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MICHEL MESLIN

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CIENCIA DE LAS RELIGIONES

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APROXIMACION A UNA CIENCIA DE LA 4/04
P.V.P. 14,00 CRISTIANDAD

Cl~et 1111111111111111111111111111 11
Roger de Lluria, 5 - 08010 Barcelona
EDICIONES CRISTIANDAD
ACADEMIA CHRISTIANA

APROXIMACION
A UNA
CIENCIA DE LAS RELIGIONES

En la portada:
Escena de los festivales panatenaicos de Atenas.
De un ánfora del s. VI a.e., atribuida
al pintor Eufiletos.
ACADEMIA CHRISTIANA

Primeros volúmenes:

1. E. O. James: Introducción a la historia comparada de las


religiones. 353 págs.
2. L. BoH: Gracia y liberación del hombre. Experiencia ,.
doctrina de la gracia. 302 págs.
3. E. Lohse: Teología del Nuevo Testamento. 286 págs.
4. J. Martín Velasco: Introducción a la fenomenología de la
religión. 324 págs.
5. M. Meslin: Aproximación a una ciencia de las religiones.
267 págs.
6. F. Bockle: Moral fundamental
7. M. Benzo: Hombre profano - hombre sagrado. Tratado de
antropología teológica. 277 págs.
8. G. Baum: Religión y alienación. Lectura teológica de la
sociología
9. R. H. Fuller: Fundamentos de la cristología neotestamen-
taria. 286 págs.
MICHEL MESLIN

APROXIMACION
A UNA
CIENCIA DE LAS RELIGIONES

EDICIONES CRISTIANDAD
Huesca, 30-32
MADRID
Este libro fue publicado por
EDITIüNS DU SEUIL, París, con el título
POUR UNE SCIENCE DES RELIGIONS

Lo tradujo al castellano
G. TORRENTE BALLESTER
de la Academia Española de la Lengua.

Derechos para todos los países de lengua española en


EDICIONES CRISTIANDAD
Madrid 1978

Depósito legal: M. 40.279 - 1978 ISBN: 84-7057-245-8

Printed in Spain
TORDESILLAS, ORGANIZACIÓN GRÁFICA - Sierra de Monchique, 25 - MAnRID-18
CONTENIDO
El hombre y lo sagrado ... ... ... ... ... '" ... ... ... .., 11

1
HISTORIA DE LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES

1. La crítica religiosa antigua ... ... ... ... ... ... 25


2. Racionalismo y sentimiento, individuo e historia 37
3. Psicología y animismo '" 49
4. Sociedades y religión oo. oo' '" 63
a) La sociología positiva .. , oo' oo 63
b) La sociología dialéctica oo. oo. oo. 71
5. Lo irracional en lo sagrado ... ... ... '" '" 75

II
CONSIDERACIONES ACTUALES
SOBRE EL FENOMENO RELIGIOSO

1. Los presupuestos sociales del fenómeno religioso 89


a) Economía y religión. Las sociologías «compren-
sivas» oo' oo, .. , oo. oo. oo' oo. 'oo ... 'oo ... oo.... 90
b) El análisis sociológico de los tipos y de las estruc-
turas religiosas ... .., ... oo. ... ... '" 1O3
e) La estructura de la Iglesia ... oo • • oo oo. 107
d) Las estructuras contestatarias: las sectas 113
2. Psicoanálisis y religión .. , .oo oo' ... ... oo. 119
a) La interpretación freudiana de la religión 119
b) Creer, después de Freud, o la antropología psico-
analítica oo, oo. oo' oo' ... .oo ... ... 128
e) Psicología analítica y religión: la obra de
C. G. Jung ... oo, .. , oo' .oo oo' ... ... oo . . . , .. , 134
3. Fenomenología religiosa y morfología de los fenóme-
nos religiosos " ." , .. , 145
10 Contenido
a) Fenomenología y religión '" '" '" 145
b) Fenomenología religiosa e historia de las religiones. 148
e) Morfología de los fenómenos religiosos 151
4. Historia y estructura: El comparativismo .. , ... 159
a) Historia y estructura oo' ••• oo ,. oo' 163
b) La humanización de lo divino oo' oo. 169
5. El análisis estructuralista y lo sagrado oo ••• 175
a) Estructura y símbolo '" oo oo' 175
b) El pensamiento mítico '" ... '" oo' ••• .., 177
e) El estructuralismo y lo sagrado .. , oo' oo' 184

III
MITOS Y SIMBOLOS

1. El simbolismo religioso '" oo ••• ••• 201


a) La función simbólica '" oo. '" ••• ••• 201
b) Las teorías psicoanalíticas del simbolismo 207
e) La hermenéutica de los símbolos religiosos 214
d) La eficacia simbólica 221
2. Sobre los mitos .... " ... 225
a) La función de los mitos , ... 226
b) La muerte de los mitos oo' ••• ••• .oo oo' 237
e) Mito y fe cristiana '" oo .oo .oo .oo .. , 244
d) Remitificación contemporánea ." .oo ... 249

Conclusión: Sobre la antropología religiosa ... 255

Indice analítico '" '" .. 263


EL HOMBRE Y LO SAGRADO
Este libro es una iniciación a la búsqueda y a la comprensión
del fenómeno religioso, considerado a través de la variedad de
las múltiples experiencias de las culturas humanas. Esto es lo que
el título de la obra, voluntariamente austero, pretende significar.
Su pretensión abarca, en efecto, el estudio de los métodos de
análisis y de comprensión del homo religiosus} fenómeno univer-
salmente extendido, pero extraña combinación de un hombre
considerado en su dimensión plena y colectiva, así como en la
realidad vivida y original de cada una de sus creaciones, y de
algo más que parece desbordarlo y que él considera como reali-
dad trascendente, 10 sagrado.
En otros términos, 10 que tenemos que analizar y compren-
der es el conjunto de las estrechas relaciones que pueden, a 10
largo de toda la historia humana, unir al hombre con esa reali-
dad que él considera superior a sí mismo, así como las causas de
esas relaciones y su influencia en el comportamiento humano.
Pero, ¿no será necesario, para hacerlo, definir previamente la
religión como tal, analizar los fundamentos de una creencia teni-
da como real y afirmar la existencia misma del objeto de cual-
quier clase de fe? Contrariamente a la opinión de algunos, no
creo que ese paso sea conveniente 1. Porque no se trata ya de que
una definición general de la religión sólo pueda ser aproximada,
inadecuada -al encubrir el término realidades muy diferen-
tes-, sino de que dicha metafísica previa falsearía el sentido de
toda búsqueda científica en este ámbito. En efecto, resulta del
todo evidente que sólo podemos captar la experiencia que el
hombre conoce de lo sagrado a través de 10 que él nos dice de
ello por medio de sistemas de expresión teóricos, conceptuales,
rituales o simbólicos, lenguajes todos ellos, por naturaleza, huma-
nos. De modo que serán necesarias varias hermenéuticas para
la comprensión de esos distintos lenguajes por los que el hombre
expresa sus relaciones con lo sagrado e intenta rechazar la an-
gustia fundamental de su propia existencia en un universo donde,
según términos de Heidegger, se encuentra arrojado y abando-
nado a la muerte. De la misma manera que apenas podemos saber
qué es un sueño soñado, sino que sólo 10 conocemos mediante

1 Por ejemplo, Pinard de la BoulIaye, L'Etude comparée des religions,


tomo II (París 1925), 5; y, más recientemente, B. Minozzi, Introduzione
alto Studio della Religione (Florencia 1970), 5, para quien una ciencia de
las religiones que nos plantease el problema de la existencia de Dios, renun-
ciaría a establecer la existencia misma de la religión, y de esta manera
perdería, junto con su objeto de estudio, su razón de ser.
14 El hombre y lo sagrado

el lenguaje del soñador despierto, así también sólo conocemos


10 sagrado a través del hombre que 10 manifiesta. Ahora bien, 10
sagrado se manifiesta a través de conceptos, mitos, símbolos que
el hamo religiosus sólo experimenta como modos de hablar, apro-
ximaciones, ideogramas más o menos inadecuados a su finalidad.
Se trata de simples transcripciones humanas de una realidad que
permanece, en cuanto tal, más o menos oculta al hombre, pero
con la cual éste intenta relacionar su acción. Lo sagrado queda
así definido como una relación.
Parece, pues, esencial establecer constantemente una distin-
ción entre los dos movimientos de todo acto religioso: la capta-
ci6n por el hombre de 10 sagrado, considerado como una realidad
objetiva y trascendente a través de una experiencia racional o
emocional, poética o simbólica, y la expresión que él ofrece de
dicha realidad al hacerla inmanente. Pues esta expresión, que el
hombre formula en sus diversos lenguajes, no es simplemente
la descripción de lo sagrado como objeto exterior al hombre,
sino a la vez testimonio de una relación entre el hombre y otra
cosa, de una posesión particular por la cual intenta modificar
su propia vida. Y así, todo conocimiento de 10 sagrado es sen-
tido como experiencia de una potencia superior en el orden na-
tural de las cosas. Esta potencia transforma todo aquello en lo
que se manifiesta, hombre, animal, objeto, y determina respecto
a ella actitudes particulares del hombre: amor, temor, deseo de
posesión. La irradiación de 10 sagrado aparece, pues, a la vez
como benéfica y peligrosa, y la función primordial de los ritos,
que son creaciones humanas, intenta establecer una conciliación.
De esta manera se pone de manifiesto la ambivalencia del fenó-
meno religioso. Dado que sólo podemos captar 10 sagrado allí
donde afecta a la existencia misma del hombre, podemos delimi-
tar sus contornos mediante análisis de tipo lingüístico, histórico,
sociológico. Y así podemos estudiar las diversas coyunturas, his-
tóricamente establecidas, entre el hombre y 10 sagrado. También
podemos intentar analizar los diversos sistemas de representacio-
nes religiosas haciendo resaltar ante todo su antropomorfismo.
Pero lo que podemos llegar a percibir por este camino, a través
de las respuestas elaboradas por el hombre para paliar la miseria
de su condición, es un sagrado-vivido, históricamente poseído en
un tiempo y un espacio dados, y cuya expresión es resultado, en
gran parte, de la cultura original del hombre religioso. En este
sentido s6lo hay, pues, religión susceptible de análisis científico,
en las múltiples experiencias religiosas de la humanidad. Porque
El hombre y lo sagrado 15

no podemos separar el estudio científico de la comprensión huma-


na de lo sagrado-objeto, de aquella del sujeto, autor de la expre-
sión de experiencia tal, o sea, el hombre. De modo que nunca
conseguiremos más que un reflejo de lo sagrado, difícilmente
aislable en el embrollo de las conductas individuales y colectivas
del hombre, de este hombre siempre diferente, pero constante-
mente en busca de algo idéntico absoluto trascendente. El hecho
es que, al cabo de todos los análisis de las motivaciones y de los
comportamientos religiosos del hombre, terminados siempre ante
un núcleo irreductible a cualquier tipo de investigación humana
y que constituye la componente principal del hombre religioso, la
que fundamenta su especificidad religándolo a algo trascendente,
lo sagrado, causa profunda de los lenguajes míticos y rituales,
objeto indescriptible de una incesante búsqueda humana, la rea·
lidad inaccesible, percibida objetivamente en la multiplicidad de
las creencias y los cultos. No hay, pues, que esforzarse, para
comprender que el estudio de ese hombre religioso constituye,
a pesar de su apertura hacia el misterio, una de las ramas impor-
tantes de las ciencias humanas, en una época en que éstas inten-
tan dar una explicación global del hombre. La ciencia de las reli-
giones debe, pues, integrarse naturalmente al discurso humano
sobre el hombre. Pero conviene delimitar con precisión su objeto
y sus funciones.
Ante todo hay que hacer constar una dificultad de vocabu-
lario. El término «Ciencia de las religiones» es quizá la trans-
cripción un poco rígida de la palabra Religionswissenscha/t em-
pleada por vez primera en 1867 por Max Mül1er, y que resulta,
naturalmente, casi intraducible. Por la misma época, en Francia,
E. Burnouf instaba a la constitución de una «ciencia de los ele-
mentos aun dispersos y que, quizá por vez primera, denominamos
Ciencia de las religiones» 2. Pero, de hecho, la tradición univer-
sitaria francesa, muy influida por las teorías positivistas, ha pre·
ferido durante mucho tiempo hablar de «Historia de las religio-
nes» y, después, de «Historia comparada de las religiones», sig-
nificando así una claro progreso hacia un análisis más completo
de las realidades religiosas. Y aunque este término nos resulte
actualmente demasiado restrictivo, hay que reconocer que la cien-
cia de las religiones depende en gran medida de la historia de
las religiones, es decir, del conocimiento empírico de lo sagrado-
vivido, verificado a partir de estudios rigurosamente científicos

2 S. Burnouf, La Science des religions (París 1870).


16 El hombre y lo sagrado

sobre todas las formas religiosas conocidas, tanto en el estadio


presente de la Humanidad como en los distintos momentos pa-
sados que los documentos permiten todavía alcanzar. Esta histo-
ria de las religiones de los pueblos y de las Iglesias, en sus dis-
tintos períodos, responde a una concepción positiva y cronológica,
e intenta establecer de nuevo la evolución, el encadenamiento de
creencias y de ritos, de dogmas y de instituciones. Cualesquiera
que sean sus méritos, dicha historia está muy lejos de poder
abarcar todo el ámbito del comportamiento del hombre religioso.
La ciencia de las religiones no puede conformarse con descri-
bir las diversas experiencias religiosas de la Humanidad, ni siquie-
ra con compararlas entre sí en el mero plano de la evolución
histórica. Porque esos hechos religiosos inventariados, clasifica-
dos, comparados, dispuestos en el tiempo y en el espacio, son in-
separables del hombre que se sirve de sus propias estructuras
psíquicas y mentales para expresar lo que a veces concibe como
indecible. Como ya hemos dicho, toda expresión de lo sagrado
es sólo su interpretación humana. El análisis que puede hacerse,
por ejemplo, de las expresiones simbólicas, pone claramente de
manifiesto esta relación fundamental: toda hierofanía, toda sa-
cralidad, es histórica porque, desde el momento en que el hombre
verifica a través de ella la experiencia de lo sagrado, la revela-
ción más o menos completa que logra de la misma se torna his-
toria, integrándose en su haber mediante una toma de conciencia
más o menos clara. Cualquiera que sea la fuerza de obligatoriedad
de las tradiciones que transmiten una experiencia religiosa, el
contenido de ésta está condenado a padecer la usura de la dia-
cronía. Se plantea, pues, el problema de saber si esta usura del
tiempo, que corroe las distintas modalidades de expresión de lo
sagrado, no acaba modificando más o menos profundamente la
visión objetiva que los hombres pueden tener de ello. Y entonces
resulta evidente la importancia de las investigaciones de orden
psicológico, tanto para explicar esos modos de expresión de lo
sagrado, cuanto para comprender sus múltiples variaciones. Ahora
bien, la psicología sólo puede abordar el análisis de los hechos
religiosos en el terreno donde acontece su encuentro con los mis-
mos, o sea, en lo existencial. Sólo puede captarlos en su interfe-
rencia con los comportamientos humanos. Pero puede, en cam-
bio, desentrañar su expresión simbólica. Toda la psicología de las
profundidades nos revela, en efecto, la incesante manifestación,
consciente o no, individual y colectiva, de imágenes, de símbolos,
de modos de representación que son como los sueños del hombre
El hombre y lo sagrado 17

histórico. Y ¿cómo podría no influir la realidad de este incons-


ciente en el comportamiento del hombre religioso? Y ¿cómo
podría desglosarse el análisis de lo sagrado-vivido del conocimien-
to de ese ámbito arquetípico e inconsciente?
Pero no podemos reducir el análisis de los fenómenos religio-
sos al de unos comportamientos individuales, por mucha que sea
la luz aportada sobre este punto por las teorías psicoanalíticas. Ni
encerrar tampoco los fenómenos religiosos en una especie de ghet-
to, aislándolos de las demás actividades humanas. En efecto, los
hechos religiosos se manifiestan en los grupos humanos según
cierta proporción colectiva que hay que incorporar a nuestra
investigación. ¡No se trata de que los fenómenos religiosos sean
fenómenos sociales por simple multiplicación de individualidades!
Su existencia no se fundamenta sólo en lo cuantitativo. La im-
portancia del culto imperial en Roma no se explica sólo por el
número de hombres que honraban al César como a un dios, sino
que adquiere un valor más amplio en la existencia cotidiana de
un mundo unificado por Roma, por el hecho de que es el culto
reconocido por la totalidad de los poderes militares, jurídicos,
económicos, y que constituye así el factor más seguro de lealtad
política, el vínculo de cohesión social más fuerte entre todos
cuantos participan en la cultura romana. Es fácil encontrar otros
ejemplos que demuestran que los fenómenos religiosos, al des-
arrollarse más o menos masivamente, informan una conciencia
colectiva que hace referencia a generalidades y en seguida se
vuelve obligatoria. La segregación, la persecución de los incon-
formistas, de los heréticos, de los separados, reviste múltiples for-
mas. Es, pues, evidente que toda vida religiosa es, en buena me-
dida, ante todo una reglamentación tanto de las relaciones del
hombre con sus semejantes como con las potencias superiores de
lo sagrado. El caso resulta flagrante en los sistemas religiosos
en que el acceso a lo sagrado sigue siendo atributo de un pequeño
número de elegidos, de funcionarios escogidos y dotados de pode-
res y de una autoridad particular. Uno de los principales resul-
tados, como veremos, de la escuela sociológica francesa consiste
en haber demostrado que en la base de los hechos religiosos yace
la elaboración de los vínculos sociales. Esta constante, descu-
bierta a partir del estudio de las sociedades primitivas australia-
nas, se encuentra en muchas otras culturas, como lo atestigua el
simple ejemplo de los cultos orientales. Su éxito en el mundo
antiguo se explica en gran parte porque proponían nuevos víncu-
los sociológicos entre los fieles y los dioses y entre los propios
2
18 El hombre y lo sagrado
fieles, vínculos que trascendían la organización religiosa colectiva
y obligatoria de la ciudad antigua. Por lo demás, ¿acaso los di-
versos lenguajes mediante los que el hombre expresa la com-
prensión de lo sagrado no son ya un medio de comunicar a sus
semejantes la realidad de una experiencia peculiar?
En este sentido podemos preguntarnos entonces por la acti-
tud del hombre en la trama social donde se inscribe su actividad
de hombre, y preguntarnos por la parte de la conciencia que
aquél posee de lo sagrado que corresponde a la sociedad. El
hecho de que en la antigüedad griega el asesinato haya sido
concebido al principio como una mancha que excluía al asesino
de la comunidad, antes de convertirse en homicidio incurso en
unas penas judiciales pronunciadas por el tribunal de la Ciudad,
es claro ejemplo de las transformaciones posibles de las estruc-
turas religiosas bajo el efecto de una mutación social. Por su-
puesto, las respuestas son variables, casi infinitas, según que lo
sagrado pueda ser, o no, percibido por el hombre que vive en
sociedad, o por el individuo más o menos liberado de las impo-
siciones religiosas colectivas. Sin embargo, la importancia de las
actitudes colectivas frente al mundo, el dinero, la guerra, el amor
-o su repulsa-, por unos hombres que comparten la misma
experiencia religiosa, atestigua la enorme importancia de esta
dimensión social a la que la ciencia de las religiones debe prestar
la mavor atención.
E~tos pocos puntos, mencionados sumariamente, bastan para
mostrar que, por las diversas interrogantes que plantea, la cien-
cia de las religiones se sitúa en la confluencia de varias disciplinas:
historia, fenomenología, psicología, sociología, cuyos métodos y
aportaciones utiliza con provecho, siempre conservando respecto
a ellas una indudable originalidad. Porque si bien su finalidad no
estriba en juzgar los progresos del espíritu humano en su ca-
mino hacia la posesión de una verdad metafísica o teológica, sin
embargo pretende superar la noción empírica de los hechos reli-
giosos para llegar a la comprensión interna de lo sagrado-vivido.
Así, pues, habrá de seguir el movimiento que va del estudio de
los diversos sistemas religiosos conocidos, al de sus estructuras
fundamentales -ritos, mitos, dogmas, símbolos- para por último
llegar al análisis de los contenidos subjetivamente vividos por el
hombre religioso, es decir, lo que en estas estructuras y estos
sistemas religiosos constituye lo que es o fue su parte más viva.
Semejante proyecto es ambicioso, amplio como lo es su objeto
mismo, el mundo de lo sagrado, el universo religioso del hombre
El hombre y lo sagrado 19

multiplicado por tantas perspectivas como culturas humanas. Aho-


ra bien, esto determina claramente la diferencia que separa la
ciencia de las religiones de cualquier teología, de la que a veces
se ha pretendido convertirla en humilde sierva, e instrumento de
una apologética ingenuamente tosca. A primera vista, es cierto,
ambas estudian las relaciones del hombre con Dios, o con lo
divino. Pero, ¡cuántas diferencias, en la realidad! La teología es
un discurso del hombre sobre Dios. Tiene por objeto la esencia
misma de una religión considerada como la única verdadera y au-
téntica. Y aunque algunos lo afirman precipitadamente en nues-
tros días, su tarea primordial no consiste en el debate de la
sociedad civil y religiosa, sino en plantear unas reglas de razo-
namiento, en describir el objeto de la fe y en conceptualizarlo
racionalmente; en desarrollar, en fin, una ética en correlación
con lo que estima que sea la verdad. En pocas palabras, la teo-
logía es una ciencia normativa cuyos pasos están siempre con-
dicionados por la fe en su propia verdad. Por naturaleza, pues,
es exclusivista y frecuentemente unitaria. La ciencia de las reli-
giones no puede asombrarse ni indignarse de ello en nombre de
una objetividad científica ideal que sólo ella podría alcanzar: se
trata de dos gestiones de índole diferente. Cualitativa y cuanti-
tativamente, la ciencia de las religiones tiene un campo de estudio
completamente distinto del de las teologías. De hecho, éstas res-
ponden a la siguiente pregunta: «¿Qué debemos creer? Y ¿por
qué debemos creer esto?» Mientras que la ciencia de las religio-
nes se interesa por todo cuanto los hombres creen. Y no por
mera curiosidad, que algunos creyentes juzgan, demasiado precipi-
tadamente, peligrosa en la medida en que sus análisis desmante-
larían los valores religiosos reduciéndolos al nivel de simples re-
presentaciones, y así terminarían en una especie de relativismo
más o menos teñido de escepticismo. Por el contrario, el sentido
de lo sagrado resulta avivado, reforzado, enriquecido, mejor com-
prendido por la gestión múltiple de la ciencia de las religiones,
merced al respeto de que da testimonio tanto por las creaciones
como por las percepciones religiosas humanas 3. La ciencia de
las religiones desemboca en realidad en una concepción más nue-
va y más comprensiva de lo que cada una de las religiones repre·
senta para sus propios adeptos, pretendiendo ante todo captar,

3 Es esto lo que con exactitud había ya pensado J. Wach, Tbe Meaning


and Task 01 tbe History 01 Religions, en Essays on the Problem 01 Un-
derstanding, ed. J. Kitagawa (Chicago 1967), 4s.
20 El hombre y lo sagrado

para mejor comprenderlos, la significación de los lenguajes re-


ligiosos y su intención profunda. Y, así, analiza, compara, ex-
plica, comprende 10 mejor posible, e intenta reflexionar mediante
un análisis riguroso; y, después, la síntesis, pasando de la expe-
riencia de 10 sagrado-vivido a la ideación, esforzándose en re-
emplazar -según la frase profunda de Jean Baruzi- «10 que
sólo se da en apariencia por lo que se da en realidad» 4.
Acabamos de mostrar rápidamente que la investigación y la
comprensión del hombre religioso constituyen un objeto real del
análisis científico. Ahora conviene que la iniciación se desarrolle
en tres tiempos sucesivos. Exponer brevemente las grandes líneas
de la historia misma de la historia de las religiones nos parece
tanto más necesario cuanto que, desde la antigüedad griega, las
más diversas teorías han sido esbozadas. Este problema es funda-
mental, y ha apasionado siempre a los hombres. Concretamente,
los cien últimos años han visto, con la aparición y el desarrollo
de las ciencias del hombre, multiplicarse muchos análisis y des-
cripciones de fenómenos religiosos. Y, cual conviene a tema tan
capital, las pasiones no han dejado de brotar; y con frecuencia
se han interferido en las exigencias metodológicas y han podido
dejar creer en la preponderancia de una sola explicación. Y así
se desarrolló la ilusión de que esta clave permitiría, por sí sola,
penetrar en la caverna del hombre religioso y desvelar su miste-
rio. Conviene, pues, comprender la importancia de las diversas
corrientes de explicación del fenómeno religioso, delimitar sus
influencias y sus líndes, y sobre todo mostrar cómo, poco a poco,
la ciencia de las religiones ha sabido desentenderse de disciplinas
originales y acaparadoras, hasta erigirse en auténtica ciencia, au-
tónoma tanto en sus modalidades como en su objeto. Nosotros
analizaremos a continuación críticamente los principales métodos
actuales que permiten aproximarse al hecho religioso y explicarlo.
Y finalmente, yendo hasta lo más profundo de las estructuras
del fenómeno religioso, intentaremos definir el papel y la función
de los mitos y los símbolos.
Siento especial debilidad por la imagen metafórica que pro-
mueve el esquema de este libro: la de las obras para órgano.
Y no por cualquier índole de coquetería estructuralista -pienso
en la página de Lévi-Strauss sobre los caracteres comunes del

4 Lección inaugural en el Colegio de Francia, 6 de febrero de 1934,


p.35.
El hombre y lo sagrado 21

mito y la música 5_, sino más íntimamente, y por una tendencia


profunda, como si para explicar esta disciplina, que es la mía,
sólo convinieran la complejidad y la riqueza del instrumento más
bello que el genio del hombre ha inventado. Pero también, por
evidentes razones de método, las diversas técnicas de investiga-
ción del fenómeno religioso que concurren en la formación de
la ciencia de las religiones son otros tantos teclados y combina-
ciones, la totalidad de cuyas posibilidades debemos saber utilizar.
La Gran Interpretación Total expone, en obertura, el tema fun-
damental y el hilo conductor de este libro, el del hombre reli-
gioso. Lo mismo que la Cantata BW147, este cantus firmus re-
presenta para mí la perennidad del alma humana. Sigue un Ricer-
care que permite encontrar los primeros temas de nuestra disci-
plina: el carácter noble y serio de esta forma arcaica parece con-
venir a esos contrapuntos antiguos por los que el hombre ha
intentado, desde hace mucho tiempo, definir sus relaciones con lo
sagrado. Las Variaciones para Coral describen a continuación el
tema único del fenómeno religioso, tomado de nuevo y tratado
distintamente según los principales métodos actuales. La libertad
de improvisación, sin embargo muy organizada, de la Doble Fuga,
intenta explotar sistemáticamente los recursos aportados por las
hermenéuticas actuales acerca de dos temas, voluntariamente ele-
gidos en razón del interés y de la novedad de las investigaciones
que supone. El Final repite, amplificándolos, los temas tratados,
y hace resaltar, como si fuera promovido por el pedal de domi-
nante, hasta qué punto el problema de lo sagrado está ligado a
toda la antropología.
Y, por último, debo precisar que en este ensayo he hecho
una personal selección entre la inmensidad de la bibliografía in-
ternacional sobre el tema. He limitado mi pretensión a lo que
creo que es esencial. Conozco, mejor que cualquiera, las lagunas
que tal proyecto implica. Sin embargo, me gustaría que se com-
prenda que algunos silencios no son factores de la ignorancia,
sino que manifiestan la negativa a participar en controversias
inútiles y la voluntad de poner un poco de orden en un ámbito
donde, en el momento actual, está produciéndose una innegable
inflación literaria.

5 Le CTU et le Cuít, 23.


ORIENTACION BIBLIOGRAFICA

Ch.-H. Puech estableció una bibliografía general, que figura al prin.


cipio del primer volumen de la colección «Mana», La Religion égyptienne
(París 1944) XVII a XLVIII.
El libro de R. Caillois, L'Homme et le Sacré (París 21950) y el de
M. Eliade, Le Sacré et le Profane (París 1965; trad. española, Madrid, 1967,
21973) constituyen, cada uno en su género, una introducción al problema
del hombre religioso. A estos dos hay que añadir los «Prolegómenos» de
A. Brelich, Histoire des religions, tomo I (París, Enciclopedia de la PIe·
yade, 1970) 3-59.
1

HISTORIA DE LA
HISTORIA DE LAS RELIGIONES
1
LA CRITICA RELIGIOSA ANTIGUA

No resulta posible, dentro de los límites de este libro, es-


tablecer un balance exhaustivo de las sucesivas aportaciones de
cada generación a la constitución de una ciencia de las religiones.
En un resumen muy sucinto, hay que resignarse a dar preferen-
cia, en razón de su particular importancia y de los ulteriores
desarrollos de estas teorías, a tres períodos: el mundo antiguo
donde la aparición del pensamiento filosófico determinó una
toma de conciencia crítica de los problemas religiosos; la época
del racionalismo moderno y las reacciones por éste suscitadas; y,
por último, aquel1a en que aparecieron, a partir del siglo XIX, las
ciencias del hombre.

Algunos problemas propios de la ciencia de las religiones sur-


gieron ya desde la antigüedad griega, sin duda porque el sistema
religioso de la ciudad antigua permitió a algunos pensadores si-
tuarse como observadores críticos y objetivos. La ausencia de
toda revelación divina y de una verdadera teología convertía a
las representaciones humanas de lo divino en fuentes únicas de
la religión griega. Por 10 mismo, éstas se encontraban sometidas
a la libre crítica de la razón humana. En la Grecia clásica, el
hombre desligado de un estadio primitivo en que había atribuido
poderes sagrados a unos objetos materiales, resultó encontrarse
en contacto con el mundo de los dioses únicamente por la media-
ción obligatoria de su comunidad social. Toda relación entre los
hombres y las potencias divinas pasa luego obligatoriamente a
través de las estructuras sociales, y la piedad griega sólo accede
al objeto divino por mediación de las agrupacones políticas. Se-
mejante sistema religioso llevaba ineludiblemente en sí mismo
los gérmenes de tensiones y conflictos, a través de los cuales
aparecen los primeros esbozos de una ciencia de las religiones.
En primer lugar, la elaboración de una crítica, motivada por
una toma de conciencia individual, de las contradicciones existen-
tes entre determinadas representaciones religiosas del mundo y
la imagen científica contemporánea. El ejemplo más célebre es el
conflicto que estalló en el siglo v entre las concepciones de la
astronomía empírica de los físicos pitagóricos y las aseveraciones
26 Historia de la Historia de las Religiones

oficiales de la religión de la Ciudad. La restauración religiosa


de los Pisistrátidas había, en efecto, impuesto los textos homé-
ricos como una especie de sagrada Escritura del helenismo. Según
estos mitos, el Sol, Helios, era un dios, testimonio infalible de
todas las cosas y protector de los juramentos humanos. El que
determinadas teorías científicas pudieran ver en dicho astro una
simple masa incandescente fue reputado de manifiesta impiedad
que arruinaba el orden sagrado de la Ciudad. Pretender penetrar
en los secretos de la naturaleza de los cuerpos celestes era dis-
gustar a los dioses. El testimonio de Plutarco resulta en este
punto muy claro: «No se podía tolerar a aquellos físicos, aque-
llos meteoró1ogos que, al atribuirlo todo a causas desprovistas de
razón, a fuerzas irracionales y a ineludibles revoluciones, hadan
pedazos .la divinidad.» Sabido es que, a pesar de la amistad de
Pericles, Anaxágoras de Clazomene tuvo que exiliarse, bajo la
acusación de impiedad, por haber sostenido que los astros, Sol y
Luna, eran masas, incandescente la una y terrosa la otra, de na-
turaleza idéntica a la de los cuerpos terrestres. El examen de un
aerolito caído en el 468/7 en Egos-Potamos, le había permitido
convencerse de la realidad de un monismo cósmico. Y también
Sócrates tendría que defenderse de la acusación de ser discípulo
suyo: «¿Por qué, Meletos, dices esto? ¿Acaso no reconozco que
el Sol y la Luna son, no obstante, dioses tal como los hombres
creen?» (Apología, XIV d.). De modo que el replanteamiento
de las representaciones tradicionales y populares del cosmos im-
plica un atentado a la integridad de la religión cívica. En el li-
bro XII de Las Leyes, Platón sacará la conclusión de aquello:
«Los cuerpos celestes que se ofrecían a su vista les aparecieron
llenos de piedras, de tierra, de materias humanas, a las que atri-
buyeron las causas de la armonía del universo. Pero esto provocó
tantos procesos de impiedad, tantas acusaciones de ateísmo, que
muchos hombres se vieron desviados del estudio de aquellas
ciencias.»
Resultaba inevitable pasar de la crítica de las representaciones
religiosas del cosmos a la de los dioses mismos. No en nombre de
un ateísmo fundamental, sino impulsados la mayoría de las veces
por una piedad más exigente, y en nombre de un sentimiento más
profundo de la trascendencia de lo divino. Jenófanes de Colofón
es el primer eslabón de una cadena de espíritus religiosos que
se levantan contra todo antropomorfismo en la representación de
lo divino. Este Jonio, contemporáneo de Pitágoras y maestro del
filósofo Parménides, profesó, a lo largo de una vida errante, tea-
La crítica religiosa antigua 27

rías sorprendentes. Hablaba de la infinidad de la tierra, de la


pluralidad de los mundos habitados, del eterno retorno de las
vidas y de la historia humana. Pero sobre todo, criticaba la con·
cepción tradicional de un politeísmo antropomorfo. Las imágenes
de los. dioses impuestas por la tradición de Homero y de Hesiodo
son indignas de su objeto: «Ellos atribuyeron a los dioses todo
cuanto entre los mortales es considerado oprobio y vergüenza,
robos, adulterios, engaños recíprocos» 1. Pero, además, dichas
representaciones son inadecuadas: «Los mortales se imaginan que
los dioses son engendrados como ellos, que llevan vestidos y que
poseen voz y cuerpo semejantes a los suyos» 2. El hombre se
representa pues la divinidad a su propia imagen: «El negro cree
que la nariz de los dioses es chata y negra, y el dios tracia es
rojizo y tiene ojos azules ... De la misma manera que si los bueyes
o los caballos supieran pintar, pintarían dioses semejantes a
caballos o semejantes a bueyes, lo mismo encontraríamos imá·
genes divinas análogas a las de todas las especies animales» J.
Ahora bien, más que el aspecto polémico y burlón de este peno
samiento hostil al politeísmo antropomorfo, debemos retener su
afirmación de una divinidad única, lugar de toda perfección:
lo divino sólo puede ser omnisciente, omnipotente, inmóvil y
omnipresente: «Sólo hay un dios único, maestro soberano de los
dioses y de los hombres, que no se parece a los mortales ni en
el cuerpo ni en el pensamiento. Todo él es visión, todo él es
pensamiento, todo él es oído, y sin el menor esfuerzo lo mueve
todo por la fuerza de su espíritu» 4. Así, pues, con ]enófanes
quedaba formulada una idea que volvería a ser aprovechada sin
cesar hasta los más recientes análisis del fenómeno religioso: por
vez primera queda anunciada la relación existente entre el hom·
hre y la representación que éste se hace de lo sagrado. A partir
de entonces, la imagen, la eikon} no forma parte integrante de
ninguna revelación; puede ser sometida a libre examen, discutida,
y aun rechazada en nombre de una mayor exigencia religiosa.
Pero esta crítica de las imágenes sagradas tenía que alcanzar por
fuerza a los propios ritos. El paso dado por Heráclito al criticar

I Fragmento XI.
2 Fragmento XIV.
J Fragmentos XV y XVI. El eco de esta teoría volvemos a encontrarlo
en una aplicación polémica en Eusebio de Cesarea, Praeparatio Evangelica,
XIII, 13 y, con mayor comprensión del pensamiento de ]enófanes, en
Montaigne, Ensayos, II, Xii.
4 Fragmentos XXIII y XXV.
28 Historia de la Historia de las Religiones

a los que pretendían purificarse embadurnándose con la sangre


de las víctimas y dirigían sus oraciones a estatuas, puede ser
comparado al del profeta Amós, anterior en unos dos siglos, al
denunciar los holocaustos y los sacrificios de animales cebados.
En ambos encontramos la misma advertencia dirigida al hombre
que cree dominar mediante ritos la omnipotencia de lo sagrado» 5.
Desde el momento en que los mitos dejaron de ser colectiva-
mente vividos y unánimemente aceptados como transcripción en
lenguaje humano de una experiencia vivida, la misma crítica de
las representaciones religiosas les fue aplicada con innegable vi-
gor. Estos mitos griegos, cuya significación inmediata se había
perdido y cuya eficacia ya no se dejaba sentir, se encontraron
como rodeados por cierto misterio simbólico a cuyo desentraña-
miento se aplicaron no pocos esfuerzos. Y fue también Heráclito
de Efeso quien formuló los más penetrantes juicios, mostrando
que los mitos no son más que símbolos de la verdad, que indican,
sin agotarla, la esencia oculta de lo divino: «Lo Uno, la única
Sabiduría, repugna y sin embargo admite ser llamado por el nom-
bre de Zeus.» Los mitos son, pues, una especie de arropamiento
popular de una verdad divina. Las nociones que expresan, los
símbolos con que el relato mítico está tejido, son sólo represen-
taciones aproximadas de una verdad sagrada: «El populacho tiene
por maestro a Hesiodo; se cree que era un gran sabio, cuando
en realidad no sabía distinguir el día y la noche. Y, efectiva-
mente, se trata de una misma y única cosa» 6. Porque el mito
contiene la esencia oculta de lo divino.
Pero el pensamiento griego, sometido a la presión de un
racionalismo cada vez más acusado, se dedicó con mejor dispo-
sición a desarrollar una interpretación alegórica de los mitos. Por
ejemplo, Teógenes de Región, para quien los dioses son única-
mente las fuerzas naturales divinizadas, porque su razón continúa
siendo incomprensible al hombre. Sus luchas, tales como por
ejemplo aparecen en la llíada, son sólo las diversas fases de la
organización del cosmos. Y así, también, el mito de los doce tra-
bajos de Hércules no es más que la representación del itinerario
del astro a través de los doce signos del zodiaco. Esta teoría,
en seguida adoptada por los E1éatas, constituye una de las expli-
caciones importantes del fenómeno religioso: la divinización de
las fuerzas naturales cuyo mecanismo sigue siendo incompren-

5 Fragmentos V y Amós, V, 22.


6 Fragmentos XXII y LVII.
La crítica religiosa antigua 29
sible para el hombre, y que le espanta a la vez que le seduce.
Desde Lucrecio a Fr. Engels, como veremos, el futuro de esa ex-
plicación sociopsicológica quedaría asegurada. Tan fecunda en ul-
teriores desarrollos, pero asimismo tan limitada en su explica-
ción, fue la teoría funcionalista de los mitos sostenida por el
sofista Prodikos, contemporáneo de Sócrates. La vida de los hom-
bres depende del curso de los astros, del agua, del fuego, del pan,
del vino. Y por eso los han divinizado, expresando así, en len-
guaje mítico, su completa dependencia respecto a la naturaleza.
En un estadio más evolucionado, la masa de los humanos mani-
festó su gratitud a determinados hombres superiores que les ga-
rantizaban la felicidad material haciéndolos dioses. Esta concep-
ción fue desarrollada un siglo más tarde por Evémero, y luego
vulgarizada en Occidente por Ennius y Varron: los dioses son
inventados por los hombres, que subliman a quienes triunfan en
mayor grado. Hércules no es más que un rey poderoso, y sus doce
trabajos, otras tantas etapas de un plan de estabilización econó-
mica y de mejoras agrarias; en cierto modo, un genial padre de
los pueblos. Teoría tranquilizadora, explicación llena de sentido
común a ras de los acontecimientos, y ampliamente materialista,
puesto que elimina todo sentido del misterio y de lo sagrado,
pero que esclarece la importancia de la creación humana en las
diversas representaciones religiosas.
Pero ¿y el lenguaje mítico en sí? ¿Cómo explicar que en los
poemas homéricos la palabra muthos haya significado la verdad
del hecho encarnada en palabra, mientras que para los filósofos
de la época clásica, como Platón, es discurso poético, fábula,
alegoría, símbolo? La distinción entre relatos sagrados, mitos que
justificaban cultos mistéricos, tales como los de Demeter, Osiris,
Atis, y mitos relativos al nacimiento de una ciudad, de una ins-
titución, y que proporcionaban atiai justificadores, fue bastante
tardía. La mitología se convirtió de esta manera, para los propios
griegos, en un discurso sobre la época más antigua de su historia,
aquella del tiempo en que los dioses estaban más próximos a los
hombres. ¿Su función consistía en responder a la pregunta «por
qué» o, por el contrario, a la de «después de qué»? ¿Indicaba,
en otras palabras, sucesiones genealógicas e históricas, o bien ex-
plicaba una situación presente por un encadenamiento de causa-
lidades? 7. Existía un gran riesgo de considerar moneda contante
los relatos míticos en sí mismos, y creer en la verdad de la ima--

7 Ver in/ra, 233s.


30 Historia de la Historia de las Religiones

gen ignorando lo que ésta en realidad representa. Yo creo que fue


Aristóteles quien explicó más inteligentemente la función etioló-
gica de los mitos: éstos no indican las causas primeras y lógicas,
las atiai, sino sólo las causas en la medida en que son archai,
comienzos; no las causas inmediatas, sino los elementos primor-
diales 8. Así, pues, el esfuerzo por remontar, por mediación de
un relato mítico, el tiempo hasta más allá de la historia, es en
primer lugar un esfuerzo para captar la esencia misma de lo
divino. En todo el lenguaje mítico, la antigüedad es sinónimo
de esencia, y las diversas genealogías, filiaciones, nacimientos, no
son sino un lenguaje para determinar unas relaciones causales en-
tre los seres y las cosas, y para precisar sus relaciones ya dialéc-
ticas, ya de subordinación.
Así, pues, la herencia del pensamiento griego es capital. Los
Griegos fueron los primeros en intentar aislar el núcleo de verdad
que encubren las diversas formas de representación humana de
lo divino, e intentaron exponerlo sin la ayuda de imágenes alegó-
ricas, ofreciéndolo a la inteligencia del hombre como un objeto
de conocimiento racional. En este sentido, cualquier religión po-
día en adelante ser considerada noción común a todos, innata, y
fundada en el justo ejercicio de la razón humana. Vemos así apa-
recer ya la idea de una religio naturalis que el racionalismo mo-
derno desarrollará ampliamente. Un fragmento del estoico Po-
seidonio, mencionado por Dion Crisóstomo, resume perfectamen-
te la aportación de esta especulación griega: «La primera fuente
de la religión es una noción de lo divino innata en todos los
hombres, Helenos y Bárbaros. Procede de la misma realidad y
de la verdad. No nace arbitrariamente, sino que se mantiene viva
y eterna en todos los tiempos ... es un bien común, destinado a
todos los miembros de nuestra especie dotada de razón.» Pero
esta noción innata habrá de ser distinguida cuidadosamente de
todas las doctrinas y representaciones particulares de cada sistema
religioso, las cuales sólo son, de hecho, «verdades accidentales»,
elaboradas a lo largo de la historia por el hombre en busca de
lo sagrado. Más allá de las variaciones de los relatos míticos y de
los ritos, la religión natural sigue siendo, pues, un modo de co-
nocimiento de una realidad objetiva, lo sagrado.

