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ENTREVISTA A FOGWILL
Fogwill, en pose de combate

Se está por reeditar su novela sobre la Guerra de


Malvinas, "Los pichiciegos". Dice que en ese
relato arroja datos en clave para dar cuenta de
"yo me avivé y que todos los demás son unos
pelotudos". Pese a que trabaja su autoimagen se
considera un escritor "sin estrategia". Sus
habituales andanadas se reparten esta vez para
Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, y es más duro aún
con Alan Pauls, el autor de la novela "El pasado".

MARTIN KOHAN. (Revista N, 25.3.2006)

En pocos días estará en la calle una nueva reedición de Los pichiciegos y con la reedición se despierta su
autor, Fogwill, escritor—personaje, famoso por cierta gestualidad calculadamente excéntrica y por sus
latigazos provocativos. También por la tensión que mantiene entre deseo y rechazo hacia un parnaso
literario argentino, si tal cosa existiera, y por los severos juicios que suele arrojar sobre sus pares
narradores.

Cualquier novela que se reedita permite pensar en las diferencias que puede haber entre el momento en
que se publicó y su relanzamiento. Pero Los Pichiciegos es un libro tan pegado a Malvinas y a la situación
en 1982, en la escritura y en lo que quería ser su publicación, que es posible imaginarlo más afectado por
los diferencias de las condiciones de una reedición. El, Fogwill, sin embargo, no lo ve así.

—Yo lo veo al revés. Creo que hay libros buenos —bah, buenos; del nivel de Los Pichiciegos— de aquella
época, que hoy ya no se pueden leer. No voy a decir que Flores robadas en los jardines de Quilmes, de
Jorge Asís, o cosas por el estilo, pero hay muchos libros que hoy resultan usados. Ningún libro de esa
literatura de la desapariciología, que se puso de moda... ninguno de esos libros hoy se puede leer.

- —Lo que pasa es que "Los Pichiciegos" es un libro concebido desde cierta inmediatez que también
quería ser una intervención. No solamente lo escribís pegado a los hechos, sino que también estás
queriendo que el libro salga lo más pronto posible.
- —En esa época yo vivía en un piso décimo, mi mamá vivía en el quinto. Yo bajaba, al mediodía, y a la
tardecita, a morfar algo, y estaba el televisor prendido todo el tiempo. Esa fue mi única relación con
Malvinas. Y en mi laburo... Yo había salido de la cana, y me tomaron como director creativo de la
agencia de publicidad que era de la familia del presidente (Roberto) Viola, que ostentaba todas las
cuentas publicitarias de las empresas intervenidas por el gobierno. El presidente de la agencia era un
amigo de Viola, y el vicepresidente era además el vicepresidente del Banco Central en ese momento, el
brigadier Cabrera. Entonces, la agencia era también un lugar donde se reunían los generales a charlar
boludeces, a tomar whisky, y a hablar sobre cómo iban a ganar la guerra. Una vez, incluso iba en remís

 
con el brigadier Cabrera, pasamos por la estación Constitución, para tomar lo que después fue la
autopista. Y le digo: "Qué buena arquitectura". Me dice: "Sí, es maravillosa". "¿Sabe quién tiene los planos
de esto? ¿Sabe dónde están?" "No", me contesta. "Ah, le aviso que están en el Banco Lloyds de Inglaterra;
porque esto está asegurado en Inglaterra. Y ellos lo pueden hacer mierda en un minuto. Y ustedes no
saben dónde están los caños". Se quedó así duro el tipo, ¿no? Estaba el general Saá —un general en
actividad—, porque el hijo de él laburaba en la agencia; era un abogado, Teófilo Saá. Y entonces, dice:
"General, si usted odia tanto a los ingleses, ¿por qué toma tanto whisky?" Y el general dijo: "Pa''mearlo".
Eran mamertos, eran curdas de cuarta.

- —¿Cómo conseguís armar el registro de la novela en torno de la situación de los combatientes?


- —Fue un experimento mental. Me dije: "Sé de..." Yo sabía mucho del Mar del Sur y del frío, porque yo
sufrí mucho del frío navegando. Sabía de pibes, porque veía a los pibes. Sabía del Ejército Argentino,
porque eso lo sabe todo tipo que vivió la colimba. Cruzando esa información, construí un experimento
ficcional que está mucho más cerca de la realidad que si me hubiera mandado a las islas con un grabador
y una cámara de fotos en medio de la guerra. Con la inmediatez de los hechos te perdés.

