Escolar Documentos
Profissional Documentos
Cultura Documentos
org)
PRIMERA EDICIÓN: SEPTIEMBRE DE 1943
SEGUNDA EDICIÓN: SEPTIEMBRE DE 1944
TERCERA EDICIÓN: F E B R E R O D E 1953
CUARTA EDICIÓN: AGOSTO D E 1964
PROLOGO
También yo padecí, durante mucho tiempo, del mal que aqueja a la
mayoría en cuestión de matemáticas. Mi comprensión era muy escasa, y la
mente no lograba asimilar ni siquiera los principios o leyes fundamentales
de esa ciencia, tan diáfana a despecho de las asperezas que la revisten. Lle-
gué incluso a sentirme avergonzado a causa de mi innata torpeza para la
concepción de ideas trascendentales, y hasta sufrí el amargo sentimiento de
inferioridad. Pero vino un día en que, gracias a la sobresaliente habilidad
expositiva de un apreciado amigo mío, maestro en la más hermosa de las
ciencias, alcancé la necesaria comprensión y la satisfacción consiguiente.
Mi angustia y depresión se trocaron en férvido entusiasmo, y fue entonces
cuando descubrí con sorpresa todo el esplendor que irradia de esta magna
obra de la inteligencia, de las tan deplorablemente aborrecidas matemáticas.
Pues bien, el objetivo primordial de este libro no es otro que el de lo-
grar influir en modo semejante sobre el lector; y esto sin que pretenda, en
modo alguno, llegar a ser un método de cálculo, ni mucho menos lo que se
llama un tratado en el sentido usual de la palabra. No. Su aspiración se re-
duce a exponer ante el lector las temidas matemáticas bajo su aspecto más
atractivo, a familiarizarle del modo más ameno posible con la espléndida
belleza de alguna de sus más importantes especulaciones. O, dicho en otras
palabras: no pretendemos estudiar ni forzar la máquina. Nuestra empresa se
reducirá a guiar al lector en un paseo por el maravilloso jardín encantado,
que el arte de ordenar y coordinar lógicamente pensamientos con pensa-
mientos e ideas con ideas ha ido creando al compás de la multimilenaria
evolución de la humanidad.
4 El prodigioso jardin de las matemáticas
llezas que encierran. Y que los matemáticos expertos no se nos quejen por
esta especie de «profanación» de su ciencia y reconozcan, al contrario, la
buena intención que nos guía.
Para terminar, conste que, a nuestro parecer, no hay nada tan bochor-
noso como el hecho de que, a pesar del incesante avance triunfal de la cien-
cia y de la técnica alemanas, sean todavía numerosos los compatriotas que
sienten horror ante el más espléndido monumento del pensamiento, erigido
por el espíritu humano en el transcurso de milenios de incesante esfuerzo, y
que por el sólo motivo del temor que les inspira se vean privados de utilizar
un auxiliar tan poderoso en el estudio de la Naturaleza.
Y basta ya, porque es hora de que emprendamos nuestro anunciado
paseo.
6 El prodigioso jardin de las matemáticas
Nada hay que merezca ser tan justamente meditado y aquilatado como
la elección, del apropiado sendero o de la puerta a través de la cual convie-
ne mejor penetrar en el recinto rutilante de la más noble y la más temida de
las ciencias. Y opino que podríamos partir confiadamente de algo conocido
y evidente, esto es, de aquellos conocimientos matemáticos que, por ser
adquiridos en los primeros días de la escuela, no abandonan ya al hombre
en todo el resto de su vida.
Naturalmente, no queremos ni debemos permitir que los números se
precipiten ante nosotros sin orden ni concierto. Establecer un orden es cosa
bien sencilla. Como ejemplo del mismo podríamos tomar, desde luego, un
metro con su escala, en la cual, muy bien ordenaditos conforme a su valor,
se suceden los números en cantidad limitada..., por supuesto. Pero vamos a
ser todavía más precisos, y en lugar de la regla preferimos elegir un termó-
metro. ¿Por qué? Muy pronto lo veremos.
La escala del termómetro se distingue de la del metro -con la cual está,
por lo demás, íntimamente emparentada - por la significación que el cono-
cido grado cero tiene en el primero de ellos. El metro posee también, cier-
tamente, un cero inicial, por el cual se comienza a medir siempre. Pero des-
de este extremo cero del metro no puede avanzarse más que en un sentido
único, es decir, en el sentido que nos hace pasar a 10, 20, 30, etc., hasta 100
150 cm. según la longitud de la regla. No ocurre así en el termómetro, cuyo
cero corresponde a un punto que no es extremo de la escala. A partir de este
punto cero, hacia arriba, se cuentan grados positivos (+), y, en cambio, des-
10 El prodigioso jardin de las matemáticas
de este mismo punto cero, hacia abajo, se cuentan grados negativos (-).
Cuando la columna de mercurio desciende por debajo del cero, decimos
que «hace frío», y si, por el contrario, sube por encima del cero, decimos
que «hace calor». Aun sabiendo que estas expresiones no son estrictamente
correctas desde el punto de vista de la Física, hemos preferido valernos de
ellas, por tratarse de locuciones completamente usuales y comprensibles
para todos.
Y es precisamente en este desdoblamiento, o sea en la ordenación de
los números en dos sentidos opuestos, donde reside el interés; pues en ma-
temáticas, como es generalmente sabido, existen números positivos y nú-
meros negativos, los cuales se comportan entre sí precisamente como los
que llamamos grados de calor y grados de frío del termómetro. Sentado
esto, precisaremos algo más la cuestión.
La primera distinción fundamental que nos separa de las convenciones
del lenguaje ordinario cotidiano, y que debemos conservar grabada en la
memoria, es la de que los signos + y -, que por convención expresan en el
cálculo los imperativos de las operaciones de sumar y restar, respectiva-
mente (equivaliendo a «añádase» o a «substráigase»), aparecen ahora como
vinculados al número en sí. Es decir, más precisamente,
que matemáticamente existe un - 9 (léase «menos nue-
ve»), que se distingue del + 9 (léase «más nueve»), tan
fundamentalmente como los 9 grados bajo cero del ter-
mómetro se distinguen de los 9 grados sobre cero. Y es
el momento de hacer notar la costumbre hondamente
arraigada, no sólo en el lenguaje corriente, sino también
en el matemático, de que al escribir 9 sin ningún signo
se entiende sencillamente +9; de la misma manera al
decir 12 grados, entendemos precisamente +12 grados,
o sea 12 grados sobre cero.
Pero no dejemos todavía nuestra escala termométri-
ca y fijémonos un poco en las leyes que rigen el cálculo
de los números positivos y negativos en esa doble suce-
sión de números, para la cual se ha ideado expresamente
el nombre arbitrario de «alineación numérica». Imagi-
nemos que el termómetro señala 10 grados de calor. Si
sobreviene un aumento de temperatura de 9 grados, el
mercurio señalará 19 grados de calor. Ahora bien, si su-
ponemos que cuando el termómetro marca los 10 grados
El secreto de termómetro 11
(-13) + (+23) = - 13 + 23 = + 10
12 El prodigioso jardin de las matemáticas
+ (+) = + Tomemos nota: del signo matemático «más» delante del pa-
réntesis y del signo «más» en el interior del paréntesis resulta el signo ma-
temático «más».
Si del número positivo + 36 substraemos el número positivo + 16 ob-
tendremos entonces + 20.
(+ 36) + (- 16) = + 36 - 16 = + 20
Ejemplos
(+ 17 ) + (+ 16) = + 17 + 16 = +33
(− 12) − (+ 35) = −12 + 35 = −47
(− 25) + (− 25) = −25 − 25 = −50
(-25)-(-25)=0
El secreto de termómetro 13
Para poder entender esto, en cierto modo, nos ocuparemos algo más a
fondo del concepto general de «número». En su sentido original, los núme-
ros designan cantidades.
14 El prodigioso jardin de las matemáticas
3-3=0 1- 2 = -1 13 - 24 = -11
nocidos deben ser válidas, también, conjuntamente, con los nuevos núme-
ros. Este principio recibe el nombre de «Principio de permanencia»1.
1
Nombre designado por Hermann Hankel (1539-1373), matemático de Erlangen;
permanere (lat.): permanecer.
16 El prodigioso jardin de las matemáticas
(+ 3) · (+ 4) = (+ 4) + (+ 4) + (+ 4) = ± 12 (3).
2
Así se designa el resultado de la división.
3
Para el signo de multiplicación utilizamos el punto. Anteriormente era usual también
la x
El secreto de termómetro 17
Y también
(- 3) · (+ 4) = -12 (- 3) · (- 4) = + 12
perros den con tus huesos», de donde el piadoso deseo funeral llega a ad-
quirir un amargo sabor de sarcasmo. Pues los romanos - expertos lingüistas
que sabían, con rigurosa lógica, sacar partido a sus modismos-, consecuen-
tes con su principio:
(- 35): (- 5) = + 7
Hasta aquí, el cálculo con números relativos. ¡Los paréntesis, que nos
han sido tan útiles para la derivación de las reglas de cálculo, han cumplido
ya con su deber!De ahora en adelante nos serviremos de ellos solamente
cuando esté clara la relación entre ellos.
20 El prodigioso jardin de las matemáticas
4
Para la expresión «segunda potencia» se utilizaba, a menudo, también el nombre de
«cuadrado».
22 El prodigioso jardin de las matemáticas
¿La 38ª potencia de 7? ¿Cómo se escribe esto? Esta es una cosa muy
complicada. Paciencia, querido lector, la cosa no es tan terrible como pare-
ce. La 38ª potencia de 7 se escribe, simplemente, 738 (léase: 7 elevado a 38).
El pequeño número en lo alto, el exponente, nos indica, por consiguiente,
cuántas veces hay que multiplicar por sí mismo el número base 7 para ob-
tener la potencia.
Todo esto es muy bonito, pero con ello no hemos ganado todavía mu-
cho. Por el momento, lo único que sabemos es que pueden calcularse las
raíces de algunos números bien determinados. De «extraer raíces» enten-
demos tan poco, como de multiplicar el alumno, que acaba, justamente, de
aprenderse la tabla. ¿Qué significa, por ejemplo, la raíz cuadrada de 2? ¡En
buen lío nos hemos metido! Naturalmente, esto lo hemos aprendido ya en
la escuela, pero, quién se acuerda todavía de ello? Este cálculo –logaritmo
de la raíz es su nombre- es sumamente complicado, como puede deducirse
del siguiente ejemplo
5
“Raíz segunda de” se denomina, también, «raíz cuadrada». El 2 se omite. No se es-
2
cribe, pues, 9 , sino simplemente 9
24 El prodigioso jardin de las matemáticas
¿cuál es el número que multiplicado por sí mismo da, por ejemplo, -4?
¿Un número de 17 cifras? Son 12 mil millones, 345 billones, 678 mi-
llardas, 987 millones, 654 mil y 321.
1 billarda es un uno seguido de 15 ceros
1 billarda = 1015
Pero esto es secundario. Más tarde hablaremos de ello con más detalle.
¿Podemos imaginarnos un tal número? - 1015 Su aspecto es tan inofensivo!
¿Cuánto tiempo se necesitaría para contar de 1hasta 1billarda? ¿1 año o 100
años? ¿O, quizás, incluso 1000 años? Las estimaciones están aquí fuera de
lugar; será preferible calcularlo. Supongamos que para cada cifra se requie-
re un segundo. Ya para ello se precisa una técnica especial de conteo, no
tan fácil de conseguir. ¡Démosla por conseguida! Además, es necesario
contar ininterrumpidamente, día y noche. Varias personas pueden relevarse
en esta tarea. En este caso, se contarán en
1 minuto 6o cifras
1 hora 3. 6oo cifras
24 horas 86 400 cifras
1 año 31 536 000 cifras
pudo ser considerado como el más elevado trofeo del que un cazador de
números primos había podido vanagloriarse, una «sexagésima primera»
potencia que conservó, durante largo tiempo, el «campeonato» del mayor
número primo conocido de la humanidad. Pero entre tanto surgió un nuevo
matemático, más afortunado todavía, que logró destacar al primer plano el
nuevo número primo.
2127 - 1 = 170 141 183 460 469 231731687 303 715 884 105 727
22281 - 1
Los puntos tras una fracción decimal indican que ésta es infinitamente
larga, y que puede ser, por tanto, eternamente prolongada hasta lo infinito,
ya que contiene un sinfín de lugares decimales.
Se debe, pues, tener presente que algunos sencillos quebrados comu-
nes son tan sólo susceptibles de ser traducidos a la forma decimal mediante
fracciones decimales prolongadas hasta lo infinito, o sea que prácticamente
-puesto que hemos de permanecer siempre en lo finito- no pueden ser re-
presentados con exactitud, mediante fracciones decimales. Y para hacernos
cargo del tipo de expresiones a que, en determinadas circunstancias, hemos
de vernos conducidos, daremos como muestra la transformación, mediante
una sencilla división, del quebrado 10/7 , en una fracción decimal.
Procédase a realizar la operación y se verá que es cuento de nunca
acabar; pues obtendremos el divertido resultado siguiente:
9 ·2,6666... = 24
El número sencillo es, en este caso, la novena parte. Con ello hemos
resuelto nuestro problema
De este modo se deduce el número simple como la 999 999 ava parte
1,428571428 = 10/7
Hasta aquí vamos bien; pero la siguiente pregunta, lógica, nos abre
otra vez la puerta a un nuevo misterio de los números, realmente profundo:
,Qué ocurre con las fracciones decimales infinitas, pero nol periódicas?
¿Cómo se reducen a quebrados comunes?
Hemos de suplicar al lector que crea simplemente el enunciado-
respuesta que vamos a dar a esta pregunta. Pues la demostración matemáti-
ca, que no puede ser más sencilla, nos resultaría, sin embargo, en extremo
difícil a causa sobre todo de nuestro poquísimo dominio del «lenguaje ma-
temático». La respuesta dice sencillamente: ¡Las fracciones decimales infi-
nitas no periódicas no son susceptibles de ser transformadas en quebrados
comunesl
A primera vista esto no parece en verdad nada fuera de razón. Habre-
mos de ir, pues, más adentro para mostrar al lector la insondable y sobreco-
gedora profundidad de este misterio. Para ello volveremos de nuevo a los
quebrados comunes, que están íntimamente emparentados con los números
enteros y a base de los cuales se estructuran directamente, pues el numera-
dor y el denominador, que son los términos de que constan, son números
enteros. Estos términos pueden elegirse pequeños o grandes, a discreción.
Sin más, por lo tanto, puedo escribir, sea encima o sea debajo de la raya dei
quebrado, trillones, cuatrillones, hasta los números gigantes más descomu-
nales, en la forma que mejor me parezca. De todo esto se deduce inmedia-
tamente que a la vista de un quebrado común dado no puedo declarar cuál
es su inmediato mayor ni cuál su inmediato menor. ¿Cuál es el quebrado
que siendo mayor que 1/2 difiere menos de éste? ¡Pregunta sin respuesta
posible, pues en seguida me pierdo aquí entre cúmulos de números de mag-
nitud rayana en lo infinito. Y puedo sin cesar ir construyendo quebrados
cada vez más próximos al ½ . Así 51/100 es contiguo al ½, pero
50.000.001
/100.000.000 se le acerca añun mas, y si recurro a los números gigantes-
cos, la diferencia con ½ será cada vez más pequeña, sin que, de todos mo-
dos, llegue a desaparecer nunca por completo.
