Você está na página 1de 18

Colección “Textos Básicos”

José Amícola y José Luis de Diego (dir.)

La teoría literaria hoy:


conceptos, enfoques, debates
Índice

PRÓLOGO
1. LITERATURA por Cristian Vaccarini
2. CLASICISMOS por Claudia Fernández
3. REALISMOS por Fabio Espósito
4. VANGUARDIAS por Enrique Foffani
5. FORMALISMO RUSO/ ESTRUCTURALISMO CHECO
por Miriam Chiani
6. MARXISMO por José Luis de Diego
7. CAMPO LITERARIO por Sergio Pastormerlo
8. IMAGEN DE ESCRITOR por Julia Romero
9. CANON por Malena Botto
10. RECEPCIÓN por Adrián Ferrero
11. REVISTAS LITERARIAS por Roxana Patiño
12. CULTURAS POPULARES por Valeria Sager
13. GÉNEROS DISCURSIVOS por Graciela Goldchluk
14. SEMIÓTICA por María Teresa Dalmasso y Pampa Arán
15. LITERATURA Y CINE por José Miguel Onaindia y Fernando Madedo
16. LITERATURA Y PSICOANÁLISIS por Isabel Suppé
17. POSVANGUARDIAS por Susana Rosano
18. POSTESTRUCTURALISMO por Isabel Alicia Quintana
19. NEOBARROCO por Sonia Bertón
20. ANDROGINIA por Mariano García
21. GÉNERO (GENDER) por Mónica Cohendoz
22. CAMP por José Amícola
GLOSARIO a cargo de María José Punte
LOS AUTORES
7
Campo literario
por Sergio Pastormerlo

En la sociología cultural de Pierre Bourdieu las sociedades modernas son concebidas como
conjuntos de campos (artístico, religioso, económico, científico, político, etc.) relativamente
autónomos. Cada campo, producto histórico de un proceso de diferenciación interna a través
del cual se fueron separando distintas esferas de prácticas, se puede pensar como un pequeño
mundo social en el cual se desarrolla un juego particular, con sus leyes específicas. Así, en las
sociedades modernas altamente diferenciadas, el “cosmos social” aparece constituido por un
conjunto de “microcosmos sociales” (los diversos campos) que poseen, entre otras
especificidades, sus propias reglas de funcionamiento, sus propias instituciones y un tipo
específico de capital (poder).
En una perspectiva sincrónica, cada campo social se puede describir como un sistema
de posiciones, cada una de las cuales se define por sus relaciones con otras posiciones. Pensar
en términos de campos, ha insistido Bourdieu, implica adoptar una forma de pensamiento
relacional, característica (aunque no exclusivamente) del estructuralismo (à
Estructuralismo checo; à Postestructuralismo), que abandone la noción de “propiedad
sustantiva” por la de “propiedad relacional”. Un campo social es también un “sistema de
relaciones de fuerza” y un “espacio de luchas”. Una buena manera de definir un campo
consiste en definir qué es lo que allí está en juego, es decir, el capital o poder específico que
se disputa en su interior. En el caso de un campo literario, lo que está en disputa es un capital
simbólico específico (prestigio, reconocimiento o legitimidad literarios), y las luchas que
mantienen entre sí los sujetos e instituciones del campo (escritores, revistas, editoriales, etc.)
están orientadas a su acumulación.
“Campo literario”, “campo artístico” y “campo de producción cultural” forman una
serie de denominaciones conceptuales de extensión creciente en la que las primeras quedan
subsumidas en las últimas. Así, “campo artístico” incluye, además del literario, el campo de
la pintura, de la música, etc. Y “campo de producción cultural”, próximo al concepto
marxista de superestructura (à Marxismo), abarca, junto al campo artístico, el campo
científico, religioso, jurídico, etc. “Campo intelectual”, otro concepto típico de Bourdieu
(especialmente del primer Bourdieu), supone, en cambio, un recorte diferente que no se
puede integrar en la serie anterior. Como se ve, los campos son realidades empíricas pero
también construcciones teóricas.47 ¿Cómo podemos reconocer la presencia empírica de un
campo y cómo se articulan entre sí los diferentes campos sociales? Son preguntas que
Bourdieu ha respondido cautelosamente o ha preferido, incluso, no responder (Bourdieu y
Wacquant 1995: 66-67, 72-73).
Los conceptos de “campo” y “autonomía” resultan indisociables: no hay campo sin un
cierto grado de autonomía que permita reconocerlo como una zona social diferenciada. En
una perspectiva histórica, un campo literario conquista su autonomía y se constituye como tal
a medida que va creando sus propias instituciones y autoridades, con sus criterios de
selección y consagración específicos. O, invirtiendo la formulación, un campo literario se
constituye como tal en tanto se libera de aquellas instancias de poder o autoridades externas e
inespecíficas (Estado, Iglesia, clase dominante) que legislaban en materia de literatura.
Cuando la producción literaria debe pasar por la censura estatal o eclesiástica, los Estados o
las Iglesias actúan, al igual que las casas editoriales, como instancias de selección que
deciden qué textos se vuelven públicos y qué textos se mantienen inéditos –o clandestinos.
No obstante, las editoriales, a diferencia del poder estatal o eclesiástico, son instituciones
específicas (y en muchos casos, notablemente autónomas respecto de las reglas específicas
del mercado, orientadas a maximizar los beneficios económicos) del campo intelectual.
El concepto de “campo literario” es una respuesta metodológica al problema de la
mediación, una cuestión central en el análisis de las relaciones entre literatura y sociedad.
Una acusación común contra las sociologías literarias fue la de olvidar la especificidad de las
prácticas literarias al poner directamente en contacto (sin mediaciones) lo literario y lo social.
En esa línea, la literatura pudo ser pensada en términos de “reflejo” de la sociedad
considerada en su conjunto, y la clase social de origen de un escritor, por ejemplo, pudo
servir para explicar las particularidades de su posición en tanto escritor o sus obras. Contra