- — Vos hablabas de cómo envejecen ciertas novelas. Pero también está el envejecimiento de los
testimonios de los excombatientes. "Los chicos de la guerra" sale ese mismo año.
- —Bueno, para mí fue un golpe lo de Los chicos de la guerra. Primero, porque me lo robaron —me lo
robó la Editorial Galerna, que conste—, y segundo, porque creó una mitología, muy parecida a la de
Pichis, que podía impedir la venta de mi libro. No la impidió; el libro anduvo en la escala en que puedo
andar yo.

- —Pero en "Los Pichiciegos" hay un principio de descreimiento en la guerra y en toda la mitología


nacional. Eso en los testimonios no está, todo lo contrario.
- —No está, pero... acá sumaron cuatrocientos suicidas. ¿Vos creés que el suicidio es cualquier cosa?
Beatriz Sarlo escribe un artículo sobre Los Pichiciegos, que a mí no me gusta —digamos, no defiendo su
interpretación—, pero dice una cosa muy inteligente. Dice que en la situación límite, todo argentino es
un muerto, porque carecen de Nación. Creo que Sarlo lo escribió doce años después de su primera
lectura. Escribió una segunda lectura cuando ya no estaba Alfonsín. Lo escribió bajo Menem. Cambiaron
sus condiciones. Y entendió que lo que yo estaba escribiendo era contra el alfonsinismo, que yo veía,
porque yo también trabajaba en Socma y sabía cómo se estaba fabricando el tránsito a la democracia. En
realidad, ellos apostaban a (Italo Argentino) Luder, el candidato del peronismo, pero el plan cultural de
la democracia lo escribí yo, en Socma, para Luder. Era uno de los tantos miles de papers que salían para
proyectos de gobierno.

- —Es lógico que una lectura pueda cambiar diez años más tarde. ¿Qué pasó entonces cuando "Los
pichiciegos" se reeditó en el año 1994, y qué idea tenés sobre cómo puede ser leído el libro en la
actualidad?
- —La novela tuvo al principio unos catorce ejemplares, y después fotocopias, que se editaron en Brasil.
Ponele que esos catorce ejemplares los hayan leído tres personas cada uno. Hay setenta y dos lectores
del libro antes de que termine la guerra, antes de que llegue el Papa a la Argentina. Muchos de ellos
eran periodistas de diarios, y todo lo demás. Ese es mi crédito. Cualquier tipo que lo leyó en enero del
''84, cuando el libro llegó a las librerías, en plenas vacaciones, cuando dice que los radicales volverán al
gobierno, cuando los pibes hablan de que tienen que votar, creen que está escrito después del llamado a
elecciones. Y yo, el día que empezó la guerra, dije: "Esto termina con una elección". Más aún, un año
antes, yo había publicado un cuento —malo, ponele que malo—, que es Música japonesa; era un
costumbrismo argentino, la historia de un jubilado viejo que va al hospital, que odia a los radicales
mientras se dice que van a volver al gobierno. Bueno, ahí yo ya estaba viendo las reuniones que Viola
tenía con (Raúl) Alfonsín. Usé la literatura como buzón. Como en otro libro, también usé el buzón en la

 
guerra sucia. Yo deposito en clave un montón de datitos, para que vean que yo me avivé y que todos los
demás son unos pelotudos. Es la venganza del tipo que entiende. Y esos datitos tienen un valor literario,
obviamente, ¿no?

- —Vos tuviste también un posicionamiento en la literatura, bastante fuerte, sobre la década


menemista. Vos decías: "Quiero escribir la novela del menemismo, así como otros escribieron la de
la dictadura". En tu caso, además, eso estuvo muy pegado a una decisión estética, que era la de
hacerlo en clave de realismo, cuando "Los Pichiciegos" no es una novela realista en lo más mínimo.
- —No, no es realista, pero sin embargo hay un realismo muy fuerte, que es el peso de la esencia sobre la
realidad, de alguna manera. La esencia argentina sobre la realidad. Yo no escribí la novela del
menemismo; muchos dicen que - Vivir afuera- es eso, pero no, porque no logré captar eso. El
menemismo está en - Los Pichiciegos- , en la imagen del turco. Aguante y merca, merca, merca. No
tiene enemigos. Ese personaje es el que prefigura el menemismo. Eso lo ve, en pleno menemismo, Sarlo.