Más justo hubiera sido representar los hitos itinerarios - es decir, los
símbolos de los quebrados comunes - infinitamente más estrechos en el
sentido del camino y sucediédose ininterrumpidamente, de forma que la
más insignificante variación de distancia imaginable viniese al momento
señalada por su hito correspondiente. Estos hitos, entre los cuales nada se
interpondría, ni siquiera el más leve resquicio, formarían, pues, una peque-
ña e ininterrumpida valla paralela a la vía. Y sin embargo, aun así habrían
de existir intervalos suficientes entre los hitos en cuestión para que en su
espacio pudieran intercalarse, en cierto modo, una inmensa cantidad de
fracciones decimales infinitas no periódicas. Esta incompatibilidad entre las
sucesiones herméticas y los incontables intersticios que manifiestamente
han de coexistir con el hermetismo, es lo irrazonable, lo irracional, en este
misterio de los quebrados, que desde hace casi dos mil años importuna a la
humanidad y que en la actualidad no ha logrado todavía penetrar en nuestra
mente. Convengamos en que este asunto de los números irracionales resul-
ta, por demás, enfadoso y enrevesado.
Y ahora nos encontramos con un hecho que nos parece casi absurdo,
después de todo lo visto hasta ahora: los números irracionales pueden «di-
bujarse». Veamos, a este respecto, un bonito ejemplo.
Irracionales son, además, casi todas las raíces; por ejemplo, las raíces
cuadradas de 5, de 8, la raíz cúbica de 36, de 49 6 112, etc. Una excepción
la constituyen todas las raíces que se «abren»; por ejemplo
6
(') Más exactamente «raíces de una ecuación algebraica»; pero esto no lo en-
tendemos, y no es, tampoco, importante para nosotros.
44 El prodigioso jardin de las matemáticas
3,14159265358979323846..
2,718281828459045...
Esta notación nos lleva a considerar algo que al lector acaso pueda an-
tojársele disparatado. Se trata del símbolo 101, es decir, «diez elevado a
uno». Pero si lo consideramos más a fondo podremos darnos cuenta de que
101 se incluye de manera perfectamente armónica. Significa, simplemente -
en comparación con las otras potencias-, que el diez debe escribirse sólo
una vez.
Era necesario detenernos en esta aclaración porque a partir de ella po-
demos establecer inmediatamente una estrecha relación entre los números
pequeños que figuran en la parte superior derecha del diez, y el valor relati-
vo del producto, o sea el número de ceros que lleva. El producto tiene exac-
tamente -vulgarmente hablando- tantos ceros detrás del uno como indica el
numerito colocado arriba.
Según esto, 1.000.000 es =106, y se escribe, pues, con seis ceros; del
mismo modo que: 102, o sea l00, se escribe tan sólo con dos ceros. De aquí
resulta una comodidad extraordinariamente grande, y es que ahora pode-
mos expresar los monstruosos números gigantes mediante combinaciones
de números sencillísimas, claras y de fácil interpretación al primer golpe de
vista. Así, por ejemplo 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 equi-
vale sencillamente a 1030.
La magia de la tabla de multiplicar 47
3 4 3·3·3·3
= =1
3 4 3·3·3·3
son en cierto modo raras y los conocimientos' que hemos adquirido acerca
de esto no nos servirían más que como interesantes y entretenidas piezas
del arte de calcular en casos determinados y especiales, si no fuera que
habrán de permitirnos utilizar y aplicar el truco de nuestros numeritos a
otros números fundamentalmente distintos. La solución del problema 4261 .
33448 =? quedaría en efecto muy simplificada si pudiésemos resolverlo
jugando con nuestros numeritos como en el caso, por ejemplo, de la multi-
plicación de 10 • l00
El camino que conduce a este fin, y algunos se habrán ya percatado de
ello, nos va a resultar poco largo. Sabemos que 100 = 10 • 10 = 102 y
1.000= 10 • 10 • 10= l03. Y ahora viene la cuestión que a primera vista pa-
rece sin sentido y absurda: ¿Cuántas veces necesito multiplicar el 10 por sí
mismo para obtener, por ejemplo, 500? La pregunta nos choca de pronto
porque en nuestro lenguaje vulgar y corriente nos dice de algo enteramente
fuera de lógica. En realidad, es decir, concebida de modo puramente mate-
mático, la cosa varía por completo, pues puedo hallar en seguida una res-
puesta aproximada a nuestra pregunta. Así: 500 se halla entre 100 y 1.000,
es decir, entre 102 y 103. Para obtener 500 necesito, pues, indudablemente,
multiplicar 10 por sí mismo algo más de dos veces y algo menos de tres.
¡Reflexiona un poco por favor, lector amigo, depón los prejuicios que em-
pañan la visión justa de las cosas y procura abarcar con la mirada entera-
mente despejada la clara evidencia de este desconcertante aserto!
Después de haberlo calculado realmente a fuerza de tiempo, se sabe
hoy con absoluta precisión que para obtener 500 es necesario multiplicar 1o
por sí mismo 2,698970... veces (este número acaba en una fracción decimal
infinita no periódica). A la pregunta de: ¿cuántas veces habrá que multipli-
car 10 por sí mismo para obtener, por ejemplo, 7?, se puede contestar de
modo análogo. También en este caso salta claramente a la vista que este
último número será menor que 1 y mayor que 0; pues l00 da 1, mientras que
101 da l0. El número buscado es realmente 0,845098...; y ahora, para poner
un par de instructivos ejemplos, vamos a escribir el valor de los «numeri-
tos» que habrán de indicarnos las veces que debe multiplicarse el 10 por sí
mismo para obtener algunos «números vulgares». Así, por ejemplo
100,47712... = 3
101,30103... = 20
101,69897... = 50
102,17609... = 150, etc
52 El prodigioso jardin de las matemáticas
10 log 3 = 0,47712...
Los logaritmos que hemos tenido ocasión de conocer hasta ahora están
todos ellos referidos a nuestros «aplicados' dieces». Existen, también, sis-
temas de logaritmos edificados sobre otros números, es decir, tienen una
«base» distinta de Io. Sin embargo, para facilitar las operaciones de multi-
plicar, dividir, etc., están indicados solamente los logaritmos decimales.
Así, pues, en nuestros cálculos nos las tendremos que ver siempre con estos
logaritmos. Por consiguiente, no es siquiera necesario que hagamos alusión
cada vez al:ro. Además, prescindiremos también de los puntos, que signifi-
can simplemente que se trata de una fracción decimal infinita. ¡Esto lo sa-
bemos ya, de una vez para siempre! Así, pues, los logaritmos decimales los
expresaremos sencillamente
log 2 = 0,30103
log 3 = 0,47712
antilog 0,47712 = 3
54 El prodigioso jardin de las matemáticas
esos números. La parte interesante del logaritmo dependiente del valor rela-
tivo del número, o sea del lugar que ocupa el grupo de sus cifras, podemos
calcularla mentalmente al instante. Resumiendo, resulta
a) de un número es 0 1 2 3; ...,
cuando la cifra delante de la coma tiene 1 2 3 4 lugares
y así sucesivamente.
Para evitar la incómoda notación de las cifras negativas, tal como
0,51095 - 1, se encuentra, a menudo, en las tablas una simplificación. Para
evitar totalmente la cifra negativa, se completa la cifra delante de la coma
hasta 10, de modo que, en lugar de 0,64532 - 2, se tiene entonces
antilog 4,43136 =?
7
Esta forma de notación es solamente usual en las tablas, en las que, por razo-
nes de conveniencia, es preciso dar una indicación sobre la característica (por
ejemplo, en las funciones trigonométricas). El lector no debe romperse por ello la
cabeza, pues no habrá de vérselas apenas con tales cálculos. De todos modos, esta-
remos informados cuando nos llamen la atención tales anotaciones en las tablas.
La magia de la tabla de multiplicar 57
.. ...,..
27 000,000
.,....
8
De «Sohloemilch Logarithmen», 5i. Edición r9S6, Vieweg & $ohn
Braunschweig.
58 El prodigioso jardin de las matemáticas
log 70,16 = 1, . . . .
No pierdas la paciencia, querido lector: todo esto debe decirse una vez, para
que sepamos manejar también las tablas. ¿De qué nos servirían todas las
hermosas teorías, si no supiéramos manejar nuestras herramientas?
1.° La multiplicación. Diremos: Puesto que 102 · 103 = 105, podrá apli-
carse en general la ley que dice: el logaritmo de un producto es igual a la
suma de los logaritmos de los factores. Si tengo, pues, que multiplicar tres
números entre sí, buscaré los logaritmos que les corresponden. Sumados
éstos obtendré el logaritmo del producto. De aquí se deduce, por añadidura,
que la multiplicación de valores numéricos corresponde a la adición de sus
valores logarlitmicos.
....,...
sin embargo, muy incómodo para el ulterior cálculo. Por ello se escribe pa-
ra 3,58928, preferiblemente 4,58928-1, lo que viene a ser lo mismo.
Por lo referente al número de cifras vemos que, como nos lo delata -1,
el número debe ser menor que 1, pero mayor que 1/10. De ello se deduce el
siguiente esquema de número de cifras:
0, . . . . .
Así, pues, nuestra regla es correcta, y con ayuda de los logaritmos po-
demos elevar a potencias, sin fatiga y como nos guste. ¿Cuál es, por ejem-
plo, la quinta potencia de 4,742, es decir, el número que se obtiene cuando
se multiplica 4,742 cinco veces por sí mismo? Rápidamente se encuentra el
logaritmo, que resulta ser 0,67596. Y con la misma rapidez se obtiene 5 .
067596 = 337980. Si se busca el número correspondiente, resulta ser:
2397,7. Es, pues, 4,7425 = 2397,7
x2 = 13,64
64 El prodigioso jardin de las matemáticas
x = 13,64 = 3,6933
Se calcula, por tanto, primero, 3 por el log x, y la tercera parte nos dará
el log x.
x = antilog 0,69897 = 5
La magia de la tabla de multiplicar 65
Pero aún hay algo más. Hasta este momento hemos partido siempre
del número 10 y hemos planteado la pregunta siguiente: ¿Cuántas veces he
de multiplicar 10 por sí mismo?, etc. Pero podríamos preguntar igualmente
¿Cuántas veces he de multiplicar por sí mismo el número 8 o el 15 o el 341
para obtener cualquier otro número dado, por ejemplo, el iio? Sin embargo,
en la práctica se ha introducido casi exclusivamente la base 10. Estos loga-
ritmos erigidos sobre 10 como número básico reciben el nombre de loga-
ritmos vulgares o de Briggs.
Al lado de éste, sólo otro sistema ha adquirido significación, a saber, el
llamado sistema natural de logaritmos.
La base de estos logaritmos es el importante número
2,71828182845904...
1 1 1 1 1 1
e = 1+ + + + + + +
1 1⋅ 2 1⋅ 2 ⋅ 3 1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 ⋅ 5 1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 ⋅ 5 ⋅ 6
1 1
+ + + .....
1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 ⋅ 5 ⋅ 6 ⋅ 7 1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 ⋅ 5 ⋅ 4 ⋅ 6 ⋅ 7 ⋅ 8
La magia de la tabla de multiplicar 67
y téngase por entendido que esta igualdad no será cierta hasta que se sume
el conjunto de todos los términos, que, como dijimos, son en número infini-
to.
e2 i π=1 y ei π =-1
obstante, que puesto a buscar revela una genialidad digna de mención. Así,
por ejemplo, no hace mucho tiempo tuvo que llevar huevos al mercado, y la
vispera había reunido un montoncillo de 36 piezas. Cuando por la mañana
del día señalado recorrió el gallinero encontró todavía 17 huevos más, con
lo que se le planteó a nuestro buen Andrés el difícil problema matemático
siguiente «¿Cuántos huevos he reunido en total? ¿Cuántos serán 36 y 17?»
Problema sencillamente insoluble para él, pues nuestro labrador, en medio
de las fatigas del recio trabajo cotidiano, ha olvidado hace tiempo la difícil
tabla de sumar tan a duras penas aprendida en su infancia; mas, de pronto,
le asalta una idea genial y, gracias a su astucia, se pone Andrés en condi-
ciones de practicar la suma sin necesidad de sumar. Abandona, por decirlo
así, el camino recto y busca un rodeo que le conduce igualmente al fin de-
seado. El rodeo consiste en contar: empieza por juntar todos los huevos en
un solo montón y comienza en seguida a contarlos. ¡Estupendo! El resulta-
do ha de ser forzosamente justo y, efectivamente, Andrés cuenta de este
modo 53 huevos.
La invención de Andrés tiene mucha más importancia y trascendencia
de lo que a primera vista parece. Y, cosa curiosa, es precisamente en la ocu-
rrencia de reunir los huevos en «un solo montón» donde salta el chispazo
de ingenio. Daremos un paso más y desarrollaremos la idea fundamental
que de aquí se desprende. Quedamos por el momento en que Andrés calcu-
laba con huevos, es decir, con piezas sueltas. Avancemos ese paso, en sí
insignificante, y pongamos distancias, o sea centímetros, en lugar de hue-
vos, con lo que habremos hallado una auténtica máquina de calcular, que
nos permitirá resolver rapidísimamente, en una determinada zona de núme-
ros, adiciones y substracciones.
Pasemos ya a la práctica. No necesitamos, a tal fin, grandes preparati-
vos: no necesitamos más que dos reglas divididas en centímetros. No tene-
mos más que colocar una regla sobre la otra y... ¡el invento está listo !
Una varita mágica 71
Queremos saber, por ejemplo, cuántos son 36 + 47. Para ello no hay
más que hacer coincidir los bordes de las dos reglas y hacer deslizar una de
ellas hasta que su origen, o sea la raya cero, venga a coincidir con la raya
36 de la otra. Más exactamente deberíamos decir «en la raya de 36 mm», de
la misma manera que, por ejemplo, 5 es la división- que marca los 5o mm.
Seguimos ahora con la mirada la graduación de la primera regla hasta llegar
al punto 47, Y veremos que coincide exactamente con la raya 83 de la regla
inferior. Y he aquí que el resultado se obtiene, o mejor dicho se lee, de un
simple vistazo, sin necesidad de recurrir a ningún cálculo mental o escrito.
En realidad, hemos logrado más de lo que pretendíamos saber en un
principio, pues sin variar la colocación de las reglas podemos ir leyendo
una serie de adiciones hechas al sumando 36; de suerte que las reglas nos
indican, con igual precisión, los resultados de sumas tales como, por ejem-
plo, 36 + 20, 36 + 6o, y así sucesivamente.
Nuestros cálculos no hallan aquí límite, si no es en la longitud de la
regla; pero hay más todavía: nuestro sencillo instrumento, cuando a causa
de la longitud de las reglas no alcanza a dar resultados directos, hace lo po-
sible para proporcionarnos indirectamente todas las indicaciones posibles.
Esto es que, si muevo una regla a lo largo de la otra a fin de obtener una
suma, como por ejemplo: 80'+ 140, no podré leer directamente el resultado
si las divisiones no llegan más que hasta 200; pero en todo caso nuestro par
de reglas nos indican por lo menos, con entera claridad, al leer el sumando
mayor en la regla móvil, que para obtener el resultado justo faltan veinte
divisiones -es decir, el número de divisiones de la regla móvil que sobrepa-
san de la división límite de la regla fija.
Nuestra regla, verdadera máquina calculadora, nos sirve, con igual ra-
pidez y eficacia, al practicar una substracción. En este caso es necesario
únicamente tener de antemano bien presente que se trata de una resta entre
dos trayectos. Mientras que durante la adición corremos la vista de izquier-
da a derecha, en la substracción ocurre todo lo contrario. Así, pues, si que-
72 El prodigioso jardin de las matemáticas
Hay algo que no debe silenciarse: toda regla de cálculo puede tener,
como es natural, una longitud sumamente limitada, al objeto de que no re-
sulte poco manejable. Esta limitación, sin embargo, tendrá como tope, hasta
cierto punto, la excesiva finura de la división de la escala. Toda regla de
cálculo es por ello más o menos imprecisa, dado que la lectura de decima-
les se haría muy pronto imposible. No obstante, su exactitud es tan grande,
que su empleo en la mayoría de las operaciones de cálculo, tales como, por
ejemplo, las que resuelve el constructor de maquinaria, resulta completa-
mente satisfactorio.
En resumen, la regla de cálculo es un instrumento auxiliar de un valor
inimaginable; sobre todo porque, si bien no posee la exacta precisión de
una máquina de calcular, es incomparablemente de más recursos que ésta.
