Esta entrevista pertenece al período «mejicano» de Buñuel, a una época en
la que, para todos, no era todavía más que el autor de tres films: Un Chien andalou (Un perro andaluz), L'Age d'Or y Tierra sin pan; sería también durante diez años la única que apareció en Cahiers. Muy poco estimada, la obra de Buñuel quedó oculta durante mucho tiempo por la corriente hitchcock-hawksiana y sus consecuencias; los partidarios de un cine de la «transparencias» la rechazaban en bloque por considerarla como una inflación de simbolismo, y algunos films como Los Olvidados o, posteriormente, los films franceses de Buñuel, les parecían demasiado desprovistos de ambigüedad. Es cierto que el trabajo de Buñuel, que pudo pasar de un sistema de producción a otro, de un sistema narrativo a otro, adaptándose, aparentemente, a las normas que utilizaba sin cambiar nada, es precisamente de los que es difícil recuperar en un sistema crítico en el que cada film no es sino la actualización de una Idea que existe con anterioridad a él y que lo excede. Hemos conocido a Luis Buñuel, con el que hemos mantenido correspondencia desde hace mucho tiempo, en el último festival de Cannes. Durante esta manifestación, algunos periódicos locales se obstinaban diariamente en hablar de su «máscara cruel» y repetían sin cesar que su palabra favorita era el adjetivo «feroz». Nada más lejos de la verdad. Sólido, ligeramente encorvado, Buñuel tiene algo de toro que de golpe se encuentra deslumbrado por la luz de la plaza. Su ligera sordera contribuye a crear la impresión de inquieta soledad que da su persona; pero la barrera a franquear para encontrar al hombre es muy ligera: suave, tranquilo, tierno, reservado, incapaz constitutivamente de la menor concesión, de la menor hipocresía. Por lo demás, la entrevista que sigue es su mejor retrato. Dos cosas lo definen bien, en la medida en que se puede definir a este español secreto, feroz y púdico: su mirada luminosa de entomólogo y la fórmula que en algún lugar de esta entrevista dice a propósito de Robinson y de Viernes: «Se encuentran orgullosos como los hombres». André Bazin.—Querido Luis Buñuel, los lectores franceses que le han perdido de vista después de L'Age d'Or y Tierra sin pan se han visto sorprendidos al tropezarse con usted en 1951 en un film mejicano. Y les gustaría que usted quisiera contarles brevemente su vida profesional después de los años 30. Luis Buñuel.—En 1930, después de L'Age d'Or, fui a Hollywood. Había sido contratado por la Metro Goldwvn Mayer. A. B.—¿A causa de L'Age d'Or? L. B.—Sí, a causa de L'Age d'Or. La Metro había visto el film en París y en seguida contrató a la artista femenina del film, Lia Lys. Después, ella me propuso que fuera a Hollywood con un contrato, pero lo rechacé. En el fondo no me interesaba nada hacer films en esas condiciones. En París, era libre de hacer el cine que quería, con amigos que me facilitaban el dinero. Entonces me contrataron como «observador» para que estuviera allí durante seis meses «observando» cómo hacían los films, desde el guión hasta el montaje. Allí encontré a Claude Autant-Lara...: ¿Puedo decir todo lo que pienso? A. B.—Por supuesto, estamos aquí para eso. L. B.— ¡Esto es la escritura automática! '... Entonces, allí me encontré con Autant-Lara, que había sido contratado para las versiones francesas. El primer día, el supervisor miró mi contrato y me dijo: «Es curioso este contrato, pero en fin..., ¿por dónde quiere usted empezar: el estudio, el guión, el montaje?» Escogí el estudio. Entonces me dijo: «En el Stage 24 está trabajando Greta Garbo. ¿Quiere ir allí como observador durante un mes?...» Fui, entré en el plató y vi a Greta Garbo, a quien estaban maquillando. Ella me miró con el rabillo del ojo, preguntándose quién sería ese extraño, después dijo algo en una lengua incomprensible (era inglés) —en esa época yo sólo sabía decir: good morning— e hizo un gesto a un tipo que me echó. A partir de ese día, únicamente iba a que me pagaran todos los sábados al mediodía y nadie se ocupó más de mí. Al cabo de tres meses de estar así, volví a encontrarme con el supervisor, que me preguntó si quería ir a ver los ensayos de Lili Damita —¿se acuerdan de Lili Damita?