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PRIMERA EDICIÓN: SEPTIEMBRE DE 1943
SEGUNDA EDICIÓN: SEPTIEMBRE DE 1944
TERCERA EDICIÓN: F E B R E R O D E 1953
CUARTA EDICIÓN: AGOSTO D E 1964

DEPÓSITO LEGAL, B. 22089 - 1964 NÚM. DE REGISTRO:10,415-42

COPYRIGHT BY EDITORIAL IBERIA, S. A. DERECHOS LITERARIOS Y


ARTÍSTICOS RESERVADOS PARA TODOS LOS PAÍSES

Casa P. de Caridad p Imprenta-Escuela - Montalegre, 5 - Barcelona


Prólogo 3

PROLOGO
También yo padecí, durante mucho tiempo, del mal que aqueja a la
mayoría en cuestión de matemáticas. Mi comprensión era muy escasa, y la
mente no lograba asimilar ni siquiera los principios o leyes fundamentales
de esa ciencia, tan diáfana a despecho de las asperezas que la revisten. Lle-
gué incluso a sentirme avergonzado a causa de mi innata torpeza para la
concepción de ideas trascendentales, y hasta sufrí el amargo sentimiento de
inferioridad. Pero vino un día en que, gracias a la sobresaliente habilidad
expositiva de un apreciado amigo mío, maestro en la más hermosa de las
ciencias, alcancé la necesaria comprensión y la satisfacción consiguiente.
Mi angustia y depresión se trocaron en férvido entusiasmo, y fue entonces
cuando descubrí con sorpresa todo el esplendor que irradia de esta magna
obra de la inteligencia, de las tan deplorablemente aborrecidas matemáticas.
Pues bien, el objetivo primordial de este libro no es otro que el de lo-
grar influir en modo semejante sobre el lector; y esto sin que pretenda, en
modo alguno, llegar a ser un método de cálculo, ni mucho menos lo que se
llama un tratado en el sentido usual de la palabra. No. Su aspiración se re-
duce a exponer ante el lector las temidas matemáticas bajo su aspecto más
atractivo, a familiarizarle del modo más ameno posible con la espléndida
belleza de alguna de sus más importantes especulaciones. O, dicho en otras
palabras: no pretendemos estudiar ni forzar la máquina. Nuestra empresa se
reducirá a guiar al lector en un paseo por el maravilloso jardín encantado,
que el arte de ordenar y coordinar lógicamente pensamientos con pensa-
mientos e ideas con ideas ha ido creando al compás de la multimilenaria
evolución de la humanidad.
4 El prodigioso jardin de las matemáticas

Estimamos necesario hacer constar de antemano que, con sujeción a


este plan, no nos será posible explicar hasta agotarlos - y menos demostrar-
los con entero rigor- todos los conceptos que el itinerario nos vaya presen-
tando. Será, por lo tanto, imprescindible que el lector amable contribuya a
nuestro propósito con un poco de confianza y de fe, animado de la esperan-
za de que más tarde, por la consulta de un buen tratado de matemáticas, le
será dable abarcar mejor, y completar, los conocimientos que aquí adquiera.
Sentado esto, y saliendo al encuentro de una de las posibles objeciones
que se concreta en el tópico de que la Matemática es espantosamente seca y
árida, es preciso decir que semejante reparo pueden ponerlo solamente los
que ignoran por completo la más excelsa de las ciencias, ya que, como se
verá, su expresión ha de llevarnos de sorpresa en sorpresa. Estemos, pues,
seguros de que no habrá de rendirnos el hastío y a ello contribuirán, a un
tiempo, la especie de mántico dramatismo en que se moverán nuestros pa-
sos, y el hecho de que cada operación, cada problema, cada cálculo, sin
exclusión de la tabla de multiplicar (pese a su aparente sencillez), aparecerá
desarrollándose en la proximidad de un mundo extraño y misterioso, un
mundo quimérico cuya contextura no puede idear nuestro cerebro, ni puede
hallar figura ante nuestros ojos, pero cuya existencia puede ser -y acaso
debe ser precisamente- tan real como cualquiera de las relaciones matemá-
ticas o cualquiera de las figuras geométricas que nos son familiares. Siem-
pre que la ocasión sea propicia haremos sentir hasta qué punto nos halla-
mos envueltos por un mundo omnipotente, insospechadamente próximo y
desconcertante, cuya existencia se ve confirmada por cada concepto mate-
mático. Pero, aunque este mundo es hijo de nuestro propio intelecto, resulta
tan irrepresentable para nosotros como lo es para las truchas, por ejemplo,
el deslumbrante esplendor del valle por donde corre bullicioso el torrente
que constituye su mundo de peces.
Este será, por consiguiente, el sentido en que vamos a conocer las ma-
temáticas, puesto que a nuestro modo de ver sólo así podremos conjurar los
pretendidos espectros, y sólo de esta manera será posible tender un puente
de inteligencia hacia este magnífico dominio del pensamiento humano, cu-
yo usufructo había ido convirtiénédose hasta aquí en especial privilegio de
algunos elegidos, a causa de supuestas insuperables dificultades de concep-
ción por parte de los demás.
Al lector le toca juzgar en definitiva si se ha cumplido la tarea que nos
hemos impuesto. Esto es, él dirá si nos ha acompañado la fortuna en esta
empresa de vencer la repugnancia a las matemáticas valiéndonos de las be-
Prólogo 5

llezas que encierran. Y que los matemáticos expertos no se nos quejen por
esta especie de «profanación» de su ciencia y reconozcan, al contrario, la
buena intención que nos guía.
Para terminar, conste que, a nuestro parecer, no hay nada tan bochor-
noso como el hecho de que, a pesar del incesante avance triunfal de la cien-
cia y de la técnica alemanas, sean todavía numerosos los compatriotas que
sienten horror ante el más espléndido monumento del pensamiento, erigido
por el espíritu humano en el transcurso de milenios de incesante esfuerzo, y
que por el sólo motivo del temor que les inspira se vean privados de utilizar
un auxiliar tan poderoso en el estudio de la Naturaleza.
Y basta ya, porque es hora de que emprendamos nuestro anunciado
paseo.
6 El prodigioso jardin de las matemáticas

PRÓLOGO DE KURT WULLSCHLAEGER EN LA OCTAVA


EDICION ALEMANA

Sucedió en la repleta sala de espera, en la estación de una gran ciudad.


Tres jóvenes «ferroviarios» estaban sentados según todas las apariencias,
después de terminado el trabajo-, ante un vaso de cerveza, mientras espera-
ban el tren que debía llevarlos a casa.
Un cuadro vulgar, tal como puede verse en cualquier ciudad. Y, sin
embargo, ¡cuánto de especial había en él!Era la conversación que sostenían
esos tres hombres. ¿Cómo es posible obtener un resultado positivo -en esta
conversación se trataba del cálculo logarítmico-, cuando hay que restar una
cifra negativa?
Lo notable de este simple incidente es que un problema matemático
sea reconocido realmente como tal y no sea, sin más, aceptado. Este hecho
podria demostrar cuán independiente es la receptividad para las elucubra-
ciones matemáticas de las premisas educativas. La opinión, ampliamente
extendida, de que las matemáticas son «demasiado elevadas» para la mayo-
ría de las personas, no aparece muy comprensible en este respecto. Para
encontrar placer en los problemas matemáticos no son precisas lecciones
muy severas a modo de preparación. Tampoco los relatos de viajes son leí-
dos y comprendidos únicamente por los geógrafos.
Por desgracia, a la mayor parte de los «talentos latentes» se les acaba
muy de prisa el material. Facilitarles nuevos estímulos fue uno de los moti-
vos que incitaron a Alexander Niklitschek a escribir su Prodigioso Jardín
de las Matemáticas. Aparte de ello, se proponía comunicar a sus lectores
parte de aquel entusiasmo que le invadió cuando, según sus propias pala-
bras, pudo reconocer, con asombro, el «radiante esplendor del maravilloso
edificio de ideas de las matemáticas».
Desgraciadamente, Niklitschek no ha podido ver la presente 8.a edi-
ción de su obra. Como nuevo revisor de la misma, he debido modificar,
alguna que otra vez, el sitio desde el cual Alexander Niklitschek contem-
plaba su «Jardín Maravilloso», y es por ello que, en el marco -de la nueva
Prólogo 7

ordenación del texto, he creído necesario atribuir otra importancia a algu-


nos problemas.
Sin embargo, no se ha modificado la hábil ordenación de conjunto. Me
he esforzado por destacar, aún más acentuadamente, en primer plano, el
bello concepto de la función tangencial, pasando por la tangente, hasta el
cálculo diferencial.
El tema «regla de cálculo» ha sido tratado algo más ampliamente, para
que el lector no deba remitirse, necesariamente, a otros manuales. Las bre-
ves iniciaciones facilitadas al comprar una regla -de cálculo bastarán para
entender perfectamente sus fundamentos, después de la lectura de la pre-
sente obra.
A este respecto quisiera agradecer especialmente a la firma Dennert &
Pape, de Hamburgo-Altona, por habernos cedido el impresionante material
de grabados que se incluye en el capítulo «Regla de Cálculo».
¡Bueno!¡Y, ahora, vayamos de paseo... con Alexander Niklitschek !

Brunswick, septiembre de 1956.


KTRT WULLSCHLAEGER
8 El prodigioso jardin de las matemáticas

En blanco en el libro original


El secreto de termómetro 9

EL SECRETO DEL TERMOMETRO

Nada hay que merezca ser tan justamente meditado y aquilatado como
la elección, del apropiado sendero o de la puerta a través de la cual convie-
ne mejor penetrar en el recinto rutilante de la más noble y la más temida de
las ciencias. Y opino que podríamos partir confiadamente de algo conocido
y evidente, esto es, de aquellos conocimientos matemáticos que, por ser
adquiridos en los primeros días de la escuela, no abandonan ya al hombre
en todo el resto de su vida.
Naturalmente, no queremos ni debemos permitir que los números se
precipiten ante nosotros sin orden ni concierto. Establecer un orden es cosa
bien sencilla. Como ejemplo del mismo podríamos tomar, desde luego, un
metro con su escala, en la cual, muy bien ordenaditos conforme a su valor,
se suceden los números en cantidad limitada..., por supuesto. Pero vamos a
ser todavía más precisos, y en lugar de la regla preferimos elegir un termó-
metro. ¿Por qué? Muy pronto lo veremos.
La escala del termómetro se distingue de la del metro -con la cual está,
por lo demás, íntimamente emparentada - por la significación que el cono-
cido grado cero tiene en el primero de ellos. El metro posee también, cier-
tamente, un cero inicial, por el cual se comienza a medir siempre. Pero des-
de este extremo cero del metro no puede avanzarse más que en un sentido
único, es decir, en el sentido que nos hace pasar a 10, 20, 30, etc., hasta 100
150 cm. según la longitud de la regla. No ocurre así en el termómetro, cuyo
cero corresponde a un punto que no es extremo de la escala. A partir de este
punto cero, hacia arriba, se cuentan grados positivos (+), y, en cambio, des-
10 El prodigioso jardin de las matemáticas

de este mismo punto cero, hacia abajo, se cuentan grados negativos (-).
Cuando la columna de mercurio desciende por debajo del cero, decimos
que «hace frío», y si, por el contrario, sube por encima del cero, decimos
que «hace calor». Aun sabiendo que estas expresiones no son estrictamente
correctas desde el punto de vista de la Física, hemos preferido valernos de
ellas, por tratarse de locuciones completamente usuales y comprensibles
para todos.
Y es precisamente en este desdoblamiento, o sea en la ordenación de
los números en dos sentidos opuestos, donde reside el interés; pues en ma-
temáticas, como es generalmente sabido, existen números positivos y nú-
meros negativos, los cuales se comportan entre sí precisamente como los
que llamamos grados de calor y grados de frío del termómetro. Sentado
esto, precisaremos algo más la cuestión.
La primera distinción fundamental que nos separa de las convenciones
del lenguaje ordinario cotidiano, y que debemos conservar grabada en la
memoria, es la de que los signos + y -, que por convención expresan en el
cálculo los imperativos de las operaciones de sumar y restar, respectiva-
mente (equivaliendo a «añádase» o a «substráigase»), aparecen ahora como
vinculados al número en sí. Es decir, más precisamente,
que matemáticamente existe un - 9 (léase «menos nue-
ve»), que se distingue del + 9 (léase «más nueve»), tan
fundamentalmente como los 9 grados bajo cero del ter-
mómetro se distinguen de los 9 grados sobre cero. Y es
el momento de hacer notar la costumbre hondamente
arraigada, no sólo en el lenguaje corriente, sino también
en el matemático, de que al escribir 9 sin ningún signo
se entiende sencillamente +9; de la misma manera al
decir 12 grados, entendemos precisamente +12 grados,
o sea 12 grados sobre cero.
Pero no dejemos todavía nuestra escala termométri-
ca y fijémonos un poco en las leyes que rigen el cálculo
de los números positivos y negativos en esa doble suce-
sión de números, para la cual se ha ideado expresamente
el nombre arbitrario de «alineación numérica». Imagi-
nemos que el termómetro señala 10 grados de calor. Si
sobreviene un aumento de temperatura de 9 grados, el
mercurio señalará 19 grados de calor. Ahora bien, si su-
ponemos que cuando el termómetro marca los 10 grados
El secreto de termómetro 11

sobre cero la temperatura experimenta un descenso de 18 grados, el mercu-


rio bajará lógicamente hasta los 8 grados de frío (bajo cero).
Y exactamente igual que con los grados de calor ocurre con la subs-
tracción y la adición de los números positivos y negativos 10 - 23 = -13,
mientras que – 20+40= -20, etcétera. Convengamos en considerar, a todos
los efectos, como positivo, el dinero que poseemos o que nos pertenece, y
como «negativo», el correspondiente a pagos que hemos de efectuar o que
adeudamos, y obtendremos así una idea tangible (y comprensible para to-
dos) del balance resultante de operar con números positivos y negativos. Si

tengo 100 pesetas y gasto 99, no me quedará finalmente en el bolsillo más


que 1 peseta, mientras que si uno sale de casa con 10 pesetas y gasta por
valor de 25 ha tenido irremisiblemente que quedar a deber 15 pesetas en
alguna parte.
Son verdades sin vuelta de hoja, casi perogrulladas, ¿no es cierto? Pe-
ro, ¡calma! Conviene ya desde ahora poner un poco de atención, preparán-
donos para contemplar, en visión, mezcla de grandiosidad y de pavor, las
más profundas simas de la representación matemática.
Antes de ocuparnos de nuevos problemas es preciso introducir una
forma de escritura que resulte adecuada. A este fin colocaremos los núme-
ros, con sus signos «más» o «menos», entre paréntesis, para poder distin-
guir los signos de los números de los correspondientes a la adición y subs-
tracción. Así, por ejemplo, para el número positivo 9 escribiremos (+9), y
para el número negativo -7, de manera correspondiente, (-7) . Por así decir-
lo - para servirnos de una imagen comprensible-, hemos guardado en cajas
los números con sus correspondientes signos. Si queremos, por tanto, re-
solver el problema (- 13) + (+ 23) será preciso, naturalmente, liberar de
nuevo los números. Expresado matemáticamente, esto significa que debe-
mos quitar los paréntesis. La manera de hacerlo se comprende, si expresa-
mos este problema con palabras y lo resolvemos como hasta ahora: el nú-
mero positivo + 23 debe ser sumado al número negativo - 13. El resultado
es + 10. Así, pues,

(-13) + (+23) = - 13 + 23 = + 10
12 El prodigioso jardin de las matemáticas

+ (+) = + Tomemos nota: del signo matemático «más» delante del pa-
réntesis y del signo «más» en el interior del paréntesis resulta el signo ma-
temático «más».
Si del número positivo + 36 substraemos el número positivo + 16 ob-
tendremos entonces + 20.

(+36) - (+16) = +36 – 16 = +20

- (+) = - El signo «menos» delante del paréntesis y el signo «más» en


el interior del paréntesis dan como resultado el signo matemático «menos».

Para el lector impaciente hemos de anticipar aquí que no hemos intro-


ducido los paréntesis con el simple objeto de expresar de manera complica-
da una cosa sencilla. La solución del problema «sumar al número positivo
+ 36 el número negativo - 16, por ejemplo, no resulta ya tan lógica. Plan-
teemos, sin embargo, este problema de la manera más comprensible posi-
ble: alguien tiene 36 pesetas en el bolsillo, y además tiene deudas por un
total de 16 pesetas. Nuestro amigo tiene, por consiguiente, sólo 20 pesetas

(+ 36) + (- 16) = + 36 - 16 = + 20

+ (-) = -1 El signo matemático «más» delante del paréntesis y el signo


«menos» en el interior del paréntesis dan como resultado el signo matemá-
tico «menos».

Ejemplos
(+ 17 ) + (+ 16) = + 17 + 16 = +33
(− 12) − (+ 35) = −12 + 35 = −47
(− 25) + (− 25) = −25 − 25 = −50

El último ejemplo hace inmediata la pregunta: ¿Qué representa (- 25) -


(- 25)? A primera vista esto parece muy difícil; pero si nos representamos
los paréntesis como cajas, todo aparece de nuevo muy sencillo. Tenemos
dos cajas con el mismo contenido. Si restamos el contenido de una caja del
contenido de la otra caja no nos quedará nada. Así, pues,

(-25)-(-25)=0
El secreto de termómetro 13

De la misma manera, - 25 + 25 = 0. En consecuencia, podemos resol-


ver, por ejemplo, también este problema, restando del número negativo - 36
el número negativo - 23.

(- 36) - (- 23) = - 36 + 23 = -13

Una imagen más fácil de comprender: alguien tiene 36 pesetas de deu-


das. Si se le perdonan 23 pesetas de deudas no tendrá ya más que 13 pesetas
de deudas.

-(-) = + El signo matemático «menos» delante del paréntesis y el signo


«menos» en el interior del paréntesis dan el signo matemático «más».

Esto seguirá siendo válido, también, al restar números negativos de


positivos, por ejemplo

(+25) - ( -15) = +25 +15 = 40

Sin embargo, esto no se deduce necesariamente de nuestras anteriores


consideraciones, aun cuando el lector acepte esta solución casi como algo
natural. Pero, ¡tan natural no es la cosa!Por ejemplo, en, este caso falla el
planteo del problema con ayuda de las deudas. Si alguien tiene 25 pesetas
en el bolsillo y le son perdonadas 15 pesetas de deudas, seguirá teniendo,
como antes, solamente 25 pesetas. Y, de la misma manera, falla también el
termómetro. Si de 25º de «calor» restamos I5º de «frío», no se ve por nin-
guna parte cómo la temperatura puede subir en 15º.
El lector no debe dejarse confundir. Una imagen no corresponde nunca
exactamente a la realidad, y, por este motivo, no hay que pretender nunca
encontrar, en una imagen más de lo que ésta puede mostrar.

Y ahora viene una pequeña sorpresa; estas reglas de cálculo, expuestas


de manera tan lógica, no pueden demostrarse, en modo alguno, matemáti-
camente.

Para poder entender esto, en cierto modo, nos ocuparemos algo más a
fondo del concepto general de «número». En su sentido original, los núme-
ros designan cantidades.
14 El prodigioso jardin de las matemáticas

Objetos iguales (por ejemplo: libros, páginas, sillas, gallinas, etcétera),


se cuentan con el fin de determinar su número. Éste es el empleo natural de
los números. Así, contamos I, 2, 3, 4, 5, 6, ...
Con estos «números naturales» es posible resolver cualquier problema
de suma, por ejemplo

3+4=7 47+32=79 2+1=3.

El resultado es siempre otro número natural (7; 79; 3).

En la substracción podemos comprobar, para sorpresa nuestra, que no


podemos restar cantidades cualesquiera. Hay problemas que no pueden re-
solverse simplemente con nuestros números naturales. ¿Qué significa, por
ejemplo, 3 - 3, 1 - 2, 13 - 24? Naturalmente, sabemos cuál es el resultado,
pero si le preguntamos a un alumno de las primeras clases, nos contemplará
sin entender, y dirá: « ¡Esto no es posible!» ¡Y tiene razón!Es preciso in-
troducir el número cero y los números negativos, si queremos representar
los correspondientes resultados:

3-3=0 1- 2 = -1 13 - 24 = -11

Estas «invenciones» pueden definirse matemáticamente, pero no de-


mostrarse, y, sin embargo, la introducción de estos números no es, en modo
alguno, arbitraria; es preciso poder contar con ellos de una manera lógica.
Estos nuevos números no se presentan solos, sino también juntamente con
los números naturales, y en el cálculo no deben presentarse contradiccio-
nes. Por tanto, es preciso incluirlos en las reglas de cálculo de los números
naturales. Si se cumplen estas premisas, puede hablarse entonces de una
ampliación del concepto de número. Esto significa: los nuevos números (0,
- 1, -2, -3, ...) han sido aceptados, en igualdad de derechos, en la «familia
de los números». Dentro de esta familia distinguiremos ahora, por tanto, los
números positivos, el número cero, y los números negativos. Todos ellos,
en conjunto, reciben el nombre de «números relativos».

Todavía tendremos ocasión de conocer otras ampliaciones del concep-


to de número. Es siempre el mismo principio el que nos encontramos en la
introducción de nuevos números las leyes de cálculo de los números ya co-
El secreto de termómetro 15

nocidos deben ser válidas, también, conjuntamente, con los nuevos núme-
ros. Este principio recibe el nombre de «Principio de permanencia»1.

Mencionaremos sólo brevemente una segunda ampliación. La intro-


ducción de los números quebrados o fracciones, como se designan en gene-
ral. $u introducción se deriva del hecho de que, en la división, se plantean
muchos problemas que no «salen». Así, por ejemplo, el problema 2: 3 no
tiene, en un principio, ningún sentido, pues no hay ningún número oue rue-
da indicarse como solución. En el planteamiento
2
2:3 =
3
se introduce la fracción 2/3 como nuevo número. Esto parece tan compren-
sible, que no es precisa ya ninguna distinción entre el signo «: » y la raya de
quebrado. El conjunto de todos los números enteros y quebrados positivos
y negativos recibe el nombre de «números racionales».
Un pequeño descanso nos vendrá ahora muy bien. Nuestro paseo por
el prodigioso jardín de las matemáticas, iniciado de una manera tan inocen-
te, nos ha demostrado, después de los primeros pasos, que no es preciso
buscar mucho para descubrir las bellezas del jardín. Cada flor que se en-
cuentra junto al camino puede llenarnos de alegría.
Y ya no es tan importante examinar exactamente todos los detalles.
Sucede como en un rosal: nos encanta el esplendor de las flores, sin que se
nos ocurra preguntarnos cómo serán sus raíces. Esto lo dejamos para el jar-
dinero. También los rótulos, cuidadosamente pintados por el jardinero, con
los nombres casi. siempre latinos, nos interesan sólo de pasada. Por otra
parte, no tardamos en olvidarnos de ellos. Pero , sigamos ahora adelante !

Será necesario, ante todo, enterarnos bien del mecanismo de la multi-


plicación y división de los números positivos y negativos. Las cosas ya no
se presentan ahora con aquella sencillez tan absoluta. Claro está, y aquí
huelga toda demostración, que, por ejemplo: 25:5 = 5, en palabras (¡y sin
lugar a duda!), más veinticinco partido entre más cinco es igual a más cin-
co.

1
Nombre designado por Hermann Hankel (1539-1373), matemático de Erlangen;
permanere (lat.): permanecer.
16 El prodigioso jardin de las matemáticas

Pero el problema, aparentemente inofensivo, de saber cuántos son 10


x (-4) resulta un hueso duro de roer para los no matemáticos. No obstante,
he aquí que el ejemplo de las deudas e ingresos a que aludimos antes va a
sacarnos de apuros. Consideremos sencillamente los números negativos
como deudas o gastos. Así, si yo en diez ocasiones he quedado a deber a
razón de 4 pesetas cada vez, adeudo simplemente 40 pesetas en total. Me-
diante el estudio de nuestra escala termométrica llegamos al mismo resulta-
do. Todo aumento de temperatura ha de considerarse evidentemente como
«positivo», y todo descenso de la misma como «negativo». De suerte que si
en el termómetro tienen efecto lo descensos sucesivos bajando 4 grados
cada vez, es evidente que tendremos un enfriamiento total de 40 grados. Con
eso hemos hallado la ley aplicable a nuestro caso, y que dice: Todo número
positivo multiplicado por otro negativo da un producto negativo. Y puesto
que la división representa el concepto inverso de la multiplicación, la mis-
ma ley debe imperar también en ella, es decir que: Todo número negativo
dividido por otro positivo -y viceversa- dará un cociente2 negativo. Si
adeudo un total de 100 pesetas y descompongo el débito en 20 partidas ais-
ladas, tendré entonces justamente 20 veces 5 pesetas de deuda; ¡pero jamás
conseguiré con esta operación dinero contante, «positivo»! Y es una verdad
que comprenderá perfectamente el lector sin más explicaciones.
Mas ahora llega su turno a un problema más serio, cuya solución no se
nos presentará tan clara y abierta. He aquí la pregunta: ¿Cuál es el producto
que resulta de multiplicar dos números negativos,? Sabemos que 2 x 2 = 4,
que 2 x (-2), como acabamos de ver, es igual a -4; pero ¿qué obtenemos si
multiplicamos (- 2) x (- 2)? La dificultad capital que encierra esta cuestión
reside, por decirlo así, en traducir al lenguaje vulgar la operación matemáti-
ca planteada.
Pero esto no tiene por qué sorprendernos, pues también en la substrac-
ción de números negativos nos hemos encontrado con la misma dificultad.
En realidad, existe aquí una relación. Así, por ejemplo,

(+ 3) · (+ 4) = (+ 4) + (+ 4) + (+ 4) = ± 12 (3).

2
Así se designa el resultado de la división.
3
Para el signo de multiplicación utilizamos el punto. Anteriormente era usual también
la x
El secreto de termómetro 17

Por consiguiente, la multiplicación puede ser concebida como una adi-


ción con números siempre iguales. Tres veces más cuatro significa, por
consiguiente: sumar tres veces el número + 4. En consecuencia, también

(+3) · (-4) = (-4) + (-4) + (- 4) = -12

Vemos, por tanto, que las reglas de cálculo conocidas de la adición y


la substracción de los números relativos son válidas. también, enteramente,
para la multiplicación

En consecuencia, convenimos nosotros que también debe ser

Y también
(- 3) · (+ 4) = -12 (- 3) · (- 4) = + 12

Y comprobamos, en especial, la sorprendente realidad Dos números


negativos, multiplicados entre sí, dan un producto positivo !
Para aquellos que estimen increíbles todas estas historias voy a repro-
ducir aquí un sencillo ejemplo que nos proporciona el estudio de las len-
guas. Muchísimos idiomas - ¡no todos, por supuesto! - se atienen estricta-
mente, por así decirlo, a las leyes matemáticas. La lengua latina, estructura-
da le modo rigurosamente lógico, conceptúa dos negaciones sucesivas co-
mo una afirmación, y, por cierto, como afirmación reforzada: dos expresio-
nes negativas equivalen, pues, a una positiva reforzada. Basta con mencio-
nar la irónica inscripción lapidaria

Sit tibi terra levis mollisque tegaris harena,


Ne tua non p.ossint eruere ossa canes !

Que traducido literalmente dice: «Que la tierra te sea leve, y blanda la


capa de arena que te cubre, que no puedan os perros no desenterrar tus hue-
sos.» Traducido a su verdadero sentido, el segundo verso dice así: «que los
18 El prodigioso jardin de las matemáticas

perros den con tus huesos», de donde el piadoso deseo funeral llega a ad-
quirir un amargo sabor de sarcasmo. Pues los romanos - expertos lingüistas
que sabían, con rigurosa lógica, sacar partido a sus modismos-, consecuen-
tes con su principio:

«Duplex negatio est afirmatio», convertían en afirmación reforzada la


doble negación que en nuestro verso reside en las palabras «ne» (no) y
«non» (no).
También nosotros significamos con «no está mal» algo que está mejor
que bien; decir «no poca velocidad» equivale a un ritmo rápido, y explicar
que «fulano no es un descamisado» da a entender que es todo lo contrario
de un andrajoso. Vemos, pues, que es válido en filología el enunciado de
que dos negaciones, o dos expresiones negativas, juntas, componen una
afirmación; ¡y he aquí un notable paralelismo entre la ciencia del lenguaje y
la ciencia de los números !
Pero ¡volvamos a nuestras matemáticas!Porque a lo dicho tenemos to-
davía algo que añadir. Ante todo, valga afirmar de nuevo que también en la
división de dos números negativos ocurre exactamente igual que en la mul-
tiplicación el cociente resulta siempre positivo. ¿Por qué? La cosa se nos
aparece aquí con singular sencillez. Se deduce del hecho de que un número
negativo multiplicado por otro positivo ha de dar forzosamente un producto
negativo. Por consiguiente,

(- 35): (- 5) = + 7

En efecto, es (- 5) · (+ 7) = - 35. La multiplicación del resultado de la


división con el número, por el que ha sido dividido (divisor), es siempre
una prueba muy útil.
Bueno, y ahora, para repetir una vez más todo esto, y resumir todo lo
dicho, escribiremos, de forma ampliada matemáticamente, nuestra ya cono-
cida tabla de multiplicar
El secreto de termómetro 19

Y ahora vamos a evocar en nuestra memoria las correspondientes rela-


ciones relativas al «más» y «menos» para la división

Hasta aquí, el cálculo con números relativos. ¡Los paréntesis, que nos
han sido tan útiles para la derivación de las reglas de cálculo, han cumplido
ya con su deber!De ahora en adelante nos serviremos de ellos solamente
cuando esté clara la relación entre ellos.
20 El prodigioso jardin de las matemáticas

En blanco en el libro original


De un número que vive solamente en la imaginación 21

DE UN NUMERO QUE VIVE SOLAMENTE EN LA


IMAGINACION

Durante los primeros años de colegio a todos les habrá llamado la


atención aquellos peculiares cálculos en los que un mismo número se mul-
tiplica por sí mismo, como, por ejemplo, 3 · 3 = 9, 6 · 6 = 36, etc. ¡Real-
mente, se trata de unas multiplicaciones maravillosas! Estos curiosos pro-
ductos reciben el nombre de potencias. Así, se dice

3·3=9 es la segunda potencia de 3 (4)


3 · 3 · 3 = 27 es la tercera potencia de 3
3·3·3·3=8 es la cuarta potencia de 3
3 · 3 · 3 · 3 · 3 = 243 es la quinta potencia de 3

y el juego se continúa alegremente.


Naturalmente, si uno encuentra la cosa divertida, o es necesario para
algún cálculo en particular, es posible, también, calcular la 38ª potencia de
algún número. Para resumir, con estos cálculos es posible llegar, alegre y
despreocupadamente, hasta lo desmesurado y lo ilimitado, a voluntad ¡Esto
parecerá algo espantoso al lector!

4
Para la expresión «segunda potencia» se utilizaba, a menudo, también el nombre de
«cuadrado».
22 El prodigioso jardin de las matemáticas

¿La 38ª potencia de 7? ¿Cómo se escribe esto? Esta es una cosa muy
complicada. Paciencia, querido lector, la cosa no es tan terrible como pare-
ce. La 38ª potencia de 7 se escribe, simplemente, 738 (léase: 7 elevado a 38).
El pequeño número en lo alto, el exponente, nos indica, por consiguiente,
cuántas veces hay que multiplicar por sí mismo el número base 7 para ob-
tener la potencia.

En consecuencia, por ejemplo, 23 = 2 · 2 · 2 = 8


54= 5 - 5 - 5 - 5 = 625,
y así sucesivamente.

Tampoco será objeto de seria preocupación la cuestión de los signos


«más» y «menos» en estas operaciones, pues toda multiplicación de un
número por sí mismo, es decir, toda potenciación, puede ser considerada
como una multiplicación normal repetida. Ocurre aquí, no obstante, algo
ligeramente desconcertante. Estemos, pues, atentos para ver lo que sucede
al ir multiplicando sucesivamente por sí mismo un número tal como, por
ejemplo, el - 2

Con sorpresa observamos en estos resultados que las potencias forma-


das por un número par de factores son siempre positivas, mientras que las
de número impar de factores salen en cambio negativas. De suerte que - 2
multiplicado tres veces por sí mismo da - 8, ¡pero multiplicado cuatro ve-
ces por sí mismo da + 16! La explicación resulta obvia después de pensar
un poco. Realícense las multiplicaciones de la serie, y al ir haciéndolo se
reconocerá la causa de que las cosas hayan de ser así: comencemos por
multiplicar un «dos» negativo por otro también negativo, que da por resul-
tado, como es lógico, un producto positivo; pero si este producto positivo
se multiplica luego a su vez por un «dos» negativo, es natural que se obten-
ga por producto un nuevo número negativo, y así sucesivamente.
Hasta aquí todo resulta muy comprensible, y no demasiado difícil. Sin
embargo, no resulta ya tan fácil de contestar la pregunta de cuál es la base
que corresponde a un valor dado de la potencia.
De un número que vive solamente en la imaginación 23

Para estos cálculos se ha introducido el signo matemático de la «raíz».


Si, por ejemplo, se trata de encontrar la base que, multiplicada cuatro veces
por sí misma, da 625, la manera correcta de expresar este problema es:
«¿Cuál es la raíz cuarta de 625?» La manera abreviada de expresarlo es
4
625 = ?; donde es el signo de " raíz de"
El lector se dirá: esto es muy sencillo, pues el número que multiplica-
do cuatro veces por sí mismo da 625, es precisamente 5,
54 = 5 · 5 · 5 · 5 = 625
Esto es lo que hemos calculado anteriormente. De la misma manera,
tenemos también (5)
2
9 = 3, pues 3 2 = 9; 4
81 = 3, pues 3 4 = 81;
3
27 = 3, pues 33 = 27; 5
243 = 3, pues 35 = 243

Todo esto es muy bonito, pero con ello no hemos ganado todavía mu-
cho. Por el momento, lo único que sabemos es que pueden calcularse las
raíces de algunos números bien determinados. De «extraer raíces» enten-
demos tan poco, como de multiplicar el alumno, que acaba, justamente, de
aprenderse la tabla. ¿Qué significa, por ejemplo, la raíz cuadrada de 2? ¡En
buen lío nos hemos metido! Naturalmente, esto lo hemos aprendido ya en
la escuela, pero, quién se acuerda todavía de ello? Este cálculo –logaritmo
de la raíz es su nombre- es sumamente complicado, como puede deducirse
del siguiente ejemplo

5
“Raíz segunda de” se denomina, también, «raíz cuadrada». El 2 se omite. No se es-
2
cribe, pues, 9 , sino simplemente 9
24 El prodigioso jardin de las matemáticas

Pero, ¡basta de este cruel juego!Esto es muy poco satisfactorio. Por


ello no vamos a meternos ahora en detalles. Y si al lector le parece esto
muy complicado, que no se preocupe, ya aprenderemos otros métodos más
sencillos, no tan exactos, es cierto, pero del todo suficientes para los cálcu-
los en la práctica. Y ésta es también la razón de que el logaritmo de la raíz
no tenga ya una mayor importancia. En el maravilloso jardín de las mate-
máticas se encuentra, por decirlo así, bajo protección.
Otra conclusión, aún más excitante: como se deduce de la potenciación
de bases positivas y negativas, a la pregunta de cuál es el número que mul-
tiplicado por sí mismo da 36, no existe una, sino dos respuestas, y ello por-
que existen dos números capaces de hacerlo, a saber, + 6 y - 6. Por lo tanto,
36 = + 6, y también - 6, de la misma manera que, 25 = + 5 y -5, y 1 =
+ 1 y - 1, etc. ¡Un mismo problema tiene, por tanto, dos soluciones!

Pero hagamos la cosa aún más emocionante. De acuerdo con lo ex-


puesto hasta ahora, podemos plantear la pregunta, realmente lógica y justi-
ficada:

¿cuál es el número que multiplicado por sí mismo da, por ejemplo, -4?

Después de una breve reflexión se deduce que nos encontramos ante


una nueva complicación, surgida de manera inesperada. ¿Qué número po-
drá ser este?
Tratamos de descubrirlo con nuestro práctico sistema de deudas y cál-
culo con dinero. Pero la conclusión primera es realmente desoladora:
«¿Cuántas veces debo contraer, o no contraer, deudas, para acabar debiendo
cuatro pesetas, pidiendo prestado dinero tantas veces, como indica la suma
parcial?» Y ahí nos quedamos atascados, como en una trampa sin remisión.
¡Ése es, precisamente, el abismo adonde da la puerta!, y al contemplar-
lo debemos confesar, simplemente, en medio de un escalofrío, que: ¡No
existe ningún número que multiplicado por sí mismo produzca -4! Senti-
mos, sin embargo, picado nuestro amor propio y reaccionando ante seme-
jante derrota, probamos fortuna partiendo de otro valor distinto, tal como el
-36, y preguntamos: ¿Cuál es la raíz cuadrada de - 36? Pero tampoco nos
De un número que vive solamente en la imaginación 25

acompaña el éxito y, no obstante, como si fuéramos víctimas de una burla,


al ir más allá, hallamos que existe, en cambio, una raíz cúbica de - 27, y es
- 3, puesto que (- 3) · (- 3) · (- 3) = - 27. Nada nos excusa; estamos abo-
chornados y corridos por el hecho de vernos incapaces de contestar a una
pregunta de aparente sencillez infantil, y no acertamos a encontrar un nú-
mero del cual sólo se exige que llene un requisito que se nos antoja casi
natural.
La cuestión, en conjunto, es mucho más sencilla y, al mismo tiempo,
sin embargo, bastante más compleja de lo que a primera vista podía pare-
cernos. Trataremos, antes de seguir más adelante, de la simplificación en
matemáticas, y puesto que con ello adquiriremos una nueva «costumbre»,
permítaseme, también en este caso, que para llegar a mi objeto me valga de
imágenes tomadas de la vida real.

En el lenguaje usual no es indiferente el modo en que se expresa una


opinión determinada. «El decir gracias y escribir donaires es de grandes
ingenios», dice Cervantes. Si se me ocurre dirigirme a mi jefe para elogiar
las elevadas cualidades espirituales que reconozco en él y le digo: «Le feli-
cito, señor, por su amplitud de miras», es algo muy distinto que decirle:
«Bien sabe Dios, señor director, que no es usted ningún cretino.» Aun
cuando ambas frases expresan; lógicamente, conceptos parecidos, el justo
parabién me será seguramente agradecido en el primer caso, pero si adopto
la segunda modalidad me veré sin duda obligado a salir «por pies» del des-
pacho de la persona alabada.

En el reino de las frías matemáticas, tan rigurosamente objetivas, no se


tienen en cuenta esta clase de sutilezas. Aquí todo está sencillamente per-
mitido, y puedo, pues, servirme de cualquier determinada expresión, perí-
frasis o modismo, por muy estrafalarios que sean, siempre que, sin alterar
un valor dado, su empleo me proporcione una ventaja cualquiera. Lo único
absolutamente necesario es atenerse a la verdad. Todo lo demás, es decir, lo
que sólo atañe al «modo», nos está plenamente permitido.

Permitámonos ahora un ardid semejante. He aquí la nuez dura como el


acero: ¿ − 4 ? En este caso empezaremos por descomponer el número que
figura bajo el signo de raíz (signo radical), de este sencillo modo:
-4 = 4 · (-1)
26 El prodigioso jardin de las matemáticas

lo cual es enteramente lícito. Pongamos el producto resultante debajo del


signo mencionado, y tendremos: 4·(−1) -¿Podemos hacer esto? ¡Sí, pode-
mos!Para hacer ver que sí, partamos de otro ejemplo: En vez de 36 , que
nos da 6, podemos escribir 4 ⋅ 9 , ó también 4 ⋅ 9 ; pues si extraemos
las raíces y multiplicamos obtendremos: 2 • 3 = 6, lo cual es enteramente
exacto. Así, pues, la escisión de − 4 en 4 ⋅ (− 1) debe ser también lícita.
Ahora podemos dar un nuevo paso, extrayendo la raíz de 4. El malhadado
(-1), al cual no hemos llegado todavía, lo dejamos sencillamente donde es-
tá, es decir, debajo del signo radical, mientras esperamos que llegue para él
la orden de « ¡extráigase la raíz!» Tenemos, pues, que: − 4 = 2 ⋅ − 1 .
Así, pues, habiendo llegado a esta conclusión lícitamente, hemos
demostrado que, al fin y al cabo, todos estos números enigmáticos cuya raíz
no es posible extraer, se descomponen fácilmente, dando lugar a un
producto formado de dos números: uno de ellos «posible» y el otro (o sea el
− 1 ) «imposible». Gracias a ese procedimiento, el problema se ha simpli-
ficado, puesto que por una disección análoga nos será posible aislar en
otros números, tales como los - 16, - 64, - 25, etc., la parte que podríamos
llamar misteriosa, cargándola toda sobre el raro y desagradable -1. Así nos
habremos ido acercando al fatal «menos uno» y a su raíz, y podremos estar
en posición de sorprender mejor su secreto. Pero ¡aquí te quiero, escopeta !

A la raíz de -1 se le ha dado el nombre de i. Tomemos nota, por tanto:


¡En lugar de − 1 , diremos, en adelante, i! El lector querrá saber, sin duda,
qué es lo que sucede con este notable¡. ¿Es realmente un número? ¿Es po-
sible calcular con este número, como con los números hasta ahora conoci-
dos? Solamente en este caso estaremos autorizados - recordemos, en este
lugar, el principio de permanencia- para hablar de un «número i». Con la
adición y la substracción no tendremos, en principio, mayores dificultades.
Podemos ver, sin dificultad, que i ± i.= 2i. Esto nos parece muy natural,
aun cuando no sepamos nada de este i, de la raíz de - 1. Es tan irreal, y, sin
embargo, vive en nuestra imaginación. Y nosotros calculamos con esta
«irrealidad», como si fuera algo completamente natural.

8i - 5i = 3i; 3i + 5i = 8i; - 4i - i = - 5i, etc.


De un número que vive solamente en la imaginación 27

Todo esto se ordena tan fácilmente en la estructura de nuestros cálcu-


los, que no permite se presente duda. Estos enigmáticos números i, 3i; 8i; -
5i, etc., son designados por el matemático con el nombre de «números ima-
ginarios», en oposición a los «números reales», los verdaderos, de los que
nos habíamos ocupado hasta ahora. Pero ¿pueden compaginarse, realmente,
los números imaginarios con los reales? En un principio, parece ser así, en
efecto, como si esto fuera; lo más natural del mundo. Esta i se alinea pacífi-
camente con un factor numérico real. Sin embargo, tan pronto se le añade
un número real, se presentan dificultades. ¿Qué significa, por ejemplo, 4 -
3i? ¡Es algo tan absurdo como, por ejemplo, querer sumar 4 arenques y 3
limones! ¡Imposible!. Y, sin embargo, con estas criaturas imposibles 4 +
3i; 6 - 2i, etc., empieza uno de los capítulos más importantes de la moderna
matemática. Fue preciso que transcurrieran siglos y siglos en la historia de
las matemáticas, antes de que el espíritu humano pudiera concebir esta
«imposibilidad». Muy tímidamente fue imponiéndose la certeza de que
estas formaciones -los números complejos- ocupaban un lugar.muy desta-
cado en el conjunto de las matemáticas. Los trabajos de C. F. Gauss, en la
primera mitad del siglo XIX, fueron los que aportaron una total claridad
sobre este problema. A su extraordinario genio debemos también un méto-
do para representar gráficamente todas las magnitudes complejas e imagi-
narias. El haz de números, pensemos aquí en el modelo adecuado, en nues-
tro termómetro, no basta, evidentemente, para representar los números
complejos. En el «ascenso y descenso» de las temperaturas, los -4 grados, -
5 grados, - 1 grado, cero grados, etc., pueden leerse siempre con una sola
representación numérica. Todos estos números tienen siempre sólo una di-
mensión, es decir, los números pueden moverse siempre sólo en una direc-
ción, y no tienen, por tanto, ninguna posibilidad de movimiento. Por lo con-
trario, los números complejos vienen dados siempre por dos referencias
numéricas. Por ello se habla también de pares de números y se abrevia, por
ejemplo, como sigue
4 + 3i = (4;3)
El par de números (- 2; 6) corresponde, por tanto, al número complejo
- 2+ 6i. Naturalmente, esto es solamente una forma de representación, pero
nos permite comprender de lo que se trata. Estos pares de números, cada
uno de los cuales representa siempre sólo un número complejo, no pueden
ser llevados unos junto a otros en un haz de números.
Después de Gauss podemos representarnos los números complejos
como situados fuera de las rectas de los números. Tienen, por tanto, una
28 El prodigioso jardin de las matemáticas

«doble dimensión» y se los representa en el llamado «plano numérico de


Gauss».

¿Te arde ya un poco la cabeza, mi querido lector? ¡No te inquietes por


eso! Has de saber que todas las cantidades e interpretaciones matemáticas,
sólo una parte ínfima se halla a nuestro alcance. Fuera de nuestra esfera
habitual (que con criterio equivocado se considera como lo único realmente
existente) residen infinidad de maravillas y rarezas intangibles, verdadera-
mente incompatibles con las leyes de nuestra inteligencia.
Ocurre con nosotros algo análogo a lo que sucede, por ejemplo, con
los peces de río. Todo el mundo, para los peces, se encierra en los límites
del angosto y cristalino arroyo. Los prados y alamedas, los sembrados, las
aldeas y el bosque son sin duda para las truchas algo que no son capaces de
representarse, algo «imaginario», y esto por la sola razón de formar parte
integrante de un mundo que en realidad existe, pero que ellos desconocen.
Y es, simplemente, que toda la estructura corporal de los peces, y la con-
formación de sus órganos sensoriales ¡no hablemos de su constitución psí-
quica! - los hace ineptos para captar las cosas de este mundo que existe fue-
ra de sus aguas.
Nuestra conducta ante la verdad realmente existente, o tan sólo sospe-
chada, no resulta más atinada que la de las truchas. De igual modo que los
ágiles peces huyen despavoridos al chocar de la piedra que un zagal arroja
De un número que vive solamente en la imaginación 29

en el torrente, nosotros nos _ sentimos también presa de pánico ante los


números imaginarios que llegan a nuestra esfera vulgar, procedentes de
otros mundos en los cuales -en consonancia con nuestra naturaleza - no po-
demos penetrar ni siquiera con el pensamiento.
30 El prodigioso jardin de las matemáticas

Esta página esta en blanco en el original


La magia de la tabla de multiplicar 31

UN POCO DE FANTASMAGORIA NUMÉRICA

Descubrir, presentar y barajar en ingeniosos malabarismos las mil y


una propiedades curiosas que en sí encierran los números, constituye de
antiguo un dilecto esparcimiento, y se han publicado volúmenes enteros
dedicados a semejantes pasatiempos. Así, por ejemplo, el número 37 ofrece
la rara propiedad de que muchos de sus múltiplos están formados por la
repetición de una misma cifra: 3 · 37 = 111; 12 · 37 = 444; 27 · 37= 999.
Más extraordinario es todavía en esta particularidad el número 3367, pues
si se multiplica por ciertos múltiplos de 33 da lugar a productos que tam-
bién constan de una cifra repetida, y ésta es, precisamente, el multiplicador
que se ha tomado para formar el múltiplo 33; así: 33 · 3367 = 111 111;
165.3367 = 555 555, etc. Como «número final» presentaremos el refinado
11, con la gracia de que multiplicado por sí mismo (o sea, 11) da 121, es
decir, un número en el cual el valor de sus cifras asciende primero, para
descender luego simétricamente. En este caso parece simple casualidad. Sin
embargo, también en más altas esferas permanece fiel a esta curiosa pro-
piedad.
32 El prodigioso jardin de las matemáticas

¡Bien empiezan las cosas!Estas cifras son imposible., de enunciar

12 345 678 987 654 321

¿Un número de 17 cifras? Son 12 mil millones, 345 billones, 678 mi-
llardas, 987 millones, 654 mil y 321.
1 billarda es un uno seguido de 15 ceros

1 billarda = 1 000 000 000 000 000

Naturalmente, no hay nadie que escriba un número así. Es preferible


servirnos de las prácticas potencias ya conocidas de todos nosotros

1 billarda = 1015

Pero esto es secundario. Más tarde hablaremos de ello con más detalle.
¿Podemos imaginarnos un tal número? - 1015 Su aspecto es tan inofensivo!
¿Cuánto tiempo se necesitaría para contar de 1hasta 1billarda? ¿1 año o 100
años? ¿O, quizás, incluso 1000 años? Las estimaciones están aquí fuera de
lugar; será preferible calcularlo. Supongamos que para cada cifra se requie-
re un segundo. Ya para ello se precisa una técnica especial de conteo, no
tan fácil de conseguir. ¡Démosla por conseguida! Además, es necesario
contar ininterrumpidamente, día y noche. Varias personas pueden relevarse
en esta tarea. En este caso, se contarán en

1 minuto 6o cifras
1 hora 3. 6oo cifras
24 horas 86 400 cifras
1 año 31 536 000 cifras

En un año no hemos llegado, por tanto, muy lejos. Y también en 1000


años estaremos aún muy lejos de la meta; sólo después de 30 millones de
años estaremos ya algo más cerca de la cifra de 1 billarda.
Tardaremos, exactamente

31.709.791 años, 359 días, 1 hora, 46 minutos y 40 segundos

¡Quien no lo crea, puede calcularlo!


La magia de la tabla de multiplicar 33

¡Probemos, ahora, en el mundo de los átomos! Un electrón tiene un


diámetro de 0,000 000 000 005 mm. Esta «pequeñez» no podemos, tampo-
co, apenas concebirla, pero, de todos modos, sabemos que un tal electrón es
muy, muy pequeño. Si alineamos ahora, uno al lado del otro, una billarda
de estos electrones, ¿qué longitud tendrá esta cadena? Exactamente,
5636mm. = 5 m., 63 cm. y 6 mm.

Prestemos ahora atención a la siguiente clasificación

1 millar = 1000 unidades


1 millón = 1000 millares
1 millarda = 1000 millones
1 billón = 1000 millardas
1 billarda = 1000 billones
1 trillón = 1000 billardas
1 trillarda = 1000 trillones
1 cuatrillón = 1000 trillardas

Todo esto, a fin de cuentas, no son más que historias verdaderamente


entretenidas y no vamos a malgastar tiempo en tales superfluidades; antes
bien, nos es preciso excavar un poco más profundamente y empezar ante
todo por el desarrollo de una cuestión que al lector se le habrá ocurrido ya,
sin duda, al final del capítulo anterior. Vimos allí, para sorpresa nuestra,
que, al lado de los números que nos son ya de antiguo familiares, existe,
además, un extraño mundo de ficción poblado de nociones completamente
distintas de la noción vulgar de número: es el reino ideal de los números
susceptibles sólo de interpretación figurada, de los números que dimos en
llamar «imaginarios» o «complejos». Pero ahora, sólidamente apoyados en
nuestros leales «números guías», vamos a tratar básicamente la inmediata
cuestión de si existe todavía otra clase de números. ¡Esta pregunta ha de
contestarse afirmativamente! Partamos, para nuestro examen, de los cono-
cimientos que ya nos son familiares, y veamos, en primer lugar, los núme-
ros enteros.
Nos es bien conocida la clasificación que se acostumbra hacer de los
mismos: números pares y números impares, llamando par a todo número
divisible por 2. Nada hay de interesante o singular en esta vulgar subclasifi-
cación. Un poco más curiosa, empero, resulta ya la cuestión referente a los
34 El prodigioso jardin de las matemáticas

números denominados primos. Son éstos aquellos caprichosos números


(impares casi sin excepción), que además de ser divisibles por sí mismos
(naturalmente) lo son tan sólo por 1. ¿Por qué decimos «casi sin excep-
ción»? No debe olvidarse que existe un único número Par, el 2 precisamen-
te, que a pesar de ser par es también primo.
Tras los números primos -y es ésta una maravilla que vamos a conocer
bien como de paso en nuestro paseo- se esconde uno de los más grandes
enigmas que las matemáticas encierran. Lo más desconcertante en la distri-
bución de los números primos consiste ciertamente en su irregular distribu-
ción. No se someten a ninguna ley. Así, su sucesión empieza (prescindien-
do de i), con dos números primos, que son el 2 y el 3, seguidos de 5 y 7, 11
y 13, 17 Y 19, etc. Como se ve, estos números gustan a menudo de aparecer
en pareja, como apoyándose mutuamente. Sin embargo, las lagunas que se
extienden entre ellos son bien visiblemente desiguales, unas mayores, otras
más pequeñas. Lo notable es la evidencia que se tiene de la absoluta impo-
sibilidad de hallar una ley para la distribución y extensión de esas lagunas
y, por lo tanto, la imposibilidad de saber determinar «a priori» los números
primos. Así, pues, a pesar del gigantesco instrumento del razonamiento ma-
temático, cuando nos proponemos averiguar si un número determinado es
primo o no lo es, nos vemos forzados a perder nuestro tiempo en fatigosas
pruebas. Así ocurre que sólo a costa de largas y pesadas divisiones pode-
mos llegar al conocimiento de que el 589 no es primo, por ser el producto
de 19 por 31. Como decimos, no hay ley.
Inversamente, podrá sospecharse que los números primos se hacen
más raros, sucediéndose a intervalos cada vez mayores a medida que se
aproximan a las esferas del millón, del trillón, etc. Podría deducirse de esto
que ha de alcanzarse un instante en que los números primos dejan de existir
y que, por consiguiente, debe haber uno de dichos números como punto
final, mayor que todos los restantes, y «tras el cual» no existe ninguno más.
Pero, ya alrededor del año 300 antes de J. C., sabía el genial Euclides que la
serie de los números primos no se agota nunca. Ocurre tan sólo que los ma-
yores de ellos no nos son, naturalmente, conocidos. A partir de cierta altura
en esta serie hay campo para una especie de deporte matemático: la «caza
de los números primos». Durante muchos años el número

261 - 1 = 2 305 843 009 213 693 951


La magia de la tabla de multiplicar 35

pudo ser considerado como el más elevado trofeo del que un cazador de
números primos había podido vanagloriarse, una «sexagésima primera»
potencia que conservó, durante largo tiempo, el «campeonato» del mayor
número primo conocido de la humanidad. Pero entre tanto surgió un nuevo
matemático, más afortunado todavía, que logró destacar al primer plano el
nuevo número primo.

2127 - 1 = 170 141 183 460 469 231731687 303 715 884 105 727

Para saber, pues, cómo es este «fenómeno» bastará multiplicar el nú-


mero 2 ciento veintisiete veces por sí mismo y restar 1 al producto. Esto
nos dará un número primo que, hasta hace todavía poco tiempo, podía va-
nagloriarse de ser el rey entre los números primos. ¡Pero también éste ha
sido ya destronado!Hoy día se sabe ya que

22281 - 1

es un número primo. Nuestra capacidad de representación queda con ello


prácticamente agotada. Para poder representar este número, que consta de
687 cifras, necesitaríamos 14 líneas, muy comprimidas, de este libro.

Hasta aquí lo referente a los números primos. Fuera de ellos no encon-


traremos en nuestra alineación numérica nada que, en apariencia, ofrezca
interés inquietante, siempre que nos atengamos a los números enteros. Pero
hemos de considerar que éstos no están solos, ni mucho menos, en el mun-
do real.
A su lado se encuentran las famosas fracciones: las fracciones decima-
les, algo más modernas, que se nos presentan por doquier en la vida prácti-
ca corriente, y los quebrados o fracciones comunes, relegados hoy día_ a un
plano notablemente secundario.
¿Qué es en suma un quebrado? La respuesta no deja de ser interesante.
Los quebrados proceden, en cierto modo, de la división. La raya del que-
brado constituía originariamente el signo más usado para indicar dicha ope-
ración aritmética. Fue Leibniz el primero en adoptar los dos puntos (: ), hoy
día comúnmente empleados como signo de la operación «divídase por». El
quebrado es, pues, en realidad, una división planteada, pero no efectuada
todavía. Si escribo 14: 9 propongo la operación tan correctamente como si
36 El prodigioso jardin de las matemáticas

escribo 14/9. Conocida nos es, por lo demás, la clasificación en quebrados


propios (por ejemplo, 1/2) e impropios (por ejemplo, 4/3), etc.
Con la introducción del sistema decimal, los quebrados o fracciones
comunes han desaparecido de tal manera en la vida práctica, que hoy ya
son pocas las personas familiarizadas con las sencillas reglas para su opera-
ción.
¡Y esto es una lástima, pues los quebrados comunes son altamente ins-
tructivos!
Se ha podido comprobar que determinados valores que, mediante un
número quebrado, podían escribirse sencilla y exactamente, quedaban, en
cambio, incompletamente expresados al serlo mediante fracciones decima-
les. Así, 1/3 = 0,3333... 2/3 = o,666666..., lo cual resulta todavía más descon-
certante al saber que hay otros quebrados, por ejemplo, 3/4, que se pueden
expresar, también, completamente en decimales (0,75 en este caso).

Los puntos tras una fracción decimal indican que ésta es infinitamente
larga, y que puede ser, por tanto, eternamente prolongada hasta lo infinito,
ya que contiene un sinfín de lugares decimales.
Se debe, pues, tener presente que algunos sencillos quebrados comu-
nes son tan sólo susceptibles de ser traducidos a la forma decimal mediante
fracciones decimales prolongadas hasta lo infinito, o sea que prácticamente
-puesto que hemos de permanecer siempre en lo finito- no pueden ser re-
presentados con exactitud, mediante fracciones decimales. Y para hacernos
cargo del tipo de expresiones a que, en determinadas circunstancias, hemos
de vernos conducidos, daremos como muestra la transformación, mediante
una sencilla división, del quebrado 10/7 , en una fracción decimal.
Procédase a realizar la operación y se verá que es cuento de nunca
acabar; pues obtendremos el divertido resultado siguiente:

10: 7 = 1,42 857 142 857 142 857... ¡y así indefinidamente !

Semejantes expresiones reciben el nombre de fracciones decimales pe-


riódicas (infinitas) y se escriben abreviadamente poniendo para 0,666666...
sencillamente 0,6, así como para 1,42 857 142... sencillamente 1,42857.
Tras todo esto no parece que se escondan grandes hechos, aun cuando de-
bamos hacer la revelación de que incluso los números enteros pueden ser
expresados en forma de semejantes decimales periódicos. Así, por ejemplo,
1 = 0,9 999 999..., o sea igual a 0,9, y 17 = 16,9999999...,= 16,9, etc.
La magia de la tabla de multiplicar 37

He aquí, para distracción y recreo, dos acertijos matemáticos: ¿Cómo


se escribe 100 con seis nueves? Pues -así reza la respuesta en diversos li-
bros de pasatiempos- sencillamente: 99 + 99/99. Igualmente gracioso, pero
más ingenioso todavía sería preguntar, ¿cómo se escribe 10 con dos nue-
ves? Así: 10 = 9,9, lo cual es rigurosamente justo desde el punto de vista
matemático.
No deja de ser también interesante la traducción inversa y se demues-
tra de manera fehaciente que toda fracción decimal exacta (finita o infinita
periódica) puede ser transformada en un quebrado común. Así, 0,013 equi-
vale a 13/1000; 24,05 = 2405/100; 1,32 es igual a 132/100 etcétera. En las
fracciones decimales infinitas no podemos seguir, naturalmente, así adelan-
te. Un ejemplo: ¿existe un quebrado común para
2 = 1,41421... ?
Podemos formar el múltiplo por mil, el múltiplo por cien mil o un
múltiplo todavía mayor: la coma no desaparece, es imposible eliminarla.
Probemos ahora con las fracciones decimales periódicas más sencillas.
Aquí sabemos, por lo menos, qué aspecto tienen las infinitas cifras detrás
de la coma
2,6666...; 1,42857142857...

Los llamados «períodos» 6, respectivamente, 142 857 se repiten hasta


el infinito. Merced a un pequeño juego de manos podemos eliminar la co-
ma. El décuplo del número 2,6666... tiene las mismas cifras, detrás de la
coma, que el número sencillo
10 • 2,6666... = 26,6666...
1 • 2,6666... = 2,6666...

Si del décuplo quitamos el número sencillo obtenemos, sencillamente,


24. Esto es, por tanto, nueve veces el número. Exactamente de la misma
manera como 10 limones menos 1 limón son 9 limones. Así, pues,

9 ·2,6666... = 24

El número sencillo es, en este caso, la novena parte. Con ello hemos
resuelto nuestro problema

2,6666... = 24/9 = 8/3


38 El prodigioso jardin de las matemáticas

El quebrado lo hemos podido «acortar», todavía, con 3, es decir,


hemos dividido numerador y denominador del quebrado por el mismo nú-
mero. Como es sabido, el valor del quebrado permanece, con ello, invaria-
do. Tanto si dividimos 12 manzanas por 4, o 6 manzanas por 2, el resultado
es el mismo: 3.
De la misma manera, todas las fracciones decimales periódicas pueden
transformarse en quebrados comunes. Probémoslo, ahora, todavía con el
número algo «más difícil» 1,42 857 142 857... obtenido por la división 10:
7. En esta fracción decimal, sólo el múltiplo millón del número tiene las
mismas cifras. detrás de la coma. como el número sencillo

1.000.000 · 1.42857142857... = 1428571,42857142857..


1 · 1.42857142857... = 1.42857142857...
999.999 · 1.42857142857. = 1428571

De este modo se deduce el número simple como la 999 999 ava parte

1,42857142857 = 1 428 570 /999 999

Con ello hemos terminado ya, realmente, pues hemos obtenido un


quebrado común. De todos modos, este quebrado parece todavía muy com-
plicado. Por ello vamos a ver si podemos abreviarlo. Y, en efecto, podemos
dividirlo, sucesivamente, por 9, 3, 37, 13 y 11. Así tenemos

1.4285070 158.730 52.910 1.430 110 10


= = = = =
999.999 111.111 37.037 1.001 77 7

Hemos obtenido, por tanto, el siguiente resultado

1,428571428 = 10/7

¡Llegar hasta aquí no ha sido, en realidad, nada sencillo!


La magia de la tabla de multiplicar 39

Hasta aquí vamos bien; pero la siguiente pregunta, lógica, nos abre
otra vez la puerta a un nuevo misterio de los números, realmente profundo:
,Qué ocurre con las fracciones decimales infinitas, pero nol periódicas?
¿Cómo se reducen a quebrados comunes?
Hemos de suplicar al lector que crea simplemente el enunciado-
respuesta que vamos a dar a esta pregunta. Pues la demostración matemáti-
ca, que no puede ser más sencilla, nos resultaría, sin embargo, en extremo
difícil a causa sobre todo de nuestro poquísimo dominio del «lenguaje ma-
temático». La respuesta dice sencillamente: ¡Las fracciones decimales infi-
nitas no periódicas no son susceptibles de ser transformadas en quebrados
comunesl
A primera vista esto no parece en verdad nada fuera de razón. Habre-
mos de ir, pues, más adentro para mostrar al lector la insondable y sobreco-
gedora profundidad de este misterio. Para ello volveremos de nuevo a los
quebrados comunes, que están íntimamente emparentados con los números
enteros y a base de los cuales se estructuran directamente, pues el numera-
dor y el denominador, que son los términos de que constan, son números
enteros. Estos términos pueden elegirse pequeños o grandes, a discreción.
Sin más, por lo tanto, puedo escribir, sea encima o sea debajo de la raya dei
quebrado, trillones, cuatrillones, hasta los números gigantes más descomu-
nales, en la forma que mejor me parezca. De todo esto se deduce inmedia-
tamente que a la vista de un quebrado común dado no puedo declarar cuál
es su inmediato mayor ni cuál su inmediato menor. ¿Cuál es el quebrado
que siendo mayor que 1/2 difiere menos de éste? ¡Pregunta sin respuesta
posible, pues en seguida me pierdo aquí entre cúmulos de números de mag-
nitud rayana en lo infinito. Y puedo sin cesar ir construyendo quebrados
cada vez más próximos al ½ . Así 51/100 es contiguo al ½, pero
50.000.001
/100.000.000 se le acerca añun mas, y si recurro a los números gigantes-
cos, la diferencia con ½ será cada vez más pequeña, sin que, de todos mo-
dos, llegue a desaparecer nunca por completo.

