces a la referencia
hegeliana y otras a la teoría de la causalidad económica "en última instancia". En
cualquier caso me hallaba prisionero de la categoría más poderosa y más
perniciosa del pensamiento especulativo, la de totalidad (pues, no se piensa en ello
lo bastante, es la referencia a la idea de totalidad real la que confiere su carácter
totalitario a la idea de contradicción).

Me mecía en esa imagen escatológica de la totalidad abierta y en devenir —


devenir de la razón de las sociedades, devenir social de la racionalidad—. Aunque
estaba al tanto de la trampa, escribía la historia —incluida la del presente— en
futuro perfecto, que es precisamente el tiempo del mito. El nacimiento de la historia
lo escribí en esas condiciones intelectuales; pero durante la redacción del Platón no
fueron esas las dominantes. En algunas partes de ese texto penetraba ya la
inquietud. Cuando me puse a trabajar para dar cabida en unas doscientas páginas
a una presentación suficiente de la doctrina de Hegel, olvidé mi enfermedad
ofuscado por los textos que analizaba. Y cuando acepté la propuesta de Jean-
Claude Ibert y Jean Mistler de asumir la responsabilidad de la publicación de una
historia de la filosofía —obra colectiva prevista en principio para tres volúmenes—,
los planes que entonces tracé dan fe de mis certezas. Así es como el hegelianismo y
la lectura de punta a cabo hegeliana que hacía de Marx (que implicaba ella misma
la ruptura de Marx con Hegel) han sido la base teórica que ha fomentado mi gusto
por la historia de las civilizaciones y de las culturas y que ha hecho de mí
precisamente un historiador de la filosofía. Además, esta base teórica ha
impregnado mi empresa con un estilo singular: ni el Platón ni el Hegel son, ni
pretenden ser, obras de erudición. Sólo son monografías. En ambos casos dejo bien
patente, creo yo, que dichos textos pretenden hacer legibles, "interesantes" hoy, a
dos autores pasados; intento situarlos, con relación al presente, en nuestro devenir
cultural y político. Nunca he pensado, por ejemplo, que el aspecto político sea el
único que permite abordar el platonismo; considero, simplemente, que es ese
aspecto el que actualmente le da un interés para nosotros.

Sin embargo, esta perspectiva histórica iba a sufrir, durante los años 1965-
1968, una profunda conmoción. La lectura atenta que había efectuado de Hegel me
había convencido de que el proyecto hegeliano del sistema acabado del Saber había
triunfado plenamente. Mientras discutíamos sobre el objetivo de este libro había
hecho saber a Monique Nathan que yo me dedicaría a descubrir los lapsus de la
obra, las lagunas y las redundancias de su construcción; hube de reconocer que el
sistema se había apoderado de mí y que había fracasado. En resumen, había que
cogerlo entero o dejarlo también entero. Esta radicalidad del hegelianismo fue uno
de los hechos que transformaron la inquietud que me embargaba desde hacía
tiempo en duda y ésta en decisión crítica. Ella me obligó a reflexionar más
seriamente sobre la naturaleza de la ruptura materialista operada por Marx.
¿Había comprendido bien lo que significaba la crítica de la teoría hegeliana del
Estado? ¿No me habría detenido, como el mismo Marx, en su aplicación a la
política y a su prolongación en la crítica de la economía política? No habría
olvidado lo que eso entrañaba en cuanto a la concepción de la racionalidad y a su
ejercicio? No insistiré ahora sobre esta detención, ya que hemos decidido consagrar
una entrevista a mi actual posición ante el texto de Marx. Es preferible que señale
los acontecimientos que han acentuado esta crisis en la que ahora me encuentro. Se
trata esencialmente de acontecimientos intelectuales. En este momento me es difícil
distinguir entre los que fueron determinantes y los que se debieron a factores
psicológicos. De lo que estoy seguro es de que sus efectos se imbricaron durante
dos o tres años y que el orden que he adoptado aquí para evocarlos es arbitrario.

Entre esos acontecimientos figuró indiscutiblemente la demostración


althusseriana de Pour Marx y de los dos artículos de Lire le Capital. La acogí con
agrado. En el estado de postración y decrepitud en que se hallaba el marxismo
francés oficial, en el que la tendencia "blanda", ecléctica y ecuménica de Garaudy
había desplazado a la tendencia "dura", ignara y sectaria de Kanapa, la
intervención de Althusser apelando al rigor teórico tenía algo con que satisfacer mi
apetito racionalista. El famoso "corte epistemológico", es cierto, no me convenía
mucho (aún me conviene menos ahora, dado el sentido que ha tomado): por una
parte, no veía cómo podían cortarse en dos cronológicamente los trabajos de Marx;
por otra, no me parecía que estuviera muy en la óptica de Marx aislar el sector de
la ciencia y oponerlo abstractamente al de la ideología. Pero saludaba la idea según
la cual el propósito constante de Marx había sido el de definir el estatuto real de
una sociedad a través de las legitimaciones científicas o filosóficas que esta
sociedad se da; en este sentido, la crítica de la teoría hegeliana del Estado era, de
hecho, la introducción privilegiada al desenmascaramiento de la patraña del
Estado burgués y de sus procedimientos, y la crítica de la economía política clásica,
constituía, como tal, el inicio del desvelamiento del mecanismo de la explotación
capitalista. Pero sobre todo fui sensible a las páginas que ponían en tela de juicio
un dogma bien establecido desde Engels y la II Internacional según el cual el
marxismo es una filosofía de la historia.

Me parecía entonces que Althusser hacía hincapié sobre un dato esencial


que daba cuenta del devenir del marxismo desde el aplastamiento de la revuelta de
Cronstadt hasta el estalinismo y la intervención de 1956 en Hungría, desde los
errores cometidos por el Komintern en China hasta la vergonzosa política llevada
por el P.C.F. durante la guerra de Argelia. Aún estoy sorprendido de que Louis
Althusser no haya seguido el camino trazado por sus luminosos análisis de la
Introducción a la economía política de 1857 en el que presenta al materialismo
histórico como el punto de vista materialista, crítico enfrentado eficazmente a todas
las Providencias, la del Estado, la del Partido, la de la edificación económica, de la
Ciencia, y se haya desviado contentándose con refutar a John Lewis —¿quién teme
a John Lewis? ha preguntado justamente Jacques Ranciére— y que actualmente
haya entrado en un debate académico falseado de antemano sobre la dictadura del
proletariado.

Es probable que si leí a Althusser de esta manera fuese porque


acontecimientos de otro orden comenzaban —un poco tarde, podría argüirse sin
duda— a inquietarme. Para caracterizarlos globalmente los agruparía bajo el tema
el auge de los poderes y de los Estados. Durante los años 60 hubo una fórmula —que,
por un lado, se presentaba como un eslogan y, por otro, como una constatación—
que se extendió en los medios intelectuales y que muchos de mis amigos
pertenecientes a la izquierda adoptaron: el fin de las ideologías. Se entendía por ello
que no solamente los gobiernos y los partidos políticos sino también los
administradores y la opinión pública responsable y cultivada habían salido por fin
de la era metafísica. Amparándose en este progreso cada uno, bajo su bandera, iba
a la conquista de una visión científica de la realidad. No estaba bien visto ser
filósofo o moralista. Incluso era algo ridículo proclamarse seguidor de un ideal,
cualquiera que éste fuese. Un allegado mío, viejo militante y sociólogo de vocación
y oficio, candidato del P.S.U. en no sé qué elecciones, prefirió aliarse para su
campaña con unos sindicatos cristianos, apolíticos y apasionados de la tecnología
rural, y mandó al cuarto de los trastos la defensa de la laicidad y de las libertades.
Fue en este ambiente donde surgió —sin que se sepa muy bien cómo ni por qué—
la idea de que había una escuela estructuralista que, precisamente, gracias a su
carácter científico, transcendía las antiguas diferencias doctrinales. Allí se incluían
alegremente la etnología deClaude Lévi-Strauss y Román Jakobson, la lingüística
de Saussure, las investigaciones de historia de las ideas de Michel Foucault, el neo-
marxismo —por fin se empleó la expresión— de Althusser y —¿por qué no?— la
lectura de Freud por Jacques Lacan.

Ahora bien, ¿sobre qué fondo real se desarrollaba esta operación


simplificadora fundada sobre la confusión de las ideas? En Francia, los arcaísmos
del discurso gaullista no podían ocultar la transformación del liberalismo burgués
en una tecnocracia puntillosa ávida de aumentar su poder y de ampliar sus redes
en la trama ya estrecha de los poderes jacobinos. El "país de la libertad"
desencadenaba su guerra científica contra el pueblo vietnamita y la C.I.A. y las
sociedades multinacionales se entendían a la perfección para poner en
funcionamiento sus modernos medios de compartimentación del "subcontinente"
sudamericano. En cuanto a la "patria del socialismo", su industrialismo, como
habría dicho Stalin, ya no ofrecía la menor duda: el crecimiento económico y el
poderío militar eran los únicos objetivos de la Unión Soviética; su imperio se
emparejaba con el imperio americano. Y respecto al tercer mundo, diez años
después de verle formar una tercera fuerza original, la esperanza se había
hundido: seguían siendo Estados de un nacionalismo agresivo, con una
administración despótica y de ideología autoritaria.

Nunca el principio estatista se había mostrado más poderoso y más


decidido a imponerse; nunca habían existido tantos islotes de totalitarismo.
Paralelamente se reforzaba la organización tecnoburocrática de la vida cotidiana.
Sin duda era de buen tono en los medios de izquierda criticar la tecnocracia. Pero
me parece que esta crítica —que se convirtió en una moda- olvidaba lo esencial en
la medida en que se limitaba sobre la existencia social, renovando así la
reivindicación bergsoniana del "suplemento de alma" mediante una referencia a la
teoría marxista de la alineación y una pizca de protesta ecológica. Se omitía
tranquilamente el hecho de que el complejo científico-técnico se encarna en unos
poderes y que, muy a menudo, se halla institucionalizado en unos aparatos que
invocan y utilizan el poder del Estado; se olvidaba también que el poder sobre el
que se fundan tales aparatos —en particular en lo tocante a las ciencias humanas
llamadas operativas— es de una extrema fragilidad y que su capacidad de prever
es irrisoria. Cuando me hablaban del fin de las ideologías me quedaba asombrado
y me burlaba. Eso fue al principio, como consecuencia de un reflejo de "viejo
marxista". Pronto lo sustituyó la visión cada vez más clara de que lo que estaba
triunfando era el orden político del Estado sabio, cuya ideología divagaba sin
rumbo...

Insisto en que nunca he pensado que las investigaciones revestidas con el


nombre genérico de estructuralismo hayan participado alguna vez de esta
ideología de la ciencia. Ciertamente hay una teoría estructuralista en etnología,
cuyos principios ha enunciado y aplicado Lévi-Strauss; hay una lingüística
estructural; pero no veo ahí ninguna escuela donde se pueda integrar a Michel
Foucault, Louis Althusser y Jacques Lacan —incluso aunque puedan encontrarse
algunas referencias de éstos a los primeros—. Lo que me parece típico de la
ideología de la ciencia es la idea, que se ha impuesto, de colocar a esos pensadores
bajo una misma bandera. Una técnica de tergiversación muy mediocre...
Sobre esas diversas reflexiones se insertaban las cada vez más frecuentes
cuestiones que me planteaba en torno al contenido de mis clases. Éste, en cada uno
de sus momentos, presuponía el hegelo-marxismo y, por tanto, la validez de la
filosofía de la historia. M? preguntaba con creciente insistencia si, en el fondo, la
"doctrina" que profesaba no estaría hecha a la medida para enseñar sin ningún
remordimiento y para preparar unos exámenes de forma ligeramente heterodoxa.
¿No debía ser más exigente? Era muy fácil entretenerse en una página de un librito
que planteaba problemas como el de "la fuerza de la razón". Había que avanzar. La
lectura de la Logique du sens y á&Différence el Répétition de Gilíes Deleuze, y de la
Histoire de la folie de Michel Foucault me permitió trabajar a brazo partido. Abordé
a Nietzsche —que siempre me había aterrorizado— con ojos un poco más abiertos.
Al renunciar a esta facilidad que era la filosofía de la historia, renunciaba a la idea
inicial que hasta aquí me había guiado: que había en algún lugar un tribunal
supremo y sereno que juzgaba todos los discursos y todas las prácticas. ¿Y si el
orden filosófico del que habían surgido el ideal democrático y la ciencia no fuese
más que una mitología que había que descifrar como tal? ¿Y si hubiese que buscar
constantemente a qué tipo de poder o de poderes presta su fuerza? Desde hacía
mucho tiempo había buscado una filosofía de la inmanencia; me había dejado
mecer por la Razón hegeliana. Todavía tenía que cruzar el umbral.

De cualquier manera, las olas libertarias que habían atravesado el


movimiento de mayo de 1968 me convencieron de que el llamamiento a la razón —
aunque fuese con r minúscula— era siempre un llamamiento del Estado.
4

LOS CONTRATIEMPOS DE LA HISTORIA

La filosofía, desde sus orígenes, hace de la Ciudad, de su orden y de su destino, el


objeto de su discurso. Por ello no es cierto que todas las filosofías hayan sido políticas en el
sentido que hoy le damos a este término. Pero parece evidente —y más conociéndote como
te conozco— que en tu caso, la opción de la filosofía vino inducida por una libido política, si
me permites la imagen. Es verdad que tu tiempo, el de la guerra, la derrota, el fascismo,
después el de los grandes arrebatos estalinianos y, finalmente, el de la guerra de Argelia y
sus consecuencias explica muchas cosas. Pero no todas.

Desde mi adolescencia la cuestión política, ciertamente, me apasionó. Ya he


dicho que era muy mal alumno. Había, sin embargo, un dominio en el que nadie
me aventajaba: el de la topografía de los estados, sus capitales, sus dirigentes, sus
fuerzas armadas y —en particular— de sus marinas militares. Desde sexto a
tercero, mientras descuidaba alegremente "preparaciones" de francés, versiones
latinas y problemas de geometría, dibujaba inmensos mapamundis, decorados con
acuarelas, donde los relieves naturales figuraban únicamente para señalar mejor
las fronteras políticas y los intereses estratégicos. Soñaba con un mundo
perfectamente organizado, constituido por seis Estados continentales: Europa,
Asia, las dos Américas (separadas), Africa, Oceanía. Dividía el interior de cada uno
de éstos en provincias en un simulacro de geopolítica. El espíritu de Ratzel —a
quien, naturalmente, no conocía ni siquiera de nombre— me inspiraba: las
pequeñas naciones eran barridas y Francia, por ejemplo, tenía al Rin como límite
oriental; no veía la necesidad de Portugal o de Austria; excepto el rectángulo de
Hungría, que me gustaba, Europa central me tenía muy preocupado. El Larousse
en seis volúmenes era mi Biblia y, desdeñando excesivamente mis libros de clase,
lo trataba con un infinito respeto. Mi hermano ha encontrado grandes cuadernos
en los que yo había dibujado, a los doce o trece años, los uniformes de los distintos
ejércitos mundiales, desde los soldados de las unidades blindadas y de la caballería
hasta los marineros, desde el comandante en jefe hasta la clase de tropa. Trazaba
los planos de acorazados y de sumergibles gigantes, de carros de combate
monstruosos; inspirado probablemente por mi madre, que tenía que "echar
cuentas" para el presupuesto alimenticio de la familia y decidía los lunes el menú
de la semana, había previsto unos menús mundiales que tomaban en consideración
los recursos de cada región. En resumen, desde mi pequeña habitación de un
cuarto piso de un inmueble burgués de Boulogne-Billancourt, colonizaba el
mundo, sojuzgando imaginariamente a la humanidad a mi deseo de orden, pero
teniendo en cuenta una tradición que extraía de mis libros de aventuras y de mis
vagos conocimientos históricos: Francia sólo podía ser una República, Alemania un
Imperio y había restaurado sobre América del sur la soberanía del Inca. En cuanto
a lo que esos términos significaban exactamente, muy poco sabía. Pero eso no
importaba, porque yo mandaba en todo.

Estas fantasías que llenaban centenares de páginas con dibujos, inventarios


y nomenclaturas se hallaban intercaladas de consideraciones más realistas. Mi
padre tenía la costumbre de traer consigo cada tarde varios periódicos: Le Fígaro,
L'Oeuvre, L'Humanité, Paris-soir, Le Temps, a los que se sumaban una vez por
semana Marianne y Gringoire. Yo hojeaba todo ese batiborrillo, conmocionado hasta
tal punto por ese torrente de acontecimientos, que raramente hacía alguna
pregunta a la que mi padre respondía distraídamente emplazándome para un
"después" que nunca llegaba. Ahora que lo menciono, recuerdo precisamente un
titular a cinco columnas que se refería, durante la guerra de España, a una "retirada
de las tropas marxistas" que dio motivo por mi parte a una pregunta sobre ese
extraño país que yo desconocía: "Marxia", que fue respondida con una evasiva. Los
días que seguían a las elecciones —con el correr de los años cada vez me orientaba
mejor entre las siglas de los partidos y su pertenencia a la izquierda o a la derecha
—, examinaba los cuadros estadísticos y comparativos, meditaba sobre los
abanicos en que aparecían representadas las respectivas formaciones en el
hemiciclo político. Pero el interés que aquello tenía para mí era el mismo que podía
tenerla clasificación del Tour de Francia o los resultados de los partidos de fútbol
de los domingos. En esta época supe que mi padre decía ser de "la izquierda
moderada", que mi tío era consejero municipal radical-socialista, que había "rojos"
y "fascistas", que Mussolini hacía reír, que Hitler daba miedo y que en España se
luchaba ferozmente.

De esta confusión emergen, sin embargo, algunas emociones más precisas:


la imagen de hombres con uniforme negro o azul, con casco, disparando con
fusiles cortos sobre grupos de jóvenes que agitaban banderas rojas, la de un cuerpo
ensangrentado en el pasillo del inmueble donde vivíamos recogido por unos
policías que nos empujaban brutalmente, la de un canto atronador que me
despertó en plena noche y que me atemorizó por la inmensa multitud que lo
entonaba —me levanté y me fui en pijama a la cocina donde mis padres y mi
abuela me tranquilizaron diciéndome que era "la Internacional"—. Eso se sitúa en
1934. Los recuerdos de las grandes manifestaciones populares de 1936 son ya más
claros. La avenida abarrotada de hombres y mujeres vestidos con ropas
multicolores, una marea poderosa y lenta, decenas de banderas rojas, cánticos,
consignas: estaba fascinado y me daba la sensación de una fuerza invencible;
quería que no terminara nunca. Y también me acuerdo, cuando me paseaba con mi
madre, de calles en que apenas había coches y tampoco tranvías, invadidas por
peatones llenos de júbilo... Mi padre parecía contento con los acontecimientos, pero
repetía que, ante todo, había que volver al trabajo. En cualquier caso, algo había
roto la monotonía de la existencia y había hecho feliz a la gente.

Pero todo eso es como la prehistoria de mi andadura política. Creo que debo
mencionar también el estado de embotamiento en que me sumieron la derrota y el
éxodo. Al fin era zarandeado en mi existencia personal. Cuando se declaró la
guerra estaba de vacaciones en Cayeux-sur-mer, donde vivían mi tio paterno y su
familia. Mi hermano estaba en la marina en alguna parte de la Antillas y mi padre
fue movilizado para el servicio civil en París, por lo que creyó conveniente
demorar nuestro regreso a la capital por temor a los bombardeos alemanes.
Comencé el curso con profesores de fortuna, en unas salas del Casino
transformadas en aulas a toda prisa. En cierta manera continuaban las vacaciones,
pero en una atmósfera de angustia que acentuaban la soledad y la profunda
tristeza de mi madre. No volvimos a París hasta bien entrado el invierno. Estaba
como anestesiado por el frío, por esta guerra en que no pasaba nada, por los
discursos imbéciles, por esas anticuadas máscaras de gas con que teníamos que
acarrear todo el santo día, por ese liceo más triste aún que de costumbre. Me
desperté un poco, unos meses después, a comienzos del verano —tras un viaje de
pesadilla en el que llevé a mi madre y a mi abuela en un viejo automóvil a través
de centenares de kilómetros, bajo las bombas y en medio de las calamitosas
cohortes del éxodo, hasta la Creuse1 — y me encontré en un pueblo de una
treintena de habitantes donde para distraerme ayudaba en el servicio del albergue
en que nos alojábamos, soñaba con los encantos de la hija del posadero y jugaba a
las cartas con un capitán del ejército derrotado que no sabía que hacer con el
pequeño destacamento que le había acompañado. Al regresar a París, en otoño, las
victoriosas campañas alemanas: Yugoslavia y Grecia, el desencadenamiento del
ataque contra la Unión Soviética y el avance fulminante sobre Rusia, por un lado, y
por otro la prodigiosa resistencia inglesa, despertaron mi gusto por la cartografía.
Confieso que mi posición a lo largo de los años 1941-1942 era extrañamente
especulativa.

Capítub 4
Me parecía que ya no había nada que esperar de Francia: en mi familia
predominaba el mal humor; en el liceo esos jovencitos bien alimentados y bien
vestidos de los barrios elegantes hacían alarde en los guateques de un patriotismo
agresivo y débil; no hablábamos más que del aprovisionamiento y del mercado
negro; la camarilla de los políticos —a quienes la propaganda hacía responsables
de todas nuestras desgracias— se había reagrupado en torno a un viejo que de sólo
oírle por la radio, con esa voz sensata, trémula y moralizadora, se me hacía odioso;
no veía más gaullismo que el que me contaban mis estúpidos condiscípulos; me
encontraba solo rumiando mi amargura, mis fracasos escolares y, del tornado que
se abatía sobre el mundo, no veía más que la forma. Durante algunos meses fui
tentado por la idea de que en este mundo sangriento y lúgubre, la única salida era
el heroísmo, el régimen puro y duro de los guerreros. Por anticonformismo, di en
pensar que la época del superhombre había llegado —aunque parezca imposible,
comenzaba a ser intoxicado por la propaganda que los nazis destilaban invocando
a Nietzsche, a Wagner y a toda la quincalla de Occidente-.