Una varita mágica 81
Es por ello necesario que, también en este caso, comencemos por algo prác-
tico y perfectamente asequible.
Como todo el mundo sabe, la Geometría gira esencialmente en torno
del triángulo, con el cual nos encontramos de continuo; de tal modo que
quien desconozca la anatomía de esta figura, tan simple en sí, hallará cerra-
do el paso que conduce a la comprensión de las más sutiles artes geométri-
cas. ¿Por que?
Esta pregunta resulta fácil de contestar. El triángulo es la más sencilla
de las figuras geométricas planas, y por esto es- la base, el fundamento, de
toda representación geométrica, la más simple imagen a la cual pueden re-
ferirse las demás figuras de complicada estructura. Todo problema geomé-
trico podrá ser tenido por verdaderamente resuelto tan pronto como logre-
mos llevarlo al campo de los triángulos. No tenemos manera de representar
un «monoángulo». Tampoco es concebible en la geometría plana corriente,
llamada euclidiana, la representación de un «biángulo», y sólo le hallare-
mos formado por curvas, como, por ejemplo, en la superficie esférica, etc.
Todo el mundo sabe perfectamente le que es un triángulo; es la figura que
tiene tres lados, perímetro, área y -aquí comienza la dificultad de compren-
sión- tiene también tres ángulos. De momento dejaremos de considerar los
tres ángulos. Repasemos lo que acerca de las relaciones del triángulo sabe-
mos ya o debiéramos saber. Al empezar tropezamos en primer lugar con
una tesis, establecida por la humanidad desde hace milenios, y que resulte
precisamente indispensable para nuestros conocimientos geo. metricoma-
temáticos. Se trata del popular teorema de Pita, goras, conocido en el len-
guaje escolar medieval con el nombre de «pons asinorum», o sea puente de
los asnos. Procedamos pues, a resucitar en nuestra memoria ese fundamen-
ta: enunciado
Un triángulo especialmente «simpático» es, sin duda alguna, aquel que
tiene sus tres lados iguales, lo cual -dicho sea de paso- lleva como conse-
cuencia que los tres ángulos sean forzosamente de igual magnitud. Pero,
innegablemente, resulta todavía más «simpático» el llamado triángulo rec-
tángulo, cuya característica principal consiste en que dos de sus lados se
articulan formando un ángulo recto, es decir, un ángulo de exactamente 9o
grados.
Presentación del señor coseno 85
Séanos permitida aquí una ligera digresión. Junto a estas sobrias y tan-
gibles verdades milenarias se nos ofrece un profundísimo misterio matemá-
Presentación del señor coseno 87
tico, que no ha podido ser descifrado todavía hasta la fecha. Se trata del
célebre problema de Fermat. Existe un sinfín de grupos de tres números
que, al ser elevados al cuadrado, puedan relacionarse de igual modo que los
3, 4, 5 antes citados. Pero, y he aquí lo extraordinario, no hay números en-
teros que puedan relacionarse de la misma manera al ser elevados al cubo,
es decir, al tomar terceras potencias. Se posee hoy la prueba de que, hasta
potencias de centésimo grado, no existen números que cumplan esta rela-
ción. Lo que actualmente se ignora todavía' es si para más elevadas poten-
cias será posible hallar algún número que cumpla con esta relación.
Volvamos a nuestro triángulo rectángulo, al que vamos a examinar
ahora con un poco más de detención desde el punto de vista «anatómico».
Llevemos, en efecto, las pinzas de nuestra exploración precisamente allí
donde se toca el punto neurálgico, por ser donde la cuestión se hace más
difícil y menos transparente, es decir, a los ángulos, en cuyos dominios es
de extraordinaria importancia práctica entrar con paso seguro; pues, como
lo demuestra ya una superficial observación de los más corrientes fenóme-
nos vulgares, los ángulos desempeñan en el mundo que nos rodea un papel
directamente predominante. Basta con recordar, por ejemplo, el siguiente
hecho evidente: cuanto mayor sea el ángulo de abertura de una puerta, tanto
mayor será la anchura del paso libre que deja. Y ejemplos como éste, de-
mostrativos de la influencia de los ángulos, se presentan a centenares y a
millares en nuestra habitación y en la oficina. Por otra parte sabemos todos
que existe un sistema de medida para expresar la magnitud de un ángulo,
sistema por cierto práctico y acreditado: se basa en la conocida división de
la circunferencia en grados, minutos y segundos. Según ese modo de con-
tar, un ángulo de 4 rectos -es decir, el formado todo «alrededor» de un pun-
to- mide 36o grados, la medida de un ángulo recto es de 9o grados, etc. Pe-
ro semejante evaluación en grados ofrece, sin embargo, la desventaja de no
ser suficiente para todos los cálculos o, mejor dicho, sólo nos permite cal-
cular dentro de estrechos límites. Efectivamente, si bien el sistema nos
permite, por ejemplo, restar un ángulo de 45 grados de otro de 68 grados,
esta medición en grados no basta por sí sola para lograr deducir la variación
de longitud de los lados de un triángulo como consecuencia de la variación
de magnitud de uno de sus ángulos. Por eso cuando pretendemos realizar
cálculos a base de las magnitudes angulares es necesario seguir distinto
procedimiento y hacer intervenir otras propiedades de los ángulos. Tales
«propiedades» han sido ya debidamente aquilatadas por las matemáticas, y
a su conjunto se le ha dado el nombre genérico de «funciones angulares»,
88 El prodigioso jardin de las matemáticas
nombre que, como otros que hemos oído, suena a cosa difícil y complicada.
No debe asustarnos, sin embargo, pues en realidad únicamente es ofuscador
el nombre, ya que la cosa en sí es bastante sencilla e innocua.
Pero antes de seguir adelante es necesario que trabemos conocimiento
con uno de los más grandes descubrimientos que la humanidad ha realiza-
do. Se trata, por una parte, del arte de representar gráficamente las relacio-
nes matemáticas y, por otra, del arte de traducir las relaciones geométricas
al lenguaje de las matemáticas. Una vez más tropezamos con una extraña
designación presuntuosa, es decir, con el llamado sistema de coordenadas,
y también en este caso lo más importante de esta cuestión es... el nombre.
Imaginémonos un acuario exactamente rectangular con su fondo, que
puede estar recubierto de arena y ocupado por plantas, en el cual nada có-
modamente un pececillo. Planteemos ahora la siguiente cuestión, tal vez
inesperada, pero en todo caso oportuna dentro de nuestro plan: ¿Dónde se
halla realmente el pez en este instante? Con arreglo al lenguaje vulgar, la
situación del más o menos vivaz animal, vagabundeando en su acuario, se
expresaría en una de las siguientes formas: (El pez está justamente en el
centro», «ahora se ha corrido un poco hacia el ángulo posterior derecho», o
«ahora está casi pegado al fondo», etc. Todo esto es expresivo y está bien,
pero, sin embargo,
resulta impreciso y
difuso. Si queremos
ser exactos y deter-
minar la posición
real del pez en su
recipiente, hemos de
llenar en primer lu-
gar un requisito cuya
necesidad sienten
indudablemente con
evidencia la mayor
parte de los hombres,
pero de modo casi
inconsciente. Es me-
nester, ante todo,
escoger y fijar un
punto al que pueda
referirse la posición
Presentación del señor coseno 89
del animal. Puntos nos sobran en nuestro acuario. Partamos, por ejemplo,
del ángulo inferoanterior izquierdo de nuestro recipiente. Ahora nos será
fácil enunciar dónde se encuentra el pez, o, si queremos ser todavía más
exactos, dónde se halla la punta de su boca. Podemos, verbigracia, decir: el
pez se encuentra ahora 4,5 cm. a la derecha de la arista vertical del ángulo;
desde la pared anterior del recipiente hasta la punta de la boca median 6
cm., y desde la boca hasta la base 4 cm. Como se ve de pronto con toda
claridad, la posición del pez se determina de ese modo neta e irrebatible-
mente, y con ello no hemos hecho más que establecer un «sistema de coor-
denadas en el espacio». Medimos las distancias, bien sobre los ejes, bien
sobre paralelas a ellos. Y aparece claro como la luz del día que los tres ejes
son, partiendo del vértice inferior izquierdo: la arista anteroinferior, la ver-
tical izquierda y la arista que desde el citado vértice corre horizontalmente
hacia atrás. Hemos elegido en primer término este ejemplo porque se puede
representar más cómodamente la cuestión en el espacio. Pero para nuestro
estudio de los ángulos no nos será necesario trabajar en el espacio, sino que
podemos limitarnos sencillamente a trabajar sobre un plano. Con lo que se
simplifica la cuestión por bastarnos ahora sólo dos ejes: es decir, direccio-
nes y medidas, que volveremos a construir, de manera adecuada. Repita-
mos, a este objeto, una imagen que servirá para la mejor comprensión del
sistema de coordenadas en el plano. Supongamos que, de pronto, nos ve-
mos obligados a emprender un viaje inesperado, y que, durante nuestra au-
sencia, el electricista tiene que instalar una lámpara en el techo de nuestra
habitación. Como quiera que no podemos hablar con el operario, debido a
la premura del tiempo, tenemos dos maneras para señalar el lugar del cual
ha de pender la lámpara, a saber: hacer de momento una señal con lápiz o
carbón en el techo, o bien, lo que es más cómodo, escribir en un papel: «La
lámpara ha de instalarse a 4 m. del rincón donde está la chimenea, contados
hacia la ventana, y a 2 m. desde la pared de ésta hacia dentro.» Todo error
es ahora imposible. Y lo cierto es que también aquí hemos establecido un
sistema de coordenadas, cuyo «punto de origen» es precisamente el vértice
del ángulo del techo por cuyo rincón pasa la chimenea. Las dos aristas del
techo, a las que hemos referido nuestros datos, reciben el nombre de ejes de
coordenadas o del sistema. Por lo tanto, un sistema de coordenadas plano
consta, en lo esencial, de dos rectas que se cortan en ángulo recto (¡por lo
general!) y del punto de intersección de ambas.
90 El prodigioso jardin de las matemáticas
Además de esto hay, naturalmente, algo que hacer notar. Para ello vol-
vamos con nuestro conocimiento de las coordenadas en un plano, a la su-
perficie de dos dimensiones; extendamos sobre un tablero de dibujo un pa-
pel blanco, elijamos hacia el centro de éste un punto y tracemos por él, me-
diante escuadras y tiralíneas, una recta vertical y otra horizontal. Tenemos,
pues, de nuevo aquí un «punto de origen de coordenadas» y dos ejes, tam-
bién de coordenadas. La superficie del papel queda así dividida en cuatro
partes de igual modo como la esfera de un reloj queda dividida en cuatro
sectores por las cuatro posiciones que toma la aguja mayor cuando señala
los cuartos de hora. Cada una de estas cuatro partes recibe en el sistema de
coordenadas el nombre de «cuadrante». Nos quedan todavía por bautizar
los dos ejes mencionados. También aquí topamos con nombres de extraña
sonoridad para denominar objetos inocentes:
De este
modo se forma
un número in-
finito de trián-
gulos que tie-
nen dos cosas
en común: los
lados más lar-
gos son siem-
pre iguales. Y
en cada trián-
gulo uno de
sus ángulos es
recto, es decir,
tiene exacta-
mente 90 gra-
dos; cada pun-
to y se encuen-
tra, lo mismo
que el propio
eje y, verticalmente sobre el eje x horizontal. Por el contrario, los dos lados
más pequeños y los otros dos ángulos de los triángulos varían continua-
mente.
De tales triángulos sólo nos interesa, de momento, el lado horizontal,
que descansa sobre el eje de las x. Alguna de sus particularidades nos es ya
conocida, pues sabemos que para un ángulo de o grados, o sea, con el brazo
giratorio en posición horizontal -y esto es para nosotros decisivo-, el lado
horizontal del triángulo tiene exactamente la misma longitud que el radio
de círculo unidad, o sea 1 y para los 90 grados el lado horizontal vale senci-
llamente cero.
Presentación del señor coseno 95
¡La cosa continúa siendo clara!Y con ello hemos comprendido la parte
verdaderamente más difícil: nos hallamos en medio del tan temido reino de
la Trigonometría. Y en nuestro modesto círculo unidad podemos leer todo
lo posible acerca del coseno. El círculo unidad es, por así decirlo, la «mo-
rada del señor Coseno». Y si tenemos alguna dificultad, lo mejor será «bus-
carle» en su propia casa.
9
Como, por ejemplo, 3, 1/4, l0; para diferenciación de, por ejemplo, 5 cm., 18 1., 36 t.
Presentación del señor coseno 97
cos 0º = 1
cos 30º = 0,8660
cos 60º = 0,5
cos 90º = 0
Una vez aquí, lector amigo, mira a tu alrededor, fija tu atención en los
objetos que te rodean y allí donde halles un triángulo rectángulo procura
«descubrir» el coseno. Ten, sin embargo, en cuenta lo siguiente:
10) el coseno es siempre un cociente, el resultado de la división del ca-
teto adyacente por la hipotenusa;
2º) a consecuencia de esto: sólo cuando la hipotenusa sea 1, el valor
del coseno corresponderá a la longitud del propio cateto adyacente al ángu-
lo.
Presentación del señor coseno 101
c
senα =
a
mucho que aportar aquí, pues si es horizontal quiere decir que el ángulo del
declive del trayecto es cero, y entonces el señor Coseno equivale a 1 y el
señor Seno a 0. Y si el tren se para habrá llegado simplemente allí donde lo
han llevado la fuerza de la locomotora y la energía cinética acumulada en el
peso del tren. Pero ahora viene una rampa. Supongamos que la cuesta sube
formando un ángulo de 1/2 grado. Al instante interviene nuestro par de
hermanos. El señor Coseno se encarga de ejecutar algo fantástico, pues lo-
grará aligerar el peso del tren. Mientras corría por el llano, todo el peso del
convoy (supongámoslo de 300 Tm.) cargaba sobre las ruedas. Sin embargo,
en la rampa ya no ocurre lo mismo, pues el peso que descansa ahora sobre
las ruedas resulta ser de sólo 300 Tm. · cos ½ grado, lo cual equivale a 300
. 0,999962= 299.9886 Tm. (10). El tren se ha aligerado en 11,4 kilos - ¡no es
mucho, verdaderamente!-; es decir, la presión ejercida por mediación de las
ruedas sobre los raíles ha disminuido en 11,4 kilos. Naturalmente, este peso
no puede desaparecer. El señor Coseno se lo traspasa, en cierto modo, a su
hermano Seno. Eso hace que del gancho de tracción de la locomotora
«cuelgue» real y efectivamente, en sentido de la pendiente abajo, una fuer-
za igual a una fracción del peso de 300 Tm. del tren. Esta fracción es la que
corresponde a 300 Tm. · sen 1/2 grado, y por lo tanto, a 300 . 0,008727 =
2,6189 Tm., o sea 2.618,1 Kg. El maquinista se ve obligado a dar más va-
por para vencer la pertinaz fuerza retentiva, que vale más de 2.500 Kg., que
es debida al ángulo de la pendiente -al seno- y dirigida hacia el fondo del
valle. Si el tren se parase en la pendiente habría que poner inmediatamente
en acción los frenos, pues de no hacerlo así el señor Seno arrastraría inexo-
rablemente el tren cuesta abajo. Puede uno imaginarse lo costoso que este
maldito doble juego de los dos hermanos resulta en trabajo y dinero para las
explotaciones de ferrocarriles del mundo entero, así como para todos los
camiones, ciclistas y peatones: en trabajo por la sobrecarga exigida a la
máquina en las cuestas arriba, y en dinero por el desgaste del material a
causa de los frenos en las cuestas abajo, etc. Y ambos son de una tiranía
inexorable no aceptan la más mínima «exención» ni consienten la más in-
significante excepción a los duros tributos que imponen. Y con esto habrá
vislumbrado ya el lector algo acerca del papel todopoderoso que en la so-
bria e insípida Geometría desempeñan nuestras recientes amistades.
