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Magisterio sobre la cultura 1

Dossier bibliográfico

CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral “Gaudium et spes”

EL SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL


Introducción
53. Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no
es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se
trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallen unidas estrechísimamente.
Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y
desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe
terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como
en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a
través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y
aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano.
De aquí se sigue que la cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social y que
la palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se
habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escala de valor diferentes
encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de
practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las
ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio propio
de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un medio histórico determinado,
en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para promover
la civilización humana.
Sección I.- La situación de la cultura en el mundo actual
Nuevos estilos de vida
54. Las circunstancia de vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado
profundamente, tanto que se puede hablar con razón de una nueva época de la historia humana. Por
ello, nuevos caminos se han abierto para perfeccionar la cultura y darle una mayor expansión.
Caminos que han sido preparados por el ingente progreso de las ciencias naturales y de las humanas,
incluidas las sociales; por el desarrollo de la técnica, y también por los avances en el uso y recta
organización de los medios que ponen al hombre en comunicación con los demás. De aquí
provienen ciertas notas características de la cultura actual: Las ciencias exactas cultivan al máximo
el juicio crítico; los más recientes estudios de la psicología explican con mayor profundidad la
actividad humana; las ciencias históricas contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo el aspecto
de su mutabilidad y evolución; los hábitos de vid ay las costumbres tienden a uniformarse más y
más; la industrialización, la urbanización y los demás agentes que promueven la vida comunitaria
crean nuevas formas de cultura (cultura de masas), de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar
y descansar; al mismo tiempo, el creciente intercambio entre las diversas naciones y grupos sociales
descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud los tesoros de las diferentes formas de cultura,
y así poco a poco se va gestando una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y
expresa la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de las diversas
culturas.
El hombre, autor de la cultura
55. Cada día es mayor el número de los hombres y mujeres, de todo grupo o nación, que tienen
conciencia de que son ellos los autores y promotores de la cultura de su comunidad. En todo el
mundo crece más y más el sentido de la autonomía y al mismo tiempo de la responsabilidad, lo cual
tiene enorme importancia para la madurez espiritual y moral del género humano. Esto se ve más
claro si fijamos la mirada en la unificación del mundo y en la tarea que se nos impone de edificar
un mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esta manera somos testigos de que está naciendo
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un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad


hacia sus hermanos y ante la historia.
Dificultades y tareas actuales en este campo
56. En esta situación no hay que extrañarse de que el hombre, que siente su responsabilidad en
orden al progreso de la cultura, alimente una más profunda esperanza, pero al mismo tiempo note
con ansiedad las múltiples antinomias existentes, que él mismo debe resolver:
¿Qué debe hacerse para que la intensificación de las relaciones entre las culturas, que debería llevar
a un verdadero y fructuoso diálogo entre los diferentes grupos y naciones, no perturbe la vida de
las comunidades, no eche por tierra la sabiduría de los antepasados ni ponga en peligro el genio
propio de los pueblos?
¿De qué forma hay que favorecer el dinamismo y la expansión de la nueva cultura sin que perezca
la fidelidad viva a la herencia de las tradiciones? Esto es especialmente urgente allí donde la cultura,
nacida del enorme progreso de la ciencia y de la técnica se ha de compaginar con el cultivo del
espíritu, que se alimenta, según diversas tradiciones, de los estudios clásicos.
¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de las disciplinas científicas puede armonizarse con la
necesidad de formar su síntesis y de conservar en los hombres la facultades de la contemplación y
de la admiración, que llevan a la sabiduría?
¿Qué hay que hacer para que todos los hombres participen de los bienes culturales en el mundo, si
al mismo tiempo la cultura de los especialistas se hace cada vez más inaccesible y compleja?
¿De qué manera, finalmente, hay que reconocer como legítima la autonomía que reclama para sí la
cultura, sin llegar a un humanismo meramente terrestre o incluso contrario a la misma religión?
En medio de estas antinomias se ha de desarrollar hoy la cultura humana, de tal manera que cultive
equilibradamente a la persona humana íntegra y ayude a los hombres en las tareas a cuyo
cumplimiento todos, y de modo principal los cristianos, están llamados, unidos fraternalmente en
una sola familia humana.
Sección 2.- Algunos principios para la sana promoción de la cultura
La fe y la cultura
57. Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo
cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la importancia de la misión que les
incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano. En realidad,
el misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con
más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a
la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre.
El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de los recursos técnicos
cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser morada digna de toda la familia humana y
cuando conscientemente asume su parte en la vida de los grupos sociales, cumple personalmente el
plan mismo de Dios, manifestado a la humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra
y perfeccionar la creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún, obedece al gran
mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos.
Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes disciplinas de la filosofía, la historia, las
matemáticas y las ciencias naturales y se dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la
familia humana se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el bien y la belleza y al juicio del
valor universal, y así sea iluminada mejor por la maravillosa Sabiduría, que desde siempre estaba
con Dios disponiendo todas las cosas con El, jugando en el orbe de la tierra y encontrando sus
delicias en estar entre los hijos de los hombres.
Con todo lo cual es espíritu humano, más libre de la esclavitud de las cosas, puede ser elevado con
mayor facilidad al culto mismo y a la contemplación del Creador. Más todavía, con el impulso de
la gracia se dispone a reconocer al Verbo de Dios, que antes de hacerse carne para salvarlo todo y
recapitular todo en El, estaba en el mundo como luz verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).
Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su método, no
pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y
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agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón
como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado
con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más
altas.
Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la cultura
contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer los valores positivos de ésta.
Entre tales valores se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las
investigaciones científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido
de la solidaridad internacional, la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad de los
peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad de lograr condiciones de vida más
aceptables para todos, singularmente para los que padecen privación de responsabilidad o
indigencia cultural. Todo lo cual puede aportar alguna preparación para recibir el mensaje del
Evangelio, la cual puede ser informada con la caridad divina por Aquel que vino a salvar el mundo.
Múltiples conexiones entre la buena nueva de Cristo y la cultura
58. Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios,
en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado,
habló según los tipos de cultura propios de cada época.
De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la historia en variedad de
circunstancias, ha empleado los hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el
mensaje de Cristo en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo con mayor
profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en la vida de la multiforme
comunidad de los fieles.
Pero al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones,
no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular
de vida, a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de
la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura;
comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y las diferentes culturas.
La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre, caído, combate
y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva
incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas
las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida,
perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo
mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre
en la libertad interior.
Hay que armonizar diferentes valores en el seno de las culturas
59. Por las razones expuestas, la Iglesia recuerda a todos que la cultura debe estar subordinada a la
perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera.
Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración,
de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el
sentido religioso, moral y social.
Porque la cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del hombre, tiene
siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar
según sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respeto y goza de una cierta
inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo los derechos de la persona y de la sociedad,
particular o mundial, dentro de los límites del bien común.
El sagrado Sínodo, recordando lo que enseñó el Concilio Vaticano I, declara que "existen dos
órdenes de conocimiento" distintos, el de la fe y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que "las
artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su propio método..., cada una
en su propio campo", por lo cual, "reconociendo esta justa libertad", la Iglesia afirma la autonomía
legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.
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Todo esto pide también que el hombre, salvados el orden moral y la común utilidad, pueda
investigar libremente la verdad y manifestar y propagar su opinión, lo mismo que practicar
cualquier ocupación, y, por último, que se le informe verazmente acerca de los sucesos públicos.
A la autoridad pública compete no el determinar el carácter propio de cada cultura, sino el fomentar
las condiciones y los medios para promover la vida cultural entre todos aun dentro de las minorías
de alguna nación. Por ello hay que insistir sobre todo en que la cultura, apartada de su propio fin,
no sea forzada a servir al poder político o económico.

Sección 3.- Algunas obligaciones más urgentes de los cristianos respecto a la cultura
El reconocimiento y ejercicio efectivo del derecho personal a la cultura
60. Hoy día es posible liberar a muchísimos hombres de la miseria de la ignorancia. Por ello, uno
de los deberes más propios de nuestra época, sobre todo de los cristianos, es el de trabajar con
ahínco para que tanto en la economía como en la política, así en el campo nacional como en el
internacional, se den las normas fundamentales para que se reconozca en todas partes y se haga
efectivo el derecho a todos a la cultura, exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza,
sexo, nacionalidad, religión o condición social. Es preciso, por lo mismo, procurar a todos una
cantidad suficiente de bienes culturales, principalmente de los que constituyen la llamada cultura
"básica", a fin de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su ignorancia y por
su falta de iniciativa, de prestar su cooperación auténticamente humana al bien común.
Se debe tender a que quienes están bien dotados intelectualmente tengan la posibilidad de llegar a
los estudios superiores; y ello de tal forma que, en la medida de lo posible, puedan desempeñar en
la sociedad las funciones, tareas y servicios que correspondan a su aptitud natural y a la competencia
adquirida. Así podrán todos los hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo alcanzar el
pleno desarrollo de su vida cultural de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones.
Es preciso, además, hacer todo lo posible para que cada cual adquiera conciencia del derecho que
tiene a la cultura y del deber que sobre él pesa de cultivarse a sí mismo y de ayudar a los demás.
Hay a veces situaciones en la vida laboral que impiden el esfuerzo de superación cultural del
hombre y destruyen en éste el afán por la cultura. Esto se aplica de modo especial a los agricultores
y a los obreros, a los cuales es preciso procurar tales condiciones de trabajo, que, lejos de impedir
su cultura humana, la fomenten. Las mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, pero es
conveniente que puedan asumir con plenitud su papel según su propia naturaleza. Todos deben
contribuir a que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida
cultural.
La educación para la cultura íntegra del hombre
61. Hoy día es más difícil que antes sintetizar las varias disciplinas y ramas del saber. Porque, al
crecer el acervo y la diversidad de elementos que constituyen la cultura, disminuye al mismo tiempo
la capacidad de cada hombre para captarlos y armonizarlos orgánicamente, de forma que cada vez
se va desdibujando más la imagen del hombre universal. Sin embargo, queda en pie para cada
hombre el deber de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan los valores
de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y
han sido sanados y elevados maravillosamente en Cristo.
La madre nutricia de esta educación es ante todo la familia: en ella los hijos, en un clima de amor,
aprenden juntos con mayor facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se
imprimen de modo como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a
medida que van creciendo.
Para esta misma educación las sociedades contemporáneas disponen de recursos que pueden
favorecer la cultura universal, sobre todo dada la creciente difusión del libro y los nuevos medios
de comunicación cultural y social. Pues con la disminución ya generalizada del tiempo de trabajo
aumentan para muchos hombres las posibilidades. Empléense los descansos oportunamente para
distracción del ánimo y para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo, ya sea entregándose a
actividades o a estudios libres, ya a viajes por otras regiones (turismo), con los que se afina el
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espíritu y los hombres se enriquecen con el mutuo conocimiento; ya con ejercicios y


manifestaciones deportivas, que ayudan a conservar el equilibrio espiritual, incluso en la
comunidad, y a establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y
razas. Cooperen los cristianos también para que las manifestaciones y actividades culturales
colectivas, propias de nuestro tiempo, se humanicen y se impregnen de espíritu cristiano.
Todas estas posibilidades no pueden llevar la educación del hombre al pleno desarrollo cultural de
sí mismo, si al mismo tiempo se descuida el preguntarse a fondo por el sentido de la cultura y de la
ciencia para la persona humana.
Acuerdo entre la cultura humana y la educación cristiana
62. Aunque la Iglesia ha contribuido mucho al progreso de la cultura, consta, sin embargo, por
experiencia que por causas contingentes no siempre se ve libre de dificultades al compaginar la
cultura con la educación cristiana.
Estas dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe; por el contrario, pueden estimular la
mente a una más cuidadosa y profunda inteligencia de aquélla. Puesto que los más recientes
estudios y los nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía suscitan problemas
nuevos que traen consigo consecuencias prácticas e incluso reclaman nuevas investigaciones
teológicas. Por otra parte, los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia
sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los
hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra
cosa es el modo de formularlas conservando el mismo sentido y el mismo significado. Hay que
reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino
también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología,
llevando así a los fieles y una más pura y madura vida de fe.
También la literatura y el arte son, a su modo, de gran importancia para la vida de la Iglesia. En
efecto, se proponen expresar la naturaleza propia del hombre, sus problemas y sus experiencias en
el intento de conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de superarse; se esfuerzan por descubrir la
situación del hombre en la historia y en el universo, por presentar claramente las miserias y las
alegrías de los hombres, sus necesidades y sus recurso, y por bosquejar un mejor porvenir a la
humanidad. Así tienen el poder de elevar la vida humana en las múltiples formas que ésta reviste
según los tiempos y las regiones.
Por tanto, hay que esforzarse para los artistas se sientan comprendidos por la Iglesia en sus
actividades y, gozando de una ordenada libertad, establezcan contactos más fáciles con la
comunidad cristiana. También las nuevas formas artísticas, que convienen a nuestros
contemporáneos según la índole de cada nación o región, sean reconocidas por la Iglesia. Recíbanse
en el santuario, cuando elevan la mente a Dios, con expresiones acomodadas y conforme a las
exigencias de la liturgia.
De esta forma, el conocimiento de Dios se manifiesta mejor y la predicación del Evangelio resulta
más transparente a la inteligencia humana y aparece como embebida en las condiciones de su vida.
Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres de su tiempo y esfuércense por
comprender su manera de pensar y de sentir, cuya expresión es la cultura. Compaginen los
conocimientos de las nuevas ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos con la
moral cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para que la cultura religiosa y la rectitud
de espíritu de las ciencias y de los diarios progresos de la técnica; así se capacitarán para examinar
e interpretar todas las cosas con íntegro sentido cristiano.
Los que se dedican a las ciencias teológicas en los seminarios y universidades, empéñense en
colaborar con los hombres versados en las otras materias, poniendo en común sus energías y puntos
de vista. la investigación teológica siga profundizando en la verdad revelada sin perder contacto
con su tiempo, a fin de facilitar a los hombres cultos en los diversos ramos del saber un más pleno
conocimiento de la fe. Esta colaboración será muy provechosa para la formación de los ministros
sagrados, quienes podrán presentar a nuestros contemporáneos la doctrina de la Iglesia acerca de
Dios, del hombre y del mundo, de forma más adaptada al hombre contemporáneo y a la vez más
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gustosamente aceptable por parte de ellos. Más aún, es de desear que numerosos laicos reciban una
buena formación en las ciencias sagradas, y que no pocos de ellos se dediquen ex profeso a estos
estudios y profundicen en ellos. Pero para que puedan llevar a buen término su tarea debe
reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y de
hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los ampos que son de su competencia.

PAULO VI, Exhortación apostólica “Evangelii nuntiandi”

II. ¿QUÉ ES EVANGELIZAR?


Complejidad de la acción evangelizadora
17. En la acción evangelizadora de la Iglesia, entran a formar parte ciertamente algunos elementos y aspectos
que hay que tener presentes. Algunos revisten tal importancia que se tiene la tendencia a identificarlos
simplemente con la evangelización. De ahí que se haya podido definir la evangelización en términos de
anuncio de Cristo a aquellos que lo ignoran, de predicación, de catequesis, de bautismo y de administración
de los otros sacramentos.
Ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la
evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla. Resulta imposible comprenderla
si no se trata de abarcar de golpe todos sus elementos esenciales.
Estos elementos insistentemente subrayados a lo largo del reciente Sínodo siguen siendo profundizados con
frecuencia, en nuestros días, bajo la influencia del trabajo sinodal. Nos alegramos de que, en el fondo, sean
situados en la misma línea de los que nos ha transmitido el Concilio Vaticano II, sobre todo en Lumen
gentium, Gaudium et spes, Ad gentes.
Renovación de la humanidad...
18. Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con
su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las
cosas" (46). Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la
novedad del bautismo (47) y de la vida según el Evangelio (48). La finalidad de la evangelización es por
consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia
evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama (49), trata de convertir al mismo
tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos,
su vida y ambiente concretos.
... y de sectores de la humanidad
19. Sectores de la humanidad que se transforman: para la Iglesia no se trata solamente de predicar el
Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar
y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de
interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están
en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación.
Evangelización de las culturas
20. Posiblemente, podríamos expresar todo esto diciendo: lo que importa es evangelizar —no de una manera
decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la
cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes
(50), tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las
personas entre sí y con Dios.
El Evangelio y, por consiguiente, la evangelización no se identifican ciertamente con la cultura y son
independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido
por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del reino no puede por menos de
tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas,
Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a
todas sin someterse a ninguna.
La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en
otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la
cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva.
Pero este encuentro no se llevará a cabo si la Buena Nueva no es proclamada.
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JUAN PABLO II, Exhortación apostólica “Cathequesi Tradendæ”

Encarnación del mensaje en las culturas


53. Abordo ahora una segunda cuestión. Como decía recientemente a los miembros de la Comisión bíblica,
«el término "aculturación" o "inculturación", además de ser un hermoso neologismo, expresa muy bien uno
de los componentes del gran misterio de la Encarnación».(94) De la catequesis como de la evangelización en
general, podemos decir que está llamada a llevar la fuerza del evangelio al corazón de la cultura y de las
culturas. Para ello, la catequesis procurará conocer estas culturas y sus componentes esenciales; aprenderá
sus expresiones más significativas, respetará sus valores y riquezas propias. Sólo así se podrá proponer a tales
culturas el conocimiento del misterio oculto(95) y ayudarles a hacer surgir de su propia tradición viva
expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristianos. Se recordará a menudo dos cosas:
por una parte, el Mensaje evangélico no se puede pura y simplemente aislarlo de la cultura en la que está
inserto desde el principio (el mundo bíblico y, más concretamente, el medio cultural en el que vivió Jesús de
Nazaret); ni tampoco, sin graves pérdidas, podrá ser aislado de las culturas en las que ya se ha expresado a
lo largo de los siglos; dicho Mensaje no surge de manera espontánea en ningún «humus» cultural; se transmite
siempre a través de un diálogo apostólico que está inevitablemente inserto en un cierto diálogo de culturas;
por otra parte, la fuerza del Evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora. Cuando penetra una
cultura ¿quién puede sorprenderse de que cambien en ella no pocos elementos? No habría catequesis si fuese
el Evangelio el que hubiera de cambiar en contacto con las culturas.
En ese caso ocurría sencillamente lo que san Pablo llama, con una expresión muy fuerte, «reducir a nada la
cruz de Cristo».(96)
Otra cosa sería tomar como punto de arranque, con prudencia y discernimiento, elementos —religiosos o de
otra índole— que forman parte del patrimonio cultural de un grupo humano para ayudar a las personas a
entender mejor la integridad del misterio cristiano. Los catequistas auténticos saben que la catequesis «se
encarna» en las diferentes culturas y ambientes: baste pensar en la diversidad tan grande de los pueblos, en
los jóvenes de nuestro tiempo, en las circunstancias variadísimas en que hoy día se encuentran las gentes;
pero no aceptan que la catequesis se empobrezca por abdicación o reducción de su mensaje, por adaptaciones,
aun de lenguaje, que comprometan el «buen depósito» de la fe,(97) o por concesiones en materia de fe o de
moral; están convencidos de que la verdadera catequesis acaba por enriquecer a esas culturas, ayudándolas a
superar los puntos deficientes o incluso inhumanos que hay en ellas y comunicando a sus valores legítimos
la plenitud de Cristo.(98)

JUAN PABLO II, Carta encíclica “Redemptoris missio”

Encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos

52. Al desarrollar su actividad misionera entre las gentes, la Iglesia encuentra diversas culturas y se ve
comprometida en el proceso de inculturación. Es ésta una exigencia que ha marcado todo su camino histórico,
pero hoy es particularmente aguda y urgente.
El proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos requiere largo tiempo: no se trata de una
mera adaptación externa, ya que la inculturación « significa una íntima transformación de los auténticos
valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas
culturas ».85 Es, pues, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexión
y la praxis de la Iglesia. Pero es también un proceso difícil, porque no debe comprometer en ningún modo
las características y la integridad de la fe cristiana.
Por medio de la inculturación la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo,
introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; 86 transmite a las mismas sus propios
valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro. 87 Por su parte, con la
inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión.
Gracias a esta acción en las Iglesias locales, la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores
en los diferentes sectores de la vida cristiana, como la evangelización, el culto, la teología, la caridad; conoce
y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación. Estos temas,
presentes en el Concilio y en el Magisterio posterior, los he afrontado repetidas veces en mis visitas pastorales
a las Iglesias jóvenes.88
Magisterio sobre la cultura 8

La inculturación es un camino lento que acompaña toda la vida misionera y requiere la aportación de los
diversos colaboradores de la misión ad gentes, la de las comunidades cristianas a medida que se desarrollan,
la de los Pastores que tienen la responsabilidad de discernir y fomentar su actuación. 89

53. Los misioneros, provenientes de otras Iglesias y países, deben insertarse en el mundo sociocultural de
aquellos a quienes son enviados, superando los condicionamientos del propio ambiente de origen. Así, deben
aprender la lengua de la región donde trabajan, conocer las expresiones más significativas de aquella cultura,
descubriendo sus valores por experiencia directa. Solamente con este conocimiento los misioneros podrán
llevar a los pueblos de manera creíble y fructífera el conocimiento del misterio escondido (cf. Rom 16, 25-
27; Ef 3, 5). Para ellos no se trata ciertamente de renegar a la propia identidad cultural, sino de comprender,
apreciar, promover y evangelizar la del ambiente donde actúan y, por consiguiente, estar en condiciones de
comunicar realmente con él, asumiendo un estilo de vida que sea signo de testimonio evangélico y de
solidaridad con la gente.
Las comunidades eclesiales que se están formando, inspiradas en el Evangelio, podrán manifestar
progresivamente la propia experiencia cristiana en manera y forma originales, conformes con las propias
tradiciones culturales, con tal de que estén siempre en sintonía con las exigencias objetivas de la misma fe.
A este respecto, especialmente en relación con los sectores de inculturación más delicados, las Iglesias
particulares del mismo territorio deberán actuar en comunión entre si 90 y con toda la Iglesia, convencidas de
que sólo la atención tanto a la Iglesia universal como a las Iglesias particulares las harán capaces de traducir
el tesoro de la fe en la legitima variedad de sus expresiones. 91 Por esto, los grupos evangelizados ofrecerán
los elementos para una « traducción » del mensaje evangélico 92 teniendo presente las aportaciones positivas
recibidas a través de los siglos gracias al contacto del cristianismo con las diversas culturas, sin olvidar los
peligros de alteraciones que a veces se han verificado.93

54. A este respecto, son fundamentales algunas indicaciones. La inculturación, en su recto proceso debe estar
dirigida por dos principios: « la compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a asumir y la comunión
con la Iglesia universal ».94 Los Obispos, guardianes del « depósito de la fe » se cuidarán de la fidelidad y,
sobre todo, del discernimiento,95 para lo cual es necesario un profundo equilibrio; en efecto, existe el riesgo
de pasar acríticamente de una especie de alienación de la cultura a una supervaloración de la misma, que es
un producto del hombre, en consecuencia, marcada por el pecado. También ella debe ser « purificada, elevada
y perfeccionada ».96
Este proceso necesita una gradualidad, para que sea verdaderamente expresión de la experiencia cristiana de
la comunidad: « Será necesaria una incubación del misterio cristiano en el seno de vuestro pueblo —decía
Pablo VI en Kampala—, para que su voz nativa, más límpida y franca, se levante armoniosa en el coro de las
voces de la Iglesia universal ».97 Finalmente, la inculturación debe implicar a todo el pueblo de Dios, no sólo
a algunos expertos, ya que se sabe que el pueblo reflexiona sobre el genuino sentido de la fe que nunca
conviene perder de vista. Esta inculturación debe ser dirigida y estimulada, pero no forzada, para no suscitar
reacciones negativas en los cristianos: debe ser expresión de la vida comunitaria, es decir, debe madurar en
el seno de la comunidad, y no ser fruto exclusivo de investigaciones eruditas. La salvaguardia de los valores
tradicionales es efecto de una fe madura.