—. Me dijo: «¿Usted es español?» Respondí: «Sí, pero estoy aquí como francés, puesto que me contrataron en París.» De todas formas —respondió el supervisor—, Mr. Thalberg ha dicho que usted vaya a ver un film español de Lili Damita.» Respondí: «Dígale a Mr. Thalberg (era el jefe de la Metro)»... ¿puedo decir la palabra que dije? Jacques Doniol-Valcroze.—Naturalmente. L. B.—Le dije que no tenía tiempo que perder para entretenerme con putas. Entonces se acabó todo. Un mes después se rescindió mi contrato —me quedaban todavía dos meses. Volví a Francia y me pagaron el viaje de vuelta y un mes en lugar de los dos. Eso es todo lo que hice en Hollywood. A. B.—¿Se encontraba en Francia a comienzos de 1931? L. B.—Sí, exactamente en abril del 31. En el momento de la proclamación de la República Española. Me quedé en París dos días y después conseguí dinero para tomar un taxi desde París a Madrid. Tomé un taxi en París, y otro en Irún hasta Madrid... Después volví a París. Había leído algo de Maurice Legendre, que se había convertido en director del Instituto Francés de Madrid, que trataba de la vida de ciertos grupos humanos retrasados. Era una tesis doctoral de 1.200 páginas, un estudio muy completo y minucioso de ese tipo de vida... El libro me había impresionado y pensé hacer con él un film. Tenía un amigo llamado Acin, un obrero español, que me había dicho: «si un día gano a la lotería, te financiaré tu film». Tres meses después, ganó a la lotería. Pero era anarquista y sus camaradas anarquistas pretendían que debía repartir el dinero. Por último se mantuvo firme y me dio 20.000 pesetas. No era el oro del Perú, pero nos pagó el viaje a Pierre Unik, Elie Lotar y a mí. Pierre Unik, por otra parte, estaba pagado por la revista Vogue, en la que publicó un reportaje muy interesante que apareció en tres números. A. B.—No sé por qué, pero tenía entendido que originalmente Tierra sin pan fue un film encargado por el gobierno español, con fines sociales y educativos. L. B.—En absoluto. Muy al contrario. Fue prohibido por la República española como deshonroso para España y denigrante para los españoles. Los círculos oficiales estaban furiosos y pidieron a las embajadas que el film no fuera exhibido en el extranjero, porque era injurioso para España. Así que no fue proyectado en Francia más que en 1937, en plena guerra de España. A. B.—¿De quién es el comentario? L. B.—De Pierre Unik. Lo hicimos juntos. A. B.—¿Quién tuvo la idea de la música? L. B.—Fue mía, tenía ideas especiales sobre la música en el cine. D. V.—¿Grémillon no intervino algo? L. B.—No, sólo conocí a Grémillon cuatro años después, en España, adonde le hice ir como director. Entonces yo era productor. Fue allí por muy poco dinero, únicamente porque le gustaba España. A. B.—Ciertas escenas han sido cortadas por la censura. La riña de gallos, sobre todo. L. B.—Sí. Cuando el film se estrenó en Francia, en el 37, creo que fue, hubo grandes protestas en los periódicos de Saboya, diciendo que el turismo de Grenoble estaba amenazado porque el comentario señalaba al principio del film que había ciertos lugares, en Europa, en Checoslovaquia, en la Saboya francesa y en España, en los que unos grupos humanos permanecían muy atrasados respecto de la civilización... Entonces Saboya protestó enérgicamente... Fue la señora Picabia quien me contó que en Saboya existe un lugar como Las Hurdes, enterrado en la nieve durante seis meses, en el que el pan es casi desconocido y la consanguinidad casi total. A. B.