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Sí Virginia, hay una etnografía feminista 1

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Reflexiones a partir de tres campos australianos
Diane Bell
Traducción: Sabrina Cecilia González
Sólo era un ligero vistazo. Yo estaba llorando y ella también. Fueron dos
años enteros luego del período de duelo oficial, pero allí estábamos en el campo
ceremonial de las mujeres, llorando en silencio por su padre. Las otras mujeres
entonaban canciones que recordaban los viajes de los ancestros totémicos y
cantaban una de la tierra de su padre. La cadencia decreciente y las palabras me
eran familiares. Me llamó la atención el diseño finamente realizado en el pecho de
ella. No era apropiado hablar, entonces señalé : "de quién?". Ella respondió: "de
mi padre". Habíamos visitado sus sitios sagrados poco antes de que él muriera y a
pesar de su ceguera, él había "visto" su tierra. Ahora era el momento de visitar de
nuevo la tienda ritual asociada a él, y esta representación simbólica de su relación,
señalaba que estaba asumiendo la responsabilidad por esa tierra. Ella decidía
cuándo, dónde, con quién y cómo deberían reactivarse los rituales. Sin su
habilidad, creatividad y dedicación a la vida religiosa, este conocimiento
desaparecería. Las primeras en conocer su decisión y ver los diseños fueron las
mujeres de la familia ritual cercana, con quienes nos sentamos. Luego vendría la
representación y los hombres asistirían. Esta vez era especial porque había en
curso un reclamo aborigen de tierra en su país y estarían presentes los
funcionarios de la corte. La ceremonia para la cual nos preparábamos evidenciaba
la propiedad y el ejercicio de responsabilidad por la tierra que tenían esas mujeres.
En este momento, la interdependencia de los mundos separados de hombres y
mujeres en el mantenimiento de los conocimientos sagrados, era rígida. Pero,
¿ cómo yo, siendo la consultora antropológica del juez en este caso, iba a dar una
evidencia experta sobre el sistema local de tenencia de la tierra?

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"Sí Virginia, hay un Santa Claus" (Yes Virginia, there is a Santa Claus) fue escrito por el Editor del
New York Sun (21 Septiembre 1897) en respuesta a la carta de Virginia O'Hanlon en la que
preguntaba "Hay un Santa Claus?".
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“Yes Virginia, there is a feminist ethnography: reflections from three Australian fields”. En Gendered Fields.
Women, Men &Ethnography. Diane Bell, Pat Caplan y Wazir Jahan Karim (comps). Londres-Nueva York,
Routledge, 1993.

1
Hay momentos en el campo, cuando nos movemos delicadamente en
consonancia con la lógica de la cultura que investigamos, que sentimos como si
perteneciéramos a ella; la observación participante se vuelve casi indistinguible a
vivir la cultura; se disuelven los dilemas éticos y la posibilidad de delinear las rimas
y los ritmos de la sociedad en un texto etnográfico se torna menos forzada. La
verdad del momento está oculta, se "deposita" en nuestra conciencia y cuando
nos ponemos a escribir sobre nuestro trabajo de campo, volvemos a esa
experiencia profunda, generalmente molestos de admitir que fuimos sacados de
nosotros mismos y transportados a otro mundo, siendo transformados de una
manera sutil e inmediata.
La huella indeleble que producen en nuestras personalidades estos
encuentros en el terreno se refleja en anécdotas, diarios, cartas, a veces novelas,
pero, salvo algunas excepciones, no son el material del discurso profesional. No
contamos con un lenguaje que nos permita hablar sobre los momentos de gran
carga emotiva en los cuales las partes de otra cultura, como las piezas de un
rompecabezas, se ordenan con claridad, desafiando la descripción, colocándonos
más allá del discurso científico. La objetividad, que es lo característico de la
ciencia, junto a la falta de conexión con la experiencia del investigador perjudicó a
la etnografía. Si uno va más allá de los límites y se refiere a sí mismo como un ser
que siente e interactúa, o como un elemento en un campo relacional, uno se
vuelve "subjetivo" y su trabajo deja de ser "buena ciencia". La observación
participante hecha de esa forma es considerada prejuiciosa, interesada y parcial,
todos términos atribuídos a lo femenino en las dicotomías de género
(parcial/imparcial, emocional/racional, personal/impersonal ) del pensamiento
racionalista post iluminista.
Las críticas feministas hacia el culto de la objetividad plantean la pregunta:
¿ deberíamos deconstruir la objetividad, procurando recuperar el desvalorizado
término "subjetividad", o deberíamos considerar a ambos (ver Abu- Lughod
1990)?. Yo me inclino por esta última porque intuyo que la perseverancia en hacer
y escribir etnografía feminista es central para la articulación de una tradición

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reflexiva que considero honesta; estimula una experimentación etnográfica que es
política y éticamente responsable; pone las bases para la práctica de la llamada
"relación delicada" entre antropología y feminismo; y permite a una asumir una
actitud pro-activa y resistir al compromiso con la "nueva etnografía" y su
desatención del género (ver Caplan 1988). La sofisticación epistemológica lograda
en el trabajo de ciertos teóricos que tienen en cuenta los puntos de vista diversos
(ver Harding 1986, Hartstock 1983), si es tomada seriamente, tornaría el criticismo
de las feministas carente de "equilibrio" y desordenado (ver Haraway 1988,
Harding 1990). Por eso no es sorprendente que la corriente principal de la
antropología haya sido renuente a comprometerse, y muchas feministas hayan
tenido que defenderse, o intentado unir sus críticas a las de los posmodernistas
(ver Jennaway 1990).
En lugar de preguntar si puede haber una etnografía feminista (ver Abu-
Lughod 1990, Stacey 1988, Reinharz 1992) comienzo asumiendo que una
etnografía feminista es lo que he venido haciendo, y que las preguntas más
interesantes están referidas al estilo, sus políticas, éticas y epistemologías, así
como también las tácticas de aquellos que defienden un acercamiento más
"equilibrado" hacia la etnografía. Comencé con una suerte de actitud empírica
feminista naïf, donde consideraba que los datos serían muy diferentes a los
retratos de la sociedad hechos por hombres hablándoles a hombres. Parecía
obvio que si el género del trabajador de campo influía en sus hallazgos,
especialmente en mi caso dado que era mujer con mujeres, había buenas razones
para reflejar tanto lo común como las diferencias. Establecí mis intereses y mi
orientación e hice explícita mi agenda de investigación y metodología. La
etnografía que escribí era reflexiva y contenía una gran riqueza de datos, pero eso
no era suficiente. Encontré que fui encasillada: mi etnografía fue designada como
femenina y feminista, y fue descartada por considerarla subjetiva y política. El
conocimiento fue degradado. Critiqué los encuentros masculino/masculino
considerados verdades universales. Sabía que ni una aproximación en la que se
ocultara el género, ni "unir a las mujeres y alborotar " eran soluciones