47
Otro concepto fundamental en su sociología, “campo del poder”, ejemplifica quizá aun mejor la afirmación.
A diferencia de los campos que se definen por sus prácticas y capitales específicos (campo literario, campo
científico, etc.), el campo del poder es el espacio de relaciones de fuerza o lugar de luchas entre “agentes”
(individuos) e instituciones que tienen en común la posesión de los capitales necesarios para ocupar
posiciones dominantes en los diversos campos. El primer paso metodológico de una investigación sobre el
campo literario consiste en determinar su posición dentro del campo del poder.
estas simplificaciones, el concepto de “campo literario” viene a recordar que escritores como
Baudelaire o Flaubert pertenecieron a la sociedad francesa de mediados del siglo XIX, pero
habitaron también y ante todo un mundo social más reducido y específico integrado por otros
escritores, críticos, editores e instituciones propias de esa zona social diferenciada y ya
provista para entonces de un importante grado de autonomía. Aunque un campo literario
posea un alto nivel de autonomía, las determinaciones sociales externas nunca dejan de
gravitar en su interior, pero de un modo indirecto: son “refractadas” (y no “reflejadas”) por la
lógica específica del campo, y el “desvío” o “traducción” que sufren las determinaciones será
mayor cuanto mayor sea el nivel de autonomía, históricamente variable y no necesariamente
creciente, de ese campo.
El concepto de “autonomización” puede referirse al proceso histórico a través del cual
un campo conquistó y consolidó su autonomía. Pero “autonomización” puede designar
también la decisión metodológica de otorgar autonomía a un objeto de análisis. Esta decisión
puede estar o no en correspondencia con el grado de autonomía que ese objeto efectivamente
tuvo según su ubicación histórica o su posición en el campo literario, donde la autonomía no
es una propiedad distribuida uniformemente. La eficacia explicativa del análisis, por lo tanto,
dependerá de esa correspondencia. La lectura de la poesía gauchesca (en especial, la llamada
“primitiva gauchesca” –desde Hidalgo hasta el Ascasubi de Paulino Lucero) como literatura
autónoma es una lectura desde luego posible y en algún grado productiva, pero en tanto
prescinda de las fuertes e inmediatas relaciones que el género tuvo entonces con la historia
política contemporánea su capacidad explicativa debería verse limitada. Por el contrario, una
lectura que buscara en la historia política las principales y más pertinentes determinaciones
explicativas de la literatura de Borges, un escritor autónomo en un campo literario que
alcanzó su más alto grado de autonomía, tropezaría con las mismas, aunque invertidas,
limitaciones.