—¿Cuál es la relación, en su opinión, de un film como Tierra sin pan con su obra anterior? ¿Cómo ve usted la relación entre el surrealismo y las normas permanentes del documental? L. B.—Veo una gran relación. Hice Tierra sin pan porque tenía una visión surrealista, y porque me interesaba el problema del hombre. Yo veía la realidad de otra forma a como la había visto sin el surrealismo. Estaba seguro de esto, y Pierre Unik también. A. B.—Usted acaba de decir que fue productor en España en 1934. ¿Permaneció usted en España después de Tierra sin pan para trabajar en el cine? L. B.—Después de Tierra sin pan trabajé en París. No quería hacer más films. Tenía medios materiales de vida, gracias a mi familia, pero me daba un poco de vergüenza no hacer nada. Entonces trabajé en la Paramount en París durante dos años, en el doblaje, y después fui enviado a España por la Warner Bros para dirigir sus coproducciones. Allí, además, todavía hice doblaje. Después encontré un amigo, Urgoiti, con el que empecé a hacer films como productor. Hice cuatro sin ningún interés, cuyos títulos he olvidado. Después vino la guerra de España. Creí que el mundo se había acabado, que era necesario pensar en otra cosa mejor que en hacer películas, me puse al servicio del Gobierno Republicano en París, que me envió en el año 38 a Hollywood en «misión diplomática», para supervisar, como «technical adviser», dos films que se debían rodar sobre la República española. Allí me sorprendió el fin de la guerra y me encontré en América completamente abandonado y sin trabajo. Gracias a Miss Iris Barry conseguí un empleo en el Museum of Modern Art. Pensaba que podría hacer grandes cosas, pero al final resultó que era un trabajo burocrático. Tenía quince o veinte empleados. Me ocupaba de las versiones de América latina. Estuve cuatro años. En 1942, me vi obligado a presentar mi dimisión, porque era el autor de L'Age d'Or. Miss Iris Barry aceptó mi dimisión con lágrimas en los ojos. Fue el día de Mers el-Kebir; la atmósfera era dramática. Los periodistas vinieron a verme, pero me negué a toda entrevista; pensaba que en ese momento no era en absoluto importante que el señor Buñuel estuviera dentro o fuera del Museo. Me encontraba muy triste, sin dinero, y aguanté como pude los días siguientes, más bien mal que bien. Después el Cuerpo de Ingenieros americano me contrató como locutor para los films del ejército. Hablé con «mi bella voz» en quince o veinte films, sobre todo tipo de soldaduras, sobre explosivos, sobre partes de un avión; en resumen, para los films técnicos que se hacían en aquellos momentos. A. B.—¿Hablaba tan bien el inglés? L. B.—No, no, se trataba siempre de versiones españolas. D. V.—¿Su salida del Museo estuvo directamente relacionada con el libro de Dalí? ¿Fue por él que supieron que usted había hecho L'Age d'Or? L. B.—Sí. A. B.—¿Así que usted ha trabajado para el Cuerpo de Ingenieros americano? L. B.—Sí, en Nueva York; después fui contratado en Hollywood por la Warner Bros, que tenía prevista una producción de versiones españolas. Hay que reconocer que soy perezoso, pero cuando trabajo lo hago bien. Me contrataron como productor y estaba bien pagado. Pero esta producción de versiones españolas no se hizo jamás y una vez más fui empleado como especialista de doblaje. D. V.--¿En qué año era esto? L. B.—Pasé dos años en Hollywood, del 44 al 46, y como estaba relativamente bien pagado, pude ahorrar lo suficiente para realizar durante un año mí ideal: no hacer nada. A pesar de todo no tenía dinero en 1947, cuando Denise Tual me hizo ir a Méjico. Ella quería hacer un film en Francia. Estaba encantado, creí ver el cielo abierto. Se trataba de La Casa de Bernarda Alba, pero no se pudo hacer porque la familia de García Lorca había vendido ya los derechos. Mientras tanto, en Méjico me volví a encontrar con Oscar Dancigers, que me propuso hacer un film. Lo hice y después me quedé en Méjico. A. B.