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satisfactorias, pero en ese momento todo lo que podía hacer era anticipar un
"paradigma feminista" (Bell, 1983: 241-250).
Ahora veo mi empiricismo feminista reflexivo como un primer paso sin el
cual no podría haber comenzado a escribir sobre la cultura femenina, pero una
década después quiero pulir, criticar y problematizar esa actitud en referencia a
una teoría que parta del punto de vista. En cierto sentido, este es un "trabajo en
gestación", pero déjenme esbozar las dimensiones epistemológicas de mi
etnografía feminista. Primero comienzo considerando que tiene el mérito de hablar
con mujeres sobre sus vidas. Tomo el conocimiento de la mujer para sumergirme
en su ser, sus experiencias, prácticas, pensamientos, sentimientos. Al privilegiar a
la mujer como conocedora, el hombre es etnográficamente descentrado, y esto es
un acto político. Segundo, apoyaría el argumento de Catharine MacKinnon: "una
perspectividad es... una estrategia de la hegemonía masculina" (1989: 121). No
existe una realidad o perspectiva sin género sino, por el contrario, el poder de
declarar una universal y la otra parcial (ibid: 120-4). Tercero, me agrada la lectura
feminista del materialismo histórico que hace Nancy Hartstock (1983) según la
cual la opresión de clase, género y raza genera un privilegio epistémico. En
consecuencia, los teóricos que consideran los puntos de vista reconocen la
necesidad de "una aproximación a la metodología con final abierto y dinámica"
(Waters 1990:6). Cuarto, siguiendo a Sandra Harding (1986:249) rechazo el
relativismo crudo, apoyando un tipo de "objetivismo" y formulando una preferencia
por trabajar dentro de un marco evaluativo que es "anti sexista, anti racista, anti
clasista" y que distingue entre "valores coercitivos" y "valores participativos",
considerando que una aproximación tal "más que distorsionar, iluminará"(ibid).
La etnografía que escribo es "situada, perspectivista, contextualizada y
parcial" (Hekman, 1990). Se enorgullece de proclamar las posibilidades de una
etnografía feminista, observando sus propias políticas, pero aún no segura de
cómo proceder políticamente para imprimir sus comprensiones sobre el tema de
género en antropología (ver también Viswaswaran 1988). La etnografía feminista
abre un espacio discursivo para los "sujetos" de la etnografía y como tal da poder
y simultáneamente es desestabilizadora. Por lo tanto quizás no sea una

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coincidencia que como una epistemología feminista ha llegado a ser posible,
muchos antropólogos se inclinaron hacia enfoques posmodernos de la
representación desinteresándose de las teorías del conocimiento (ver Caplan
1988; Mascia-Lees et al. 1989). Sostengo que hay perspectivas feministas
distintivas, y quiero reivindicar a la categoría "mujer" de las deconstrucciones que
ha experimentado en los años recientes (ver de Lauretis 1989). Quiero hablar con
una "voz diferente", no porque sea femenina sino porque reconoce las fuertes
tensiones creadas por el saber comprometido y riguroso, porque es sensible a la
diferencia pero no inmovilizada por ella, y porque promueve un análisis holístico
de las condiciones de la producción del conocimiento incluyendo las políticas
académicas que silencian y marginan las críticas feministas (ver Stanley 1990).
Aquí, me refiero a tres "momentos experimentales" en mi hacer y escribir
etnografía feminista. El primero concierne al trabajo de observación participante
sobre las prácticas y creencias religiosas de mujeres aborígenes de Australia
Central entre 1976-8 (ver Bell 1983, en la prensa a); el segundo es un trabajo
aplicado referente a los derechos legales aborígenes desde fines de los setenta
hasta fines de los ochenta (ver Bell y Ditton 1980/4; Bell 1984/5); la tercera parte
de la investigación, sobre los lazos generacionales entre mujeres australianas, fue
realizada durante los ochenta (ver Bell 1987 b, en prensa b). Lo característico de
este trabajo es que ha sido realizado "en mi propio país". Eso tiene un cierto
encanto, conveniencia y responsabilidad política que ponderé de diferentes
maneras en distintos momentos. Cuando vivía en Australia sentía como si
estuviera siempre en el campo. Diariamente me enredaba en problemas que
alumbraban directamente mi investigación y confrontaban la cruel realidad de
comprometerse con cuestiones de justicia social en contextos transculturales (ver
Bell 1991). Ahora que estoy viviendo en Estados Unidos y me encuentro a una
cierta distancia - política, emocional y geográfica- la distinción hecha por Geertz
(1988) entre estar "ahí" y estar "aquí" adquiere cierta resonancia.
Durante los años setenta y ochenta consideraba que, como ciudadana,
tenía un acceso más directo y una apreciación más profunda de los procesos
políticos que un extranjero. Sabía que la mirada de quienes somos nativos nunca

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era tomada tan seriamente como la del "experto" extranjero cuyas ideas y
apreciaciones eran más exóticas que los productos generados en casa. Pero
también sabía que las opiniones de los expertos de ultramar, pueden ser
criticadas: la persona eventualmente se va, puede ser considerada insensible a las
"condiciones locales" y acusada de hipocresía en el exterior. Por eso, a mis
reflexiones en la búsqueda de una etnografía feminista, agrego nativo/extranjero a
la lista de dicotomías de género para los antropólogos. La transformación de
estudiante- niña a investigadora-mujer-ciudadana nunca es completa. No es sólo
que una haya permanecido en el país, es como si una fuera aún una niña dentro
de la familia, es como intentar hacer su investigación de graduada cuando se es
aún estudiante.