JUAN PABLO II, Carta encíclica “Fides et ratio”

70. El tema de la relación con las culturas merece una reflexión específica, aunque no pueda ser exhaustiva,
debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El proceso de encuentro y confrontación con
las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio.
El mandato de Cristo a los discípulos de ir a todas partes «hasta los confines de la tierra» (Hch, 1, 8) para
transmitir la verdad por Él revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad
del anuncio y los obstáculos derivados de la diversidad de las culturas. Un pasaje de la Carta de san Pablo a
los cristianos de Éfeso ofrece una valiosa ayuda para comprender cómo la comunidad primitiva afrontó este
problema. Escribe el Apóstol: «Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos,
habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo
uno, derribando el muro que los separaba» (2, 13-14).
A la luz de este texto nuestra reflexión considera también la transformación que se dio en los Gentiles cuando
llegaron a la fe. Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las barreras que separan las diversas
Magisterio sobre la cultura 9

culturas. La promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un pueblo
concreto, con su lengua y costumbres, sino extendida a todos como un patrimonio del que cada uno puede
libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la
unidad de la familia de los hijos de Dios. Cristo permite a los dos pueblos llegar a ser «uno». Aquellos que
eran «los alejados» se hicieron «los cercanos» gracias a la novedad realizada por el misterio pascual. Jesús
derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación
en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo: «Ya no sois extraños ni
forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19).
En una expresión tan simple está descrita una gran verdad: el encuentro de la fe con las diversas culturas de
hecho ha dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano,
llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia. Por ello,
ofrecen modos diversos de acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre al que
sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia. 94 Como además las culturas evocan
los valores de las tradiciones antiguas, llevan consigo —aunque de manera implícita, pero no por ello menos
real— la referencia a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto precedentemente hablando
de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo
propio del tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y progresos debidos a los
encuentros entre los hombres y a los intercambios recíprocos de sus modelos de vida. Las culturas se
alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y subsistencia proceden de su capacidad de
permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo. ¿Cuál es la explicación de este dinamismo? Cada hombre está
inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura
a la que pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la creación:
su constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda cultura lleva
impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma
la posibilidad de acoger la revelación divina.
La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante
y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada cultura
la verdad inmutable de Dios, revelada por Él en la historia y en la cultura de un pueblo. A lo largo de los
siglos se sigue produciendo el acontecimiento del que fueron testigos los peregrinos presentes en Jerusalén
el día de Pentecostés. Escuchando a los Apóstoles se preguntaban: «¿Es que no son galileos todos estos que
están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos
y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de
Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar
en nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hch 2, 7-11). El anuncio del Evangelio en las diversas culturas,
aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia.
Ello no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe
acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación
en la verdad.
De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en
relación con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en
contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no
conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma
real de liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad
plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son
animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos.
72. El hecho de que la misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no
significa en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto
con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se
abren nuevos cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra generación problemas análogos a los que
la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros siglos.
Mi pensamiento se dirige espontáneamente a las tierras del Oriente, ricas de tradiciones religiosas y
filosóficas muy antiguas. Entre ellas, la India ocupa un lugar particular. Un gran movimiento espiritual lleva
el pensamiento indio a la búsqueda de una experiencia que, liberando el espíritu de los condicionamientos
del tiempo y del espacio, tenga valor absoluto. En el dinamismo de esta búsqueda de liberación se sitúan
grandes sistemas metafísicos.
Magisterio sobre la cultura 10

Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio los elementos
compatibles con su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta obra de discernimiento,
que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra aetate, tendrán en cuenta varios criterios. El
primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las
culturas más diversas. El segundo, derivado del primero, consiste en que cuando la Iglesia entra en contacto
con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la
inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio
providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia. Este criterio, además,
vale para la Iglesia de cada época, también para la del mañana, que se sentirá enriquecida por los logros
alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y encontrará en este patrimonio nuevas
indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con las culturas que la humanidad hará florecer en su camino
hacia el futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo específico y original
del pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse
en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano.
Lo que se ha dicho aquí de la India vale también para el patrimonio de las grandes culturas de la China, el
Japón y de los demás países de Asia, así como para las riquezas de las culturas tradicionales de África,
transmitidas sobre todo por vía oral.

JUAN PABLO II, Discursos

A la UNESCO, en París, 2 de junio de 1980

6. Genus humanum arte et ratione vivit (cf. Santo Tomás, comentando a Aristóteles, en Post. Analyt., núm.
1). Estas palabras de uno de los más grandes genios del cristianismo, que fue al mismo tiempo un fecundo
continuador del pensamiento antiguo, nos hacen ir más allá del círculo y de la significación contemporánea
de la cultura occidental, sea mediterránea o atlántica. Tienen una significación aplicable al conjunto de la
humanidad en la que se encuentran las diversas tradiciones que constituyen su herencia espiritual y las
diversas épocas de su cultura. La significación esencial de la cultura consiste, según estas palabras de Santo
Tomás de Aquino, en el hecho de ser una característica de la vida humana como tal. El hombre vive una vida
verdaderamente humana gracias a la cultura. La vida humana es cultura también en el sentido de que el
hombre, a través de ella, se distingue y se diferencia de todo lo demás que existe en el mundo visible: el
hombre no puede prescindir de la cultura.
La cultura es un modo específico del “existir” y del “ser” del hombre. El hombre vive siempre según una
cultura que le es propia, y que, a su vez crea entre los hombres un lazo que les es también propio,
determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana. En la unidad de la cultura como
modo propio de la existencia humana, hunde sus raíces al mismo tiempo la pluralidad de culturas en cuyo
seno vive el hombre. El hombre se desarrolla en esta pluralidad, sin perder, sin embargo, el contacto esencial
con la unidad de la cultura, en tanto que es dimensión fundamental y esencial de su existencia y de su ser.
7. El hombre, que en el mundo visible, es el único sujeto óntico de la cultura, es también su único objeto y
su término. La cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, “es”
más, accede más al “ser”. En esto encuentra también su fundamento la distinción capital entre lo que el
hombre es y lo que tiene, entre el ser y el tener. La cultura se sitúa siempre en relación esencial y necesaria a
lo que el hombre es, mientras que la relación a lo que el hombre tiene, a su “tener”, no sólo es secundaria,
sino totalmente relativa. Todo el “tener” del hombre no es importante para la cultura, ni es factor creador de
cultura, sino en la medida en que el hombre, por medio de su “tener”, puede al mismo tiempo “ser” más
plenamente como hombre, llegar a ser más plenamente hombre en todas las dimensiones de su existencia, en
todo lo que caracteriza su humanidad. La experiencia de las diversas épocas, sin excluir la presente, demuestra
que se piensa en la cultura y se habla de ella principalmente en relación con la naturaleza del hombre, y
luego solamente de manera secundaria e indirecta en relación con el mundo de sus productos. Todo esto no
impide, por otra parte, que juzguemos el fenómeno de la cultura a partir de lo que el hombre produce, o que
de esto saquemos conclusiones acerca del hombre. Un procedimiento semejante —modo típico del proceso
de conocimiento “a posteriori”— contiene en sí mismo la posibilidad de remontar, en sentido inverso, hacia
las dependencias ónticocausales. El hombre, y sólo el hombre, es “autor”, o “artífice” de la cultura; el hombre,
y sólo el hombre, se expresa en ella y en ella encuentra su propio equilibrio.
Magisterio sobre la cultura 11

8. Todos los aquí presentes nos encontramos en el terreno de la cultura, realidad fundamental que nos une y
que está en la base del establecimiento y de las finalidades de la UNESCO. Por este mismo hecho nos
encontramos en torno al hombre y, en un cierto sentido, en él, en el hombre. Este hombre, que se expresa en
y por la cultura y es objeto de ella, es único, completo e indivisible. Es a la vez sujeto y artífice de la cultura.
Según esto no se le puede considerar únicamente como resultante de todas las condiciones concretas de su
existencia, como resultante —por no citar más que un ejemplo— de las relaciones de producción que
prevalecen en una época determinada. ¿No sería entonces, de alguna manera, este criterio de las relaciones
de producción una clave para la comprensión de la historicidad del hombre, para la comprensión de su cultura
y de las múltiples formas de su desarrollo? Ciertamente, este criterio constituye una clave, e incluso una clave
preciosa, pero no la clave fundamental constitutiva. Las culturas humanas reflejan, sin duda, los diversos
sistemas de relaciones de producción; sin embargo, no es tal o tal sistema lo que está en el origen de la cultura,
sino el hombre, el hombre que vive en el sistema, que lo acepta o que intenta cambiarlo. No se puede pensar
una cultura sin subjetividad humana y sin causalidad humana; sino que, en el campo de la cultura, el hombre
es siempre el hecho primero: el hombre es el hecho primordial y fundamental de la cultura.
Y esto lo es el hombre siempre en su totalidad: en el conjunto integral de su subjetividad espiritual y material.
Si, en función del carácter y del contenido de los productos en los que se manifiesta la cultura, es pertinente
la distinción entre cultura espiritual y cultura material, es necesario constatar al mismo tiempo que, por una
parte, las obras de la cultura material hacen aparecer siempre una “espiritualización” de la materia, una
sumisión del elemento material a las fuerzas espirituales del hombre, es decir, a su inteligencia y a su
voluntad, y que, por otra parte, las obras de la cultura espiritual manifiestan, de forma específica, una
“materialización” del espíritu, una encarnación de lo que es espiritual. Parece que, en las obras culturales,
esta doble característica es igualmente primordial y permanente.
Así, pues, a modo de conclusión teórica, ésta es una base suficiente para comprender la cultura a través del
hombre integral, a través de toda la realidad de su subjetividad. Esta es también, en el campo del obrar, la
base suficiente para buscar siempre en la cultura al hombre integral, al hombre todo entero, en toda la verdad
de su subjetividad espiritual y corporal; la base suficiente para no superponer a la cultura —sistema
auténticamente humano, síntesis espléndida del espíritu y del cuerpo— divisiones y oposiciones
preconcebidas. En efecto, ni una absolutización de la materia en la estructura del sujeto humano o,
inversamente, una absolutización del espíritu en esta misma estructura, expresan la verdad del hombre ni
prestan servicio alguno a su cultura.
9. Querría detenerme aquí en otra consideración esencial, en una realidad de orden muy distinto. Podemos
abordarla haciendo notar que la Santa Sede está representada en la UNESCO por su Observador permanente,
cuya presencia se sitúa en la perspectiva de la naturaleza misma de la Sede Apostólica. Esta presencia está
en consonancia, en un sentido aún más amplio, con la naturaleza y misión de la Iglesia católica e,
indirectamente, con la de todo el cristianismo. Aprovecho la oportunidad que se me ofrece hoy para expresar
una convicción personal profunda. La presencia de la Sede Apostólica ante vuestra Organización —aunque
motivada también por la soberanía específica de la Santa Sede— encuentra su razón de ser, por encima de
todo, en la relación orgánica y constitutiva que existe entre la religión en general y el cristianismo en
particular, por una parte, y la cultura, por otra. Esta relación se extiende a las múltiples realidades que es
preciso definir como expresiones concretas de la cultura en las diversas épocas de la historia y en todos los
puntos del globo. Ciertamente no será exagerado afirmar en particular que, a través de una multitud de hechos,
Europa toda entera —del Atlántico a los Urales— atestigua, en la historia de cada nación y en la de la
comunidad entera, la relación entre la cultura y el cristianismo.
Al recordar esto, no quiero disminuir de ninguna manera la herencia de los otros continentes, ni la
especificidad y el valor de esta misma herencia que deriva de otras fuentes de inspiración religiosa,
humanista y ética. Al contrario deseo rendir el más profundo y sincero homenaje a todas las culturas del
conjunto de la familia humana, desde las más antiguas a las que nos son contemporáneas. Teniendo presentes
todas las culturas, quiero decir en voz alta aquí, en París, en la sede de la UNESCO, con respeto y admiración:
“¡He aquí al hombre!”. Quiero proclamar mi admiración ante la riqueza creadora del espíritu humano, ante
sus esfuerzos incesantes por conocer y afirmar la identidad del hombre: de este hombre que está siempre
presente en todas las formas particulares de la cultura.
10. Sin embargo, al hablar del puesto de la Iglesia y de la Sede Apostólica ante vuestra Organización, no
pienso solamente en todas las obras de la cultura en las que, a lo largo de los dos últimos milenios, se
expresaba el hombre que había aceptado a Cristo y al Evangelio, ni en las instituciones de diversa índole que
nacieron de la misma inspiración en el campo de la educación, de la instrucción, de la beneficencia, de la
asistencia social, y en tantos otros. Pienso sobre todo, señoras y señores, en la vinculación fundamental del
Magisterio sobre la cultura 12

Evangelio, es decir, del mensaje de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad misma. Este
vínculo es efectivamente creador de cultura en su fundamento mismo. Para crear la cultura hay que considerar
íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto
portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro
motivo o razón: ¡únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que
reivindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee. El conjunto de las
afirmaciones que se refieren al hombre pertenece a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión
de la Iglesia, a pesar de todo lo que los espíritus críticos hayan podido declarar sobre este punto, y a pesar de
todo lo que hayan podido hacer las diversas corrientes opuestas a la religión en general, y al cristianismo en
particular.
A lo largo de la historia, hemos sido ya mas de una vez, y lo somos aún, testigos de un proceso, de un
fenómeno muy significativo. Allí donde han sido suprimidas las instituciones religiosas, allí donde se ha
privado de su derecho de ciudadanía a las ideas y a las obras nacidas de la inspiración religiosa, y en particular
de la inspiración cristiana, los hombres encuentran de nuevo esto mismo fuera de los caminos institucionales,
a través de la confrontación que tiene lugar, en la verdad y en el esfuerzo interior, entre lo que constituye su
humanidad y el contenido del mensaje cristiano.
Señoras y señores, perdónenme esta afirmación. Al proponerla, no he querido ofender a nadie en absoluto.
Les ruego que comprendan que, en nombre de lo que yo soy, no podía abstenerme de dar este testimonio. En
él se encierra también esta verdad — que no puede silenciarse — sobre la cultura, si se busca en ella todo lo
que es humano, aquello en lo cual se expresa el hombre o a través de lo cual quiere ser el sujeto de su
existencia. Al hablar de ello, quería manifestar también mi gratitud por los lazos que unen la UNESCO con
la Sede Apostólica, estos lazos de los que mi presencia hoy aquí quiere ser una expresión particular.
11. De todo esto se desprende un cierto número de conclusiones capitales. Las consideraciones que acabo de
hacer, en efecto, ponen de manifiesto que la primera y esencial tarea de la cultura en general, y también de
toda cultura, es la educación. La educación consiste, en efecto, en que el hombre llegue a ser cada vez más
hombre, que pueda “ser” más y no sólo que pueda “tener” más, y que, en consecuencia, a través de todo lo
que “tiene”, todo lo que “posee”, sepa “ser” más plenamente hombre. Para ello es necesario que el hombre
sepa “ser más” no sólo “con los otros”, sino también “para los otros”. La educación tiene una importancia
fundamental para la formación de las relaciones interhumanas y sociales. También aquí abordo un conjunto
de axiomas, en los que las tradiciones del cristianismo, nacidas del Evangelio, coinciden con la experiencia
educativa de tantos hombres bien dispuestos y profundamente sabios, tan numerosos en todos los siglos de
la historia. Tampoco faltan en nuestra época éstos hombres que aparecen como grandes, sencillamente por
su humanidad, que saben compartir con los otros, especialmente con los jóvenes. Al mismo tiempo, los
síntomas de las crisis de todo género, ante las cuales sucumben los ambientes y las sociedades por otra parte
mejor provistos —crisis que afectan principalmente a las jóvenes generaciones— testimonian, a cual mejor,
que la obra de la educación del hombre no se realiza sólo con la ayuda de las instituciones, con la ayuda de
medios organizados y materiales, por excelentes que sean. Ponen de manifiesto también que lo más
importante es siempre el hombre, el hombre y su autoridad moral que proviene de la verdad de sus principios
y de la conformidad de sus actos con sus principios.
12. Como la más competente Organización mundial, en todos los problemas de la cultura, la UNESCO no
puede descuidar este otro punto absolutamente primordial: ¿Qué hacer para que la educación del hombre se
realice sobre todo en la familia?
¿Cuál será el grado de moralidad pública que asegure a la familia, y sobre todo a los padres, la autoridad
moral necesaria para este fin? ¿Qué tipo de instrucción? ¿Qué formas de legislación sostienen esta autoridad
o, al contrario, la debilitan o destruyen? Las causas del éxito o del fracaso en la formación del hombre por su
familia se sitúan siempre a la vez en el interior mismo del núcleo fundamentalmente creador de la cultura,
que es la familia, y también a un nivel superior, el de la competencia del Estado y de los órganos, de quienes
las familias dependen. Estos problemas no pueden dejar de provocar la reflexión y la preocupación en el foro
donde se reúnen los representantes cualificados de los Estados.
No hay duda de que el hecho cultural primero y fundamental es el hombre espiritualmente maduro, es decir,
el hombre plenamente educado, el hombre capaz de educarse por sí mismo y de educar a los otros. No hay
duda tampoco de que la dimensión primera y fundamental de la cultura es la sana moralidad: la cultura moral.
13. En este campo se plantean, ciertamente, numerosas cuestiones particulares, pero la experiencia demuestra
que todo va unido, y que estas cuestiones están encuadradas en sistemas de clara dependencia recíproca. Por
ejemplo, en el conjunto del proceso educativo, de la educación escolar particularmente, ¿no ha tenido lugar
un desplazamiento unilateral hacia la instrucción en el sentido estricto del término? Si se consideran las
Magisterio sobre la cultura 13