10
El cos ½ , se diferencia sólo muy poco de 1, de modo que podemos considerar ya
seis lugares detrás de la coma
104 El prodigioso jardin de las matemáticas
nos obliga a realizar mayor trabajo cuesta arriba, para fustigarnos, en cam-
bio, las corvas al bajar.
Si tenemos en cuenta el papel que desempeñan en la marcha del mun-
do y reconocemos la fuerza de su terrible y despiadado puño, mediante el
cual mantienen a raya al orbe entero, no podremos por menos que admirar-
nos ante el poder omnímodo de nuestros recién conocidos personajes geo-
mé, tricos. ¿Quién azota el desierto del Sahara con los ardientes y mortífe-
ros rayos; mantiene en las mágicas selvas del trópico, palpitantes de calor y
humedad, la incesante canícula; procura el suave clima propio de las zonas
templadas, y sepulta la zona polar de la Tierra bajo eternas corazas de hielo
y desiertos de nieve? ¿Quién nos trae el calor estival, el encanto de la pri-
mavera, el bello y declinante morir del otoño, y el frío y la escarcha inver-
nales? ¡Nadie más que el señor Coseno!Y la cosa se explica, una vez más,
por consideraciones tan sencillas como fundamentales e irrevocables ex-
pongamos a la luz directa del Sol una hoja de papel blanco. Indudablemente
éste lucirá más intensa y claramente; es decir, su brillo será de máxima po-
tencia cuando los rayos del Sol caigan perpendicularmente sobre su super-
ficie, o sea, por tanto, cuando el ángulo formado por los rayos solares con
la perpendicular levantada en un punto de la hoja de papel sea de o grados.
Pero a medida que vayamos inclinando el papel su iluminación será más y
más débil; y si se consideran las cosas desde el punto de vista estrictamente
teórico, puede llegar a no ser batido por los rayos solares, sino simplemente
rozado por ellos, y esto sucederá en el instante en que dispongamos el papel
exactamente en dirección paralela a dichos rayos; y el hecho de que en esta
posición no quede completamente a «obscuras» se debe a la acción de la
luz reflejada por los demás objetos circundantes y por el firmamento. Como
ya adivinamos, el señor Coseno hace sentir también en este caso su influen-
cia. Hay una sola posición del papel en la que no se modifica la acción de
los rayos solares (la normal a éstos); en los demás casos el coseno, debido a
su valor decreciente, reduce la actividad de los mismos hasta llegar a anu-
larla por completo. Y exactamente igual que con la hoja de papel procede el
despiadado Coseno con la totalidad del globo terráqueo. En el trópico posee
el valor de «uno», ya que el Sol brilla siempre casi en el cenit, y por eso en
aquella latitud el señor Coseno deja llegar la energía solar con poca merma.
En nuestras latitudes es ya mayor la reducción, debido a recibir la luz solar
bajo mayor ángulo con la normal. Y en aquella región del globo donde el
Sol puede elevarse muy poco en el horizonte, es decir, en el círculo polar,
el coseno es todavía de menor valor, hasta el punto que, por la gran reduc-
106 El prodigioso jardin de las matemáticas
ción que impone la acción del Sol, el calor recibido de este astro en las re-
giones gélidas resulta insignificante para poder compensar el descenso de
temperatura determinante de los terribles fríos que cubren aquellas tierras y
mares de un perpetuo caparazón de nieve y hielo, fenómeno que la sucesión
de las estaciones, debida también exclusivamente al señor Coseno, tiende a
compensar.
¡Y aún habrá quien se atreva a afirmar que la Trigonometría, campo de
acción del tal señor Coseno, es un árido desfile -de fórmulas y núme-
ros!Mucho habría que buscar para hallar un tirano tan singular, romántico y
desconsiderado como el señor Coseno, que, a pesar de todo, sólo alcanza a
valer 1.
a b
senα = y cos α =
c c
a
tgα =
b
Las relaciones de
parentesco son fá-
ciles de determinar.
:
Puesto que a = c • sen a, y b = c • cos a, resulta, muy sencillamente
5m 5
tan gente del angulo de desnivel = = = 0,005
1Km 1000
Presentación del señor coseno 109
Ahí tenemos, justamente, los cuadrados de las relacion entre los lados,
para los que son responsables los señores secno y coseno. De modo que es
válido simplemente
Hablando de esto viene a punto una pregunta que merece ser contesta-
da: ¿Qué relación puede existir entre nuestros modestos ángulos y aquel
pavoroso y extraño «imperio imaginario» de los complejos? ¿No estamos a
distancia considerable de él? Debería ser así, porque hasta ahora no hemos
hecho más que practicar sencillos trabajos manuales y movernos pacífica-
mente dentro del círculo de radio unidad, tal como Schiller hace decir al
soldado de Wallenstein, con ironía: «Necio e indolente, como el jamelgo en
torno de la noria, se mueve el paisano siempre alrededor del círculo.» Y no
obstante -por lo que se refiere a nuestras funciones angulares, simples rela-
ciones numéricas entre los lados de an triángulo rectángulo-, hemos de con-
fesar que nos hallamos próximos a_ aquel reino fantástico; una vez más
pisamos in cierto modo sus fronteras. Y una vez más disponemos de una
«cabeza de puente», una piedra miliar esculpida con -aracteres rúnicos, cu-
ya inscripción misteriosa pudo ya reconocer e interpretar el célebre Euler
mediante la famosa ecuacion de su nombre. La ecuación de Euler se expre-
sa así
(léase: «e elevada a la potencia i alfa es igual a..., etc.»). Pero como esta
ecuación está basada en un modo de expresión de los ángulos completa-
mente nueva (esta fórmula es válida cuando los ángulos se miden mediante
unidades de arco más adecuadas al cálculo analítico), no vamos ni a inten-
tar siquiera traducirla al lenguaje vulgar.
114 El prodigioso jardin de las matemáticas
π ·D 2 d
S= y C = π ·D; pues r = y 2r = d
4 2
X = a 2 - 2.
el relato dee una catástrofe, ya que descender de un tren que se halla toda-
vía en movimiento es exponerse a perder la vida. Si, por el contrario, la
oración se enuncia así: «Una vez que el rápido hubo entrado en la estación
descendieron los viajeros», la cosa es entonces completamente natural.
Pero las matemáticas distinguen con mayor precisión todavía la suce-
sión del tiempo; pues en esta ciencia, toda negligencia en lo que se refiere
al antes y al después induce inmediatamente a error. Un ejemplo: ¿Cuántos
son 2 + 4 : 2? Se ve claramente y en seguida, que en este caso no ha de re-
sultar indiferente, ni mucho menos, dividir primero el cuatro por dos y aña-
dirle dos, o proceder inversamente. Pues en el primer caso se obtiene 4, y
en el otro, 3. Es preciso, pues, distinguir exactamente entre el antes y el
después. Conocemos ya los signos matemáticos que sirven para indicar el
grupo a que se refiere el imperativo de la operación: son los paréntesis. A
base de tales indicadores establecemos la siguiente ley: las operaciones
comprendidas dentro del paréntesis han de ser siempre ejecutadas en primer
lugar, y sólo después de realizadas éstas se procede a operar con lo que está
fuera del paréntesis. Propongamos, por ejemplo: (a-2)». Teniendo en cuenta
su situación, los paréntesis nos dicen en el lenguaje ordinario: realizarás
primeramente la operación de cálculo comprendida dentro del paréntesis, y
sólo después de que ésta haya sido realizada, procederás a cumplimentar lo
que señala el signo que está fuera; es decir: resta primero el 2 de a y multi-
plica luego el residuo por sí mismo.
Este resultado no corresponde, sin embargo, a nuestra tarea, puesto
que lo primero que debemos hacer es multiplicar la a por sí misma, para
obtener así provisionalmente el número total de los agujeros, del cual hay
que restar seguidamente los dos que no existen. Así, pues, en el problema
de la reja la fórmula de la ecuación es la siguiente
X = a2 - 2.
X = ½ x + 1-
11
¡Téngase en cuenta que cada uno de los miembros de la ecuación x = 1/2 x + 1, se
multiplica por l000 !
124 El prodigioso jardin de las matemáticas
x = 1/2 x +1
x − 1 x = 1 x − 1 x +1 ⇔ 1 x = 1
2 2 2 2
12
Para los que desconozcan lo que pasa entre bastidores con objeto de dar a
los quebrados la forma en que aparecen en esta fórmula, diremos que, como es
sabido, para poder sumar o restar quebrados han de tener igual denominador. Co-
mo denominador común elegimos el 35 por que (7 · 5 = 35).
El lenguaje de las matemáticas 127
X=2
Como hemos indicado ya, existe una curiosa coherencia entre la Geo-
metría y las concepciones y razonamientos matemáticos. La Geometría, que
tan singulares imágenes presta a todas las verdades matemáticas estableci-
das, podría llevar en cierto modo el nombre de arte de ilustrar las matemá-
ticas, de dar representación tangible a sus expresiones. La alineación numé-
rica, por ejemplo, era ya una de estas imágenes. Y ahora vamos a examinar
con más detenimiento las aludidas conexiones; tarea en cuyo desarrollo
habremos de topar con extrañas maravillas que en su mayor parte parecen
verdaderamente inconcebibles a los ojos del gran público.
Hemos de acudir de nuevo a nuestro arte de plantear y resolver ecua-
ciones. Pero dándole ahora realmente mayores vuelos al aplicar sus proce-
dimientos al caso de un nuevo tipo de ecuación, en la cual no sólo se pre-
senta una incógnita, una;x, sino que aparece además una segunda cantidad
desconocida que designamos con el nombre de y. Tipo que podríamos con-
cretar, pongamos por caso, en una ecuación tal como
3x – y + 5 = 0
1) 3x + 5 = y 2) x + y = 3
Por consiguiente, sustituiremos ahora el valor x = 1/2 y tendremos
1) 3 (- ½) + 5 = y 2) -1/2 +y=3
13
Observad la diferencia entre 3 · ½ y 3½ ; 3½ , no es más que 3 + 1/2
132 El prodigioso jardin de las matemáticas
1) x + y = 120
Pero ahora viene la segunda información. “El vino vale 100 céntimos
más que la botella, lo que, expresado matemáticamente, dirá
2) y + l00 = x
Tenemos, pues, dos ecuaciones que, para mejor orden y claridad, es-
cribiremos juntas (14)
x + y = 120
x = y + 100
14
(') Formando lo que se llama «un sistema de ecuaciones». - N. del R.
Representación gráfica de las matemáticas 133
Nuestra x, el precio del vino, es, pues, 110 céntimos; de manera que el
precio del vino (los 110 céntimos) es realmente 100 céntimos, o sea una
peseta más elevado que el de la botella, cuyo importe es de 10 céntimos.
Y = 3x - 5
Como vemos, este juego podría continuarse por toda una eternidad,
pues para cada valor de x habrá siempre un valor determinado de y. Antes
de ocuparnos más a fondo de esta «tabla de valores», nos ocuparemos de
una nueva particularidad de las ecuaciones. No es preciso demostrar que, en
efecto, podemos elegir la x libremente y darle cualquier valor deseado. Y es
también cierto que una vez hayamos asignado un valor a la x, el valor de la
y nos vendrá impuesto, es decir, que el valor correspondiente de y nos lo
determinará el cálculo de una manera automática y segura.
Naturalmente que podríamos también «invertir» la cuestión, eligiendo
a voluntad la y, a partir de la cual obtendríamos entonces los valores deter-
minados de x. Pero nos mantendremos fieles al orden acostumbrado, eli-
giendo las x para deducir de ellas las y. Así pues, la x es siempre el elemen-
to que dicta y determina. La y, en cambio, es la consecuencia, lo deducido.
Y ahora hemos de atrevernos a dar nombres apropiados a lo que va-
mos descubriendo. Nuestros dos símbolos numéricos x e y se diferencian
de otros, como, por ejemplo, 3, 5, 2 , etc., por su variabilidad. Por esto
se les da el nombre de variables, y para especificar su carácter se denomi-
nan
x = variable independiente y = variable dependiente
y=f(x)
Representación gráfica de las matemáticas 135
cualquiera que éstos sean, nos daremos cuenta en seguida de que la recta se
extiende hasta lo infinito.
Hemos de comprobar, pues, no sin sorpresa
La representación gráfica de la ecuación y = 2x + Z es una recta.,
140 El prodigioso jardin de las matemáticas
y = ⅓ x.
15
Hablamos aquí de la recta y -'/, x; más exactamente, debería decirse, naturalmente,
«recta, cuya ecuación de función es y = '/, x». En la continuación nos serviremos, sin em-
bargo, preferentemente, de la denominación abreviada; ya sabemos qué queremos decir con
ella
Representación gráfica de las matemáticas 141
142 El prodigioso jardin de las matemáticas
18° 26'. Igualmente claro podemos ver ahora que el factor de ascenso es
mayor cuando la recta sube más verticalmente. Si tenemos otra recta, por
ejemplo, y = x, el factor de ascenso delante de la x es exactamente 1. Para
el ángulo de ascenso es válido, por tanto, tg α = 1, lo que equivale a que a
es igual a 45 ° . Esta recta es, pues, ya mucho más pendiente. Un paso en el
eje de las x no hace ascender, por tanto, siempre la misma distancia hacia
arriba. Cuanto mayor elegimos el factor de ascenso, tanto más pendiente se
hace nuestra recta.
El factor numérico delante de la x puede ser también negativo, por
ejemplo, y = -x. Y ahora nos encontramos con la sorpresa de que la recta no
sube ya, sino que desciende. Si adelantamos un paso en la parte positiva del
eje de las x., habremos descendido entonces también el mismo paso en
nuestro valor y. A cada paso se hunde más profundamente en los valores
negativos. ¡Resbalamos hacia abajo! Y así nos encontramos con que el sig-
no menos nos indica la caída de la recta.
Una pequeña observación, todavía. También en la recta descendente,
el ángulo a se indica de la misma manera como en la recta ascendente. Esto
quiere decir que el ángulo de la inclinación - conservaremos esta denomi-
nación para todas las rectas posibles - es siempre el mismo ángulo que for-
ma el eje positivo de las x con la parte de la recta que se encuentra encima
de éste. La expresión de este hecho es, en realidad, lo más difícil, y el lector
no tardará en habituarse a ella. Es, pues, evidente que en una recta descen-
dente el ángulo de inclinación es mayor de 90°. ¡Pero todo esto no es tan
importante!Decisivo es aquí, por lo contrario, el hecho de que el factor de
la inclinación tiene un signo negativo cuando la recta desciende.
Pero no vamos a darnos tan pron-
to por satisfechos. Hay algo todavía
que no parece estar tan en orden en
nuestras consideraciones: ¿Dónde se
ha quedado nuestra simpática señora
Tangente? No teman, ya volvemos a
tenerla aquí. Así, para nuestra recta
descendente, y = -x, tenemos también
x = 2; x = -1; x = 61/2
Y = x2
y = ½ x2
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 149
Muchas cosas hemos aprendido, sin duda; mas ya a primera vista po-
demos percibir claramente que las leyes descubiertas al tratar de nuestras
simples rectas, de las imágenes correspondientes a las funciones que por
dar rectas hemos llamado «lineales», no podrán ser aplicables así como así
al caso de las curvas. Ahora bien, al tratar de una recta hablábamos de un
desnivel, inclinación o pendiente uniformemente conservada hasta el infini-
to. Pero ¿qué pasa en una curva? ¿Dónde y cómo se halla la inclinación en
este caso? Y sobre todo, ¿es que puede hablarse aquí de pendiente o incli-
nación?
y = x2
tomaremos, para la parte de la curva que nos interesa (la curva se continúa
todavía a lo largo del eje negativo de las x), las coordenadas de los puntos,
y resulta fácil trazar la curva por ellas.