La aportación del pensamiento romano fue muy diferente.


Como todas las otras religiones de la antigua Ciudad, la religión

8 Metafísica, 12, 1013, a.


La crítica religiosa antigua 31

romana fue, ciertamente, más ritualista que dogmática. Pero su


ritualismo es inscribió muy pronto en una perspectiva de total
desmitificación. Al no comprender ya la significación profunda
de los ritos que continuaban observando escrupulosamente, al
negarse a ver en ellos una de las expresiones colectivas más es-
pontáneas de lo sagrado, los Romanos promovieron la historici-
dad de sus mitos para justificar la persistencia de aquellos ritos
tradicionalmente mantenidos. El acto cultual fue concebido y
entendido como objetivación de lo sagrado. La pax deorum, no-
ción central de toda la religión romana, fundamentaba tanto la
libertad del hombre como la de los dioses, constituyéndolos en
partícipes similares de un incesante intercambio de prestaciones
recíprocas. La pietas, virtud fundamental del hombre romano,
era por lo tanto sólo el respeto escrupuloso de una justicia res-
pecto a los dioses 9. Los que aceptan someterse a ella, tienen ase-
gurada la felicitas, la felicidad, en la unión con los dioses. De
esta manera, el carácter eminentemente social y jurídico de la
religión en Roma explica que el hombre sólo pueda concebir lo
sagrado en una relación constante de actividad en el mundo, don-
de él interviene como actor. Para conservar y desarrollar esa
pax deorum, garantía indispensable tanto del éxito de las empre-
sas individuales como de las de la Ciudad, el hombre romano
no debe dejar de actuar. La religión romana lo constituye, pues,
como persona responsable, no sólo de sus propios actos, sino
igualmente del orden del mundo que le incumbe regular, según
ritos adecuados, a través del espacio y del tiempo, de la manera
más favorable. Este aspecto intramundano de lo sagrado, en
Roma; esta obligación de la responsabilidad colectiva tomada
del estoicismo, explica por qué la derivación crítica -que en
los Griegos nos aparecía como necesaria para la elaboración de
una ciencia de las religiones- se manifestó de forma mucho
menos notoria en el mundo romano.
Sin embargo, no debe asombrarnos que, bajo el efecto de cri-
sis políticas graves y de una filosofía epicúrea, un hombre como
Lucrecio se haya negado en cierto modo a participar en el juego.
Impulsado por el secreto deseo de librar a los mortales de las
desgracias de su tiempo, negándose a intervenir en un mundo
entregado a los políticos ávidos, discutiendo las múltiples mani-
pulaciones de lo sagrado por los ambiciosos de poder, Lucrecio
denuncia ante todo las imposturas clericales y religiosas. Intenta

9 «]ustitia adversus deos», Ciceron, De natura deorum, l, 116.


32 Historia de la Historia de las Religiones

combatir la superstición. Pero así como la crítica griega de las


representaciones religiosas era sutil, Lucrecio pone en su crítica
apasionada una rigidez dogmática que perjudica su emocionante
voluntad de liberación espiritual. Para conocer la verdadera na-
turaleza de las cosas, intenta apartar las murallas del mundo, y
considera al hombre, miserable, inmerso en los espacios infinitos.
Se rebela contra el acaparamiento de las cuestiones religiosas para
fines políticos. Aquellas divinidades en apariencia omnipotentes,
omniscientes, presentes por doquier, celestiales, son en realidad
solamente fruto de la ignorancia humana: primus in orbe deos
fecit timor. La crítica marxista nunca pasará de revestir de barniz
económico esta drástica crítica del sentimiento religioso. Lo que
precipitará al hombre en unas creencias tan absurdas como alie-
nantes es la ignorancia de los fenómenos cósmicos y de los me-
canismos de la economía. Ahora bien, para Lucrecio, la verdadera
pietas ya no puede consistir en la observación escrupulosa de
unos ritos sin significado alguno, ni en la oblación de sacrificios
materiales. Sólo puede consistir en la consideración lúcida y serena
del hombre respecto al mundo, sabedor de cuán miserable es el
lugar que en él ocupa. Pero esta exaltación del individualismo,
que nagaba las obligaciones religiosas de la Ciudad, sólo podía
ser considerada como teoría subversiva por los poderes políticos
que servían asimismo de intermediarios entre el pueblo y el
mundo de lo sagrado. No sólo porque semejante escepticismo
corroía las bases mismas de la pax deorum, sino porque esta
teoría abría el camino a una crítica atea y materialista de los
problemas religiosos que no dejarían de desarrollarse a lo largo
de los siglos.
Esta experiencia pesimista y negativa no fue, sin embargo, la
única aportación del pensamiento romano. Pasada la grave crisis
religiosa del final de la República, la nueva ordenación augusta
proporcionaría la ocasión para una reflexión coherente sobre las
creencias tradicionales. A partir de la traducción de la tesis de
Evémero por el poeta Ennius, Varron se esforzaría por organizar
en un sistema racional y claro el inmenso material del politeísmo
clásico. Con una lógica completamente romana, puso perfectamen-
te en claro cuál era el vínculo entre las representaciones de lo
divino y el hombre que las venera. Los dioses sólo tienen, pues,
realidad en la medida en que el hombre les rinde culto 10. Varron
elabora una distinción que se hará clásica, pero calcada en parte

10 Citado por Agustín, La Ciudad de Dios, VI, 5.


La crítica religiosa antigua 35

analizarlas. Habrá que esperar a la ampliación del mundo cono-


cido de los Occidentales, al encuentro con otras experiencias
religiosas, y sobre todo al redescubrimiento del pensamiento an-
tiguo, para hacer revivir el viejo árbol plantado por los Pitagó-
ricos y los Eléatas.

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

Además de la obra clásica, pero limitada, del P. Decharme, La critique


des traditions religieuses chez les Grecs, des origines au temps de Plutarque
(Bruselas 21966), ver las reflexiones pertinentes de E. R. Dodds, Los
Griegos y lo Irracional, trad. española (Madrid 1960), sobre todo el capí-
rulo VI.
Algunos textos filosóficos son accesibles en castellano en La filosofía
en sus textos, de Julián Marias, 2: ed., 3 vols.
Uno de los mejores análisis de lo sagrado en la religión romana se
encuentra en H. Fugier, Recherches sur l'expression du sacré dans le langue
latine (París 1963) 417-428.
2
RACIONALISMO Y SENTIMIENTO,
INDIVIDUO E HISTORIA

Como hemos visto, los primeros esbozos de una ciencia de


las religiones se produjeron como corolario del nacimiento del
pensamiento racional griego, una vez definida cierta situación de
ruptura, o al menos de alejamiento, en relación con la religión
oficial. La ruptura de la unidad cristiana en el siglo XVI tuvo
como consecuencia la emancipación del individuo de un sistema
religioso exclusivo y autoritario. El individualismo religioso se
alza entonces contra todo organismo eclesiástico, al mismo tiem-
po que la razón se convierte en el criterio de apreciación y de
juicio de las actividades humanas. El acto de liberarse de la auto-
ridad teológica de una iglesia dominante convierte al hombre en
juez único de la realidad de los vínculos que lo unían al objeto
de su fe. Este sujeto racional presta en adelante una atención
más subjetiva a los problemas de lo sagrado. Libre, pero aislado,
está más atento a sus deseos, a sus necesidades, a sus formas
de representación de lo divino. La idea que se hará de lo sagrado
está por consiguiente sometida a las variaciones mismas del en-
tendimiento humano. Al mismo tiempo, y por una especie de
compensación psicológica, la estructura fenoménica de la reli-
gión le aparece como esencial: no ya la intangibilidad de los
dogmas, sino una visión cada vez más histórica de un sagrado-
vivido. Esta situación de ruptura, indispensable para cierto tipo
de reflexión, supone desgraciadamente todo un clima de contro-
versias, de polémicas, que retrasaron y viciaron el análisis cien-
tífico y sereno de los problemas religiosos. Los pesados y múlti·
pIes estudios, nacidos de la controversia entre los católicos y las
distintas Iglesias surgidas de la Reforma, jamás se liberan de
preocupaciones teológicas internas y propias del cristianismo 1.
Sin duda hay que poner aparte a Arnold Gottfried (1666·1714),
teólogo protestante disidente de la Iglesia luterana oficial. En
su principal obra 2, explica que la ortodoxia no puede ser defi.
1 Se encontrará un análisis sucinto de la cuestión en H. Pinard de la
Boullaye, L'Etude comparée des religions, tomo 1, 143-175.
2 Unparteiische Kirchen und Ketzer Historie, publicado en tres partes
en 1699-1700 21967. Gottfried fue el traductor de Molinos y de Mme Guyon.
38 Historia de la Historia de las Religiones

nida como un dogma, sino que resulta simplemente de la situa·


ción privilegiada obtenida por unos clérigos a cambio de un
apoyo incondicional a los poderes políticos. Y entonces no puede
hablarse ya de objetivación dogmática de un mensaje religioso,
de un kerigma, sino sólo de la organización de un sistema polí-
tico y clerical. La lucidez no permite, pues, aceptar el engaño de
un vocabulario teológico que no es sino mentira: los tales heré-
ticos decretados en nombre de la ortodoxia no son en realidad
más que insurgentes políticos. Por consiguiente, no existe una
theoría, sino sólo una praxis clerical. Resulta fácil comprender
el aspecto revolucionario de semejante tesis, apoyada por nume-
rosos ejemplos históricos: por vez primera, la historia religiosa
se encontraba totalmente laicizada, desacralizada hasta en sus
motivaciones más profundas. Gottfried abría así el camino a to-
das las explicaciones socioeconómicas de las relaciones frustrantes
que se establecen entre el Estado, las Iglesias y los disidentes.
Desde el siglo XVII, como es sabido, una verdadera agrupa-
ción de librepensadores, libertinos eruditos (piénsese en el círcu-
lo que se reunía en torno al cura de Saint-Etienne-du·Mont, Beu-
rrier, que confesó a Pascal), se esforzó en establecer una crítica
de la religión oficial particularmente obligatoria. Pero en su lite-
ratura clandestina se mezcla todo: la oposición política, la crí-
tica racionalista de la teología católica, de los milagros, de la
Biblia, en nombre de una aplicación rigurosa de un método
histórico positivo 3. Y, así, en el círculo de Boulainvilliers se
redacta un Resumen de Historia Antigua donde se compara la
religión de Israel con la de los Chinos, mientras que Berkeley
intenta cotejar las nociones chinas de tien y de ti con las expre-
siones de lo divino en los peripatéticos griegos.
Pero lo que en definitiva resulta más importante que las
críticas internas del cristianismo, es la ampliación de las zonas
de estudios de los fenómenos religiosos, que sañala una liberación
de la disciplina, con demasiada frecuencia trabada por los presu-
puestos y las discusiones teológicas. Con la era de los grandes
viajes, iniciados con los progresos de la navegación, se multipli-
can las indagaciones etnográficas sobre los nuevos mundos, la
mayoría de las veces realizadas por misioneros 4. Por supuesto,
3 Hay que citar por lo menos el nombre de Richard Simon. Sobre este
movimiento tenemos el estupendo libro de P. Hazard La crisis de la con-
ciencia europea (trad. esp. Madrid 1975), que sigue siendo la mejor guía.
4 Entre otros, los PP. Trigautius, jesuita (China), y Lafitau, Charle-
voix, Lejeune (Canadá y América del Norte).
Racionalismo y sentimiento 39

la finalidad de los estudios que realizaban en los países salvajes


apuntaba esencialmente a la conversión al cristianismo de los
indígenas. Sin embargo, el material reunido, las observaciones
realizadas los llevan a un descubrimiento capital: «He descubier-
to que los Chinos han adorado al Dios supremo y único, al que
denominaron «Dios del Cielo», o bajo el otro nombre de «Dios
del Cielo y de la tierra», desde sus orígenes y desde los tiempos
más remotos» 5. Igualmente, un siglo más tarde, el Padre Lafitau
escribía: «El fundamento de la religión de los salvajes en Amé-
rica es el mismo que el de los Bárbaros que ocuparon Grecia y
se extendieron por Asia, el mismo que después sirve de funda-
mento a toda la mitología pagana y a las fábulas griegas.» No
denunciemos demasiado pronto el error: poco a poco se imponía
la idea de que todos esos ritos y cultos extraños implicaban
idénticos motivos psicológicos y se referían a las mismas fuerzas
naturales, y que originaban series de mitos comparables. Pero
para los Occidentales, imbuidos del poder de la razón, se trataba
simplemente de resultados del miedo de la locura. Fontenelle
afirma que no hay que buscar en los mitos otra cosa que la his-
toria de los errores del espíritu humano. Y el presidente de Bros-
ses le hacía eco: «Esas prácticas semejantes que nos es dado
observar en siglos y climas alejados entre sí, se deben a una
causa cuya explicación hay que ir a buscar en los sentimientos
de la humanidad, el miedo, la admiración, el reconocimiento» 6.
Nos encontramos ante las raíces de todas las teorías modernas
sobre los orígenes patológicos del sentimiento religioso.
Pero, paralelamente a este descubrimiento, la reflexión filo-
sófica, reconociendo que las motivaciones de toda religión resi-
dían en el temor, el miedo o el reconocimiento, afirmaba que
en todas estas comparaciones posibles se manifestaba la existen-
cia de una religión natural, como ya lo habían sugerido los es-
toicos. Los teístas ingleses insistieron mucho en la posibilidad
del acceso de la razón humana a Dios, que distinguen con gran
cuidado de cualquier revelación 7. Y de esta manera quedaba plan-
teado un problema capital: si las formas de representación de lo
sagrado son sólo testimonios de la debilidad y de la ignorancia
humanas, y si por consiguiente existe un origen psicológico de

s P. Nicolás Trigautius, en 1615.


6 Le culte des dieux fétiches, publicado en 1760.
7 Por ejemplo, Jean Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano,
IV, 19.
40 Historia de la Historia de las Religiones

todos los fenómenos religiosos, ¿se seguirá de ello la existencia,


en lo más profundo del hombre, de una religión natural? El ra-
cionalismo moderno sólo ha elucidado este problema de manera
incompleta. Para él, las diversas formas históricas de las experien-
cias religiosas, ya sean individuales, ya colectivas, son solamente
máscaras, perversiones, casi, del ejercicio ideal de la razón capaz
de acceder al conocimiento de lo divino. Dichas realidades vividas
son sólo accidentales, sin otra importancia que la de mera curio-
sidad. Sólo cuenta la conceptualización teórica y racional de la
existencia de Dios y de su acción en el mundo. La esencia del
fenómeno religioso reside, pues, en lo general, y no en lo par-
ticular de las experiencias vividas. Pero puesto que el análisis
de las diversas formas de lo sagrado-vivido dejaba entrever un
aspecto más o menos racional, ¿habría que continuar considerán-
dolas «enfermedades»? ¿O bien habría que empezar a dudar de
la confianza de aquellas teorías racionalistas? La labor de liberar
la ciencia de los religiones de un racionalismo desecador fue rea-
lizada a la vez por la filosofía alemana y por algunos pensadores
franceses, el principal de los cuales fue Benjamín Constant. Toda
esta corriente, fuertemente marcada por las reivindicaciones ro-
mánticas sobre la importancia del individuo y de la historia, con-
cluirá en la aprehensión del elemento irracional que se manifiesta
en todas las religiones.
El puesto que ocupa el pensamiento de Lessing 8 es muy im-
portante, a pesar de estar aún muy influido por la filosofía racio-
nalista. Pero denunció con mucha claridad la total ignorancia del
racionalismo religioso acerca de las realidades históricas, y su
fatal conclusión en una ortodoxia puramente abstracta. Ahora
bien, existen religiones históricas que son, en su orden, análogas
a las verdades accidentales de Leibniz. Constituyen la imagen, al
alcance de hombres que viven en un tiempo y un espacio dados,
de verdades definitivas que residen sólo en Dios. El hecho de
que esas religiones históricas estén sometidas a la contingencia
no basta para menospreciarlas, puesto que se trata de imágenes
de unas verdades eternas. Hay, pues, que renunciar al concepto
único de una forma inmutable de la religión para aceptar la mul-
tiplicidad de las religiones y establecer la distinción entre las
formas múltiples y la esencia única de 10 divino. Diríamos, en
nuestros días, entre lo sagrado y los diversos modos de expre-
sión. El gran error del racionalismo religioso, explica Lessing,

8 1729-1781; su libro La Educación divina de la humanidad data de 1780.


Racionalismo y sentimiento 41

consistió, por el contrario, en identificar la forma y la esencia.


Pero esta crítica de la abstracción racionalista le lleva a consi-
derar una historia evolutiva del sentimiento religioso que hoy
nos parece singularmente influida por el optimismo de la Aufklii-
rung: el progreso del espíritu humano se realizó, según Lessing,
en la lenta transición desde las religiones de formas tradiciona-
les hacia una religión de la razón que sólo se alcanzará al final
de una historia educativa del género humano. De modo que las
formas religiosas históricas y particulares sólo constituyen eta-
pas, necesarias pero imperfectas, y su valor está limitado por el
tiempo. En dicha concepción, la religio naturalis no se sitúa en
el origen de todo sentimiento religioso, sino al cabo de una evo-
lución de las diversas formas religiosas vividas por la humanidad
a lo largo de toda su historia. Por importante que aún sea la
huella del racionalismo en esta visión de la historia religiosa de
la humanidad, prevalece el hecho de que Lessing ha mostrado la
importancia de esas formas particulares, a través de las cuales
nos es dado captar el elemento vivo de un sagrado-vivido.
Es este aspecto el que ha desarrollado J. G. Herder (1744-
1803), tan sensible, como se sabe, a la importancia de la herencia
histórica como fundamento de la nacionalidad y de la existencia
de un pueblo. Para él, toda la historia, y no sólo la religiosa, es
educación de la humanidad, pues está tejida con las experiencias
particulares y originales. La historia es «el reino infinito de las
almas» que se expresan en ella y constituyen, a través de la len-
gua y la poesía, los fundamentos mismos de la nación. Yendo
mucho más lejos que Lessing en el desmantelamiento de la ciu-
dadela racionalista, Herder afirma con vigor que el sentimiento
es, en sí mismo, un órgano de conocimiento: «El alma percibe
intuitivamente el mundo; es el órgano primordial y el único ver-
dadero para comprender las representaciones externas» 9. Apli-
cando esta clave a los problemas religiosos, Herder se ve natural-
mente llevado a otorgar preponderancia a las formas históricas en
las que ve el triunfo de la vida, es decir, un elemento irracional.
El individuo religioso es irracional porque en él se origina una
vida diferente de cualquier otra experiencia vivida antaño o con-
temporánea y que le confiere una especificidad propia. Partiendo
de este supuesto, la razón razonadora no sirve de nada a la hora
de comprender el fenómeno religioso. Es necesaria una percep-
ción, una intuición, dado que sólo el sentimiento es órgano de

9 Obras completas, VIII, 104.


42 Historia de la Historia de las Religiones

conocimiento del genio particular de los pueblos y de las religio-


nes. Esta sensibilidad abierta a cada experiencia particular es un
descubrimiento muy importante. Cada religión nacional consti-
tuye el modo propio de cada pueblo de honrar lo divino. De esta
manera, el conocimiento científico de lo sagrado habrá primera-
mente de fundarse en lo particular, en lo individual específico
que no obtiene su originalidad de cualquier referencia a la razón
universal y común, sino de lo que contiene de irracional y de
contingente, es decir, de vivo.
En Francia, sólo Benjamín Constant señaló la importancia 10
de ese sentimiento en cuanto medio de comprensión de todo fenó-
meno religioso. Para él, se trata de un deseo, un instinto natural,
una sed, una realidad objetiva situada más allá de todo concepto,
algo que pertenece al orden de la naturaleza, de la esencia misma
del hombre, y no de la razón: «Es una ley fundamental de la na-
raleza humana ... una disposición inherente al hombre ... », que es
tanto homo religiosus cuanto homo politicus. «El sentimiento
religioso, en efecto, es la respuesta de ese grito del alma que
nada puede acallar, ese impulso hacia lo desconocido, hacia lo
infinito, que nada llega a aplacar por completo» 11. Considera,
pues, el sentimiento religioso como un hecho real, a la vez psico-
lógico y social, puesto que, según precisa, «no es posible for-
marse una idea del sentimiento independientemente de las for-
mas que reviste». Una indagación científica objetiva revela múl-
tiples formas religiosas y atestigua que el sentimiento religioso
exige la afirmación de un mundo trascedente, invisible, así como
la voluntad y la necesidad del hombre de entrar en comunicación
con ese mundo de lo sagrado. No puede concebirse, pues, la exis-
tencia de un sentimiento religioso sin admitir al mismo tiempo
la de los medios de comunicación con el mundo de lo sagrado.
En ottos términos, la religión natural que se manifiesta por me-
dio de ese sentimiento sólo puede ser captada a través de las
formas particulares sometidas a la evolución histórica. Visión no-
table, ciertamente influida por Herder, y que conserva en nues-
tros días toda su importancia.
En efecto, si la religión, según B. Constant, tiene como ori-

10 1767-1830. Dos obras nos interesan: De la religion considérée dans


sa source, ses formes et ses développements, 1824-1831, y Du polythéisme
romain consideré dans ses rapports avec la philosophie grecque et la reli-
gion chrétienne, publicación póstuma, 1833. La breve pero notable obra
de H. Gouhier, Ben;amín Constant (París 1967), es una buena iniciación.
11 De la religion ..., 1, 1.
Racionalismo y sentimiento 43

gen el sentimiento religioso, éste manifiesta su dinamismo crean-


do sin cesar formas religiosas, modos de representación de lo sa-
grado adecuados al pensamiento y a la sensibilidad de los hom-
bres de una cultura particular. Esta creación continua se realiza
a través de la diacronía que impone sin cesar al hombre un
replanteamiento de dichas formas y representaciones. La historia
comparada de las religiones que Benjamín Constant efectuó con
innegable honestidad científica y notable erudición u desemboca
así, pues, en una reflexión filosófica sobre el sentido mismo de
la evolución de esas formas religiosas que son sólo el reflejo de
las distintas culturas humanas. De modo que el examen de la
variación de los dogmas y los ritos permite la aparición de los
esbozos de una verdadera antropología religiosa: «En su esencia,
la religión no está ligada a ningún momento ni consiste en tradi-
ciones transmitidas de época a época... ; por el contrario, discurre
con el tiempo y con los hombres. Cada época ha tenido sus pro-
fetas y sus hombres inspirados, pero cada uno hablaba el lenguaje
de su época. En la religión, como tampoco en la idea de la divi-
nidad, no hay nada histórico en cuanto al fondo, pero todo es his-
tórico en su desarrollo» 13. Texto capital, que yo compararía con
el célebre artículo de Edouard Le Roy, aparecido en plena crisis
modernista, donde el filósofo afirma que das representaciones
religiosas intelectuales, las teorías explicativas cambian a lo largo
de las edades según los individuos y las épocas, y están a merced
de todas las fluctuaciones y de todas las relatividades que mani-
fiesta el espíritu humano ... » 14. Así, pues, en Constant, lo mismo
que más tarde en Le Roy y en muchos otros, la visión histórica
del fenómeno religioso implica la existencia de una casi-identidad
entre dogma y creación colectiva de mitos, en función de deter-
minado desarrollo cultural. Ahora bien, todo el problema consis-
te en saber si esta sucesión de formas religiosas, diversificadas,
variadas, readaptadas bajo el efecto de la diacronía, puede realmen-
te tener el sentido de una religión en marcha a través de todas las
religiones, según la acertada observación de H. Gouhier.
Esa sucesión de formas religiosas, que van del politeísmo al
monot<,;ísmo, llevó a Constant a pensar que la Revelación divina
se realizó progresiva y paralelamente a los progresos del espíritu
12 Como lo ha demostrado claramente el estudio de P. Deguise, Benja-
mín Constant méconnu, le livre «De la religion» (París 1966).
13 De la religion, 1, ix, 216, n. 1.
14 Qu'est-ce qu'un dogme?, aparecido en «La Quinzaine», 16 de abril
de 1905.
44 Historia de la Historia de las Religiones

humano. La historia religiosa de la humanidad sólo adquiere al


cabo de un largo proceso, en el cual el cristianismo aparece como
la mejor fórmula posible solamente porque es, de momento, la
más avanzada. Es un estado de progreso, en una evolución general
de las formas históricas y accidentales. Ahora bien, esta idea de
una Revelación progresiva pero inacabada determina claramente
el relativismo de la reflexión de Constant. En efecto, si a su vez
el cristianismo no evoluciona, si se fija en la inmutabilidad de sus
dogmas y de sus ritos, por lo mismo detendrá arbitrariamente el
progreso natural de las ideas, el impulso vital de las formas reli-
giosas. Y se convertirá en una máscara, una pantalla entre los
hombres y lo sagrado, porque «el teísmo está sometido a la ley
de la progresión, lo mismo que el politeísmo 15. Al término de esta
ineludible evolución, ¿esperará una destrucción del cristianismo
convertido -como años más tarde afirmará Augusto Comte-
en pantalla entre los hombres y Dios? ¿Sería Benjamín Constant,
además de precursor de la crisis modernista, un filósofo de «1a
muerte de Dios?» En cierta medida, sí, lo cual demuestra la
incomparable riqueza de su pensamiento escasamente conocido.
Pero con la reserva, sin embargo, siguiente: que mientras que en
A. Comte la eliminación de Dios será una desmitificación drás-
tica, en Constant perdura la certidumbre de que el sentimiento
religioso es indestructible, puesto que pertenece a la naturaleza
misma del hombre, y no está vinculado a ningún acontecimiento
ni existencia concretos, ni siquiera a la de una persona divina.
De modo que su filosofía de la historia religiosa de la humanidad
no está elaborada a partir de una Encarnación de Dios que modi-
ficaría el sentido de la historia humana, sino según un esquema
heredado, por partida doble, de la filosofía de la ilustración y de
la crítica alemana del racionalismo religioso, que define la progre-
sión del teísmo como los esfuerzos sucesivos del sentimiento re-
ligioso por crear las formas de representación de lo sagrado más
adecuadas al momento divino. «Sólo la multiplicidad de las for-
mas puede conseguir que la religión no deje de ser un sentimiento
para convertirse en una simple forma externa», escribía en 1817.
Y no hay que asombrarse de que este defensor de las libertades
políticas se erija también en apóstol de la libertad religiosa ...
«ilimitada, indefinida, individual, que protegerá a la religión con
una fuerza invisible y garantizará su perfeccionabilidad» 16. Por-

15 Du polythéisme..., II, penúltimo capítulo.


16 De la religion, V, 207.
Racionalismo y sentimiento 45

que dicha libertad está inscrita en la esencia misma de la religión,


lo mismo que la naturaleza del hombre encubre una continua
creación de imágenes y de símbolos que permiten aprehender lo
sagrado más allá de los puros conceptos teológicos y racionales.
Ante la enorme importancia de este pensamiento, hay que mani-
fectar nuestro pesar por el hecho de que las vicisitudes de la
carrera política y amorosa de B. Constant hayan, sin duda alguna,
perjudicado el auge de su obra de reflexión religiosa. Pero tam-
bién hay que reprochar a Sainte-Beuve y a sus epígonos el haber
contribuido a su descrédito, tan injusto como mezquino 17.
La liberación definitiva de la influencia del racionalismo reli-
gioso se realizó por obra de Fr. Schleiermacher (1768-1834). Este
pastor, contemporáneo de Hegel y amigo íntimo de Fr. Schlegel,
fue el primero en definir, en sus Discursos sobre la religión pu-
blicados en 1799, la génesis de la religión en la conciencia misma
del hombre. Al mostrar que la religión no tiene por finalidad ex-
plicar el cosmos ni buscar la verdad absoluta -como lo hace la
metafísica-, ni perfeccionar el mundo según las reglas de una
moral, precisa que: «... en su esencia, la religión no es pensa-
miento, ni acción, sino contemplación intuitiva y sentimental» 18.
Según esto, el ámbito propio de toda vida religiosa reside en el
espíritu del hombre; es allí donde la religión se revela, «por la
particular manera como conmueve al mezclarse a todas las fun-
ciones del alma, al resolver toda actividad en asombrada intuición
del Infinito» 19. Las diferentes religiones tienen, pues, una fuente
común, esa intuición de un universo infinito. Conviene, pues,
comprenderlas a partir de su esencia singular, viva, fijándose en
la forma en que cada una intenta representarse lo sagrado. Mien-
tras para el racionalismo religioso cada forma histórica partícular
era sólo un accidente de una esencia común, de una religio natu-
ralis, Schleiermacher afirma vigorosamente el principio de indivi-
duación de cada una de esas formas históricas, vivas y vividas.
Ahora bien, esa individuación de la religión en la compleja varie-
dad de las creaciones humanas denota la forma particular de una
contemplación intuitiva de lo eterno en lo contingente, de lo
infinito en la finitud humana: «La religión eterna e infinita tuvo

17 En cambio, el lugar ocupado por Chateaubriand parece excesivo. So-


bre el problema concreto de una religión natural, remito a mi estudio
publicado en Actes du Colloque Chateaubriand: «Annales de Bretagne»,
LXXV, 3 (1968) 522·33.
18 aber die Religion, 50.
19 Ibíd., 135.
46 Historia de la Historia de las Religiones

necesariamente que revestir una forma adecuada al medio de unos


seres finitos y limitados» 20,
Esta especie de encarnación histórica no es, pues, un «acci-
dente», como pensaba el racionalimo, sino una necesidad abso-
luta, a fin de lograr la reunión en esa creación religiosa humana
de lo eterno en lo temporal y de la infinita perfección en lo
inacabado del hombre. El examen de esas formas particulares de-
viene, pues, fundamental, y conviene buscar en cada una la in-
tuición esencial que da fundamento a su originalidad: «Entién-
dase bien, la condición de la que todo depende estriba en en-
contrar la intuición fundamental de una religión, y toda la cien-
cia de los detalles no servirá de nada si no se logra conocer esa
intuición; y además, sólo puede alcanzarse su conocimiento cuan-
do todos los detalles pueden ser explicados por un principio
único» 21. Frase capital, que muestra la extrema importancia de
esta concepción de la investigación en materia religiosa. Se com-
prende sin esfuerzo que la obra de Schleiermacher haya inspirado
directamente todas las teorías y análisis psicológicos del senti-
miento religioso. Pero nunca se insistirá demasiado sobre la pro-
porción en que la noción de comprensión, tan importante para
nuestra investigación, adquiere aquí una de sus justificaciones
más esenciales. Porque al insistir en la necesidad absoluta de
buscar ante todo «la intuición fundamental», Schleiermacher ha
demostrado que la búsqueda de la intencionalidad de los ritos y
de los símbolos no podía estar disociada de lo que constituye
la naturaleza específica de toda experiencia lo mismo que de toda
creación religiosa. Sólo partiendo de premisas religiosas se puede
comprender lo sagrado y sus manifestaciones. Toda reducción a
unas categorías de un orden diferente sólo puede encubrir el en-
tendimiento del fenómeno: «No sé, se pregunta al final de su
análisis, si conseguiréis descubrir el espíritu de la religión. Pero
creo que la religión sólo puede ser comprendida en sí misma.»
A pesar de la extrema brevedad de este recorrido histórico
y de sus inevitables lagunas, vemos la importancia de la aporta-
ción del pensamiento occidental durante la primera mitad del si-
glo XIX a la constitución de una verdadera ciencia de las religio-
nes. En efecto, poco a poco, ésta se ha liberado de la teología
y de la metafísica, promoviendo naturalmente contra ella los ana-
temas de las distintas ortodoxias. Al reivindicar, con mayor o

20 1bíd., 281.
21 Ibíd., 203.
Racionalismo y sentimiento 47
menor acierto en la expresión conceptual, la necesidad de contar
con la historia, el sentimiento, y el individuo, la ciencia de las
religiones, aunque muy teórica, se abría a los múltiples elementos
de análisis y de reflexión que iban a proporcionarle las diferentes
ciencias del hombre aparecidas en la segunda mitad del siglo XIX.