Como consecuencia inmediata de esta prueba parece desprenderse la


posibilidad de que cualquier valor fraccionario, por finamente aquilatado
que sea, admita ser representado, o transcrito, mediante un quebrado co-
mún; porque digo siendo así que tengo á mi disposición, en caso necesario,
cantidades enormes de números, bien podré -para expresarme en términos
completamente populares - «atrapar», en la tupida red de los quebrados
comunes, cualquier valor fraccionario que se presente.
40 El prodigioso jardin de las matemáticas

Dándose la mano con lo expuesto - y si retrocedemos de nuevo a la


alineación numérica - se nos ocurre la idea de que también en ella podrían
los quebrados comunes, sucediéndose ininterrumpidamente en un escalo-
namiento escrupuloso, llenar todo el espacio comprendido entre un número
entero y su inmediata superior, y -lo que es más importante- llenar, por tan-
to, en toda su extensión longitudinal, la alineación numérica. Pero resulta
que ambas conclusiones son sorprendentemente, y casi increíblemente, fal-
sas; y es que, si bien es cierto que entre dos números enteros se alinean,
sucesivamente, un sinfín de quebrados propios, no lo es menos que, por
muy «apretadas» que sean las filas de los quebrados, han de persistir, sin
embargo, entre ellos determinados espacios. Pues, por añadidura, no todos
los valores fraccionados pueden representarse mediante quebrados comu-
nes, y los únicos números de que disponemos para intercalar entre los que-
brados comunes finísimamente escalonados y probar de llenar, en cierta
medida, las lagunas de la alineación son las fracciones decimales no perió-
dicas, cada una de las cuales se prolonga, de forma inacabable, hasta lo in-
finito.
Ahora bien, esta conclusión se les antojará ilógica y contradictoria -
creo yo- a algunos lectores. Y lo es si se mira lo fundamental. Ya los anti-
guos griegos -de tan antiguo arranca la consideración de este hecho, hoy
solamente conocido por muy pocos de entre los iniciados - se habían que-
brado la cabeza con semejante problema, y este resultado recibía de ellos,
desde Pitágoras, la denominación de «alogos», que significa algo así como
«ilógico o carente de sentido». Por lo demás, el punto de vista de las mate-
máticas es hoy, a este respecto, exactamente el mismo; y a estos nuevos
números -las fracciones decimales no periódicas- que se hallan en contra-
dicción con la razón -con la «ratio» - se los denomina «números irraciona-
les». Con esto hemos trabado, pues, conocimiento con una nueva especie
de números. De suerte que los números «reales», que ya conocíamos, se
clasifican, pues, en: racionales (conformes con la razón) e irracionales
(contrarios a la razón).
Como aclaración a lo dicho conviene presentar aquí una imagen de la
cual hay que decir, ya desde ahora, que, como toda comparación, resulta
coja, y más en este caso, en que pretendemos demostrar algo infinitamente
delicado mediante un ejemplo de lo más basto.
Comenzaremos por ampliar nuestra alineación numérica, representán-
dola como un trayecto de ferrocarril de algunos centenares de kilómetros de
longitud. También ésta resulta una alineación numérica excelente, por
La magia de la tabla de multiplicar 41

cuanto en su trayecto aparece señalado, comenzando por la estación de par-


tida, el llamado «kilometraje». A derecha e izquierda de la vía se yerguen
en tamaño grande los hitos indicadores de kilómetros, y entre ellos, otros
más pequeños que indican la subdivisión en hectómetros. Desde la ventani-
lla del coche pueden verse unos y otros en todas las líneas de ferrocarril, y
su combinación nos da indicaciones tales como 27,8, 27,9; 40 Km., 40,1,
40,2, etc. Esta grosera división llena su objeto plenamente desde el punto
de vista de la técnica ferroviaria y prácticamente basta para todos los efec-
tos. Cualquier ocurrencia en algún punto del trayecto se localiza de modo
suficiente mediante la indicación: «en el Km. 44,7» o «entre los 56,6 y los
56,7 Km.». Estas marcas itinerarias podemos compararlas con nuestros
quebrados comunes y considerarlas, por tanto, como los indicadores «ra-
cionales» o «razonables» del trayecto.
Pero al mismo tiempo es innegable que en el imaginado trayecto ha de
haber, por ejemplo, un punto cuya distancia al de partida sea exactamente
4,427448 Km. Sucede únicamente que no podemos determinarlo con exac-
titud por ninguno de los medios técnicos que nos son conocidos; y ello a
causa, precisamente, de que no existe ninguna medida de longitud que, tra-
tandose de tan grandes distancias, permita afinar a la perfección un punto
en décimas de milímetro. Este punto - y una infinidad de puntos semejantes
- existe, pues, de hecho en el trayecto mencionado, sin que nos sea posible
determinarlo ni siquiera mediante los instrumentos de medición más deli-
cados. Un tal punto es, pues, verdaderamente irracional, es decir, absurdo.
Resultaría en gran manera ridículo que un ferroviario transmitiese un parte
del tenor siguiente: «A causa de una avería en la locomotora, el tren D 76
se halla detenido a mitad del trayecto y el primer par de ruedas de la má-
quina se halla exactamente a la altura del kilómetro 429,7758.» Lo mismo
ocurre con los números irracionales. Así como nos es imposible determinar
con toda exactitud un punto del trayecto en décimas o centésimas de milí-
metro, nos lo es igualmente al escribir en cifras un número irracional; pues
los quebrados comunes, muy manejables, pero demasiado bastos y de insu-
ficiente afinación, no se prestan a ello; y si recurrimos a los decimales que-
daremos en seguida «defraudados», puesto que no ya toda una vida, ni si-
quiera las eras irrepresentables transcurridas desde la aurora de los tiempos,
serían suficientes para trasladar al papel un quebrado decimal no periódico
de una extensión realmente infinita...
¡Lástima que la bonita y luminosa idea que sobre esto teníamos resulte
enteramente falsa, pues en ella nada hay de irracional o irrazonable !
42 El prodigioso jardin de las matemáticas

Más justo hubiera sido representar los hitos itinerarios - es decir, los
símbolos de los quebrados comunes - infinitamente más estrechos en el
sentido del camino y sucediédose ininterrumpidamente, de forma que la
más insignificante variación de distancia imaginable viniese al momento
señalada por su hito correspondiente. Estos hitos, entre los cuales nada se
interpondría, ni siquiera el más leve resquicio, formarían, pues, una peque-
ña e ininterrumpida valla paralela a la vía. Y sin embargo, aun así habrían
de existir intervalos suficientes entre los hitos en cuestión para que en su
espacio pudieran intercalarse, en cierto modo, una inmensa cantidad de
fracciones decimales infinitas no periódicas. Esta incompatibilidad entre las
sucesiones herméticas y los incontables intersticios que manifiestamente
han de coexistir con el hermetismo, es lo irrazonable, lo irracional, en este
misterio de los quebrados, que desde hace casi dos mil años importuna a la
humanidad y que en la actualidad no ha logrado todavía penetrar en nuestra
mente. Convengamos en que este asunto de los números irracionales resul-
ta, por demás, enfadoso y enrevesado.
Y ahora nos encontramos con un hecho que nos parece casi absurdo,
después de todo lo visto hasta ahora: los números irracionales pueden «di-
bujarse». Veamos, a este respecto, un bonito ejemplo.

Una de las relaciones de cantidad más importantes y más frecuente-


mente utilizadas es la existente entre la longitud de uno de los lados iguales
de un cuadrado cualquiera y la longitud de la diagonal de éste. Proponga-
mos, por ejemplo, inscribir una figura (o sea un ornamento de envolvente
cuadrada) en un círculo de determinado tamaño. ¿Cuál será la longitud del
lado del cuadrado, dada la longitud del diámetro del círculo? A poco que se
reflexione se verá que la cuestión se reduce a la consideración de un trián-
gulo rectángulo e isósceles al que puede aplicarse el viejo teorema de Pitá-
goras y llegar por él a la conclusión de que la diagonal de un cuadrado (que
en este caso es el diámetro del círculo) es igual a la longitud de uno de los
lados multiplicada por un número en extremo sencillo, el expresado por que
como es natural se halla de antiguo calculado y vale 1,414214..., que resulta
ser un número fraccionario infinito y no periódico, es decir irracional.
Si dibujamos, por tanto, en un cuadrado cuyo lado es 1, la diagonal, la
longitud de ésta será 2 = 1,4142 ...
La magia de la tabla de multiplicar 43

De este modo hemos representado gráficamente el número irracional


2 sin muchos problemas.

Irracionales son, además, casi todas las raíces; por ejemplo, las raíces
cuadradas de 5, de 8, la raíz cúbica de 36, de 49 6 112, etc. Una excepción
la constituyen todas las raíces que se «abren»; por ejemplo

También el infinito ejército de los logaritmos -ya tendremos ocasión


de conocerlos más a fondo- son, casi todos, números irracionales.
Con los logaritmos llegamos, sin embargo, todavía, a otro grupo de
números -al que esperamos tener ocasión de conocer durante nuestro paseo-
los «números trascendentes». También éstos pertenecen a los números irra-
cionales, pero se caracterizan por el hecho de que no pueden representarse
ya como «raíces» (6).
Mientras que los números irracionales ya provocaron el despecho de
los antiguos griegos, el descubrimiento de los números trascendentes es
producto de tiempos más modernos. El propio C. F. Gauss, «rey de las ma-
temáticas», nada preciso sabía acerca de ellos, pues hasta el cuarto decenio
del pasado siglo se ignoraban del todo estas curiosas particularidades.
El lector, si es que no ha perdido ya la cabeza, opinará tal vez que nos
hemos elevado en exceso. Cálmese, pues ha de saber que uno de los núme-
ros más importantes en el orden práctico, sin el cual toda la técnica actual
resultaría inconcebible, pertenece a este grupo de trascendentes. Se trata del

6
(') Más exactamente «raíces de una ecuación algebraica»; pero esto no lo en-
tendemos, y no es, tampoco, importante para nosotros.
44 El prodigioso jardin de las matemáticas

llamado número de Ludolf, más o menos conocido desde hace milenios, y


que nos dice las veces que la longitud de una circunferencia contiene la
longitud de su diámetro; se trata, en fin, del célebre número π, usado a dia-
rio millones y millones de veces. Es, desde luego, un número, naturalmen-
te, irracional, o sea que sólo puede expresarse -mediante una fracción de-
cimal infinita no periódica. Helo aquí, incompleto

3,14159265358979323846..

Lindemann demostró por primera vez, en 1882, que este número es


trascendente. Con anterioridad, en 1873, había hecho ya Hermite el gran
descubrimiento de que el «número entre todos los números», acaso el más
importante de todos, la verdadera piedra fundamental y angular de toda la
Matemática, el número e, célebre base del llamado sistema de logaritmos
naturales y cuyo valor incompleto es

2,718281828459045...

es también un número trascendente.


No nos reproches, lector amigo, el que hayamos abusado un poco de tu
facultad imaginativa. Pues cabe preguntar ¿No son verdaderamente gran-
diosos y espectaculares los misterios que durante este ligero paseo por los
dominios de los números han aparecido a nuestros ojos? Y qué mísero re-
sulta, sin embargo, nuestro poder, que no alcanza siquiera a expresar me-
diante cifras un número tan simple como habría de ser el que multiplicado
por sí mismo diese por producto 2 Y ¡qué gigantescamente grande y noble
es el trabajo de la inteligencia que ha sabido proporcionarnos toda esta se-
rio de conocimientos !
He aquí una exposición que en los que reflexionan seria mente habrá
de despertar un presentimiento de la augusta belleza del mundo de la con-
cepción matemática.
La magia de la tabla de multiplicar 45

LA MAGIA DE LA TABLA DE MULTIPLICAR

Las primeras impresiones del prodigioso jardín de las matemáticas han


hecho cambiar fundamentalmente el mundo de nuestras representaciones.
¡Cuán interesantes son, sin embargo, todas las relaciones que unen entre sí
aun los cálculos más sencillos!
Antes de ocuparnos más a fondo de la «teoría», que no nos parece ya
tan «gris», estudiaremos primero algunos problemas prácticos. Procurare-
mos, como medida de precaución, callar prudentemente de lo que se trata,
para evitar que el lector, asaltado otra vez por el temor a una supuesta nue-
va dificultad de concepción, cierre el libro, en la creencia de que no logrará
desentrañar jamás tan intrincadas materias.
En realidad, la cosa es, también en este caso, tan sencilla, que - como
está comprobado - hasta los alumnos algo listos de las escuelas elementales
se ocupan de ella.
Siempre ha gozado el número 10 de una especial y plena popularidad,
y el motivo es fácil de comprender.
El 10 es el número básico que, en cierto modo, se repite desde un prin-
cipio en toda la numeración. Y es por esa característica sistemática que esta
práctica decena nos permite contar del modo mejor y más sencillo; es el
número más «grato» por ser el que menos quebraderos de cabeza nos oca-
siona al practicar la_ adición, multiplicación, división y substracción.
Así, pues, vamos a entretenernos un poco con este número, calificado
como el «más sencillo».
46 El prodigioso jardin de las matemáticas

¡Empecemos, pues, a contar con nuestro «sencillo número»! En cierto


modo curiosa es la multiplicación de diez por sí mismo, es decir, la llamada
potenciación. Para ello nos serviremos, naturalmente, de los pequeños y
conocidos números plantados en lo alto las potencias. Recordamos todavía
cómo debe leerse esta forma de anotación.
10 • 10 = 102 equivale á «cuadrado de diez» o «segunda potencia de
diez», o -con expresión acertadísima, que utilizaremos las más veces- «diez
elevado a dos». En consecuencia, «diez elevado a tres» 103, es decir, mil, y
así sucesivamente.

Esta notación nos lleva a considerar algo que al lector acaso pueda an-
tojársele disparatado. Se trata del símbolo 101, es decir, «diez elevado a
uno». Pero si lo consideramos más a fondo podremos darnos cuenta de que
101 se incluye de manera perfectamente armónica. Significa, simplemente -
en comparación con las otras potencias-, que el diez debe escribirse sólo
una vez.
Era necesario detenernos en esta aclaración porque a partir de ella po-
demos establecer inmediatamente una estrecha relación entre los números
pequeños que figuran en la parte superior derecha del diez, y el valor relati-
vo del producto, o sea el número de ceros que lleva. El producto tiene exac-
tamente -vulgarmente hablando- tantos ceros detrás del uno como indica el
numerito colocado arriba.
Según esto, 1.000.000 es =106, y se escribe, pues, con seis ceros; del
mismo modo que: 102, o sea l00, se escribe tan sólo con dos ceros. De aquí
resulta una comodidad extraordinariamente grande, y es que ahora pode-
mos expresar los monstruosos números gigantes mediante combinaciones
de números sencillísimas, claras y de fácil interpretación al primer golpe de
vista. Así, por ejemplo 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 equi-
vale sencillamente a 1030.
La magia de la tabla de multiplicar 47

Incluso los números descomunales cuyos primeros lugares no se hallan


ocupados por «uno» y ceros podrán ser traducidos por nuestro cómodo y
recién hallado procedimiento. Así: 29 000 000 000 es sencillamente 29 •
109, o 29 000 millones.
Ahora bien, estas pequeñas cifras colocadas en la parte superior dere-
cha, llamadas «exponentes», nos permitirán además ampliar útilmente
nuestra técnica relativa a la multiplicación, división, elevación a potencias
y extracción de raíces. Procediendo por partes y sin prisas, fijémonos en
que 100 • 1000 da 1.000.000, y esto, en nuestra nueva escritura, equivale a:
102 · 103 = 105; del mismo modo que, por ejemplo: 1.000.000 • 1.000 =
1.000.000.000 = 106 · 103 = 109.
Con natural sorpresa nos damos así cuenta de que la multiplicación de
los números reales se convierte en una adición de los consabidos números
de la derecha, es decir, de los exponentes, y es fácil ver que esto no sólo es
aplicable al caso de la unidad seguida de ceros, sino que también lo es
cuando se trata de otros números cualesquiera. Así 3 · 9= 27 equivale a 31 ·
33 = 33. Y este caso nos hace comprender al mismo tiempo la oportunidad
de haber anteriormente colocado un pequeño uno en la parte superior dere-
cha de un simple diez.
Lo mismo ocurre con la división, pero a la inversa.
Veámoslo también prácticamente: 1.000: 10 = 100, equivaldrá, según
el nuevo modo de expresión, a 103: 101 = 102

Así, pues, ¡a división de los números reales se ha convertido en una


substracción de los exponentes! Una vez aquí nos falta muy poco para po-
der contestar a la pregunta siguiente: ¿De qué modo puedo escribir por este
procedimiento las fracciones decimales?
Primero, una pregunta: ¿Qué es 10l: 103?
Si, de acuerdo con la regla establecida, restamos los exponentes, ob-
tendremos 10-2. Ésta es una cosa casi absurda, con la que poco podemos
empezar, a primera vista. ¿10-2? ¿Diez no escrito dos veces y luego multi-
plicado entre sí? Nuestra comprensión, evidentemente, ha terminado. Pero
en este caso no resulta tan difícil descubrir el meollo de este misterio. Co-
mo ya sabemos, 10: 103 equivale también a
101 10
3
=
10 100
48 El prodigioso jardin de las matemáticas

Este quebrado podemos, empero, dividirlo, también, por 10, obtenien-


do de este modo 1/100

La «potencia» 10-2 se revela como el quebrado 1 / 100


¡Y lo mismo puede hacerse con cualquier número!Así, por ejemplo, de
22: 25 se deduce que 2-3 no es otro que el quebrado 1/23 = 1/8 -. Quien no vea
esto con claridad, puede hacer los cálculos correspondientes, sin utilizar las
potencias.
Otros ejemplos, todavía

Los quebrados pueden representarse, también, como fracciones deci-


males. La cosa es particularmente sencilla ron los quebrados de 10:
La magia de la tabla de multiplicar 49

La potencia negativa indica, por consiguiente, cuántos ceros debe tener


la fracción decimal. Sin necesidad de ningún cálculo especial, podemos
convertir una potencia de diez, de exponentes negativos, inmediatamente en
una fracción decimal. Así, por ejemplo, en el caso de 10-8 se añaden sim-
plemente 8 ceros, se añade un 1 y se añade, finalmente, todavía la coma.
¡Todo ello es muy sencillo! No hay que indicar siquiera que las potencias
con exponente negativo están muy indicadas para la representación de nú-
meros muy pequeños. Recordaremos, todavía, un ejemplo: el diámetro de
un electrón, al que dimos como 0,000 000 000 005 636 mm. Si tenemos en
cuenta que 5636•0,00000000000001 = 0,000000000005636 podremos es-
cribir esta formación numérica, tan poco manejable, de una manera mucho
más sencilla

Diámetro del electrón = 5636 . 10-15 mm.

¡Y así se representa, también, en todas las obras científicas !

Algunos de nuestros lectores habrán observado ya que en la introduc-


ción de los exponentes negativos estaba, también, en juego el principio de
la permanencia: hemos ampliado el concepto de potencia a las potencias
con exponente negativo, consiguiendo, con ello, que nuestras reglas de po-
tenciación sigan siendo válidas para un campo mucho mayor de tareas. Lo
importante es aquí que no se deriven cualesquiera contradicciones. Probe-
mos, de momento, con la multiplicación:
10 · 0,01 = 0,1, o expresado en palabras: diez veces una centésima es
igual a una décima. De acuerdo con nuestra anotación, significa esto: 101 •
10-2 = 101. ¡Por consiguiente, da resultado !
Conviene, sin embargo, prestar ahora un poco de atención, pues del
desarrollo ulterior de nuestro problema resulta algo que a primera vista pa-
rece estar en franca contradicción con toda lógica usual. No nos apartemos
de nuestro diez tan fácilmente manejable.
Sabemos ya que 102 = 100, y que, por el contrario: 10-2 es igual a 1/100,
etc. Entre los valores 102 y 10-2 debe existir, sin duda, también el valor 10°,
y aquí se nos presenta una delicada cuestión: ¿qué significa entonces real-
mente «diez elevado a cero»? Si le atribuyéramos la significación del impe-
rativo: ¡no escribas para nada el 10, ni lo multipliques tampoco por sí mis-
mo!, ¿no sería un patente disparate? Concedamos que la tal pregunta plan-
teada en esta forma suena en cierto modo a necedad. Pero la práctica, me-
50 El prodigioso jardin de las matemáticas

diante un sencillo ejemplo, nos da una contestación enteramente clara y


significativa. Así tenemos que: 103 • 10° debe equivaler simplemente a 103,
pues la suma de los exponentes 3 + 0 no puede dar más que 3. Si a un nú-
mero cualquiera no le añado nada (ni nada le resto) dicho número permane-
ce simplemente invariable. Nuestro ejemplo nos dice, por lo tanto, que po-
demos multiplicar 103 por un cierto número (desconocido todavía y que no
se oculta tras el disfraz de 10°) sin que el 103, o sea 1.000, sufra variación
alguna. Una cosa igual ocurre en la división de 103 por este mismo miste-
rioso número. ¿Qué clase de número puede ser éste, que cuando multiplica
o divide a otros no los hace variar en lo más mínimo?
No necesitamos investigar mucho, pues el curioso prodigio, tras el
cual andamos, ha de ser forzosamente el único posible y ¡precisamente el
uno! Y así llegamos al hecho sorprendente, pero innegable, de que «diez
elevado a cero» es igual a 1.
Por tanto, hemos «inventado» un nuevo símbolo numérico. «¿Para
qué?», se preguntará el lector. Para contestar esta inmediata pregunta; ahí
va un ejemplo

102: 102 = 10 2 – 2 = 100 = 1

Sin la definición de un nuevo símbolo 100 = 1 fallaría, en este caso, la


regla de la potenciación. De la misma manera, sería imposible de resolver,
por este sistema, el problema 34: 34 = 34-4 = 30. Naturalmente, sabemos per-
fectamente, cuál ha de ser el resultado

3 4 3·3·3·3
= =1
3 4 3·3·3·3

Y así nos encontramos con la sorpresa de que también 30 = 1. Esta cu-


riosa relación es válida, sencillamente, para cualquier número.
Como hemos mencionado ya, repetidamente, es lógico que todas las
operaciones numéricas encontradas y su básica simplificación, mediante los
«números pequeños», son válidas también para todos los otros números.
Así, por ejemplo, 152.154 = 156, de la misma manera que 2112 · 2114 = 2126

Esta profundización no habría de prestarnos ya ningún valioso servi-


cio, pues las operaciones semejantes a las de estos dos últimos ejemplos
La magia de la tabla de multiplicar 51

son en cierto modo raras y los conocimientos' que hemos adquirido acerca
de esto no nos servirían más que como interesantes y entretenidas piezas
del arte de calcular en casos determinados y especiales, si no fuera que
habrán de permitirnos utilizar y aplicar el truco de nuestros numeritos a
otros números fundamentalmente distintos. La solución del problema 4261 .
33448 =? quedaría en efecto muy simplificada si pudiésemos resolverlo
jugando con nuestros numeritos como en el caso, por ejemplo, de la multi-
plicación de 10 • l00
El camino que conduce a este fin, y algunos se habrán ya percatado de
ello, nos va a resultar poco largo. Sabemos que 100 = 10 • 10 = 102 y
1.000= 10 • 10 • 10= l03. Y ahora viene la cuestión que a primera vista pa-
rece sin sentido y absurda: ¿Cuántas veces necesito multiplicar el 10 por sí
mismo para obtener, por ejemplo, 500? La pregunta nos choca de pronto
porque en nuestro lenguaje vulgar y corriente nos dice de algo enteramente
fuera de lógica. En realidad, es decir, concebida de modo puramente mate-
mático, la cosa varía por completo, pues puedo hallar en seguida una res-
puesta aproximada a nuestra pregunta. Así: 500 se halla entre 100 y 1.000,
es decir, entre 102 y 103. Para obtener 500 necesito, pues, indudablemente,
multiplicar 10 por sí mismo algo más de dos veces y algo menos de tres.
¡Reflexiona un poco por favor, lector amigo, depón los prejuicios que em-
pañan la visión justa de las cosas y procura abarcar con la mirada entera-
mente despejada la clara evidencia de este desconcertante aserto!
Después de haberlo calculado realmente a fuerza de tiempo, se sabe
hoy con absoluta precisión que para obtener 500 es necesario multiplicar 1o
por sí mismo 2,698970... veces (este número acaba en una fracción decimal
infinita no periódica). A la pregunta de: ¿cuántas veces habrá que multipli-
car 10 por sí mismo para obtener, por ejemplo, 7?, se puede contestar de
modo análogo. También en este caso salta claramente a la vista que este
último número será menor que 1 y mayor que 0; pues l00 da 1, mientras que
101 da l0. El número buscado es realmente 0,845098...; y ahora, para poner
un par de instructivos ejemplos, vamos a escribir el valor de los «numeri-
tos» que habrán de indicarnos las veces que debe multiplicarse el 10 por sí
mismo para obtener algunos «números vulgares». Así, por ejemplo

100,47712... = 3
101,30103... = 20
101,69897... = 50
102,17609... = 150, etc
52 El prodigioso jardin de las matemáticas

Más adelante averiguaremos de dónde salen estos números. Ahora


vamos a hacer, en primer lugar, un experimento de la mayor importancia.
Puesto que 102 • 105 es igual a 107, la ley de simplificación que aparece
aquí de manifiesto debe conservar su validez aun cuando los numeritos que
hacen de exponente de 10 no sean números enteros, sino fracciones deci-
males. ¡Veámoslo! 20 • 50, por ejemplo, equivale a 1.000, o sea l03. Pero si
yo escribo 101,30103 en lugar de 20, y l01,69897 en lugar de 50, habrá de resul-
tar, para que dicha ley se cumpla, que el exponente del producto sea preci-
samente 3; y, para alegría nuestra, podemos ver que realmente estos exce-
lentes numeritos cumplen fielmente su palabra; así:

101,30103 · 101,69897 = 101,30103 – 1,69897 =103 = 1.000

Una segunda prueba nos proporcionará un resultado idénticamente bri-


llante con 3 = 100,47712 y 50 = 101,69897. Así, pues, la suma de estos pequeños
números habrá de darnos aquel pequeño número que nos indica cuántas
veces hemos de multiplicar 10 por sí mismo para obtener 150. ¡Y, en efec-
to, es correcto!

3 · 50 = 100,47712 · 101,69897 = 100,47712 + 1, 69897 = 102,17609

Como podemos deducir de los ejemplos numéricos arriba menciona-


dos, tenemos 102,17609 = 150, lo que quería demostrarse. ¡Una historia real-
mente fantástica !
No queremos ocultar ya, por más tiempo, al lector, el nombre de estos
exponentes quebrados. ¡Todos aquellos pe-, queños números que indican
cuántas veces debe multiplicarse 10 por sí mismo para obtener un número
determinado se llaman logaritmos!
Antes de seguir adelante en nuestro empeño de dar a conocer en toda
su amplitud la curiosa magia de la tabla de multiplicar, descubriremos el
secreto de la procedencia de estos logaritmos. Su obtención en las tablas
logarítmicas es cosa bien sencilla, porque en éstas figuran asentados en dis-
ciplinadas columnas los logaritmos pertenecientes a todos y cada uno de los
números imaginables... El lector dirá « ¡Alto ahí!¡sto es un disparate! ¿Có-
mo es posible colocar todos estos números en un breve manual? ¡Esto es
imposible! » ¡Pero se equivoca el amigo lector !Pues lo maravilloso de los
logaritmos es que con un modesto montoncito de estos «peones del arte de
calcular» basta ya para dominar todo el panorama de los números que nos
La magia de la tabla de multiplicar 53

son accesibles. Cosa, aunque maravillosa, fácilmente comprensible, ya que


lo que se ha procurado en primer término ha sido establecer un modo de
escribir simplificado. Como hemos afirmado anteriormente, 3, por ejemplo,
es igual a 100,477121.... Según eso, el número 0,47712 es el logaritmo de 3. No
hemos de olvidar, ni por un instante, que este logaritmo es el exponente de
10. Por consiguiente, se escribe:

10 log 3 = 0,47712...

donde «log» es, simplemente, la abreviatura para «logaritmo». Esto no sig-


nifica sino que 0,47712... es el exponente de 10, equivale a 100,47712... = 3
De la misma manera,
10 log 2 = 0,30103...

significa que 100,30103... = 2, y así sucesivamente.

Los logaritmos que hemos tenido ocasión de conocer hasta ahora están
todos ellos referidos a nuestros «aplicados' dieces». Existen, también, sis-
temas de logaritmos edificados sobre otros números, es decir, tienen una
«base» distinta de Io. Sin embargo, para facilitar las operaciones de multi-
plicar, dividir, etc., están indicados solamente los logaritmos decimales.
Así, pues, en nuestros cálculos nos las tendremos que ver siempre con estos
logaritmos. Por consiguiente, no es siquiera necesario que hagamos alusión
cada vez al:ro. Además, prescindiremos también de los puntos, que signifi-
can simplemente que se trata de una fracción decimal infinita. ¡Esto lo sa-
bemos ya, de una vez para siempre! Así, pues, los logaritmos decimales los
expresaremos sencillamente

log 2 = 0,30103
log 3 = 0,47712

lo que debe enunciarse diciendo: «El logaritmo de 3 es igual a 0,47712», y


así sucesivamente. Naturalmente, también es posible una inversión de este
«método», a saber, cuando se trata de buscar el número que corresponde a
un logaritmo determinado. Esto se escribe como sigue

antilog 0,47712 = 3
54 El prodigioso jardin de las matemáticas

Planteemos inmediatamente la siguiente pregunta: ¿Cuáles son los lo-


garitmos de 0,3, 3, 30, 300 y 3000? Basándonos en los conocimientos ad-
quiridos, podemos averiguarlo enseguida, aunque sea de modo aproximado.
Estos números podemos representarlos como productos, es decir: 0,3=3 ·
10-1; 3 =3 · 100, 30 = 3 · 101, 300=3 . 102, etc.
Tenemos, por consiguiente

0,003 = 3 · 10-3 = 100,47712 · 10-3 = 100,47712 - 3


0,03 = 3 · 10-2 = 100,47712 · 10-2 = 100,47712 - 2
0,3 = 3 · 10-1 = 100,47712 · 10-1 = 100,47712 - 1
3 = 3 · 10-0 = 100,47712 · 10-0 = 100,47712 + 0
30 = 3 · 10+1 = 100,47712 · 10+1 = 100,47712 + 1
300 = 3 · 10+2 = 100,47712 · 10+2 = 100,47712 + 2
3000 = 3 · 10+3 = 100,47712 · 10+3 = 100,47712 + 3
30.000 = 3 · 10+4 = 100,47712 · 10+4 = 100,47712 + 4

Y este examen nos ofrece algunas comprobaciones del mayor interés y


el más elevado valor. En primer lugar, es vano el temor, antes enunciado,
especto al desmesurado número de logaritmos que necesitaríamos tener
dispuestos para poder calcular con ellos, pues las partes de los logaritmos
que no pueden saberse sin consultar las tablas, es decir, que no trascienden
al exterior y que pudiéramos denominar «numéricamente íntimas» vuelven
a figurar de nuevo.

log 0,003 = 0,47741 – 3


log 0,03 = 0,47741 - 2
log 0,3 = 0,47741 - 1
log 3 = 0,47741
log 30 = 0,47741 + 1 = 1,47741
log 300 = 0,47741 + 2 = 2,47741
log 3000 = 0,47741 + 3 = 3,47741
log 30000 = 0,47741 + 4 = 4,47741
log 300000 = 0,47741 + 5 = 5,47741

El logaritmo de 1,11 es de tal modo semejante a los de 11,1, de 111, de


11.100, etc., que con un solo logaritmo podemos arreglárnoslas para todos
La magia de la tabla de multiplicar 55

esos números. La parte interesante del logaritmo dependiente del valor rela-
tivo del número, o sea del lugar que ocupa el grupo de sus cifras, podemos
calcularla mentalmente al instante. Resumiendo, resulta

1. El logaritmo es, prescindiendo de excepciones, una fracción deci-


mal. Por ejemplo, log 20 = 1,30103. Consta de la característica
(en nuestro ejemplo el 1), como se denomina la cifra delante de
la coma, y de la mantisa (30103), es decir, las cifras después de
la coma.

2. Los logaritmos de todos los números con la misma sucesión numé-


rica (por ejemplo, 173; 1,73; 0,0173) tienen la misma mantisa.

3. Del valor posicional del número se deduce la característica.

4. La característica del logaritmo

a) de un número es 0 1 2 3; ...,
cuando la cifra delante de la coma tiene 1 2 3 4 lugares

b) de fracciones decimales, que tiene la forma


0,... 0,0... 0,00... 0,000... es
0,...-1 0,...- 2 0,...- 3 0,...-4

(Así, por ejemplo, el logaritmo de 0,002 es igual a 0,30103 - 3)

Así, si busco el logaritmo de un número cualquiera, por ejemplo, de


123, lo haré en dos actos. El primer acto del cometido queda resuelto al
instante, por así decirlo, y consiste en determinar la característica. Esta será,
sin duda, dos, puesto que 123 es mayor que 100, y así, dejando, por el mo-
mento, espacio para la mantisa en averiguación, escribo:

log 123 = 2,....

Luego viene el segundo acto, y para efectuarlo consulto sencillamente


una tabla de logaritmos, en la que para el valor numérico 123 hallo las si-
guientes cifras: 08991. En ella no encuentro nada más, aparte las cinco (se-
gún las tablas pueden ser 4, 5, 7 o hasta 11) mencionadas cifras. Éstas me
56 El prodigioso jardin de las matemáticas

dan la mantisa correspondiente al logaritmo del valor numérico 123, que


faltaba poner en la igualdad establecida. Y así obtengo finalmente

log 123 = 2,08991

con lo cual queda resuelto el ejercicio.


Pongamos otro ejemplo más, para aprender a buscar los logaritmos de
las fracciones.
Ya sabemos que, por ejemplo

log 3,243 = 0.51095


log 0,3243 = 0,51095 - 1
log 0,03243 = 0,51095 - 2
log 0,003243 = 0,51095 - 3

y así sucesivamente.
Para evitar la incómoda notación de las cifras negativas, tal como
0,51095 - 1, se encuentra, a menudo, en las tablas una simplificación. Para
evitar totalmente la cifra negativa, se completa la cifra delante de la coma
hasta 10, de modo que, en lugar de 0,64532 - 2, se tiene entonces

10,64532 - 2 = 8,64532 (7).

Igualmente sencillo resulta el procedimiento cuando se trata de averi-


guar el número correspondiente a un logaritmo determinado. Tenemos, por
ejemplo, el logaritmo 4,43136. También aquí dividiremos en dos partes
nuestro ejercicio, que se plantea así

antilog 4,43136 =?

7
Esta forma de notación es solamente usual en las tablas, en las que, por razo-
nes de conveniencia, es preciso dar una indicación sobre la característica (por
ejemplo, en las funciones trigonométricas). El lector no debe romperse por ello la
cabeza, pues no habrá de vérselas apenas con tales cálculos. De todos modos, esta-
remos informados cuando nos llamen la atención tales anotaciones en las tablas.
La magia de la tabla de multiplicar 57

La primera, consiste en determinar dónde habremos de poner la coma.


Se resuelve al instante, pues sabemos que un número cuyo logaritmo co-
mienza por 4 debe ser mayor que 104 y menor que 105, es decir, debe en-
contrarse comprendido entre 10 000 y 100 000. Con esto podemos ya indi-
car, aproximadamente, el valor relativo del número, mientras ponemos
unos puntos antes y después de la coma decimal.

.. ...,..

En la tabla hallamos que al resto, es decir, a la mantisa, le corresponde


el valor numérico 2700. Este valor se escribe debidamente en la pauta antes
preparada, y encontramos el número

27 000,000

Del mismo modo hallaríamos inmediatamente, dado el logaritmo


0,89448, que el número correspondiente está entre 10 y 1, es decir, que tie-
ne sólo una cifra entera. De modo que apuntamos

.,....

En la tabla hallamos para 894.48 el valor numérico 78.43 y por lo tanto


diremos
antilog 0,89448 = 7,843

Antes de pasar a exponer, a continuación, en algunos ejemplos, las


ventajas de este método de cálculo, trabaremos una más íntima amistad con
las tablas mismas. Examinemos una parte de una tabla de logaritmos (8).

8
De «Sohloemilch Logarithmen», 5i. Edición r9S6, Vieweg & $ohn
Braunschweig.
58 El prodigioso jardin de las matemáticas

Lo mejor será empezar con un ejemplo. ¿Cuál es el logaritmo de


70,16? La característica es, por tanto

log 70,16 = 1, . . . .

Para escribir esto no se necesita, naturalmente, todavía ninguna tabla.


En las tablas de logaritmos se encuentran, por tanto, solamente las manti-
sas, es decir, las cifras poi las que hemos de sustituir los puntos. Para la
tabla carece también de importancia si buscamos el logaritmo del número
70,16, del 7016 o del 70160.

También aquí es la sucesión numérica la única que importa. Un pe-


queño obstáculo, todavía, en el que podríamos tropezar: las cifras que se
repiten son omitidas en diversas tablas.
La magia de la tabla de multiplicar 59

No pierdas la paciencia, querido lector: todo esto debe decirse una vez, para
que sepamos manejar también las tablas. ¿De qué nos servirían todas las
hermosas teorías, si no supiéramos manejar nuestras herramientas?

1.° La multiplicación. Diremos: Puesto que 102 · 103 = 105, podrá apli-
carse en general la ley que dice: el logaritmo de un producto es igual a la
suma de los logaritmos de los factores. Si tengo, pues, que multiplicar tres
números entre sí, buscaré los logaritmos que les corresponden. Sumados
éstos obtendré el logaritmo del producto. De aquí se deduce, por añadidura,
que la multiplicación de valores numéricos corresponde a la adición de sus
valores logarlitmicos.

¡Bueno! Supongamos ahora que hemos de resolver el siguiente pro-


blema: 84,734 · 2001,2 · 0,0414. ¿Cómo lo haremos? ¡Muy sencillo! De-
terminemos en primer lugar los logaritmos. Estos son

log 84,734 = 1,92806


log 2001,2 = 3,30129
log 0,0414 = 0,61700 − 2
log producto = 5,84635 − 2
= 3,84635
60 El prodigioso jardin de las matemáticas

Ha llegado ahora el momento de determinar el número de cifras ente-


ras. Del valor de la característica deducimos que el número debe ser mayor
que 1 000 y menor que 10 000, o sea que ha de tener cuatro cifras enteras.
La plantilla será:

....,...

Ahora entramos con 846.35 en la tabla de logaritmos. Allí encontra-


mos el valor numérico 702.02 que debidamente colocado en nuestro es-
quema de puntos da el siguiente resultado

antilog 3,84635 = 7020,2

Con lo cual ha quedado resuelta nuestra multiplicación:

84,734. 2001,2 · 0,0414 = 7020,2

Está indicada en este lugar una observación sobre la «interpolación»,


es decir, la determinación de valores intermedios, no consignados en la ta-
bla. En nuestro ejemplo debíamos buscar el antilogaritmo de 3,84635. La
mantisa 84635 no se encuentra en la tabla (véase la tabla de la pág. 61),
sino tan sólo los valores contiguos 84634 y 84640. Las cifras del antiloga-
ritmo buscado deben encontrarse, por tanto, entre 7020 y 7021. Esto es po-
sible solamente si tomamos una quinta cifra. Para ello se divide el intervalo
70200 a 70210 -diferencia 10- y 84634 hasta 84640 -diferencia 6 - cada vez
en 10 partes iguales. Si el antilogaritmo aumenta en 1 unidad, la mantisa
aumentará, entonces, en la décima parte de la diferencia 6, es decir, en 0,6.
Éste es todo el secreto de la interpolación. Para la mejor comprensión va-
mos a resumir todo esto en una tabla.

Si se busca la mantisa correspondiente a un antilogaritmo se procede


entonces de la 1ª a la 4ª columna

log 70,206 = 1,84638


La magia de la tabla de multiplicar 61

Inversamente, se procede de la 3ª columna cuando se busca la sucesión


numérica del antilogaritmo en la 1ª columna

antilog 3.84635 = 7020,2

Naturalmente, no hay nadie que escriba esto tan extensamente. Con un


poco de práctica se puede calcular, inmediatamente, mentalmente. Algunas
tablas evitan incluso este trabajo y contienen «tablillas de proporcionali-
dad» adicionales (P. P.), las cuales contienen las divisiones decimales de la
diferencia tabular dada.

2.° La división. Como sabemos ya, es la inversa de la multiplicación y,


por lo tanto, 10 000:100 = l00, o sea, 104: 102 = 102. En presencia de dos
números que es preciso dividir entre sí operaremos restando del logaritmo
del dividendo el logaritmo del divisor. He aquí un ejemplo 3884:5287=?
Recurrimos una vez más a los logaritmos:

log 3884 = 4,58928 − 1


− log 5287 = 3,72321
log cociente = 0,86607 − 1

¡Atención!El log 3884 es, en realidad, 3,58928 y, en consecuencia,


hubiéramos debido calcular 3,58928 – 3,72321. Este logaritmo negativo es,
62 El prodigioso jardin de las matemáticas

sin embargo, muy incómodo para el ulterior cálculo. Por ello se escribe pa-
ra 3,58928, preferiblemente 4,58928-1, lo que viene a ser lo mismo.
Por lo referente al número de cifras vemos que, como nos lo delata -1,
el número debe ser menor que 1, pero mayor que 1/10. De ello se deduce el
siguiente esquema de número de cifras:

0, . . . . .

En la tabla encontramos, para 86 607, el valor 73 463; así, en nuestra


división se deduce 0,73463. Y nosotros escribiremos

3884: 5287 = 0,73463.

3.° Elevación a Potencias. ¿Cuánto es 2,363, es decir, la tercera poten-


cia de 2,36? Hace ya tiempo que sabemos hacer este cálculo. La elevación a
potencias no es más que la repetida multiplicación por el mismo número.
Así, pues 2,36 · 2,36 · 2,36, y sucesivamente

log 2,36 = 0,37291


+ log 2,36 = 0,37291
+ log 2,36 = 0,37291
log 2,36 3 = 1,11873

¡Alto! Todo esto puede hacerse de manera mucho más sencilla.


0,37291+0,37291+0,3729 no es más que 3 ·0,37291
Con ello podemos reconocer ya una regla de cálculo muy cómoda para
la elevación a potencias

log 2,363 = 3 · 0,37291 = 3 • log 2,36

Antes de que, a la vista de esta sorprendente deducción, nos olvidemos


de seguir calculando, veamos rápidamente el resultado

1og 2,363 = 1,11873 Ù 2,363 = 13,114


La magia de la tabla de multiplicar 63

¡Pero volvamos ahora a nuestra regla de cálculo! Si nuestras reflexio-


nes fueran correctas, y la casualidad no nos ha jugado ninguna treta, en este
caso, por ejemplo,
45=4 · 4 · 4 · 4 · 4 = 1024

logarítmicamente puede calcularse muy sencillamente

log 45 = 5 · 1og 4 = 5 · 0,60206 = 3,01030

De la tabla de logaritmos deducimos nosotros

antilogaritmo 3,01030 = 1024,

y éste es, realmente, el valor correcto, incluso completamente exacto.

Así, pues, nuestra regla es correcta, y con ayuda de los logaritmos po-
demos elevar a potencias, sin fatiga y como nos guste. ¿Cuál es, por ejem-
plo, la quinta potencia de 4,742, es decir, el número que se obtiene cuando
se multiplica 4,742 cinco veces por sí mismo? Rápidamente se encuentra el
logaritmo, que resulta ser 0,67596. Y con la misma rapidez se obtiene 5 .
067596 = 337980. Si se busca el número correspondiente, resulta ser:
2397,7. Es, pues, 4,7425 = 2397,7

4.0 Extracción de raíces. En tanto que las operaciones aritméticas hasta


aquí estudiadas pueden ser resueltas también, aunque más trabajosamente,
mediante los procedimientos directos de la multiplicación y la división,
ocurre que la extracción de raíces es, en cambio, un proceso en el cual el
auxilio de los logaritmos resulta insubstituible. Aclararemos esto, ante todo,
en muy pocas palabras.
La raíz cuadrada, por ejemplo, de 13,64 significa buscar el número que
multiplicado por sí mismo dé 13,64. Ya sabemos que no es tan fácil tratar
con raíces. En un principio, éste es para nosotros un gran interrogante. Por
el momento vamos a dar un nombre a este interrogante. Y un nombre muy
corto. Vamos a llamarle «x». En nuestro ejemplo; x es la raíz cuadrada de
13,64. De esta x sabemos solamente que su cuadrado es 13,64.

x2 = 13,64
64 El prodigioso jardin de las matemáticas

Detrás de, por ejemplo, 32 = 9 no se esconde realmente nada más. A


ambos lados (de la ecuación, según se llama) hay exactamente lo mismo,
sólo que escrito de manera distinta. Así, también 9 • 9 = 32 • 32 y log 9 =
log 32, etc. Después de estos preparativos teóricos, la logaritmación de x2
13,64 no nos procura ya ninguna dificultad, y también la siguiente ecuación
nos resulta sumamente comprensible

log x2 = log 13,64 = 1,13481 Ù 2 · log x = 1,13481

De esta manera sabemos finalmente cuál es el valor de dos veces log


x, a saber, 1,13481. Una vez log x es, sencillamente, la mitad de este valor

log x = ½ log 13,64 = 0,56741

Con 0,56741 buscamos en las tablas de logaritmos, y descubrimos que


el antilog de 0,56741 = 3,6933. Así, pues,

x = 13,64 = 3,6933

De la potencia de la raíz, y sirviéndonos de la conocida y cómoda re-


gla de la elevación a potencia logarítmica, hemos llegado a la raíz misma.
De la misma manera podemos proceder con cualquier raíz. Vamos a pro-
barlo con la raíz tercera de 125. Si planteamos 3 125 = x , x, multiplicado
tres veces por sí mismo, deberá ser 125

log x3 = 3 • log x = log 125 = 2,09691

Se calcula, por tanto, primero, 3 por el log x, y la tercera parte nos dará
el log x.

log x = 1/3 log 125 = 0,69897

x = antilog 0,69897 = 5
La magia de la tabla de multiplicar 65

La extracción de raíces se convierte en un cálculo muy sencillo. Nos


llama la atención aquí, todavía, otra relación. En los ejemplos anteriores,

log x = ½ log 13,64 y log x = 1/3 log 125.

Por consiguiente, podemos escribir también

log 13,46 = 1 log 13,46 y log 3 125 = 1 log 125


2 3
¡Éste sí que es un resultado sorprendente!De lo que se trata en nuestra
extracción de raíces: se divide, simplemente, el logaritmo del número por el
«grado» de la raíz buscada, y un problema que sería por lo común muy
complicado, se resuelve ahora en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuál es, por
ejemplo, la raíz séptima de 90?; o sea, ¿cuál es el número que multiplicado
siete veces por sí mismo da 90? ¡Aquí del logaritmo de 90!Hallamos en las
tablas que es 1,954243. Hay que dividirlo ahora por 7, con lo que obten-
dremos
1,954243: 7 = 0,279177

Busquemos el número correspondiente al logaritmo 0,279177 y encon-


traremos que es 1,902...

Pero algo hay en esta mágica tabla de multiplicar logarítmica que no


habrá pasado inadvertido para el atento lector, y es una cierta imprecisión
en todo el procedimiento. De hecho, cuando la cantidad de cifras enteras de
un número es relativamente grande no nos es posible mediante logaritmos
realizar, de un modo verdaderamente preciso, ni siquiera una multiplica-
ción. No podemos, por ejemplo, expresar exactamente, valiéndonos de los
logaritmos usuales, el logaritmo del número 947 332 482,7441.
En nuestra tabla pueden ser consideradas solamente las 5 primeras ci-
fras. Del número desaparecen, pues, de buenas a primeras, 24827441. Y
para hacer cálculos real y verdaderamente exactos es necesario acudir a
medios totalmente distintos, tales como -en primer lugar- las máquinas cal-
culadoras. Mas no por esto vamos a juzgar como insuficiente la exactitud
de las operaciones logarítmicas, pues en la gran mayoría de los casos basta
su exactitud.
66 El prodigioso jardin de las matemáticas

Pero aún hay algo más. Hasta este momento hemos partido siempre
del número 10 y hemos planteado la pregunta siguiente: ¿Cuántas veces he
de multiplicar 10 por sí mismo?, etc. Pero podríamos preguntar igualmente
¿Cuántas veces he de multiplicar por sí mismo el número 8 o el 15 o el 341
para obtener cualquier otro número dado, por ejemplo, el iio? Sin embargo,
en la práctica se ha introducido casi exclusivamente la base 10. Estos loga-
ritmos erigidos sobre 10 como número básico reciben el nombre de loga-
ritmos vulgares o de Briggs.
Al lado de éste, sólo otro sistema ha adquirido significación, a saber, el
llamado sistema natural de logaritmos.
La base de estos logaritmos es el importante número

2,71828182845904...

que termina en una fracción decimal de infinito número de cifras y es tras-


cendente. Lamentamos tener que suplicar al lector que crea, sencillamente,
lo que le decimos, pues una digresión sobre el conjunto de pruebas referen-
tes a la asombrosa posición e importancia de este número es algo tan difícil
que no halla cabida en este libro, cuyo programa no traspasa los límites de
lo elemental. Bastarán unos modestos intentos, en averiguación de algo más
acerca de este número, para que tengamos idea de la extraordinaria dificul-
tad de toda ulterior discusión a este respecto. El mencionado número, base
del sistema natural de logaritmos, y que desde Euler se representa común-
mente por la letra e, puede expresarse también de otra manera, es decir,
mediante una suma, de infinito número de sumandos que se alinean en una
representación de las llamadas series. Nos contentaremos con transcribirla
sin entrar en las complicadísimas teorías relativas a esta clase de represen-
taciones matemáticas. Bastará el solo aspecto de esta serie para que el lec-
tor llegue a hacerse una idea de las profundas raigambres y vínculos que
ligan este extraño valor 2,718... a los restantes números

1 1 1 1 1 1
e = 1+ + + + + + +
1 1⋅ 2 1⋅ 2 ⋅ 3 1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 ⋅ 5 1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 ⋅ 5 ⋅ 6
1 1
+ + + .....
1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 ⋅ 5 ⋅ 6 ⋅ 7 1⋅ 2 ⋅ 3 ⋅ 4 ⋅ 5 ⋅ 4 ⋅ 6 ⋅ 7 ⋅ 8
La magia de la tabla de multiplicar 67

y téngase por entendido que esta igualdad no será cierta hasta que se sume
el conjunto de todos los términos, que, como dijimos, son en número infini-
to.

Para terminar diremos que nuestro importante y misterioso e se alía y


coopera con otras dos cantidades, de no menor importancia en verdad. Te-
nemos, por una parte, la fantasmagórica i, raíz de -1, que no aparece en
nuestra incondicional alineación numérica, pero que, en cierto modo, nos es
conocida; y, finalmente, el tercer número que se asocia a estos dos es el no
menos singular número π, o sea 3,1415926..., que, como es sabido, nos in-
dica cuántas veces el perímetro de la circunferencia contiene a la longitud
de su diámetro. Junto a esas especiales cantidades, tan misteriosas y fuera
de lo común, nuestro ecuánime uno causa una pobre impresión de cortedad,
sensatez y prosaísmo. Pero, ¡qué parentesco más cercano ofrece con tal
«terceto» de números!Así es que, como Euler reconoció en 1748, no es
mucha la distancia que media entre, el más sencillo de nuestros números y
aquel tenebroso trío. Valgan como ejemplo de lo dicho las siguientes rela-
ciones características, verdaderamente asombrosas

e2 i π=1 y ei π =-1

Que, traducidas al lenguaje vulgar y corriente, nos dicen: si multiplicas


2,7182818... por sí mismo tantas veces como indica el producto de 2 por i y
por 3,1415926..., el resultado será 1; y si multiplicas 2,7182818... por sí;
mismo tantas veces como indica el producto de i por 3,1415926... el resul-
tado será -1.
Ya sé que la mayoría de mis lectores no alcanzarán a «comprender»
esto, pues la escasez de conocimientos que hasta aquí hemos podido pro-
porcionarles no lo permite.
Es, pues, conveniente que estas dos expresiones -por lo demás bien fá-
ciles de recordar - sean miradas algo así como si fueran arcaicas piedras
misteriosas cubiertas de indescifrables caracteres rúnicos. Las dos mencio-
nadas igualdades, que constituyen «la cabeza de puente» en los dominios
de lo irrepresentable, merecen el realce que les hemos dado; pues aun
cuando apenas pueda sospecharse lo que significan estos extraños monoli-
tos, bien vale, sin embargo, la pena de saber lo que en realidad demarcan y
adónde conduce ese camino ante cuya entrada se yerguen, imponentes, tan
singulares expresiones.
68 El prodigioso jardin de las matemáticas

Esta página esta en blanco intencionadamente


Una varita mágica 69

UNA VARITA MÁGICA

Sería una omisión imperdonable si, después de trabar conocimiento


con los admirables logaritmos, ignorásemos un descubrimiento que descan-
sa en la aplicación práctica de los mismos, y que constituye una de las ad-
quisiciones más geniales del espíritu humano; sobre todo, cuando el objeto
al que vamos ahora a referirnos es útil para toda persona que desempeñe
alguna actividad. ¡Atención, pues, que a todos interesa!

Como tantos otros descubrimientos básicos, la varita mágica en que


vamos a ocuparnos ahora surge de la conexión entre dos espléndidas ideas
halladas por la humanidad en el transcurso de su desarrollo; la primera de
ellas es, a pesar de su maravillosa sencillez, poco menos que desconocida.
Por esto hablaremos primeramente de ella.
A Andrés, el labrador, no le «entran» las cuentas. Y es que en la escue-
la ya le salían rematadamente mal; y aun ahora, después que los años han
hecho de él un venerable abuelo, encanecido tras una vida honrada de pe-
nosa labor, no puede ocultar su pésimo humor cada vez que, por «pega»,
sus asuntos le ponen frente a un problema aritmético, por sencillo que sea.
En esas ocasiones, nuestro buen Andrés, amargado y fuera de tino, suelta
palabras feas - ¡a pesar de no haber sido nunca blasfemo! - mientras se es-
fuerza en hallar, aunque a veces en vano, algún posible recurso que esté a
su alcance y le permita llegar a la deseada solución. Hemos de confesar, no
70 El prodigioso jardin de las matemáticas

obstante, que puesto a buscar revela una genialidad digna de mención. Así,
por ejemplo, no hace mucho tiempo tuvo que llevar huevos al mercado, y la
vispera había reunido un montoncillo de 36 piezas. Cuando por la mañana
del día señalado recorrió el gallinero encontró todavía 17 huevos más, con
lo que se le planteó a nuestro buen Andrés el difícil problema matemático
siguiente «¿Cuántos huevos he reunido en total? ¿Cuántos serán 36 y 17?»
Problema sencillamente insoluble para él, pues nuestro labrador, en medio
de las fatigas del recio trabajo cotidiano, ha olvidado hace tiempo la difícil
tabla de sumar tan a duras penas aprendida en su infancia; mas, de pronto,
le asalta una idea genial y, gracias a su astucia, se pone Andrés en condi-
ciones de practicar la suma sin necesidad de sumar. Abandona, por decirlo
así, el camino recto y busca un rodeo que le conduce igualmente al fin de-
seado. El rodeo consiste en contar: empieza por juntar todos los huevos en
un solo montón y comienza en seguida a contarlos. ¡Estupendo! El resulta-
do ha de ser forzosamente justo y, efectivamente, Andrés cuenta de este
modo 53 huevos.
La invención de Andrés tiene mucha más importancia y trascendencia
de lo que a primera vista parece. Y, cosa curiosa, es precisamente en la ocu-
rrencia de reunir los huevos en «un solo montón» donde salta el chispazo
de ingenio. Daremos un paso más y desarrollaremos la idea fundamental
que de aquí se desprende. Quedamos por el momento en que Andrés calcu-
laba con huevos, es decir, con piezas sueltas. Avancemos ese paso, en sí
insignificante, y pongamos distancias, o sea centímetros, en lugar de hue-
vos, con lo que habremos hallado una auténtica máquina de calcular, que
nos permitirá resolver rapidísimamente, en una determinada zona de núme-
ros, adiciones y substracciones.
Pasemos ya a la práctica. No necesitamos, a tal fin, grandes preparati-
vos: no necesitamos más que dos reglas divididas en centímetros. No tene-
mos más que colocar una regla sobre la otra y... ¡el invento está listo !
Una varita mágica 71

Queremos saber, por ejemplo, cuántos son 36 + 47. Para ello no hay
más que hacer coincidir los bordes de las dos reglas y hacer deslizar una de
ellas hasta que su origen, o sea la raya cero, venga a coincidir con la raya
36 de la otra. Más exactamente deberíamos decir «en la raya de 36 mm», de
la misma manera que, por ejemplo, 5 es la división- que marca los 5o mm.
Seguimos ahora con la mirada la graduación de la primera regla hasta llegar
al punto 47, Y veremos que coincide exactamente con la raya 83 de la regla
inferior. Y he aquí que el resultado se obtiene, o mejor dicho se lee, de un
simple vistazo, sin necesidad de recurrir a ningún cálculo mental o escrito.
En realidad, hemos logrado más de lo que pretendíamos saber en un
principio, pues sin variar la colocación de las reglas podemos ir leyendo
una serie de adiciones hechas al sumando 36; de suerte que las reglas nos
indican, con igual precisión, los resultados de sumas tales como, por ejem-
plo, 36 + 20, 36 + 6o, y así sucesivamente.
Nuestros cálculos no hallan aquí límite, si no es en la longitud de la
regla; pero hay más todavía: nuestro sencillo instrumento, cuando a causa
de la longitud de las reglas no alcanza a dar resultados directos, hace lo po-
sible para proporcionarnos indirectamente todas las indicaciones posibles.
Esto es que, si muevo una regla a lo largo de la otra a fin de obtener una
suma, como por ejemplo: 80'+ 140, no podré leer directamente el resultado
si las divisiones no llegan más que hasta 200; pero en todo caso nuestro par
de reglas nos indican por lo menos, con entera claridad, al leer el sumando
mayor en la regla móvil, que para obtener el resultado justo faltan veinte
divisiones -es decir, el número de divisiones de la regla móvil que sobrepa-
san de la división límite de la regla fija.

Nuestra regla, verdadera máquina calculadora, nos sirve, con igual ra-
pidez y eficacia, al practicar una substracción. En este caso es necesario
únicamente tener de antemano bien presente que se trata de una resta entre
dos trayectos. Mientras que durante la adición corremos la vista de izquier-
da a derecha, en la substracción ocurre todo lo contrario. Así, pues, si que-
72 El prodigioso jardin de las matemáticas

remos restar, por ejemplo, 22 de 148, no debemos -¡atiendan bien!- no de-


bemos llevar a coincidencia la raya cero de la graduación. Lo que haremos
será colocar las reglas de tal modo que las rayas correspondientes a los dos
números dados coincidan entre sí, y en seguida miraremos con qué raya de
una de las reglas coincide la raya cero de la otra. Basta con dirigir una mi-
rada a nuestro grabado para darse en seguida perfecta cuenta de ello. En la
resta, sin embargo, fracasa nuestra sencilla máquina de calcular cuando la
longitud de las reglas es insuficiente.
Toda la dificultad estriba, por consiguiente, en que las reglas son de-
masiado cortas. Para poder seguir calculando debemos, por tanto, alargar
las reglas. Esto puede conseguirse de una manera sorprendentemente senci-
lla, sin necesidad de acudir a ningún recurso especial.
Pero no hay necesidad de perder muchas palabras, pues la figura per-
mite reconocerlo claramente para el problema 30+90.

Así, pues, no colocamos, como en el caso anterior, el cero de la regla supe-


rior sobre la marca de los 30 mm. de la inferior, sino sobre los io. Éste es
todo el truco. ¡Naturalmente, esto no tiene nada que ver con la brujería!Si la
regla inferior fuera realmente -y no solamente en nuestra imaginación, tal
como pretende representar la parte punteada de la figura - el doble de largo,
el cero coincidiría, efectivamente, sobre el 30, y todo sería igual que antes.
30,+ 9o son, pues, los 20 más zoo, es decir, 120, tal como puede leerse en la
«prolongación». Repetiremos una vez más esta importante conclusión: si la
regla superior se hace retroceder en toda su longitud (io cm.), la regla infe-
rior o de «lectura» se «alarga» en toda esta misma longitud.
Resumiendo, tenemos que para la adición mediante la regla calculado-
ra ponemos un trayecto a continuación de otro, mientras que, contrariamen-
te, en la substracción des. contamos un trayecto de otro. Esto da por resul-
tado una extraordinaria rapidez en el cálculo; pero fácil es también de com-
prender la causa de que semejante «invento» no alcance a proporcionarnos
en la práctica ningún provecho, pues por lo que se refiere a la adición esta-
Una varita mágica 73

mos ya más que suficientemente ejercitados en el cálculo mental para que


una máquina de calcular de tal naturaleza pueda aportarnos ninguna ventaja
esencial.
Ahora bien, la cuestión toma de pronto otro cariz si a esta idea, que en
sí ya es genial, le asociamos los logaritmos, aquel tan eficaz recurso de cál-
culo. Del acertado enlace de estos dos inventos nace la varita mágica: la
llamada regla logarítmica de cálculo, de la cual vamos a ocuparnos segui-
damente. Para ello necesitamos tan sólo reglas provistas de graduación lo-
garitmica. Lo que de esto puede resultar es cosa que se adivina con facili-
dad, pues siendo así que los logaritmos permiten convertir la multiplicación
en adición y la división en substracción, bastará combinar convenientemen-
te dos reglas graduadas de la antedicha manera para poder hallar productos
y cocientes con tanta precisión y sencillez como hicimos antes sumas y res-
tas mediante las reglillas normales.
Falta sólo explicar el aspecto que ofrece una regla graduada logarítmi-
camente.
En primer lugar, de lo que se trata es de representar los logaritmos
como intervalos. A este fin ordenamos los logaritmos de los números de i a
io, correspondiendo a cada uno un intervalo cuya longitud corresponde al
valor numérico del logaritmo. Si se indican las longitudes en milímetros,
centímetros, decímetros o como sea, carece en sí de importancia, y depende
solamente de si resulta práctico o no, respectivamente, de la longitud que
quiera darse a la división.