ENCARGADOS DE LOS CAMPOS GENERIZADOS: "ELECCIONES",


CONTRATIEMPOS Y CONFUSIONES

Mi co -investigador y yo necesitábamos pasar algunos días en la ciudad


antes de ir al terreno para comenzar nuestro proyecto. Solicité quedarnos en una
casa perteneciente a la universidad destinada a los investigadores. Sí, podía
permanecer ahí, pero mis hijos que podían molestar a los "profesionales", no eran
bienvenidos. Convine que no dormirían en la casa pero eso nunca se puso en
práctica porque cuando llegué, descubrí que el encargado del lugar, como favor,
había permitido que un viejo amigo de otra universidad, permaneciera en la casa
con su esposa e hijos. Me enteré de eso apenas abrí la puerta y encontré a la
familia en la residencia. Consideré eso como un claro ejemplo de mala gestión y
discriminación, pero necesitaba algún lugar donde pudiéramos dormir todos.
Fuimos al albergue local. Eventualmente la universidad aceptó pagar la diferencia
entre el hostel y la casa. No hubo disculpas; sino que en su lugar enviaron a la
universidad una carta difamatoria que se refería a mi inhabilidad para aceptar la
realidad del hecho de que, como madre, no podía esperar gozar de todos los
beneficios de ser una académica. Me enteré de esto recién cuando, muchos años
más tarde, me lo comentó un administrador y profesional conocido.

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Los apremios que tenemos las mujeres para acceder a los recursos del
mundo académico, asumen formas diversas. Al terminar la escuela en los
cincuenta, mis opciones eran ser maestra, enfermera, secretaria u obrera en una
fábrica. Me formé como maestra de escuela primaria, me casé, tuve dos hijos y
me divorcié. Como madre sola a principio de los setentas, mis opciones de carrera
se restringieron seriamente (ver Bell 1987a). Terminé la secundaria en una
escuela nocturna, logré entrar a la universidad, terminé con un grado de honor y
fui aceptada en un programa de Ph. D . Tenía 33 años, mis hijos 9 y 7 ; y mi renta
combinada de la beca y de la pensión del gobierno era de $8.000 al año. Pensar
hacer trabajo de campo en el exterior siendo una madre sola y con magros
recursos, parecía una locura y ya era bastante mayor como para calificar para
ciertas becas. Había una categoría que permitía llevar a una esposa dependiente
al campo, pero una "madre sola" era una anomalía y no había permiso para niños
dependientes. Cuando discutí ese asunto con el jefe del organismo que me
otorgaba la subvención, me sugirió dejar a mis niños con alguien. Yo planeaba
estar afuera por más de un año!
Durante mis años de estudiante, tenía poco tiempo para asistir a los
encuentros de los grupos de liberación de mujeres. Debía conciliar diariamente
agendas múltiples de tiempo completo de estudiante, madre y trabajadora. Mi
apreciación de la cultura como una construcción masculina aumentó en los cursos
de estudiantes donde se elogiaban las virtudes del igualitarismo australiano como
la pieza central de la historia nacional que tenía poco que decir del 51 por ciento
de la población que era femenina. Graduada, mi trabajo ingresó al mundo de las
subvenciones, encargados de los campos, supervisores y planes de estudio. No
me gustaba la idea de que algún otro mantuviera el hogar, ni tampoco la de ser
una profesional solitaria. El horario de los seminarios a las 4.15 p.m., cuando
precisaba estar en la cocina, me acarreaba problemas. Cuando pedí que
facilitaran el cuidado de niños en las conferencias, me dijeron que eso animaría a
la gente a tratar esos eventos como vacaciones!. Mis supervisores/consejeros
masculinos me alentaban cuando me preparaba para ir al terreno, pero no me

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sugirieron conectarme con otras mujeres que ya hubieran estado en el campo.
Estaba en una gran universidad de investigación que se especializaba en los
estudios sobre aborígenes, pero no había mujeres en el campo que había
escogido. Junto a varios docentes y estudiantes de posgrado interesados creé un
grupo de lectura feminista. Había trabajado en un proyecto similar cuando aún no
era graduada y había ganado la reputación de estar obsesionada por sensibilizar
el plan de estudios con temas de género.
Leyendo los pocos textos feministas que se conseguían en ese momento -
Germaine Greer, Betty Friedan, Shulamith Firestone, Juliet Mitchell, Sheila
Rowbotham - aprendí a nombrar las estructuras de opresión y a identificar el poder
penetrante de las relaciones patriarcales que convertían mi experiencia en
personal y privada, y la de los hombres en política y pública. La buena voluntad de
varias mujeres para quebrar las reglas y proveer de espacios seguros a las
madres estudiantes apoyó mi idea de las posibilidades de una hermandad. Por
otro lado, la hostilidad despertada en muchas mujeres ante mis esfuerzos por
tener una educación subrayó lo que ya sabía: "mujer" no es una categoría unitaria.
Clase, nivel de educación, etnicidad, edad, estado civil y preferencia sexual se
entremezclan y superponen de maneras significativas. En el campo, esta
apreciación de nuestras múltiples maneras de ser se profundizó, formando mi
propio feminismo y mis presentaciones etnográficas.
En la búsqueda de un sitio de trabajo de campo, consulté con otros
antropólogos y una mujer experimentada en la disciplina me advirtió firmemente
que no me introdujera en su territorio, pero generosamente me ofreció un pequeño
segmento de una región que ella no pensaba visitar de nuevo: la territorialidad de
los aborígenes sólo es sobrepasada por la de sus etnógrafos. Hay una suerte de
demarcación geográfica y existen ciertas líneas etnográficas que uno puede cruzar
asumiendo el propio riesgo. Con un número en disminución de "pueblos
tradicionales" para "estudiar", y la escala restringida de la economía académica
en el terreno aborigen en Australia, funcionaba un sistema cuasi-feudal de
relaciones de campo. La habilidad de unos pocos para controlar el campo y fijar la
agenda intelectual (ver Wise 1985; Peterson 1990) tuvo un impacto dramático en