Campo literario y mercado


García Canclini se refirió a la sociología cultural de Bourdieu como un “marxismo
weberiano” que “recordaba a Marx por sus olvidos” (Bourdieu 1990: 12-17, 43-47).
Ciertamente Weber, sobre todo con su sociología de las religiones, proveyó algunos de los
principales puntos de apoyo de la teoría de Bourdieu, como también la sociología de Norbert
Elias –especialmente sobre la sociedad cortesana francesa del siglo XVII. La atención
concedida al consumo sobre la producción, la discusión del concepto de clase social y el
rechazo de la división entre base y superestructura son algunos puntos de ruptura con el
paradigma marxista, del que su sociología es también, sin embargo, una prolongación (à
Marxismo). La ruptura reside fundamentalmente en su reconsideración de las relaciones
entre lo económico y lo simbólico. La continuidad, en el lugar clave que su sociología le
atribuye a las relaciones de dominación (con sus luchas) como principios explicativos socio-
históricos.
Las herramientas conceptuales y metodológicas empleadas por Marx para el análisis
de la economía reaparecen en Bourdieu aplicadas por extensión al universo de lo simbólico.
Así, retomó el concepto de capital para referirse a diversos tipos de poder (cultural, social,
económico, etc.), liberando al concepto del uso puramente económico y prolongando su
empleo al análisis de cualquier práctica social (Gutiérrez 1994: 18-19). Lo mismo sucede con
el concepto de “mercado” e incluso de “economía”, que en sus escritos admiten sin
redundancia el adjetivo “económico/a”. Aquí usamos siempre la palabra “mercado” (salvo
aclaración contraria) para referirnos a la instancia propiamente económica.
El proyecto teórico de Bourdieu estuvo centrado en lo que llamó una “economía de
los bienes simbólicos”, esto es, espacios de intercambios de bienes que no funcionan según la
lógica brutalmente explícita e inmediata del “toma y daca” (antes bien, se apoyan en una
denegación de lo económico) ni están regidos por un interés en la maximización del beneficio
monetario. Los intercambios entre los miembros de una familia, las transacciones entre las
Iglesias y sus fieles o las que tienen lugar en el campo cultural son ejemplos de este tipo de
economía basada en cierto desinterés económico –más exactamente, en la denegación del
interés económico.
El funcionamiento de un campo literario moderno (y la afirmación puede extenderse a
todo el “campo de producción cultural”) no se funda en la exclusión o negación de lo
económico, sino en su *denegación. El concepto de denegación, extraído del psicoanálisis
freudiano (à Literatura y psicoanálisis), significa aquí una atenuación, ocultamiento o
ignorancia parcial, que actúa como un eufemismo. En el campo literario, como sucede
siempre en una economía simbólica, todo tiene dos dimensiones: una simbólica y otra
económica. Así, los escritores son a la vez “productores” y “creadores”, y los libros son
“mercancías” y “significaciones”. La denegación de lo económico se produce a través de
velos o pantallas, que en algunos casos pueden ser actuados por instituciones o sujetos
intermediarios (el agente literario actual que, más allá de sus funciones evidentes, permite
también que el escritor se desentienda del trato directo con el mercado editorial), aunque
suelen estar hechos simplemente de tiempo (el largo, y por lo tanto económicamente
riesgoso, intervalo que una pequeña editorial de público intelectual demora en recuperar su
inversión).
La distancia o resistencia respecto del mercado es la que define la autonomía de los
campos literarios modernos, donde un escritor, una obra, un género, una editorial, etc.
resultan más autónomos en la medida en que más acatan las reglas o criterios de valor
específicos del campo, es decir, en tanto menos se pliegan a las exigencias inespecíficas
(porque se aplican indistintamente en cualquier campo social) del mercado. La distancia
respecto del mercado es también el primer principio que define la estructura interna del
campo literario, estableciendo la división (o mejor, polarización) que separa dos zonas o
“subcampos”: la zona de la producción literaria más autónoma o “vanguardista” en un
sentido lato del término (à Vanguardias), destinada a un público lector reducido y
relativamente homogéneo, e incluso a un público cuya dudosa existencia pertenece al futuro
(“subcampo de la producción restringida” o de la “producción pura”), y la zona de la
producción literaria “comercial”, la de los best-sellers destinados a una demanda amplia y
preexistente (“subcampo de la gran producción”).
La polarización entre estas dos zonas, la misma que indicaba Paul Valéry (1944: 28-
29) cuando hablaba de obras que crean un público y obras que son creadas por el público (es
decir, orientadas a satisfacer una demanda previa), no es sino una repetición, en otro plano, de