El sueño acabó muy pronto. Se lo debo a Jeanne- Marie, que me abrió los
ojos a la realidad y a Jacques Castier, que me hizo comprender los errores
intelectuales que cometía y me demostró hasta qué punto mi anticonformismo
estaba conforme con el interés de los canallas franceses que estaban en el
candelero. Cuando digo que mis ojos se abrieron lo digo en el sentido cabal: al salir
de mis sueños abstractos y abandonar el resentimiento, vi, en las calles de la
ciudad, en los comportamientos cotidianos, todo lo que la Ocupación, la presencia
nazi (que se confudía con la presencia alemana) arrastraban consigo de miseria,
apatía y humillación, y cómo infundían en muchos terror, fatiga en la mayoría y
una suficiencia innoble en algunos. Los carteles rojos o blancos marcados con una
cruz gamada y el águila alemana evocaban otros tantos cuerpos ejecutados ante un
muro, las estrellas amarillas y los cartelones ante las tiendas dibujaban el camino
del miedo y de la muerte. Enlazaba unos con otros estos signos abyectos para hacer
con ellos una imagen que se inscribiera en otra más vasta, la de la Ciudad
desmoralizada por el hambre y trastornada por los bombardeos, que abarcaba
hasta el horizonte de ese mundo en que por todas partes se mataba, se moría, se
envilecía, se aplastaba. Como consecuencia, acabé con el lirismo solitario de la
dignidad —que era mi refugio— o con el cálculo sórdido de las responsabilidades
—que era la válvula de escape normal de los "moderados" que me rodeaban-. Ni
siquiera llegué a preguntarme quién era mi enemigo: se me imponía, aquí y ahora,
en cada instante y en el porvenir; tenía un rostro anónimo, calzaba botas, se cubría
con un casco e iba vestido de verde o negro —las tropas hitlerianas—.

El encuentro con los compañeros trotsquistas de la Sorbona llegó en el


momento oportuno. De todos los discursos antinazis, fue el único que me
conmovió, me convenció y me incitó al compromiso. Ya he mencionado lo que
aportaba de novedad y de extrañeza en el dominio que para mí era primordial: la
filosofía. Pero en él veía realizado —¿de forma ilusoria o no?— el programa de los
sabios de la Antigüedad de la unión entre la- "teoría" y la "práctica", de una
doctrina filosófica sistemática, capaz de rivalizar con las ideas de los grandes
clásicos, y del que era posible deducir unas conductas precisas y necesarias. Y
además comprobé que esas conductas teóricamente fundamentadas se avenían
muy bien con mis sentimientos y les daban seriedad y fuerza. En resumen, si bien
tuve enseguida dificultades con el marxismo doctrinal, el "marxismo práctico" de
inspiración trotsquista fue, durante veinte años, la referencia de mis juicios y mis
comportamientos políticos.

Las conversaciones apasionadas que el grupo mantenía en buhardillas de


los barrios elegantes o en lejanos y pobres apartamentos del extrarradio dieron
como resultado un solo hecho notorio: una deserción. Nuestra actividad principal
era la distribución de "material" en lengua alemana a los soldados de la Wehrmacht
exaltando el internacionalismo proletario e invitándoles a dejar el ejército nazi "con
armas y bagajes" para unirse a los maquis.

Casi siempre nos contentábamos —corriendo riesgos inauditos— con pegar


esos pasquines en los alrededores de los cuarteles. Pero pronto iba a verme
colocado en una situación privilegiada. Jeanne-Marie tenía una amiga del liceo
cuyos padres, para huir de los rigores de la Ocupación en París, se habían instalado
en el campo no lejos de la capital. La chica, guapa, romántica, pero que se aburría,
se prendó de un joven militar alemán acantonado en el pueblo. Esto sucedía en
1942. De sus amores furtivos nació un bebé. El castigo no se hizo esperar: la chica
fue expulsada de la casa paterna con su hijo y se vino a vivir a París donde se puso
a trabajar como mecanógrafa; El seductor austríaco fue enviado al frente del Este.
Nosotros ayudábamos a menudo a la pecadora, cuidándole el niño y animándola
en este trance difícil que ella afrontaba con un coraje sorprendente.

A todo esto, un día —debía ser la primavera de 1944— el padre regresó a


París, todavía con el uniforme, delgado, quebrantado por la guerra y tan
enamorado, como antaño. Mi hermano y yo le abordamos enseguida
políticamente. El nos escuchaba distraídamente, más deseoso de caricias y de sopas
que de estrategia proletaria. Cuando las tropas aliadas realizaron el asalto decisivo
en Normandía, tuvo el tiempo justo para venir a dar un beso a su familia antes de
salir con destino desconocido. Una mañana, muy temprano, a comienzos del
verano, cuando la guerra causaba estragos al norte y al oeste de París, me desperté
sobresaltado por unos insistentes timbrazos. Me levanté precipitadamente y ante la
puerta apareció él, sonriente, vestido completamente de verde, con el casco puesto,
su fusil, su morral (abarrotado de granadas) y su máscara de gas. Mi hermano
acudió en mi ayuda para hacerle entrar en casa. A continuación apareció mi padre
en pijama y, al ver que esefeldgrau era un amigo, dijo simplemente con lástima: "¿Ya
estáis haciendo estupideces? Tenéis toda la mañana para arreglar esto".

La ropa de mi hermano casi le valía a nuestro desertor. Metimos armas y


bagajes en un cuartucho y llegado el momento telefoneé a mi "contacto". Conseguí
una cita para una hora más tarde en un hospital al norte de París. Allí expuse la
situación a un militante que sólo conocía de vista. Mi éxito —al parecer—
sobrepasaba todas las esperanzas y hubo que montar a toda prisa un dispositivo
de evacuación. Sin embargo pude lograr un escondite para esa misma noche,
afortunadamente a menos de un cuarto de hora a pie. Justo antes del toque de
queda pude llevar allí a R. Es inútil decir que en mi casa no hicieron el menor
comentario, aunque reinaba el terror. Al día siguiente me pateé la ciudad de
contacto en contacto hasta que me entregaron una taijeta de identidad que tenía
todo el aspecto de ser auténtica. Y un día más tarde, despues que unos camaradas
desconocidos hubieron recogido las armas en un maletón, se me encargó de
trasladar a R. a otro escondrijo de las afueras. El viaje en metro fue espantoso; a la
salida, unos guardias alemanes pedían la documentación de los viajeros al azar.
Nos quedamos helados; pero conseguimos atravesar el control. Media hora más o
menos caminando sin aliento; un chalet; una puerta entreabierta; una sonrisa al
recibir la contraseña. Y desapareció hacia dentro.

Nunca más lo he vuelto a ver. A la semana siguiente supe por su amiga que
estaba bien y que debía marchar a provincias. Las tropas alemanas refluían hacia
París en retirada; el desorden era mayúsculo; las alertas casi continuas hacían
difíciles los desplazamientos y los guardias alemanes estaban muy nerviosos. Las
reuniones del grupo se espaciaron. Quedé muy sorprendido cuando un portero
antipático me informó que la madre y el niño habían desaparecido sin dejar su
dirección. Cuando volví a ver a mis camaradas —algunos días después de la
Liberación de París— uno de ellos, que estaba al corriente, me llevó aparte y me
echó un buen rapapolvo acusándome de romanticismo y de falta de vigilancia (no
sin excusarme en la misma parrafada, arguyendo mis orígenes pequeño-
burgueses). Y verdaderamente había motivo para ello: "mi" desertor no sólo había
dejado el ejército nazi sino que también había abandonado el campo del
proletariado. Cuando su situación se hubo casi "regularizado", con el pretexto de
unirse a otro grupo, desapareció pura y simplemente... Con su mujer y el chiquillo
pensé para mí.
Así fue como comenzó, de forma grotesca y sentimental, mi carrera en la
clandestinidad. Cuando después y en circunstancias mucho menos peligrosas tuve
que volver a actuar en secreto, no me mostré mucho más "vigilante". Sin duda
carecía de fibra. De mi vida política en la Sorbona poco hay que decir. Mis
posteriores incursiones en la política vinieron marcadas por la situación en el norte
de Africa. Llegué a Orán con las maletas llenas de sólidos prejuicios existencialo-
marxistas, es decir, antirracistas y anticolonialistas. Estos me encaminaron
rápidamente en dos direcciones de las que entonces no presentí hasta qué punto
eran contradictorias. Por un lado me afilié al sindicato de enseñantes de izquierda,
pero también, porque entonces todavía era posible, nie sindiqué en la C.G.T. que
tenía una potente federación en la región oranesa que agrupaba, en particular, a los
estibadores y a los mineros del sur. Como joven profesor que era, entusiasta,
dispuesto, marxista por los cuatro costados y —lo que hasta cierto punto era una
cualidad— sin partido, fui bien acogido en este ambiente donde predominaban los
europeos, franceses y españoles, pertenecientes a la sección del Partido Comunista
Francés cuyo cerebro y primer activista era un médico de gente pobre, diputado de
Orán, hombre extraordinario que había combatido en las Brigadas Internacionales.
Mi carrera sindical fue fulgurante: en menos de un mes fui elegido miembro de la
comisión administrativa de la Federación. Naturalmente no tenía ningún poder.
Pero hube de dirigir la palabra a los estibadores en la Plaza de Armas; mi discurso
era traducido al árabe y tuve allí momentos exaltantes. Me convertí en promotor de
una especie de Universidad popular —que provocó la ruptura—. Era,
naturalmente, uno de los dirigentes de los Combatientes de la Paz. El I o de Mayo —
hubo dos— desfilaba en la cabeza de la manifestación. En resumidas cuentas, mi
padre habría dicho que yo "formaba parte de la comisión de festejos". Estaba tan
ufano que hasta muy tarde no empecé a comprender...

También había conocido en el liceo Lamoriciére a algunos colegas argelinos


—eran muy pocos— cuya cultura, agudeza e ironía me habían cautivado. Gracias a
ellos descubrí lo que mi compromiso político me ocultaba: la existencia del
nacionalismo argelino. Estos enseñantes eran miembros de la Unión del Manifiesto
Argelino. Naturalmente mis amigos comunistas los habían catalogado enseguida
bajo la rúbrica de "nacionalistas burgueses" (de la misma manera que ponían la
etiqueta de "populista con dominante religiosa" al Movimiento por el Triunfo de
las Libertades Democráticas de Messali Hadj). La personalidad de mis colegas y
también lo que yo llamaría para simplificar mi "existencialismo" me habían llevado
a rechazar esas simplificaciones. Y las entrevistas que mantuve, la del bouchagha
Ben Miloud y también las de los responsables del U.D.M.A. en Argel, me
convencieron poco a poco de que no se podía eliminar con un grito o de un
plumazo teórico esos movimientos profundos contra los que, al menos por lo que
respecta al M.T.L.D., se abatía una represión feroz. Mi condición de oranés no me
permitió conocer mejor al partido de Messali Hadj. Por otra parte, estaba mejor
preparado para comprender a los "moderados" de Ferhat Abbas que preveían una
evolución por etapas, que utilizaban las vías legales, que trabajaban por una
transformación del Islam y que, casi siempre, razonaban como hombres de la Era
de las Luces.

Una visita que hice a André Mandouze, que enseñaba la asignatura de latín
en la Facultad de Letras de Argel, fue decisiva: decidimos lanzar una revista de
reflexión política. Así fue como vio la luz Consciences algériennes. cuyos tres
protagonistas eran el cristiano progresista Mandouze, el nacionalista argelino
Mahdad y el marxista no comunista Chátelet. La revista publicó, si no me
equivoco, tres números. Para el primero escribí un artículo que rezumaba
humanismo universalista. Tenía el mérito, para 1949, de insistir sobre el carácter
explosivo de la situación y la eventualidad de una tragedia. Pero abogaba por una
conciliación de los contrarios y dejaba mucho campo a las vivencias, con todas las
abstracciones y las reconstrucciones arbitrarias que el género implica. En cuanto al
estilo, estaba tomado de Los tiempos modernos. La iniciativa nos granjeó muchos
enemigos; pero también recibimos una abundante correspondencia, sobre todo de
intelectuales, naturalmente de funcionarios franceses, pero también de franceses en
Argelia, argelinos, tunecinos, y marroquíes. Llegamos a creer que podíamos
ampliar nuestra empresa y transformar nuestra publicación en Consciences
maghrébines.

En realidad el movimiento popular iba mucho más deprisa que nuestro


pensamiento. El asunto duró poco a pesar de una visita que hice a Hedi Nouira,
que se manifestó favorable en representación de Bourguiba, presidente del Néo-
Destour. Efi todo caso, esta entrevista me permitió tomar conciencia de un hecho:
la estrechez maniquea y perentoria de los comunistas. Sin atacarla de frente,
presentaron nuestra revista como un juego mental de soñadores en busca de la
tercera vía. ¿Y qué proponían ellos para luchar contra el colonialismo? El
reforzamiento del P.C. y de los sindicatos por él dirigidos, para que llegado el
momento, cuando Francia se convirtiera en una democracia popular gracias al
generoso apoyo de la Unión Soviética guiada por Stalin, Argelia, nación en
formación, pudiese acceder, a su vez a la independencia, "en el socialismo y la paz".
¡Cuántas diatribas he tenido que oír durante 1948 y 1949 sobre los peligros que
representaría la independencia para el pueblo argelino, que le haría caer
indefectiblemente bajo el yugo del imperialismo americano! ¡Cuántas alusiones
pérfidas al misticismo retrógrado del Islam! ¡Y cuántas conferencias sobre el
prodigioso éxito de la política de las nacionalidades de la U.R.S.S.! Lo que más me
irritaba de todos estos discursos era que se producían paralelamente a la campaña
de propaganda organizada por los discípulos franceses de Lyssenko, que se
paseaban con maletas llenas de tomates y puerros gigantes de cera, considerados
como réplicas exactas de las producciones materialistas y dialécticas del genial
biólogo. Percibía entonces el porqué del escaso crédito popular de la C.G.T. Se
desencadenó en la región de Tlemcen una operación policial de una extremada
violencia: varios militantes del M.T.L.D. fueron muertos y hubo numerosas
detenciones. La C.G.T. quiso tener un gesto. Mi calidad de sin partido me valió ser
enviado en misión exploratoria para saber si el M.T.L.D. de Orán aceptaría un
donativo para acudir en auxilio de las víctimas de la represión. Me dirigí pues al
barrio negro —así se llamaba el perímetro de chozas y chabolas donde vivía el
proletariado de la ciudad—, al local del Movimiento. Fui recibido con amabilidad,
sin más; me hicieron esperar mucho tiempo antes de que llegase un responsable; y
tras recibirme, otro tanto para darme la respuesta; que fue negativa y sin
comentarios.

La Universidad popular fue el motivo de la ruptura: junto a las lecciones


marxistas ortodoxas dadas por enseñantes comunistas, yo había inscrito
voluntariamente en el programa de conferencias, que daba personalmente, un
análisis de la filosofía contemporánea donde se hablaba, naturalmente, de Sartre y
de Merleau-Ponty. Sin duda pensarían que era para refutarlos. Pero nada de eso.
En las sesiones, durante la discusión, se produjeron agriadas intervenciones. Y me
enteré de que las actividades de la Universidad habían quedado 'suspendidas... Era
la época en que el Gobierno General me hizo saber que debería someterme. Así
pues, me fui a Túnez.

Encontré allí un ambiente análogo al de Argelia. Con diferencias, no


obstante, que marcaron mi conducta y me permitieron actuar sin tantas rémoras.
La primera de estas diferencias era absolutamente personal: ya estaba prevenido
contra el europeocentrismo y el sovietocentrismo característicos de las formaciones
coloniales ligadas al P.C.F. y estaba firmemente decidido a no dejarme engañar. La
segunda concernía al mismo Partido Comunista Tunecino: era un pequeño partido,
bien implantado en la muy débil clase obrera tunecina de entonces, cuya dirección
real estaba en manos de una intelligentsia de médicos, abogados y profesores,
originaria la mayor parte de viejas familias judías de Túnez, cultivada y eficaz,
celosa de los ideales de la Revolución Francesa, que habían optado por el
socialismo mundial, a la vez por elegancia y por preocupación ética. La tercera
diferencia estribaba en el hecho de que, por sometida que estuviese, la nación
tunecina existía jurídicamente y el Movimiento de Liberación Nacional agrupaba a
la gran mayoría de la población, incluida la burguesía, lo que confería a este
movimiento a la vez autoridad y moderación. Además y finalmente, Túnez —al
contrario de Orán— era una ciudad mayoritariamente tunecina y en ningún
momento, ni siquiera en el cuadrilátero central de la ciudad, pese a la
denominación de las calles, podíamos olvidar que estábamos en una ciudad
cualquiera de la Europa mediterránea.

Decidí mi ubicación rápidamente. En vez de a la sección tunecina del


Sindicato de Enseñantes Franceses, me adherí a la Unión Sindical de los
trabajadores de Tunicia —de obediencia comunista— que agrupaba a franceses y
tunecinos (a ningún no tunecino le era posible afiliarse a la U.G.T.T., central
estrechamente ligada al Néo-Destour). Ni qué decir tiene que incluso entre los
funcionarios, de los que pocos eran tunecinos, éramos absolutamente minoritarios.
Compensábamos esta situación con una intensa actividad: el boletín destinado a
los enseñantes, del que yo era responsable, aparecía mensualmente, publicaba
crónicas políticas y culturales y daba informaciones administrativas. Tuvimos
incluso el honor, con ocasión de los "sucesos" —así se llamó al período de grave
tensión durante el cual el ejército y la Legión intervinieron en duras acciones
represivas— de ser censurados y aparecer con la mitad de nuestras páginas en
blanco. Ya he hablado de mi actividad en la Universidad Nueva —donde
disputaba con los comunistas que querían a toda costa conferencias sobre Bulgaria
o el Turkmenistán, mientras que yo prefería que se hablase de Ibn-Khaldoun— y
en el cine-club...

Esto correspondía a lo que me quedaba de europeo- centrismo.


Esencialmente, y sobre todo en la vida cotidiana, aparte de mi amigo Paul Sebag y
de los alumnos, en su diversidad, frecuentaba generalmente a tunecinos
musulmanes —como les llamábamos— aunque en ellos la vena religiosa no fuese
fundamental. Ali Bannour y Wanda, su mujer, la familia Bou Slama que tenía su
centro en Hammamet (el padre, o mejor debería decir el patriarca, era el imán de
esta pequeña y maravillosa ciudad que entonces sólo estaba habitada por una
población sutil y sensual de pescadores y de jardineros y por algunos excéntricos
que el viento de la historia había depositado en los jardines lujuriantes de la bahía.
Hoy, el viejo parisiense que soy, que nunca sintió añoranza de lugar alguno, que
nunca echó raíces en provincias ni en ningún pueblo de Francia, sueña con ese
lugar, con sus olores, sus rostros, sus soles plomizos y sus noches transparentes,
como algo que le pertenece. Definitivamente, me alegro de que los tunecinos, en su
frenesí turístico, hayan destruido Hammamet de punta a cabo: la joya está
depositada allí, como un signo fuera del tiempo, para siempre, para mí,
incomparable).
Este alineamiento al lado de los tunecinos me valió una severa reprimenda
del Director de Enseñanza —Lucien Paye, a quien volví a encontrar más tarde en la
firma del texto llamado de los "121" y que fue el primer embajador de Francia en
Pekín— y me llevó a convertirme en el vicepresidente de la Asociación de apoyo a
Bourguiba, cuya presidencia ostentaba la Sra. Wassila Ben Ammar, hoy esposa del
presidente; ya próximo a mi partida fui portavoz ante Christian Fouchet, ministro
de asuntos tunecinos y marroquíes, de una petición de los Franceses Liberales de
Tunicia. Pierre Mendés France preparaba con mano maestra la autonomía interna.
El primer ministro comenzaba el "proceso de descolonización". Pero yo ya tenía los
ojos puestos en París; había comenzado a olvidar a Africa del norte; ésta, en París
mismo, no tardó en acordarse de mí.

A finales del invierno de 1954-1955 entré en el Partido Comunista Francés.


¿Por qué meandros —o por qué aberración— pude llegar a esta simpleza que
contradecía mi experiencia? Lo que sé es que durante mi último año en Túnez
había envidiado con frecuencia a los néo-destourianos, la claridad de su conducta
y de sus objetivos. Ya había hecho suficientes equilibrios durante seis años y,
seguramente, estaba haciendo un "militantismo interior". Desde mi regreso había
entrado en contacto con el grupo "Socialismo o Barbarie" al que admiraba
profundamente por su tono y sus análisis. Estuve a punto de unirme a ellos. Sin
embargo durante algunas conversaciones que tuve durante el invierno conocí a
unos intelectuales cuyo juicio me sorprendió por su profundidad y su rigor
teóricos, pero cuya suficiencia me impresionaba y me indisponía al mismo tiempo.
Tanto en Amiens, entre mis colegas del liceo, como entre mis amigos a los que veía
casi a diario en Saint-Germain-des-Prés, los comunistas eran serenos, entusiastas y
jaraneros. Cuando discutía en el tren con los "amieneses", éstos me provocaban
amablemente diciendo: "da el paso y verás que no es tan grave". En cuanto a
Jacques- Francis Rolland y Jacquot Lanzmann, me seducían, el primero
habiéndome de la Resistencia, de la aventura de Ce Soir, lanzando pullas
implacables contra los dirigentes del Partido, el segundo soñando agradablemente
en un mundo mejor que surgiría directamente de la célula del barrio de la
Bücherie. Estaban también el anticomunismo gubernamental y la mayoría de la
prensa que hablaba en favor de la adhesión. Encontré en Henri Lefebvre, a quien
había conocido en Túnez en el transcurso de unas conferencias, un amigo exquisito
con quien me gustaba enzarzarme filosóficamente, pero que afirmaba a la vez su
confianza en el Partido y sus graves desacuerdos de todas clases con la dirección.
En "chez Romeu" volví a encontraros a tí, André Akoun, el oranés, a Lucien Sebag,
el tunecino, filósofos y miembros de la Unión de Estudiantes Comunistas, junto
con Pierre Clastres y Héléne (que aún no era Clastres), a Rafael Pividal, Philippe
Girard, Adler, Carty, Vivien. Y cuando estaba a las seis en la biblioteca os veía salir,
enguantados y con la bata, a zurrar a los fascistas, con la "prensa militante" bajo el
brazo.