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el número de mujeres en el terreno y los proyectos que emprendieron. Una mujer
de nivel avanzado dentro de la carrera me dijo que yo estaba "arruinando mi
carrera": trabajar con mujeres me marginalizaría y, encima, los aborígenes eran
"las personas más aburridas del mundo". Este consejo fue reforzado por el bon
mot de un antropólogo, quien se mofó: "¿ Irás a trabajar con mujeres sobre
religión?. Volverás pronto. No hay mucho que escribir sobre eso". Cuando regresé
con las notas de mis libretas de registros, me dijeron que eso era "asuntos de
mujeres" e ipso facto no sobre religión.
Elegí negociar el ingreso a una comunidad donde no se habían emprendido
trabajos antropológicos en profundidad (ver Bell 1983) y eran todo menos una
banda de cazadores recolectores prístinos. Más bien, era un asentamiento triste,
un monumento a la locura de la era de la asimilacion. Mi primer acercamiento fue
escribirle a la comunidad local, lo que significaba escribirle al Consejo de la aldea,
un artefacto colonial, conformado sólo por hombres, con poca autoridad en temas
de ley tradicional y vida religiosa, pero sin embargo la primera puerta a través de
la cual necesitaba pasar respetuosamente (ver Bell y Ditton 1980/4: 5-8). En mi
primer encuentro con el Consejo de la aldea, simplemente dije que quería
aprender de las mismas mujeres sobre sus vidas y ceremonias, y registrar sus
historias. No estaba segura sobre qué bases comprendieron mi pedido, pero su
respuesta fue clara: es bienvenida a investigar aquí, pero limítese a las mujeres y
niños. Tal condición podría haber limitado a un investigador a realizar un “estudio
del ser humano” genéricamente neutral, pero yo estaba encantada. Mi intento
siempre fue el de establecer qué entendían las mujeres sobre religión aborigen y
de hacerlo desde su perspectiva.
Afortunadamente, el entonces consejero de la comunidad tenía cierta
familiaridad con la naturaleza de la investigación antropológica y estaba
favorablemente dispuesto a tenerme allí. Mi experiencia no siempre fue así, ni
tampoco la de otros trabajadores de campo. Los consejeros locales en general
son extremadamente cautelosos con los de afuera, especialmente con los
"profesionales sábelo todo", aún peor las mujeres entrometidas y, lo peor de todo,
"mujeres liberadas". "Primero, hablará con las personas fuera de la reserva, luego

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en sus campos y finalmente vivirá con ellos", me dijo con desprecio una vez el
director de área del Departamento de Asuntos Aborígenes, "Simplemente como
una mujer". Más tarde, cuando me vio trabajando en algunos expedientes y
registros del servicio de bienestar, observó: "Me agrada verla haciendo el trabajo
correcto". Estos registros, eran una rica ficción sobre la precisión de los
funcionarios de la asistencia pública, pero sus autores los consideraban un punto
de referencia sagrado. Era donde se encontraban registrados autoritariamente
nombres personales, lugar y fecha de nacimiento, y donde habían anotado
"consortes" (esposa no era disponible como clasificación, ya que los "casamientos
tradicionales" no eran reconocidos por el estado ). Cuando comencé a trabajar en
las cortes, encontré a los mismos individuos aconsejando a los gobiernos locales y
a los intereses mineros hostiles a los acuerdos respecto al derecho aborigen a la
tierra. Podían exhibir sus registros e impugnar la confiabilidad de una mujer que
sabían que había participado en las vidas cotidianas de los demandantes y que
habían visto quejarse ante el fracaso de su oficina para emitir cheques de la
Seguridad Social a personas calificadas.
En route al campo en 1976, mis hijos y yo tuvimos un curso intensivo de
lengua de tres semanas en Alice Springs donde nos encontramos con políticos
aborígenes locales, profesionales empleados por las organizaciones, y una
atemorizante organización de derechos para los blancos neo asimilacionistas y
paternalistas moderados. Lo que los ligaba era que ésta era una cultura altamente
masculinista. Las pocas mujeres aborígenes que encontré en la ciudad y que
ocupaban posiciones de poder, habían sido educadas en misiones y la mayoría
había pasado muchos años lejos de sus comunidades, y ellas mismas luchaban
por encontrar lugares personales y profesionales confortables. En la década
siguiente, al conocer a algunas de estas mujeres un poco mejor, oí hablar de sus
resentimientos hacia las posiciones de poder ocupadas por los hombres, y sus
conflictos sobre cómo encausar mejor el desequilibrio de poder. Era arriesgado
identificarse como feminista. Prevalecía la imagen transmitida por los medios
sobre el feminismo como una temible conspiración perpetrada por unas pocas
frustradas que odian a los hombres, y muchas mujeres competentes fueron