la dualidad o ambigüedad propia de la economía simbólica que señalábamos más arriba
(“productores” y “creadores”, “mercancías” y “significaciones”). La oposición entre literatura
(arte) y dinero aparece así como un primer principio estructurante de las prácticas literarias
(artísticas, intelectuales) modernas.
Según Bourdieu, fue en la década de 1880 que terminó de configurarse en Francia la
oposición entre arte y dinero, que en el caso de la literatura se puso de manifiesto, entre otros
signos, por la constitución de una doble jerarquía de los géneros: una de ellas ordenada según
los criterios propios del campo literario (poesía, novela, teatro) y otra que, estructurada según
los criterios del mercado, era su perfecta inversión (teatro, novela, poesía). La poesía fue a la
vez el género menos redituable desde el punto de vista económico y el más prestigioso (es
decir, el más redituable en términos de capital simbólico específico), mientras que el teatro,
un género “burgués” de público amplio y dudoso prestigio, permitía obtener ganancias
amplias y seguras a corto plazo. En el siglo XVII, en cambio, estas dos jerarquías coincidían,
sin que se estableciera una oposición entre beneficios simbólicos y económicos: los géneros
más legítimos eran también los más rentables –y los escritores de más prestigio eran los que
más dinero ganaban (1995: 175-178).
Tempranos artículos como “Campo intelectual y proyecto creador” (1966) o “Campo
del poder, campo intelectual y habitus de clase” (1971) quedaron rezagados con la
publicación en 1992 de Las reglas del arte, que reunió y corrigió su anterior producción
teórica sobre los mismos temas. No obstante, la revisión de aquellos textos puede ayudar a
comprender mejor los alcances y limitaciones de sus propuestas teóricas, además de poner al
descubierto algunas de sus procedencias más específicas. En “Campo intelectual y proyecto
creador”, Bourdieu citaba a Raymond Williams (Cultura y sociedad, 1958), pero eran más
frecuentes las citas de Arnold Hauser (Historia social de la literatura y el arte, 1951) y,
especialmente, las de Levin Schücking (El gusto literario, 1931).
En los dos últimos había podido encontrar descripciones de procesos de
autonomización literaria basadas en varias tradiciones culturales (Francia, Alemania,
Inglaterra), cuyas transformaciones decisivas se ubicaban en el siglo XVIII de una Inglaterra
pionera por sus tempranas transformaciones políticas y económicas. Tanto Schücking como
Hauser subrayaban el declive de la institución del mecenazgo y su sustitución por el mercado
en tanto medio de subsistencia de los escritores como el cambio que inauguraba una
autonomización de la literatura que, en este caso, era fundamentalmente una autonomización
respecto de las clases dominantes. Levin Schücking señaló en el reemplazo de la figura del
mecenas por la del librero-editor la introducción del mercado en las prácticas literarias, y
consideró el sistema de venta de libros o revistas por suscripción como una instancia
intermedia (“patronazgo colectivo”). Sobre estas premisas intentó explicar los cambios en la
literatura inglesa a mediados del siglo XVIII, pero también las diferencias entre el teatro en la
época de Shakespeare y la poesía épica o lírica contemporánea, o las divergencias entre las
literaturas inglesa y francesa de los siglos XVII y XVIII (1996: 24-30).
En su teoría de los “campos de producción cultural”, Bourdieu se concentró en un
período relativamente corto de la segunda mitad del siglo XIX. En Las reglas del arte (la
“summa de Bourdieu”, como la llamó María Teresa Gramuglio), analizó detenidamente dos
estados del campo francés: un momento de conquista épica de la autonomía a mediados del
siglo XIX (con Baudelaire y Flaubert en la literatura, y Manet en la pintura, como sus héroes)
y una etapa ubicada en la década de 1880 durante la cual se habría establecido “la estructura
de ese campo tal y como la conocemos en la actualidad” (1997: 65). El tardío romanticismo
francés apenas fue considerado en sus escritos, que contienen escasas referencias a períodos
prerrománticos. Si bien sus análisis tomaron en cuenta los intercambios entre distintos
campos artísticos (en especial, entre pintores y escritores), desatendieron las articulaciones y
relaciones de dominación entre campos culturales de distintas naciones. Recientemente el
libro de Pascale Casanova La República mundial de las letras (1999) y el artículo de Franco
Moretti “Conjeturas sobre la literatura mundial” (2000) han sido objetos de lecturas y debates
enmarcados en los Estudios Culturales, Postcoloniales y Subalternos (à Culturas
populares) y desde una perspectiva latinoamericana (cf. Sánchez-Prado 2006). En la teoría
de Bourdieu, centrada en el caso francés, los límites del campo literario coincidieron con sus
fronteras nacionales.