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

La colección SUP, Les Philosophes (París, P.U.P.), ofrece un breve análi·


sis seguido de textos elegidos sobre:
Hume, por A. Vergez; y sobre Locke, por A. L. Leroy.
H. Gouhier, Benjamín Constant (París 1967).
P. Deguise, Benjamín Constant méconnue... (París 1966).
3
PSICOLOGIA y ANIMISMO

Como consecuencia lógica de las teorías antirracionalistas,


irrumpió la necesidad de comprender la percepción de lo sagrado
por el hombre estudiando los mecanismos psíquicos de esta ex-
periencia y fijándose, no ya en el aspecto objetivo de la religión,
sino en sus manifestaciones subjetivas. Y, efectivamente, puesto
que la religión se definía como sentimiento, intuición, la psicolo-
gía apareció adecuada para esclarecer el problema de la adquisi-
ción por parte del hombre de la conciencia de lo sagrado. El
problema, en verdad, no era nuevo. Ya Aristóteles había buscado
el origen del sentimiento religioso en la realidad de las expe-
riencias psíquicas. El concepto de theoría, mediante el que des-
cribe la suprema experiencia de lo sagrado por el hombre, expresa
en primer lugar la realidad física de una visión, cuya semejanza
con las grandes fiestas religiosas colectivas de Olimpia o con las
Dionisíacas él mismo subrayaba l.
Pero se pueden analizar de manera muy diferente los múlti-
ples aspectos subjetivos del fenómeno religioso. Algunos lo ha-
bían explicado ya por sentimientos de temor o de ignorancia;
otros habían demostrado que la religión era en sí misma un sen-
timiento de dependencia respecto a potencias superiores, y que las
diversas formas de expresión dogmáticas y rituales eran sólo la
proyección de otras experiencias íntimas. Quedaba por decir que
el sentimiento religioso no era más que una simple función natu-
ral de la imaginación. Y esto fue lo que hizo Feuerbach (1804-
1872).
Para él, la imaginación es el órgano esencial de la religión;
ésta resulta estimulada por los deseos, por el instinto, por la
necesidad de representarse un mundo divino capaz de satisfacer
las necesidades más instintivas del hombre. La imaginación se
abre, pues, paso franco para liberar al hombre del temor. «Los
dioses son los deseos de los hombres convertidos en entidades
verdaderas», declara, no haciendo, en resumidas cuentas, sino

1 Acerca de esta «religión de la visiÓn», ver K. Kérényi, La Religion


antique, ses lignes fondamentales (Ginebra 1957; versión esp. Madrid 1972)
98-117.
4
50 Historia de la Historia de las Religiones

repetir una parte de la argumentación de ]enófanes, pero des-


arrollándola hasta el límite de sus posibilidades. Pues si lo divino
es sólo invención de la imaginación humana, toda teología, es
decir, todo discurso del hombre sobre Dios, será sólo antropolo-
gía, un espejo que devuelve al hombre su propia imagen en la
del dios que cree ver. Queda así planteado, pues, el problema de
la representación de lo sagrado, pero no, como pensaba Peuer-
bach, el de la realidad misma de lo divino. En efecto, la inten-
ción prevalece en la forma de representación. Jamás el hombre
religioso pretendió encontrarse en la imagen sagrada. Es cierta-
mente evidente que las formas de representación de lo sagrado
sólo pueden revestir los rasgos espirituales, morales y materiales
del mundo del hombre. Pero de ello no se desprende forzosa-
mente que dicha imagen sagrada sólo reproduzca la del sujeto
creyente, el hombre. Incluso en el caso de una exacta represen-
tación antropomorfa de los dioses, cuando la imagen divina coin-
cide con los rasgos humanos, nunca se trata más que de una
representación, y no de una realidad. En el mundo indoeuropeo,
el ídolo nunca ha sido realmente considerado como el retrato del
dios. Jamás la estatua fue el lugar de encarnación de lo sagrado,
sino un simple medio de expresar lo divino según unos cánones
y unos valores estéticos peculiares. En efecto, pertenece a la
naturaleza de la imagen el ser percibida, pero en absoluto cons-
tituir la esencia de aquello que representa. El ser nunca es reduc-
tible a su aprehensión por el sujeto.
Sin embargo, otra corriente vino a favorecer el desarrollo de
las investigaciones de psicología religiosa: el positivismo, cuya
actitud empírica pretendía ante todo estudiar las causas de los
fenómenos, ya fuesen históricos, científicos, naturales o religiosos.
En absoluto preocupados por la investigación metafísica y desde-
ñando el problema de la esencia del fenómeno religioso, algunos
investigadores y sabios intentaron elucidar unas leyes fisiológicas
y psíquicas capaces de dar cuenta de la existencia de los fenóme-
nos religiosos. Se trataba, pues, de estudiar clínicamente al homo
religiosus utilizando los métodos experimentales de las ciencias
exactas. Esta «Nueva psicología» -algunos de cuyos aspectos
nos parecen ahora ingenuamente cientistas- intentaba combatir
todas las teorías según las cuales el origen afectivo y sentimental
de la religión constituía una especie de dogma 2. Procediendo a

2 Así, por ejemplo, E. van Hartmann (1842-1906), para quien la reli·


gión nace del sentimiento de la miseria humana y del deseo de felicidad,
Psicología y animismo 51

un análisis directo de los estados de conciencia y de los compor-


tamientos rituales de los creyentes, quedaría vetado, por supues-
to, todo juicio sobre la verdad de las interpretaciones que estos
últimos daban de sus experiencias y de sus creaciones religiosas.
Teniendo en cuenta la edad, el sexo, el temperamento de los su-
sujetos observados clínicamente, debería llegarse a una explica-
ción fisiológica de los fenómenos religiosos científicamente vá-
lida. La ciencia de las religiones se convertía, entonces, en simple
rama de las ciencias experimentales y médicas. Pero para que
tal proyecto no quedase en pura y simple caricatura, era primor-
dial la elección de los sujetos estudiados. Ahora bien, hay que
hacer constar que la escuela francesa, fuertemente marcada por
un virulento positivismo anticlerical, verificó sus análisis sola-
mente en sujetos que eran verdaderos enfermos mentales. Y, de
esta manera, terminó por establecer, con una seguridad que resulta
tan asombrosa como reveladora de determinada mentalidad colec-
tiva, una serie de teorías sobre el origen patológico del sentimien-
to religioso. Este último se convertía, así, de alguna manera, en
indicio de morbidez, puesto que unas simples variaciones del
equilibrio fisiológico modificaban, suscitaban o suprimían el sen-
timiento religioso. Desde la explicación de este sentimiento por
la histeria que puso de moda durante años Charcot, hasta los
«hierosincrotemas parroquiales cuyo contagio se extiende como
las epidemias», del Dr. Binet-Sanglé, se publicaron numerosas
exageraciones y se desperdiciaron muchas ocasiones de análisis
más rigurosos.
Porque el error de esta escuela no consistió en haber estu-
diado casos patológicos. Su observación, desde el momento en
que no quedó erigida en ley general, resulta indispensable para
la comprensión de los mecanismos psíquicos normales. Pero la
arbitrariedad irrumpe desde el momento en que se aíslan ciertos
fenómenos, y se los agrupa caprichosamente para convertirlos en
criterios clínicos de una enfermedad considerada como causa y
origen de la religión. Es cierto que existen semejanzas formales
entre algunos estados extáticos y determinadas manifestaciones
histéricas, pero los primeros se inscriben en los límites de una
vida psicológica normal, mientras que los segundos son mani-
festaciones periódicas de una vida mental más o menos profunda-

producida por la causalidad de un inconsciente que constituye la sustancia


de todas las cosas, y cuyo impulso ciego aplica la totalidad de la vida
psíquica.
52 Historia de la Historia de las Religiones

mente enferma 3. Las exageraciones de la escuela de Charcot pro-


dujeron, pues, reacciones entre los sabios agnósticos, que se
esforzaron en determinar la diferencia entre las psicosis de los
cerebros sanos y las de los cerebros enfermos.
La parte que en la crítica de este materialismo médico co-
rrespondió a William James fue preponderante. En The Varieties
01 religious Experience, aparecido en 1902, insiste de forma cla-
ra en la influencia del temperamento para explicar el desarrollo
de una vida religiosa individual, y en el papel capital del incons-
ciente. Empirista, parte de unos hechos concretos: los relatos
de conversión autobiográficos obtenidos en el medio metodista
habituado a la mind-cure, y hace una descripción muy sutil de los
estados religiosos individuales a partir de sus manifestaciones
externas. Sin embargo, queda por explicar su génesis. Para W. Ja-
mes, determinadas sensaciones de las que el hombre no adquiere
plena conciencia quedan sin embargo registradas; cristalizan a lo
largo de toda la vida cotidiana, y, cuando atraviesan el umbral de
la conciencia, nos parecen una revelación. Todas nuestras sensa-
ciones conscientes, nuestras ideas claras, tienen, de este modo,
un pasado inconsciente. Las experiencias religiosas fundamenta-
les se originan, pues, en la conciencia subliminal. Estas experien-
cias son de índole afectiva, el gozo, la paz, el poder, el senti-
miento de estar ligado a algo de mayor magnitud que el hombre,
que actúa en el universo y constituye el supremo refugio. A lo
largo de todo el análisis de James, nunca se trata de establecer
una valoración de la religión -que es tarea metafísica-, sino
sólo de analizar las motivaciones psicológicas del hombre que
busca la utilidad de semejante experiencia de lo sagrado, y ob-
tiene de ello un innegable provecho personal. Este pragmatismo
religioso no tendría una acogida favorable en Francia, por razones
evidentes de profundas diferencias de mentalidad religiosa.
En cambio, otra teoría resultó más importante. En 1912, en
A psychological Study 01 Religion, H. Leuba propuso la idea de
que los sentimientos religiosos tenían homónimos y correspon-
tiencias en la vida profana: gozo, tristeza, temor, esperanza, etc.,
y que la religión implicaba la satisfacción de determinadas nece-
sidades y deseos humanos. Pero subrayaba que no podían existir
necesidades ni deseos que, de por sí, fuesen necesidades o deseos

3 Esta diferencia ha quedado claramente demostrada por los Etudes


d'histoire et de psychologie du mysticisme, de Henri Delacroix, París 1908,
obra maestra de esta psicología religiosa experimental.
Psicología y animismo 53

religiosos. Esta idea había sido formulada también por los sociólo-
gos franceses Hubert y Mauss, que negaban la existencia de senti-
mientos religiosos sui generis: existen sólo sentimientos normales,
de los cuales la religión es a la vez producto y objeto. Al tér-
mino de su análisis, H. Leuba afirmaba que la religión sólo podía
ser considerada como verdadera en la medida en que el hombre
experimentaba la necesidad de que así fuera 4. Las convicciones
religiosas no son otra cosa que manifestaciones de instintos, de
apetitos que buscan su satisfacción. De esta manera, refutando
a la vez tanto las teorías patológicas como el pragmatismo de
James, proponía una explicación «biológica» de la religión que,
sin embargo, se revelaba como insuficiente para explicar los dife-
rentes comportamientos del hombre religioso.
Pues estas teorías basadas en el análisis psicológico de indi-
viduos excepcionales, los místicos, en los practicantes de la
mind-cure, o en abusivas comparaciones con estados mentales de
seres más o menos enfermos, sólo ofrecían una explicación exce-
sivamente limitada. Los trabajos de Wilhelm Wundt (1832-1920)
les imprimirían una mayor apertura. Si la psicología experimen-
tal podía llegar a deducir unas leyes de la aparición, el debilita-
miento, e incluso la ausencia del sentimiento religioso en el indi-
viduo, debería ser posible, teniendo en cuenta determinados im-
perativos sociales decisivos en las culturas donde el individua-
lismo religioso todavía no ha podido desarrollarse, elaborar una
Volkerpsychologie. Tanto Charcot como James, Leuba o Dela-
croix, sólo se habían preocupado de analizar unos comportamien-
tos religiosos en unos tipos de seres evolucionados pertenecientes
a nuestras sociedades occidentales. ¿Pero qué sucedía en las so-
ciedades primitivas, cuya existencia atestiguan precisamente la
etnología y la sociología contemporáneas? En Mythus und Reli-
gion, donde acumuló una inmensa erudición, Wundt negaba al
primitivo toda lógica racional y toda idea de causalidad de índole
científica 5. Y afirmaba, por consiguiente, que la religión no era
otra cosa que una percepción personificadora. De la misma ma-
nera que el niño, que ignora los más simples mecanismos, per-
sonifica los objetos que rodean su existencia, así también el hom-
bre religioso ha conferido un alma a cosas que no tienen existen-
cia real. La religión sólo es vivida colectivamente como anima-

4 Psychologie des phénomenes religieux, 311.


5 Tomo IV de su Volkerpsychologie; 10 volúmenes aparecidos entre
1900 y 1917.
54 Historia de la Historia de las Religiones

ci6n de la naturaleza, de la cual el mito sería expresi6n y len-


guaje común. Pero quedaría por explicar por qué y c6mo esa
imaginaci6n colectiva podría ser creadora de un lenguaje tal. Para
Wundt, fuertemente influido por las teorías animistas, la idea de
la divinidad no es más que la sublimaci6n de la idea de un alma
universalmente extendida y que el hombre descubre a través de
un lento proceso cultural que va desde el animismo más primi-
tivo al culto a los dioses, pasando por el culto a los antepasados.
Pero la objeci6n sigue en pie: esta idea del alma no puede ex-
plicar el sentimiento religioso que acompaña a la percepci6n psi-
co16gica de 10 sagrado. La imaginaci6n no puede por sí sola ser
creadora de realidades religiosas. Por el contrario, 10 que hace
posible su creencia en la realidad de unos seres divinos es el
sentimiento que el hombre experimenta ante 10 sagrado. Sin em-
bargo, este intento de abrir los análisis de psicología religiosa a
la dimensión sociológica, de interesarse no ya en los casos extre-
mos, sino en el hombre religioso medio, se revelaría como par-
ticularmente fecundo.
Así, pues, en los albores de nuestro siglo, la psicología experi-
mental creía haber demostrado que la vida religiosa podía redu-
cirse a unas causas psico16gicas: estados particulares, apetitos,
deseos, necesidades. Pero ignoraba la proporción de intelectua-
lismo, de conceptualizaci6n, más o menos presente siempre en la
experiencia religiosa. No daba razón de los procesos de forma-
ción de lenguajes religiosos particulares. Volviendo a la teoría
de Wundt, ¿cómo explicar que la percepción personificante ter-
mine en un caso en la creación de mitos y de símbolos y, en
otro, el del niño, en algo completamente distinto de un lenguaje
sagrado? Al admitir sólo experiencias sobre manifestaciones ex-
teriores, se cometía el mismo error que los médicos de Moliere.
No se prestaba la menor atención al sentido profundo de los com-
portamientos estudiados clínicamente, no se hacía el menor es-
fuerzo por comprender las motivaciones de aquellos actos reli-
giosos.

Al mismo tiempo que es establecían estas teorías psicológi-


cas sobre el origen y las manifestaciones del fenómeno religioso,
una corriente completamente distinta, surgida de las indagacio-
nes etnográficas realizadas a lo largo del siglo XIX, iba a reforzar
las objeciones ya emitidas contra la teoría racionalista de la uni-
versalidad de la naturaleza humana. ¿Acaso los comportamientos
religiosos, en muchos casos sólo comprobados, más que estudia-
Psicología y animismo 55
dos científicamente, por los colonizadores blancos y los m1S1one-
ros entre las poblaciones «primitivas», no vendrían a plantear el
mismo problema que el examen clínico de la psicología de los
hombres creyentes? ¿Cómo el hombre occidental, convertido en
dueño de nuevas técnicas que habían trastornado al mismo tiem-
po la economía del globo y la noción misma de tiempo; de qué
manera, aquel hombre, rico en conocimientos y seguro de sí mis-
mo, formado, de cerca o de lejos, por una tradición religiosa
monoteísta considerada superior a cualquier otra, cómo, pues,
podía reconocer en aquel «salvaje» un ser, no ya idéntico a él en
sus comportamientos, sino cuando menos virtualmente semejan-
te, en la hipótesis de su acceso a una nueva cultura, la única civi-
lizada y digna de este nombre? Si ese «estado de naturaleza»,
que había sido descubierto sin comprender debidamente su ri-
queza cultural y su organización racional, representaba una etapa
inferior de la evolución humana, las manifestaciones religiosas
de dicho estado no podían sino localizarse al nivel más bajo, más
tosco, de la religión. Aquellos «primitivos», que constituían to-
davía un testimonio de técnicas y de formas de vida arcaicas,
debían también, naturalmente, representar uno de los estadios
menos evolucionados del fenómeno religioso.
El animismo fue la explicación que, con matices y penetracio-
nes sucesivas, propuso el fundador de la etnología moderna,
E. B. Tylor (1832-1917), rico cuáquero que dedicó su vida al
estudio de los «rudos salvajes». Mediante el nuevo término de
animismo, intentaba mostrar que los pueblos primitivos conside-
raban la naturaleza por analogía respecto a ellos mismos, y pen-
saban que todas las cosas estaban animadas. Esta teoría fue ex-
puesta en Primitive Culture, en 1871. Taylor insistía en el hecho
de que los primitivos son hombres dotados de las mismas dispo-
siciones intelectuales que sus contemporáneos más evoluciona-
dos, pero que permanecen, como resultado de una experiencia
personal no conceptualizada, en un estado de extravío intelectual.
y la repetición cotidiana de fenómenos que les resultan inexpli-
cables les afecta en medida considerable. El primitivo está en
posesión de la revelación de un alma individual, que es su propio
fantasma, a través del sueño, las ensoñaciones, las fantasmagorías
diversas, en una palabra, por obra de toda la actividad psíquica
inconsciente y subconsciente de su ser, cuyos mecanismos eviden-
temente ignora. Pero de esto deduce la existencia de un principio
vital, de un alma, causa de la vida y del pensamiento del indivi-
duo por ella habitado, puesto que «ella posee la conciencia per-
56 Historia de la Historia de las Religiones

sona1, la voluntad de su propietario, pasado o presente, pero


siempre independiente de él». La muerte no es otra cosa que la
partida de ese alma, que «continúa existiendo y apareciendo des-
pués de la muerte del cuerpo, entrando en el cuerpo de otros
hombres, animales u objetos diversos ... ». De esta manera, al
sentir en él la presencia de ese principio vital del que no es ni
responsable ni verdadero propietario, el primitivo atribuye ese
mismo espíritu a todo aquello que no comprende, a todo 10 que
no puede explicar. Y de esta manera, el mundo resulta lleno de
entes vivos. De la noción experimental de un «alma fantasma»
y personal de cada ser, imagen nimia y sin substancia, se pasa
lógicamente a la noción de una encarnación de ese mismo prin-
cipio vital en todo cuanto constituye el microcosmos en que el
hombre se mueve, como también en todo el cosmos fuera del
alcance de su entendimiento, desde el cerdo salvaje a la lluvia
fertilizante, desde las más humildes realidades cotidianas hasta
las potencias superiores y extrañas al hombre. El animismo cons-
tituye para Ty10r el primer factor de toda creación religiosa. El
politeísmo que de él se deriva lógicamente representa la primera
forma de expresión de 10 sagrado.
Así, pues, animismo, politeísmo, técnicas mágicas --cuyo des-
arrollo resultaba ineludible, cual demostraría J. G. Frazer-, todo
esto conducía, según la tesis tyloriana de un desarrollo progresivo
del sentimiento religioso de la humanidad, a la idea de un dios
único, superior a los espíritus y a las «almas». Un simple proceso
lógico y racional venía, pues, a demostrar que el monoteísmo
era la meta de toda la evolución religiosa de la humanidad, y
que no hacía en absoluto falta recurrir a ningún tipo de Revela-
ción divina para establecer este monoteísmo. El primitivo, al ac-
ceder a un estadio superior de civilización, podía prescindir del
teólogo: su evolución religiosa no era más que el reflejo de un
cambio de cultura. Dejando voluntariamente al margen lo que él
denomina «el aspecto afectivo» del fenómeno religioso, este gran
sabio que era Ty1or, preocupado ante todo por demostrar el
constante progreso de la humanidad, y que --como él decía con
cierto humor- «aquel salvaje podía convertirse en un gentle-
man», elaboró, sin embargo, una teoría un poco demasiado inte-
1ectualista. Arrastrada, sin duda involuntariamente, la ciencia de
las religiones en una dirección peligrosa, la del origen mismo de
la religión. En efecto, en seguida se pretendería añadir a su ani-
mismo primitivo un preanimismo, y plantear, después, contra-
dictoriamente, la cuestión de un monoteísmo original. Porque,
Psicología y anzmlsmo 57
por razones que no siempre fueron de orden científico, se pre-
tendió invertir radicalmente el esquema evolutivo de Tylor. Y,
de esta manera, se derrocharon en vano ingentes tesoros de eru-
dición, en la medida en que, partiendo de un a priori filosófico,
se vedaba la comprensión de aquellas formas religiosas primitivas
en sí mismas, para poder incluirlas con más facilidad, quisiérase
° no, en una teoría general de la religión.
Discípulo ardiente de Tylor, Andrew Lang (1844-1912) con-
cibió sin embargo muy pronto serias dudas acerca de la teoría
animista, como consecuencia de nuevos testimonios etnográficos.
A partir de 1898, en The Making 01 Religion, se alzó contra la
idea de un espíritu superior pergeñada lógicamente por el hombre
primitivo a partir de la experiencia de un ente vivo. Y denunció
la concepción final de un dios creador concebido a modo de espí-
ritu. Basándose en una abundante pero a veces dispar documen-
tación, demuestra la existencia, en algunos pueblos primitivos,
de un ser supremo, concebido como eterno. Ahora bien, advierte,
esos Australianos del Sur, esos Semangs de Malasia, no conocen
el culto a los antepasados ni al soberano que, en la teoría de Tylor
y de Frazer, debían constituir otros tantos jalones hacia el mo-
noteísmo. El ejemplo de esos pueblos invalida, pues, el esquema
evolutivo animismo-politeísmo-monoteísmo de Tylor: su creen-
cia en un ser supremo no se deriva de la noción de un mundo
lleno de entes vivos. Con prudencia, Lang eliminaba, como Tylor,
la idea de una Revelación sobrenatural, y declaraba insoluble
el problema de los orígenes de la religión. Pero, a pesar de todo,
desarrolló a este respecto una teoría funcionalista que pronto
habría de dar fruto en otro ámbito. Una vez que el hombre, ex-
plicaba Lang, llega a la idea de fabricar por sí mismo objetos,
está lógicamente en disposición de pensar en un ser que fabrica-
ría las casas que el hombre no podía hacer. Relacionar al hamo
laber con el dios creador resulta entonces lógico y racional. El
origen de la religión es, pues, pragmático: ésta combina una
creencia especulativa en una autoridad superior al hombre con
una creencia afectiva que manifiesta el amor filial al padre. La
existencia de divinidades superiores habría venido naturalmente a
proporcionar una explicación satisfactoria de todos los procesos
o hechos misteriosos del mundo. Por este camino, Lang remozaba
nuevamente la antigua idea de que la religión era una invención
de los hombres, un paliativo de su ignorancia.
Invirtiendo, pues, el esquema de Tylor, Lang pensaba que
el elemento religioso más puro se encontraba en las poblaciones
58 Historia de la Historia de las Religiones

que ostentaban aun las formas de vida más arcaicas, y que el


politeísmo, forma bastarda de elementos inferiores, sólo se había
desarrollado más tardíamente: «El hombre se vendió a espíritus
de utilidad práctica, fetiches que portaba en su hato o en su caja
de magias, a un conjunto venal de espíritus y divinidades a los
que ofrece sacrificios idénticos a los que antaño se ofrecían al
creador abandonado» 6. De modo que no discutía que el animis-
mo fuese una forma importante del desarrollo religioso, sino sim-
plemente que se tratase de la primaria. Sin embargo, esta teoría
de un pre-animismo teísta apenas tuvo eco, sino que más bien
suscitó polémicas entre los antropólogos casi unánimemente par-
tidarios de las ideas de Tylor, tanto más cuanto que los estudios
más científicos dedicados a las costumbres religiosas de las pobla-
ciones australianas parecían invalidar la tesis de Lang. Por una
paradoja sólo aparente y por lo demás bastante frecuente en la
historia de las ideas, las más acerbas críticas de Lang procedían
de su más decidido apologista, el Padre W. Schmidt, que inaugu-
ró un nuevo capítulo de nuestra disciplina, ya implícitamente
contenido en la obra de Lang, el del monoteísmo original. i Una
batalla curiosa!
En efecto, en 1912 apareció la obra maestra del P. W. Sch-
midt, Der Ursprung des Gottesidee, el nacimiento de la idea de
Dios. En esta obra hay que elogiar un notable esfuerzo de com-
prensión histórica y cultural, encaminado a restituir los fenóme-
nos religiosos a su contexto propio: es la teoría de los círculos
culturales y de sus interferencias. Para el P. Schmidt, las divini-
dades que los hombres invocan son reflejo de su propia realidad.
Y, por consiguiente, sostenía, pero con una sistematización ex-
trema, que los diversos tipos de religión correspondían a diferen-
tes círculos culturales cuyo inventario podía verificarse. En los
años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, los balances
etnográficos parecían de hecho autorizar al P. Schmidt a afirmar
que «en cada círculo cultural arcaico se encontraba la misma
creencia en un dios original», lo mismo entre los Indoeuropeos
que entre los Pigmeos, los Indios de América del Norte o los
de California central. Indagando sobre la idea de Dios, y tras
esta comprobación etnográfica, el P. Schmidt establecería la dis-
tinción de sus tres causas esenciales: necesidad de causalidad, de
totalidad y de personificación; porque, aseguraba él a su vez, los
primitivos son seres dotados de un entendimiento lógico, capaces

6 The Making 01 Religion, 257s.


Psicología y animismo 59
de realizaciones prácticas. Y luego son igualmente capaces de
concebir la existencia de un dios único. Así, pues, en las infan-
cias de la humanidad habría existido una Urkultur, una civiliza-
ción primitiva, fuente común de todas las religiones lo mismo
que de todas las civilizaciones, una cultura original cuyos vesti-
gios encontramos entre los Negritos, los Australianos del Sur,
los Fueguianos. Y como en esas poblaciones, inmersas todavía
en el estadio de la recolección, podemos descubrir una creencia
en un dios excepcional, debemos poder afirmar, pensaba el
P. Schmidt, que el monoteísmo constituye el estrato primitivo
de la conciencia religiosa del hombre. Y sólo posteriormente, en
la elaboración de las relaciones del hombre con el cosmos donde
se ponen de manifiesto complicaciones crecientes, pasa a segundo
término la unicidad del aspecto de Dios.
Este monoteísmo original aparecía, pues, como creencia, acom-
pañada por una veneración cultual, en un ser supremo. Pero
el P. Schmidt estaba igualmente obligado a plantear, como coro-
lario, la idea de una Revelación divina, contra la que Tylor y
Lang se habían alzado. Porque, si tomamos su teoría al pie de
la letra, es evidente que la concepción del P. Schmidt implica a
la vez la negación de una religión puramente natural -en el sen-
tido en que la entendía el animismo~ y la continua tendencia
de la religión a degenerar después de la Urkultur oriunda. Así,
pues, el progreso material y técnico de la humanidad habría ido
acompañado de un constante retroceso de la idea religiosa, por
una discordancia entre la evolución de las culturas humanas y la
de las formas de la religiosidad. Y toda la historia de la humani-
dad sólo sería, pues, una empresa de desacralización: idea que
encontraremos más tarde en Mircea Eliade. Ciertamente, el
P. Schmidt adolecía de una fe excesiva en las técnicas de inves-
tigación etnográfica para poder practicar sistemáticamente una
reducción a la teología dogmática y haber solamente pretendido
elaborar una obra de simple apologética cristiana. Pero, prisio-
nero de unas teorías previas que intentaba combatir, exageró sin
duda la importancia del pensamiento causal y lógico en los pue-
blos primitivos. Su tesis de la creencia en un dios único resulta
imposible de demostrar, de no ser como proyección de una Re-
velación sobrenatural sobre los orígenes mismos del hombre y
su lugar en el mundo. Ahora bien, resulta difícil admitir que
los innegables resultados obtenidos por la etnología sólo puedan
ser medidos por este rasero. Lo que finalmente queda de su
obra es la idea esencial de que científicamente no podemos con-
60 Historia de la Historia de las Religiones

firmar la génesis de la idea de Dios. Esta no es el simple resul-


tado de una evolución histórica, sino que aparece, presente y
vivida, en cierto número de formas elementales de la vida reli-
giosa. Y ha persistido, en estado más o menos latente, a través
de las formas más evolucionadas de la civilización. Todo el pro-
blema consiste, pues, en saber si el monoteísmo es o no es
original. O bien si es una noción que el pensamiento reflexivo
del hombre pudo elaborar a partir de diferentes percepciones de
lo sagrado. En este sentido, la idea de Dios aparece como inse-
parable de cierta antropología religiosa, lo mismo que de cierta
historia de la humanidad 7.
El gran historiador de las religiones R. Pettazzoni (1883-
1959) contribuyó más que ningún otro a matizar las tesis del
P. Schmidt, mediante una concepción más histórica del problema
planteado. Utilizando una idea ya formulada por David Hume en
sus Four Dissertations (1754), el sabio italiano opina que sólo
se puede hablar de monoteísmo, en el sentido estricto del tér-
mino, partiendo de la experiencia que nos proporcionan las re-
ligiones monoteístas existentes actualmente. Ahora bien, es inne-
gable que, en todos los casos, estas últimas se han desarrollado
a resultas de una reforma religiosa producida como reacción
contra un politeísmo predominante. El monoteísmo puede, por
consiguiente, ser definido como la negación de un politeísmo
contra el que se rebela y al que niega en nombre de una mayor
exigencia espiritual. Y no puede, por consiguiente, constituir
la forma primaria de la religión, como lo afirmaban los defenso-
res de la teoría del monoteísmo original. Lo que podemos en-
contrar entre los pueblos no civilizados no es un verdadero
monoteísmo, sino a lo sumo una idea vaga y no conceptualizada
en un sistema dogmático de un ser supremo. Así, pues, el mo-
noteísmo, en el sentido histórico del término, no constituye el
origen de una evolución religiosa, sino más bien el resultado de
una revolución religiosa. Por lo demás, cuando, a través exclu-
sivamente de los documentos materiales que nos ha legado la
prehistoria, intentamos representarnos lo que entonces podía ser
el sentimiento religioso, no experimentamos la impresión de des-
cubrir una creencia en un ser único, dotado de todos los atributos
de un dios superior. Como ha demostrado suficientemente A. Le-

7 Las tesis del P. Schmidt han sido vigorosamente defendidas y am-


pliamente desarrolladas, con la ayuda de nuevos argumentos etnológicos,
por su discípulo el P. Paul Schebesta, y por toda la «Escuela de Viena».
Psicología y animismo 61

roi-Gourhan 8, los símbolos grabados por los hombres, desde los


Pitecántropos hasta el hombre de Neanderthal, atestiguan un
doble sentimiento de temor ante el cosmos desconocido y el
deseo de dominar el microcosmos cotidiano: «Su comportamien-
to religioso, en otro plano, es tan práctico como los compor-
tamientos técnicos, puesto que tiende también a integrar al hom-
bre en un mundo que lo desborda y con el que debe entrar en
contacto físico o metafísico.» Incluso p.n culturas históricamente
posteriores -precisamente aquellas en que se basaba la teoría
del P. Schmidt-, no descubrimos la idea de un dios único, como
ha demostrado A. E. Jensen. En su libro Mythos und Kult bei
Naturvolkern (1951), este último, basándose en recientes estu-
dios sobre diversas culturas (Indonesia, Rodesia del Sur, India,
Méjico, Perú, etc.), ha descubierto la existencia de divinidades
demas, es decir, de relevantes antepasados cuya existencia pri-
mordial atestiguan los mitos. Una vez muertas, esas divinidades
han dado nacimiento a las plantas y a los animales. El Ser de
los tiempos originales es, pues, tan múltiple como el universo
cotidiano del hombre, y sólo más tarde se delineará, en un plano
anterior a esos demas, la figura de un dios creador. Este análisis
plantea el problema, que volveremos a encontrar a propósito del
sentido de ciertos mitos, de saber si esos demas son dioses o
simples héroes civilizadores. En otras palabras, de saber si esta
teoría, más próxima al evolucionismo de Tylor, no procede de
una visión antropológica desacralizadora en la que el hombre y
sus diversos comportamientos técnicos constituyen hasta tal pun-
to el centro de la imagen del dios que la creencia en un dios
superior resultaría singularmente desabrida, si no desprovista de
toda significación.
En toda esta controversia, que está aún lejos de concluir 9,
parece evidente que la teoría de un monoteísmo original resulta
excesivamente intelectualizada. En la mayoría de los pueblos
donde se ha creído encontrar esa creencia en un dios supremo,
resulta conveniente comprobar que apenas tienen una conciencia
clara y reflexiva de ello, de modo que nada se adelanta con
querer asimilar una creencia de este tipo a una fe religiosa. En
efecto, nos parece que la creencia en las potencias sagradas cons-
8 Les Religions de la Préhistoire, col. Mythes et ReIigions 51 (París
1964), en particular pp. 6s.
9 Ver, a este respecto, el tomo 21 de los Studia Instituti Anthropos
(Bonn 1968), editado por sus discípulos en el 100 aniversario del naci-
miento del P. W. Schmidt.
62 Historia de la Historia de las Religiones

tituye en el hombre arcaico un medio de vivir en completa fu-


sión con su propia cultura. Cabe preguntarse si esa larga que-
rella entre evolucionistas y partidarios de un monoteísmo original
no habrá estado, en algunos momentos, viciada por ciertos pre-
supuestos teológicos y filosóficos incompatibles con la elabora-
ción de una verdadera ciencia de las religiones, realmente autó-
noma y rigurosamente científica. El apasionante problema del
origen de la religión no constituye el problema central de nues-
tra disciplina, basada ante todo en el respeto y la comprensión
de las múltiples formas de comprensión y de expresión de lo
sagrado. Pero, en la medida en que las polémicas que se han
desarrollado como consecuencia de la obra de Tylor han logrado
demostrar en parte que el hombre arcaico era capaz de lógica y
de organizar racionalmente su medio de vida, no podemos rele-
gar a la columna de las pérdidas el resultado de dicha querella.

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

H. Arvon, Feuerbach, col. Les Philosophes (París, P.U.F.).


H. Arvon, 1. Feuerbach ou la transformation du sacré (París 1957).
Abram Kardíner y Ed. Prebble, The Studied Man (1961).
J. Cazeneuve, L'Ethnologie, Enciclopedia de bolsillo (París 1967).
P. Schebesta, Le Sen s religieux des primitifs (tr. fr. París, 1963).
R. Pettazzoní, Dio, l'Essere supreme nelle credenze del popoli primitivi
(Roma 1922), a completar con: L'Essere supremo nelle religioni primi-
tivi (Turín 1957).
V. Lanternari, L'offerta primiziale in etnologia, «Rívísta dí Antropología»
(Roma 1956) 43, 13-110,
4
SOCIEDADES Y RELIGION

A partir del segundo cuarto del siglo XIX, y bajo la influen-


cia de la filosofía de Augusto Comte (1798-1857), empieza a
imponerse una nueva visión de las relaciones del hombre con
lo sagrado, centrada en la importancia de los hechos sociales y
en su poder de obligatoriedad sobre el individuo. Esta modalidad
de comprensión de lo social fue lenta en su liberación de deter-
minados presupuestos filosóficos, y desembocaría en el naci-
miento de una verdadera sociología religiosa.

a) La sociología positiva

En el tomo IV de su Cours de Philosophie positive (1839),


A. Comte había definido la religión como actitud mental, ma-
nera de ser, «estado teológico» correspondiente a determinado
estadio de la humanidad, y que no era otra cosa que una serie
de manifestaciones mentales e institucionales de un discurso del
hombre sobre Dios, de un logos sobre el theos. Lógicamente, no
estando compuesta dicha religión más que por las diversas re-
presentaciones humanas de lo sagrado, sólo podía constituir una
de las categorías de la historia humana. Ahora bien, explica
Comte, ese Dios sólo es concebible como causa primera. Y, por
consiguiente, sólo es, en última instancia, una proyección del
sentimiento del hombre sobre su propia existencia. Si se puede
demostrar científicamente que esa noción de causa primera es
una mistificación, Dios y todas las religiones desaparecerán, al
carecer tanto de significación como de finalidad real. La filosofía
positiva, que analiza científicamente los comportamientos del
hombre, lo liberará, pues, de ese «estado teológico» que sólo
hace inventar falsas explicaciones de hechos observados, pero
que siguen resultando inexplicables. Sabido es que, diez años
más tarde, este bello proyecto terminaría en el establecimiento
de una nueva religión que tenía «el Amor como principio, el
Orden como base y el Progreso como fin». Incluso entre filóso-
fos, el destino parece mostrar a veces cierto sentido del humor.
A partir de este momento, Comte modifica su teoría religiosa:
64 Historia de la Historia de las Religiones

al actuar sobre la sociedad mediante una educación progresiva,


la religión ya no es «aquel estado subjetivo e irracional» que él
mismo denunciaba en 1839, sino que se convierte en un princi-
pio, en un estado normal que se confunde con la existencia co-
lectiva de la humanidad.
Considerando objetivamente que sólo en sociedad pueden
existir individuos, Comte define entonces el hecho social en su
inserción histórica, «desde el doble punto de vista elemental de
su armonía con los fenómenos coexistentes v de su encadenamien-
to con el estado anterior y el estado p~sterior del desarrollo
humano». Cabía suponer que, entonces, aplicaría dicho principio
de análisis al estudio de los fenómenos religiosos cuya impor-
tancia redescubre a partir de 1848. Pero, de hecho, Comte nunca
estableció las bases de una sociología religiosa real, a pesar de
su voluntad de adaptar sus observaciones a las técnicas de las
ciencias exactas. Como ha demostrado perfectamente P. Arbousse-
Bastide 1, sólo logró desarrollar una interpretación religiosa de
la sociedad en la precisa medida en que la socio-log,ía es ante
todo, para él, una ciencia del entendimiento que permite alcan-
zar una coherencia, una totalidad, la de los hombres, de las ins-
tituciones, de los cultos. Es cierto, por otra parte, que su vo-
cación de fundador de una religión positivista universal 10 llevó
a ignorar voluntariamente muchas otras formas de experiencias
y de manifestaciones religiosas. Y así, por una paradoja lógica,
esta socio-logía resultaba clausurada en su misma función y es-
torbaba para cualquier posible desarrollo en una sociología de
las religiones, o incluso en una sociología de cualquier religión
distinta de sí misma. Sin embargo, la aportación de A. Comte
es innegable: fue el primero en concebir la sociología como filo-
sofía de la historia humana; el primero en pretender aplicar al
examen de los hechos sociales y religiosos los métodos de las
ciencias exactas; y, finalmente, esbozó la idea de que toda la
historia de la humanidad, todas las reglas de organización de
la vida humana en sociedad, tenían que encontrarse, asimismo,
en el contenido de los fenómenos religiosos, de modo que no
podía separarse el estudio de 10 religioso del de lo social, por
ser cada uno de ellos caextensivo al otro.
Pero es con E. Durkheim (1858-1917) con quien realmente
se constituye la escuela sociológica francesa que con tantas apor-

1 Auguste Comte et la sociologie religieuse, publicado en «Archives


de Sociologie des Religions».
Sociedades y religión 65

taciones habría de contribuir a la ciencia de las religiones. Sin


embargo, s6lo al cabo de una paciente y fecunda carrera dedicada
por entero a la constituci6n de esta nueva ciencia del hombre,
Durkheim abordaría, resumiendo la aportaci6n de veinticinco
años de trabajo, el estudio de los fen6menos religiosos. Les
Formes élémentaires de la vie religieuse, aparecidas en 1912, es,
en efecto, la última de sus obras mayores. Dejando a un lado
los amplios panoramas de Tylor, de Frazer o de Lang, centr6 su
estudio de la vida religiosa de los primitivos en el aspecto con-
creto del totemismo australiano. Los fundamentos de su análisis
son estrictos: todo fen6meno religioso debe ser considerado se-
1 mejante a cualquier otro fen6meno social. Todo fen6meno reli-
gioso es, pues, respuesta a unas necesidades colectivas concretas,
y sólo puede proceder de experiencias y de reflexiones colectivas
anteriores. Y es así como el estudio de la génesis sociológica de
las nociones de tiempo, de espacio, de causalidad -nociones in-
separables de la de religión- reviste en Durkheim una impor-
tancia capital. La religión puede, por consiguiente, ser definida
como «un sistema de creencias y de prácticas relativas a cosas
sagradas, es decir, separadas del mundo de los hombres, prohibi-
das, pero creencias al mismo tiempo y prácticas que unifican en
una misma comunidad moral denominada Iglesia a cuantos se
adhieren a ellas» (p. 65). Establecido esto, Durkheim insiste en
la absoluta necesidad de distinguir netamente creencias y ritos,
como asimismo lo que para el entendimiento del hombre es sa-
grado o profano. Porque un objeto, en cuanto tal, no es, ni por
esencia ni por naturaleza, sagrado. Y s6lo llega a serlo por obra
de la proyección efectuada sobre él de una creencia en una po-
tencia superior que le es atribuida, ya se trate de mana, de
orenda, de numen. El objeto sagrado es, pues, ante todo, un
símbolo 2. De ello se sigue que el único problema digno de rete-
ner la atención del sabio no consiste en la búsqueda del origen
de la idea de Dios, sino en estudiar las realidades de las que son
símbolos los objetos cultuales. Precisamente, el totemismo aus-
traliano ofrecía a Durkheim la posibilidad de demostrar su tesis.
El análisis que realizó del mismo le pareció demostrativo de la
existencia de una relación religiosa entre el individuo y su clan,
su tribu, su medio social. Durkheim encontró que esta relaci6n
de índole sacra moraba en el origen mismo de todas las religio-
nes, al ser el totem el sustituyente sagrado, la proyecci6n sim-

2 Sobre este punto concreto, ver in/ra, 202.


5
66 Historia de la Historia de las Religiones

bólica en el plano religioso de la colectividad humana. Así, pues,


en conclusión, los hechos sociales explican los hechos religiosos.
Toda religión tiene un origen social, y la autoridad de los ritos
se explica porque representan la tradición colectiva.
Esta concepción del colectivismo religioso no fue, evidente.
mente, aceptada con unanimidad. Toda la escuela animista, con
Frazer a la cabeza, se alzó contra esta identificación de 10 reli.
gioso con lo colectivo y contra quienes afirmaban poder estable·
cer de esta manera las leyes del desarrollo del espíritu humano.
Porque, en realidad, más allá del caso concreto del totemismo
-acerca del cual hoy ya no podemos seguir totalmente a Dur-
kheim-, su obra apuntaba a una teoría sociológica del cono-
cimiento. El viejo debate entre racionalistas y empiristas que-
daba, por vez primera, superado en la medida en que se admitía
el origen colectivo de las categorías fundamentales del pensa-
miento y del sentimiento religioso.
Precisamente contra identificación semejante de lo social, de
lo religioso y de 10 lógico se alzó, en ocasiones excesivamente,
1. Lévy-Bruhl (1857·1939), cuya larga carrera de sociólogo mo-
ralista fue una constante tentativa por penetrar, captar y como
prender mejor la mentalidad del hombre primitivo. Filósofo in-
formado, sabio escrupuloso, Lévy-Bruhlllegó a replantear --como
lo atestiguan sus Carnets pósthumos- 10 que sus distintas teo-
rías podían tener de excesivamente sistemático. Tres etapas jalo-
nan su evolución intelectual. En 1910, en Les Fonctions mentalis
des sociétés inferieures, afirma que el pensamiento primitivo es
un pensamiento prelógico, profundamente distinto del nuestro,
y que está gobernado por una ley de participación. En las socie·
dades más cercanas al estado de naturaleza y, por lo tanto, me-
nos desarrolladas en el ámbito de las técnicas, la ley de partici·
pación termina elaborando unas identidades absolutas entre los
hombres, los animales y las plantas que los rodean. Y así, «los
Bororos son araras». En esta identificación del hombre con el
microcosmos cotidiano, Lévy-Bruhl ve la prueba de que este pen-
samiento primitivo es de naturaleza mística. Y solamente cuando
estas participaciones no son 10 suficientemente intensas para in-
formar la vida real, habrán de ser mediatizadas por representa·
ciones de orden material (estatuas, objetos cultuales) o concep·
tual. Pero la mentalidad fundamental, basada en la participación,
nunca desaparece por completo, y subsiste incluso en las repre·
sentaciones religiosas del mundo moderno. Toda actividad men-
tal, afirmaba, pues, Lévy-Bruhl, es a la vez lógica y prelógica,
Sociedades y religión 67

y sólo esta doble estructura psíquica puede explicar la creencia


en un Dios soberano, creencia que se alimenta a la vez de cierto
conocimiento de1 mundo y del sentimiento místico de la partici-
pación en la naturaleza divina extendida por este mundo. ¿Ha-
brá, según esto, que pensar que toda religión es sólo un fenó-
meno residual que no puede manifestarse más que a través de las
persistencias de la mentalidad primitiva?
En Le Surnaturel et la Nature dans le mentalité primitive
(1931), Lévy-Bruhl intenta responder a esta cuestión demostran-
do que los pueblos primitivos son extraños a la noción misma
de religión. La religión no existe mientras la mentalidad primi-
tiva no sufre la inflexión de un pensamiento racional, mientras
las participaciones constituyen una vivencia directa. La vida de
los primitivos está inmersa en lo sobrenatural, en lo maravilloso,
pero ellos no tienen conciencia clara de que sea así. No lo pueden
expresar a través de un esquema conceptual, sino sólo por me-
diación del lenguaje mítico. Son incapaces de elaborar un sistema
racional capaz de crear unas relaciones entre el hombre y aquello
en lo que participa. El paso de ese estadio prerreligioso a la
religión está, pues, caracterizado por un debilitamiento de los
caracteres fundamentales de la mentalidad primitiva, por la dis-
minución de toda participación mística. Este paso supone, pues,
unos cambios de estructura mental, y la aparición de una men-
talidad lógica. Esto es lo que intenta demostrar en su siguiente
libro: La Mithologie primitive (1935). Mientras que para Dur-
kheim los ritos y las creencias de los primitivos contenían en
germen todo lo que la vida social acarrea ya de racional, todo
lo que apunta como explicación científica del universo, para Lévy-
Bruhl la prerreligión no es significativa en sí misma de seme-
jante esfuerzo de racionalización. La evolución del pensamien-
to humano supone profundas mutaciones internas y el paso de
una estructura mental a otra. Así, pues, tal como había pensado
E. Bréhier 3, Lévy-Bruhl, a pesar de las imperfecciones de sus
teorías y de los errores cometidos a veces, es ya un estructura-
lista -¡quizás sin haberse percatado de ello!-. Porque lo que
él llama ley de participación, de la que resultan ciertas identida-
des entre el hombre y su microcosmos cotidiano, es en realidad
un estado; las identidades sobre las que, con justa razón, Lévy-
Bruhl llama la atención de los sociólogos, no son formas de
identificación mística, sino normas de clasificación. Como &1 aná-