—¿Qué film fue ese? L. B.—Un film de canciones. Se cantaban tangos, y no sé cuántas cosas más..., pero, en todo caso, muchas cosas. Se llamaba Gran Casino. Era una historia que sucedía en Tampico en la época petrolífera. El guion no era malo y contaba con los dos mejores cantantes mejicanos y argentinos, Jorge Negrete y Libertad Lamarque. Así que les hice cantar todo el tiempo. Era una competición, un campeonato. El film no tuvo demasiado éxito y estuve durante dos años sin hacer nada. D. V.—¿Oscar Dancigers ha sido siempre su productor? L. B.—Sí. Es un hombre al que debo mucho. Gracias a él he podido quedarme en Méjico y hacer películas. A. B.—Se dice con frecuencia que usted trabajó en Méjico en condiciones «muy comerciales». ¿La producción está montada de forma que es inevitable hacer melodramas o films muy sencillos? L. B.—Sí, y siempre me he sometido a ello. A. B.—¿Pero Los Olvidados? L. B.—En Los Olvidados fue distinto. Después del fracaso de Gran Casino y de dos años de paro, Dancigers me pidió que le propusiera un tema para un film de niños. Tímidamente le propuse el guion de Los Olvidados, que había hecho con mi amigo Luis Alcoriza. Le gustó y me dijo que trabajara en él. Mientras tanto se presentó la ocasión de hacer una comedia musical y Dancigers me propuso rodarla primero, a cambio de lo cual me aseguraba una cierta libertad para hacer Los Olvidados. De esta forma hice en dieciséis días El Gran Calavera, que tuvo un gran éxito y que me permitió empezar Los Olvidados. Por supuesto, Dancigers me pidió que cambiara muchas cosas que quería poner en el film, pero me dejó cierta libertad. A. B.--¿Qué tipo de cosas? L. B.—Todo lo que cambié tenía un interés únicamente simbólico. Quería introducir en las escenas más realistas elementos irreales, completamente disparatados; por ejemplo,cuando Jaibo va a pelear y matar al otro muchacho, en el movimiento de la cámara se ve a lo lejos la estructura de un gran edificio de once pisos en construcción y a mí me hubiera gustado colocar una orquesta de cien músicos. Se la hubiera visto de pasada, de manera confusa. Me hubiera gustado introducir muchos elementos de este tipo, pero me lo prohibieron totalmente. A. B.—Lo que nos dice tiene una gran importancia, sobre todo, dado que Los Olvidados ha sido considerado como un film de tendencia a la vez social y pedagógica que se inscribe en la tradición de Putevka v Gizn (El camino de la vida), de Des Hommes sont nés o de Prison sans barreaux. Lo que nos acaba de decir puede parecer contrario al realismo social que han querido subrayar en el film. Sería importante que nos precisara en qué medida este realismo es una requisitoria o si no es, por el contrario, sólo una forma de dar el pego sobre el verdadero mensaje poético del film. L. B.—Para mí Los Olvidados es efectivamente un film de lucha social. Simplemente, para ser honesto conmigo mismo, debía hacer una obra de tipo social. Sabía que iba en esa dirección. Aparte de esto, no he querido, en absoluto, hacer un film de tesis. He observado cosas que me han emocionado y he querido trasladarlas a la pantalla, pero siempre con esa especie de amor que tengo por lo instintivo y por lo irracional que se puede encontrar en todo. Siempre me he sentido atraído por el lado desconocido o extraño, que me fascina sin que sepa por qué. D. V.—Tuvo como operador a Figueroa, pero usted lo utilizó para hacer cosas fuera de su estilo habitual. En resumen, ¿le impidió hacer bellas imágenes? L. B.—Naturalmente, porque el film no se prestaba a ello. D. V.—¿Debió de sentirse muy desgraciado? L. B.