Campo, sistema, institución, aparato


Aunque Bourdieu ha insistido en las diferencias entre el concepto de “campo” y el de
“sistema”, rechazando en particular el “organicismo” y “funcionalismo” que atribuía a la
segunda noción, estos conceptos tienen notorios parentescos. Su estructuralismo, si bien
corrige algunas de las características más criticadas de esa corriente (en especial, sus
negligencias respecto de la dimensión histórica) es desde luego tributario de la categoría de
“sistema de la lengua” de Saussure, y pueden hallarse tempranos antecedentes de su concepto
de campo literario desde los inicios de la teoría literaria moderna, en la noción de sistema
literario de Tynianov, y en particular, en el artículo de Eichenbaum “El ambiente social de la
literatura” (à Formalismo ruso).
El concepto de “institución literaria” (o “institución arte”) ocupa en la obra teórica de
Peter Bürger un lugar análogo al de “campo literario” (“campo artístico”) en la sociología
cultural de Bourdieu. En su Teoría de la vanguardia (1974), Bürger resumía el significado
histórico de las vanguardias de principios del siglo XX (más precisamente, dadaísmo y
surrealismo) en su intento de devolver el arte a la “praxis vital” liquidando la “institución
arte” propia de la sociedad burguesa, definida por una autonomía que, llevada a su extremo
con el esteticismo de fines de siglo XIX, habría alcanzado una completa separación entre el
arte y la vida cotidiana (à Vanguardias). “Con el concepto de institución arte”, escribió allí,
“me refiero tanto al aparato de producción y distribución del arte como a las ideas que sobre
el arte dominan en una época dada y que determinan esencialmente la recepción de las obras”
(1987: 62). En textos posteriores, Bürger subrayó el carácter preceptivo y *hegemónico del
concepto que figura en la última parte de la definición anterior. “Institución literaria no
significa la totalidad de las prácticas literarias en un período dado”. En tanto “marco
normativo de producción y recepción en una época”, “establece límites contra otras
prácticas literarias” y “pretende una validez ilimitada; es la institución la que determina qué
se considera como literatura en un período dado” (1992: 6).48
Bürger cuestionó la teoría del campo literario de Bourdieu en un artículo de 1985,
“On literary history” (205), y Bourdieu respondió inmediatamente en una entrevista de ese
mismo año incluida en Cosas dichas (1993: 145). En 1992, en una nota al pie de Las reglas
del arte (donde el nombre de Bürger no figuraba una sola vez), escribió: “Nada se gana
sustituyendo la noción de campo literario por la de ‘institución’: además de correr el riesgo
de sugerir […] una imagen consensual de un universo muy conflictivo, esta noción hace
desaparecer una de las propiedades más significativas del campo literario, concretamente su
débil grado de institucionalización” (1995: 342-343).
Contra el uso del concepto de “institución” propuesto por Bürger, Bourdieu lo
empleó en fórmulas con aire de *oxímoron como “institucionalización de la anomia” o
“institucionalización de la revolución permanente”: “El proceso que conduce a la
constitución de un campo es un proceso de institucionalización de la anomia, a cuyo
término nadie puede erigirse en poseedor del nomos, es decir, del principio de visión y de
división legítima” (1995: 202). Este proceso se habría desarrollado precisamente a pesar y
contra organizaciones que admitirían sin disonancias o connotaciones equívocas el nombre
de “instituciones”, como las academias, poseedoras hasta mediados del siglo XIX francés

48
La traducción me pertenece.
de una autoridad capaz de actuar como un tribunal de última instancia en litigios de
legitimidad cultural.
Similares razones parecen haber conducido a Raymond Williams a subrayar, en el
marco de sus reflexiones sobre el concepto gramsciano de *“hegemonía”, la distinción
entre “instituciones” y “formaciones” (1980: 138-139). Para Williams, una sociología de la
cultura basada en el estudio exclusivo de “instituciones formales” implicaba “el peligro de
pasar por alto casos importantes en los que la organización cultural no ha sido, en ningún
sentido corriente, institucional” (1994: 33). Esta perspectiva dejaba en el olvido fenómenos
específicos de la vida intelectual y artística, como las “formaciones” (“movimientos”,
“escuelas”, “círculos”), que “en las sociedades desarrolladas complejas, a diferencia de las
instituciones, tienen un papel cada vez más importante” (1980: 142) [à Revistas
literarias].
A fortiori, Bourdieu ha rechazado, coincidiendo también en este punto con
Williams, el concepto de “aparato ideológico estatal” de Louis Althusser, un conjunto de
instituciones pertenecientes en su mayor parte a la esfera privada (Iglesias, familias, medios
de comunicación, etc., pero especialmente el sistema escolar) que, junto al aparato
represivo estatal (policía, tribunales, cárceles), aseguraría la “reproducción de las relaciones
de producción” (Althusser 1974: 121-129). En Bourdieu, la aplicación de este concepto
quedó restringida al estado “patológico” y relativamente excepcional de un campo. Si un
campo supone luchas orientadas a lograr un monopolio del poder que casi nunca se alcanza,
un aparato resulta ser una estructura rigurosamente jerarquizada, con autoridades que
obtienen efectivamente ese monopolio y establecen relaciones de dominación donde los
dominados no tienen posibilidad de resistencia. Un aparato sería así un campo “enfermo” en
el que ya no hay luchas y, por lo tanto, no hay historia. “Solamente puede haber historia
mientras los individuos se rebelen, se resistan y reaccionen” (1995: 68).