En nuestro gráfico hemos elegido como unidad de longitud 1 decíme-


tro. El log 2 está representado, por consiguiente, por la distancia 0,301 dm.
(log 2 = 0,30103); el log 3, por la distancia 0,477 dm. (log 3= 0,47712), etc.
¡Téngase en cuenta que log 1 = 0 y log 10 = 1 ¿Qué hemos conseguido con
ello? Una comparación nos permitirá comprobarlo en seguida. Para deter-
minar, por ejemplo, el log 2 buscaremos en la tabla de logaritmos, primero,
el antilog 2 (es decir, sucesión numérica 2000), y encontramos, finalmente,
74 El prodigioso jardin de las matemáticas

el valor numérico del logaritmo. Con la división numérica sucede de mane-


ra enteramente análoga. Se parte, también, del antilog 2 y se encuentra di-
rectamente la distancia del log 2. Dado, sin embargo, que es posible sumar
y restar las distancias exactamente igual que con los valores numéricos co-
nocidos hasta ahora, los valores numéricos de los logaritmos mismos se han
hecho innecesarios, y no se indican ya en nuestra división.
Las que hasta aquí fueron engorrosas operaciones de hallar el logarit-
mo de un número y el número correspondiente a un logaritmo, indispensa-
bles en los cálculos logarítmicos, resultan enormemente simplificadas por
la adopción de este tipo de graduación, efectuado una vez para siempre y
reproducido en serie. En una palabra: la regla nos ofrece todas las ventajas
del cálculo logarítmico, sin el más insignificante inconveniente. De suerte
que con una graduación semejante pueden realizar cálculos sin esfuerzo
incluso aquellos que sienten invencible antipatía por los logaritmos y por
todas las leyes del cálculo; y si nuestro antes citado Andrés quisiera poner-
se a tono con los tiempos que vivimos debería haber comprado en la ciu-
dad, con el producto de los huevos tan penosamente reunidos, una regla de
cálculo, varita mágica gracias a la cual le sería fácil, al llegar a casa, dejar
admirada a su buena esposa, e incluso al maestro y al párroco, al verificar -
de golpe verdaderas multiplicaciones, divisiones, elevaciones a potencias,
extracción rápida, y sin dolor, de raíces cuadradas, y sabe Dios qué otras
maravillas. ¡Él, que jamás había sabido hacer una suma cabal... !
Pero nos hemos salido un poco al margen. ¡Volvamos a nuestra regla
logarítmica!Con una sola no hay nada que hacer. Necesitamos también en
este caso dos de ellas, que dispondremos convenientemente, de idéntico
modo que lo hemos hecho en el caso anterior con las dos reglas simples.
Si queremos, por ejemplo, multiplicar o dividir dos números necesita-
mos solamente sumar o restar los correspondientes intervalos. ¡Pero esto
hace ya tiempo que sabemos hacerlo!Debemos solamente prestar atención
al hecho de que las escalas logarítmicas (como se designan también muchas
veces las divisiones) no empiezan con 0, como los centímetros, sino con 1.
Una varita mágica 75

Las modernas reglas de cálculo, tal como se encuentran en el comer-


cio, constan de dos pares de escalas adaptables, llevando el par superior
doble número de divisiones que el par inferior. En las dos divisiones supe-
riores A y B están marcadas las distancias, siempre con la mitad de la dis-
tancia que en las escalas inferiores C y D, las llamadas escalas básicas. Por
el momento no debemos preocuparnos de las demás escalas presentes; por
su principio están concebidas igual que nuestras escalas básicas.
Después de este «prólogo», empecemos de una vez con los cálculos.

i. Multiplicación (se suman dos intervalos).

12 • 20 = 2400 Superposición 10 • 20 = 200

¡Pero, alto!¡Ya hemos resuelto el problema 1,2 • 2!Al escéptico lector


debemos confesarle que, en realidad, hemos obtenido solamente 2,4. Sin
embargo, las cifras siguen siendo exactamente las mismas, tanto si hemos
de calcular 12 • 2, 12 • 20 o, incluso, 12 • 2000. No hay que extrañarse,
pues los logaritmos, por ejemplo, de 20 y de 2000 se diferencian tan sólo
por la característica. Y si. a alguien le viene en gusto puede prescindir tam-
bién de la característica. Para comprobar, por ejemplo, que el resultado
3,433 · 12,71 no tiene, con seguridad, más de dos lugares antes de la coma
no es precisa más que la simple conversión 3 · 13 = 39. ¡Así, pues, a desli-
zar las reglas; la coma y el número de cifras se obtienen al final de todo !
Es posible que el lector se sienta un poco incómodo al principio. Pero
no es preciso más que un poco de práctica, y todo nos parecerá natural.
76 El prodigioso jardin de las matemáticas

También en la regla de cálculo logarítmica sucede que la división es


demasiado corta para poder leer el resultado, por ejemplo, en el problema 8
• 7. Sin embargo, el «alargamiento» no nos causa ninguna dificultad una
vez aprendida la simple suma de distancias (véase pág. 72). La escala móvil
debe situarse no en el 1, sino en el 10. Para nuestro ejemplo esto significa
colocar el 10 encima del 8, y el resultado se lee, como antes, en el 7.

Algo hemos de añadir aquí todavía: en la regla de cálculo está monta-


da una fina lámina de vidrio móvil, el llamado «cursor». Lo más importante
en ella es una fina raya grabada, que permite leer con exactitud. La figura
en la página 74, en la que se ha representado esta raya, nos permite darnos
cuenta de su aplicación.
Una varita mágica 77

2. División (se restan dos intervalos).


240: 20 = 12 Superposición: 200: 20 = 10

El resultado se lee debajo del 1, o, si esto no es posible, debajo del 10


(recordemos el deslizamiento en la multiplicación). No es preciso meditar
mucho sobre cuál de las marcas entra aquí en consideración.
En este lugar puede ser oportuna una interrupción en nuestros cálculos.
¡Resumamos, una vez más, todo lo aprendido hasta ahora para evitar las
confusiones !
Para calcular rápida y seguramente se requiere una cierta práctica al
principio, especialmente la colocación y lectura de los valores indicados en
la escala. En lo esencial existen tres representaciones, siempre repetidas, de
las escalas

I) Lectura como en una división milimétrica, cada división representa


una subunidad. Puede apreciarse la décima parte del intervalo.
78 El prodigioso jardin de las matemáticas

Axioma: ¡Primero dividir!Encima de 21 colocamos, primero, 14


(¡compárense las dos flechas!). Del «intervalo 21» se resta, por tanto, el
«intervalo 14». El, resultado se encuentra debajo de 1, a saber: 1,5. Si se
Una varita mágica 79

quiere sumar ahora el «intervalo 2» (multiplicación por 2), se coloca enton-


ces el 1 encima de 1,5 y se lee el resultado final 3, debajo de 2. Ahora una
pequeña sorpresa: la lectura del resultado intermedio 1,5 es completamente
superflua. El resultado de la división se encuentra en cada caso debajo del 1
o del 10. De este modo, se tiene ya la posición de partida para la subsi-
guiente multiplicación. Por tanto, no necesitamos ya desplazar la «lengua»
(como se denomina también la parte móvil de la regla) después de la divi-
sión, sino que leemos inmediatamente debajo de 2 el resultado final. ¡Fijar-
se en ello y practicar !

4. Cuadrados y extracción de raíces.


Como ya hemos mencionado brevemente, las escalas A y B (es decir,
el segundo par en nuestra regla), se encuentran frente a las escalas básicas
C y D a media escala (r: 2). La escala superior «divide por la mitad», por
así decirlo, la inferior.

Esta «división por la mitad» es, empero, justamente -recordemos la ex-


tracción logarítmica de raíces en el capitulo anterior- lo que necesitamos
para extraer las raíces. Exactamente debajo de cada número de la escala A
se encuentra, en la escala D, la raíz cuadrada. Naturalmente, esto puede,
también, invertirse. Si se procede de abajo arriba, se lee entonces en A, in-
mediatamente, los cuadrados de D. Hay muchas reglas de cálculo que lle-
van, además -esto queremos mencionarlo todavía para los lectores particu-
larmente interesados-, otra escala, con un número de divisiones tres veces
mayor (escala 1: 3). En ella pueden leerse, con igual sencillez, los cubos o
terceras potencias, y, por lo tanto, también las raíces cúbicas. En nuestros
gráficos esta escala se representa por K.

La posición de la coma se obtiene más fácilmente mediante un cálculo


de superposición. En la extracción de raíces es conveniente descomponer
las potencias de diez para obtener valores numéricos, cuya solución sea
fácil de determinar. Por ejemplo
3200 = 32 ⋅ 100 = 10 32 ;
Superposición : 10 25 = 50
80 El prodigioso jardin de las matemáticas

Y si a lo dicho añadimos aún que al dorso de la «reglilla» corredera se


encuentra, en la mayoría de las reglas de cálculo, una escala para el cálculo
trigonométrico, y que existen reglas de cálculo especiales para electrotec-
nia, geodesia, etc., así como también para los cambios de divisas, el lector
podrá hacerse una idea de la increíble multiplicidad de facetas de este sen-
cillo instrumento auxiliar.

Hay algo que no debe silenciarse: toda regla de cálculo puede tener,
como es natural, una longitud sumamente limitada, al objeto de que no re-
sulte poco manejable. Esta limitación, sin embargo, tendrá como tope, hasta
cierto punto, la excesiva finura de la división de la escala. Toda regla de
cálculo es por ello más o menos imprecisa, dado que la lectura de decima-
les se haría muy pronto imposible. No obstante, su exactitud es tan grande,
que su empleo en la mayoría de las operaciones de cálculo, tales como, por
ejemplo, las que resuelve el constructor de maquinaria, resulta completa-
mente satisfactorio.
En resumen, la regla de cálculo es un instrumento auxiliar de un valor
inimaginable; sobre todo porque, si bien no posee la exacta precisión de
una máquina de calcular, es incomparablemente de más recursos que ésta.
Una varita mágica 81

Presenta además otra ventaja no menos importante, y es que es suficiente


conocer los trucos y maneras de manejarla, sin necesidad de dominar su
«teoría». Quien no tema hacer el pequeño gasto que su adquisición requie-
re, ni le asuste «practicar» un par de días con la regla de cálculo, habrá en-
contrado en ella un auxiliar para todo el resto de su vida, auxiliar tan eficaz
para la solución de los temas de la escuela primaria como para el trabajo en
los dominios de la ciencia.
Poseer una regla de cálculo y saber utilizarla, es llevar en el bolsillo la
parte práctica, que, en cierto modo, es la más difícil del arte de calcular. ¡A
decidirse y a adquirirla, pues !

Con el título «magia de la tabla de multiplicar» pusimos al paciente


lector en primer contacto con los logaritmos. Para algunos, es posible que
este cartel no responda al contenido. Y, sin embargo, aquel reino irreal de
lo imaginario tuvo también entonces intervención.
Los logaritmos de que nos valemos para nuestros cálculos, y que te-
nemos grabados en las escalas de la regla de cálculo, no son más, por decir-
lo así, que una partes de sí mismos: la parte numérica real y verdaderamen-
te tangible. De suerte que queda sencillamente omitido el apéndice, consti-
tuido por los números fantasmas. Pero esta omisión es tan sólo permisible
mientras nos limitamos a la consideración de los logaritmos correspondien-
tes a números positivos, y la cosa empieza a resultar difícil cuando tratamos
de averiguar el logaritmo de un número negativo, pues se halla incluido de
pleno en lo imaginario y pertenece, por tanto, a unos dominios que son para
nosotros intangibles...
Es preciso que insistamos una vez más en la tan repetida verdad- acer-
ca de la lamentable deficiencia de nuestra capacidad de imaginación. Ex-
tiende, querido lector, un hilo finísimo a través de tu habitación; e imagína-
telo infinitamente delgado. Sobre semejante nonada, sobre este angosto
camino, que ha de ser precisamente de delgadez infinita, irrepresentable (y
que es, sin embargo, la alineación numérica en que nos hemos basado) se
mueve todo nuestro ejército de números reales, ¡toda nuestra ciencia mate-
mática real!Y a su alrededor, en la amplitud infinita del espacio, mora, es-
capando a toda representación, el inmenso mundo obscuro de los comple-
jos. Naturalmente, esta imagen sigue siendo válida incluso cuando admiti-
mos que nuestro hilo -la alineación numérica- se extiende por ambos lados
hasta el infinito.
82 El prodigioso jardin de las matemáticas

Un hilo de araña tendido a través de los espacios infinitos del Univer-


so. He aquí la parte que nos alcanza del inmenso ejército de los números.
Es casi imposible dar una imagen que mejor nos ilustre acerca de la exaspe-
rante y deplorable insuficiencia de nuestras facultades representativas, tanto
más cuanto que tal imagen no es producto de la fantasía de una_ mente so-
ñadora y romántica, sino la pintura veraz de la más sobria y rigurosa de
todas las ciencias...
Presentación del señor coseno 83

PRESENTACION DEL SEÑOR COSENO

Como hemos advertido ya al principio, no nos será posible, ni mucho


menos, estudiar siquiera las más importantes maravillas del inmenso jardín
en el que nos vamos internando. Nos vemos obligados a guardar la modera-
ción más estricta para ilustrar al lector de modo agradable, evitándole exce-
sivas complicaciones y sorteando aquello que habría de repugnarle dema-
siado. Esta limitación que nos imponemos implica tener que realizar extra-
ños saltos, y por tal motivo en la presente ocasión vamos a saltar por enci-
ma de toda una serie de fenómenos para pasar a unos dominios, que aun
siendo de los mirados con temor y antipatía (por cuya razón no han sido
nunca comprendidos como es debido por la mayoría de la gente), no pue-
den quedar totalmente ignorados dada la fundamental importancia que en-
cierran para la vida práctica.
Se trata sencillamente de la Geometría, y en ella vamos a ocuparnos
ahora. El nombre, por sí solo, ya atemoriza un poco, por rememorar malos
ratos pasados, pues el estudiante, desde el momento en que intenta entrar en
este fructífero y maravilloso distrito de las matemáticas, se encuentra ya de
lleno en un áspero matorral de líneas entrecruzadas y tropieza a cada paso
con desusados y difíciles modos de expresión, todo lo cual tiene por conse-
cuencia que, a pesar de la mayor aplicación y celo, no logre alcanzar la de-
seada meta en tanto no llegue a una comprensión básica y clara que le guíe.
84 El prodigioso jardin de las matemáticas

Es por ello necesario que, también en este caso, comencemos por algo prác-
tico y perfectamente asequible.
Como todo el mundo sabe, la Geometría gira esencialmente en torno
del triángulo, con el cual nos encontramos de continuo; de tal modo que
quien desconozca la anatomía de esta figura, tan simple en sí, hallará cerra-
do el paso que conduce a la comprensión de las más sutiles artes geométri-
cas. ¿Por que?
Esta pregunta resulta fácil de contestar. El triángulo es la más sencilla
de las figuras geométricas planas, y por esto es- la base, el fundamento, de
toda representación geométrica, la más simple imagen a la cual pueden re-
ferirse las demás figuras de complicada estructura. Todo problema geomé-
trico podrá ser tenido por verdaderamente resuelto tan pronto como logre-
mos llevarlo al campo de los triángulos. No tenemos manera de representar
un «monoángulo». Tampoco es concebible en la geometría plana corriente,
llamada euclidiana, la representación de un «biángulo», y sólo le hallare-
mos formado por curvas, como, por ejemplo, en la superficie esférica, etc.
Todo el mundo sabe perfectamente le que es un triángulo; es la figura que
tiene tres lados, perímetro, área y -aquí comienza la dificultad de compren-
sión- tiene también tres ángulos. De momento dejaremos de considerar los
tres ángulos. Repasemos lo que acerca de las relaciones del triángulo sabe-
mos ya o debiéramos saber. Al empezar tropezamos en primer lugar con
una tesis, establecida por la humanidad desde hace milenios, y que resulte
precisamente indispensable para nuestros conocimientos geo. metricoma-
temáticos. Se trata del popular teorema de Pita, goras, conocido en el len-
guaje escolar medieval con el nombre de «pons asinorum», o sea puente de
los asnos. Procedamos pues, a resucitar en nuestra memoria ese fundamen-
ta: enunciado
Un triángulo especialmente «simpático» es, sin duda alguna, aquel que
tiene sus tres lados iguales, lo cual -dicho sea de paso- lleva como conse-
cuencia que los tres ángulos sean forzosamente de igual magnitud. Pero,
innegablemente, resulta todavía más «simpático» el llamado triángulo rec-
tángulo, cuya característica principal consiste en que dos de sus lados se
articulan formando un ángulo recto, es decir, un ángulo de exactamente 9o
grados.
Presentación del señor coseno 85

En esta clase de triángulos descansa todo el resto de la geometría. Su


«popularidad» se funda en algo fácilmente comprensible; porque, sabiendo
de antemano que tiene un ángulo que vale 9o grados, no habremos de ocu-
parnos más que de los dos restantes. Eso simplifica extraordinariamente
toda la cuestión, e impone además la de que los tres lados estén relaciona-
dos entre sí por una ley determinada. Y es precisamente el citado teorema
de Pitágoras el encargado de enunciarnos el hecho, tan digno de ser tenido
en cuenta, de que la medida del lado más largo, multiplicada por sí misma,
es exactamente igual al resultado de sumar las medidas de los dos otros
lados. Designemos, como es costumbre, el lado más largo mediante la letra
c y los dos más cortos mediante a y b, y obtendremos la fórmula, tan ame-
nudo repetida, c2 =a2 + b2; o, para hacerlo
más com prensible todavía

(Lado más largo)2 = (un lado corto)2 +


(otro lado corto)2

Lo curioso y útil a la vez, es que haya


triángulos rectángulos en los que los nú-
meros correspondientes a la medida de los
lados vengan representados por «simples»
números enteros, sin que por ello deje de
ser aplicable el teorema de Pitágoras. Si
tenemos, por ejemplo, un triángulo rectán-
gulo cuyos lados son 5, 4 Y 3, respectiva-
mente, veremos que se cumple el enuncia-
do, pues tendremos: 52 = 42:+ 32, osea, 25:= 16 + 9.
86 El prodigioso jardin de las matemáticas

A pesar de su origen milenario, estos triángulos no han perdido actua-


lidad ni importancia. Se puede, además, invertir esta relación, haciendo de-
rivar de la ley pitagórica el «arte» de construir exactamente ángulos rectos.
Tomemos al efecto un cordel fuerte de exactamente 40 cm. de largo, y con
tinta, u otro medio cualquiera, hágase una marca a 8 cm. de distancia de un
extremo y a 15 cm. del otro. Se unen luego los dos extremos del cordón, y
se tensa luego, mediante alfileres, formando un triángulo, de modo que en
cada alfiler quede formado un ángulo. De este modo habremos formado,
con gran exactitud, un triángulo rectángulo de lados 8 cm., 15 cm. y 17 cm.

Éste es un procedimiento primitivo del que se valieron, ya en el antiguo


Egipto, los sacerdotes conocidos por el nombre de «harpedonaptas», para
obtener directamente ángulos rectos cuando trataban de asentar los cimien-
tos de templos o de edificios profanos. También los indios se valieron en la
Antigüedad de igual procedimiento, pero utilizando números distintos, a
saber: 15> 36, 39. De aquí que hoy dia se denomine «egipcio» el triángulo
3-4-5, y reciben, en cambio, el nombre de «índicos» aquellos cuyos lados
guardan la relación de 5: 12: 13 ó 15: 36: 39.

Séanos permitida aquí una ligera digresión. Junto a estas sobrias y tan-
gibles verdades milenarias se nos ofrece un profundísimo misterio matemá-
Presentación del señor coseno 87

tico, que no ha podido ser descifrado todavía hasta la fecha. Se trata del
célebre problema de Fermat. Existe un sinfín de grupos de tres números
que, al ser elevados al cuadrado, puedan relacionarse de igual modo que los
3, 4, 5 antes citados. Pero, y he aquí lo extraordinario, no hay números en-
teros que puedan relacionarse de la misma manera al ser elevados al cubo,
es decir, al tomar terceras potencias. Se posee hoy la prueba de que, hasta
potencias de centésimo grado, no existen números que cumplan esta rela-
ción. Lo que actualmente se ignora todavía' es si para más elevadas poten-
cias será posible hallar algún número que cumpla con esta relación.
Volvamos a nuestro triángulo rectángulo, al que vamos a examinar
ahora con un poco más de detención desde el punto de vista «anatómico».
Llevemos, en efecto, las pinzas de nuestra exploración precisamente allí
donde se toca el punto neurálgico, por ser donde la cuestión se hace más
difícil y menos transparente, es decir, a los ángulos, en cuyos dominios es
de extraordinaria importancia práctica entrar con paso seguro; pues, como
lo demuestra ya una superficial observación de los más corrientes fenóme-
nos vulgares, los ángulos desempeñan en el mundo que nos rodea un papel
directamente predominante. Basta con recordar, por ejemplo, el siguiente
hecho evidente: cuanto mayor sea el ángulo de abertura de una puerta, tanto
mayor será la anchura del paso libre que deja. Y ejemplos como éste, de-
mostrativos de la influencia de los ángulos, se presentan a centenares y a
millares en nuestra habitación y en la oficina. Por otra parte sabemos todos
que existe un sistema de medida para expresar la magnitud de un ángulo,
sistema por cierto práctico y acreditado: se basa en la conocida división de
la circunferencia en grados, minutos y segundos. Según ese modo de con-
tar, un ángulo de 4 rectos -es decir, el formado todo «alrededor» de un pun-
to- mide 36o grados, la medida de un ángulo recto es de 9o grados, etc. Pe-
ro semejante evaluación en grados ofrece, sin embargo, la desventaja de no
ser suficiente para todos los cálculos o, mejor dicho, sólo nos permite cal-
cular dentro de estrechos límites. Efectivamente, si bien el sistema nos
permite, por ejemplo, restar un ángulo de 45 grados de otro de 68 grados,
esta medición en grados no basta por sí sola para lograr deducir la variación
de longitud de los lados de un triángulo como consecuencia de la variación
de magnitud de uno de sus ángulos. Por eso cuando pretendemos realizar
cálculos a base de las magnitudes angulares es necesario seguir distinto
procedimiento y hacer intervenir otras propiedades de los ángulos. Tales
«propiedades» han sido ya debidamente aquilatadas por las matemáticas, y
a su conjunto se le ha dado el nombre genérico de «funciones angulares»,
88 El prodigioso jardin de las matemáticas

nombre que, como otros que hemos oído, suena a cosa difícil y complicada.
No debe asustarnos, sin embargo, pues en realidad únicamente es ofuscador
el nombre, ya que la cosa en sí es bastante sencilla e innocua.
Pero antes de seguir adelante es necesario que trabemos conocimiento
con uno de los más grandes descubrimientos que la humanidad ha realiza-
do. Se trata, por una parte, del arte de representar gráficamente las relacio-
nes matemáticas y, por otra, del arte de traducir las relaciones geométricas
al lenguaje de las matemáticas. Una vez más tropezamos con una extraña
designación presuntuosa, es decir, con el llamado sistema de coordenadas,
y también en este caso lo más importante de esta cuestión es... el nombre.
Imaginémonos un acuario exactamente rectangular con su fondo, que
puede estar recubierto de arena y ocupado por plantas, en el cual nada có-
modamente un pececillo. Planteemos ahora la siguiente cuestión, tal vez
inesperada, pero en todo caso oportuna dentro de nuestro plan: ¿Dónde se
halla realmente el pez en este instante? Con arreglo al lenguaje vulgar, la
situación del más o menos vivaz animal, vagabundeando en su acuario, se
expresaría en una de las siguientes formas: (El pez está justamente en el
centro», «ahora se ha corrido un poco hacia el ángulo posterior derecho», o
«ahora está casi pegado al fondo», etc. Todo esto es expresivo y está bien,
pero, sin embargo,
resulta impreciso y
difuso. Si queremos
ser exactos y deter-
minar la posición
real del pez en su
recipiente, hemos de
llenar en primer lu-
gar un requisito cuya
necesidad sienten
indudablemente con
evidencia la mayor
parte de los hombres,
pero de modo casi
inconsciente. Es me-
nester, ante todo,
escoger y fijar un
punto al que pueda
referirse la posición
Presentación del señor coseno 89

del animal. Puntos nos sobran en nuestro acuario. Partamos, por ejemplo,
del ángulo inferoanterior izquierdo de nuestro recipiente. Ahora nos será
fácil enunciar dónde se encuentra el pez, o, si queremos ser todavía más
exactos, dónde se halla la punta de su boca. Podemos, verbigracia, decir: el
pez se encuentra ahora 4,5 cm. a la derecha de la arista vertical del ángulo;
desde la pared anterior del recipiente hasta la punta de la boca median 6
cm., y desde la boca hasta la base 4 cm. Como se ve de pronto con toda
claridad, la posición del pez se determina de ese modo neta e irrebatible-
mente, y con ello no hemos hecho más que establecer un «sistema de coor-
denadas en el espacio». Medimos las distancias, bien sobre los ejes, bien
sobre paralelas a ellos. Y aparece claro como la luz del día que los tres ejes
son, partiendo del vértice inferior izquierdo: la arista anteroinferior, la ver-
tical izquierda y la arista que desde el citado vértice corre horizontalmente
hacia atrás. Hemos elegido en primer término este ejemplo porque se puede
representar más cómodamente la cuestión en el espacio. Pero para nuestro
estudio de los ángulos no nos será necesario trabajar en el espacio, sino que
podemos limitarnos sencillamente a trabajar sobre un plano. Con lo que se
simplifica la cuestión por bastarnos ahora sólo dos ejes: es decir, direccio-
nes y medidas, que volveremos a construir, de manera adecuada. Repita-
mos, a este objeto, una imagen que servirá para la mejor comprensión del
sistema de coordenadas en el plano. Supongamos que, de pronto, nos ve-
mos obligados a emprender un viaje inesperado, y que, durante nuestra au-
sencia, el electricista tiene que instalar una lámpara en el techo de nuestra
habitación. Como quiera que no podemos hablar con el operario, debido a
la premura del tiempo, tenemos dos maneras para señalar el lugar del cual
ha de pender la lámpara, a saber: hacer de momento una señal con lápiz o
carbón en el techo, o bien, lo que es más cómodo, escribir en un papel: «La
lámpara ha de instalarse a 4 m. del rincón donde está la chimenea, contados
hacia la ventana, y a 2 m. desde la pared de ésta hacia dentro.» Todo error
es ahora imposible. Y lo cierto es que también aquí hemos establecido un
sistema de coordenadas, cuyo «punto de origen» es precisamente el vértice
del ángulo del techo por cuyo rincón pasa la chimenea. Las dos aristas del
techo, a las que hemos referido nuestros datos, reciben el nombre de ejes de
coordenadas o del sistema. Por lo tanto, un sistema de coordenadas plano
consta, en lo esencial, de dos rectas que se cortan en ángulo recto (¡por lo
general!) y del punto de intersección de ambas.
90 El prodigioso jardin de las matemáticas

Además de esto hay, naturalmente, algo que hacer notar. Para ello vol-
vamos con nuestro conocimiento de las coordenadas en un plano, a la su-
perficie de dos dimensiones; extendamos sobre un tablero de dibujo un pa-
pel blanco, elijamos hacia el centro de éste un punto y tracemos por él, me-
diante escuadras y tiralíneas, una recta vertical y otra horizontal. Tenemos,
pues, de nuevo aquí un «punto de origen de coordenadas» y dos ejes, tam-
bién de coordenadas. La superficie del papel queda así dividida en cuatro
partes de igual modo como la esfera de un reloj queda dividida en cuatro
sectores por las cuatro posiciones que toma la aguja mayor cuando señala
los cuartos de hora. Cada una de estas cuatro partes recibe en el sistema de
coordenadas el nombre de «cuadrante». Nos quedan todavía por bautizar
los dos ejes mencionados. También aquí topamos con nombres de extraña
sonoridad para denominar objetos inocentes:

el eje horizontal se llama eje de las abscisas o eje de las x

el eje vertical toma el nombre de eje de las ordenadas, o eje de las y.

Reflexionemos un momento y todo este asunto de las ordenadas nos


recordará algo ya, en cierto modo, sabido. Pues este sistema ya nos es co-
nocido, «a medias» (por así decirlo): basta recordar nuestro fiel termóme-
tro, imagen de las alineaciones numéricas. Y, efectivamente, imaginemos
dos escalas termométricas cortándose en ángulo recto, de tal modo que, por
superposición, las divisiones cero de ambas formen el punto de intersección
de los ejes de coordenadas; con lo cual habremos logrado construir al vivo
un sistema -de coordenadas. La cosa parece a primera vista artificiosa y
hasta tal vez infantil. No obstante, esta intersección de dos termómetros,
considerada como un sistema de coordenadas, nos aclara de golpe algo que
de otra forma habría presentado serias dificultades para el lector, por obli-
garle a un ejercicio nemotécnico que la mente podría incorporar, pero no
asimilar; se trata de los sentidos en que han de contarse, sobre los ejes, los
signos más (+) o menos (-).
Presentación del señor coseno 91

Un vistazo a nuestro sistema de termómetros aclara mejor la com-


prensión real del tema que las más extensas descripciones

Consideremos, primeramente, el primer cuadrante y comprobamos:


tanto en el eje horizontal de la x como en el vertical de las y, para todos los
puntos de dicho cuadrante, leeremos exclusivamente números positivos. En
el segundo cuadrante - y conste que en la ordenación de los cuadrantes va-
mos en sentido contrario al de las saetas del reloj -, la numeración corres-
pondiente al eje vertical de las y es también positiva, pero los números co-
92 El prodigioso jardin de las matemáticas

rrespondientes al eje de las x son ahora negativos. En el tercer cuadrante


todo está «bajo cero» y es, por tanto, negativo. En el cuarto cuadrante las
cosas cambian de nuevo; ahora el eje de las x resulta positivo y el de las y,
negativo.

Ten la bondad, lector amigo, de dibujar y escribir todo esto. Es de ex-


traordinaria importancia comprenderlo con entera claridad, pues, en lo su-
cesivo, necesitaremos recurrir a cada paso al sistema de coordenadas y a
sus tan sencillos misterios. ¡Y estudia, en la figura, la excursión de la mos-
ca matemática!
Tenemos dibujado un verdadero sistema de coordenadas, con sus dos
ejes provistos de graduaciones numéricas en ambos sentidos. Una mosca
indiscreta viene a describir un vuelo en torno a nuestro dibujo matemático y
Presentación del señor coseno 93

se posa precisamente en el primer cuadrante, sobre un punto que corres-


ponde, por ejemplo, a una x de + 2,5 y a una y de + 3,3. Desde aquí avanza
en dirección al eje de las y, al que atraviesa a la altura de una y de + 2,6.
Siguiendo un trayecto irregular, va andando entonces por la región del se-
gundo cuadrante, atraviesa el eje de las x por un punto correspondiente a -
i,g, entra en el tercer cuadrante, que abandona pasando a través del eje de
las y, por y - 3,2; una vez en el cuarto cuadrante llega, finalmente, al punto
correspondiente a las coordenadas: x = + 3/4; y = -4,4. Al parecer, el insecto
está de matemáticas hasta la coronilla, pues, desde el mencionado punto, se
decide por reemprender su vuelo. Pero en su paseo, y del modo más senci-
llo, la entrometida mosca nos ha ido señalando diversas posiciones de pun-
tos en el sistema de coordenadas.
Por fin nos hallamos ya en condiciones de poder abordar la espinosa
cuestión de los ángulos en el triángulo, para lo cual, por cierto, no necesi-
tamos más que una parte de los conocimientos adquiridos.
En el centro del papel recién extendido sobre nuestro tablero de dibujo
marcamos un punto. ¿Lo tienes ya, amigo lector? ¡Bueno, pues! Toma aho-
ra un compás cuyas puntas se hallen separadas 10 cm. -medidos con auxilio
de una regla-. Apoya ahora la punta seca del compás en el punto anterior-
mente elegido y traza un círculo. ¡Con lo cual queda ya ultimada toda la
cuestión! El resultado de esta operación no puede ser más claro: hemos di-
bujado un círculo cuyo radio vale un decímetro, o sea una unidad. En nada
variaría la cosa si en lugar de este valor tomáramos como radio del círculo
un centímetro, una pulgada, una vara o un metro. La longitud absoluta nada
importa; lo único importante es que el radio del círculo corresponda a la
unidad que escojamos para nuestras mediciones ulteriores. Para nuestro
objeto resulta sencillamente más cómodo el decímetro, y designaremos este
círculo con el nombre de circulo de radia unidad o, más abreviadamente:
círculo unidad.
Pasemos ahora a estudiar nuestra cuestión. Principiaremos, al efecto,
trazando, a partir del mencionado punto, o sea del centro del círculo, una
línea horizontal y otra vertical, es decir, un eje x y otro eje y. El origen cero
del sistema de coordenadas así trazado es, pues, a la vez, el centro del cír-
culo unidad. ¡Bueno! Y ahora se acerca, de nuevo, nuestra mosca, de tan
clara «orientación matemática», y empieza a trazar círculos sobre nuestro
dibujo. ¡La punta del lápiz con el que hemos trazado el círculo parece haber
estado en las proximidades de un tarro de miel!La mosca sube hacia arriba,
partiendo del eje horizontal x. La distancia del eje vertical y es, al principio,
94 El prodigioso jardin de las matemáticas

igual a la unidad 1 (más exactamente, 1 dm.); pero, conforme va subiendo,


se aproxima, cada vez más, al eje y. Cuando alcanza el punto más elevado,
la separación es, naturalmente, igual a o. Para cada punto situado en el cír-
culo -es decir, la «situación» en cada momento dado de la mosca-, puede
indicarse de nuevo una x o una y. Juntamente con el radio, estos puntos
forman un triángulo rectángulo.

De este
modo se forma
un número in-
finito de trián-
gulos que tie-
nen dos cosas
en común: los
lados más lar-
gos son siem-
pre iguales. Y
en cada trián-
gulo uno de
sus ángulos es
recto, es decir,
tiene exacta-
mente 90 gra-
dos; cada pun-
to y se encuen-
tra, lo mismo
que el propio
eje y, verticalmente sobre el eje x horizontal. Por el contrario, los dos lados
más pequeños y los otros dos ángulos de los triángulos varían continua-
mente.
De tales triángulos sólo nos interesa, de momento, el lado horizontal,
que descansa sobre el eje de las x. Alguna de sus particularidades nos es ya
conocida, pues sabemos que para un ángulo de o grados, o sea, con el brazo
giratorio en posición horizontal -y esto es para nosotros decisivo-, el lado
horizontal del triángulo tiene exactamente la misma longitud que el radio
de círculo unidad, o sea 1 y para los 90 grados el lado horizontal vale senci-
llamente cero.
Presentación del señor coseno 95

¡La cosa continúa siendo clara!Y con ello hemos comprendido la parte
verdaderamente más difícil: nos hallamos en medio del tan temido reino de
la Trigonometría. Y en nuestro modesto círculo unidad podemos leer todo
lo posible acerca del coseno. El círculo unidad es, por así decirlo, la «mo-
rada del señor Coseno». Y si tenemos alguna dificultad, lo mejor será «bus-
carle» en su propia casa.

Algunos de los triángulos mencionados están representados en la figu-


ra que sigue. El valor del coseno para el ángulo 10 es, por ejemplo, 0,985.
Para el ángulo 60 es exactamente 1/2.
96 El prodigioso jardin de las matemáticas

¿Qué es, pues, el coseno? Tomemos buena nota: es un número puro,


llamado «adimensional» (9), que importa 1 cuando el ángulo es o, y dismi-
nuye al hacerse mayor el ángulo, hasta convertirse en 0, valor que alcanza
en un ángulo de 90 grados.
Como se ve claramente, el coseno de 0 grados es igual a 1; el de 10
grados, igual a 0,985...; después va disminuyendo continuamente y, por
último, a los 90 grados, resulta igual a cero.
Todavía un ejemplo para
facilitar la comprensión
del coseno: tomemos un
libro cuya rígida cubierta
tenga exactamente las
mismas dimensiones que
las páginas.
Coloquémoslo, ce-
rrado, bajo una lámpara
tan elevada como sea
posible. Si levantamos
ahora la cubierta con
toda lentitud, la anchura
de la sombra nos mostra-
rá el valor del coseno de
cada uno de los ángulos
formados por la cubierta
y la primera página del
libro. Este ejemplo será
exactamente ajustado a la verdad tan sólo en el caso de que supongamos la
lámpara colgada a una altura infinita.
Por revelador que pueda ser este ejemplo, nos encontramos ahora con
una pequeña dificultad. El libro no tiene, en realidad, nada que ver con el
círculo unidad; tiene, por ejemplo, una anchura perfectamente real. Habrá
llamado ya la atención al lector que con el radio 1 las cosas no son tan ma-
las. La longitud de este radio es arbitraria; los valores del coseno se presen-
tan siempre como partes de 1

9
Como, por ejemplo, 3, 1/4, l0; para diferenciación de, por ejemplo, 5 cm., 18 1., 36 t.
Presentación del señor coseno 97

cos 0º = 1
cos 30º = 0,8660
cos 60º = 0,5
cos 90º = 0

En el círculo unidad, las longitudes no tienen ninguna importancia; se


trata de una figura matemática adimensional. Sin embargo, no nos dejemos
confundir, y determinemos solamente hasta qué punto deben mantenerse
separadas las formulaciones que utilizamos en la matemática.

¿De dónde se toma el valor exacto del coseno, cuando lo necesitamos?


Pues bien, de sus propias tablas, que se encuentran en todo libro de loga-
ritmos.

Para que podamos calcular también valores numéricos, ofrecemos (pá-


ginas 98-99) una de tales tablas de cosenos.

Si queremos estudiar ahora más exactamente las relaciones del señor


Coseno con los triángulos rectángulos, deberemos entonces incluir de nue-
vo las longitudes en nuestras consideraciones. Empecemos con el cálculo
de las dimensiones de la «moradas del señor Coseno, es decir, del círculo
unidad. Para mantener la coincidencia con nuestras anteriores considera-
ciones debemos elegir como unidad de longitud para nuestras mediciones la
longitud del radio. De este modo se deduce la sencilla definición del cose-
no: si en un triángulo rectángulo, el lado más largo - la hipotenusa - es igual
a la unidad de longitud, la longitud del lado adyacente está en relación con
el valor del coseno del ángulo comprendido.
Si la hipotenusa tiene, por ejemplo, la longitud de 1 dm. y forma un
ángulo de 60° con el lado adyacente, la longitud del lado adyacente será
igual a cos 60 • 1 dm = 0,5 • 1 dm. = 0,5 dm. Naturalmente, nada puede
impedirnos escribir para 1 dm., por ejemplo, 10 cm. La hipotenusa tiene, en
este caso, justamente la longitud de 10 cm. y el lado adyacente es cos 60° •
10 cm. = 5 cm. de longitud. Nada cambia en este principio si damos el pa-
so hacia un triángulo rectángulo de la longitud de lado deseada. Debemos
sustituir, simplemente, «unidad de longitud» por «longitud de la hipotenu-
sa». Vamos a plantear ahora mismo un problema
98 El prodigioso jardin de las matemáticas
Presentación del señor coseno 99
100 El prodigioso jardin de las matemáticas

Una carretera rectilínea, que mide 11 kilómetros, presenta un desnivel


de un grado; ¿a qué distancia horizontal desde el punto de partida del tra-
yecto se hallará un camión después de haberlo recorrido totalmente? Tam-
poco en este caso resulta difícil la respuesta. Dice así: 11 kilómetros multi-
plicados por el coseno de un grado, o lo que es lo mismo,

11 • 0,9998 es igual a 10,9978 Km.

Con la misma sencillez se alcanza la solución del siguiente problema.


Bajo un foco de luz que pende de una altura infinita está puesto un libro de
8,5 cm. de ancho. ¿Cuál es la anchura de la sombra que arroja la cubierta
del libro cuando ésta se halla abierta formando un ángulo de 45 grados? De
nuevo tenemos aquí que la anchura de la cubierta del libro, multiplicada por
el coseno de 45 grados, dará: 8,5 cm. • 0,7071 = 6,0104 cm.

De estos dos cálculos podemos deducir que:

Hipotenusa por coseno = cateto adyacente

Para el «coseno del ángulo» existe también una abreviatura; se escribe,


sencillamente, «cos». Si designamos como a el ángulo formado por la hipo-
tenusa y el lado adyacente, y los lados del triángulo con pequeñas letras, a
saber, la hipotenusa por c y los dos más cortos por a y b, podemos escribir
también: c · cos a = b.

Y de ello se deduce: cos a = b / c.

O, en lenguaje vulgar: El coseno es la relación (el cociente) entre el lado


adyacente y la hipotenusa en un triángulo rectángulo.

Una vez aquí, lector amigo, mira a tu alrededor, fija tu atención en los
objetos que te rodean y allí donde halles un triángulo rectángulo procura
«descubrir» el coseno. Ten, sin embargo, en cuenta lo siguiente:
10) el coseno es siempre un cociente, el resultado de la división del ca-
teto adyacente por la hipotenusa;
2º) a consecuencia de esto: sólo cuando la hipotenusa sea 1, el valor
del coseno corresponderá a la longitud del propio cateto adyacente al ángu-
lo.
Presentación del señor coseno 101

A decir verdad, no resulta muy interesante, a lo menos aparentemente,


lo que hasta ahora hemos averiguado acerca de nuestro buen coseno. Cierto
es que no hay triángulo rectángulo en el que él no desempeñe su papel, pero
al lado de aquellos números que hemos visto destacarse como gigantes y
con los cuales tan a menudo triunfa la ciencia matemática, no aparece en
realidad más que como un mozuelo del todo insignificante que empieza
valiendo cero y que a lo sumo alcanza a valer uno. Antes de intentar aclarar
por medio de algunos ejemplos lo que este recién conocido nuestro tiene,
no obstante, de verdadero gigante y soberano, vamos a iniciar un conoci-
miento sucinto con el señor Seno, hermano del señor Coseno. Los herma-
nos suelen ofrecer un mutuo parecido. Tal ocurre también en este caso. Sin
embargo, el señor Seno es, en cierto modo, un contradictor del Coseno.
Por lo demás, también la morada del señor Seno se encuentra en el cír-
culo unidad. Consideremos, por ello, primero de nuevo los conocidos trián-
gulos rectángulos. No debemos preocuparnos ya de los lados adyacentes; el
señor Seno no siente el menor interés por ellos. Sen = c / a

Nuestro propósito es claro: estudiar cómo varía la longitud del tercer


lado del triángulo en correspondencia con la variación del ángulo. Y des-
pués de una corta observación habremos dado en el clavo, pues vemos que:
dicho lado es igual a cero cuando el brazo está completamente horizontal y
el ángulo es, por lo tanto, también nulo; que dicho lado crece al crecer el
ángulo, para alcanzar finalmente el máximo valor, o sea 1, cuando el ángu-
lo es de 90 grados. Entre estos dos valores (0 y 1) adquiere la longitud del
referido lado toda una serie de valores intermedios; ocurre, en una palabra,
102 El prodigioso jardin de las matemáticas

lo mismo exactamente que ocurría con el coseno, con la sola diferencia de


que se trata del otro lado y referido al mismo ángulo a. De manera entera-
mente similar llegamos a los valores del seno del ángulo - abreviadamente,
«seno a» -, los cuales podemos leer también en el círculo unidad. También
para el seno encontramos todos los valores en las tablas de logaritmos, va-
rias veces mencionadas. Si se estudian con atención estos valores, no tarda
en presentarse una sorpresa: el seno y el coseno varían metódicamente en
sentido opuesto. El seno de 0° es 0, y el coseno de 0° es 1. En cambio, el
seno de 90° es igual a 1 y el coseno de 90° es igual a 0. Es decir, exacta-
mente opuestos. Esto nos permite sospechar que a mitad del camino, es de-
cir, en una magnitud angular de 45°, los dos son iguales. Pues tanto el seno
como el coseno de 45° es 0,7071 (lo que, en el fondo, no significa más que
1 / 2 2 ). El seno de 30° es 1/2,; el coseno de 60° es, asimismo, ½. Exac-
tamente igual es, por ejemplo, seno 8° = cos (90° - 8°) = cos 82°; además,
el seno de 49 grados es igual al coseno de 41 grados, y así sucesivamente.
Teniendo en cuenta las consideraciones hechas ya a propósito del co-
seno, no nos ha de ser difícil definir el seno:

1. Por lo general, el seno es siempre un cociente, el resultado de una


división, la del cateto opuesto por la hipotenusa.

c
senα =
a

2. Sólo cuando la hipotenusa es igual a 1, el valor del seno correspon-


de a la longitud del lado opuesto al ángulo. Con lo que, naturalmente, no
debemos olvidar que esto es válido solamente en el triángulo rectángulo.

Por el momento nos daremos por contentos con este conocimiento. En


total, son cuatro hermanos de tipo semejante dos a dos: seno y coseno, tan-
gente y cotangente, acerca de los cuales habremos de informarnos después
con más detenimiento. Averigüemos ahora lo que son capaces de realizar
por el mundo estos dos mozuelos que llevan los nombres de Seno y Cose-
no. ¡Su poder espanta !

Tenemos, por ejemplo, un tren que conduce al extraradio. El trayecto


es recto y exactamente horizontal. Los hermanos Seno y Coseno no tendrán
Presentación del señor coseno 103

mucho que aportar aquí, pues si es horizontal quiere decir que el ángulo del
declive del trayecto es cero, y entonces el señor Coseno equivale a 1 y el
señor Seno a 0. Y si el tren se para habrá llegado simplemente allí donde lo
han llevado la fuerza de la locomotora y la energía cinética acumulada en el
peso del tren. Pero ahora viene una rampa. Supongamos que la cuesta sube
formando un ángulo de 1/2 grado. Al instante interviene nuestro par de
hermanos. El señor Coseno se encarga de ejecutar algo fantástico, pues lo-
grará aligerar el peso del tren. Mientras corría por el llano, todo el peso del
convoy (supongámoslo de 300 Tm.) cargaba sobre las ruedas. Sin embargo,
en la rampa ya no ocurre lo mismo, pues el peso que descansa ahora sobre
las ruedas resulta ser de sólo 300 Tm. · cos ½ grado, lo cual equivale a 300
. 0,999962= 299.9886 Tm. (10). El tren se ha aligerado en 11,4 kilos - ¡no es
mucho, verdaderamente!-; es decir, la presión ejercida por mediación de las
ruedas sobre los raíles ha disminuido en 11,4 kilos. Naturalmente, este peso
no puede desaparecer. El señor Coseno se lo traspasa, en cierto modo, a su
hermano Seno. Eso hace que del gancho de tracción de la locomotora
«cuelgue» real y efectivamente, en sentido de la pendiente abajo, una fuer-
za igual a una fracción del peso de 300 Tm. del tren. Esta fracción es la que
corresponde a 300 Tm. · sen 1/2 grado, y por lo tanto, a 300 . 0,008727 =
2,6189 Tm., o sea 2.618,1 Kg. El maquinista se ve obligado a dar más va-
por para vencer la pertinaz fuerza retentiva, que vale más de 2.500 Kg., que
es debida al ángulo de la pendiente -al seno- y dirigida hacia el fondo del
valle. Si el tren se parase en la pendiente habría que poner inmediatamente
en acción los frenos, pues de no hacerlo así el señor Seno arrastraría inexo-
rablemente el tren cuesta abajo. Puede uno imaginarse lo costoso que este
maldito doble juego de los dos hermanos resulta en trabajo y dinero para las
explotaciones de ferrocarriles del mundo entero, así como para todos los
camiones, ciclistas y peatones: en trabajo por la sobrecarga exigida a la
máquina en las cuestas arriba, y en dinero por el desgaste del material a
causa de los frenos en las cuestas abajo, etc. Y ambos son de una tiranía
inexorable no aceptan la más mínima «exención» ni consienten la más in-
significante excepción a los duros tributos que imponen. Y con esto habrá
vislumbrado ya el lector algo acerca del papel todopoderoso que en la so-
bria e insípida Geometría desempeñan nuestras recientes amistades.

10
El cos ½ , se diferencia sólo muy poco de 1, de modo que podemos considerar ya
seis lugares detrás de la coma
104 El prodigioso jardin de las matemáticas

¡Pero volvamos a nuestro don Coseno! He aquí un ejemplo que de-


muestra hasta qué punto hace sentir su influencia en todas partes, y que
sorprenderá seguramente tanto a los felices terratenientes como a aquellos
que sueñan con poseer aunque sólo sea una modesta parcela de jardín. He
aquí que nos ofrecen en venta, pongamos por caso, dos parcelas de terreno,
a elegir. Supongamos que ambas tengan una misma longitud y anchura;
digamos, por ejemplo, 100 metros justos de lado. Pero una de ellas se ex-
tiende sobre el llano; la otra, en una pendiente bastante empinada y orienta-
da al Sur. Ahora cabe la pregunta: ¿qué parcela nos conviene mejor? Tam-
bién en esta ocasión decide el importante y definitivo señor Coseno, de la
siguiente manera: en la parcela llana, el coseno es igual a 1, puesto que no
hay allí rampa alguna, ningún ángulo de inclinación o, con otras palabras,
no «pinta» nada el coseno, pues es evidente por doquier que cualquier nú-
mero multiplicado o dividido por 1 no sufre variación. En lo que respecta al
terreno en pendiente orientada hacia el Sur, la cosa ya es distinta. Éste se
extiende sobre un ángulo de inclinación de -supongamos- 15 grados.
Es terreno abonado para la intervención inflexible e inexorable de tal
coseno, cuyo valor para el ángulo citado es de 0,9659. Y no hay en el orbe
poder alguno que nos libre de este importante factor, del valor del coseno,
que actúa de muy curioso modo y va a inclinar la balanza para decidir la
compra, haciendo entrar en juego una consideración de peso; pues como en
ningún registro ni en ningún catastro se toma en consideración la longitud
real de una parcela, sino la llamada longitud proyectada, o sea reducida a la
horizontal, ¡vamos a adquirir en realidad un trozo de terreno mucho mayor!
¡Si compramos y pagamos 100o metros, longitud del mismo en sentido
horizontal, la intervención del señor Coseno hace que obtengamos de hecho
100: 0,9659, o sea 103,5 m., medidos a lo largo de nuestra parcela! Pero
hay más: es por el señor Coseno por quien actúa con «mayor vigor» la
energía del Sol en esta ladera orientada al Mediodía. Gracias a su influencia
hemos salido incuestionablemente más favorecidos afincándonos en la ver-
tiente Sur que si lo hubiéramos hecho en la llanura o en la ladera que da al
Norte, pues aun cuando en esta última el amigo Coseno habría aumentado
también la extensión, habría en cambio debilitado la energía solar. ¡A
comprar, pues! Pero el inflexible soberano Coseno nos exige en seguida su
tributo, que pagamos tan pronto como comenzamos a andar o a hacer aca-
rreos en la parcela de nuestra propiedad; porque si bien empieza por alige-
rar traicioneramente nuestro peso, ocurre que el señor Seno, que acecha en
todas partes, acude simultáneamente en auxilio de su hermano Coseno y
Presentación del señor coseno 105

nos obliga a realizar mayor trabajo cuesta arriba, para fustigarnos, en cam-
bio, las corvas al bajar.
Si tenemos en cuenta el papel que desempeñan en la marcha del mun-
do y reconocemos la fuerza de su terrible y despiadado puño, mediante el
cual mantienen a raya al orbe entero, no podremos por menos que admirar-
nos ante el poder omnímodo de nuestros recién conocidos personajes geo-
mé, tricos. ¿Quién azota el desierto del Sahara con los ardientes y mortífe-
ros rayos; mantiene en las mágicas selvas del trópico, palpitantes de calor y
humedad, la incesante canícula; procura el suave clima propio de las zonas
templadas, y sepulta la zona polar de la Tierra bajo eternas corazas de hielo
y desiertos de nieve? ¿Quién nos trae el calor estival, el encanto de la pri-
mavera, el bello y declinante morir del otoño, y el frío y la escarcha inver-
nales? ¡Nadie más que el señor Coseno!Y la cosa se explica, una vez más,
por consideraciones tan sencillas como fundamentales e irrevocables ex-
pongamos a la luz directa del Sol una hoja de papel blanco. Indudablemente
éste lucirá más intensa y claramente; es decir, su brillo será de máxima po-
tencia cuando los rayos del Sol caigan perpendicularmente sobre su super-
ficie, o sea, por tanto, cuando el ángulo formado por los rayos solares con
la perpendicular levantada en un punto de la hoja de papel sea de o grados.
Pero a medida que vayamos inclinando el papel su iluminación será más y
más débil; y si se consideran las cosas desde el punto de vista estrictamente
teórico, puede llegar a no ser batido por los rayos solares, sino simplemente
rozado por ellos, y esto sucederá en el instante en que dispongamos el papel
exactamente en dirección paralela a dichos rayos; y el hecho de que en esta
posición no quede completamente a «obscuras» se debe a la acción de la
luz reflejada por los demás objetos circundantes y por el firmamento. Como
ya adivinamos, el señor Coseno hace sentir también en este caso su influen-
cia. Hay una sola posición del papel en la que no se modifica la acción de
los rayos solares (la normal a éstos); en los demás casos el coseno, debido a
su valor decreciente, reduce la actividad de los mismos hasta llegar a anu-
larla por completo. Y exactamente igual que con la hoja de papel procede el
despiadado Coseno con la totalidad del globo terráqueo. En el trópico posee
el valor de «uno», ya que el Sol brilla siempre casi en el cenit, y por eso en
aquella latitud el señor Coseno deja llegar la energía solar con poca merma.
En nuestras latitudes es ya mayor la reducción, debido a recibir la luz solar
bajo mayor ángulo con la normal. Y en aquella región del globo donde el
Sol puede elevarse muy poco en el horizonte, es decir, en el círculo polar,
el coseno es todavía de menor valor, hasta el punto que, por la gran reduc-
106 El prodigioso jardin de las matemáticas

ción que impone la acción del Sol, el calor recibido de este astro en las re-
giones gélidas resulta insignificante para poder compensar el descenso de
temperatura determinante de los terribles fríos que cubren aquellas tierras y
mares de un perpetuo caparazón de nieve y hielo, fenómeno que la sucesión
de las estaciones, debida también exclusivamente al señor Coseno, tiende a
compensar.
¡Y aún habrá quien se atreva a afirmar que la Trigonometría, campo de
acción del tal señor Coseno, es un árido desfile -de fórmulas y núme-
ros!Mucho habría que buscar para hallar un tirano tan singular, romántico y
desconsiderado como el señor Coseno, que, a pesar de todo, sólo alcanza a
valer 1.

Después de las sorpresas que nos ha reportado el más intimo conoci-


miento del par de hermanos llamados Seno y Coseno, no sería perdonable
que nos echáramos a dormir sobre nuestros «laureles trigonométricos». Y
es tiempo ya de que trabemos conocimiento con la «tangente», imprescin-
dible para la comprensión de las matemáticas superiores. ¡La cosa seguirá
siendo aquí también muy sencilla !
Ya sabemos que los lados del triángulo rectángulo están en una firme
relación de dependencia con el ángulo α - naturalmente, en concordancia
también con el ángulo β; pero esto no nos interesa ahora tanto- y esta rela-
ción es

a b
senα = y cos α =
c c

En matemáticas no se habla de «dependencia», sino que se sirve para


ello del concepto de «función». Un «algo» depende de otro «algo», y todo
el conjunto recibe el nombre de «función». Todo esto suena muy sencillo,
pero en realidad puede procurarnos muchos dolores de cabeza cuando se
trata de estudiar funciones complicadas. Es aquí donde empiezan en reali-
dad las matemáticas; en su parte principal debe ocuparse de tales estudios
(análisis). ¡Pero no tengamos miedo! Ocurre aquí como en la vida comer-
cial: el comerciante Juan ha contraído deudas con sus proveedores. El asun-
to «funciona» perfectamente; de acuerdo con sus ingresos, va amortizando
sus deudas. Sus preocupaciones no son muy grandes... ¡Juan entiende de su
negocio!Muy distintos son los «compromisos» de una gran empresa indus-
Presentación del señor coseno 107

trial; en este caso se requiere ya un hábil experto en finanzas, capaz de do-


minarlo todo. Con estos claros ejemplos de «funciones» pueden quedar tra-
zados los límites de nuestra ambición.
Pero ¡volvamos ahora a nuestras funciones angulares !
El señor Coseno es responsable para la relación de lados entre el lado
adyacente y la hipotenusa, en tanto el señor Seno se ocupa de la relación
entre el cateto opuesto y la hipotenusa. Es, sin embargo, también evidente
que la relación entre los dos catetos depende asimismo del ángulo α, es de-
cir, es una función
angular. Recibe el
nombre de «tan-
gente» (abreviado
«tg»).

a
tgα =
b
Las relaciones de
parentesco son fá-
ciles de determinar.
:
Puesto que a = c • sen a, y b = c • cos a, resulta, muy sencillamente

Con ello podemos reconocer ya algunas características de esta nueva


función. Si, por ejemplo, a = 0°, la tg 0° = 0 (sen 0 : cos 0° = 0 : 1 = 0). Si
sen a = cos a, es decir, pues, a 45°, la tangente será igual a 1. Y ahora em-
pieza la cosa a hacerse interesante, pues este personaje sale muy distinto de
los demás, es capaz de hacerse mayor que 1. Así, tg 60 = 1,7321 (esto
equivale a 3 ). Pero la señora Tangente es capaz aún de mayores cosas.
La tangente de 80° es ya 5,3713 a 85° sube hasta 11,430, y a 89° alcanza
hasta 57,290. De 89' a 90° parece perder los estribos. Conforme va acer-
cándose a los 90°, tanto más escapa a todos los límites conocidos. Tampoco
nuestra fórmula nos permite comprender lo que sucede
108 El prodigioso jardin de las matemáticas

Esto es un completo absurdo, pues nosotros no podemos, ni debemos,


dividir por el cero. Nada cambia en la situación si se dice que la tangente
del ángulo de 90° es «infinita». ¿Qué significa este «infinito»? Nadie sabe
cuál es su aspecto. No puede decirse siquiera que sea un número. Tomare-
mos nota, por tanto, de que para el ángulo de 90º no puede definirse ningún
valor para la tangente. La usual denominación, no demasiado afortunada,
de tg 90º = ∞ («igual a infinito») no tiene, por consiguiente, más que un
carácter simbólico.
¡Pero volvamos de nuevo a nuestro círculo unidad !
También los valores tangencia-
les pueden determinarse en el círcu-
lo unidad. Sin embargo, no quere-
mos aburrir demasiado al lector con
largas explicaciones. Lo que debe
decirse sobre este particular puede
deducirse del gráfico adjunto. Lo
importante es aquí leer los valores
de la tangente en la tangente al cír-
culo unidad. De ahí ha recibido su
nombre la tangente. No debe, pues,
sorprendernos el que siempre que se
habla de tangentes entre también en
juego la tangente.
La importancia de la señora
Tangente es, por lo menos, tan con-
siderable como la de sus hermanos.

Veamos ahora un ejemplo: El desnivel de un trozo de vía férrea ha si-


do calculado de tal modo que por cada kilómetro se eleva 5 m. ¿Cuánto mi-
de el ángulo de la pendiente? La contestación es muy sencilla: la tangente
del ángulo buscado será, llanamente, igual al cateto opuesto dividido por el
cateto adyacente; o escrito en otra forma

5m 5
tan gente del angulo de desnivel = = = 0,005
1Km 1000
Presentación del señor coseno 109

En vista de esto podemos decir también: el desnivel de la vía en aquel


trozo es de 5/1000 (léase «cinco por mil»). Mas si quiero expresar el ángulo
en grados buscaré en las tablas la magnitud del ángulo cuya tangente es
igual a 0,005 y encontraré allí que es de 0 grados, 17 minutos, 49 segundos.

Hagamos hincapié en el hecho importantísimo de que al querer valorar


una pendiente, y tanto si la indicamos de palabra como por escrito, habre-
mos de hacerlo expresándolo por la tangente del ángulo. Una inclinación o
desnivel de 1 : 7 corresponde simplemente a un ángulo de desnivel cuya
tangente es 1/7 o, expresado en forma de fracción decimal: 0,142857. Si se
busca en una tabla de tangentes, hallaremos que le corresponde un ángulo
de 8 grados, 7 minutos y 30 segundos. Así, pues, en nuestra tangente reco-
nocemos una antigua expresión, desde hace mucho tiempo conocida y em-
pleada en la vida corriente. Más adelante insistiremos de nuevo sobre la
extraordinaria importancia que tiene la exacta comprensión de esta magni-
tud.
La señora Tangente, como es natural, no quiere ser menos que la pare-
ja fraterna formada por Seno y Coseno. Por tanto, también ella tiene una
hermana, una hermana gemela a la cual se halla más vinculada aún que los
hermanos Seno y Coseno entre sí. Esta hermana gemela se llama Cotangen-
te (abreviatura: «cotg»). La cotangente - indica la dependencia del ángulo a,
de la relación entre los dos catetos entre sí. Si examinamos a las dos her-
manas comprobaremos que son casi gemelas

De ello deducimos inmediatamente las relaciones de parentesco

¡Cada una de ellas representa el valor recíproco, el valor inverso, de la


otra! Divídase 1 por la tangente de un ángulo y se obtendrá la cotangente
del mismo, y viceversa. Poco es lo que debemos añadir aquí todavía para
borrar fantasmas que pudieran asustar al temeroso lector.
110 El prodigioso jardin de las matemáticas
Presentación del señor coseno 111
112 El prodigioso jardin de las matemáticas

Como ya hemos visto, las funciones angulares están muy próxima-


mente emparentadas entre sí.
A partir de estos parentescos funcionales, y a los fines prácticos del
cálculo, se han llenado -¡calculando por bajo!- cuatro o cinco páginas con
otras fórmulas que, a primera vista, atemorizarían al novato, inspirándole
un horror incurable hacia toda la Trigonometría. ¡Bien mirado, en el fondo
es siempre el mismo «juego»!; pues la cosa no pasa de mover y remover,
mirar y remirar, ya de un lado, ya de otro, nuestro dichoso triángulo de lado
unidad, para sacar a relucir esta o aquella relación de parentesco entre las
funciones angulares. No puede ser objeto de este libro penetrar - dentro de
semejante matorral, aparentemente tan espinoso, y si alguien debe entrar
forzosamente en él, ¡anímese!, pues las espinas en apariencia tan peligrosas
se quiebran por sí solas siempre que uno no se deje aturdir.
Un importante ejemplo puede subrayar esto. Si nos acercamos con el
«teorema de Pitágoras» al triángulo rectángulo, tendremos a2 + b2 = c2, o si
dividimos todos los miembros por c2

Ahí tenemos, justamente, los cuadrados de las relacion entre los lados,
para los que son responsables los señores secno y coseno. De modo que es
válido simplemente

Léase: «seno al cuadrado de alfa más coseno al cuadrado de alfa igual


a uno». Sen α no es más que sen α . sen α = (sen α)2; es decir, simplemente,
una forma más adecuada de notación que «seno de alfa al cuadrado».

Pero no acaba aquí la cosa. Si alguien encuentra alguna dificultad en la


Trigonometría, debido tal vez a que no lo ha visto todo sencillo y claro,
siempre le quedará un último recurso: «¡Volver al círculo unidad!» Sería
lástima que hoy día, en el siglo del incontenible avance triunfal de la técni-
ca, haya alguien que, queriendo colaborar, no se ponga al corriente en estos
importantes dominios de la más poderosa de las ciencias auxiliares de aqué-
lla.
Presentación del señor coseno 113

Casi tememos haber cansado un poco la atención del lector, al introdu-


cirle en este extraordinario mundo geometricomatemático. Y para aliviarle,
le anunciamos que arrojaremos simplemente por la borda mucho de lo que
nos queda por decir y que, por otra parte, ofrece escasa importancia en or-
den a la aplicación práctica de las matemáticas. Digamos solamente que
existen además algunas curiosas inversiones de nuestras consecuentes fun-
ciones angulares, tales como las llamadas funciones ciclométricas en las
cuales el arco, es decir, ángulo, constituye el punto de partida; así como
también las denominadas funciones hiperbólicas, que no corresponden al
círculo, sino a la elegante curva hiperbólica. Pero todo esto serviría más
para intimidar que para instruir y nos llevaría indudablemente a un zarzal
de representaciones realmente espinosas.