La célula del liceo de Amiens me acogió con júbilo; y, unos meses después,
la de la Sorbona-Letras (a la cual estaba ligado como miembro del C.N.R.S.). Desde
mis primeros encuentros con los responsables del Partido las veleidades de
oposición que había mostrado desde mi ingreso se radicalizaron. Ya he contado
mis agarradas con Kanapa y la Nouvelle Critique. Influyó también una corta gira por
el centro de Francia por cuenta de la Universidad Popular, en sustitución de un
conferenciante oficial que estaba enfermo; en el curso de esta gira indigné a mis
auditorios — no hubo más que tres— por no respetar el aguachirle dialéctico que
Guy Besse y Maurice Caveing habían servido en su Manual. Mi carrera de
intelectual del Partido quedó truncada en ciernes. Por el contrario, las discusiones
en la célula de la Sorbona, cuando salíamos de la rutina corporativista y
administrativa, eran apasionantes. Había allí algunos profesores famosos (de los
que decíamos que se habían afiliado al Partido "para no hacer política") que apenas
hablaban y jóvenes locuaces y llenos de inspiración: los más cualificados, y no por
ello menos vehementes, eran Jean-Pierre Vernant, Máxime Rodinson, André
Prenant, Yves Lacoste, Raymond Guglielmo y Jean Chesneaux.

Si seguí siendo miembro del P.C.F. hasta 1959 mientras mi militancia


tomaba ya otros derroteros, fue a causa del ambiente de este grupo que tenía
naturalmente sus apparatchiki a los que alegremente traíamos a mal traer. En
realidad dejé de estar afiliado desde el año en que comencé a hacer lo que se llama
"trabajo fraccionar. Esta actitud significaba que estaba incurriendo en un doble
error -aparte del que era básico y que se refería a la naturaleza de la actividad
política—: el primero era pensar que el P.C.F., como partido de la clase obrera, era
el lugar indicado donde debían expresarse y triunfar las ideas filosóficas y políticas
que yo creía justas; el segundo creer que era posible convencer "al Partido", es
decir, enmendar a la dirección o, si rehusaba, substituirla. Hoy me río de mi
candor. Muchos intelectuales compartían esta opinión y, al parecer, aún sigue viva,
a juzgar por los esfuerzos de Louis Althusser y sus amigos. ¿Se trataba, se trata de
simple ingenuidad? ¿No será más bien una extraña mezcla del empirismo de la
"carrera" que no se quiere abandonar y de moral eclesiástica de la que uno no
puede desembarazarse?

¿Cuáles fueron las divergencias que me llevaron a unirme al grupo que


publicaba LEtincelle —donde firmaba Michel Cité (las dos estaciones de metro
después de Chátelet)- y después Voie communiste, y que enseguida me pusieron en
relación con la Federación de Francia del Frente Nacional de Liberación argelino?
En primer lugar razones filosóficas que consideraba muy serias. La filosofía
marxista del P.C.F. me indignaba constantemente, no sólo porque me parecía un
escándalo teórico, sino porque entorpecía mi trabajo de investigación y de
proselitismo. Cuando discutía sobre trabajos míos, que presentaba como marxistas,
con Jean Hyppolite, Jean Wahl Ferdinand Alquié o Paul Ricoeur, me ponía negro
oírles aludir a las supercherías conceptuales de Kanapa o a las necedades de
Garaudy, como si yo compartiera tales opiniones. Recuerdo una broma de Jean
Wahl que hizo aumentar mi despecho. Mostrándome un capítulo de mi tesis
complementaria, me dijo con sonrisa irónica: "Esto está bien. Veo que tú por lo
menos no eres demasiado marxista".

Pero lo más decisivo —lo que me aproximaba a otros disidentes— era la


negativa del Partido a llevar a cabo la "desestalinización". Para nosotros la
desestalinización debía dar pie al partido francés para efectuar una revisión
política completa, para acabar con el sectarismo y el dogmatismo, para romper el
aislamiento, abrirse a las transformaciones de las masas y pasar de la fraseología
revolucionaria a acciones que prepararan efectivamente la Revolución. Como
militantes de base experimentábamos cómo el sambenito de "comunista" que se
nos colgaba nos hacía ineficaces en nuestro trabajo de propaganda. Pensábamos
que no bastaba con afirmar, como hizo una vez Jacques Duelos, contestándome, la
única vez que lo vi y me alegré de ello, que era a causa de las "mentiras del Fígaro".
El XX Congreso permitía ese cambio de rostro y de prácticas.

Pero como la dirección no quería este cambio, nuestras críticas se vieron


desviadas hacia cuestiones formales. Otro ángulo de nuestros ataques era la
cuestión de la democracia dentro del Partido. Pedíamos un verdadero centralismo
democrático donde el movimiento necesario de transmisión de las directrices
desde la cúspide a la base estuviese compensado por un movimiento no menos
necesario de ascenso de las informaciones, de los estímulos y de los controles
desde la base a la cúspide. Ignorábamos, en nuestra simplicidad, que estábamos
reclamando para el Partido un funcionamiento que, en esquema, no está muy
alejado de lo que David Easton considera como característica del poder en la
democracia americana, cuando la "caja negra" del sistema era el Buró Político. En
las secciones o federaciones, cuando nuestras críticas, ¡de qué manera
edulcoradas!, llegaban a esos niveles, las instancias responsables —recogiendo
hábilmente el cabo lanzado por Kruschev— contestaban que no había nada que
desestalinizar, ya que, en Francia, el culto a la personalidad de Stalin no había
tenido consecuencias sobre la marcha del Partido. Además, cuando las asambleas
se hacían tumultuosas, por un juego de circunstancias que no se daban a menudo,
era muy fácil rechazar estas cuestiones abstractas en nombre de lo concreto, como
por ejemplo el parto sin dolor, o las bases de misiles U.S.A. que amenazaban la
patria del socialismo.

Pero la razón principal de mi oposición, la que animaba las demás, era la


posición del Partido en la guerra de Argelia; y en primer lugar el hecho de que,
durante muchos años, la dirección y por tanto la prensa comunistas hubiesen
negado que había una guerra. Contra esta política que, en este asunto, convertía al
partido de la clase obrera en aliado y cómplice de la burguesía colonial,
desarrollamos nuestra argumentación desde todos los puntos de vista:
teóricamente, al denunciar la sandez que suponía calificar a Argelia de "nación en
formación", recordando la tesis de Marx sobre la lucha de los irlandeses por la
independencia (olvidando voluntariamente otras tesis sobre la India, mucho más
progresistas y por tanto mucho menos revolucionarias), y evocando las teorías de
Lenin sobre el imperialismo (sin comprender, aunque teníamos delante el ejemplo
deslumbrador de la intervención rusa en Hungría, que nuestra posición hubiese
sido mucho más fuerte si hubiésemos sabido, en esta época, condenar con igual
énfasis el imperialismo soviético); políticamente, mostrando que una iniciativa del
Partido oponiéndose a esta guerra sucia agruparía inmediatamente a las masas
populares y desenmascararía a los dirigentes socialistas ante sus electores y sus
militantes de base. Además de hacer oídos sordos, el Partido emprendió una
ofensiva contra los aventureros que minaban los esfuerzos de los comunistas por
entablar el diálogo con los socialistas y las fuerzas democráticas. La célula de la
U.E.C. de filosofía fue disuelta; una camarada de la célula Sorbona-Letras y yo, que
habíamos conseguido mediante un subterfugio reunimos con Georges Cogniot,
miembro del Buró Político, en un despacho del edificio del cruce Cháteaudun,
unas horas antes del voto de los poderes especiales por los diputados del P.C.F.,
fuimos limpiamente despedidos de allí. El alto responsable nos explicó, con la
sonrisa del que habla a personas inocentes, que no conocíamos la estrategia
profunda del Partido y, ahora con el rictus de rigor ante gente malintencionada,
que "de ninguna manera se podía uno mezclar con esos individuos que habían
maltratado a un obrero francés" (efectivamente, pocos días antes, un camionero,
que quería a toda costa cortar una manifestación de trabajadores argelinos
organizada por el M.T.L.D., había sido desalojado de la cabina).

Este fracaso y los lazos que me unían al norte de Africa me decidieron a


prestar un apoyo más directo a los combatientes argelinos. Con o sin el
asentimiento del Partido, pero siempre más o menos protegido por mi célula, me
integré en esos comités de intelectuales que se multiplicaban para llamar a "una
solución pacífica del conflicto". Conseguimos, no sin dificultad, crear una especie
de organismo central de coordinación, que con su malignidad Revault d'Allonnes
hizo llamar "Comité de Organización de Coloquios Universitarios para la paz en
Argelia" —y que se convirtió en el C.O.C.U.— donde discutían los orientalistas de
todos los pelajes, los trotsquistas de las dos obediencias, los enviados del Buró
Político del P.C.F. y los comités de redacción de Temps modernes y de Arguments, los
surrealistas y los cristianos de izquierdas, Souquiéres y Massignon, André Bretón y
Jacques Berque, Jean Pouillon y Lambert, Marguerite Duras y Jean-Marie
Domenach... Y no sé cuantos más. Yo era el secretario de esta Babel que me
permitió entablar amistad con el que presidía el susodicho C.O.C.U., el decano
Albert Chátelet —homónimo sin parentesco alguno—, hombre de excepcional
aguante moral que plantó cara con irónica firmeza a todos los jueces de instrucción
que delegaron contra nosotros; y con L^aurent Schwartz, que me dejó entrever lo
que era el genio matemático. Aparte de estos beneficios exclusivamente personales,
esta organización, algo desorganizada, causó algunos efectos: el indulto de algunos
condenados a muerte, el mejoramiento de las condiciones de detención de algunos
militantes argelinos; y rupturas, la más notoria de las cuales fue el "manifiesto de
los 121" -elaborado fuera del comité pero ligado en parte a la agitación que él
suscitaba—.

Sin embargo esta actividad algo burocrática no podía satisfacer mi voluntad


militante. Gracias a ti conocí a unos amigos argelinos y, en especial, a Mohamed
Harbi. Yo tenía la suerte de vivir entonces en un gran apartamento, en un edificio
tranquilo de un barrio burgués —sin portero ni vecino al lado—. Harbi hizo de él
uno de sus "escondites". Unas horas antes de llegar telefoneaba brevemente.
Aprovechaba el relativo confort de la casa para lavar la ropa interior y remendar el
pantalón. Cuando no estaba muy cansado pasábamos la noche discutiendo la
política del F.L.N., de los problemas que planteaba la guerra en Argelia y en
Francia —la cuestión del terrorismo en territorio francés y de sus consecuencias me
inquietaba y creo que a él también— y soñando con la Argelia futura. Con
admiración, descubrí en su pensamiento una mezcla de pasión y de reflexión, de
firme compromiso y juicio distante. Hablando con él me sentía atestado de
esquemas abstractos, de frases y de ersatz. Le comparaba con los responsables del
P.C.F. que yo conocía y experimentaba la enorme diferencia que existía entre un
militante y un burócrata. Este ejemplo despertó en mí el recuerdo de un joven
militante comunista, alumno del khágne, que conocí, por desgracia brevemente,
durante la primavera de 1944, también él luchador apasionado y militante
reflexivo, Jean Maspéro, que fue muerto durante la batalla de Alemania. Esto me
impulsaba a luchar por una transformación del Partido, pero, sólo de pensar en
ello me espantaba la amplitud de la tarea. Me decía que debía haber comunistas
franceses de ese temple, pero ¿los encontraría precisamente en el aparato?
A partir de 1957 mi única preocupación política fue la Argelia en guerra.
Poco a poco fui perdiendo mis ilusiones sobre la posibilidad de cambiar la línea del
Partido. En esa época conocí a otro hombre al que he admirado mucho: Tanguy
Prigent. Lo conocí primero a través de la familia. Jeanne-Marie y yo nos habíamos
separado y me había encontrado en "chez Romeu" con Mireille, su hija, que era
estudiante de filosofía. Enseguida nos enamoramos locamente y, en cuanto me
divorcié, nos casamos. Tanguy Prigent era a la sazón ministro en el gabinete de
Guy Mollet. Los primeros encuentros fueron un poco fríos. Pero con ocasión del
caso Sakiet Sidi Youssef, que provocó la dimisión de Alain Savary de la S.F.I.O. y
del gobierno, comenzamos a discutir seriamente. El "viejo" militante socialista —
había sido diputado en 1936—, el resistente estaba profunda y duramente
conmocionado. Necesitaba hechos, pruebas. Yo se los di. Desde entonces su
evolución fue extremadamente rápida. Era un hombre de extrema izquierda, al
viejo estilo, mucho más hecho para la lucha, para las reuniones en un patio de
escuela con algunas decenas de campesinos y pescadores que para las ceremonias
y pompas ministeriales. Acogió el golpe de fuerza de mayo de 1958 con
indignación. El, que era uno de los ochenta diputados que habían tenido el coraje
de rechazar los plenos poderes para Petain tras la derrota, que había fundado el
movimiento Libération-Nord, que había pertenecido al primer gobierno
provisional, rompió con de Gaulle. La pusilanimidad de Guy Mollet fue para él
una ofensa y dimitió de la S.F.I.O.

En cuanto a mí, el verano de 1958 lo pasé hastiado. Me había quedado en


París para preparar la "respuesta". Los socialistas ya habían capitulado; el P.C.F. no
hacía más que evocar los recuerdos del Frente Popular y era evidente que estaba
más deseoso de reservarse para tiempos mejores que de contraatacar. Francia
entera aceptaba, con una especie de alivio, dejar la gran política en manos del
Salvador que había dado prueba de sus aptitudes entre 1940 y 1944: él se ocuparía
de todo y podríamos mofarnos de él alegremente y sin intervenir. Por una
paradoja sólo aparentemente mostruosa la Francia petainista echaba las campanas
al vuelo. Pues aunque de Gaulle es, a mí entender, estimable en la medida en que
se trata del más grande pensador político tradicionalista francés después de
Chateaubriand, el gaullismo ha sido y es el petainismo con su cara patriótico-
moralizante por un lado y su cara tecnocrático-represiva por otro.

En estas circunstancias fue como me vi mezclado en la fundación del


Partido Socialista Unificado. Yo pertenecía a un grupo que, bajo la dirección de
Jean Poperen, agrupaba a miembros del P.C.F. escindidos, expulsados y militantes
que habían abandonado el Partido con ocasión del caso yugoeslavo, del llamado
"complot de las batas blancas" y de la intervención en Hungría, y que publicaba el
órgano clandestino Voie communiste. Los socialistas dimisionarios, en torno a
Edouard Depreux, Alain Savary y Tanguy Prigent, se habían unido a Pierre
Mendés France y habían constituido con él el Partido Socialista Autónomo. La
Unión de la Izquierda Socialista, apoyada por L'Observateur que mantenía una
lucha decidida contra la política militar francesa, constituía el tercer componente.
Asistí y, en cierto modo, participé en las discusiones que condujeron a la fusión de
esos tres movimientos y a la constitución del P.S.U. Disponía de una posición
privilegiada que me permitía intervenir u observar a mi antojo: era el anfitrión. En
mi residencia de entonces -en casa de Tanguy Prigent se celebraron numerosos
almuerzos en los que yo "trataba de manera frugal pero substancial" (como se decía
en los relatos de exploradores de mi juventud) a aquellas personalidades que
ardían de pasión política.

Los había fríos y entusiastas, tácticos y joviales: pero el denominador común


era, ciertamente, el deseo de la libertad y de la justicia. ¿Qué habrían hecho —o qué
harían, pues, después de todo, entre los que acabo de citar aún quedan muchos en
activo— si hubieran tenido que ejercer, si tuvieran que ejercer el poder? No lo sé.
Pero eran y se sentían tan débiles, tan desamparados ante este segundo nacimiento
que se habían impuesto —la V República hubiese acogido con agrado a la mayoría
y un Jean Poperen obediente tenía abierto el camino del Comité Central— que
habían olvidado sus pasados compromisos para lanzarse alegremente al sueño del
partido que había que construir. Hubo momentos exaltantes: pude ver y oír a unos
niños grandes, risueños e inteligentes, jugar muy serios al juego de la libertad.

Durante el año que siguió volví a ver varias veces a Pierre Mendés France.
Tanguy Prigent y yo íbamos a charlar con él y parece que le gustaba. Su
experiencia en el P.S.U. se había revelado enseguida como negativa. Mendés
France me pareció un hombre política y teóricamente solo. Nuestras discusiones
nos llevaban a menudo al marxismo, que él conocía como economista, pero del que
deseaba conocer su filosofía. Contemplaba su propio destino político sin amargura
y sin esperanza. Cuando lo vi de nuevo, poco antes del mayo del 68, y le di cuenta
de la confianza y el afecto que su persona suscitaba entre los estudiantes,
profesores e investigadores, se sonrió, a la vez emocionado y desengañado, y dijo
que le hacía feliz no haber dejado un mal recuerdo, pero que, de todas formas, eran
los jóvenes quienes debían tomar el relevo. Hablaba como un hombre a quien el
juego político, la inercia del sistema y de la sociedad habían frustrado todas sus
ideas, ideas que, más tarde, habrían de realizarse de la peor manera. ¿Qué es de él
ahora? Aunque, por lo que a mí respecta, haya perdido toda confianza en el Estado
para resolver los problemas esenciales, me pongo frenético cuando pienso en el
hecho de que la coalición de las burocracias socialista y comunista impidió a este
hombre poner en práctica unos proyectos de descolonización y de modernización
del país que al menos tenían el mérito de ser democráticos —en el viejo, muy viejo
sentido del término—.

Así pues, se celebró el congreso constituyente del P.S.U. y con él


comenzaron las intrigas, las luchas de tendencias, las captaciones de militantes, las
maniobras para apoderarse del aparato... Me reía como loco cuando consideraba el
objeto de tanta codicia: unos millares de militantes, un puñado de camaradas
dispuestos a trabajar por cuatro perras por la victoria de la "causa". Era sórdido y
conmovedor. Me di cuenta de que la llama de mi militantismo, si es que alguna vez
estuvo encendida, se había apagado. No había aspirado a ninguna responsabilidad
en las instancias del partido; pero me gustaba la idea de hacer de consejero. En el
transcurso de esta solemne jornada este deseo se me pasó completamente. Durante
los meses que siguieron me limité a asistir a las reuniones semanales de mi sección
—la del distrito VIII—. Fui a caer en un lugar particularmente malo: entre los
veinte o treinta asistentes había dos o tres representantes de las principales
tendencias que, al hilo de las luchas en "la cúspide" se entregaban a sutiles
manipulaciones para hacer votar tal o cual moción. Yo no comprendía ni jota.
Mientras Tanguy Prigent, en Bretaña, había encontrado una nueva juventud e iba a
combatir victoriosamente al petainogaullismo hasta en el país de los curas; yo me
adormecía. Rompí con el P.S.U. igual que había dejado la organización del P.C.F.:
por aburrimiento. Mi carrera política se detine ahí.

¿Debemos decir que has renunciado a ser ese militante —ese militar— que
quiere moldear el mundo a imagen de la idea y que, al dejar de vivir en
imaginarias contra-sociedades, te retiras? O bien —lo que me parece más exacto—
¿das al compromiso político un sentido diferente, más inconexo, que acepta lo
múltiple y lo contradictorio? ¿Te arrancó mayo del 68 de tu sueño estatista, ese
mayo del 68 por el que muestras un cariño que yo considero excesivo?

Quiero decir que después de haber sido militante durante diez años, hace
doce que he renunciado a cualquier tipo de pertenencia. Acabo de decir que el
Partido -como forma— me aburrió de muerte. Hoy me da miedo: me parece que es,
siempre en su forma, la imagen exacta del Estado centralizado y coercitivo que
pretende ostentar el poder y la sacralidad, eso mismo que, en el vocabulario laico y
científico, se llama hoy Verdad. Construido para derribar un cierto tipo de Estado
—el Estado burgués— el Partido moderno, en su estructura definida por el
bolchevismo, que copiaba el ejército prusiano y a la policía zarista y que después
ha sido copiado por los fascistas italianos, por el nacional-socialismo alemán y por
la Falange española y que sigue siendo el ideal de todas las "formaciones" de
derecha que surgen episódicamente, es el mejor apoyo del Estado, de todo Estado,
incluso aunque se reivindique de la oposición. Y esto por su misma existencia:
induce a la sumisión; trabajando en la necesidad habitúa a lo ineluctable; utiliza
odiosamente las energías individuales para transferir esta fuerza a un ser abstracto
que inmediatamente la transfiere al Leviatán. Cuando era "sin partido" me
utilizaron. Ahora soy vigorosamente "anti-partido". Se han burlado mucho de los
izquierdistas después de mayo del 68 porque —excepto los trotsquistas que, por
otra parte, en tanto que partidos, sólo funcionan como antítesis abstracta del P.C.F.
— las organizaciones que edificaron se desmoronaron unas tras otras. Por el
contrario, yo veo en ese "fracaso" en remedar al poder, el signo de una gran salud.
Ahí tenemos a los militantes restituidos a sí mismos para lo mejor y para lo peor.

También yo me he restituido a mí mismo: soy intelectual, filósofo


incorregible, animal cultural, mi política es la de un animal cultural, allí donde ella
se expresa, en la enseñanza y la escritura (libros, artículos —pero también me
gustaría probar el cine y la televisión—). Así fue como participé en mayo del 68.
Aprendí entonces una cosa que sabía pero que no conocía. Las transformaciones
sociales importantes y reseñables (no hablo aquí de las que se producen en el
transcurso de largos períodos de tiempo) son de dos clases: por un lado las que
atañen a un cambio en la estructura, en la osamenta del Estado (o de su
equivalente de poder), en el derecho, en la administración y su personal —es el
tipo de acontecimientos que los manuales llaman revolución: "revolución inglesa",
"revolución francesa", "revolución rusa"-; por otro lado están las que se refieren a
las costumbres y se efectúan mediante sobresaltos que los archivos no señalan
necesariamente como "acontecimientos"; empleo aquí el vocablo clásico de
costumbres para designar las prácticas sociales cruciales y cotidianas y la percepción
que tenemos de ellas: la relación con los dioses (o con lo imaginario), por ejemplo,
o la relación del hombre y la mujer, o del habitante con la tierra, o del paciente con
el enfermo, etc. —a esto no lo llamamos revolución sino muy raramente y casi como
metáfora; decimos más bien crisis de sociedad—. Mayo del 68 es una configuración
histórica de la segunda clase. Es un sobresalto ejemplar que fue considerado
durante algún tiempo como una revolución en el sentido clásico. Como no llegó a
ser lo que se creía que era, se infirió que, al cesar el sobresalto y no llegar la
revolución, había fracasado. Sin embargo me parece que algo decisivo ha
cambiado en las relaciones jerárquicas, familiares, sexuales, en las relaciones
laborales... Todo esto ha sido asimilado, se dice. Por supuesto. Ese es el cometido
de la institución; pero aunque realizara un mero repliegue táctico, nada puede
cambiar el hecho de que en —y no por— mayo del 68, se manifestó, se hizo
manifiesta una "revolución molecular", como dice Félix Guattari. En el fondo, he
constatado que un buen criterio para juzgar quiénes son devotos del Estado y
quiénes no lo son en absoluto es preguntarles lo que para ellos representa ese
"movimiento vivo y convulsivo" que se produjo el año que viene hará diez años.