3 Revue Philosophique, octubre-noviembre 1949.


68 Historia de la Historia de las Religiones

lisis estructural de Lévi-Strauss 4 ha demostrado, el pensamiento


primitivo, salvaje, es primeramente pensamiento mediador entre
la naturaleza y el hombre. Mediante una técnica muy elaborada
de la clasificación, el pensamiento establece unas identidades que
en realidad son relaciones entre la persona y los objetos. La auto--
crítIca que los Carnets posthumes nos revelan muestra cómo el
propio Lévy-Bruhl matizaba su propio pensamiento: como el es-
tudio de las mentalidades primitivas le habían hecho dudar de
la unicidad de la naturaleza humana, y llevado a buscar en las
representaciones colectivas el pretexto de 10 irracional de los
comportamientos humanos, terminaría reconociendo la parte pre·
ponderante de la efectividad en el proceso de desarrollo de los
comportamientos religiosos. Pero tampoco resolvió el problema
planteado por el pensamiento simbólico y mágico, problema que
en seguida volveremos a encontrar. ¿Es que las cosas que rodean
al hombre se pusieron progresivamente a tener una significación
concreta para él, con ocasión del paso de una mentalidad a la
otra? ¿O acaso esta significación existía ya antes de que el
hombre tuviera conciencia de ella? ¿Hubo un momento en que
el cosmos se tornó significativo, sin por ello resultar no obstante
más significativo para el hombre? Sin duda, Lévy-Bruhl no supo
tener suficientemente en cuenta esta oposición entre pensamiento
simbólico y conocimiento científico. Pero su obra, desacreditada
globalmente en demasía, conserva sin embargo el mérito de haber
llamado la atención sobre la importancia de 10 maravilloso en
las sociedades tradicionales y de haber aportado matizaciones,
ricas y complejas, al racionalismo sociológico a veces excesiva-
mente rígido de E. Durkheim s.
La herencia intelectual de este último fue recogida por su
sobrino Marcel Mauss (1872-1950), el cual la perfeccionaría. Lo
mismo que Durkheim, Mauss sostuvo siempre que las raíces de
las categorías intelectuales residían en la vida social. Pero se
comprometió en mayor medida que su tío en el análisis de la
práctica de las realidades vividas. Y si confirma el carácter pro-
fundamente racional del pensamiento arcaico --oponiéndose así
a Lévy-Bruhl- es debido a que ve este pensamiento racional como
la expresión de 10 colectivo. Su obra ofrece, pues, en un esfuerzo
4 Ver infra, 185.
s Una parte de las teorías de Lévy-Bruhl fue retornada por G. van der
Leeuw en L'Homme primitif et la Religion (París 1940); para éste, el
espíritu religioso se localiza en una relación viva entre los dos tipos de
mentalidad, y es una aspiración a la totalidad de la experiencia humana.
Sociedades y religión 69
constante por captar lo vivido, un notable ejemplo de convergen-
cia metodológica donde se mezclan los análisis de tipo sociológico
con la etnología, la psicología y la historia, y convierte a Marcel
Mauss en uno de los principales fundadores de nuestra discipli-
na, que persigue en primer lugar la comprensión de una totalidad
humana comprometida en lo concreto de las experiencias vividas.
El análisis de la noción de mana le proporciona un perfecto
ejemplo de la inserción del simbolismo en la vida social, pues
revela hasta qué punto los fenómenos sociales son portadores
de significación, y, por consiguiente, mediadores entre el cosmos
y la sociedad humana. Uno tras otro, oración, sacrificio, magia,
don, son objeto de fecundos análisis que permiten a Mauss esta-
blecer la importancia de los fenómenos religiosos y su carácter
eminentemente social. Y, así, pasa a demostrar que no puede
existir sacrificio sin sociedad humana, pues el estudio de distintos
rituales da fe de la presencia constante de agrupaciones humanas,
ya en cuanto cuerpos constituidos, o ya que la sociedad se en-
cuentre representada por mediación de pontífices, de levitas, de
sacerdotes, delegados por ella en funciones de intermediarios con
lo sagrado. Por otra parte, todo sacrificio está precedido de unos
ritos de introducción en lo sagrado que aíslan al que lo ofrece
del mundo habitual de los hombres, y va seguido de otros ritos
de purificación que lo reinstalan en la comunidad humana de la
que ha sido portavoz. La religión es, pues, un fenómeno social,
basado en unos mitos que son creencias tradicionales transmitidas
de una época a otra por la colectividad, y también en unos ritos
impuestos por la tradición.
Y lo mismo sucede con la magia, donde volvemos a encontrar
esa estrecha conexión entre lo sagrado y lo social. El análisis del
origen de los poderes mágicos en las sociedades australianas per-
mite a Marcel Mauss demostrar hasta qué punto el mago aparece
como una especie de funcionario de la sociedad, muchas veces
instituido por ésta, el cual no detenta sus poderes de ningún ca-
risma personal, sino merced al conocimiento de palabras y de
ritos transmitidos por una tradición iniciática que garantiza su
eficacia. La hipótesis de una magia prohibida por la sociedad no
puede constituir objeción válida contra su carácter social, observa
Mauss con exactitud, pues el acto mágico puede ser considerado
ilícito sin dejar por ello de ser social. En efecto, recibe su forma
y su existencia de determinada sociedad; su única razón de ser
procede de ésta, y conviene siempre distinguir, en este tipo de
70 Historia de la Historia de las Reli[!,iones

análisis, entre ritos positivos y ritos negativos, que se organizan


en una relación, benéfica u hostil, con la comunidad humana.
La aportación esencial de Marcel Mauss ha, pues, consistido
en relacionar cada vez con mayor precisión el estudio de las creen-
cias y de las prácticas mágico-religiosas con el de los marcos so-
ciales que las sustentan. Pero, fiel a la perspectiva filosófica de
Durkheim, nunca dejó de asegurar que el fundamento de toda
religión, lo mismo que de toda otra categoría fundamental del
pensamiento, residía en primer lugar en la vida colectiva. Cierta-
mente, ese arte en que consiste la magia supone un consenti-
miento social; el juicio de tipo ordálico que resulta de su práctica
sólo es posible gracias a la adhesión de la sociedad, que cree
en la existencia de poderes peculiares. El mundo de la magia
aparece, así, pues, constituido por esperanzas y temores colecti-
vos: el acto mágico, lo mismo que el sacrificio o la oración -ésta
en mucho menor grado-, es, pues, una totalidad vivida, de la
cual sólo puede dar cuenta, afirmación en la que Mauss pone
cierto anexionismo intelectual, el análisis sociológico. Lo mismo
que el lenguaje, la totalidad del hecho social llega, pues, a cons-
tituirse en un todo autónomo. Resulta fácil comprender que la
obra de Marcel Mauss haya resultado vigorosamente revalorizada
por Cl. Lévi-Strauss 6.
Como se ve, la escuela sociológica francesa ha tenido capital
importancia para nuestra disciplina. Cierto que ni en Durkheim
ni en Lévy-Bruhl podemos decir que exista aún una verdadera
sociología religiosa que trate 10 religioso como objeto real de
estudio. El fenómeno religioso parece, en ambos, como prece-
dido por un estadio de prerreligión; su análisis está todavía de-
masiado ligado al problema del origen del sentimiento religioso.
Pero es innegable que los dos, como también Marcel Mauss, han
insistido, en un sentido perfectamente válido, en el análisis de
la totalidad de los estados de la humanidad y han intentado de-
ducir sus estructuras fundamentales. Su legítima descendencia ha-
brá que ir a buscarla en el estructuralismo, más que en una
sociología de las religiones que nunca entró en sus proyectos.
Sin embargo, su teoría del desglosamiento de la idea de Dios
y la noción de religión es muy pertinente. El ejemplo del budismo
permitió incluso a Durkheim hablar de «religión sin dios», mien-
tras que A. Comte había prescindido de Dios porque, siendo

6Introduetion a l'oeuvre de Maree1 Mauss», en Maree1 Mauss, Sociolo-


gie et anthropologie (París 21960), IX a LB.
Sociedades y religión 71

una mera forma humana de pensar, constituía una pantalla entre


lo sagrado y los hombres. Por esta vía, nos topamos con la exis-
tencia de un vínculo entre la aprehensión sociológica de los fenó-
menos religiosos y las teorías contemporáneas sobre «1a muerte
de Dios», sobre la secularización del mundo contemporáneo y
sobre su estado de no-religión. Lo religioso no sería, entonces,
otra cosa que la marcha de la humanidad hacia un estado en que
la existencia humana y social encontraría su coherencia y su uni-
dad, y donde, por el triunfo de la antropología, se decidiría a ser
solamente conocimiento, lo más completo posible, del hombre.

b) La sociología dialéctica

Una de las fuentes de la sociología religiosa se halla en las


corrientes de las teorías dialécticas. En 1845, KarI Marx exponía,
en sus Tesis sobre Feuerbach, audaces y críticas consideraciones
sobre el origen de la religión. Afirmaba que la religión es sólo
el reflejo imaginario en el cerebro humano de las fuerzas exterio-
res que rigen el universo cotidiano del hombre, no sólo las fuer-
zas de la naturaleza cuyos mecanismos continúan incomprendidos,
sino, sobre todo, y cada vez más, la de los procesos económicos
alienantes. En efecto, uno de los factores más seguros del des-
arrollo del sentimiento religioso reside, para Marx, en la suje-
ción del proletariado al capitalismo. Es la dialéctica del capitalis-
mo explotador y del proletariado explotado lo que constituye la
fuente del sentimiento religioso, declara Marx, y refiere en qué
medida la religión predica la búsqueda en un más allá de la
felicidad imposible de alcanzar aquí abajo; la alienación religiosa
consuela, pues, al obrero de su miseria actual. Ahora bien, este
proceso de alienación tiene una doble consecuencia: la religión
promueve la tranquilidad de conciencia de los explotadores al
permitirles la práctica de la caridad y de las buenas obras, al
mismo tiempo que justifica, sacralizándolo, el orden social 7. Pero
esta alienación religiosa es, según Marx, una alienación en segun-
do grado, puesto que es un producto, un reflejo de otra aliena-
ción más profunda. El descubrimiento, entre los años 1842-1845,
del movimiento obrero, seguido de su adhesión al socialismo,

7 Marx no inventa nada cuando dice esto; con ocasión de la firma


del Concordato, Bonaparte declaró: «Yo no veo en la religión el misterio
de la Encarnación, sino el del orden social; la religión atribuye al cielo
una idea de igualdad que impide que el rico sea destrozado por el pobre.»
72 Historia de la Historia de las Reli?,iones

ocupa el centro de la teoría marxista sobre la religión. Compren-


diendo que el liberalismo, en todas sus formas, no es más que
el mundo de la existencia disociada, Marx afirma, con una fe de
profeta, que el socialismo será el de la existencia unificada. Pero
para llegar a ello hay que disolver el Estado en la sociedad civil,
lo cual implica la constitución de una sociedad sin clases. La
realización de la democracia integral terminará, pues, en la doble
negación de Dios y del Estado. Ambos deben desaparecer. El
hombre socialista ignorará el hecho religioso en cuanto éste ya
no sea requerido por cualquier tipo de necesidad. Solamente des-
pués --como lo ha demostrado Ch. Wackenheim 8_, al elaborar
su concepción materialista de la historia, demostrará Marx que
la estructura global del hecho religioso debe ser buscada en una
especie de praxis industrial y comercial. El cristianismo no es
otra cosa que la traducción ideológica de un estado económico
particular, el capitalismo. La conciencia religiosa consiste, pues,
en reforzar, en el plano de la ideología, la más total alienación
del hombre. Con esto, Marx introduce una nueva manera de
pensar y de analizar, negándolo, el hecho religioso. Y pretende
abolir las raíces efectivas de toda conciencia religiosa mostrando
los condicionamientos reales de esta falsa conciencia. El mar-
xismo se presenta, pues, como una operación de lucidez encami-
nada a liberar la conciencia de todos los prejuicios religiosos que
la alienan, haciéndole descubrir las infraestructuras económicas
y sociales que la condicionan.
Así, pues, esta sociología dialéctica vinculaba estrechamente
los valores religiosos a los antagonismos socioeconómicos. Ahora
bien, como resultado de la evidencia de un bloqueo cada vez más
manifiesto entre la religión y la ideología religiosa inventada por
las clases dominantes y por las Iglesias para adormerecer a la clase
obrera, Marx llega al convencimiento de que todas las religiones
son falsas. Pero dicha posición es metodológicamente insosteni-
ble. ¿Falsa para quién y en nombre de qué? Porque, incluso si
la religión expresa sólo una visión unilateral de los hechos, no es
falsa por el hecho de que sólo refleje los intereses económicos de
determinada clase social privilegiada. Semejante reducción, brutal,
del fenómeno religioso, percibido solamente a través del univer-
so mental del proletariado, no puede explicar realmente las rela-
ciones entre sociedad y religión. La teoría marxista no hacía, en
suma, sino revestir de un velo económico el materialismo de Lu-

f, La Faillite de la religion d'apres Karl Marx (París 1963).


Sociedades y religión 73
crecio, el cual asimismo se había erigido en lúcido liberador del
hombre. Y terminaba dando una explicación del hecho religioso
tan psicológica como económica. Del mismo modo, Fr. Engels
piensa que, lo mismo que la religión primitiva expresa la angustia
del hombre ante las fuerzas misteriosas de la naturaleza cuyos
mecanismos no comprende, de igual modo la religión contempo-
ránea expresa la angustia del hombre ante los problemas econó-
micos y sociales cuyas complejas leyes ignora, pero cuyas altera-
ciones imprevistas, tales como el paro, la recesión, la inflación,
sufre sin comprenderlas y, por consiguiente, sin poder evitarlas.
«La religión es sólo el reflejo fantástico en el espíritu del hombre
de esas potencias externas que dominan su existencia cotidiana,
un reflejo en el que las potencias terrestres se atribuyen la fuerza
de lo supraterrestre» 9. Como puede comprenderse, Dios entonces
se convierte, por el desarrollo lógico de un complejo de frustra-
ción, en la perfecta imagen del capitalismo ciego, tanto más fácil-
mente cuanto que dicho capitalismo se encarna, en la psicología
del proletariado, en la persona del patrón explotador.
Así pues, las teorías positivistas y marxistas decretaron que
la religión era una imagen hipostasiada de las realidades socio-
económicas, y que había que organizar el análisis de los hechos
religiosos globalmente, desde fuera, dado que la característica de
toda actitud religiosa es sólo función de la condición social del
individuo, o del grupo, y que constituye su representación ideo-
lógica. Estas teorías reducían, pues, la sociología religiosa a una
parte de sí misma, al examen único de los vínculos de dependen-
cia de la religión y de las sociedades humanas. Y dejaban volun·
tariamente, pero sin razón, de lado, el análisis, desde dentro, de
los fenómenos religiosos. Y, por consiguiente, reclamaban la ela-
boración de una sociología de la comprensión que demostrase la
influencia de lo religioso en lo económico y lo social y se es-
forzase en comprender de qué manera tal grupo o medio social
concreto puede vivir, de un modo que le resulta propio, una reli-
gión no obstante común, modo éste por el que pone de mani-
fiesto su posición social, dominante o subordinada 10.

9 Fr. Enge1s, Anti-Dübring, 393.


10 Sobre esta sociología de la comprensión, ver infra, p. 90.
BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

}. Duvignaud, Durkheim, col. Les Philosophes (París, P.v.P.).


}. Cazeneuve, Lévy-Bruhl, col. Les Philosophes (París, P.V.P.).
}. Cazeneuve, Mauss, col. Les Philosophes (París, P.V.P.).
H. Hubert y M. Mauss, Mélanges d'histoire des religions (París 1909).
M. Mauss, Oeuvres completes, 3 vol. (París 1968): 1. Fonctions sociales du
sacré; II. Représentations collectives et diversité des civilisations; III.
Cohésion sociale et divisions de la sociologie. [Mauss se ha traducido
casi en su integridad al español. Primero las obras aisladas, como Insti·
tución y Culto, Introducción a la Etnografía, Sociedad y Ciencias So-
ciales, Sociología y Antropología y, por último, las Obras completas,
Barcelona 1971.]
H. Desroche, Marxisme et Religions, col. Mythes et Religions, 43 (París
1962).
5
LO IRRACIONAL EN LO SAGRADO

Una última etapa, derivada de la corriente filosófica alemana


antirracionalista, y como reacción contra una consideración de-
masiado sociológica de los hechos religiosos, fue la iniciada por
Rudolf Otto (1860-1937). Su obra fue acogida, sobre todo en los
medios protestantes y universitarios germanos, como liberación
de la historia de las religiones de las trabas que le impedían eri·
girse en ciencia autónoma. La influencia de su pensamiento fue
considerable en todas partes. Parece, pues, indispensable analizar
detalladamente su evolución intelectual y precisar los límites de
su aportación a nuestra disciplina.
Otto ha reconocido siempre ser discípulo de Schleiermacher.
Igual que él, opina que toda religión es inherente al fondo mismo
del espíritu humano, y que es conveniente realizar un análisis de
orden psicológico para descubrir el punto misterioso donde el
hombre se topa con lo divino. En este análisis de lo sagrado,
Otto se basa en el método de conocimiento apriorístico de Fries
y de Apelt, filósofos y teólogos neokantianos, que le influyeron
mucho. En efecto, para esta escuela -en la que se formaron
muchos teólogos del protestantismo liberal-, el conocimiento ob-
jetivo es empírico, independiente de la experiencia. El conoci-
miento subjetivo, en cambio, es tributario de la experiencia in-
terna, sin por ello ser siempre fruto de la experiencia vivida.
Pero el análisis psicológico hace aparecer en cada hombre ideas
y conceptos cuyo origen no puede ser explicado empíricamente
y que sólo se pueden justificar suponiéndolos naturales u origina-
les en el hombre, o bien en cuanto objetos de fe. Existen, pues,
a priori. De esta índole son las ideas de Dios, de alma, de liber-
tad, que existen, presentes en la conciencia humana, en la diver-
sidad de las experiencias religiosas. Ahora bien, dado que estas
ideas son objeto de una percepción inmediata, no tienen que ser
demostradas. Estamos ante un idealismo trascendental cuya con·
cepción nunca dejará de orientar a Otto en sus análisis del fenó-
meno religioso. El mundo que nos rodea es la imagen de otro
mundo que el hombre no puede concebir de forma positiva, pero
existente, sin embargo, porque es trascendental. Así, pues, estas
percepciones inmediatas se presentan bajo una forma negativa,
76 Historia de la Historia de las Religiones

son provocadas por una reacción del espíritu ante una percepción
sensorial: es la percepción del tiempo cronológico y su huida
irremediable la que promueve en el hombre la percepción de la
inmortalidad y de la eternidad de un Dios trascendente; y la
relatividad de las cosas humanas lo fuerza a creer en el absoluto
divino, en un misterio que determina el límite del conocimiento
racional en el ámbito religioso. «La religión es la experiencia del
misterio, y acontece cuando el sentimiento se abre a las impre-
siones de la realidad eterna que se insinúa a través del velo de
lo temporal. Ahí mora la verdad, que reside en el fondo de toda
exaltación y de toda imaginación mística. Tal es el fundamento
del misticismo en la religión» 1. Es, pues, evidente que, en esta
primera fase del pensamiento de Otto, el a priori religioso sólo
puede ser conocido por la fe, y que sólo puede ser captado en el
conocimiento, percepción trascendental. Pero para verificar co-
nocimiento tal de 10 sagrado, son indispensables la intuición reli-
giosa y cierta predisposición, en razón precisamente de la pre-
sencia preformal de la religión en la conciencia del hombre.
Una segunda etapa se abre ante Otto con el descubrimiento
del mundo religioso de la India, con ocasión de un viaje de estu-
dios realizado en 1911. Seducido por la teoría hindú de una
salvación que no se debe a las obras, sino a la cualidad de la
vida espiritual, Otto descubre en la literatura religiosa hindú
más antigua, los Rig-Vedas y las U panishads, la idea que va a
convertirse en armazón de toda su teoría. Lo Divino es, para el
hombre, lo Completamente-Distinto, das ganz Andere. Pues lo
divino es absolutamente diferente de todo 10 que el hombre ca-
noce y puede conocer: carece de nombre, de predicado. Es el
Ser por encima de toda forma de existencia, al margen de toda
determinación. En este encuentro con una experiencia religiosa
tan diferente del cristianismo, R. Otto halló una asombrosa con-
firmación de las teorías friesinianas, como asimismo una prueba
dirimente contra las teorías que confirman el origen naturalista
de la religión. El hombre, en efecto, no ha podido pergeñar los
dioses a su imagen, puesto que, en el origen del sentimiento reli-
gioso, figura en primer lugar una percepción psicológica de algo
que es extraño al hombre y superior a su propia condición. Gra-
cias a la antigua teología de la India, Otto comprendió todo el
valor de la teología apofática cristiana. De Dios sólo se puede

1 R. Otto, Kantisch-Fries'sche Relígionsphilosophie und ihre Anwen-


dung auf die Theologie (Tubinga 1909, 21921) 75.
Lo irracional en lo sagrado 77

hablar per viam negationis, pues Dios es el Ser por encima y


más allá de todo ser. Otto llega incluso a correr el riesgo límite,
por un instante, de negar toda personalidad divina, en la medida
en que la expresión misma de «personalidad» le parece constituir
una limitación, un sacrilegio respecto a la esencia de la divinidad,
que es plenitud infinita y suprapersonaI.
Por entonces, se enzarza en una polémica con W. Wundt,
creador de la Volkerpsychologie. En un importante artículo 2,
Otto se opone violentamente a la tesis según la cual los mitos
serían producto de una imaginación colectiva. A su entender, la
imaginación no es creadora; sólo puede bordar sobre un caña·
mazo preexistente y que constituye una disposición íntima: el
sentimiento religioso. Si nos contentamos con estudiar solamente
las representaciones colectivas, menospreciando el análisis de ese
sentimiento religioso, jamás llegaremos a explicar la génesis mis-
ma de toda religión. Mientras que para Wundt la idea de la
divinidad no es más que la sublimación de la idea de un «alma»
captada a través de un proceso que se despliega desde el animismo
más primitivo hasta la elaboración de los sistemas religiosos con-
ceptualizados, para Otto no es la idea de un «alma» la que puede
explicar la religión, sino el sentimiento que acompaña a esa idea,
esa percepción necesaria de algo que excede y trasciende al hom-
bre, una transzendentale Apperzeption, que es lo numinoso, lo
sagrado. En efecto, sólo ese sentimiento hace posible la creencia
y la fe en el Ser divino. Pero siendo las relaciones entre Dios y el
hombre, por su objeto mismo, inexpresables en lenguaje humano,
hay que recurrir a lo irracional para definir la esencia misma del
fenómeno religioso. Todo estaba, pues, maduro en el espíritu de
Otto para realizar la obra maestra de su vida, aparecida en 1917,
Das H eilige, lo Sagrado, libro saludado por el gran historiador
A. Harnack como «la iluminación y la liberación de todos los
cristianos evangélicos de Alemania» 3.
El subtítulo de esta obra indica claramente su intención: sobre
lo irracional en la idea de lo divino y sobre su relación con lo
racional. En efecto, las primeras páginas son un ataque general
contra el racionalismo religioso y, en igual medida, contra cual-
quier teología racional -como el tomismo--, donde Dios sólo
2 Mythus und Religion in W undts Volkerpsychologie, aparecido en la
«Theologische Rundschau» en 1910.
3 Das Heilige. aber das Irrationale in der Idee des Gottlichen und sein
Verhiiltnis zum Rationalen (Breslau 1917, Munich 351963); trad. española:
Lo santo (Madrid 21968).
78 Historia de la Historia de las Religiones

se muestra en unas funciones racionalmente aprehensibles: como


organizador del cosmos, creador, legislador, justiciero, etc. Este
tipo de teología, explica Otto, lleva a unas representaciones del
Ser de Dios completamente abstractas, alejadas de la vida, ajenas
al sentimiento religioso. Ahora bien, la ortodoxia es responsable
de dicho racionalismo teológico, en la medida en que decreta y
codifica 10 que debe ser considerado como esencia misma de la
religión; el gran reproche de Otto es, pues, que 10 racional cree
poder explicar 10 divino mediante elementos no divinos. «La
religión se convierte en acto», decía ya su maestro Schleierma-
cher. «No se reduce a sus enunciados racionales», afirma a su vez
R. Otto, que intenta demostrar que la esencia de toda religión
consiste en estar en relación con 10 sagrado, que es un dato irra-
cional y específico, una «categoría de interpretación y de evolu-
ción que sólo existe, en cuanto tal, en el ámbito religioso». Aho-
ra bien, ese sagrado pone al hombre en una peculiar situación de
determinación incomparable. Lo numinoso, que no podemos defi-
nir racionalmente, permite, sin embargo, la percepción de su ac-
ción en el alma humana según tres factores fundamentales que
se encuentran en toda experiencia religiosa.
Otto define estos tres aspectos de 10 numinoso como el m'Js-
terium tremendum, la fascinans y la augustum. Pero estos aspec-
tos no definen 10 sagrado. Delimitan sus contornos. Descrihen su
acción en el alma humana. Su papel es, por consiguiente. sólo
indicativo. Constituyen una especie de ideogramas que permiten
aprehender 10 sagrado en sus manifestaciones psicológicas. Por-
que 10 sagrado no puede ser descubierto, en el sentido en que 10
es un objeto autónomo. Solamente puede ser experimentado por
el hombre, vivido por él a través de diversas experiencias par-
ticulares. Así, por ejemplo, el mysterium tremendum, que es el
aspecto bajo el que 10 divino es experimentado como inaccesible
y misterioso. Ante el misterio de este Theos agnostos, el hombre
sólo puede experimentar «el sentimiento de criatura», y sólo pue-
de expresarse por el sesgo de una teología apofática. Adquiere,
pues, conciencia de su nulidad y, ante la manifestación de la Om-
nipotencia, experimenta un espanto místico, un pavor lleno de
horror interno, espectral, siniestro, en el sentido más agudo del
término. Y ante ese objeto divino euyo carácter de terrible des-
mesura experimenta en el temor sentido, resulta anulado. El
«pavor de Dios», la «cólera de Yahvé», de la que habla la Biblia,
son las proyecciones tangibles, las epifanías de este sagrado terri-
ble. Pero este signo de Dios no es un concepto, ni un predicado
Lo irracional en lo sagrado 79
del Ser divino. Se trata de un símbolo, o mejor aún, de «una
manera de hablar».
En contraste con este sagrado que aterroriza, la fascinans
cautiva, seduce al hombre por el amor, la piedad, la benevolencia
que Dios le testimonia. Pero de la misma manera que la cólera
de Dios sólo era un signo, tampoco su bondad puede pretender
definir su ser. Ya Maltre Eckart -al que Otto dedicaría a con-
tinuación un excelente estudio comparativo 4 _ lo había procla.
mado: «Si digo que Dios es bueno, no es verdad. Yo soy bueno,
sí, pero Dios no es bueno. Y si además digo: Dios es un ser,
tampoco es verdad. Es un Ser por encima del ser, y una nega-
ción sobreesencial. Dios carece de nombre, pues nadie puede de-
cir ni comprender nada de El» 5. Ahora bien, ese fascinans está
enraizado en el sentimiento de una aspiración del hombre a do-
minar esa realidad divina misteriosa, a impregnarse de ella, a
vivir con ella: posesión, a la vez, de 10 divino y por 10 divino,
que es el fundamento de toda vida religiosa. Cuando esta unión
se realiza, el hombre se siente imbuido de tal beatitud que no
puede expresarla en lenguaje humano: «Lo que ningún ojo ha
visto, 10 que ningún oído ha escuchado, 10 nunca acaecido a
ningún corazón humano... 6. Así, pues, el contenido positivo de
esta experiencia religiosa se muestra totalmente independiente de
su expresión conceptual racional. La quietud hesycasta, que pro-
cura la posesión de 10 divino, manifiesta de esta manera la ambi-
valencia de 10 sagrado, repulsivo y fascinante, capaz de motivar
acciones rituales lógicas y racionales, como también experiencias
de arrobo místico.
El último aspecto de lo numinoso es lo sagrado en cuanto
valor. El hombre sumido en el sentimiento de criatura por 10
tremendum se coteja con este augustum y adquiere conciencia
de su carencia total de valor. Reconoce el derecho soberano del
Augusto a recibir su alabanza, «todo honor y toda gloria ... ». Si
la fascinans constituye el valor subjetivo de 10 sagrado, la augus-
tum es su referencia objetiva. Ahora bien, este valor positivo
determina la noción misma de pecado, de falta: no una noción
de orden moral o derivada de un sistema ético-jurídico, sino la

4 West-Ostliche Mystik, Vergleich und Unterscheidung (Gotha 1926);


trad. fr. Mystique d'Orient et d'Occident, Distinction et Unité (París 1951),
donde establece un paralelismo entre Maitre Eckart y (:ankara, el místico
hindú.
5 Sermon, Renovamini...
6 Das Heilige, 60.
80 Historia de la Historia de las Relif!.iones

nOClOn mucho más profunda de un atentado sacrílego al valor


trascendente de 10 sagrado, de una afrenta al augustum. El hom-
bre pecador mancilla, con su sola presencia, 10 sagrado: «Yo no
soy digno de que entres en mi morada.» En un excelente co-
mentario de una de las páginas más bellas del Libro de Job, Otto
muestra en qué medida este sentimiento de 10 augustum motiva
la conducta de Job después de su rebeldía, cuando súbitamente
la Sabiduría divina se muestra en medio de las nubes interpelán-
do1e. 10 que a Job se revela entonces, es realmente 10 Comple-
tamente Distinto, no en sus etapas racionales y lógicas, sino a
través de algo maravilloso que está más allá de todo concepto,
bajo una forma pura e irracional 7 •
Estos son, brevemente analizados, los tres aspectos de 10 nu-
minoso, los cuales, insistimos de nuevo, no pretenden definir 10
sagrado, sino que se trata de simples analogías cuyo papel es
meramente indicativo. De este análisis se deduce que 10 sagrado
nunca puede ser captado en estado puro. No constituye una parte
de la experiencia humana ais1ab1e, cual elemento químico. Lo
sagrado sólo puede ser conocido, comprendido, experimentado a
nivel de la existencia del hombre. Lo cual no quiere decir, para
Otto, que sea la imaginación humana la que fabrica ese sagrado.
Como hemos visto, con ocasión de su polémica con W. Wundt,
Otto ya se había alzado contra cualquier teoría reductora del
fenómeno religioso a simples mecanismos psicológicos. Para él,
por el contrario, es 10 sagrado, exterior al hombre, 10 que viene
a informar, modificar, cualificar de una manera sui generis todas
las actividades del espíritu humano.
De esta idea se deriva una importante consecuencia metodo-
lógica, que explica el sentimiento de liberación suscitado por
esta obra. En adelante, parecía posible, a partir de un estudio
descriptivo de los fenómenos religiosos, discernir las manifesta-
ciones de algo que yo de buen grado denominaría 10 «sagrado
vivido», y que está inscrito en la existencia humana. Por una in-
tuición, análoga a la de Herder relativa a los sistemas religiosos,
R. Otto supo percibir, bajo las diversas formas históricas condi·
cionadas por el tiempo y el medio cultural, la particular origina-
lidad de todas las percepciones de 10 sagrado, y también com-
prender su significado y su carácter de irreductibilidad a cual-
quier otro tipo de experiencia humana. Así, pues, la unidad de
10 sagrado sólo se nos muestra en la multiplicidad de las expe-

7 Sobre Job, XXXVIII, Das Heilige, 1175.


Lo irracional en lo sagrado 81

riencias religiosas vividas por el hombre. El interés de un fenó-


meno religioso no reside tanto en lo que tiene de común con
otros, cuanto en su especificidad propia. Esto significaba el golpe
de gracia a cualquier racionalismo religioso.
La sensibilidad de R. Otto para la originalidad de las diver-
sas experiencias religiosas se muestra claramente en los estudios
que a continuación dedicaría a comparaciones entre la mística
occidental y la de la India, y después a la teología de la gracia 8,
estudios comparatistas que llegarían a convertirse en modelos de
un método. En efecto, comienza con un paralelismo entre la con-
cepción hindú y la concepción cristiana de la gracia, como ya ha-
bía hecho con el problema de la vida unitiva en Maitre Eckart
y en <;ankara. Pero después de esta comparación, que resulta
demasiado externa, su análisis se esfuerza por comprender el
espíritu mismo de estas teorías, esclareciendo sus rasgos origina-
les con preferencia sobre sus semejanzas externas. La compren-
sión de la estructura interna de cada una acaba mostrando una
experiencia muy diferente de lo sagrado, debida a una Wel-
tanschauung peculiar. Así, pues, por encima de las numerosas
analogías, particularmente en el caso concreto de <;ankara y de
Eckart, donde en ambos se supone una alteridad radical entre el
adorador y el objeto de su adoración, R. Otto se muestra siem-
pre atento a la profunda intencionalidad que indica la originali-
dad de cada experiencia religiosa particular.
La aportación esencial de su obra consiste, pues, en haber
demostrado el carácter irreductible de la experiencia que el hom-
bre puede conseguir de lo sagrado, que no puede reducirse al
simple requerimiento de cualesquiera implicaciones sociológicas, ni
a ningún tipo de sublimación psicológica. Para Otto, lo sagrado
es un presupuesto, irreductible, experimentado y vivido a través
de lo psicológico. De ello se sigue que hablar de experiencia de
lo sagrado implica establecer constantemente la distinción entre
el signo, los aspectos de lo numinoso, y lo significado por esos
signos, es decir, lo divino. Con esto quedaba abierto el camino
para una investigación de la naturaleza de los signos, de los
símbolos, en cuanto lenguaje para expresar lo sagrado 9. Constan-
temente, Otto insiste en el hecho de que el hombre, para des-
cribir lo sagrado, sólo emplea ideogramas, pues únicamente puede

8 Además de Mística de Oriente y de Occidente, ya citado, Die Gnaden-


religion Indiens und das Christentum (Munich 1930).
9 Sobre este problema, ver in/ra, 214s.
6
82 Historia de la Historia de las Religiones

acceder a lo sagrado por medio de imágenes, de figuras, de ex-


presiones literarias que constituyen lenguajes de hombres. Pero
de ello no puede, sin embargo, deducirse que lo sagrado perte-
nezca al orden de las cosas visibles y definibles por la palabra.
El lenguaje humano sólo puede lograr una representación, más
o menos adecuada, de ese sagrado, que nunca deja de ser objeto
de misterio.
Pero resulta evidente que R. Otto sólo consideró el aspecto
subjetivo de lo sagrado. Sus análisis se sitúan siempre a nivel
de lo psicológico. Lo sagrado que dichos análisis persiguen es,
pues, un sagrado interiorizado, aprehendido por la conciencia del
hombre. Esta introspección procura únicamente determinar el
punto del encuentro del individuo con Dios. Y es de inspiración
eminentemente cristiana. Con ello, Otto -cuyos ejemplos están
en su mayoría tomados de religiones monoteístas de vocación
ecuménica- confirma su condición de teólogo. Cualquiera que
haya sido la profundidad de su investigación, no deja de ser un
hombre que habla de Dios y que analiza el encuentro de la
criatura con su creador en una perspectiva judeo-cristiana. Por
esta razón, Otto queda al margen de cualquier otra dimensión
de lo sagrado. Porque lo sagrado no es sólo la experiencia psico-
lógica, o incluso mística, de una epifanía divina vivida individual-
mente. El hombre puede igualmente aprehender lo sagrado sólo
por mediación de realidades concretas de orden ritual, ético o
social. El estudio de experiencias religiosas no pertenecientes al
grupo de sistemas monoteístas revela, en efecto, que toda socie-
dad humana descansa en un ordo rerum más o menos sacralizado,
protegido por unas prohibiciones que aseguran su integridad, su
persistencia, su prosperidad. Lo sagrado establece, pues, unos
tipos de relaciones intramundanas que manifiestan claramente su
ambivalencia: sagrado a la vez puro e impuro, benéfico y nefasto.
Ahora bien, esta síntesis constante, que existe tanto en el plano
individual como en el de toda colectividad, en R. Otto queda sin
explicar, por cuanto sus análisis resultan marcados y motivados
por una metafísica y una teología muy concretas. Al tomar los
materiales de sus investigaciones en un ámbito religioso muy
reducido, al analizarlos en la perspectiva individualista, aristo-
crática, de determinado protestantismo liberal, no se ha percatado
de que lo sagrado puede ser percibido, en algunas culturas, en
primer lugar a través de las manifestaciones sociales, de los có·
digas de moral, ni de que sólo en el marco de unas religiones
monoteístas más o menos conceptualizadas podía lo sagrado in·
Lo irracional en lo sagrado 83

teriorizarse y convertirse, con más o menos nitidez, en motivación


profunda de cualquier vida individual consciente -aunque cier·
tos análisis de sociología religiosa muestren claramente el carácter
tradicional y colectivo de algunas actitudes religiosas, o de deter·
minados abandonos de la práctica. Si, como piensa R. Otto, lo
sagrado es un presupuesto irreductible que experimenta el hom·
bre, éste, sin embargo, no lo hace sólo a través de lo psicológico,
sino también a través de lo social. Esta es, sin duda, la reserva,
importante, que cabe hacer acerca del pensamiento de Otto. Pero
ello no debe empañar la extraordinaria fecundidad de una obra
que ha influido durante cerca de medio siglo en la mayoría de
los estudios dedicados al fenómeno religioso.