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echadas de sus trabajos por plantear cuestiones de desigualdad sexual en el
reparto de servicios y en la estructura de toma de decisiones de las
organizaciones aborígenes.
En esa época, concurrí a una fiesta en la cual había invitados negros y
blancos - un hecho inusual-. Había mucha bebida y mucho humor de un tono muy
duro que sólo logré apreciar tiempo después. Uno de los activistas negros me
narró su historia de lucha en Vietnam, pero agregó que su orgullo en el servicio
militar se terminó cuando se dio cuenta de que había estado "peleando en una
guerra de blancos". El lenguaje del black power se había infiltrado en las elites
políticas emergentes, pero aún no lo había hecho en la comunidad. Me invitó a
bailar y luego me preguntó sobre mi interés por "hacer bebés". La noción de que
las mujeres blancas que trabajaban con negros podían recibir proposiciones con
consecuencias muy diferentes a los avances hechos a las esposas de los
rancheros y a las trabajadoras del servicio de bienestar social era nuevo y adquiría
manifestaciones diversas. Si una se rehusaba, la réplica usual era "racista" o
"white trash". Otro activista aborigen me preguntó quién me creía que era para ir
ahí y pensar que tenía algo legítimo para hacer o decir. Luego supe que eso era
una prueba, y el hecho de que no hubiera caído indicaba que no tenía sentido del
humor y que "las chicas de las ciudades del sur simplemente no pueden captarlo "
(ver Aickin 1979). Estaba camino al campo pero supe que aún estaba en casa: los
recursos con los que se podía contar eran según el género, el sexismo era
visceral, hablar sobre las mujeres siendo mujer era hablar con una voz con
entonación de género.

EL PRIMER MOMENTO: ENCONTRANDO MI LUGAR EN LA ETNOGRAFÍA


FEMINISTA

" ¿ Cómo se mantiene a sí misma?" me preguntaron las mujeres locales ni


bien llegué. Luego supe que esa era una pregunta cargada de sentido: ¿ podían
confiarme los secretos de las mujeres, o había un hombre que creía tener el
derecho de preguntarme sobre mis actividades diarias?. "Tengo una pensión del
gobierno y una beca de la universidad de Canberra", les expliqué. En esa época
recibía un beneficio para madres solteras y "pensionada" era una categoría

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conocida y respetada para una mujer: los pensionados tenían una renta escasa
pero segura. Canberra era considerada como la fuente de toda la riqueza y el
poder y, por lo tanto, era necesaria cierta conciliación. La imagen de pensionada
se rompió cuando, tres meses después, llegó mi primer gran pago. Los
operadores locales del sistema de telégrafo, supuestamente confidencial,
recibieron la notificación de que un cheque emitido en Canberra estaba en
camino. Era un pago trimestral, pero pronto se corrió la noticia de que yo estaba
recibiendo esa suma por semana. A partir de eso, era fácil suponer que era una
empleada del gobierno, es decir, una espía. Estas noticias sobre grandes sumas
de dinero a mi disposición eran de mayor interés para los hombres del lugar que
deseaban vehículos de segunda mano, que para las mujeres a quienes les daba
dinero prestado semanalmente y que devolvían a la siguiente. Supieron el monto
de mis recursos y nuestra contabilidad estaba cerca de $20-30, no los miles que
los hombres trataban de obtener.. Cuando dejé el campo, los préstamos impagos
eran de los hombres. Las mujeres devolvían rápidamente y me enviaban muchos
regalos, entonces era yo quien estaba en deuda.

Las mujeres aborígenes tenían un rango restringido de tipos de roles de las


mujeres blancas: maestra, enfermera, esposa. El único rol diferente era el de una
mujer que, aparentemente, podía disparar y maldecir como un hombre.
Desilusioné sus expectativas: yo no disparo. Quería ingresar al mundo de las
mujeres como otra mujer y esa integración sobre la base de la experiencia
compartida era importante en la lista de prioridades de las mujeres con quienes
eventualmente trabajaba y nos volvimos amigas. Me preguntaban sobre mi
marido. Cuando les explicaba que estaba divorciada, se producía una risita
particular y un "como nosotras" de las mujeres de los jefes rituales en los
campamentos. Me encontré a mí misma entre mujeres cuyos temperamentos eran
de lo más agradables. Eran abiertas, con una mentalidad independiente, capaces
de emprender amplios tipos de tareas, con gran humor, tolerantes hacia las
características personales, dispuestas y pacientes para enseñarle a una recién
llegada.
Su búsqueda constante de explicaciones sobre preferencias personales,
características físicas y disposiciones psicológicas me condujeron dentro del
ámbito de sus reglas y fue una excelente estrategia de instrucción. A mayor
puntos de contacto que podíamos establecer entre nuestros mundos, mejor podía
aprender, porque sólo siendo parte de su mundo me sería posible leer "las señales
con sentido" del paisaje. Al referirme a la incorporación del antropólogo al campo,

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siempre había escrito como si hubiera muchas coincidencias positivas que me
posicionaban favorablemente. Pero también se debía a que las mujeres se
esforzaban por incorporarme en un nivel que se adaptaba a lo que ellas
consideraban mis intereses y personalidad. En otro nivel, lo que aprendía era
siempre contingente a mi ubicación dentro de su mundo y como había accedido a
mucho conocimiento ritual, alentada a participar y encargada de varias cosas, me
incliné a escribir sobre estas experiencias como elementos positivos del trabajo
de campo.
Fui al terreno con mis dos niños, de 7 y 9 años. De haberse enfermado,
tendría que haber abandonado el trabajo. (ver Howell 1990; Cassell 1987). Tenía
pocas opciones para construir un campo propio: los niños se expresaban y
estaban siempre ahí. Las mujeres expertas en rituales, con quienes yo quería
trabajar eran todas madres y ciertos conocimientos sólo eran disponibles a
quienes habían criado niños. Esto era por supuesto otra de aquellas profesías
autocumplidas: tenía acceso a cierta información porque yo tenía hijos de una
determinada edad, un niño cerca de la edad de iniciación y una niña cuyo
compromiso matrimonial supuestamente sería inminente. La mujer anómala lo
suficientemente mayor como para tener niños, pero extrañamente sola, enfrenta
problemas que yo no tuve (ver Golde 1970) . El lado difícil en el campo era que
cualquier cosa que hiciera suponía pensar en mis hijos, conseguir alojamiento y
provisiones para tres, siempre pensando en probables conflictos por las
necesidades y haciendo cosas vinculadas a los niños, para minimizar u obviar
problemas.
La reflexividad misma de esa etnografía era aquella de los años setenta en
términos de las preocupaciones de las feministas hacia el sexismo y los prejuicios
y las críticas antropológicas al imperialismo cultural de la disciplina. El esfuerzo
para mí no era sólo encontrar una manera de investigación y escritura que
permitiera conceder legitimidad a las percepciones propias de las mujeres, sino
también de contextualizar el silencio etnográfico hacia las relaciones de género
dentro de la historia y la estructura total de la sociedad australiana. Las mujeres y
los hombres pasaban mucho tiempo del día separados, participaban en rituales