El año que viene, 1978. Ello me permite añadir otro criterio para precisar
este juicio. Para mucha gente de izquierda —los otros apenas me interesan— se ha
convertido en el horizonte único, al que hay que sacrificarlo todo, el rigor del
pensamiento, la exigencia crítica... y mayo del 68. "No lo dudéis, dicen, la victoria
del programa común no será una "mascarada de cagalaolla"; será algo serio,
constructivo, calculado, los medios para realizarlo están a punto; ya están previstos
los cuadros que tomarán el relevo; las alianzas están cuidadosamente suputadas y
a nuestro lado tenemos a capitalistas e incluso gobiernos extranjeros." Me siento
tentado a decir aquí que lo peor es que es cierto. No cabe duda de que la Unión de
la Izquierda está perfectamente capacitada para regir el Estado. La desgracia está
en que considera que su victoria debe estar fundada, entre otras cosas, sobre el
repudio, o al menos sobre el olvido de lo que surgió en mayo del 68. Pero no hay
mejora, no hay "justicia social", no hay "cambio de sociedad", como ellos dicen, que
no pasen por la toma en consideración de la revolución molecular. Digo tomar en
consideración por no decir algo mejor como asumir. Pero ¿cómo pensar
razonablemente en un Estado que aceptaría, no por incapacidad, como fue el caso
de Francia en el siglo XVIII, sino por decisión propia, soltar las mordazas colocadas
en el nivel molecular de la sociedad, que permitiría actuar a las fuerzas
innovadoras, que dejaría de tender las trampas de su Providencia y que, al mismo
tiempo, llevaría la lucha en el otro frente contra el sistema clásico del
avasallamiento capitalista?

Porque yo no soy de los que — metafísicos de la historia o metafísicos sin


más— desean, mezza o alta voce, la victoria de la unión de la derecha, afirmando
que, puesto que ha de haber siempre un amo, el de ésta será menos coercitivo por
estar mejor habituado al poder, menos preocupado por grandes proyectos, en
resumen, por ser menos malo. Aparte de que hace falta una soberana caradura
teórica para unir, como si se tratara de algo intrínseco, la dialéctica hegeliana del
amo y el esclavo —olvidando el lugar que ese momento dialéctico ocupa en la
Fenomenología del Espíritu—, los análisis freudianos de la Ley y los lacanianos del
Dominio —ignorando todo lo que éstos presuponen y que impide en cualquier
circunstancia semejantes simplificaciones—, es una ligereza monstruosa —o un
cálculo erróneo suponer que, en las circunstancias actuales, el triunfo de la derecha
mantendría el statu quo y las apariencias afables de la "democracia francesa". Félix
Guattari decía a propósito de estas elecciones en una entrevista televisada
"Estamos atrapados". Yo recogeré esa expresión: puesto que así es, votaré por la
izquierda sin esperar nada que concierna a lo que me parece esencial hoy día: el
debilitamiento del Estado y de las instituciones que, utilizando el poderío del
Estado, ejercen poderes exorbitantes y cada vez más ramificados y sutiles. Por
consiguiente me rehúso a dejarme invadir por esa pretendida gigantomaquia
electoral. Ahora y después, empíricamente, lucharé aquí donde estoy, en la
Universidad, por la cultura y contra su rentabilización burocrática, la que se nos
quiere imponer actualmente, la que nos querrán imponer mañana. Y, teóricamente,
continuaré trabajando en el intento de levantar la hipoteca teológica que pesa sobre
nosotros y que se realiza en el Estado sabio, de desmontar los mecanismos que
hacen que obedezcamos, que nos desprendamos de nuestra fuerza y se la
entreguemos a ese transcendente que es el Estado —no la Ley, la Palabra, el Orden
vital, la Dialéctica, sino el Estado, formación histórica contingente- que modela
nuestra sociedad como una pirámide de esclavos encaramados los unos sobre las
espaldas de los otros, entregándose al juego mezquino del dominio y la
competición y afianzándose en los cuadriláteros de acero y hormigón de los
poderes.
5

¿Y MARX?

La imagen que tienen de tí los que te han leído y escuchado es la de un


filósofo marxista. Sé perfectamente que hay muchas estancias en la casa del Padre
y que, cada vez con mayor frecuencia, se es marxista como se es cristiano, con
mucha desenvoltura y comodidad. Pero no parece que sea esa una actitud que
convenga a un hombre coherente como tú. También me parece que tu marxismo, si
no el mismo Marx, constituye para ti hoy un problema. ¿Qué me dices de Marx, del
marxismo y de tí?

Es una pregunta obligada. Nuestras dos últimas entrevistas, la que trata


sobre la trayectoria intelectual y la que concierne al derrotero político, dan cuenta
de una evolución que quizá desmienta la imagen que generalmente proyecto: la de
un filósofo marxista.

Es cierto y a menudo, cuando tengo que presentarme y definirme, me tengo


que contentar con decir que: "intento ser marxista". En realidad, aunque durante
mucho tiempo haya mantenido este calificativo -por razones a la vez teóricas y
políticas— hoy esto ya no me importa. El debate en torno al marxismo se ha hecho
tan confuso, tan vergonzosamente disparatado que hace que me importe poco
situarme en un ámbito tan completamente falseado filosófica y políticamente. Y
menos cuando nadie me ha dado vela en este entierro, ni soy desfacedor de
entuertos, ni coleccionista de disparates. Además, si tengo tantos deseos de
responder a tu pregunta no es para incluirme dentro de esta o aquella obediencia
—que me alegraría orne tranquilizaría— sino para decir en qué posición me
encuentro respecto a ese hombre genial y equívoco, cuyo pensamiento y acción
han marcado de una manera decisiva nuestra época. Pensemos en lo que
pensemos, Marx cuenta. A la vez, en mi opinión, porque hay un aspecto de su obra
que, como tal, creo que transforma profundamente el estatuto de la filosofía, que
ilumina con una luz nueva su historia y que abre hoy asombrosas posibilidades; y
también históricamente, porque el marxismo o marxismos intervienen como
determinación ideal o cobertura ideológica en las relaciones de poderes actuales,
entre Estados, entre instituciones, entre partidos, entre grupos sociales. Y lo que
complica el juicio es que, desde un cierto punto de vista, no es muy serio
considerar a Marx sin tener en cuenta las consecuencias de lo que los diversos
marxismos posteriores a 1883 extrajeron lógicamente de sus textos y de los de
Engels (los cuales hemos de pensar que aprobó ya que no los criticó); Y que, desde
otro punto de vista, es necesario mirar la obra de Marx como tal sin prejuzgar unas
coherencias arbitrarias que en ella han introducido sus exégetas, sus continuadores
y los que han querido realizar el marxismo, empresa en la que Marx fracasó...

Hay dos perspectivas, en todo caso, que me son extrañas: la que, recogiendo
la marxología de los años 50, trata a Marx del mismo modo que son analizados
Maine de Biran o Husserl, olvidando que su originalidad consiste en haber querido
romper con la filosofía especulativa y haber intentado construir una articulación
distinta de la teoría y la práctica —no podemos estudiar inocentemente,
ingenuamente una concepción que se niega a ser ingenua e inocente—; la que, a la
inversa, pone a Marx en la picota bajo el pretexto de que ha engendrado la
represión de la revuelta de Cronstadt, el aplastamiento de Makhno, la
deskulakización, el Gulag o la liquidación de Lin-Piao —apreciaciones extrañamente
idealistas que tienen, entre otros efectos, el de liberar de toda responsabilidad a las
formaciones y los agentes históricos que han producido efectivamente esos
acontecimientos—. Sin embargo, no me propongo poner en evidencia, como hizo
Benedetto Croce a propósito de Hegel, "lo que hay de vivo y lo que hay de muerto"
en Marx. ¿Cómo hacer la distinción y en función de qué? Me dejaré llevar más bien
a variaciones sobre un tema querido por mí desde hace varios años, que me parece
que asegura una buena circulación entre los textos "originales" y los marxismos
contemporáneos.

Este tema es el de la dualidad fundamental del trabajo de Marx, dualidad


entre dos orientaciones que cohabitan constantemente en los textos —incluso
entremezclándose en la misma obra, en el mismo capítulo, en la misma página— y
que descuartizan la acción militante. Estas orientaciones, por el hecho entre otros
de que se tocan, no están ellas mismas en la línea recta de una coherencia, a veces
se afirman con fuerza, pero raramente generalizando; también se extravían o se
pierden en meandros. Son, de hecho, difícilmente comparables en la medida en
que ponen de relieve campos de pensamiento heterogéneos. No es la contradicción
la que rige su relación, sino una guerra insólita entre adversarios que no tienen ni
las mismas reglas, ni las mismas armas, ni el mismo objetivo. Si quisiéramos
aplicar a toda costa la metáfora de Croce, los términos a retener serían los de
"antiguo" y "nuevo".

Este presupuesto de la disparidad de un "autor" filosófico es en general mal


aceptado. "El orden de los juicios" —por donde comienza y acaba la filosofía en la
óptica clásica— impone el prejuicio antitético. Es evidente, por ejemplo, que los
grandes pensadores de la philosophia perennis, partiendo de referencias
esencialmente diversas, se han esforzado y, en gran parte, han logrado integrarlas
en un discurso coherente —Descartes expresando la revolución física de Galileo en
el orden de la metafísica tradicional, Kant consiguiendo a la vez fundamentar la
objetividad de la ciencia newtoniana y establecer una filosofía de la libertad, por
ejemplo—. ¿No debería ser lo mismo en lo que a Marx se refiere? Esta es, en el
fondo, la actitud que adopta Henri Lefebvre cuando, en el período que sigue a la
Liberación, lucha valientemente contra el estalino-jdanovismo, pensamiento oficial
del P.C.U.S. y, por consiguiente, del P.C.F. y explica que el contenido del
dogmatismo enseñado bajo el nombre de "materialismo dialéctico" es el desarrollo
unilateral de un aspecto del pensamiento de los fundadores, pero que existe otro
aspecto en estos últimos que debe ser profundizado. Así es que, teniendo la
intuición de la disparidad, Henri Lefebvre la desecha como inconcebible y
establece como principio que Marx y Engels han mantenido y conjugado
armoniosamente las dos facetas: la doctrinal y la dinámica (Lefebvre dirá más
tarde: la romántica). Esta es también la posición adoptada por Louis Althusser
cuando introduce el famoso "corte entre el joven Marx, discípulo de Feuerbach y
fuertemente influenciado por el kantismo y el Marx de la madurez,
definitivamente liberado del pasado filosófico, marxista ya en lo sucesivo, inventor
exclusivo del materialismo histórico y, asociado del materialismo dialéctico. Esta
vez se trata de hacer pensable la coexistencia, en la misma obra global, de temas
incompatibles como las teorías de la alienación y del proletariado sujeto de la
historia, por un lado, y, por otro, la teoría de las relaciones sociales inmanente en
El Capital. Louis Althusser, que conoce bien la dificultad, sale del apuro con el
subterfugio de la maduración. Lo malo es que textos sobre la alienación y el
proletariado sujeto los hay en el Marx marxista, y que publicaciones realizadas
tempranamente como La cuestión judía, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel y La
ideología alemana contienen ya elementos esenciales del marxismo de Marx.

Yo prefiero admitir la no-coherencia de Marx. Esta tiene el mérito de


explicar, en primer lugar, por qué razones Marx dejó pasar, sin hacer nunca la
menor observación, las majaderías y la pesadez dogmática de Engels cuando éste
se aplica a construir la dialéctica de la naturaleza. Se ha invocado, para dar una
explicación de este enredo, tanto una especie de división del trabajo polémico entre
los dos compadres —Marx en el frente económico y político, Engels en el frente
filosófico— como la negligencia del mayor... Es mucho más sencillo admitir que
Marx estaba de acuerdo con esas extrapolaciones y esto porque caían dentro de
una cierta lógica del sistema, porque prolongaban, dándoles una justificación
científica, ideas de juventud tales como la de la alienación y la del proletariado
sujeto de la historia, precisamente.

Ello permite comprender, en segundo lugar, un hecho sorprendente: que


investigadores, armados con sus convicciones (o su ausencia de convicción)
políticas y con las técnicas de su oficio contra el marxismo doctrinal, hayan
coincidido con Marx y hayan elaborado unos trabajos que, digan lo que quieran,
son de la misma naturaleza que las investigaciones históricas de éste. Ahí tenemos,
por ejemplo, a Max Weber o los historiadores pertenecientes a la Escuela de los
Anuales. Tomemos a Max Weber. Cuando elabora su obra admirable La ética
protestante y el espíritu del capitalismo, presenta una explicación comprensiva que
está en oposición con la teoría de "la determinación en última instancia"; unos diez
años más tarde lo explicó en una conferencia muy ardorosa dirigida contra los
defensores del materialismo histórico. El sociólogo tiene mucha razón al alzarse
contra la generalidad de la prescripción impuesta por la doctrina. La mejor prueba
es que Marx, historiador de su presente o del pasado, no tiene, por así decir, en
cuenta para nada este "imperativo". En el examen al que se dedica desde 1848 y
1850 en Francia, de la Comuna de París, el elemento mayor que sirve de eje a la
búsqueda de la inteligibilidad es la lucha de clases. En la VIII sección del libro
primero del Capital donde estudia el proceso mediante el cual se forma el
capitalismo en Inglaterra, llama la atención el que sobre todo se haga hincapié en
las acciones contingentes de grupos sociales, en la "espontaneidad" de los
elementos que van a constituir la clase burguesa, en la coincidencia de actividades
y de situaciones originales —en definitiva, en la singularidad, en el carácter
excepcional de esta configuración histórica de cuya materialidad forman parte las
voluntades, los apetitos y las pasiones, lo que nosotros llamaríamos, en la jerga
contemporánea, lo imaginario y lo simbólico—. Sucede enteramente como si Marx
historiador fuese desbordado por su material de trabajo, por una complejidad que
hace quebrarse al "tópico" de las instancias. Lo que cuenta en este asunto es el
punto de partida y el punto de llegada: la inscripción material. Unas masas de
hombres y mujeres son desplazados, sus gestos cotidianos cambian, sus oficios, sus
modos de vida se transforman. La Inglaterra capitalista "crea" unos centenares de
miles de individuos cuyo ser material —el cuerpo práctico— ya no es lo mismo
que antes. Parece que es esa también la referencia a la que se agarran tanto Max
Weber como la investigación histórica hoy e incluso el procedimiento para
determinar elementos constitutivos del acontecimiento tomados globalmente que
intervienen tanto con su respectiva parte de contingencia como de necesidad.

No es fácil presentar con brevedad esta no-coherencia de Marx y ello por la


razón que acabo de señalar: las dos orientaciones no se desarrollan en el mismo
plano y, en cierto modo, son incomparables. Para precisarlas mejor utilizaré otra
metáfora: existen dos vertientes en el marxismo de Marx (y de Engels). Una
desciende y presenta un camino amplio poco sinuoso; es casi una carretera que
prolonga, renovándola desde un punto de vista materialista, la metafísica clásica
bajo su forma más elaborada, la filosofía de la historia. La otra sube; está recorrida
por senderos estrechos y que muy a menudo se pierden; está jalonada de hoyos y
peñascos; descubre paisajes inesperados: un materialismo distinto que tiene poco
que ver con el que hasta entonces había definido la filosofía doctrinal, una
concepción nueva de la relación entre teoría y práctica, una percepción original de
la actividad política revolucionaria.

La primera está iluminada por el sol de la Verdad (definida como fusión o


confusión del Sujeto con el Objeto o como reabsorción del uno por el otro); la
segunda tiene los fulgores y las penumbras de la tempestad y en ella se dibujan las
luchas por el poder, combates contra la explotación y la dominación y sus
inherentes padecimientos y violencias. Lo que hoy se entiende por marxismo —en
su diversidad— se inscribe casi siempre en la penillanura que se extiende a
continuación de la vertiente descendente, pero sólo en los penosos promontorios
del camino ascendente se puede captar el sentido y el peso de las afirmaciones
prácticas que son las resistencias, el rechazo, las revueltas que sin cesar cuartean la
autoridad y su falsía.

Los textos que acreditan la versión de Marx como filósofo de la historia son
numerosos y frecuentemente citados. Tienen el mérito, es cierto, de dar una
seguridad doctrinal que permite a los dirigentes políticos y a los propagandistas
teorizar en la tranquilidad de la repetición para poder entregarse de lleno a las
técnicas de gobierno y a los ejercicios retóricos. ¡Y qué dicha poder adaptar a las
nuevas circunstancias lo que se sabe que es verdad! Es lo que hace Kautsky, por
ejemplo, cuando extrae de la causalidad de la infraestructura la noción de una
revolución reducida a una simple operación de política del partido y los sindicatos
obreros contra la burguesía cuando la evolución económica haya preparado el
terreno de la inevitable victoria; y Lenin —y luego Stalin, Trotski y muchos otros
"jefes" vencedores o vencidos— cuando infiere del carácter científico del
materialismo dialéctico el hecho de que el saber revolucionario auténtico debe ser
aportado desde el exterior al proletariado por una élite político-cultural; el mismo
Stalin al deducir en un materialismo hiperdialectizado una teoría de la nación que
autoriza toda clase de piruetas anexionistas, teoría que Maurice Thorez recoge
alegremente para demostrar que Argelia es una nación "en formación" y que debe
esperar a estar formada para acceder a la independencia, y no insisto en la oleada
de sandeces que ha engendrado la dialéctica de la naturaleza, desde la "prueba" de
los aminoácidos, soberbia síntesis de la tesis "ácido" y de la antítesis "base", hasta la
ciencia proletaria de Lyssenko...

Voy a despachar el asunto rápidamente. La filosofía de la historia de Marx


—aparece en los textos de 1843 y 1883— se apoya sobre un trípode: la afirmación
materialista de principio que Engels resume claramente en Ludwig Feuerbach y el fin
de la filosofía alemana presentándola como un postulado que se enuncia así: la materia
existe exterior y anteriormente al Espíritu, postulado por el que hay que comenzar,
que, naturalmente, no puede ser probado, pero que sitúa al que lo adopta del lado
de la ciencia, de la justicia y del progreso (Jdanov, Victor Cousin del pensamiento
soviético, dirá más crudamente: de la Verdad, de la Belleza y del Bien); el "método"
dialéctico después que el mismo Marx declara en el segundo prefacio del Capital
haberlo extraído de "la ganga idealista" donde lo había encerrado Hegel, gracias al
cual será posible "volver a colocar a la historia sobre sus pies", es decir, sustituir la
causalidad inmanente del Espíritu que actúa en el hegelianismo por la causalidad
de la infraestructura material, de la economía; la teoría del proletariado, "clase
radical", instituida por ello en las obras llamadas de juventud como el sujeto de la
historia que tiene como misión librar la lucha final y llevar a cabo la última
revolución, la que instaurará la sociedad última, el comunismo; esta teoría (que
Lukács recogerá ochenta años después en Historia y consciencia de clase para
profundizar en ella) va a ser matizada en la obra posterior de Marx: el proletariado
concebido de forma algo lírica será reemplazado por la vanguardia obrera y,
después, tras la creación de la Asociación Internacional de Trabajadores, por el
grupo más avanzado de esta última, es decir, los obreros e intelectuales que se
adhieren a la tesis de Marx y Engels —la versión leninista del partido ya está a
punto...

He ahí los elementos que deben permitir la fabricación de una grandiosa


filosofía de la historia, saber al mismo tiempo exhaustivo y abierto del pasado y del
presente y anticipación del porvenir: una doctrina del ser = devenir (o más aún del
tiempo real; o incluso de la historia, una historia unificada con un comienzo y un
fin, que tiene un sentido caracterizado por una evolución dramática y progresiva);
una concepción de la causalidad, que define unos lechos en que yacen las causas
primeras, los procesos por los cuales esas causas actúan -la famosa dialéctica con
sus saltos cualitativos y sus síntesis— y los juegos secundarios de efectos y de
causas reactivas; una teoría del sujeto de la historia que asegura al mismo tiempo la
continuidad y la actividad del devenir y su inteligibilidad.

A este respecto, las diversas versiones del marxismo como doctrina, como
forma moderna de la ontología, no se oponen teóricamente más que en algunos
detalles: sin duda, por ejemplo, la insistencia de Gyórgy Lukács en exaltar, en 1923,
el papel del proletariado como agente de la revolución manifiesta una inquietud
profunda del teórico revolucionario frente al autoritarismo nacional e internacional
del que da cada vez más pruebas el joven poder bolchevique, si finalmente se
decide a retirar su texto, sometiéndose a las órdenes llegadas de Moscú, es por
disciplina; pero también ésta traduce el hecho de que para el que mira el marxismo
como filosofía de la historia, la cuestión de las funciones respectivas del
proletariado y del partido son un asunto de mera apreciación y que, por
consiguiente, es justo aceptar la decisión de la dirección.

Robert Linhart, en su excelente libro Lénine, les Paysans, Taylor, describe los
trágicos apuros de Lenin en torno a 1920, cuando se da cuenta de que la clase
obrera politizada está ocupada por entero en tareas militares y administrativas y
que en las fábricas, en el entramado social del país, "el proletariado ha
desaparecido" y muestra cómo el mismo que decidió la Revolución de Octubre se
lanza a una verdadera mitología de los ferrocarriles que es una verdadera huida
hacia adelante y que, en realidad, se inscribe en la lógica de ese economicismo,
línea, pese a importantes divergencias, de toda la II Internacional. Y ya que, como
lo quieren Hegel y Marx, el acontecimiento trágico cuando se repite adopta un
carácter ridículo, cuán cómica aparece la gravedad que se pretende dar hoy a la
discusión: ¿hay que abandonar o no la dictadura del proletariado? ¿Quién puede
pensar que se trata de una verdadera pregunta, cuando los que discuten sobre ella
están de acuerdo en reconocer que la Unión Soviética es un país socialista, que el
P.C.F. funciona democráticamente y que la aplicación del "programa común" es un
giro decisivo en la vida de la nación francesa?