—Muy desgraciado. He leído en Cahiers la historia que han contado... D. V.—...¿la de la nubecita? ¿Es cierta? L. B.—Es cierta. Es decir, no me porté con él como un dictador que le concede un favor del tipo de: «Vamos, amigo mío, ya que tiene usted tantas ganas», pero en lo esencial es cierta. Al cabo de once días de rodaje, Figueroa preguntó a Dancigers por qué le había elegido para hacer la película si cualquier operador de noticiario la hubiera podido hacer igual. Le respondió: «Porque tú eres un operador muy rápido, muy comercial.» Esto es cierto, Figueroa es extraordinariamente rápido y muy bueno. Esto lo tranquilizó. Al principio se encontraba muy sorprendido de trabajar conmigo, nunca estábamos de acuerdo, pero creo que ha evolucionado bastante y que nos hemos hecho muy amigos. A. B.—¿Y El? ¿Qué representa El en su trabajo de Méjico? ¿Es que ha introducido a sabiendas lo que a algunos de nosotros nos gustaría ver, es decir, una especie de L'Age d'Or en filigrana en un guión voluntariamente irrelevante? L. B.—Realmente, no he querido conscientemente imitar o continuar L'Age d'Or. El héroe de El es un tipo que me interesa como un escarabajo o un anófeles..., siempre me han apasionado los insectos. Tengo un aspecto de entomólogo. El examen de la realidad me interesa mucho. En El he procedido como siempre lo he hecho en Méjico: me han ofrecido un film y en vez de aceptarlo como tal, he tratado de hacer una contraoferta que, aunque sea también comercial, me parece más adecuada para expresar algo de lo que me interesa. Esto fue lo que ocurrió con El. No había soñado con L'Age d'Or. Conscientemente hubiera querido hacer el film sobre el amor y los celos. Pero reconozco que uno está siempre condicionado por las mismas inspiraciones, por los mismos sueños y que he podido hacer cosas que recuerdan a L'Age d'Or. D. V .--¿Y la escena tan terrible en la que el marido quiere apuñalar a su mujer?, ¿era eso lo que los productores querían? L. B.—No lo sé. En la elección de los elementos no existió ninguna intención precisa de imitar a Sade, pero es posible que haya llegado a ello sin saberlo. Es natural que tenga más predisposición a ver y pensar una situación según un punto de vista sádico o sadista que, digamos, neorrealista o místico. Yo me pregunto: ¿qué es lo que el personaje debe coger: ¿un revólver?, ¿un cuchillo?, ¿una silla? Acabo por escoger los objetos más inquietantes. Eso es todo. D. V.—Y al final, cuando el héroe convertido en fraile se va zigzagueando por un camino, ¿a qué corresponde esto, en su opinión? L. B.—A nada. Es bastante divertido verlo marchar zigzagueando. No me recuerda a nada, pero me gusta. A. B.—Sí. Los Olvidados es un film relativamente libre. El es un film de encargo, en el que ha introducido —conscientemente o no— algunas cosas suyas. Pero estima usted también, que Susana, por ejemplo, o Subida al Cielo, son películas comerciales en las que usted ha conseguido introducir de cuando en cuando alguna cosa personal. Para nosotros, tienen más importancia de la que usted parece darles y hemos descubierto también valores apreciables. ¿Constituyen para usted exclusivamente un trabajo comercial? L. B.—No. Los considero según el placer que me han proporcionado al rodarlos. Susana hubiera sido más interesante de haber podido hacer otro final. Es un film que hice en veinte días: pero el tiempo no tiene importancia..., cinco meses o dos días, poco importa, lo que cuenta es el contenido, la expresión. Subida al Cielo me gustó mucho. Me gustan los momentos en los que no pasa nada, el hombre que dice: «dame una cerilla». Este tipo de cosas me interesa mucho. «Dame una cerilla» me interesa enormemente... o «¿Quiere comer?» o «¿Qué hora es?». Hice Subida al Cielo un poco en ese sentido. D. V.—¿Cuál es el orden cronológico de sus films después de Los Olvidados? L. B.