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

Ansgar Paus, Religioser Erkenntnisgrund. Herkunlt und Wesen der A-prio-


ritbeorie Rudoll Oltos (Leiden 1966).
R. F. Davidson, Rudoll Oltos Interpretation 01 Religion (Princeton 1947).
II

CONSIDERACIONES ACTUALES SOBRE


EL FENOMENO RELIGIOSO
La creación, durante el siglo XIX, de las ciencias humanas su-
pone en lo sucesivo una nueva manera de considerar el fenómeno
religioso. El análisis de las relaciones del hombre con lo sagrado
dejó de incumbir exclusivamente a las teologías y a la metafísica,
para pasar a formar parte integrante de la visión global que las
ciencias humanas intentan dar de las motivaciones y de las con-
ductas del hombre contemporáneo. El fenómeno religioso se con-
vierte, pues, en objeto de estudio científico, precisamente en el
momento en que se opera un singular replanteamiento de las
estructuras del pensamiento y del lenguaje, como asimismo la
desacralización de un mundo en el que el hombre pretende como
jamás hasta entonces ser dueño único. No es, pues, sorprendente
que todas las investigaciones actuales en este ámbito hayan acu-
sado, con más o menos intensidad, los efectos de esta mutación
cultural. Influidos por las investigaciones de las diversas ciencias
humanas, los intentos de explicación, de comprensión, e incluso
de negación del hombre religioso, se han multiplicado, proceden-
tes de muy diversos horizontes: filosofía, historia, psicoanálisis,
sociología, y otros. En resumen, un amplio campo en constante
multiplicación del que, obligados por el espacio, sólo considera-
remos lo esencial.
Las reflexiones que siguen están organizadas en función de
un plan concéntrico. En primer lugar, nos esforzaremos por de-
terminar el fenómeno religioso en función de su inserción histó-
rica y social, y por elucidar sus motivaciones externas. Los diver-
sos psicoanálisis permitirán, a continuación, comprender sus me-
canismos internos. Y, por último, intentaremos encontrar, desde
la fenomenología religiosa al estructuralismo, las estructuras fun-
damentales sobre las que reposa, o no, el fenómeno religioso.
1
LOS PRESUPUESTOS SOCIALES
DEL FENOMENO RELIGIOSO

Toda sociología pretende conocer la vida de las sociedades, y


se aplica al estudio de sus estructuras internas y de sus recíprocas
relaciones. Intenta analizar los fundamentos sociales de los prin-
cipios que rigen las agrupaciones humanas, y pretende, compa-
rando los distintos tipos de sociedades humanas, determinar las
causas y las leyes generales de su evolución. Durante mucho
tiempo, la sociología de la religión fue sólo, por su objeto mis-
mo, una rama particular de la sociología general. La escuela fran-
cesa llegó, de esta manera, en el primer cuarto de siglo, a im-
poner la idea de que el fundamento de las religiones reside
principalmente en la vida colectiva l. Por su parte, la sociología
dialéctica vinculó estrechamente los hechos religiosos a las es-
tructuras eocnómicas y sociales, reduciendo así la sociología reli-
giosa al mero examen crítico de los vínculos de dependencia entre
religión y antagonismos sociales. En efecto, al aplicar un esquema
excesivamente reductor, el análisis marxista afirma que la reali-
dad profunda de toda actitud religiosa es sólo función de deter-
minada condición social, y que está determinada por la pertenen-
cia a una clase social dada. El fenómeno religioso venía, pues,
según esto, a reducirse a la representación de un medio particular
del que sería expresión ideológica, mero reflejo de sus intereses
materiales. Este determinismo suscitó, como contrapartida, el des-
arrollo de análisis más comprensivos que, sin renegar de la vincu-
lación casi estructural entre religión y sociedad, se esforzaron por
comprender y explicar sus diversos aspectos. Esto promovió el
despliegue de la sociología de la religión en múltiples sociologías
religiosas, según el objeto propio de sus respectivos análisis. Daba
la impresión de que quedaba rescindida la unidad original de la
disciplina, con el consiguiente riesgo de perderse en las arenas
y los meandros de los casos particulares, que describía con pre-
tensiones cada vez más científicas, pero a veces también persi-
guiendo fines pastorales, respetables pero limitados. El problema
que se plantea a los sociólogos contemporáneos consiste, pues, en

1 Ver supra, 655.


90 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

regresar de esas sociologías particulares a una verdadera socio-


logía de las religiones.

a) Economía y religión. Las sociologías «comprensivas»

Cualquiera que esté interesado en el fenómeno religioso en


sus manifestaciones sociales y económicas conoce la importancia
de la obra de Max Weber. ¿Es necesario expresar aquí la lástima
que me produce el hecho de que el hombre cultivado de nuestro
tiempo sólo conozca la mayoría de las veces unos esquemas casi
caricaturescos de la obra de este filósofo? El punto central de
sus reflexiones sobre la religión está localizado en una filosofía
original de los antagonismos psicológicos, culturales, religiosos,
y de las diversas tensiones que componen la trama de la vida de
las sociedades y la de los individuos. La vida se le aparece como
una lucha constante, no sólo en razón de los obstáculos de toda
índole que el hombre puede encontrar, sino también como con-
secuencia de los esfuerzos que realiza voluntariamente para mo-
dificar su situación, para aumentar sus posibilidades de felicidad.
El antagonismo es, pues, a la vez subjetivo y objetivo, obstáculo
que el hombre debe superar, y razón de existencia. Resulta fácil
comprender que, aunque él mismo se declare «insensible a la
música de las religiones», Max Weber se ha interesado particu-
larmente por los grandes sistemas religiosos a los que consideraba
como «actividades de compromiso» que permitían al hombre vivir
y realizarse. Sentado esto, no se trata en absoluto de formular
cualquier refutación filosófica de esos «métodos de vida». Es ne-
cesario comprobar su existencia e intentar comprender por qué
quienes los practican creen encontrar en ellos una respuesta a
los diversos antagonismos de un mundo absurdo y con frecuencia
irracional.
Ahora bien, de todos esos antagonismos, los más numerosos
son los que nacen de la actividad económica y los peculiares de
la actividad religiosa, como también las tensiones que, a lo largo
de toda la historia, nacen de las relaciones entre economía y re-
ligión, según la actitud que ésta predique respecto al mundo en
que se desenvuelve. Es conocido el estudio clásico que Max
Weber dedicó a La ética protestante y el espíritu del capitalis-
mo 2. En él expone la idea de que el puritanismo calvinista en·

2 Apareció en 1905; trad. española (Barcelona 1969).


Presupuestos sociales del fenómeno religioso 91

gendró el espíritu de lucro y de provecho característico del capi-


talismo moderno, como consecuencia de una peculiar tensión de
la conducta del puritano. En efecto, el ascetismo moral que este
último observa escrupulosamente le prohíbe gozar egoístamente
de los bienes terrenales; por el contrario, la vieja idea bíblica de
una «bendición de Yahvé» promueve su vocación de creador
de riquezas y de atesorador. La prueba de la fe a través de la
vida profesional resulta así estrechamente vinculada a una ética,
fundada ésta en la predestinación y conducente a un ascetismo
intramundano, activo y conquistador. Esta interesante tesis pro-
movió demasiados comentarios precipitados que no tuvieron en
cuenta las ulteriores evoluciones del pensamiento de Weber ni
los matices que el historiador aportaría sucesivamente a este es-
quema. Max Weber sabía perfectamente que el capitalismo era
anterior al calvinismo; nunca pretendió que la religión reformada
pudiera haber sido condición indispensable al auge del capitalis-
mo. Simplemente, la consideraba un elemento favorable a su
desarrollo, hasta el punto de que, en los países occidentales en
que no fue mayoritaria y perenne, el perfil del capitalismo fue
diferente. Falta explicar por qué. En la elaboración de la Europa
moderna, la Reforma marca un episodio privilegiado, pero que
no puede explicarlo todo, pues ni fue la única respuesta, ni la
más revolucionaria. Si existe una correlación entre capitalismo y
calvinismo, acaso es más aparente que históricamente real, sin
que se pueda negar la existencia de una especie de afinidad elec-
tiva entre ambos. El hecho, por ejemplo, de que Calvino haya
admitido el préstamo con interés, no basta para convertirlo en
padre del capitalismo moderno. Como gobernaba una ciudad de
comerciantes amenazada por una quiebra general y un paro cre-
ciente, este Reformador, preocupado ante todo por la gloria de
Dios, consintió, pero por pura prudencia política, en establecer
una nueva actitud cristiana ante el dinero. Para estimular las in-
dustrias que la ciudad necesitaba, no creyó que «vivir un poco
según la corriente fuera cosa condenable, pues lo verdaderamente
vicioso es siempre la codicia... ». Y se pregunta acerca de las
bases dogmáticas del anticapitalismo escolástico, sin modificar no
obstante la actitud tradicional del cristianismo respecto a la usura
y a otros puntos de fricción. Simplemente, cambia los términos
de la discusión, con un pragmatismo lleno de prudencia. Admi-
tiendo el préstamo a interés e insistiendo en la noción capital del
«cristiano activo», sirviendo a Dios y a sus hermanos por su vo-
cación, Calvino rechaza de rondón todo el repertorio mítico tra-
92 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

dicional del prestamista riquísimo y del miserable necesitado.


Y, de esta manera, no reprueba la pretensión de provecho, sino
que enseña que el deber del cristiano, situado en este estado por
la Providencia, consiste en subordinar su provecho al de los
demás.
Ahora bien, el cálculo de intereses resulta ser el poderoso
vector de una nueva mentalidad, caracterizada por una racionali-
zación de la vida económica. En adelante, tiempo y duración se
convierten en valor-dinero; pero, al mismo tiempo, el cálculo de
intereses modifica el comportamiento del hombre, obligado en
adelante a calcular ampliamente pero con exactitud, según el ra-
sero de su propia existencia. El hombre de negocios queda libe-
rado de la vieja maldición que pesaba, desde la antigüedad cris-
tiana, sobre el hombre de dinero. Así, pues, la aportación esencial
de estos Reformadores consistió en haber proclamado que un
buen comerciante no tenía por qué ser ineludiblemente un mal
cristiano, si tal era su vocación. Es perfectamente comprensible
que esta teoría calvinista de la vocación haya sido aprovechada
en el siglo XVIII para justificar la búsqueda del beneficio, pero
al precio de una gran distorsión para la casuística, que se esfor-
zaba por hacer más cómoda la práctica del deber para los hom-
bres de una «edad nueva». Y hay que subrayar, por último, que
el hecho de que los católicos hayan tomado frente a los ban-
queros y a los comerciantes ricos una actitud muy parecida a
la de los calvinistas constituye la mejor prueba de la aparición
de una nueva ética, cada vez más extendida, y característica del
espíritu burgués vinculado estrechamente a la búsqueda del be-
neficio. Con términos de Max Weber, podría decirse que la
tensión, que originalmente podía explicar el desarrollo del es-
píritu capitalista, desapareció cuando la burguesía en auge ela-
boró su propia moral económica negándose a considerarse some-
tida a las reglas de una ética religiosa que consideraba caduca.
La lógica evolución de su pensamiento llevaría a Max Weber
a analizar, en sucesivas investigaciones, la génesis de una «men-
talidad económica», así como la moral económica de las grandes
religiones, «a fin de completar determinadas índoles de proble-
mas planteados a la sociología religiosa, e incluso a la sociología
económica» 3. A través del examen de seis sistemas religiosos:
3 La Moral económica de las grandes religiones, ensayo de sociología
religiosa comparada, aparecido en «Archiv für Sozialwissenschaft«, 41-46,
1915-1919; tr. fr. M. Rubel en «Archives de Sociologie des Religions», 9
(1960) 7-30.
Presupuestos socíales del fenómeno religioso 93

confucismo, hinduísmo, budismo, cristianismo, islam y judaísmo,


Max Weber intentó descubrir la ética económica de dichas reli-
giones, es decir, no su enseñanza doctrinal, sino los impulsos
prácticos para la acción cotidiana que suscitaban en los hombres,
a nivel de sus conductas psicológicas y pragmáticas. Con gran
sutilidad analítica, Weber muestra en primer lugar cómo ninguna
moral económica ha sido determinada nunca sólo por la religión.
Frente a las actitudes que el hombre puede tomar respecto al
mundo, la ética económica posee, en mayor o menor grado, una
verdadera autonomía debida a la influencia de factores geográfi-
cos, históricos, económicos, que determinan tipos de vida pecu-
liares. Lo más importante para el análisis sociológico consiste en
calcular la interacción recíproca de esos distintos factores. Por-
que, por profundas que sean las influencias sociales y económicas
sobre la moral, ésta está, ante todo, guiada y motivada profun-
damente por el contenido de la revelación religiosa y de sus
promesas.
Pero ¿en qué forma es experimentada esta última? En pri-
mer lugar, se puede aventurar una explicación de índole psico-
lógica que ya había sido esbozada por Nietzsche en su teoría del
«resentimiento». La transfiguración ética de la misericordia di-
vina y de la fraternidad humana no tendría más finalidad que la
de reprimir una «rebelión de los esclavos», la rebelión de los
que se sienten frustrados por las alternativas que la vida les ofre-
ce. La moral del deber sería, pues, producto de esos sentimientos
de venganza, reprimidos por impotentes, de quienes tienen que
ganar el pan con el sudor de su frente. En otros términos, al
presentar el sufrimiento como síntoma del odio divino y como
signo de la culpabilidad humana, la religión responde a una ne-
cesidad psicológica universal. En efecto, el hombre feliz no se
contenta con serlo, sino que además intenta justificar dicho es-
tado creando un derecho a la felicidad, en la medida en que
necesita persuadirse de que lo merece y de que, inversamente,
los que no gozan de felicidad merecen asimismo esta carencia.
Nos encontramos precisamente ante la raíz de múltiples y diver-
sos comportamientos «farisaicos».
Pero más interesante es el mecanismo inverso, que ha con-
ducido a otra modalidad de transfiguración religiosa del sufri-
miento. Ciertas prácticas ascéticas parecían conferir a determina-
dos individuos verdaderos poderes mágicos, un carisma peculiar
y sobrehumano. La irrupción de los sistemas religiosos de reden-
ción permitió, por otra parte, el desarrollo de relaciones perso-
94 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

nales entre el hombre y su dios. Puesto que estas religiones


garantizan una salvación eterna, resultan idóneas, en primer lu-
gar, para aquellos que necesitan ser salvados, que padecen ham-
bre y sed de justicia. Les ofrecen, si no una revancha, por lo
menos la promesa de la liberación de la enfermedad, de la po-
breza, de la miseria y de sus peligros. Se entiende perfectamente
que estas creencias de tipo mesiánico en un Salvador tuvieran
unos móviles que M. Weber califica de «plebeyos». Dichas espe-
ranzas de redención han dado, pues, nacimiento a una teodicea
del sufrimiento, a una racionalización que pretende eliminar las
representaciones mágicas primitivas. Las verdaderas dificultades
empiezan cuando se hace más vivo el sentimiento colectivo de
que el sufrimiento individual es inmerecido, y que los malos
consiguen alcanzar el éxito con mayor frecuencia que los buenos.
La injusticia del orden humano lleva, pues, a la creencia en una
compensación revolucionaria en el más allá: ¡ya puede el hombre
injusto llevar aquí en la tierra la mejor de las vidas, porque 10
único que le espera es el infierno! Y si el justo ha de gozar la
felicidad eterna, nada tiene de extraño que expíe aquí en la
tierra los pecados que comete. Aceptación y resentimiento apa-
recen, pues, como elementos importantes de cierta actitud reli-
giosa. Sin embargo, la opresión sufrida por los «esclavos» está
motivada por unas estructuras económicas y sociales. La descon-
fianza de las Iglesias respecto a los ricos se explica por el hecho
comprobable de que las clases favorecidas y satisfechas sólo ex-
perimentan en general de forma muy limitada la necesidad de
ser salvadas. La piedad está cortada, pues, a la medida de la
felicidad terrestre.
Pero en este tipo de análisis hay que evitar la remisión al
más allá de todas las promesas esperadas por los hombres. Salvo
en el caso del cristianismo y algunas otras religiones ascéticas, los
bienes de las religiones, primitivas u otras, proféticas o no, son
terrenales: la salud, una vida larga, las riquezas. Es el caso de
la religión védica, las de China antigua, Egipto y el antiguo Is-
rael, lo mismo que el de Irán y el del Islam. En el interior de
estos sistemas, solamente el que Weber denomina «virtuoso re-
ligioso», el asceta, el monje, el sufi o el derviche, aspira a unos
bienes sagrados extra-terrenales, aunque no siempre se consideren
privilegio exclusivo del más allá. Porque 10 que el hombre pre-
ocupado por su salvación busca ante todo es una regla de com-
portamiento cotidiano. Esta actitud no podía dejar de tener pro-
fundas implicaciones en la elaboración de una moral económica.
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 95

La naturaleza misma de la felicidad o la regeneración, perseguidas


desde aquí abajo en el seno de esas religiones, varía según el
carácter del estrato social que constituye el medio privilegiado
sustentador de esa religiosidad. Caballeros, campesinos, intelec-
tuales, artesanos, todos y alternativamente, han influido en la
visión del mundo propia de su religión. Y si bien, en efecto, la
idea de redención es tan vieja como el mundo y como el deseo
de ser liberado del sufrimiento, del hambre y de la muerte, sólo
adquirió su peculiar significación al convertirse en fin de una
Weltanschauung específica. Lo que Max Weber no dejará de
afirmar en toda su obra es el hecho de que son los intereses
materiales y morales, y no las ideas especulativas, los que deter-
minan directamente la acción humana.
Por una paradoja curiosa en este hombre que hace una refe-
rencia constante a la historia, su análisis resulta, sin embargo,
muy esquemático. Por ejemplo, explica que toda hierocracia, es
decir, el gobierno por los sacerdotes, profesionales de la adminis-
tración del culto, intenta monopolizar la administración de la
salvación religiosa. Porque, desde el punto de vista de sus inte-
reses de poder social, esta casta alimenta graves sospechas contra
cualquier práctica del libre examen, de la libre búsqueda, y some-
te constantemente a los creyentes a una estricta reglamentación
ritual. Ahora bien, más que resultado de una conciencia de clase,
yo estimo que dicho fenómeno corresponde a la constitución de
una Iglesia, que no puede definirse sin referirse a la idea misma
de dogma 4. Igualmente, cuando Weber pretende encontrar en
las ciudades medievales pilares del papado, las raíces de la gracia
institucional y sacramental de la Iglesia romana, podría perfec-
tamente aducirse en contra que fue también en dichos medios
urbanos donde evolucionaron y se extendieron los movimientos
de protesta en favor de la pobreza y la reforma de la Iglesia,
incluso en sus desviaciones heréticas.
Como quiera que sea, M. Weber va a parar al análisis de un
«estrato burgués», con su moral religiosa propia, que se opone
a otros estratos: sacerdotes, campesinos, militares. Este estrato
burgués se mostró particularmente sensible a un «profetismo de
misión», a una fe que impone, en nombre de exigencias divinas,
deberes morales a través de la acción cotidiana. Ahora bien, esos
estratos burgueses tenían, como tales, un considerable peso so-
cial, y se apartaron en seguida de la servidumbre de los diversos

4 Ver in/ra, 107s.


96 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

tabúes y de la división en clanes y en castas. Y de esta manera


se desarrolló una ascesis activa, sostenida por la idea de una
actividad humana querida por Dios, que alimentaba la creencia
del hombre en el hecho de ser instrumentos de Dios. Este sen-
timiento se convirtió en la actitud religiosa preferida por aquellos
burgueses, en lugar de la otra del abandono contemplativo en 10
divino, que había sido la actitud de los intelectuales nobles que
consideraban que en eso consistía el bien supremo. Y, de esta
manera, entran en oposición dos concepciones religiosas, reflejos
de estructuras sociales antagonistas: creerse instrumento de Dios
para realizar una acción eficaz en el mundo implica forzosamente
la concepción de un Dios trascendente, personal y justiciero,
opuesta a la noción de receptáculo de lo divino, correspondiente
a la concepción de un Dios impersonal, accesible sólo a la con-
templación en cuanto mera existencia. La primera concepción es
la que predominó en Irán, en Oriente Próximo y en el Occidente
cristiano; la segunda fue la de la religiosidad hindú y, en cierta
medida, también de la china.
Y de esta manera resulta formulada la principal tesis de Max
Weber, la de una correspondencia más o menos estrecha entre
el desarrollo religioso y el desarrollo social. Aplicando este es-
quema al protestantismo, Weber pone nuevamente de relieve la
promoción de un ascetismo intramundano vinculado a la rehabi-
litación de la actividad humana en este mundo. Toda posición
social y profesional corresponde a una vocación, a una exigencia.
Por consiguiente, no existe un «estado de perfección», ni tampo-
co, por consiguiente, diferencia entre los preceptos y los conse-
jos. Resultado de ello será que el virtuoso religioso, cuyo ideal
estriba en la renuncia al mundo y en su evasión de las obliga-
ciones temporales, no tiene derecho de ciudadanía. Este proceso
de ascetismo intramundano puede, por consiguiente, ser definido
como fenómeno de «desmonacalización». Pero, en realidad, el
historiador sabe que el fenómeno fue de muy corta duración y
que, en la misma Iglesia calvinista, se constituyó la nueva aris-
tocracia espiritual de los «santos de Dios» predestinados a vivir
en el mundo, cristianos activos que, bajo la influencia de los mo-
vimientos pietistas, se separaron de los cristianos «pasivos». No
vamos a detenernos en el aspecto un poco excesivamente esque-
mático del análisis de Weber. Lo que interesa es comprender
debidamente las motivaciones de ese cambio revolucionario de la
religiosidad occidental.
En su querella contra el monacalismo, no cabe duda de que
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 97

Lutero revalorizó la actividad profesional. Para él, el concepto de


Beruf no significa solamente el «estado», sino también la voca-
ción. El deber, es decir, la realización de las obras, ya no es, por
lo tanto, en medida alguna un medio de justificación, y tiene que
ser realizado en el mundo. De esta manera, la profesión pasa a
constituir la más alta forma de actividad del cristiano, determi-
nado con carácter definitivo en su condición presente. Para Cal-
vino, el motivo profundo de esta nueva actitud respecto al tra-
bajo en el mundo parece ser la predestinación divina. El cristiano,
al realizar su vocación querida por Dios, aumentará con su trabajo
la gloria de Dios aquí abajo. Hay un texto de Calvino muy reve-
lador a este respecto: «Quien encauza su vida por el sendero de
su vocación habrá conseguido ordenarla adecuadamente. Y ade-
más, de ello obtendremos un singular consuelo, el de que no hay
obra tan vil ni tan sórdida que no brille ante Dios ni esté ca-
rente de mérito, siempre que por ella sirvamos a nuestra voca-
ción» 5. ¿Quizás esta frase de Calvino resulta tan significativa
para mí por pertenecer yo a una generación que, durante su ju-
ventud, meditó sobre la idea, entonces muy extendida, de que
puede ser tan agradable pelar patatas como edificar catedrales?
Como quiera que sea, ese tipo de hombre, resultante del dina-
mismo calvinista e informado por él, iba a revelarse de una
eficacia social extraordinaria. Y resulta fácil entrever las impor-
tantes consecuencias de esa mutación de la actitud religiosa ante
el mundo. La práctica puritana sustituye la práctica católica de
las buenas obras mediante la cual el cristiano tiene que redimirse
del provecho del trabajo, por una racionalización del comporta-
miento. El éxito profesional permite determinar el estado de
gracia a que el cristiano ha accedido. El ejercicio escrupuloso y
eficaz de su profesión le procura buena conciencia y le aplaca
las eventuales inquietudes metafísicas proporcionándole una res-
puesta a la angustiosa cuestión de saber si estaremos entre los
elegidos o entre los rechazados. Pero, a partir de semejante ac-
titud, resultaba inevitable el desencadenamiento de una especie
de mecanismo ineludible. En efecto, el hombre busca una ga-
rantía de posesión de la gracia divina. Ahora bien, resulta que
no puede recurrir a cualquier participación de índole sacramental
que le confiera «mágicamente» esa gracia. Sólo le queda el con-
trol personal sobre la gestión de sus propios negocios. Y como
la ética le prohíbe el goce desenfrenado de los bienes adquiridos

5 L' Institution chrétienne, in fine, 1539.


7
98 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

por el trabajo, reinvierte sin cesar los capitales acumulados, pues


la ociosidad es condenable. El abandono 10 llevaría a perder el
único testimonio que le es permitido conocer y comprender de
su propia salvación. Todo, pues, lo impulsa a la práctica de un
ascetismo activo, religioso por sus motivaciones, pero económico,
y por consiguiente profano, en sus aplicaciones prácticas.
El historiador tiene que aportar matizaciones diversas a la
teoría de Max Weber, pero esto no invalida el hecho de que
Weber haya elaborado un método que concede la máxima aten-
ción a las múltiples formas de la causalidad social, y que define
los vínculos y las interacciones de la ética religiosa y del com-
portamiento del hombre en el mundo. Precisamente refiriéndose
a este tipo de análisis, Henri Desroche indagó los orígenes reli-
giosos del presocialismo europeo, y se preguntó si el contenido
social de dicho presocialismo está en correspondencia con un
contenido religioso específico 6. De hecho, las obras de Saint-
Simon, las de Fourier y de Cabet revelan cierta identidad con
un cristianismo reformado que predica un ideal de vida comuni-
taria, secularizado, una especie de revival del monacalismo. Este
nuevo cristianismo se caracteriza por el retorno al ideal de un
cristianismo de reputación comunista -acerca del cual el histo-
riador debe mantener toda clase de reservas-o «Al ascetismo
intramundano definido por Weber en correlación con el espíritu
del capitalismo, sucede aquí un eudemonismo intramundano en
correlación con un ecumenismo, tanto de la productividad máxi-
ma como de la máxima satisfacción del máximo de necesidades» 7,
precisa, en términos un poco abstractos, Desroche al término de
un estudio que desvela la existencia, entre la época de la Reforma
y la emergencia del socialismo europeo, de un eslabón «socio-
religioso» caracterizado por la creencia milenaria en un comu-
nismo religioso, sintomática de los tiempos heroicos en que se
forjó el poder industrial del mundo contemporáneo.
Corresponde, pues, a los sociólogos contemporáneos prose-
guir este tipo de análisis sobre los sistemas religiosos que Max
Weber no ha integrado, o sólo de manera muy sumaria, a su
teoría, e indagar la exactitud de sus explicaciones acerca de la
moral económica. Y también ver si existe en alguna religión dis-

6 Messianismes et Utopies, note sur les origines du socialisme occiden·


tal: «Archives de Sociologie des Religions», 8 (1959) 31-46.
7 Obra citada, p. 37.
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 99

tinta del cristianismo un factor de evolución análogo a la ética


protestante 8.
Bastante parecida por sus fines, si bien más matizada, nos
parece la obra de Ernst Troeltsch (1865-1923), que fue colega
y amigo de Max Weber. Fiel al análisis histórico, este teólogo
liberal, convertido en profesor de filosofía en Berlín, se dedicó
especialmente al estudio de las relaciones entre los hechos socia-
les y las ideas cristianas. O sea, que analiza el pasado del cristia-
nismo para comprender mejor el presente, y el lugar que todavía
puede la religión ocupar en él. En su obra maestra, Die Sozia-
llehren der christlichen Kirchen und Gruppen 9, Troeltscb se es-
forzó en discernir la influencia del cristianismo sobre los demás
grupos sociales, y, al mismo tiempo, estudió las influencias exter-
nas ejercidas sobre las diferentes comunidades cristianas en el
curso de una larga historia de más de un milenio y medio. Para
resumir brevemente su pensamiento, podríamos decir que su aná-
lisis sociológico de la evolución del cristianismo distingue tres
etapas, a su entender, esenciales: el cristianismo primitivo, la
época medieval y la era de los Reformadores. Creyente, Troeltsch
asegura que la Trascendencia divina se manifestó de una vez para
siempre en el mundo en la persona de Jesús. Esta «idea religiosa»
se mantiene luego viva a través de individuos sometidos a las exi-
gencias de la historia y de las sociedades, creando «contenidos
de cultura» variables según el momento, el lugar, el grupo huma-
no en que se desarrollan. Así pues, la esencia del cristianismo
se manifiesta históricamente en múltiples respuestas a las diver-
sas condiciones socio-económicas. Pero ello no impide que sub-
sista la autonomía de la Revelación cristiana en relación con esas
condiciones socio-económicas. Estas últimas pueden modificar en
algunos aspectos la «idea cristiana», pero no son en absoluto su
causa. No hay, pues, que confundir los diversos tipos de cristia-
nismo con las estructuras en las que se han desplegado. Este
análisis, atento no sólo a la realidad histórica, sino también a la
especificidad del hecho cristiano, lo prosigue Troeltsch hasta el

8 Falto de espacio, remito al balance establecido por S. N. Eisenstadt:


So me rellections on the Sif!,nilicance 01 Max Weber's Sociology 01 Religions
lor the Analysís 01 non European Moderníty: «Archives de Sociologie des
Religions», 32 (1971) 29-32.
9 Aparecida en Tubinga en 1912; trad. ingl. The Social Teachíng 01
the Christian Church (Londres 1931). En francés sólo están traducidas las
Conclusiones, precedidas de un estudio de ]. Séguy, Ernst Troeltsch el ses
Soziallehren: «Archivos de Sociologie des Re1igions 11 (1961) 1-34.
100 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

final del siglo XVIII. Y determina las tres estructuras típicas que
el cristianismo conoció en esa historia: la Iglesia, la secta y la
mística; la institución comunitaria que dispensa la salvación y la
gracia, la libre asociación de cristianos austeros que se apartan
del mundo, y la interiorización de los dogmas con vistas a una
posesión más personal y más íntima. El problema estriba enton-
ces en estudiar las influencias de estas estructuras cristianas típi-
cas a la vez sobre el conjunto de la comunidad cristiana y sobre
el resto del mundo. En otros términos, el análisis debe determi-
nar cuál haya podido ser su fuerza sociológica. Eso es muy im-
portante, pues al trasladar el análisis de lo que hasta entonces
estaba poco o bastante marcado por una connotación teológica
al plano de la sociología, Troeltsch posibilitó un estudio más
objetivo de esas demarcaciones del cristianismo precipitadamente
calificadas de «heréticas», y por lo mismo abandonadas. Porque,
como se ha podido demostrar en el caso concreto de las sectas
arrianas 10, la herejía se nos muestra ahora en su función creadora
de determinada visión del mundo, no sólo porque desarrolla una
imagen dualista de las realidades con las que se enfrenta, sino
porque informa, a través de una ética que le es propia, la con-
cepción misma del tiempo, y por lo tanto de la acción humana.
El mundo del separado queda escindido entre dos polos tempo-
rales: al rechazar la historia presente que le frustra, el «herético»
intenta justificarse invocando la experiencia del pasado. Pero sólo
puede depositar su confianza en el futuro, pues únicamente ese
tiempo aún no vivido puede proporcionarle confirmación de la
justicia de su causa y la justa recompensa de las desgracias sopor-
tadas, así como la liberación de un terrible complejo de frustra-
ción. Transferida al plano de lo religioso colectivo, nos encontra-
mos ante una motivación fundada en parte en el resentimiento.
Por esclarecedoras que estas formas de análisis resulten, dejan
no obstante intacto el problema de saber si la sociología de la
religión constituye una disciplina independiente, o si, por el con-
trario, hay que integrarla en la elaboración de un complejo más
vasto dedicado a la totalidad del fenómeno religioso. La respuesta
dada por Joachim Wach (1898-1955) es muy clara. Toda su obra
persigue la constitución de una Ciencia de las Religiones, cuyos
tres ámbitos principales serían la hermenéutica, la experiencia re-
ligiosa y sus diversas expresiones y, por último, la sociología de

10 Miche1 Meslin, Les Ariens d'Occident (París 1967) 351-352 y 434-


435.
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 101

la religión 11. A esta última asigna Wach la tarea de investigar


la influencia de los sistemas religiosos en las sociedades en las
que evolucionan, y recíprocamente. Pero asimismo habrá de pro-
ceder a un estudio tipológico y comparativo de los grupos reli-
giosos, analizando sus esquemas asociativos y sus diversos modos
de cohesión. Incumbe, pues, a la sociología general de la religión
«dedicar su investigación al significado sociológico de las diver-
sas formas de la expresión intelectual y práctica de la experiencia
religiosa, mitos, doctrinas, oraciones, sacrificios, ritos, etc.» 12.
Pero dicha tipología descriptiva no implica en absoluto para
J. Wach que haya que dejar de lado las cuestiones metafísicas,
como tampoco las suscitadas por el estudio de las interacciones
recíprocas de lo religioso y lo social. Persuadido de la importan-
cia de la consideración sociológica, Wach no cree en absoluto
que sea la clave única para comprender el fenómeno religioso.
Ningún estudio sobre el origen social, lo mismo que sobre el
influjo de determinados grupos religiosos en la sociedad ambiente,
puede menospreciar la «idea» religiosa que anima a dichos grupos.
En otros términos, si bien el análisis sociológico de los grupos
religiosos permite comprender claramente de qué manera se rea-
liza una experiencia religiosa en determinado tipo de agrupación,
no dispensa, sino al contrario, de analizar previamente el conte-
nido original de la experiencia religiosa que anima al grupo.
«Mediante la consideración sociológica de la religión, esperamos
no sólo poner en evidencia la significación material de la religión,
sino obtener además una percepción nueva de las relaciones entre
las diversas formas de expresión de la experiencia religiosa, y,
eventualmente, una mejor comprensión de los diversos aspectos
de la experiencia religiosa misma» 13. Así, pues, lo mismo que
Weber y Troeltsch, J. Wach se niega a admitir la interpretación
según la cual el rasgo característico de una actitud religiosa sería
sólo función de la condición social de un medio que sería su re-
presentación. La actitud religiosa no puede ser reducida a epife-
nómeno de una estructura social, y no cree que pueda ser acep-
tada la idea marxista de que la actitud religiosa es únicamente

11 La bibliografía de J. Wach fue establecida por J. Kitagawa, Fr. Hei-


ler y el Dr. Neumann, en «Arch. Soco Re!.», 1 (1956) 64-69. Desgraciada-
mente, sólo su libro Sociology 01 Religion está traducido al francés (Pa-
rís 1955).
12 Sociology 01 Religion, en 20th Century Sociology, oo. G. Gusdorf
(Nueva York 1945) 434. Trad. fr. (París 1947).
13 Sociology 01 Religion, 5.
102 Consideraciones sobre el fen6meno religioso

expresión ideológica de una clase social y reflejo de sus solos inte-


reses materiales, sino que hay que rechazarla por excesivamente
reductora de una realidad por el contrario muy compleja.
Sin embargo, la tipología, que ha llegado a ser ejemplar, que
Wach desarrolla en toda su obra, ha parecido ambigua a algu-
nos 14. En efecto, ora el fenómeno religioso es presentado como
reflejo de una situación histórica y social dada, ora la experiencia
religiosa descrita es presentada como la realización concreta, ins-
crita en el tiempo y en el espacio, de un tipo religioso general,
o más concretamente de una «actitud religiosa básica» que es la
única capaz de explicar las manifestaciones externas de la expe-
riencia religiosa. El fenómeno religioso sería, pues, a la vez,
ejemplo concreto de la realización de un tipo, y reflejo de una
situación dada. En realidad, lejos de ver en esta doble tipología
cualquier ambigüedad, yo me inclino a ver la prueba de una com-
plementaridad entre la idealización de una realidad socio-histórica
y la realización de un ideal religioso. El análisis de la realeza
sagrada lo mismo en las distintas sociedades antiguas que en
el mundo medieval y moderno lo demostraría fácilmente. Así,
pues, la gran lección de método dada por J. Wach es la de que
conviene analizar todo fenómeno religioso a la vez como refleio
y como eiemplo, según el nivel de interrogación en que se sitúe
el sabio. «El juicio a establecer sobre la influencia que ejerce la
diferenciación social en las ideas y las instituciones religiosas ha-
brá de ser completado por la estimación del efecto producido
por los impulsos y las actividades religiosos en la evolución de
la estratificación social» 15. Creo que J. Wach, que siempre se
negó a separar la sociología de la religión de una visión más total
del fenómeno religioso, reúne más méritos que M. Weber y
que E. Troeltsch para ser considerado uno de los maestros de
una ciencia unitaria de las religiones y fundada en la compren-
sión y en el sentido de la acción del hombre.
Tenemos que añadir, sin duda para lamentarlo, que el consi-
derable desarrollo de las ciencias sociales a lo largo del último
medio siglo ha trabajado en sentido inverso, animando cierta
voluntad de independencia de los sociólogos, persuadidos de que
sus esquemas de investigación bastan para esclarecer y dar razón
14 Tanto en Sociology 01 Religion como en Types 01 Religious Expe-
rience; Christian and Non Christian (Chicago 1951); ver, por ejemplo,
H. Desroche, «Arch. Soco Rel.» 1, 41-63, reproducido parcialmente en So-
ciologies religieuses (París 1968) 51ss.
15 Sociology 01 Religion, 351.
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 103

de las estructuras y de los fenómenos religiosos. Y son precisa-


mente estos métodos de análisis morfológico y estructural los que
tenemos que examinar ahora, distinguiendo tres tipos de reflexión
referentes al propio análisis de los tipos y de las estructuras reli-
giosas, a la estructura de la Iglesia y, por último, a las sectas
como estructuras de réplica.

b) El análisis sociológico de los tipos


y de las estructuras religiosas

Todo método de análisis sociológico que se pretenda válido


debe partir de la descripción del grupo socio-religioso, de sus
estructuras, de su vida peculiar y de las relaciones que man-
tiene con el mundo exterior. Es, pues, conveniente empezar por
una sociografía. Pero la descripción de ese grupo sólo es válida
si se inscribe en otra, más amplia, de la comunidad nacional, e
incluso humana. Con razón, Gabriel Le Bras ha insistido siempre
en la absoluta necesidad de situar la iglesia, el templo, ante todo
en el pueblo o la ciudad 16, pues la geografía, las facilidades de
comunicación, el agrupamiento del habitat o su desligamiento,
pueden constituir factores importantes del desarrollo de un culto
o, al contrario, serios obstáculos. Así pues, el grupo religioso,
para mejor comprenderlo, hay que considerarlo en el conjunto
de un microcosmos: prestar atención a las estructuras sociales;
saber si existe, o no, una coincidencia entre las autoridades reli-
giosas y la jerarquía social y política, etc. Y sólo después se apli-
cará el análisis a la organización religiosa propiamente tal: ¿cómo
entra en relación con la comunidad humana en la que se desplie-
ga y a la que intenta convertir? ¿Qué lugar ocupa en esa socie-
dad? En resumen, una vez conocidos los contornos y la compo-
sición interna, hay que intentar comprender y establecer el fun-
cionamiento de ese grupo religioso y su vitalidad. Por consiguien-
te, y ante todo, se elaborará una morfología de los fieles, enume-
rándolos por edad y por sexo, por profesión y habitat, así como
en función del puesto que ocupan en la sociedad. Es conocida
la tipología propuesta por Le Bras y vulgarizada después por

16 Me satisface recordar aquí a este maestro que tuvo a bien honrarme


con su amistosca deferencia. Ver sus Etudies de Sociologie religieuse (Pa-
rís 1955-56) y las Actas del Coloquio europeo de sociología del protestan-
tismo, 1959, publicadas en «Arch. Soco Rel.» 8 (1959) 5-14. ef. su libro
póstumo, de próxima aparición, L'Eglise et le Village.
104 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

todas las encuestas de práctica religiosa: indiferentes, conformis-


tas, contemporizadores, observadores regulares, devotos, catego-
rías que deben ser interpretadas según los peculiares criterios de
cada confesión. Así, por ejemplo, para los católicos: pascualizan-
tes, misalizantes, etc., dando por entendido que un análisis inte-
ligente y comprensivo terminaría estableciendo la distinción de
nuevas variedades en el marco de cada tipo. Proyectada en el
espacio, sobre un mapa del territorio, esta sociología permite des-
cubrir, por lo menos en Francia, tales diferencias regionales que
una media nacional de la práctica religiosa apenas tendría real-
mente valor y sólo sería una mera reducción matemática sin sig-
nificación alguna. Por el contrario, la utilidad del análisis socio-
gráfico estriba en permitir la visión de situaciones locales pecu-
liares, en el interior de las cuales se manifiestan diferencias en
función del medio social, la edad, el sexo, etc. Un solo ejemplo:
la región parisina. La proporción de católicos practicantes era
en ella, en 1971, por lo menos veinte veces más alta en las pro-
fesiones liberales que en el mundo obrero de la fábrica, para un
índice de práctica general que variaba, según los sitios, entre
el 3 Y el 13 por 100 de la población global 17 •
Esta primera operación, indispensable, es, sin embargo, insu-
ficiente, pues lo que interesa es investigar las causas del estado
de hecho verificado. Las estructuras del grupo religioso estu-
diado deben ser explicadas, en primer lugar, por los propios prin-
cipios de la religión de ese grupo. Una religión de autoridad
como es el catolicismo romano se ha constituido a lo largo de
siglos en torno a una sólida jerarquía, y ha desarrollado una red
institucional muy compacta. Es incluso asombroso comprobar que
actualmente, si bien esta jerarquía y estas instituciones son dis-
cutidas en parte por algunos clérigos y laicos, es para sustituir-
las por nuevas estructuras que de hecho encerrarán en su red
de forma igualmente estrecha, si bien menos jerarquizada en apa-
riencia, a una masa de fieles más o menos pasivos. Inversamente,
cualquier religión del «espíritu» requiere una menor organiza-
ción, y según esquemas diferentes. Es, sin embargo, cierto que
una sociología del cristianismo, católico y protestante indiferen-
temente, ofrece una peculiar originalidad en comparación con una
17 Y puede asimismo percibirse el giro que ha dado el judaísmo fran-
cés después de la independencia de Argelia: no sólo se han triplicado las
comunidades judías sino que se ha producido un cambio socio-cultural muy
acusado, con predominio de elementos sefarditas y la aparición de estruc-
turas religiosas y de instituciones propias (sinagogas, escuelas, etc.).
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 105

sociología del Islam o del hinduismo. La razón de ello es per-


fectamente conocida: las sociedades religiosas cristianas se han
constituido a partir de un mensaje espiritual específico, diferen-
ciándose de la comunidad profana, pero sin romper todos los
vínculos con ella. Las comunidades hinduista e islámica tienen
unos límites que se confunden más o menos con los de un grupo
étnico, y estructuras parecidas, o incluso análogas, a las de las
estructuras políticas de las sociedades a las que informan. Con
la única diferencia siguiente: la expansión del Islam en el Africa
negra le ha restado ese carácter étnico, expansión que sacó pro-
vecho a la vez del vacío espiritual producido por cierta quiebra
de las religiones animistas, y sobre todo del hecho de que el Islam
supuso una real promoción social, principalmente para el elemento
femenino de la población.
Pero ¡cuántas dificultades, en el interior mismo del cristia-
nismo, para elaborar un análisis exacto! Ciertamente, ser católico
romano consiste en cumplir cierto número de prácticas canónica-
mente definidas y obligatorias. Estas constituyen, por consiguien-
te, un sistema de referencias particularmente nítido. Pero las
obligaciones canónicas transformadas en criterios de análisis so-
ciográfico no pueden ser aplicadas a las iglesias protestantes, que
se han negado siempre a definir y a clasificar unas prácticas, a
distinguir jurídicamente entre las que serían obligatorias, nece-
sarias, facultativas o subrogatorias. Los límites del análisis resul-
tan, pues, ser muy diferentes: un católico puede estar perfecta-
mente en regla, jurídicamente hablando, con la Iglesia y conse-
guir una auténtica santidad sin frecuentar un solo momento su
parroquia -la unidad sociológica-, e incluso negarse, por mo-
tivos de muy distintas índoles, a su integración en la comunidad
parroquial. Porque puede practicar por doquier, y por doquier
recibir los mismos sacramentos válidos. Como ya decía, en los
albores del siglo v) el historiador Orosio: « i Yo soy un cristiano
entre todos los demás cristianos ... en todas partes me encuentro
en mi casa!» Por el contrario, un fiel de una Iglesia reformada
se define por su integración en su comunidad: la vitalidad de un
grupo religioso se determina por el grado de integración en la
comunidad confesante. Ahora bien, esto resulta mucho más difí-
cil de establecer sociológicamente que las prácticas rituales. ¿Cómo
establecer sociológicamente con exactitud la noción, muy calvi-
nista, de la responsabilidad, según la cual todo fiel ejerce un
ministerio particular en la Iglesia?
Además de este vínculo más o menos amplio entre las estruc-
106 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

turas de la agrupación religiosa y los principios que la animan,


hay que intentar comprender las diversas interacciones de las
estructuras civiles, jurídicas, y de las estructuras religiosas. Los
elementos del poder religioso y eclesiástico dependen -al mar·
gen incluso del caso mayor de un estatuto concordatario- de
las relaciones entre las Iglesias y el Estado. Con independencia
de esta evidencia, la vitalidad de un grupo religioso depende es·
trechamente de la sociedad civil que 10 rodea y le propone mode-
los que la sociedad religiosa acepta o rechaza, informa o modifi·
ca, según una acción discreta o «triunfalista», defensiva o generosa.
Así pues, la sociología de los sistemas religiosos se localiza
en tres niveles: el grupo de los fieles, la sociedad civil a la que
pertenecen y en la que viven su fe, y, por último, el nivel de
las relaciones con lo sagrado. No sólo en el plano de los dogmas
y de la creencia, sino también en el de las conductas, es decir,
de las reglas a observar para acceder al Más Allá. A través de
los penitenciales, de los catálogos de faltas y de penas, aparece
una visión totalitaria del mundo, doble reflejo de una sociedad
civil y de una sociedad religiosa. Ahora bien, dichas relaciones
jurídicas con el Más Allá modelan una divinidad a imagen del
hombre, puesto que regulan las relaciones hombre·Dios a través
de los esquemas de una sociedad dada. Pero no son, sin embar·
go, mera proyección de ella. Así pues, la aparición de la noción
de persona humana a través del derecho canónico medieval acon·
tece precisamente en un momento de la historia en que política-
mente dicha noción aun no existía. Anticipándose a la legislación
civil, el derecho canónico reconoce ya en la Edad Media la uni-
cidad de la persona, su libertad, la igualdad de las razas y de los
sexos, etc. Pero es evidente que las relaciones entre el hombre
y Dios no se localizan únicamente en el plano jurídico. Todas
las formas de devoción, a Dios, a los santos, deben ser integradas
en un análisis comprensivo. ¿Se trata de verdadera piedad y de
deseo de unión, o, más colectivamente, de una especie de espe-
ranza en ciertos poderes más o menos mágicos? El propio ideal
de la santidad es reflejo de los ideales, de las esperanzas, de las
sublimaciones momentáneas de una sociedad particular en un
momento dado 18.