En cuanto a esta filosofía de la historia en sí misma, mi manía filosofante me


llevará aquí a poner de manifiesto sus debilidades propiamente teóricas. Diré
simplemente que Engels obró con un gran sentido común al presentar la adopción
del materialismo dialéctico como un postulado. Pues en efecto no existe ninguna
razón teórica, ninguna legitimación ningún sentido de la filosofía clásica, para
escoger esa doctrina en vez del platonismo, el cartesianismo, el kantismo, el
positivismo o cualquier otro sistema. El que sea "científico" es una pura petición de
principio, ya que existen numerosas concepciones de la ciencia y la conexión que
han intentado realizar el mismo Engels en La dialéctica de la naturaleza, Lenin en el
tedioso Materialismo y empiriocriticismo, Stalin, Jdanov y sus émulos actuales entre
el materialismo dialéctico y la ciencia es tan poco convincente como la que
ensayaron Augusto Comte y Spencer a propósito del sistema positivista. Aunque
consiguiera realizarse esta conexión ello no sería una prueba filosófica. Y por las
mismas razones tampoco está en condiciones de convencer, durante mucho
tiempo, de que milita por la justicia. En cuanto a afirmar que hay que escogerlo
porque es el arma del proletariado, la demostración presupone que el proletariado
detenta la Verdad, afirmación que, o se la hace materia de fe o es el resultado de
otra demostración que presupone ella misma haber optado por el enunciado
principal. Decididamente es un postulado: una declaración arbitraria que uno
suscribe... o no suscribe. Louis Althusser se muestra razonable cuando dice que el
materialismo dialéctico consiste, como todas las demás filosofías, en un conjunto
de tesis; lo es mucho menos cuando afirma que eso es precisamente todo el
pensamiento de Marx en su esquema teórico. Si así fuese, y siempre ateniéndonos
a la argumentación puramente filosófica, habría que confesar sin reparo que, entre
los demás sistemas, aquel al que hemos reducido a Marx y Engels y al que a
menudo se han reducido ellos mismos —ya tomemos por el lado de la alienación,
de la reificación, del lirismo proletario, del hombre total, o que nos inclinemos más
bien hacia la filosofía de las sociedades y de sus transformaciones— es débil y
particularmente farragoso. Hablando con toda claridad, si el marxismo (de Marx y
de Engels) es solamente esta ontología progresista que permite hacer pasar a la
humanidad "del reino de la necesidad al reino de la libertad", entonces mi opinión
es que los dos grandes pensadores de la Era de las Luces que fueron, cada uno a su
manera, Kant y Hegel, construyeron doctrinas más consistentes, más ricas, más
"realistas", que esas dos doctrinas son coronamientos de la filosofía clásica mucho
más fructíferas para nosotros que esta prolongación laboriosa que ha sido el
marxismo doctrinal. De esto es precisamente de lo que habla Michel Foucault
cuando evoca "una ola en el estanque de los niños".

Se haría demasiado largo y estaría fuera de lugar enumerar aquí los puntos
obscuros —si no obscuros, sí tópicos— de ese marxismo. Simplemente, como
provocación, cito algunas fórmulas que siempre me han parecido inteligibles (o
falsas): "Hasta ahora los filósofos han contemplado el mundo; de lo que se trata es
de transformarlo"; "las condiciones de existencia determinan la conciencia"; "la
humanidad nunca se plantea más que los problemas que puede resolver y, visto
más de cerca, siempre comprobaremos que el problema como tal sólo se presenta
cuando las condiciones materiales para resolverlo existen o al menos están en
camino de existir"; "los productos del cerebro humano en último análisis son
también productos de la naturaleza, no están en contradicción, sino en consonancia
con el conjunto de la naturaleza"...

Pero esa es una pobre querella. Es mucho más importante intentar


determinar de qué categorías del pensamiento clásico no han llegado a
desprenderse Marx ni, con él, el marxismo doctrinal. Pues el hecho mismo de
constituir una doctrina o un sistema implica que son aceptados los principios sin
los cuales no es posible construir un campo doctrinal, principios que en sí mismos
tienen valor ontológico. La cuestión, en efecto, no es meramente semántica:
tributario del vocabulario de su tiempo, cuando Marx devuelve las significaciones
a su sentido original, es frecuente que se contente con el sentido tradicional o que
añada simplemente a este último las determinaciones más comúnmente admitidas
en el mundo intelectual de la época.

Así ocurre con un concepto decisivo, el de la ciencia. Mientras Marx dirige


contra la ciencia que pretenden elaborar los economistas clásicos para dar cuenta
de "la riqueza de las naciones" (y aumentarla) una argumentación que denuncia la
arbitrariedad de su forma y el empirismo de su contenido, mientras critica con
vehemencia el saber hegeliano del Estado explicando de qué manera la
demostración hace pasar en él "la cosa lógica" por encima de "la lógica de la cosa" y
cómo su único objetivo es justificar la situación de hecho, es decir, el orden burgués
de la propiedad privada, en cambio admite a menudo que contra esas ciencias —la
economía política, que es falsa porque parte de un falso objeto e interpreta lo real
equivocadamente, y la teoría del Derecho que es mentirosa porque invierte
conscientemente la jerarquía de los hechos—, conviene construir una ciencia
verdadera.

Los fundamentos de esta última están enunciados, por ejemplo, en el


prefacio de la Contribución a la crítica de la economía política que define la filosofía de
la historia materialista. Es sorprendente, sin embargo, que el párrafo tan
frecuentemente citado en que se propone el principio de la causalidad de la
infraestructura económica sea de la misma naturaleza que la mathesis universalis
cartesiana, por ejemplo: es una mezcla en la que se combinan el saber metafísico —
que sirvió ulteriormente de modelo para montar el materialismo dialéctico— y las
consideraciones empíricas tomadas en su generalidad, el recurso a los hechos, que
aquí son los datos de la historia universal (de la misma manera que Descartes
había compuesto la filosofía primera, remozada con los resultados de la física de
Galileo).

Esta creencia en una ciencia-saber positiva, en una forma saber única y


unificada que completarían armoniosamente unos conocimientos objetivos de
hechos supuestamente sometidos a leyes universales y necesarias, jalona el
recorrido de la obra. En esa óptica se mantienen las derivaciones tradicionales: del
saber central donde se desarrollan en su generalidad la ontología y la metodología
que le corresponden, a las ciencias parciales que son su aplicación a sectores
particulares; de este conjunto teórico, a su puesta en práctica técnica en la actividad
política y científica. El esquema cartesiano de realización de la mathesis es
prorrogado con, naturalmente, dos desplazamientos de envergadura debidos a las
transformaciones del trabajo científico y de las perspectivas filosóficas: el lugar
cada vez más importante de las observaciones, del "dato", por un lado, y, por otro,
la irrupción de la historicidad, irrecusable de ahora en adelante. Así es como en los
mismos textos de Marx y Engels se encuentran legitimadas dos direcciones
seguidas ulteriormente: la ortodoxia y el academicismo.

La ortodoxia encuentra su expresión más neta en el jdanovismo. Triunfa


aquí el enciclopedismo jerárquico: en el centro, lo ontológico, exposición dogmática
de la tesis materialista y del método dialéctico; la aplicación a los casos
particulares: el materialismo histórico (que se escinde en dialéctica de la naturaleza
y dialéctica del devenir humano), la economía política, el realismo socialista, etc.; la
realización con las técnicas apropiadas: la gestión del Estado soviético, la
construcción del socialismo en un solo país, la metodología de las ciencias de la
naturaleza recomendando la atención sobre ciertos objetos (los que confirman la
dialéctica), los procedimientos de amoldamiento a través de la educación, las
reglas de organización de la producción artística, la ética socialista (el
estajanovismo y el culto a los héroes).

Como telón de fondo de esta enciclopedia se dibuja el gran fresco histórico


donde se enfrentan en un dramático combate las fuerzas del progreso, de la
justicia, de la verdad y las fuerzas de la reacción animadas por los valores
antitéticos. En un campo los oprimidos y los profetas de la ciencia, en el otro los
opresores y los promotores del oscurantismo. El devenir de la humanidad es la
historia, trágica y optimista, de ese progreso que, a través de infinitos sufrimientos,
conduce a los oprimidos a unirse, a tomar conciencia de sus objetivos reales y a
llegar, por etapas, al último estadio, el comunismo. El motor de esta evolución es,
evidentemente, el desarrollo de las fuerzas productivas, pero su agente, en virtud
de la causalidad retroactiva de la infraestructura, es el conocimiento, máxime
cuando éste, tras haber sido elaborado el materialismo dialéctico, consiste en la
transformación de la naturaleza y de las sociedades.

Llegado a este punto me veo tentado a dibujar un esquema adjunto (ver


páguina siguiente).

El vector orientado representa la historia universal: arriba, la lectura cristiana en su


versión agustiniana, con sus acontecimientos relevantes y sus períodos de maduración;
abajo, la marxista en su versión jdanoviana. El paralelismo me parece sorprendente: se
podría afinar más, comparar las periodizaciones de una y otra, analizar las semejanzas y las
diferencias en las realidades institucionales, estudiar las captaciones de la ortodoxia
cristiana por la ortodoxia marxista, y también, hoy, las de ésta por aquélla... Yo no
considero que esta relación que establezco, que esta identidad formal que descubro condenen
a ese marxismo: simplemente lo sitúan como otra concepción del mundo —podríamos decir
otra mitología— antítesis abstracta de la Weltanschauung cristiana, repetición de ésta al
revés. ¿Por qué no? Después de todo es una opción especulativa tan legítima como
cualquier otra: lo fundamental es saber si con ello no se está traicionando lo
esencial del contenido de los textos de Marx.

A ello me referiré después. Pero antes quiero advertir, porque es un


fenómeno muy extendido en la universidad francesa, de otro uso del marxismo
ligado a esta interpretación doctrinal: el academicismo. Es una plaga de la filosofía.
Pero donde florece con más vigor es en las ciencias sociales. En este último caso, los
que se percatan de ello se defienden precisando "que ellos no son filósofos" y que
lo que retienen del marxismo es el método- ¡cómo si un método pudiera ser
separado de sus presupuestos ontológicos y epistemológicos! — Así es como se ha
desarrollado la sociología marxista con sus dos manifestaciones más valiosas: la
sociología política y sociología del conocimiento. Estas disciplinas proceden de una
amalgama de préstamos tomados de la investigación empírica tal como ha sido
definida por la "ciencia sociológica" y de importaciones de conceptos marxistas. Y
como resultado de unas obras cuyo interés está en función del talento de su autor.
Casi siempre se trata de presentar, en términos marxistas, unas descripciones
históricas que, por muy serias que sean, podrían pasar perfectamente sin esta
"aportación". Hay que hacer notar que este militantismo tranquilo atraviesa por
modas, como todos los academicismos. Hace poco era el análisis de la "ideología
dominante" que llegaba a rastrearse desde la primera cucharada de agua
azucarada que se le da al recién nacido hasta en la "producción" — ¡ah! sí,
producción—de las tragedias racinianas. Hoy le interesan más los poderes, los
poderes en general, sin preocuparse ni lo más mínimo por estudiar—como lo hace,
por ejemplo, Michel Foucault su índole, la forma en que se ejercen, las relaciones
que mantienen, los efectos diferenciales que engendran y las modalidades
singulares de intervención. El marxismo, así destilado, se diluye en vapores. Lo
que no sería grave si no comprometiera al mismo tiempo la fuerza de la afirmación
materialista.

Por ello insisto en lo que tiene de grave, de muy grave, la adopción de la


lectura del marxismo como una doctrina y como una filosofía de la historia. En el
esquema que acabo de proponer he dado la versión estalino-jdanovista; hay otras,
la trotsquista, la lukácsiana, la gramsciana, la macista; los socialismos árabes o
africanos han aportado variantes mejor adaptadas a su historia. Pero cualesquiera
que sean las diferencias, hay algo que permanece, que no se cuestiona, algo que
viene de Agustín y de Hegel y cuyo crédito parece reforzado por la aportación
científica: la idea de que la humanidad sigue un camino único y necesario, que las
tragedias y los sufrimientos que padecen los pueblos y los individuos son, a pesar
de todo, inevitables y, en último término, beneficiosos, que por encima, por debajo,
o en su interior hay un principio —la Providencia, la Razón, la Ley— que gobierna
y que se encarna en las instituciones, que siempre hay un Amo legítimo.

El marxismo doctrinal es un vástago de la teología. Y a menudo, como el


Estado burgués, incurre en la práctica policial, colonial e imperial. Convendría,
naturalmente, hablar largo y tendido sobre ello, e insistir sobre dos categorías
constitutivas de este tipo de pensamiento que he dejado de lado para evocar
solamente la idea metafísica que Marx y Engels tenían del saber-ciencia: la de
causalidad y la del sujeto. Convendría mostrar también que la empresa saludable
de Louis Althusser para desprender al marxismo del dominio de la filosofía de la
historia sólo pudo realizarse al precio de exorbitantes concesiones a la idea de
ciencia, una ciencia que, dudando entre Spinoza y Lucien Lefebvre, no deja de
remitir la decisión a la Providencia de las instancias competentes...

Lo que me hace rechazar esta vertiente descendente, este camino tan


trillado, es que se trata de una apología de la historia, una operación justificadora y
que, a fin de cuentas, esa racionalidad de la que alardea ha sido practicada en
nuestra época, principalmente, como Razón de Estado. En su meritorio libro,
Philosophie politique, Eric Weil lo confiesa serenamente: para pensar políticamente
—entiéndase: racionalmente— con seriedad, es necesario ponerse en el lugar de los
gobernantes, dice. Y a caballo de esta declaración me asaltan unas ideas, unas
hipótesis que desearía tener el tiempo y el coraje de precisar y verificar: ¿No es la
Razón —esa Razón instalada sobre el trípode de aquellas tres nociones: el saber
universal (si no absoluto) es posible, la causa y la razón son identificables, los
hombres son reductibles al Hombre— una invención contingente, histórica,
engendrada, en unas circunstancias, por la voluntad (o el deseo) de asegurar la
perennidad de la organización social (y, paralelamente, cósmica y ética) por medio
de un cierto tipo de orden, el Orden uno, imponiendo la unidad a la multiplicidad?
¿La lógica esgrimida para realizar este proyecto y presentada como "forma normal"
del lenguaje no será una violencia que se ejerce contra la palabra en nombre de un
cierto tipo de palabra calcada sobre lo escrito, una violencia de la que es testimonio
la transformación progresiva de los diálogos platónicos? ¿No será esta institución
de la filosofía concomitante de otros dos fenómenos históricos contingentes: la
instalación de una sociedad, que unifica la multiplicidad cívica bajo el imperio de
la Ley, supuesta intangible? ¿Esta institución no habrá tenido que combatir, para
imponerse, contra otras lógicas: la de los sofistas, la de los historiadores,
especialmente de Tucídides, la de la retórica política, maneras de pensar racionales
también? ¿No apuntará la empresa de Aristóteles a situar y fundar la enciclopedia
que pretende integrar esas diversas tentativas en el proyecto filosófico soberano?

¿No habría que considerar, desde entonces, a todo el pensamiento filosófico


ulterior como una repetición de esa situación, cambiando todo lo que haya que
cambiar, como reza la fórmula, es decir, teniendo en cuenta a cada momento la
profunda diferencia de los contextos, de la diversidad de los objetos que se
imponen a la reflexión, a propósito de los cuales hay que tomar partido —los
Textos Sagrados de la institución religiosa, la Ciencia Física, la revolución
industrial, la constitución del Estado nación, la consolidación contemporánea del
Estado sabio (sin que esta sucesión cronológica indique ninguna necesidad surgida
del orden de las razones)— de suerte que a raíz de cada debate de importancia
hubiese, transpuesto a un terreno aparentemente abstracto o fútil, como, por
ejemplo, la querella teológica sobre la Gracia y la discusión epistemológica sobre la
naturaleza del espacio geométrico, un conflicto mayor —a veces en el interior de
un mismo sistema— entre la afirmación de la Unidad, de la Necesidad, del Orden
(único), de lo Homogéneo, del Compendio y la afirmación que entra en liza y, en
incesante actividad, introduce las diferencias, lo contingente, los otros órdenes, lo
heterogéneo y la dispersión? ¿No convendría también, a este respecto, mostrar de
una vez por todas la continuidad rigurosa que une la lógica de la identidad y la
lógica dialéctica, al no ser ésta más que una forma de aquélla y al estar el texto
hegeliano plenamente de acuerdo con el de Aristóteles en cuanto al uso del
principio de contradicción?

A mi modo de ver, el mérito esencial de estas hipótesis estriba en que ponen


de manifiesto la autonomía integral de la filosofía —me avergüenza tener que
añadir este adjetivo; me obliga a ello el uso abusivo que se hace de la expresión
"autonomía relativa", que no quiere decir nada— y, al mismo tiempo, implican a
todo de forma tan integral, por las legitimaciones que ella proporciona, las
reformas que propone, las críticas que aporta al "orden del mundo" existente, con
la problemática del susodicho Poder y con las luchas que ésta provoca. Las dos
tendencias que yo distingo, la que postula la Necesidad, la Transcendencia, la
Razón providencia y la que, proclamando la irreductibilidad de las diferencias, se
esfuerza en construir la inteligibilidad contra la masiva operación de reducción a
que se las somete, se enfrentan sobre realidades que les vienen dadas a modo de
evidencias prácticas con las que fabrican el concepto, cada uno según las diversas
formas que le convienen.

En esto consiste precisamente la autonomía. Y aquí es donde aparece el


desfase que mencionaba cuando intentaba definir las "dos vertientes" de Marx. Las
filosofías de la Necesidad y de la Unidad tienen una ventaja que radica en la unión
que establecen entre el lenguaje, el concepto y el objeto real: ese es todo el secreto
de la idea tal como la formaliza Descartes —una palabra o una secuencia de
palabras expresa una idea verdadera, es decir, una idea a la que corresponde una
realidad definida, la esencia (de la cosa). La filosofía especulativa es, ante todo, una
filosofía especular: el lenguaje del saber refleja el orden de las razones que a su vez
refleja el orden de las cosas. Debido a esto, la necesidad lógica —en el sentido más
simple de la coherencia, del respeto de las reglas formales de la escritura filosófica
— se proyecta sobre la realidad: se convierte en necesidad ontológica. Hegel tiene
mucha razón cuando afirma que toda filosofía —él entiende: toda filosofía digna
de este nombre, la que se aplica al sistema, al cuasi-saber— es idealista. Así se
impone la ilusión de un orden "racional" de lo real como tal, cuyo Saber es la
Verdad.

Sin embargo la otra tendencia tiene que combatir sobre este mismo terreno
separando lo que ha sido arbitrariamente unido, oponiendo a lo ineluctable lo
irreductible, defendiendo la inteligibilidad fragmentaria contra su absorción en el
sistema doctrinal, liberando los conocimientos del imperio del Saber. Lo
interesante en esta lucha es que esta crítica y esta falta de respeto trabajan en el
interior de los conjuntos doctrinales. Sería apasionante hacer una "historia" de la
filosofía desde este punto de vista: es cierto que, por ejemplo, las dificultades que
Descartes encuentra a propósito de la unión de hecho del alma y del cuerpo
aparecerían bajo otra luz y que las obscuridades de la Crítica del juicio adoptarían
otro significado. Y veo, en disparatada procesión, a los héroes de esta otra filosofía
—que cito un poco al azar y provocativamente—: Polícrates (si es que existió y
sirvió de modelo al Calicles del Gorgias), Epicuro, Aenesidemo, Lucrecio, Sextus
Empíricus, Abelardo, Thomas Hobbes, Hume, Sade, el Kant de la Crítica de la razón
pura, el Marx de la vertiente ascendente...

Pues precisamente me parece que Marx y Engels, en el momento mismo en


que colocaban los cimientos de la doctrina hoy actuante, para ciertos adeptos hace
poco ebrios de amor y ahora ciegos por el resentimiento, los responsables de las
matanzas de Cronstadt y de los campos de concentración soviéticos, se resistían a
ser arrastrados a ello y definían un materialismo de una fuerza singular. En cuanto
al materialismo, los textos presentan una extrema disparidad, sin que se pueda
privilegiar en absoluto la juventud o la madurez. Existe la orientación
correspondiente a la creencia en la ciencia de la que acabo de hablar. Pero existe
también, esparcida en La ideología alemana, en El Capital, en el análisis de las
situaciones históricas, una afirmación mucho más original: que el presupuesto del
que conviene partir, si queremos adivinar el enigma de esta sociedad asolada por
la miseria y la opresión, atravesada por guerras civiles y que sin embargo pretende
estar en el camino del progreso, si queremos denunciar la quiebra de la
inteligibilidad de los discursos coherentes pronunciados sobre esta sociedad, no
solamente por sus políticos, sino también por sus filósofos y sus sabios, reformistas
o conservadores, es el de tomar en primer lugar en consideración las prácticas
materiales de esta sociedad, los cuerpos que trabajan, sus fatigas, sus heridas, sus
apetitos sepultados entre los muros de la fábrica o en la mina —precisamente
aquello de lo que nunca se habla, porque se piensa que ya se ha dicho bastante al
colocar sobre ellos la etiqueta de la verdad: "homo oeconomicus", o "ciudadano".

De esta realidad —y que no se me venga gargarizando a propósito de esto


con la palabra praxis (que en alemán significa simplemente práctica y que en
Ariosto significa algo muy distinto), que es la personificación de esas nociones
lírico-metafísicas que hacen las veces de análisis—, de este síntoma, es de donde
hay que forjar los conceptos a fin de conocer los mecanismos que acarrean
semejante explotación y semejante sujeción, tanto más monstruosas como
contingentes que son. Para esto sirven las ideas de modo de producción, de fuerzas
productivas y de relaciones de producción (sobre este punto las explicaciones de
Louis Althusser son excelentes). La infraestructura, en esta óptica, no es ni una
causa ni un quid que tendría que ser reflejado, sino un concepto que asegura, en su
punto de partida, la inteligibilidad de las prácticas reales en su ordenamiento real.
No tiene existencia. O más bien no existe más que como materialidad diversificada:
fábricas, galerías que se hunden en la tierra, calles, casas, hombres que viven, que
se alegran, que sufren, que hablan, que mandan, que obedecen, que se rebelan...
Sólo existen los existentes singulares. Así pues, este materialismo, si quiere cumplir
su tarea de refutación práctica, debe ser consecuente y aceptar sin reparos la
acusación de nominalismo.