- —Dejame volver a la cuestión del realismo.


- —Yo creo que lo real real... para mí es mucho más real lo inaccesible e invisible, como es el genoma
humano, que la condición de la corrupción política. Yo digo: nosotros tenemos un genoma histórico, por
decirlo de alguna manera, y yo trabajé sobre ese genoma histórico, con el microscopio de la imaginación
ficcional. Es muy así.

- —En la comparación con "Vivir afuera", o con "La experiencia sensible", se puede entender mejor
hasta qué punto "Los Pichiciegos" es una novela fuertemente referencial, pero que no por eso asume
una representación realista.
- —No, para nada. Está escrita con doce gramos de cocaína en dos días y medio. La realidad no existía
para mí. Digamos, yo resistía cuando dormía catorce horas, iba a laburar, después de tres días sin
dormir, y ahí me topaba con la realidad. Entonces me decían: "No vino a la reunión de ayer", y yo no
sabía dónde estuve. ¿Entendés? Digamos, no tenía realidad. En realidad Los Pichiciegos uno podría leerlo
como una alegoría del sistema cultural argentino. Las acomodaciones, los intercambios, los cambios de
camiseta, la sumisión a un poder autogenerado. Porque los Reyes Magos se autogeneran, por el azar de
la amistad. Hoy en día tenemos un gobierno que está generado —el núcleo de poder— por el azar de la
amistad. Vos mirá el gabinete, cómo se compone, y de golpe puede haber una figura —Taiana, equis-,
que puede ser una figura de una carrera política o de una carrera social significativa, pero en general,
son figuras de un departamentito, que se reunían hace quince años en un pueblito de provincia. Lo
mismo pasa con el poema Gran Menem, que yo publiqué un año antes de que saliera la campaña
publicitaria de Menem, "Menem lo hizo", y es un "Menem lo hizo". Cuando lo leía, en ese momento, antes
de que saliera —porque yo lo leía en público—, se cagaban de risa, creyendo que era un delirio de un
loco.

- —¿Y por qué decís que no funcionó esa idea que tenías de hacer la gran novela del menemismo?
- —Porque Vivir afuera es una novela casi te diría intimista. Porque es eso. Ahora la leo y no veo ninguna
doctrina, está escrita por un tipo que llevaba ya —y sí, bueno, ahora llevo más— quince años ausente de
la realidad mediática; yo no miré televisión en quince años, no sé ni quiénes son los tipos estos que todo
el mundo nombra. Entonces, si no tenés ese elemento, estás muy lejos de lo real público.

- —Más en aquellos años con el peso aplastante que tenía lo mediático.


- —Claro, en el 80, yo, por ejemplo, era un mediático internacional; leía la prensa inglesa, la prensa
brasileña y leía Times... y cerraba con eso. Eso me llevó mucho a entender lo de Malvinas cuando apenas
empezaba. En esa época, vos, con ese background, entendías todo. Entendías todo. Así empezó Los
Pichiciegos. Yo estaba escribiendo una novela que se llamaba Amor a Roma, que era sobre la Logia
propaganda Dos, la P2, de Lucio Gelli Y venía muy embalado, era para terminar en tres días, y llego a lo

 
de mi vieja, a las seis de la tarde —venía de mi oficina—, y mi vieja estaba enferma, tenía cáncer, y me
dice: "¡Hundimos un barco!". Y entonces, yo escribí, en esa novela "Mamá hundió un barco". Y ahí arrancó
Los Pichiciegos.

- —¿En un punto no te da cierta inquietud que "Los Pichiciegos" pueda quedar en el centro de tu
obra?
- —No, me chupa un huevo. Bueno, si fuera, sería así. Pero no, no me preocupa. Y además, porque yo
creo que lo taparé con otras cosas, ¿viste? Suponte ahora, con una ópera y una obra de cámara. Estoy
armando... no una ópera de cámara, no sé, una escena de cámara, con La siesta del fauno, de
Mallarmé, ambientada en el Paraná. Vos viste que Juan L Ortiz es Mallarmé. Volví a las fuentes e hice
una historia de una violación, que es la historia del Fauno y las Ninfas, de Mallarmé. Todo con clichés de
Mallarmé. Esas minas, las quiero eternizar, dice el chamamecero. Yo tengo esos tapones, ¿viste? No sé,
un día escribiré una cueca, no sé, una zamba.