Intentemos ahora, poniendo en ello el mayor cuidado, trazar las tan-
gentes a la curva en los puntos de ésta que tienen por abscisas: x = 2, x = 4,
x = 8, etc. Si logramos dibujar bien la curva no escapará a nuestra observa-
ción una particularidad desconcertante. Cada tangente forma siempre trián-
gulos rectángulos con las perpendiculares trazadas al valor x en el eje de las
x. El primer y más pequeño de los triángulos así trazados, es decir, aquel
cuyo vértice alto coincide con el punto y = 1, x = 2 (y que hemos dibujado,
además, suelto en la parte superior de la figura), resulta ser isósceles y sus
ángulos agudos son de 45 grados. El segundo, situado a su derecha, mues-
tra una relación entre los lados de 2 : 1. No tan claras son las relaciones en
los triángulos siguientes, cada vez mayores y más estrechos. También en
ellos llama la atención el hecho de que las tangentes que parten de los pun-
tos encima de x = 6 y x = 8 apuntan a números enteros en el eje de las x.
154 El prodigioso jardin de las matemáticas
Examinemos uno por uno estos diversos triángulos. Su figura cada vez
más alargada, más alta y más esbelta, no nos interesa gran cosa. Pretende-
mos únicamente recoger sus relaciones más importantes. Así, por ejemplo,
el valor del ángulo de inclinación de la curva, ángulo que en realidad de-
pende directamente de la relación entre las longitudes de los dos catetos,
porque el cociente de dividir el cateto vertical (ordenada y) por el horizon-
tal, es decir, por el trozo del eje de las x correspondiente, ha de darnos, in-
dudablemente, el consiguiente coeficiente diferencial. La relación, o sea el
cociente de las longitudes de los dos expresados catetos, equivale, para ca-
da punto, a la deseada tangente trigonométrica del ángulos a que forma la
tangente a la curva con el eje de las x. Contemos, pues, las longitudes de
los catetos, dividámoslas entre sí, y obtendremos el valor de la tangente
trigonométrica (116).
X=2 Y=1
X=4 Y=2
X=6 Y=3
X=8 Y=4
16
Hay que distinguir con toda claridad entre la tangente, o sea, la recta que toca a la
curva, y la tangente trigonométrica del ángulo, o sea, la relación que existe entre los dos
catetos, de todo triángulo rectángulo.
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 155
156 El prodigioso jardin de las matemáticas
y = a · nx
Si la derivamos, resultará
y '= n · a · xn-1
17
Quien no pueda representarse tan claramente la potencia enésima, Podrá
sustituir, sencillamente, por n, un número determinado, por ejemplo, 6 u I1.
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 157
Algo queda por poner en claro para que podamos proseguir nuestro
avance por el territorio de las matemáticas superiores. Hasta aquí nos
hemos limitado a dar a conocer las cuestiones, aclararlas y sacar conclusio-
nes, pero no hemos hecho ver el objetivo perseguido al idear tales sutilezas
y las atractivas imágenes que con frecuencia nos apartan del árido camino
recto. La reconvención de que hasta ahora hayamos hecho solamente l'art
tour l'art (el arte por el arte), podría parecer justificada. ¿Para qué sirven,
en suma, el cociente diferencial y el imperativo de integrar?
Naturalmente no nos sería posible, ni con mucho, y aunque fuese sólo
de modo aproximado, pintar la multiplicidad de cuestiones que estas dos
maravillosas llaves de las matemáticas superiores nos permiten resolver.
Las aportaciones de los cálculos diferencial e integral hicieron variar casi
por entero la imagen que poseíamos del Universo, al permitir la demostra-
ción de relaciones y hechos de los cuales se tenía apenas una idea borrosa y
difuminada. Como muestra de ello daremos sólo algunos ejemplos espe-
cialmente ilustrativos. Supongamos que cierto número de exploradores van
a emprender una marcha de determinada longitud, por un desierto intransi-
table, y que es preciso avituallarlos. Se da, además, la circunstancia de que
no se encuentra ni agua ni alimentos y que es necesario, por lo tanto, llevar-
los consigo. Así las cosas, ¿habrán de llevar grandes cantidades de víveres,
o será mejor, por el contrario, cargar con peoueña cantidad de ellos? A esto
es difícil contestar, pues nos hallamos evidentemente ante dos posibilidades
distintas. En primer lugar, cada hombre procura llevar la menor cantidad
posible de bagaje, ya que cuanto menor sea la carga mejor conservará sus
fuerzas. En todo caso este hombre poco cargado podrá llegar más lejos, ya
que le será posible mantener sin fatiga una velocidad de marcha relativa-
mente elevada. La otra posibilidad es la de que el hombre cargue con la
mayor cantidad de vituallas posible. Es cierto que a causa del considerable
peso del bagaje avanzará más despacio que el hombre con carga ligera y no
podrá, ni con mucho, dar el mismo rendimiento diario que éste, pero tam-
bién es verdad que, en cambio, el más aprovisionado no necesitará apresu-
rarse tanto como el poco cargado, puesto que las vituallas que aquél lleva
durarán mucho más tiempo que las de éste. Por simple intuición decidire-
mos que la mejor relación entre la carga y el rendimiento de la marcha ha
de hallarse en un justo medio, pero no nos será posible expresarlo en cifras.
He aquí otro ejemplo: En un recipiente de vidrio, lleno de gas, o tam-
bién si en él se ha «hechos el vacío, hay un hilo metálico que se pone in-
candescente por el paso de la corriente eléctrica y emite una cantidad de luz
160 El prodigioso jardin de las matemáticas
tanto mayor cuanto más se calienta, esto es, cuanto mayor sea la intensidad
de la corriente que por él pasa. Pero cuanto más elevada sea la temperatura
del hilo, tanto mayor será también el desgaste de éste, y tanto más corta
será, por consiguiente, la duración del filamento incandescente de la lámpa-
ra. ¿Qué resultará, pues, más ventajoso: producir grandes cantidades de luz
mediante lámparas de incandescencia que se desgastan rápidamente, o rea-
lizar una mayor economía en el consumo de corriente y de lamparas?
Estos dos simples ejemplos, tomados al azar, muestran ya hasta qué
punto dominan nuestra técnica, e incluso toda nuestra vida cotidiana, estas
cuestiones que plantean la necesidad de un equilibrio entre los factores en
pugna, con el fin de obtener un mayor rendimiento o un mínimo consumo.
Y nos hacen asimismo ver bien claramente que con el solo auxilio de los
procedimientos comunes de cálculo, es decir, con la multiplicación o divi-
sión, extracción de raíces o elevación a potencias, etc., no hay modo de ata-
car estos problemas, cualquiera que sea la forma en que decidamos plan-
tearlos y abordarlos.
En todo caso, el lector que hasta aquí haya seguido atentamente nues-
tras explicaciones vislumbrará sin duda ya algún método que, aun siendo
sólo de modo formal, tiende a dar contestación a aquellas afinadas pregun-
tas. Es cuestión, otra vez, de estudiar la dependencia de una cantidad res-
pecto a otra y de establecer, como antes hicimos, las funciones correspon-
dientes. Así, por ejemplo, está perfectamente claro que el número de días
que nuestros viajeros podrán andar a través del desierto y vivir por sus pro-
pios medios habrá de depender de la cantidad de víveres de que dispongan.
Es decir que: la velocidad de la marcha será «función» de la carga.
Con esto poseemos ya la clave que nos permitirá resolver el problema.
Y si bien no va a sernos posible desarrollar o plantear en cifras los expresa-
dos ejemplos, porque resultaría la cosa demasiado complicada, nos será
posible, no obstante, indicar la manera cómo podrán ejecutarse tales cálcu-
los. En primer lugar sería necesario para ello reunir datos experimentales,
cifras comparativas. Así, por ejemplo, supongamos que con 3 Kg. de de-
terminadas substancias alimenticias se pueden pasar tres días, pero que 15
Kg. basten solamente para doce días; que 30 Kg. duren sólo diecinueve; y
así sucesivamente. Estas cifras, al igual que las de consumo de energía
eléctrica - es decir el número de decalúmenes para determinado consumo
de energía eléctrica- en nuestro ejemplo de la lámpara de incandescencia,
habrían de ser puestas en mutua relación matemática, al objeto de poder
llegar a establecer la expresión descrita de la función correspondiente. Un
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 161
ejemplo bien sencillo nos ilustrará acerca de la manera como puede atacar-
se un problema de este tipo.
Supongamos que en la mesa, ante nosotros, tenemos un trozo de chapa
de forma rectangular, de un tamaño, por ejemplo, de 12 x 16 cm. Si plega-
mos esta chapa de modo conveniente tendremos una cajita abierta por arri-
ba, a la cual le faltarán solamente dos paredes laterales que por ahora no
nos interesan (quedando entendido que cuando hayamos acabado la tarea
no dejaremos de suplir tal falta mediante otro pedazo de chapa). De mo-
mento pretendemos exclusivamente determinar la manera como es menes-
ter plegar la pieza de chapa para que el recipiente resultante pueda contener
la mayor cantidad posible de líquido. O, mejor dicho, para que la capacidad
(volumen) del recipiente construido llegue a ser la mayor posible (un
máximo).
15 • 12 • 1/2 = 90 cm3;
18
Una tarea que puede recomendarse al lector.
164 El prodigioso jardin de las matemáticas
4ax=aL
Podemos dividir todavía ambos miembros por a, con lo cual ésta des-
aparecerá: 4 x = L; y, dividiendo finalmente ambos miembros por 4, resul-
tará x = 4 . Con esto tenemos nuestro problema resuelto, pues ahora sabe-
mos que bastará dividir por 4 la longitud de la pieza de chapa de que se tra-
ta y construir la caja con bordes cuya altura x sea igual a 1/4 de dicha longi-
tud. De tal forma la capacidad -de la cajita resultante tendrá el máximo va-
lor posible. Y toda vez que las dimensiones de nuestra chapa son 16 x 12
cm., debemos doblarla a una altura de 4 cm. por cada uno de sus extremos.
Con lo que obtendremos una capacidad máxima de
V = 8 . 12 . 4 = 384 cm3
Hace poco vimos que el segundo cociente diferencial nos indica del
modo más sencillo la variación de la pendiente. Si en un punto dado esta
variación es de signo negativo, será indicio de que a partir de este punto
hemos de descender. Esto nos advierte que nos hallamos en el punto más
alto, puesto que desde él, desde la cima, será preciso bajar, cualquiera que
sea la dirección en que se emprenda la marcha, es decir, que la pendiente,
que era cero, habrá de disminuir, y, por lo tanto, su variación será negativa
en todas direcciones. Lo contrario ocurre en lo más profundo del valle, por-
que a partir de este lugar la pendiente aumenta en todas direcciones, de
modo que su variación ha de ser necesariamente positiva. Nos bastará,
pues, mirar si el segundo cociente diferencial (derivada segunda) es negati-
vo o positivo; y esto es todo. Para aplicar lo que acabamos de decir a nues-
tro ejemplo, recordaremos que derivando el primer cociente diferencial,
obtenido ya por una primera derivación, obtendremos el segundo. La ecua-
ción era V = aLx-2ax2 cuya derivada primera, o primer cociente diferencial,
es V'=aL-4ax
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 167
19
Esta curva no es ninguna parábola; sin embargo, las relaciones pueden explicarse,
también, en la parábola, sólo que el gráfico no resulta muy claro.
168 El prodigioso jardin de las matemáticas
Así, pues, debemos restar dos quebrados. Con los números vulgares se
hace esto como con las fracciones comunes, para lo cual determinamos
primero el denominador común. Este es, simplemente, x (x + a). Así.
pues20.
De ello se obtiene
20
Para el lector poco práctico escribiremos esto, una vez más, detalladamente
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 171
Como es natural, todo esto va más allá del objetivo propuesto. Pero
también el lector que no ha podido seguirnos completamente, y que se ha
atenido a nuestro consejo de no apartarse del bien trazado sendero en el
prodigioso jardín, puede haberse dado cuenta de la elegancia de los méto-
dos matemáticos para la resolución de problemas. Pero los que se han atre-
vido a abrirse paso, por entre la maleza, al borde del sendero, no deben
imaginarse que han comprendido todo el cálculo diferencial. En realidad,
no nos hemos ocupado siquiera de las muchas dificultades que nos acechan
allí.
y'=n · a · xn-1
y = 22x2 + 11x + 56
Esto nos dice, y de ello hemos de tomar buena nota, que en la deriva-
da, el exponente de la variable independiente (o sea el numerito que lleva
ésta en su parte superior derecha) pasa, como factor, abajo y delante de di-
cha variable, y que el nuevo exponente de ésta es el antiguo disminuido en
una unidad. Los términos que no contienen la variable quedan reducidos a
cero y se eliminan.
Pues bien, se denomina integración la inversión de este proceso de
cálculo, y el signo integral es el imperativo de tal operación. La regla prin-
cipal entre las fundamentales del cálculo integral -y el objeto de éste es la
determinación de la función partiendo de su cociente diferencial - dice así:
21
Para hacerlo más claro, pondremos: y' = 2 . 22 x + 1 • 11 + 0 = 44x+11 + 0.
¿Por qué tanto miedo a la integral? 177
Pero todo esto parece poco satisfactorio y un tanto nebuloso, sobre to-
do si se compara con las cantidades tangibles del cociente diferencial. ¡En
cambio, la integral se nos escapa! Esta no hace sino convertir el fiel cocien-
te diferencial en una función más y aun ésta bastante vaga, puesto que la
constante C seguirá siendo imprecisa y desconocida.
¡Mas ha de consolarnos saber que hasta ahora no hemos tenido aún
ocasión de conocer el más importante de los papeles que desempeña el sig-
no imperativo de integral, y en el cual vamos a ocuparnos en seguida!
178 El prodigioso jardin de las matemáticas
¾ · 16 · 1'/2'= 6, si sustituimos x = 4.
nos dice en seguida que el área del triángulo es: 8 · 8 · ½ = 32. Apliquemos
ahora al mismo problema el cálculo integral: La función y = x - 2 da
atraviesa dicho eje y por debajo de éste se forma otro triángulo cuya área es
igual a 2, como se ve fácilmente. Es preciso, pues, ser meticulosos a fin de
no hacer nunca más un mal papel ante el signo integral, tan elegante e im-
perturbable. Examinado el caso con detenimiento observaremos que en este
triángulo, situado en el cuarto cuadrante, si bien el lado que descansa sobre
el eje de las x es, ciertamente, positivo (22), resulta que el segundo lado, que
apunta hacia abajo y se halla situado por debajo del eje de las x, es, en
cambio, negativo. Y como quiera que el producto de multiplicar un número
positivo por otro negativo es negativo, resulta que el área del triángulo de
que tratamos habrá de ser negativa y deberá, por este motivo, ser restada.
Su valor es: (+ 2) · (- 2) · ½ = - 2. Así la superficie comprendida en la inte-
gral se compone de dos partes: el área de un triángulo situado por encima
del eje de las x, de valor 32, y un área negativa correspondiente a otro
triángulo, situado por debajo del mismo eje, que vale - 2. En suma, el signo
de integración, con su mágico poder, está en lo justo. Somos nosotros los
malos calculadores.
La exactitud e inexorable rigor del cálculo integral no pueden, natu-
ralmente, fallar. Y esto nos enseña que debemos esmerarnos en la precisión
y en la escrupulosidad, cosa que habremos de conseguir mediante el deslin-
de preciso del concepto de integral. Así, como imperativo de la integración
se ordenará: «Buscar el área comprendida desde aquí hasta allí»; y esta li-
mitación nos lleva a escribir debidamente la integral que nos viene definida
por límites estrictamente precisos, que se establecen del siguiente modo: Si
es nuestra intención (no nos separemos del ejemplo de la función y=x-2)
que la integral se extienda solamente al trozo comprendido entre 2 y 10,
escribiremos estos límites «superior» e «inferior», en el signo de integra-
ción, de esta manera
∫ (x − 2)dx = ...