18 Ver, a este respecto, los recientes análisis de H. Desroche, A. Val!-


chez y J. Maitre, «Sociología de la santidad canónica»: «Arch. Soco Re!. 30
(1970) 91. Del mismo tipo sería el estudio de las actitudes colectivas ante
el fenómeno de la muerte: d. Ph. Aries, La mor! inversée, le change-
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 107

El último estadio de la indagación pretende encontrar la


unidad de la disciplina elaborando, conforme a esas sociologías
particulares, una sociología de las religiones fundada en un aná-
lisis comparativo. Teniendo en cuenta que nadie puede preten-
der un conocimiento exhaustivo de todos los sistemas religiosos,
hay que atenerse a la comparación de tipos particulares: las for-
mas ascéticas; las formas de autoridad religiosa; las relaciones di-
rector espiritual-discípulo, y muchos otros tipos, han sido ya más
o menos analizadas y comparadas 19, con la esperanza de ver sur-
gir de su confrontación algunas leyes o cuando menos algunos
procesos comunes, determinadas constantes, coherencias análogas.

c) La estructura de la Iglesia

Una de las estructuras fundamentales que el análisis socioló-


gico pone al descubierto es la de la Iglesia, y sin duda alguna no
será inútil detenernos un instante en ella. De entrada, estable-
ceremos cuidadosamente la distinción entre comunidades reli-
giosas electivas formadas por la libre adhesión de sus miembros,
y otras formas más organizadas que pueden aspirar a la denomi-
nación de Iglesia. Las primeras, de formación espontánea, se loca-
lizan en el origen de las religiones de vocación ecuménica. El
carácter subjetivo de los vínculos que unen a sus miembros es
esencial, y su estudio puede realizarse a partir de las relaciones
entre el maestro espiritual y sus discípulos. En ellas nos encon-
tramos con la antigua tradición de un maestro que transmite
su sabiduría a unos discípulos elegidos, así como también un
arte de vivir y de pensar propios. Pero se observará la persis-
tencia, hasta el umbral mismo de la época contemporánea, de esta
manifestación religiosa de la civilización de la palabra, lo mismo
si se trata de la transmisión de textos sagrados hindúes o coráni-
cos, como de la agrupación voluntaria del ashram en torno a un
swami. La primera comunidad reunida por Jesús pertenece a este
tipo, espontánea y electiva; refleja en primer lugar el espíritu
y la enseñanza de un maestro, que a su vez tendrán como deber
transmitir. Pero han existido otras formas de comunidades elec-

ment des attitudes devant la mort dans les sociétés occidentales: «Archives
européennes de Sociologie» VIII (1967) 189-195.
19 T. Wach, Meister und Jünger, zwei religionssoziologische Betrachtun-
gen (Tubinga 1925). G. Le Bras, La place de l'ascétisme dans la sociologie
des religions «Arch. Soco Rel.» 18 (1964), 21-26.
108 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

tivas, como por ejemplo la modalidad de comunión que unía


a los iniciados en los misterios antiguos o a los fieles de las reli-
giones de misterio: Galios de Cibeles, bautizados de Mitra, los
cuales, por su libre adhesión a una comunidad más fraternal en
la que entraban como resultado de una gestión voluntaria y des-
pués de una iniciación religiosa, traspasaban ya su comunidad
religiosa tradicional, la de la religión cívica.
El problema que se plantea consiste en saber cómo se realiza
el paso de dicha comunidad de fe a la estructura particular de
una Iglesia. El ejemplo del cristianismo muestra claramente el
paso de un estadio de comunidad cultual extramundano al de la
proclamación y la explicación de un mensaje como consecuencia
de una voluntad de comunicación ecuménica. Ahora bien, esta
vocación presupone la necesidad de duración para poder trans-
mitir una herencia espiritual. Es, pues, absolutamente necesario
fijar el mensaje primitivo, objetivarlo, a fin de presentarlo a los
hombres de todos los tiempos y de todos los países. De forma
que si bien, en su origen, la experiencia religiosa es de orden
personal y puede reducirse a una modalidad relacional maestro-
discípulo, también es cierto que en cuanto una comunidad em-
pieza a extenderse y a durar, a multiplicarse, es de todo orden
necesario que pase del ámbito subjetivo y personal al de la obje-
tivación, orientándose hacia el prójimo. Nadie pondrá en duda
que se trata de una fase delicada que requiere un doble trabajo
de sacramentalización y de elaboración de una doctrina en un
sistema racional, y por consiguiente de una teología. ¿Es necesa-
rio precisar más? El banquete eucarístico de la pascua sólo fue
vivido, existencialmente, una vez por Jesús y por sus Apóstoles.
Para reactualizar lo que ha pasado a ser un recuerdo, es necesa-
rio pasar del hecho al rito. Si la creencia ve en dicho rito un
poder de unión de los discípulos entre sí y con su Dios, hay que
sacramentalizar, definir un signo que sea al mismo tiempo eficaz
y motivo de un misterio, a fin de introducir al hombre en la
unión con Dios, reiterando el gesto de lo que fue acontecimiento
inscrito en el tiempo de la historia de la primera comunidad de
los discípulos. En dicho signo sacramental se manifestará la ener-
gía divina para restablecer la unión del hombre con Dios. Pero
es igualmente necesario determinar un cuerpo especializado, de
alguna manera privilegiado, y que será mediador y organizador
del culto. Y así aparece el sacerdote, como consecuencia socioló-
gica de cualquier objetivación del kerigma: un tipo sociológico
fundamental, pues se trata del mediador entre Dios y el hombre.
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 109

Dicha mediación, que le impone la escrupulosa realización


de unos actos rituales y del conocimiento de esos ritos, no es
exactamente comparable a la del brujo. El sacerdote cristiano, lo
mismo que el sacerdote judío, no fuerza por medio de los ritos
a la divinidad a realizar los deseos del hombre. Por el contrario,
somete su propia voluntad a 10 divino; da gracias en su nombre
y en el de los demás hombres de los cuales es portavoz. Dedica
su vida a una tarea de oraciones y de enseñanza doctrinal. Es el
ejecutante de un rito sacrificial. ¿Pero en virtud de qué es media-
dor? ¿Por obra de una santidad personal? Y si así es, ¿en nombre
de qué criterios se determinará dicha santidad? ¿O no es pre-
cisamente en función de su pertenencia a un cuerpo especializado
y definido por una Iglesia, que ha transferido e! carácter divino
y sagrado del sujeto individual a la institución objetiva de la sal-
vación, única portadora de gracias y de verdad? Si la mediación
se verifica gracias a la existencia orgánica de una Iglesia, y no
en función de cualesquiera méritos personales, entonces nos en-
contramos ante el problema de la autoridad y del carisma.
Como se sabe, e! término carisma fue introducido por Max
Weber en la sociología religiosa para designar e! poder específico
de ejercer una autoridad con fundamento sagrado sobre e! pró-
jimo. Ahora bien, está claro que es necesario, 10 mismo que en
e! análisis precedente, distinguir entre un carisma personal, sub-
jetivo, que es e! de los maestros espirituales fundadores de reli-
giones -Jesús, Buda, Mahoma- y un carisma objetivo ligado
a una función. El primero es original; el segundo es, con mucho,
e! más extendido. El primero encubre algo que se resiste al análi-
sis, una especie de poder irresistible que nos subyuga a nuestro
pesar, análogo no al poder del amor invitus invitam, sino a la
fuerza de una atracción a la que no se puede escapar. De la misma
manera que los pescadores de! lago Tiberíades siguieron a Jesús
abandonando sus redes y sus barcas, también los dos primeros
discípulos de Buda «se sintieron penetrados de su luz y exclama-
ron: Nosotros te pertenecemos... y extenderemos tu doctrina
por doquier... ». El segundo carisma no es, pues, el de! profeta
impulsado por el Espíritu, consciente de su vocación y de su
valor de jefe religioso, sino e! de un funcionario de 10 sagrado,
que recibe sus poderes de una consagración ritual conferida por
una Iglesia, y que administra unos signos sacramentales que ga-
rantiza la mediación entre Dios y los hombres.
Así, pues, por exigencia de su propia evolución, y para res-
ponder a los requerimientos de su vocación ecuménica, la comu-
110 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

nidad electiva se constituye en Iglesia que aspira a convertirse


en «institución de multitudes», para usar una expresión de
E. Troeltsch. Desde ese momento, no puede renunciar a unas
relaciones más o menos positivas en el mundo, tanto respecto
a 10 político como a 10 económico, mientras que en su estadio
original podía perfectamente ignorar el mundo y vivir replegada
sobre sí misma. En un momento dado, y que en realidad se re-
produce en cada generación de fieles, esa Iglesia tiene que deter-
minar su situación respecto a la cultura en la que vive. Ahora
bien, se trata de un compromiso constante. ¿Y no es la historia
de la ética cristiana, en última instancia, la de la búsqueda ince-
santemente reanudada de un compromiso con el mundo y, al
mismo tiempo, la de la lucha constantemente renovada contra ese
espíritu de compromiso? Llegados a este punto del análisis, re-
sultaría provechoso recurrir a la idea de la filosofía estoica sobre
la relatividad del derecho natural, idea que el cristianismo inte-
grará en una historia del mundo «después de la caída»: durante
la vida terrenal, es decir, la vida del cristiano en el mundo, la
sumisión a las leyes, a las autoridades, a la fuerza, el hecho brutal
de la guerra, de la propiedad privada, etc., son considerados como
consecuencias, pero a veces también como remedios, del pecado.
Y de ahí esa búsqueda de un compromiso que determina siempre
una moral a dos vertientes: la de la naturaleza y la de la gracia,
o, hablando en términos más sociológicos, la moral del mundo y
la del santo.
En esta Iglesia de multitudes, el problema de la autoridad
resulta primordial. En efecto, los fundadores se presentan como
los liberadores de las exigencias impuestas por una ley religiosa
precedente. Son representantes de la libertad, pero en virtud de
su carisma personal definen su autoridad espiritual como sobe-
rana. El problema planteado a sus sucesores consiste, pues, en
institucionalizar dicha autoridad sin dejar de transmitir la inte-
gridad del mensaje espiritual. Y lo mismo que nos parecía que
la comunidad primaria podía ser reducida a los vínculos de maes-
tro a discípulos, así también parece que pueda ser el proceso
clásico de la diadoké, de la filiación doctrinal, 10 que confiere un
principio de legitimidad a la autoridad de los sucesores. Al trans-
ferir conjuntamente a la institución objetiva que de por sí cons-
tituye la posibilidad de salvación, la mediación con 10 divino y
la interpretación del mensaje, la Iglesia ejerce, de hecho, un po-
der espiritual independiente de cualquier impulso humano. Y,
por consiguiente, detenta una verdad irrefutable. Ejerce una auto-
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 111

ridad doctrinalmente indiscutible. Ahora bien, esta verdad uni-


forme y que puede ser propuesta universalmente a los hombres
de todos los tiempos es la manifestación de la vocación ecumé-
nica de la Iglesia. Por lo tanto, tiene que ser presentada bajo
forma obligatoria y fija a la creencia de todos. Ello implica evi-
dentemente que cada hombre sea inducido al conocimiento del
mensaje salvífica, puesto en contacto con la Palabra de Dios.
Todo el ideal de la misión se encuentra, pues, lógicamente conte-
nido en esta vocación de la Iglesia; e igualmente, según las rela-
ciones que mantiene con el mundo político, todas las variantes
y desviaciones de ese ideal misionero, desde el espíritu de cru-
zada hasta el recurso al brazo secular. La autoridad de la Igle-
sia en la trasmisión y en la interpretación del mensaje aparece,
histórica y sociológicamente, vinculada con bastante frecuencia
a procedimientos de imposición.
Así, pues, podemos delimitar los rasgos esenciales de la
Iglesia en cuanto hecho socio-religioso: forma de organización
de una religión de vocación ecuménica, constituye el resultado
lógico de un proceso de institucionalización. Ahora bien, ese re-
sultado aparece sublimado por la teoría de que la Iglesia es la
realización en el plano escatológico de una sociedad eterna, de
un Reino por venir. Se presenta, pues, bajo un doble aspecto:
como estructura colectiva informando la piedad y la fe mediante
unas instituciones adecuadas, jurídicamente definidas. Esta es-
tructura es conservada y garantizada por una autoridad objetiva,
apremiante en idéntica medida que mediadora, que impone lí-
mites a las manifestaciones de cualquier individualismo religioso,
pero corre al mismo tiempo el peligro de convertirse en un sis-
tema tan institucionalizado que podría perder de vista la realidad
espiritual del mensaje original, con el riesgo consiguiente de no
responder ya a las aspiraciones de los fieles. La crisis que ac-
tualmente atraviesa la Iglesia católica en parte del mundo occi-
dental lo atestigua claramente. El segundo aspecto, el más impor-
tante con mucho, es el carácter sagrado de esta estructura de
Iglesia. Por supuesto, sociológicamente aparece como una socie-
dad de hombres; pero se considera fundada, querida y dirigida
por Dios. De él ha recibido su autoridad y el poder de dispensar
la salvación y la gracia en el mundo. Ahora bien, este carácter
sagrado implica la exclusividad de la Iglesia: «fuera de ella, no
cabe salvación», según la célebre fórmula, y sobre esto conviene
no crear contrasentidos. Puesto que participa del carácter sa-
grado de su fundador, sólo ella puede permitir el acceso a la sal-
112 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

vaclOn por obra de una gracia que sólo ella puede transmitir, y
mediante el conocimiento de una doctrina revelada de la que
ella sola es depositaria. Así, pues, vemos cómo, a partir de la co-
munidad original, se desarrolla todo un sistema· racional que
objetiva e integra la realidad espiritual en un contexto socioló-
gico. Porque la noción de ortodoxia se torna inseparable de la
de Iglesia, puesto que la transmisión del mensaje, la enseñanza
doctrinal, están reservadas únicamente al magisterio eclesiástico.
Esa es la razón de que la estructura de la Iglesia promueva todas
las protestas y las discusiones posibles, en nombre de la libertad
y del individualismo religioso.
Todo el problema estriba, pues, finalmente en saber si la
Iglesia puede ser reducida a una noción sociojurídica, definida a
la vez por un derecho propio y por una teología sacramental:
una sociedad visible, una institución religiosa pública, a la que
es necesario pertenecer para salvarse. En otras palabras, ¿es po-
sible definir esa estructura en términos de autoridad y de obli-
gatoriedad, de condición necesaria y suficiente? ¿O bien, por el
contrario, cabe preguntarse si la Iglesia no es sólo una forma
de sociedad religiosa fundada por un maestro espiritual, institu-
cionalizada según un derecho interno -canónico, coránico u
otro--, pero al mismo tiempo, y acaso más todavía, una comu-
nidad de creyentes reunidos para formar y constituir sin cesar
una unidad religiosa por obra de un Dios siempre presente en
ella? La Iglesia, de esta forma, resultaría definida en primer
lugar por una teología eclesial, y concebida como estructura viva
de mediación.
Como quiera que sea -y no es el análisis sociológico lo que
puede proporcionarnos la respuesta a estas cuestiones-, la evo-
lución de una comunidad espiritual de tipo electivo en Iglesia
de multitudes no parece factible en el tiempo y el espacio al
margen de los procesos sociales. Toda economía de salvación es,
pues, colectiva en su extensión y comunitaria en sus intenciones.
Ahora bien, esto no deja de plantear amplios problemas que
corresponde a los teólogos resolver. ¿La fe religiosa es un acto
individual o de carácter social? Por supuesto, la gestión funda-
mental consiste necesariamente en una adhesión personal a una
Palabra, ¿pero no se anuncia y enseña dicha Palabra en un marco
comunitario? ¿Hay que considerar entonces que toda fe religiosa
postula una estructura eclesial como condición de su desarrollo,
proponiendo la Iglesia a los hombres el objeto de la fe, pero
también mostrándose en sí misma a sus fieles en el objeto mismo
Presupuestos sociales del fenómeno rdif!,ioso 113

de esa fe? De hecho, la sociología religiosa sólo puede pregun-


tarse si el fenómeno Iglesia expresa objetivamente los valores de
un universo espiritual cuantitativo y, por consiguiente, mesura-
ble. ¿Se trata de dos mundos, o de dos aspectos de una misma
realidad viviente en que se manifiesta una coincidencia ontoló-
gica entre una sociedad visible y una comunidad mística? ¿Y
puede el aspecto interior, mistérico, de la Iglesia, comunidad
dirigida por el Espíritu, ser disociado de sus aspectos externos,
sociales y enumerables?

d) Las estructuras contestatarias: las sectas


La estructura de la Iglesia suscita otras estructuras funda-
mentales, más o menos numerosas según las épocas, de un carác-
ter más libre, y que proceden de una negación de la ekklesía y
de reacciones negadoras de un sistema religioso considerado como
alienante de toda libertad religiosa individual, en la medida en
que se considera como el lugar privilegiado y exclusivo de las
relaciones entre los hombres y Dios.
Es su negación del mundo y del constante compromiso entre
este último y la religión lo que promueve la estructura de la
secta, de la que interesa elucidar los motivos que provocan su
ruptura con la estructura eclesial. Esta ruptura puede ser debida
a una crítica del carácter objetivo de la fe religiosa impuesta por
la Iglesia; o bien a una crítica de los ritos; o incluso de todas
las funciones mediadoras entre lo divino y el hombre, en nombre
de un retorno a la pureza primitiva, original, nostálgica de una
comunidad pneumática y carismática. Es obvio que dicha ac-
titud lleva en seguida a la negación de cualquier sacramentalis-
mo, a la total negación de una teología ex opere operato, y no
pensamos s610 en las Iglesias derivadas de la Reforma, sino tam-
bién en el budismo negador de los ritos bramánicos de purifica-
ción y de sacrificio. Pero la voluntad de retorno a la primitiva
pureza implica un ideal como reacción contra los distintos com-
promisos establecidos a lo largo de los tiempos, contra todas las
modificaciones verificadas del ideal de santidad contenido en el
mensaje primitivo. Toda secta se considera, pues, en primer lu-
gar, comunidad santa, consciente y unida, cuya santidad reside
en el esfuerzo religioso práctico e individual, y ya no, como en
la Iglesia, en una sacralización de la institución propagadora de
los tesoros divinos entre los hombres. Sociológicamente, podría
8
114 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

hablarse de secta desde el momento en que un grupo de fieles


se constituye, al margen de las estructuras institucionales, para
autosatisfacción, e intenta convertirse en el único grupo de Pu-
ros, de Santos, o, más simplemente, insertarse en el «sentido de
la historia». ¡Cuántas podríamos enumerar! Pero debemos, cuan·
do menos, señalar que el carácter selectivo de la secta se man-
tiene en un estado de hecho preeclesial, y no desarrolla tanto
una teología racional cuanto una ética vigorosa o laxista, y toma
sus fuerzas de una fantasía mítica y de una apasionada esperanza
en el tiempo por venir.
De esa esperanza de unas realizaciones justificadoras de la
ruptura no habría que deducir precipitadamente que se trata sim·
p1emente de la traducción, a nivel de la expresión religiosa, de
una lucha de clase más o menos consciente, como tampoco de la
insatisfacción de necesidades materiales fundamentales. El ejem·
p10 de los «camisards» ceveneses es clara muestra de que no
puede invocarse como razón profunda de su rebelión contra la
Iglesia instaurada una gran miseria material, sino que hay que
buscar los motivos reales en una situación de inferioridad cultu-
ral duramente acusada, y que estimaron precisamente compen·
sada por la ayuda directa del Espíritu que se manifestaba en
fenómenos de profetismo y en prodigios. Su epopeya se inscribe,
de hecho, en una psicología colectiva de desculturización. Y es-
tuvo motivada en parte por un confuso sentimiento de culpabili-
dad, sin duda desarrollado como resultado de una predicación
excesivamente centrada en el pecado original y sus consecuen-
cias. Nada, en sus raíces y motivaciones profundas, permite redu-
cir esta disidencia religiosa y política a una pura y simple expli-
cación económica. Y de igual modo, el donatismo africano, cuyo
análisis ha sido recientemente emprendido por historiadores mar-
xistas ortodoxos, no puede ser reducido al esquema de un prole-
tariado rural indígena cuya miseria habría engendrado y alimen-
tado un movimiento religioso disidente contra una Iglesia capi-
talista y romana:?n. Desde luego, los análisis históricos y socioló-
gicos muestran con toda evidencia que las sectas proliferan pre-
ferentemente en determinado contexto de desequilibrio. Pero
éste es más socio-cultural que económico. La expansión contem-
poránea de los Testigos de Jehová en el nordeste de Francia se

20 Sobre este punto he explicado mi opini6n en A propos du donatisme:


«Arch. Soco Re!.» 4 (1957) 143s (en colaboraci6n con P. Hadot), y sobre
todo en Nationalisme, Etat et Religions: «Arch. Soco Re!.» 18 (1964) 3·20.
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 115

produce en un medio de emigrantes desestructurados, donde el


carácter muy popular del cristianismo italiano y polaco preparó
el terreno a la secta. De manera más general se ve claramente
cómo las sectas toman el relevo del catolicismo en los medios o
estratos sociales donde éste ya no tiene vigencia. Todo sllcede
como si «la ofensiva de las sectas» resultara ser consecuenda de
cierta descristianización. Un fenómeno análogo ocurre en los paí-
ses de cultura religiosa arcaica, convertidos, con la expansión
colonial, en países de misión, y donde la cultura tradicional se
ha deteriorado rápidamente. Las sectas religiosas que en ellos se
desarrollan son casi siempre de tipo revolucionario o taumatúr-
gico. Este último tipo, en efecto, reintroduce en una experiencia
de disidencia los antiguos ritos mágicos. La multiplicación de las
sectas curativas, entre otras, se explica porque realizan una es-
pecie de síntesis entre la herencia de la magia autóctona y una
tradición cristiana del milagro.
El contorno sociológico tiene, pues, una importancia capital
para explicar el desarrollo de una secta. Todo el esfuerzo del
análisis realizado por H. Richard Niebuhr consistió en demostrar
la considerable influencia de los factores sociológicos sobre la
separación y la diferenciación de las Iglesias cristianas en sec-
tas 21. Niebuhr fue el primer sociólogo que insistió en el papel
de los factores no teológicos en el fenómeno protestatario de las
sectas respecto a las Iglesias, y en asegurar que a las causas de
disensión de orden puramente teológico y disciplinario había que
añadir, para un análisis más comprensivo del fenómeno, la in-
fluencia de los medios de comunicación de masa, el mejoramien-
to de las condiciones de vida de los grupos sociales desfavore-
cidos, la integración de los inmigrantes a una cultura colectiva
y unificadora por su mismo modo de vida.
Así, pues, toda secta constituye un medio específico, activo,
y creador de valores peculiares que resulta muy difícil definir
de una manera general. Porque, ¿cómo percibir este fenómeno
al mismo tiempo desde el interior, tal como es vivido, y desde el
exterior, con el consiguiente riesgo de acentuar su carácter esen-
cial, el de una estructura protestataria? De modo que o bien se
elabora una socio-fenomenología, o se reconstruye desde fuera
una realidad colectiva vivida desde dentro, o nos contentamos
con una auto-interpretación global que ofrece otros peligros de
subjetividad y de autojustificación. Y si bien la relación primaria

21 Tbe Social Sources 01 Denominationalism (Nueva York 1929).


116 Consideraciones sobre el fen6meno religioso

de las sectas con las Iglesias justifica el valor de un análisis


sociológico, hay, sin embargo, que superar la antítesis secta·
Iglesia, a fin de comprender más totalmente el mundo particular
del separado.
La actitud de las sectas frente al mundo puede constituir un
criterio válido para establecer una tipología de las mismas. Bryan
Wilson se vio, así, llevado a distinguir siete tipos principales de
secta: conversionista, revolucionaria, pietista, manipu1acionista,
taumatúrgica, reformista y utópica 22. Pero esta tipología tiene
que ser constantemente revisada, pues la actitud de las sectas
frente al mundo evoluciona según su propia historia. Así, por
ejemplo, los cuáqueros, secta revolucionaria en sus comienzos,
que en los siglos XVII y XVIII pasó a ser pietista e introvertida,
y finalmente adoptó una postura reformista. Cabe concebir tamo
bién otros criterios de análisis, más doctrinales o más psicológi-
cos 23, esforzándose por aislar tipos de hombres. O bien intentar
establecer un vínculo entre el mundo de las sectas y el del incon-
formismo religioso. Porque si una secta es una parte de una
Iglesia separada de ésta como resultado de una rebelión, ¿no
existen relaciones entre esa secta y los inconformistas, tipificados
por G. Le Bras como «disidentes», «separados» y «desligados»,
es decir, marginados de la Iglesia madre? El análisis efectuado
por H. Desroche sobre la situación religiosa francesa demuestra
que, si bien el inconformismo proviene de un acto de disidencia
y puede, por consiguiente, constituir un terreno favorable para
la manifestación de sectas, el fenómeno no es, sin embargo, ri·
gurosamente análogo. El inconformismo, en efecto, casi nunca
está motivado por el deseo de recrear una comunidad religiosa
activa. Ello no empece que el estudio de todas las formas, ac-
tivas o no, de disidencia religiosa sea indispensable para quien
pretende determinar los límites aproximados entre religión en·
señada y religión realmente vivida 24. Como muchas veces ha
dicho G. Le Bras, la sociología de la irreligión constituye un
sector fundamental de toda sociología religiosa.
E. Troeltsch definía la secta como una rama autónoma de

22 Typologie des sectes dans une perspective dynamique et comparative-:


«Arch. Soco Re!.» 16 (1963) 49-64, Y Sociología en las sectas religiosas
(Madrid, Biblioteca para el Hombre actual, 60, 1970) 36-47.
23 El análisis de E.-G. Leonarcl sobre Le Protestant frant;ais es un
modelo (París 1953).
24 H. Desroche, Approches du non·conformísme franrais: «Arch. Soco
Reh 2 (1956) 45-54.
Presupuestos sociales del fenómeno religioso 117

la «idea» religiosa que se desarroIla como reacción, pero parale-


lamente, a la «idea» de Iglesia. De esta forma, estableció un
ideal-typus que el examen histórico y sociológico debe, de hecho,
matizar hasta el infinito. Como ha señalado acertadamente Bryan
Wilson, los datos empíricos son, en este aspecto, más ricos que
las categorías. Ahora bien, «el peligro de la sociología estriba en
que sus elaboraciones pueden ser tomadas por resúmenes de la
realidad, por fórmulas que permitirían aprehender la totalidad
del mundo» 25. En el análisis del mundo de las sectas, medio
específico compuesto de unidades originales, cada una de las
cuales posee sus reacciones propias e informa una visión del
mundo peculiar, la indagación de las constantes, de las situacio-
nes paralelas, de las leyes comunes de desarrollo, nunca debe al-
terar la realidad vivida de un pluralismo religioso. Y más que
en otros ámbitos, el espíritu de precisión no debe eclipsarse en
provecho de una teoría sistemática.
La sociología de las religiones está muy lejos de poder limi-
tarse a las reflexiones propuestas en 10 que antecede. Nos falta
espacio para referirnos a muchos otros problemas que plantea
y que intenta explicar. Aunque sólo fueran las relaciones entre
los grandes sistemas religiosos y las comunidades profanas, así
como el papel de estas religiones en el establecimiento de rela-
ciones comunitarias entre los hombres 26. El hecho, por otra par-
te, de que la sociología religiosa haya mostrado preferencia, por
razones de tradición cultural y por motivos de práctica pastoral,
por el análisis del cristianismo, no debe alimentar ilusiones. Que-
da abierto a la investigación un sector aún muy amplio, el de
las transformaciones religiosas actualmente en curso en las socie-
dades todavía ayer consideradas primitivas y que han sufrido los
efectos de nuevos mensajes espirituales, en torno a los cuales se
han establecido sincretismos en los que la parte de las condicio-
nes socio-culturales es tan importante como los factores propia-
mente religiosos 27.
Así, pues, la abundancia de los estudios de sociología reli-
giosa, la vitalidad de los organismos de investigación y de las

25 Op. cit., p. 35.


26 Esquema en torno al cual G. Mensching elaboró su Sociologie reli-
gieuse. Trad. fr. P. Jundt (París 1951).
Z7 A título de ejemplo: V. Lanternari, Les mouvements religieux des
peuples opprimés (París 1962), y R. Bastide, Les Amériques noires (París
1967), caps. 5, 6 y 7.
118 Consideraciones sobre el fen6meno religioso

revistas especializadas 28 atestiguan la importancia de los métodos


de análisis sociológico para la comprensión del fenómeno reli-
gioso. Como tal, toda sociología de las religiones es parte inte-
grante, e instrumento indispensable de comprensión, de una
verdadera ciencia de las religiones.

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

Sobre la sociología de Max Weber: L. Cavalli, Max Weber. Religione


e Societa (Bolonia 1968); J. Freund, Max \Veber, col. Les Philosophes
(París 1969); del mismo, Ethique économique et religions mondiales selon
Max Weber: «Arch. Soco Rel.» 25 (1968).
J.-A. Prades, La sociologie de la religion chez Max Weber (París 1966).
R. Aron, Max Weber et la sociologie de la religion, en Les Etapes de la
pensée sociologique (París 1964) 529-550.
E. Poulat, J. Gaudemet, Fr. Boulard y J. Maitre, La Sociologie religieuse
de G. Le Bras: «Année sociologique» 20 (1969).
Sobre las sectas: H. C. Chéry, L'Offensive des sectes (París 1959);
Séguy, Les sectes protestantes dans la France contemporaine (París,
1966).
R. Bastide, Eléments de sociologie religieuse (París 1936) y Sociologie el
Psychanalyse (París 1950).
M. Hill, Iglesia y secta, en Sociología de la religión (Madrid, Ed. Cris·
tiandad, 1976) 71·98. En el mismo libro se estudian con detenci6n el
pensamiento de M. Weber (Trasfondo teórico de la «tesis» de M. We·
ber, 132·154) y religi6n v capitalismo (cap. VI, 155-181).

:l8 En Francia, mencionaré el Instituto de las Ciencias sociales de las


religiones, ex-grupo de Sociología de las religiones, y su revista, citada
frecuentemente, «Archives de Sociologie des Religíons».
2
PSICOANALISIS y RELIGION

Las ciencias humanas han resultado, desde princlplOs de si-


glo, profundamente modificadas en sus perspectivas y en su ob·
jeto por los descubrimientos psicoanalíticos sobre la función del
inconsciente en los comportamientos individuales. Es, pues, nor-
mal que la ciencia de las religiones haya sufrido los efectos «ínti·
mas» de estas nuevas formas de comprensión de la psique huma-
na, tanto más cuanto que éstas han abierto suficientemente y
de una vez el callejón sin salida al que había ido a parar la
«nueva psicología».

a) La interpretación freudiana de la reliJ!.ión

Hoy todo el mundo conoce la extrema importancia del des-


cubrimiento de Sigmund Freud de que el análisis de los sueños
podía constituir un elemento capital para la comprensión del uni-
verso mítico, así como de haber establecido la función de la li·
bido, es decir, de una forma instintual orientada al logro del
placer, especie de energía que anima al hombre y necesaria tanto
para su desarrollo sexual como para su despliegue afectivo. Des-
de 1907 1, Y partiendo de las teorías de Charcot y de P. Janet
sobre el tratamiento de la histeria por sugestión hipnótica, Freud
pone de manifiesto el origen psicológico de las neurosis. Insiste
en la función capital de ciertos traumatismos de origen la ma-
yoría de las veces sexual, que no se manifiestan conscientemente
en el adulto, en el caso de que lo hayan hecho alguna vez. La
experiencia sexual, asegura Freud, es frecuentemente traumati-
zante y suscita en la psique individual una verdadera tempestad
que asusta al hombre. El recuerdo de esa experiencia es por eso
tan reprimido; pero esta represión cristaliza en un complejo,
que reaparecerá más tarde, de forma aparentemente inexplicable.
Mediante la crítica de los sueños, de las acciones frustradas, del
juego de las libres asociaciones, el «psicoanálisis» debe, pues,
descubrir las huellas ocultas de esos accidentes y puede, al es-

I En un artículo aparecido en la «Zeitschrift für Religionspsychologie».