proporciones que ha tomado este fenómeno, así como el crecimiento sistemático de la instrucción que se
refiere únicamente a lo que posee el hombre, ¿no es el hombre quien se encuentra cada vez más oscurecido?
Esto lleva consigo una verdadera alienación de la educación: en lugar de obrar en favor de lo que el hombre
debe “ser”, la educación actúa únicamente en favor de lo que el hombre puede crecer en el aspecto del “tener”,
de la “posesión”. La siguiente etapa de esta alienación es habituar al hombre, privándole de su propia
subjetividad, a ser objeto de múltiples manipulaciones: las manipulaciones ideológicas o políticas que se
hacen a través de la opinión pública; las que tienen lugar a través del monopolio o del control, por parte de
las fuerzas económicas o de los poderes políticos, de los medios de comunicación social; la manipulación,
finalmente, que consiste en enseñar la vida como manipulación específica de sí mismo.
Parece que estos peligros en materia de educación amenazan sobre todo a las sociedades con una civilización
técnica más desarrollada. Estas sociedades se encuentran ante la crisis específica del hombre que consiste en
una creciente falta de confianza en su propia humanidad, en la significación del hecho de ser hombre, y de
la afirmación y de la alegría que de ello se siguen y que son fuente de creatividad. La civilización
contemporánea intenta imponer al hombre una serie de imperativos aparentes, que sus portavoces justifican
recurriendo al principio del desarrollo y del progreso. Así, por ejemplo, en lugar del respeto a la vida, “el
imperativo” de desembarazarse de la vida y destruirla; en lugar del amor, que es comunión responsable de
las personas, “el imperativo” del máximo de placer sexual al margen de todo sentido de responsabilidad; en
lugar de la primacía de la verdad en las acciones, la “primacía” del comportamiento de moda, de lo subjetivo
y del éxito inmediato.
En todo esto se expresa indirectamente una gran renuncia sistemática a la sana ambición, que es la ambición
de ser hombre. No nos hagamos ilusiones: el sistema formado sobre la base de estos falsos imperativos, de
estas renuncias fundamentales, puede determinar el futuro del hombre y el futuro de la cultura.
14. Si, en nombre del futuro de la cultura, se debe proclamar que el hombre tiene derecho a “ser” más, y si
por la misma razón se debe exigir una sana primacía de la familia en el conjunto de la acción educativa del
hombre para una verdadera humanidad, debe situarse también en la misma línea el derecho de la nación; se
le debe situar también en la base de la cultura y de la educación.
La nación es, en efecto, la gran comunidad de los hombres qué están unidos por diversos vínculos, pero sobre
todo, precisamente, por la cultura. La nación existe “por” y “para” la cultura, y así es ella la gran educadora
de los hombres para que puedan "ser más" en la comunidad. La nación es esta comunidad que posee una
historia que supera la historia del individuo y de la familia. En esta comunidad, en función de la cual educa
toda familia, la familia comienza su obra de educación por lo más simple, la lengua, haciendo posible de este
modo que el hombre aprenda a hablar y llegue a ser miembro de la comunidad, que es su familia y su nación.
En todo esto que ahora estoy proclamando y que desarrollaré aún más, mis palabras traducen una experiencia
particular, un testimonio particular en su género. Soy hijo de una nación que ha vivido las mayores
experiencias de la historia, que ha sido condenada a muerte por sus vecinos en varias ocasiones, pero que ha
sobrevivido y que ha seguido siendo ella misma. Ha conservado su identidad y, a pesar de haber sido dividida
y ocupada por extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los recursos de la
fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura. Esta cultura resultó tener un poder mayor que
todas las otras fuerzas. Lo que digo aquí respecto al derecho de la nación a fundamentar su cultura y su
porvenir, no es el eco de ningún “nacionalismo”, sino que se trata de un elemento estable de la experiencia
humana y de las perspectivas humanistas del desarrollo del hombre. Existe una soberanía fundamental de la
sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación. Se trata de la soberanía por la que, al mismo tiempo, el
hombre es supremamente soberano. Al expresarme así, pienso también, con una profunda emoción interior,
en las culturas de tantos pueblos antiguos que no han cedido cuando han tenido que enfrentarse a las
civilizaciones de los invasores: y continúan siendo para el hombre la fuente de su "ser" de hombre en la
verdad interior de su humanidad. Pienso con admiración también en las culturas de las nuevas sociedades,
de las que se despiertan a la vida en la comunidad de la propia nación —igual que mi nación se despertó a la
vida hace diez siglos— y que luchan por mantener su propia identidad y sus propios valores contra las
influencias y las presiones de modelos propuestos desde el exterior.
15. Al dirigirme a ustedes, señoras y señores, que se reúnen en este lugar desde hace más de treinta años en
nombre de la primacía de las realidades culturales del hombre, de las comunidades humanas, de los pueblos
y de las naciones, les digo: velen, con todos los medios a su alcance, por esta soberanía fundamental que
posee cada nación en virtud de su propia cultura. Protéjanla como a la niña de sus ojos para el futuro de la
gran familia humana. ¡Protéjanla! No permitan que esta soberanía fundamental se convierta en presa de
cualquier interés político o económico. No permitan que sea víctima de los totalitarismos, imperialismos o
hegemonías, para los que el hombre no cuenta sino como objeto de dominación y no como sujeto de su propia
Magisterio sobre la cultura 14

existencia humana. Incluso la nación —su propia nación o las demás— no cuenta para ellos más que como
objeto de dominación y cebo de intereses diversos, y no como sujeto: el sujeto de la soberanía proveniente
de la auténtica cultura que le pertenece en propiedad. ¿No hay, en el mapa de Europa y del mundo, naciones
que tienen una maravillosa soberanía histórica proveniente de su cultura, y que sin embargo se ven privadas
de su plena soberanía? ¿No es éste un punto importante para el futuro de la cultura humana, importante sobre
todo en nuestra época cuando tan urgente es eliminar los restos del colonialismo?
16. Esta soberanía que existe y que tiene su origen en la cultura propia de la nación y de la sociedad, en la
primacía de la familia en la acción educativa y, por fin, en la dignidad personal de todo hombre, debe
permanecer como el criterio fundamental en la manera de tratar este problema importante para la humanidad
de hoy, que es el problema de los medios de comunicación social (de la información vinculada a ellos y
también de lo que se llama la “cultura de masas”). Dado que estos medios son los medios “sociales” de la
comunicación, no pueden ser medios de dominación sobre los otros, tanto por parte de los agentes del poder
político, como de las potencias financieras que imponen su programa y su modelo. Deben llegar a ser el
medio —¡y de qué importancia!— de expresión de esta sociedad que se sirve de ellos, y que les asegura
también su existencia. Deben tener en cuenta las verdaderas necesidades de esta sociedad. Deben tener en
cuenta la cultura de la nación y su historia. Deben respetar la responsabilidad de la familia en el campo de
la educación. Deben tener en cuenta el bien del hombre, su dignidad. No pueden estar sometidos al criterio
del interés, de lo sensacional o del éxito inmediato, sino que, teniendo en cuenta las exigencias de la ética,
deben servir a la construcción de una vida “más humana”.
17. Genus humanum arte et ratione vivit. En realidad, se afirma que el hombre es él mismo mediante la
verdad, y llega a ser más él mismo mediante el conocimiento cada vez más perfecto de la verdad. Querría
rendir homenaje aquí, señoras y señores, a todos los méritos de esta Organización vuestra, y al mismo tiempo
al compromiso y a todos los esfuerzos de los Estados y de las Instituciones que ustedes representan, en la
línea de la popularización de la instrucción en todos los grados y a todos los niveles, en la línea de la
eliminación del analfabetismo, que significa la ausencia de toda instrucción —incluso de la más elemental—
, ausencia dolorosa no sólo desde el punto de vista de la cultura elemental de los individuos y de los ambientes,
sino también desde el punto de vista del progreso socioeconómico. Hay índices inquietantes de retraso en
este campo, ligado muchas veces a una distribución de los bienes radicalmente desigual e injusta: pensemos
en las situaciones en las que, al lado de una oligarquía plutocrática, poco numerosa, existen multitudes de
ciudadanos hambrientos viviendo en la miseria. Esto retraso puede ser eliminado no mediante sanguinarias
luchas por el poder, sino sobre todo mediante la alfabetización sistemática lograda por la difusión y la
popularización de la instrucción. Es necesario un esfuerzo en este sentido si se desean lograr enseguida los
cambios que se imponen en el terreno de lo socioeconómico. El hombre, que “es más” gracias también a lo
que “tiene”, y a lo que “posee”, debe saber poseer, es decir, disponer y administrar los medios que posee,
para su bien propio y para el bien común. La instrucción es indispensable para ello.
18. El problema de la instrucción siempre estuvo estrechamente ligado a la misión de la Iglesia. La Iglesia,
a lo largo de los siglos, ha fundado escuelas a todos los niveles; hizo nacer las universidades medievales en
Europa: en París y en Bolonia, en Salamanca y en Heidelberg, en Cracovia y en Lovaina. También en nuestra
época ofrece la misma contribución en todos los lugares donde su actividad en este campo es solicitada y
respetada. Permítaseme reivindicar en este lugar para las familias católicas el derecho que toda familia tiene
de educar a sus hijos en escuelas que correspondan a su propia visión del mundo, y en particular el estricto
derecho de los padres creyentes a no ver a sus hijos, en las escuelas, sometidos a programas inspirados por el
ateísmo. Ese es en efecto uno de los derechos fundamentales del hombre y de la familia.
19. El sistema de enseñanza está orgánicamente ligado al sistema de las diversas formas de orientar la
práctica y la popularización de la ciencia, que es para lo que sirven los establecimientos de enseñanza de
nivel superior, las universidades y también, dado el desarrollo actual de la especialización y de los métodos
científicos, los institutos especializados. Se trata de instituciones de las que sería difícil hablar sin una
profunda emoción. Son los bancos de trabajo, en los que tanto la vocación del hombre al conocimiento como
el vínculo constitutivo de la humanidad con la verdad como objetivo del conocimiento, se hacen realidad de
cada día, se hacen, en cierto sentido, el pan cotidiano de tantos maestros, venerados corifeos de la ciencia, y
en torno a ellos, de los jóvenes investigadores dedicados a la ciencia y a sus aplicaciones, y también de
multitud de estudiantes que frecuentan estos centros de la ciencia y del conocimiento.
Nos encontramos aquí como en los más elevados grados de la escala por la que el hombre, desde el principio,
trepa hacia el conocimiento de la realidad del mundo que le rodea, y hacia el conocimiento de los misterios
de su humanidad. Este proceso histórico ha alcanzado en nuestra época posibilidades hasta ahora
desconocidas; ha abierto a la inteligencia humana horizontes insospechados hasta entonces. Sería difícil
Magisterio sobre la cultura 15

entrar aquí en el detalle pues, en el camino del conocimiento, las orientaciones de la especialización son tan
numerosas como rico es el desarrollo de la ciencia.
20. Vuestra Organización es un lugar de encuentro, de un encuentro que engloba en su más amplio sentido,
todo el campo tan esencial de la cultura humana. Este auditorio es, pues, el lugar más indicado para saludar
a todos los hombres de ciencia, y rendir particularmente homenaje a los que están aquí presentes y han
obtenido por sus trabajos el más alto reconocimiento y las más eminentes distinciones mundiales.
Permítaseme, por tanto, expresar también algunos deseos que, estoy seguro, coinciden con el pensar y el
sentir de los miembros de esta augusta asamblea.
Si mucho nos edifica en el trabajo científico —nos edifica y también nos alegra profundamente—, este avance
del conocimiento desinteresado de la verdad, a cuyo servicio se entrega el sabio con la mayor dedicación y
a veces con riesgo de su salud e incluso de su vida, mucho más debe preocuparnos todo lo que está en
contradicción con los principios del desinterés y de la objetividad, todo lo que haría de la ciencia un
instrumento para conseguir objetivos que nada tienen que ver con ella. Sí, debemos preocuparnos de todo lo
que proponen y presuponen esos fines no científicos y que exige de los hombres de ciencia que se pongan a
su servicio sin permitirles juzgar ni decidir, con independencia de espíritu, acerca de la honestidad humana
y ética de tales fines o les amenaza de sufrir las consecuencias si se niegan a colaborar.
¿Acaso tienen necesidad de pruebas o de comentarios esos fines no científicos de los que estoy hablando y
ese problema que planteo? Ustedes saben a qué me refiero; baste aludir al hecho de que, entre los que, al final
de la última guerra mundial fueron citados ante los tribunales internacionales, había también hombres de
ciencia. Señoras y señores les pido que me perdonen estas palabras, pero no sería fiel a los deberes de mi
tarea si no las pronunciara, no por volver sobre el pasado, sino por defender el futuro de la ciencia y de la
cultura humana, más aún, ¡por defender el futuro del hombre y del mundo! Pienso que Sócrates, quien con
su rectitud poco común, pudo sostener que la ciencia era al mismo tiempo una virtud moral, tendría que
rebajar su certeza si hubiera podido considerar las experiencias de nuestro tiempo.
21. Nos damos cuenta de ello, señoras y señores, el futuro del hombre y del mundo está amenazado,
radicalmente amenazado, a pesar de las intenciones ciertamente nobles de los hombres del saber, de los
hombres de ciencia. Y está amenazado porque los maravillosos resultados de sus investigaciones y de sus
descubrimientos, sobre todo en el campo de las ciencias de la naturaleza, han sido y continúan siendo
explotados —en perjuicio del imperativo ético— para fines que nada tienen que ver con las exigencias de la
ciencia, e incluso para fines de destrucción y de muerte, y esto en un grado jamás conocido hasta ahora,
causando daños verdaderamente inimaginables. Mientras que la ciencia está llamada a estar al servicio de la
vida del hombre, se constata demasiadas veces, sin embargo, que está sometida a fines que son destructivos
de la verdadera dignidad del hombre y de la vida humana. Eso es lo que ocurre cuando la investigación
científica está orientada hacia esos fines o cuando sus resultados se aplican a fines contrarios al bien de la
humanidad. Esto se verifica tanto en el terreno de las manipulaciones genéticas y de las experimentaciones
biológicas, como en el de las armas químicas, bacteriológicas o nucleares.
Dos consideraciones me llevan a someter a vuestra reflexión sobre todo la amenaza nuclear que pesa sobre
el mundo de hoy y que, si no es conjurada, podría conducir a la destrucción de los frutos de la cultura, los
productos de la civilización elaborada a través de siglos por sucesivas generaciones de hombres que han
creído en la primacía del espíritu, y que no han ahorrado ni sus esfuerzos ni sus fatigas. La primera
consideración es ésta. Razones geopolíticas, problemas económicos de dimensión mundial, incomprensiones
terribles, orgullos nacionales heridos, el materialismo de nuestra época y la decadencia de los valores morales
han llevado a nuestro mundo a una situación de inestabilidad, a un equilibrio frágil que puede ser destruido
de un momento a otro, como consecuencia de errores de juicio, de información o de interpretación.
Otra consideración se añade todavía a esta inquietante perspectiva, ¿Se puede estar seguro hoy de que la
ruptura del equilibrio no llevaría a una guerra, y a una guerra en la que no se dudaría de recurrir a las armas
nucleares? Hasta ahora se ha dicho que las armas nucleares han venido constituyendo una fuerza de disuasión
que ha impedido que estalle una guerra mayor, y eso probablemente es cierto. Pero también es posible
preguntarse si siempre será así. Las armas nucleares, sean del calibre o del tipo que sean, se perfeccionan
más cada año y se van añadiendo al arsenal de un número creciente de países. ¿Cómo estar seguros de que el
uso de armas nucleares, incluso con fines de defensa nacional o en el caso de conflictos limitados, no llevará
consigo una escalada inevitable, que conduciría a una destrucción que la humanidad no puede ni imaginar
ni aceptar jamás? Pero no es a ustedes, hombres de ciencia y de cultura, a quienes debo yo pedir que no
cierren los ojos ante lo que una guerra nuclear puede representar para la humanidad entera (cf. Homilía en la
Jornada mundial de la Paz, 1 de enero de 1980).
Magisterio sobre la cultura 16

22. Señoras y señores: El mundo no podrá seguir mucho tiempo por este camino. Al hombre que ha tomado
conciencia de la situación y de lo que está en juego, al hombre que tiene presente, aunque sólo sea de forma
elemental, las responsabilidades que incumben a cada uno, se le impone una convicción, que es al mismo
tiempo un imperativo moral: ¡Hay que movilizar las conciencias! Hay que aumentar los esfuerzos de las
conciencias humanas en la medida de la tensión entre el bien y el mal a la que están sometidos los hombres
al final del siglo veinte. Es necesario convencerse de la prioridad de la ética sobre la técnica, de la primacía
de la persona sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia (cf. Redemptor hominis, 16). La
causa del hombre será servida si la ciencia se alía con la conciencia. El hombre de ciencia ayudará
verdaderamente a la humanidad si conserva “el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de
Dios sobre el hombre” (Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979, núm.
4).
Así, aprovechando la ocasión de mi presencia hoy en la sede de la UNESCO, yo, hijo de la humanidad y
Obispo de Roma, me dirijo directamente a ustedes, hombres de ciencia, a ustedes que están reunidos aquí, a
ustedes, las más altas autoridades en todos los campos de la ciencia moderna. Y me dirijo, a través de ustedes,
a sus colegas y amigos de todos los países y de todos los continentes.
Me dirijo a ustedes en nombre de esta terrible amenaza que pesa sobre la humanidad y, al mismo tiempo, en
nombre del futuro y del bien de esta humanidad en el mundo entero. Y les suplico: despleguemos todos
nuestros esfuerzos para instaurar y respetar, en todos los campos de la ciencia, la primacía de la ética.
Despleguemos sobre todo nuestros esfuerzas para preservar la familia humana de la horrible perspectiva de
la guerra nuclear.
Ya traté este tema ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, en Nueva York, el
2 de octubre del año pasado. Hoy les hablo a ustedes. Me dirijo a su inteligencia y a su corazón, por encima
de las pasiones, las ideologías y las fronteras. Me dirijo a todos aquellos que, por su poder político o
económico, podrían verse inducidos, y muchas veces lo son, a imponer a los hombres de ciencia las
condiciones de su trabajo y su orientación. Me dirijo sobre todo a cada hombre de ciencia individualmente
y a toda la comunidad científica internacional.
Todos ustedes unidos representan una potencia enorme: la potencia de las inteligencias y de las conciencias.
¡Muéstrense más poderosos que los más poderosos de nuestro mundo contemporáneo! Decídanse a demostrar
la más noble solidaridad con la humanidad: la que se funda en la dignidad de la persona humana. Construyan
la paz, empezando por su fundamento: el respeto de todos los derechos del hombre, los que están ligados a
su dimensión material y económica, y los que están ligados a la dimensión espiritual e interior de su existencia
en este mundo. ¡Que la sabiduría les inspire! ¡Que el amor les guíe, este amor que ahogará la amenaza
creciente del odio y de la destrucción! Hombres de ciencia, comprometan toda su autoridad moral para salvar
a la humanidad de la destrucción nuclear.
23. Se me ha concedido realizar hoy uno de los deseos más vivos de mi corazón. Se me ha concedido penetrar,
aquí mismo, en el interior del Areópago, que es el del mundo entero. Se me ha concedido decirles a todos
ustedes, miembros de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, a
ustedes que trabajan por el bien y la reconciliación de los hombres y de los pueblos a través de todos los
campos de la cultura, la educación, la ciencia y la información, decirles y gritarles desde el fondo del alma:
¡Sí! ¡El futuro del hombre depende de la cultura! ¡Si! ¡La paz del mundo depende de la primacía del Espíritu!
¡Si! ¡El porvenir pacífico de la humanidad depende del amor!
Su contribución personal, señoras y señores, es importante, es vital. Se sitúa en el planteamiento correcto de
los problemas a cuya solución consagran su servicio.
Mi palabra final es ésta: No se detengan. Continúen. Continúen siempre.

A los miembros del Consejo Pontificio para la cultura, 15 de enero de 1985

Mi alegría es grande al acogeros esta mañana en Roma, con ocasión de la tercera reunió anual del Consejo
Internacional del Consejo Pontificio para la Cultura.
Os agradezco sinceramente vuestra presencia activa en el Consejo y el haber aceptado consagrar vuestro
tiempo y vuestras energías a esta estrecha colaboración con la Sede apostólica. Con particular afecto, saludo
al Cardenal Gabriel-Marie Garrone, Presidente de vuestra Comisión de Presidencia, así como al Cardenal
Eugenio de Araújo Sales. Me dirijo igualmente con agradecimiento a la Dirección Ejecutiva del Consejo
Pontificio para la Cultura representada por su Presidente Mons. Paul Poupard y su Secretario, P. Hervé
Carrier, quienes, con sus celosos colaboradores y colaboradoras, se dedican a realizar un trabajo abundante
y de calidad.
Magisterio sobre la cultura 17