- —Lo pensaba en términos de tu escritura.


- —No me crea inquietud. Mi inquietud es que realmente —y esto es una confesión— la fuerza, mía y
ajena, que había en Los Pichiciegos, no la voy a volver a tener nunca, porque no voy a volver a tener
nunca cuarenta años, soy un viejito de sesenta y cuatro. En serio, no es chiste eso. Igual que las minas,
¿viste? Los tres polvos aquellos al hilo, se acabó. Ahora es al hilo mensual. Y sí. Y qué vas a hacer, si la
realidad es así. Esa fuerza no vuelve.

- —Igual es interesante porque lo seguís pensando en términos de tus condiciones de escritura. Yo


había pensado más que nada en los lugares de los libros leídos, no en tu escritura.
- —Yo vengo sin estrategia y seguiré sin estrategia. No te olvides que publiqué Una pálida historia de
amor y La buena nueva de los libros del Caminante, con requechos de papel abrochados. Nunca tuve
una estrategia. Y si al comienzo no la tuve, no la voy a tener ahora.

- —Podés no tenerla en la escritura, pero sabés que en eso que se llama imagen de escritor, o figura
de escritor, sos uno de los tipos a los que se considera más estrategistas.
- —Sí, sí. Pero digamos que es una estrategia inconsciente, como esos boxeadores que son estrellas sin
haber tenido una formación técnica. Fijate en Francia. En Francia, yo entro de la mano de Alejandro
Agresti. Porque a mí me conocen por la película de Agresti —Buenos Aires viceversa—, y ahora me
invitan a un congreso en Toulouse, para hablar de la memoria... En realidad, debe ser financiado por el
lobby del Holocausto, porque en realidad quieren seguir mostrando judíos muertos en Polonia,
asesinados por los alemanes. Y bueno, dale, total, yo ahí voy a decir mi discurso, obviamente; no voy a
decir el discurso del gobierno francés.

- — ¿Vas a hablar del lobby del Holocausto?


- —Por supuesto. Obviamente.

- —Con respecto a la cuestión de figura de escritor, me llama la atención que se tiende a estar más
atentos a lo que históricamente pasa con los libros; cómo funcionan en un momento, en otro, si se
desgastan, si no se desgastan, si ganan vigencia, si pierden vigencia. Y parece quedar afuera esa
construcción de figura de escritor, que en tu caso es tan fuerte. ¿Hay un desgaste también ahí, o no
pensás que puede haber un desgaste?
- — Si no se gastó en veinticinco años, no se va a gastar.

- — Una definición muy fuerte que siempre se genera a propósito de tu lugar gira en torno de la
figura del francotirador. La palabra aparece muy seguido asociada a vos ¿Seguís pensándote
exactamente igual?

 
- —Sigo tirando franco sin saberlo. El otro día publiqué una nota en La voz del Interior sobre un festival
de música en el concheto balneario uruguayo de José Ignacio. Y las fuerzas vivas del pueblito José
Ignacio, la Junta Vecinal, se armó de una copia, y ahora me llega el mensaje, que estaban
contentísimos, que eran felices y todo lo demás, porque intervine en una interna de propiedades que yo
no tengo la menor idea que existe.

- —Y vos tocaste eso.


- —Toqué el tema, digamos, de los paraísos artificiales de la burguesía, que celebran una vida sana,
ecológica, sin velocidad, sin ruidos, sin toxinas, sin pobres, siendo que la pobreza, la toxicidad, la
polución y todo eso, son producto de su propio afán de lucro. Y lo tuvieron que leer, se lo tuvieron que
bancar. Pero estaban contentos.

- —Hay una anécdota tuya que me pareció significativa: cuando le leen a Borges un cuento tuyo,
pero lo hacen salteando en la lectura las partes demasiado fuertes...
- —Ese era Enrique Pezzoni. Lo hace Pezzoni, la primera vez, y lo hace Josefina Delgado la segunda.

- —Borges elogia el cuento, diciendo que sos un maestro de la elipsis.


- —Ahora, vos fijate que pasado tanto tiempo, hace dos años vuelvo a leer El Aleph- , y veo cuánto más
logrado está - El Aleph- que mi versión.