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específicos de su sexo, y practicaban la división sexual del trabajo en la actividad
económica. La actividad ceremonial y los conocimientos estaban diferenciados
entre los "asuntos de mujeres" y " los asuntos de hombres" que eran reconocidos
tanto por los aborígenes como por los antropólogos. El desafío era cómo
conceptualizar la separación y los puntos de integración (ver Bell 1983).
Mis relatos iniciales sobre las prácticas religiosas aborígenes en el centro
australiano comenzaron dentro de los espacios - residencial, ritual y discursivo-
que controlaban las mujeres. Aún prefiero la presentación etnográfica, pero ahora
estoy preparada para ser más explícita considerando los aportes de la etnografía
feminista para una comprensión de la religión aborigen per se (ver Bell en prensa
a). Hay muy poco escrito sobre la vida ritual de las mujeres aborígenes, y lo que
hay en general ignora a las mujeres: no ve las transformaciones en las relaciones
de género, de manera no reflexiva, refrenda como sagradas escrituras a las
expresiones masculinas que reflejan el poder y la realidad social, o
categóricamente excluye las actividades de las mujeres del ámbito religioso (ver
Bell 1983). Comenzando con la descripción detallada de una región, una donde la
separación de los sexos sea marcada, es posible demostrar que muchas de las
generalizaciones sobre la vida religiosa de las mujeres han sido prematuras y que
esas certezas han limitado las investigaciones. Una etnografía centrada en las
mujeres, revela que ciertos comportamientos de éstas que aparecen como
anómalos si son mapeados con el hombre como ego, en realidad son parte de un
consistente grupo de prácticas. También vuelve coherente ciertos
comportamientos masculinos de otra manera inexplicables. (ver Bell 1983: 212-26
EL SEGUNDO MOMENTO: LA ETNOGRAFÍA FEMINISTA VA A LA CORTE

Él reclamaba haber actuado según sus derechos. Su esposa y las dos


hermanas menores de ésta presentaron cargos de abuso sexual . A pesar de la
evidencia de mujeres de peso - madres y tías con una responsabilidad directa
sobre las abusadas - quienes manifestaban que la violencia no era "la regla
habitual”, su comportamiento fue contextualizado como cultural y el de las mujeres
como personal e influenciado por las misiones. Lo representaban abogados
varones. La corte, que se encontraba a muchas millas de donde estaba la familia
de las mujeres, era intimidatoria y debido a un tecnicismo, allí no se seguían los
cargos de violación. El mensaje que se dio en la comunidad local fue que no había

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nadie para hablar por las mujeres. No había nadie en la corte que fuera
especialista en leyes sobre las mujeres en materia de violencia; y los hombres que
deberían haber hablado temían por su propia seguridad. Son quienes forman
parte de la pelea y sus familias saben dónde miente la justicia y pueden hablar
apropiadamente, no el consejo local u otros encargados entrometidos. (ver Bell
1991: 402-6)

Este y otros varios casos de "ley tradicional" en los que me vi involucrada


me generaron la necesidad de continuar con la etnografía feminista, de explorar
los marcos evaluativos de las teorías del punto de vista, que el permite a una
moverse más allá del relativismo cultural y privilegiar a la mujer como conocedora
(ver Harding 1990).
Un ejemplo dramático en relación con el conocimiento generizado ocurrió
en un reclamo de tierras. Tenía que ver con la presentación de evidencia que,
según su ley, algunas mujeres habrían deseado restringir a otras mujeres ( ver Bell
1984/5). El juez, al igual que los abogados del caso, eran varones. Las peticiones
frecuentes de los hombres aborígenes a que su evidencia se registrara en video, o
a que estuviera marcada sólo por "ojos masculinos", no causaron ningún problema
para la corte. Finalmente, el juez determinó que se debía respetar la restricción a
las mujeres por los intereses de la justicia (el juez mismo exceptuado) y que las
partes de la acción deberían encontrar mujeres abogadas. Esta solución sólo fue
parcialmente aceptable porque, sabiendo los obstáculos que debían enfrentar, las
mujeres prefirieron que su conocimiento siguiera siendo secreto. Esto creó una
asimetría adicional dado que los expedientes generados en los casos sobre la
tierra se convirtieron en la base de los derechos futuros para toda la sociedad: los
abogados varones construyen caso por caso la ley, mientras que los "intereses de
las mujeres" constituyen un "caso especial".
La década del setenta, como un período de intensa actividad legal y política
para los derechos de los aborígenes, atrajo a muchos de nosotros que
deseábamos trabajar para producir cambios que crearan una sociedad más justa y
transparente. La legislación especial, las autoridades estatutarias, los servicios de
ayuda legal a aborígenes y los consejos de tierra, dieron forma a las demandas
por la auto-determinación. El tenor de las cosas que vendrían ya era evidente en
la composición de estos cuerpos. Las autoridades masculinas aborígenes