2. El Consejo Pontificio para la Cultura, asume, según mi manera de ver, un significado simbólico y lleno de
esperanza. En efecto, veo en vosotros testigos calificados de la cultura católica en el mundo, con el cometido
de reflexionar tanto sobre las evoluciones y las esperanzas de las distintas culturas en las regiones, como de
los sectores de actividad que os son propios. Por la misión que os he confiado, estáis llamados a ayudar, con
competencia, a la Sede apostólica para conocer mejor las aspiraciones profundas y distintas de las culturas
contemporáneas y a discernir mejor cómo puede la Iglesia universal darles la respuesta. Pues, en el mundo,
las orientaciones, las mentalidades, los modos de pensar y de concebir el sentido de la vida, se modifican, se
influencian mutuamente, se enfrentan sin duda, con mayor vigor que nunca en el pasado. Eso deja huellas en
todos los que se entregan con lealtad a la promoción del hombre. Es bueno que con vuestro trabajo de estudio,
de consulta y de animación —emprendido en conexión con otros Dicasterios romanos, con las Universidades,
los Institutos religiosos, las Organizaciones internacionales católicas y varios grandes organismos
internacionales vinculados con la promoción de las culturas— favorezcáis una toma de conciencia clara de
las posturas que presenta la actividad cultural en el sentido lato del término.
3. Más allá de esta acogida respetuosa y desinteresada de las realidades culturales para un mejor
conocimiento, el cristiano no puede hacer abstracción del problema de la evangelización. El Consejo
Pontificio para la Cultura participa en la misión de la Sede de Pedro para la evangelización de las culturas y
vosotros estáis asociados a la responsabilidad de las Iglesias particulares en las tareas apostólicas que requiere
el encuentro del Evangelio con las culturas de nuestra época. Con este fin, se pide un trabajo ingente a todos
los cristianos y el desafío debe poner en movimiento sus energías en el corazón de cada pueblo y de cada
comunidad humana.
A vosotros, que habéis aceptado ayudar a la Santa Sede en su misión universal al lado de las culturas de
nuestras días, confío el cometido especial de estudiar y de profundizar lo que significa para la Iglesia la
evangelización de las culturas hoy. Ciertamente, la preocupación por evangelizar las culturas no es nueva
para la Iglesia, pero presenta problemas que tienen carácter de novedad en un mundo marcado por el
pluralismo, por el choque de las ideologías y por profundos cambios de las mentalidades. Debéis ayudar a la
Iglesia a responder a esas cuestiones fundamentales para las culturas actuales: ¿Cómo hacer accesible el
mensaje de la Iglesia a las culturas nuevas, a las formas actuales de la inteligencia y de la sensibilidad? ¿Cómo
la Iglesia de Cristo puede hacerse entender por el espíritu moderno, que se ufana de sus realizaciones y a la
vez se preocupa por el futuro de la familia humana? ¿Quién es Jesucristo para los hombres y las mujeres de
hoy?
Sí, la Iglesia en su totalidad debe plantearse esas cuestiones, con el espíritu de lo que decía mi predecesor
Pablo VI al concluir el Sínodo sobre la evangelización: «... lo que importa es evangelizar.... la cultura y las
culturas del hombre en el sentido rico y amplio que estos términos tienen en la Gaudium et Spes, tomando
como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con
Dios» (Evangelii Nuntiandi, n. 20). Y todavía agregaba: «El Reino que anuncia el Evangelio, es vivido por
hombres profundamente vinculados a una cultura y la construcción del Reino no puede menos que tomar los
elementos de la cultura y de las culturas humanas» (Ibid.).
Hay por consiguiente, una tarea compleja pero esencial: ayudar a los cristianos a discernir en los rasgos de
su cultura lo que pueda contribuir a la justa expresión del mensaje evangélico y a la edificación del Reino de
Dios y a denunciar lo que le es contrario. Y, de este modo, el anuncio del Evangelio a los contemporáneos
que no se adhieren a él, tendrá más posibilidades de llevarse a cabo en un diálogo auténtico.
No podemos dejar de evangelizar: son tantas las regiones, tantos los ambientes culturales que permanecen
insensibles a la buena noticia de Jesucristo. Pienso en las culturas de extensas regiones del mundo todavía al
margen de la fe cristiana. Pero pienso también en los amplios sectores culturales en países de tradición
cristiana que, hoy, parecen indiferentes —cuando no refractarios— al Evangelio. Hablo, ciertamente de las
apariencias, porque no hay que prejuzgar del misterio de las creencias personales y de la acción secreta de la
gracia. La Iglesia respeta a todas las culturas y no impone a ninguna su fe en Jesucristo, pero invita a todas
las personas de buena voluntad a promover una verdadera civilización del amor fundada en los valores
evangélicos de la fraternidad, de la justicia y de la dignidad para todos.
4. Todo esto exige un nuevo acercamiento de las culturas, de las actitudes, de los comportamientos, para
dialogar en profundidad con los ambientes culturales y para hacer fecundo su encuentro con el mensaje de
Cristo. Este trabajo exige también, por parte de los cristianos responsables, una fe iluminada por la reflexión
que, sin cesar, sea confrontada con las fuentes del mensaje de la Iglesia y un discernimiento espiritual que se
prosigue sin pausa en la oración.
El Consejo Pontificio para la Cultura, por su parte, está llamado a profundizar los problemas importantes que
los desafíos de nuestra tiempo suscitan para la misión evangelizadora de la Iglesia. Por el estudio, por los
Magisterio sobre la cultura 18

encuentros, los grupos de reflexión, las consultas, el intercambio de informaciones y de experiencias, por la
colaboración de los numerosos corresponsales que, han aceptado trabajar con vosotros en distintas partes del
mundo, os exhorto vivamente a iluminar estas nuevas dimensiones a la luz de la reflexión teológica, de la
experiencia y del aporte de las ciencias humanas.
Estad seguros de que, apoyaré con agrado, apoyaré los trabajos y las iniciativas que os permitan sensibilizar
en estos problemas a las distintas instancias de la Iglesia. Y, como garantía del apoyo que deseo dar a vuestra
tarea tan útil para la Iglesia, os imparto, así como a todos vuestros colaboradores y colaboradoras, y a vuestras
familias, mi especial bendición apostólica.

Ante la Asamblea General de las Naciones Unidas,5 de octubre de 1995.

El respeto por las diferencias


9. En los diecisiete años pasados, durante mis peregrinaciones pastorales entre las comunidades de la Iglesia
católica, he podido entrar en diálogo con la rica diversidad de naciones y culturas de todas las partes del
mundo. Desgraciadamente, el mundo debe aprender todavía a convivir con la diversidad, como nos han
recordado dolorosamente los recientes acontecimientos en los Balcanes y en Africa central. La realidad de la
“diferencia” y la peculiaridad del “otro” pueden sentirse a veces como un peso, o incluso como una amenaza.
El miedo a la “diferencia”, alimentado por resentimientos de carácter histórico y exacerbado por las
manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a la negación de la humanidad misma del “otro”,
con el resultado de que las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie - ni siquiera los niños
- se libra. Tales situaciones nos son hoy bien conocidas, y en mi corazón y en mis oraciones están presentes
en este instante de modo especial los sufrimientos de las martirizadas poblaciones de Bosnia Herzegovina.
Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la “diferencia”, especialmente cuando se expresa
mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al “otro”, puede conducir a
una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, si nos esforzamos en valorar las cosas con
objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los
pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no son en realidad sino modos
diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos
identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación: toda cultura es un esfuerzo de
reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión
trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande
de los misterios: el misterio de Dios.
10. Por tanto, nuestro respeto por la cultura de los otros está basado en nuestro respeto por el esfuerzo que
cada comunidad realiza para dar respuesta al problema de la vida humana. En este contexto nos es posible
constatar lo importante que es preservar el derecho fundamental a la libertad de religión y a la libertad de
conciencia, como pilares esenciales de la estructura de los derechos humanos y fundamento de toda sociedad
realmente libre. A nadie le está permitido conculcar estos derechos usando el poder coactivo para imponer
una respuesta al misterio del hombre.
Querer ignorar la realidad de la diversidad - o, peor aún, tratar de anularla - significa excluir la posibilidad
de sondear las profundidades del misterio de la vida humana. La verdad sobre el hombre es el criterio
inmutable con el que todas las culturas son juzgadas, pero cada cultura tiene algo que enseñar acerca de una
u otra dimensión de aquella compleja verdad. Por tanto la “diferencia”, que algunos consideran tan
amenazadora, puede llegar a ser, mediante un diálogo respetuoso, la fuente de una comprensión más profunda
del misterio de la existencia humana.
11. En este contexto es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo,
que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor
por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación
en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo
efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus
expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer
que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del
totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se asume, como fundamento del
nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia sucede en ciertas manifestaciones del
llamado “fundamentalismo”.
17. …Señoras y Señores: Estoy ante Ustedes, al igual que mi predecesor el Papa Pablo VI hace exactamente
treinta años, no como uno que tiene poder temporal - son palabras suyas - ni como un líder religioso que
Magisterio sobre la cultura 19

invoca especiales privilegios para su comunidad. Estoy aquí ante Ustedes como un testigo: testigo de la
dignidad del hombre, testigo de esperanza, testigo de la convicción de que el destino de cada nación está en
las manos de la Providencia misericordiosa.
18. Debemos vencer nuestro miedo del futuro. Pero no podremos vencerlo del todo si no es juntos. La
“respuesta” a aquel miedo no es la coacción, ni la represión o la imposición de un único “modelo” social al
mundo entero. La respuesta al miedo que ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común
por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la
justicia y de la libertad. Y el “alma” de la civilización del amor es la cultura de la libertad: la libertad de los
individuos y de las naciones, vivida en una solidaridad y responsabilidad oblativas.
No debemos tener miedo del futuro. No debemos tener miedo del hombre. No es casualidad que nos
encontremos aquí. Cada persona ha sido creada a "imagen y semejanza" de Aquél que es el origen de todo lo
que existe. Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Con estos dones, y con la ayuda de la
gracia de Dios, podemos construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una civilización
digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerlo! Y,
haciéndolo, podremos darnos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva
primavera del espíritu humano.

BENEDICTO XVI, Discurso

Encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins, 12 de septiembre de 2008

Nos encontramos en un lugar histórico, edificado por los hijos de san Bernardo de Claraval y que su gran
predecesor, el recordado Cardenal Jean-Marie Lustiger, quiso como centro de diálogo entre la sabiduría
cristiana y las corrientes culturales, intelectuales y artísticas de la sociedad actual. Saludo en particular a la
Señora Ministra de la Cultura, que representa al Gobierno, así como al Señor Giscard D’Estaing y al Señor
Chirac. Asimismo, saludo a los Señores Ministros que nos acompañan, a los representantes de la UNESCO,
al Señor Alcalde de París y a las demás Autoridades. No puedo olvidar a mis colegas del Instituto de Francia,
que bien conocen la consideración que les profeso. Doy las gracias al Príncipe de Broglie por sus cordiales
palabras. Nos veremos mañana por la mañana. Agradezco a la Delegación de la comunidad musulmana
francesa que haya aceptado participar en este encuentro: les dirijo mis mejores deseos en este tiempo de
Ramadán. Dirijo ahora un cordial saludo al conjunto del variado mundo de la cultura, que vosotros, queridos
invitados, representáis tan dignamente.
Quisiera hablaros esta tarde del origen de la teología occidental y de las raíces de la cultura europea. He
recordado al comienzo que el lugar donde nos encontramos es emblemático. Está ligado a la cultura
monástica, porque aquí vivieron monjes jóvenes, para aprender a comprender más profundamente su llamada
y vivir mejor su misión. ¿Es ésta una experiencia que representa todavía algo para nosotros, o nos
encontramos sólo con un mundo ya pasado? Para responder, conviene que reflexionemos un momento sobre
la naturaleza del monaquismo occidental. ¿De qué se trataba entonces? A tenor de la historia de las
consecuencias del monaquismo cabe decir que, en la gran fractura cultural provocada por las migraciones
de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando, los monasterios eran los lugares en
los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco
una nueva cultura. ¿Cómo sucedía esto? ¿Qué les movía a aquellas personas a reunirse en lugares así? ¿Qué
intenciones tenían? ¿Cómo vivieron?
Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear
una cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su
objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie,
los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre,
encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y
verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación era «escatológica». Que no hay que entenderlo
en el sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del mundo o a la propia muerte, sino
existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo definitivo. Quaerere Deum: como eran cristianos, no
se trataba de una expedición por un desierto sin caminos, una búsqueda hacia el vacío absoluto. Dios mismo
había puesto señales de pista, incluso había allanado un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y
seguirlo. El camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, estaba abierta ante los
hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra o, como dice
Magisterio sobre la cultura 20

Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con
la otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour
des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la Palabra bíblica Dios está
en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua,
comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios,
resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda
de Dios exigía la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la
palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino.
San Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio sirve a la eruditio, a la formación
y a la erudición del hombre –una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios.
Pero esto comporta evidentemente también la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre
aprende a percibir entre las palabras la Palabra.
Para captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la esencia de la búsqueda de Dios, hemos de
dar otro paso. La Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una Palabra
que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37). Gregorio
Magno lo describe como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta haciendo
que estemos atentos a la realidad esencial, a Dios (cf. Leclercq, ibid., p. 35). Pero también hace que estemos
atentos unos a otros. La Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión mística, sino que
introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe. Y por eso hace falta no sólo reflexionar en la Palabra,
sino leerla debidamente. Como en la escuela rabínica, también entre los monjes el mismo leer del individuo
es simultáneamente un acto corporal. «Sin embargo, si legere y lectio se usan sin un adjetivo calificativo,
indican comúnmente una actividad que, como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el alma»,
dice a este respecto Jean Leclercq (ibid., p. 21).
Y aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en el coloquio con Dios. El Dios que habla
en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos ofrece las
palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él,
transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él. Los Salmos contienen frecuentes instrucciones
incluso sobre cómo deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para orar con la Palabra de
Dios el sólo pronunciar no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen
de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los Ángeles: el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al
nacer Jesús, y el Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación de los Serafines que están junto a Dios. A esta
luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los Ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto.
Escuchemos en ese contexto una vez más a Jean Leclercq: «Los monjes tenían que encontrar melodías que
tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles de
Cluny, que se conservan hasta nuestros días, muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los tonos»
(cf. Ibid., p. 229).
En San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla determinante es lo que dice el Salmo:
Coram angelis psallam Tibi, Domine –delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (cf. 138, 1). Aquí se expresa
la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar
expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los Espíritus
sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas. De ahí se
puede entender la seriedad de una meditación de san Bernardo de Claraval, que usa un dicho de tradición
platónica transmitido por Agustín para juzgar el canto feo de los monjes, que obviamente para él no era de
hecho un pequeño matiz, sin importancia. Califica la confusión de un canto mal hecho como un precipitarse
en la «zona de la desemejanza –en la regio dissimilitudinis. Agustín había echado mano de esa expresión de
la filosofía platónica para calificar su estado interior antes de la conversión (cf. Confesiones VII, 10.16): el
hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la «zona de la desemejanza» – en un
alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja y así se hace desemejante no sólo de Dios, sino también de sí
mismo, del verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo, para calificar los cantos mal hechos
de los monjes, emplee esta expresión, que indica la caída del hombre alejado de sí mismo. Pero demuestra
también cómo se toma en serio este asunto. Demuestra que la cultura del canto es también cultura del ser y
que los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su
exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas
por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una «creatividad» privada, en la que el
individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del
propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los «oídos del corazón» las leyes intrínsecas de
Magisterio sobre la cultura 21

la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en
el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre
e indica de manera pura su dignidad.
Para captar de alguna manera la cultura de la palabra, que en el monaquismo occidental se desarrolló por la
búsqueda de Dios, partiendo de dentro, es preciso referirse también, aunque sea brevemente, a la
particularidad del Libro o de los Libros en los que esta Palabra ha salido al encuentro de los monjes. La
Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección
de textos literarios, cuya redacción duró más de un milenio y en la que cada uno de los libros no es fácilmente
reconocible como perteneciente a una unidad interior; en cambio se dan tensiones visibles entre ellos. Esto
es verdad ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el Antiguo Testamento. Es más verdad
aún cuando nosotros, como cristianos, unimos el Nuevo Testamento y sus escritos, casi como clave
hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. En el Nuevo Testamento,
con razón, la Biblia normalmente no se la califica como “la Escritura”, sino como “las Escrituras”, que sin
embargo en su conjunto luego se consideran como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros. Pero ya este
plural evidencia que aquí la Palabra de Dios nos alcanza sólo a través de la palabra humana, a través de las
palabras humanas, es decir que Dios nos habla sólo a través de los hombres, mediante sus palabras y su
historia. Esto, a su vez, significa que el aspecto divino de la Palabra y de las palabras no es naturalmente
obvio. Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos y el carácter divino de sus palabras no
son, desde un punto de vista puramente histórico, asibles. El elemento histórico es la multiplicidad y la
humanidad. De ahí se comprende la formulación de un dístico medieval que, a primera vista, parece
desconcertante: Littera gesta docet – quid credas allegoria… (cf. Augustinus de Dacia, Rotulus pugillaris,
1). La letra muestra los hechos; lo que tienes que creer lo dice la alegoría, es decir la interpretación
cristológica y pneumática.
Todo esto podemos decirlo de manera más sencilla: la Escritura precisa de la interpretación, y precisa de la
comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella se despliega el
sentido que aúna el todo. Dicho todavía de otro modo: existen dimensiones del significado de la Palabra y de
las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la
creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece
incluso con toda su grandeza y dignidad. Por eso el «Catecismo de la Iglesia Católica» con toda razón puede
decir que el cristianismo no es simplemente una religión del libro en el sentido clásico (cf. n. 108). El
cristianismo capta en las palabras la Palabra, el Logos mismo, que despliega su misterio a través de tal
multiplicidad y de la realidad de una historia humana. Esta estructura especial de la Biblia es un desafío
siempre nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza excluye todo lo que hoy se llama
fundamentalismo. La misma Palabra de Dios, de hecho, nunca está presente ya en la simple literalidad del
texto. Para alcanzarla se requiere un trascender y un proceso de comprensión, que se deja guiar por el
movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital. Siempre y sólo en
la unidad dinámica del conjunto los muchos libros forman un Libro, la Palabra de Dios y la acción de Dios
en el mundo se revelan solamente en la palabra y en la historia humana.
Todo el dramatismo de este tema está iluminado en los escritos de san Pablo. Qué significado tenga el
trascender de la letra y su comprensión únicamente a partir del conjunto, lo ha expresado de manera drástica
en la frase: «La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6). Y también: “Donde hay el
Espíritu… hay libertad” (2 Cor 3, 17). La grandeza y la amplitud de tal visión de la Palabra bíblica, sin
embargo, sólo se puede comprender si se escucha a Pablo profundamente y se comprende entonces que ese
Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: «El Señor es el
Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente
la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica
el camino. Con la palabra sobre el Espíritu y sobre la libertad se abre un vasto horizonte, pero al mismo
tiempo se pone una clara limitación a la arbitrariedad y a la subjetividad, un límite que obliga de manera
inequívoca al individuo y a la comunidad y crea un vínculo superior al de la letra: el vínculo del entendimiento
y del amor. Esa tensión entre vínculo y libertad, que sobrepasa el problema literario de la interpretación de
la Escritura, ha determinado también el pensamiento y la actuación del monaquismo y ha plasmado
profundamente la cultura occidental. Esa tensión se presenta de nuevo también a nuestra generación como
un reto frente a los extremos de la arbitrariedad subjetiva, por una parte, y del fanatismo fundamentalista, por
otra. Sería fatal, si la cultura europea de hoy llegase a entender la libertad sólo como la falta total de vínculos
y con esto favoreciese inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad. Falta de vínculos y arbitrariedad no
son la libertad, sino su destrucción.
Magisterio sobre la cultura 22

En la consideración sobre la «escuela del servicio divino» –como san Benito llamaba al monaquismo– hemos
fijado hasta ahora la atención sólo en su orientación hacia la palabra, en el «ora». Y de hecho de ahí es de
donde se determina la dirección del conjunto de la vida monástica. Pero nuestra reflexión quedaría incompleta
si no miráramos aunque sea brevemente el segundo componente del monaquismo, el descrito con el «labora».
En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre
se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres
incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente diversa era la tradición judaica:
todos los grandes rabinos ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino y luego
como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo
de sus manos, no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición del rabinismo. El monaquismo
ha acogido esa tradición; el trabajo manual es parte constitutiva del monaquismo cristiano. San Benito habla
en su Regla no propiamente de la escuela, aunque la enseñanza y el aprendizaje –como hemos visto– en ella
se daban por descontados. En cambio, en un capítulo de su Regla habla explícitamente del trabajo (cf. cap.
48). Lo mismo hace Agustín que dedicó al trabajo de los monjes todo un libro. Los cristianos, que con esto
continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo, tenían que sentirse sin embargo
cuestionados por la palabra de Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado: «Mi
Padre sigue actuando y yo también actúo» (5, 17). El mundo greco-romano no conocía ningún Dios Creador;
la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la
creación de la materia. «Construir» el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada. Muy
distinto el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa
trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la
historia. «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación
todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una
expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar
en la obra de Dios en la creación del mundo. Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra,
una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación del mundo son
impensables. Ese ethos, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo
y la determinación de la historia por parte del hombre sean un colaborar con el Creador, tomándolo como
modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación del
mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción.
Comenzamos indicando que, en el resquebrajamiento de las estructuras y seguridades antiguas, la actitud de
fondo de los monjes era el quaerere Deum –la búsqueda de Dios. Podríamos decir que ésta es la actitud
verdaderamente filosófica: mirar más allá de las cosas penúltimas y lanzarse a la búsqueda de las últimas, las
verdaderas. Quien se hacía monje, avanzaba por un camino largo y profundo, pero había encontrado ya la
dirección: la Palabra de la Biblia en la que oía que hablaba el mismo Dios. Entonces debía tratar de
comprenderle, para poder caminar hacia Él. Así el camino de los monjes, pese a seguir no medible en su
extensión, se desarrolla ya dentro de la Palabra acogida. La búsqueda de los monjes, en algunos aspectos,
comporta ya en sí mismo un hallazgo. Sucede pues, para que esa búsqueda sea posible, que previamente se
da ya un primer movimiento que no sólo suscita la voluntad de buscar, sino que hace incluso creíble que en
esa Palabra está escondido el camino –o mejor: que en esa Palabra Dios mismo se hace encontradizo con los
hombres y por eso los hombres a través de ella pueden alcanzar a Dios. Con otras palabras: debe darse el
anuncio dirigido al hombre creando así en él una convicción que puede transformarse en vida. Para que se
abra un camino hacia el corazón de la Palabra bíblica como Palabra de Dios, esa misma Palabra debe antes
ser anunciada desde el exterior. La expresión clásica de esa necesidad de la fe cristiana de hacerse
comunicable a los otros es una frase de la Primera Carta de Pedro, que en la teología medieval era considerada
la razón bíblica para el trabajo de los teólogos: «Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra
esperanza a todo el que os la pidiere» (3,15). (El Logos, la razón de la esperanza, debe hacerse apo-logia,
debe llegar a ser respuesta). De hecho, los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio
misionero como una propaganda, que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino como una
necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios
uno y verdadero que se había mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta
que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los hombres esperan. La universalidad de Dios y la
universalidad de la razón abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y también el deber del anuncio.
Para ellos la fe no pertenecía a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino al ámbito de la
verdad que igualmente tiene en cuenta a todos.
Magisterio sobre la cultura 23

El esquema fundamental del anuncio cristiano «ad extra» –a los hombres que, con sus preguntas, buscan– se
halla en el discurso de san Pablo en el Areópago. Tengamos presente, en ese contexto, que el Areópago no
era una especie de academia donde las mentes más ilustradas se reunían para discutir sobre cosas sublimes,
sino un tribunal competente en materia de religión y que debía oponerse a la importación de religiones
extranjeras. Y precisamente ésta es la acusación contra Pablo: «Parece ser un predicador de divinidades
extranjeras» (Hch 17,18). A lo que Pablo replica: «He encontrado entre vosotros un altar en el que está escrito:
‘Al Dios desconocido’. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (cf. 17, 23). Pablo no anuncia
dioses desconocidos. Anuncia a Aquel, que los hombres ignoran y, sin embargo, conocen: el Ignoto-
Conocido; Aquel que buscan, al que, en lo profundo, conocen y que, sin embargo, es el Ignoto y el
Incognoscible. Lo más profundo del pensamiento y del sentimiento humano sabe en cierto modo que Él tiene
que existir. Que en el origen de todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la Razón creativa; no el
ciego destino, sino la libertad. Sin embargo, pese a que todos los hombres en cierto modo sabemos esto –
como Pablo subraya en la Carta a los Romanos (1, 21)– ese saber permanece irreal: Un Dios sólo pensado e
inventado no es un Dios. Si Él no se revela, nosotros no llegamos hasta Él. La novedad del anuncio cristiano
es la posibilidad de decir ahora a todos los pueblos: Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está abierto
el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se
ha mostrado. Pero esto no es un hecho ciego, sino un hecho que, en sí mismo, es Logos –presencia de la
Razón eterna en nuestra carne. Verbum caro factum est (Jn 1,14): precisamente así en el hecho ahora está el
Logos, el Logos presente en medio de nosotros. El hecho es razonable. Ciertamente hay que contar siempre
con la humildad de la razón para poder acogerlo; hay que contar con la humildad del hombre que responde a
la humildad de Dios.
Nuestra situación actual, bajo muchos aspectos, es distinta de la que Pablo encontró en Atenas, pero, pese a
la diferencia, sin embargo, en muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras ciudades ya no están llenas
de altares e imágenes de múltiples divinidades. Para muchos, Dios se ha convertido realmente en el gran
Desconocido. Pero como entonces tras las numerosas imágenes de los dioses estaba escondida y presente la
pregunta acerca del Dios desconocido, también hoy la actual ausencia de Dios está tácitamente inquieta por
la pregunta sobre Él. Quaerere Deum –buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos
necesario que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo
como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades
más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves.
Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue
siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura.

CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura.

I – Fe y cultura: líneas de orientación


2. Mensajera de Cristo, Redentor del hombre, la Iglesia ha adquirido en nuestro tiempo una nueva conciencia
de la dimensión cultural de la persona y de las comunidades humanas. El concilio Vaticano II, en particular
la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y el Decreto sobre la actividad misionera
de la Iglesia, los Sínodos de los Obispos sobre la evangelización en el mundo moderno y sobre la catequesis
en nuestro tiempo, prolongados por las exhortaciones apostólicas Evangelii Nuntiandi de Pablo VI y
Catechesi Tradendae de Juan Pablo II, proponen a este respecto un rico magisterio, concretado por las
sucesivas asambleas especiales del Sínodo de los Obispos por continentes y las exhortaciones apostólicas
post-sinodales del Santo Padre. La inculturación de la fe ha sido objeto de una reflexión en profundidad por
parte de la Pontificia Comisión Bíblica (4) y de la Comisión Teológica Internacional.(5) El Sínodo
Extraordinario de 1985 con ocasión del vigésimo aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II, citado
por Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio, la presenta como «una íntima transformación de los
auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en
las diversas culturas humanas » (n. 52). El papa Juan Pablo II en numerosas intervenciones en el curso de sus
viajes apostólicos, así como las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano en Puebla y Santo
Domingo,(6) han actualizado y desarrollado esta dimensión nueva de la pastoral de la Iglesia en nuestro
tiempo, para llegar a los hombres en su cultura.
El examen atento de los diferentes campos culturales propuestos en este documento muestra la extensión de
lo que representa la cultura, ese modo particular en el cual los hombres y los pueblos cultivan su relación con
la naturaleza y con sus hermanos, con ellos mismos y con Dios, a fin de lograr una existencia plenamente
Magisterio sobre la cultura 24

humana (cf. Gaudium et Spes, n. 53). No hay cultura si no es del hombre, por el hombre y para el hombre.
Ésta abarca toda la actividad del hombre, su inteligencia y su afectividad, su búsqueda de sentido, sus
costumbres y sus recursos éticos. La cultura es de tal modo connatural al hombre, que la naturaleza de éste
no alcanza su expresión plena sino mediante la cultura. La puesta en juego de una pastoral de la cultura
consiste en restituirlo a su plenitud de criatura « a imagen y semejanza de Dios » (Gn 1, 26), sustrayéndolo a
la tentación antropocéntrica de considerarse independiente del Creador. Así pues, y esta observación es
capital para una pastoral de la cultura, « no se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura
concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el
progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este « algo » es
precisamente la naturaleza del hombre. Precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la
condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad
personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser » (Veritatis splendor n. 53).
La cultura, en su relación esencial con la verdad y el bien, no brota únicamente de la experiencia de
necesidades, de centros de interés o de exigencias elementales. « La dimensión primera y fundamental de la
cultura, subrayaba Juan Pablo II ante la UNESCO, es la sana moralidad: la cultura moral ».(7) « Las culturas,
cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del
hombre a lo universal y a la trascendencia » (Fides et Ratio, n. 70). Marcadas por el dinamismo de los hombres
y de la historia, en tensión hacia un cumplimiento (cf. ibid. n. 71), las culturas participan también del pecado
de aquéllos y requieren por ello el necesario discernimiento por parte de los cristianos. Cuando el Verbo de
Dios asume en la Encarnación la naturaleza humana en su dimensión histórica y concreta, excepto el pecado
(Heb 4, 15), la purifica y la lleva a su plenitud en el Espíritu Santo. Revelándose, Dios abre su corazón a los
hombres « con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí » y les hace descubrir en su lenguaje de
hombres los misterios de su amor « para invitarlos a entrar en comunión con El » (Dei Verbum, n. 2).
La buena noticia del Evangelio para las Culturas
3. Para revelarse, entrar en diálogo con los hombres e invitarlos a la salvación, Dios se ha escogido, de entre
el amplio abanico de las culturas milenarias nacidas del genio humano, un Pueblo, cuya cultura originaria Él
la ha penetrado, purificado y fecundado. La historia de la Alianza es la del surgimiento de una cultura
inspirada por Dios mismo a su pueblo. La Sagrada Escritura es el instrumento querido y usado por Dios para
revelarse, lo cual la eleva a un plano supracultural. « En la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a
hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios » (Dei Verbum, n. 11). En la Sagrada
Escritura, Palabra de Dios, que constituye la inculturación originaria de la fe en el Dios de Abraham, Dios de
Jesucristo, « las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se han hecho semejantes al habla humana
» (ibid., n. 13). El mensaje de la revelación, inscrito en la historia sagrada, se presenta siempre revestido de
un ropaje cultural del cual es indisociable, pues es parte integrante de aquélla. La Biblia, Palabra de Dios
expresada en el lenguaje de los hombres, constituye el arquetipo del encuentro fecundo entre la Palabra de
Dios y la cultura.
A este respecto, la vocación de Abraham es ilustradora: « Sal de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu
padre » (Gn 12, 1). « Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de
recibir en herencia y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra
extraña, habitando en tiendas [...] Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y
constructor es Dios » (Heb 11, 8-10). La historia del Pueblo de Dios comienza con una adhesión de fe que es
también una ruptura cultural, para culminar en la Cruz de Cristo, ruptura por excelencia, elevación de la
tierra, pero también centro de atracción que orienta la historia del mundo hacia Cristo y convoca en la unidad
a los hijos de Dios: « Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí » (Jn 12, 31).
La ruptura cultural con la cual se inicia la vocación de Abraham, « Padre de los creyentes », traduce lo que
acontece en lo profundo del corazón del hombre cuando Dios irrumpe en su existencia para revelarse y
suscitar el compromiso de todo su ser. Abraham es arrancado de raíz de su humus cultural y espiritual para
ser trasplantado por Dios, mediante la fe, a la tierra. Más aún, esta ruptura subraya la fundamental diferencia
de naturaleza entre la fe y la cultura. Contrariamente a los ídolos, que son producto de una cultura, el Dios
de Abraham es el totalmente otro. Mediante la revelación entra en la vida de Abraham. El tiempo cíclico de
las religiones antiguas ha caducado: con Abraham y el pueblo judío comienza un nuevo tiempo que se
convierte en la historia de los hombres en camino hacia Dios. No es un pueblo que se fabrica un dios; es Dios
que da nacimiento a su Pueblo como Pueblo de Dios.
La cultura bíblica ocupa por ello un puesto único. Es la cultura del Pueblo de Dios, en cuyo corazón Él se ha
encarnado. La promesa hecha a Abraham culmina en la glorificación de Cristo crucificado. El padre de los
creyentes, en tensión hacia el cumplimiento de la promesa, anuncia el sacrificio del Hijo de Dios sobre el
Magisterio sobre la cultura 25

leño de la cruz. En Cristo, que ha venido a recapitular el conjunto de la creación, el amor de Dios convoca a
todos los hombres a compartir la condición de hijos. El Dios totalmente otro se manifiesta en Jesucristo,
totalmente nuestro: « el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante
a los hombres » (Dei Verbum, n. 13). Así, la fe tiene el poder de alcanzar el corazón de toda cultura para
purificarla, fecundarla, enriquecerla y darle la posibilidad de desplegarse a la medida inconmensurable del
amor de Cristo. La recepción del mensaje de Cristo suscita así una cultura, cuyos dos constitutivos
fundamentales son, a título radicalmente nuevo, la persona y el amor. El amor redentor de Cristo descubre,
más allá de los límites naturales de las personas, su valor profundo, que se dilata bajo el régimen de la gracia,
don de Dios. Cristo es la fuente de esta civilización del amor, anhelada con nostalgia por los hombres tras la
caída del pecado, y que Juan Pablo II, después de Pablo VI, no cesa de invitarnos a realizar junto con todos
los hombres de buena voluntad. El vínculo fundamental del Evangelio, es decir, de Cristo y de la Iglesia, con
el hombre en su humanidad es creador de cultura en su fundamento mismo. Viviendo el Evangelio, —como
lo atestiguan dos mil años de historia— la Iglesia esclarece el sentido y el valor de la vida, amplía los
horizontes de la razón y afianza los fundamentos de la moral humana. La fe cristiana auténticamente vivida
revela en toda su profundidad la dignidad de la persona y la sublimidad de su vocación (cf. Redemptor
hominis, n. 10). Desde sus orígenes, el cristianismo se distingue por la inteligencia de la fe y la audacia de la
razón. Son testigos de ello los pioneros, como san Justino o san Clemente de Alejandría, Orígenes y los
Padres Capadocios. Este encuentro fecundo del Evangelio con las filosofías hasta nuestros días, ha sido
evocado por Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio (cf. n. 36-48). « El encuentro de la fe con las diversas
culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva » (ibid. n. 70), crea así una cultura original en los
contextos más diversos.
La evangelización y la inculturación
4. La evangelización propiamente dicha consiste en el anuncio explícito del misterio de salvación de Cristo
y de su mensaje, pues « Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad
» (1 Tm 2, 4). « Es, pues, necesario que todos se conviertan a Él, una vez conocido por la predicación del
Evangelio, y a Él y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se incorporen por el bautismo » (Ad Gentes, n. 7). La
novedad que brota incesantemente de la revelación de Dios « con hechos y palabras intrínsecamente conexos
entre sí » (Dei verbum, n. 2), comunicada por el Espíritu de Cristo que actúa en la Iglesia, manifiesta la verdad
acerca de Dios y la salvación del hombre. El anuncio de Jesucristo, « que es a la vez mediador y plenitud de
toda la revelación » (ibid.), saca a la luz los semina Verbi escondidos y a veces como enterrados en el corazón
de las culturas, y los abre a la medida misma de la capacidad de infinito que Él ha creado y que viene a colmar
en la admirable condescendencia de su Sabiduría eterna (Dei Verbum, n. 13), transformando su proyecto de
sentido en un objetivo de trascendencia, y las piedras de espera en puntos de amarre para la acogida del
Evangelio. Mediante el testimonio explícito de su fe, los discípulos de Jesús impregnan de Evangelio la
pluralidad de las culturas.
« Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con
su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad [...] Se trata también de alcanzar y
transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés,
las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en
contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación.
Lo que importa es evangelizar no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera
vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre, en el sentido rico y amplio
que tienen sus términos en la Gaudium et spes, tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo
siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.
El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son
independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido
por hombres profundamente vinculados a una cultura y la construcción del reino no puede por menos de
tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas,
Evangelio y evangelización, no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a
todas sin someterse a ninguna.
La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo [...] De ahí que hay que
hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las
culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva » (Evangelii Nuntiandi, nn. 18-
20). Para hacerlo es necesario anunciar el Evangelio en la lengua y la cultura de los hombres.
Esta Buena Nueva se dirige a la persona humana en su compleja totalidad, espiritual y moral, económica y
política, cultural y social. La Iglesia no duda en hablar de evangelización de las culturas, es decir, de las
Magisterio sobre la cultura 26

mentalidades, de las costumbres, de los comportamientos. « La nueva evangelización pide un esfuerzo lúcido,
serio y ordenado para evangelizar la cultura » (Ecclesia in America, n. 70).
Si las culturas, cuya totalidad está constituida por elementos heterogéneos, son cambiantes y caducas, el
primado de Cristo y la universalidad de su mensaje son fuente inagotable de vida (cf. Col 1, 8-12; Ef 1, 8) y
de comunión. Portadores de esta novedad absoluta de Cristo al corazón de las culturas, los misioneros del
Evangelio no cesan de rebasar los límites propios de cada cultura, sin dejarse encerrar en las perspectivas
terrestres de un mundo mejor. « Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), la Iglesia
o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al
contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la idiosincrasia de cada pueblo, en lo que
tienen de bueno, las favorece y asume » (Lumen Gentium, n. 13). El evangelizador, cuya propia fe está ligada
a una cultura, ha de dar abierto testimonio del puesto único de Cristo, de la sacramentalidad de su Iglesia, del
amor de sus discípulos a todo hombre y a « todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de
amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio » (Fil 4, 8), lo que implica el rechazo de
todo lo que es fuente o fruto del pecado en el corazón de las culturas.
5. « Un problema ulterior nace de la exigencia hoy intensamente sentida de la evangelización de las culturas
y de la inculturación del mensaje de la fe » (Pastores dabo vobis, n. 55). Una y otra caminan con igual paso,
en un proceso de mutuo intercambio que exige el ejercicio permanente de un discernimiento riguroso a la luz
del Evangelio, a fin de identificar valores y contravalores presentes en las culturas, construir sobre los
primeros y luchar enérgicamente contra los segundos. « Por medio de la inculturación la Iglesia encarna el
Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma
comunidad; transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y
renovándolas desde dentro. Por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de
lo que es e instrumento más apto para la misión » (Redemptoris missio, n. 52). « Necesaria y esencial »
(Pastores dabo vobis, n. 55), la inculturación, alejada igualmente del arqueologismo y del mimetismo
intramundano, « está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas ». «
En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a
abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos » (Fides et Ratio
n. 71).
En sintonía con las exigencias objetivas de la fe y la misión de evangelizar, la Iglesia tiene en cuenta este
dato esencial: el encuentro entre la fe y las culturas se opera entre dos realidades que no son del mismo orden.
Por tanto la inculturación de la fe y la evangelización de las culturas, constituyen como un binomio que
excluye toda forma de sincretismo.(8) Tal es « el sentido auténtico de la inculturación. Ésta, ante las culturas
más dispares y a veces contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia
al mandato de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta
obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio
penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con
la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación que proviene de Cristo »
(Pastores dabo vobis, n. 55). Los sucesivos sínodos de obispos no cesan de subrayar la particular importancia
para la evangelización de esta inculturación a la luz de los grandes misterios de la salvación: la encarnación
de Cristo, su Nacimiento, su Pasión y Pascua redentora, y Pentecostés, que por la fuerza del Espíritu, concede
a cada uno escuchar en su propia lengua las maravillas de Dios.(9) Las naciones convocadas en torno al
cenáculo el día de Pentecostés no han escuchado en sus respectivas lenguas un discurso sobre sus propias
culturas humanas, sino que se sorprenden de oír, cada uno en su lengua, a los apóstoles anunciar las maravillas
de Dios. Si bien es cierto que el mensaje evangélico no se puede aislar pura y simplemente de la cultura en
la que está inserto desde el principio, ni tampoco, sin graves pérdidas, de las culturas en las que ya se ha
expresado a lo largo de los siglos, sin embargo, la fuerza del Evangelio es en todas partes transformadora y
regeneradora (cf. Catechesi Tradendae, n. 53). « El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque
exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia,
favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicación en la verdad » (Fides
et Ratio, n. 71).
« Teniendo presente la relación estrecha y orgánica entre Jesucristo y la palabra que anuncia la Iglesia, la
inculturación del mensaje revelado tendrá que seguir la "lógica" propia del misterio de la Redención [...] Esta
kénosis necesaria para la exaltación, itinerario de Jesús y de cada uno de sus discípulos (cf. Flp 2, 6-9), es
iluminadora para el encuentro de las culturas con Cristo y su Evangelio. Cada cultura tiene necesidad de ser
transformada por los valores del Evangelio a la luz del misterio pascual » (Ecclesia in Africa n. 61). La ola
dominante de secularismo que se extiende a través de las culturas, idealiza a menudo, con la fuerza de
Magisterio sobre la cultura 27

sugestión de los medios, modelos de vida que son la antítesis de la cultura de las Bienaventuranzas y de la
imitación de Cristo pobre, casto, obediente y manso de corazón. De hecho, hay grandes obras culturales que
se inspiran en el pecado y pueden incitar al él. « La Iglesia, al proponer la Buena Nueva, denuncia y corrige
la presencia del pecado en las culturas; purifica y exorciza los desvalores. Establece por consiguiente, una
crítica de las culturas... crítica de las idolatrías, es decir, de los valores erigidos en ídolos, de aquellos valores,
que sin serlo, una cultura asume como absolutos ».(10)
Una pastoral de la cultura
6. Al servicio del anuncio de la Buena Nueva y por tanto del destino del hombre en el designio de Dios, la
pastoral de la cultura deriva de la misión misma de la Iglesia en el mundo contemporáneo, con una percepción
renovada de sus exigencias, expresada por el Concilio Vaticano II y los Sínodos de los Obispos. La toma de
conciencia de la dimensión cultural de la existencia humana entraña una atención particular hacia este campo
nuevo de la pastoral. Anclada en la antropología y la ética cristiana, esta pastoral anima un proyecto cultural
cristiano que permite a Cristo, Redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia (cf. Redemptor
Hominis, n. 1), renovar toda la vida de los hombres, « abriendo a su potencia salvadora los inmensos dominios
de la cultura ».(11) En este campo, las vías son prácticamente infinitas, pues la pastoral de la cultura se aplica
a las situaciones concretas a fin de abrirlas al mensaje universal del Evangelio.
Al servicio de la evangelización, que constituye la misión esencial de la Iglesia, su gracia y su vocación
propia, y su identidad más profunda (cf. Evangelii Nuntiandi, n. 14), la pastoral, a la búsqueda de « las formas
más adecuadas y eficaces de comunicar el mensaje evangélico a los hombres de nuestro tiempo » (ibid., n.
40), conjuga medios complementarios: « La evangelización, hemos dicho, es un paso complejo, con
elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, adhesión del corazón,
entrada en la comunidad, acogida de los signos, iniciativas de apostolado. Estos elementos pueden parecer
contrastantes, incluso exclusivos. En realidad son complementarios y mutuamente enriquecedores. Hay que
ver siempre cada uno de ellos integrado con los otros » (ibid., n. 24).
Una evangelización inculturada gracias a una pastoral concertada permite a la comunidad cristiana recibir,
celebrar, vivir, traducir su fe en su propia cultura, en « la compatibilidad con el Evangelio y la comunión con
la Iglesia universal » (Redemptoris Missio, n. 54). Traduce al mismo tiempo el carácter absolutamente nuevo
de la revelación en Jesucristo y la exigencia de conversión que brota del encuentro con el único salvador: «
He aquí que hago nuevas todas las cosas » (Ap 21, 5).
He aquí la importancia de la tarea propia de los teólogos y los pastores para la fiel inteligencia de la fe y el
discernimiento pastoral. La simpatía con la que tienen que abordar las culturas « sirviéndose de conceptos y
lenguas de los diversos pueblos » (Gaudium et Spes, n. 44) para expresar el mensaje de Cristo, no puede
alejarse de un discernimiento exigente frente a los grandes problemas que emergen de un análisis objetivo de
los fenómenos culturales contemporáneos. El peso de estos no puede ser ignorado por los pastores, pues está
en juego la conversión de las personas y, a través de ellas, de las culturas, la cristianización del ethos de los
pueblos (cf. Evangelii nuntiandi, n. 20).