10
22
Conviene no dejarse desorientar por el juego de los signos + y -; esto es, por lo posi-
tivo y lo negativo. Recordemos que la «forma primitiva» del sistema de coordenadas la
hemos realizado a base de dos escalas termométricas que se cortan y cuyo punto de intersec-
ción coincidía con el punto cero de ambas. Contando hacia arriba y a la derecha los grados
son «de calor» (positivos), y contando hacia abajo y a la izquierda son «de frío» (negativos)
¿Por qué tanto miedo a la integral? 185
¿Cómo estaban las cosas en nuestros cálculos de áreas? ¡Se han obte-
nido allí resultados perfectamente correctos!Sencillamente, en aquel lugar
no debíamos determinar más que áreas tales para las cuales los límites infe-
riores de las integrales eran cero. La parte correspondiente sería suprimida,
si no lo hubiéramos hecho ya anteriormente en nuestro desconocimiento.
Hay que tener presente, además, que en la integración de una función dada
podría presentarse por añadidura, y con intención de enmarañar el juego,
una constante indeterminable, nuestra conocida C. En nuestros cálculos
referentes a las áreas hemos hecho desaparecer, «disimuladamente», esa C.
No se ha perdido gran cosa; pues si al hacer el cálculo de un área se evalúa
una integral definida, es decir, considerada extensiva únicamente entre lí-
mites dados, la constante C desaparece por completo al proceder a restar
del valor de la integral correspondiente al límite superior el valor de la inte-
gral que corresponde al límite inferior. Desaparece, pues, con toda senci-
llez, por un procedimiento impecablemente matemático. Especialmente
también cuando el límite inferior es cero.
Citemos todavía dos hechos curiosos: existe un caso en que también la
fórmula de integración claudica lastimosamente. Así sucede, por ejemplo,
al tratarse de la cantidad x-1, tan sencilla al parecer. Esta «falla» del cálculo
186 El prodigioso jardin de las matemáticas
integral, por lo demás tan completo, produjo algún sobresalto entre los pri-
meros matemáticos, de entre los cuales se elevaron voces muy sobresalien-
tes para predecir, sin más, la ruina de toda esta espléndida obra del pensa-
miento. Aquella funesta «llaga» se cicatrizó más tarde brillantemente. Esto
nos conduce a los logaritmos, puesto que (y esto no lo sabían todavía los
críticos) la expresión ∫x -1 dx es nada menos que el logaritmo natural de x
aumentado con la consabida constante C. Y he aquí, para terminar, otro
caso notable y quizá el más curioso de todos. Como el lector comprenderá
fácilmente, hay funciones que al derivarlas se hacen en cierto modo mayo-
res o menores; cosa que, como es natural, ha de ocurrir también con los
valores integrales, que pueden ser mayores o menores que las primitivas
funciones de que proceden. Ocurre aquí lo propio que sucede con las cur-
vas, que lo mismo pueden dirigirse hacia arriba que hacia abajo; unas, vis-
tas desde arriba, ofrecen un pronunciado relieve, otras parecen más bien
deprimidas, etc. La cuestión está en saber si hay funciones tales que (al
modo de la línea recta, que viene a representar una curva intermedia entre
la que dirige su curvatura hacia arriba y la que la dirige hacia abajo) no su-
fran la menor alteración, ni al diferenciarlas ni al integrarlas, y en las cua-
les los imperativos del cálculo, dotados de tanta omnipotencia en general,
reboten impotentes al chocar con ellas.
Y esta función, esta curva, existe realmente. Innecesario sería advertir
que, debido a esta propiedad esencial, adquiere una importancia fundamen-
tal en el ámbito de las matemáticas superiores.
Se trata de la función y = ex
En ella tropezamos una vez más con uno de los tres «famosos» núme-
ros, es decir, con el «número por excelencia», e, base del sistema de loga-
ritmos naturales. Nos contentaremos con afirmar que esto explica la causa
de que a este célebre número: e = 2,718281... le haya sido concedido el títu-
lo de «eje de las matemáticas». Con ello damos por terminado nuestro rápi-
do vuelo de reconocimiento sobre el campo del cálculo diferencial e inte-
gral. Confío en que habrá llevado al ánimo del lector la seguridad de que
tras los signos con que se indican estos cálculos, de aspecto tal vez miste-
rioso y hosco, no se oculta, sin embargo, ninguna indescifrable «magia ne-
gra», sino que, por el contrario, resultan fácilmente comprensibles y defini-
dos a la luz de la más rigurosa lógica.
¿Por qué tanto miedo a la integral? 187
¡Por de pronto hemos podido establecer, cuando menos, una sencilla rela-
ción!En todo caso, bueno será que contengamos un poco nuestra satisfac-
ción por tal victoria; pues si hemos logrado matar esa mosca es porque es-
taba ya agonizante e imposibilitada de volar.
Un círculo que tiene tres vértices 193
Ahora vemos que los triángulos que, por vía de ensayo, habíamos
construido con anterioridad eran sencillamente los conocidos triángulos
«egipcios» con lados de 5, 4 y 3 cm.
Pero ¿cómo se entiende -preguntará el reflexivo lector- que la circun-
ferencia tenga una parte en cada uno de los cuatro cuadrantes? ¿Qué dice a
este respecto la ecuación de la circunferencia? Intentemos transformar
nuestra ecuación de tal modo que adopte la forma corriente de las ecuacio-
nes funcionales, en cuyo caso tendremos que
se deduce
actualmente lleva significa precisamente eso (24). Pero, para no salir de to-
no, diremos que acabamos de trazar una elipse.
Examinémosla más detenidamente. Al ver cómo se traza con auxilio
de un hilo y dos chinches, podemos reconocer al primer golpe de vista que
la elipse no es más que una circunferencia «alargada», o lo que viene a ser
lo mismo, una circunferencia que en una de las direcciones conserva su
amplitud, en tanto que en la otra (a 90 grados de la primera) ha sufrido una
compresión. Ahora no tenemos ya un diámetro de valor único, sino un nú-
mero infinito de diámetros de distinta longitud y de entre los cuales nos
interesan especialmente dos, el mayor y el menor. En nuestro dibujo, el
diámetro mayor coincide exactamente con el eje horizontal le las x; el me-
nor corta la figura de arriba abajo, dividiéniola en dos mitades. Es claro que
estos dos diámetros citados no solamente determinan la magnitud de la
elipse, sino también su figura. Si hacemos que los dos diámetros -llamados
usualmente «ejes» - tengan longitudes casi iguales, la elipse resultará más
redonda, más repleta, más parecida a una circunferencia. Si admitimos, en
cambio, dos ejes de longitudes más distintas entre sí, esto es, por ejemplo,
de 10 cm. el mayor y de 2 el menor, para mayor contraste, la elipse resul-
tante será más alargada, más achatada y más estrecha. Tomemos, pues,
buena nota de que existen dos magnitudes que determinan el aspecto y la
figura de la elipse, y que éstas son las longitudes de los dos ejes. No nos
hallamos ya ante una sola magnitud determinativa, como lo era el radio en
la circunferencia o el lado en el trángulo equilátero y en el cuadrado. La
inmediata consecuencia de ello es que no todas las elipses son «semejan-
tes» entre sí. Existen un sinnúmero de elipses de la más variada figura.
Tengamos bien entendido, por consiguiente, que existe la circunferencia,
pero existen las elipses.
No queremos exponer aquí la deducción de la fórmula matemática de
la elipse para no atormentar más al lector, al cual hemos sacrificado tan
duramente en los capítulos anteriores. En su forma más usual y sencilla la
ecuación de la elipse se expresa simplemente así
x2 y 2
+ =1
a 2 b2
24
La etimología de elipse es: elleipsis= falto, incompleto, deficiente. RICHARD
BAZTZER, en sus Elementos de Matemáticas, indica: elipse = defectus
Un círculo que tiene tres vértices 197
25
En la citada obra de BAMTZER, se dice: parábola (πααβολ), aequalitas)
200 El prodigioso jardin de las matemáticas
27
La ecuación de la hipérbola (en su forma usual), se expresa así
x2 y 2
− =1
a 2 b2
Según se ve, a excepto el signo negativo es en todo igual a la ecuación de la elipse.
202 El prodigioso jardin de las matemáticas
que es, y sería también igualmente absurda toda idea de división de la can-
tidad infinita. Es evidente que tales consideraciones vienen a echar por tie-
rra todas nuestras concepciones y todas las leyes que rigen nuestra manera
de pensar. Pondremos un ejemplo que, pese a su entera absurdidad aparen-
te, es absolutamente exacto. Nos referimos a la infinidad del tiempo, a la
eternidad. Si a partir del instante actual, es decir, del presente, sigo contan-
do toda una eternidad, llegaré con los números tan lejos como si hubiese
empezado a contar desde el más remoto pasado, desde una eternidad preté-
rita.
Desde la obscura Antigüedad, en que los hindúes encontraron el con-
cepto de infinitud, la idea de infinito ha gravitado sobre el pensamiento
humano como una losa. Y al igual que el rodillo de una apisonadora no deja
casi rastro de la cáscara de nuez que por casualidad encuentra en su cami-
no, cualquier esfuerzo mental en marcha para abarcar lo eterno o lo infinito
destruye todo nuestro bagaje intelectual, reduciéndolo a la nada. No es,
pues, de extrañar que entre los grandes hombres que honramos como a pre-
claros maestros de la humanidad haya habido muchos que elevaron su voz
poderosa para prevenirnos contra la admisión de lo infinito. Aristóteles nos
enseñó ya que es imposible la existencia de un infinito absoluto. Descartes
rehusaba ocuparse en el infinito; y en 1831, G. F. Gauss, príncipe de los
matemáticos, se oponía al uso de toda cantidad infinita en sentido definidor,
como algo que en matemáticas no debiera permitirse jamás; pero, no obs-
tante, la humanidad hubo de encararse con ese infinito desconcertante,
monstruoso e irrepresentable.
Mejor dicho: se logró atrapar al inmenso coloso, a ese infinito, en apa-
riencia incoercible, mediante la llamada teoría de los conjuntos, que señaló
nuevos rumbos a las matemáticas en orden al estudio del infinito. Hizo su
aparición en el último tercio del pasado siglo, y su cerebro más genial fue
G. Cantor. Como en tantas otras concepciones geniales, la primera idea, la
idea más fundamental de esta teoría de los conjuntos, parte de un hecho
sumamente sencillo; y por tal motivo esta arma, la más importante para la
exploración del infinito, puede, no sin razón, ser considerada como un re-
troceso a los más primitivos artificios del cálculo, tales como el procedi-
miento de contar con los dedos, tan practicado aún entre los niños y en el
seno de los pueblos salvajes. En primer término precisó montar un puente
imaginario que condujera al reino tenebroso de lo infinito; es decir, fue me-
nester hallar una operación de cálculo que sirviese de ariete para atacar al
monstruo que lleva ese nombre, pues, como ya sabemos, lo infinito no se
La lucha contra el infinito 211
He aquí otro ejemplo un poco más preciso: Para esta noche tenemos
10 convidados a cenar, y contándonos usted y yo, los dos anfitriones, sere-
mos en total 12 personas. En este caso será nuestra ama de llaves la que
habrá de «coordinar». Cada persona requiere una silla, un plato sopero y
otro llano, un tenedor, un vaso, etc.
212 El prodigioso jardin de las matemáticas
«número igual»
30
Unívocamente o reversiblemente inequívocamente, es decir, por ejemplo, a los doce
vasos pueden serles coordinadas, también, unívocamente doce personas
La lucha contra el infinito 213
31
Se entiende por números naturales, los números enteros positivos, como los: 1, 2, 3,
4, 5, etc.
214 El prodigioso jardin de las matemáticas
32
Recuérdese que todas las fracciones decimales, periódicas, extensibles hasta el infi-
nito, son, como ya sabemos, quebrados comunes, es decir, que pueden convertirse directa-
mente en tales. ¡Esto no esf posible con las no periódicas !
La lucha contra el infinito 217
muy buscados antaño por los matemáticos, de los cuales hoy sabemos que
existen en cantidad infinita.
Intentaremos aclarar ahora nuestro nuevo descubrimiento, con auxilio
de una imagen tangible. La «densidad» de un conjunto infinito numerable,
como es el a, resulta comparable a una escalera: en cada uno de los pelda-
ños de la misma, todos de igual altura, hay un número entero. En un lugar
dado ha de señalarse el peldaño número 2144, el siguiente vendrá señalado
con el número 2145, al cual sigue el de número 2146, y así sucesivamente
hasta llegar a lo infinito. Nuestra escalera con sus peldaños netamente dis-
tinguibles -podemos suponer sin inconveniente que tienen 1 cm. de separa-
ción- conduce a alturas infinitas, a alturas infinitamente más lejanas que las
de los más distantes astros. Se comprende fácilmente que así sea, porque,
estando formada por un número infinito de escalones, todos ellos de altura
apreciable, la longitud de la escalera ha de resultar infinita. En cambio, de-
be existir otra escalera que representa nuestro infinito no numerable, y en
ella los escalones estarán separados por una altura infinitamente pequeña,
debido a que la distancia entre un número trascendente y el de igual natura-
leza que le sigue es de una pequeñez infinita. De lo cual se deduce que, si
bien el número de escalones que contiene es infinito, esta escalera puede
ser tan corta como se desee. Ya a esta segunda especie de infinito, que re-
presenta la «densidad de la continuidad» o, dicho de otro modo, la «densi-
dad con que se sucede la serie ininterrumpida del total de los números re-
ales», podemos hacerle corresponder, por ejemplo, con los puntos de una
recta.
Nos acechan ahora dos nuevas sorpresas, que como mazas vienen a
dar de lleno en el aparador de nuestro sistema de conceptos matemáticos,
haciendo saltar todas las imágenes y representaciones que se habían incor-
porado «en carne y hueso» a nuestra mente. Así se da, por ejemplo, el ab-
surdo siguiente: una raya de lápiz cualquiera, aun suponiendo que su longi-
tud no exceda de un par de milímetros, contiene tantos puntos como corres-
ponden al infinito conjunto de la continuidad. ¡Tenemos, pues, que toda
una infinidad real cabe de sobra en el bolsillo de nuestro chaleco !
Pero aún hay más: esa infinidad de la continuidad es todavía mucho
«mayor» que la de a, que es la expresión de la especie más pequeña de con-
juntos infinitamente grandes. Y esto nos conduce a la más extravagante de
las insensateces, a saber: ni en toda la extensión de una hoja de papel y ni
siquiera en todo el orbe entero, está contenido mayor número de puntos que
el de los que pueden alojarse en una raya de lápiz de unos dos milímetros
La lucha contra el infinito 219
33
La ecuación que parecería aquí más indicada: a - r = máximo número infinito, es un
disparate, por razón de que es contradictoria con respecto a la definición del número infinito.
Podemos restar del infinito tanto como queramos sin que sufra reducción.
220 El prodigioso jardin de las matemáticas
triángulo, está formado por rectas; e incluso, mirando las cosas con deteni-
miento, podremos llegar pronto al convencimiento de que tampoco nos se-
ría posible trazar circunferencias, elipses, parábolas e hipérbolas sin recurrir
a la recta de modo más o menos directo.
Llegados a este punto no podemos eludir una triste confesión acerca
del simple concepto de línea recta. Cualquier niño de la escuela distingue a
primera vista una línea recta de una curva o quebrada. Y, sin embargo, no
poseemos una definición satisfactoria, rigurosamente científica, de la recta;
la más generalmente admitida nos dice: «la recta es la línea más corta entre
dos puntos». Pero, según veremos en los capítulos que siguen, esta propie-
dad definidora de la recta no es lo clara que debería ser. Toda esta cuestión
es, pues, mucho más intrincada de lo que podríamos sospechar desde un
buen principio.