120 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

clarecer de este modo a médicos, directores espirituales y pedago-


gos, aliviar a la humanidad sufriente. Los diferentes métodos de
psicoanálisis -lo mismo el de Freud que el de Jung- conser-
varán siempre los caracteres empíricos de su origen terapéutico,
incluso cuando aplican su hermenéutica al problema religioso. Al
extender sin más demora la aplicación de esta teoría a la religión,
Freud insiste ya en la importancia del Eros en la elaboración del
sentimiento religioso.
La imponente e indispensable biografía realizada por su con-
fidente y amigo E. Jones nos permite hoy establecer las etapas
del pensamiento de Freud respecto al fenómeno religioso 2. Pa-
rece que el problema de la creencia en Dios fue, en este hombre
profundamente imbuido en la tradición judío-cristiana, un ele-
mento cada vez más central de su obra, que él expresa con la
noción, que se haría célebre, de complejo parental. En vista de
tantas consideraciones contemporáneas y de tantos resúmenes
simplificadores, parece necesario analizar cronológicamente el pen-
samiento de Freud sobre este punto.
Su reflexión sobre el sentimiento religioso está estrechamen-
te vinculada a la idea de que las actitudes religiosas son compa-
rables a los síntomas neuróticos individuales. El fenómeno reli-
gioso es, pues, asimilable al proceso neurótico siguiente: un
traumatismo, olvidado durante un período en que se mantiene
latente, y que reaparece en forma de complejo, el del padre su-
blimado. En 1910, en Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci,
Freud escribe: «El psicoanálisis nos ha permitido adquirir con-
ciencia de las estrechas relaciones existentes entre el complejo
parental y la creencia en Dios. Nos ha enseñado que el dios
personal no es psicológicamente más que un padre sublimado;
y nos muestra cómo cada día muchos jóvenes pierden la fe ape-
nas se derrumba la autoridad paterna. Así, pues, encontramos
en el complejo parental la raíz de todas las tendencias religiosas.»
Esta clave, que Freud estima de valor absoluto, reaparecerá sin
cesar, con un carácter casi obsesivo, en toda su obra hasta el
último libro.
Asimilando la evolución de las culturas humanas al desarrollo
psíquico de cada individuo, Freud llega a la conclusión de la
posibilidad de reconstituir las diferentes edades psíquicas de
la humanidad, de idéntica manera a como se puede establecer la

2 E. Jones, Sigmund Freud, Lile and W orks (London, 3 vol., 1953·


1957), trad. fr. (París, 3 vol. 1958-1969).
Psicoanálisis j' religión 121

evolución psicológica del individuo. Y lo mismo que las conduc-


tas de este último son explicables por los traumatismos de la
primera infancia, de igual modo resultará posible descubrir los
vestigios del traumatismo original del que procede el sentimiento
religioso. En el acto primitivo de liberación que constituyó el
asesinato del padre por sus hijos reside el origen más antiguo
de la religión. Como consecuencia de ello, el fin único de todos
los sistemas religiosos es el de borrar las huellas de aquel crimen
y expiado: éste es el tema anunciado desde 1912, que sería des-
arrollado en Totem Ji Tabú 3. Partiendo de una sugerencia de
Darwin, Freud desarrolla en este ensayo la teoría del asesinato
del padre primitivo por sus hijos rebeldes, cansados de la tiranía
sexual que imponía al clan. Según la hipótesis de Atkinson, los
hijos no sólo mataron a su padre, sino que lo comieron para
identificarse con él. Y para no descomponer la sociedad en luchas
inútiles, imaginaron una especie de regla de vida basada en el
tabú del incesto y en la ley de la exogamia. Pero como su acto
criminal desarrolló en ellos un hondo sentimiento de culpabili-
dad, sublimaron la imagen del padre en la figura del totem. El
festín totémico se convirtió, pues, en la repetición ritual del
asesinato del padre, y el sentimiento religioso hacia el totem
fue tanto más fuerte cuanto más violento había sido el odio al
padre. De esta manera, la adoración del padre se convierte, en
el complejo religioso, en adoración de un Dios personal, que
sólo es el padre idealizado.
Esta teoría, fundada en una interpretación científicamente
inadmisible del totemismo, es la proyección, a escala de toda la
Humanidad, de una experiencia psíquica individual que Freud
había descrito bajo la denominación de complejo de Edipo, a sa-
ber, «la manifestación del deseo infantil contra el que se alza,
más tarde, la barrera del incesto». En efecto, lo que el padre
había impedido antaño con su propia existencia, los hijos se
lo prohibieron después. Y renunciaron a beneficiarse de su acto
criminal rechazando cualquier relación sexual con las mujeres
que habían sustraído a la tiranía paterna. El sentimiento de cul-
pabilidad de los hijos engendró los tabús fundamentales del to-
temismo y la exogamia, que se confundirían con los dos deseos
manifestados por el complejo de Edipo 4. Esta explicación pos-
3 Totem y Tabú, interpretación por el psicoanálisis de la vida social
de los pueblos primitivos (1913).
4 Totem y Tabú, 489. [Citamos a Freud por la trad. esp. de 1. López.
Ballesteros, Obras completas II (Madrid 1948).]
122 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

tula, evidentemente, la existencia de una especie de alma colec-


tiva en la que se verificarían los mismos procesos que los que
rigen la psique individual. Por otra parte, dicha teoría implica
que el proceso afectivo de una generación filial sometida a la
voluntad de un padre posesivo y tiránico se transmite a las gene-
raciones siguientes, no obstante estar libres de aquellas imposi-
ciones a partir de la muerte del padre y el establecimiento de los
tabús exogámicos. El problema planteado es, pues, el de la me-
moria colectiva de las sociedades humanas, y el de cierta conti-
nuidad psicológica en el alma de la humanidad. ¿ Los vestigios
recordativos del drama que supuso el asesinato del padre permane-
cen grabados en las sociedades primitivas por la regla del tabú
del incesto, que reprime un deseo análogo al que reside en el
fondo del complejo de Edipo? En caso afirmativo, será la re-
presión del instinto primitivo, renovada cada generación, la que
se convierte en motor de toda la organización social. Establecien-
do de este modo un paralelismo entre filogenia y ontogenia,
Freud aportaba por vez primera una explicación psicoanalítica
de las principales instituciones de las sociedades primitivas, y
trazaba el camino para fructuosas investigaciones, 10 mismo que
para críticas pertinentes y apasionadas 5.
Pero Freud no abandonó su análisis del fenómeno religioso.
En 1927, en El porvenir de una ilusión, declara estar más inte-
resado en la religión del hombre medio que en las fuentes pro-
fundas de los sentimientos religiosos. Según E. Jones, más tarde
precisará que «la religión del hombre medio es la única digna
de ese nombre» 6. De hecho, es notable que, contrariamente a
10 que sucede en las teorías de la «Nueva Psicología», en la obra
de Freud, que analiza los sentimientos colectivos, no aparezcan
las individualidades. La religión del hombre medio es interpre-
tada como «1a creencia temerosa de un débil que sufre el peso
de una imposición forzada del infantilismo mental». Expresión
que hay que referir a la del «retorno infantil del totemismo», y
que denota la constante del paralelismo establecido por Freud
entre la evolución psíquica de la Humanidad y la de cualquier
individuo.
Freud afirma cada vez más claramente que la fe religi~a es
sólo una ilusión, un fantasma. Toda creencia, por 10 demás, es
una ilusión, desde el momento en que está motivada por la reali-

5 Sobre esta cuestión, ver infra, 1295.


6 Op. cit., tomo III.
Psicoanálisis )' religi6n 123
zaclOn de un deseo. Pero ello no supone, sin embargo, que el
problema religioso sea un falso problema. Porque hay una ver-
dad psicológica que subyace a este tipo de ilusión; ésta, por con-
siguiente, es real, aunque por sí sola no tenga ninguna realidad.
Ahora bien, si esta realidad psicológica se apoyase en una ver-
dad históricamente demostrable, tendríamos la prueba de que la
teoría freudiana sobre la religión resultaba confirmada por los
hechos. Y Freud tendría entonces razón, por lo tanto, para aseve-
rar la ausencia de toda realidad religiosa. Durante más de un
cuarto de siglo, visiblemente fascinado por la tradición judeo-
cristiana, Freud prosiguió estas indagaciones, con la esperanza
de demostrar que la religión judía había pasado por la misma
fase, descrita en Totem y Tabú, del odio de los hijos hacia el
padre, que los impulsa a matarlo, y de que este hecho constitui-
ría la prueba irrefutable de que el asesinato del padre era con
toda certeza la fuente y la glorificación de la idea de Dios. Yahvé
sólo sería, por consiguiente, la sublimación de un sentimiento
general de culpabilidad. Este es el proyecto y el contenido de
Moisés y la religi6n monoteísta, el libro más largamente medi-
tado de Freud, el más querido por él, resultado último de sus
investigaciones 7.
Ahora bien, toda la cuestión estriba en saber si el origen
del monoteísmo es comparable al del totemismo, y si puede atri-
buirse al asesinato del padre primitivo. Y de ahí la necesidad de
una hipótesis histórica -que Freud compara, con involuntario
humor, al trabajo de una bailarina haciendo puntas-, la de un
Moisés egipcio, y no judío, fiel al dios Atón, cuyo culto era uni-
versal, único y moralizador. Este Moisés egipcio 10 impondría
a las tribus semitas, que adoptaría como pueblo, el cual consa-
graría a Atón por la circuncisión antes de abandonar Egipto.
Numerosas rebeliones estallan contra Moisés hasta el día en que
es asesinado: es el episodio célebre del Becerro de Oro y de la
destrucción de las Tablas de la Ley, que en realidad sólo son
un símbolo del asesinato de Moisés, pero que una tradición
sacerdotal posterior atribuyó a Moisés mismo. Las fusiones étni-
cas entre el pueblo de Moisés y las otras tribus semitas del Sinaí
llevaron consigo la fusión del culto de Atón con el de Yahvé,
el dios de los volcanes. El «compromiso de Qadés» encubre,

7 Primero apareció en forma de dos ensayos sobre Moisés, en Imago,


vol. 23, n.O 1 y 3, modificado en junio de 1938 en Londres. (En las Obras
completas en español, tomo lII, 181-286.)
124 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

pues, el origen del culto del dios de Moisés, e intenta hacer olvi-
dar el asesinato del héroe durante un largo período confuso que
coincide con el establecimiento en Israel. Con el restablecimiento
del monoteísmo, los profetas fueron los responsables del retor-
no del dios mosaico. Bajo los rasgos del dios egipcio, al que
Yahvé termina pareciéndose completamente, resurge, pues, des-
pués de un período de latencia, el acontecimiento traumático.
Así pues, el retorno al dios mosaico es la manifestación del re-
torno del traumatismo reprimido. Es el sentimiento de culpabi-
lidad experimentado por el pueblo judío respecto al dios de
Moisés, al cual había matado, 10 que ha de explicar esa constante
actitud de autoacusación manifestado por este pueblo a 10 largo
de toda su historia.
A partir de esta hipótesis --cuya fantástica fragilidad en re-
lación con la historia en última instancia apenas interesa demos-
trar-, Freud desarrolla de nuevo todo un sistema explicativo
del fenómeno religioso. Su línea básica es la analogía con la vida
psíquica individual. La reaparición del monoteísmo es, como se
ha visto, comparable a una neurosis traumática. 0, más concre-
tamente, a un traumatismo de la primera infancia, reprimido
durante el período de latencia, que va desde la edad de cinco
años hasta la pubertad, y al que sigue un período de explosión
de lo reprimido: «La especie humana --escribe Freud- 8 sufre
también procesos de contenido agresivo-sexuales que dejan hue-
llas permanentes, no obstante haber sido en su mayoría alejadas
y olvidadas. Más tarde, tras un largo período de latencia, se
tornan activos y producen unos fenómenos comparables por su
estructura y su tendencia a los síntomas neuróticos. Las conse-
cuencias de estos procesos ... son los fenómenos religiosos.» Pero
Freud se da perfecta cuenta de que, al plantear la analogía entre
los procesos neuróticos y los fenómenos religiosos, pasa de la
psicología individual a la psicología colectiva, 10 que no deja
de plantear delicados problemas. En primer lugar, el de la sub-
sistencia, en el inconsciente colectivo, de traumatismo de una
edad proto-histórica. ¿Cómo, y de qué manera, se ha mante-
nido, por consiguiente, una tradición monoteísta durante el largo
período de ocultación religiosa, análogo al período psíquico de
latencia? La respuesta de Freud es afirmativa, definitiva: «Yo
creo que la concordancia entre el individuo y la multitud es en
este punto casi total: las masas, lo mismo que el individuo, con-

8 Moisés y la religión monoteísta, 222.


Psicoanálisis J religión 125

servan en forma de vestigios mesiánicos inconscientes las huellas


del pasado» 9. Así pues, los hombres han sabido siempre que
habían tenido un padre primitivo y que lo habían asesinado.
En realidad, Moisés no proporcionaba ninguna idea nueva con
su aportación de un Dios único a una tribu semita, sino que venía
simplemente a reanimar un acontecimiento antiguo, primitivo,
latente desde hacía mucho tiempo en el inconsciente del hombre,
pero cuya importancia había sido tal que le había dejado profun-
das huellas, comparables a la noción misma de tradición. En la
universalidad del lenguaje simbólico, presente en numerosas tra-
diciones religiosas, Freud ve la prueba de la existencia de vesti-
gios mesiánicos de los grandes traumatismos de la humanidad,
revelados por dicho lenguaje. Es, pues, indispensable, a quien
quiera comprender la psicología colectiva, admitir la existencia
de una especie de memoria colectiva de la Humanidad, que con-
serva las huellas de acontecimientos traumatizantes que han ido
haciéndose inconscientes; acontecimientos de los que nosotros
sólo podemos comprobar las manifestaciones suscitadas por una
reaparición de lo reprimido. Ahora bien, esta reaparición sólo
puede acontecer si el traumatismo inicial se ha producido antaño.
Una «tradición que sólo se fundamentase en transmisiones orales
no llevaría implicado el carácter obsesivo propio de los fenóme-
nos religiosos» 10. Así pues, el recuerdo pasa a integrarse en la
herencia colectiva cuando el acontecimiento es importante, o
cuando se repite con bastante frecuencia, o las dos cosas a la vez.
Así, pues, en la tradición judío-cristiana, el asesinato de Moisés
fue una repetición del parricidio primitivo, lo mismo que el de
Jesús. Es precisamente esta repetición lo que puede explicar la
génesis del monoteísmo y la aparición del concepto de un Dios
omnipotente y único, concepto tanto más obsesivo en la medida
en que había sido reprimido durante mucho tiempo.
El sentido de una religión del Padre quedaba, de este modo,
establecido sin que su evolución estuviera por ello concluida.
Sólo el cristianismo explicado por Pablo permite resolver el pro-
blema de las relaciones ambivalentes del Padre y del Hijo. La
nueva religión, en efecto, se ha desarrollado en torno a las nocio-
nes centrales de pecado original y redención. Se había cometido
un crimen contra Dios Padre que sólo podía ser redimido por
la muerte. Al hacerse cargo de todo el peso del pecado, el Hijo

9 Moisés y la religión monoteísta, 279.


10 Ibid., p. 284.
126 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

expiaba el crimen original y se reconciliaba con su Padre; pero


al mismo tiempo, al convertirse junto a él en Dios, no tardó en
suplantarlo: «Originado en una religión del Padre, el cristianismo
se convirtió en la religión del Hijo y no pudo evitar la elimina-
ción del Padre» 11. Así, pues, Freud ha visto en toda creencia
monoteísta la proyección de los sentimientos individuales del
hijo hacia el padre. Toda afirmación de la existencia de un Dios·
Padre es, por consiguiente, para él, inseparable de sus proporcio-
nes edípicas: el Dios adorado es sólo el desarrollo idealizado del
padre que el hombre ha creído tener, o que habría deseado. Igno-
rante de que se trata de los rasgos de su propio deseo, el hom-
bre proyecta fuera de sí los atributos paternos de autoridad y
de poder, con los que pergeña la figura de un padre tan ideali-
zado que se convierte en Dios. Al hacerlo así, el hombre cree
escapar a la soledad de una vida truncada en sus orígenes. Y del
mismo modo que la autoridad de este Dios-Padre puede casti-
gar al hombre pecador, también por su amor puede perdonarlo
y reconciliarse con él. La culpabilidad del hombre se esfuma,
pues, en esta ilusión de vivir a medida de sus deseos. Todo el
análisis freudiano lleva, pues, a definir la religión como «la neu-
rosis obsesiva universal de la Humanidad» 12.
Pero nos equivocaríamos si limitásemos su pensamiento a
este único análisis crítico. En efecto, queda por integrar la des-
cripción de la ilusión religiosa en una teoría general de la cul-
tura 13. Esto determina singularmente el alcance de las reflexio-
nes de Freud sobre el fenómeno religioso. Lo mismo que la feno-
menología, el psicoanálisis no puede, en efecto, por sí solo,
hablar de 10 que ve. No de Dios en cuanto tal, sino de la idea
que el hombre se hace de él, teniendo en cuenta su herencia
psíquica. Puede explicar las razones de las representaciones huma-
nas de 10 divino, mostrar cómo y por qué determinada forma
sigue siendo infantil y tal otra más claramente neurótica. Pero
no se define acerca del problema metafísico de la fe religiosa. El
análisis freudiano de la creencia se mantiene constantemente a
un nivel práctico. Descifra poco a poco el sentido de las con-
ductas religiosas humanas revelando la parte de defensa, de agre-
sividad, de fantasmagoría que esas conductas manifiestan. Pero

11 Moisés y la religión monoteísta, pp. 245ss y 284.


12 El porvenir de una ilusión, Obras completas 1, 1275.
13 Cf. Ricoeur, Le conflit des interprétatíons, cap. II: Hermenéutique
et psychanalyse (París 1969), en especial 122·159.
Psicoanálisis .r religión 127

sólo al hombre corresponde, una vez consciente de las profundas


motivaciones de su fe, determinar si puede o no superar ese es-
tadio infantil que el análisis le revela. Porque el hombre que no
tiene el valor de asumir su condición de ser limitado y encami-
nado a la muerte, recurre de nuevo a los mecanismos de defensa
mediante los cuales, en la infancia, se protegía contra sus diversos
miedos. Y de la misma manera que su padre idealizado estaba
entonces revestido de omnipotencia, así también Dios-Padre es
la réplica adulta de su deseo y el producto ilusorio de sus frus-
traciones, de su angustia, de su deseo de hombre.
Se comprende fácilmente que la afirmación freudiana de que
«la religión es una ilusión» haya trastornado todas las actitudes
habituales del hombre creyente, y que su influencia se haya de-
jado sentir, de rechazo, en todas las disciplinas dedicadas al es-
tudio del fenómeno religioso, como asimismo en la reflexión
de las propias religiones. Cualesquiera que sean las reservas que
actualmente podamos formular sobre la idéntica evolución psí-
quica de las sociedades y de los individuos, igual que sobre las
hipótesis falsamente historizantes de la horda primitiva y del
asesinato de Moisés, hay que reconocer que el mérito de Freud
ha sido enorme. El fue el primero en hacer comprender que to-
das las relaciones del hombre con lo divino tenían que pasar
por la mediación del padre, y que el hombre, incluso en este
ámbito, no ganaba nada en negar su deseo. Pero que era su deber
desenmascararlo y reconocerlo, a fin de asumir la ambivalencia
de sus relaciones, de sus compulsiones y de sus mecanismos de
defensa, para purificarlos mejor. «Si estamos preparados -escri-
be también Freud-14 a renunciar a una buena parte de nuestros
deseos infantiles, podemos soportar que algunas de nuestras es-
peranzas lleguen a mostrársenos como meras ilusiones.» Desde
luego, Freud se muestra como un «pensador trágico» al poner así
al hombre ante la disyuntiva de aceptar la soledad como resul-
tado del expolio de sus deseos, o de la evasión al margen de la
«ilusión» religiosa en lo imaginario. Y puede oírse de nuevo el
eco del mensaje pesimista de Lucrecio, el de la lucidez absoluta,
resonando en la obra de este médico valiente, empirista, racio-
nalista, inclinado con un peculiar amor sobre una humanidad
que sufre y a la que ve hundirse en la noche y en la niebla de
las persecuciones raciales y de las guerras universales.

14 El porvenir de una ilusión, p. 1280.


b) Creer, después de Freud,
o la antropología psicoanalítica

Desgraciadamente, los límites de este ensayo no nos permi.


ten analizar los efectos de las teorías freudianas en las religiones
monoteístas. Señalaré, no obstante, que las iglesias cristianas
han empezado por denunciar violentamente el «materialismo»
de Freud, lo mismo que a su debido tiempo habían denunciado
las otras teorías sobre la religión elaboradas por las ciencias
humanas, en particular la psicología y la sociología, en la medida
en que éstas parecían proponer unas teorías generalizadoras y en
parte restrictivas. La gravedad del escándalo explica el vigor
de las polémicas y de las repulsas. Pero no las justifica. Para
algunos teólogos, el psicoanálisis caía incluso dentro del pecado
mortal. De hecho, podía parecer difícil aceptar que el amor del
hombre creyente hacia su Dios dependiese, en 10 que fuera, de
su deseo y de su sexualidad. ¿Cómo conciliar estos descubri-
mientos psicoanalíticos con toda la tradición teológica que afirma
que la fe es un don, una gracia recibida de Dios para fortalecer
al hombre en un camino de actos libres y racionales? Al atribuir
al psicoanálisis freudiano finalidades de índole teológica, sólo pa-
día concluirse en su condena más formal. Sin embargo, con los
años, la polémica se fue apaciguando lentamente. En los medios
católicos, que habían sido los más hostiles al psicoanálisis, la
investigación freudiana fue adquiriendo poco a poco cierto dere-
cho de uso, de práctica corriente, conservando desde sus oríge·
nes un aspecto técnico, y sobre todo terapéutico, que pareció
aceptable y, finalmente, tranquilizador. Se pensaba que, al silen-
ciar las implicaciones filosóficas del pensamiento de Freud, podría
utilizarse su método para ayudar a los clérigos o a las religiosas
a recobrar cierto equilibrio. Honestamente, semejante posición no
puede resultar satisfactoria. Porque, al utilizar el análisis freu-
diano para unos fines concretos y limitados, las Iglesias cristia-
nas incurren en la aceptación, y por 10 mismo, de los conceptos
y de las teorías psicológicas que deben a su vez ser asumidas por
una reflexión teológica de un nuevo orden. A medida que el
psicoanálisis desvela los motivos profundos de la fe de los cre-
yentes, va apareciendo la conveniencia de que los esfuerzos, ya
emprendidos aquí y allí, continúen, a fin de elaborar una teología
que, escrutando los caminos a través de los que el hombre ad-
quiere conciencia de su ser, acepte sacar unas consecuencias de
Psicoanálisis J religi6n 129
la lectura psicoanalítica del fenómeno religioso. No se trata de
una tarea fácil. Pero es evidente que «creer», después de Freud,
no tiene exactamente la misma significación que antes de su
irrupción. No es que, como ingenuamente piensan algunos, la
génesis psicoanalítica de la fe opere una reducción de su origen
absoluto, que según los teólogos es divino. Freud, por lo demás,
lo reconoce explícitamente en Totem y Tahú 15. Pero el análisis
indica el aspecto profundamente imaginario que reviste la fe,
concretamente en la psicología del hombre creyente. Todo el es-
fuerzo de reflexión teológica debería, pues, consistir en transfe-
rir la fe de este rango de lo imaginario al de símbolo, del plano
del deseo al de la realidad 16. Y precisamente es esta pretensión
de purificar los deseos y de unificar la psique humana lo qbe
intentaremos a través de la obra, sin embargo tan diferente, de
C. G. ]ung.
Otro campo, sin embargo, ha estado profundamente influido
por las consecuencias del análisis freudiano de la experiencia
religiosa, y es el de las sociedades primitivas. En efecto, el psico-
análisis ha representado para la etnología una función cataliza-
dora que permite, por la comprensión interna de las motivacio-
nes humanas, elaborar una nueva explicación de esas sociedades.
El propio Freud había mostrado gran interés por ellas, como lo
prueba T otem y Tabú, a pesar de sus extremismos científicamen-
te inadmisibles. Creía que las sociedades primitivas eran todavía
reflejo de la infancia psíquica de la Humanidad, el terreno donde
mejor se habían conservado los profundos traumatismos que cons-
tituyen los únicos fenómenos capaces de explicar instituciones
fundamentales como la exogamia y el tabú del incesto. Al margen
de las analogías entre el desarrollo psíquico del hombre y el de
las sociedades, el análisis freudiano venía esbozando, desde 1913,
toda una teoría sobre la génesis de las culturas, incluso había
formulado el principio de la antropología psicoanalítica. Afirmaba
que los mecanismos instintuales que vinculan a los individuos en
los grupos constituyen una fuerza real de cohesión de esas socie-
dades arcaicas. La identidad de los mecanismos cultuales, socia-
les y religiosos de la Humanidad, ya sea blanca o de color, civi-

15 Obras completas II, pp. 491ss.


16 Véase, por ejemplo, J.-el. Sagne, De l'illusion au symbole, la recon·
naissance du pere: «Lurniere et Vie» 104, XX (1971) 35-58, y Une ¡oi
éprouvée par le soupfon, suplemento de «La Vie spirituelle» (febrero
1972), París.
9
130 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

lizada o salvaje, quedaba por consiguiente establecida. Incluso


si algunas explicaciones anticipadas por Freud fueron inmedia·
tamente discutidas, como el puesto que asignaba al complejo de
Edipo en la regulación de las relaciones sociales y religiosas.
Basándose en el análisis de la sociedad de las islas Trobriand,
Bronislaw Malinowski demostró que allí no cabía el complejo
de Edipo, ya que las costumbres matriarcales conferían al tío
materno, y no al padre, la autoridad sobre los hijos 17. Lo que
Freud consideraba estado general de la Humanidad resultaba, así,
pues, consecuencia de cierto tipo de vida social. Luego cada culo
tura modelaría según sus propias leyes los elementos de una psi-
cología colectiva. Con una visión ya «culturalista», Malinowski
demostraba que la significación real de una cultura reside en las
relaciones existentes entre los rasgos esenciales que la compo-
nen, y que sólo se puede interpretar en el estricto contexto de
esta experiencia. El psicoanálisis freudiano no podía, con toda
evidencia, aceptar esta modalidad de enfoque por excesivamente
particularista.
Toda la obra de Geza Roheim, etnólogo más freudiano que
el propio Freud, se basa, por el contrario, en la certeza de la
universalidad del complejo de Edipo y en la negación de la his-
toria 18. Durante una estancia de diez meses en la isla Normanby,
al este de Nueva Guinea, del grupo de las Entrecasteau, Geza
Roheim reanuda las indagaciones de Malinowski y, partiendo del
análisis de los sueños autóctonos y mediante el empleo sistemá-
tico del método psicoanalítico, llega a conclusiones totalmente
opuestas, que le permiten confirmar la existencia del complejo
de Edipo, cuya universalidad parecía por consiguiente confirma-
da. En efecto, muestra cómo las relaciones edípicas han sufrido,
en el marco de esta sociedad matriarcal, unos desplazamientos,
cuya significación había escapado a la atención de Malinowski,
ya que simplemente el tío materno sustituye al padre y ocupa
su puesto. Y, por consiguiente, el Edipo no sólo está presente,
sino que va acompañado de un violento sentimiento de culpabili-
dad: «La agresividad está íntimamente ligada, allí, al acto sexual;
y frecuentemente se vuelve contra sí misma mediante el suici-

17 Br. Malinowski, La Sexualité et sa répression dans les socíétés pri-


mitives, en La Vie sexuelle des sauvage du N. O. de la Mélanésie, trad. fr.
(París, núms. 95 y 156 de la Petite Bibliotheque Payot) y Les Argonautes
du Pacifique occidental (París 1963).
18 Presentación de la vida y de la obra de G. Roheim por Roger Da-
doun, Prólogo a su libro Psychanalyse et Anthropologie (París 1967) 9-32
Psicoanálisis )' retigi6n Di
dio» 19. Prosiguiendo su indagación, Roheim descubre la presen-
cia de Edipo en otras culturas: en la isla de Alor, al norte del
Timor central o en las altas mesetas de Brasil, 10 mismo que en
las islas Marquesas y entre los Indios Navajos. De modo que
resulta que incluso en culturas en las que el papel del padre no
parece omnipotente y efectivo, la estructura de Edipo juega, sin
embargo, su papel esencial, separando al hombre del objeto na·
tural de su deseo y estableciendo una diferencia entre las distin-
tas generaciones y entre las funciones parentales.
Pero 10 que constituye un paso esencial en la obra de G. Ro-
heim es, sobre todo, el vínculo entre los mitos y los sueños,
ya establecido por Freud, expuesto en el análisis que esbozó de
la cultura australiana, cuya relativa homogeneidad casi todos los
etnólogos están de acuerdo en reconocer 20. Según él, los princi-
pales mitos australianos son el medio de que dispone el alma
colectiva para resolver simbólicamente los problemas nacidos
del apego ambivalente de los niños respecto a sus padres. Pero
también son una especie de sublimación de traumatismos psíqui-
cos provocados por la sexualidad. Los héroes y los dioses son la
mayoría de las veces sustitutos de la imagen del padre. La ori-
ginalidad de esta cultura australiana consiste en que estos mitos,
transmitidos por herencia, se inscriben en los sueños de todos.
Los rituales y las prácticas se presentan, pues, como la proyec-
ción de sueños de angustia, de fantasmagorías, de mitos vividos
que expresan las realizaciones simbólicas de deseos prohibidos
o inasequibles. Estos hombres encuentran en sus mitos lo que la
vida real les niega, y hacen una excepción con la miseria que lo
cotidiano les depara abundantemente. Estos nómadas en busca
de alimento vital han asociado, de esta manera, el caminar nece-
sario a su vida con el coito, sublimándose ellos mismos en héroes
fálicos. Toda la vida social está, pues, reglamentada en función
de una iniciación en las relaciones entre hombres y mujeres. Se·
parado de su madre, el niño convertido en muchacho y circun-
cidado de nuevo realiza un peregrinaje por la selva antes de rein-
tegrarse en la sociedad de las madres y de las mujeres. Este paso
del niño a hombre y de las relaciones de la madre a la mujer es
dramatizada míticamente, «el pene se convierte en el héroe de
este drama».

19 Psychanalyse et Anthropologie, p. 295.


20 Héros phalliques et symboles maternels dans la mythologie austra·
lienne (París 1967).
132 Consideraciones sobre el /en6meno religioso

Los diversos aspectos de esta investigación comparativa refle-


jan la unidad fundamental del psiquismo humano y la posición
central y universal que ocupa Edipo. Más matizada, la obra de
G. Devereux termina, sin embargo, con la confirmación de la
afirmación de Freud respecto a la uniformidad de la psique hu-
mana 21. Psicoanalizando a individuos pertenecientes a culturas
arcaicas, como los Indios de los Llanos, descubrió en ellos terro-
res y tabús inconscientes, inhibiciones, semejantes a los de los
Occidentales que viven en un contexto completamente diferente.
Ahora bien, ¿esta unidad de la psique humana que la antropolo-
gía psicoanalítica confirma por encima de las originalidades cul-
turales y de la gravidez sociológica, condiciona la génesis misma
de todo fenómeno religioso, reducido así a un proceso idéntico
de sublimación? El debate es importante, y pone en tela de
juicio la visión histórica y culturalista de las diversas experiencias
religiosas de la humanidad, consideradas como interpretaciones
superficiales, en la perspectiva de una realidad profunda y co-
lectiva a la que sólo el psicoanálisis permite acceder. Yo creo que
hay que rechazar ese conflicto entre hermenéuticas rivales. Si,
efectivamente, el psicoanálisis aporta esclarecimientos sobre las
motivaciones profundas del hombre religioso, con ello no des-
truye ni la realidad ni el valor de sus comportamientos. El ejem-
plo de la penetración del Islam en los Dogon es, a este respecto,
bastante revelador. Además de sus causas puramente históricas
-una sociedad profundamente autárquica que ha ido abriéndose
poco a poco a las influencias exteriores, etc.-, dicha penetración
se explica por causas psicológicas. El análisis psicoanalítico per-
mite comprender mejor la importancia de los factores de equili-
brio que el Islam ha ofrecido a los Dogon que se convierten a él,
y al mismo tiempo dicho análisis determina los límites mismos
de esa conversión 22. La necesidad de identificación y de comu-
nicación de los Dogon, así como cierto sentimiento de dependen-
cia, resultan satisfechos en la omnipotencia de un Dios al que
se debe sumisión pasiva. La modalidad de realización más fre-
cuente en ellos, «ser amado-ser abandonado», encuentra, por
consiguiente, un terreno de favorable acogida en el Islam, que
les propone a la vez un mecanismo regulador de la modalidad

21 The Anthropological Roots 01 Psychoanalysis, en Science and Psy-


ehoanalysis (Nueva York 1958).
22 P. Patin, F. Morgenthaler, G. Parin-Matthey, Les Blanes pensent
trap, treize entretiens psyehanalytiques avec les Dogon (París 1966).
Psicoanálisis )' religi6n 133

«recompensa-castigo». Por el contrario, e! cristianismo, que pre·


dica e! amor al prójimo y de por sí implica por lo tanto en pri-
mer lugar la renuncia, resulta a los Dogon bastante inoperante.
En ellos tropieza con la certidumbre inquebrantablemente opti-
mista de que todos los deseos pueden ser satisfechos, pues la to-
tal conversión que requiere supone una alteración tan grande
que les resulta demasiado costoso. Por lo tanto, piensan que pue-
den conservar más intacto su Yo, que se mantiene en estrecha
dependencia de otros elementos humanos del grupo, haciendo el
bien según los preceptos del Corán mejor que amando a su pró-
jimo según e! mensaje evangélico. Todo sucede como si el meca·
'nismo cristiano «pecado-arrepentimiento-gracia» exigiese un Yo
autónomo que los Dogon no poseen. Pero esta especie de ade·
cuación de la fe islámica a la psicología individual y colectiva de
los Dogon, que el análisis psicoanalítico pone de relieve, no im·
plica sin embargo ningún determinismo ni destruye la realidad
vivida de las experiencias religiosas que ellos conocen, ya sean
tradicionales o de reciente importación.
Hay, por último, otro sector al que el psicoanálisis freudiano
aporta un elemento de reflexión. Lo que empezamos a conocer
de las técnicas psiquiátricas tradicionales de Africa occidental
nos muestra que, a nivel de los comportamientos, todas las en·
fermedades mentales son vividas religiosamente, y que esta subli-
mación tiene como fin primordial anular la culpabilidad de! en-
fermo. La causa de! mal es transferida simbólicamente a los espí-
ritus, y en las zonas islamizadas, a los djins, sobre los cuales, por
tácito acuerdo de toda la sociedad, los curanderos, los marabús
y los terapeutas tienen poder para obrar <por exorcismos, insu-
flaciones o discursos encantatorios. El enfermo se proyecta, pues,
en un universo religioso simbólico, donde se verifica el restable·
cimiento de las relaciones que lo unen con el mundo y con el
prójimo. Así, por ejemplo, en el país woolof la enfermedad meno
tal se considera proveniente de un desacuerdo entre el enfermo
y los dos espíritus que lo habitan, su doble paterno y su doble
materno. Toda ceremonia terapéutica es, pues, en primer lugar,
una ceremonia religiosa, cuya finalidad es la de restablecer el
orden entre e! enfermo y su doble por mediación de un universo
simbólico: a través de unos rituales tipificados, el doble pasa del
enfermo al animal sacrificial que permanece echado a su lado y
al que se da muerte tan pronto el enfermo «alumbra» el nombre
de su doble. Ahora bien, resulta claro que ese doble representa
la parentela, y que su expulsión, mediante un parto figurado,
134 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

significa el mejoramiento, la maduración de las relaciones entre


el enfermo y sus padres. Pero esto no altera el hecho de que
la liberación no procede de una conciencia del enfermo -como
pretende el psicoanálisis-, sino de una operación simbólica, en
el marco de un análisis operado y apoyado por todo el grupo
humano del que forma parte el enfermo. Podría estudiarse de la
misma manera la tromba malgache, especie de posesión violenta
por los espíritus de los muertos y de los antepasados, y que es,
de hecho, una respuesta ya a las frustraciones afectivas en las
viudas o en los niños, ya, más frecuentemente, al sentimiento de
culpabilidad que experimentan los que han abandonado la reli-
gión ancestral para convertirse al cristianismo. Como se ve, un
nuevo terreno de investigación queda abierto para quienes sean
capaces de indagar, en el análisis de 10 religioso, la profunda
dimensión de 10 oculto y la función mediadora del símbolo, que
el psicoanálisis nos enseña a considerar como más importante que
las manifestaciones religiosas externas.

c) Psicología analítica y religión: la obra de C. G. ]ung

La importancia de la obra de C. G. Jung va aumentando día


a día para la comprensión de los comportamientos religiosos del
hombre y de los símbolos, mediante los cuales se comunica con
el mundo del inconsciente colectivo. Durante toda su vida, este
médico de Zurich se dedicó a enseñar a sus contemporáneos que
el conocimiento más verdadero de uno mismo puede ser un factor
de expansión y de felicidad. Porque el problema fundamental
de cualquier vida humana estriba en la individuación, es decir,
en la integración de la personalidad del yo en y por su experien-
cia del mundo. El hombre no puede vivir en desacuerdo consigo
mismo, y por consiguiente ha de partir «en busca del descubri-
miento de su alma». En esta perspectiva, C. G. Jung se ve arras-
trado a interesarse muy especialmente en el problema religioso,
puesto que el individuo no está completamente realizado hasta
que no se enfrenta con la realidad del mundo. Y sólo adquiere
plena conciencia de sí mismo en un cotejo con la realidad total,
reconocida en el fundamento natural en que consiste 10 sagrado.
Ahora bien, no basta preparar al hombre para su realización en
el mundo mediante una simple adaptación que marginaría «las
potencias del alma, entre las cuales la omnipotencia excede con
mucho 10 que el mundo externo contiene». Efectivamente, para
Psicoanálisis J religión 135

Jung, el inconsciente es mucho más vasto de lo que Freud supo-


nía. Contiene no sólo la experiencia personal de la temprana
edad, sino que está además dominado por una misteriosa decan-
tación de toda la experiencia humana. En este inconsciente, Jung
distingue dos zonas: un inconsciente individual, que contiene re-
cuerdos olvidados, ideas reprimidas penosamente relacionadas con
el sujeto, y un inconsciente colectivo, poblado de recuerdos here·
dados, de representaciones que han ido concretándose a lo largo
de los tiempos en los mitos. Este inconsciente colectivo no es
producto de experiencias individuales. «Es innato a nosotros, lo
mismo que el cerebro diferenciado con el que venimos al mun-
do... Nuestra estructura psíquica, lo mismo que nuestra anato-
mía cerebral, contiene los vestigios filogenéticos de su lenta y
constante constitución, prolongada a lo largo de millones de años ...
Así pues, arrastramos con nosotros, en la estructura de nuestro
cuerpo y de nuestro sistema nervioso, toda nuestra historia ge·
nealógica: esto es igualmente válido para nuestra alma, que asi-
mismo revela las huellas de su pasado y de su devenir ances-
tral» 23. Así pues, este inconsciente colectivo por medio del cual
se manifiesta la unidad de la raza humana está poblado de arque-
tipos misteriosos, que no son otra cosa que las manifestaciones
de contenidos psíquicos y de esquemas simbólicos donde se pro-
yecta la realización, que instintivamente persigue todo ser huma-
no, de su individuación, de su Vollstandigkeit.
Era necesario este resumen de la teoría psicológica de Jung
para comprender hasta qué punto su reflexión sobre el fenómeno
religioso no se aparta del empirismo. Parte del hombre, e inten-
ta desde el principio atenerse al punto de vista fenomenológico.
Pero en la medida en que el fenómeno religioso encubre un inne-
gable aspecto psicológico, Jung intenta ejercitar su análisis sin
prejuicios de índole metafísica o filosófica, según el proceso analí-
tico que constituye su método personal, y que no es sino el en-
frentamiento dialéctico del consciente y el inconsciente tendente
hacia el fin único de la realización del yo 24. Ahora bien, para él,
el inconsciente es totalmente autónomo, exactamente lo mismo
que para Otto lo numinoso es independiente del sujeto. De igual
manera que lo numinoso no era algo planteado por el hombre,
sino que se impone a él y lo subyuga independientemente de su
voluntad, así también para Jung el inconsciente colectivo se ma-

23 a
L'Homme la décotlverle de son ame, trad. fr. (París 1962) 346.
24 Psychologie el Religion, p. 14.
136 Consideraciones sobre el fen6meno religioso

nifiesta a través de ciertos símbolos, en torno a los cuales crista-


lizan los sueños. La religión es, pues, la actitud de la conciencia
que ha sido transformada por la experiencia de lo numinoso. Pero
esta transformación se expresa a través de símbolos de proceden-
cia inconsciente, cargados de una tónica afectiva personal. El
análisis de los sueños resulta, pues, absolutamente necesario, por·
que los sueños desvelan los fenómenos internos de la psique que
permanecen ignorados.
Es precisamente en el análisis de los testimonios oníricos don-
de Jung se distancia más de Freud, cuyas ideas había compartido,
a comienzos de su carrera, con entusiasmo. Para Freud, como se
sabe, el sueño sólo puede ser una simple fachada, tras la que se
oculta intencionalmente algo reprimido, que es el caso de los neu·
róticos. Para ]ung, por el contrario, el sueño es un fenómeno
normal, vulgar, que hay que entender en 10 que es, un aconteci-
miento natural que habla realmente de lo que describe. Todo el
problema consiste, pues, en saber a qué nivel hay que proseguir
la interpretación, ya a nivel del objeto, considerando las expresio-
nes del sueño idénticas a los objetos reales, ya a nivel del sujeto,
considerando cada elemento del sueño, tanto los objetos como
los personajes, referidos al propio soñador. La primera interpre-
tación es analítica, puesto que descompone el contenido del sue-
do en complejos de reminiscencia referidos a una situación ex-
terior. La interpretación a nivel del sujeto es sintética, pues aísla
de las circunstancias externas los complejos de reminiscencia que
sirven de base al sueño para considerarlos como tendencias, cua-
lidades, aspectos internos de la personalidad del sujeto, y para
reincorporarlos a éste. En resumen, «el sueño debe ser conside-
rado como un drama espiritual interior» 25. Es, pues, por medio
del análisis de los sueños referidos al sujeto como Jung consigue
la experiencia de la vida espiritual expresada a través de los sím-
bolos provenientes del inconsciente. Lo cual equivale a afirmar
que en el seno mismo de este inconsciente mora una función
religiosa.
Ahora bien, estas experiencias interiores individuales e inme-
diatas que podemos captar a través de los sueños están constitui-
das en una proporción importante por materiales colectivos, es-
quemas y temas que se repiten en una forma casi idéntica, y que
encontramos en los mitos y en el folklore. Estas imágenes y es-
tas formas están extendidas por todo el universo, a la vez como

25 aber die Psychologie des Unbewussten VI (Zurich 1943) 157.