Hablando de esto viene a punto una pregunta que merece ser contesta-
da: ¿Qué relación puede existir entre nuestros modestos ángulos y aquel
pavoroso y extraño «imperio imaginario» de los complejos? ¿No estamos a
distancia considerable de él? Debería ser así, porque hasta ahora no hemos
hecho más que practicar sencillos trabajos manuales y movernos pacífica-
mente dentro del círculo de radio unidad, tal como Schiller hace decir al
soldado de Wallenstein, con ironía: «Necio e indolente, como el jamelgo en
torno de la noria, se mueve el paisano siempre alrededor del círculo.» Y no
obstante -por lo que se refiere a nuestras funciones angulares, simples rela-
ciones numéricas entre los lados de an triángulo rectángulo-, hemos de con-
fesar que nos hallamos próximos a_ aquel reino fantástico; una vez más
pisamos in cierto modo sus fronteras. Y una vez más disponemos de una
«cabeza de puente», una piedra miliar esculpida con -aracteres rúnicos, cu-
ya inscripción misteriosa pudo ya reconocer e interpretar el célebre Euler
mediante la famosa ecuacion de su nombre. La ecuación de Euler se expre-
sa así

(léase: «e elevada a la potencia i alfa es igual a..., etc.»). Pero como esta
ecuación está basada en un modo de expresión de los ángulos completa-
mente nueva (esta fórmula es válida cuando los ángulos se miden mediante
unidades de arco más adecuadas al cálculo analítico), no vamos ni a inten-
tar siquiera traducirla al lenguaje vulgar.
114 El prodigioso jardin de las matemáticas

Abandonamos, pues, la cuestión en este punto, no sin hacer observar


que además de las misteriosas e e i que desempeñan marcado papel en este
caso, interviene también (y no podía faltar), el número π, aunque «embos-
cado» en la formación de la unidad de arco utilizada.

La e, la i y π, que, como hemos visto en repetidas ocasiones, gobiernan


toda la ciencia matemática, y con ella al mundo entero, siguen pesando so-
bre nosotros...
El lenguaje de las matemáticas 115

EL LENGUAJE DE LAS MATEMATICA.S

Ya desde el principio hemos dado a nuestro avance por el ámbito de


las matemáticas el aire de un paseo por un jardín botánico. Pero hay gentes
que, a pesar de ser cultas e ilustradas, sienten cierta prevención contra los
jardines botánicos, motivada casi siempre por causa de las denominaciones
«exclusivamente latinas» empleadas en la mayoría de estos jardines. La
verdad es que el placer de contemplar plantas tan hermosas e interesantes
se minora considerablemente cuando nos las presentan con la etiqueta de un
nombre latino incomprensible, que habremos de olvidar al instante. ¿No
resulta_ chocante ver que, por ejemplo, una simple coliflor viene designada
con el nombre de Brassica oleracea forma botrytis, y que un vulgar rábano
se denomina Raphanus sativus forma radicula2
No estimo del todo injustificados tales recelos, dado que el latín no es-
tá al alcance de todo el mundo.
Por desgracia, las matemáticas poseen también un lenguaje propio, sus
propios signos, oraciones, imperativos, etc., y su propia sintaxis. De suerte
que, aun cuando se asemeja a la escritura corriente, este modo desusado de
expresión sorprende, no obstante, a los no versados en ellas, haciendo que,
de antemano, ya sean presa de sensible desconfianza y no poca repulsión. Y
de aquí nacen un sinfín de equívocos, y el desaliento y la angustia, dignos
de compasión, que acosan al novato puesto enfrente de una fórmula y que
se renuevan cada vez que se halla en presenca de semejantes instrumentos
de tortura.
116 El prodigioso jardin de las matemáticas

Intentemos, pues, explicar las características fundamentales de esta


lengua y conjurar de tal suerte en gran parte los temores que suelen asaltar
al profano ante cada signo, fórmula o enunciado matemáticos, para evitar
que sucumba al deprimente sentimiento de inferioridad.
Partamos del lenguaje vulgar. Una ligera reflexión hace evidente que
el núcleo de toda oración está constituido por el verbo, mejor dicho, el ver-
bo que afirma el predicado. Si faltase éste la oración resultaría incompleta e
incomprensible, y solamente tendría sentido en el caso de que el verbo au-
sente pudiera sobreentenderse sin esfuerzo, como, por ejemplo, en la si-
guiente afirmación: (¡Oh, estos niños!», o en «¡Horrible accidente ferrovia-
rio!» Algo idéntico ocurre en las matemáticas, sólo que con una importante
diferencia, favorable e inmensamente simplificadora. Mientras que en el
lenguaje vulgar disponemos de un número grandísimo de verbos atributi-
vos, de predicados verbales, en las matemáticas no hay, en realidad, más
que uno solo: es éste el comúnmente conocido «signo de igualdad», es de-
cir, «=», que traducido en palabras expresa «es igual a». Y si es verdad que
al lado de este capital y fundamental verbo matemático hay otros, tales co-
mo los signos (>) «mayor que» y su inverso (<) «menor que», etc., éstos no
son, en modo alguno, tan importantes. Claro está que el signo de igualdad
expresa siempre un estado de hecho, una afirmación, una verdad adquirida,
tal como la de aquellas oraciones matemáticas conocidas incluso por los
chiquillos de la escuela, aunque rara vez comprendidas por ellos en su im-
portancia capital, a saber: 3 x 4 = 12 ó 7 – 4 = 3. En cuanto a los otros sig-
nos matemáticos que se emplean en combinación con el todopoderoso sig-
no de igualdad, la mayoría de nosotros los hemos intuido, por decirlo así,
aunque sin comprenderlos con suficiente claridad.
Si bien el signo de igualdad, como dijimos, expresa una afirmación ro-
tunda e irrebatible, todos los demás signos matemáticos, tanto si se trata de
los signos + o -, generalmente conocidos, como del pavoroso signo integral
∫, equivalen a una orden imperativa. Con ellos no se expresa más que un
mandato o, si se quiere, una señal para la realización de una operación de-
terminada. Con esto nos hallamos ya en condiciones de traducir a nuestro
lenguaje corriente, aunque de un modo un tanto ridículo si lo hacemos lite-
ralmente, algunos enunciados matemáticos. Si vemos en alguna parte 3 · 4
= 12, sabemos ya que esto significa en el lenguaje común: multiplicad 3 por
4 y el resultado será igual a 12. Y análogamente, 7 - 3= 4 significa: restad 3
de 7 y 10 que quede será igual a 4.
El lenguaje de las matemáticas 117

Gracias a estas operaciones de tan fácil interpretación estamos en con-


diciones de comprender, mediante nuestros conocimientos del lenguaje ma-
temático, una escritura que tantas dificultades reporta, por lo general, a los
no matemáticos: el cálculo con letras. El cálculo literal se hizo necesario
para poder establecer y expresar, en el lenguaje propio de las matemáticas,
los conocimientos y leyes generales que constituyen esta ciencia.
Nuestros números usuales no tienen ninguna condición para caracteri-
zar relaciones de validez universal, y esto por la simple razón de que cada
número en sí posee peculiaridades bien definidas, es decir, su «individuali-
dad». Veamos un sencillo ejemplo: supongamos que necesito establecer la
diferencia fundamental existente entre la multiplicación y la adición de los
números. Con números particulares la cosa no resulta, pues tropiezo enton-
ces con terribles contradicciones. Así, por ejemplo, tengo que 2 • 2 = 4,
pero no deja de ser igualmente cierto que también 2 + 2 = 4. Si pretendiera
sacar consecuencias de esta equivalencia de resultado y establecerla como
tesis de aplicación general a todos los números, daría lugar a un lamentable
sinsentido, pues resultaría que otros números sometidos a la misma expe-
riencia matemática se comportarían de muy distinto modo; así, mientras
que 1 • 1 = 1, se tiene, en cambio, que 1 + 1 = 2; o también: 3 • 3 = 9, en
tanto que 3 + 3 = 6. En estos dos últimos experimentos con el 1 y con el 3
puede fundamentarse una ley que si la vislumbramos será de modo muy
confuso, pero que nos aparecerá, por el contrario, sumamente clara si en
lugar de experimentar con números particulares lo hacemos con un símbo-
lo, tal como la letra a, por ejemplo. Obtendremos entonces la expresión in-
equívoca a • a = a2.
Vertida al lenguaje vulgar, la ley calculatoria que acabamos de hallar
dice así: Todo número, cualquiera que sea, multiplicado por sí mismo, da
su cuadrado. Pero, en lo que se refiere a la adición, la cosa varía por com-
pleto, pues el resultado es totalmente distinto. Si escribo a + a obtendré con
el resultado de esta operación: 2a; y veo, expresándolo en palabras, que
todo número sumado consigo mismo equivale a un valor doble del suyo
propio, y no a su cuadrado. Al aplicar el cálculo literal hay que tener siem-
pre presente una cosa, y es que el número que queramos representar por el
símbolo a debe conservar siempre e incondicionalmente su propio valor
dentro de una misma operación. Por ejemplo, si hacemos el cálculo del gas-
to diario correspondiente al sueldo del mes, no puede pasarse, de repente,
de pesetas a cocos, pongamos por caso, y será preciso que para cada uno de
los números que puedan ir apareciendo en la cuestión escojamos otros tan-
118 El prodigioso jardin de las matemáticas

tos símbolos distintos,. tales como b, c, u otras cualesquiera de las restantes


letras.

¡Y con esto podemos ya empezar a calcular sin trabas !

Como es de sobra conocido, el área de un rectángulo es .igual al producto


de multiplicar su lado menor por su lado mayor. Si quiero traducir esto al
lenguaje matemático, lo primero que necesito hacer -y esto se ha dicho muy
raras veces con la debida claridad - es explicar lo que representa cada una
de las letras que intervienen en nuestro estudio y decir: en el ejemplo senta-
do, a representa el valor del lado menor, b el del mayor y S la extensión, o
sea el área. Una vez convenido esto, la traducción a nuestro lenguaje ma-
temático será la fórmula: S = a x b, y para remachar todavía más todo esto,
diremos que si omitimos o ignoramos esta clave de representaciones, es
decir, si desconocemos el significado de las letras a, b y S, la fórmula resul-
tará en sí incomprensible; pudiendo ocurrir en el mejor de los casos que
adivinemos lo que esas letras quieren decir, pero al mismo tiempo puede
igualmente suceder que en este ejercicio de adivinación dejemos sin valorar
algún hecho fundamental que nos haya pasado inadvertido.
Precisamente por ocuparnos ahora en las «letras-símbolos», será opor-
tuno mencionar que existen en matemáticas toda una serie de símbolos fi-
jos, que tienen siempre y en toda circunstancia la misma significación y
que, por así decirlo, no son más que estenogramas, signos taquigráficos,
expresivos de más amplios conceptos o de determinados valores numéricos.
Así, por ejemplo, el célebre número de Ludolf, o número pi, que representa
en realidad una fracción decimal de infinito número de cifras, no se expresa
nunca por sus cifras en el cálculo literal, sino sencillamente por medio de la
letra griega π, exactamente del mismo modo que para expresar el número
fundamental y cardinal, base del sistema logarítmico natural, se escribe y
dice siempre e.
Hay asimismo en nuestro vocabulario una serie de símbolos «bloque»
también invariables en su significación. ¡Son fáciles de aprender de memo-
ria!Son fáciles de descifrar por su aspecto, y de este modo comprendemos
clara y significativamente las fórmulas que nos conducen al cálculo de lon-
gitud de la circunferencia y del área del círculo. Para llegar a ellas se ha de
establecer previamente la clave: así, llamando S al área del círculo y C a la
longitud de la circunferencia, obtendremos las fórmulas más frecuentemen-
te usadas para expresar dichas relaciones, a saber: S = π · r2 y C = 2·π·r. Y
El lenguaje de las matemáticas 119

como ejemplo de la influencia de los símbolos escogidos, veamos lo que


ocurre al variar uno de los vocablos que forman la frase, o mejor dicho, al
introducir uno nuevo: si desbancamos al radio y entronizamos al diámetro,
veremos en seguida cómo se modifican nuestras fórmulas. que ahora resul-
tan ser, respectivamente

π ·D 2 d
S= y C = π ·D; pues r = y 2r = d
4 2

Repitámoslo, pues, una vez más: ¡Atiéndase siempre rigurosamente a


la significación de los símbolos, condición necesaria e imprescindible para
comprender cualquier enunciado matemático !
Falta todavía lo que quizá tiene más importancia. Hasta aquí nos
hemos referido exclusivamente a la comprobación matemática de las fór-
mulas correspondientes a tesis ya establecidas. Pero, como es sabido, la
interrogación es el alma de toda investigación y las matemáticas, para po-
der progresar, han debido tener la posibilidad de indagar e investigar par-
tiendo de un caudal conceptual e idiomático. Debe haber, pues, también
una interrogación matemática, es decir, una proposición mediante la cual se
busca precisamente un resultado. Y así es, en efecto. Pero la interrogación
matemática difiere por entero de la del lenguaje corriente, porque aquélla se
escribe y expresa indefectiblemente en la acostumbrada forma afirmativa,
cuya esencia está representada por el signo de igualdad. Y, gracias a un
artificio fundamental y genial por su simplicidad, la afirmación -que en el
fondo continúa subsistiendo siempre- queda transformada en una interroga-
ción. El ardid consiste en designar con una letra especial aquella cantidad
que nos es todavía desconocida, pero que perseguimos y deseamos descu-
brir. Al deducir la regla logarítmica de las raíces hemos hablado ya de este
hecho. Como es generalmente sabido, este puesto de honor se cede a la x
minúscula latina, y si las cantidades buscadas son más de una, se echa en-
tonces mano de las letras que siguen o anteceden a la x al final del alfabeto:
y, z, la u, etc. Ahora bien, de momento, y para simplificar, nos quedamos
solamente con la x. Ella designa siempre, pues, la cantidad buscada, la in-
cógnita, y en la siguiente frase: A todo aquello que queremos saber o co-
nocer, y que todavía nos es desconocido, le llamamos x, está contenida una
de las nociones de mayor alcance e. importancia en el tan a menudo difícil
120 El prodigioso jardin de las matemáticas

arte de establecer las fórmulas matemáticas que nunca ha sido debidamente


valorada.
Hemos adelantado al fin lo suficiente para estar en condiciones de to-
mar en consideración con tranquilidad de espíritu una nueva expresión que
ha sido hasta ahora_ el temor de los no especializados. Se trata de la ecua-
ción. ¿Qué es una ecuación? La respuesta es muy sencilla: una ecuación es
un enunciado matemático, de los que hablando en nuestra lengua corriente
calificaríamos de oración afirmativa normal. La afirmación del hecho de
que 2 x 2 = 4 es una ecuación, como lo es asimismo la fórmula del área del
círculo S= π · r2; y es también una ecuación cualquiera de las expresiones
matemáticas que miramos con recelo por parecernos todavía espantosamen-
te complicadas. Lo esencial de la ecuación nos es ya conocido. Se trata del
signo «igual a», en cuyos secretos nos proponemos penetrar un poco más; a
cuyo fin, y aunque sea sólo en su más sencillo fundamento, procuraremos
aprender, en plan de «ciencia recreativa», algo que muchas gentes no han
podido asimilar en todos los días de su vida. Se trata del célebre y temido
planteo de la ecuación. Y esto equivale a saber traducir al lenguaje matemá-
tico un enunciado de investigación (problema) hecho en nuestro habitual
idioma. Valgámonos de un sencillisimo ejemplo. Todo el mundo sabe en
qué consiste la reja o respiradero de una conducción subterránea; es una
pesada pieza de hierro colado con orificios cuadrados, regularmente repar-
tidos, que permiten la
evacuación de las
aguas de lluvia y del
lodo. Las dimensiones
de las rejas -casi siem-
pre de configuración
cuadrada-, varían en
cada caso; depende de
las condiciones locales.
Por ello, el número de
los agujeros es también
variable. La rejilla del
respiradero ha de ir
provista de una charne-
la que facilite su aper-
tura y su cierre. Para el
montaje de ésta es ne-
El lenguaje de las matemáticas 121

cesario prescindir de dos de los agujeros. Los términos de nuestra sencillí-


sima pregunta matemática serán los siguientes: ¿Cuántos agujeros tiene la
reja de un respiradero, dado el número de los que corresponden a cada la-
do?
Tomémonos la molestia de contarlos -y esta operación; tan simple es,
como veremos más tarde, una eficaz y trascendental operación calculatoria-
y llegaremos a la sencilla conclusión de que la tal rejilla ha de tener tantos
agujeros como resulta de multiplicar por sí mismo el número de los que
corresponden a uno cualquiera de sus lados, pues las rejillas a que venimos
refiriéndonos suelen ser cuadradas. Si son 5 los agujeros correspondientes a
uno de los lacios, el resultado dará en total 25; si son 9, dará 81, etc. Pero
como a causa de la charnela faltan dos agujeros, no habría en realidad más
que 23 y 79, respectivamente. Contando y reflexionando hemos conseguido
resolver sin dificultad la cuestión en el campo de nuestro lenguaje ordina-
rio. Mas intentemos traducirla ahora al lenguaje matemático. Sigamos las
buenas normas y empecemos por lo más importante, o sea el establecimien-
to de la clave o vocabulario de símbolos. Lo que queremos saber y no sa-
bemos es el número total de los agujeros de la tapa. Daremos, por lo tanto,
a este número el nombre de x. Por otra parte, el número de los orificios que
hay en cada uno de los lados nos es conocido y por esta razón lo designa-
remos por la letra a. Sentado esto, el número de agujeros obtenido en cual-
quiera de las diversas rejillas cuadradas que podamos considerar nos viene
dado, de modo sumamente sencillo, por la siguiente relación

X = a 2 - 2.

No podemos pasar adelante sin examinar más detenidamente esta


ecuación que acabamos de plantear. Lo que a primera vista no resulta del
todo claro en dicho planteo, y pudiera por eso inducir a error, es el punto de
por qué escribimos x = a2 - 2 y no, por ejemplo, x = (a - 2)2.
Y es que aquí tropezamos con una cuestión que también se presenta en
el lenguaje vulgar y en el que tiene asimismo considerable importancia,
lamentablemente desatendida con demasiada frecuencia. Se trata del orden
de sucesión del tiempo, al que debe (¡necesariamente!) sujetarse toda narra-
ción, todo relato. Por ello se entiende no sólo la distinción entre futuro, pre-
sente y pasado, sino incluso los simples adverbios «antes» y «después»,
que pueden tener una fundamental importancia. Así, por ejemplo, la frase:
«Al entrar el rápido en la estación descendieron los viajeros», es en realidad
122 El prodigioso jardin de las matemáticas

el relato dee una catástrofe, ya que descender de un tren que se halla toda-
vía en movimiento es exponerse a perder la vida. Si, por el contrario, la
oración se enuncia así: «Una vez que el rápido hubo entrado en la estación
descendieron los viajeros», la cosa es entonces completamente natural.
Pero las matemáticas distinguen con mayor precisión todavía la suce-
sión del tiempo; pues en esta ciencia, toda negligencia en lo que se refiere
al antes y al después induce inmediatamente a error. Un ejemplo: ¿Cuántos
son 2 + 4 : 2? Se ve claramente y en seguida, que en este caso no ha de re-
sultar indiferente, ni mucho menos, dividir primero el cuatro por dos y aña-
dirle dos, o proceder inversamente. Pues en el primer caso se obtiene 4, y
en el otro, 3. Es preciso, pues, distinguir exactamente entre el antes y el
después. Conocemos ya los signos matemáticos que sirven para indicar el
grupo a que se refiere el imperativo de la operación: son los paréntesis. A
base de tales indicadores establecemos la siguiente ley: las operaciones
comprendidas dentro del paréntesis han de ser siempre ejecutadas en primer
lugar, y sólo después de realizadas éstas se procede a operar con lo que está
fuera del paréntesis. Propongamos, por ejemplo: (a-2)». Teniendo en cuenta
su situación, los paréntesis nos dicen en el lenguaje ordinario: realizarás
primeramente la operación de cálculo comprendida dentro del paréntesis, y
sólo después de que ésta haya sido realizada, procederás a cumplimentar lo
que señala el signo que está fuera; es decir: resta primero el 2 de a y multi-
plica luego el residuo por sí mismo.
Este resultado no corresponde, sin embargo, a nuestra tarea, puesto
que lo primero que debemos hacer es multiplicar la a por sí misma, para
obtener así provisionalmente el número total de los agujeros, del cual hay
que restar seguidamente los dos que no existen. Así, pues, en el problema
de la reja la fórmula de la ecuación es la siguiente

X = a2 - 2.

Veamos todavía otra operación, en la cual seguiremos el mismo cami-


no, es decir, traducir al lenguaje matemático el enunciado expresado en
palabras usuales. Propongamos una adivinanza que dice así: «Un ladrillo
pesa lo mismo que medio ladrillo y un kilogramo. ¿Cuánto pesa en total?»
Muchos habrá que «intuirán» al primer golpe de vista la evidente solución
de este problema. Pero los más quedarán de tal modo sorprendidos ante tan
extraño enunciado que, aun después -de reflexionar, serán incapaces de lle-
gar a un resultado exacto. Intentemos aplicar aquí lo aprendido y cubrir con
El lenguaje de las matemáticas 123

el ropaje de la expresión verbal matemática la intrincada cuestión. Empe-


cemos, como siempre, por el establecimiento de la «clave de símbolos».
¿Qué es lo que no sabemos y queremos, sin embargo, saber? Sin duda al-
guna el peso total del ladrillo, que, conforme a nuestra convención, llama-
mos x. Con esto lo hemos hecho realmente todo, pues de lo dicho se des-
prende ahora que el peso total x es igual a la mitad de este mismo peso x,
más 1 Kg. Escribiéndolo al modo matemático

X = ½ x + 1-

en la cual hemos prescindido de la designación Kg. como superflua, ya que


en todo momento podemos darnos perfecta cuenta de que se trata del kilo-
gramo y no, por ejemplo, de la libra o de la onza.
Y ahora, ante esa ecuación, no podemos por menos de recordar una li-
bertad que nos otorga generosamente la más rigurosa de las ciencias. Con
esta ecuación, como con todas ellas, podemos en definitiva hacer lo que
queramos (con la sola condición de actuar de la misma manera sobre am-
bos lados del signo de igualdad), sin que por ello deje en ningún instante de
ser exacta. Si nos place podemos, pues, multiplicar ambos miembros por
1000, obteniendo así sencillamente

1000 x = 500 X + 1000 (11) .

Tampoco varía en nada la cosa si añadimos o restamos a ambos


miembros de la ecuación dada un mismo número. La ecuación

x + 1 000 000 = 1/2 X + 1 000 001

es también exacta, y sigue siéndolo incluso si la dividimos ahora, miembro


a miembro, por cualquier expresión matemática más o menos complicada
que ésta. Es, exactamente, lo mismo que ocurre con una balanza que, aun
siendo uno de los más sencillos instrumentos, pudiera llamarse en justicia
«máquina de resolver ecuaciones».

11
¡Téngase en cuenta que cada uno de los miembros de la ecuación x = 1/2 x + 1, se
multiplica por l000 !
124 El prodigioso jardin de las matemáticas

Cualquier balanza puede explicarnos del modo más concluyente la cau-


sa de que podamos permitirnos todas las licencias mencionadas; pues si la
balanza se halla en equilibrio, podemos poner o quitar, a derecha e izquier-
da, simultáneamente, todo lo que queramos sin que el aparato pierda su
equilibrio, con la condición expresa de que hagamos siempre iguales opera-
ciones en ambos platillos. Si, por ejemplo, en uno de los lados de la balanza
hay 1 Kg. de judías y en el otro 1 Kg. de manzanas, la tendremos en equili-
brio, y lo conservará si en cada uno de los platillos añadimos 5 Kg. de car-
bón, o si, después de dividir la cantidad de manzanas y la de judías en el
mismo número de partes iguales, quitamos, por ejemplo, de cada uno de los
dos platillos una décima de su carga.

Tengamos bien presente, pues, que en una ecuación se puede hacer lo


que se quiera sin que por ello deje ni Por un instante de ser absolutamente
verídica, con la sola condición de que hagamos a la izquierda del signo de
igualdad lo mismo exactamente que se haga a su derecha. Es verdad que las
transformaciones anteriormente efectuadas en la ecuación utilizada como
ejemplo no conducen de por sí a gran cosa; pero podemos valernos de de-
terminadas transformaciones que nos permitirán llegar a separar en cierto
modo nuestra deseada x de las restantes cantidades y nos la presentarán por
sí sola, libre de todo lastre, de tal forma, que a uno de los lados del signo de
igualdad tengamos solamente una x y quede en el otro lado un valor que
nos indique la magnitud de esta x. Con lo cual habremos logrado entera-
El lenguaje de las matemáticas 125

mente nuestro propósito, es decir, la solución de la ecuación. Escribámosla,


pues, una vez más

x = 1/2 x +1

Y planteemos la siguiente cuestión: ¿qué operaciones de cálculo


habremos de realizar para obtener un «cultivo puro» de nuestra x?
Esta se halla ya bien sola en el primer miembro de la ecuación, pero lo
que todavía nos estorba es la presencia de una parte fraccionaria de x en el
segundo miembro. Se ve fácilmente que daríamos un acertadísimo paso
hacia delante si, pudiéramos deshacernos de esta ½ x del segundo miem-
bro. ¿Cómo lograrlo? Quitando sencillamente el ½ x de este segundo
miembro de la ecuación, cosa que podemos hacer, pues nada nos lo impide,
siempre que del primer miembro de la ecuación restemos también ½ x. In-
tentémoslo, y en seguida obtendremos

x − 1 x = 1 x − 1 x +1 ⇔ 1 x = 1
2 2 2 2

Con esto hemos hecho un verdadero progreso; pero podríamos decir


que no hemos logrado más que quitar el diablo para poner a Belcebú, pues
de aquella x tan entera que antes llenaba por sí sola el primer miembro ha
desaparecido la mitad y ahora sólo nos queda la otra mitad. Sin embargo,
así las cosas, no nos será tampoco difícil poder seguir avanzando si usamos
nuevamente de la libertad que se nos permite y multiplicamos por 2 ambos
miembros de nuestra ecuación, con lo cual obtendremos inmediatamente el
resultado:
x =2
¡Hemos llegado a puerto !

La x ha cumplido su deber y ya no nos sirve más; de suerte que proce-


diendo a traducir al lenguaje vulgar esta verdad descubierta, enunciaremos:
el peso del ladrillo es de 2 Kg.
Y ya que anteriormente nos hemos referido a la balanza, indiquemos el
método que nos permitirá resolver ecuaciones con auxilio de este vulgar
instrumento, lo que, al propioo tiempo, nos servirá de ilustración acerca de
lo que estamos explicando. Pongamos sobre uno de los platillos de la ba-
lanza un ladrillo entero y sobre el otro, medio ladrillo y una pesa de un kilo.
126 El prodigioso jardin de las matemáticas

Quitemos, de cada uno de los platillos, la materialización de nuestra x , es


decir, el peso de medio ladrillo. Se ve en seguida que hecho esto nos queda-
rá la mitad de ladrillo en un platillo y la pesa de un kilo en el otro, y sa-
biendo cuánto pesa medio ladrillo, no es ningún problema calcular el peso
del ladrillo entero.

He aquí todavía otro ejemplo de resolución de una ecuación de estruc-


tura aparentemente complicada. Supongamos que tropezásemos con la si-
guiente relación

Esto parece ya algo más espinoso!Pero, aquella libertad de proceder


con una ecuación a nuestro antojo nos ayuda en seguida a salvar el escollo.
En primer lugar, debemos eliminar los quebrados del primer miembro
y llevar a cabo la substracción. Nuestra acción queda limitada a este primer
miembro, y las operaciones que en él hagamos con los quebrados para pre-
parar la resta no alterarán en nada el valor de este primer miembro, pues
todo queda igual que si no los hubiésemos tocado. Por consiguiente nada
varía, sencillamente, y no habiendo alteración de valor en el primer miem-
bro no tenemos necesidad de hacer variar tampoco nada en el segundo
miembro. Ahora bien, para poder restar los quebrados tendremos que redu-
cirlos previamente a un común denominador siguiendo la conocida regla
(12), con lo que obtendremos

Esto implica haber multiplicado el numerador y el denominador del


primer quebrado por 5, y en el segundo quebrado multiplicarlos por 7. Se
trata de un artificio que suele aprenderse en la escuela.

12
Para los que desconozcan lo que pasa entre bastidores con objeto de dar a
los quebrados la forma en que aparecen en esta fórmula, diremos que, como es
sabido, para poder sumar o restar quebrados han de tener igual denominador. Co-
mo denominador común elegimos el 35 por que (7 · 5 = 35).
El lenguaje de las matemáticas 127

Ahora llevamos a cabo la substracción en el lado izquierdo de la ecua-


ción, y tenemos

Vamos ahora a atacar el quebrado de la izquierda. El procedimiento es


sencillo: multiplicar ambos miembros de la ecuación por 35, y tendremos
inmediatamente

En el segundo miembro de la ecuación han de efectuarse las operacio-


nes que dicen: ¡multiplíquese 2 por 35 y divídase el producto por 35!Esto
da por resultado 70 : 35 = 2, una verdad que hubiésemos podido encontrar
también directamente, pues la división y multiplicación por un mismo nú-
mero se contrarrestan mutuamente. Llegamos, pues, a la solución definitiva

X=2

Como se desprende ya de estos ejemplos sumamente sencillos, la au-


téntica dificultad en las transformaciones de preparación de una ecuación -
si prescindimos del planteo de la misma, cosa que aquí sólo hemos podido
indicar someramente - está en saberla transformar de la manera más ade-
cuada, en saber hallar la operación más conveniente para que se simplifique
y aparezca finalmente tan clara y transparente que nos permita descubrir la
x como a través de un cristal, en medio de la complicada estructura de las
relaciones dadas. En el acierto de los ardides de transformación se muestra
la maestría, el verdadero arte de calcular. Es evidente que ello presupone
una cierta intuición y muchísimo ejercicio. Pero del mismo modo que la
resolución de Jos problemas de palabras cruzadas puede en un corto tiempo
desarrollar una verdadera habilidad para descubrir los ardides y trucos que
allí intervienen, la resolución de ecuaciones puede llegar también a consti-
tuir un deporte que termina por proporcionar, al que se aplica a él con inte-
rés y constancia, una destreza que a los no ejercitados les parecerá a menu-
do inexplicable. Y si nos estuviera permitido dar algún consejo, abogaría-
mos por que en lugar de la lenta y aburrida solución de crucigramas se pre-
128 El prodigioso jardin de las matemáticas

firiese el arte de resolver ecuaciones, incomparablemente más rico en inge-


nio. Cualquier texto de enseñanza media constituye a tal objeto la mejor
guía, puesto que en él se contiene todo lo que por ser de mayor importancia
merece ser conocido en este gran dominio.
Representación gráfica de las matemáticas 129

REPRESENTACIÓN GRAFICA DE LAS MATEMATICAS

Como hemos indicado ya, existe una curiosa coherencia entre la Geo-
metría y las concepciones y razonamientos matemáticos. La Geometría, que
tan singulares imágenes presta a todas las verdades matemáticas estableci-
das, podría llevar en cierto modo el nombre de arte de ilustrar las matemá-
ticas, de dar representación tangible a sus expresiones. La alineación numé-
rica, por ejemplo, era ya una de estas imágenes. Y ahora vamos a examinar
con más detenimiento las aludidas conexiones; tarea en cuyo desarrollo
habremos de topar con extrañas maravillas que en su mayor parte parecen
verdaderamente inconcebibles a los ojos del gran público.
Hemos de acudir de nuevo a nuestro arte de plantear y resolver ecua-
ciones. Pero dándole ahora realmente mayores vuelos al aplicar sus proce-
dimientos al caso de un nuevo tipo de ecuación, en la cual no sólo se pre-
senta una incógnita, una;x, sino que aparece además una segunda cantidad
desconocida que designamos con el nombre de y. Tipo que podríamos con-
cretar, pongamos por caso, en una ecuación tal como

3x – y + 5 = 0

El hecho de que en uno de los miembros de esta ecuación no haya na-


da, es decir, que sólo figure en él un cero, no debe inquietarnos, pues en
ello no hemos de ver más que un modismo, mejor dicho, una forma con la
que podemos expresar cualquier ecuación. Podríamos escribirla también de
otra manera. Sumemos, por ejemplo, y a los dos miembros de la ecuación,
130 El prodigioso jardin de las matemáticas

con lo que resultará que la - y (una y substraendo) que estaba ya en el pri-


mer miembro quedará anulada por la y añadida, y obtendremos, por lo tan-
to, la siguiente fórmula
3x + 5 = y

Así transformada la ecuación se nos aparece ya algo más precisa. Ha


tomado ahora un aspecto muy manejable y sencillo, puesto que la y se halla
aislada en uno de los miembros, y es, por consiguiente, más fácil de «abor-
dar».
Pero, como puede comprobarse sin necesidad de más demostraciones,
la y desempeña en esta ecuación un papel especial, notable; pues aunque
haya quedado sola en un miembro, no será posible determinar netamente
cuál es su valor, porque, y esto es lo notable, ocurre que le corresponden
infinidad de valores. En el lenguaje vulgar esta ecuación se limita a expre-
sar lo siguiente: tomando el valor de x tres veces y aumentando 5 unidades
al resultado se obtiene el valor que llamaremos y. Si supongo que, por
ejemplo, x=1, tendré para y la cantidad 3 + 5 = 8; si x =2, la y será 6 + 5 =
11, etc. Claro está que si queremos resolver una ecuación de esta clase
habremos de acudir a una segunda ecuación que complete nuestra informa-
ción acerca de la mutua relación existente entre x e y. Observemos el im-
portante principio matemático que se desprende de esto: siempre que en
una cuestión se presenten dos incógnitas, para poder obtener valores deter-
minados para x e y será preciso disponer de dos ecuaciones (¡distintas en-
tre si!) de relación entre dichas incógnitas. Si tenemos, por ejemplo, cinco
incógnitas distintas, necesitaremos cinco ecuaciones distintas también, etcé-
tera. Sin más explicaciones se comprende que la cuestión queda así conclu-
sa. Si nuestra segunda ecuación dada es, por ejemplo, x:+ y = 3, no podrá
haber más que una solución para estas dos ecuaciones, es decir, un único
par de valores, uno para la x y otro para la y.
No es difícil obtener este par de valores. El artificio de que nos servi-
remos en este caso (y hay que decir que existen muchos procedimientos)
consiste, en su forma más simple, en transformar una de las ecuaciones pa-
ra dejar sola en un miembro la x (o la y) y poner en la otra ecuación este
valor en lugar de la x (o de la y). Con estas operaciones tendremos que en
la ecuación donde se ha hecho la substitución habrá desaparecido la x (o la
y), con lo cual habremos llegado a convertirla en una ecuación con una sola
incógnita y estaremos ya en condiciones de romper la nuez. En nuestro caso
la y aparece ya despejada y no falta más que substituir su valor y = 3 x + 5
Representación gráfica de las matemáticas 131

en la segunda ecuación dada, o sea en la x + y = 3, que quedará transforma-


da en
x+3x+5=3

Podemos simplificar en seguida lo aquí escrito verificando la suma de


los términos x y 3 x, que nos da 4 x. Y así obtendremos al instante: 4 X + 5 =
3. Restaremos luego 5 de ambos miembros de la ecuación, de lo que resul-
tará 4 x = - 2. Dividiendo ahora por 4 los dos miembros llegaremos a:

x = - 2/4, que equivale a x = - ½

Así, pues, conocemos ya la x, de manera que no tenemos necesidad de


seguir arrastrando esta «incógnita» en nuestras dos ecuaciones

1) 3x + 5 = y 2) x + y = 3
Por consiguiente, sustituiremos ahora el valor x = 1/2 y tendremos
1) 3 (- ½) + 5 = y 2) -1/2 +y=3

Naturalmente, una de las dos ecuaciones resulta ahora innecesaria. No


tenemos ya más que una incógnita, y para ella basta con una ecuación. Es
indiferente cuál sea la ecuación elegida, pues las dos ecuaciones deben dar
la misma y. Por lo general se toma aquella ecuación con la que se llega an-
tes a la meta. De este modo, si en la ecuación – ½ + y = 3 sumamos a am-
bos lados ½ , tendremos inmediatamente y=3 + ½ .

Y ahora, una pequeñez; en realidad, lo más bello en nuestra resolución


de problemas...: ¡la prueba!Para ello no tenemos más que sustituir las solu-
ciones en las ecuaciones de las que hemos partido. Si todo va bien, como en
nuestro ejemplo, podemos tranquilizarnos; nuestros cálculos han sido co-
rrectos13.

13
Observad la diferencia entre 3 · ½ y 3½ ; 3½ , no es más que 3 + 1/2
132 El prodigioso jardin de las matemáticas

He aquí, para acabar de comprender mejor este procedimiento, un


ejemplo-pasatiempo que enseña a no fiarse del golpe de vista.

Un tabernero vende el litro de vino con su correspondiente botella por


1,20 pesetas. Un cliente ahorrador, que se trae una botella propia, quiere
saber lo que vale el vino en sí y lo pregunta.
«El litro de vino vale una peseta más que la botella», responde el ta-
bernero. ¿Cuanto vale, pues, el vino y cuánto la botella?
Pasándose de listo, uno se siente de pronto inclinado a afirmar: ¡Bah!,
el vino cuesta simplemente una peseta y el casco veinte céntimos! Descon-
fiemos de. esta apariencia y empecemos, como de costumbre, estableciendo
la «clave del asunto»
En este caso, las cosas que no sabemos son dos: el precio de la botella
y el del vino. Pondremos, por lo tanto

Precio del litro de vino = x


Precio de la botella vacía = y

Para mayor sencillez podemos calcular en céntimos y escribiremos


“Un litro de vino + la botella vale 120 céntimos”, o sea, matemáticamente

1) x + y = 120

Pero ahora viene la segunda información. “El vino vale 100 céntimos
más que la botella, lo que, expresado matemáticamente, dirá

2) y + l00 = x

Tenemos, pues, dos ecuaciones que, para mejor orden y claridad, es-
cribiremos juntas (14)

x + y = 120
x = y + 100

Así las cosas, para eliminar la x de nuestra primera ecuación, puesto


que la segunda nos dice que x = y + 100, pondremos: y + 100 + y = 120

14
(') Formando lo que se llama «un sistema de ecuaciones». - N. del R.
Representación gráfica de las matemáticas 133

Sumamos en seguida las dos y. Restamos luego 100o de cada miembro


de la ecuación, y llegaremos a que en uno de estos miembros nos quede
solamente un término multiplicado por y. De modo que de

2y +100 = 120 pasamos a 2 y = 20

de donde, por división de ambos miembros de la ecuación por 2, resultará


que y = 10
¡Bravo! Puesto que y representa el precio de la botella, llegamos a la
conclusión de que

Precio de la botella = 10 céntimos

De aquí se deduce rápidamente la x, ya que:

x + 10 = 120 Ù x = 120 – 10 Ù x = 110

Nuestra x, el precio del vino, es, pues, 110 céntimos; de manera que el
precio del vino (los 110 céntimos) es realmente 100 céntimos, o sea una
peseta más elevado que el de la botella, cuyo importe es de 10 céntimos.

Pero este método de resolución de las ecuaciones es mencionado aquí


sólo de pasada. Vamos a atacar en otra dirección partiendo, como antes, de
una sola ecuación, que puede ser muy bien la primeramente dada

Y = 3x - 5

Iremos dando a x valores a discreción, al objeto de observar lo que en


consecuencia le va sucediendo a nuestra y. Dando ahora diversos valores a
la x obtendremos también diversos valores de y.

Resumiendo estos pares de valores en forma de tabla tendremos, por


ejemplo
134 El prodigioso jardin de las matemáticas

Como vemos, este juego podría continuarse por toda una eternidad,
pues para cada valor de x habrá siempre un valor determinado de y. Antes
de ocuparnos más a fondo de esta «tabla de valores», nos ocuparemos de
una nueva particularidad de las ecuaciones. No es preciso demostrar que, en
efecto, podemos elegir la x libremente y darle cualquier valor deseado. Y es
también cierto que una vez hayamos asignado un valor a la x, el valor de la
y nos vendrá impuesto, es decir, que el valor correspondiente de y nos lo
determinará el cálculo de una manera automática y segura.
Naturalmente que podríamos también «invertir» la cuestión, eligiendo
a voluntad la y, a partir de la cual obtendríamos entonces los valores deter-
minados de x. Pero nos mantendremos fieles al orden acostumbrado, eli-
giendo las x para deducir de ellas las y. Así pues, la x es siempre el elemen-
to que dicta y determina. La y, en cambio, es la consecuencia, lo deducido.
Y ahora hemos de atrevernos a dar nombres apropiados a lo que va-
mos descubriendo. Nuestros dos símbolos numéricos x e y se diferencian
de otros, como, por ejemplo, 3, 5, 2 , etc., por su variabilidad. Por esto
se les da el nombre de variables, y para especificar su carácter se denomi-
nan
x = variable independiente y = variable dependiente

y toda relación dada, en forma de ecuación, entre una variable independien-


te y una variable dependiente recibe el nombre de función.
Así pues, ¡tomemos nota y apuntemos este nuevo nombre en nuestro
vocabulario! Nuestras x e y han alcanzado una nueva significación. Hasta
aquí nos hemos ocupado en ellas como simples incógnitas o números tras
los cuales andamos. Ahora, al considerarlas en una función, pasan a ser
unas variables. Pero es preciso tener bien en cuenta que en una función
nuestra libertad se limita solamente a poder elegir arbitrariamente la canti-
dad independiente, pues la otra variable, la dependiente, se deduce de por sí
(aparte nuestra voluntad) de la independiente elegida.
Hay todavía otra advertencia, que es, al mismo tiempo, una aclaración:
es costumbre adquirida expresar la idea de función (o dependencia) me-
diante una fórmula, y así en lenguaje matemático la frase «y es una función
de x» se traduce siempre por

y=f(x)
Representación gráfica de las matemáticas 135

Por lo tanto, en nuestra lista de observaciones a tener en cuenta escri-


biremos: la expresión y = f (x) no es ninguna fórmula de cálculo directa-
mente determinado: expresa, únicamente, que una magnitud (y) depende,
de manera no especificada, de otra magnitud (x).

Nos permitirá, por ejemplo, escribir (sin miedo a equivocarnos y sin


temor a cometer indiscreciones): «saldo en caja = f (entradas)», pero sin
más precisión.
Quedamos, pues, en que esta fórmula y = f (x) no expresa más que una
dependencia - ¡y esto es todo!-. Así es que ,con ella no podrá hacerse nin-
gún cálculo, porque se calla la especie de dependencia existente.

Después de esto no habrá lugar a equivocarse con y = f (x).

El volumen de cosas que hemos sacado a luz al establecer el concepto


de «función» ofrece a primera vista un aspecto un tanto imponente. Y es
por eso por lo que surge la siguiente cuestión: ¿A qué fin, en el curso de un
estudio tan incompleto, de un paseo tan superficial a través del gigantesco
imperio de las matemáticas (en el cual hemos tenido que dejar de lado un
número casi infinito de conceptos e imágenes), a ,qué fin, repetimos,
habríamos de recoger, aquí precisamente, para inflarlo, el concepto, al pa-
recer tan rebuscado, de función?
Mas una tal pregunta únicamente pueden formularla aquellos a quienes
desconcierta el tipo de escritura característico de las matemáticas, pues na-
da existe en el mundo tan natural y sencillo como el concepto de función.
Este concepto no es realmente otra cosa que la traducción al lenguaje ma-
temático de la ley fundamental de causa y efecto, dictada, por lo demás,
directamente por todo nuestro ser y por todo cuanto en el mundo ocurre. La
expresión anteriormente hallada: y f (x) (léase «y es función de x») traduci-
da al lenguaje vulgar dice, poco más o menos, lo siguiente «El hecho de
que una magnitud dada x sea de determinado modo y valor, lleva consigo
que, según una ley determinada, otra magnitud y sea de tal otro modo y
valor.»
Daremos un par de ejemplos sobre este particular. Elijamos, para co-
menzar, uno de los más vulgares, pero - ¡por desgracia!- muy importante
para todos. Consideremos las disponibilidades monetarias de un funciona-
rio modesto. A primeros de mes cobra su mensualidad, que gasta por lo
regular en el transcurso del mismo sin dejar ningún remanente. El primero
136 El prodigioso jardin de las matemáticas

de mes dispondrá nuestro hombre de la cantidad de dinero máxima, y a par-


tir de entonces irá reduciéndose día a día hasta el 30 o el 3I (¡a menudo
incluso antes!) en que desciende invariablemente a cero. Salta a la vista que
el factor que en todo momento determina y condiciona la existencia en caja
de nuestro funcionario es la fecha, el tiempo. Es, pues, justo decir que el
numerario de que dispone es función de la fecha. Supongamos que cada
primero de mes recibe 300 pesetas en metálico. Si asigna para sus gastos
una misma cantidad cada día tendrá

Prescindiendo de algunas inexactitudes que pudieran motivarse a cau-


sa de gastos de mayor importancia y de las economías consiguientes para
nivelarlos, el cálculo no deja de ser ajustado. Sigamos, pues, los ejemplos.
En nuestro tantas veces citado termómetro la altura de la columna mercurial
es una función de la temperatura; la cifra que señala nuestro contador del
consumo de energía eléctrica y la suma que hemos de abonar a cada plazo
por la corriente utilizada es una función del número de lámparas que han
estado en uso y del tiempo durante el cual han iluminado - y con esto aca-
bamos de trabar conocimiento con una función en la cual una dependiente
viene a ser determinada por dos independientes-. La iluminación producida
por un foco de luz es función de su potencia lumínica y de la distancia, la
velocidad tope de un camión es función de la potencia máxima de su motor,
de la carga y de las resistencias que se ofrecen a su marcha... ¡y henos aquí
con tres independientes! En una palabra, en todo cuanto nos es dable con-
templar en la vida, en acontecimientos que en el mundo se suceden, existe
un «fundamento y una causa», es decir, una «función», que casi siempre
nos será posible establecer, aun cuando, naturalmente, sólo en contados
casos podamos distinguirla con claridad y exactitud matemáticas irrepro-
chables. Pues las funciones propiamente dichas se ven con gran frecuencia
perturbadas por toda clase de factores imponderables -recuérdese a este
efecto lo que ocurre en el ejemplo del sueldo mensual- y por propias «fun-
ciones de perturbación».
Propongamos ahora la cuestión, al primer golpe de vista sorprendente,
de saber si tenemos o no posibilidad de expresar gráficamente la relación
entre dos variables o, por mejor decir, representar nuestra función y saber
Representación gráfica de las matemáticas 137

qué resultaría de ello en caso afirmativo. Pero si meditamos más detenida-


mente sobre el caso, fácil nos será concluir que para llegar a una represen-
tación gráfica no habrá necesidad de recurrir a los artificios de la magia.
Para llevarla a cabo disponemos de medios intelectuales y materiales que
nos son ya conocidos. Nuestro sistema de coordenadas, bien acreditado al
tratar de la representación de las funciones angulares, no nos abandonará
tampoco aquí. Además, con motivo de la anotación y representación de las
líneas de senos y cosenos, entre otras, hemos adquirido ya alguna práctica
en lo que se refiere a la representación gráfica de las relaciones matemáti-
cas. Refresquemos, pues, nuestros conocimientos acerca de las coordenadas
-que son, ni más ni menos, dos escalas de termómetros cruzadas- y ponga-
mos mano a la obra. Comencemos por un tema sencillo.

Supongamos que poseemos dos datos, por ejemplo, x = 4, y = 3. Para


hallar el punto que les corresponde procederemos como sigue: partamos de
nuestro punto cero, que a la vez lo es de intersección, y dirigiéndonos hacia
la derecha contemos hasta la división 4; en este punto levantemos una per-
pendicular al eje horizontal y desde él contemos 3 divisiones hacia arriba,
con lo cual tendremos sobre la superficie aquel punto cuya x («abscisa» o
distancia contada sobre la recta horizontal, desde el cero) corresponde en
nuestra escala al 4.; mientras que la «ordenada» o altura (en línea vertical,
por tanto) desde la recta horizontal, corresponde a un valor de y igual a 3 de
nuestro trazado.

En orden a una mejor comprensión recordemos todavía que con nues-


tra simple intersección de ejes hemos dividido el plano en cuatro regiones,
que nos son ya conocidas con el nombre de cuadrantes. Sin el menor es-
fuerzo puede verse que éstos están caracterizados por una curiosa combina-
ción de los signos que en ellos representan las x y las y. En el primer cua-
drante, tanto x como y son de signo positivo; pero en el segundo cuadrante
ocurre que, aun cuando se halla igualmente situado en la «parte superior»
del eje horizontal, y en él la y es positiva -como corresponde, la x es, en
cambio, negativa.
138 El prodigioso jardin de las matemáticas

En el tercer cuadrante, la combinación varía. Aquí, todas las x y todas


las y son negativas; en el cuarto cuadrante, la x es, de nuevo, positiva, en
tanto la y es negativa.

Sirva lo precedente como útil repaso. Pero vayamos ahora a nuestro


tema: representar gráficamente la función y = 3x + 5. Echemos una mira-
da, de nuevo, a nuestra tabla de valores

Según el método ya conocido dibujaremos un punto suelto para cada


par de valores x, y, en nuestro sistema de coordenadas. Si unimos luego
esos puntos sueltos notaremos un hecho sorprendente, y es que dichos pun-
tos no resultan esparcidos de cualquier manera sobre la superficie de los
cuadrantes, sino que se suceden tan ordenadamente que por ellos podrá tra-
zarse una recta. Tampoco a su paso por el valor cero, o sea el límite entre
lo positivo y lo negativo, sufre inflexión alguna; la recta pasa como un hilo
tenso por todos los puntos, y si seguimos calculando valores -negativos o
positivos- de y, correspondientes a valores que vayamos eligiendo para x,
Representación gráfica de las matemáticas 139

cualquiera que éstos sean, nos daremos cuenta en seguida de que la recta se
extiende hasta lo infinito.
Hemos de comprobar, pues, no sin sorpresa
La representación gráfica de la ecuación y = 2x + Z es una recta.,
140 El prodigioso jardin de las matemáticas

Y seguramente nuestra estupefacción subirá de punto si inventamos


cualquier otra relación numérica del mismo tipo. Sea, por ejemplo: y = 14 -
2 x. También ella da una recta; como la da, igualmente, la siguiente rela-
ción, ya algo más complicada

Probemos, una vez más, de representar gráficamente toda esta historia.


Para ello se precisa solamente un juego de dominó, una tablilla de madera
plana y algo de fantasía. Pero veamos representado gráficamente - sin mu-
chas palabras -,un tal experimento.

Según nuestros conocimientos matemáticos, la historia debe explicarse


como sigue: las distancias entre las piezas de dominó y sus alturas respecti-
vas deben guardar entre sí una determinada relación; así, pues, cada altura y
es igual a una x, que debe ser siempre multiplicada por un número determi-
nado.
En nuestro ejemplo los valores de y son siempre exactamente un tercio
de los correspondientes valores de x. Podemos, por consiguiente, establecer
en seguida la ecuación de las rectas:

y = ⅓ x.

Nuestro juego, al principio de aspecto tan primitivo, nos ha hecho dar


un notable paso hacia adelante. Hemos podido determinar la esencia de las
rectas. Hemos de hablar todavía de una notable característica de las rectas
y = 1/3 x. (15) A diferencia de la recta y = 2x + 1, a la que hemos conocido
al principio, pasa por el punto cero de nuestro sistema de coordenadas. Es
evidente la razón de ello. Pues en nuestra ecuación, tan sencilla, y = 1/3 x no
tenemos ningún número que sumar o restar. Al hacerse x = o, tenemos
también, inmediatamente, y = 1/3 · 0 = 0.

15
Hablamos aquí de la recta y -'/, x; más exactamente, debería decirse, naturalmente,
«recta, cuya ecuación de función es y = '/, x». En la continuación nos serviremos, sin em-
bargo, preferentemente, de la denominación abreviada; ya sabemos qué queremos decir con
ella
Representación gráfica de las matemáticas 141
142 El prodigioso jardin de las matemáticas

La. recta y = ⅓x - 1, por él contrario, no pasa por el punto cero, sino


que carta el eje de las y en los lugares donde la x= o, y donde la y muestra
el valor igual a 1. Pero éste es el descubrimiento más pequeño que hemos
llevado a cabo. Un descubrimiento de incalculable trascendencia, y que nos
ha de llevar hasta el corazón mismo
de las ma temáticas superiores, se
ofrece ahí, claro y sencillo, ante no-
sotros. Vamos a plantear la justifi-
cada pregunta de a qué es debido el
que la recta se levante más o menos
vertical . Los infinitos puntos de
nuestra recta y = ⅓ x, de la que
nuestro lineal no podía representar
más que un (limitado) trecho, obe-
decen a una misma orden: cada va-
lor de y es exactamente ⅓ del correspondiente valor de x. A cambio, puede
decirse también, sin embargo, que la y se comporta, en relación a la x, co-
mo el 1 al 3.
Y ahora vamos dándonos cuenta, poco a poco, de que nuestra amiga
Tangente interviene también en el juego. Del gráfico podemos reconocer
que nuestra y = x no es más que la relación de lados entre los catetos de un
triángulo rectángulo de ángulo a. De este modo todo el asunto entra ya en el
campo de competencia de la señora Tangente, y es

Es fácil de comprender ahora que la señora Tangente es también la


responsable para el ascenso vertical de la recta. Ocurre exactamente igual
como en la pendiente escalada por un ferrocarril, del que ya nos hemos
ocupado. Naturalmente, también aquí puede indicarse el ángulo por el cual
sube la recta. '/3 equivale a 0,3333...; para este valor encontramos en las ta-
blas de tangentes el ángulo α = 18° 26'. En la mayor parte de los casos, sin
embargo, no es siquiera necesario calcular el ángulo α, el llamado ángulo
de ascenso. Por lo general, es suficiente el factor delante de la x -
denominado factor de inclinación-; en nuestro caso, pues, este 1/3 para de-
terminar la inclinación. Si, por ejemplo, avanzamos 3 unidades en el eje de
las x no hemos adelantado más que una unidad en el valor y. Esto podemos
concebirlo más fácilmente que la idea de haber ascendido por un ángulo de
Representación gráfica de las matemáticas 143

18° 26'. Igualmente claro podemos ver ahora que el factor de ascenso es
mayor cuando la recta sube más verticalmente. Si tenemos otra recta, por
ejemplo, y = x, el factor de ascenso delante de la x es exactamente 1. Para
el ángulo de ascenso es válido, por tanto, tg α = 1, lo que equivale a que a
es igual a 45 ° . Esta recta es, pues, ya mucho más pendiente. Un paso en el
eje de las x no hace ascender, por tanto, siempre la misma distancia hacia
arriba. Cuanto mayor elegimos el factor de ascenso, tanto más pendiente se
hace nuestra recta.
El factor numérico delante de la x puede ser también negativo, por
ejemplo, y = -x. Y ahora nos encontramos con la sorpresa de que la recta no
sube ya, sino que desciende. Si adelantamos un paso en la parte positiva del
eje de las x., habremos descendido entonces también el mismo paso en
nuestro valor y. A cada paso se hunde más profundamente en los valores
negativos. ¡Resbalamos hacia abajo! Y así nos encontramos con que el sig-
no menos nos indica la caída de la recta.
Una pequeña observación, todavía. También en la recta descendente,
el ángulo a se indica de la misma manera como en la recta ascendente. Esto
quiere decir que el ángulo de la inclinación - conservaremos esta denomi-
nación para todas las rectas posibles - es siempre el mismo ángulo que for-
ma el eje positivo de las x con la parte de la recta que se encuentra encima
de éste. La expresión de este hecho es, en realidad, lo más difícil, y el lector
no tardará en habituarse a ella. Es, pues, evidente que en una recta descen-
dente el ángulo de inclinación es mayor de 90°. ¡Pero todo esto no es tan
importante!Decisivo es aquí, por lo contrario, el hecho de que el factor de
la inclinación tiene un signo negativo cuando la recta desciende.
Pero no vamos a darnos tan pron-
to por satisfechos. Hay algo todavía
que no parece estar tan en orden en
nuestras consideraciones: ¿Dónde se
ha quedado nuestra simpática señora
Tangente? No teman, ya volvemos a
tenerla aquí. Así, para nuestra recta
descendente, y = -x, tenemos también

El ángulo correspondiente α = 180º - 45º = 135º. Esto se deduce tam-


bién, del círculo unidad, de aplicaciones tan múltiples. Sólo es necesario
dejar que los valores del ángulo a excedan de los 90°, y leer los correspon-
144 El prodigioso jardin de las matemáticas

dientes valores sobre la tangente, prolongada hacia abajo. No vamos a pro-


fundizar, en este lugar, en estas profundas relaciones. ¡Y si el lector ha es-
cuchado sólo con un oído lo hasta aquí expuesto, esto no habrá de perjudi-
carle demasiado !
Pero ahora hemos de preguntarnos: ¿Qué habrá de suceder si conside-
ramos las rectas que no pasan ya por el punto cero, como, por ejemplo
y=½x+3? Podemos comprobar aquí, para nuestra satisfacción, que los nú-
meros que deben adicionarse o sustraerse no tienen ya ninguna influencia
sobre la pendiente de las rectas. El factor delante de la x nos indicará, lo
mismo que antes, en cada caso, la inclinación de la recta. Los números
pueden ser lo grandes que quieran - no por ello se deja desconcertar nuestra
amiga Tangente-. ¿Cómo puede ser esto? La respuesta es fácil de encontrar
si nos representamos gráficamente la situación.
Representación gráfica de las matemáticas 145

Podemos darnos cuenta inmediatamente de que las rectas aquí repre-


sentadas son paralelas. Podemos representarnos esta situación considerando
que toda la recta y = 1/2 x ha sido desplazada 3 unidades hacia arriba, y cada
valor de y ha sido alargado por la cifra dada 3. Con ello, la recta no modifi-
ca en lo más mínimo su inclinación - su dirección -. De la misma manera,
de todos los valores de y podemos deducir el mismo valor, por ejemplo, -2.
La recta y = ½ x es desplazada entonces por completo hacia abajo. En este
caso su ecuación es, naturalmente, y = ½ x - 2. Nos encóntramos ahora
ante una situación casi excitante. Sin necesidad de mayores reflexiones,
podemos obtener de la ecuación misma una imagen de la recta. ¡No necesi-
tamos siquiera lápiz o papel! El factor delante de la x nos indica inmedia-
tamente cuál es el curso de la recta. Asciende si el factor es positivo, y des-
ciende cuando está precedida del signo menos. Si el factor es grande, o si es
pequeño, sabemos en seguida cuán pronunciada es la subida o la caída de la
recta dada. Y, para mayor abundancia, los números que se adicionan o
substraen, y que -independientemente de la x-, se añaden a la ecuación, nos
indican dónde la recta corta al eje de las y.
Es posible que esto no se haya deducido claramente de las anteriores
consideraciones. La intersección de la recta con el eje de las y se caracteri-
za por el hecho de que el valor de la x es, entonces, justamente cero. Para el
valor de la y es, en este caso, responsable el valor independiente de la x.
Por lo demás, esto es válido también cuando el factor delante de la x es
un cero. De este modo desaparece también la x de nuestra ecuación y que-
dan, por ejemplo,
y = +3; y = -2; y=0

Estas rectas no suben ni caen tampoco. Ha desaparecido aquí la in-


fluencia de la señora Tangente. El número en el lado derecho de la ecua-
ción nos indica, lo mismo que antes, dónde cortan estas rectas al eje de las
y. Así podemos reconocer que y = 0 representa la ecuación de nuestro eje
de las x (que es también una recta), en tanto y = + 3 y también y = - 2 son
las ecuaciones de rectas paralelas, llamadas brevemente paralelas al eje de
las x.
La inmediata pregunta por las paralelas al eje de las y no es tan fácil de
contestar. Sabemos ya que el ángulo de inclinación a es, en estos casos,
90°. ¡La señora Tangente no cesa de causarnos preocupaciones; se compor-
ta de un modo en verdad imposible! No es fácil deshacerse de la señora
146 El prodigioso jardin de las matemáticas

Tangente; y esta vez es la y quien debe pagar las consecuencias. No nos


quedan más que la x y un valor numérico. Así, por ejemplo,

x = 2; x = -1; x = 61/2

Ecuaciones de las paralelas al eje de las y, y x = o, la ecuación del eje


de las y mismo. Los números nos indican los puntos de intersección con el
eje de las x.
Todo esto es fácil de comprender, dada su clara exposición. Y tanto
más se sentirá sorprendido el lector al saber que esta sencilla función tiene
una especial importancia para el naturalista y para el técnico. Así, por
ejemplo, el camino recorrido por un ferrocarril es una función lineal del
tiempo, siempre que viaje a una velocidad constante. Un tren expreso, que
corre a la velocidad de 8o km. por hora, recorre en x horas y = 80 · x kiló-
metros. Por ejemplo, en una media hora (es decir, x = ½ ) habrá recorrido y
8o - 1/2 = 4o kilómetros.
¡Hace tiempo que este ejemplo nos es ya familiar! ¡Cuántas veces
hemos estado sentados en un tren, y calculado cuánto tardaremos en llegar
a la estación de destino! Lo nuevo para nosotros es solamente que esto pue-
da formularse también exactamente mediante las matemáticas. Y si nos
representamos claramente estas relaciones, deberemos llegar necesariamen-
te a la conclusión de que todos los prejuicios con los que nos hemos acer-
cado siempre a las matemáticas eran muy exagerados.
Repitamos, una vez más: ¡no nos dejemos asustar por los nombres ni
por los nuevos conceptos!A menudo no se esconde detrás de todo ello mu-
cho más de lo que ya sabemos. Las concretas formulaciones tienen, sin em-
bargo, su buen sentido. Pueden ayudarnos también cuando hayamos llega-
do, hace ya tiempo, al fin de nuestra usual «sabiduría».
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 147

LA SEÑORA TANGENTE ABRE LA PUERTA AL CALCULO


DIFERENCIAL

De la función lineal y su representación geométrica de las rectas no


hay más que un corto paso a todas las numerosas funciones que influyen
sobre el acontecer en nuestro mundo. Investigar o analizar estas funciones
constituye una de las más importantes tareas de las matemáticas. Tanto si se
trata del juego de un motor, de la carga que puede sostener un puente o del
movimiento de nuestra tierra; tanto si consideramos cualesquiera procesos,
técnicos, físicos, químicos, biológicos o demás, se trata aquí siempre de las
relaciones entre una o varias magnitudes, que se encuentran entre sí en una
bien determinada dependencia. Naturalmente, estas funciones son mucho
más complicadas que nuestra primitiva función lineal. En la mayor parte de
los casos no es posible siquiera representar la índole de la función, de tal
manera, que se nos aparezca en la forma de una ecuación. Sin embargo, en
las funciones cuya ecuación conocemos y cuya imagen nos es posible re-
presentar, después de establecida una tabla de valores, ocurre lo mismo que
con nuestras rectas.
Se determina su subida, su caída, sus puntos de intersección con los
ejes, y así sucesivamente.
Con ello hemos ido a parar, con nuestras modestas rectas, a la parte del
prodigioso jardín, en donde empiezan va las llamadas matemáticas superio-
res.
148 El prodigioso jardin de las matemáticas

Pero nuestro interés ha sido despertado, y, por ello, vamos a seguir


animosamente hacia adelante. Y si nos mantenemos en el cómodo camino,
cuidadosamente elegido, será difícil que podamos perdernos en la impene-
trable maleza.
Primeramente vamos a considerar, ante todo, otra clase de funciones
más complicadas, como son aquellas en las cuales las potencias desempe-
ñan también un papel.
Al objeto de examinar de cerca el tipo de función a que nos referimos,
partiremos del caso más sencillo

Y = x2

El asunto adquiere ya a primera vista un aspecto un tanto diferente,


pues los valores de y aumentan ahora muy considerablemente en compara-
ción con el acompasado y sencillo aumento de las x. Y para darnos mejor
cuenta de esto, escribiremos las citadas variaciones disponiendo superpues-
tas las parejas de valores que se corresponden, y tendremos

Antes de pasar a la transcripción gráfica de estos valores conviene cal-


cular algunos valores intermedios, como, por ejemplo, los correspondientes
a x que valgan: ½ , 1½ , 2½
Marcaremos ahora el valor correspondiente a cada una de las x sobre
un eje horizontal trazado en papel cuadriculado, o sobre el papel llamado
milimétrico. Una vez obtenidos los puntos sueltos resultantes, comproba-
remos, con no poca sorpresa, que ya es imposible trazar ninguna recta que
pase por más dedos de dichos puntos. Si unimos todos esos puntos por un
trazo continuo, obtendremos una curva que se extiende hacia arriba. Sin
salir del asombro, repetiremos las pruebas; pero esta vez, y con objeto de
no alcanzar demasiado pronta alturas inconvenientes con los valores de y,
estudiaremos la ecuación

y = ½ x2
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 149

y ¡nuevamente nos encontramos con lo mismo!Ahora la curva no re-


sulta tan empinada, pero no por ello deja de ser una curva; y lo será incluso
en el caso de trazar, por ejemplo, el gráfico y = 0,1 x2. ¡Indefectiblemente
curvas! Y es que, en realidad, siempre que una variable aparezca afectada
por cualquier potencia, o sea elevada al cuadrado, al cubo, a la quinta, sex-
ta, etc., potencias o se presente con un signo radical de grado cualquiera, la
imagen de la función no será jamás una recta; será, de un modo u otro, una
línea de curvatura regular.