La averiguación del trazo de unión más corto entre dos puntos situados
sobre la superficie esférica (asunto de suma importancia) nos conduce a un
resultado curioso. En cualquier globo terráqueo podemos comprobar al
primer golpe de vista que el trayecto más corto entre Berlín y Madrid no
puede ser de ninguna manera una recta, si es que no queremos dejar de an-
dar por la superficie, pues la recta se hinca inmediatamente en la esfera, y si
nos propusiésemos establecer el enlace ferroviario más corto, siguiendo la
línea recta, entre los dos lugares mencionados, los raíles de la vía habrían
de introducirse profundamente en la esfera terrestre. El camino recto entre
ambas ciudades podría únicamente establecerse a través de un túnel (37).
He aquí una imagen más tangible: el trayecto más corto entre dos
manchas de la piel de una manzana puede representarse por un alfiler cla-
vado en la fruta de tal modo que con él se pinchen las dos manchas en cues-
37
El perfil de ese túnel habría de ofrecer, aparentemente, una particularidad muy no-
table; pues si bien se ha convenido ya en que ha de ser recto, resultaría que en la parte de
Berlín habría de penetrar en la tierra descendiendo con fuerte pendiente, la cual, se suaviza-
ría poco a poco hasta alcanzar la horizontal, a la mitad de trayecto exactamente. Desde este
punto tomaría una rampa hasta alcanzar su valor máximo al desembocar en Madrid. El túnel
recorrería, pues, una línea completamente recta a pesar de presentar una porción de trayecto
horizontal, otra en pendiente y otra en rampa. ¿Cómo se explica esto, mi apreciado lector?
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 229
como perímetro 9,42 dm. Cualquier muchacho de la escuela sabe que éste
es el valor aproximado, puesto que: el perímetro del círculo es igual al diá-
metro multiplicado por el bien conocido número π o de Ludolf. Un poco
más difícil es la tarea que se ha impuesto la persona que tiene que hacer
mediciones directas sobre la caldera esférica, por no poder valerse de un
compás normal; pero, como es astuto, sale del paso atando en el saliente de
un perno un hilo, en cuyo extremo libre anuda un trocito de tiza, procuran-
do que la longitud de dicho hilo entre el perno que le sirve de centro y el
trozo de tiza mida r 1/2 dm. exactamente; con este radio traza seguidamente
una circunferencia sobre la superficie esférica, procede a medir el perímetro
del círculo trazado y... ¡se lleva un susto !
Le resulta, nada menos, que el perímetro del círculo es notablemente
menor del que esperaba obtener de acuerdo con la relación fundamental. En
efecto: nuestro buen delineante obtiene un desarrollo de circunferencia que
vale solamente 2,9 veces la longitud del diámetro correspondiente. La dis-
cordancia entre los dos resultados disgusta, como es natural, a ambos expe-
rimentadores, e intentan repetir la medición con círculos de mayor diáme-
tro. El que dibuja en el tablero vuelve a obtener el número de Ludolf. Pero
el de la caldera fracasa nuevamente, con la agravante de que ahora la cir-
cunferencia trazada con radio mucho mayor, es decir, con cordel más largo
a partir del mismo perno, acusa un perímetro relativamente mucho más pe-
queño, pues su longitud no pasa de ser 2,2 veces mayor que la del diámetro.
Y si ambos continuaran haciendo experimentos podrían comprobar
con extrañeza que los perímetros -de las circunferencias que trazasen en la
esfera irían primeramente creciendo con el diámetro (doble del radio del
trazado), pero que, después de alcanzar cierto valor, los perímetros de las
circunferencias empezarían a ir disminuyendo a medida que los diámetros
fueran aumentando, es decir, que al aumento del diámetro corresponde una
disminución del perímetro. Y se pasará por el caso de que para uno de los
círculos trazados el área será numéricamente igual al perímetro (38). Si se
continúa el experimento se llega al absurdo de que ¡tomando el diámetro
38
Claro está que ambos isómeros son distintos debido a la llamada «dimensión» que
los concrete, pues el área del círculo es una superficie que se mide por centímetros cuadra-
dos, y en cambio, el perímetro es una línea que se mide por centímetros lineales. En toda
operación práctica de cálculo conviene mucho tener bien claras y determinadas estas dimen-
siones ¿distinguiremos, por ejemplo, cm., cm', cm', así como también Kg./cm', Km./hora,
etcéteral, pues si se multiplican «coles» por «nabos» resultará naturalmente un disparate.
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 231
mente r, tanto más se reducirá el valor del quebrado. Hemos de sentar toda-
vía, aunque sea rápidamente, algunos puntos. Cuando dibujamos una línea
curva en un plano es claro que coincidirán con éste los planos de los círcu-
los de curvatura, y que para cada punto de dicha curva no podrá haber más
que un solo radio de curvatura, esto es, que en cada punto la curva ofrecerá
únicamente una curvatura. Sin embargo, tenemos, por otra parte, que nos
será fácil curvar un trozo de alambre de tal forma que no sea posible apli-
carlo sin deformación sobre un plano; es decir, que podemos curvarlo, por
ejemplo, simultáneamente de derecha a izquierda y de arriba abajo. Seme-
jante curva recibe el nombre de curva en el espacio; su principal caracterís-
tica estriba en el hecho de que en cada uno de sus puntos presenta una do-
ble curvatura. Tomemos, pongamos por caso, un trozo de alambre, y dé-
mosle la forma de anillo. En tanto que esta pieza descanse de plano sobre la
superficie del papel, tendrá en cada punto un solo radio de curvatura; pero
tan pronto como le deformemos, elevando uno de sus extremos y bajando el
otro, tendremos que a la curvatura circular primitiva se le añade otra (la
curvatura de torsión), de tal suerte que ya no podrá adaptarse por completo
a la superficie plana del papel.
hacer, por «rutina» todos los metalúrgicos, hojalateros y hasta las modistas
sin saber apenas el «porqué». Son simplemente arqueadas, por ejemplo: las
superficies laterales del cilindro, del cono y del tronco de cono; pues todas
ellas son susceptibles de «desarrollarse», son «desarrollables», como se
dice en el lenguaje técnico, sobre un plano; esto es, que pueden construirse
dibujando previamente un patrón en un plano -de plancha, tejido o papel -,
recortándolo y arrollándolo luego, y, viceversa, pueden extenderse sobre un
plano sin que se rompan.
Así, los populares gorros cónicos de payaso son superficies simple-
mente arqueadas y, por tanto, desarrollables. Pero la cosa es muy distinta
cuando se trata de superficies de doble curvatura, como, por ejemplo, las
que nos ofrece la esfera o la superficie tórica, etc. Para valernos una vez
más de un ejemplo dentro de lo vulgar, recordemos esos sombreros fuertes,
a los que llaman «bombines» u «hongos» y que son modelos de superficies
de doble curvatura. Un sombrero de este tipo no podrá «desarrollarse», es
decir, no podrá extenderse sobre un plano, a no ser que se recorte conve-
niente mente y se peguen los retazos sobre el plano del papel.
Para analizar la superficie del sombrero en cuestión podremos tam-
bién, como es natural, aplicar en cada uno de sus puntos dos círculos de
curvatura convenientemente dispuestos. En el sombrero hongo los dos cír-
culos de curvatura de cada punto están situados a un mismo lado de la su-
perficie y son de distinta magnitud. En la esfera se hallan también a un
mismo lado de la superficie, con la particularidad de ser todos ellos iguales
entre sí.
Y ahora viene la diferencia más importante. Pero antes es necesario
que pidamos consejo a Gauss, rey de los matemáticos. La curvatura de una
superficie se expresa, según él, por: K = 1 / r1 · r2 . Consideremos más de-
tenidamente esta fórmula. Si los dos radios de una superficie curva se
hallan a un mismo lado de ésta, ambos serán positivos, su producto también
lo será y por esta razón resultará asimismo positivo el valor de la curvatura;
diremos entonces que se trata de una superficie de curvatura positiva (en
relieve, convexa). Ejemplos de tales superficies son la esfera, el ovoide, el
elipsoide (realizado éste, circunstancialmente, en el sombrero hongo), la
superficie tórica tal como aparece en los anillos de goma de sección circu-
lar, como, por ejemplo, en las cámaras de los neumáticos hinchadas, etc.
Entre estas superficies las hay que se distinguen porque el valor 1 / r1 • r2
o sea el valor recíproco del producto de ambos radios de curvatura, es in-
variable para todos sus puntos. La más conocida de estas superficies de
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 235
En ella es preciso que uno de los radios sea negativo, es decir, que
tendrá que haber un radio a cada lado de la superficie, de modo tal que en
cada uno de sus puntos esta superficie esté a la vez curvada hacia fuera y
hacia dentro. Cuerpos limitados por esta clase de superficies los hay a mon-
tones todas las acanaladuras de los cuerpos torneados, así como los en for-
ma de silla de montar, presentan esta curva negativa.
parate, ni mucho menos, pues existe realmente un cuerpo, y por tanto una
superficie, que por lo que se refiere a la curvatura está en completa oposi-
ción con la esfera. Se conoce además la definición matemática de dicha
superficie: se trata de una superficie cuya curva es negativa y constante.
Esta esfera, que en cierta manera no lo es y sin embargo lo es, recibe el
nombre de falsa esfera o seudoesfera y fue descubierta por Beltrami en el
año 1868.
La estructura de la seudoesfera no es, en modo alguno, tan complicada
y difícil de concebir, como parece deducirse de lo que hemos expuesto de
ella. Lo mismo que la esfera, también la seudoesfera es un cuerpo giratorio.
Estos cuerpos, llamados también cuerpos de revolución, son fáciles de ge-
nerar. Si hacemos girar un triángulo cualquiera alrededor de uno de sus la-
dos -experimento que podemos realizar con cualquier cartabón, haciéndolo
girar alrededor de uno de sus lados-, veremos que se engendra un doble
cono, del mismo modo que se engendra una esfera al hacer girar un círculo
alrededor de su diámetro. La curva que al girar engendra una seudoesfera es
una línea muy curiosa que puede construirse, en la práctica, sin la menor
dificultad.
A tal fin se requiere solamente un reloj corriente de bolsillo con su co-
rrespondiente cadena.
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 237
39
Léase: «erre cero», al igual que leeremos abajo, «erre uno», «erre dos», etc. Es evi-
dente que con esto hemos creado sólo una denominación, un nombre solamente, pero no una
fórmula utilizable desde el punto de vista matemático.
244 El prodigioso jardin de las matemáticas
Habría sido más eficaz la medición del triángulo: Sol, Betelgeuse, Mi-
zar (40), cuyos lados se miden por años de luz. Pero, y esto constituye el mo-
tivo principal, prescindiendo ya de que tal vez nuestros instrumentos ven y
miden «euclidianamente», ha de ser quizá en la práctica imposible desde
nuestro R3 lograr formar juicio acerca de si este mismo R3 es realmente
curvo o recto. El caracol lacustre que vive entre el limo de su pantano, pri-
vado de visión, no llegará a formarse ninguna imagen de las bellezas de las
altas montañas y los valles. De todas maneras sabemos ya que si nuestro R3,
es recto, es decir, euclidiano, tendrá todavía «cabida» en un R3; pero que si
está curvado (y en este caso no tenemos más que aplicar, haciéndolo exten-
sivo al espacio, lo que sabemos acerca de las líneas y de las superficies cur-
vas), ya no podrá ser «contenido» en un R3 y tendrá que acomodarse• en un
espacio de cuatro dimensiones, tetradimensional, esto es, en un R4, ... O
bien, inversamente: si estuviéramos familiarizados con la cuarta dimensión
(matemática), podríamos decidir a la primera ojeada si nuestro espacio tri-
dimensional (del cual los hombres afirman que con su infinito euclidiano,
recto, abarca todo lo existente), es realmente recto o curvo. Pero los domi-
nios de la cuarta dimensión nos están totalmente vedados, son inimagina-
bles, y sólo pueden hacerse tangibles por vía puramente matemática.
Así, pues, nuestra pregunta respecto de si, el espacio es curvo o recto
queda, por ahora, incontestada; porque sobre este particular hay sólo conje-
turas y casi ningún argumento de probabilidad.
El lector va dándose cuenta con creciente inquietud de que, partiendo
de una cuestión tan inofensiva a primera vista y de importancia tan aparen-
temente secundaria como es la que nos plantea el saber si las líneas parale-
las pueden o no pueden cortarse, nos vemos inevitablemente arrastrados
hacia precipicios en los que amenazan arrojarse sin remedio todas nuestras
ideas. Por el rumbo que seguimos vamos en derechura a una insospechada
catástrofe en la que habrán de perecer todos nuestros conocimientos, al
naufragar la totalidad de nuestros conceptos corrientes.
40
Betelgeuse es la estrella situada en la parte superior izquierda de la constelación de
Orión; es la más hermosa de- nuestro firmamento. Puede reconocerse fácilmente por su
color rojo brillante, y dista de nosotros unos 50o años del luz. Mizar es la conocida estrella
que forma parte de la lanza del Carro u Ose Mayor; y es doble, pues encima y como monta-
da sobre la estrella principal hay otra más pequeña, visible, no obstante, sin auxilio de ins-
trumento alguno por los que gozan de buena vista. Por eso este pequeño «jinetea de la otra
estrella recibe a veces el nombre de «graduador de la vista,. Este enorme sistema solar, inte-
grado por varios soles, dista de nosotros unos 8o años de luz.
246 El prodigioso jardin de las matemáticas
Sabido es que las imágenes, modelos, etc., resultan tanto más ilustrati-
vos y claros cuanto más sencillos son. En las espinosas regiones fronterizas
hacia las cuales dirigimos apresuradamente nuestros pasos existe un mode-
lo que, en cuanto a su simplicidad, fácil ejecución y profundidad de los
puntos de vista que desde él pueden percibirse, constituye un ejemplo úni-
co, como no podía menos de ocurrir dado el ingenio, tan excelente y tan
especialmente amigo de los que se interesan por las cuestiones matemati-
cogeométricas, de aquel a quien debemos su descubrimiento.
Partiremos de lo expuesto anteriormente acerca de las relaciones exis-
tentes entre las categorías de espacios establecidas. Pensemos que, si bien
estamos obligados a movernos en un espacio tridimensional, no deja de
asistirnos la posibilidad de imaginar un perfecto modelo de otros «espa-
cios» más sencillos; y así lo haremos, empezando por el espacio plano, el
R2. Una hoja de papel extendida en nuestro tablero constituye un «modelo»
del espacio plano, es decir, R2, euclidiano; modelo que será tanto más per-
fecto cuanto mejor podamos imaginarnos que el grueso del papel, siempre
tangible, ha desaparecido. Y a base de esto, presentaremos un cuadro, pro-
ducto de la fantasía de que nos permitimos alardear: usando de esta fanta-
sía, admitamos la existencia de «seres planos», tales como los inventados
por el ya citado Beltrami. Se trata, por lo tanto, de seres estrictamente bi-
dimensionales, que no conocen más que superficies planas, constituyentes
del único ambiente donde se encuentran en condiciones de vivir y morir;
248 El prodigioso jardin de las matemáticas
¿Por qué? Pues, sencillamente, porque para eso le sería preciso contar
con la tercera dimensión, la única que permitiría al cartabón ponerse en pie,
dado que para realizar semejante movimiento necesitarla -aunque sólo fue-
se por breves segundos- atravesar el espacio tridimensional. Así, pues,
mientras se halle encerrado en R2, el cartabón habrá de yacer de plano y
Una cinta que solo tiene una cara 249
mundo R2. De modo que, en el fondo, el R2, sigue realmente inalterado, aun
cuando lo hayamos torcido notablemente hasta el extremo de presentar un
marcado tirabuzón en uno de sus puntos, tal como se aprecia en la figura
citada.
Examinemos ahora, con más detenimiento, al habitante del espacio
plano en su modificado R2. Puesto que su grosor es infinitamente pequeño,
es completamente transparente, como lo sería, por ejemplo, el oro, si se
batiera en láminas de tenuidad casi infinita. Si bien es puramente bidimen-
sional y tiene, por lo tanto, sólo longitud y latitud, sin el más mínimo espe-
sor, podemos formarnos una imagen más natural de él en nuestro espacio
tridimensional R3.