—Después de Los Olvidados hice Susana, después otro film que jamás se dará aquí y de cuyo título ni siquiera me acuerdo. Ya saben, esos films que he hecho en Méjico los mandan sin consultar conmigo. Nunca he querido enviar mis films a los festivales o a otros lados. Después, hice Subida al Cielo y después El Bruto, un film también muy rápido: dieciocho días. El Bruto hubiera podido quedar bien. El guion de Alcoriza y mío era bastante interesante, pero me lo hicieron cambiar todo, de arriba a abajo. Ahora es un film cualquiera, nada extraordinario. D. V.—¿Después rodó Robinson Crusoe? L. B.—Después de El Bruto hice cuatro films. A. B. y D. V.— ¡Ah! L. B.—Robinsón Crusoe, Abismos de pasión, El Tranvía..., una historia del robo de un tranvía por dos obreros..., salen de un café y recorren la ciudad con el tranvía robado... hay un rollo bastante interesante; en fin, el cuarto film se llama El Río de la Muerte: trata de la muerte a lo mejicano, esa «muerte fácil»..., ya saben, cuando un hombre muere, la gente a su alrededor fuma y bebe alcohol..., la vida tiene muy poca importancia, la muerte no cuenta. En el film hay siete muertos, cuatro enterramientos y no sé cuántos velatorios. A. B.—¿Robinsón Crusoe es un film importante para usted? L. B.—Robinsón, como los otros, me lo propusieron. No me gustaba la novela, pero me gustó el personaje y acepté porque había en él algo puro. En primer lugar, es el hombre de cara a la naturaleza, sin novelerías, sin escenas de amor fáciles, sin folletón ni intriga complicada. Es simplemente un tipo que llega y se encuentra de cara a la naturaleza y debe alimentarse. El tema me agradó, acepté y traté de hacer las cosas que hubieran podido ser más interesantes. Creo que quedan algunas, a pesar de que han cortado los pasajes pretendidamente surrealistas y que les parecían incomprensibles. El film empieza con el desembarco de Robinsón: las olas arrojan un hombre a la isla, es la primera imagen. Durante siete rollos permanece en la más absoluta soledad, acompañado únicamente por su perro. Después encuentra a Viernes, pero éste es un caníbal y no puede hablar con él. Aún pasan tres rollos en los que tratan de comprenderse... y por fin los piratas se llevan a Robinsón. He hecho el film como he podido, queriendo mostrar, sobre todo, la soledad del hombre, la angustia del hombre sin sociedad humana. He querido tratar también el tema del amor..., quiero decir de la falta de amor o de amistad... El hombre sin la sociedad del hombre o de la mujer. Igualmente creo que, a pesar de los cortes, las relaciones de Robinsón y de Viernes quedan bastante claras..., las de la raza «superior» anglosajona con la raza «inferior» negra. Es decir, que al principio Robinsón desconfía, imbuido de su superioridad, pero al final llegan a una gran fraternidad humana..., se encuentran orgullosos como los hombres. Espero que esta intención sea perceptible. A. B.—¿Y Abismos de. pasión? L. B.—Eso es muy curioso. Se trata de un film que quise rodar en la época de L'Age d'Or. Para los surrealistas, Cumbres Borrascosas era un libro formidable. Creo que fue Georges Sadoul quien lo tradujo. Les gustaba su aspecto de amor loco, amor por encima de todo y, naturalmente, como yo formaba parte del grupo, tenía las mismas ideas sobre el amor y pensaba que era una novela formidable. Pero no encontré socio para hacerlo, el film se quedó entre mis papeles y en Hollywood hicieron uno, ocho o nueve años más tarde. No me acordaba ya de él cuando Dancigers, que tenía contratados a Mistral, un actor muy conocido en España, y a otra vedette hispánica, Irasema Diliam, me pidió rodar un film cuyo guión no me gustaba... Entonces me acordé de que hacía tiempo le había hablado de mi adaptación de Cumbres Borrascosas y de que se la había enseñado. La aceptó. En realidad no me interesaba más que rodar el film y no buscaba ninguna innovación. Lo había pensado en 1930, así es que era un film con veinticuatro años de antigüedad, pero creo que es fiel al espíritu de Emily Bronté. Es un film muy duro, sin concesiones, y que respeta la idea del amor que hay en la novela. A. B.