¡El asunto va tomando verdaderamente un mal cariz !


150 El prodigioso jardin de las matemáticas

Muchas cosas hemos aprendido, sin duda; mas ya a primera vista po-
demos percibir claramente que las leyes descubiertas al tratar de nuestras
simples rectas, de las imágenes correspondientes a las funciones que por
dar rectas hemos llamado «lineales», no podrán ser aplicables así como así
al caso de las curvas. Ahora bien, al tratar de una recta hablábamos de un
desnivel, inclinación o pendiente uniformemente conservada hasta el infini-
to. Pero ¿qué pasa en una curva? ¿Dónde y cómo se halla la inclinación en
este caso? Y sobre todo, ¿es que puede hablarse aquí de pendiente o incli-
nación?

En semejante trance acudimos a un viejo y estimado amigo: el círculo.


Mas como quiera que las representaciones puramente gráficas de los con-
ceptos geométricos resultan a veces demasiado pálidas y poco explicativas,
preferimos ir a buscarlo en una mejor representación, es decir, recurrir a un
cuerpo.

Un molde para pudding, más o menos semiesférico,vuelto al revés,


puede ser mirado como la maqueta de una montaña de forma singularmente
regular.

Esta superficie, como se ve claramente, presenta rampas. Un alpinista,


por ejemplo, que pretendiera escalar nuestra montaña, se hallaría, al princi-
pio, con dificultades muy considerables. Frente a él, desde el llano, se le-
vanta perpendicularmente un acantilado. Escalado éste, es decir, salvada la
primera faja, las perspectivas de ascensión aparecen inmediatamente mucho
más favorables. Sigue andando en verdad hacia arriba, pero no de modo tan
despiadadamente vertical como antes. Al alcanzar la faja siguiente, la as-
censión mejora todavía, hasta que alcanzando al fin la cumbre de la «mon-
taña» llega a una meseta plana que se extiende horizontalmente y no permi-
te ascender más.

No es necesario acudir a ningún artificio para determinar las distintas


pendientes en este cuerpo. Basta simplemente aplicar nuestra infalible regla
de madera, y podrá observarse fácilmente la pendiente.
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 151

Del mismo modo, podemos reconocer fácilmente que la pendiente


cambia «paso a paso». Y, por muy cortos que elijamos los pasos, la pen-
diente cambia también. Cada punto tiene, por consiguiente, otra pendiente.

Allí donde nuestro modelo descansa, sobre su base, la rampa es al


principio muy empinada, sube de un modo vertical, pero ya en el punto que
sigue inmediatamente encima, la inclinación se ha reducido algo y desde
este punto continúa disminuyendo gradualmente, hasta quedar reducida a
cero en lo alto. ¡Todo lo dicho puede comprobarse en la práctica, aplicando
la regla de madera!El ángulo que esta regla forma con el plano de la base
nos valorará la inclinación correspondiente ál punto dado, expresable en
grados o bien mediante la tangente trigonométrica. De la misma manera
podemos representarnos la caída, es decir, el «descenso de la montaña».

De lo corpóreo pasemos de nuevo al papel, al tablero de dibujo, al pla-


no. Del molde de pudding no quedan ya más que los contornos, que sobre
el papel aparecen como una línea curva. Nuestra regla se convierte en una
recta que toca la curva, es decir, una tangente. El factor de inclinación de
esta pendiente nos indicará la pendiente existente en el punto dado. Toda
investigación de una curva, por consiguiente, consiste, en su parte esencial,
en representar la pendiente de la curva en todos sus puntos.
152 El prodigioso jardin de las matemáticas

A fin de poder entendernos en seguida, anticiparemos algunas defini-


ciones. La tangente del ángulo de inclinación de las tangentes, que pertene-
cen a un punto de la curva de la función y = f (x), recibe el nombre de co-
ciente diferencial y, o expresado brevemente

Cociente diferencial (y') = factor de inclinación (tg a)

Diferenciar (la orden matemática para buscar el cociente diferencial)


no significa, pues, nada más que determinar los factores de subida de la
función (más exactamente, de la curva de la función, es decir, de la repre-
sentación de la función).
Y ahora sabemos también adónde iremos a parar con nuestras conside-
raciones, cuál es la diferencia fundamental entre una curva y una recta. Y
podemos decir: en toda la longitud de una recta, y para cualquiera que sea
el punto de ella considerado, se tiene invariablemente la misma inclinacion.
La recta tiene, pues, para todos sus puntos los mismos cocientes dife-
renciales. Así, por ejemplo, de la función y =3x - 2 se deduce el cociente
diferencial y' = 3.
En otras palabras, la inclinación no depende del lugar considerado en
la recta. Muy distintas son las cosas en la curva: en ésta la inclinación varía
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 153

ininterrumpidamente para cada punto y, en consecuencia, el valor del co-


ciente diferencial es también distinto en cada punto de la curva.
Será natural que, ante todo, nos preocupemos por conocer este extre-
mo cociente diferencial tan variable. Para ello no vamos a partir, es claro,
de ninguna curva complicada. Donde el asunto se ofreciera de por sí intrin-
cado no podríamos nosotros, principiantes que andamos a tientas, prome-
ternos demasiada fortuna. Elegiremos, pues, la curva más elemental posi-
ble, aquella precisamente que tenga la ecuación más sencilla, y ésta será la
curva que resulta de desarrollar gráficamente la ecuación o función

y = x2

Esta curva - a la que hemos aludido ya anteriormente - posee, además,


su nombre propio: es la llamada parábola de Apolonio. Toda vez que, se-
gún sabemos, esta curva se extiende hacia arriba en rápida subida, tratare-
mos de «suavizarla» sacándola de la ecuación y = ¼ x2.
De la tabla de valores

tomaremos, para la parte de la curva que nos interesa (la curva se continúa
todavía a lo largo del eje negativo de las x), las coordenadas de los puntos,
y resulta fácil trazar la curva por ellas.
Intentemos ahora, poniendo en ello el mayor cuidado, trazar las tan-
gentes a la curva en los puntos de ésta que tienen por abscisas: x = 2, x = 4,
x = 8, etc. Si logramos dibujar bien la curva no escapará a nuestra observa-
ción una particularidad desconcertante. Cada tangente forma siempre trián-
gulos rectángulos con las perpendiculares trazadas al valor x en el eje de las
x. El primer y más pequeño de los triángulos así trazados, es decir, aquel
cuyo vértice alto coincide con el punto y = 1, x = 2 (y que hemos dibujado,
además, suelto en la parte superior de la figura), resulta ser isósceles y sus
ángulos agudos son de 45 grados. El segundo, situado a su derecha, mues-
tra una relación entre los lados de 2 : 1. No tan claras son las relaciones en
los triángulos siguientes, cada vez mayores y más estrechos. También en
ellos llama la atención el hecho de que las tangentes que parten de los pun-
tos encima de x = 6 y x = 8 apuntan a números enteros en el eje de las x.
154 El prodigioso jardin de las matemáticas

Examinemos uno por uno estos diversos triángulos. Su figura cada vez
más alargada, más alta y más esbelta, no nos interesa gran cosa. Pretende-
mos únicamente recoger sus relaciones más importantes. Así, por ejemplo,
el valor del ángulo de inclinación de la curva, ángulo que en realidad de-
pende directamente de la relación entre las longitudes de los dos catetos,
porque el cociente de dividir el cateto vertical (ordenada y) por el horizon-
tal, es decir, por el trozo del eje de las x correspondiente, ha de darnos, in-
dudablemente, el consiguiente coeficiente diferencial. La relación, o sea el
cociente de las longitudes de los dos expresados catetos, equivale, para ca-
da punto, a la deseada tangente trigonométrica del ángulos a que forma la
tangente a la curva con el eje de las x. Contemos, pues, las longitudes de
los catetos, dividámoslas entre sí, y obtendremos el valor de la tangente
trigonométrica (116).

De aquí podemos deducir ya inmediatamente que la pendiente que co-


rresponde al ángulo formado por la tangente a la curva y el eje de las x (o
sea la y', que es el cociente diferencial) tendrá por valor el de la tangente
trigonométrica y será el indicado a continuación para los valores de x dados
en la columna de la izquierda.

X=2 Y=1
X=4 Y=2
X=6 Y=3
X=8 Y=4

16
Hay que distinguir con toda claridad entre la tangente, o sea, la recta que toca a la
curva, y la tangente trigonométrica del ángulo, o sea, la relación que existe entre los dos
catetos, de todo triángulo rectángulo.
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 155
156 El prodigioso jardin de las matemáticas

¡Esto no puede ser pura casualidad!Y efectivamente, la relación puede


ser establecida con rapidez mediante el cálculo. Es evidente que el cociente
diferencial ha de crecer en este caso cada vez más, pero es también fácil-
mente comprensible que, en cualquier momento, su valor ha de depender
del de x. Y puesto que el valor del cociente diferencial es igual a la mitad
del valor de la x correspondiente, podremos enunciar: la «derivada» (co-
ciente diferencial) de la función

Hora es ya de revelar al lector la fórmula básica del cálculo diferen-


cial, la cual, por lo demás, puede deducirse de modo riguroso y muy senci-
llo, pero preferimos darla ya desde luego. Supongamos una función en la
cual x viene multiplicada por el valor a y en la cual, a la vez, la x se halla
elevada, pongamos por caso, al exponente n (enésima potencia) (17). Seme-
jante función se expresará de esta manera:

y = a · nx

Si la derivamos, resultará

y '= n · a · xn-1

Es decir, que al hallar la derivada, el factor constante (a) permanece


inalterado. El exponente -esto es, el numerito que figura en la parte superior
derecha de la x- se apea de esta posición para pasar a multiplicar los demás
factores, y a la x le queda un exponente igual al que llevaba, disminuido en
una unidad.
Primero debemos convencernos por nosotros mismos de que esta fór-
mula coincide con nuestro resultado para la paróbola y = ¼ x2. En nuestro
ejemplo tomemos, pues, a = ¼ y n = 2. Así resulta, en efecto

17
Quien no pueda representarse tan claramente la potencia enésima, Podrá
sustituir, sencillamente, por n, un número determinado, por ejemplo, 6 u I1.
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 157

Con la misma fórmula nos ocupamos también de la función lineal, por


ejemplo, y = - 4x, pues para ello podemos también escribir (recordemos las
reglas de la potenciación) y = - 4 • x1, Es, pues,

Análogamente sucede con y = x2. El numerito 2 pasa delante, como


factor, y a la x se le pone por exponente 2 - 1 = 1, resultando así

Un caso más: supongamos, por ejemplo, la siguiente función: y = 4x12;


su derivada será: y'= 48 x11
Es evidente que el cociente diferencial hallado puede también ser deri-
vado a su vez de nuevo. La regla para efectuar el cálculo no varía. El co-
ciente diferencial obtenido en esta segunda derivación se denomina segun-
do cociente diferencial y se escribe y" (léase «y segunda). Significa -como
se puede comprender por sencilla reflexión- la variación de la pendiente.
Y de igual modo puede llegarse a un tercer, cuarto, quinto, etc., cociente
diferencial, a condición, naturalmente, de que la función primitiva lo permi-
ta. Si partiendo de una ecuación lineal, por ejemplo, obtuviéramos los co-
cientes -diferenciales primero y segundo, o sea las derivadas primera y se-
gunda, resultaría lo siguiente

Y esto significa que la pendiente de una recta ¡no experimenta ninguna


modificación, puesto que la variación de esta pendiente es igual a cero !

Pero algo muy distinto ocurre ya cuando se trata de una ecuación de


segundo grado o de tercer grado. Vamos a hacer la prueba. Sea, pongamos
por caso, la ecuación

que nos dará sucesivamente


158 El prodigioso jardin de las matemáticas

Sigamos, para una de tercer grado, tal como:

que nos dará

El lector se figurara que le hemos llevado a donde nadie le llama y es-


tamos fuera de lugar. Y, sin embargo, esto nos guía al descubrimiento de
una conclusión importante que tenemos a mano. En efecto: si escribimos
los cuadrados de los números y establecemos luego sus diferencias y, a
continuación, las diferencias de estas diferencias, tendremos:

y así sucesivamente. Es decir, que la segunda vez de escribir las diferencias


aparece el segundo cociente diferencial.
Una cosa análoga ocurre con las terceras potencias o cubos

es decir que, dados los cubos, el tercer cociente diferencial aparece a la


tercera vez de escribir las diferencias; pues, efectivamente

y = x3 Ù. y'=3x2 Ù y"= 6x Ù y" = 6

Y como quiera que para la función y = x4 el tercer cociente diferencial


se obtendría por las siguientes operaciones

habrá de suceder que si escribimos las cuartas potencias de los números y


sucesivamente buscamos las diferencias, como hemos hecho con los cua-
drados y cubos, llegaremos finalmente a 24, que es el cuarto cociente dife-
rencial de la función propuesta. Y asimismo, en las quintas potencias, habrá
dé resultar 120o, porque el quinto cociente diferencial de y = x5 es 120, y
así sucesivamente.
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 159

Algo queda por poner en claro para que podamos proseguir nuestro
avance por el territorio de las matemáticas superiores. Hasta aquí nos
hemos limitado a dar a conocer las cuestiones, aclararlas y sacar conclusio-
nes, pero no hemos hecho ver el objetivo perseguido al idear tales sutilezas
y las atractivas imágenes que con frecuencia nos apartan del árido camino
recto. La reconvención de que hasta ahora hayamos hecho solamente l'art
tour l'art (el arte por el arte), podría parecer justificada. ¿Para qué sirven,
en suma, el cociente diferencial y el imperativo de integrar?
Naturalmente no nos sería posible, ni con mucho, y aunque fuese sólo
de modo aproximado, pintar la multiplicidad de cuestiones que estas dos
maravillosas llaves de las matemáticas superiores nos permiten resolver.
Las aportaciones de los cálculos diferencial e integral hicieron variar casi
por entero la imagen que poseíamos del Universo, al permitir la demostra-
ción de relaciones y hechos de los cuales se tenía apenas una idea borrosa y
difuminada. Como muestra de ello daremos sólo algunos ejemplos espe-
cialmente ilustrativos. Supongamos que cierto número de exploradores van
a emprender una marcha de determinada longitud, por un desierto intransi-
table, y que es preciso avituallarlos. Se da, además, la circunstancia de que
no se encuentra ni agua ni alimentos y que es necesario, por lo tanto, llevar-
los consigo. Así las cosas, ¿habrán de llevar grandes cantidades de víveres,
o será mejor, por el contrario, cargar con peoueña cantidad de ellos? A esto
es difícil contestar, pues nos hallamos evidentemente ante dos posibilidades
distintas. En primer lugar, cada hombre procura llevar la menor cantidad
posible de bagaje, ya que cuanto menor sea la carga mejor conservará sus
fuerzas. En todo caso este hombre poco cargado podrá llegar más lejos, ya
que le será posible mantener sin fatiga una velocidad de marcha relativa-
mente elevada. La otra posibilidad es la de que el hombre cargue con la
mayor cantidad de vituallas posible. Es cierto que a causa del considerable
peso del bagaje avanzará más despacio que el hombre con carga ligera y no
podrá, ni con mucho, dar el mismo rendimiento diario que éste, pero tam-
bién es verdad que, en cambio, el más aprovisionado no necesitará apresu-
rarse tanto como el poco cargado, puesto que las vituallas que aquél lleva
durarán mucho más tiempo que las de éste. Por simple intuición decidire-
mos que la mejor relación entre la carga y el rendimiento de la marcha ha
de hallarse en un justo medio, pero no nos será posible expresarlo en cifras.
He aquí otro ejemplo: En un recipiente de vidrio, lleno de gas, o tam-
bién si en él se ha «hechos el vacío, hay un hilo metálico que se pone in-
candescente por el paso de la corriente eléctrica y emite una cantidad de luz
160 El prodigioso jardin de las matemáticas

tanto mayor cuanto más se calienta, esto es, cuanto mayor sea la intensidad
de la corriente que por él pasa. Pero cuanto más elevada sea la temperatura
del hilo, tanto mayor será también el desgaste de éste, y tanto más corta
será, por consiguiente, la duración del filamento incandescente de la lámpa-
ra. ¿Qué resultará, pues, más ventajoso: producir grandes cantidades de luz
mediante lámparas de incandescencia que se desgastan rápidamente, o rea-
lizar una mayor economía en el consumo de corriente y de lamparas?
Estos dos simples ejemplos, tomados al azar, muestran ya hasta qué
punto dominan nuestra técnica, e incluso toda nuestra vida cotidiana, estas
cuestiones que plantean la necesidad de un equilibrio entre los factores en
pugna, con el fin de obtener un mayor rendimiento o un mínimo consumo.
Y nos hacen asimismo ver bien claramente que con el solo auxilio de los
procedimientos comunes de cálculo, es decir, con la multiplicación o divi-
sión, extracción de raíces o elevación a potencias, etc., no hay modo de ata-
car estos problemas, cualquiera que sea la forma en que decidamos plan-
tearlos y abordarlos.
En todo caso, el lector que hasta aquí haya seguido atentamente nues-
tras explicaciones vislumbrará sin duda ya algún método que, aun siendo
sólo de modo formal, tiende a dar contestación a aquellas afinadas pregun-
tas. Es cuestión, otra vez, de estudiar la dependencia de una cantidad res-
pecto a otra y de establecer, como antes hicimos, las funciones correspon-
dientes. Así, por ejemplo, está perfectamente claro que el número de días
que nuestros viajeros podrán andar a través del desierto y vivir por sus pro-
pios medios habrá de depender de la cantidad de víveres de que dispongan.
Es decir que: la velocidad de la marcha será «función» de la carga.
Con esto poseemos ya la clave que nos permitirá resolver el problema.
Y si bien no va a sernos posible desarrollar o plantear en cifras los expresa-
dos ejemplos, porque resultaría la cosa demasiado complicada, nos será
posible, no obstante, indicar la manera cómo podrán ejecutarse tales cálcu-
los. En primer lugar sería necesario para ello reunir datos experimentales,
cifras comparativas. Así, por ejemplo, supongamos que con 3 Kg. de de-
terminadas substancias alimenticias se pueden pasar tres días, pero que 15
Kg. basten solamente para doce días; que 30 Kg. duren sólo diecinueve; y
así sucesivamente. Estas cifras, al igual que las de consumo de energía
eléctrica - es decir el número de decalúmenes para determinado consumo
de energía eléctrica- en nuestro ejemplo de la lámpara de incandescencia,
habrían de ser puestas en mutua relación matemática, al objeto de poder
llegar a establecer la expresión descrita de la función correspondiente. Un
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 161

ejemplo bien sencillo nos ilustrará acerca de la manera como puede atacar-
se un problema de este tipo.
Supongamos que en la mesa, ante nosotros, tenemos un trozo de chapa
de forma rectangular, de un tamaño, por ejemplo, de 12 x 16 cm. Si plega-
mos esta chapa de modo conveniente tendremos una cajita abierta por arri-
ba, a la cual le faltarán solamente dos paredes laterales que por ahora no
nos interesan (quedando entendido que cuando hayamos acabado la tarea
no dejaremos de suplir tal falta mediante otro pedazo de chapa). De mo-
mento pretendemos exclusivamente determinar la manera como es menes-
ter plegar la pieza de chapa para que el recipiente resultante pueda contener
la mayor cantidad posible de líquido. O, mejor dicho, para que la capacidad
(volumen) del recipiente construido llegue a ser la mayor posible (un
máximo).

Hemos de hacer aquí el inciso de que el volumen o contenido de la


«cubeta» que puede construirse con una extensión dada de chapa no es
siempre el mismo ni mucho menos, sino que, antes bien, depende princi-
palmente de la forma que se dé a las paredes y el fondo de la caja proyecta-
da. Hagamos algunos cálculos recordando en primer lugar que el volumen
de una cajita como ésa viene dado por el producto de la longitud por la an-
chura y la profundidad. Empezaremos por doblar la chapa de modo que se
levante un borde de sólo 5 mm. de altura. Esta doble altura del borde ha de
ser, naturalmente, restada de la longitud total de la cajita. Ésta ofrecerá,
pues, las dimensiones, y por tanto el volumen, correspondientes a:

15 • 12 • 1/2 = 90 cm3;

transformemos la cajita, que de este modo resulta extensa y baja, en una


especie de cartera muy estrecha y profunda, que tenga sólo 1/2 cm de an-
cho. El volumen según puede leerse en la figura, será ahora de:
1
/2 • 73/4.· 12 = 46 1/2 cm3,

cabida que es sólo la mitad de la del modelo precedente


162 El prodigioso jardin de las matemáticas

. Hagamos ahora la caja de modo que el borde sea de 3 cm. y obten-


dremos así un contenido de 3 • 10 • 12 = 360 cm3. Vemos, pues, que exis-
ten diferencias muy notables según la forma que demos a la caja. Por esto
puedo preguntarme: ¿Cómo habrá que doblar la chapa para obtener la
máxima cabida posible?
Es preciso, ante todo, que pongamos en juego cuanto llevamos apren-
dido hasta aquí del «lenguaje de las matemáticas». Procuremos, en primer
lugar, establecer la «clave de símbolos», o sea el «vocabulario», y plantee-
mos seguidamente la pregunta pertinente: ¿qué es lo que queremos saber y,
no obstante, ignoramos? Y será necesario estar ahora alerta, pues uno puede
sentirse fácilmente inclinado a decir que lo que se busca es el volumen, y
esto no es cierto. Lo que realmente deseamos conocer, y no conocemos, es
la anchura del borde, que es lo que habrá de marcar luego la profundidad de
la cajita resultante. Es esto, precisamente, lo que hemos de designar por x,
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 163

pues de esta magnitud, de esta x dependerá el volumen de la caja en cues-


tión.. Pasemos ya a la clave general: designemos la longitud de la chapa por
L; el volumen lo designaremos por V; a la longitud de la caja (a fijar al fi-
nal) la denominaremos lg, y a la anchura, a. La «técnica» consiste en esta-
blecer la dependencia en que se halla el volumen con respecto a las citadas
dimensiones. ¿Puede esto parecernos difícil? No, porque el volumen de una
caja rectangular es, y será siempre, el producto de la longitud por la anchu-
ra y la profundidad, independientemente de la forma como queramos de-
signar estas tres dimensiones. En todo caso hay que tener presente que la
longitud de la caja en construcción será tanto más reducida, por supuesto,
cuanto mayor sea la profundidad que adoptemos. Así, pues, la longitud lg
no podrá ser nunca un valor independiente, sino que vendrá siempre y úni-
camente expresada por: lg= L - 2 x; advirtiendo que si ponemos 2 X es por-
que el borde se ha de doblar en los dos extremos (las paredes laterales de la
futura caja). La función que resulta, por lo tanto. vara nuestro volumen es

Para ser todavía más claros, repetiremos que a es la anchura de la cha-


pa y permanece siempre invariable. La longitud de nuestra cajita está de-
terminada por la longitud L de la chapa, de la cual, sin embargo, hemos de
restar, al doblarlas, dos tiras, cada una de las cuales tiene un ancho igual a x
(que es la incógnita) y por esta razón la L ha de acotarse en una longitud
igual a 2 x.
La profundidad de la caja es también x, evidentemente. Así, pues, no
hemos hecho más que enunciar en forma distinta el producto de la anchura
por la longitud y por la profundidad.
Lo primero que haremos ahora será efectuar el producto indicado en el
segundo miembro de la ecuación, con lo que obtendremos

De momento nos quedamos parados. Pero vemos en seguida que si en


lugar de nuestra V hubiera una y nos encontraríamos en presencia de una
ecuación funcional, que podríamos representar perfectamente mediante la
consabida red de coordenadas (18). Y, como es natural, nos ha de ser com-
pletamente indiferente que en lugar de la y haya una V u otra letra cual-

18
Una tarea que puede recomendarse al lector.
164 El prodigioso jardin de las matemáticas

quiera. En realidad, pues, se trata de una ecuación funcional; y, según po-


demos apreciar por el término 2ax2, esa ecuación dará seguramente una
línea curva.
Según sabemos, en cualquier curva de este género el cociente diferen-
cial tiene un valor diferente para cada punto. Por otra parte, una curva pue-
de elevarse ininterrumpidamente en el espacio infinito, o dirigirse hacia las
profundidades insondables, pero puede también subir primero y bajar des-
pués o bajar primero y subir después, y así sucesivamente. Ahora bien, en
cualquiera de estos dos casos la curva habrá de alcanzar un punto, situado
por encima del eje de las x o por debajo de éste, según el caso, para el cual
la y resulte tener un valor mayor, o menor, que todos los valores que puede
alcanzar para todos los demás puntos de la curva. La cuestión está ahora en
saber si podremos hallar el mencionado punto valiéndonos del cálculo. Y la
respuesta es, naturalmente, afirmativa: podemos determinarlo con auxilio
del cociente diferencial.

Pues es evidente que en cada punto donde el ascenso se convierte en


descenso, o viceversa, la tangente tendrá una posición horizontal, exacta-
mente del mismo modo que podemos considerar que el punto más elevado
de una esfera es un plano horizontal infinitamente pequeño, sobre el cual,
haciéndolo con habilidad, podremos colocar, por ejemplo, un naipe, que
quedará en posición horizontal. En el punto más elevado y en el más pro-
fundo de la curva la tangente resulta, por consiguiente, horizontal; es decir,
que forma un ángulo de cero grados con el eje de las x. Pero, como ya sa-
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 165

bemos, la tangente trigonométrica de este ángulo nos da el valor del cocien-


te diferencial y, puesto que la tangente de cero grados es también cero, el
cociente diferencial en este caso ha de ser igualmente cero. ¡Con lo cual
estamos al cabo de la calle! Buscaremos sencillamente la derivada de la
ecuación establecida e igualaremos a cero el cociente diferencial (o deriva-
da) resultante. Entonces, basándonos en esta nueva ecuación, en uno de
cuyos miembros figura simplemente un cero, despejaremos la x que nos
interesa. Nuestra ecuación se expresa así: V = a L x - 2 a x2.

Al buscar su derivada tendremos

cociente dif. de V = a L - 4 a x; e igualando a cero, será 0 = aL-4ax

Sumemos ahora a cada uno de los miembros de esta última ecuación la


cantidad 4 a x, a fin de que nos quede esta expresión sola en el primer
miembro, y como en el segundo miembro el término se neutralizan mutua-
mente, quedará

4ax=aL

Podemos dividir todavía ambos miembros por a, con lo cual ésta des-
aparecerá: 4 x = L; y, dividiendo finalmente ambos miembros por 4, resul-
tará x = 4 . Con esto tenemos nuestro problema resuelto, pues ahora sabe-
mos que bastará dividir por 4 la longitud de la pieza de chapa de que se tra-
ta y construir la caja con bordes cuya altura x sea igual a 1/4 de dicha longi-
tud. De tal forma la capacidad -de la cajita resultante tendrá el máximo va-
lor posible. Y toda vez que las dimensiones de nuestra chapa son 16 x 12
cm., debemos doblarla a una altura de 4 cm. por cada uno de sus extremos.
Con lo que obtendremos una capacidad máxima de

V = 8 . 12 . 4 = 384 cm3

Claro está que la cuestión no queda todavía definitivamente resuelta,


pues procediendo de este modo habríamos podido también determinar el
valor mínimo, ya que, tanto al punto más alto como al más bajo de toda
curva les corresponden tangentes horizontales y para ambos resulta ser cero
el cociente diferencial. Mas también aquí se nos ofrece un auxilio, gracias
al cual en un instante veremos claramente si en el recorrido de la curva
166 El prodigioso jardin de las matemáticas

hemos alcanzado el punto más alto de la «cumbre» o si, por el contrario,


hemos llegado al más profundo de la «depresión del valle».

Hace poco vimos que el segundo cociente diferencial nos indica del
modo más sencillo la variación de la pendiente. Si en un punto dado esta
variación es de signo negativo, será indicio de que a partir de este punto
hemos de descender. Esto nos advierte que nos hallamos en el punto más
alto, puesto que desde él, desde la cima, será preciso bajar, cualquiera que
sea la dirección en que se emprenda la marcha, es decir, que la pendiente,
que era cero, habrá de disminuir, y, por lo tanto, su variación será negativa
en todas direcciones. Lo contrario ocurre en lo más profundo del valle, por-
que a partir de este lugar la pendiente aumenta en todas direcciones, de
modo que su variación ha de ser necesariamente positiva. Nos bastará,
pues, mirar si el segundo cociente diferencial (derivada segunda) es negati-
vo o positivo; y esto es todo. Para aplicar lo que acabamos de decir a nues-
tro ejemplo, recordaremos que derivando el primer cociente diferencial,
obtenido ya por una primera derivación, obtendremos el segundo. La ecua-
ción era V = aLx-2ax2 cuya derivada primera, o primer cociente diferencial,
es V'=aL-4ax
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 167

Derivando nuevamente esta ecuación, los términos que no contienen la


x quedarán, según se sabe, reducidos a cero. De aquí resulta el segundo co-
ciente diferencial (o derivada segunda), expresado por V" =-4a

¡Así comprobamos, pues, que nuestros cálculos han sido realizados


con exactitud! El segundo cociente diferencial lleva el signo menos y es,
por tanto, negativo. Viene a decir: «Por todas partes se desciende. Luego es
cierto que nos hallamos realmente en la cúspide y hemos calculado, de
hecho, el valor máximo.»
Con esto pudiera bastarnos para adquirir conocimiento de la marcha
comúnmente seguida para el cálculo de los valores máximo y mínimo. No
obstante, el problema no es siempre - ¡por desgracia!- tan claro como en
este ejemplo, que es tal vez el más sencillo; y en esto el lector nos creerá
indudablemente.
Es posible que algún que otro lector lamente el que tengamos que
abandonar demasiado rápidamente este campo. Por ello vamos a dar un
pequeño complemento, destinado solamente a los especialmente interesa-
dos. El planteo del problema es, naturalmente, siempre el mismo: ¿Cómo es
posible determinar la inclinación de la tangente de una curva?
Hasta ahora este problema lo hemos resuelto solamente desde un pun-
to de vista puramente geométrico. Es decir, hemos trazado las tangentes a
diversos puntos de una parábola, reconociendo en ello una cierta regulari-
dad. Este método de representación gráfica es ciertamente poco satisfacto-
rio, si se piensa en el infinito número de puntos que constituyen una curva.
Pero esta vez somos mucho más modestos. Según el lema: «Más vale
pájaro en mano...», consideraremos, no las tangentes, sino las vecinas se-
cantes. Son éstas las rectas que cortan la curva, por lo menos, en dos pun-
tos. En el gráfico hemos representado algunas secantes de un sector de cur-
va (19), todas las cuales pasan por el punto P. Podemos reconocer que la tan-
gente es la posición límite de la secante, cuando el segundo punto de
intersección de la secante se acerca, cada vez más, al punto P, hasta coinci-
dir finalmente con él. Nuestro propósito se hace con ello evidente. Calcu-
lamos la pendiente de la secante y comprobamos en qué se convierte el fac-
tor de inclinación cuando la secante se convierte en la tangente.

19
Esta curva no es ninguna parábola; sin embargo, las relaciones pueden explicarse,
también, en la parábola, sólo que el gráfico no resulta muy claro.
168 El prodigioso jardin de las matemáticas

Si partimos de nuevo de nuestra parábola, y = x2, entonces... Pero, alto,


este problema podemos resolverlo ya de manera mucho más elegante. ¿Para
qué partir de la parabola? ¡Nuestras consideraciones son válidas también
para todas las curvas posibles y sus ecuaciones de función!Importante es
solamente el hecho de que nos proponemos considerar curvas arqueadas
cuyas coordenadas de y dependen de las coordenadas de x. Por el momento
no nos interesa el aspecto individual de estas curvas. Por ello no debemos
preocuparnos tampoco de la ecuación de la función; su aspecto puede ser el
que quiera cuando cada y depende solamente de una x, es decir, es una fun-
ción de x, cuyo gráfico nos muestra una curva en cierto modo «razonable».

La ecuación y = f (x) representa, como sabemos, completamente esta


relación. Esta ecuación nos indica solamente que cada y depende única-
mente de una x. Si se sustituye, por ejemplo, una x1 en la ecuación, se de-
duce entonces también, automáticamente, una y1 f (x1). Naturalmente, exis-
ten también características especiales, de las que no vamos a ocuparnos,
empero, por el momento. Si alguien tiene aquí alguna dificultad puede sus-
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 169

tituir, en su pensamiento, f (x) sencillamente por una función determinada,


por ejemplo, y = 2x2. ¡Así, pues, no nos dejemos confundir!

Del gráfico podemos deducir inmediatamente cómo se obtiene la incli-


nación de la secante. Si tomamos el triángulo rectángulo con la hipotenusa
P1P reconoceremos entonces que los catetos son

De este modo podemos dar en seguida el factor de inclinación de la


secante

Del gráfico podemos deducir todavía que x1 = x + a. Podemos, por


tanto, escribir también

en donde hemos sustituido x1, simplemente, en todas partes, por x + a.


Si el punto P, se acerca cada vez más a P, a = xl - x se hará tan peque-
ño coma se quiera. Se dice: a tiende a cero (gráficamente: a ´ 0). De la
secante se obtiene la tangente, del factor de inclinación de la secante se ob-
tiene el factor de inclinación de la tangente, esto es, el cociente diferencial.
170 El prodigioso jardin de las matemáticas

Esto se escribe, abreviadamente

(Exprésese: el cociente f (x !+ a) - f (x) por a tiende a y' cuando a tien-


de a cero.)

Un ejemplo nos mostrará lo que puede hacerse con ello.


Si se deriva la función y = f (x)= 1/x , nos encontramos con una peque-
ña sorpresa. Esto podemos calcularlo ahora sin más complicaciones. Susti-
tuyamos en f (x) = 1/x , para x, x simplemente x + a, y tendremos

Así, pues, debemos restar dos quebrados. Con los números vulgares se
hace esto como con las fracciones comunes, para lo cual determinamos
primero el denominador común. Este es, simplemente, x (x + a). Así.
pues20.

De ello se obtiene

Si hacemos tender ahora a hacia cero, quedará finalmente en el deno-


minador solamente el x2. Simultáneamente, f (x + a ) − f (x ) tenderá al cociente
a
diferencial y' de la función y = 1 / x . Obtenemos, pues, el resultado:

y´= -1/x2 que es el cociente diferencial de la función y = 1/x

20
Para el lector poco práctico escribiremos esto, una vez más, detalladamente
La señora tangente abre la puerta al cálculo diferencial 171

Como es natural, todo esto va más allá del objetivo propuesto. Pero
también el lector que no ha podido seguirnos completamente, y que se ha
atenido a nuestro consejo de no apartarse del bien trazado sendero en el
prodigioso jardín, puede haberse dado cuenta de la elegancia de los méto-
dos matemáticos para la resolución de problemas. Pero los que se han atre-
vido a abrirse paso, por entre la maleza, al borde del sendero, no deben
imaginarse que han comprendido todo el cálculo diferencial. En realidad,
no nos hemos ocupado siquiera de las muchas dificultades que nos acechan
allí.

¡Y si el cociente diferencial causa, a primera vista una impresión casi


inofensiva, en realidad, grandes son sus complicaciones !

En este caso hemos partido del planteamiento geométrico del proble-


ma. Consideramos la tangente a una curva como la posición límite de la
secante pasando por dos puntos de la curva. Éste es, también, el método
utilizado por Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Independientemente
de él, Isaac Newton (1642-1727) llegó a resultados correspondientes. Por
ello es considerado asimismo como creador del cálculo diferencial.

Pero ¿qué sucede cuando la secante, para un punto considerado, no


tiene ninguna posición limite? Con ello llegamos a la pregunta de cuáles
deben ser las condiciones previas a cumplir para que sea posible derivarla
función de una curva. El estudio de este problema es uno de los factores
principales del cálculo diferencial.

Tampoco hemos podido ocuparnos de los detalles de concepto. Lo que


más nos ha preocupado ha sido este cálculo con magnitudes tan pequeñas
como se quiera. Finalmente hemos obtenido también el cociente diferencial
de un triángulo rectángulo con los catetos tan pequeños como se quiera.
Hemos considerado, por así decirlo, un triángulo con los lados más peque-
ños - posibles. Nadie podrá medir jamás estos lados; son todavía más pe-
queños que pequeño. Incluso las más pequeñas «magnitudes» atómicas no
son lo bastante pequeñas. Y a pesar de ello, este cociente, esta relación en-
tre los lados, existe realmente.
172 El prodigioso jardin de las matemáticas

En esta relación pensamos al utilizar para y' la anotación

Pero que no se trata aquí solamente de una forma distinta de anotación,


sino, en efecto, del cociente de las dos llamadas «diferenciales» dy y dx, no
puede explicarse en este lugar. ¡A pesar de ello tomaremos nota de este
hecho.
¿Por qué tanto miedo a la integral? 173

¿POR QUÉ TANTO MIEDO A LA INTEGRAL?

La respuesta a la pregunta de si de un cociente diferencial es posible


volver de nuevo a la función primitiva parece imposible a primera vista,
pues toda esta historia es, en cierto modo, impenetrable. Hay que dedicarse
a probar y adivinar, si se quiere seguir adelante. Pero ya hemos aprendido
algunas cosas, y por ello la regresión de la tarea hasta ahora tratada -y, se-
gún puede verse claramente, no se trata de otra cosa- tiene que conseguirse.

¡Naturalmente, ahora hay que prestar atención!Si viene alguien dicien-


do que el cociente diferencial en un punto determinado de una curva es
igual a cuatro, esto no nos sirve de mucho. Por mucho que nos esforcemos
no podremos dar un solo paso adelante. Nuestro amigo deberá revelarnos si
y en qué forma el cociente diferencial depende de x. ¡De lo contrario, todo
el problema carece de sentido!Por ello no nos ocuparemos más de este
asunto y daremos por sentado que se cumple esta condición previa.

El problema, consistente en buscar la función, a partir del cociente di-


ferencial 4, tiene ya un sentido.. En este caso podemos deducir inmediata-
mente que sólo puede tratarse de una función lineal. Sólo ésta tiene un co-
ciente diferencial constante, independiente de la x.
Ya sabemos, por tanto, aproximadamente, lo que va a salir. Pero esto
no debe impedirnos el tratar con especial atención este primer y sencillo
problema.
174 El prodigioso jardin de las matemáticas

Examinemos, pues, con un poco mas de atención, nuestro cociente di-


ferencial, para lo cual nos serviremos de la anotación, algo más complicada
del cociente diferencial

El cociente diferencial de la función buscada es 4, y escribiremos

Nos encaminamos ahora hacia la solución, a la ecuaciór primitiva de la


función, y procuramos tenerla en una forma que, como de costumbre, em-
piece con: y = tantos...
Sin embargo, no trabajamos ya sólo con la y, sino también con la dy,
casi infinitamente pequeña. Por tanto; debemos empezar la búsqueda de
nuestra función, escribiendo dy= ... Pregunta: ¿Qué se ha hecho ahora de la
pobre dx, adónde ha ido a parar? Lo cierto es que la hemos hecho desapare-
cer del primer miembro de nuestra ecuación inicial; multiplicando aquél
por dx. En una ecuación está todo permitido, siempre que se haga lo mismo
en los dos miembros. Así, pues, en justicia, deberemos multiplicar también
el otrc lado de nuestra ecuación por dx. Y escribiremos correctamente:
dy = 4 • dx.

Este es el momento indicado de introducir el nombre para la operación


de cálculo que acabamos de encontrar, e: decir, la búsqueda de la función a
partir del cociente diferencial. Esta operación recibe el nombre de «Integra-
ción», y la orden « ¡Búsqueda, a partir del cociente diferencial, de la co-
rrespondiente ecuación de la función !», se escribe colocando delante de las
diferenciales dy y dx el

Y así, la nueva operación vendrá expresada como sigue


¿Por qué tanto miedo a la integral? 175

Hacemos ahora el cálculo, y se deduce primero del hecho de que sólo


puede existir una función lineal,

Pero con ello no hemos terminado todavía; pues, como ya sabemos,


además del valor numérico que contiene la x, puede intervenir también en
la función otro número no implicado en la x. Por el momento no podemos
encontrar este número. Pero la posibilidad de su existencia hemos de admi-
tirla, por lo menos. Y para cada miembro de la ecuación de función que
haya existido, y que «ha caído en el pozo» al derivar, colocamos una cons-
tante indeterminada, la cual recibe el nombre de constante de integración, y
que se designa con C. Así tenemos, finalmente la fórmula exacta

Bueno! De este modo hemos concluido victoriosamente el primer cál-


culo integral, y -aun cuando de manera algo complicada para nuestro senci-
llo objeto- hemos sabido anotarlo también correctamente.
Esta maldita constante de integración C -que, naturalmente, puede ser
también un número negativo-, queda por determinar. Sin embargo, no pue-
de prescindirse de ella, pues tiene una especial importancia, derivada del
planteamiento del problema.
Si, por ejemplo, del problema se deduce que la recta debe pasar por el
punto de coordenadas x = 1 e y = 4, en este caso podemos calcular la C.
Necesitamos solamente sustituir estos valores en la ecuación de la recta y =
4 x + C, y tendremos 4 = 4 · 1 + C = 4 + C

Si de los dos lados de la ecuación se resta todavía 4, nos quedará so-


lamente C = 0. En este caso, la ecuación de la función buscada será, sim-
plemente,
Y=4x

De todos modos, hemos de tener en cuenta: ¡No siempre es posible de-


terminar la constante de integración! Por ello siempre hay algo de incierto
en este «tipo» de integrales. En consecuencia, reciben también el nombre
de «integrales indeterminadas» .
176 El prodigioso jardin de las matemáticas

¡Todo esto no ha resultado, en verdad, muy difícil! Pero ¿cómo será


posible, por ejemplo, integrar el cociente diferencial dy/dx= 4x3? A este fin
deberemos repetir lo que ya sabemos acerca de la derivación de potencias.
Supongamos que se me presenta una función cualquiera expresada en
forma,de ecuación, como, por ejemplo, y = a x2. Empezaré por determinar
el cociente diferencial según la fórmula

y'=n · a · xn-1

Esto ofrece en verdad un aspecto «amedrentador», pero es, en realidad,


perfectamente inofensivo. Apresurémonos a poner un ejemplo que suavice
la impresión. Consideremos la siguiente función

y = 22x2 + 11x + 56

cuya derivada, de acuerdo con la fórmula precedente, será

y´= 44x + 11 + 0 (21)

Esto nos dice, y de ello hemos de tomar buena nota, que en la deriva-
da, el exponente de la variable independiente (o sea el numerito que lleva
ésta en su parte superior derecha) pasa, como factor, abajo y delante de di-
cha variable, y que el nuevo exponente de ésta es el antiguo disminuido en
una unidad. Los términos que no contienen la variable quedan reducidos a
cero y se eliminan.
Pues bien, se denomina integración la inversión de este proceso de
cálculo, y el signo integral es el imperativo de tal operación. La regla prin-
cipal entre las fundamentales del cálculo integral -y el objeto de éste es la
determinación de la función partiendo de su cociente diferencial - dice así:

1° Los factores constantes (esto es, no sujetos a variación), pueden


pasar fuera, delante del signo integral, ya que no tienen que ver con la inte-
gración.

21
Para hacerlo más claro, pondremos: y' = 2 . 22 x + 1 • 11 + 0 = 44x+11 + 0.
¿Por qué tanto miedo a la integral? 177

2.° La integración, por ejemplo, dx/dy = xm tiene lugar, según la regre-


sión de la fórmula anteriormente indicada para la derivación, es decir

Es decir que, para integrar, se aumenta en una unidad el exponente de


la variable y, simultáneamente, la cantidad sujeta a integración (la cantidad
que llamaríamos «integrando»), se divide por el exponente primitivo de la
variable aumentando en una unidad.
Podemos convencernos inmediatamente de lo correcto de esta regla, si
x m +1
derivamos y = + C . En este caso debe salir de nuevo xm, es decir,
m +1
el integrando. Así sucede, en efecto, en la realidad, pues tenemos

Podemos comprobar también que la constante de integración, por des-


gracia, necesaria, desaparece de nuevo al derivar.
Ahora podemos resolver también el problema inicialmente planteado,
es decir, la integración de dx/dy = 4x3.

Pero todo esto parece poco satisfactorio y un tanto nebuloso, sobre to-
do si se compara con las cantidades tangibles del cociente diferencial. ¡En
cambio, la integral se nos escapa! Esta no hace sino convertir el fiel cocien-
te diferencial en una función más y aun ésta bastante vaga, puesto que la
constante C seguirá siendo imprecisa y desconocida.
¡Mas ha de consolarnos saber que hasta ahora no hemos tenido aún
ocasión de conocer el más importante de los papeles que desempeña el sig-
no imperativo de integral, y en el cual vamos a ocuparnos en seguida!
178 El prodigioso jardin de las matemáticas

También en esta ocasión partiremos de un hecho sencillo. Consideremos la


simplísima función y = 2 y dibujémosla en nuestro sistema de coordenadas.
El resultado es claro. La ecuación y = 2, es decir, «y es siempre, y en todas
circunstancias, igual a dos», viene representada por una línea notable, pues
se reduce a una recta en la cual todos los puntos, y para cualquier valor de
x que se considere, tienen la misma y, que vale constantemente 2, es decir,
que se hallan situados a la altura 2 por encima del eje horizontal o de las x.
La figura correspondiente a esta relación y = 2, es, por lo tanto, una recta
horizontal trazada más arriba que el eje de las x.
Ahora podemos permitirnos el lujo de tomar sobre esta horizontal el
punto que tiene por abscisa x = 6 y trazar por él una perpendicular al eje de
las x. Habremos formado así un rectángulo cuya altura será 2 (que, supo-
niendo que medimos en centímetros, valdrá 2 cm.) y que tendrá 6 cm. de
longitud. De un simple vistazo podremos también hallar el área de este rec-
tángulo, pues según sabemos ha de ser igual al producto de la longitud por
la anchura -la altura en este caso-, operación que nos dará 2 - 6 = 12

. Pero llega el momento de integrar nuestra función y 2, por lo que es-


cribiremos :

conforme a la ya conocida fórmula de integración, sin preocuparnos de to-


das formas, por el momento, de la constante de integración C. El resultado
no deja de ser asombroso en cierto modo. Mas no hay que buscar demasia-
¿Por qué tanto miedo a la integral? 179

do tiempo para llegar a descubrir el misterio de estas 2 x. Efectivamente, si,


por ejemplo, damos a x el valor 6, obtendremos 12; y ésta es precisamente
el área del rectángulo anteriormente dibujado. Y con la misma rigidez pon-
dremos de manifiesto que esta fórmula, que nos ha sido dada por integra-
ción, sirve para todos los valores que asignemos a x, es decir, para toda cla-
se de rectángulos de altura 2, cualquiera que sea su longitud. Sean los que
fueren los valores que intervengan, esta fórmula obtenida por integración
nos dará siempre el área del rectángulo que se forme apoyado sobre los ejes
x e y, limitado por la horizontal de ordenada constante dada y por la per-
pendicular levantada en un punto de abscisa x tomado sobre el eje de las x.
Veamos ahora lo que ocurre si aplicamos nuestra experiencia, no a un
rectángulo, sino, por ejemplo, a un triángulo. En este caso -si queremos
estudiar los triángulos - la recta dada habrá de ser inclinada. Esto exige que
la y no tenga en todos los puntos la misma altura, sino que ésta varíe según
los valores de x. A tal efecto tomemos, por ejemplo, la función y:= ¾ x y
procedamos a su integración, con lo que obtendremos el siguiente resultado

Tracemos ahora nuestra recta, y mediante una perpendicular levantada,


por ejemplo, en x = 4, «cerremos» un triángulo. Como todos sabemos, el
área de un triángulo es igual a la mitad del producto que resulta de multi-
plicar su base por la altura, y en nuestro caso sería 4 · 3 · ½ = 6. Aplique-
mos ahora la fórmula obtenida por integración, la cual nos dará

¾ · 16 · 1'/2'= 6, si sustituimos x = 4.

¡Hemos hallado de este modo, y también con exactitud, el área del


triángulo propuesto! Y se comprende al instante que ha de ser así, por cuan-
to las dos fórmulas, vulgar e integral, son enteramente equivalentes.
180 El prodigioso jardin de las matemáticas

De aquí se deduce claramente que así como es posible determinar por


cálculo integral el área de un triángulo la de un rectángulo, será igualmente
fácil determinar, mediante este nuevo método, el área de un polígono cual-
quiera, puesto que todos los polígonos pueden descomponerse en triángu-
los y rectángulos.

Detengámonos aquí por un momento. Las relaciones matemáticas que


acabamos de hallar parecen autorizarnos a sacar una consecuencia en cierto
modo sorprendente; pues si, fundándonos en ellas, declaramos lisa y llana-
mente que, en rigor, la determinación del área de superficies limitadas por
rectas no significa más que una integración, nadie podrá contradecirnos. Y
resulta así el hecho singular de que: todos los alumnos de enseñanzaa me-
dia, al dedicarse a determinar áreas de triángulos y rectángulos, y asimismo
todos los caldereros, empapeladores y sastres, obligados a calcular superfi-
cies de chapas, papel o tejidos, no hacen en el fondo otra cosa que aplicar
prácticamente el cálculo integral, sin que, no obstante, el procedimiento del
que se sirven día tras día lleve un nombre tan altisonante y un signo impe-
rativo tan repulsivo.
¿Por qué tanto miedo a la integral? 181

Cabe aquí, evidentemente, la objeción de que no valía la pena de em-


plear el cálculo integral, tan engorroso y complicado, para resolver unos
problemas que, en resumidas cuentas, nos resuelve la geometría más ele-
mental; es decir, que aun sin tener la menor idea acerca de las matemáticas
superiores, es posible calcular una superficie plana cualquiera limitada por
rectas. La objeción es justa. En cierto modo no hemos hecho sino cortar el
pan con navajas de afeitar; aplicar con éxito un método afinadísimo de cál-
culo allí donde el procedimiento más burdo y más sencillo habría bastado
para conseguir el mismo resultado. Pero será mejor que nos preparemos
para la inminente aparición del «plato fuerte».
Que se nos presenta, por cierto, en forma de figuras limitadas por lí-
neas curvas. Acudimos de nuevo a la parábola de Apolonio y'= x2. Si se nos
propone ahora el problema de calcular, por ejemplo, el área de la porción
de superficie comprendida entre el eje de las x, la perpendicular levantada
en el punto x'= 4 de este eje y la porción de parábola que va desde el origen
hasta cortar dicha perpendicular, nuestra
vieja geometría elemental no nos servirá de
nada, pues nos hallamos en esta ocasión
ante una figura que si bien tiene lejano pa-
recido con un triángulo, se diferencia de un
triángulo «auténtico» por la circunstancia,
«nada alentadora», de que uno de sus lados
tiene la forma de una línea curva y ¡preci-
samente parabólica!
Es aquí donde se muestra la abruma-
dora superioridad del cálculo integral, toda
vez que el afinadísimo instrumento intelec-
tual de las matemáticas superiores nos
permite apreciar las variaciones más insig-
nificantes siempre que vengan legitimadas
por una ecuación. El concepto integral no
resbalará, impotente, sobre la línea curva,
sino que, por el contrario, la atenazará con
la misma firmeza que a la recta, la cual,
desde el punto de vista de las matemáticas
superiores, es nada más que el caso particu-
lar de una curva que no se desvía ni hacia arriba ni hacia abajo, y que tiene,
por lo tanto, una curvatura infinitamente pequeña. Y así, con ayuda del cál-
182 El prodigioso jardin de las matemáticas

culo integral, podemos pasar sin titubeos a resolver el problema planteado.


La función de la curva se expresa por y = x2
Su integración nos da:

Si ahora substituimos, por ejemplo, el valor x=3, el área de la superfi-


cie limitada por la parábola, el eje de las x y la perpendicular levantada por
el punto 3 del eje de las x estará expresada por S = 27/3 = 9. En el punto x =
4 tendremos análogamente: 64 : 3 = 21 ⅓ , etc. Es evidente que con ello
habremos también determinado indirectamente la porción superficial com-
prendida entre la parábola, el eje de las y y una horizontal trazada por el
punto de la parábola cuya abscisa es x = 3; pues es fácil calcular en un abrir
y cerrar de ojos la extensión del rectángulo que, si la curva está bien traza-
da, tiene por dimensiones y = 9, x = 3, y cuya área será, por lo tanto, de:
9·3= 27. Restando de este valor el área de la parte exterior a la parábola,
que ya hemos evaluado en 9, quedarán 18.
Intercalemos aquí una pequeña observación: Hoy día nos sentimos
demasiado inclinados a menospreciar presuntuosamente las aportaciones de
los pueblos de la Antigüedad en el terreno de las ciencias naturales y de la
técnica. Cometemos con ello una gran injusticia, pues dos mil años antes de
que Leibniz y Newton fundaran las matemáticas superiores propiamente
dichas, el arte de calcular el área de una parábola, y la de una superficie
limitada por curvas, era ya conocido por el genial Arquímedes a base de
ingeniosas lucubraciones que, en cierto modo, presuponían un vislumbre
del cálculo integral.
Queda por hacer todavía una breve rectificación. Hasta aquí, en el afán
de no apartarnos de un método de exposición sencilla y fácil, hemos tratado
con cierta negligencia algo que ahora necesitamos poner en su lugar. Así,
en nuestras «cuadraturas», o sea en la determinación de áreas por medio del
cálculo integral, basta con que modifiquemos levemente el problema que
nos sirvió de ejemplo, para incurrir inmediatamente en lo absurdo. Tome-
mos por un momento la función y = x - 2 y dibujemos la recta que la repre-
senta. Advertiremos al instante que esta recta, que asciende formando un
ángulo de 45 grados, cortará el eje de las x en el punto x = 2, pues éste es el
valor para el cual la y resulta ser y = 2 – 2 = 0. Determinemos ahora el área
del triángulo limitado por la perpendicular levantada en el punto x=10. El
cálculo que utilizamos generalmente para la determinación de superficies
¿Por qué tanto miedo a la integral? 183

nos dice en seguida que el área del triángulo es: 8 · 8 · ½ = 32. Apliquemos
ahora al mismo problema el cálculo integral: La función y = x - 2 da

Si en esta fórmula introducimos el valor x = 10 obtendremos, con fun-


dada decepción, un falso resultado, a saber
10 ⋅ 10
− 2·10 = 50 − 20 = 30
2
¿Donde esta el error?
Dicho en breves palabras: la integral tiene razón; somos nosotros los
que pecamos por negligencia y precipitación, pues la severa integral, inexo-
rable, ha abarcado toda la superficie situada a la derecha del eje de las y;
por falta de precaución nuestra, partió del valor x.= o y tomó toda la exten-
sión superficial que se extiende hasta el valor de x = 10.

Pero esto no comprende sólo el triángulo cuya área buscamos, todo él


situado por encima del eje de las x: el exceso se debe a que nuestra recta
184 El prodigioso jardin de las matemáticas

atraviesa dicho eje y por debajo de éste se forma otro triángulo cuya área es
igual a 2, como se ve fácilmente. Es preciso, pues, ser meticulosos a fin de
no hacer nunca más un mal papel ante el signo integral, tan elegante e im-
perturbable. Examinado el caso con detenimiento observaremos que en este
triángulo, situado en el cuarto cuadrante, si bien el lado que descansa sobre
el eje de las x es, ciertamente, positivo (22), resulta que el segundo lado, que
apunta hacia abajo y se halla situado por debajo del eje de las x, es, en
cambio, negativo. Y como quiera que el producto de multiplicar un número
positivo por otro negativo es negativo, resulta que el área del triángulo de
que tratamos habrá de ser negativa y deberá, por este motivo, ser restada.
Su valor es: (+ 2) · (- 2) · ½ = - 2. Así la superficie comprendida en la inte-
gral se compone de dos partes: el área de un triángulo situado por encima
del eje de las x, de valor 32, y un área negativa correspondiente a otro
triángulo, situado por debajo del mismo eje, que vale - 2. En suma, el signo
de integración, con su mágico poder, está en lo justo. Somos nosotros los
malos calculadores.
La exactitud e inexorable rigor del cálculo integral no pueden, natu-
ralmente, fallar. Y esto nos enseña que debemos esmerarnos en la precisión
y en la escrupulosidad, cosa que habremos de conseguir mediante el deslin-
de preciso del concepto de integral. Así, como imperativo de la integración
se ordenará: «Buscar el área comprendida desde aquí hasta allí»; y esta li-
mitación nos lleva a escribir debidamente la integral que nos viene definida
por límites estrictamente precisos, que se establecen del siguiente modo: Si
es nuestra intención (no nos separemos del ejemplo de la función y=x-2)
que la integral se extienda solamente al trozo comprendido entre 2 y 10,
escribiremos estos límites «superior» e «inferior», en el signo de integra-
ción, de esta manera

∫ (x − 2)dx = ...
10

(léase: «integral definida entre 2 y 10, de x - 2 por de equis»).

22
Conviene no dejarse desorientar por el juego de los signos + y -; esto es, por lo posi-
tivo y lo negativo. Recordemos que la «forma primitiva» del sistema de coordenadas la
hemos realizado a base de dos escalas termométricas que se cortan y cuyo punto de intersec-
ción coincidía con el punto cero de ambas. Contando hacia arriba y a la derecha los grados
son «de calor» (positivos), y contando hacia abajo y a la izquierda son «de frío» (negativos)
¿Por qué tanto miedo a la integral? 185

Y ahora es fácil, por lo que ya sabemos, escribir:

Para aclarar un poco esto, diremos que hemos substituido x por io y el


resultado de ello es la expresión que aparece en el penúltimo paréntesis, y
de este resultado hemos restado lo que resulta de substituir x por 2, lo cual
dará a su vez la expresión que figura en el último paréntesis. El valor del
contenido en este último paréntesis es: 4/2 - 4 = - 2.
Es decir, que deben restarse los dos paréntesis; de modo que del valor
del penúltimo paréntesis, que es 30, hemos de restar el valor (- 2) del últi-
mo y esto se resuelve, como sabemos, mediante un cambio de signo del
substraendo obteniéndose, finalmente, 30 + 2 = 32. Consecuencia de todo
esto es haber adquirido conocimiento de una nueva notación, con lo que tal
vez se renovará el desasosiego de aquellos que se limiten a hojear el pre-
sente libro.

Pero, en resumidas cuentas, nada hay en ello de extraordinario.

¿Cómo estaban las cosas en nuestros cálculos de áreas? ¡Se han obte-
nido allí resultados perfectamente correctos!Sencillamente, en aquel lugar
no debíamos determinar más que áreas tales para las cuales los límites infe-
riores de las integrales eran cero. La parte correspondiente sería suprimida,
si no lo hubiéramos hecho ya anteriormente en nuestro desconocimiento.
Hay que tener presente, además, que en la integración de una función dada
podría presentarse por añadidura, y con intención de enmarañar el juego,
una constante indeterminable, nuestra conocida C. En nuestros cálculos
referentes a las áreas hemos hecho desaparecer, «disimuladamente», esa C.
No se ha perdido gran cosa; pues si al hacer el cálculo de un área se evalúa
una integral definida, es decir, considerada extensiva únicamente entre lí-
mites dados, la constante C desaparece por completo al proceder a restar
del valor de la integral correspondiente al límite superior el valor de la inte-
gral que corresponde al límite inferior. Desaparece, pues, con toda senci-
llez, por un procedimiento impecablemente matemático. Especialmente
también cuando el límite inferior es cero.
Citemos todavía dos hechos curiosos: existe un caso en que también la
fórmula de integración claudica lastimosamente. Así sucede, por ejemplo,
al tratarse de la cantidad x-1, tan sencilla al parecer. Esta «falla» del cálculo
186 El prodigioso jardin de las matemáticas

integral, por lo demás tan completo, produjo algún sobresalto entre los pri-
meros matemáticos, de entre los cuales se elevaron voces muy sobresalien-
tes para predecir, sin más, la ruina de toda esta espléndida obra del pensa-
miento. Aquella funesta «llaga» se cicatrizó más tarde brillantemente. Esto
nos conduce a los logaritmos, puesto que (y esto no lo sabían todavía los
críticos) la expresión ∫x -1 dx es nada menos que el logaritmo natural de x
aumentado con la consabida constante C. Y he aquí, para terminar, otro
caso notable y quizá el más curioso de todos. Como el lector comprenderá
fácilmente, hay funciones que al derivarlas se hacen en cierto modo mayo-
res o menores; cosa que, como es natural, ha de ocurrir también con los
valores integrales, que pueden ser mayores o menores que las primitivas
funciones de que proceden. Ocurre aquí lo propio que sucede con las cur-
vas, que lo mismo pueden dirigirse hacia arriba que hacia abajo; unas, vis-
tas desde arriba, ofrecen un pronunciado relieve, otras parecen más bien
deprimidas, etc. La cuestión está en saber si hay funciones tales que (al
modo de la línea recta, que viene a representar una curva intermedia entre
la que dirige su curvatura hacia arriba y la que la dirige hacia abajo) no su-
fran la menor alteración, ni al diferenciarlas ni al integrarlas, y en las cua-
les los imperativos del cálculo, dotados de tanta omnipotencia en general,
reboten impotentes al chocar con ellas.
Y esta función, esta curva, existe realmente. Innecesario sería advertir
que, debido a esta propiedad esencial, adquiere una importancia fundamen-
tal en el ámbito de las matemáticas superiores.