Para descubrir el secreto de la sociedad de su tiempo, descubrimiento que


intenta hacer porque ha tomado partido por la clase obrera europea, por sus
reivindicaciones, por sus revueltas y porque pretende ayudarla en su acción —por
qué tomó este partido, es una pregunta sobre la que puede discutirse mucho
tiempo y que quedará sin respuesta; lo que no es grave ya que la pregunta carece
de interés; mi hipótesis personal es que probablemente él creía en su filosofía de la
historia; menciono esto cum grano salis, como a él le gustaba decir— Marx pasará su
vida elaborando unos conocimientos críticos (dejo de lado su actividad militante,
por el momento): contra las teorías políticas de la escuela liberal y de Hegel, contra
la economía política, contra la historia académica, contra la fraseología de los
políticos absolutistas y burgueses. Para realizar esto acumulará una
documentación enorme sobre el funcionamiento del capitalismo, sobre las
sociedades y los tipos de organización económica y política que le han precedido;
será un historiador del presente extremadamente atento.

Y de esta investigación no consigue extraer una doctrina firme, un sistema.


¿La falta de tiempo? ¿La enfermedad y la pobreza? ¿Las tareas políticas? ¿No será
más bien que algo le contuvo, que presintió, por el ejemplo de Hegel y de Adam
Smith, que el saber que pretende ser exhaustivo es casi siempre captado por un
poder que obtiene de él su legitimación, la justificación de sus mentiras y de su
política? Hay ahí un balanceo que me fascina entre el deseo y el temor del sistema,
del saber-ciencia. Al mismo tiempo Marx demuestra que toda ciencia económica es
falaz -es lo que establece, entre otros, el libro I del Capital— que lo único serio es
una crítica de la economía política; y en los dos libros siguientes se deja llevar por
la construcción de una ciencia exhaustiva del capitalismo (no osaría utilizar el
argumento de que fue por esto por lo que no los pudo acabar). Más precisamente
aún, en este libro I hay tres tipos de análisis: las secciones II y VII, revelación del
secreto del capitalismo y del mecanismo de su supervivencia, por medio de la
demostración económica; la sección VIII, investigaciones históricas sobre las
condiciones empíricas del nacimiento del capitalismo en Inglaterra; sección I,
introducción general, teoría de la civilización como civilización mercantil. Me
atrevería a decir que las secciones primera y última son de la pluma del Marx
revolucionario y las secciones intermedias del Marx sabio.

¿Y el Marx militante? Es probable que fuera el Marx sabio —es decir, el que
está guiado por la idea de un orden al que hay que someterse para gobernarlo—
que se agarró a la tabla de la Asociación Internacional de Trabajadores. Dejo de
lado las desagradables maniobras contra Bakunin y sus partidarios. No considero
más que los puntos de vista políticos: en mi opinión, triunfa en ellos, de la forma
más lastimosa, la filosofía de la historia. No solamente Marx inicia el movimiento
que va a conducir a uno de los aspectos de la teoría leninista del partido que
después ha servido de aval a las malversaciones del centralismo democrático: los
intelectuales aportan el saber a la clase obrera, pero también se muestran como
devoto de la élite proletaria que "representa" la oportunidad de todos los
trabajadores y a cuyas perspectivas conviene someter todas las reivindicaciones. Y,
por consiguiente, se mantendrá ciego ante los levantamientos nacionales de los
eslavos; igual que cantará, obnubilado por el desarrollo de las fuerzas productivas,
los beneficios de la colonización británica en las Indias.

¿Soy yo marxista? Esto no tiene ninguna importancia, lo repito. Sé


perfectamente que no deja de ser legítimo que Stalin y Jdanov se llamen marxistas
y que en ellos no hay sólo falsificación. Sé también que la creencia de Marx en la
ciencia positiva y elitista proporciona hoy al Estado sabio socialista una perfecta
cobertura a sus desmanes racionalistas, a sus prácticas represivas y a su
imperialismo. Pero me encorajina que, por este hecho, se abandonen sus textos.
Hay un Marx revolucionario, incluso aunque tuviera una idea de la revolución
demasiado sujeta al juego de las instancias. A este respecto, para mí, rechazar a
Marx por eso, sería actuar como si ahora no hubiese luchas y revueltas, siempre tan
crueles, siempre tan vivas, luchas contra la dominación, de los explotados y de los
sometidos, los cuales creo que llegarán —como ya ha sucedido— a alzarse y no
necesariamente por la violencia, contra el Estado, contra todo Estado.

Hay también un Marx que me concierne, porque empíricamente yo soy


filósofo y en cuanto tal tengo que discutir: el Marx materialista que ha mostrado la
vía para demostrar, mediante el análisis de sus inscripciones materiales en los
cuerpos y palabras de los hombres, la mentira, la añagaza de la teología y de su
realidad contemporánea, el Estado.
6

EL MATERIALISMO HOY

El momento al que ha llegado tu investigación coincide con el hecho de que


enseñas en el departamento de filosofía de la universidad París VlII-Vincennes.
¿Hay algún nexo entre ambos?

Y ya que no hemos hablado todavía de lo que es la culminación


(momentánea) de tu carrera, ¿qué pasa con Vincennes, con esta universidad que,
me parece, no ha sabido convertirse en lo que habría podido ser y se ha dejado
atrapar por sus fantasmas?

Esta idea de que en Marx hay un filósofo de la historia, un doctrinario de la


ciencia que está en el origen del marxismo triunfante, es decir, de los Estados
socialistas que hoy conocemos y un pensador revolucionario cuyos conocimientos
críticos animan aún los movimientos populares que del Berlín-Este a
Johannesburgo y a Bogotá se sublevan contra el orden establecido, la presento en la
clase de filosofía que doy en París VHI-Vincennes y en la de ciencia política que
imparto en París I-Sorbona, pero también puedo decir que ha nacido, en parte, de
los arrastres, de las incitaciones que provocan las discusiones con los estudiantes o
incluso simplemente este ambiente de excitación, de calor —no sé cómo llamarlo:
en todo caso, lo contrario del recogimiento- que impulsa a inventar, a aventurar
unas ideas, aunque luego haya que verificarlas con la mente despejada, frente a los
textos. Esta idea suscita adhesiones, críticas vivas, interrogantes; los cuales irritan a
los partidarios que, a veces, se van para indicar su desaprobación. Lo que me
interesa, de todas formas, como enseñante, es que creo que esta idea provoca
lecturas —a juzgar por las preguntas que se me plantean y las objeciones que me
hacen al respecto.

Ahora tengo ocasión de hablar de esta universidad de Vincennes que, en sus


comienzos, febrero-marzo de 1969, suscitó unas esperanzas y un entusiasmo tan
diversos y tantos odios aunados, que después ha sido objeto de tantas
denigraciones, de malos gestos, y que ha sobrevivido, tras ocho años, a todos los
golpes bajos que se le han asestado, desde la prensa, desde las otras universidades,
desde los poderes ministeriales. ¿Centro experimental a la cabeza del progreso
pedagógico y de la modernidad pluridisciplinaria, o "ghetto rojo"? Creo que hoy
esta alternativa ha quedado superada. París-VIII es un mundo que reagrupa, desde
hace dos años consecutivos, a más de treinta mil estudiantes cada comienzo de
curso y es un mundo excepcional en el superior, ya que admite a los no bachilleres
y los cursos están organizados para que los asalariados puedan seguir o reanudar
sus estudios. Prevista para ocho mil estudiantes, la Universidad no cuenta con
suficientes créditos ni enseñantes; el personal administrativo está sobrecargado; el
restaurante universitario está a tope. Y sin embargo sucede algo en cuanto a la
enseñanza, algo de lo que nos percataremos más tarde, estoy seguro, de que era
importante.

Pero procuraré no hablar de Vincennes en su totalidad. Reina la mayor


diversidad "pedagógica" e intelectual y esto —que como tal me parece muy
afortunado— impide las generalizaciones a las que tan aficionadas son las gacetas.
Me contentaré con hablar de mi experiencia y evitaré cualquier referencia histórica
para precaverme contra los juicios precipitados. Por lo que a su régimen se refiere,
el departamento de filosofía —cuyos primeros enseñantes fueron, creo,
"reclutados" por Alain Badiou y Michel Foucault que los propusieron al colegio
"cooptante" instituido por Fdgar Faure, entonces ministro de Educación— fue muy
pronto castigado. Tomando como pretexto un artículo un poco impetuoso de
Judith Miller, que fue brutalmente reintegrada a la enseñanza secundaria, y
arguyendo el hecho de que no respetábamos los textos reglamentarios
concernientes a las materias enseñadas y al control de los conocimientos, el
ministro -ya no era el mismo— retiró al departamento la capacidad de entregar
diplomas —licenciatura y doctorado del tercer ciclo— con validez nacional.
Significaba prohibir al estudiante de filosofía formado en Vincennes presentarse a
los exámenes del C.A.P.E.S. y a las oposiciones a cátedras reduciendo
considerablemente sus oportunidades de encontrar una plaza de agregado en la
enseñanza pública. Esta medida ha sido ratificada varias veces.

Se daba por descontado que el departamento moriría de caquexia. Este


curso 1976-1977 las clases, todas las clases, están pobladas, superpobladas como
nunca lo estuvieron. Y la cifra de las inscripciones oficiales muestra claramente que
no se trata de estudiantes que vienen aquí "además" de seguir los estudios
regulares en otra parte —de lo que, por otra parte, me alegraría—; se inscriben
chicas y chicos que acaban de pasar el baccalauréat; vienen de todas partes para
seguir esta carrera sin salidas reconocidas: del Maghreb, de Africa, del Medio
Oriente, deQuébec, de Australia, de Alemania. Pero más interesante que esta
diversidad de origen —sobre la cual volveré—, es la diversidad social de las
individualidades que se reúnen para poder oír hablar y discutir de "la dialéctica
estructural" —cito al azar hojeando el programa propuesto— de la
"segmentariedad", del "fascismo: enfermedad o verdad del Estado capitalista", "de
la moralización de las culturas y los ocios populares", de las "disposiciones
pasionales de la infancia", del Capital o de la filosofía griega. A juzgar por el grupo
de trabajo del que soy responsable —el U.V., como se le llama—, hay jóvenes que
salen del liceo, investigadores de alto nivel, hombres y mujeres que, por una u otra
causa, abandonaron los estudios antes del baccalauréat, han trabajado o trabajan—
desde el abogado al celador de internado, del periodista en paro al vigilante
nocturno, del funcionario al artista pintor— y que deciden, no reciclarse con fines
profesionales, sino conocer otra cosa —algo que, sin duda, echan en falta y por lo
que, a juzgar por algunas fidelidades de varios años y por las conversaciones o las
relaciones epistolares que puedo tener, se sienten profundamente atraídos—. Con
absoluta evidencia, lo que buscan no es un saber hacer, ni siquiera, quizás un
saber; para algunos se trata de fortalecer sus convicciones políticas, muy diversas
por lo demás; pero para la mayor parte lo que cuenta son unos conocímientos,
recuperar el placer de leer, de argumentar, de hacer otra clase de preguntas a la
realidad que los rodea, a los hombres con los que tratan.

Precisamente este año hemos interrumpido, en el grupo del que yo me


ocupo, la línea de investigación que habíamos seguido desde 1970 y que nos había
conducido a confrontar la realidad actual del poder del Estado con la Política (y su
fundamento en la Metafísica) de Ariosto, con el Leviatán de Thomas Hobbes, con el
Segundo tratado del gobierno civil de John Locke, con los dos discursos de J. J.
Rousseau y el Contrato social, con los juicios sobre la Revolución Francesa de los
filósofos contemporáneos de ella, para estudiar el problema de la cultura tal como
hoy se plantea. Nos hemos visto de alguna manera forzados por la situación: por
un lado, la autoridad gubernamental que, aplicando un plan que data de hace más
de diez años, se esfuerza, a golpes de reglamentación, porrentabilizarlos estudios
confundiendo Universidad (e Investigación) con formación profesional, que alinea
al conjunto de la población estudiantil sobre criterios que hasta entonces eran
aplicados a la enseñanza técnica y que, para hacerlo, apela al doble principio del
interés colectivo y del interés individual (hacer fructificar directa y rápidamente la
inversión realizada durante los estudios); por otro, la resistencia de una parte
importante de los estudiantes y de numerosos enseñantes que ven como
consecuencia de esas medidas una degradación de su estatuto, una agravación de
la selectividad, un aumento de la vigilancia sobre el contenido y las modalidades
de la enseñanza y, finalmente, la sumisión de la Universidad a los intereses del
Capital y del Estado ligado a él.
Sin embargo, durante las discusiones que mantuvimos el último trimestre
del año pasado, nos pareció que esta oposición, por pértinente que fuese en
múltiples aspectos, no era suficiente. Personalmente no creo en un complot
gubernamental tramado por la patronal: la nueva reglamentación impuesta es el
efecto normal de la solemnidad del Estado que se considera sabio y que, víctima de
graves dificultades de gestión, reacciona, en ésta como en otras materias, de forma
totalitaria, dedicándose a revocar la fachada deslustrada —por las muchas
torpezas cometidas en estos últimos años— de su providencia y de su eficacia y
que despliega en este dominio, con cierta ingenuidad, la realidad de su buen
sentido tecnocrático. Tras la reforma está simplemente la "ideología" economicista,
la idea de que si se calcula bien —la demanda normal de empleos (corregida por la
incitación gubernamental) y la formación para estos empleos, desde el de director
de la Régie Renault al de enfermero de la Asistencia Pública, del eminente cirujano
al agente inmobiliario—, desaparecerán entonces los desajustes, serán superadas
las crisis, restablecida la paz social en el orden estatal, los beneficios del capital y la
satisfacción de los asalariados, felices de ejercer un oficio para el cual fueron
preparados y llamados a progresar según sus capacidades y su valor.

El economicismo y el espejismo gestionario no son, pues, privativos de los


regímenes socialistas: este vicio, germen del totalitarismo de nuevo estilo,
triunfante en los Estados Unidos si hemos de dar crédito a Noam Chomsky y
Galbraith, llega a la vieja Europa; infecta tanto a la izquierda como a la derecha. A
partir de ahí, oponerse a la rentabilización y a la profesionalización de la
enseñanza superior únicamente con la acusación de avasallamiento de la
Universidad por el "capitalismo monopolista de Estado" es olvidar lo esencial. Lo
que me ha hecho ver claro ha sido la reacción de numerosos estudiantes de
filosofía —tal vez de una manera especial puesto que están en Vincennes—: lo que
les ha escocido y provocado sus protestas es el avasallamiento en sí mismo.

Por eso, para intentar reconocernos en él, hemos escogido el tema de la


cultura, como el lugar donde, quizá, esté planteada la cuestión de la actividad libre
que encuentra su fin en su cumplimiento, en el placer que la acompaña, en su uso,
pero un uso que no se halla situado en el campo de las necesidades, sino en el de
los deseos (que llamaríamos también, con Thomas Hobbes, la potencia, o, con
Rousseau, la libertad). Y finalmente, ¡qué monstruosa declaración de principios la
de condenar a la Universidad que no busca la rentabilidad por el hecho de que está
lejos de las realidades, separada de la vida! ¡Cómo si la realidad y la vida se
redujeran al ejercicio de una profesión y a la rentabilidad de ésta! La rentabilidad
sólo es la realidad en cuanto síntoma de esta enfermedad que es el orden científico-
industrial tal como hoy se concibe.
Y mira por dónde yo me dedico a filosofar, es decir, a determinar el
significado de las ideas que impulsan a las instituciones que tienen poder para
organizar nuestras conductas y que intentan, por este medio, regir nuestros
pensamientos, poner a prueba su validez y desvelar sus objetivos. Pues creo que —
muy brevemente expresado— es en eso en lo que consiste hoy la filosofía viva. Es
filosofía en toda su extensión por el modo de inteligibilidad multiforme que busca
—estudio y crítica del sentido, demostración conceptual, referencias controladas a
unos datos históricos, prácticos o textuales tomados como "experimentación" y
recurso a la fuerza de las palabras y de las frases—. Es política también de modo
absoluto por el objeto que escoge como blanco, la sociedad como lugar de ejercicio
de los poderes que definen lo real y, por tanto, la verdad, y que se esfuerzan por
conformar la existencia edificándola. Recuerdo una anécdota en Vincennes: el
ministro de entonces cuyo nombre he olvidado justificó las sanciones adoptadas
contra el departamento de filosofía por el hecho de que "no se hacía filosofía, sino
política" y que allí se estudiaba a Trotski, Che Guevara, Frantz Fanón y Mao Tse-
Tung. ¿Pero qué hacían Platón y Aristóteles en su tiempo sino criticar su Ciudad y
discutir acerca de sus contemporáneos, desde Aristófanes a Isócrates? ¿Y Spinoza?
¿Y Kant, que no cesó de mantener sus ojos fijos en la Francia revolucionaria? ¿Y
Hegel, que hizo entrar a toda la política de su tiempo en sus textos? ¡Sorprendente
desconocimiento de la historia vulgar por parte de un alto responsable!

La filosofía viva. Voy a precisarlo: la que, a mi entender, camina


resueltamente hacia adelante, la que demuestra el movimiento de la filosofía
engendrándolo y la que, aunque no suscriba tal o cual punto de importancia o de
detalle, hace posibles nuevos arranques. Y he de precisar también que no considero
desprovisto de interés lo que pueda hacerse dentro de otro estilo. Solamente
constato que esto me motiva menos y que lo que llamamos la filosofía del deseo es
lo que me atrae, lo que me permite desprenderme del hegelo-marxismo siempre
amenazante y me anima a profundizar las perspectivas de la afirmación
materialista.

A comienzos del último curso universitario se produjo en el departamento


de filosofía un fenómeno revelador. Algunos profesores y estudiantes
constituyeron un "sector marxista" con la intención de oponerse a la audiencia cada
vez mayor obtenida por Gilíes Deleuze, J. F. Lyotard, René Schérer y Guy
Hocquenghem, a quienes consideraban como avanzadillas del irracionalismo. No
creo que la empresa -por cuanto intentaba establecer una unidad orgánica durable
— haya tenido éxito. Y la razón no estriba tanto en las divergencias que hayan
podido surgir entre los participantes del "sector", como en una mala apreciación
del "enemigo": en mi opinión, si hay un debate con la pretendida filosofía del
deseo, no se puede entablar comprendiendo a ésta como un campo unificado
atribuyéndole, de entrada, una determinación que la descalifique. Ninguno de los
filósofos que acabo de citar podría ser considerado seriamente como irracionalista.
Si recusan la Razón clásica porque se ha hecho académica y terrorista no es para
confiar en los impulsos del corazón o en las llamadas de la Transcendencia. Yo creo
que están participando con vigor en este movimiento del pensamiento que se
esfuerza por comprender las prácticas materiales y desvelar la arbitrariedad de las
instituciones reglamentadoras que las gobiernan; cada uno a su manera tiene como
objetivo denunciar como embustes, falsificaciones y necedades, las evidencias que
encierran en su red los comportamientos y los juicios.

Por eso, les guste o no, los leo a la luz de ese otro Marx que creo haber
identificado. Insistiendo, por supuesto, en el hecho de que no forman una escuela y
que sería un disparate colocarlos en un campo unificado. La fuerza de este tipo de
investigaciones es que cada uno combate en ellas como mejor le parece, contra
quien le parece y contra lo que mejor le parece. Sin embargo ¿qué derecho me
asiste para asociarlos bajo una misma mirada? ¿Será únicamente la contigüidad
espacial que los une a Vincennes? Por supuesto que no, ya que yo estoy en
contacto, en grados muy diversos, con empresas muy diferentes: la de Félix
Guattari, naturalmente; la ejemplar de Michel Foucault; la de Claude Lefort y
Marcel Gauchet; la de Pierre y Héléne Clastres; y también la de Cornelius
Castoriadis, a pesar de su propensión enciclopédica; y también, de otra manera,
con la de Michel Serres y la de J. T. Desanti;y de otra manera, todavía, con la de
Roland Barthes y la de Jean Baudrillard; la de Gérard Mairet, la de Jacques
Ranciére y la de Robert Linhart; y con la de Jean-Marc Levy-Leblond. Y también
veo los artículos de Révoltes logiques y de otras dos revistas, aún muy ancladas en
simplificaciones del marxismo doctrinal, Hérodote y Forum-histoire...

¿Entonces? El placer, el estímulo que me proporcionan estos textos y, ¿por


qué no decirlo?, la exaltación que me producen cuando me llenan y la inquietud o
la perplejidad que experimento cuando me decepcionan, radican, yo creo, en que
proceden de una misma constatación y combaten a un mismo enemigo. La
constatación es el hundimiento teórico de la Razón clásica: los restos de la doctrina
cristiana, el hegelianismo, el marxismo, el positivismo y todo lo que, de cerca o de
lejos, pretenda hablar en nombre de la Verdad. El enemigo: el Estado, logro
práctico de esta Razón. Pues unas personas, unos grupos sociales —clase, casta,
banda- se apoderaron de las "grandes ideas" de esta Razón para ocultar la realidad,
para nombrarla, para asegurarse una dominación sin igual que, sin cesar, clasifica,
calcula, contrae, dilata, define, excluye, juzga, encierra, incita, exige, en nombre de
monstruosas abstracciones. Pues el triunfo de la racionalidad bajo los aspectos de
la ciencia y el Estado es el colmo de la incapacidad, de una desmesura que crece sin
cesar, tanto en los grandes vientos de la Historia, como en las mezquindades de
una dietética social; que unlversaliza la miseria de los cuerpos y que, en el trabajo
de matanza y mutilación, centuplica las calamidades de la causalidad natural. Pues
este mundo, bajo la férula de la técnica y los despachos, no es ni el de Huxley ni el
de Orwell, sino una mezcla de tedio y terror que en nada ha cambiado en la
"civilización" introducida por la organización mercantil, salvo en la cantidad,
volviendo más masivas las presiones, más numerosas las matanzas, más abstractos
los poderes y más cotidianas las dependencias.

Podemos evocar aquí la influencia de la burla nietzscheana y del pesimismo


razonado de Freud. ¿Y por qué no a Jean-Jacques Rousseau? Esta actitud pone de
relieve la idea de que la Reforma y la Revolución concebidas como operación
global no transforman nada si no se liberan de la hipoteca del Progreso (continuo o
discontinuo). Las mejoras constatables, es decir, la producción voluntaria o
involuntaria de disposiciones materiales y sociales que implican una existencia
satisfecha para colectividades más o menos amplias, no son ni coordinadas ni
coordinables, ni en el espacio ni en el tiempo. El sueño del perfeccionamiento
universal y definitivo, surgido de la teología cristiana, es el gran señuelo del que se
valen los totalitarismos morales y políticos. La concepción a la que doy mi visto
bueno, que no es en absoluto pesimista, sino práctica, es decir, política, reposa
sobre esta otra constatación —aunque en esto probablemente sobrepaso a "mis
autores"— que, aunque no haya una naturaleza humana (o la haya en exceso),
existe un "estado de naturaleza" inmanente, sede de las potencias múltiples e
inconexas. ¿Por qué llamarlas violentas o pacíficas? Existen. Las evidencias sólo
comienzan después.