—Dadas las condiciones de producción de Méjico, se ha visto obligado a hacer sus films muy rápidamente. ¿No es cierto? L. B.—Muy rápidamente. Excepto Robinsón. Todos los demás los he hecho en vinticinco días de rodaje. En Méjico esto no es un tiempo excepcional. Hay quien los hace todavía en menos. Es muy raro en Méjico que un film alcance las cinco semanas, y sólo somos, cuatro los que podemos conseguir veinticuatro o veinticinco días. D. V.—¿Incluso Fernández? L. B.—No. El es un caso excepcional. Le permiten muchas más cosas. A. B.—Después de lo que ha dicho veo que usted ha mantenido sus lazos con el surrealismo, sino de una manera oficial y ortodoxa, al menos, por lo que se refiere a la inspiración. ¿Usted no reniega de toda su formación surrealista„ sino que, por el contrario, conserva un recuerdo vivo y siempre válido? L. B.—No reniego en absoluto. Fue el surrealismo el que me reveló que en la vida existe un sentido moral que el hombre no puede olvidar. Gracias a él, he descubierto por primera vez que el hombre no es libre. No creía en la libertad total del hombre, pero he encontrado en el surrealismo una disciplina a seguir. Ello ha sido una gran lección en mi vida y también un paso maravilloso y poético. No formo parte ya del grupo hace mucho tiempo. L. B.—Nos ha dicho con bastante frecuencia que es perezoso por una parte y que, por otra parte, en varias ocasiones decidió no seguir haciendo films. Nos ha dicho también en otras conversaciones que va muy poco al cine. Creo que el Festival de Cannes ha sido para usted una ocasión excepcional de ver películas. ¿Cuántas veces va al cine al año? L. B.—Muy pocas. No quiero exagerar, digamos que cuatro veces. Tal vez sean seis, tal vez sean dos, pero, por término medio, cuatro veces. A. B.—En esas condiciones, está claro que existe, a pesar de todo, algo bastante profundo que le mantiene ligado al cine, a pesar de su pereza, de las dificultades que encuentra para hacer cine y de lo poco que le interesa. ¿Qué es lo que le mantiene ligado al cine más que a cualquier otro trabajo o a otras formas de expresión? L. B—No me gusta ir al cine porque amo el cine como medio de expresión. Creo que no existe nada mejor para mostrarnos una realidad que no tocamos con los dedos todos los días. Quiero decir, con los libros, con los periódicos, con nuestra experiencia, conocemos una realidad exterior y objetiva. El cine, por su mismo mecanismo, nos abre una pequeña ventana sobre la prolongación de esta realidad. Mi aspiración como espectador de cine es que el film me descubra algo, y esto me ocurre muy pocas veces. Lo demás no me divierte. Soy ya demasiado viejo. Estoy muy contento de haber tenido la ocasión de ver tantas películas en este Festival. He visto grandes películas, pero esto no me dice gran cosa. El cine me descubre muy raramente lo que busco, y por eso casi nunca voy. Naturalmente, tengo amigos que me dicen los films que les agradan y que me obligan, algunas veces, a verlos. Así es como he visto Jeux Interdits (Juegos Prohibidos), que me ha abierto una pequeña ventana: es un film admirable; he visto también Portrait of Jenny, que me gusta mucho y que me ha abierto una gran ventana. Desde el punto de vista profesional, esto es imperdonable, debería conocer más films, ir todos los días al cine -soy el primero en culparme de ello. En Méjico, cuando me preguntan cómo querría hacer un reparto, nunca sé qué responder, me falta conocimiento de los actores; esto es muy malo, lo sé, pero prefiero permanecer tranquilamente bebiendo una botella de whisky con mis amigos antes que ir a ver una película. A. B.