Se trata de la función y = ex

En ella tropezamos una vez más con uno de los tres «famosos» núme-
ros, es decir, con el «número por excelencia», e, base del sistema de loga-
ritmos naturales. Nos contentaremos con afirmar que esto explica la causa
de que a este célebre número: e = 2,718281... le haya sido concedido el títu-
lo de «eje de las matemáticas». Con ello damos por terminado nuestro rápi-
do vuelo de reconocimiento sobre el campo del cálculo diferencial e inte-
gral. Confío en que habrá llevado al ánimo del lector la seguridad de que
tras los signos con que se indican estos cálculos, de aspecto tal vez miste-
rioso y hosco, no se oculta, sin embargo, ninguna indescifrable «magia ne-
gra», sino que, por el contrario, resultan fácilmente comprensibles y defini-
dos a la luz de la más rigurosa lógica.
¿Por qué tanto miedo a la integral? 187

Interrumpiremos aquí nuestro paseo por el tan temido reino de la alta


matemática. Sería síntoma de engreimiento. por parte del autor si intentase
siquiera insinuar que ha conseguido realmente instruir al lector en el arte de
manejar las matemáticas superiores. ¡Ni era éste tampoco el objeto de nues-
tro paseo!Nuestra_ pretensión se limita a deshacer la leyenda negra en que
se quiere envolver este sublime arte del razonamiento, y convencer al lector
de que, tal como enseña la botánica, las espinas tan temidas no son otra co-
sa que verdaderas hojas transformadas, y que aun cuando nos movamos
mucho entre ellas, no es forzoso que nos hieran, siempre y cuando desde un
principio hayamos aprendido a evitar las agudas puntas y a interpretar las
ideas fundamentales con la sencillez que les es realmente propia. No hemos
de negar que, a medida que se avanza por el camino, éste es cada vez más
empinado y pedregoso. ¡A pesar de ello, no es intransitable! Pero, para lle-
gar a semejante fin, ha de acudirse necesariamente a obras más extensas
que la presente.
188 El prodigioso jardin de las matemáticas

Esta página está en blanco intencionadamente


Un círculo que tiene tres vértices 189

UN CIRCULO QUE TIENE TRES VÉRTICES

Después de la difícil «prueba» de los precedentes capítulos y de la


«carga matemática» soportada, el amable lector tiene bien merecido un po-
co de descanso. Vamos a tomarnos, pues, unas «vacaciones» y, abandonan-
do los terroríficos logaritmos y conceptos básicos de las matemáticas supe-
riores, intercalaremos un capítulo de la Geometría, fácil de seguir con la
imaginación, para lo cual vamos a confiarnos a la bien conocida circunfe-
rencia, de plácida y franca expresión por su redondez. Además, las fórmu-
las que sirven para calcular el perímetro y el área del círculo merecen en-
cendidos elogios por la facilidad y sencillez con que pueden ser retenidas
en la memoria. Pero como quiera que nos hallamos ya un tanto familiariza-
dos con el verdadero espíritu de las matemáticas, vamos a ser cautelosos,
pues sabemos que nuestro fiel círculo se halla de continuo asediado por uno
de los tres números «misteriosos». Sin el número n no podemos avanzar
por el círculo. Poco a poco iremos viendo que esta figura geométrica posee,
además, otras características, tan sorprendentes como poco conocidas. Sin
embargo, rehuiremos de momento estos innumerables y difíciles problemas
relacionados con el círculo, a fin de lograr realmente un positivo descanso.
190 El prodigioso jardin de las matemáticas

La circunferencia es, según se sabe, una_ línea cerrada sobre sí misma


y cuyos puntos equidistan todos de otro punto - el centro de la circunferen-
cia -. Esta es otra verdad de cajón, familiar hoy día a todo muchacho de la
escuela, pero ¡cuán ignoradas resultan ya las primeras inmediatas conse-
cuencias de este aserto !

«Remachemos» antes de nada lo siguiente: toda circunferencia queda


determinada, en absoluto, con un solo dato métrico: el radio (23). El proble-
ma de trazar un círculo de 5 cm. de radio no puede solucionarse más que de
una sola manera. Existen otras figuras geométricas que ofrecen a este res-
pecto una cierta analogía con el círculo, y de las cuales podríamos citar el
cuadrado y el triángulo equilátero, entre otras. Cuando necesitamos dibujar
un cuadrado de 45 cm. de lado, no hallamos más que una sola solución al
problema. Pero el círculo aventaja a todas estas figuras por el hecho de que,
si bien un triángulo equilátero, por ejemplo, puede representarse apoyado
sea por la punta sea por el lado o en una posición oblicua intermedia, resul-
ta que el círculo, por ser absolutamente redondo, se presenta siempre en la
misma posición, por muchas vueltas que se le den. Así, pues: el círculo es,
en cierto modo, fa figura que queda más «completamente» determinada
por un solo dato numérico.
La inmediata consecuencia de esto es que, en rigor, no hay más que un
solo círculo. Esta idea, expresada con mayor exactitud geométrica, dice:
todos los círculos son «semejantes» entre sí. Y, en efecto, exceptuados el
punto, la recta y la esfera, no existen otras figuras tan semejantes entre sí
como lo son dos círculos. Pero ¿es que, verdaderamente, no hay más que un
círculo único? He aquí una imagen aclaratoria: sería perfectamente imagi-
nable que yo, para cubrir mis «necesidades» de círculos para toda la vida,
me dibu
jase un círculo perfecto y lo fotografiase luego. Dejaría las pruebas en
casa del fotógrafo y podría, cuando me pluguiera, hacer un pedido por telé-
fono: «Hoy necesito dos círculos de 72 mm. de diámetro; para pasado ma-
ñana téngame uno de 108 cm.», y así sucesivamente. A base de una sola
prueba negativa el fotógrafo podría «suministrar», valiéndose de su aparato
23
Incluso en el caso de que se indique el área o el perímetro, vienen también dados
por el radio o (lo que para el caso es lo mismo) por el diámetro. También resulta unívoco el
problema de dibujar un círculo de, por ejemplo, 538 cm' de área, mientras que pueden cons-
truirse infinidad de triángulos, cuadriláteros y polígonos irregulares y de diversa figura que
tengan esa misma área.
Un círculo que tiene tres vértices 191

amplificador, cualquier círculo deseado, de la misma manera, exactamente,


que podria obtener los retratos que quisiere de un determinado antepasado
mío en todos los tamaños deseados, postal, carnet, etc., siempre que pose-
yera la prueba negativa del buen señor; y cualquiera que fuese el color de la
«foto», en negro o sepia, brillante o mate, las reproducciones no dejarían de
representar siempre la misma persona, esto es: mi antepasado. Volviendo a
la Geometría, dos curvas serán semejantes siempre que una de ellas pueda
quedar dentro del espacio limitado por la otra, de tal modo que sus contor-
nos resulten equidistantes en todos sus puntos. Me sería posible - al menos
en teoría - disponer «concéntricamente», o sea con un centro común, todos
los círculos existentes, y en todos ellos se cumpliría el referido requisito;
cosa que, en cambio, sería imposible si se tratara, por ejemplo, de triángu-
los o rectángulos dados; hay triángulos esbeltos, de punta muy acusada; los
hay achatados, así como también existen rectángulos gordotes, aplanados y
bajos y otros de forma más cuadrada, etc.
Por lo contrario, todos los círculos tienen la misma forma!Procuremos
no olvidar esta afirmación, pues, aunque tal vez resulte nueva y nunca oída
para muchos, habremos de servirnos de ella. Ahora es la ocasión oportuna
para plantear la cuestión de cómo debe ser la expresión matemática de la
circunferencia, o sea ver qué aspecto ofrece la función que al ser dibujada
da por resultado un círculo.
De momento, y debido principalmente a que siguiendo la circunferen-
cia no hacemos más que «virar en redondo» para volver al punto de origen,
el asunto parece difícil de abordar. Pero, cual corresponde a matemáticos,
hemos de conservar nuestra sangre fría y recurrimos en seguida, una vez,
más, al trazado de un círculo unidad, cuyo diámetro mida io cm. y el radio,
por tanto, 5 cm. Tomemos luego una x de 4 cm.; partamos de ella hacia
arriba, hasta cortar la circunferencia (todo esto en el primer cuadrante), y
midamos la y correspondiente, es decir, la ordenada o altura a que queda
este punto de intersección por encima del eje de las x. Para sorpresa nuestra
no resulta ningún quebrado o fracción de difícil lectura, sino un valor visto-
so, entero y pulido, tal como el 3. Imbuidos de optimismo por el feliz tér-
mino de nuestro primer «experimento con el círculo» procedemos a invertir
el problema y partimos de x = 3. Inmediatamente buscamos también la y
del punto correspondiente, y hallamos que vale 4. Sin ulteriores explicacio-
nes, es fácil comprender que este sencillo ensayo tendrá éxito también si se
realiza en cualquier otro cuadrante, puesto que, aparte la orientación, en
nada habrán de variar por ello nuestras relaciones numéricas.
192 El prodigioso jardin de las matemáticas

¡Por de pronto hemos podido establecer, cuando menos, una sencilla rela-
ción!En todo caso, bueno será que contengamos un poco nuestra satisfac-
ción por tal victoria; pues si hemos logrado matar esa mosca es porque es-
taba ya agonizante e imposibilitada de volar.
Un círculo que tiene tres vértices 193

Como podemos deducir de la figura de la página 192, las coordenadas


de los puntos representados en la circunferencia forman siempre un triángu-
lo rectángulo con el radio del círculo (véase nuestras Historias del círculo
unidad). Tomemos un punto cualquiera en el perímetro del círculo. El radio
que se dirige hacia él constituye la hipotenusa del triángulo rectángulo alu-
dido, en tanto que las rectas x e y, ambas más pequeñas, representan los
catetos del mismo. Así las cosas, no hay más que tener en cuenta la princi-
pal ley fundamental que rige para todos los triángulos rectángulos, o sea el
milenario teorema de Pitágoras, según el cual: el cuadrado de la hipotenusa
es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Este principio nos dará
hecha la ecuación correspondiente a cualquier punto situado en la circunfe-
rencia; ecuación que se anuncia simplemente diciendo: el cuadrado de la
longitud x (abscisa), más el cuadrado de la longitud y (ordenada), ha de ser
igual al cuadrado del radio

Ahora vemos que los triángulos que, por vía de ensayo, habíamos
construido con anterioridad eran sencillamente los conocidos triángulos
«egipcios» con lados de 5, 4 y 3 cm.
Pero ¿cómo se entiende -preguntará el reflexivo lector- que la circun-
ferencia tenga una parte en cada uno de los cuatro cuadrantes? ¿Qué dice a
este respecto la ecuación de la circunferencia? Intentemos transformar
nuestra ecuación de tal modo que adopte la forma corriente de las ecuacio-
nes funcionales, en cuyo caso tendremos que

se deduce

De primera intención, para permanecer fieles al dibujo ya trazado, de-


cidimos adoptar un círculo de 5 cm. de radio. A continuación elegimos una
x = + 4, de lo que se deduce y2 = 25 – 16 = 9. Pero pongamos ahora aten-
ción, pues es de saber que existen dos números que multiplicados por sí
mismos dan + 9, y son éstos: + 3 y -3. Existen, por tanto, para x = + 4 dos
puntos; uno de éstos tiene una y de + 3 y el otro una de - 3. Uno de ellos, el
primero, se halla, por consiguiente, en el primer cuadrante, y el segundo
está en el cuarto cuadrante, por debajo del eje de las x. Supongamos ahora
el valor de x - 4 y obtendremos de nuevo el mismo resultado que antes,
pues (-4) · (-4) = 16. Así, pues, a un valor de x,= - 4 le corresponden tam-
194 El prodigioso jardin de las matemáticas

bién dos puntos de la circunferencia: uno de ellos tiene la y = + 4 y el otro


la y = -4. Como consecuencia de esto, y puesto que todos los puntos que
tienen una x negativa han de estar situados a la izquierda del eje de las y -o
sea a la izquierda del punto de origen de coordenadas- los dos puntos obte-
nidos esta vez estarán: uno en el segundo cuadrante y el otro en el tercero.
Y puesto que esto se verifica para cualquier par de valores opuestos de x
(uno positivo y otro negativo) que introduzcamos en la ecuación, tendremos
explicado el enigma de por qué la circunferencia puede pasar impunemente
por los cuatro cuadrantes.

Y ahora vamos a hacer un experimento que a primera vista parece pura


tontería. Pidamos a un alma femenina, y que por añadidura, a ser posible, se
interese por las matemáticas (los dedos de los hombres suelen ser demasia-
do torpes), que nos prepare un hilo de manera que, como indica la figura
adjunta, termine en cada uno de sus extremos por un nudo con presilla. El
hilo podrá tener de 12 a 15 cm. de longitud. A través de las dos presillas
terminales, puestas juntas, introduciremos luego la punta de una chinche
que clavaremos en medio de un papel de dibujo colocado sobre nuestro ta-
blero. Si ahora hacemos pasar la afilada punta de un lápiz por la doblez que
forma de este modo el hilo, y manteniendo a éste tirante trazamos una línea
en derredor, resultará, naturalmente, una circunferencia, pues el hilo sujeto
por la chinche fija representa en este caso el radio de longitud invariable, de
tal forma que todos los puntos de la línea trazada por la punta del lápiz es-
tán a una misma distancia de la chinche que representa el centro.

De este modo hemos confeccionado un simple compás de cordel, tal


como el que, en mayor escala, emplean los jardineros. Procuremos conser-
varlo bien, pues necesitaremos utilizarlo en otros experimentos, muy intere-
santes, en los cuales de nada nos serviría el compás ordinario. Tomemos
una segunda chinche, cuya punta introduciremos en una de las presillas
terminales del hilo, y la fijaremos en el tablero cerca de la primera, que fija
la otra presilla. Lo que queremos conseguir con tal maniobra se percibe a
primera vista nos hemos preparado para trazar una «circunferencia con dos
centros».
Un círculo que tiene tres vértices 195

En efecto, si con el cordel tirante, como antes, hacemos pasar el lápiz


alrededor de las chinches clavadas, obtendremos una figura parecida a la
circunferencia, pero que, no obstante, se diferencia de la circunferencia
propiamente dicha por el hecho de que en una de las direcciones, digamos
en la dirección de las x, es más alargada que en la dirección de las y. La
circunferencia se ha «estrechado» o, como podría decir un bromista, la cir-
cunferencia se ha sometido a un régimen de adelgazamiento. La caracterís-
tica principal de la figura resultante se reconoce fácilmente. En las circun-
ferencias auténticas todos sus puntos equidistan del centro. En la figura
recién obtenida no ocurre lo mismo y las cosas se presentan de manera muy
particular. Nuestro hilo, cuyos dos extremos están sujetos por las chinches,
ha conservado su antigua longitud. Este es el hecho más importante, que no
puede ser alterado ni siquiera por la afirmación de que tanto el radio como
el diámetro de la nueva curva son de distinta longitud para cada uno de sus
puntos. No podrá, pues, tratarse aquí de «distancias iguales». Pero hay, en
cambio, algo que se mantiene siempre igual y es la longitud invariable del
hilo de que nos hemos servido, pues esta longitud es en todo caso igual a la
suma de las distancias que van desde cada uno de los puntos ocupados por
las dos chinches a un punto cualquiera de la curva. Esta curva es, por lo
tanto, el lugar geométrico de todos aquellos puntos cuya suma de distancias
a otros dos puntos interiores es invariable.
Para denominar la curva así engendrada y que ofrece un parentesco
notorio con la circunferencia escogeríamos en nuestra lengua, si fuese posi-
ble, el nombre de «deficiencia», dado que el nombre griego de elipse que
196 El prodigioso jardin de las matemáticas

actualmente lleva significa precisamente eso (24). Pero, para no salir de to-
no, diremos que acabamos de trazar una elipse.
Examinémosla más detenidamente. Al ver cómo se traza con auxilio
de un hilo y dos chinches, podemos reconocer al primer golpe de vista que
la elipse no es más que una circunferencia «alargada», o lo que viene a ser
lo mismo, una circunferencia que en una de las direcciones conserva su
amplitud, en tanto que en la otra (a 90 grados de la primera) ha sufrido una
compresión. Ahora no tenemos ya un diámetro de valor único, sino un nú-
mero infinito de diámetros de distinta longitud y de entre los cuales nos
interesan especialmente dos, el mayor y el menor. En nuestro dibujo, el
diámetro mayor coincide exactamente con el eje horizontal le las x; el me-
nor corta la figura de arriba abajo, dividiéniola en dos mitades. Es claro que
estos dos diámetros citados no solamente determinan la magnitud de la
elipse, sino también su figura. Si hacemos que los dos diámetros -llamados
usualmente «ejes» - tengan longitudes casi iguales, la elipse resultará más
redonda, más repleta, más parecida a una circunferencia. Si admitimos, en
cambio, dos ejes de longitudes más distintas entre sí, esto es, por ejemplo,
de 10 cm. el mayor y de 2 el menor, para mayor contraste, la elipse resul-
tante será más alargada, más achatada y más estrecha. Tomemos, pues,
buena nota de que existen dos magnitudes que determinan el aspecto y la
figura de la elipse, y que éstas son las longitudes de los dos ejes. No nos
hallamos ya ante una sola magnitud determinativa, como lo era el radio en
la circunferencia o el lado en el trángulo equilátero y en el cuadrado. La
inmediata consecuencia de ello es que no todas las elipses son «semejan-
tes» entre sí. Existen un sinnúmero de elipses de la más variada figura.
Tengamos bien entendido, por consiguiente, que existe la circunferencia,
pero existen las elipses.
No queremos exponer aquí la deducción de la fórmula matemática de
la elipse para no atormentar más al lector, al cual hemos sacrificado tan
duramente en los capítulos anteriores. En su forma más usual y sencilla la
ecuación de la elipse se expresa simplemente así

x2 y 2
+ =1
a 2 b2

24
La etimología de elipse es: elleipsis= falto, incompleto, deficiente. RICHARD
BAZTZER, en sus Elementos de Matemáticas, indica: elipse = defectus
Un círculo que tiene tres vértices 197

en donde a y b representan, respectivamente, la mitad del eje mayor y la


mitad del menor. Es claro que en el caso de ser a = b la ecuación toma la
forma siguiente
x2 y2
+ =1
b2 b2

y en la que por multiplicación se puede hacer pasar fácilmente la b al se-


gundo miembro, con lo que se tendrá la ecuación x2 + y2 = b2, que nos indi-
ca que hemos ido a parar a una circunferencia cuyo radio es b.

Antes de seguir adelante es preciso todavía revelar dos «secretos» de


la elipse. Sabemos que la fórmula del área del círculo se expresa por:
S=π · r2,
en la que S representa la superficie, o sea el área. El área de la elipse será
análogamente: S = a • b • π. Existe, pues, como se ve, un innegable «pare-
cido de familia». Pero el cálculo de su perímetro nos revela el hecho sensi-
ble de que la elipse, a pesar de comportarse con respecto al círculo al modo
de una hermana flaca con su obeso hermano, no deja de ser una señora la-
dina y maliciosa.
Ocurre que no nos es posible, en ningún modo, determinar el períme-
tro de la elipse con exactitud matemática, porque en este cálculo, aparente-
mente tan sencillo, tropezamos con la temible «integral elíptica», de la cual
se dice en términos científicos que «no es elementalmente evaluable». Nos
está vedado, por tanto, calcular con gran exactitud y precisión el perímetro
de una elipse dada. Disponemos, sin embargo, de métodos de aproximación
que nos permiten acercarnos al valor exacto deseado, pero de todas formas
no se hace de modo tan sencillo y preciso como cuando se trata de la cir-
cunferencia.
El otro secreto de la elipse es también, bien mirado, un secreto de la
circunferencia. Vamos a plantear -netamente y sin rodeos - la cuestión: ¿Es
que en alguna ocasión vemos la circunferencia realmente como tal? La con-
testación, por extraño que parezca, es: ¡Puede decirse que nunca la vemos
así, pues nos aparece casi siempre en forma de elipse! Para poder ver la
circunferencia tal como es, sin acortamiento alguno y con todos sus diáme-
tros iguales, es condición indispensable que la miremos con nuestro ojo
situado exactamente en la perpendicular levantada al plano del círculo por
198 El prodigioso jardin de las matemáticas

su centro. Mas, tan pronto como hayamos desviado ligeramente la vista


reaparecerá la elipse.
¿Quién habría podido pensar que nuestro buen círculo fuese tan sensi-
ble hasta el punto de no permitir que se le mire «de soslayo»? La compro-
bación de este hecho nos conducirá a un fenómeno sumamente importante,
que nos revelará la fundamental y verdadera relación de parentesco existen-
te entre la circunferencia, la elipse y otras figuras.
Digamos preliminarmente que: si, suponiendo el ojo situado en un
punto de la perpendicular levantada en el centro del plano de un círculo,
mando rayos visuales a todos los puntos de la circunferencia, el conjunto de
todos ellos formará un cono, denominado precisamente cono circular.
Y es justamente este cono el que consigue, como por arte de magia,
convertir un círculo en una elipse.
Desde el punto de vista geométrico, el cono es una figura sumamente
interesante. Su superficie curva consiste en un gran número de líneas rectas.
Pensemos en los rayos visuales, y entonces comprenderemos claramente
porque estas líneas rectas, que parten a modo de rayos de la punta del cono,
reciben el nombre de «generatrices» del cono.

¿Y qué hay de este parentesco entre círculo y elipse?


Para demostrarlo prácticamente no tenemos más que contemplar una
zanahoria, de forma aproximadamente cónica. Si le doy un corte transver-
sal, normal a su eje, es decir, perpendicularmente a su dirección, principal
de crecimiento, obtendré un círculo. Pero en cuanto incline un poco la di-
rección del corte, lo que resultará será una elipse. Esto que ocurre con el
cono ocurre también con el cilindro. Como modelo de cilindro para realizar
el experimento (se trata, naturalmente, de un cilindro circular) podrá servir-
nos un embutido cualquiera. Se ve fácilmente que al cortar el embutido
perpendicularmente al eje se reproducirá un círculo, pero que, en cambio, al
acortarlo oblicuamente se obtendrán elipses más o menos perfectas. Las
secciones de un cilindro circular son, pues, únicamente círculos o elipses
(aunque, para ciertas posiciones extremas del plano de corte, puedan obte-
nerse incluso rectángulos, u otras figuras, dependientes de las superficies
terminales del modelo cilíndrico).
Es importante además tener presente que la elipse y el círculo son sec-
ciones producidas en el cono cuando el plano secante corta todas las gene-
ratrices. Es decir, que cuando un plano corta todas las rectas imaginables
que, partiendo del vértice de un cono, están trazadas sobre la superficie pe-
Un círculo que tiene tres vértices 199

riférica de éste (superficie cónica), la sección obtenida será un círculo o una


elipse.
Hagamos ahora, siquiera sea mentalmente, un nuevo experimento a
base de las chinches de que nos hemos servido hace poco y que habíamos
fijado a una distancia mutua de 2 a 3 cm. Procedamos a arrancar una de
ellas, por ejemplo la de la derecha, e imaginemos que se traslada más allá
del infinito, o sea millones de veces más lejos que las mayores distancias
conocidas, y que se clava en el tablero (que supondremos extendido asi-
mismo hasta el infinito) sobre un punto de prolongación del eje horizontal
de las x. Resultaría imposible prolongar suficientemente el hilo, pues no
encontraríamos en todo el mundo las varas que de él necesitaríamos para
alcanzar este segundo punto. Por fortuna no nos es menester lograrlo, ya
que la paralela al eje de las x señalará perfectamente la dirección en que se
encuentra esa segunda chinche que hemos imaginado alejada al infinito.
Cabría preguntar qué se ha conseguido con el «destierro» de ese segundo
punto, que tan importante era en el caso de la elipse.
No será difícil darnos cuenta de lo que ocurre. Cuando en vez de una
sola chinche en el centro del círculo teníamos dos clavadas en nuestro ta-
blero, a una distancia mutua cómoda y dentro de lo finito, resultaba que al
querer trazar el círculo alrededor, éste se alargó un poco y salió una elipse.
Lo que entonces hicimos seguiremos haciéndolo igualmente ahora, pero
estirando nuestro pobre círculo hasta hacerlo llegar a la Vía Láctea y a las
inmensas lejanías intersiderales. Ante nosotros tendremos el extremo de
una elipse cuya mayor parte se pierde en los espacios interplanetarios, una
elipse cuyos dos ejes se han hecho infinitamente grandes.
A primera vista la cosa presenta un cariz desconcertante, pues hemos
entrado en los dominios de esa magnitud irrepresentable llamada infinito.
Por atrayente que estimemos la prosecución de este problema, que nos
permitiría dominar uno de los más grandes panoramas del vasto reino de las
matemáticas, y especialmente de la geometría, habremos de conformarnos
con exponer al lector, en breves palabras, sólo aquello que tiene mayor im-
portancia.
Esta elipse estirada hasta el infinito representa una curva bien determi-
nada, y que, traduciendo en sentido figurado el nombre griego que lleva,
deberíamos llamar «equiparación» (25). La explicación del modo como se

25
En la citada obra de BAMTZER, se dice: parábola (πααβολ), aequalitas)
200 El prodigioso jardin de las matemáticas

construye la curva, y la deducción de su fórmula, exigirían, más que nada,


largas digresiones. Observemos solamente que esta curva, que llamaríamos
«equiparidad», la conocemos ya, y por cierto en su forma más sencilla e
importante: es la Parábola, cuya fórmula se expresa en la forma más senci-
lla como sigue: y x2. Y, exactamente lo mismo que la elipse, la parábola
está también estrechamente emparentada con la circunferencia. Sin embar-
go, habrá de saltar a la vista una diferencia entre ambas curvas muy digna
de ser tenida en cuenta: en la circunferencia, que es en suma un caso parti-
cular de la elipse, el famoso valor π representa un gran papel, cosa que en la
parábola no ocurre. El área de ésta (que por ser infinita es sólo determina-
ble para una porción dada a partir de su extremidad inicial) puede hallarse
sin el auxilio de aquel número trascendente.
Pero hay más: todas las parábolas tienen la misma forma. Su fórmula
se expresa generalmente por y2 = 2px. De la que se deduce que, análoga-
mente al caso de la circunferencia, en la parábola hay también una sola
magnitud de elección discrecional, que es P y se llama parámetro de esta
curva. Según eso, todas las curvas que tracemos traduciendo la ecuación de
la parábola serán semejantes entre sí, y por lo tanto no se conoce más que
una sola parábola (26).
Haremos todavía una ligera consideración acerca de la parábola en su
calidad de sección del cono. La parábola se obtiene siempre que se corte el
cono de tal modo que el plano de la sección sea paralelo a una generatriz de
la superficie cónica. Esta generatriz es además la única recta de la superfi-
cie cónica que no puede en ningún caso cortar al plano de la parábola, por
más que se prolongaran el cono y el plano de la sección (o plano secante)
hasta el infinito. Avancemos todavía un paso más. Si dirigiésemos el corte
de tal modo que el plano secante fuese paralelo al eje del cono, tendríamos
una sección limitada por una curva de pendiente todavía más pronunciada y
26
Según hemos podido ver en un capítulo precedente, la curva de ecuación y = x2 se
extendía, hacia arriba, en rápido ascenso. Para minorar esta rápida ascensión establecimos,
entonces, la fórmula y = ½ x2. Con ello, la curva se hace más aplastada; y se haría aún más
aplastada, si hacemos y = 0.01 x2. No hicimos más que ampliar una pequeña porción de ella.
Es como si hubiéramos sacado, fotográficamente, una ampliación de una pequeña parte de la
curva y = x2. Las relaciones son, en este caso, exactamente iguales que en la circunferencia.
La a menudo mencionada »parábola cúbica», de ecuación: y = x3, a la que hicimos alusión
como curva de tercer grado (llamada así porque en su ecuación la variable está elevada a la
tercera potencia), tiene únicamente un parecido externo con la parábola auténtica (que en
seguida definiremos como sección del cono), sin que haya entre ellas ningún parentesco
intimo.
Un círculo que tiene tres vértices 201

más elegante que la parábola. Su nombre, traduciendo en sentido figurado


el nombre griego «hipérbola» con que se la conoce, debería llamarse «ex-
ceso». Es una curva muy notable, hermana gemela de la elipse desde el
punto de vista matemático. Se distingue únicamente de ésta por un signo
«menos» (-) que figura delante de uno de los términos de la ecuación.

Pero este signo negativo actúa aquí precisamente como instrumento de


la magia negra. Hemos dicho ya anteriormente que el que podríamos llamar
eje menor de la parábola indefinidamente prolongada está en el infinito, y
es infinitamente grande, razón por la cual deja de estar a nuestro alcance.
Pero el eje menor de la hipérbola es aún mucho más inconcebible; pues,
debido al fatal papel que desempeña el citado signo negativo (27), resulta
esfumado por ambos extremos en los dominios espectrales de lo imagina-
rio. Lo que todavía desorienta más en la hipérbola es el ser una curva que
consta de dos ramas, debiéndose esto a que ha de considerarse otro cono
obtenido por la prolongación de las generatrices del primero y que más allá
del vértice de éste se extiende también hacia el infinito aunque en sentido
contrario, con lo cual resulta que el plano secante corta simultáneamente
los dos conos y produce como sección una rama de hipérbola en cada uno
de ellos. Y para poner fin a esta marcha forzada a través de las secciones

27
La ecuación de la hipérbola (en su forma usual), se expresa así
x2 y 2
− =1
a 2 b2
Según se ve, a excepto el signo negativo es en todo igual a la ecuación de la elipse.
202 El prodigioso jardin de las matemáticas

cónicas terminaremos subrayando el hecho de que, si bien la hipérbola es


sección simultánea de dos conos, existen dos rectas en la doble superficie
cónica a las cuales dicha curva no consigue cortar jamás. Pero, con objeto
de indemnizar al lector por nuestra apresurada exposición de uno de los
capítulos más espléndidos, añadiremos algo todavía que habrá de servirle
de receta para lograr con sencillos aparatos la representación de estas sec-
ciones cónicas, valiéndonos para ello de experimentos ópticos. Existen, y es
corriente, lámparas de bolsillo cuyo foco, o por mejor decir el reflector,
emite la luz proyectándola en forma de cono circular bastante preciso. Si se
ilumina con una de estas lámparas la pared, o mejor una, hoja de papel
blanco, se verán aparecer con toda claridad sobre la superficie iluminada: el
círculo, la elipse, la parábola y la hipérbola, según sea la inclinación que
demos a la lámpara con relación al papel (pantalla); es decir, según sea el
ángulo con el cual la pantalla corta el cono de luz.
Pero volvamos de nuevo a nuestro círculo. Podría escribirse una nove-
la acerca de las penalidades que el espíritu investigador humano hubo de
soportar hasta penetrar en el auténtico misterio del círculo, es decir, hasta
descubrir el verdadero valor del número π. La cuestión está todavía hoy
algo obscura. En la más antigua obra de matemáticas egipcia que ha logra-
do llegar hasta nosotros, el célebre «Papiros» de Rhind, del escriba Ahmés,
se halla ya para π un valor sorprendentemente exacto; y es que los antiguos
egipcios tomaron como valor numérico de dicho símbolo el quebrado 16/9
elevado al cuadrado, lo que equivalía a 256/81, que traducido a fracción de-
cimal es: 3,1605. Más tarde esta adquisición debió de volver a perderse,
pues está plenamente demostrado que los propios egipcios se conformaron
para la construcción de sus grandes edificios circulares con la muy tosca
aproximación de π = 3. Los clarividentes helenos fueron los primeros en
calcularlo más fundamentalmente. Arquímedes llegó a los valores de
aproximación: 310/71 y 3 1/7; pero el valor exacto de π les fue también nega-
do a los griegos, por lo demás tambien dotados de conocimientos matemá-
ticos. Como sabemos ya, hasta el siglo XVII no se hizo definitivamente luz
en torno de esta cuestión tan intrincada (28).
28
Todavía no está hoy totalmente aclarada la cuestión de si el número de cinco deci-
males que PIAZZI SMITH identificó como corporizado en las medidas principales de la
pirámide de Cheops (perímetro de la pirámide dividido por el doble de la altura =
3,14159...), es exactamente ajustado o no. En todo caso no dejará de ser un hecho notable -
aunque no único - el que un conocimiento perdido se haya recuperado 4000 años más tarde.
Un círculo que tiene tres vértices 203

En cambio, dando un genial rodeo, consiguieron los sagaces griegos la


solución -siquiera sea parcial, pero perfectamente exacta- del problema tan
calurosamente debatido referente al cálculo de las áreas de superficies cir-
culares. Como toda buena novela que se precie de tal, la historia del núme-
ro ir ofrece también sus sorpresas; y así se puede hablar aquí del llamado
«biángulo circular». Con rectas (y en lo que a las superficies planas se re-
fiere) no hay posibilidad alguna de limitar un biángulo; se necesitan, por lo
menos, tres lados y tres ángulos para obtener una superficie enteramente
limitada. Pero ello es posible con arcos de círculo. Partiendo de este cono-
cimiento pudo hallar Hipócrates (29), ya en el siglo V antes de J. C., las
famosas «lúnulas» que llevan su nombre.

Surgen éstas en un triángulo rectángulo cuando tomando la hipotenusa


por diámetro se traza un semicírculo que resulta pasar por los tres vértices y
29
El pitagórico Hipócrates de Quío, contemporáneo de Pericles.
204 El prodigioso jardin de las matemáticas

se trazan luego otros dos semicírculos tomando respectivamente los catetos


por diámetro. La suma de las áreas de las lúnulas así formadas es igual al
área del triángulo. En todo cuadrado sobre el que se opere de análogo mo-
do, ocurre naturalmente el mismo fenómeno: también en este caso la suma
de las áreas de las lúnulas es igual al área del cuadrado. La demostración
resulta del teorema de Pitágoras, así como también del hecho de que las
áreas de dos círculos son proporcionales a los cuadrados de sus diámetros.
En su conjunto la cuestión resulta, a pesar de su sencillez, enredada en
cierto modo, pero con ayuda de las referidas lúnulas hace casi dos milenios
y medio que nos hallamos en disposición de construir, mediante una regla y
un compás, cuadrados o rectángulos ele un área exactamente igual a la de
figuras limitadas por arcos de circunferencia.
Lo que, en cambio, sabemos muy bien es que la cuadratura absoluta
del círculo, es decir, la construcción de un cuadrado o de un rectángulo cu-
ya área sea igual a la de un círculo dado, es imposible de lograr mediante la
regla y el compás. Lo impide la trascendencia del número it.
Los griegos se han ocupado también, naturalmente, mucho, con figu-
ras, compuestas de arcos de círculo. Dos de tales figuras, que, al parecer,
fueron halladas por Arquímedes, el más eminente matemático de la antigua
Grecia, las vemos aquí reproducidas. Se trata de las figuras llamadas «cu-
chilla de zapatero« (arbelos) y «salero» (salmon). Ya se sabía por entonces
que el cálculo del área de tales figuras limitadas por curvas no podía ser
cosa en extremo difícil en cuanto se alcanzase el secreto del cálculo del
área del círculo.
Para dar remate a nuestras vacaciones haremos conocer al lector un
hecho que a primera vista podría ofrecer todas las trazas de un trabalenguas
matemático, si no fuese porque el resultado, sorprendentemente absurdo en
apariencia, está confirmado con el mayor rigor científico. Esto prueba la
necesidad de andar con muchísima cautela cada vez que se proceda a esta-
blecer una definición o a «fijar un concepto», si el mismo definidor no
quiere quebrarse después la cabeza con su propia definición. En el círculo
se encierra ciertamente una alevosa trampa, y lo más pasmoso de ello es
que hasta hace apenas medio siglo nada se sabía al respecto.
El buen Euclides, «padre de la Geometría», del cual hemos de volver a
tratar todavía, fue un definidor sumamente precavido y extraordinariamente
hábil. Aproximadamente 30o años antes de J. C. definió el círculo como
una figura plana, limitada por una línea de las características siguientes:
«Todas las rectas trazadas desde un punto dado en el interior de la figura
Un círculo que tiene tres vértices 205

hasta los puntos de la línea son iguales.» Aquí se ve claramente dónde se


apoyaba el griego: en la igualdad de los radios. El compás no hace más que
mantener constante el radio de la circunferencia, y aun cuando empleamos
el compás de cordel, seguimos fiando en la igualdad de los radios.
Pero de la igualdad de los radios se sigue irrebatiblemente la igualdad
de todos los diámetros del círculo. Y no parece tampoco que pueda haber
reparo en definir la circunferencia como «una figura» plana que se caracte-
riza por ser iguales los diámetros correspondientes a todos sus puntos. Si
nos expresamos vulgarmente podremos decir que el círculo ofrece un
«grueso» (calibre) uniforme en todas direcciones, que es de un mismo «an-
cho» por todas partes. Veámoslo prácticamente pasando a lo corpóreo y
comparando cilindros circulares y prismas de base poligonal. Así, por
ejemplo, coloquemos debajo de un libro dos lápices cilíndricos, sobre los
cuales el libro resbalará sin resistencia alguna, igual que si tuviese ruedas.
Si, en lugar de aquéllos, se toman lápices de sección octagonal, el libro ya
no corre tan fácilmente; se encuentran resistencias, y si se observa bien se
verá que se eleva y desciende y su marcha pierde estabilidad. ¿Por que? Por
la sencilla razón de que el octágono no ofrece un «grueso uniforme»; su
diámetro medio de vértice a vértice es mayor que el medio de lado a lado, y
así el referido libro ha de mecerse y bambolearse como un vehículo que en
vez de ruedas circulares las llevase elípticas o poligonales. Pero todavía
resulta más difícil el experimento si se toman lápices de sección hexagonal
o si se emplean listones de sección triangular, en cuyo caso el libro ya no se
dejará transportar de un lado a otro, a no ser resbalando.
Y es ahora cuando aparece la extraña y maravillosa sorpresa. Hasta el
año 1875 -es decir, más de 2000 años después de la primera definición co-
rrecta de la circunferencia, dada por Euclides - la circunferencia era tenida,
incluso en un círculo cuyo perímetro dividimos en seis partes iguales, va-
liéndonos para ello del conocido procedimiento de tomar el radio como
cuerda. De estos seis puntos tomaremos uno sí y otro no, y obtendremos así
los tres vértices de un triángulo equilátero. A continuación clavaremos la
punta del compás en uno de los tres puntos marcados y haremos que la pun-
ta el dominio de las más rigurosas matemáticas, como la única figura que
en todos sus puntos posee realmente un mismo diámetro. Durante todo este
largo período de tiempo fue tenida por completamente justa la definición
que decía: «el círculo es una figura plana que ofrece el mismo grueso en
todos sentidos». La verdad es que no se conocía ninguna otra figura que
pudiese llenar también ese requisito.
206 El prodigioso jardin de las matemáticas

Pero en el expresado año de 1875, el matemático Reuleaux halló que


existen también otras figuras que ofrecen ciertamente una misma amplitud
en todos sus puntos, a pesar de no ser circunferencias en el sentido antiguo
tradicional, sino figuras que poseen diámetros iguales, pero radios desigua-
les, con lo cual quedaba demostrada la inexactitud de la definición del cír-
culo basada en la identidad de los diámetros.

Las más sencillas de estas figuras de Reuleaux que ofrecen diámetros


iguales pueden considerarse como derivadas de un triángulo equilátero. Al
efecto, empezaremos por tomar del lápiz del compás alcance el vértice in-
mediato; trazaremos un arco de circunferencia (que pasará por los otros dos
vértices) y repetiremos la misma operación en cada uno de los vértices res-
tantes. De este modo aparecerá un triángulo limitado por tres arcos de cir-
cunferencia. Como se deduce de un ligero examen, esta figura posee real-
mente diámetros iguales para todos sus puntos. En efecto: si recorremos su
contorno veremos que desde cada uno de los arcos que hacen de lado hasta
el vértice opuesto mediremos siempre un mismo diámetro, y que una vez
llegados al vértice hallamos igualmente que desde éste hasta cada punto del
arco opuesto persiste la misma distancia. De manera parecida podremos
inscribir cualquier polígono regular, de número impar de lados (pentágono,
eptágono, etc.), en una figura de Reuleaux de amplitud uniforme para todos
sus puntos.
Un círculo que tiene tres vértices 207

Si construimos un cilindro cuya sección transversal tenga la forma de


una de estas figuras de Reuleaux, y lo hacemos servir a modo de rodillo,
podrán transportarse sobre él, sin altibajos y al igual que sobre un rodillo
cilíndrico de sección circular, libros, tablas u otras cargas cualesquiera.
Existen, pues, para sorpresa nuestra y asombro de la rigurosa ciencia ma-
temática, «círculos» que presentan tres, cinco, siete y más ángulos. Un des-
cubrimiento maravilloso que provoca el asombro aun en el reino de las so-
brias matemáticas.
Como parece natural, las figuras de Reuleaux se prestan solamente a la
construcción de rodillos, pero jamás a la construcción de ruedas; pues en la
rueda el postulado capital reside en la igualdad de los radios. Esto no se
cumple, como es natural, en las figuras mencionadas, puesto que en ellas no
hay ni puede haber punto alguno que equidiste de todos los puntos de la
periferia.
208 El prodigioso jardin de las matemáticas

Esta página está en blanco intencionadamente


La lucha contra el infinito 209

LA LUCHA CONTRA EL INFINITO

Acabamos de ver, en el desarrollo del curioso ejemplo del círculo, to-


do el poder de una definición. Valiéndonos, pues, de una «definición» va-
mos a atrevernos con el monstruo infinito. La dificultad en expresar este
concepto con palabras está en el hecho de que podamos «romper el fuego»
con varias definiciones a la vez. Los filósofos dicen, por ejemplo: «Infinito
es aquello de lo que no es posible imaginar el fin, aquello a lo que no se
conocen límites.» Los matemáticos se expresan diciendo: «Un número o
una cantidad son infinitos cuando son mayores que toda cantidad dada, por
grande que ésta sea.» Podríamos aducir todavía multitud de definiciones,
más o menos ingeniosas y acertadas; pues alguien dijo, irónicamente:
«Donde faltan los conceptos, acuden oportunamente las palabras.» Pero
sepamos lo que hemos conseguido con la definición.
La consecuencia inmediata deducida del sentido puramente matemáti-
co de la afirmación de existencia de una cantidad infinita, será la de que las
cuatro operaciones de cálculo elemental -adición, substracción, multiplica-
ción y división- escapan a dicha cantidad. Lo infinito no aumenta al sumar-
le una cantidad por grande que ésta sea, ni disminuye aunque se le substrai-
ga un número finito monstruoso que sume una cantidad gigantesca de quin-
tillones. Tampoco la multiplicación puede hacer a lo infinito mayor de lo
210 El prodigioso jardin de las matemáticas

que es, y sería también igualmente absurda toda idea de división de la can-
tidad infinita. Es evidente que tales consideraciones vienen a echar por tie-
rra todas nuestras concepciones y todas las leyes que rigen nuestra manera
de pensar. Pondremos un ejemplo que, pese a su entera absurdidad aparen-
te, es absolutamente exacto. Nos referimos a la infinidad del tiempo, a la
eternidad. Si a partir del instante actual, es decir, del presente, sigo contan-
do toda una eternidad, llegaré con los números tan lejos como si hubiese
empezado a contar desde el más remoto pasado, desde una eternidad preté-
rita.
Desde la obscura Antigüedad, en que los hindúes encontraron el con-
cepto de infinitud, la idea de infinito ha gravitado sobre el pensamiento
humano como una losa. Y al igual que el rodillo de una apisonadora no deja
casi rastro de la cáscara de nuez que por casualidad encuentra en su cami-
no, cualquier esfuerzo mental en marcha para abarcar lo eterno o lo infinito
destruye todo nuestro bagaje intelectual, reduciéndolo a la nada. No es,
pues, de extrañar que entre los grandes hombres que honramos como a pre-
claros maestros de la humanidad haya habido muchos que elevaron su voz
poderosa para prevenirnos contra la admisión de lo infinito. Aristóteles nos
enseñó ya que es imposible la existencia de un infinito absoluto. Descartes
rehusaba ocuparse en el infinito; y en 1831, G. F. Gauss, príncipe de los
matemáticos, se oponía al uso de toda cantidad infinita en sentido definidor,
como algo que en matemáticas no debiera permitirse jamás; pero, no obs-
tante, la humanidad hubo de encararse con ese infinito desconcertante,
monstruoso e irrepresentable.
Mejor dicho: se logró atrapar al inmenso coloso, a ese infinito, en apa-
riencia incoercible, mediante la llamada teoría de los conjuntos, que señaló
nuevos rumbos a las matemáticas en orden al estudio del infinito. Hizo su
aparición en el último tercio del pasado siglo, y su cerebro más genial fue
G. Cantor. Como en tantas otras concepciones geniales, la primera idea, la
idea más fundamental de esta teoría de los conjuntos, parte de un hecho
sumamente sencillo; y por tal motivo esta arma, la más importante para la
exploración del infinito, puede, no sin razón, ser considerada como un re-
troceso a los más primitivos artificios del cálculo, tales como el procedi-
miento de contar con los dedos, tan practicado aún entre los niños y en el
seno de los pueblos salvajes. En primer término precisó montar un puente
imaginario que condujera al reino tenebroso de lo infinito; es decir, fue me-
nester hallar una operación de cálculo que sirviese de ariete para atacar al
monstruo que lleva ese nombre, pues, como ya sabemos, lo infinito no se
La lucha contra el infinito 211

altera, ni aumenta ni disminuye mediante la adición o la substracción de


números finitos, por grandes que éstos sean. Y ocurre exactamente igual al
aplicarle la elevación a potencias, extracción de raíces, cálculos logarítmi-
cos, diferenciaciones, etc., operaciones con las que sólo se logra poner de
manifiesto su propia impotencia cada vez que tratan de habérselas con él.
Después de todo lo dicho, cuando descubramos la ingenua operación
que va a permitirnos luchar con el infinito, nos parecerá cosa de broma.
Consiste sencillamente en la llamada operación de «coordinar». Suponga-
mos, por ejemplo, que en un lugar cualquiera de una selva africana está
sentado un honrado hotentote, perito en el arte de dar caza al fiero león y al
terrible rinoceronte, pero completamente «en blanco» por lo que se refiere
al cálculo mental, ya que nuestro negro gentleman no sabe ni siquiera con-
tar. Pero ha conseguido juntar un montón de cocos y un pequeño montonci-
to de dátiles y quisiera saber en cuál de los montones hay más piezas. Para
su capacidad, es ésta una tarea al parecer insoluble. Y es entonces cuando
viene en su auxilio la «coordinación». Sobre cada coco coloca un dátil, y al
terminar ve, de modo inconfundible, si tiene más dátiles, más cocos o igual
número de unos que de otros.

He aquí otro ejemplo un poco más preciso: Para esta noche tenemos
10 convidados a cenar, y contándonos usted y yo, los dos anfitriones, sere-
mos en total 12 personas. En este caso será nuestra ama de llaves la que
habrá de «coordinar». Cada persona requiere una silla, un plato sopero y
otro llano, un tenedor, un vaso, etc.
212 El prodigioso jardin de las matemáticas

Y ahora toda la matemática que el caso requiere consiste en lograr que


el número de sillas, tenedores, cuchillos, vasos, etc., esté, como dice la ex-
presión matemática,
«unívocamente coordinado» (30)

al número de las personas invitadas a cenar. Todos estos «conjuntos» de


cuchillos, sillas, vasos, etc., han de ser en

«número igual»

puesto que para 12 personas se necesitan: 12 sillas, 12 Cuchillos, 12 tene-


dores, 12 vasos, etc.

30
Unívocamente o reversiblemente inequívocamente, es decir, por ejemplo, a los doce
vasos pueden serles coordinadas, también, unívocamente doce personas
La lucha contra el infinito 213

Con esto tenemos la siguiente definición: Se dirá que dos conjuntos


tienen «igual número» siempre que entre sus elementos sea posible estable-
cer una coordinación unívoca.
La característica que toda cantidad ofrece de común con todas las de-
más cantidades de «igual número», y por la que se distingue de cualquiera
otra cantidad que no sea de «igual número», se denomina «número» de esta
cantidad con una alineación numérica
Es claro que todo esto son «perogrulladas», pero es preciso tenerlas
bien presentes, pues es de aquí de donde surge la «idea rectora», la conclu-
sión trascendental de nuestra coordinatoria No habiéndose dicho en parte
alguna, ni pudiendo afirmar nadie que la coordinación sea exclusivamente
aplicable a lo finito, es deducible que debe ser también aplicable a cantida-
des infinitamente grandes. Y con ello tenemos en la mano el instrumento
ideal que va a permitirnos adueñarnos de ese inabordable monstruo de lo
infinito. ¡Ya esta tendido el puente! Mas, antes de hacer uso de este instru-
mento que acabamos de forjar, será necesario que dejemos sentados dos
puntos básicos relativos a la nomenclatura. En rigor, hablar de un número
infinitamente grande carece de sentido; pues la propia naturaleza de lo infi-
nito lleva ya consigo el ser mayor que cualquier otro número, por grande
que éste sea. Será más justo, pues, hablar de «cantidades infinitas». En se-
gundo lugar, las denominaciones de «grande» o «mayor» resultan realmen-
te gastadas cuando se refieren al infinito, puesto que éste ha sido aceptado
ya desde un principio como infinitamente grande. Así, en vez de grande,
digamos simplemente «extenso», en lugar de mayor dígase «más extenso»,
y en lugar de menor «menos extenso». ¡Esto, bien entendido cuando nos
refiramos a cantidades infinitamente grandes !
Ahora sabemos ya lo suficiente y podemos lanzarnos a probar la mági-
ca virtud de nuestro cascanueces. La primera cuestión que se nos plantea
corresponde tal vez a la pregunta siguiente: ¿Pero es que hay, acaso, canti-
dades infinitas? Seguramente no necesitaremos buscar demasiado, pues
hay, como es notorio, infinitos números naturales distintos (31). Así, pues, la
cantidad o, mejor dicho, el conjunto de todos esos números naturales nos
ofrece un número infinito de «elementos» y constituye, por tanto, una can-
tidad infinita. Los conjuntos que tengan «igual número» que este conjunto
de los números naturales, y cuyos elementos pueden ser unívocamente

31
Se entiende por números naturales, los números enteros positivos, como los: 1, 2, 3,
4, 5, etc.
214 El prodigioso jardin de las matemáticas

coordinados con los referidos números, reciben el nombre de «conjuntos


infinitos numerables».
Al decir que un conjunto tiene por número el diez, por ejemplo, se
quiere significar que sus elementos pueden ser coordinados con los diez
primeros números (el número de los dedos de las manos es, por lo tanto, un
conjunto de esta clase) y que, en consecuencia, podrá ser numerado por los
primeros diez números naturales; por esto se dice que es numerable. El ca-
rácter definitivo es y será siempre el de numerabilidad, o si se prefiere, la
«posibilidad de numeración». Ahora haremos lo dicho hasta aquí extensivo
a los conjuntos infinitos. Según lo expuesto, un conjunto infinito numerable
será aquel cuyos elementos pueden ser coordinados unívocamente con la
totalidad de los números naturales, es decir, aquel cuyos elementos pueden
ser, uno por uno, «numerados» con el conjunto de los números naturales.
Mas, según nuestra definición, todos los conjuntos infinitos numerables han
de ser de número igual (constarán del mismo «número de piezas», como di-
ríamos vulgarmente). Este número ha de llevar un nombre, y se ha elegido,
a este fin, el de «alfa cero», del mismo modo que el número coordinable
con los dedos de nuestra mano izquierda lleva el nombre de «cinco», desde
tiempo inmemorial. En adelante escribiremos, en lugar de «alfa cero», a.
Esta a es, por consiguiente, el primer ejemplo de la extensión de un número
infinito (o también, como se dice en el lenguaje científico: de un «número
cardinal transfinito») que tenemos ocasión de conocer.
Repetiremos que al decir: «un conjunto tiene el número cinco» se da a
entender que los elementos de esta cantidad pueden ser coordinados unívo-
camente con los dedos de la mano derecha (o de la mano izquierda), o con
los guarismos 1, 2, 3, 4, 5. Por lo tanto, al decir que «un conjunto tiene el
número a.» se entiende que los elementos de dicho conjunto pueden ser
unívocamente coordinados con todos los -números naturales, Q que pueden
ser «numerados» con éstos.
Consideremos ahora otros ejemplos de conjuntos infinitos numerables
y veremos en seguida cómo damos con hechos en gran manera sorprenden-
tes, que se hallan en contraposición con nuestros conceptos generalmente
admitidos. Es innegable que el conjunto de los números pares es infinito
numerable. Pero de aquí se deduce, sin ninguna duda posible, que de núme-
ros pares hay la misma cantidad que de números naturales en general, aun-
que uno se siente inclinado a aceptar que ha de haber menos números pares
que números enteros en general. Resulta, pues, para sorpresa nuestra, que:
¡no es cierto que haya más números naturales que números pares!Lo mismo
La lucha contra el infinito 215

exactamente podríamos decir respecto de los números impares, cuyo con-


junto es también infinito numerable. ¡Existen, pues, tantos números pares
como impares, y como números naturales en general!Hay algo más sor-
prendente todavía, pues el conjunto de parejas de números naturales es
también un infinito numerable y su cantidad ha de ser, por lo tanto, igual a
a. No resulta en esencia mucho más intrincada la demostración de que el
conjunto de todos los números racionales, incluyendo los quebrados comu-
nes, es un infinito numerable y es, por esta razón, de número igual al del
conjunto de todos los números naturales. Ya en el último tercio del siglo
xix se pudo demostrar que .el conjunto de todos los números algebraicos
(que comprende todos los números posibles, con excepción de los trascen-
dentes), es también infinito numerable e igual, por consiguiente, a a.
Nos hallamos, pues, en resumen, con la siguiente serie de hechos por-
tentosos: los coniuntos de

A la vista de semejantes resultados, a todas luces desvariados, el lector


dudará tal vez de nuestro sano juicio. Se imaginará seguramente que, en el
intento de enfrentarnos con el misterioso y obsesionador infinito, hemos
sido víctimas de una completa confusión mental. Pero ¡no hay que perder la
calma!, porque la cosa no está tan mal parada.
Si de buenas a primeras hemos emprendido una marcha en busca de lo
ignoto y aun de lo no imaginable, no debe sorprendernos el oir cosas ines-
peradas e inauditas; pues si, por ejemplo, es claro como la luz del Sol que el
hecho del reciente descubrimiento de un animal desconocido hasta el pre-
sente, no ha de dar pie a otra pretensión que la de clasificarlo en una nueva
especie, si es que realmente ofrece caracteres esencialmente distintos de los
de todos los demás animales conocidos con anterioridad, es claro también
que las cantidades infinitamente grandes han de distinguirse de modo fun-
damentalísimo de las cantidades finitas, y que, como es de esperar, ocurra
que en el inmenso terreno de lo infinito rijan leyes muy distintas de las que
tienen validez en los dominios limitados de lo finito. Aparte esto, las rare-
zas que hemos hallado aquí en orden al primer conjunto infinito a, en nin-
gún modo contradicen las propiedades que desde un principio habíamos
216 El prodigioso jardin de las matemáticas

descubierto ya respecto a las magnitudes infinitas. Pero hay más, y es que


la posible suposición de que todos los conjuntos infinitamente grandes sean
iguales entre sí, o sea iguales a a, carece de todo fundamento. Vamos a ver-
lo inmediatamente.
En el año 18744 se halló la prueba de que hay conjuntos infinitos que
no son numerables. Ha de haber, pues, muchos (en realidad infinitos) con-
juntos infinitos. Pudo demostrarse, ante todo, que el conjunto total de los
números llamados «reales» (que son todos los números con excepción de
los complejos, o sea los relacionados con i) no es infinito numerable. La
demostración de este aserto es sencillísima e ilustrativa. Basta, en efecto,
demostrar que el conjunto de los números reales que caben entre cero y uno
no es infinito numerable, es decir, que es tan numeroso que siempre me
permitirá intercalar otro número, por muy tupida que me imagine su colo-
cación previa. Para ello partimos del hecho de que las «divisiones» más
finísimas de la alineación numérica (que conocemos ya por la escala del
termómetro) representan aquellas fracciones decimales no periódicas exten-
sibles hasta el infinito (32). Si, según esto, logro demostrar (y resumiré aquí
las premisas de la demostración) que en un conjunto dado de fracciones
decimales indefinidas no periódicas podré siempre interpolar una más, de-
duciré de tal demostración que es imposible echar ninguna cuenta, ni aun
teóricamente, por la sencilla razón de que siempre, en todo momento, po-
dría añadir algo, en cierto modo «olvidado». Expresándolo en otra forma
diré: si yo he enumerado los enteros desde cero hasta zoo, habré terminado
definitivamente de contar este centenar, pues me será ya por completo im-
posible intercalar -si no quiero salirme de los números enteros otro número
en ninguna parte. Al 38 le sigue el 39, al 82 el 83, etc. Pero la cosa varía
considerablemente cuando se trata de fracciones decimales indefinidas no
periódicas. Por muchas que pongamos (situadas, por ejemplo, entre o y i),
siempre encontraré algún «nuevo» decimal de este tipo para añadir. Es cla-
ro que la demostración será factible únicamente dentro de lo finito, ya que
no es posible escribir fracciones decimales de extensión indefinida. Supon-
gámonos ante las siguientes fracciones decimales indefinidas no periódicas

32
Recuérdese que todas las fracciones decimales, periódicas, extensibles hasta el infi-
nito, son, como ya sabemos, quebrados comunes, es decir, que pueden convertirse directa-
mente en tales. ¡Esto no esf posible con las no periódicas !
La lucha contra el infinito 217

Siguiendo un método sistemático se puede indicar al momento un nú-


mero cualquiera que no sea igual a uno de éstos. He aquí, a tal efecto, la
«receta»: elíjase el primer decimal del nuevo número, diferente del primer
decimal de la primera fracción; a continuación se pasa al segundo decimal
del nuevo número, poniéndolo diferente del segundo decimal de la segunda
fracción; seguidamente se va al tercer decimal del nuevo número, escri-
biéndolo diferente del tercer decimal de la tercera fracción, y así sucesiva-
mente. Ahora se puede comprender con claridad que de este modo habrá de
hallarse un nuevo número real, comprendido entreo y i, distinto de cada
uno de los anteriormente anotados.
Repitamos: con las cifras así elegidas -obtenidas de las diagonales del
esquema numérico -, hemos formado, en primer lugar, un número decimal
infinito 0,10358... Todas las cifras de este número decimal las sustituimos
después por otras. Cómo, es completamente indiferente. Tomemos, por
ejemplo, el nuevo número decimal 0,21469..., en el que hemos aumentado
cada cifra del número anterior en i; este número decimal no estaba presente,
con seguridad, en nuestro esquema. En todos los casos se distingue del
primer número de nuestro esquema en los primeros decimales, y del segun-
do número, con seguridad, en los segundos decimales, y así sucesivamente.
¡Con lo cual queda demostrado que el conjunto de los números reales no
puede ser de igual número que el conjunto de los números naturales!Esta
nueva «especie» de infinidad se denomina (valga la expresión) densidad de
la continuidad, y viene designada por medio de la letra e. De esas conside-
raciones se desprende un resultado de gran sorpresa. En efecto: como
hemos averiguado anteriormente, el conjunto formado por los números en-
teros, los quebrados comunes y todas las fracciones decimales periódicas de
infinitas cifras (no confundir con los quebrados infinitos no periódicos) es
un infinito numerable; pero, por otra parte, de lo dicho últimamente se de-
duce la imposibilidad de que el conjunto de los números reales sea un con-
junto infinito numerable. Por esto ha de existir otra especie particular de
números entre los números reales, los llamados «números trascendentes»,
218 El prodigioso jardin de las matemáticas

muy buscados antaño por los matemáticos, de los cuales hoy sabemos que
existen en cantidad infinita.
Intentaremos aclarar ahora nuestro nuevo descubrimiento, con auxilio
de una imagen tangible. La «densidad» de un conjunto infinito numerable,
como es el a, resulta comparable a una escalera: en cada uno de los pelda-
ños de la misma, todos de igual altura, hay un número entero. En un lugar
dado ha de señalarse el peldaño número 2144, el siguiente vendrá señalado
con el número 2145, al cual sigue el de número 2146, y así sucesivamente
hasta llegar a lo infinito. Nuestra escalera con sus peldaños netamente dis-
tinguibles -podemos suponer sin inconveniente que tienen 1 cm. de separa-
ción- conduce a alturas infinitas, a alturas infinitamente más lejanas que las
de los más distantes astros. Se comprende fácilmente que así sea, porque,
estando formada por un número infinito de escalones, todos ellos de altura
apreciable, la longitud de la escalera ha de resultar infinita. En cambio, de-
be existir otra escalera que representa nuestro infinito no numerable, y en
ella los escalones estarán separados por una altura infinitamente pequeña,
debido a que la distancia entre un número trascendente y el de igual natura-
leza que le sigue es de una pequeñez infinita. De lo cual se deduce que, si
bien el número de escalones que contiene es infinito, esta escalera puede
ser tan corta como se desee. Ya a esta segunda especie de infinito, que re-
presenta la «densidad de la continuidad» o, dicho de otro modo, la «densi-
dad con que se sucede la serie ininterrumpida del total de los números re-
ales», podemos hacerle corresponder, por ejemplo, con los puntos de una
recta.
Nos acechan ahora dos nuevas sorpresas, que como mazas vienen a
dar de lleno en el aparador de nuestro sistema de conceptos matemáticos,
haciendo saltar todas las imágenes y representaciones que se habían incor-
porado «en carne y hueso» a nuestra mente. Así se da, por ejemplo, el ab-
surdo siguiente: una raya de lápiz cualquiera, aun suponiendo que su longi-
tud no exceda de un par de milímetros, contiene tantos puntos como corres-
ponden al infinito conjunto de la continuidad. ¡Tenemos, pues, que toda
una infinidad real cabe de sobra en el bolsillo de nuestro chaleco !
Pero aún hay más: esa infinidad de la continuidad es todavía mucho
«mayor» que la de a, que es la expresión de la especie más pequeña de con-
juntos infinitamente grandes. Y esto nos conduce a la más extravagante de
las insensateces, a saber: ni en toda la extensión de una hoja de papel y ni
siquiera en todo el orbe entero, está contenido mayor número de puntos que
el de los que pueden alojarse en una raya de lápiz de unos dos milímetros
La lucha contra el infinito 219

de longitud. Ignoramos cuánto mayor o «más poblado» es el infinito de la


continuidad con respecto al a. En torno a esta cuestión se halla planteado el
famoso problema de la continuidad, que absorbe los esfuerzos de los mejo-
res matemáticos.
Todo eso, diríase, tiene algo de locura; y esta impresión se acentuará,
todavía más, cuando sepamos que existe un número infinito de números
cardinales transfinitos, pero de los cuales sólo se conocen tres: a, e y f. El
número cardinal f -al que no hemos considerado todavía - indica el número
del conjunto de funciones posibles, o, mejor dicho el número total de posi-
bilidades de que un número dado 'de magnitudes puedan coexistir en mutua
dependencia.
Para mejor comprensión de lo dicho, haremos memoria de lo ante-
riormente expuesto: hemos hallado «cantidades» de diferente especie que
las conocidas en el mundo finito, hemos penetrado en otro dominio de las
matemáticas que carece ya de toda conexión con lo finito. Se pueden admi-
tir infinitos de la extensión que se quiera o, por decirlo así, inventar, sin
tasa, potencias de lo infinito cada vez más elevadas. Lo que, empero, no
nos es posible, al menos con los números que nos hemos creado en lo finito
y para lo finito, es hacer deslindes ni siquiera aproximadamente. Todas las
cantidades infinitamente grandes son, por decirlo así, tan gigantescas que
sus límites quedan borrados en una inundación de toda clase de números y
conceptos numéricos finitos. Son como el océano que no se deja limitar por
un surco abierto con la contera del bastón en la arena de la playa. Conoce-
mos la más pequeña de las cantidades infinitamente grandes, la a. Podría
ahora esperarse que de esto fuese posible obtener el mayor de los números
finitos. Pero esto no es posible; y no lo decimos precisamente a causa de
que hayamos llegado a formarnos un concepto de la cantidad a, sino por
motivo de la consabida definición de lo infinito, puesto que: «un número es
infinito cuando es mayor que todo número dado por grande que éste sea».
¿Qué hacer, pues, para no incurrir en contradicción con lo que nos ha servi-
do de punto de partida? (33).