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia

2. El servicio a la cultura
554 La cultura debe constituir un campo privilegiado de presencia y de compromiso para la Iglesia y para
cada uno de los cristianos. La separación entre la fe cristiana y la vida cotidiana es juzgada por el Concilio
Vaticano II como uno de los errores más graves de nuestro tiempo. El extravío del horizonte metafísico; la
pérdida de la nostalgia de Dios en el narcisismo egoísta y en la sobreabundancia de medios propia de un estilo
de vida consumista; el primado atribuido a la tecnología y a la investigación científica como fin en sí misma;
la exaltación de la apariencia, de la búsqueda de la imagen, de las técnicas de la comunicación: todos estos
fenómenos deben ser comprendidos en sus aspectos culturales y relacionados con el tema central de la
persona humana, de su crecimiento integral, de su capacidad de comunicación y de relación con los demás
hombres, de su continuo interrogarse acerca de las grandes cuestiones que connotan la existencia. Téngase
presente que « la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre,
“es” más, accede más al “ser” ».
555 Un campo particular de compromiso de los fieles laicos debe ser la promoción de una cultura social y
política inspirada en el Evangelio. La historia reciente ha mostrado la debilidad y el fracaso radical de algunas
perspectivas culturales ampliamente compartidas y dominantes durante largo tiempo, en especial a nivel
político y social. En este ámbito, especialmente en los decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los
Magisterio sobre la cultura 28

católicos, en diversos países, han sabido desarrollar un elevado compromiso, que da testimonio, hoy con
evidencia cada vez mayor, de la consistencia de su inspiración y de su patrimonio de valores. El compromiso
social y político de los católicos, en efecto, nunca se ha limitado a la mera transformación de las estructuras,
porque está impulsado en su base por una cultura que acoge y da razón de las instancias que derivan de la fe
y de la moral, colocándolas como fundamento y objetivo de proyectos concretos. Cuando esta conciencia
falta, los mismos católicos se condenan a la dispersión cultural, empobreciendo y limitando sus propuestas.
Presentar en términos culturales actualizados el patrimonio de la Tradición católica, sus valores, sus
contenidos, toda la herencia espiritual, intelectual y moral del catolicismo, es también hoy la urgencia
prioritaria. La fe en Jesucristo, que se definió a sí mismo « el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14,6), impulsa
a los cristianos a cimentarse con empeño siempre renovado en la construcción de una cultura social y política
inspirada en el Evangelio.
556 La perfección integral de la persona y el bien de toda la sociedad son los fines esenciales de la cultura:
la dimensión ética de la cultura es, por tanto, una prioridad en la acción social y política de los fieles laicos.
El descuido de esta dimensión transforma fácilmente la cultura en un instrumento de empobrecimiento de la
humanidad. Una cultura puede volverse estéril y encaminarse a la decadencia, cuando « se encierra en sí
misma y trata de perpetuar formas de vida anticuadas, rechazando cualquier cambio y confrontación sobre la
verdad del hombre ». La formación de una cultura capaz de enriquecer al hombre requiere por el contrario
un empeño pleno de la persona, que despliega en ella toda su creatividad, su inteligencia, su conocimiento
del mundo y de los hombres, y ahí emplea, además, su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de
solidaridad y de disponibilidad para promover el bien común.
557 El compromiso social y político del fiel laico en ámbito cultural comporta actualmente algunas
direcciones precisas. La primera es la que busca asegurar a todos y cada uno el derecho a una cultura
humana y civil, « exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o
condición social ». Este derecho implica el derecho de las familias y de las personas a una escuela libre y
abierta; la libertad de acceso a los medios de comunicación social, para lo cual se debe evitar cualquier forma
de monopolio y de control ideológico; la libertad de investigación, de divulgación del pensamiento, de debate
y de confrontación. En la raíz de la pobreza de tantos pueblos se hallan también formas diversas de indigencia
cultural y de derechos culturales no reconocidos. El compromiso por la educación y la formación de la
persona constituye, en todo momento, la primera solicitud de la acción social de los cristianos.
558 El segundo desafío para el compromiso del cristiano laico se refiere al contenido de la cultura, es decir,
a la verdad. La cuestión de la verdad es esencial para la cultura, porque todos los hombres tienen « el deber
de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan los valores de la inteligencia,
voluntad, conciencia y fraternidad ». Una correcta antropología es el criterio que ilumina y verifica las
diversas formas culturales históricas. El compromiso del cristiano en ámbito cultural se opone a todas las
visiones reductivas e ideológicas del hombre y de la vida. El dinamismo de apertura a la verdad está
garantizado ante todo por el hecho que « las culturas de las diversas Naciones son, en el fondo, otras tantas
maneras diversas de plantear la pregunta acerca del sentido de la existencia personal ».
559 Los cristianos deben trabajar generosamente para dar su pleno valor a la dimensión religiosa de la
cultura: esta tarea, es sumamente importante y urgente para lograr la calidad de la vida humana, en el plano
social e individual. La pregunta que proviene del misterio de la vida y remite al misterio más grande, el de
Dios, está, en efecto, en el centro de toda cultura; cancelar este ámbito comporta la corrupción de la cultura
y de la vida moral de las Naciones. La auténtica dimensión religiosa es constitutiva del hombre y le permite
captar en sus diversas actividades el horizonte en el que ellas encuentran significado y dirección. La
religiosidad o espiritualidad del hombre se manifiesta en las formas de la cultura, a las que da vitalidad e
inspiración. De ello dan testimonio innumerables obras de arte de todos los tiempos. Cuando se niega la
dimensión religiosa de una persona o de un pueblo, la misma cultura se deteriora; llegando, en ocasiones,
hasta el punto de hacerla desaparecer.
560 En la promoción de una auténtica cultura, los fieles laicos darán gran relieve a los medios de
comunicación social, considerando sobre todo los contenidos de las innumerables decisiones realizadas por
las personas: todas estas decisiones, si bien varían de un grupo a otro y de persona a persona, tienen un peso
moral, y deben ser evaluadas bajo este perfil. Para elegir correctamente, es necesario conocer las normas de
orden moral y aplicarlas fielmente. La Iglesia ofrece una extensa tradición de sabiduría,
radicada en la Revelación divina y en la reflexión humana, cuya orientación teológica es un correctivo
importante « tanto para la “solución “atea”, que priva al hombre de una parte esencial, la espiritual, como
para las soluciones permisivas o consumísticas, las cuales con diversos pretextos tratan de convencerlo de su
independencia de toda ley y de Dios mismo ». Más que juzgar los medios de comunicación social, esta
Magisterio sobre la cultura 29

tradición se pone a su servicio: « La cultura de la sabiduría, propia de la Iglesia puede evitar que la cultura
de la información, propia de los medios de comunicación, se convierta en una acumulación de hechos sin
sentido ».
561 Los fieles laicos considerarán los medios de comunicación como posibles y potentes instrumentos de
solidaridad: « La solidaridad aparece como una consecuencia de una información verdadera y justa, y de la
libre circulación de las ideas, que favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo ». Esto no sucede si los
medios de comunicación social se usan para edificar y sostener sistemas económicos al servicio de la avidez
y de la ambición. La decisión de ignorar completamente algunos aspectos del sufrimiento humano ocasionado
por graves injusticias supone una elección indefendible. Las estructuras y las políticas de comunicación y
distribución de la tecnología son factores que contribuyen a que algunas personas sean «ricas» de
información y otras « pobres » de información, en una época en que la prosperidad y hasta la supervivencia
dependen de la información. De este modo los medios de comunicación social contribuyen a las injusticias
y desequilibrios que causan ese mismo dolor que después reportan como información. Las tecnologías de la
comunicación y de la información, junto a la formación en su uso, deben apuntar a eliminar estas injusticias
y desequilibrios.
562 Los profesionales de estos medios no son los únicos que tienen deberes éticos. También los usuarios
tienen obligaciones. Los operadores que intentan asumir sus responsabilidades merecen un público
consciente de las propias. El primer deber de los usuarios de las comunicaciones sociales consiste en el
discernimiento y la selección. Los padres, las familias y la Iglesia tienen responsabilidades precisas e
irrenunciables. Cuantos se relacionan en formas diversas con el campo de las comunicaciones sociales, deben
tener en cuenta la amonestación fuerte y clara de San Pablo: « Por tanto, desechando la mentira, hablad con
verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros... No salga de vuestra boca
palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os
escuchen » (Ef 4,25.29). Las exigencias éticas esenciales de los medios de comunicación social son, el
servicio a la persona mediante la edificación de una comunidad humana basada en la solidaridad, en la justicia
y en el amor y la difusión de la verdad sobre la vida humana y su realización final en Dios. A la luz de la fe,
la comunicación humana se debe considerar un recorrido de Babel a Pentecostés, es decir, el compromiso,
personal y social, de superar el colapso de la comunicación (cf. Gn 11,4-8) abriéndose al don de lenguas (cf.
Hch 2,5-11), a la comunicación restablecida con la fuerza del Espíritu, enviado por el Hijo.

CELAM, Documento de Puebla

2. Evangelización de la cultura
2.1. Cultura y culturas
385. Nuevo y valioso aporte pastoral de la Exhortación Evangelii nuntiandi es el llamado de Pablo VI a
enfrentar la tarea de la evangelización de la cultura y de las culturas (EN 20).
386. Con la palabra «cultura» se indica el modo particular como, en un pueblo, los hombres cultivan su
relación con la naturaleza, entre sí mismos y con Dios (GS 53b) de modo que puedan llegar a «un nivel
verdadera y plenamente humano» (GS 53a). Es «el estilo de vida común» (GS 53c) que caracteriza a los
diversos pueblos; por ello se habla de «pluralidad de culturas» (GS 53c) .
387. La cultura así entendida, abarca la totalidad de la vida de un pueblo: el conjunto de valores que lo animan
y de desvalores que lo debilitan y que al ser participados en común por sus miembros, los reúne en base a
una misma «conciencia colectiva» (EN 18). La cultura comprende, asimismo, las formas a través de las cuales
aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones
y estructuras de convivencia social, cuando no son impedidas o reprimidas por la intervención de otras
culturas dominantes.
388. En el cuadro de esta totalidad, la evangelización busca alcanzar la raíz de la cultura, la zona de sus
valores fundamentales, suscitando una conversión que pueda ser base y garantía de la transformación de las
estructuras y del ambiente social.
389. Lo esencial de la cultura está constituido por la actitud con que un pueblo afirma o niega una vinculación
religiosa con Dios, por los valores o desvalores religiosos. Éstos tienen que ver con el sentido último de la
existencia y radican en aquella zona más profunda, donde el hombre encuentra respuestas a las preguntas
básicas y definitivas que lo acosan, sea que se las proporcionen con una orientación positivamente religiosa
o, por el contrario, atea. De aquí que la religión o la irreligión sean inspiradoras de todos los restantes órdenes
Magisterio sobre la cultura 30

de la cultura —familiar, económico, político, artístico, etc.— en cuanto los libera hacia lo trascendente o los
encierra en su propio sentido inmanente.
390. La evangelización, que tiene en cuenta a todo el hombre, busca alcanzarlo en su totalidad, a partir de su
dimensión religiosa.
391. La cultura es una actividad creadora del hombre, con la que responde a la vocación de Dios, que le pide
perfeccionar toda la creación (Gén) y en ella sus propias capacidades y cualidades espirituales y corporales.
392. La cultura se va formando y se transforma en base a la continua experiencia histórica y vital de los
pueblos; se transmite a través del proceso de tradición generacional. El hombre, pues, nace y se desarrolla en
el seno de una determinada sociedad, condicionado y enriquecido por una cultura particular; la recibe, la
modifica creativamente y la sigue transmitiendo. La cultura es una realidad histórica y social.
393. Siempre sometidas a nuevos desarrollos, al recíproco encuentro e interpretación, las culturas pasan, en
su proceso histórico, por períodos en que se ven desafiadas por nuevos valores o desvalores, por la necesidad
de realización de nuevas síntesis vitales. La Iglesia se siente llamada a estar presente con el Evangelio,
particularmente en los períodos en que decaen y mueren viejas formas según las cuales el hombre ha
organizado sus valores y su convivencia, para dar lugar a nuevas síntesis. Es mejor evangelizar las nuevas
formas culturales en su mismo nacimiento y no cuando ya están crecidas y estabilizadas. Éste es el actual
desafío global que enfrenta la Iglesia, ya que «se puede hablar con razón de una nueva época de la historia
humana» (GS 54). Por esto, la Iglesia latinoamericana busca dar un nuevo impulso a la evangelización de
nuestro Continente.
2.2. Opción pastoral de la Iglesia latinoamericana: la evangelización de la propia cultura, en el presente y
hacia el futuro
Finalidad de la Evangelización
394. Cristo envió a su Iglesia a anunciar el Evangelio a todos los hombres, a todos los pueblos. Puesto que
cada hombre nace en el seno de una cultura, la Iglesia busca alcanzar, con su acción evangelizadora, no
solamente al individuo, sino a la cultura del pueblo. Trata de «alcanzar y transformar con la fuerza del
Evangelio, los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento,
las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios
y con el designio de salvación. Podríamos expresar todo esto diciendo: lo que importa es evangelizar, no de
una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital en profundidad y hasta sus mismas
raíces la cultura y las culturas del hombre» (EN 19-20).
Opción pastoral
395. La acción evangelizadora de nuestra Iglesia latinoamericana ha de tener como meta general la constante
renovación y transformación evangélica de nuestra cultura. Es decir, la penetración por el Evangelio de los
valores y criterios que la inspiran, la conversión de los hombres que viven según esos valores y el cambio
que, para ser más plenamente humanas, requieren las estructuras en que aquéllos viven y se expresan.
396. Para ello, es de primera importancia atender a la religión de nuestros pueblos, no sólo asumiéndola como
objeto de evangelización, sino también, por estar ya evangelizada, como fuerza activamente evangelizadora.
2.3. Iglesia, fe y cultura
Amor a los pueblos y conocimiento de su cultura
397. Para desarrollar su acción evangelizadora con realismo, la Iglesia ha de conocer la cultura de América
Latina. Pero parte, ante todo, de una profunda actitud de amor a los pueblos. De esta suerte, no sólo por vía
científica, sino también por la connatural capacidad de comprensión afectiva que da el amor, podrá conocer
y discernir las modalidades propias de nuestra cultura, sus crisis y desafíos históricos y solidarizarse, en
consecuencia, con ella en el seno de su historia.
398. Un criterio importante que ha de guiar a la Iglesia en su esfuerzo de conocimiento es el siguiente: hay
que atender hacia dónde se dirige el movimiento general de la cultura más que a sus enclaves detenidos en el
pasado; a las expresiones actualmente vigentes más que a las meramente folklóricas.
399. La tarea de la evangelización de la cultura en nuestro continente debe ser enfocada sobre el telón de
fondo de una arraigada tradición cultural, desafiada por el proceso de cambio cultural que América Latina y
el mundo entero vienen viviendo en los tiempos modernos y que actualmente llega a su punto de crisis.
Encuentro de la fe con las culturas
400. La Iglesia, Pueblo de Dios, cuando anuncia el Evangelio y los pueblos acogen la fe, se encarna en ellos
y asume sus culturas. Instaura así, no una identificación, sino una estrecha vinculación con ella. Por una parte,
en efecto, la fe transmitida por la Iglesia es vivida a partir de una cultura presupuesta, esto es, por creyentes
«vinculados profundamente a una cultura y la construcción del Reino no puede por menos de tomar los
Magisterio sobre la cultura 31

elementos de las culturas humanas». Por otra parte permanece válido, en el orden pastoral, el principio de
encarnación formulado por San Ireneo: «Lo que no es asumido no es redimido».
El principio general de encarnación se concreta en diversos criterios particulares:
401. Las culturas no son terreno vacío, carente de auténticos valores. La evangelización de la Iglesia no es
un proceso de destrucción, sino de consolidación y fortalecimiento de dichos valores; una contribución al
crecimiento de los «gérmenes del Verbo» presentes en las culturas.
402. Con mayor interés asume la Iglesia los valores específicamente cristianos que encuentra en los pueblos
ya evangelizados y que son vividos por éstos según su propia modalidad cultural.
403. La Iglesia parte en su evangelización de aquellas semillas esparcidas por Cristo y de estos valores, frutos
de su propia evangelización.
404. Todo esto implica que la Iglesia —obviamente la Iglesia particular— se esmere en adaptarse, realizando
el esfuerzo de un trasvasamiento del mensaje evangélico al lenguaje antropológico y a los símbolos de la
cultura en la que se inserta.
405. La Iglesia, al proponer la Buena Nueva, denuncia y corrige la presencia del pecado en las culturas;
purifica y exorciza los desvalores. Establece, por consiguiente, una crítica de las culturas. Ya que el reverso
del anuncio del Reino de Dios es la crítica de las idolatrías, esto es, de los valores erigidos en ídolos o de
aquellos valores que, sin serlo, una cultura asume como absolutos. La Iglesia tiene la misión de dar testimonio
del «verdadero Dios y del único Señor».
406. Por lo cual, no puede verse como un atropello la evangelización que invita a abandonar falsas
concepciones de Dios, conductas antinaturales y aberrantes manipulaciones del hombre por el hombre.
407. La tarea específica de la evangelización consiste en «anunciar a Cristo» e invitar a las culturas no a
quedar bajo un marco eclesiástico, sino a acoger por la fe el señorío espiritual de Cristo, fuera de cuya verdad
y gracia no podrán encontrar su plenitud. De este modo, por la evangelización, la Iglesia busca que las culturas
sean renovadas, elevadas y perfeccionadas por la presencia activa del Resucitado, centro de la historia, y de
su Espíritu (EN 18, 20, 23; GS 58d, 61a).
2.4. Evangelización de la cultura en América Latina
Hemos indicado los criterios fundamentales que orientan la acción evangelizadora de las culturas.
408. Nuestra Iglesia, por su parte, realiza dicha acción en esta particular área humana de América Latina. Su
proceso histórico cultural ha sido ya descrito.
Retomamos ahora brevemente los principales datos establecidos en la primera parte de este Documento, para
poder discernir los desafíos y problemas que el momento presente plantea a la evangelización.
Tipos de cultura y etapas del proceso cultural
409. América Latina tiene su origen en el encuentro de la raza hispanolusitana con las culturas precolombinas
y las africanas. El mestizaje racial y cultural ha marcado fundamentalmente este proceso y su dinámica indica
que lo seguirá marcando en el futuro.
410. Este hecho no puede hacernos desconocer la persistencia de diversas culturas indígenas o afroamericanas
en estado puro y la existencia de grupos con diversos grados de integración nacional.
411. Posteriormente, durante los últimos siglos, afluyen nuevas corrientes inmigratorias, sobre todo en el
Cono Sur, las cuales aportan modalidades propias, integrándose básicamente al sedimento cultural
preyacente.
412. En la primera época del siglo XVI al XVIII, se echan las bases de la cultura latinoamericana y de su real
sustrato católico. Su evangelización fue suficientemente profunda para que la fe pasara a ser constitutiva de
su ser y de su identidad, otorgándole la unidad espiritual que subsiste pese a la ulterior división en diversas
naciones, y a verse afectada por desgarramientos en el nivel económico, político y social.
413. Esta cultura, impregnada de fe y con frecuencia sin una conveniente catequesis, se manifiesta en las
actitudes propias de la religión de nuestro pueblo, penetradas de un hondo sentido de la trascendencia y, a la
vez, de la cercanía de Dios. Se traduce en una sabiduría popular con rasgos contemplativos, que orienta el
modo peculiar como nuestros hombres viven su relación con la naturaleza y con los demás hombres; en un
sentido del trabajo y de la fiesta, de la solidaridad, de la amistad y el parentesco. También en el sentimiento
de su propia dignidad, que no ven disminuida por su vida pobre y sencilla.
414. Es una cultura que, conservada en un modo más vivo y articulador de toda la existencia en los sectores
pobres, está sellada particularmente por el corazón y su intuición. Se expresa no tanto en las categorías y
organización mental características de las ciencias, cuanto en la plasmación artística, en la piedad hecha vida
y en los espacios de convivencia solidaria.
Magisterio sobre la cultura 32