—Sin embargo, nos ha dicho que gracias a Denise Tual pudo ver Les Anges du Péché de Robert Bresson, y que lo que mejor recuerda de este film es una monja a la que besan los pies. L. B.— ¡Ah!, sí, una hermosa escena y un hermoso film. A. B.— ¡Me ha sorprendido un poco, porque no es ésa la imagen que me parece más característica de Les Anges du Péché! L. B.—Comprendo lo que quiere decir... Prácticamente, no soy en absoluto sádico ni masoquista. No lo soy más que teóricamente y no acepto esos elementos más que y como elementos de lucha y de violencia. En todo el film de Bresson he presentido una cosa, que se anuncia, que me atrae mucho y de la que la escena final es sin duda corno una explosión turbadora. Por eso es por lo que me acuerdo únicamente de que besan los pies de una monja muerta. Pero dicho esto, no me gusta besar los pies de las monjas muertas, ni los pies de las vacas muertas,... ni ningún pie en absoluto... Pero aquello era como la manifestación de ciertos sentimientos ocultos a lo largo de todo el film. A. B.—Nos gustaría también pedirle que nos precisara sus ideas sobre la música en el cine, y más especialmente en relación con la de Tierra sin pan. L. B.—Asistí una vez en Nueva York a un Congreso de la Association of producers of documentary films al que asistían los más famosos compositores jóvenes de films americanos. Se presentó Tierra sin pan y uno de ellos, entusiasmado, vino a preguntarme cómo había tenido la idea maravillosa de poner música de Brahms. Sin embargo, yo no había inventado nada, sino que únicamente había pensado que el espíritu general del film correspondía a la música de Brahms. Puse la Cuarta Sinfonía..., recuerdo que se trataba de cuatro discos Brunswick. Todo el mundo quedó impresionado por una cosa tan sencilla, casi idiota, porque siempre se buscan efectos y complicaciones. Personalmente, no me gusta la música en las películas, encuentro que es un elemento flojo, una especie de truco, salvo en ciertos casos, naturalmente. Me he quedado muy sorprendido al ver en este Festival grandes films sin música. Les podría citar tres o cuatro en los que hay, fragmentos de veinte minutos o más sin ninguna música, por ejemplo, Det stora äventiret (La Gran aventura)..., sin embargo, como soy sordo, puede que yo no la haya oído y que durante todo el tiempo haya habido una orquesta de ochenta músicos. Pero me es igual y esto demuestra que en todo caso el silencio habría sido preferible. D.V.—En efecto, en La Gran Aventura no hay prácticamente música. L. B.—En el film japonés Jigoku Mon (La Puerta del Infierno), la música es también muy especial. Veo así reflejada en la producción mundial la posibilidad de suprimir muy pronto la música. ¡Ah! ¡El silencio! ¡Esto es lo que me parece impresionante! No he descubierto nada sobre la música, pero instintivamente la considero como un elemento parasitario que sirve sobre todo para dar valor a unas escenas que, por otra parte, no tienen ningún interés cinematográfico. En Abismos de Pasión, yo me encontraba en el mismo estado de espíritu de 1930, y como en esa época era un wagneriano perdido, puse cincuenta minutos de Wagner. A. B.—Y ahora, ¿tiene usted la esperanza o el proyecto de hacer algo de acuerdo con sus deseos, quiero decir, un film que no sea impuesto? L. B.—Tengo una idea para rodar un film de dos rollos que haré con un equipo de amigos, técnicos mejicanos. Una cosa que puede quedar bien, creo, pero que no es en absoluto comercial y que no se podrá proyectar en ninguna parte más que en las cinematecas o en los cineclubs, pero no quiero hablar todavía del asunto...
(Entrevista con Luis Buñuel, por André Bazin y Jacques DoniolValcroze,
aparecida en el número 36 de Cahiers, junio de 1954.)