De este rechazo de la racionalidad clásica —y de sus prolongaciones


científicas actuales— y de esta voluntad de abrir grietas en el edificio que ha
levantado, de esta desconfianza y falta de respeto por lo que es, voy a intentar
proponer dos breves ejemplos. El primero lo tomo del Anti-Edipo, el segundo de La
Economía Libidinal... y peor para ellos si Deleuze, Guattari y Lyotard no están de
acuerdo. Contrariamente a las enseñanzas de Lenin, pienso que el mayor obstáculo
al desarrollo de una concepción materialista en la época contemporánea ha sido el
imperialismo de la física y de la biología. De la biología, en particular, no en sus
desarrollos actuales, de los que da testimonio la estupenda exposición que hace
Frangois Jacob en Logique du vivant, sino por sus prolongaciones técnicas en la
representación común, por la imagen biomédica que acredita como si fuese la
verdad del cuerpo. No cabe duda alguna de que a partir de los mismos
conocimientos experimentales o a partir de conocimientos igualmente controlados,
pero elaborados en otro campo del pensamiento —que no procediera, por ejemplo,
de la distinción de la substancia pensante y de la substancia extensa— se podrían
proponer otras "verdades" tan verificables y eficaces. Lo que ocurre es que, para
nosotros, generalmente, el "cuerpo verdadero" es el del médico, poseedor del saber
de la terapéutica. De manera concomitante, la medicina —esta medicina— se ha
convertido en el modelo de todas las empresas normalizadoras y reparadoras: la
nosografía se ha instituido de esta manera como la clave del tratamiento de los
transtornos de la sexualidad, del comportamiento y de la afectividad.

Pues bien, creo que la razón por la que Deleuze y Guattari han elaborado
otra idea del cuerpo que les parece más pertinente es la de entrar directamente en
polémica contra esta imagen privilegiada, para oponerse, contenido a contenido, si
se me permite llamarlo así, a sus implicaciones técnicas e institucionales. El cuerpo
y sus máquinas acopladas, el cuerpo sin órgano, permiten pensar la dinámica
material y social con una intensidad distinta a la del cuerpo medicalizado de la
ciencia, el cuerpo fantasmal del análisis o el cuerpo vivido de la fenomenología.
Este punto de partida de la investigación es decisivo: su objetivo es combatir las
abstracciones depositadas por las doctrinas y su realización, la importancia
exorbitante dada a la familia y el imperio concedido al Edipo. Contra la idea del
deseo enrejado se levanta el deseo nómada que recorre el cuerpo y el socius. Se
hace posible una parodia de la filosofía de la historia, que ironice al mismo tiempo
sobre la nosografía psiquiátrica. De esta forma la materialidad cualitativa -la que
ha repudiado la distinción del alma y el cuerpo, de lo psíquico y lo biológico—
invade los sistemas, bloquea su funcionamiento, arranca sus cimientos y lanza su
rizoma sobre los terrenos demasiado bien balizados de la política. Una inteligencia
distinta —asistemática— se dibuja...

El otro ejemplo será más breve aún: el cuerpo pelicular que inaugura La
economía libidinal asegura, entre otros y de manera diferente, un valor polémico
semejante. Por su posición, son descalificados al mismo tiempo el cuerpo del
biólogo y el del economista. Uno no acaba de ver, en particular, dónde podría
situarse el vector de la necesidad en esta piel sensible que se estira y se expande sin
cesar. El mismo deseo es aligerado de toda profundidad, en el sentido geométrico:
pierde, al mismo tiempo, su bagaje psíquico. A todo lo largo del libro se ve
perseguido este fantasma de la profundidad, que está caracterizado de teoría
clásica del conocimiento (que asocia la interioridad consciente y el sujeto del saber)
y que ha invadido e infectado las concepciones más fecundas de lo que la escuela
llama la vida afectiva. En realidad lo que late tanto en Deleuze y Guattari como en
Lyotard es el deseo de acabar con el sujeto como polo, como centro: el psiquismo
sujeto, centro de las ideas, de los juicios, de los valores, y de los afectos, de los
deseos; el cuerpo sujeto, centro de las necesidades y de la fuerza de trabajo. Sin
embargo, para conseguir esto es necesario esforzarse mucho. Pues el sujeto es
como el diablillo mágico: cuando se le hunde por aquí reaparece por allá. Ahí
tienes a Althusser: ha hecho un notable esfuerzo para anular toda intervención del
sujeto individual o colectivo en el materialismo histórico; y he aquí que
reconstruye este último o, más bien, el que le considera —intelectual y miembro
del partido— como sujeto detentador del saber. Y hojea, si tienes valor, esos textos
perentorios —uno se pregunta por qué— recientemente aparecidos que descubren
al Maestro, la más reciente transformación de la gran Subjetividad, en la imagen
compuesta del doctor Lacan y del presidente Mao.

Algunas observaciones a este respecto: Si me he esforzado por "deducir" el


actual contenido de la afirmación materialista del rechazo de la Razón doctrinal y
de sus consecuencias, es porque, a mi entender, es ese el medio que permite
distinguir con firmeza investigaciones como las de Deleuze, Guattari, Lyotard, etc.
de esta ola retórica que se está desencadenando desde hace unos meses y sin duda
continuará varios meses más, bajo el nombre de "nueva filosofía". No vale la pena
hacer su historia: sería demasiado corta y llena de motivaciones demasiado
triviales para ser interesante. A eso es a lo que se llama, creo, el irracionalismo: al
tribunal supremo—sujeto transcendental o historia mundial— efectivamente en
quiebra, le sustituye su inverso abstracto, que no puede ser más que su imagen
debilitada: el Origen, el Maestro, el Profeta... Lo que me sorprende es el lado
"reaccionario" de esta propuesta: la referencia y la prueba son buscadas en una
especie de historia an-histórica que hace surgir de los primeros siglos de nuestra
era unas multitudes cristianas —manifestación de la revolución cultural, de la pura
rebelión— que se oponen con fervor popular y angélico a la revolución ideológica
de la Iglesia —manifestación del cambio de Maestro—, o las sandeces sobre no se
sabe qué retorno al Origen; o incluso, el redescubrimiento del Platón rebelde y
místico, que ha hecho ya las delicias de veinticuatro siglos de doxografía. Hasta el
muy juicioso André Glucksmann ha sido tentado por esta mediocre conjuración y,
además de haberse dejado enredar por Solzhenitsin, no se ha dado cuenta de que
al deducir el Gulag de Marx y Marx de Platón, acepta el peor necesitarismo de la
filosofía de la historia.

Basta. Es mejor que intente justificar el epíteto "materialista" que he


empleado, quizá, sin gran precisión. Utilizo este término suponiendo que ha
quedado levantada la hipoteca que pesa sobre la palabra "materia". Esta palabra,
después de haber sido reducida y formalizada por la metafísica cartesiana, se ha
visto sobrecargada por los progresos de las ciencias experimentales que, con la
complicidad de los filósofos, de Lenin a Bergson, se han apoderado de ella como si
fuese de su exclusiva competencia. Y sin embargo, ni Lucrecio, ni después Thomas
Hobbes, Denis Diderot y tantos escritores, pintores y músicos se habían
consagrado nunca al proyecto de una física de la cualidad. Ya he dicho que me
parece encontrar en ciertas formulaciones de Marx una voluntad de este tipo, sobre
todo cuando critica "el materialismo de la representación" de Feuerbach; y también
cuando en la primera sección del Capital I, define el carácter social por medio del
doble aspecto: uso/intercambio, empírico/abstracto, "imaginario"/"simbólico",
deseo (soy yo el que digo "deseo"; él piensa: "necesidad", ¡ay!)/palabra.

Pero este aspecto importa poco. Lo que cuenta es que estas investigaciones
diversas sobre las que me apoyo tienen en común que —sea cual sea la forma de
inteligibilidad que cada una requiera y sea cual sea la "explicación" que cada cual
proponga o busque— el objeto considerado es siempre una práctica —es necesario
decir que social— determinada y que el análisis de esta práctica se realiza a partir
de sus inscripciones materiales e institucionales, y de las justificaciones discursivas
que le vienen dadas. Cuando Michel Foucault estudia la historia de la locura en la
época clásica, su exploración articula las ideas sobre la locura, las rupturas y los
desplazamientos en las configuraciones ideales que se producen al respecto, pero
también los tratos que se infligen a los cuerpos y los edificios que utilizan las
técnicas de custodia y evicción de los alienados. Cuando Pierre Clastres se
interroga sobre la necesidad del Estado, no dispone de otro juez que la
comparación efectuada entre dos tipos de sociedad tomados en su materialidad
cotidiana. En su postfacio al Discours de la servitude volontaire, Claude Lefort
procede de tal manera que la pregunta decisiva: ¿por qué obedecemos? nunca se
hace de manera abstracta, como problema especulativo, sino que siempre es
concreta, en el sentido de que concierne a cada uno, en su ser singular y en su
estatuto histórico propio. El ejemplo de un libro de Pierre Bordieu —al que he
olvidado nombrar entre mis aficiones— es significativo: Teoría de la práctica
comprende dos partes: la primera está integrada por artículos etnológicos
elaborados "sobre el terreno", pero que dejan ver ya unas consecuencias teóricas
originales sobre los modelos de relaciones de parentesco; la segunda es
propiamente teórica y establece los principios de la "praxeología". Hay que
confesar que esta segunda parte es diabólicamente abstracta y, después de todo, de
un interés reducido...

En suma, el rechazo de la doctrina se acompaña, como es debido, de una


gran desconfianza hacia el método (y todo lo concerniente a las sempiternas
prescripciones metodológicas). Es el contenido, con su disparidad y sus
dinamismos, el que impone "la manera de hacer". No hay en ello empirismo
alguno, pues el contenido es siempre lo dicho, lo enunciado, lo institucionalizado,
lo pensado. Esta libertad que se permite el investigador no se reduce sólo a la
afirmación perentoria o a la gratuidad: es libertad en la búsqueda de la máxima
inteligibilidad que no aparece sino como consecuencia de una argumentación
controlada —hasta en las referencias más inesperadas—, Ni que decir tiene que
cada investigador espera del estudio que presenta, consagrado a un "objeto"
particular, que tenga efectos que vayan más allá de la particularidad. No que deba
ser tomado como modelo o que sus resultados tengan que ser universalizados. La
doctrina estaría en marcha... Me parece sorprendente que el "efecto de
inteligibilidad", si conserva sus habituales virtudes en cuanto a la unión que
asegura de los enunciados del texto, esté construido al mismo tiempo como fuerza
de denuncia: todos los que he citado —y es también lo que intento hacer yo en mi
campo que es, se dice, la historia de la filosofía— entran en polémica: contra unas
ideas, naturalmente, pero también y sobre todo contra unas instituciones. Pues la
institución —con sus oficinas, sus jefes, sus heraldos, sus escribas, sus polícias, sus
reglamentos, su lenguaje, sus secretos, sus mitos (la historia que se imparte y el
porvenir que pretende), sus jerarquías, la necesidad y la perennidad que
presupone para existir ahora— es la fortaleza de la opresión. En este sentido creo
que en estos textos hay también una actitud común desde este punto de vista: una
voluntad política resuelta de romper los grilletes, de hacer estallar las
contradicciones y las majaderías, las mediocridades y las simplezas, revestidas con
los oropeles del saber y de "las más altas responsabilidades". Esta actitud no tiene
nada que ver con la que caracteriza a los doctrinarios de la filosofía. También ellos
hacen política: pero, armados con la verdad de la que son depositarios, se ven
obligados a situarse en el terreno de aquellos a los que combaten (o a los que
quieren reformar) —nunca saldrán de allí—. Piensan en sí mismos como
potenciales gobernantes, elaboran programas, fundan partidos, rebautizan al
Estado. En resumen, mandan, con la certidumbre de que un día llegará la Parousia,
la fusión real de la idea verdadera y de la realidad.

El poder apenas tienta a "mis" filósofos. ¿Acaso están próximos a aquéllos


que en el Renacimiento llamaron "humanistas"? ¿O de los antimetafísicos del siglo
XVIII? Para ser más claro intentaré precisar mi propio punto de vista en este
asunto. El poder político no me atrae en absoluto —ya he contado cómo me di
cuenta de ello—. El contra-poder y el anti-poder son, a mi modo de ver, trampas.
Lo que me interesa es la fuerza, lo que hace que el poder sea poder. Ahora bien, la
fuerza es, estrictamente hablando, todo hijo de vecino. Me satisface utilizar mi
fuerza —hacer lo que puedo— para comprender y desvelar los mecanismos de
captación de fuerza, aquí y allí, donde dispongo de "información". Quizás para
conservar mi gusto por la fuerza, para mantener ésta viva en mí y despertar esta
fuerza a mi alrededor. Fuerza, también se la ha llamado libertad.
7
EL CAPRICHO

Soy consciente de lo desesperado de mi empresa y sin embargo voy a


intentar una vez más hacer hablar a ese Chátelet que permanece tan discreto tras el
filósofo militante y... desencarnado.

Has mostrado una historia paradigmática que, en muchos aspectos, da fe de


las perplejidades de toda una generación de intelectuales. Y ello con el constante
deseo de construir la verdad. Pero, ¿no habrá sido a expensas de la autenticidad?
Has suprimido los andamiajes que han posibilitado la erección del pensador. Sin
embargo hay otro Chátelet. El que cocina mejor que escribe; el que se transforma
en un brillante seductor en cuanto se ve rodeado de mujeres guapas; el que ha
amado varias veces por primera vez y ha conocido esos dramas burgueses que
desgarran más que otros... el Cha tele t a quien algunos llaman François, si me
permites este guiño.

Es cierto que en mi relato he pecado constantemente por omisión. Lo que,


según dicen, es grave en este tipo de entrevistas que, como la confesión, exigen
absoluta sinceridad. Ya me expliqué sobre este particular en nuestro "preámbulo".
Pero es normal que me conmines a volver sobre ello. Pues hay, en efecto, aspectos
de mi "historia" o rasgos de mi "personalidad" que he eludido: algunos porque los
he juzgado inesenciales para la economía de este texto; otros que, indudablemente,
tienen relación con los acontecimientos que aquí hemos tratado. No voy a citar más
que dos, situados en dominios diferentes -y te ruego que no intentes sacar ninguna
consecuencia del hecho de que los reúna aquí—: mi relación siempre difícil con el
dinero, y la vida sentimental y sensual tumultosa que se me atribuye,
probablemente porque me he casado tres veces. Al intentar explicar las razones
formales por las que he silenciado unos hechos que han tenido una importancia tan
grande para mí, voy a hablar de elementos que, con toda evidencia, son
determinantes sin que, no obstante, puedan ser calificados como causas eficientes
—en el sentido más vulgar de la expresión—. Algo así como las causas materiales:
algo que está ahí, que se mueve por su propio peso, regido por el azar —en el
doble sentido, en mi opinión insuperable, que daba Aristóteles a esta palabra: el
automaton, mezcla de secuencias incidentales sin ilación, y la tuké, la coincidencia o
no entre un deseo y la realidad.

¿Los problemas con el dinero? Comenzaron desde el momento en que


empecé a ganarme la vida. No puedo analizar esta incapacidad para prever, ni
siquiera a corto plazo, para hacer planes de inversión o para economizar. Peor aún:
muy a menudo me veo obligado a gastar todo lo que gano, me veo forzado
brutalmente a "echar cuentas" cuando sobreviene un imprevisto que normalmente
habría podido prever. Y sin embargo no soy ni distraído ni mucho menos
derrochador. Con mi cuenta bancaria mantengo una relación de pura actualidad:
soy fácilmente generoso, es decir gastador, cuando está bien provista y cuando
anda escasa mis cálculos son de lo más disparatado. Durante ciertos períodos en
que el debe excedía frecuente y ampliamente al haber, he tenido que echar mano a
recursos complementarios: en Túnez asumí la responsabilidad de entrevistas
radiofónicas semanales con las personalidades de paso y de emisiones sobre la
canción ligera; más tarde, en París, mi impericia y la de mis allegados me llevaron
durante algunos años a dar clases en la enseñanza privada. Si bien estos ingresos
me permitían llegar a fin de mes, apenas solucionaban mis problemas ya que, al
año siguiente, el recaudador de impuestos se me quedaba con una buena parte de
ellos. En resumen, que soy un mal administrador y estoy de suerte por no haber
tenido que ocuparme de mis propios negocios.

Si hablo de esto ahora y de forma incidental es porque —a pesar de las


noches de insomnio provocadas por recibos de alquiler y notas conminatorias del
administrador, a pesar de la fatiga que acarreaban esas "horas suplementarias" y su
cortejo de exámenes que corregir— no creo que estas "necesidades" hayan influido
sobre mi trayectoria real. Precisamente, hoy puedo decir que en Túnez, gracias a la
radio, tuve el privilegio de conocer a personalidades tan notables como Tristan
Tzara o Jean Marais, o tan sorprendentes como Alice Cocéa; y que en ese centro
privado conocí algunos que hoy son amigos míos, Jacques Meunier entre ellos. En
cuanto al defecto en sí mismo —la relación insegura con el dinero— no creo que
sea ni original ni significativo. En esta manera de ser completamente superficial
hay una provocación algo ingenua, cuyos efectos recaen sobre el provocador. Soy
de los que no han recibido más herencia que su formación cultural. Mi familia,
parisina de generaciones, no ha tenido ninguna implantación provincial ni
campesina: ni tierra ni casa ancestrales. A su muerte, mi padre me legó una cuenta
bancaria que apenas cubría sus impuestos atrasados. No he conocido la propiedad;
y como mis convicciones no me inclinaban a interesarme por ella, en cierto modo
me he despreocupado. Viene a suceder como si me dijera: puesto que no has tenido
nada por anticipado, un capital en forma de casa, tierras o acciones, apáñatelas
para pasar sin nada; con este corolario: arréglatelas con el capital que has recibido,
las dotes culturales. Ahora ya está hecho. Aunque con frecuencia me fastidia: tengo
la sensación de ser culpable de despilfarro; y me pregunto, además, si estoy
haciendo un favor a mi hijo, que tiene nueve años y que muy probablemente va a
tener que vivir en ese mundo en que sólo los trabajadores inmigrados y los
desclasados no dispondrán de las "cuatro paredes" para meter "sus muebles". Lo
que me reconforta es que aún somos muchos los arrendatarios, los destinados al
vagabundeo...

Creo que no hay nada más que decir sobre esta trivialidad. En cuanto al
hecho de que me haya casado tres veces no requiere explicaciones mucho más
complicadas. Hay que decir al respecto —no para acceder a una confesión, que
sería como una especie de justificación para curarme en salud— que mi silencio
acerca de las mujeres que he amado (y que amo), de las que he sido (y soy) marido
y algunas otras, muy raras, es deliberado. Los amores que he tenido con su
plenitud y con sus dramas, han influido mucho; quiero decir que me han afectado
profundamente, que los placeres y los deseos sensuales —todos esos verbos que
empleo en pasado se entienden también en presente— me han sacudido,
embelesado, destruido, rejuvenecido, envejecido, que esto ha sido no solamente
una parte muy grande de mi existencia, sino también toda mi existencia, ya que
todo lo que en ella se ha producido depende de esto más o menos intensamente,
más o menos directamente. En resumen, en este aspecto soy como muchos. Esta
constatación implica que las mujeres que fueron las protagonistas de estos amores
influyeron sobre el individuo Chátelet, y no solamente en cuanto a los "accidentes".
Habría debido hablar de ello, precisamente, cuando conté mi "carrera", mis
refriegas políticas, mis investigaciones, para determinar cuándo, por qué, de qué
manera, mediante qué incitaciones o qué limitaciones actuaron ellas. No lo he
hecho. De todas las razones que se me ocurren, sólo hay una que sea decisiva: la
dimensión moralizante y policial de esta sociedad. La más mínima "información"
concerniente al drama afectivo desencadena un mecanismo de indagaciones y
cábalas cuya finalidad es la de sacar a la luz responsabilidades y culpabilidades,
juzgar a personas, sus vicios y sus virtudes, condenarlas o absolverlas. Cualquier
relato que pudiéramos hacer en este ámbito es asumido enseguida por un tribunal
charlatán y pletórico que analiza las confesiones, ojea los indicios y que, al mismo
tiempo, juzga sumarialmente y como presidente del tribunal, imparte el castigo, las
circunstancias atenuantes o la absolución. Esta frase tantas veces oída, "él (o ella)
le(a) ha hecho muy desdichado(a)", que se presenta como un juicio de hecho, es
dañina y envidiosa. Y lo que presupone de odio y resentimiento la hace para mí
odiosa...

Pero después de todo, puesto que acepto el ejercicio de la "biografía", ¿no


sería normal que me expusiera a esta clase de juicios (no van a faltar los referentes
a mis apreciaciones políticas y a las posiciones filosóficas concomitantes: es
probable que el epíteto "pequeño-burgués" surja a menudo)? ¿Por qué esquivar
esta parte de confesión con los riesgos que implica? Mi respuesta es doble: por un
lado porque rehuso la confesión cuando no es un género filosófico-literario y, como
género literario, requiere unas cualidades de estilo y de pensamiento que no poseo
en absoluto; por otro, si fuese tan perverso como para dejarme llevar a ese terreno,
convertiría, al mismo tiempo, en objeto de esos juicios de la mediocricidad
moralizante a las mujeres que he amado, las cuales quedarían implicadas en un
relato que sólo me concierne a mí. De todas formas, repito, la pesantez del orden
ético actual y el tinte espectacular e irrisorio que adopta, por este motivo, su
transgresión, convierten en detestable cualquier discurso inmediato del impudor.