415. Esta cultura, la mestiza primero y luego, paulatinamente, la de los diversos enclaves indígenas y
afroamericanos, comienza desde el siglo XVIII a sufrir el impacto del advenimiento de la civilización urbano-
industrial, dominada por lo físico-matemático y por la mentalidad de eficiencia.
416. Esta civilización está acompañada por fuertes tendencias a la personalización y a la socialización.
Produce una acentuada aceleración de la historia que exige a todos los pueblos gran esfuerzo de asimilación
y creatividad, si no quieren que sus culturas queden postergadas o aun eliminadas.
417. La cultura urbano-industrial, con su consecuencia de intensa proletarización de sectores sociales y hasta
de diversos pueblos, es controlada por las grandes potencias poseedoras de la ciencia y de la técnica. Dicho
proceso histórico tiende a agudizar cada vez más el problema de la dependencia y de la pobreza.
418. El advenimiento de la civilización urbano-industrial acarrea también problemas en el plano ideológico
y llega a amenazar las mismas raíces de nuestra cultura, ya que dicha civilización nos llega, de hecho, en su
real proceso histórico, impregnada de racionalismo e inspirada en dos ideologías dominantes: el liberalismo
y el colectivismo marxista. En ambas anida la tendencia no sólo a una legítima y deseable secularización,
sino también al «secularismo».
419. En el cuadro de este proceso histórico surgen en nuestro continente fenómenos y problemas particulares
e importantes: la intensificación de las migraciones y de los desplazamientos de población del agro hacia la
ciudad; la presencia de fenómenos religiosos como el de la invasión de sectas, que no por aparecer marginales,
el evangelizador puede desconocer; el enorme influjo de los Medios de Comunicación Social como vehículos
de nuevas pautas y modelos culturales; el anhelo de la mujer por su promoción, de acuerdo con su dignidad
y peculiaridad en el conjunto de la sociedad; la emergencia de un mundo obrero que será decisivo en la nueva
configuración de nuestra cultura.
La acción evangelizadora: desafíos y problemas
420. Los hechos recién indicados marcan los desafíos que ha de enfrentar la Iglesia. En ellos se manifiestan
los signos de los tiempos, los indicadores del futuro hacia donde va el movimiento de la cultura. La Iglesia
debe discernirlos, para poder consolidar los valores y derrocar los ídolos que alientan este proceso histórico.
La adveniente cultura universal
421. La cultura urbano-industrial, inspirada por la mentalidad científico-técnica, impulsada por las grandes
potencias y marcada por las ideologías mencionadas, pretende ser universal. Los pueblos, las culturas
particulares, los diversos grupos humanos, son invitados, más aún, constreñidos a integrarse en ella.
422. En América Latina esta tendencia reactualiza el problema de la integración de las etnias indígenas en el
cuadro político y cultural de las naciones, precisamente por verse éstas compelidas a avanzar hacia un mayor
desarrollo, a ganar nuevas tierras y brazos para una producción más eficaz; para poder integrarse con mayor
dinamismo en el curso acelerado de la civilización universal.
423. Los niveles que presenta esta nueva universalidad son distintos: el de los elementos científicos y técnicos
como instrumentos de desarrollo; el de ciertos valores que se ven acentuados, como los del trabajo y de una
mayor posesión de bienes de consumo; el de un «estilo de vida» total que lleva consigo una determinada
jerarquía de valores y preferencias.
424. En esta encrucijada histórica, algunos grupos étnicos y sociales se repliegan, defendiendo su propia
cultura, en un aislacionismo infructuoso; otros, en cambio, se dejan absorber fácilmente por los estilos de
vida que instaura el nuevo tipo de cultura universal.
425. La Iglesia, en su tarea evangelizadora, procede con fino y laborioso discernimiento. Por sus propios
principios evangélicos, mira con satisfacción los impulsos de la humanidad hacia la integración y la comunión
universal. En virtud de su misión específica, se siente enviada, no para destruir, sino para ayudar a las culturas
a consolidarse en su propio ser e identidad, convocando a los hombres de todas las razas y pueblos a reunirse,
por la fe, bajo Cristo, en el mismo y único Pueblo de Dios.
426. La Iglesia promueve y fomenta incluso lo que va más allá de esta unión católica en la misma fe y que
se concreta en formas de comunión entre las culturas y de integración justa en los niveles económico, social
y político.
427. Pero ella pone en cuestión, como es obvio, aquella «universalidad», sinónimo de nivelación y
uniformidad, que no respeta las diferentes culturas, debilitándolas, absorbiéndolas o eliminándolas. Con
mayor razón la Iglesia no acepta aquella instrumentalización de la universalidad que equivale a la unificación
de la humanidad por vía de una injusta e hiriente supremacía y dominación de unos pueblos o sectores sociales
sobre otros pueblos y sectores.
428. La Iglesia de América Latina se propone reanudar con renovado vigor la evangelización de la cultura de
nuestros pueblos y de los diversos grupos étnicos para que germine o sea reavivada la fe evangélica y para
que ésta, como base de comunión, se proyecte hacia formas de integración justa en los cuadros respectivos
Magisterio sobre la cultura 33

de una nacionalidad, de una gran patria latinoamericana y de una integración universal que permita a nuestros
pueblos el desarrollo de su propia cultura, capaz de asimilar de modo propio los hallazgos científicos y
técnicos.
La ciudad
429. En el tránsito de la cultura agraria a la urbano-industrial, la ciudad se convierte en motor de la nueva
civilización universal. Este hecho requiere un nuevo discernimiento por parte de la Iglesia. Globalmente,
debe inspirarse en la visión de la Biblia, la cual a la vez que comprueba positivamente la tendencia de los
hombres a la creación de ciudades donde convivir de un modo más asociado y humano, es crítica de la
dimensión inhumana y del pecado que se origina en ellas.
430. Por lo mismo, en las actuales circunstancias, la Iglesia no alienta el ideal de la creación de megápolis
que se tornan irremediablemente inhumanas, como tampoco de una industrialización excesivamente
acelerada que las actuales generaciones tengan que pagar a costo de su misma felicidad, con sacrificios
desproporcionados.
431. Por otra parte, reconoce que la vida urbana y el cambio industrial ponen al descubierto problemas hasta
ahora no conocidos. En su seno se trastornan los modos de vida y las estructuras habituales de la existencia:
la familia, la vecindad, la organización del trabajo. Se trastornan, por lo mismo, las condiciones de vida del
hombre religioso, de los fieles y de la comunidad cristiana.
Las anteriores características constituyen rasgos del llamado «proceso de secularización», ligado
evidentemente a la emergencia de la ciencia y de la técnica y a la urbanización creciente.
432. No hay por qué pensar que las formas esenciales de la conciencia religiosa estén exclusivamente ligadas
con la cultura agraria. Es falso que el paso a la civilización urbano-industrial acarrea necesariamente la
abolición de la religión. Sin embargo, constituye un evidente desafío, al condicionar con nuevas formas y
estructuras de vida, la conciencia religiosa y la vida cristiana.
433. La Iglesia se encuentra así ante el desafío de renovar su evangelización, de modo que pueda ayudar a
los fieles a vivir su vida cristiana en el cuadro de los nuevos condicionamientos que la sociedad urbano-
industrial crea para la vida de santidad; para la oración y la contemplación; para las relaciones entre los
hombres, que se tornan anónimas y arraigadas en lo meramente funcional; para una nueva vivencia del
trabajo, de la producción y del consumo.
El secularismo
434. La Iglesia asume el proceso de la secularización en el sentido de una legítima autonomía de lo secular
como justo y deseable según lo entienden la Gaudium et Spes y la Evangelii Nuntiandi. Sin embargo, el paso
a la civilización urbano-industrial, considerado no en abstracto, sino en su real proceso histórico occidental,
viene inspirado por la ideología que llamamos «secularismo».
435. En su esencia, el secularismo separa y opone al hombre con respecto a Dios; concibe la construcción de
la historia como responsabilidad exclusiva del hombre, considerado en su mera inmanencia. Se trata de «una
concepción del mundo según la cual éste último se explica por sí mismo, sin que sea necesario recurrir a
Dios: Dios resultaría, pues, superfluo y hasta un obstáculo. Dicho secularismo, para reconocer el poder del
hombre, acaba por sobrepasar a Dios e incluso por renegar de Él. Nuevas formas de ateísmo —un ateísmo
antropocéntrico, no ya abstracto y metafísico, sino práctico y militante— parece desprenderse de él. En unión
con este secularismo ateo se nos propone todos los días, bajo las formas más distintas, una civilización de
consumo, el hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones
de todo género: constituyen otras tantas inclinaciones inhumanas de este «humanismo» (EN 55).
436. La Iglesia, pues, en su tarea de evangelizar y suscitar la fe en Dios, Padre providente y en Jesucristo,
activamente presente en la historia humana, experimenta un enfrentamiento radical con este movimiento
secularista. Ve en él una amenaza a la fe y a la misma cultura de nuestros pueblos latinoamericanos. Por eso,
uno de los fundamentales cometidos del nuevo impulso evangelizador ha de ser actualizar y reorganizar el
anuncio del contenido de la evangelización partiendo de la misma fe de nuestros pueblos, de modo que éstos
puedan asumir los valores de la nueva civilización urbano-industrial, en una síntesis vital cuyo fundamento
siga siendo la fe en Dios y no el ateísmo, consecuencia lógica de la tendencia secularista.
Conversión y estructuras
Se ha señalado la incoherencia entre la cultura de nuestros pueblos, cuyos valores están impregnados de fe
cristiana, y la condición de pobreza en que a menudo permanecen retenidos injustamente.
437. Sin duda, las situaciones de injusticia y de pobreza aguda son un índice acusador de que la fe no ha
tenido la fuerza necesaria para penetrar los criterios y las decisiones de los sectores responsables del liderazgo
ideológico y de la organización de la convivencia social y económica de nuestros pueblos. En pueblos de
arraigada fe cristiana se han impuesto estructuras generadoras de injusticia. Éstas que están en conexión con
Magisterio sobre la cultura 34

el proceso de expansión del capitalismo liberal y que en algunas partes se transforman en otras inspiradas por
el colectivismo marxista, nacen de las ideologías de culturas dominantes y son incoherentes con la fe propia
de nuestra cultura popular.
438. La Iglesia llama, pues, a una renovada conversión en el plano de los valores culturales, para que desde
allí se impregnen las estructuras de convivencia con espíritu evangélico. Al llamar a una revitalización de los
valores evangélicos, urge a una rápida y profunda transformación de las estructuras, ya que éstas están
llamadas, por su misma naturaleza, a contener el mal que nace del corazón del hombre, y que se manifiesta
también en forma social y a servir como condiciones pedagógicas para una conversión interior, en el plano
de los valores.
Otros problemas
439. En el marco de esta situación general y de sus desafíos globales, se inscriben algunos problemas
particulares de importancia que la Iglesia ha de atender en su nuevo impulso evangelizador. Éstos son: la
organización de una adecuada catequesis partiendo de un debido conocimiento de las condiciones culturales
de nuestros pueblos y de una compenetración con su estilo de vida, con suficientes agentes pastorales
autóctonos y diversificados, que satisfagan el derecho de nuestros pueblos y de nuestros pobres a no quedar
sumidos en la ignorancia o en niveles de formación rudimentarios de su fe.
440. Un planteamiento crítico y constructivo del sistema educativo en América Latina.
441. La necesidad de trazar criterios y caminos, basados en la experiencia y la imaginación, para una pastoral
de la ciudad, donde se gestan los nuevos modos de cultura, a la vez que el aumento del esfuerzo evangelizador
y promotor de los grupos indígenas y afroamericanos.
442. La instauración de una nueva presencia evangelizadora de la Iglesia en el mundo obrero, en las élites
intelectuales y entre las artísticas.
443. El aporte humanista y evangelizador de la Iglesia para la promoción de la mujer, conforme a su propia
identidad específica.

CELAM, Documento de Santo Domingo

Capítulo III
LA CULTURA CRISTIANA
Introducción
228. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés (cf. Hch 2,1-11) pone de manifiesto la universalidad del
mandato evangelizador: pretende llegar a toda cultura. Manifiesta también la diversidad cultural de los fieles,
cuando oían hablar a los apóstoles cada uno en su propia lengua.
Nace la cultura con el mandato inicial de Dios a los seres humanos: crecer y multiplicarse, llenar la tierra y
someterla (cf. Gén 1,28-30). En esa forma la cultura es cultivo y expresión de todo lo humano en relación
amorosa con la naturaleza y en la dimensión comunitaria de los pueblos.
Cuando Jesucristo, en la encarnación, asume y expresa todo lo humano, excepto el pecado, entonces el Verbo
de Dios entra en la cultura. Así, Jesucristo es la medida de todo lo humano y por tanto también de la cultura.
Él, que se encarnó en la cultura de su pueblo, trae para cada cultura histórica el don de la purificación y de la
plenitud. Todos los valores y expresiones culturales que puedan dirigirse a Cristo promueven lo auténtico
humano. Lo que no pasa por Cristo no podrá quedar redimido.
229. Por nuestra adhesión radical a Cristo en el bautismo nos hemos comprometido a procurar que la fe,
plenamente anunciada, pensada y vivida, llegue a hacerse cultura. Así, podemos hablar de una cultura
cristiana cuando el sentir común de la vida de un pueblo ha sido penetrado interiormente, hasta «situar el
mensaje evangélico en la base de su pensar, en sus principios fundamentales de vida, en sus criterios de juicio,
en sus normas de acción» (Juan Pablo II, Discurso inaugural, 24) y de allí «se proyecta en el ethos del
pueblo... en sus instituciones y en todas sus estructuras» (ib., 20).
Esta evangelización de la cultura, que la invade hasta su núcleo dinámico, se manifiesta en el proceso de
inculturación, al que Juan Pablo II ha llamado «centro, medio y objetivo de la Nueva Evangelización» (Juan
Pablo II, Discurso al Consejo Internacional de Catequesis, 26.9.92): Los auténticos valores culturales,
discernidos y asumidos por la fe, son necesarios para encarnar en esa misma cultura el mensaje evangélico y
la reflexión y praxis de la Iglesia.
La Virgen María acompaña a los apóstoles cuando el Espíritu de Jesús resucitado penetra y transforma los
pueblos de las diversas culturas. María, que es modelo de la Iglesia, también es modelo de la evangelización
de la cultura. Es la mujer judía que representa al pueblo de la Antigua Alianza con toda su realidad cultural.
Magisterio sobre la cultura 35

Pero se abre a la novedad del Evangelio y está presente en nuestras tierras como Madre común tanto de los
aborígenes como de los que han llegado, propiciando desde el principio la nueva síntesis cultural que es
América Latina y el Caribe.
Inculturación del Evangelio
230. Puesto que estamos ante «una crisis cultural de proporciones insospechadas» (Juan Pablo II, Discurso
inaugural, 21) en la cual van desapareciendo valores evangélicos y aun humanos fundamentales, se presenta
a la Iglesia un desafío gigantesco para una nueva Evangelización, al cual se propone responder con el esfuerzo
de la inculturación del Evangelio. Es necesario inculturar el Evangelio a la luz de los tres grandes misterios
de la salvación: la Navidad, que muestra el camino de la Encarnación y mueve al evangelizador a compartir
su vida con el evangelizado; la Pascua, que conduce a través del sufrimiento a la purificación de los pecados,
para que sean redimidos; y Pentecostés, que por la fuerza del Espíritu posibilita a todos entender en su propia
lengua las maravillas de Dios.
La inculturación del Evangelio es un proceso que supone reconocimiento de los valores evangélicos que se
han mantenido más o menos puros en la actual cultura; y el reconocimiento de nuevos valores que coinciden
con el mensaje de Cristo. Mediante la inculturación se busca que la sociedad descubra el carácter cristiano
de estos valores, los aprecie y los mantenga como tales. Además, intenta la incorporación de valores
evangélicos que están ausentes de la cultura, o porque se han oscurecido o porque han llegado a desaparecer.
«Por medio de la inculturación, la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo,
introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; transmite a las mismas sus propios valores,
asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro» (RMi 52). La fe, al encarnarse en esas
culturas, debe corregir sus errores y evitar sincretismos. La tarea de inculturación de la fe es propia de las
Iglesias particulares bajo la dirección de sus pastores, con la participación de todo el Pueblo de Dios. «Los
criterios fundamentales en este proceso son la sintonía con las exigencias objetivas de la fe y la apertura a la
comunión con la Iglesia universal» (RMi 54).

3.3. Nueva cultura


3.3.1. Cultura moderna
Situación
252. —Aunque realidad pluricultural, América Latina y el Caribe está profundamente marcada por la cultura
occidental, cuya memoria, conciencia y proyecto se presentan siempre en nuestro predominante estilo de vida
común. De aquí el impacto que han producido en nuestro modo de ser la cultura moderna y las posibilidades
que nos ofrece ahora su período postmoderno.
—La cultura moderna se caracteriza por la centralidad del hombre; los valores de la personalización, de la
dimensión social y de la convivencia; la absolutización de la razón, cuyas conquistas científicas y
tecnológicas e informáticas han satisfecho muchas de las necesidades del hombre, a la vez que han buscado
una autonomía frente a la naturaleza, a la que domina; frente a la historia, cuya construcción él asume; y aun
frente a Dios, del cual se desinteresa o relega a la conciencia personal, privilegiando al orden temporal
exclusivamente.
—La postmodernidad es el resultado del fracaso de la pretensión reduccionista de la razón moderna, que
lleva al hombre a cuestionar tanto algunos logros de la modernidad como la confianza en el progreso
indefinido, aunque reconozca, como lo hace también la Iglesia (cf. GS 57), sus valores.
—Tanto la modernidad, con sus valores y contravalores, como la post-modernidad en tanto que espacio
abierto a la trascendencia, presentan serios desafíos a la evangelización de la cultura.
Desafíos Pastorales
253. —Ruptura entre fe y cultura, consecuencia de cerrarse el hombre moderno a la trascendencia, de la
excesiva especialización que impide la visión de conjunto.
—Escasa conciencia de la necesidad de una verdadera inculturación como camino hacia la evangelización de
la cultura.
—Incoherencia entre los valores del pueblo, inspirados en principios cristianos, y las estructuras sociales
generadoras de injusticias, que impiden el ejercicio de los derechos humanos.
—El vacío ético y el individualismo reinante, que reducen la fundamentación de los valores a meros
consensos sociales subjetivos.
—El poder masivo de los medios de comunicación, con frecuencia al servicio de contravalores.
—La escasa presencia de la Iglesia en el campo de las expresiones dominantes del arte, del pensamiento
filosófico y antropológico-social, con el universo de la educación.
Magisterio sobre la cultura 36

—La Nueva Cultura urbana, con sus valores, expresiones y estructuras características, con su espacio abierto
y al mismo tiempo diversificado, con su movilidad, en el que predominan las relaciones funcionales.
Líneas pastorales
254. —Presentar a Jesucristo como paradigma de toda actitud personal y social, y como respuesta a los
problemas que afligen a las culturas modernas: el mal, la muerte, la falta de amor.
—Intensificar el diálogo entre fe y ciencia, fe y expresiones, fe e instituciones, que son grandes ámbitos de
la cultura moderna.
—Cuidar los signos y el lenguaje cultural que señala la presencia cristiana y permite introducir la originalidad
del mensaje evangélico en el corazón de las culturas, especialmente en el campo de la Liturgia.
—Promover y formar el laicado para ejercer en el mundo su triple función: la profética, en el campo de la
palabra, del pensamiento, su expresión y valores; la sacerdotal, en el mundo de la celebración y del
sacramento, enriquecida por las expresiones, del arte, y la comunicación; la real, en el universo de las
estructuras, sociales, políticas, económicas.
—Promover el conocimiento y discernimiento de la cultura moderna en orden a una adecuada inculturación.
3.3.2. La ciudad
Desafíos Pastorales
255. —América Latina y el Caribe se encuentra hoy en un proceso acelerado de urbanización. La ciudad
post-industrial no representa sólo una variante del tradicional hábitat humano, sino que constituye de hecho
el paso de la cultura rural a la cultura urbana, sede y motor de la nueva civilización universal (cf. DP 429).
En ella se altera la forma con la cual en un grupo social, en un pueblo, en una nación, los hombres cultivan
su relación consigo mismos, con los otros, con la naturaleza y con Dios.
—En la ciudad, las relaciones con la naturaleza se limitan casi siempre, y por el mismo ser de la ciudad, al
proceso de producción de bienes de consumo. Las relaciones entre las personas se tornan ampliamente
funcionales y las relaciones con Dios pasan por una acentuada crisis, porque falta la mediación de la
naturaleza tan importante en la religiosidad rural y porque la misma modernidad tiende a cerrar al hombre
dentro de la inmanencia del mundo. Las relaciones del hombre urbano consigo mismo también cambian,
porque la cultura moderna hace que principalmente valorice su libertad, su autonomía, la racionalidad
científico-tecnológica y, de modo general, su subjetividad, su dignidad humana y sus derechos.
Efectivamente, en la ciudad se encuentran los grandes centros generadores de la ciencia y tecnología
moderna.
—Sin embargo, nuestras metrópolis latinoamericanas tienen también como característica actual periferias de
pobreza y miseria, que casi siempre constituyen la mayoría de la población, fruto de modelos económicos
explotadores y excluyentes. El mismo campo se urbaniza por la multiplicación de las comunicaciones y
transportes.
—A su vez, el hombre urbano actual presenta un tipo diverso del hombre rural: confía en la ciencia y en la
tecnología; está influido por los grandes medios de comunicación social; es dinámico y proyectado hacia lo
nuevo; consumista, audiovisual, anónimo en la masa y desarraigado.
Líneas pastorales
256. —Realizar una pastoral urbanamente inculturada en relación a la catequesis, a la liturgia y a la
organización de la Iglesia. La Iglesia deberá inculturar el Evangelio en la ciudad y en el hombre urbano.
Discernir sus valores y antivalores; captar su lenguaje y sus símbolos. El proceso de inculturación abarca el
anuncio, la asimilación y la re-expresión de la fe.
257. —Reprogramar la parroquia urbana. La Iglesia en la ciudad debe reorganizar sus estructuras pastorales.
La parroquia urbana debe ser más abierta, flexible y misionera, permitiendo una acción pastoral
transparroquial y supraparroquial. Además, la estructura de la ciudad exige una pastoral especialmente
pensada para esa realidad. Lugares privilegiados de la misión deberían ser las grandes ciudades, donde surgen
nuevas formas de cultura y comunicación.
258. —Promover la formación de laicos para la pastoral urbana, con formación bíblica y espiritual; crear
ministerios conferidos a los laicos para la evangelización de las grandes ciudades.
259. —Multiplicar las pequeñas comunidades, los grupos y movimientos eclesiales, y las comunidades
eclesiales de base. Iniciar la llamada «pastoral de los edificios», mediante la acción de laicos comprometidos
que vivan en ellos.
260. —Programar una pastoral ambiental y funcional, diferenciada según los espacios de la ciudad. Una
pastoral de acogida, dado el fenómeno de migraciones. Una pastoral para los grupos marginados. Asegurar
la asistencia religiosa a los habitantes de las grandes ciudades durante los meses de verano y vacaciones;
Magisterio sobre la cultura 37

procurar una atención pastoral para quienes pasan habitualmente los fines de semana fuera de la ciudad,
donde no tienen posibilidad de cumplir con el precepto dominical.
261. —Incentivar la evangelización de los grupos de influencia y de los responsables de la ciudad, en el
sentido de hacer de ésta, principalmente en las barriadas, un hábitat digno del hombre.
262. —Promover en ámbito continental (CELAM), nacional y regional, encuentros y cursos sobre
evangelización de las grandes metrópolis.