La sociología literaria de los literatos


La sociología se institucionalizó como disciplina científica en la última década del siglo XIX
sobre la base de un positivismo que miraba entre la suspicacia y el desdén los saberes propios
de la cultura literaria, y lo hizo poco después de que la literatura, con el naturalismo de Zola,
llevara a su extremo la pretensión balzaciana de constituirse en “estudio social” tomando en
dudoso préstamo conocimientos y metodologías de las ciencias naturales –en particular, de la
medicina. Transcurrido un siglo desde los actos fundadores de Durkheim, durante el cual las
relaciones entre la sociología y la literatura estuvieron signadas por los recelos mutuos,
Bourdieu (cuyas posturas antiliterarias resultan flagrantes en sus escritos iniciales) precedió
Las reglas del arte con un prólogo consagrado al análisis de La educación sentimental (1869)
que reconocía en Flaubert un sociólogo de sí mismo y del campo literario de su época.
No obstante, las pericias sociológicas que el prólogo afirmaba detectar por primera
vez en La educación sentimental, “evidentes” pero hasta entonces inadvertidas por sus
“intérpretes más atentos”, habían sido ejercidas, según Bourdieu, a pesar de su autor. En
efecto, Bourdieu se preguntaba retóricamente si no debía verse en Flaubert, un estilista
oportunamente distraído por sus obsesiones formales, una especie de “médium” a través del
cual se alcanzaba “la objetivación de estructuras sociales” parcialmente veladas para él
mismo. El prólogo llevaba como epígrafe una frase del propio Flaubert: “No se escribe lo que
se quiere”.
Las reglas del arte reafirmaba así, desde su inicio, un tópico sobre las respectivas
miradas del escritor (artista) y del sociólogo literario (del arte). Al primero le correspondía
cierta ceguera respecto de la verdad sociológica de sus propias prácticas, imprescindible para
sostener la productividad de sus convicciones estéticas y no caer en un relativismo
paralizante. Al segundo, una mirada desmitificadora que, reinterpretando materiales
primarios procedentes de la literatura malinterpretados por sus propios autores, se concedía
los goces de la profanación bajo la consigna de que “la sociología de la cultura es la
sociología de la religión de nuestra época” (1990: 216).
Illusio, otro de los conceptos clave de la sociología cultural de Bourdieu, es la noción
que divide estas dos miradas. La illusio es la creencia en el juego más básica (y menos
visible) que comparten, pese a todo desacuerdo, oposición o disputa, quienes participan en él.
Bourdieu lo ha ejemplificado con la historia de dos profesores de filosofía que discuten sobre
un problema de la filosofía de Heidegger. Tienen visiones completamente distintas de
Heidegger, pero si discuten es porque están de acuerdo en que la discusión es legítima,
interesante, importante y, según dice la expresión común, “vale la pena”. La illusio es a la vez
condición de las luchas que impulsan la historia de cualquier campo (se lucha porque se cree
que lo que está en juego merece que se luche) y su producto (las inversiones acumuladas en
las luchas generan creencia en el juego).
Compartida por quienes participan de un juego social, la illusio es también, sin
embargo, un obstáculo para la comprensión del juego. “Solamente se puede fundar una
verdadera ciencia de la obra de arte a condición de liberarse de la illusio y de suspender la
relación de complicidad y de connivencia que vincula a todo hombre culto con el juego
cultural para constituir ese juego en objeto” (1995: 341). La capacidad de sustraerse a la
illusio específica del campo literario o intelectual, negada a los “escritores” o “intelectuales”,
aparece así como una facultad reservada al “sociólogo científico”.
Esta oposición jerárquica entre dos miradas puede ciertamente despertar algunas
sospechas. Cabe preguntarse, en efecto, cuán satisfactorias resultan las insistentes reflexiones
epistemológicas presentes en la obra de Bourdieu a propósito de la posibilidad y eficacia de
una “objetivación del sujeto objetivante”, es decir, sobre las capacidades liberadoras de una
sociología de la sociología que incluya al mismo sociólogo como objeto, introduciendo en el
análisis sus propias determinaciones sociales para, de esa manera, escapar de ellas o al menos
restringir su ciega gravitación. Pero también, cuán convincente resulta la suposición según la
cual los escritores, a pesar del conocimiento directo y detallado que muchos de ellos pueden
alcanzar del mundo literario en el que se encuentran inmersos, ocupando a menudo lugares de
observación privilegiados, tropiezan con tan serias limitaciones para comprender sus propias
informaciones sobre ese mundo. O, reformulando la segunda pregunta de un modo particular
y más preciso: ¿cuáles fueron las ilusiones que le impidieron a Balzac comprender el campo
literario francés de principios del siglo XIX cuando escribió Las ilusiones perdidas (1837-
1843)?