Figurémonos a este fin la imagen cinematográfica de una persona (y
por mí no hay inconveniente en que sea la de algún favorito del cinema)
proyectada sobre pantalla. Pero esta vez la pantalla no ha de consistir en
una hoja opaca de aluminio ni de cualquier otro material no transparente o
tela, sino en un gran disco de cristal esmerilado, es decir, de vidrio fina-
mente deslustrado, tal como el que se usa en los aparatos fotográficos para
recibir y enfocar la imagen. Esta «imagen luminosa en sí», captada en el
cristal esmerilado, responde casi exactamente a nuestro ser bidimensional.
Si miramos la imagen de frente, esto es, desde una localidad de espectador,
veremos la figura en sus relaciones normales: el personaje tendrá su mano
derecha realmente al lado derecho, llevará el sable -si lo lleva- a la izquier-
da, etc. Y si a continuación nos ponemos a mirar por detrás de la pantalla
translúcida, veremos exactamente la misma figura, sólo que lateralmente
invertida, es decir, que la derecha se ha permutado con la izquierda, y vice-
versa; con lo que el sable aparecerá colgado del costado derecho, etc. Ocu-
rre lo mismo que en una imagen vista en el espejo. Si hay alguien que no
pueda seguirnos con la imaginación, haga el favor de tomar un trozo con-
veniente de papel secante y, con tinta y pincel, dibuje en él un hombre. La
tinta traspasará el papel y originará en el reverso del mismo una imagen
reconocible en parte y sensiblemente igual a la que se ha dibujado en la
cara opuesta.
Ambas imágenes se distinguirán entre sí solamente por el trastrueque
de los lados; es decir, cada una de ellas se presentará lateralmente invertida
con relación a la otra. Esto mismo ocurre, exactamente, con nuestro hombre
bidimensional, porque, al igual que la imagen cinematográfica, carece de
espesor, hasta el punto de que la cara anterior es a la vez la posterior.
Una cinta que solo tiene una cara 253
nada de nada. De la terrible agitación que turba los ánimos de sus conciu-
dadanos no ha oído ni una sola palabra, pues no hace más que tocar hora
tras hora su organillo, dándole vueltas al manubrio, con la mano derecha
por supuesto. Cargando con el instrumento, del cual no quiere separarse,
emprende el anciano alegremente el viaje. Pasado mucho tiempo regresa al
hogar patrio.- Declara que lo ha pasado bien durante toda la tra-' vesía; pe-
ro, entre tanto, el auditorio le mira con ojos pasmados, pues el viejo mendi-
go vuelve también trayendo el corazón a la derecha, a la vez que hace girar
el manubrio con la mano izquierda, ¡la misma mano que fue antes su dere-
cha y en cuyos dedos resaltan las callosidades producidas por la manija del
manubrio a lo largo de los lustros! Resulta, pues, que también nuestro or-
ganillero ha regresado con inversión de costados y sin haber experimentado
la menor sensación de este total intercambio lateral de su cuerpo y de su
organillo.
El aplicado lector sospechará sin duda que con estos cuentos preten-
demos endosarle gato por liebre tetradimensional. Y, sin embargo, lo que
pasa es que hemos sido víctimas de un amargo escarmiento por nuestro
empeño de erigirnos en seres superiores. El llevado y traído R2 ha puesto en
nuestro camino una trampa, en la cual todo nuestro poder imaginativo ha
caído preso como un ratoncillo. Y cuando el que ignore todavía lo que en-
cierra de extraordinario y sorprendente el mundo que hemos producido con
la tira de papel retorcida, poblándolo «in mente» de ciudadanos aplanados,
vea lo que puede ofrecernos aún de asombroso, moverá maravillado la ca-
beza al considerar hasta qué punto nuestra vida, incluso la tan insulsa vida
cotidiana, está rodeada de fantasmas verdaderamente inquietantes. Comen-
zando a llamar las cosas por su nombre, diremos que: esa tira de papel que,
después de entrelazarla del modo dicho, hemos pegado por sus dos extre-
mos, se denomina cinta de Moebius, en honor del famoso matemático ale-
mán que fue el primero en llamar la atención sobre los relatados sucesos,
ridículamente tremendos. Para la realización de nuestro terreno de experi-
mentos conviene a maravilla una tira de papel de unos 6 cm. de anchura por
unos 60 a 80 cm. de longitud, que podemos recortar de un periódico del
mayor tamaño posible. El truco decisivo consiste, como queda dicho, en
que antes de engomar los extremos se procede a torcer uno de ellos (pero,
bien entendido un solo extremo), dándole un giro de 180 grados. Basta esto
para producir el gran trastorno. Pues, por el hecho de girar uno de sus ex-
tremos antes de pegarlo al extremo opuesto, resulta que nuestra tira de pa-
pel ¡y esto es matemáticamente exacto!- ha perdido su segundo lado. ¡En
Una cinta que solo tiene una cara 255
consecuencia, no le resta más que un solo lado! Y, cosa curiosa, esta super-
ficie unilateral tiene una única línea, de limitación. ¡Difícil de concebir,
ciertamente!¡Prueba por ti mismo, querido lector !
Nuestro amigo, al que acabamos de contar esta curiosa historia, se nie-
ga a admitir este «engaño». A manera de prueba se dispone a pintar los dos
lados - según él estima-, cada uno en un color distinto. ¡Pero sus esfuerzos
resultan en vano!¡Para el segundo color... no dispone de ninguna superficie!
Y es que de cada una de estas superficies se pasa a la otra sin que uno se dé
cuenta de ello; de manera que, en realidad, no hay más que una sola super-
ficie; y si, para repetir la prueba, aplico la punta de un lápiz en el centro
aproximado de la anchura de la cinta y trazo con él una raya a lo largo de la
superficie, hasta volver de nuevo al punto de partida, veré que la raya de
lápiz resulta trazada en las dos caras que aparentemente tiene la cinta. ¡Haz
la prueba tú mismo, querido lector !
41
Con el fin de prevenir al lector contra sus propias especulaciones, seguramente
erróneas, queremos ponerle en antecedentes acerca de lo mucho que alrededor de este tema
han ideado ya las más eminentes inteligencias de la humanidad. Fue sin duda Platón el pri-
mero en vislumbrar la idea de un espacio superior. Más tarde colaboran en este difícil domi-
nio pensadores tan verdaderamente destacados como Kant, Gauss y Helmholtz. Si quisiéra-
mos reunir todo lo que se ha escrito sobre esta cuestión, coleccionaríamos muy pronto una
biblioteca de más de cien volúmenes; esto sin salirnos de los temas que tratamos aquí super-
ficialmente y dejando de lado todo cuanto se ha consagrado a la difícil investigación del
problema del espacio en sí.
260 El prodigioso jardin de las matemáticas
exístido nunca, hasta hace algunos años, por la simple razón de que nadie lo
había visto hasta entonces. Sin embargo, llegó a ser descubierto. Y si al-
guien quisiera afirmar hoy en día que no puede haber tigres en libertad por-
que en nuestras regiones nadie los ha visto así, pasaría por persona poco
cabal. Y, para terminar: ningún ojo humano ha podido ver nunca un punto
verdadero, ni una verdadera recta, puesto que uno y otra son imperceptibles
para nuestra vista, adaptada exclusivamente al espacio tridimensional. No
se acusa a nuestros ojos nada que no pueda medirse en alguna dirección
predominante, del mismo modo que desde la cúspide de una montaña nos
será imposible descifrar un periódico que esté extendido en un punto cual-
quiera del valle. Y, sin embargo, en la vida corriente hablamos y pensamos
de puntos y de rectas, es decir, de cosas completamente invisibles que, por
añadidura, ni siquiera sabemos definir.
¿Qué dicen las matemáticas a esto? ¡Aquí está la cosa!, pues hace ya,
en cierto modo, mucho tiempo que las hermanas Matemática y Geometría
afirmaron, lisa y llanamente, ¡la posibilidad de la existencia de tales espa-
cios!La existencia de un R4, R5, R6, etc., es de todo punto posible.
Ahora se nos presentan una serie de importantes cuestiones que real-
mente podrían condensarse en una: ¿Qué sabemos con certeza acerca de la
cuarta dimensión? El lector temerá que nos escapemos por la tangente a
favor de la aportación de sólo algunas cosillas imprecisas. Pero se engaña.
Conocemos, por cierto, toda una serie de pormenores sorprendentes
acerca de fantásticos prodigios de la cuarta dimensión.
Empecemos, pues, de una manera muy objetiva y elemental, estudian-
do los cuerpos geométricos que podemos construir en los distintos espa-
cios. Consideraremos aquí también el punto, la recta y el plano como «es-
pacio», y hablaremos, por ejemplo, del espacio R0, cero dimensional, al
referirnos al punto, y así sucesivamente. Está claro cómo puede entenderse
esto. Para nuestro habitante de las regiones planas, el espacio R2,, bidimen-
sional, el plano es su espacio vital; por consiguiente es un espacio.
Para que todo este asunto no se nos aparezca demasiado complicado y
poco claro estudiaremos los cuerpos llamados regulares. Son las figuras
geométricas, construidas de manera sumamente sencilla. Se encuentran, por
ejemplo, en el plano, el triángulo de lados iguales, el cuadrado, el pentágo-
no, el hexágono, etc. -para citar solamente algunas de tales figuras-. Entre
ellas nos limitaremos, naturalmente, a las más sencillas posibles.
En la «dimensión cero», en el Ro, en el punto, se da el curioso caso de
ser el propio punto la estructura más simple. No es muy distinto lo que ocu-
Los horrores dela cuarta dimensión 263
rre en la recta_ esto es primera dimensión, en el R1,, pues también aquí re-
sulta que es la recta su estructura más simple
en nuestro espacio R3. Y dos planos, que en nuestro mundo se cortan asi-
mismo según una recta, tendrán, en cambio, por intersección en el R4 tam-
bién un punto. ¡En el R4 la intersección de un plano con un cuerpo tridi-
mensional da solamente una recta!Así, pues, ha de resultar tarea en extremo
difícil la de cortar rebanadas de pan en el espacio R4, pues el cuchillo apli-
cado al pan que queremos cortar no rebanará nada..., ¡produce solamente un
conjunto ordenado de puntos, una recta !
¡Un verdadero infierno suelto! Pero queda todavía por decir lo inima-
ginable. Si queremos comprenderlo en cierto modo, habremos de retroceder
antes hasta nuestros seres bidimensionales. Sabemos de sobra que en el R2
son del todo imposibles determinados procesos que entre nosotros, en R3,,
constituyen fenómenos vulgares y corrientes. Recurramos de nuevo a nues-
tro modelo de plano bidimensional, que, bien mirado, no es más que un
espacio completamente aplanado. Superpongamos dos placas de vidrio de
tal modo que en ningún punto disten entre sí más de 2 mm.
rios habitantes de R2, no podrán nunca superponer las escuadras por la sen-
cilla razón de que son «lateralmente invertidas», del mismo modo que lo
son entre nosotros, por ejemplo, un guante de la mano derecha y uno de la
izquierda. Los habitantes de R2, podrán hacer girar y deslizar escuadras sin
que abandonen el plano, pero nunca podrán superponerlas de forma que
coincidan exactamente.
Resulta, pues, que una de las más importantes pruebas de identidad, la
congruencia (que quiere decir la posibilidad de superposición), es imposi-
ble en el R2. Según parece, los habitantes de R2, pueden reconocer solamen-
te determinados triángulos como «superponibles». Pero la cosa cambia de
súbito tan pronto como retiremos la placa de vidrio superior, con lo cual
penetramos en nuestro R3,, y levantando ahora sencillamente los triángulos
podemos superponerlos de forma que coincidan exactamente. Todo esto es
natural y evidente, ¿no es cierto?
No obstante, si lo que aquí hemos hallado lo «elevamos» a los R3, y
R4, sentiremos correr un escalofrío por nuestra espalda; es decir, si
establecemos paralelos con lo hallado en las dimensiones inferiores. En
nuestro mundo hay también cuerpos que pudiendo ser considerados como
exactamente iguales no son «superponibles»; tal es el caso citado de los
guantes, botas y otros. Pero es natural que si trasladásemos al R4 estos
objetos, una vez allí podrían ser manejados de tal modo que se
correspondieran inmediatamente en todos sentidos y en todos sus puntos.
Esto es inconcebible. En efecto: sobre la mesa tenemos un par de guantes
nuevos; un experimentador habitante del R4 toma uno de ellos. El guante
desaparece en seguida de nuestra vista de modo absolutamente
inexplicable, pues el manipulador se halla en el R4, del cual no
columbramos nada. Dos segundos más tarde, el guante vuelve a caer sobre
nuestra mesa, y... sin que haya habido la más mínima alteración en su
estructura, resulta que los dos guantes son ahora enteramente iguales entre
sí, es decir, que tenemos delante dos guantes de una misma mano, ambos
de la derecha o ambos de la izquierda. Con igual facilidad, el hombre del
R4, que tuviera absoluto dominio sobre nosotros, podría en una fracción de
segundo convertir de nuevo los dos guantes en un par corriente; y así
sucesivamente mientras le pluguiera divertirse viendo el gran susto que
indudablemente habría de producirnos el inexplicable prodigio. La serie de
conclusiones que podrían deducirse de semejante hipótesis son en verdad
desoladoras. Un hombre conducido durante sólo un breve instante al R4
podría, por una sencilla torsión, regresar tan «alterado» que a partir de ese
instante su corazón latiría del lado derecho; y además sus manos y sus pies
Los horrores dela cuarta dimensión 269
43
Una sugestiva ilustración acerca de esto, y aun no del todo convincente, nos la pro-
porciona la única estructura bidimensional, aproximadamente exacta, posible en nuestro R3
esto es, la imagen proyectada. Si colocamos una película o una diapositiva en la cámara de
proyección, damos luz y proyectamos las imágenes en el espacio vacío, nada percibiremos
de momento. Es necesario que interpongamos en el cono de luz un plano corpóreo, una pan-
talla, para que surja la imagen clara y nítida. Pero tan pronto como diéramos a ésta la posibi-
lidad de adquirir corporeidad dotándola de profundidad, cosa que. podría realizarse proyec-
tándola, por ejemplo, sobre una cuba de vidrio con un líquido algo turbio (leche muy agua-
da), la imagen se desvanecería, corriéndose y haciéndose indistinta.
Los horrores dela cuarta dimensión 273
ción del cuerpo tetradimensional al cortar nuestro espacio resultaría ser una
esfera.
Y haciendo lo mismo que hicieron los hombres R2 al comprobar con
júbilo la aparición de la luz en su espacio, exclamaríamos entonces: « ¡Con
qué esplendor irradia hoy la esfera del Sol su calor y su luz sobre noso-
tros!»
Nadie nos obliga, ni la ciencia lo exige, que consideremos el Sol y
otros astros como cuerpos de intersección de estructuras tetradimensionales
que penetran en nuestro espacio. Nos contentamos admitiendo simplemen-
te, y sin tropezar por ello con ninguna dificultad de concepción ni de ima-
ginación, que el Sol, la Luna y las estrellas son cuerpos esféricos de tres
dimensiones.
Lo más desconcertante está, sin embargo, en que si alguien quisiera
concebir los astros como fenómenos secundarios promovidos por estructu-
ras tetradimensionales, carecemos hasta del mínimo indicio de prueba que
nos permitiese afirmar: « ¡Eso es absolutamente imposible!» « ¡No puede
ser así!» De modo que los últimos restos de la ruina de nuestro conocimien-
to, los que creíamos todavía firmes como rocas, no son tampoco en realidad
más que polvo: un montón de escombros inútiles.
Epilogo 275
EPILOGO
Y así, para terminar, no me queda más que reproducir las elevadas es-
trofas de Schiller, inspiradas en la imposibilidad de reconocer siquiera la
inmensidad del espacio recto, euclidiano, que a nosotros ha llegado a pare-
cernos tan «simple».