ECUCIM

LA EVANGELIZACIÓN DE LA CULTURA Y DE LAS CULTURAS EN LA CIUDAD DE MÉXICO


Notas utilizadas por el autor en su exposición.
1- ¿Qué es la Cultura?
770 La cultura como fenómeno social es precisamente objeto de la antropología cultural:
* Cada cultura incluye diversas subculturas.
* Los cambios culturales se pueden dar por transculturación, inculturación y aculturación; también se dan
cambios histórico-culturales.
771 Toda cultura implica, entre otras realidades:
* Una visión del mundo como parte de la conciencia colectiva.
* Un conjunto peculiar de valores humanos, de actitudes sociales y ambientales.
* Una variedad de expresiones objetivas: simbolismos, objetos, costumbres, organizaciones, instituciones,
estructuras.
2- Evangelización de la Cultura
772 “La Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del mensaje que proclama, trata de convertir al
mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están
comprometidos, su vida y ambiente concretos” (EN 18).
773 “El proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos requiere tiempo: no se trata de una
mera adaptación externa, ya que la inculturación significa una íntima transformación de los auténticos valores
culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas;
es, pues, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano como la reflexión y la praxis de
la Iglesia” (RM 52).
774 “Transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de
interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad” (EN 19).
775 La evangelización de la cultura implica, por tanto, una transformación profunda y global de las culturas
de los pueblos y grupos humanos por la fuerza del Evangelio.
776 La Iglesia transmite a las culturas sus propios valores, los hace presentes en ellas de modo que el pueblo
los asuma, los haga suyos, los integre a su propia cultura, y así se radique el Evangelio, -el cristianismo- en
las culturas.
777 La Iglesia universal asume lo que hay de bueno en las culturas de los pueblos, con lo que se enriquece -
en la evangelización, el culto, la teología, la caridad- y conoce y expresa mejor el misterio de Cristo.
778 La evangelización de la cultura es un proceso profundo -en cuanto que llega al núcleo de la cultura,
transforma la visión del mundo, del hombre, de la historia, de la sociedad, y afecta los valores centrales-,
porque afecta a la conciencia y a la mentalidad colectivas.
779 La evangelización de la cultura es, además, un proceso difícil porque no debe comprometer de ningún
modo la característica de la fe cristiana íntegra, sino que debe discernir los valores culturales que sean
“semillas del Verbo”, potenciar con los valores del Evangelio los auténticos valores culturales y modificar o
eliminar los que no sean congruentes con el Evangelio.
3- Criterios y Condiciones para la Inculturación del Evangelio y la Evangelización de la Cultura en Nuestra
Ciudad
780 La Iglesia arquidiocesana quiere acrecentar los contactos con los hombres y las mujeres de la Ciudad, y
con su mundo: el mundo intelectual, el mundo artístico, el obrero, el burócrata, el condominal, el del barrio,
el “submundo” etc.
781 Para lograr adecuadamente este contacto es necesario que acrecentemos uno de los aspectos más
importantes del espíritu misionero: la caridad hacia afuera, la actitud de un verdadero “diálogo”.
782 A la Iglesia le urge dialogar con el mundo con el que le toca vivir; dicho diálogo, para que sea
verdaderamente efectivo, necesita tener algunas características:
Magisterio sobre la cultura 38

* debe ser iniciado y fomentado por la Iglesia; la iniciativa debe partir de nosotros, aunque el mundo no nos
invite a dialogar;
* debe ser expresión de interés por el hombre citadino, al que no se le obligará a responder;
* debe dirigirse a todos -un diálogo de salvación- ya que es católico y capaz de entablarse con cada uno, a no
ser que el interlocutor lo rechace o finja dialogar;
* debe ser gradual ya que tiene comienzos humildes y se adapta a la índole del interlocutor y a las
circunstancias reales;
* debe excluir cualquier condenación por anticipado, toda polémica ofensiva y la conversación vacía;
* debe buscar el provecho del interlocutor e intentar que éste se disponga a una comunión más plena de
sentimientos y convicciones.
783 Este diálogo supone en nosotros la convicción de que no podemos separar la propia salvación del empeño
de buscar la salvación de los demás.
784 Cualidades del diálogo:
* la claridad: necesidad de revisar las formas de lenguaje que acostumbramos usar para hacerlo comprensible,
popular;
* la afabilidad: no es orgulloso, ni hiriente, ni ofensivo sino paciente y generoso;
* la confianza: entrelaza las buenas voluntades en función del bien.
785 Pasos para dialogar:
* oír la voz, el corazón del otro (alejado, marginado, hombre-masa, mundo plural ...);
* descubrir lo bueno, lo justo, lo verdadero que existe en él;
* denunciar, también, lo antihumano que en él existe, para ofrecerle, con hechos y con palabras, otra manera
de ser y de actuar lo que es la Vida Encarnada entre nosotros ya en esta vida (Cfr. ES Cap. III).
Pbro. Benjamín Bravo Pérez
Ciudad de México, Febrero de 1992

LA INCULTURACIÓN DEL EVANGELIO


1- El Término
786 El término inculturación es un neologismo introducido recientemente en el lenguaje oficial de la Iglesia.
Juan Pablo II es el primer Papa que lo ha utilizado; esto lo podemos ver con ocasión de sus viajes al África.
El término inculturación no aparece todavía en el Concilio; no obstante, su significado se encuentra en el
proceso teológico actual de la evangelización de la cultura; desde luego, más allá de la expresión, es el mismo
significado el que es importante tratar.
2- El Evangelio Destinado a Toda Cultura
787 La Nueva Evangelización, entendida como evangelización de la cultura principalmente, es un concepto
teológico pastoral actual que tiene sus raíces en un patrimonio rico y sólido. Desde su mismo origen, la misión
de la Iglesia ha tomado la forma de un encuentro mutuamente enriquecedor entre los evangelizadores y las
culturas más diversas. Ya San Pablo se había hecho todo para todos, para los Griegos y para los Gentiles.
Más tarde, algunos grandes teólogos, como Orígenes y San Agustín, supieron expresar lo esencial del
Evangelio y hacerlo inteligible para las culturas predominantes de su tiempo.
788 La historia completa de las misiones muestra una constante encarnación del Evangelio en la diversidad
de lenguas, costumbres y tradiciones a lo largo del mundo. Esta exigencia de la encarnación evangélica en el
mundo se expresa en uno de los documentos más antiguos de la Iglesia, la Carta a Diogneto: “para los
cristianos toda tierra extranjera es una patria, y toda patria, una tierra extranjera”.
789 El Magisterio Pontificio de Benedicto XV, Pío XI y Pío XII nos dan muestras, en tiempos más recientes,
de esta búsqueda de encarnación del Evangelio en las culturas (Cfr. “La Cultura de la Ciudad de México.
Desafío a la Nueva Evangelización”. Planteamiento Básico. N° 43-45).
3- El Concepto de Cultura
790 Para entender la evangelización de la cultura es necesario entender a ésta desde tres enfoques
complementarios.
791 A- La cultura es el modo particular como un pueblo cultiva su relación con la naturaleza, entre sus
miembros y con Dios (GS 53); la finalidad consiste en llegar “a un nivel verdadero y plenamente humano”
(Ib.); esta actividad es la respuesta a la vocación recibida de Dios que le pide perfeccionar toda la creación
(Gén 1 y 2) y en ella sus propias capacidades y cualidades (DP 391). La cultura tiene como finalidad “la plena
madurez humana” (GS 53), “la plena madurez espiritual y moral del género humano” (Id. 55 y 59).
792 B- La cultura es el proceso de conciencia colectiva que un pueblo tiene de su realidad histórica. Esa
conciencia colectiva conduce a un pueblo a marcar un conjunto de valores que lo animan y de antivalores
Magisterio sobre la cultura 39

que lo debilitan. La cultura abarca formas de expresión en estilos de vida, costumbres y lengua, también la
experiencia vivida y las aspiraciones de futuro (DP 387).
793 C- La cultura también es considerada como un proceso histórico y social que brota de la actividad
creadora del hombre (Id. 392-399). Todo hombre nace en el seno de una cultura determinada y, por
consiguiente, al mismo tiempo queda enriquecido y condicionado por ella; pero su actitud no es meramente
pasiva, no se reduce a recibir, sino que principalmente crea y transforma para trasmitir (Id. 21).
4- Descripción y Actualidad de la Inculturación
794 El término inculturación es afín al de aculturación, utilizado antes por los antropólogos americanos a
fines del siglo pasado. Para los antropólogos, la aculturación designa los fenómenos que se producen cuando
los grupos de individuos se ponen en contacto continuo y de ahí se derivan cambios en los modelos culturales
de unos y otros.
795 El concepto aculturación fue empleado por mucho tiempo entre los católicos para estudiar la relación
entre Evangelio y cultura; sin embargo, existe hoy la tendencia a distinguir entre inculturación y aculturación,
para indicar que la relación entre Evangelio y cultura no se reduce a la relación entre culturas, ya que se trata,
más específicamente, del encuentro del mensaje cristiano con las culturas.
796 El término inculturación sugiere una analogía con el término encarnación. Desde el punto de vista de la
evangelización, la inculturación indica el esfuerzo de hacer penetrar el mensaje de Cristo en un ambiente
socio-cultural, buscándose que éste crezca, según todos sus propios valores, en la medida en que son
conciliables con el Evangelio. La inculturación mira a la encarnación de la Iglesia en todo pueblo, región o
sector social, en el pleno respeto al carácter y genio de toda colectividad humana; el término incluye la idea
de enriquecimiento recíproco de las personas y de los grupos implicados en el encuentro del Evangelio con
un ambiente social.
797 Desde esta perspectiva habría que considerar el proyecto de una evangelización a partir de los enfoques
culturales que propone el “Planteamiento Básico” (N° 27-42); se trata, en el fondo, de optar por la llamada
pastoral diferenciada o pastoral de los ambientes específicos.
798 Una vez más cabe enfatizar que comprendiendo mejor lo que es la cultura comprenderemos más la
importancia de la evangelización de la cultura o inculturación. Juan Pablo II afirmaba en 1985 en Lovaina:
“La cultura no es un asunto exclusivamente de científicos, y mucho menos ha de encerrares en los museos:
yo diría que es el hogar habitual del hombre, el rasgo que caracteriza todo su comportamiento y su forma de
vivir, de cobijarse y de vestirse, la belleza que descubre, sus representaciones de la vida y de la muerte, del
amor, de la familia y del compromiso, de la naturaleza, de su propia existencia, de la vida común, de los
hombres y de Dios”.
799 Cabe señalar, desde el principio, que existe una distinción fundamental entre mensaje evangélico y
cultura. La fe no es producto de ninguna cultura: surge de la revelación de Dios; no se identifica
exclusivamente con alguna cultura determinada. La fe, sin embargo, se enraíza de tal manera que el mensaje
cristiano es asimilado por una cultura determinada, de modo que no solamente se expresa con los elementos
propios de dicha cultura, sino que se constituye en el principio más profundo de inspiración que transforma
y recrea esa cultura.
800 La causa más profunda de la problemática pastoral actual creemos que está aquí: no hemos evangelizado
suficientemente la cultura; menos aún la complejidad de culturas que se dan en un ambiente metropolitano
cosmopolita como es la Ciudad de México. Podría decirse que hay problemas de fe en nuestra Ciudad en la
medida en que nosotros hemos perdido, como Agentes, la capacidad de inculturar el Evangelio; en la medida
en que nos hemos encerrado en nuestra propia cultura, alejándonos de las otras; en la medida en que, como
Iglesia, hemos perdido impulso misionero.
801 Evangelizar, desde esta perspectiva, es discernir los valores culturales susceptibles de ser enriquecidos,
perfeccionados y purificados por la fuerza del Evangelio; es también “criticar” y “denunciar” lo que en una
cultura contradice al Evangelio; pero, sobre todo, es ir testificando que Dios está presente ya en una
determinada cultura, reconociendo sus valores.
802 Diríamos que nosotros los Agentes nos tenemos que evangelizar entrando en diálogo con las culturas de
nuestra Ciudad, ya que, al fin de cuentas, la incredulidad y la superficialidad de la fe también están en
nosotros, y las “semillas del Verbo” también están en los otros.
803 Los discípulos de Jesús hoy tenemos que seguir sus huellas; a este respecto, Juan Pablo II en su primera
encíclica, “Redemptor Hominis”, nos dijo: “el hombre es el primer camino y la ruta fundamental de la Iglesia,
ruta trazada por el mismo Cristo, ruta que inevitablemente pasa por el misterio de la Encarnación y la
Redención” (RH 14).
Magisterio sobre la cultura 40

804 El camino de la inculturación -Nueva Evangelización- sigue el camino del hombre, siguiendo los pasos
de Jesús, Hombre-Dios: el misterio de su Encarnación, de su Pascua y de Pentecostés (Cfr. Planteamiento
Básico. N° 63-76).
Encarnación
805 La Encarnación del Hijo de Dios, hecho Hijo del Hombre, es el modelo de toda evangelización de la
cultura. La Nueva Evangelización supone que el discípulo tiene que imitar, en primer lugar, la encarnación.
Ya el Concilio Vaticano II, en el Decreto “Ad Gentes”, al describir la actividad misionera de la Iglesia que
sigue a Cristo, nos invita a los cristianos a “morar íntimamente con sus tradiciones nacionales y religiosas, y
a descubrir con alegría y respeto las ‘semillas del Verbo’ que allí se encuentran ocultas” (AG 11); a este
respecto, el Papa Juan Pablo II dijo hablando de la encarnación cultural:
806 “Dios, revelándose al pueblo elegido, se ha valido de una cultura particular. Jesucristo, el Hijo de Dios,
ha hecho lo mismo: su encarnación humana fue una encarnación cultural” (Discurso en la Universidad de
Coimbra. 1982).
807 Estamos invitados a seguir el mismo camino. La Nueva Evangelización -nueva en su ardor- supone una
renovada espiritualidad de encarnación por parte de los Agentes de pastoral: encarnados hoy en la culturas
de nuestra gran Ciudad.
Pascua
808 Seguir las huellas de Jesús nos lleva no sólo a la encarnación; para el verdadero discípulo, la cruz de
Cristo, signo de contradicción, siempre estará presente. Por una parte, para purificar y mortificar la propia
cultura del evangelizador, los propios modos de ver -occidentales por ejemplo- o los propios de una clase
social determinada, que no son consustanciales ni necesarios al mensaje evangélico; pero, por otra parte, esta
cruz que significa purificación y mortificación se vive igualmente con la cultura que es evangelizada.
809 La espiritualidad de la noche pascual de la evangelización se convierte así en una denuncia valiente de
los antivalores humanos que pueden estar presentes en ciertas culturas.
810 La fe pascual, en cambio, es resurrección del hombre y de su cultura. El testimonio del cristianismo, por
la fe en Cristo resucitado, se convierte en origen de una cultura viviente, de una nueva cultura o culturas:
“reúne, para muchos, al Dios desconocido que adoran sin darle nombre, o al que buscan urgidos por un anhelo
íntimo de su corazón, cuando hacen la experiencia de la vacuidad de todos los ídolos” (EN 26).
Pentecostés
811 La Nueva Evangelización implica una espiritualidad de Pentecostés. Una fe que se convierte en cultura
es una fe que llega a ser Iglesia local. Como sucedió aquel día de Pentecostés: “los creyentes venidos de todas
las naciones del mundo” permanecen en un estado de estupefacción, “porque cada uno escucha en su lengua
proclamar las maravillas de Dios” (Hch 2, 11).
812 La Nueva Evangelización debe estar impulsada por una espiritualidad de la Iglesia local en esta gran
Ciudad de México.
813 Cabe mencionar que sería un gran error pensar que la Iglesia en este proyecto de la Nueva Evangelización
busca la “cristianización” de las sociedades por un deseo de dominación cultural; desde Pío XII en la época
moderna de la Iglesia, su acción se concibe como fermento y levadura. Decía Pío XII: “El concepto de Iglesia
como imperio terrestre es fundamentalmente falso; por otra parte, esta idea nunca ha correspondido a la
realidad, a menos que se quieran trasladar erróneamente las ideas y la terminología propia de nuestro tiempo
a los siglos pasados” (Discurso a los Cardenales. 1946).
814 El proyecto de la Nueva Evangelización no es, por tanto, un “proyecto de cristiandad”; es un proyecto
de llevar el Evangelio a la raíz de la cultura, lo cual implica la colaboración de los cristianos con otros
creyentes y hombres de buena voluntad.
815 Concluiríamos esta consideración diciendo: en el Misterio de Cristo -Encarnación, Misión y Redención-
se encuentra la fuente de toda espiritualidad de la Nueva Evangelización; en el Misterio de Cristo también
está la fuente de nuestra espiritualidad cristiana.
5- Promover una Cultura de la Justicia y de la Promoción del Hombre
816 A la luz del Concilio Vaticano II se comprenden mejor las diferentes formas que reviste la acción
evangelizadora de la Iglesia, pues hay una pluralidad de ministerios y de funciones. Si, por una parte, la
misión de la Iglesia se realiza por el testimonio de la fe en Jesucristo, por la oración, la contemplación, la
liturgia, la predicación y la catequesis, esta misión toma también la forma de un diálogo con todos los
hombres para caminar juntos en la búsqueda de la verdad y para colaborar en obras de interés común.
817 Así mismo la misión también se encarna en un compromiso por la defensa y el progreso del hombre
individual y social; es decir, el compromiso efectivo de servicio a los hombres por su promoción, por la lucha
contra la pobreza y por la colaboración para cambiar las estructuras que la propician.
Magisterio sobre la cultura 41

818 Es necesario considerar este punto como importante: la acción evangelizadora de la Iglesia -la
inculturación del Evangelio- se ejerce también por una decidida defensa y promoción del ser humano,
quienquiera que sea, y de sus derechos inalienables.
819 Nosotros cristianos -unidos con los hombres de buena voluntad- nos debemos sentir responsables de la
edificación de una sociedad fundada sobre estos valores éticos de la fraternidad, de la dignidad humana y de
la justicia para todos.
820 Cuando los cristianos se asocian a otros creyentes o personas de buena voluntad para servir al hombre y
dinamizar los valores de su cultura con el germen del Evangelio, se ejerce realmente una acción
evangelizadora.
821 Esta dimensión de la inculturación tiene, sin duda, una importancia considerable en el mundo y en la
Ciudad de México cada día más diversificada y pluralista.
Pbro. Manuel Zubillaga Vázquez
Ciudad de México, Febrero de 1992

Evangelización de la Cultura
4193 8- Cada grupo humano tiene una cultura propia que lo identifica y, en cierto modo, lo distingue de los
demás; esta cultura está formada por un conjunto de elementos de muy variada significación e importancia:
lengua, historia, religión, tradiciones, entorno físico-ambiental etc. Así entendida, la cultura condiciona,
transforma y proyecta las personas hacia la realización de un estilo de vida en el conjunto de las relaciones
sociales, económicas, éticas, políticas, artísticas y demás.
4194 9- Bajo esta consideración, más que de una cultura, necesitamos referirnos a una diversidad de culturas
de los habitantes de la Ciudad de México, tan rica y disímbola en valores, tan abrumada y amenazada también
por problemas de índole muy diversa.
Tres Aspectos de la Cultura
4195 10- Como el modo particular con que un pueblo cultiva su relación con la naturaleza, entre sus miembros
y con Dios; esta actividad es la respuesta a la vocación recibida de Dios que les pide a sus hijos perfeccionar
toda la creación y en ella sus propias capacidades y cualidades; la cultura tiene como finalidad la plena
madurez humana, espiritual y moral del género humano (Cf. GS 53, 55, 59; DP 391).
4196 11- Como el proceso histórico y social que brota de la actividad creadora del hombre que nace en un
medio determinado que lo enriquece y lo condiciona; es decir, la actitud humana no ha de ser meramente
pasiva, sólo para recibir, sino creativa y transformadora para poder trasmitir y perfeccionar sus valores (Cf.
Id. 392-399).
4197 12- Como “la totalidad de la vida de un pueblo o el conjunto de valores que lo animan y de antivalores
que lo debilitan y, que al ser participados en común por sus miembros, los reúnen en base a una misma
‘conciencia colectiva’. La cultura comprende, asimismo, las formas a través de las cuales aquellos valores o
antivalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de
convivencia social” (Id. 387).
4198 13- Así pues, para llegar al aspecto fundamental de la cultura de un pueblo o de un grupo humano -
conciencia colectiva- habrá de propiciarse el cambio de los aspectos manifestativos de la misma cultura,
especialmente las pautas de conducta y los modelos de vida. Es decir, para inculturar el Evangelio no basta
con anunciarlo, sino que se requiere también la práctica de los valores evangélicos por parte no sólo de los
Agentes evangelizadores sino también de comunidades cristianas que vivan trasformadas por la fuerza del
Evangelio: “La inculturación del Evangelio es un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje
cristiano como la reflexión y la praxis de la Iglesia” (RM 52).
4199 14- Toda actividad de evangelización debe siempre estar referida a la cultura tanto de los individuos
como de los grupos humanos concretos que son los llamados “Destinatarios” de la evangelización; también
los “Agentes” de la evangelización tienen su propia cultura: de allí que la evangelización se hace
necesariamente desde una cultura y para una cultura.
4200 15- “El proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos requiere largo tiempo: no se
trata de una mera adaptación externa, ya que la inculturación significa una íntima transformación de los
auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación de éste en las diversas
culturas” (Ib.).
4201 16- De parte de los evangelizadores, la evangelización de la cultura como propósito pastoral implica,
en primer lugar, una actitud de encarnación, de capacidad de sentir con los demás, de solidarizarse y hacerse
uno de ellos, de descubrir todo lo noble y bueno que hay en sus vidas para engrandecerlos y proyectarlos en
su crecer hacia Cristo: “Se trata también de alcanzar y trasformar los criterios de juicio, los valores
Magisterio sobre la cultura 42

determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida
que en esta Ciudad están en contraste con la Palabra de Dios y con su designio de salvación” (Edicto Nº 5;
Cf. EN 19).
4202 17- Es necesario superar el fenómeno de los grupos humanos que se acercan a otras culturas sin
verdaderamente integrarse y que, tal vez perdiendo su identidad y sus propios valores, quedan sin definición
cultural o acaban finalmente por desaparecer.
(Decreto Sinodal)

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