33
La ecuación que parecería aquí más indicada: a - r = máximo número infinito, es un
disparate, por razón de que es contradictoria con respecto a la definición del número infinito.
Podemos restar del infinito tanto como queramos sin que sufra reducción.
220 El prodigioso jardin de las matemáticas

Es difícil de enunciar aquí todo lo que ha podido establecerse acerca


de los conjuntos infinitos; en su complejidad, la teoría de los conjuntos está
aún actualmente en pleno período de desarrollo, y para el cálculo de canti-
dades infinitas sólo pueden ser admitidas como seguras algunas sencillas
reglas aisladas. El programa de antemano trazado para nuestro paseo no nos
permite seguir avanzando por aquellos extraños dominios limítrofes del
saber humano.
El lector que nos ha seguido fielmente por tan intrincados vericuetos
preguntará: «¿Es que hay, en realidad, algo infinito?»

La interrogación es del todo oportuna, mas no podemos contestarla sin


salirnos de los conocimientos que nos ha sido posible establecer hasta aquí.
Nos daremos por satisfechos afirmando simplemente que -por lo que nos es
dado juzgar- no existen en realidad sino dos posibilidades de infinito, a sa-
ber: la infinidad del espacio y la del tiempo. Pero en estos problemas des-
empeñan un papel decisivo consideraciones de naturaleza_ muy distinta, y
habremos de volver más adelante sobre este tema. De momento no pode-
mos sino afirmar con satisfacción que, gracias a la coordinatoria hotentote,
hemos librado una batalla victoriosa contra el monstruo de lo infinito, que
en un principio parecía inatacable, y hasta hemos conseguido recoger algún
botín. El hecho de que no hayamos podido apoderarnos de todo era de pre-
ver, como es natural, desde un principio. Un famoso astrofísico alemán que
se ha dedicado durante muchos años al estudio de este problema del infini-
to, dijo en una ocasión, con ironía «La idea que podemos hacernos del infi-
nito es tan incompleta como la que un ciego pudiera hacerse acerca de la
inmensidad, de la amplitud imponente y de la grandiosidad del océano por
la sola impresión de tomar en la mano un trapo mojado.» Sea como fuere,
hemos logrado salir ventajosamente de este ataque. Pero al proseguir nues-
tro avance vamos a aproximarnos a nuevos monstruos matematicogeomé-
tricos, pasando por enrevesados caminos que, a pesar de los obstáculos en
ellos acumulados, nos llevarán a la contemplación de curiosas maravillas de
la vida cotidiana. También en este nuevo capítulo, la entrada en materia
será por vía nada sospechosa y de modo aparentemente inofensivo...
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 221

LA ESFERA AUTENTICA Y LA FALSA, O SEUDOESFERA

Aun aquellos que están acostumbrados a mirar en lo profundo de las


cosas, suelen prestar poca atención a la sorprendente complicación de que
dan muestra a menudo las causas e interconexiones de los más sencillos
fenómenos y en la íntima amalgama que forman los hechos más profunda-
mente significativos con las cuestiones más baladíes y palpables.
He aquí, extendido sobre nuestra mesa, un papel blanco; tomemos una
regla y tracemos dos rectas a cierta distancia de sus bordes superior e infe-
rior, y de modo que estas dos rectas estén entre sí en una posición determi-
nada, tal que la distancia que las separa sea la misma en todos sus puntos;
es decir, que sean dos rectas paralelas. Por puro pasatiempo tracemos un
haz de rectas que, partiendo todas de un mismo punto, vayan a cortar nues-
tro par de paralelas. El resultado es' asombroso: nadie creería ahora que las
dos rectas primitivas siguen siendo paralelas, es decir, que su distancia mu-
tua sigue siendo la misma en todos sus puntos.
222 El prodigioso jardin de las matemáticas

Más bien parece como si se hubiesen curvado. Sin embargo, no hemos


hecho más que provocar una ilusión óptica. Pero más gracioso todavía re-
sulta nuestro sencillo ensayo si nos preguntamos de qué modo podremos
descubrir en realidad el paralelismo entre dos rectas. La respuesta no se
hará esperar: únicamente realizando mediciones -nos contestaremos-; tan
sólo podremos reconocer su paralelismo mediante la aplicación repetida de
una escala para comprobar si guardan la misma distancia en todos sus pun-
tos.
De momento, esto nos parece simplemente interesante. Pero el pro-
blema es realmente mucho más complicado. Nuestros ojos presentan tal
defecto morfológico, que no podemos apreciar en rigor si una línea o un
objeto es rectilíneo o curvilíneo; y éste es un descubrimiento que no dejará
de desconcertarnos. Para ponerlo de manifiesto es preciso que salgamos a
la calle o nos traslademos al campo. En el primer breve paseo que empren-
damos «poniendo los ojos en las cosas», descubriremos ya hechos muy no-
tables. Al ir andando pasamos, por ejemplo, por delante de un enorme cuar-
tel completamente desprovisto de adornos. Si nos situamos a 15 o 10 m. de
la fachada del edificio y dirigimos la mirada a la cornisa del tejado y a las
líneas de los antepechos de las ventanas de los dos pisos, veremos que las
tres líneas corren marcando con sensible exactitud tres rectas horizontales
paralelas. Y si el edificio descansa sobre un terreno horizontal, los puntos
de cada una de estas tres, líneas están todos a una misma altura por encima
del pavimento de la calle. Que las tres son indudablemente rectas es cosa
que no necesita demostración, pues en este tipo de construcciones impera la
línea recta por lo regular. Pero algo muy distinto nos dicen nuestros ojos.
La parte de edificio que tenemos más próxima parece ser más alta que el
resto, a causa, sencillamente, de que la vemos de cerca; a derecha e iz-
quierda y a medida que la distancia es mayor, los muros, ventanas, tejados,
etc., nos parecen cada vez más bajos y pequeños, hasta que llega un mo-
mento en que, como los dos raíles de un ferrocarril, parecen converger en
un punto. Mas la mayor altura aparente de la porción de cornisa del tejado
que tenemos delante, así como la aparente disminución de la altura del edi-
ficio a un lado y otro, demuestran lo siguiente: a la derecha e izquierda, las
líneas se precipitan por efecto de la persectiva. como si descendiesen por
ambos lados; en el centro tenemos, en cambio, ante nosotros el «punto
culminante» .
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 223

Esto es impropio de una recta, que no puede en ningún modo descen-


der a derecha e izquierda para presentar una máxima elevación en la parte
media. Esto es solamente posible en las líneas quebradas y curvas, pero lo
cierto es que en el cuartel vemos el conjunto de rectas en forma curvada (y,
por cierto. hiperbólica). Si miramos de lado una vía de ferrocarril nos ofre-
ce análogo fenómeno. Ante nosotros, los ralles parecen separados por la
distancia máxima, pero a derecha e izquierda corren a reunirse. De ahí pue-
de deducirse la conclusión siguiente: en determinadas circunstancias nos es
absolutamente imposible decir con seguridad si una línea es recta o si, por
el contrario, es curva; y esto, sencillamente, porque son muchos los casos
en que tomamos como curvas líneas que son rectas, y los en que, recípro-
camente, vemos como rectas algunas líneas que son curvas. Por lo que se
refiere a las paralelas es todavía peor, pues se puede decir que casi nunca
las vemos como tales, sino como líneas concurrentes.
Todas las cuestiones que se derivan de estos sencillos hechos han pre-
ocupado a la humanidad durante milenios antes de poder conseguir cono-
cerlas con perfección. Y los pintores y dibujantes fueron, precisamente, los
que en este orden de ideas se vieron en el más grave aprieto ante el difícil
dilema siguiente: ¿Cómo deben ser representados los objetos, tal cual real-
mente son, o tal como los vemos? En un tiempo se aceptaron como solu-
ción sistemas y normas que al presente nos parecen extraños y aventurados.
Así vemos que los escultores y pintores egipcios, al tratar de representar la
figura humana, dibujaban la cabeza de perfil, pero en cambio los ojos los
figuraban tal como aparecen al mirarlos de frente, o sea en forma de al-
mendra. El busto, girado en ángulo recto, aparecía representado de frente,
pero a su vez el vientre y las piernas se representaban de perfil. La figura,
en conjunto, ofrece un aspecto extrañamente retorcido, y de ella surge un
rostro que ni responde a la realidad ni es tal como lo vemos. Pero más deli-
cado todavía resulta en el arte la representación de las paralelas en perspec-
224 El prodigioso jardin de las matemáticas

tiva. Mientras en la Antigüedad y en la Edad Media el arte de representar la


figura humana llegó a gran altura, resultaba en cambio caótica la reproduc-
ción de edificaciones y líneas paralelas. El correcto dibujo de la perspectiva
no aparece sino con los grandes artistas del Renacimiento. Fue nada menos
que Alberto Durero quien, a su regreso de Italia, introdujo en el norte de
Europa el arte del dibujo en perspectiva y, por tanto, la representación co-
rrecta de las líneas paralelas.
Fácilmente podría parecernos ahora que el tan meditado y bien acredi-
tado arte actual de dibujar o de pintar el mundo ha alcanzado impecable
justedad. ¡Y sin embargo, tal creencia está muy lejos de la realidad!En este
asunto se han pasado por alto muchas cosas que el razonamiento rigurosa-
mente científico considera indispensables. Nos limitaremos a poner aquí de
relieve un error que se comete con gran frecuencia y que está íntimamente
relacionado con la cuestión que estamos tocando, por tratarse precisamente
de líneas paralelas. Al imparcial ojo lenticular de la cámara fotográfica, que
reproduce las imágenes conforme a las leyes matemáticas, debemos en ri-
gor el descubrimiento de muchos de los defectos rayanos en lo absurdo de
que adolecen nuestras normas de representación gráfica.
Al representar líneas horizontales paralelas, tales como aleros de teja-
dos y zócalos de edificios, calles o raíles, todos los artistas las dibujan con
la debida convergencia, pues de no hacerlo así la percepción del observador
sufriría lamentables perturbaciones. Es evidente que esta convergencia
habrá de regir también para líneas paralelas aun en los casos de ser inclina-
das o verticales. Basta situarse en el angosto patio de luces de una casa alta,
o bien a corta distancia enfrente de dos campanarios -de una iglesia, para
darse cuenta inmediatamente de que las paredes de la casa convergen hacia
arriba obedeciendo, lo mismo que los campanarios de la iglesia, a la ley de
aproximación mutua, tanto más aparente cuanto mayor es la altura. ¡Pero
diríase que está sencillamente prohibido pintar y dibujar así las cosas! Y la
verdad es que tal representación se nos antoja, también a nosotros, carente
de naturalidad aun siendo correcta. Así ocurre que los aficionados a la foto-
grafía, si no sostienen la cámara en posición exactamente horizontal y la
ponen algo inclinada con objeto, por ejemplo, de abarcar enteramente dos
bellas torres gemelas, son mirados con cierta sonrisa burlona y se los con-
sidera como inexpertos chapuceros, porque se sabe que el ojo infalible de la
cámara dibuja siempre con absoluta precisión la perspectiva (aunque a ve-
ces un tanto exagerada), y los campanarios, chimeneas industriales, etc.,
tomados con la máquina algo inclinada aparecen en la foto, como es lógico,
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 225

oblicuados y convergiendo hacia arriba, y esto no puede ser. ¿Por qué?


Pues muy sencillo por razón de que está prohibido, según una ley arbitra-
riamente establecida en las normas del arte y de la reproducción gráfica; y
así fracasaron todos los intentos de validar las «líneas desplomadas» de
chimeneas que amenazan derrumbarse, torres inclinadas, etc.; representa-
ciones que el «Nuevo realismo» pretendió en vano hacer reconocer como
correctas diez años atrás. ¡Hasta tal punto llega a enraizar en nosotros una
tradición secular!
Mas con esto no hemos hecho sino recalcar la más insignificante e in-
ofensiva de las tretas que nos juegan las paralelas. Incomparablemente ma-
yor es, sin duda, la broma que estas mismas paralelas han hecho pesar en el
dominio de las ciencias exactas. Y es difícil encontrar otro ejemplo que
ponga más de manifiesto hasta qué punto la lucha intelectual en torno a una
cuestión, en sí aparentemente nimia, puede fatigar durante miles de años las
mentes más selectas.
Se trata aquí de algo verdaderamente notable, cuyo origen se remonta
a los albores de la Antigüedad.
Por el año 300 antes de J. C. vivió en Alejandría, en la corte del rey
Ptolomeo hago, el sabio griego Euclides, el «padre de la geometría». Y
hemos de decir que casi todo lo que corrientemente sabe hoy de geometría
la humanidad salió de aquella cabeza genial, que estableció los fundamen-
tos de todo el saber actual, expuestos en su libro famoso Stoicheia, y a base
de los cuales construimos hoy día nuestras locomotoras y aviones. Todos
los principios fundamentales por cuya guía sigue construyéndose en nues-
tros días fueron establecidos por primera vez en aquella obra; tal como, por
ejemplo, el teorema: «El punto es lo que no tiene partes; es una imagen.»
Es sabido que Euclides partió de ciertas hipótesis indemostrables, pero ex-
perimentalmente comprobadas, esto es, los llamados postulados, la mayoría
de los cuales siguen siendo hoy inconmovibles. Uno solo de ellos ha conti-
nuado ocupando siempre, desde siglos, la atención de los sabios matemáti-
cos, y es el famoso postulado del paralelismo. Euclides sentó como verdad
la tesis de que desde un punto dado fuera de una recta no se podía trazar
más que una paralela a dicha recta. Repetidas veces han intentado los sa-
bios aportar una demostración a este enunciado, que encierra, como se re-
conoció muy pronto, una verdad de gran consecuencia. Mas todo empeño
resultó infructuoso, pues las demostraciones intentadas terminaban en con-
tradicciones y conducían a desacuerdos. Hasta pasados 2ooo años_ no llegó
a conocerse que la tesis mencionada es en absoluto indemostrable, lo cual
226 El prodigioso jardin de las matemáticas

venía a significar que fuera de nuestra geometría plana corriente debía de


haber otras geometrías. El primero en percibir la inmensa importancia de
este -digamos- secreto fue Carlos Federico Gauss (34), de Gottinga, el «prín-
cipe de las matemáticas». Y es significativo de la trascendencia de ser in-
demostrable el expresado enunciado el hecho de que ni siquiera esta «figura
mundial» de las matemáticas se atrevió a salir a la palestra con su punto de
vista revolucionario, por «miedo (como él mismo decía) a la gritería de los
beocios» (35). Independientemente de él especularon también sobre la posi-
ble falsedad del postulado del paralelismo el ruso Lobatschewski y el hún-
garo Bolyay (36), cuyos trabajos, sin embargo, no fueron reconocidos en
seguida. Es natural que el profano no alcance a darse cuenta de la razón por
la cual decimos que tras esta cuestión del paralelismo se esconde algo de
tan profunda importancia. Examinemos el asunto con más detenimiento.
Supongamos que, no teniendo nada más importante que hacer, nos
sentamos de nuevo ante un tablero de dibujo colocado sobre nuestra mesa
de trabajo con una hoja de papel extendida. Sobre ésta señalamos dos pun-
tos cualesquiera. Como es lógico, podemos unir estos dos puntos entre sí
por un número infinito de líneas cualesquiera, tales como líneas onduladas
de todas las formas imaginables, o arcos de círculo, o de elipse, de hipérbo-
la, etc. Nuestra libertad ilimitada para trazar líneas aumentará todavía con-
siderablemente si, por añadidura, se nos permite hacer la unión a través del
espacio y trazamos en éste líneas como la que resultaria, por ejemplo, de
curvar un alambre entre ambos puntos pasando por encima del plano del
papel. Con este procedimiento, que de momento nos parecerá desprovisto
de finalidad, podremos poner en claro una cosa, y es que la distancia más
corta entre dos puntos es la representada por una línea recta, es decir, por
aquella «raya» que obtendremos del modo más sencillo aplicando una regla
de suerte que pase por dichos dos puntos. Huelga demostrar que toda nues-
tra geometría descansaa realmente sobre esta notable propiedad de la recta.
Sin reglas ni plomadas -aun cuando pudiéramos disponer de un excelente
estuche de dibujo, con el mejor compás- sería imposible la geometría prác-
tica. En efecto, la figura geométrica más importante que conocemos, el
34
En 1792. - N. del R
35
Frase que hace referencia a la injusta fama de escasa cultura y cor
tos alcances que los antiguos atribuían a los naturales de Beocia, región de la Grecia
Central. - N. del R.
36
Ew 1829 y 1832, respectivamente. - N. del R.
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 227

triángulo, está formado por rectas; e incluso, mirando las cosas con deteni-
miento, podremos llegar pronto al convencimiento de que tampoco nos se-
ría posible trazar circunferencias, elipses, parábolas e hipérbolas sin recurrir
a la recta de modo más o menos directo.
Llegados a este punto no podemos eludir una triste confesión acerca
del simple concepto de línea recta. Cualquier niño de la escuela distingue a
primera vista una línea recta de una curva o quebrada. Y, sin embargo, no
poseemos una definición satisfactoria, rigurosamente científica, de la recta;
la más generalmente admitida nos dice: «la recta es la línea más corta entre
dos puntos». Pero, según veremos en los capítulos que siguen, esta propie-
dad definidora de la recta no es lo clara que debería ser. Toda esta cuestión
es, pues, mucho más intrincada de lo que podríamos sospechar desde un
buen principio.

Pero volvamos a nuestras investigaciones.

Meditemos un poco acerca de si la unión de dos puntos mediante una


recta constituye realmente la única posible solución cierta del problema del
camino más corto. La contestación, en apariencia_ obvia, que hallamos
prácticamente para esta cuestión, nos pone ante resultados que sorprenden y
que en muchos casos desconciertan. Parece desde luego evidente que mien-
tras no nos movamos del plano de nuestro tablero, es decir, en tanto que
tengamos la mirada puesta en un plano, o sea en una superficie que no ofre-
ce la menor curvatura, la recta ha de ser irrevocablemente el camino más
corto entre dos puntos, conservando por lo tanto su predominio. Pero ¿qué
ocurrirá en el caso de que la naturaleza de la superficie no permita trazar
ninguna «recta» en la acepción vulgar de la palabra; es decir, cuando,
abandonando el plano, nos movamos sobre una superficie curva? Una vez
más nos encontramos presos en un orden de ideas absurdo, pero que en rea-
lidad podemos armonizar con las circunstancias concurrentes en cada caso,
con menos dificultad y menos violencia de la que exige la adquisición de
nuestra noción del plano; pues éste, aunque pueda parecernos extraño, no se
nos ofrece prácticamente nunca en la Naturaleza. La superficie plana no es
más que una hipótesis imaginaria, una simplificación de gran estilo, cuya
realización efectiva puede decirse que no se presenta nunca en el mundo
que nos rodea. Ni siquiera las superficies de los lagos y mares, aun supo-
niéndolas sin oleaje, podrán constituir jamás un plano, ya que, por razón de
ser esferoidal el planeta en que vivimos, constituirían en todo caso porcio-
228 El prodigioso jardin de las matemáticas

nes de una superficie esférica. En cierto modo, y por naturaleza, la superfi-


cie esférica está más a nuestro alcance que el plano, pues éste existe única-
mente en nuestra imaginación y no podemos, por tanto, realizarlo si no es,
y aun así de manera sólo aproximada, en una extensión muy reducida. To-
das estas consideraciones hacen que la cuestión que nos ocupa se presente
de súbito en un nuevo aspecto.

La averiguación del trazo de unión más corto entre dos puntos situados
sobre la superficie esférica (asunto de suma importancia) nos conduce a un
resultado curioso. En cualquier globo terráqueo podemos comprobar al
primer golpe de vista que el trayecto más corto entre Berlín y Madrid no
puede ser de ninguna manera una recta, si es que no queremos dejar de an-
dar por la superficie, pues la recta se hinca inmediatamente en la esfera, y si
nos propusiésemos establecer el enlace ferroviario más corto, siguiendo la
línea recta, entre los dos lugares mencionados, los raíles de la vía habrían
de introducirse profundamente en la esfera terrestre. El camino recto entre
ambas ciudades podría únicamente establecerse a través de un túnel (37).
He aquí una imagen más tangible: el trayecto más corto entre dos
manchas de la piel de una manzana puede representarse por un alfiler cla-
vado en la fruta de tal modo que con él se pinchen las dos manchas en cues-

37
El perfil de ese túnel habría de ofrecer, aparentemente, una particularidad muy no-
table; pues si bien se ha convenido ya en que ha de ser recto, resultaría que en la parte de
Berlín habría de penetrar en la tierra descendiendo con fuerte pendiente, la cual, se suaviza-
ría poco a poco hasta alcanzar la horizontal, a la mitad de trayecto exactamente. Desde este
punto tomaría una rampa hasta alcanzar su valor máximo al desembocar en Madrid. El túnel
recorrería, pues, una línea completamente recta a pesar de presentar una porción de trayecto
horizontal, otra en pendiente y otra en rampa. ¿Cómo se explica esto, mi apreciado lector?
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 229

tión. Mas si estuviésemos forzados a no abandonar la superficie, el trayecto


más corto sería el representado por un hilo mantenido aplicado sobre la piel
mediante dos alfileres y que se extendiese entre las dos manchas.

Lo mismo cabrá hacer en la esfera terráquea. También se podrá indicar


allí el camino más corto entre las dos ciudades clavando un alfiler en Ma-
drid y otro en Berlín y tendiendo entre ambas un hilo mantenido a ras del
suelo. Si examinamos la forma y posición de este hilo, veremos que este
trayecto más corto resulta ser un arco de círculo máxima, entendiéndose
por círculos máximos de una esfera los de máximo diámetro entre los que
pueden trazarse sobre la superficie; o dicho de otro modo: los círculos cu-
yos diámetros son iguales al diámetro de la esfera. Es así como llegamos a
la notable conclusión de que la mínima distancia entre dos puntos, la lla-
mada «línea geodésica», es en la esfera, y por tanto también en la superficie
de la Tierra, un segmento de arco de circulo.

Lo notable es que el «destronamiento» de la recta da lugar a un juego


de magia curiosisimo, que presentaremos mediante un ejemplo. Suponga-
mos que en un taller de calderería hay dos delineantes. Uno de ellos está
sentado ante un tablero de dibujo; el otro, frente a una caldereta esférica
acabada de construir. Por pasatiempo, se han propuesto comprobar prácti-
camente cuántas veces la longitud de una circunferencia es mayor que la
longitud de su diámetro. Para el delineante que está junto al tablero de di-
bujo la cosa es sumamente fácil toma sencillamente su compás, traza una
circunferencia de, por ejemplo, 3 dm. de diámetro y mide a continuación el
perímetro con una cinta métrica cualquiera. El resultado es claro: obtendrá
230 El prodigioso jardin de las matemáticas

como perímetro 9,42 dm. Cualquier muchacho de la escuela sabe que éste
es el valor aproximado, puesto que: el perímetro del círculo es igual al diá-
metro multiplicado por el bien conocido número π o de Ludolf. Un poco
más difícil es la tarea que se ha impuesto la persona que tiene que hacer
mediciones directas sobre la caldera esférica, por no poder valerse de un
compás normal; pero, como es astuto, sale del paso atando en el saliente de
un perno un hilo, en cuyo extremo libre anuda un trocito de tiza, procuran-
do que la longitud de dicho hilo entre el perno que le sirve de centro y el
trozo de tiza mida r 1/2 dm. exactamente; con este radio traza seguidamente
una circunferencia sobre la superficie esférica, procede a medir el perímetro
del círculo trazado y... ¡se lleva un susto !
Le resulta, nada menos, que el perímetro del círculo es notablemente
menor del que esperaba obtener de acuerdo con la relación fundamental. En
efecto: nuestro buen delineante obtiene un desarrollo de circunferencia que
vale solamente 2,9 veces la longitud del diámetro correspondiente. La dis-
cordancia entre los dos resultados disgusta, como es natural, a ambos expe-
rimentadores, e intentan repetir la medición con círculos de mayor diáme-
tro. El que dibuja en el tablero vuelve a obtener el número de Ludolf. Pero
el de la caldera fracasa nuevamente, con la agravante de que ahora la cir-
cunferencia trazada con radio mucho mayor, es decir, con cordel más largo
a partir del mismo perno, acusa un perímetro relativamente mucho más pe-
queño, pues su longitud no pasa de ser 2,2 veces mayor que la del diámetro.
Y si ambos continuaran haciendo experimentos podrían comprobar
con extrañeza que los perímetros -de las circunferencias que trazasen en la
esfera irían primeramente creciendo con el diámetro (doble del radio del
trazado), pero que, después de alcanzar cierto valor, los perímetros de las
circunferencias empezarían a ir disminuyendo a medida que los diámetros
fueran aumentando, es decir, que al aumento del diámetro corresponde una
disminución del perímetro. Y se pasará por el caso de que para uno de los
círculos trazados el área será numéricamente igual al perímetro (38). Si se
continúa el experimento se llega al absurdo de que ¡tomando el diámetro
38
Claro está que ambos isómeros son distintos debido a la llamada «dimensión» que
los concrete, pues el área del círculo es una superficie que se mide por centímetros cuadra-
dos, y en cambio, el perímetro es una línea que se mide por centímetros lineales. En toda
operación práctica de cálculo conviene mucho tener bien claras y determinadas estas dimen-
siones ¿distinguiremos, por ejemplo, cm., cm', cm', así como también Kg./cm', Km./hora,
etcéteral, pues si se multiplican «coles» por «nabos» resultará naturalmente un disparate.
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 231

mayor posible en el caso dado, el perímetro de la circunferencia se reduce


a... cero!Y, sin embargo, si procuramos representarnos lo que sucede y re-
flexionar debidamente, veremos en seguida que todo ello no puede ser más
ajustado a la verdad. En otras palabras nuestras leyes, que en las superficies
planas rigen con evidente lógica y absoluta firmeza, carecen por completo
de validez en lo que se refiere a la esfera; de donde se desprende la prueba
inequívoca de que nuestra geometría plana, inventada por la mente humana,
pero prácticamente casi inexistente, representa sólo un caso particular, y
que, por lo tanto, han de existir otras geometrías que se rigen por otras rela-
ciones y por otras leyes.

Volvamos por un momento a la esfera y comparémosla con la ideal


superficie plana. Tenemos, por ejemplo, que en un triángulo plano la suma
de los tres ángulos vale siempre, según es sabido, 180 grados. En cambio,
sobre la superficie esférica la suma de los ángulos de un triángulo formado
por círculos máximos ¡es siempre mayor de 180°! Y ahora no queremos
ocultar por más tiempo al lector el problema fundamental que durante mi-
llares de años ha fatigado la mente de los más eminentes matemáticos y que
es la causa de las sorprendentes singularidades que nos ofrece la esfera. Se
trata del misterio de nuestras paralelas, del famoso postulado del paralelis-
mo. Estudiada detenidamente, lá cuestión se presenta como sigue: tracemos
sobre el consabido tablero de dibujo una recta y tomemos un punto fuera de
ella. Es evidente que por este punto no será posible trazar más que una sola
paralela a la recta dada. Cualquiera otra recta que hagamos pasar por aquel
punto necesariamente habrá de tener una posición inclinada con relación a
la primera; es decir, a una determinada distancia, sea a la derecha o sea a la
izquierda, las dos rectas habrán de cortarse en algún punto. Pasemos ahora
a la esfera. También aquí tendremos lo que diríamos una «recta», que co-
rresponde, total o parcialmente, a un círculo máximo. Admitamos ahora un
punto situado fuera de este círculo máximo e intentemos trazar por él una
«recta» paralela, es decir, un círculo máximo paralelo. Según se verá inme-
diatamente, esto es cosa imposible, pues el círculo máximo trazado por el
punto dado fuera del círculo primitivo cortará a éste inmediatamente en dos
puntos. Con lo cual queda demostrado el enunciado que dice sobre la super-
ficie esférica, dada una línea geodésica y un punto exterior a esta línea, no
puede trazarse por él ninguna línea geodésica paralela a la primera.
232 El prodigioso jardin de las matemáticas

Cabe preguntarse ahora por qué poder ha podido derrumbarse nuestra


bella geometría plana de la escuela. La contestación no ha de ser difícil.
Partiendo de una superficie plana, es decir, de una superficie que no presen-
ta la menor curvatura, hemos pasado a una superficie enteramente curva.
¿¿Qué significa, según nosotros, una curva? Partamos de una línea curva
cualquiera trazada en el papel. Señalemos sobre ella un punto fijo p e ima-
ginemos que en este punto substituimos la curva por un corto segmento de
arco de círculo amoldado lo más íntimamente posible a la curva. Si aplica-
mos este procedimiento a dos puntos separados y trazamos las circunferen-
cias correspondientes, saltará inmediatamente a la vista con toda claridad
que los diámetros de estas circunferencias resultan de diferente longitud y
que se hallan situados a uno u otro lado de la curva según el sentido de la
curvatura en el punto considerado.

Prescindiremos de momento de la posición que ocupe el centro de


curvatura de la curva y trataremos de ver cómo hallamos la medida de la
curvatura derivándola de la de los radios de los círculos, es decir, de los
llamados radios de curvatura. Como expertos planteadores de fórmulas que
somos, podremos establecer en seguida la relación matemática correspon-
diente. Lo haremos primero de palabra: la curvatura, que abreviadamente
llamaremos K, es tanto más pronunciada cuanto más corto sea el radio del
círculo correspondiente. Así, pues, basta traducir al lenguaje matemático
esto de «tanto más pronunciada cuanto más corto». Si escribiésemos K (la
curvatura) es igual a r (radio de curvatura del círculo), indicaríamos con
ello que la curva es tanto más pronunciada cuanto mayor es el radio de la
curvatura, lo cual sería completamente erróneo. Escribamos, en cambio: K
= 1/r y habremos acertado en lo justo; pues, en esta forma, cuanto más au-
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 233

mente r, tanto más se reducirá el valor del quebrado. Hemos de sentar toda-
vía, aunque sea rápidamente, algunos puntos. Cuando dibujamos una línea
curva en un plano es claro que coincidirán con éste los planos de los círcu-
los de curvatura, y que para cada punto de dicha curva no podrá haber más
que un solo radio de curvatura, esto es, que en cada punto la curva ofrecerá
únicamente una curvatura. Sin embargo, tenemos, por otra parte, que nos
será fácil curvar un trozo de alambre de tal forma que no sea posible apli-
carlo sin deformación sobre un plano; es decir, que podemos curvarlo, por
ejemplo, simultáneamente de derecha a izquierda y de arriba abajo. Seme-
jante curva recibe el nombre de curva en el espacio; su principal caracterís-
tica estriba en el hecho de que en cada uno de sus puntos presenta una do-
ble curvatura. Tomemos, pongamos por caso, un trozo de alambre, y dé-
mosle la forma de anillo. En tanto que esta pieza descanse de plano sobre la
superficie del papel, tendrá en cada punto un solo radio de curvatura; pero
tan pronto como le deformemos, elevando uno de sus extremos y bajando el
otro, tendremos que a la curvatura circular primitiva se le añade otra (la
curvatura de torsión), de tal suerte que ya no podrá adaptarse por completo
a la superficie plana del papel.

De modo análogo podremos considerar la curvatura de una superficie.


A este efecto basta con saber distinguir entre las superficies cintradas, o sea
simplemente arqueadas, y las superficies con torsión, distinción que saben
234 El prodigioso jardin de las matemáticas

hacer, por «rutina» todos los metalúrgicos, hojalateros y hasta las modistas
sin saber apenas el «porqué». Son simplemente arqueadas, por ejemplo: las
superficies laterales del cilindro, del cono y del tronco de cono; pues todas
ellas son susceptibles de «desarrollarse», son «desarrollables», como se
dice en el lenguaje técnico, sobre un plano; esto es, que pueden construirse
dibujando previamente un patrón en un plano -de plancha, tejido o papel -,
recortándolo y arrollándolo luego, y, viceversa, pueden extenderse sobre un
plano sin que se rompan.
Así, los populares gorros cónicos de payaso son superficies simple-
mente arqueadas y, por tanto, desarrollables. Pero la cosa es muy distinta
cuando se trata de superficies de doble curvatura, como, por ejemplo, las
que nos ofrece la esfera o la superficie tórica, etc. Para valernos una vez
más de un ejemplo dentro de lo vulgar, recordemos esos sombreros fuertes,
a los que llaman «bombines» u «hongos» y que son modelos de superficies
de doble curvatura. Un sombrero de este tipo no podrá «desarrollarse», es
decir, no podrá extenderse sobre un plano, a no ser que se recorte conve-
niente mente y se peguen los retazos sobre el plano del papel.
Para analizar la superficie del sombrero en cuestión podremos tam-
bién, como es natural, aplicar en cada uno de sus puntos dos círculos de
curvatura convenientemente dispuestos. En el sombrero hongo los dos cír-
culos de curvatura de cada punto están situados a un mismo lado de la su-
perficie y son de distinta magnitud. En la esfera se hallan también a un
mismo lado de la superficie, con la particularidad de ser todos ellos iguales
entre sí.
Y ahora viene la diferencia más importante. Pero antes es necesario
que pidamos consejo a Gauss, rey de los matemáticos. La curvatura de una
superficie se expresa, según él, por: K = 1 / r1 · r2 . Consideremos más de-
tenidamente esta fórmula. Si los dos radios de una superficie curva se
hallan a un mismo lado de ésta, ambos serán positivos, su producto también
lo será y por esta razón resultará asimismo positivo el valor de la curvatura;
diremos entonces que se trata de una superficie de curvatura positiva (en
relieve, convexa). Ejemplos de tales superficies son la esfera, el ovoide, el
elipsoide (realizado éste, circunstancialmente, en el sombrero hongo), la
superficie tórica tal como aparece en los anillos de goma de sección circu-
lar, como, por ejemplo, en las cámaras de los neumáticos hinchadas, etc.
Entre estas superficies las hay que se distinguen porque el valor 1 / r1 • r2
o sea el valor recíproco del producto de ambos radios de curvatura, es in-
variable para todos sus puntos. La más conocida de estas superficies de
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 235

curvatura positiva constante es la esfera. Y es éste el momento de pregun-


tarse qué aspecto habrá de ofrecer una superficie con curvatura negativa.

En ella es preciso que uno de los radios sea negativo, es decir, que
tendrá que haber un radio a cada lado de la superficie, de modo tal que en
cada uno de sus puntos esta superficie esté a la vez curvada hacia fuera y
hacia dentro. Cuerpos limitados por esta clase de superficies los hay a mon-
tones todas las acanaladuras de los cuerpos torneados, así como los en for-
ma de silla de montar, presentan esta curva negativa.

Un bonito ejemplo de cuerpo limitado por


superficies de diversos tipos, dispuestos en fajas
distintas, entre las cuales las hay positivas, nega-
tivas y desarrollables, nos lo ofrece una campana,
y también una copa de cristal. Las figuras que
acompañamos son bien explicativas, y enseñan
cómo deben ser interpretados los radios de curva-
tura en los distintos puntos considerados.
Si ahora se me ocurriera preguntar qué es lo
contrario u opuesto a una esfera, tal vez se me
dijese que la pregunta carece de sentido. Y, sin
embargo, como habrá previsto sin duda el lector,
la respuesta a esta pregunta no resulta ser un dis-
236 El prodigioso jardin de las matemáticas

parate, ni mucho menos, pues existe realmente un cuerpo, y por tanto una
superficie, que por lo que se refiere a la curvatura está en completa oposi-
ción con la esfera. Se conoce además la definición matemática de dicha
superficie: se trata de una superficie cuya curva es negativa y constante.
Esta esfera, que en cierta manera no lo es y sin embargo lo es, recibe el
nombre de falsa esfera o seudoesfera y fue descubierta por Beltrami en el
año 1868.
La estructura de la seudoesfera no es, en modo alguno, tan complicada
y difícil de concebir, como parece deducirse de lo que hemos expuesto de
ella. Lo mismo que la esfera, también la seudoesfera es un cuerpo giratorio.
Estos cuerpos, llamados también cuerpos de revolución, son fáciles de ge-
nerar. Si hacemos girar un triángulo cualquiera alrededor de uno de sus la-
dos -experimento que podemos realizar con cualquier cartabón, haciéndolo
girar alrededor de uno de sus lados-, veremos que se engendra un doble
cono, del mismo modo que se engendra una esfera al hacer girar un círculo
alrededor de su diámetro. La curva que al girar engendra una seudoesfera es
una línea muy curiosa que puede construirse, en la práctica, sin la menor
dificultad.
A tal fin se requiere solamente un reloj corriente de bolsillo con su co-
rrespondiente cadena.
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 237

Se coloca el reloj sobre la mesa de tal modo que la cadena extendida


quede perpendicular al borde de la mesa y con su extremo libre tocando a
dicho borde. Seguidamente tomamos la cadena por este extremo libre y
tiramos de ella corriendo dicho extremo a lo largo del borde de la mesa,
hacia la derecha, por ejemplo. El reloj, por efecto de la tracción, abandona
su posición primitiva y va moviéndose describiendo un arco de curva que al
principio se dirige con gran inclinación hacia el borde de la mesa, pero esta
inclinación va suavizándose cada vez más. Si se mira con atención podrá
observarse fácilmente que el punto que corresponde aproximadamente al
centro del reloj va acercándose poco a poco, y de manera muy particular, al
borde. En realidad, el centro del reloj describe una curva que se acerca gra-
dual e ininterrumpidamente al referido borde de la mesa, pero sin que lle-
gue a alcanzarlo jamás; o, como diría un matemático: la curva se aproxima
asintóticamente al borde de la mesa. La curva así trazada se llama «trac-
triz» o línea de tracción, y también «línea del perro», porque la manera de
trazarla recuerda en cierto modo la escena de un hombre que por medio de
una cuerda tira hacia sí de un perro que le sigue de mala gana.
Por muy singular que parezca a primera vista esta curva que se pro-
longa hasta el infinito, no deja de ofrecer cierto parentesco próximo con
nuestra circunferencia que se cierra sobre sí misma. Es evidente que con el
presente ejemplo del reloj hemos construido solamente la mitad de la curva.
Si después de volver a colocar el reloj en su primitivo lugar, tiramos de la
cadena hacia la izquierda, se engendra una curva exactamente igual a la de
la primera vez, que irá a perderse también en el infinito, pero hacia el lado
izquierdo.
Consideremos ahora el borde de la mesa como un eje alrededor del
cual vamos a hacer girar nuestra curva tractriz; con esta rotación se engen-
drará un cuerpo extraño, que ofrecerá el aspecto aproximado de la superpo-
sición de dos trompetas por sus pabellones. Este cuerpo es la falsa esfera; el
auténtico reverso, en cierto modo, de nuestra esfera verdadera. La falsa es-
fera se distingue fundamentalmente de la esfera auténtica en que aquélla
presenta una arista en el lugar del diámetro máximo -constituyendo lo que
se llama una línea singular-, y se distingue también en que se extiende por
ambos lados hasta perderse en el infinito, ya que únicamente a una distan-
cia inmensa (prácticamente nunca) llegarían a cerrarse las dos puntas en las
que termina esta figura. Las fórmulas matemáticas que permiten calcular su
superficie y su volumen nos demuestran que, a pesar de su rareza, la falsa
esfera está íntimamente emparentada con la auténtica esfera, tan clara, que
238 El prodigioso jardin de las matemáticas

ofrece la misma redondez en todos sus puntos. El área de la superficie de la


seudoesfera tiene el mismo valor que
la de una esfera real cuyo diámetro
fuese igual al círculo máximo de ésta.
Es decir, que en ambas figuras el área
es igual a cuatro veces el cuadrado del
radio del círculo máximo, multiplicado
por el número de Ludolf, esto es:
S=4r2π. De modo análogo los valores
de los respectivos volúmenes ponen de
manifiesto la relación entre ambos
cuerpos. El de la falsa esfera es igual a
la mitad del de la esfera auténtica. El
4r 3π
de ésta es, como se sabe , y el
3
de la seudoesfera se expresa por:
2r 3π
3

Examinemos ahora las relaciones


en lo que afecta a la curvatura. En la
seudoesfera la curvatura es constante;
es decir, que la expresión 1 / r1 · r2 tie-
ne siempre el mismo valor para cada
putno
de la «falsa esfera». Pero, puesto
que los radios de curvatura se hallan
siempre en lados diferentes, o sea el
uno dentro de la curva y el otro fuera
de la misma, la curvatura ha de ser negativa en cada punto. La fórmula que
obtenemos, por tanto, para la curvatura K es
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 239

Sobre esta falsa o seudoesfera domina a su vez una geometría comple-


tamente distinta. Es, por así decirlo, una; tercera geometría, distinta de la
geometría esférica y de la plana: es la geometría llamada hiperbólica

Si sobre la superficie de una de esas falsas esferas dibujamos un trián-


gulo -haciendo, como es natural, que las líneas estén sobre la superficie -
veremos que la suma de los tres ángulos de este triángulo es inferior a 180
grados, y que la suma de los ángulos de un cuadrilátero es por la misma
razón inferior a 36o grados. El equivalente del círculo en la seudoesfera
ofrece una extraña figura, y debido a esto, en la falsa esfera podrán conside-
rarse triángulos en los cuales la suma de los valores de sus ángulos sea
igual a cero grados.
Y, en fin, he aquí lo más importante: por un punto situado fuera de una
recta, por un punto de la superficie seudoesférica situado fuera de una de
las líneas que en esta superficie hacen las veces de rectas, es posible trazar
¡varias paralelas a la citada línea !
Hemos de referir todavía otra singularidad. Hay un problema para el
cual durante siglos los matemáticos más eminentes buscaron en vano una
solución dentro de la geometría plana y que halla solución mediante la
240 El prodigioso jardin de las matemáticas

geometría de la seudoesfera. Se trata de la famosa «cuadratura del círculo»,


es decir, de trazar, con la simple ayuda del compás y la escuadra, un cua-
drado cuya área sea igual a la de un círculo de magnitud dada.
Como hemos visto, nuestra geometría nos da sólo una solución incom-
pleta para este problema, en tanto que en la geometría de, la falsa esfera la
solución es posible en un determinado caso. Así es que, en esta última
geometría, y valiéndonos exclusivamente del compás y la regla, podemos
convertir un círculo que tenga por área el número π , o de Ludolf, en un
cuadrado de igual área.

A pesar de lo poco que se ha dicho hasta ahora con referencia al primi-


tivo pleito de las paralelas, que nos ha conducido al caso curioso de la falsa
esfera, el lector se habrá dado cuenta sin duda de que con este problema, al
parecer de tan escasa monta, se dilucida en esencia nada menos que el saber
si nuestra geometría se ajusta o no a la realidad. Podemos contestarnos que
nuestra geometría, y con ella todos los principios que se enseñan ya en la
escuela, y que aplicamos en millares de ocasiones a la física y a la técnica,
ofrecen un valor exclusivamente relativo, esto es, condicionado. Nuestra
geometría, la geometría euclidiana, según la cual por un punto exterior a
una recta sólo puede trazarse una paralela, y según la cual la suma de los
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 241

ángulos de un triángulo vale 18o grados, constituye un determinado caso


Particular, válido únicamente en circunstancias especiales. Al lado de ésta
hay otras geometrías entre las cuales, tal como nos enseñan la esfera y la
seudoesfera, figuran dos de especial importancia. Son éstas: la elíptica, rea-
lizada en la esfera «verdadera» y en la cual se establece que desde un punto
exterior a una recta dada no puede trazársele ninguna paralela; y la geome-
tría hiperbólica, que se realiza en la seudoesfera, según la cual las paralelas
que pueden trazarse a una recta desde un punto exterior son en número infi-
nito. En correspondencia con todo esto, la suma de los tres ángulos de un
triángulo es mayor de 18o grados en la esfera y menor de 18o grados en la
seudoesfera.
Es mucho lo que hemos aprendido de sorprendente y admirable en
nuestras andanzas por las superficies de la esfera y de la seudoesfera, gra-
cias a nuestra decisión de abandonar la superficie plana del tablero de dibu-
jo que nos era ya tan familiar. Pero la nueva excursión que proyectamos en
el jardín encantado ha de enseñarnos que con toda nuestra erudición hemos
llegado apenas ante el umbral de la puerta tras la cual se oculta una de las
más profundas y grandiosas cuestiones que jamás se haya planteado la
humanidad.
Mas, antes de emprender la marcha, conviene que trabemos conoci-
miento todavía con algo que muy a menudo se nos ha aparecido como in-
imaginable, pero que después de lo dicho hasta aquí estamos ya en condi-
ciones de poder comprender y digerir sin dificultad. Se trata del misterio
del espacio curvado.
Indudablemente, esta rara expresión de «espacio curvado» habrá lle-
gado a oídos del lector y es muy verosímil que, disimuladamente, haya pa-
sado por alto semejante figura verbal incomprendida; pues un espacio cur-
vo es algo que en un principio no puede concebir una mente normal, y sin
embargo, en realidad no es tan extraordinario. E incluso su representación
nos será inmediatamente comprensible con sólo querer tomarnos la moles-
tia de quitarnos las gafas del pensar rutinario para mirar, dejando a un lado
los prejuicios arraigados en nuestra mente y procurando obtener una visión
objetiva de las cosas y de los fenómenos.
A través de una irrebatible definición del viejo Euclides,que hemos
expuesto pocas páginas atrás, sabemos ya lo que es un punto. Se trata, pues,
de una imagen, de algo que carece de todo menos de «lugar». El punto no
tiene longitud, altura y profundidad; de lo cual se desprende además que
«dentro de un punto» no puede haber nada, «por falta de sitio». Por donde-
242 El prodigioso jardin de las matemáticas

quiera que se le mire, el punto no es susceptible de ninguna medida, no tie-


ne ninguna dimensión o, diciéndolo en términos profesionales: «es adimen-
sional». Sería, pues, disparatado inquirir acerca de si un punto es recto o
curvo. El punto es, verdaderamente, la nada, no posee nada y, en cierta ma-
nera, no es más que una indicación de «allí». Con la línea ocurre algo muy
distinto. La verdad es que tampoco tiene anchura ni profundidad; la sección
transversal de cualquier línea es nada, como sabemos bien; pero, en cam-
bio, se manifiesta en una dimensión mensurable: la longitud. Tratándose de
la línea se puede, pues, hablar de una estructura «unidimensional», mas con
una restricción muy esencial por cierto: una línea puede ser recta o curva, y
es aquí donde aparece la curiosa singularidad de que únicamente en el caso
de que la línea sea recta nos será suficiente considerar una sola dimensión,
es decir, basarnos en el solo dato de su longitud pues tan pronto como la
línea ofrezca la más leve curvatura, habrá perdido lo que podríamos decir
su carácter unidimensional.
¡Resulta, por lo tanto, que en una sola dimensión no, cabe ya la curva-
tura!De suerte que para contener la curva nos precisa un plano, o sea una
estructura que posea dos dimensiones, esto es, longitud y anchura. Y es así
como llegamos a la sorprendente conclusión de que realmente es exclusivo
de la recta el tener una dimensión única, que es su longitud.
Mas no basta con esto. Nuestra sorpresa se trocará en asombro al saber
que existen líneas de doble curvatura que, no cabiendo ya en el plano, re-
quieren el espacio para extenderse en él, y son, por lo tanto, tridimensiona-
les. Como ejemplo de esta clase de líneas citaremos la línea helicoidal (un
muelle de sofá) que ocupa en su conjunto un cierto espacio; y que, como
línea de doble curvatura que es, además de curvarse para que sus espiras
tiendan a formar anillos, se curva hacia arriba al mismo tiempo, a cada ins-
tante, para que las espiras asciendan.
Pero ¿qué ocurrirá entonces con las superficies? Pues algo parecido,
aunque en otro concepto un poco diferente. Hay una sola superficie, y es el
plano, que se extiende en todas direcciones sin curvarse: presenta dos di-
mensiones -largo y ancho- y puede ser considerada como bidimensional.
Ahora bien, en el momento en que la superficie ofrezca aunque sólo sea
una sola curvatura, habremos de recurrir en seguida al espacio para poder
contenerla. Así, una superficie cilíndrica o cónica corresponde sencillamen-
te al espacio, pues sólo en él puede ser representada.
Lo dicho es todavía más válido para las superficies de doble curvatura,
como son, por ejemplo, las superficies esféricas, las de otros cuerpos de
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 243

revolución, etc. Todas ellas han de estar en cualquier caso «contenidas» en


un espacio, según la expresión técnica.
Interrumpimos por un momento el hilo de nuestro discurso para repetir
que el punto es adimensional y no es más que un «lugar», de modo que no
requiere espacio alguno.
Le llamaremos un Ro (39). La recta ofrece una dimensión única, y la de-
signaremos, por tanto, por R1. El plano, con sus dos dimensiones posibles,
podremos representarlo por R2,. Y nuestro espacio usual, que es tridimen-
sional, habrá de designarse por R3,.
Acabamos de explicar que ciertas superficies que habían sido conside-
radas como expresables, al igual que el plano, por R2, pasan a inscribirse en
la categoría inmediata superior, R3, por lo cual vemos que la catalogación
de las líneas como «extensiones» unidimensionales, y de las superficies
como bidimensionales, no deja de tener muy considerables excepciones.
Pero vamos ahora a estudiar con más detenimiento nuestro espacio tri-
dimensional, el conocido R3. Dos concepciones hay que dominan como
dogmas indemostrables - axiomáticos- nuestra representación. En primer
lugar nos representamos siempre el espacio que nos rodea como invaria-
blemente recto (es decir, extendiéndose en línea recta en todas direcciones).
Marquemos un punto sobre nuestro tablero de dibujo y tomándolo por
origen formemos un sistema de coordenadas -que en este caso será, natu-
ralmente, de tres ejes- en el cual nos sea dado leer la anchura, la longitud y
la altura o profundidad. A este efecto nos será naturalmente preciso (como
en el ejemplo del acuario) disponer de tres ejes: uno horizontal, el de las x,
que se extiende transversalmente de derecha a izquierda; otro vertical, el de
las y, y finalmente, un eje z{que irá de delante hacia atrás. Los tres ejes se
extienden inflexibles hacia el infinito, conservando en todos sus puntos la
dirección primitiva, rectos, invariablemente rectos, sin desviarse ni el grue-
so de un cabello, sin curvarse. Schiller, en sus Máximas de Confucio, nos
ha dado una preciosa idea de esta representación del espacio diciendo «Tri-
ple es la medida del espacio. Siempre adelante, sin descanso, la longitud
busca la lejanía; se extiende sin límite la anchura, y en lo insondable se
hunde la Profundidad.»

39
Léase: «erre cero», al igual que leeremos abajo, «erre uno», «erre dos», etc. Es evi-
dente que con esto hemos creado sólo una denominación, un nombre solamente, pero no una
fórmula utilizable desde el punto de vista matemático.
244 El prodigioso jardin de las matemáticas

El espacio R3 se extiende recto, recto como un hilo tenso, en todas di-


recciones hasta el infinito, tan recto (dinamos, valiéndonos de nuestros
simbolismos) como la superficie plana de la geometría de Euclides. Es,
pues, un espacio al que llamaremos recto, euclidiano (o parabólico).
Pero sabemos ya que la geometría plana, euclidiana, no pasa de ser
una de las posibles geometrías, en la cual todo es sencillo y transparente; en
el que la suma de los tres ángulos de un triángulo vale 18o grados y en el
que se cumple que las paralelas no se cortan nunca en su carrera al infinito;
y sería desatinado si sacáramos de aquí la conclusión de que nuestro espa-
cio debe ser necesariamente euclidiano.

Llegados aquí, la cosa empieza a presentarse un tanto complicada.


Hemos barrido montañas enteras de los detritos de imaginados imposibles.
Y ahora, inesperadamente, surgen nuevas posibilidades cuya sola conside-
ración hiere ya nuestro cerebro acomodado a la rutina cotidiana. Es cosa
clara, desde luego, que el espacio puede ser en cierto modo curvado; pero
¿cómo debemos imaginarnos este espacio curvado? Y, ante todo, ¿es que
existe alguna indicación práctica o alguna observación que pueda permitir-
nos formar juicio de si el espacio es realmente curvado o no?

Procedamos, en primer lugar, a dar satisfacción a esta última pregunta:


es evidente que existen, y podemos hallarlos, hechos por los que se puede
juzgar de si el espacio es recto o curvado, euclidiano o no euclidiano. El
«criterio», el índice y característica primordial, es sencillisimo en verdad:
basta investigar si en los triángulos del mayor tamaño que nos sea dable
elegir, la suma de sus tres ángulos resulta ser exactamente igual a 180°, o
mayor o menor que este valor.

Gauss -que reconoció, naturalmente, la enorme importancia de seme-


jante cuestión y sus consecuencias- midió, a tal efecto, el triángulo de 69,
85 y 107 Km. de lado que forman los puntos geográficos de Hohenhagen,
Brocken e Inselberg. No llegó, sin embargo, a ningún resultado preciso,
debido seguramente a motivos de dos órdenes distintos.
Es posible, en primer lugar, que este gran triángulo resultase, en reali-
dad, demasiado pequeño a los efectos de su experimento.
La esfera auténtica y la falsa o seudoesfera 245

Habría sido más eficaz la medición del triángulo: Sol, Betelgeuse, Mi-
zar (40), cuyos lados se miden por años de luz. Pero, y esto constituye el mo-
tivo principal, prescindiendo ya de que tal vez nuestros instrumentos ven y
miden «euclidianamente», ha de ser quizá en la práctica imposible desde
nuestro R3 lograr formar juicio acerca de si este mismo R3 es realmente
curvo o recto. El caracol lacustre que vive entre el limo de su pantano, pri-
vado de visión, no llegará a formarse ninguna imagen de las bellezas de las
altas montañas y los valles. De todas maneras sabemos ya que si nuestro R3,
es recto, es decir, euclidiano, tendrá todavía «cabida» en un R3; pero que si
está curvado (y en este caso no tenemos más que aplicar, haciéndolo exten-
sivo al espacio, lo que sabemos acerca de las líneas y de las superficies cur-
vas), ya no podrá ser «contenido» en un R3 y tendrá que acomodarse• en un
espacio de cuatro dimensiones, tetradimensional, esto es, en un R4, ... O
bien, inversamente: si estuviéramos familiarizados con la cuarta dimensión
(matemática), podríamos decidir a la primera ojeada si nuestro espacio tri-
dimensional (del cual los hombres afirman que con su infinito euclidiano,
recto, abarca todo lo existente), es realmente recto o curvo. Pero los domi-
nios de la cuarta dimensión nos están totalmente vedados, son inimagina-
bles, y sólo pueden hacerse tangibles por vía puramente matemática.
Así, pues, nuestra pregunta respecto de si, el espacio es curvo o recto
queda, por ahora, incontestada; porque sobre este particular hay sólo conje-
turas y casi ningún argumento de probabilidad.
El lector va dándose cuenta con creciente inquietud de que, partiendo
de una cuestión tan inofensiva a primera vista y de importancia tan aparen-
temente secundaria como es la que nos plantea el saber si las líneas parale-
las pueden o no pueden cortarse, nos vemos inevitablemente arrastrados
hacia precipicios en los que amenazan arrojarse sin remedio todas nuestras
ideas. Por el rumbo que seguimos vamos en derechura a una insospechada
catástrofe en la que habrán de perecer todos nuestros conocimientos, al
naufragar la totalidad de nuestros conceptos corrientes.

40
Betelgeuse es la estrella situada en la parte superior izquierda de la constelación de
Orión; es la más hermosa de- nuestro firmamento. Puede reconocerse fácilmente por su
color rojo brillante, y dista de nosotros unos 50o años del luz. Mizar es la conocida estrella
que forma parte de la lanza del Carro u Ose Mayor; y es doble, pues encima y como monta-
da sobre la estrella principal hay otra más pequeña, visible, no obstante, sin auxilio de ins-
trumento alguno por los que gozan de buena vista. Por eso este pequeño «jinetea de la otra
estrella recibe a veces el nombre de «graduador de la vista,. Este enorme sistema solar, inte-
grado por varios soles, dista de nosotros unos 8o años de luz.
246 El prodigioso jardin de las matemáticas

Es imposible ya detener el torbellino en que estamos envueltos. Pero


antes de alcanzar el objetivo que nos hemos propuesto, vamos a intentar
valernos de un dispositivo sencillisimo, y de fácil preparación en cualquier
momento, para obtener la sorprendente confirmación de que en la vulgari-
dad de cada día nos hallamos muy poco distantes de las fronteras de esos
territorios en los que se pierden todas nuestras ideas y cuyas siluetas vemos
surgir amenazadoras ante nosotros.
Una cinta que solo tiene una cara 247

UNA CINTA QUE SOLO TIENE UNA CARA

Sabido es que las imágenes, modelos, etc., resultan tanto más ilustrati-
vos y claros cuanto más sencillos son. En las espinosas regiones fronterizas
hacia las cuales dirigimos apresuradamente nuestros pasos existe un mode-
lo que, en cuanto a su simplicidad, fácil ejecución y profundidad de los
puntos de vista que desde él pueden percibirse, constituye un ejemplo úni-
co, como no podía menos de ocurrir dado el ingenio, tan excelente y tan
especialmente amigo de los que se interesan por las cuestiones matemati-
cogeométricas, de aquel a quien debemos su descubrimiento.
Partiremos de lo expuesto anteriormente acerca de las relaciones exis-
tentes entre las categorías de espacios establecidas. Pensemos que, si bien
estamos obligados a movernos en un espacio tridimensional, no deja de
asistirnos la posibilidad de imaginar un perfecto modelo de otros «espa-
cios» más sencillos; y así lo haremos, empezando por el espacio plano, el
R2. Una hoja de papel extendida en nuestro tablero constituye un «modelo»
del espacio plano, es decir, R2, euclidiano; modelo que será tanto más per-
fecto cuanto mejor podamos imaginarnos que el grueso del papel, siempre
tangible, ha desaparecido. Y a base de esto, presentaremos un cuadro, pro-
ducto de la fantasía de que nos permitimos alardear: usando de esta fanta-
sía, admitamos la existencia de «seres planos», tales como los inventados
por el ya citado Beltrami. Se trata, por lo tanto, de seres estrictamente bi-
dimensionales, que no conocen más que superficies planas, constituyentes
del único ambiente donde se encuentran en condiciones de vivir y morir;
248 El prodigioso jardin de las matemáticas

seres que no poseen ni la menor idea acerca de la existencia de espacios


superiores y, sobre todo, que no conocen siquiera nuestra tercera dimen-
sión. Ocioso es decir que es del todo indiferente la figura que podamos
atribuir a esos habitantes del plano. Para nuestras investigaciones interesa
únicamente la «composición de lugar» que puedan hacerse semejantes
habitantes del plano, que no pueden tener ni idea de la tercera dimensión, a
la que llamamos «grueso», puesto que para ellos no existe en absoluto la
«tercera dirección» y no conciben lo que es subir o bajar, limitándose ex-
clusivamente al conocimiento de lo que significa ir adelante o atrás y mo-
verse a la derecha o a la izquierda.
Pero además de carecer, nada menos, de toda una dimensión, le falta al
«habitante de la superficie plana» algo que a su vez es consecuencia de las
dos únicas dimensiones en las que se ve obligado a vivir. Coloquemos un
cartabón de dibujo encima de la mesa y cubrámoslo con una placa de vi-
drio. El espacio que queda entre la mesa y el cristal puede constituir una
imagen de ese mundo bidimensional. El cartabón, en este espacio interme-
dio, queda, como se echa de ver, «aprisionado» de curiosa manera; pues
puede muy bien deslizarse en un sentido y otro, e incluso girar en redondo,
pero le es absolutamente imposible alzarse o invertirse, es decir, cambiar
de lado como lo hacemos en la cama.