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(propietarios tradicionales) hablaron a las autoridades masculinas de los hombres
blancos (abogados, antropólogos, clero, burócratas). Los cuerpos encargados de
la toma de decisiones que debían representar los "intereses aborígenes"
comenzaron a establecer los procedimientos y precedentes, que pronto se
convirtieron en la práctica sacrosanta. En la academia se produjo una fractura
entre los que perseguían una investigación desinteresada "fundamental" y los que
se comprometieron con el trabajo aplicado. ¿Podía uno ser un abogado y un
erudito?. Para peor, fue apareciendo un número creciente de consultores mal
calificados, antropólogos inconformistas y refugiados de otros regímenes
coloniales quienes se congraciaban adulonamente con varios actores en el drama
de los derechos aborígenes. Los límites del campo etnográfico se han vuelto cada
vez más borrosos. El campo ahora se extiende a las cortes legales, la burocracia
y, con la aparición de las agendas de emergencia del Cuarto Mundo y del
crecimiento de feminismos indígenas, va más allá del estado nación hacia la
arena internacional.
A fines de los setenta y principios de los ochenta, emprendí una cantidad
considerable de trabajo aplicado en el dominio legal, desarrollé una práctica
privada como consultora antropológica, aparecí como testigo experta en un gran
número de demandas de tierra y en casos que implicaban consideraciones
tradicionales y trabajé para varias autoridades aborígenes y gubernamentales. La
infraestructura de la auto-determinación había generado un nicho generizado y
encontrar formas de conseguir pruebas de las mujeres en una corte que era una
arena masculina requirió no sólo ingenio sino también una crítica feminista
sostenida a la teoría y práctica de la ley (véase Bell 1992; Bell y Ditton 1980/4). En
contratos de trabajo establecidos había clientes e investigadores profesionales,
pero las decisiones fueron tomadas por consejeros pagos, no por las personas
cuyas vidas eran el tema del proceso legal en la corte, la demanda de tierra o el
estudio del impacto en el cual los antropólogos estaban investigando y divulgando.
Los encargados, que tenían su agenda propia y eran decididamente hostiles a
admitir las críticas feministas, aplicaron una presión sutil y una no tan sutil
censura. Varios diarios me solicitaron escribir sobre un dilema ético que

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enfrentaban los antropólogos en las cortes a fines de los ochenta (ver Bell 1986).
Lo hice, pero encontré que los abogados del caso se habían acercado a los diarios
y solicitado que para los "mejores intereses" de los aborígenes, no apareciera mi
artículo. A pesar de que uno ya estaba tipeado, el redactor no lo publicó.
EL TERCER MOMENTO: ¿ UNA ETNOGRAFÍA FEMINISTA DE UNA NACIÓN?
Mi editor me preguntó : "¿ cómo encararías un libro que fuera accesible y
reflejara las vidas de todas las mujeres de Australia?". Me decidí por realizar un
acercamiento etnográfico y, con la ayuda de diez investigadores, hice una serie de
"rebanadas profundas" en la cultura de las mujeres australianas. Entrevistamos a
cientos de mujeres a través de Australia. Negociamos las transcripciones de
entrevistas con los "sujetos" y en el proceso aprendimos más sobre cómo
deseaban presentarse. Lo notable era que la serie de controversias éticas,
prácticas y filosóficas originadas en esta investigación dialógica, repetían aquellas
que había afrontado en mi trabajo en las comunidades aborígenes. Se requería
sensibilidad cultural, debían respetarse las confidencias y había espacios que las
mujeres consideraban propios. Al escuchar mis grabaciones, me impresionan los
cambios lingüísticos en tono y contenido cuando los hombres eran introducidos en
estos temas. Se creó un humor distintivo sobre referencias de experiencias
compartidas; y sí, tener hijos facilitó a la hora de hablar sobre concepción: una
mujer se refería al momento de cada uno de sus ocho hijos. Los relatos que
grabamos tenían un matiz sincero, íntimo y rico. Contar las historias fue
informativo, catártico e indulgente.

Todos los dilemas de ser una antropóloga local, se combinaron cuando me


pidieron escribir el volumen sobre las mujeres en Australia para celebrar el
bicentenario en 1988 (Bell 1987, en prensa b). Exploré la diversidad por medio de
los asistentes mismos y nuestras "rebanadas" incluían mujeres de la ciudad y el
campo, recién llegadas y habitantes originales, clase obrera y acomodada,
jóvenes y ancianas. No me propuse crear una muestra "representativa".
Sospechaba que tales aproximaciones reflejan las experiencias masculinas. Me
animó darme cuenta de que en la base de datos que creamos, se mencionaba

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cada "hecho" importante de la historia australiana de la post federación. También
había un gran correlato de detalles como nivel de educación, elección de carrera,
estado civil y país de nacimiento, con los perfiles estadísticos de la población
australiana.
¿ Me encontraba "demasiado cerca" como para ser capaz de hacer
antropología?. Muchas de las mujeres habían llevado vidas muy diferentes a la
mía y recién cuando la base de datos fue establecida, pude comenzar a realizar
un análisis de los símbolos destacados de la cultura de las mujeres. Había rituales
femeninos que surgían de los datos que, como miembro de la sociedad no habría
considerado, pero que como antropóloga reconocí. Aquellos concernientes a la
menstruación eran particularmente importantes porque una mujer tras otra nos
ofrecía mitologías folklóricas similares, mientras que siempre se había insistido
con que eso era un tema privado. Mi técnica para trazar los contornos de la cultura
femenina era seguir la trayectoria de la transmisión de objetos de una generación
a la siguiente y eso permitía hacer un análisis de la estructura social y de los
sistemas de parentesco. Podría escribir sobre la manera en que las transmisiones
de las mujeres en general subvierten y se burlan de los derechos patriarcales de la
propiedad y las líneas de parentesco. La etnografía trazaba un mapa de lo
mundano encontrando estructura en lo idiosincrático, buscando las maneras de
leer lo conocido e imprimiendo estas reflexiones privadas en la conciencia pública
de la sociedad en la cual crecí.
Tenía una cadena de responsabilidad para con mis editores, la Autoridad
Australiana del Bicentenario, mis asistentes de investigación, el fotógrafo y las
mujeres cuyas vidas habían creado la base de datos para el libro. Fue un
experimento interdisciplinario en investigación dialógica y multivocalidad con
todos los horrores y revelaciones que lo acompañaron. Creo que la metodología
promete. Ann Moyal (1989) ya la utilizó en su investigación sobre el uso que hacen
las australianas del teléfono. Lo que sigue gustando y alentándome de ese
proyecto es la correspondencia entre las mujeres que participaron, sus familias y
los experimentos de otras mujeres intentando escribir sobre sus vidas.