- —Help a él.
- —El que puede leer bien El Aleph, con menos palabras y una experiencia más breve, le quedan
grabadas más cosas que el que lee Help a él. Porque al final, con tanta caca, y polvo, y sangre, y
explosión y droga, con todo eso, se pierde la esencia de los celos, la muerte de la mujer. Digamos, las
variables antropológicas fundamentales de lo narrativo. Se pierden. Porque al final, la coprofagia, la
coprolalia, la drogología que hay en Help a él, eso sí es de época; es mucho más de época que la Guerra
de Malvinas. Porque en las policiales ya no queremos saber nada del impermeable blanco, ni del Colt 38.
Nos aburre. Cuando vos ves, por ejemplo, en La ciudad ausente, de Piglia, que empieza con ese Junior,
con un impermeable blanco, cruzado, que busca un papel, con una clave de algo, bueno...

- — De todas maneras, con ese cuento hacés el clásico gesto parricida. Sobre parricidio, en la
literatura, se habla muchísimo. Sobre fratricidio, menos; sobre filicidio, menos, o no se habla. ¿Por
qué no pensar que hay fratricidio y filicidios también en la literatura?
- —No, fratricidio no hay porque no es necesario. Por ejemplo, a Sergio Bizzio puedo yo considerarlo
alternativamente como un hermano, en cuanto a que si no somos de la misma generación, somos tipos
que empezamos al mismo tiempo. Cuando Sergio publica Rabia, que es una novela mejor que la novela
que yo pude haber escrito en esos años, está cometiendo, sin saberlo, un fratricidio; me está matando,
me está robando el lugar. El fratricidio es parte del proceso natural de la literatura; cagar a los pares. El
parricidio es una operación retórica de la estrategia. Es la vieja escena táctica del tipo que llega a un
pueblo, va al bar y espera que aparezca el más malo para faltarle el respeto. Es un truco politiquero y
muy usado. Si sale bien, ganaste; si sale mal, vas a otro pueblo a desafiar a otro, con lo que quede del
cuerpo.

- —Vos decís que el fratricidio funciona solo.


- —Claro. Por ejemplo, mis hermanos, ¿cuáles serían mis hermanos? Por generación: Héctor Viel
Temperley, Leónidas Lamborghini, César Aira, Sergio Bizzio, no sé... algunos más. Si yo pudiera escribir
un gran libro de poemas que borre del mapa la memoria de Viel Temperley, estaría cometiendo un
hermoso fratricidio.

- —¿Y filicidio?

 
- —Bueno, filicidio, si yo escribiera lo que pienso de El pasado de Alan Pauls, cometería un filicidio.
Porque Alan sí, no es un par para mí, es casi un hijo, porque lo conocí a los dieciocho años, cuando él era
alumno de Piglia, laburaba conmigo en mi oficina... El le dijo una vez a mi hijo que yo era como un
padre para él. Si yo escribiera —que lo tengo escrito, mentalmente— El pasado leído desde adentro...

- —¿Qué quiere decir "leído desde adentro"?


- —Yo soy el personaje. El primer hombre que usó calzado náutico, lapicera Mont Blanc, Dupont. Además,
soy el eje, porque soy el tipo que hace aparecer después el cuadro de Ritse. Digo, él hace un parricidio
malo, porque a lo largo de todo eso, hace la misma operación de Borges: que los mocasines, que la
modernidad, que la droga, que esto, que lo otro, que el yate, que la regata Río de Janeiro-Ciudad del
Cabo. Todo eso. Y en ningún momento dice que yo escribo mejor que él. Y eso es lo primero que tendría
que decir. Yo digo, por ejemplo, él sabe mucho más francés que yo. Punto. El tiene una mejor formación
académica que la mía, que es nula. Eso lo reconozco. Pero yo sigo diciendo que yo escribo mucho mejor
que él. Que si vamos a un taller literario, con alguien, el alumno estrella voy a ser siempre yo, porque
me van a dar un ejercicio y yo una página se la hago en tres minutos, cuando él empieza a pensar con
qué estrategia abordar —abordar subrayado— el texto. ¿Entendés?

- —Ahora, vos decís "si yo dijera", pero lo estás diciendo. Vos confiás en que no lo voy a poner.
- — No, no, vos podés poner lo que quieras. Sobre el filicidio, yo me quedé pensando en otra cosa, que es
la filifilia. Yo digo, padezco más de filifilia, porque a mí lo que más me emociona es encontrar tipos muy
nuevos, muy jóvenes, que son muy buenos. Y especialmente eso me pasa en poesía, no me pasa en
narrativa. Me pasa en poesía.