La teoría del campo literario de Bourdieu, con su notable grado de sistematicidad y
precisión conceptual, puede ayudar a comprender mejor las historias de David Séchard y
Lucien de Rubempré narradas por Balzac en su trilogía (à Realismos). Esta fácil
comprobación, sin embargo, puede también subestimar la evidente inversión cronológica que
supone y el peso que los saberes propios de los escritores sobre el mundo literario o artístico
acumulados en ficciones (como La obra, de Émile Zola) o ensayos (como la Introducción a
la poética, de Paul Valéry) tuvieron, directa o indirectamente, sobre el tardío desarrollo de las
sociologías de la literatura, incluida la de Bourdieu. Sirva de ejemplo otro texto de Zola, “El
dinero en la literatura”.
Con ese artículo de 1880, Zola no sólo respondió a las quejas contra la
mercantilización de la literatura interpretándolas como protestas contra la democratización de
la sociedad y de la cultura letrada. Hizo coincidir la oposición entre quienes lamentaban la
creciente presencia del mercado en la literatura (como ya mucho antes, en 1839, lo había
hecho Sainte-Beuve en “De la literatura industrial”) y quienes se irritaban ante esos lamentos
(como el propio Zola) con la oposición entre la literatura del *Antiguo Régimen y la del siglo
XIX. Una discontinuiad profunda, ubicada alrededor del 1800, separaba dos mundos
literarios completamente distintos y marcaba el inicio de un proceso de autonomización
impulsado por el mercado: “el dinero ha emancipado al escritor, ha creado las letras
modernas” (1880: 226). La ampliación del público lector quedaba destacada como la
transformación decisiva: “Al principio, se extiende la educación y se crean millares de
lectores. El periódico penetra en todas partes, incluso los campesinos compran libros” (161).
Los periódicos habían cumplido la tarea pedagógica de introducción de ese nuevo público
lector en la cultura letrada. Y la evolución de la literatura iniciada a partir de ese corte,
afirmaba Zola, “en la actualidad ya está completa”.
A las acusaciones contra la mercantilización de la literatura, Zola respondió con un
análisis de las condiciones materiales de la literatura, antes y después del 1800. “Desde hace
tiempo, pienso que hay un estudio interesante por hacer: el de la situación material y moral de
los escritores en los siglos últimos. ¿Cuál era realmente su rango, su posición social? ¿Qué
lugar ocupaban en la nobleza y en la burguesía? ¿Cómo vivían, de qué dinero y sobre qué
base?”. Sin desarrollarlo, esbozó a lo largo de varias páginas un proyecto de investigación,
indicando sus principales documentos (correspondencias, memorias) y sus preguntas más
pertinentes, sobre los medios de subsistencia de los escritores durante el Antiguo Régimen.
En la añorada espiritualidad de la literatura francesa de los siglos XVII y XVIII, con
sus salones, academias y protectores, Zola encontraba una condición del escritor que definía,
erguido sobre la nueva dignidad de escritor enriquecido por sus obras, en los términos más
despectivos: “antiguos saltimbanquis de corte”, “antiguos bufones de antecámara” (1880:
206). Contra quienes únicamente advertían las relaciones entre economía y literatura en las
figuras decimonónicas del periodista, el folletinista o el dramaturgo, Zola exhibía los libros
de contabilidad de la literatura francesa clásica. Pero, al mismo tiempo, captaba sutilmente las
diferentes combinaciones de lo simbólico y lo económico en la producción literaria, tanto de
los siglos anteriores como de su época. Las pensiones otorgadas a los escritores por el rey o
los cortesanos ricos, observaba, tenían un carácter a la vez económico y honorífico, para el
escritor pero también para sus protectores. A Malherbe (1555-1628), con quien comenzaba su
revisión histórica, “no lo hería el regalo de una suma de dinero, pero quería que la etiqueta
fuera salvaguardada” (Zola 1880: 205) en el acto mismo de ir a recibirlo, y solicitaba a tal
efecto el envío de una carroza. Una doble transacción, económica y simbólica, de dinero y
distinción, se establecía, en las dos direcciones, entre el escritor y sus protectores.
Actualmente, concluía Zola, las pensiones y canonjías se han vuelto discretas y casi
vergonzosas, y el honor del escritor ha pasado a residir en una independencia obtenida a
través del mercado: “¿Queréis saber qué es lo que nos hace hoy dignos y respetados: el
dinero” (225). Esa independencia permitía al escritor, como se lo permitiría el mismo Zola
casi veinte años después con su J’accuse (1898), “decirlo todo, llevando su examen hasta el
rey y hasta Dios sin temer por su pan” (Zola 1880: 226). Una lectura de “El dinero en la
literatura” junto a la de El gusto literario de Levin Schücking (que vio en el naturalismo de
Zola una revolución literaria tan crucial como la del romanticismo) descubre deudas
generales y de detalle tan notorias entre esos dos textos como las que enlazan el clásico
estudio de Schücking al primer Bourdieu de “Campo intelectual y proyecto creador”.