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Quienes se oponían a la idea de que una etnografía centrada en la mujer
pudiera ser una etnografía válida, consideraron que mi trabajo habría sido más
"equilibrado" si hubiera trabajado también con hombres. Recibido el consejo, no
obstante, trabajé con hombres, en los tres campos pero lo hice como mujer. En el
trabajo sobre la cultura de las australianas descubrí mucho sobre el conocimiento
masculino a propósito de la transmisión de objetos de una generación de mujeres
a la siguiente. Muchas veces rechazan su ignorancia recordando una frase de mi
trabajo de campo sobre aborígenes: "eso es asunto de mujeres". En mi trabajo en
las comunidades aborígenes, no ignoré a los hombres, simplemente no privilegié
sus experiencias en el ámbito religioso. Sabían que había tenido acceso al mundo
ritual de las mujeres y que respetaba las fronteras del conocimiento y no pasaría al
territorio masculino. Trabajé con hombres en genealogías, en afiliaciones del país,
en la ubicación de sitios sagrados y asociaciones mitológicas, en la organización
social y local, en los arreglos de disputas y la resolución de conflictos. Los
hombres senior a veces me pedían estar presente en ciertos intercambios
ceremoniales y respondían a mis preguntas de buena gana, sobre todo cuando
tenían que ver con los derechos de la tierra y el registro de sitios sagrados. En esa
época aprendí a buscar información sin ofender. A veces mi estilo indirecto se
volvería un juego, especialmente con hombres que se situaban en la relación de
padre o suegro y con quienes podíamos expresar afecto en nuestros intercambios.

YENDO AL CAMPO PERMANECIENDO EN MI PAÍS

Escucho con interés cuando mis colegas explican cómo tienen algunas
publicaciones que son disponibles localmente y otras que son principalmente para
el consumo de sus colegas. Tal distinción es un lujo raro que disfrutan los
australianos que trabajan con aborígenes. La ética en la investigación y la
publicación son primordiales, introduciéndose un grado de auto censura y
restricción. En verdad, los antropólogos que trabajan en pueblos "remotos" ahora
enfrentan el escrutinio, pero en el exterior una puede construir un rol de
trabajadora de campo que pueda tanto mezclarse como contrastar con las
expectativas de género locales. En nuestro país, a los impedimentos aplicados a
las mujeres se suman los de la situación de campo.

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Hay una larga tradición de mujeres realizando trabajo de campo en su país,
la mayoría con minorías exóticas, pero también con sub-culturas de la sociedad
dominante (Dube 1975; Powdermaker 1966). Desde fines de los ochenta hasta
principios de los noventa ha habido un resurgimiento del interés en aplicar modas
antropológicas de investigación y análisis a la cultura de uno (ver Ginsburg 1989).
Lo que distingue este momento de los anteriores es la sofisticación del discurso
con respecto al otro exótico, la crítica de la antropología como cómplice en el
encuentro colonial y las voces, en general enojadas, de profesionales indígenas.
Lo que permanece constante es la resistencia para escudriñar el género (Clifford y
Marcus 1986).
En este artículo he construído artificialmente tres momentos con el
propósito de hablar sobre los campos generizados, pero en realidad están
superpuestos. Examinar las relaciones entre indígenas y el estado se ha vuelto
parte de nuestro stock antropológico a tratar. La pregunta acerca de explorar los
puntos de articulación entre un estado generizado y el privilegio masculino dentro
de la academia, o entre una base masculinista en la demarcación de los derechos
y la estructuración de las instituciones de movimientos de auto-determinación, es
un paso que la disciplina, activistas feministas y políticos deben tomar con firmeza.
En Australia eso es particularmente difícil porque el campo es muy pequeño y las
personas con quienes uno interactúa pertenecen a muchos sectores distintos.
Para un antropólogo autóctono, los "nativos" del campo son los lectores de las
publicaciones y también los ciudadanos compañeros de uno. Publicar una crítica
de las prácticas misóginas de los power-brokers y de los políticos constituye un
diferente tipo de amenaza sobre el "ahí" estando "aquí".
Trabajar con una población minoritaria dentro de mi propio país tiene
muchas ventajas prácticas las cuales ahora son difíciles de mantener alejadas de
mis políticas feministas. Trabajar en casa es menos glamoroso y es más difícil ser
tomada en serio, especialmente siendo mujer. Si no se es capaz de tomar
distancia, los supuestos que hay en el propio país sobre las mujeres, no son
reconsiderados al ingresar al campo, sino simplemente transportados. Nuestra
ubicación dentro de la sociedad que estudiamos es expresada en términos de la

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ubicación dentro de la sociedad propia; es decir que la biografía, políticas y
relaciones de uno se vuelven parte de la construcción del campo. Para las mujeres
y, más especialmente para una feminista, las consecuencias de estar siempre
"ahí" me llevaron a ver la interdependencia entre las críticas feministas del estado,
las teorías que consideran los puntos de vista y la etnografía feminista (ver Bell
1992). Sólo en los últimos años aquellos que estaban interesados en cuestiones
centradas en las mujeres y en el conocimiento generizado comenzaron a
desarrollar un meta-discurso que sostiene la promesa que momentos de "verdad"
en el campo pueden volverse señales legítimas en el ámbito etnográfico.

RECONOCIMIENTOS

Agradezco a Pat Caplan por sus comentarios en un borrador temprano de


este capítulo, a Genevieve Bell por las fuentes y a Kristin Waters por nuestras
conversaciones continuas sobre epistemología feminista.

REFERENCIAS

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