- —Ahí vos tenés intervenciones sobre Martín Rodríguez o sobre Alejandro López.
- —Alejandro López me parece un fenómeno. Me parece un fenómeno, nada más. De Martín Rodríguez,
Maternidad Sardá es una obra maestra. Y te digo, me tuvo en vilo una semana; un librito chiquitito. Que
no me pasa con un narrador bueno.

- —¿Y el lugar que te dan a vos? Por momentos tengo la impresión de que te empiezan a copiar los
gestos del escándalo.
- —Está bien. Dejalos, les va a salir como el culo.

- —Pero entendés a qué voy. Que en un punto, es más fácil retomar tu gestualidad de figura de
escritor, que rastrear dónde está la recuperación de tu literatura, de tu escritura.
- —A mí me parece que sería muy original, para un pibe que tiene una beca en Harvard, o en Columbia,
escribir sobre tres textos, ya que estamos. Pichiciegos —porque ya que estamos hablando de Los
Pichiciegos—, Plop de Rafael Pinedo, y La ilusión monarca, de Marcelo Cohen. En Pinedo hay dos sexos,
pero La ilusión monarca también es una novela homosexual. Los Pichiciegos es homosexual, la única
mujer que aparece es la Virgen María, y aparece como una... como una aparición. Y hay que bancarse
una novela de intensa sexualidad, ¿no?, sin presencia de mujeres, sin testigos femeninos. ¿Notaste que
María aparece como las desaparecidas?

- —Sí, y con cuentos de aparecidos. Es el momento de los cuentos de aparecidos. En ese momento
hacés aparecer a Manuel Puig.
- —Sí. Y a Borges; Acevedo era Borges. Para mí era mi paradigma. Mirá si pudiera sacar el diez por ciento
de Borges y el diez por ciento de Puig. Yo con ese veinte por ciento hago una industria.

- — ¿Seguirías pensando tu literatura o estás pensando lo que escribís en esa relación ideológica con
el presente de la política argentina?
- —Mirá lo que es la vejez. Estoy terminando una novela hace tiempo, y la paro siempre por razones de

 
poesía, ¿no?, y no me acuerdo nada. Es una novela posmoderna. Está anclada en una realidad rara, está
más anclada en la realidad de los desarrollos inmobiliarios. Es una historia en las Termas de Flores. Como
el barrio de Flores adquiere mucho significado en el mundo, como La Boca y San Telmo, un señor que
tiene tierras en Ezeiza, encuentra agua caliente, salada, que existe ahí abajo, a cuatrocientos metros de
profundidad, dice que metió una bomba de cuatro mil metros de profundidad, y hace unas termas. Hace
La Salada, pero de súper elite. Hace un spa, y le pone el nombre de Flores, como el barrio de Flores,
donde nació Aira.

- —Lo mencionaste vos, pero uno en seguida empieza a pensar en Aira.


- —No, no, pero la novela empieza en la calle Bonorino, cuando el tipo va en un taxi por la calle
Bonorino. Pero es una cosa completamente posmoderna. Pero está el tema de la desorganización social,
del terror, del aislamiento de los ricos. Pero no hay ejes políticos que tengan referente mediático. Y no
sé, creo que el ciclo ese del aparente realismo anclado en la política argentina murió.

- — ¿Porque estéticamente cómo sería esto que estás escribiendo ahora?


- — Y, sería tributario de La luz argentina, de Aira.

- — Vos nombraste "La luz argentina", cuando decías que querías escribir la novela del menemismo.
Dijiste "Yo querría escribir sobre el menemismo lo que La luz argentina fue a principios de los 80".
- — Ah ¿sí?

- —Sí, sí.
- —Mirá vos, tengo el trauma ése. ¿Qué querés que te diga? Una cosa con relación a tu pregunta inicial.
Volví a leer, después de treinta y tres años de diferencia, Hombres de a caballo. Ojalá le pase a
cualquiera con Los Pichiciegos lo que me pasó a mí con "Hombres de a caballo". Es vigente... Digamos, si
uno acepta ese modelo, es vigente. Y es un trabajo titánico. Es un Vargas Llosa. Es un titán, Viñas.

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