¿Por qué? Pues, sencillamente, porque para eso le sería preciso contar
con la tercera dimensión, la única que permitiría al cartabón ponerse en pie,
dado que para realizar semejante movimiento necesitarla -aunque sólo fue-
se por breves segundos- atravesar el espacio tridimensional. Así, pues,
mientras se halle encerrado en R2, el cartabón habrá de yacer de plano y
Una cinta que solo tiene una cara 249

sobre la misma superficie lateral en que fue primitivamente colocado; y si


aplicamos esto a nuestros habitantes del plano, sacaremos la conclusión de
que en su mundo no podrán «revolverse» jamás sobre sí mismos. Si nos los
figuramos con tan sólo un mínimo de corporeidad, los veremos, por ejem-
plo, extendidos sobre el vientre (si es que han venido al mundo en esta po-
sición), pasando su vida entera arrastrándose sobre él; y en esta posición
habrán de ser «enterrados». De la imposibilidad de «volverse» que aflige a
esos seres imaginarios, podremos sacar inmensas consecuencias, ya que
nosotros, humanos, nos hallamos en nuestro R3, con apremio idénticamente
penoso, del cual, no obstante, apenas si nos damos cuenta por tratarse de
algo habitual, y por lo tanto natural. Más adelante tendremos ocasión de
volver sobre esto. Vayamos nuevamente a nuestros seres planos y al mundo
R2 de papel.
El habitante del espacio plano se arrastra ante nosotros en su mundo
constituido por la hoja de papel. Le ocurre lo mismo exactamente que a una
oruga encerrada entre dos láminas de vidrio. Si nuestro ser viviente conser-
va por un rato la misma dirección y está a punto de alcanzar el borde de la
hoja, se le da en seguida el « ¡alto!» y se ve obligado a dar media vuelta a la
derecha, o a la izquierda, para emprender de nuevo su marcha. Después de
varias excursiones, el habitante del plano irá dándose cuenta de que vuelve
siempre al mismo sitio. La conclusión a deducir de aquí es simple y clara.
Nuestro habitante se dirá: «Me encuentro en un mundo finito, en un mundo
que hallo limitado por todas partes; por dondequiera que me arrastro alcan-
zo pronto un límite "infranqueable".» No puede lograr formular otros jui-
cios acerca de la configuración de su mundo. No alcanza a hacerse la me-
nor idea de la existencia de un espacio en el cual su mundo pueda estar alo-
jado, pues no hay nada que le revele este hecho, ¡ni nada que le descubra
siquiera la posibilidad de una tercera dimensión, esto es, la posibilidad del
espacio que llamamos R3!
Curvemos ahora un poquito la hoja de papel que supusimos larga y es-
trecha, de tal modo que sus extremos se levanten algo del plano. El habitan-
te en cuestión seguirá arrastrándose por la superficie que le hemos arqueado
un poco. Pero ahora, aun prescindiendo de lo que pueda notar en la acción
de la fuerza de gravedad, el mundo se ha transformado para el de modo
repentino e inexplicable, algo así como por arte mágico.
Es sencillamente como un desvarío. En tanto el habitante del plano se
mantiene en medio de su dominio, todo sigue normal como antes; pero en
cuanto se aproxima a los límites más distantes se producen increíbles fe-
250 El prodigioso jardin de las matemáticas

nómenos, hasta entonces nunca imaginados. Sucede que en el reino del R2


los «objetos» pierden de súbito su visibilidad en una determinada dirección.
Es decir, que, si bien en la región central que permanece plana todo es visi-
ble desde lejos, ocurre que en los extremos, que están arqueados, los ojos
dejan de ver al mirar en una determinada dirección. Los objetos situados en
tal dirección no se ven sino cuando ya se da de narices contra ellos. Nos
sonreímos naturalmente un tanto regocijados, por saber que el rayo de luz
que se propaga invariablemente en línea recta no puede curvarse para pene-
trar en la región del mundo R2. Se comprende que allí donde R2 está curva-
do, donde el papel se arquea hacia arriba, sea únicamente posible ver a una
breve distancia ante sí. Para comprender lo que ocurre fijémonos en que, si
bien a través de una rendija de 1 mm. de separación entre dos planchas pla-
nas es posible ver objetos situados a varios metros de distancia, resulta que,
en cambio, si se curvan esas dos planchas y se intenta mirar por la rendija
en dirección de la parte curvada, aparece en seguida una pared por medio y
no se puede ver nada. Siendo así que el habitante del plano ignora el secreto
de la curvatura, porque éste, a su vez, supondría el conocimiento del espa-
cio en tres dimensiones, no puede explicarse de ningún modo lo que suce-
de, y, asustado, sigue arrastrándose por el ámbito de su mundo, en busca de
una salida; ¡pero es en vano!, pues ahora, como antes, su mundo sigue
siendo limitado. Incluso las medidas de longitud, cuya comprobación no
habrá omitido nuestro ser plano, continúan sin variación alguna; nada se ha
alterado... y, sin embargo, ha ocurrido algo inusitado, incomprensible, in-
imaginable, de explicación simplemente imposible para el habitante de R2.
Mas nosotros, en nuestro papel de seres superiores (que por destino de
la Providencia nos está permitido desempeñar), no nos dignamos todavía
conceder reposo al pobre habitante del plano, conscientes de nuestro poder
rayano en la omnipotencia. Nos decidimos a prepararle arteramente una
nueva trampa con la que, gracias a su mentalidad bidimensional, vamos a
ponerle en un aprieto del que irremisiblemente saldrá congestionado y pata-
leando. A tal fin procedemos a curvar del todo el papel hasta lograr que los
bordes opuestos se toquen entre sí, pegándolos luego de manera que resulte
formado un anillo, del cual suprimimos mentalmente la parte encolada.
También en este caso prescindimos de la acción de la gravedad. He aquí
que nuestro habitante de la planicie palidece de espanto. Su mundo se ha
conmovido una vez más desde sus cimientos, pues ahora incluso la parte
central de la tira de papel, que hasta aquí no había dejado nunca de ser pla-
na, se ha curvado también al convertir la tira de papel en un anillo o, por
Una cinta que solo tiene una cara 251

mejor decir, en una porción de superficie cilíndrica. Hemos creado, pues, lo


que podríamos llamar un «mundo cilíndrico» y son las consecuencias de
semejante creación lo que ha producido tanto pánico en el desconcertado
aborigen del plano. Dentro de su mundo se ha reducido ahora a un mínimo
la visibilidad de los objetos en una determinada dirección. De continuo se
suceden colisiones, pues en dicha dirección apenas si se ve la mano puesta
delante de los ojos, aunque luzca el pleno sol de mediodía. Pero el habitante
del ex plano hace lo más prudente que pudiera hacerse, dada la situación:
explora de nuevo su ambiente. Examina ante todo si la longitud del mundo
que habita, medida en aquella dirección en que falla toda visibilidad, sigue
siendo normal; pero se da el caso de que han desaparecido los límites. Pue-
de avanzar cuanto quiera en dicha dirección sin alcanzar jamás un límite,
un fin. En cambio, muy pronto puede observar que en su marcha alrededor
del mundo van sucediéndose indefectiblemente lugares que ya le eran co-
nocidos. ¡No se trata, pues, de un «infinito», pero sí de algo ilimitado!Y de
este modo aquel ser llega a la siguiente conclusión: «Mi mundo sigue sien-
do ciertamente finito, pero en una de sus direcciones se ha convertido en
ilimitado.»

Al cortar transversalmente el anillo de papel, nos viene al pensamiento


una idea diabólica: torcemos uno de los extremos, haciéndolo girar 180
grados, de manera que la cara interna de este extremo de tira quede al exte-
rior (véase figura 76), y viceversa; a continuación pegamos entre sí los dos
extremos así dispuestos, y una vez más consideramos la raya de unión co-
mo inexistente. Supongamos, además, que el ser bidimensional no se ha
dado cuenta, en absoluto, de nuestra nueva y traicionera intromisión en su
252 El prodigioso jardin de las matemáticas

mundo R2. De modo que, en el fondo, el R2, sigue realmente inalterado, aun
cuando lo hayamos torcido notablemente hasta el extremo de presentar un
marcado tirabuzón en uno de sus puntos, tal como se aprecia en la figura
citada.
Examinemos ahora, con más detenimiento, al habitante del espacio
plano en su modificado R2. Puesto que su grosor es infinitamente pequeño,
es completamente transparente, como lo sería, por ejemplo, el oro, si se
batiera en láminas de tenuidad casi infinita. Si bien es puramente bidimen-
sional y tiene, por lo tanto, sólo longitud y latitud, sin el más mínimo espe-
sor, podemos formarnos una imagen más natural de él en nuestro espacio
tridimensional R3.
Figurémonos a este fin la imagen cinematográfica de una persona (y
por mí no hay inconveniente en que sea la de algún favorito del cinema)
proyectada sobre pantalla. Pero esta vez la pantalla no ha de consistir en
una hoja opaca de aluminio ni de cualquier otro material no transparente o
tela, sino en un gran disco de cristal esmerilado, es decir, de vidrio fina-
mente deslustrado, tal como el que se usa en los aparatos fotográficos para
recibir y enfocar la imagen. Esta «imagen luminosa en sí», captada en el
cristal esmerilado, responde casi exactamente a nuestro ser bidimensional.
Si miramos la imagen de frente, esto es, desde una localidad de espectador,
veremos la figura en sus relaciones normales: el personaje tendrá su mano
derecha realmente al lado derecho, llevará el sable -si lo lleva- a la izquier-
da, etc. Y si a continuación nos ponemos a mirar por detrás de la pantalla
translúcida, veremos exactamente la misma figura, sólo que lateralmente
invertida, es decir, que la derecha se ha permutado con la izquierda, y vice-
versa; con lo que el sable aparecerá colgado del costado derecho, etc. Ocu-
rre lo mismo que en una imagen vista en el espejo. Si hay alguien que no
pueda seguirnos con la imaginación, haga el favor de tomar un trozo con-
veniente de papel secante y, con tinta y pincel, dibuje en él un hombre. La
tinta traspasará el papel y originará en el reverso del mismo una imagen
reconocible en parte y sensiblemente igual a la que se ha dibujado en la
cara opuesta.
Ambas imágenes se distinguirán entre sí solamente por el trastrueque
de los lados; es decir, cada una de ellas se presentará lateralmente invertida
con relación a la otra. Esto mismo ocurre, exactamente, con nuestro hombre
bidimensional, porque, al igual que la imagen cinematográfica, carece de
espesor, hasta el punto de que la cara anterior es a la vez la posterior.
Una cinta que solo tiene una cara 253

Pero, entre tanto, el habitante del espacio plano ha aprovechado el


tiempo para explorar detenidamente su mundo, ahora un tanto alterado, y se
encuentra en seguida con curiosas mutaciones: le extraña, ante todo, la
momentánea aparición y subsiguiente desaparición, no menos enigmática,
de amplios límites que no veía desde hacía largo tiempo. En vista de ello,
nuestro hombre R2 se decide a emprender de nuevo un viaje de exploración
más detenido y comprueba que, en realidad, las cosas no han cambiado
mucho desde su última exploración. La visibilidad de los objetos en la di-
rección de su marcha - esto es, a lo largo del anillo circular- es muy escasa,
pues se ve solamente lo que se halla en primer término. En cambio, en la
dirección transversal -perpendicular a la primera- los objetos pueden verse
ya desde lejos, como antes. En esta dirección el mundo sigue siendo finito,
mientras que en la otra dirección continúa siendo, sin duda alguna, ilimita-
do.
Nuestro hombre regresa felizmente al hogar después de su viaje alre-
dedor de este mundo R2, que habíamos curvado de forma tan extraña. Pero
el aspecto del recién llegado causa a sus sedentarios paisanos y parientes un
indecible espanto.
¡Y es que nuestro viajero regresa... con inversión lateral! ¡Lo que an-
tes se hallaba a su derecha está ahora a su izquierda, y viceversa! El cora-
zón lo tiene ahora a la derecha, a la derecha trae su reloj, y cuando escri-
be o dibuja toma la pluma o el lápiz con la mano izquierda (suponiendo
que los hombres bidimensionales se sirvan corrientemente, al igual que
nosotros, de la mano diestra).
Nadie cree en lo que ven sus propios ojos, todos asedian al viajero con
preguntas acerca de lo sucedido: ¿Cómo diablos habría podido efectuarse
tal inversión de todo su organismo? Mas nuestro hombre no sabe qué decir,
le parece totalmente incomprensible la enorme admiración y estupefacción
de sus compatriotas. Declara que no había observado nada de particular, a
excepción del singular fenómeno que ocurrió un día en que las manecillas
del reloj se pusieron súbitamente a marchar al revés sin que él hubiese
cambiado nada en la maquinaria.
Durante días cunde el desconcierto entre los ciudadanos bidimensiona-
les, hasta que al fin se deciden a enviar un nuevo explorador a recorrer el
mundo. Mas como quiera que ninguno de los sabios se apresta a afrontar
los fantásticos peligros que acechan en el infernal viaje, se elige por unani-
midad para tamaña empresa un lisiado semisordo y medio ciego que junta
con trabajo los pocos céntimos R2 de cada día tocando el organillo. No sabe
254 El prodigioso jardin de las matemáticas

nada de nada. De la terrible agitación que turba los ánimos de sus conciu-
dadanos no ha oído ni una sola palabra, pues no hace más que tocar hora
tras hora su organillo, dándole vueltas al manubrio, con la mano derecha
por supuesto. Cargando con el instrumento, del cual no quiere separarse,
emprende el anciano alegremente el viaje. Pasado mucho tiempo regresa al
hogar patrio.- Declara que lo ha pasado bien durante toda la tra-' vesía; pe-
ro, entre tanto, el auditorio le mira con ojos pasmados, pues el viejo mendi-
go vuelve también trayendo el corazón a la derecha, a la vez que hace girar
el manubrio con la mano izquierda, ¡la misma mano que fue antes su dere-
cha y en cuyos dedos resaltan las callosidades producidas por la manija del
manubrio a lo largo de los lustros! Resulta, pues, que también nuestro or-
ganillero ha regresado con inversión de costados y sin haber experimentado
la menor sensación de este total intercambio lateral de su cuerpo y de su
organillo.
El aplicado lector sospechará sin duda que con estos cuentos preten-
demos endosarle gato por liebre tetradimensional. Y, sin embargo, lo que
pasa es que hemos sido víctimas de un amargo escarmiento por nuestro
empeño de erigirnos en seres superiores. El llevado y traído R2 ha puesto en
nuestro camino una trampa, en la cual todo nuestro poder imaginativo ha
caído preso como un ratoncillo. Y cuando el que ignore todavía lo que en-
cierra de extraordinario y sorprendente el mundo que hemos producido con
la tira de papel retorcida, poblándolo «in mente» de ciudadanos aplanados,
vea lo que puede ofrecernos aún de asombroso, moverá maravillado la ca-
beza al considerar hasta qué punto nuestra vida, incluso la tan insulsa vida
cotidiana, está rodeada de fantasmas verdaderamente inquietantes. Comen-
zando a llamar las cosas por su nombre, diremos que: esa tira de papel que,
después de entrelazarla del modo dicho, hemos pegado por sus dos extre-
mos, se denomina cinta de Moebius, en honor del famoso matemático ale-
mán que fue el primero en llamar la atención sobre los relatados sucesos,
ridículamente tremendos. Para la realización de nuestro terreno de experi-
mentos conviene a maravilla una tira de papel de unos 6 cm. de anchura por
unos 60 a 80 cm. de longitud, que podemos recortar de un periódico del
mayor tamaño posible. El truco decisivo consiste, como queda dicho, en
que antes de engomar los extremos se procede a torcer uno de ellos (pero,
bien entendido un solo extremo), dándole un giro de 180 grados. Basta esto
para producir el gran trastorno. Pues, por el hecho de girar uno de sus ex-
tremos antes de pegarlo al extremo opuesto, resulta que nuestra tira de pa-
pel ¡y esto es matemáticamente exacto!- ha perdido su segundo lado. ¡En
Una cinta que solo tiene una cara 255

consecuencia, no le resta más que un solo lado! Y, cosa curiosa, esta super-
ficie unilateral tiene una única línea, de limitación. ¡Difícil de concebir,
ciertamente!¡Prueba por ti mismo, querido lector !
Nuestro amigo, al que acabamos de contar esta curiosa historia, se nie-
ga a admitir este «engaño». A manera de prueba se dispone a pintar los dos
lados - según él estima-, cada uno en un color distinto. ¡Pero sus esfuerzos
resultan en vano!¡Para el segundo color... no dispone de ninguna superficie!
Y es que de cada una de estas superficies se pasa a la otra sin que uno se dé
cuenta de ello; de manera que, en realidad, no hay más que una sola super-
ficie; y si, para repetir la prueba, aplico la punta de un lápiz en el centro
aproximado de la anchura de la cinta y trazo con él una raya a lo largo de la
superficie, hasta volver de nuevo al punto de partida, veré que la raya de
lápiz resulta trazada en las dos caras que aparentemente tiene la cinta. ¡Haz
la prueba tú mismo, querido lector !

Si cortamos la cinta de Moebius, tal como se indica en la figura, la cin-


ta no queda dividida en dos partes, sino que se mantiene unida en un sólo
trozo. ¡La única diferencia estriba en que ahora es más larga!Con esto
hemos preparado un nuevo juego de magia, pues la cinta así cortada puede
volverse a cortar de igual modo, y obtendremos dostrozos distintos, pero
entrelazados entre sí como eslabones de una cadena. Pero cada una de estas
mallas es, a su vez, incortable en dos piezas; es decir que, cortadas longitu-
dinalmente, cada una de las dos nuevas partes dará una nueva cinta más
larga. Y únicamente al verificar el corte longitudinal por cuarta vez queda
una de las dos cintas partida longitudinalmente en dos partes, dando así
lugar a cuatro cintas, etc. Resultado éste que seguramente no podía esperar-
se de una cosa tan simple como es una tira de papel.
256 El prodigioso jardin de las matemáticas

A lo expuesto queremos añadir todavía que, desde un punto de vista


puramente matemático, la cinta de Moebius puede representar un «espacio
curvado», esto es, un R2 curvado. Los espacios que presentan propiedades
tan sorprendentes como las que hemos puesto de manifiesto se denominan
espacios no orientables. Es claro que puede haber también espacios tridi-
mensionales cerrados no orientables, matemáticamente estructurables. Pero
del mismo modo que la cinta de Moebius, que es en sí un R2, solamente
puede ser establecida y contenida en la dimensión inmediata superior, esto
es, en un R3 y resulta que un R3, curvado y tridimensional será preciso que
se establezca y se contenga en una dimensión inmediatamente superior; por
consiguiente, en un R4.
El lector reflexivo no podrá disimular un sentimiento de malestar al
darse cuenta de que todas nuestras ideas acerca del ser y del mundo empie-
zan de pronto a vacilar, y que el edificio de nuestros conceptos fundamenta-
les, de apariencia tan sólida, cruje en toda su estructura como una casa que
amenaza ruina por ceder sus cimientos.
Mas nosotros permanecemos firmes y con ánimo sereno para poder
penetrar en el último capítulo de la presente obra, venciendo todos los
horrores que puede despertar en nosotros la imagen de espacios superiores,
Una cinta que solo tiene una cara 257

rigurosa y científicamente trazada, que ha de permitirnos alcanzar puntos


de vista sobre lo más grandioso y más elevado que podamos concebir.
El punto de apoyo de la palanca que ha de abrirnos camino adelante es
fácil de hallar. La fábula que en el presente capítulo acabamos de tejer alre-
dedor de R2 hemos de adaptarla al R3, o sea a nuestro propio mundo. Pero
para ello es necesario, ante todo, que trabemos conocimiento con el R4j ya
que únicamente desde él podemos echar una ojeada sobre este mundo en
que vivimos.
Así, pues, vamos a convertirnos nosotros mismos en muñecos, como
antes lo fue el hombre bidimensional, y confiemos a un ser inimaginable-
mente superior y más poderosamente organizado que nosotros, un investi-
gador de categoría R4 la dirección del experimento.
258 El prodigioso jardin de las matemáticas
Los horrores dela cuarta dimensión 259

LOS HORRORES DE LA CUARTA DIMENSION

¡Cuarta dimensión!¡He aquí una palabra gastada como una moneda


vieja!Todos la hemos oído alguna vez por motivos diferentes. A ella va
vinculado algo desconocido e inquietante; pues, como ha dicho alguna vez
con ironía el excelente humorista Guillermo Busch, en la cuarta dimensión
los espíritus y los espectros viven en su casa.
Pero la medida de lo inconsistente y lamentable que es todo lo que
acerca de la temida cuarta dimensión nos dicen el ocultismo y el espiritis-
mo, queda insuperablemente puesta de relieve por los resultados a que nos
llevan las matemáticas y la geometría al revelarnos con su fría y pura obje-
tividad lo que en sí es irrepresentable (41).
La cosa se explica fácilmente. Para ello recurriremos de nuevo a nues-
tra escala termométrica y a los distintos sistemas de coordenadas. En la es-
cala termométrica un punto queda distintamente determinado mediante un
solo dato; si, por ejemplo, digo: «el punto se halla a + 3,42°, éste queda ya
unívocamente caracterizado. En el sistema normal - esto es, superficial - de

41
Con el fin de prevenir al lector contra sus propias especulaciones, seguramente
erróneas, queremos ponerle en antecedentes acerca de lo mucho que alrededor de este tema
han ideado ya las más eminentes inteligencias de la humanidad. Fue sin duda Platón el pri-
mero en vislumbrar la idea de un espacio superior. Más tarde colaboran en este difícil domi-
nio pensadores tan verdaderamente destacados como Kant, Gauss y Helmholtz. Si quisiéra-
mos reunir todo lo que se ha escrito sobre esta cuestión, coleccionaríamos muy pronto una
biblioteca de más de cien volúmenes; esto sin salirnos de los temas que tratamos aquí super-
ficialmente y dejando de lado todo cuanto se ha consagrado a la difícil investigación del
problema del espacio en sí.
260 El prodigioso jardin de las matemáticas

coordenadas, que obtuvimos en su forma más sencilla mediante dos escalas


graduadas que se cortan en ángulo recto, necesitamos de dos datos corres-
pondientes a los dos ejes, o sea el eje de las x y el eje de las y. Así decimos,
verbigracia: el punto se halla en x = + 4 e y = + 3. Ahora viene nuestro sis-
tema de coordenadas de tres dimensiones, cuyo conocimiento hicimos al
tratar de determinar la situación del pez en su acuario. Ya en aquella oca-
sión tuvimos necesidad de tres datos o indicaciones correspondientes a las
tres dimensiones del espacio, y por esto dijimos-: «el pez tiene la boca en x
= 5, y = 15, z = 21». Dicho de otro modo: sobre la recta un punto queda
determinado por un solo dato, sobre el plano queda determinado por dos, y
en el espacio se determina por tres.
Ahora viene el salto. Si consideramos un espacio en el cual no existan
únicamente tres dimensiones perpendiculares entre sí, sino cuatro, es claro
que la determinación de un punto en este espacio requerirá un cuarto dato:
para esa determinación nos habrán de dar, por ejemplo: x, y, z , v.
Pero ahora interviene, airado, uno de nuestros más peligrosos enemi-
gos, el llamado «sentido común», que exclama
« ¡Alto ahí!¡Todo eso es una insensatez!» En nuestro mundo el espacio
de cuatro dimensiones es algo en esencia imposible. No hay, puede asegu-
rarse, sitio en él para una cuarta dirección, para una cuarta dimensión. Entre
nosotros todo lo existente posee latitud, longitud y profundidad (altura).
Otra cosa es imposible, no cabe.
Así, pues, todo lo que puede pensarse a este respecto ¡es un absurdo o
una superchería !
No cabe duda alguna de que la mayoría de mis lectores, pese a lo que
hayan oído acerca de las grandilocuentemente enunciadas posibilidades del
espacio curvado, se adherirán, plenamente convencidos, a una tal opinión,
pues las objeciones aducidas parecen verdaderamente irrefutables. Pero,
una vez más, las apariencias nos engañan. En realidad es un juego de niños
pulverizar esas objeciones. Veámoslo.
La palabra «imposible», según prueban incontables ejemplos tomados
de la historia de la humanidad, tiene tan sólo un valor relativo, y aun quizá
temporalmente limitado, tal como ocurre con algunas monedas que después
de circular durante lustros pierden súbitamente todo poder adquisitivo y
toda validez. Tal vez sea cierto, en efecto, que no está en la mano del hom-
bre decidir acerca de lo posible y lo imposible. Pero retrocedamos un poco
más de tres siglos Galileo sólo podía concebir como una simple posibilidad
la existencia de una enorme estrella en forma de un gran disco de luz ro-
Los horrores dela cuarta dimensión 261

deado, como el propio Júpiter, de estrellas más pequeñas (sus satélites),


antes de haberla visto con sus propios ojos por medio del telescopio. Pto-
lomeo, Copérnico, Tico Brahe, los tres sabios astrónomos, pero que desco-
nocían todavía el anteojo, habrían recibido sin duda con la expresión de «
¡imposible!» a cualquiera que se les hubiese acercado afirmando que el ma-
ravilloso planeta de «feliz augurio» era en realidad una esfera -
aparentemente un disco- rodeada de satélites, en vez de una simple chispa
diminuta de luz. Al genial superhombre que fue Leonardo de Vinci le
habría sido sencillamente imposible imaginar que una masa de 600 tonela-
das de peso pudiera ponerse en movimiento y marchar a una velocidad de
ioo a 120 Km. por hora transportando al mismo tiempo un sinnúmero de
personas. ¿Y qué habría contestado Goethe a quien le hubiese profetizado
que cien años después de su muerte la voz humana podría ser percibida, en
todos sus tonos y matices, a través de distancias interoceánicas? Ninguno
de los novelistas que escribieron acerca de lo futuro llegó a profetizar la
existencia de rayos para los cuales nuestros ojos son ciegos y que, no obs-
tante, atraviesan los cuerpos opacos. Hasta lo infinito podríamos prolongar-
los ejemplos, pero creo que con lo dicho queda suficientemente demostrado
el escaso valor de las exclamaciones: « ¡Esto no existe!», o « ¡eso es impo-
sible!».
Según otra objeción, en nuestro espacio ya no queda sitio para una
cuarta dirección, para el cuarto eje v. Pero esta prevención es igualmente
insostenible. Pensemos en nuestros hombres bidimensionales: ciertamente,
en su mundo de superficies planas no cabe en absoluto una tercera dimen-
sión, una altura, y, no obstante, los hombres bidimensionales se hallaban
incluidos, con todo su mundo finito, en nuestro espacio tridimensional R3.
¿Por qué razón nosotros, con todo nuestro mundo finito R3, no habríamos
de poder estar alojados en un R4, y si a mano viene en un R5 o en un R17?
¿Por la simple razón de que no hay sitio? Así tenemos a un modesto estu-
diante que habita una angostísima buhardilla. Es inimaginable que en tan
reducido cuartito pudiera instalarse todavía un, piano. ¿Sería razonable que
el escolar sacara de aquí la consecuencia de que no era posible que en el
mundo existiese un gran piano de cola? No. Si así lo hiciera, deduciría tan
desatinadamente como aquel que negase la existencia de la cuarta dimen-
sión por la simple razón de que en nuestro R3 no cabía ya nada más. Es ver-
dad que hasta el presente nadie ha visto jamás un espacio tetradimensional,
un cuerpo de cuatro dimensiones mensurable en cm4; pero si bastase esto
resultaría que todo un planeta, tal como, por ejemplo, Plutón, no habría
262 El prodigioso jardin de las matemáticas

exístido nunca, hasta hace algunos años, por la simple razón de que nadie lo
había visto hasta entonces. Sin embargo, llegó a ser descubierto. Y si al-
guien quisiera afirmar hoy en día que no puede haber tigres en libertad por-
que en nuestras regiones nadie los ha visto así, pasaría por persona poco
cabal. Y, para terminar: ningún ojo humano ha podido ver nunca un punto
verdadero, ni una verdadera recta, puesto que uno y otra son imperceptibles
para nuestra vista, adaptada exclusivamente al espacio tridimensional. No
se acusa a nuestros ojos nada que no pueda medirse en alguna dirección
predominante, del mismo modo que desde la cúspide de una montaña nos
será imposible descifrar un periódico que esté extendido en un punto cual-
quiera del valle. Y, sin embargo, en la vida corriente hablamos y pensamos
de puntos y de rectas, es decir, de cosas completamente invisibles que, por
añadidura, ni siquiera sabemos definir.
¿Qué dicen las matemáticas a esto? ¡Aquí está la cosa!, pues hace ya,
en cierto modo, mucho tiempo que las hermanas Matemática y Geometría
afirmaron, lisa y llanamente, ¡la posibilidad de la existencia de tales espa-
cios!La existencia de un R4, R5, R6, etc., es de todo punto posible.
Ahora se nos presentan una serie de importantes cuestiones que real-
mente podrían condensarse en una: ¿Qué sabemos con certeza acerca de la
cuarta dimensión? El lector temerá que nos escapemos por la tangente a
favor de la aportación de sólo algunas cosillas imprecisas. Pero se engaña.
Conocemos, por cierto, toda una serie de pormenores sorprendentes
acerca de fantásticos prodigios de la cuarta dimensión.
Empecemos, pues, de una manera muy objetiva y elemental, estudian-
do los cuerpos geométricos que podemos construir en los distintos espa-
cios. Consideraremos aquí también el punto, la recta y el plano como «es-
pacio», y hablaremos, por ejemplo, del espacio R0, cero dimensional, al
referirnos al punto, y así sucesivamente. Está claro cómo puede entenderse
esto. Para nuestro habitante de las regiones planas, el espacio R2,, bidimen-
sional, el plano es su espacio vital; por consiguiente es un espacio.
Para que todo este asunto no se nos aparezca demasiado complicado y
poco claro estudiaremos los cuerpos llamados regulares. Son las figuras
geométricas, construidas de manera sumamente sencilla. Se encuentran, por
ejemplo, en el plano, el triángulo de lados iguales, el cuadrado, el pentágo-
no, el hexágono, etc. -para citar solamente algunas de tales figuras-. Entre
ellas nos limitaremos, naturalmente, a las más sencillas posibles.
En la «dimensión cero», en el Ro, en el punto, se da el curioso caso de
ser el propio punto la estructura más simple. No es muy distinto lo que ocu-
Los horrores dela cuarta dimensión 263

rre en la recta_ esto es primera dimensión, en el R1,, pues también aquí re-
sulta que es la recta su estructura más simple

Mayor interés ofrece la cuestión en lo que atañe a la superficie plana,


al R2, es decir, al plano en que dibujamos. Aquí se considera como estructu-
ra más simple al triángulo equilátero. Y ahora entramos en nuestro espacio
tridimensional. En éste, y como cuerpo limitado por un menor número de
triángulos, tenemos la pirámide de tres caras y cuya base sea también otro
triángulo idéntico a los de las tres caras. Este cuerpo más sencillo recibe el
nombre de tetraedro. Todas las estructuras simples llevan la designación de
simplex de su dimensión respectiva. El punto es, por tanto, el simplex de la
Ro; el triángulo equilátero, el simplex de R1; etc. Preguntémonos ahora
cómo puede ser el simplex de la cuarta dimensión. A este efecto es de notar
lo siguiente: en la superficie plana hay, como es sabido, un número infinita
de figuras regulares - o, como podríamos decir, también, en nuestra rela-
ción-, cuerpos R2.
En nuestro R3, tenemos cinco cuerpos regulares (42): el tetraedro, el
hexaedro (o cubo), el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro.
En el espacio de cuatro dimensiones existen seis cuerpos regulares,
uno de los cuales corresponde a nuestro tetraedro tridimensional y constitu-
ye el simplex de R4,, que representa en dicho espacio el caso más sencillo
de cuerpo regular. ¿Qué aspecto tiene éste? Hemos de llamar aquí la aten-
ción del lector acerca de la tremenda catástrofe que pesa sobre nuestro
pensamiento y sobre nuestra representación en cuanto a la configuración
del Universo y a sus posibilidades. El edificio de nuestra inteligencia,
resquebrajado en sus cimientos, se nos desploma sin remedio.
La tragedia comienza verdaderamente al tener que afirmar que todos
los cuerpos tetradimensionales no pueden ya estar limitados por planos,
42
Estos cuerpos juegan un importante papel, entre otros, como formas cristalinas en la
química y la mineralogía.
264 El prodigioso jardin de las matemáticas

sino por espacios. Meditemos, comparemos: en el plano, toda estructura,


esto es, todo cuerpo R2, está limitado por líneas; en el R3, o sea en nuestro
espacio ordinario, todo cuerpo está limitado por superficies, es decir, por
estructuras que posean ya una dimensión más que la recta. Y, por idéntica
razón, en el espacio R4, todo cuerpo ha de estar limitado y circundado por
cuerpos tridimensionales. Nuestra misma nomenclatura relativa a los cuer-
pos simples está ya ordenada por superficies planas, o caras; así decimos:
tetraedro = cuatro caras, hexaedro= seis caras, etc. Siguiendo este mismo
criterio los cuerpos tetradimensionales han de estar limitados por espacios
corpóreos, que forman lo que llamamos celdas. Así, el tetraedro del R4, -
cuya construcción dibujamos - es un cuerpo pentacelular, una estructura
que consta de 5 vértices, 10 aristas, 10 triángulos equiláteros y 5 tetraedros
laterales como envolvente límite. Asimismo, nuestro machucho cubo se
convierte, en R4 en una estructura octacelular que consta de 16 vértices, 32
aristas, 48 cuadrados y 8 cubos. Veamos, de una vez, cómo es un pentacé-
lula o un octacélula, pues de una manera u otra hay que dibujarlos. ¿O es
que, en último término, va a claudicar también la geometría descriptiva?...
Sí y no, según por donde quiera tomarse
Los horrores dela cuarta dimensión 265

Ante todo es preciso afirmar que nuestro espíritu, puramente tridimen-


sional, al igual que nuestros ojos, acomodados al espacio de tres dimensio-
nes, son completamente ciegos para captar lo tetradimensional, e incapaces,
por tanto, de reconocerlo.
En las fronteras del R3 el mundo parece como si estuviera amurallado.
Las mentes más selectas han fracasado, sencillamente, al tratar de imaginar
lo tetradimensional.
El «demoledor» Kant, el pensador más eminente de Alemania, atribu-
ye nuestra incapacidad de imaginar un espacio de más de tres dimensiones
a nuestra especial organización psíquica. Gauss, el gran matemático, consi-
dera las tres dimensiones del espacio como una característica específica del
alma. Helmholtz, el gigante del intelecto, reconoce francamente que «es
imposible toda representación del R4 de la misma manera que a un ciego de
nacimiento le sería imposible imaginar los colores por muy comprensible
que fuese la descripción que de ellos se le pudiera hacer».
No obstante, disponemos de figuras correspondientes a cuerpos tetra-
dimensionales. Procuraremos ver cómo se forman, basándonos en el ejem-
plo dado por la representación adjunta del pentacélula. Tomaremos un pun-
to exterior al tetraedro tridimensional y vamos a suponer que éste es un
punto perteneciente a la cuarta dimensión, es decir, determinado por la
cuarta coordenada. A partir de él tracemos las rectas de unión con los vérti-
ces del tetraedro tridimensional. Visto esto, podremos intentar algo análogo
para el cubo. Los resultados obtenidos se indican en las ilustraciones que
acompañamos.
Es natural que el lector no quede satisfecho de la contemplación de los
grabados. ¡A todos nos ocurre lo mismo!Aparte eso, semejantes «imáge-
nes» no podrán lograr de ningún modo tener el aspecto de cuerpos tetradi-
mensionales. Si nos detenemos a examinar la cuestión, llegaremos a caer en
el siguiente gracioso disparate: toda imagen plana, es decir, un dibujo, una
fotografía, es bidimensional; posee una dimensión menos que el cuerpo R,
representado. Así, al fotografiar una locomotora prescindimos de una sola
de sus dimensiones, esto es, de la profundidad. Mas al querer proceder de
parecida manera con un cuerpo tetradimensional, es decir, al representarlo
en el papel, le dejamos de golpe sin dos de sus dimensiones; o sea que
además de omitir como antes la profundidad, cometemos la más grave omi-
sión en cuanto a la extensión del cuerpo tetradimensional, es decir, la de su
cuarta dirección. Si a una locomotora, que es tridimensional, le quitamos
dos dimensiones, su imagen quedará reducida a una sola dimensión, esto
266 El prodigioso jardin de las matemáticas

es, a una recta. Así, pues, si me siento a la mesa en compañía de un amigo y


trazo sobre el papel una raya de, por ejemplo, 4 cm. de longitud, y le digo a
mi amigo: «¿Ves, tú? Así es el nuevo tipo de locomotora de los Ferrocarri-
les del Norte. Mi amigo, que me mirará a mí y al dibujo con aire de estupe-
facción, quedará probablemente tan bien informado respecto de la estructu-
ra de las nuevas locomotoras como quedamos nosotros a la vista de los ad-
juntos dibujos que pretenden representar objetos de la cuarta dimensión. El
caso no puede ser más desesperado, pues una raya trazada en el papel lo
mismo puede simbolizar un cuerpo cualquiera de tres dimensiones: lo mis-
mo un toro que una torre de iglesia; una locomotora que una suegra; un pe-
lotón de soldados en marcha que la cúspide de una montaña...
Así, ante los cuerpos tetradimensionales nos hallamos desarmados de
una manera absoluta, pues para su representación, por sencilla que fuese, de
poco habrían de servirnos ni el papel ni el lápiz. He aquí, por ejemplo, la
esfera tetradimensional, en absoluto verosímil desde un punto de vista ma-
temático. Se halla limitada por un espacio curvo de tres dimensiones, que
se define del más sencillo modo como lugar geométrico de todos aquellos
puntos de R4 equidistantes de un punto denominado centro. Entre nosotros,
en el R2, este lugar geométrico es naturalmente una superficie del mismo
modo que en el plano semejante equidistancia determina una circunferen-
cia, es decir, una línea. Pero en el R4 la totalidad de los puntos que equidis-
tan del centro ¡representan un espacio tridimensional!¡Esto resulta ya fan-
tástico!Pero sigamos adelante. El volumen de una esfera vulgar, tridimen-
sional, es, según se sabe, V = 4/3 · π · r3; el área de la superficie esférica
equivale a S = 4 · π · r2. Pues bien, en la esfera tetradimensional el volumen
se expresa por esta ecuación V = ½ · π2 · r4, y el área por S= 2 π2 r3. Y dando
diente con diente vamos a enfrentarnos con una nueva aparición espectral;
nada menos que uno de los tres números «fatídicos», el número famoso de
Ludolf, que nos ha seguido, por cierto, al reino de los tetradimensionales.
Pero este número, que lo mismo en el plano que en nuestro espacio tridi-
mensional y en el de dos dimensiones se ha mantenido consecuente conser-
vando su valor trascendente, de π igual a 3,141593..., se nos presenta aquí
convertido en su propio cuadrado; en la cuarta dimensión se nos ha multi-
plicado por sí mismo, y ahora equivale a 9,869604...
Una aullante jauría de diablillos matemáticos cae sobre nosotros y nu-
bla nuestra vista en todas direcciones. Como se deduce después de la más
simple reflexión, en el espacio R4 un cuerpo tridimensional y una recta se
cortan en un punto, en lugar de dar por intersección una recta como sucede
Los horrores dela cuarta dimensión 267

en nuestro espacio R3. Y dos planos, que en nuestro mundo se cortan asi-
mismo según una recta, tendrán, en cambio, por intersección en el R4 tam-
bién un punto. ¡En el R4 la intersección de un plano con un cuerpo tridi-
mensional da solamente una recta!Así, pues, ha de resultar tarea en extremo
difícil la de cortar rebanadas de pan en el espacio R4, pues el cuchillo apli-
cado al pan que queremos cortar no rebanará nada..., ¡produce solamente un
conjunto ordenado de puntos, una recta !
¡Un verdadero infierno suelto! Pero queda todavía por decir lo inima-
ginable. Si queremos comprenderlo en cierto modo, habremos de retroceder
antes hasta nuestros seres bidimensionales. Sabemos de sobra que en el R2
son del todo imposibles determinados procesos que entre nosotros, en R3,,
constituyen fenómenos vulgares y corrientes. Recurramos de nuevo a nues-
tro modelo de plano bidimensional, que, bien mirado, no es más que un
espacio completamente aplanado. Superpongamos dos placas de vidrio de
tal modo que en ningún punto disten entre sí más de 2 mm.

Esta aproximación al R2,, representada por el intersticio que separa las


dos placas, basta para nuestro objeto. En nuestro R2 así dispuesto introdu-
cimos un par de cartabones simétricos entre sí, es decir, equivalentes en
todos los aspectos, formados por ángulos y lados iguales dos a dos, dispo-
niéndolos de manera que queden «mirándose». Así las cosas, los imagina-
268 El prodigioso jardin de las matemáticas

rios habitantes de R2, no podrán nunca superponer las escuadras por la sen-
cilla razón de que son «lateralmente invertidas», del mismo modo que lo
son entre nosotros, por ejemplo, un guante de la mano derecha y uno de la
izquierda. Los habitantes de R2, podrán hacer girar y deslizar escuadras sin
que abandonen el plano, pero nunca podrán superponerlas de forma que
coincidan exactamente.
Resulta, pues, que una de las más importantes pruebas de identidad, la
congruencia (que quiere decir la posibilidad de superposición), es imposi-
ble en el R2. Según parece, los habitantes de R2, pueden reconocer solamen-
te determinados triángulos como «superponibles». Pero la cosa cambia de
súbito tan pronto como retiremos la placa de vidrio superior, con lo cual
penetramos en nuestro R3,, y levantando ahora sencillamente los triángulos
podemos superponerlos de forma que coincidan exactamente. Todo esto es
natural y evidente, ¿no es cierto?
No obstante, si lo que aquí hemos hallado lo «elevamos» a los R3, y
R4, sentiremos correr un escalofrío por nuestra espalda; es decir, si
establecemos paralelos con lo hallado en las dimensiones inferiores. En
nuestro mundo hay también cuerpos que pudiendo ser considerados como
exactamente iguales no son «superponibles»; tal es el caso citado de los
guantes, botas y otros. Pero es natural que si trasladásemos al R4 estos
objetos, una vez allí podrían ser manejados de tal modo que se
correspondieran inmediatamente en todos sentidos y en todos sus puntos.
Esto es inconcebible. En efecto: sobre la mesa tenemos un par de guantes
nuevos; un experimentador habitante del R4 toma uno de ellos. El guante
desaparece en seguida de nuestra vista de modo absolutamente
inexplicable, pues el manipulador se halla en el R4, del cual no
columbramos nada. Dos segundos más tarde, el guante vuelve a caer sobre
nuestra mesa, y... sin que haya habido la más mínima alteración en su
estructura, resulta que los dos guantes son ahora enteramente iguales entre
sí, es decir, que tenemos delante dos guantes de una misma mano, ambos
de la derecha o ambos de la izquierda. Con igual facilidad, el hombre del
R4, que tuviera absoluto dominio sobre nosotros, podría en una fracción de
segundo convertir de nuevo los dos guantes en un par corriente; y así
sucesivamente mientras le pluguiera divertirse viendo el gran susto que
indudablemente habría de producirnos el inexplicable prodigio. La serie de
conclusiones que podrían deducirse de semejante hipótesis son en verdad
desoladoras. Un hombre conducido durante sólo un breve instante al R4
podría, por una sencilla torsión, regresar tan «alterado» que a partir de ese
instante su corazón latiría del lado derecho; y además sus manos y sus pies
Los horrores dela cuarta dimensión 269

nos y sus pies no se distinguirían ya en derechos e izquierdos, sino que se-


rían idénticos. Los fabricantes de guantería y de calzado de R4 no necesita-
rían producir más que guantes de una sola mano y zapatos de un solo pie,
pues sobre ambos pies o manos sentarían bien, de igual manera que un
sombrero se ajusta a nuestra cabeza, salvo únicamente la variación de me-
didas, pero con eliminación del problema de derecha o izquierda... Los oí-
dos empiezan a silbarnos. Pero ¡lo último, lo más terrible, queda todavía
por decir !
Para ello será preciso que volvamos de nuevo a nuestros hombres bi-
dimensionales. Supongamos - para facilitar la realización del experimento-
que su mundo plano está formado ahora de papel secante. Sigamos supo-
niendo que en su mundo de papel secante poseen esos hombres un tesoro
importante, que habrán de proteger, naturalmente, contra posibles ataques
de los salteadores bidimensionales, catástrofes, etc. Simbolizamos semejan-
te tesoro por un punto marcado con lápiz tinta sobre la superficie del papel
secante. Admitamos que el agua, que sería ávidamente absorbida por el
papel secante y que borraría el punto trazado con el lápiz tinta si llegase a
alcanzarlo, representa los ladrones. ¿Cómo proteger el tesoro contra el asal-
to del agua que avanza por el papel secante? Muy sencillamente: trazando
alrededor del punto un anillo de grasa. Si en estas condiciones avanzase el
agua, ésta no podría atravesar la barrera de aceite o de grasa, y la huella de
tinta quedaría bien a salvo. Con lo cual se demuestra que los bidimensiona-
les han logrado en su plano aislar un cuerpo R2 de modo enteramente inac-
cesible, por haber trazado en torno del mismo una figura perfectamente ce-
rrada. Un punto, el centro, por ejemplo, de una circunferencia, o de un cua-
drado, queda totalmente aislado por la línea trazada en derredor; y si ésta
resulta perfectamente infranqueable el punto será inaccesible. Pero he aquí
que se nos ocurre de nuevo jugar a seres superiores, y con un cuentagotas
alcanzamos desde arriba, desde el R2,, el tesoro simbolizado por el punto
de lápiz tinta. En el mismo instante de ser tocado por la gota de agua, se
desvanece el tesoro, ¡y lo habremos alcanzado y destruido sin haber ni si-
quiera tocado la muralla protectora!¿Por qué? ¿Cómo ha podido ocurrir
eso? Pues por la sencilla razón de que al mundo R2 (en el cual había conse-
guido cercar el tesoro de manera que no pudiese ser alcanzado dentro de las
posibilidades y juego de dimensiones propias del mundo), lo hemos ataca-
do desde el R3,. Para expresarnos de distinto modo: las estructuras amura-
lladas de R2,, es decir, círculos, elipses, rectángulos, triángulos, etc., resul-
tan abiertos en la dirección de R3, y, siguiendo esta dirección, ha sido posi-
270 El prodigioso jardin de las matemáticas

ble penetrar en un territorio cerrado, sin necesidad de atacar las murallas


que lo limitan.

Las conclusiones que sacamos de aquí por lo que afecta al vulgar R3


son desoladoras. ¡Los últimos restos de nuestra herencia intelectual, que
creíamos tan bien asegurada, se vienen abajo!¡Todo aquello que podíamos
suponer inconmovible yace en ruinas, pues con lo dicho no será necesario
demostrar que todos los cuerpos herméticamente protegidos desde nuestro
punto de vista del R,, se hallan completamente a descubierto en la direc-
ción del R4! Y el siniestro experimentador de la cuarta dimensión podría
«forzara nuestros «cofres» y nuestras cámaras acorazadas por muy herméti-
camente cerradas que estuvieran, y esto sin necesidad de destruir las pare-
des y ni siquiera tocarlas; le bastaría hacer lo que hemos hecho nosotros
con el tesoro de los hombres bidimensionales que, a pesar de estar encerra-
do en su hermético anillo de grasa, no pudo resistir el ataque del cuentago-
tas procedente del R3,.
Esta afirmación es aplicable al fin de todas las cosas materiales. Inten-
temos pintar el cuadro de un caso de esta destrucción total: en el espacio
R3, un vaso de agua retiene con perfecta seguridad su contenido, a menos
que se nos vierta. Si llevásemos el vaso al espacio R4,... en el mismo instan-
Los horrores dela cuarta dimensión 271

te de llegar a él veríamos que el agua fluiría del vaso como si hubiésemos


arrancado el fondo de éste. Y hasta en el caso de que llenásemos de agua
una esfera de acero y cerrásemos el agujero de entrada con soldadura autó-
gena, al llevarla al R4 fluiría también el agua, sin contención posible y sin
que pudiésemos descubrir ni el más leve resquicio en la intacta pared de
acero; y es forzoso que ocurra tal como decimos, porque la esfera - que es,
por decirlo así, el cuerpo más cerrado que podamos imaginar- está también
abierta en lo que afecta a la cuarta dimensión... Y por esta razón, un habi-
tante del R4 podría leer sin dificultad en uno de nuestros libros cuyas pági-
nas estuvieran pegadas unas a otras.
Pero a quien le iría peor en el R4 es a cualquiera de nosotros mismos.
Nuestro cuerpo es también rigurosamente tridimensional, y si bien está, por
lo tanto, eficazmente resguardado por lo que se refiere al R3, está, por el
contrario, abierto por entero para el R4 y demás espacios superiores. El
hombre del R4, podría llevar a cabo, tanto en nuestros miembros como en
todos nuestros órganos, operaciones quirúrgicas fabulosas. Para nosotros
sería un cirujano incomparable, puesto que podría intervenir en todos nues-
tros aparatos funcionales, que aparecen ante él completamente al descubier-
to, sin velos, y operar sin necesidad de tocar siquiera la piel que recubre
nuestro cuerpo.
Supongamos que por descuido hemos tragado un alfiler. La conse-
cuencia puede ser una grave herida interna y aun la muerte. Es cierto que
nuestros médicos pueden también mucho: con auxilio de los rayos Roent-
gen se determina primeramente la posición del alfiler; pero luego, para lle-
gar al cuerpo perjudicial y extraerlo, es preciso abrir cruelmente con el bis-
turí un camino a través de nuestro cuerpo. Pero si pudiéramos ir a consultar
con nuestro hombre del R4, que puede hacer con nosotros lo que se le anto-
je, cogería con una dulce sonrisa la aguja: al primer vistazo la habría des-
cubierto en nuestro cuerpo, del mismo modo que se descubre una pulga
sobre un papel blanco, y la extraería en seguida sin causarnos la más insig-
nificante herida ni el más ligero sufrimiento. En cambio, tendríamos que
guardarnos con la mayor precaución, como de la peste, de exponernos al
menor contacto con el espacio tetradimensional; pues, en cuanto un dedo de
nuestra mano penetrara en él, se habría acabado todo. En ese mismo instan-
te se abrirían todos nuestros vasos: la sangre fluiría, de repente, en la cuarta
dirección, que, está «abierta», y nos desangraríamos sin haber recibido la
más leve herida. Y si penetrásemos del todo en ese cuarto espacio, al ins-
tante moriríamos...
272 El prodigioso jardin de las matemáticas

Del mismo modo que en el R3, no es representable ni posible ninguna


estructura bidimensional (43), tampoco nosotros, seres del R3, podríamos
tener existencia en el R4 o en otro espacio superior.
Y hasta es discutible si en el espacio R4 puede subsistir la materia co-
mo tal, en la forma que nos es conocida. Recurramos otra vez a las ense-
ñanzas que nos depara el R2. En la superficie plana, o en nuestro R3,, hay
algunas estructuras que mantienen firme el mutuo apoyo de sus componen-
tes, cuando están privadas de movimiento en determinadas direcciones. Se
comprende, por ejemplo, que si en una de nuestras representaciones
aproximadas del R2j o sea en el delgadísimo espacio comprendido entre dos
placas de vidrio, disponemos una cadena cuyos eslabones sean trozos de
alambre uniformemente curvados, pero todos ellos abiertos en parte, esta
cadena opondrá de seguro resistencia a cualquier intento de tracción, a con-
dición de que permanezca en dicho espacio. Pero si, esta misma cadena la
suspendemos libremente en el aire, se deshará en el acto en eslabones suel-
tos, a causa de que éstos ya no están retenidos ni apoyados uno en otro, en
el sentido de la tercera dirección del R3, (esto es, hacia arriba y hacia aba-
jo). Algo semejante ocurre con los conocidos juguetes llamados «rompeca-
bezas». Las piezas sueltas de cartón, que están convenientemente recorta-
das, ajustan bien unas a otras en tanto se mantienen colocadas sobre un pla-
no; pero si se las deja suspendidas libremente en el espacio, la combinación
se deshace inmediatamente, como es natural. De aquí pueden sacarse obli-
gadas conclusiones acerca de lo que ocurriría si determinadas combinacio-
nes corpóreas, que se mantienen muy sólidamente ligadas en el espacio R3,
se llevaran al R4. Así, dos anillas que en el espacio R3, estuvieran tan sóli-
damente enlazadas que para separarlas fuese necesario destruir una de ellas,
podrían separarse sin el menor trabajo al estar situadas en el espacio R4. Y
si en el R4 no puede subsistir ninguna cadena, por descomponerse en sus
eslabones, habría de ocurrir lo propio con los hilados y los tejidos, que si

43
Una sugestiva ilustración acerca de esto, y aun no del todo convincente, nos la pro-
porciona la única estructura bidimensional, aproximadamente exacta, posible en nuestro R3
esto es, la imagen proyectada. Si colocamos una película o una diapositiva en la cámara de
proyección, damos luz y proyectamos las imágenes en el espacio vacío, nada percibiremos
de momento. Es necesario que interpongamos en el cono de luz un plano corpóreo, una pan-
talla, para que surja la imagen clara y nítida. Pero tan pronto como diéramos a ésta la posibi-
lidad de adquirir corporeidad dotándola de profundidad, cosa que. podría realizarse proyec-
tándola, por ejemplo, sobre una cuba de vidrio con un líquido algo turbio (leche muy agua-
da), la imagen se desvanecería, corriéndose y haciéndose indistinta.
Los horrores dela cuarta dimensión 273

bien en el espacio tridimensional resisten con firmeza en virtud de la tor-


sión y el ligamento de trama y urdimbre, deberían ceder inmediatamente en
el R4. Tampoco habría de ser distinto lo que ocurriese en estas condiciones
al complejo de nuestro cuerpo. Y hasta un trozo del más tenaz acero habría
de sufrir notable alteración en R4, pues las partículas elementales de esta
masa metálica quedarían en libertad por la pérdida total de cohesión. Si
alguna vez se hiciera sentir sobre nosotros la siniestra influencia del R4 o de
cualquier otro espacio superior, habría llegado el fin de todas las cosas, la,
total disolución de todo lo existente. En tal caso, el R4 habría de significar
para nosotros algo así como una especie de Juicio Final... Solvet saeclium
in fanilla. El mundo se resolverá en cenizas, dice el canto litúrgico. Para
realizarlo en un instante, el Omnipotente no necesitaría más que trasladar-
nos al R4...
Entre los escombros a que quedó reducida toda nuestra concepción del
Universo, al aceptar el R4, subsisten todavía en pie dos trozos de muro que
es menester triturar por comppleto, con el fin de poder barrer más fácilmen-
te el polvo y los cascotes. Volvamos por última vez a considerar nuestros
seres planos. Pero en esta ocasión no vamos a admitir su convencional
mundo de papel, al objeto de permitirnos una ligera “bromita”. Con una
aguja que suponemos candente, al rojo blanco, daremos un pinchazo en este
mundo R2,. Como es natural, sus habitantes advertirán en seguida la luz y el
calor. Verán también de dónde emana el fenómeno. Pero ¿cómo? En efecto,
según ya sabemos, no les es posible penetrar con su vista en R3,, y solamen-
te pueden ver lo que pasa en R2. Así, pues, del cilindro de hierro, represen-
tado geométricamente por nuestra aguja candente, no ven más que un círcu-
lo y precisamente aquel en que el plano de R2, corta al cilindro de acero. En
rigor ni siquiera ven el círculo mismo, sino sólo una recta, un trazo, puesto
que han de contemplar dicho círculo en una dirección rasante a su plano.
Pero como quiera que este trazo visto desde cualquier punto presenta un
mismo diámetro, pueden sacar con facilidad la consecuencia de que ha de
tratarse, necesariamente, de un círculo, y los hombres de R2, exclaman, po-
seídos de júbilo « ¡Nos ha salido un círculo que nos emite luz y calor!»
Y también a nosotros, habitantes del R3, nos pasa lo mismo que a ellos,
al pretender mirar hacia el R4, esto es, en dirección a la cuarta dimensión
del espacio. Si nuestro experimentador R4, en su papel de superhombre,
toma un gigantesco cuerpo R4 radiante y lo dirige de manera tal que una
parte del mismo ilumine dentro de nuestro R3,, sucederá que, de análogo
modo que la intersección de R2, con un cilindro era un círculo, la intersec-
274 El prodigioso jardin de las matemáticas

ción del cuerpo tetradimensional al cortar nuestro espacio resultaría ser una
esfera.
Y haciendo lo mismo que hicieron los hombres R2 al comprobar con
júbilo la aparición de la luz en su espacio, exclamaríamos entonces: « ¡Con
qué esplendor irradia hoy la esfera del Sol su calor y su luz sobre noso-
tros!»
Nadie nos obliga, ni la ciencia lo exige, que consideremos el Sol y
otros astros como cuerpos de intersección de estructuras tetradimensionales
que penetran en nuestro espacio. Nos contentamos admitiendo simplemen-
te, y sin tropezar por ello con ninguna dificultad de concepción ni de ima-
ginación, que el Sol, la Luna y las estrellas son cuerpos esféricos de tres
dimensiones.
Lo más desconcertante está, sin embargo, en que si alguien quisiera
concebir los astros como fenómenos secundarios promovidos por estructu-
ras tetradimensionales, carecemos hasta del mínimo indicio de prueba que
nos permitiese afirmar: « ¡Eso es absolutamente imposible!» « ¡No puede
ser así!» De modo que los últimos restos de la ruina de nuestro conocimien-
to, los que creíamos todavía firmes como rocas, no son tampoco en realidad
más que polvo: un montón de escombros inútiles.
Epilogo 275

EPILOGO

Hemos llegado al fin; y en rigor no nos queda más que un indecible


horror, un espanto indescriptible. Como a través de la rendija -de un telón,
nuestra mirada espiritual ha podido posarse, sólo de paso, en el arsenal y
taller de Dios Omnipotente. La más fría y objetiva de las ciencias nos ha
permitido vislumbrar por unos momentos lo que está sobre todo vedado a
los ojos humanos.
Mas, ante tal visión, nos sentimos presa de la helada fiebre del terror y
sobrecogidos de angustia y desesperación; y es bien comprensible que, una
vez más, el lector se pregunte: «Pero ¿es todo ello verdaderamente tan es-
pantoso? ¿O se trata solamente de una desatinada fantasmagoría geométri-
ca; de la caricaturización, desmesuradamente aguzada y forzada, de una
ciencia? ¿No será realmente que el vuelo de la fantasía en torno del R4 nos
haya conducido a la enajenación mental? ¿Quién puede protegernos contra
la irrupción, siempre posible, de la cuarta dimensión?»
Estas preguntas pueden ser contestadas de diversa manera. Comence-
mos por la última: únicamente la Providencia, que nos instaló en el R3, que
nos creó y que formó en sus más mínimos detalles nuestro mundo tridimen-
sional, podrá protegernos también frente a todas las otras posibilidades.
Así, pues, el R4 nos cierra todas las salidas menos la que conduce a Dios...
por su omnipotencia. ¡Inmensa enseñanza que hemos podido lograr de
nuestra excursión !
Queda sin resolver el problema que nos plantea la existencia de ese
mundo de la cuarta dimensión, de ese mundo R4,. Podríamos buscar la so-
lución en el espacio universal, en el reino de la Astronomía o, por mejor
decir, de la Astrofísica, porque a fin de cuentas todo irá a parar a la cuestión
del modo de ser de nuestro espacio universal. Pero aquí nos espera otra
sorpresa. Por mucho que difieran las opiniones y por muy discutido que sea
todavía el alcance de la cuestión, hay una cosa innegable, y es que resulta
más verosímil la hipótesis de que a nuestro alrededor se extiende una di-
mensión mayor que el R3,, en la cual nos hallaríamos «alojados», que la
suposicion de que estamos dentro de un espacio infinito, extendido en línea
276 El prodigioso jardin de las matemáticas

recta, euclidiano, es decir, un espacio tal como nos lo imaginamos de ordi-


nario.
Con toda brevedad vamos a exponer el orden de ideas que nos ha con-
ducido a este curioso resultado; si optamos por representarnos el espacio
universal como infinito y tridimensional, caemos en contradicciones irre-
conciliables, que en definitiva podrían concretarse en el cómico enunciado
siguiente: Si la cosa fuese tal como suponemos que es, no podría entonces
ser tal como es realmente.
Por atónitos y defraudados que nos deje ese «sofístico» juego de pala-
bras y frases, hemos de comprender que es la única conclusión a la que po-
demos llegar dentro de la citada hipótesis del espacio infinito de tres di-
mensiones. Efectivamente: en primer lugar, la aceptación de un Universo
infinito, del que puede decirse que en cierto modo está densamente poblado
por astros que emiten rayos lumínicos, está en flagrante contradicción con
el fenómeno de la falta de luz al que llamamos noche y que sería inconce-
bible en medio de una verdadera infinidad de estrellas. Si fuese infinito y
rectilíneo, toda la extensión visible del firmamento debería estar ocupada,
sin la menor interrupción, por sucesivas filas de esos grupos tan brillantes y
centelleantes, tan luminosos y radiantes; de modo que, por contraste, la Lu-
na y los planetas se destacarían como discos obscuros en un cielo inundado
de luz. Por otra parte resultaría inimaginable la acción de la gravedad, pues
la infinidad de masas repartidas por todo el infinito debería anular, ipso
facto, la atracción de la Tierra, la del Sol, etc. De suerte que el conjunto de
nuestro sistema solar no podría subsistir ni un instante como tal, por falta
del nexo común: la mutua atracción de las masas. Y si, mudando de crite-
rio, nos decidimos a aceptar sólo un número finito de cuerpos celestes, en-
cerrados en una esfera de radio finito, caemos, como por desquite, en la
difícil y poco satisfactoria concepción de un mundo condensado en un de-
terminado espacio más allá del cual no existe nada.
Esto es lo que se trata de evitar aceptando la curvatura del espacio. En
esta última hipótesis, el espacio deja ya de ser infinito y vuelve sobre sí
mismo como una curva cerrada. Esto es evidentemente difícil de concebir,
pero sirve de puente para poder salvar, entre otras, las dificultades que
hemos enumerado. La consecuencia inmediata de toda curvatura del espa-
cio es la hipótesis que admite la existencia de una dimensión más elevada.
Comprendiendo que una chapa curvada no puede ser colocada de plano en
una carpeta plegable, se comprende que tampoco el R3, curvado cabrá en el
Epilogo 277

R3 plano, y que por lo tanto habrá de hallarse «contenido» por lo menos en


un R4, o en un R5 o incluso en un R6.
Sigue todavía la encarnizada y estrepitosa lucha de opiniones en torno
al problema que hemos esbozado. Existen como una docena de teorías dife-
rentes sobre el espacio universal y entre ellas figuran algunas que acentúan,
y no poco, los tonos sombríos con que hemos tratado de pintar aquí la cuar-
ta dimensión. Así, por ejemplo, se atribuye al espacio curvo elíptico el pro-
digio de la inversión lateral; en él se realizaría, pues, lo mismo exactamente
que ocurre en la conocida cinta de Moebius. Por otra parte, existen también
los llamados mundos del «espacio-tiempo», en los cuales están a la orden
del día las más disparatadas imposibilidades. Existen mundos en los que el
espacio se revuelve sobre sí mismo y en los que, por consiguiente, cada uno
puede ver su propio occipucio. Pero más francamente aterradora es aún la
«curvatura del tiempo», esto es, la posibilidad de que el tiempo, curvándo-
se, vuelva sobre sí mismo, pues en un mundo de tal manera organizado, el
tiempo volvería a pasar siempre por los mismos «puntos»; todo lo sucedido
se repetiría de nuevo, aunque para la repetición de una ocurrencia hubiera
de pasar un intervalo de tiempo inimaginablemente largo, un tiempo que
pudiera contarse por trillones y cuatrillones de años. En el caso de ser ad-
misible un Universo organizado así, Sócrates volvería a enseñar en el ágora
de Atenas, César volvería a morir asesinado por Bruto, y América volvería
a ser descubierta, con la particularidad de que esto no habría de repetirse
una sola vez, sino cien, mil, infinitas veces. La inmediata consecuencia de
ello es que todo lo que suceda habría de ocurrir forzosamente, por estar
determinado ya así desde el origen. Y si se confiere al tiempo la cualidad de
dimensión, todos nuestros conceptos se vendrán al suelo, irremisiblemente,
tan pronto como intentemos hacer experimentos sobre esta base, aunque no
sea más que con el pensamiento.
Pero ¿es que todo esto ha de ser meditado de veras y creído? Eso es,
por decirlo así, cuestión de gusto. Ninguna de esas teorías se halla en fla-
grante contradicción con ninguna de las posibilidades matemáticas; a nin-
guna de ellas podría acusarse de no estar de acuerdo con los hechos obser
vables. En cambio, es también cierto que ninguna de dichas teorías es de-
mostrable, al menos en el sentido que permitiera declarar concretamente:
«Así es, y no de otra manera.» En vista de estos hechos y de estas posibili-
dades, no nos queda otro remedio que resignarnos en silencio y contempo-
rizar. El consecuente desarrollo de los conceptos ya admitidos y sobrada-
mente demostrados ha devastado todos nuestros caudales de imaginación y
278 El prodigioso jardin de las matemáticas

de representación. En cierto modo nuestras propias concepciones se han


precipitado sobre nosotros y nos han atropellado y vencido.

Y así, para terminar, no me queda más que reproducir las elevadas es-
trofas de Schiller, inspiradas en la imposibilidad de reconocer siquiera la
inmensidad del espacio recto, euclidiano, que a nosotros ha llegado a pare-
cernos tan «simple».

¡Abate ya tus alas,


pensamiento de águila!¡Fantasía, audaz velera,
echa aquí el ancla del desaliento !

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