Bibliografía citada:

Althusser, Louis
(1969) “Ideología y aparatos ideológicos de Estado (Notas para una investigación)” en
Escritos, Barcelona, Laia, 1974. (Trad. cast. de Albert Roies Qui).

Bourdieu, Pierre
(1966) “Campo intelectual y proyecto creador”, en Problemas del estructuralismo, México,
Siglo XXI, 1967. (Trad. cast. de Julieta Campos, Gustavo Esteva y A. de Ezcurdía).
(1971) “Campo del poder, campo intelectual y habitus de clase”, en Campo del poder y
campo intelectual, Buenos Aires, Folios, 1983. (Trad. cast. de Jorge Dotti).
(1984) Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990 (introducción de Néstor García Canclini;
traducción castellana de Martha Pou).
(1987) Cosas dichas, Barcelona, Gedisa, 1993. (Trad. cast. de Margarita Mizraji).
(1992) Las reglas del arte. Génesis y estructura de campo literario, Barcelona, Anagrama,
1995. (Trad. cast. de Thomas Kauf).
(1994) Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Anagrama, 1997. (Trad.
cast. de Thomas Kauf).

Bourdieu, Pierre y Wacquant, Loïc J. D.


(1995) Respuestas. Por una antropología reflexiva, México, Grijalbo. (Trad. cast. de Hélène
Levesque Dion).

Bürger, Peter
(1974) Teoría de la vanguardia, Madrid, Península, 1987. (Trad. cast. de Jorge García).
(1985) “On Literary History”, Poetics 14, Amsterdam, North-Holland Publishing Company,
pp. 199-207.
(1992) “Literary Institution and Modernization”, en The Decline of Modernism,
Pennsylvania, Pennsylvania State University Press, pp. 3-18.

Casanova, Pascale
(1999) La República mundial de las letras, Barcelona, Anagrama, 2001. (Trad. cast. de Jaime
Zulaika).

Eichenbaum, Boris
(1994) “El ambiente social de la literatura”, en Volek, Emil (ed.), Antología del formalismo
ruso y el grupo de Bajtin. Polémica, historia y teoría literaria, Madrid, Fundamentos, pp.
239-250.

Gramuglio, María Teresa


(1983) “La summa de Bourdieu”, en Punto de Vista 47, Buenos Aires, diciembre, pp. 38-42.

Gutiérrez, Alicia
(1994) Pierre Bourdieu: las prácticas sociales, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina.

Hauser, Arnold
(1951) Historia social de la literatura y el arte, Madrid, Guadarrama, 1973. (Trad. cast. de A.
Tovar y F. P. Varas-Reyes).

Moretti, Franco
(2000) “Conjeturas sobre la literatura mundial”, en New Left Review 3, Madrid, Akal
(Versión digital: http://www.newleftreview.es/?lang=es&issue=3).

Sánchez-Prado, Ignacio M.(ed.)


(2006) América Latina enla “literatura mundial”, Pittsburgh, Instituto Internacional de
Literatura Iberoamericana.

Schücking, Levin
(1931) El gusto literario, México, Fondo de Cultura Económica, 1996. (Trad. cast. de Margit
Frenk Alatorre).
Valéry, Paul
(1938) Introducción a la poética, Buenos Aires, Argos, 1944. (Trad. cast. de Eduardo A.
Jonquière).

Williams, Raymond
(1958) Cultura y sociedad 1780-1950. De Coleridge a Orwell, Buenos Aires, Nueva Visión,
2001. (Trad. cast. de Horacio Pons).
(1977) Marxismo y literatura, Barcelona, Península, 1980. (Trad. cast. de Pablo Di Masso).
(1981) Sociología de la cultura, Barcelona, Paidós, 1994. (Trad. cast. de Graziella Baravalle).

Zola, Émile
(1880) “El dinero en la literatura”, en El naturalismo. Ensayos, manifiestos y artículos
polémicos sobre la estética naturalista, Barcelona, Península, 2002, pp. 194-238 (Trad. cast.
de Jaume Fuster).

Para seguir leyendo:

Adorno, Theodor y Horkheimer, Max


(1947) “La industria cultural”, en Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sudamericana,
1987. (Trad. cast. de Héctor A. Murena).

Altamirano, Carlos (dir.)


(2002) Términos críticos de sociología de la cultura, Buenos Aires, Paidós.

Altamirano, Carlos y Sarlo, Beatriz


(1983) “La Argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria y temas ideológicos”
en Ensayos argentinos. De Sarmiento a la vanguardia, Buenos Aires, Centro Editor de
América Latina.

Balzac, Honoré de
(1837-1843) Las ilusiones perdidas, en Obras completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1967, pp.
1086-1468. (Trad. cast. de Rafael Cansinos Assens).

Elias, Norbert
(1969) La sociedad cortesana, México, Fondo de Cultura Económica, 1982. (Trad. cast. de
Guillermo Hirata).

García Canclini, Néstor


(1990) Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México,
Grijalbo.

Paz, Octavio
(1974) Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, Barcelona, Seix Barral.

Ramos, Julio
(1989) Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo
XIX, México, Fondo de Cultura Económica.

Rivera, Jorge
(1998) El escritor y la industria cultural, Buenos Aires, Atuel.

Sarlo, Beatriz
(1994) “El lugar del arte”, en Escenas de la vida posmoderna, Buenos Aires, Ariel.

Williams, Raymond
(1961) La larga revolución, Buenos Aires, Nueva Visión, 2003. (Trad. cast. de Horacio
Pons).

Você também pode gostar