Así pues, una buena parte del Chátelet "privado" está tachada. Aunque no
creo que hubiese aportado nada interesante. Sobre lo que llamamos la vida
cotidiana no veo nada que pueda llamar la atención. Excepto un par de tardes que
enseño —en Vincennes, en la Sorbona y en la Politécnica (cuando llega la
primavera)— el resto permanezco "en casa": limito todo lo que puedo las salidas.
La idea del desplazamiento —sobre todo si es inesperado— me resulta muy
desagradable. Antes que "hacer horas de despacho" prefiero recibir a los
estudiantes en mi casa: pierdo más tiempo, pero gano en tranquilidad de espíritu.
Las mismas salidas las arreglo casi siempre de forma que encajen en mi espacio: la
proyección de un film —sí, pero cuando éste tiene que ver con mis amistades o con
mis preocupaciones: sumergido por la abundancia de la producción, muchas veces
decepcionado, he acabado por adoptar este principio de selección completamente
subjetivo—; de vez en cuando la Ópera —que, como muchos parisienses, sólo
descubrí hace algunos años—; muy raramente el teatro —con el que mantengo
unas relaciones inexplicablemente difíciles—; jamás un concierto —sin duda
porque me da la sensación de que los melómanos pertenecen a la raza insoportable
de los devotos—; sobre todo las reuniones con nuestros amigos —disfrutes
culinarios y retóricos sin otra necesidad ni objeto que el de compartir sabores y
palabras, tejer y destejer la trama de las conversaciones, recuperar la serena
felicidad de los niños cuando se distribuyen los papeles: "tú serás... y yo seré..." y,
como ellos, no pensar en nada más-. Estas reuniones crean unos espacios en los
que me siento como en mi propia casa, donde me reeencuentro y donde mis
posturas y mis gestos me resultan familiares: la sala bañada por el sol y con un
fondo de zumbido de abejas donde cortamos la carne roja con cuchillos muy
puntiagudos, el apartamento sombrío y clásico donde vuelvo a encontrar los
muebles y las chucherías de mi infancia, una habitación muy grande, dividida por
una gigantesca cota de mallas alta y blanca, tan alta y tan blanca que corremos a
refugiarnos en la cocina que huele divinamente a picatostes para la sopa, la
escalera traicionera y soberbia de una extraña mansión absolutamente apacible,
edificada a golpes de billetes en los confines de las regiones del Sena y Picardía, el
jardín demasiado verde, demasiado bien arreglado de la puerta de Gentilly, tan
sosegado que los ruidos de la ciudad caen sobre él como amortiguados, el salón
confortable en que tras varios ensayos infructuosos sobre mullidos sillones, sé que
me traerán el único asiento un poco duro que me va bien y la taza de café muy
negro que espero, la escena de ópera barroca que se viene abajo, la música que se
expande sobre la fresca pradera, el ascensor tan inconfortable y tan chirriante que
nadie se arriesgaría si la recompensa no fuese el disparatado esplendor de un
cuscús. Y la otra casa por excelencia, la que queda de espaldas al mar, donde
decenas de años de paciencia y cuidados han creado un espacio alveolar que
permite que cada uno se ocupe de lo que quiera entre el tintineo lejano de los
preparativos de la comida y los cuchicheos de los niños tramando una diversión. Y
esta habitación que jamás volveré a ver, adosada a la colina crujiente, inundada de
luna...

Sin embargo, por herniosos que sean estos momentos, no dejan de estar
separados por un doble trayecto: el de ida y el de vuelta. Ya sea superstición o
prejuicio, tengo la sensación de que lo mejor en la amistad, en el amor o como
escritor sólo puede ocurrir en el lugar en que vivo, donde he podido dejar mis
marcas, trazar mis senderos, armonizar mis paisajes, disponer mis instrumentos,
donde puedo dar rienda suelta a mis estados de ánimo, donde puedo sentir
plenamente la materialidad de las palabras, de las frases de los textos, de las
sensaciones y de los movimientos. Te aseguro que en este apego a "mi" terreno no
hay ninguna preocupación estratégica, ninguna decisión de dominar un campo de
batalla. Dejando a un lado el hecho de que, en mi opinión, hoy día abusamos de las
metáforas militares de todas clases como si proporcionaran por sí mismas un
principio de inteligencia en los dominios más diversos, no veo en este asunto
ningún combate. Me han dicho con frecuencia que me comporto como los gatos,
que no están a gusto más que en sus tapias. Y es cierto que para mí la intensidad, la
voluptuosidad, el bienestar que resultan de una clara visión de las cosas van
ligados a la familiaridad. Paso la mayor parte de mi tiempo en casa: durante el día,
despacho el correo y los asuntos administrativos de Vincennes, respondo al
teléfono —no insistiré sobre esta horrible máquina de tortura, sobre la agresión
permanente y vil que constituye: ¡escribid, por Dios!— intento echarme una
pequeña siesta, veo a estudiantes, trabajo con amigos, hojeo los libros que he
recibido, escucho música, juego con mi hijo (jugando o ayudándole a hacer los
deberes del día siguiente), doy una vuelta por el barrio por el gusto de comprar
algo para la cena. Noélle y yo celebramos esta comida, la única en todo el día en
que estamos los tres, respetando un cierto ritual de la buena mesa: es la ocasión
para charlar y, sobre todo, para que Antoine haga las preguntas metafísicas
características de sus nueve años. El trabajo —quiero decir la escritura, la puesta a
punto de los textos "serios", la lectura de los libros de interés— no comienza sino
bastante después de la cena —hacia las once— y hasta muy avanzada la noche; la
casa "duerme": yo estoy en su centro, velo rodeado por la solitaria mancha de luz
de mi lámpara de despacho, escribo. Y a menudo vuelvo a poner, muy baja, la
música...

A veces invitamos a nuestros amigos. Aunque hacemos como que estamos


agobiados por la responsabilidad que representa, es una enorme diversión para
Noélle y para mí confeccionar la lista de los invitados -nunca más de ocho, por
falta de sillas—, establecer, en función de ésta, el menú, decidiendo el momento,
nuestras competencias, el equilibrio de los platos fuertes y los ligeros
compensatorios, decidiendo quién hará qué y cuándo —ya que nuestros utensilios
son elementales y la cocina sólo tiene tres fuegos y un horno reducido—. También
resulta muy agradable pasear por la rué des Martyrs, yo a la búsqueda de las
legumbres adecuadas, de una espaldilla de cerdo que esté verdaderamente medio
salada o de un codillo tierno con poca grasa, Noélle en busca de manzanas que
recibirían los plácemes del maitre del Palace. Ambos pasamos por buenos
cocineros. Si esto es verdad es porque hemos sido acostumbrados desde la
adolescencia a prestar atención a lo que comemos y porque para nosotros supone
un deleite suplementario hacer aparecer los gustos y los sabores, combinarlos,
luchar contra la adversidad de las lentejas que se resisten a cocer y que amenazan
con pasar, sin términos medios, del estado sólido al de puré, aprovechar las
facilidades que ofrece una carne bien escogida para llevarla a ese punto de
perfección en que, sin deshacerse en la salsa, cede al corte del tenedor. Soy un
chapucero muy manazas, hace treinta años que no hago deporte, no toco ¡ay!
ningún instrumento: mi destreza la muestro en la cocina de forma casi cotidiana.
Me gusta que Noélle haya escrito un libro consagrado al cuerpo que come, que
digiere, que defeca, y que sueña, sufre y disfruta con esta acción-pasión. Y hace
algún tiempo pensé en componer un texto vengador sobre las recetas culinarias. Es
probable que estos "Elementos de Euclides de la cocina burguesa" queden en
proyecto.

Me gustaría oírte hablar a propósito de una cosa que me sorprende: tu amor


por la música, un amor inducido por una gran cultura y afectado de exclusiones
categóricas. Lévi-Strauss, un día que le entrevistaba para la revista Psychologie, me
dijo que la música, por su alto grado de organización, le parecía muy próxima al
mito, sin que sepamos cuál es su concepción sobre éste. No voy a pedirte que
reflexiones como filósofo sobre la naturaleza y el sentido de las estructuras
musicales ni sobre su vínculo con la racionalidad. Me contentaría con que me
dijeras solamente el lugar que la música ocupa en tu existencia.
Es una realidad que me apasiona y que ocupa una parte importante de mi
tiempo, pero que nunca me he atrevido a abordar. Aunque he prestado muchos de
mis rasgos al Guillaume de los Annés de démolition, he olvidado cuidadosamente el
atribuirle este amor excesivo por Mozart, Schubert, Stravinski y Xenakis: Habría
tenido que menc'onar las emociones de mi héroe y no me sentía capaz de ello.
Tampoco hoy me siento capaz de hablar de las mías. Y sin embargo, a medida que
pasan los años más música escucho, más curiosidad siento por ella, más
intensamente la saboreo... y más perplejo estoy ante esta atracción.

No he recibido ninguna educación musical. Pero soy un hijo de la radio


(como otros son hijos de la televisión). Mis padres apreciaban la "gran música" y el
aparato de radio, que permanecía encendido mucho tiempo, se sintonizaba
generalmente a emisoras serias. Recuerdo que cuando tenía doce años estrené una
libreta en la que ponía notas a los fragmentos de música que oía y cada mes sacaba
unas medidas que me permitían clasificar a los compositores. En la Larousse en
seis volúmenes buscaba los complementos biográficos: Grieg —a causa de Peer
Gynt- y Gounod —gracias al ballet de Fausto— llegaban siempre los primeros.
Adquirí así una cultura considerable, aunque fuese fragmentaria y vacilante. Es
cierto que fue a través de Rigoletto como llegué a apreciar la fuerza y originalidad
que hay en los dramas de Víctor Hugo. Y cuando, desde mi primer año en la
Sorbona, Jacques Castier me arrastraba con él a los conciertos, ya no pisaba terreno
desconocido. A pesar de las estrecheces de entonces, en este terreno éramos unos
privilegiados. Antes incluso de la institución de las "Juventudes Musicales de
Francia", el carnet de estudiante nos permitía asistir, por una suma irrisoria, a los
ensayos generales de la orquesta del Conservatorio —de la que fue director titular
Charles Münch, y más tarde André Cluytens— los sábados por la mañana, y por la
tarde al concierto de la Sociedad de los instrumentos de viento, que dirigía
Fernand Oubradous. Cuando dispusimos de algo más de dinero íbamos a escuchar
a otra gran orquesta el domingo a las seis. Y nos organizábamos para hacer cola y
no perdernos a los grandes invitados: Toscanini, Mengelberg, Furtwángler,
Soulima Stravinski... Jacques Castier, que toca bastante bien el piano, interpretaba
para mí a César Franck y a Fauré. En casa de Eric Weil tuve la alegría de conocer a
Boris de Schloezer, quedé maravillado por sus palabras sencillas y luminosas que
Marina Scriabine le traducía.

En Túnez tenía un tocadiscos, pero pocos discos; aprovechaba mis ratos en


la radio para escuchar música y no me perdía ni un solo concierto de la orquesta
del Teatro Municipal. Al regresar a Francia reanudé la tradición de los conciertos:
pero algo se había roto. Había demasiada gente en las salas, demasiados poltroni
solemnes y bien vestidos para que pudiese sacarle verdadero gusto. Soñaba con
nostalgia en la pequeña sala polvorienta, en la acústica admirable del viejo
Conservatorio, en el público diseminado, contenido, únicamente porque se trataba
de verdaderos ensayos, para no manifestar su entusiasmo, en Münch saliendo
bruscamente de su danza inspirada para hacer repetir un forte que "no había oído
bien"...

Mi pasión volvió a despertar al aparecer los microsurcos —ya ves que no


soy sectario para con la modernidad técnica—. Aumentó cuando llegaron las
frecuencias moduladas. Ya no salgo para ir a escuchar música, salvo a la Opera. ¿Es
posible que esté mal hecho? ¿Pero quién se va de casa para tomarse la droga
cuando dispone de suficiente cantidad de material emocionante y vive con
personas a las que les gusta compartirlo? No tengo tanta necesidad de sorpresas y
descubrimientos. Sin contar con que la radio me los proporciona a menudo —
¡gracias, Pierre Boulez! ¡gracias, Celibidache!— Así pues, vivo constantemente con
la música, hasta el punto de importunar un poco a mis comensales. Cuando
examino lo que sucede, me doy cuenta de que adopto tres conductas diferentes en
relación con esta realidad cotidiana. Hay una música que escucho solo —durante el
día, cuando no hay nadie—; pongo en ello los cinco sentidos; desde hace algunos
años es música casi exclusivamente de cámara, desde Pergolese a Brahms, con una
insistencia particular en una veintena de obras, Mozart, de Beethoven—. Otra
música es la que comparto con cuatro últimos meses he escuchado al menos tres
veces por semana el primer cuarteto "Rassoumovski" de Beethoven. Otra música es
la que comparto con Noélle como compañera privilegiada: sinfonías, conciertos,
pero sobre todo óperas —nuestra admiración por Verdi sigue viva—; la relación
entre uno y otro se establece entonces en y por lo que oímos, con altos y bajos,
languideces y entusiasmos; cuando hemos visto el drama en escena se mezclan con
ello los recuerdos; pero lo que más me sorprende es que, con toda evidencia,
nuestro placer proviene, incluso cuando conocemos la obra de memoria, de la
implacable exterioridad que nos colma y nos arrebata. Y finalmente la música que
pongo —casi siempre en la radio, a veces un disco— cuando estoy ocupado en otra
cosa, que puede ir desde la preparación de una bechamel a la redacción de un
artículo pasando por el crucigrama de Le Monde; no estoy de acuerdo en que esto
se trate de un "fondo sonoro"; estoy atento, percibo las secuencias y si se produce
algo fuera de lo corriente —una interpretación que me sorprende o que no había
notado, un rayón— entonces me interrumpo y escucho. En realidad detesto la
blandura y la futilidad de mis fantasías: cuando lo que hago no me apasiona lo
suficiente, la música provoca mi actividad.

Pero ahora, que no se me pida que teorice. Frente a la música me siento


teóricamente intimidado. Soy técnicamente incompetente y no siento deseos de
remediar esta situación, consciente de que, de todas maneras, es demasiado tarde.
No sé leer una partitura, ignoro el aparato matemático que entra en juego, mis
conocimientos históricos en este ámbito están afectados, con demasiada frecuencia,
por unos gustos y unas aversiones que no podría justificar. Si declaro, por ejemplo,
que Wagner ha ejercido sobre la música europea una influencia nefasta, no hay que
ver en ello otra cosa que el poco atractivo que tiene para mí esta gran máquina que
es la Tetralogía y el odio denso que profeso al personaje que la compuso y a sus
ideas. Otro tanto puede decirse de la definición que doy de Gustav Mahler:
"Músico austríaco, contemporáneo de Antón Bruckner"; de donde el proverbio
francés: "un Mahler nunca viene solo". Pues aunque ahora estoy casi seguro de mis
predilecciones, no sucede así, en absoluto, con lo que repudio. La segunda razón
que provoca en mí el temor a hablar de la música es que la mayor parte de los
textos que he leído sobre esta cuestión —aparte de los análisis históricos— están
recorridos por un pésimo lirismo que pierde el resuello intentando trasladar a las
palabras lo que requiere otra semántica. Maurice Ravel decía, creo: "Lo que le
reprocho a Beethoven es Romain Rolland", tenía mucha razón. Por esto, me
limitaré a unas breves y poco controladas impresiones, las primeras y", sin duda,
las últimas que aventuraré sobre semejante tema.

Primera observación: existe la costumbre, en los tratados de estética, de


asociar la música a la temporalidad, con el propósito clasificatorio de distinguirla,
en el orden de las bellas artes, de las artes plásticas. Mi experiencia no me dicta
nada semejante. Si la música cumple alguna "función" de este género es
precisamente la de desarticular la representación unitaria del flujo que discurre,
que propone e impone lo vivido en su pretendida inmediatez. No se trata de la
idea que el siglo XIX pretendió acreditar, según la cual lo esencial del arte en
general es proporcionar aquí abajo el substituto sensible de la eternidad, propósito
para el que el arte musical está especialmente dotado, por cuanto se enfrenta
directamente con el adversario. Una obra musical—ese cuarteto n<>7 de Beethoven
que mencionaba hace un instante- actúa como un campo material constituido por
cualidades sonoras unas veces ligeras y otras pesadas, tan pronto fluidas como
espesas que se superponen, se combinan, se amalgaman en movimientos. El
conjunto de los movimientos singulares producidos por las trayectorias
entremezcladas de los elementos sonoros construye un espacio volumétrico que se
acerca, avanza, se repliega sobre sí mismo, se diluye, explosiona, se aniquila, se
despliega. La composición musical actúa como una superficie que se despliega,
dando lugar a desniveles y escalones. No tiene ningún efecto de profundidad,
salvo en el sentido material de que nos conmueve las entrañas y nos crispa los
músculos. Ni es un dominio o un juego del tiempo, del mismo modo que ni la
pintura es una técnica del espacio plano ni la escultura lo es del espacio
tridimensional. Claro es que puede producir la impresión de la duración que
transcurre, del acontecimiento que se precipita o del estancamiento. Sin embargo
éste no es más que un aspecto. Las metáforas que acabo de emplear tienen todas
ellas en común un defecto: sitúan el efecto musical en el ámbito de la
representación. Y en cambio la música no presenta ni representa nada, ni aun
aparentemente: por sus artificios tiene el privilegio de volver a toda la superficie
del cuerpo, incluidas las llamadas partes profundas de éste, sensible al impacto de
las calidades sonoras y de sus combinaciones. E: una mala imagen decir que una
estridencia desgarra los oídos: hiende, como un sablazo, del cráneo al pubis.
¿Cómo es posible que unas cerdas encoladas de cola de caballo produzcan
sublimes emociones al frotar sobre una tira retorcida de tripa de cordero? se
preguntaba Aldous Huxley. Porque emoción sublime lo es también la carne que se
estremece.

Los mismos tratados de estética insisten sobre el rigor que preside la


elaboración de la obra; les gusta mostrar cómo cierta pieza, en apariencia ligera y
caprichosa, es a menudo el resultado de una lógica sutil que condensa el rigor sin
suprimirlo. Estoy completamente de acuerdo. Pero el oyente que yo soy es
sensible, sobre todo, al hecho de que esta lógica es a la vez cuidadosamente
respetada y constantemente eludida. Lo que distingue una composición didáctica
que aplica, por ejemplo, la forma sonata y una sonata de Beethoven, es que en ésta
el respeto de la regla y su transgresión van de la mano. Sucede como si la misma
lógica condujese a su renovación. Una lógica en absoluto formal, sino más bien
actual. Esto va tan lejos que podemos escuchar diez, veinte veces la misma obra,
conocerla, anticipar lo que sigue, esperarlo y, cuando llega el pasaje, quedar
sorprendidos como si lo oyésemos por primera vez. En este arte sin duda más que
en los otros, porque no es en modo alguno representable, la familiaridad aumenta
el placer; lo enriquece porque en la repetición lo mismo y lo otro se superponen. A
mi juicio este efecto sólo es posible porque la retórica musical a la que estoy
vinculado añade a los principios de composición iniciales unos principios
singulares injertados a modo de ramas sobre el tronco principal. Hasta el punto de
que, en cierta forma, creo que en las últimas obras de Beethoven o de Schumann
estamos casi ante el juego de que hablaba Gilíes Deleuze, en el que cambiaban las
reglas a cada nueva partida. Durante los últimos años se ha manejado mucho la
cuestión de la estructura y el modelo más corrientemente invocado ha sido el del
lenguaje. El problema que se plantea es el de saber —y Claude Lévi-Strauss hace
mención de ello— si la prodigiosa variedad de los modos combinatorios puestos a
prueba por la música no pone de relieve con más nitidez la complejidad de las
disposiciones de formas y de materia de las que hay que responder. ¡Extraña y feliz
perspectiva si la irreductible diversidad pudiera ser pensada serenamente!
En estas entrevistas he aludido con frecuencia al proyecto de una física de la
cualidad, de un conjunto coordinado y no sistemático de conocimientos cuya
finalidad fuese esclarecer las relaciones prácticas —más allá de las distinciones
ontológicas del espíritu de la materia, antropológica, del hombre y del mundo,
epistemológica, de la idea y de la cosa—. Pues bien, me parece que el trabajo del
arte, en cuanto que hunde sus raíces en la techné, en cuanto praxis -en el sentido
que la entendía Aristóteles, es decir, una imitación-transformación de aquéllo sobre
lo que actúa—, como trabajo que es, produce unas realidades artificiales que son
elementos de esta física. En el seno de esta investigación el arte musical se
distingue en que, al excluir por su propia naturaleza la representación visual y, por
consiguiente, la trampa especular-especulativa, llega muy lejos en esta empresa de
la construcción de esos "autómatas" con capacidad de placer y fuerza de
exploración. En este sentido, tiene una capacidad análoga a la de sus mejores
compañeras: el arte de los gustos, de los sabores y de los perfumes que llamamos
cocina y el arte de los contactos, de las palabras y de las caricias que llamamos
erótica. Pero aunque la mayoría de las veces provoca choques de menor intensidad
que éstas, posee una mayor constancia de difusión y, para mí, tiene esa virtud que
me proporciona un placer suplementario: actuar por medio de la materia sutil,
hacer sensible la materialidad de los movimientos que de ordinario atribuimos al
alma. Ahí radica lo que da realidad y fuerza a la psicología elemental de los héroes
de Giuseppe Verdi. Por la misma razón, lo que el genio de Moliére sólo podía
sugerir, las frases musicales de Mozart lo imponen: la vehemencia del deseo de
Elvira por don Giovanni. El miedo, la pasión carnal, el odio que la filosofía
reflexiva o "científica" deducen o inducen laboriosamente, la música los hace existir
en su situación singular. En suma, sucede como si los pueblos hubiesen inventado
lo que nosotros llamamos hoy "Arte" y, particularmente, el arte musical (y las
formas de expresión afines) para hacer patente lo que los lenguajes no conseguían
plasmar.

Platón tenía sus razones para querer eliminar de la Ciudad buena —


prefiguración del Estado sabio- a los poetas y a los músicos, reglamentar
cuidadosamente las relaciones carnales y excluir la "cocina siciliana": el poder
absoluto de la Razón -juez en última instancia— tiene este precio. Nuestras
sociedades, forzadas a ser astutas, han tenido que rebajar este programa: se han
adaptado a las circunstancias, han hecho un hueco para estos detestables placeres,
los han utilizado para asegurar su orden, los han reducido a golpes de
instituciones y transfigurado a fuerza de espiritualidad, y han domesticado a sus
productores. Sin embargo y, pese a lo que hayan hecho y hagan con estas
investigaciones y estas obras, algo de la fuerza espumante y tierna de los apetitos
se filtra, algo que es alegre sin risas, que se verifica sin razón.

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