Psicoanálisis y religi6n 137

elementos constitutivos del lenguaje mítico y como secreción au-


tóctona e individual de origen inconsciente. Usando un término
de la filosofía platónica, Jung los denomina arquetipos, refirién-
dose explícitamente a las investigaciones de la escuela sociológica
francesa que definía el mana como una categoría, es decir, un
hábito inconsciente pero determinante de la conciencia 26. La com-
probación empírica de estos arquetipos constituiría, pues, la base
de las teorías de las ideas primordiales y elementales cuya impor-
tancia ya señalaba Nietzsche ZT. Estos arquetipos provienen de
disposiciones propias del espíritu humano, pero hay que admitir
que se transmiten hereditariamente, puesto que comprobamos la
existencia espontánea de los mismos en el individuo, sin que nos
sea dado descubrir el menor rasgo de tradición directa e indirecta.
El sujeto «emite» esta imagen durante un sueño sin tener la me-
nor conciencia de su valor simbólico. Pero estos materiales in-
conscientes son residuos de estados mentales vividos por la hu-
manidad en determinado momento de su larga marcha. En este
sentido, la aparición inconsciente en un sueño del símbolo de la
r étrarchys, círculo dividido en cuatro partes principales, y consi-
derado desde los Pitagóricos como la imagen simb6lica de la divi-
nidad, es interpretada por Jung como una proyección inconscien-
te de 10 minucioso: «La idea de Dios, ausente por completo del
consciente del hombre moderno, retoña, pues, en su inconsciente
en una forma aceptada conscientemente hace tres o cuatro si-
glos» 28. La experiencia inmediata y personal de un soñador con-
temporáneo muestra que esta Tétrarchys simboliza una especie de
trasfondo creado, un sol generador de vida en las profundidades
del inconsciente. Esta cuaterna es, pues, una representación más
o menos directa de Dios, manifestándose como un Dios interior.
Así pues, el sujeto consciente recibe una idea mística por medio
de sus sueños y de sus visiones. Pero no nos engañemos: dicho
símbolo no puede en modo alguno. constituir una prueba meta-
física de la existencia de Dios. Sólo atestigua l11cxistencia de una
imagen arquetípica de 10 divino. Sin embargo, el carácter par-
ticular de esta experiencia verificada a través de este símbolo es
de índole tal que puede ser considerada como una experiencia
religiosa real, absoluta e indiscutible.

26 H. Hubert y M. Mauss, Mélanges d'histoire des religions (París 1909)


XXIX.
ZT Humain, trop humain I, p. 13.
28 Psycbologie el Religion, p. 109.
138 Consideraciones sobre el fenómeno relig,ioso

Investigador empírico, Jung se ha prohibido siempre hablar


del aspecto ontológico de las realidades religiosas, contentándose
con un estudio psicológico tanto del homo religiosus como de
las representaciones religiosas. Y es en esta perspectiva donde
hay que comprender el paralelismo que establece entre las for-
mulaciones de los grandes sistemas religiosos dogmáticos y los
sueños individuales. «Todo dogma refleja la actividad espontánea
y autónoma de la psique objetiva, es decir, del inconsciente» 29.
Pero estos dogmas no deben ser confundidos con los símbolos:
y así, el dogma cristiano habla de la Trinidad, mientras que el
símbolo inconsciente de Dios es el de una cuaterna que expresa
a la vez lo divino y la realización del Yo, es decir, del ser hu-
mano llegado al estado de individuación. En el Simbolismo del
Espíritu, Jung ha intentado descifrar la significación psicológica
de ese dogma de un Dios en tres personas, Padre, Hijo y Espíritu.
Sólo se puede comprender, afirma .30, como proyección en el ser
de las tres etapas por las que necesariamente tiene que pasar
todo hombre. La persona del Padre corresponde al primer esta-
dio de indiferenciación en que el individuo se identifica con su
grupo social, o con su familia, si se trata de un niño. Sigue un
período de liberación, durante el cual el hombre, rechazando la
autoridad paterna y liberándose del afecto materno, parte a la
conquista de su propia personalidad frente al mundo externo.
A este estadio de liberación y de afirmación corresponde la per-
sona del Hijo. Pero en un tercer período de su vida el hombre
tiene que superar esta etapa de oposición y de afirmación per-
sonal. Comprobando que su independencia no es más absoluta
que los demás valores de la vida y que sólo tiene sentido real si
acepta someterse libremente a la realidad que lo desborda, enfoca
su vida hacia un retorno a la totalidad de la que ha salido, mas
no por impotencia infantil, sino como adulto libre. Esta tercera
etapa, que resume la experiencia de las dos precedentes, está bajo
el signo del Espíritu, que es el vínculo entre el Padre y el Hijo.
Así pues, el dogma trinitario no es sino la realidad psíquica de
la individuación personal. La función de este dogma consiste en
transponer a nivel metafísico una realidad psicológica subietiva.
De esta manera, Dios es referido a una imagen ideal que el

29 Psychologie et Religion, p. 94.


.30Symbolik des Geistes, 4, Versuch einer psychologischen Deutung des
Triniüitsdogmas, en Psycholog. Abhandlungen, tomo VI (Zurich 1948).
Psicoanálisis .r religión 139

hombre se forma de sí mismo y que proyecta en el orden meta-


físico.
Queda el problema del Mal, que resulta siempre excluido
de la representación de Dios considerado por el hombre como el
soberano Bien. ¿No se tratará, piensa Jung, de la prueba de una
represión generalizada, y no cabría relacionar esa ocultación del
Mal con la negativa que frecuentemente manifiesta el hombre
a adquirir conciencia de su «sombra», porque no quiere admitir
las tendencias malas que lleva dentro de sí? Porque, de la misma
manera que la realización del Yo pasa por la aceptación por el
hombre de sus malas tendencias, así también Satán, hijo y servi-
dor de Yahvé, contra el que acabará rebelándose, es el comple-
mento necesario y la «sombra» misma de Dios. De un símbolo
trinitario se pasa, luego, a una cuaterna, imagen completa y
total del absoluto. Este es el problema que Jung estudia amplia-
mente en su interpretación del Libro de Job, que define como
«ejemplo de la manera cómo el hombre concibe a Dios» 31. Más
concretamente, a 10 largo de toda la crisis que estalla entre Yahvé
y su fiel servidor Job, este último, como es justo, se representa
a Yahvé como alguien menos consciente que él mismo, y pro-
mueve la idea del carácter unilateral del comportamiento de Dios,
su actitud despótica, así como la necesidad en que se encuentra
finalmente de reparar los agravios causados a Job con su consen-
timiento. Esta reparación está aportada por el Hijo del Hombre.
En el momento de la Encamación, «Dios se hace más humano...
como consecuencia de su querella con Job, Yahvé decide hacerse
hombre; la vida y la muerte de Cristo constituyen la realización
de esta decisión» 32. Pero este acto tiene como consecuencia la
caída de Satán, que había sido el instrumento del despotismo de
Yahvé, su «sombra» malhechora, en adelante reprimida por el
inconsciente, donde seguirá especialmente activa, aunque el hom-
bre ignore, o finja ignorar su existencia. El libro concluye con
una asombrosa explicación de 10 que Jung llama «el aconteci·
miento religioso más importante después de la Reforma», la pro-
clamación del dogma de la Asunción de la Virgen. No se trata
de que Jung fuera un marianista ferviente, sino que en este nue-
vo dogma católico la elevación de la mujer por esa vuelta a la
sabiduría por la que Yahvé abrumara a Job; en otras palabras,

31 Antwort auf Hiob (Zurich 1952). Hay trad. española: Respuesta a


Job (México, Fondo de Cultura Económica).
32 Respuesta a Job, p. 78.
140 Consideraciones sobre el fen6meno religioso

la transformación de la Trinidad en una cuaterna, símbolo de la


unificación de todas las oposiciones en Dios, y verificación de la
más completa expansión humana. La «respuesta a Job» es final-
mente adecuada a la historia del hombre.
Sin detenerse exageradamente en determinados aspectos ima-
ginativos y poéticos de esta exégesis, hay que retener, creo, la
idea fundamental de que el hombre no es consciente de la evo-
lución de su propia representación de Dios, sino que se trata
de una especie de crecimiento espontáneo, bajo la presión de
una necesidad interior. El proceso histórico de la representación
de Dios no es en última instancia otra cosa que la prefiguración
de la evolución por la que pasa todo hombre que reflexiona. Job
es un arquetipo, en la medida en que prueba cómo un hombre
sólo es realmente adulto cuando es capaz de unir, en su repre-
sentación de Dios, la omnipotencia, la sabiduría, la omnisciencia
y la justicia. En otros términos, el hombre no se realiza verda-
deramente hasta que permite a Dios hacerse plenamente humano
en sí mismo.
Este resultado atestigua la importancia concedida por Jung
a la noción de vida espiritual. Si el fin de toda vida humana ha
de ser la realización del Yo, ¿no es este Selbst la huella de Dios
en el hombre? Partiendo de unas experiencias vividas, persua-
dido del valor terapéutico de los símbolos, y proclamando en
toda su obra el carácter específico de la función religiosa, Jung
tenía por fuerza que pasar de la psicología analítica al análisis
de la vida espiritual. Tras muchos miramientos, y al principio en
secreto, indagó la significación de los símbolos alquímicos, con-
vencido de que tenía que ser posible un cotejo entre las series
de sueños a través de las que se verificaba el proceso de indivi-
duación y las operaciones alquímicas. Poco a poco, fue estable-
ciendo una similitud entre los símbolos y ciertas operaciones
alquímicas de una parte, y los arquetipos del inconsciente colec-
tivo por la otra. Según él, la obra de los alquimistas es en reali-
dad la búsqueda de un proceso de individuación por el cual el
hombre une sus contrarios y descubre su Yo, y no la búsqueda
material de la transmutación de los metales. Por consiguiente,
habrá que transferir las investigaciones y los descubrimientos que
se ha pretendido restringir al orden de la materia, desde el ám-
bito de la física al del psiquismo 33. Y, así, descubrió la estructura

33 Lo esencial de este pensamiento se encuentra en Psicología y Alqui-


mia, aparecido en Zurich; rrad. fr. (París 1970).
Psicoanálisis )' religi6n 141

simbólica del inconsciente, sobre la que podía fundarse cualquier


experiencia religiosa de tipo iniciático, y no ya sólo ritual o mís-
tica, con ayuda de los sueños y de otros procesos inconscientes,
como las visiones, puesto que en el fondo del inconsciente se
elaboran procescos idénticos a las etapas conscientes de toda
vida espiritual.
Si, de hecho, analizamos, por ejemplo, los sueños y las visio-
nes que tuvieron en el momento de su martirio algunos cristia-
nos del Africa romana 34, quedaremos asombrados ante el hecho
de que las imágenes anagágicas que componen esas visiones y
esos sueños tienen una función específicamente religiosa, a saber,
el paso de lo imaginario a la realidad ontológica. Los sueños de
aquellos hombres y aquellas monjas están en primer lugar elabo-
rados en torno a sus deseos y a sus temores, y verifican lo que
hubieran deseado vivir, o evitar sufrir, e igualmente lo que espe-
ran en lo más profundo de su ser. Reinventan unas figuras de
niño, de juez, de padre, que constituyen ante todo la proyección
de sus deseos. Pero como los símbolos que utilizan son portado-
res de una significación religiosa propia, y remiten a la historia
de Yahvé y de su pueblo, dichos sueños conducen a los futuros
mártires hacia la realización de su ser más profundo, de su Yo.
Promueven un proceso de individuación que vendrá a rematar
el martirio al proporcionarles la unión con Dios. Así pues, desde
lo fantástico al símbolo, esas visiones nos relatan la evolución
espiritual del hombre creyente. Evolución de un hombre que,
habiendo descubierto penosamente a través de sus luchas, de sus
sufrimientos y sus sueños, la plenitud de su ser, puede, en tanto
adulto libre, adherirse a la persona de un Dios vivo. Como es-
cribía ]ung, «entonces conocerá el inmenso tesoro de algo que
lo ha colmado, de una fuente vital de significación y de belleza ...
poseerá la fe y la paz» 35.
Así pues, las investigadones de C. G. Jung prueban la exis-
tenda de determinados tipos psíquicos, y su analogía con ciertas
representaciones religiosas conocidas. Y dan fundamento, por con-
siguiente, a una posibilidad de análisis y de verificación de los
propios contenidos de la experiencia religiosa, particularmente
del lenguaje simbólico y mítico 36. El conocimiento y la expe-
34 Tal como yo he tenido ocasión de estudiarlos en Vases saerés et
boissons d'éterníté dans les visions des martyrs africains, en Misceláneas
J. Danielou, Epektasis (París 1972) 139-153.
35 Psychologie et Religion, p. 198.
36 Volveremos sobre este problema, infra, 213s.
142 Consideraciones sobre el fenómeno relif!.ioso

riencia de esas imágenes interiores abren un camino, tanto para


la razón como para el sentimiento, hacia una comprensión mejor
de la significación de los símbolos y de las representaciones que
los sistemas religiosos proponen por mediación y por obra de sus
fieles. El análisis junguiano puede, pues, desembocar en una inter·
pretación más justa del sentido de los distintos mensajes religio·
sos, puesto que los arquetipos del inconsciente constituyen co·
rrespondencias tangibles, a nivel psíquico, de los dogmas. Si bien
es verdad que se ha podido calificar el pensamiento de Jung
como profundamente antirreligioso, en la medida en que parece,
a primera vista, impermeable a la noción de una Revelación obje·
tiva, e incapaz de acceder a la idea de una trascendencia divina.
Pero en realidad, fiel a la pauta empírica adoptada siempre como
propia, C. G. Jung se ha limitado escrupulosamente al ámbito de
las representaciones humanas. Y nunca atribuyó la función reli·
giosa a cualquier transformación o sublimación de un instinto. Al
contrario, siempre ha declarado que la función religiosa constituía
una experiencia de carácter irreductible y que sólo pretendía anali·
zar sus manifestaciones. Su visión es, pues, voluntariamente ano
tropocéntrica, puesto que la función religiosa está enraizada en
lo más profundo del hombre. Más allá de las aproximaciones más
o menos inexactas que los teólogos pueden señalar despreciati·
vamente, más allá de las creaciones imaginativas personales, hay
que reconocer al pensamiento de Jung y a su método de análisis
un puesto principalísimo en la elaboración de una antropología
religiosa, consciente tanto de sus posibilidades como de sus lío
mites.

BIBLIOGRAFlA COMPLEMENTARIA

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1944) 315·325.
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K. Stern, La T roisieme Révolution: psychanalyse et religion (París 1955).
J.·M. Pohier, Psychologíe et Religion (París 1967).
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Psicoanálisis y religión 143
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Sobre el psicoanálisis junguiano, consúltese:
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3
FENOMENOLOGIA RELIGIOSA
Y
MORFOLOGIA DE LOS FENOMENOS RELIGIOSOS

a) Fenomenología y religión
La noción de fenomenología pura ha sido desarrrollada, como
se sabe, por el filósofo alemán E. Husserl (1859-1938). Se trata,
etimológicamente, de analizar algo que se muestra a la concien-
cia. Pero para que algo se muestre, tiene que mostrarse a alguien.
Un fenómeno no es, pues, exactamente, sinónimo de objeto. Y
menos aún, bajo la apariencia de cosa perceptible a nuestros
sentidos, podría tratarse de la expresión tangible de la verdad,
pues sólo existe objeto en función de una conciencia. El fenó-
meno es, pues, a la vez un objeto referido a un sujeto y un sujeto
relativo a ese objeto. Y de ahí la importancia de la noción de
intencionalidad que caracteriza las relaciones entre el fenómeno-
objeto y la conciencia-sujeto, pues la intención es el modo de
acceso de la conciencia a lo real, a la esencia misma de las cosas.
La fenomenología es, pues, la explicación de una relación de al-
teridad entre el sujeto y el objeto a nivel de una experiencia
vivida. Y resulta fácilmente comprensible la importancia de se-
mejante teoría en su aplicación al problema religioso.
Efectivamente, en el marco de una fenomenología de la reli-
gión, el objeto se identifica con lo sagrado, y el sujeto con el
hombre creyente: «Lo que la ciencia de las religiones denomina
objeto de la religión constituye, para la propia religión, su su-
jeto», de{:lara como base del juego G. van der Leeuw 1, porque
es la reflexión del hombre sobre lo sagrado lo que convierte a
lo sagrado en objeto, siendo así que constituye el sujeto desde
el punto de vista del hombre creyente. Ya Max Scheler, en su
obra capital Vom Ewigen im Menschen, «Acerca de lo eterno en
el hombre», aparecido en 1920, había demostrado que el papel
de la fenomenología religiosa consistía en estudiar el acto reli-
1 La Religion dans son essence et ses manifestations, Phénoménologie
de la religion, trad. fr. (Par{s 1955) 9. [La ed. original se publicó en 1933
con el título de Phenomenologie der Religion (Tubinga). Existe trad. esp.:
Fenomenología de la religi6n, México 1964.]
10
146 Consideraciones sobre el fenómeno reli[',ioso

gioso en su peculiaridad. Y, en primer lugar, en su carácter in-


tencional, por el que dicho acto se refiere a una entidad trascen-
dente, lo sagrado. Afirmando el carácter cerrado de la experien-
cia religiosa, insistía en la absoluta necesidad de conocer el sen-
tido del fenómeno-objeto que se muestra a la conciencia. A esta
significación debe corresponder, por parte del sujeto, una com-
prensión que va a parar, por una visión eidética, a una comunión
de esencia, a una fusión que introduce en la esencia misma de
las cosas y de los seres. Así pues, toda fenomenología religiosa
tiene que tratar y aportar testimonio de aquello que ha compren-
dido. ¿Pero cómo hablar de un fenómeno aprehendido por mí?
Lo nombro y lo introduzco en la clasificación de los distintos
fenómenos religiosos establecida en torno a unos caracteres co-
munes (sacrificio, oración, purificación, otros ritos, etc.). Pero,
cualquiera que sea el valor organizador de tales clasificaciones, y
por mucho que lo que nombramos nos pertenezca de algún modo,
habrá a continuación que investigar lo que se muestra, deducir
sus estructuras, e intentar establecer la conexión entre los diver-
sos tipos. Sin embargo, la fenomenología no puede contentarse
con esta clase de inventario razonado de los tipos religiosos.
Porque, apenas un fenómeno se manifiesta, penetra en la
vida misma del sujeto, que ya no puede dejar de insertarlo en su
propia historia. Esta inserción del objeto en la existencia misma
del sujeto -que Dilthey calificaba, a propósito del objeto de la
historia y del historiador, «de experiencia vivida de una conexión
de estructuras»-, plantea el problema de determinada partici-
pación del sujeto en su objeto. Y no sólo de cierta afinidad co-
lectiva, sino de una fusión mucho más radical, de una «casi-
simbiosis con el mundo», en expresión del propio Max Scheler.
Pero si bien es evidente que toda creencia religiosa debe llevar
al sujeto creyente a la identificación del ser en el que cree, el
discurso del hombre sobre el fenómeno religioso pertenece, en
cambio, al ámbito de la ciencia, y no al de la fe. No cabe, pues,
hablar de la obligatoriedad de ser budista para comprender el
budismo, musulmán para comprender el Islam, ni cristiano para
comprender el catolicismo romano. Van der Leeuw se ha expli-
cado acerca de lo que él denomina el «último límite»: «La feno-
menología sólo se ocupa de los fenómenos, es decir, de lo que
se muestra; para ella, más allá del fenómeno no existe nada» 2.
O sea que yo diría que, al contrario que Alicia, que quiere pasar

2 La religion dans son essence et ses manifestations, p. 659.


Fenomenología religiosa 147
«al otro lado del espejo» para descubrir allí un mundo ordenado
según otras dimensiones físicas y mentales, el fenomenólogo se
conforma con mirar e intentar comprender, negándose «a per-
derse ni en las cosas ni en el ego, a planear por encima de las
cosas a modo de un dios o a pasar bajo ellas como un animal.. .»,
en resumen, con cumplir simplemente su oficio de hombre. El
acto esencial, fundamental de su gestión, la comprensión, pre-
tende siempre ser objetivo. Según frase de Heidegger, la feno-
menología pretende hallar el acceso a las cosas mismas. Y sólo
puede conseguirlo a través de la experiencia vivida de una reve-
lación, es decir, de una elucidación por el sujeto de aquello por
él visto.
Ahora bien, toda religión no es en última instancia otra cosa
que la experiencia vivida de una trascendencia distinta del hom-
bre, y que con frecuencia se hurta a su análisis. ¿Cómo, entonces,
hablar de lo que permanece oculto, de lo que sólo puede ser
objeto de fe? ¿No hay una antinomia fundamental en los tér-
minos mismos de fenomenología religiosa? De hecho, se puede
lograr una conciencia más precisa de este problema partiendo de
la noción de experiencia vivida. Ciertamente, el fenomenólogo
no ve a Dios. Este, pues, no es para él ni sujeto ni objeto, puesto
que no se muestra. «Ver frente a frente le está negado», verifica
con prudencia Van der Leeuw. Así pues, Dios no se muestra
de tal suerte que pudiéramos comprenderlo y hablar de él en un
discurso comprensible. Si se revela a través de una teofanía,
un mensaje, una ley, el análisis de ese kerigma incumbe a la
teología, que deducirá de ello una doctrina. Israel, por ejemplo,
sólo ha conocido de la teofanía de la Zarza Ardiente lo que
Moisés contó de ella al bajar de la montaña, y sólo tuvo con-
ciencia de Yahvé a través de la ley mosaica. La fenomenología
sólo puede, por consiguiente, captar lo divino a través del hom·
bre que vive unos fenómenos y unos hechos religiosos. Puede
analizar la respuesta que el hombre da, o no da, a una revelación
que se le hace de 10 sagrado, a la experiencia existencial que
puede tener de ello. Por consiguiente, por este método, podemos
conocer lo que el hombre considera objeto de su fe, y cómo de-
termina sus comportamientos en relación con ese mismo objeto.
Lo que constituye el fenómeno perceptible no es, pues, la reve-
lación en sí, sino su reconstrucción en el interior de la existencia
humana.
Todo el problema estriba, pues, en saber si podemos pasar
de una a otra. Porque la teoría fenomenológica implica evidente-
148 Consideraciones sobre el fenómeno reli[!,ioso

mente que lo sagrado sea considerado como una realidad exterior


al hombre, tal como, según vimos, pretendía R. Otto. En estas
condiciones, las modificaciones del comportamiento humano que
constituyen la respuesta que un individuo da a lo sagrado per-
miten deducir que este último ha tenido una revelación, más o
menos clara, de lo sagrado. Una vez más, nos encontramos en
presencia de una concepción muy cercana a la de R. Otto: hay
fenómenos desde el instante en que existe una experiencia vivida
de un poder extraño y superior que se introduce en la experien-
cia del hombre. Hay fenómeno desde el momento en que se
traba en el interior de una conciencia la dialéctica de lo Mismo
y de lo Otro, cuando se verifica una comunión entre el sujeto
y el objeto. Y así, cuando R. Otto comienza a describir los tres
aspectos de lo numinoso, invita a su lector «a fijar su atención en
algún momento en el que haya sentido una emoción religiosa
profunda y, en la medida de lo posible, exclusivamente religiosa.
Si no puede hacerlo, añade, o si no ha conocido semejantes mo-
mentos, le rogamos interrumpir su lectura» 3. Pero este recurso
a la experiencia personal del lector corre evidentemente el riesgo
de desembocar solamente en una especie de solipsismo metodo-
lógico, al remitir al homo religiosus, objeto de estudio, al hom-
bre religioso, sujeto que intenta comprenderlo 4.

b) Fenomenología religiosa
e historia de las religiones

El análisis del fenomenólogo está, pues, estrechamente vincu-


lado a su objeto, lo mismo que lo está el del historiador. Ambos
trabajan sobre documentos, inventarían materiales y, a veces,
ambos métodos coinciden en alguna diligencia del análisis. Pero
la interpretación de los materiales difiere. El historiador pretende
establecer lo que ha sido. Y no lo consigue sin una comprensión
profunda de los hechos y de los hombres. Cuando no los entien-
de, o le falta alguno de los jalones en la reconstrucción de la
evolución diacrónica, sólo puede limitarse a citar los materiales
en bruto y dispersos de que dispone. La relación lógica que pro-

3 Le Sacré, p. 22 (trad. fr. de Das Heilige (1917). Trad. esp.: Lo santo


(Madrid 21968).
4 Sobre esta crítica de una fenomenología religiosa, léanse las páginas
recientes de James S. He1fer, On Method in the History 01 Religions,
History and Theory, Beiheft 8, pp. 1-18 (Wesleyan University Press 1968).
Fenomenología religiosa 149
pone entre ellos nunca es más que una hipótesis de trabajo,
puesto que se encuentra en la imposibilidad de reconstruir ínte-
gramente la realidad vivida. La fenomenología, en cambio, no se
siente sometida a las mismas exigencias de tiempo y de medio.
No obstante estar vinculada al estudio de los fenómenos religio-
sos, no se siente afectada por el desarrollo histórico de las reli-
giones, de cuyas estructuras establece el inventario. Practica, por
consiguiente, una total reducción del contexto histórico, que pone
pura y simplemente entre paréntesis, según la teoría de la epoché)
a fin de alcanzar lo que considera ser la esencia de las cosas. Así
pues, pretende aislar una significación universal, a la que no
podría aspirar una simple historia de las religiones, limitada por
su mismo objeto al tiempo y al espacio.
Semejante pretensión es insostenible, y lo digo claramente.
Todo lo más sería admisible en el marco de una concepción estric-
tamente positivista de la historia, felizmente caduca. Porque to-
dos los fenómenos religiosos, cualesquiera que sean las estructu-
ras a las cuales los fenomenólogos intentan referirlas, son ante
todo realidades históricas, vividas en una cultura y en un condi-
cionamiento social concretos. Lo sagrado nunca se entrega al análi-
sis de los hombres en estado puro, sino a través de una trama
de vínculos más o menos estrechos y de índoles diversas que
unen al hombre con lo sagrado. Reconocible «en la complejidad
laberíntica de los hechos» -en acertada expresión de R. Cai·
1l0is-, lo sagrado es vivido en una estructura global, a la vez
cultural, institucional, lingüística, sociológica, definida por un
tiempo y un espacio concretos. Todos los fenómenos relacionados
con ello no pueden, por consiguiente, ser percibidos más que a
través de la experiencia histórica. Al no interesarse en los carac-
teres específicos de estas experiencias religiosas condicionadas por
su época y el medio socio-cultural en que se desarroll:m, sino
refiriendo cada fenómeno a una esencia general, el análisis feno-
menológico atribuye idénticas significaciones a diferentes formas
de expresión de estructuras análogas. Al rechazar la historia, que
sin embargo se localiza en la experiencia vivida, extrapola peli-
grosamente e incluso llega a rozar a veces el contrasentido. Su
ideal de comprensión resulta, de esta manera, dañado por su mé-
todo reductivo. Así pues, cuando Van der Leeuw yuxtapone en
un mismo análisis, cual si se tratase de términos iguales e idén-
ticos, las costumbres reales de Melanesia y de Madagascar, el tes-
timonio de las sagas escandinavas y el del profeta Jeremías, la
noción del shogunat japonés y la del imperium romano, los ritua-
150 Consideraciones sobre el fenómeno relig,ioso

les en torno al rajá de Borneo, al jefe de los Natches, al ceremo-


nial de la corte franca y al de la monarquía inglesa bajo Carlos I1,
la concepción del poder monárquico en la época helenística y la
del Sacro Imperio romano germánico, los Salmos y Confucio,
para finalmente terminar en la noción del Reino de Dios, alcan-
zamos el límite del absurdo de la reducción fenomenológica al
más pequeño común denominador 5. Ciertamente, nos damos cuen-
ta de que se trata indudablemente, en todos los casos menciona-
dos, de la realeza sagrada. Pero los valores realmente vividos
en esta sacralización del poder, que fue y sigue siendo uno de los
grandes sueños del hombre histórico, quedan realmente desfi-
gurados. Contentándose con inventariar y reducir todos esos he·
chos a una esencia común, no se plantea el problema de saber
cuál es, en el caso de cada una de esas experiencias vividas, la
causa profunda de la sublimación religiosa de una estructura
política siempre idéntica, la del poder monárquico. Y que es,
sin embargo, la cuestión fundamental en la que debería desem-
bocar el análisis fenomenológico.
El examen de la noción, importante, de conversión religiosa,
termina resaltando los mismos límites de una fenomenología re-
ligiosa separada del análisis histórico. El fenómeno de la con-
versión es relacionado por Van der Leeuw con la acción de un
nuevo nacimiento, «de renacimiento, donde Dios sustituye la vida
profana e impía por una vida santificada ... » 6. Esto es un análisis
sumarísimo, aunque nos contentemos con una reducción a las
experiencias antiguas de la conversión. En efecto, para el hombre
antiguo, la conversión, epistrophe o métanoia, es la renuncia al
mundo de las apariencias donde el hombre sólo puede disper-
sarse: un filósofo para su vida esculpiendo su propia estatua.
Entendemos que la conversión a la sabiduría es un retorno del
hombre hacia sí mismo, a fin de realizar al máximo todas sus
virtualidades. Pero la tradición religiosa judía ofrece, en la mis-
ma época, una concepción completamente distinta. En esta reli·
gión monoteísta, la conversión resulta de un doble movimiento,
el del hombre hacia su Dios creador, que es el retorno del peca-
dor hacia Yahvé, pero al mismo tiempo también el de la mirada
de Dios puesta en el hombre y de una alianza pactada entre
ellos. La fidelidad del hombre no se aplica, pues, a sí mismo.
sino respecto a un Dios hacia el cual se vuelve y el cual se inclina

5 La Religion dans son essence, pp. 107-123.


6 Ibídem, pp. 51788.
Fenomenología religiosa 151

también hacia su criatura. La originalidad de la concepción judeo-


cristiana de la conversión se manifiesta en esta relación de alte-
ridad que une al hombre con Dios y recíprocamente. El sabio an-
tiguo, convertido a la sabiduría, se esfuerza, por el ejercicio de
la razón, en liberarse del carácter temporal de su existencia, a
fin de lograr la eternidad inmutable del mundo. La conversión
al Dios de Isaac y Jacob es la certidumbre, para el hombre, de
encontrar en cada instante de su existencia, si así lo desea, la
gracia del que está por venir, y de ver un día cara a cara a su
creador.
Así, pues, para escapar a cualquier peligro de extrapolación,
y sobre todo para realizar plenamente su ideal de comprensión,
la fenomenología religiosa tiene que aceptar la necesidad de ma-
tizar sus análisis, e incluso replanteárselos a la luz de los logros
de la investigación histórica. En realidad, historia y fenomenolo-
gía se complementan estrechamente. Constituyen dos instrumen-
tos interdependientes de una misma ciencia de las religiones cuya
compleja unidad responde a la de su mismo objeto: la experien-
cia religiosa interior y sus manifestaciones externas 7.

c) Morfología de los fenómenos religiosos

Toda la obra, abundante y fértil, de Mircea Eliade, se sitúa en


la línea de prolongación de la de R. atto, y en el marco de un
análisis fenomenológico de la religión 8. Pero, en reacción contra
el teólogo alemán, Eliade estudia las modalidades de la expe-
riencia religiosa, en la medida en que difiere de toda gestión ra-
cional, y no sólo en el plano de la conciencia individual. Por el
contrario, intenta captar la experiencia de lo sagrado en su opo-
sición a lo profano a través de la totalidad de sus manifestacio-
nes. Yendo más lejos que Van der Leeuw, Eliade se esfuerza por
estructurar los diferentes tipos de fenómenos religiosos inscribién-
dolos en el comportamiento global del hombre. Y, de esta mane-
ra, elabora una morfología de lo sagrado, que se manifiesta
en un sistema coherente de hierofanías de las que hace un in-

7 Ver R. Pettazzoni, «Numen» 1 (1954) 1-7, incluido en The History


al Religions, ed. por M. Eliade y J. M. Kitagawa, pp. 59-66 (The Univer-
sity oí Chicago Press 1959).
8 Una bibliografía general de Eliade se puede encontrar en Myths and
Symbols, Studies in honour oí M. Eliade (The University oí Chicago Press
1969).
152 Consideraciones sobre el fenómeno reliJ!,ioso

ventario entre el mayor número de sistemas religiosos, de los


más arcaicos a los más evolucionados. A través de esta profunda
indagación erudita, Eliade encuentra innumerables condiciona-
mientos que la experiencia religiosa ha sufrido a 10 largo de las
distintas edades. Comprueba cómo el hombre, situado en un
mundo caótico, huidizo, ilusorio, desprovisto de significación,
busca un sentido que poder dar a su vida. Perfectamente cono-
cedor de que los comportamientos humanos están siempre infor-
mados por una cultura, y luego por una historia colectiva, Eliade,
sin embargo, se interesa más por poner de relieve el carácter
específico y constante de la experiencia religiosa, que en analizar
sus variaciones. En efecto, para él, la existencia de un homo re-
ligiosus de comportamientos similares, cualquiera que sea la
experiencia vivida que pueda tener de lo sagrado, no deja lugar
a dudas. La busca de un tipo de hombre religioso casi eterno, o
por lo menos plurimilenario, cuyos comportamientos son opues-
tos a los del hombre desacralizado de nuestras sociedades con-
temporáneas, debe constituir la meta de la historia de las reli-
giones. Ahora bien, Eliade dice que ese sentido que el hombre
busca a su propia vida reside en un sagrado meta-histórico que
sólo se deja captar en las hierofanías y en los símbolos. Estos,
pues, sólo son modalidades de lo sagrado en un momento dado
de su historia vivida por los hombres. La encarnación de lo sa-
grado en una hierofanía pone, pues, en comunicación dos niveles
fundamentales y garantiza la continuidad entre las estructuras
de la coexistencia humana y las de lo real, el cosmos. Y es merced
a las hierofanías como el hombre intenta dar un sentido a su
vida, salvarse integrándose a lo real. La morfología de lo sagrado
revelaría, pues, una soteriología. Tenemos el ejemplo del árbol
cósmico: Van der Leeuw dice que es portador de poder, y cla-
sifica este fenómeno entre las estructuras naturales de lo sagrado.
Para Eliade, el árbol, el ser portador de poder, representa el
cosmos vivo regenerándose incesantemente. Así, pues, en tanto
epifanía de la vida cósmica, el árbol posee un valor ontológico.
Revela el sentido del ser, que es vida 9. Una concepción tal re-
quiere naturalmente importantes observaciones.
En primer lugar, hay que señalar que, siendo de hecho más
fenomenológico que historiador de las religiones, Eliade reduce

9 Van der Leeuw, op. cit., p. 44; M. Eliade, Tratado de Historia de


las religiones, tomo II (Madrid, Ed. Cristiandad, 1974) 42-103, e Imágenes
y Símbolos (Madrid 1974) 55 y 213.
Fenomenología religiosa 153
la experiencia religiosa a la de un sagrado meta-histórico con-
sistente en ciertas hierofanías. Para él, en efecto, sólo el sagrado
meta-histórico permite escapar a la ilusión de la historia. A tra-
vés de la obra de Eliade, ésta aparece sobre todo como proceso
irreversible de secularización, de fabricación de lo profano, una
máquina para expulsar lo sagrado. El hombre no religioso actual
experimenta dificultades cada vez mayores, nos confirma Eliade,
para encontrar las dimensiones del homo religiosus que, según
él, se le opone incesantemente. El historiador de las religiones
debería, pues, esforzarse en aislar lo que queda del pasado sacral
del que el hombre moderno no puede librarse por completo,
puesto que es un producto de su propio pasado. Porque estos
restos constituirán una especie de umbral necesario, de disposi-
ción intelectual, que permitirá remontar todo lo lejos posible el
pasado religioso de la humanidad para encontrar, más allá de las
mitologías y de las teologías, la primitividad de la experiencia
religiosa primordial. En otros términos, la meta del historiador
de las religiones consistiría en marginarse de la historia para me-
jor poder recobrar los valores religiosos en cuya destrucción la
historia se ha ensañado. Todo sucede como si lo sagrado-vivido
por el hombre creyente debiera ser considerado como algo inva-
riable, cuyo estudio habría de imponerse sobre lo variable, lo con-
tingente, es decir, el dato histórico mismo.
Por otra parte, no es en absoluto exacto que la polaridad
sagrado = real, opuesta a profano = ilusión, que constituye la
definición a priori dada por Eliade en su análisis de las socieda-
des arcaicas, sea aceptable como explicación de toda experiencia
religiosa. Cuando hablamos de sagrado, invocamos siempre una
doble realidad, opuesta y complementaria, que el hombre sólo
conoce como realidad vivida a nivel de su sensibilidad y de sus
acciones cotidianas. Ahora bien, lo que denominamos sagrado,
¿posee verdaderamente una realidad particular tal que resulte
irreductible a todo lo que no sea ello mismo? De hecho, lo sa-
grado sólo es perceptible bajo la forma en que el hombre lo
concibe y localiza sus acciones con relación a él. Todo sagrado
está, pues, inscrito en una historia, desde el momento que lo
captamos a través de un lenguaje humano. De naturaleza sinté-
tica, lo sagrado define un mundo de energías: es fuente de efica-
cia, y, en relación con esto, lo profano puede aparecer como una
nada activa, en la que se envilece, se pierde la plenitud confe-
rida por lo sagrado. ¿Habrá que pensar, como consecuencia de
ello, que lo profano es solamente lo sagrado desacralizado? ¿Y
154 Consideraciones sobre el fenómeno relip,ioso

que, como asevera Eliade, lo sagrado es lo existente, y el hamo


religiosus, aquél para quien lo sagrado constituye el todo, y que
lo profano es experimentado como la amenaza de destrucción de
un orden fundamental? No es cierto. Porque en las cosas no
existe ningún principio objetivo que de por sí autorice a divi-
dirlas en sagradas y profanas. Por el contrario, lo sagrado pa-
rece intervenir por doquier el hombre lo desea. Y no hay nada
que no pueda llegar a ser sede del mismo. Pero lo que es sagrado
puede en cualquier momento volverse profano. La frontera, cons-
tantemente móvil, entre ambos depende de la elección del hom-
bre. La oposición entre sagrado y profano es, por consiguiente,
un dato inmediato de la conciencia humana, y la función de todo
sistema religioso consiste precisamente en ofrecer los medios
por los cuales lo profano puede tornarse sagrado. Ahora bien,
según Eliade, las estructuras por las cuales el hombre adquiere
conciencia de lo sagrado, las imágenes mediante las cuales se lo
representa, las hierofanías, ofrecen condiciones de solidez, de
movilidad, de desarrollo y de energía que atestiguan su existen-
cia y su realidad. Por un corolario lógico, el hombre esperaría
que esas realidades sagradas vivas ejerciesen una influencia en su
propia vida y que suscitasen en ella el orden y la consistencia
de lo que él considera ser la realidad. Es verdad, como hemos
dicho, que lo sagrado se inscribe en la existencia humana y que
ayuda al hombre a situarse en el cosmos. Pero hay que reconocer
que sólo en la medida en que esas imágenes, esas estructuras,
constituyen para él el lugar y el medio de unas experiencias me-
diatas, se convierten para él en hierofanías reales. Y no lo son
en modo alguno por sí mismas ni en sí mismas. Así, pues, no se
puede renunciar a la afirmación de que el hombre es la medida
de la sacralidad de los seres y de las cosas.
Un tercer punto, por último, exige precisión. Para Mircea
Eliade, la experiencia religiosa más profunda está vinculada a
una concepción cíclica del tiempo, al mito del eterno retorno,
a la repetición de los arquetipos originales. En las sociedades
arcaicas y tradicionales, localizadas en la vecindad de la experien-
cia religiosa primordial, Eliade verifica un rechazo de la historia,
no tanto suscitado por las fuerzas conservadoras de dichas socie-
dades como por la voluntad colectiva de reglamentar todas las
acciones por un modelo arquetípico derivado de un tiempo pri-
mordial al que se accede a través de los mitos. Este rechazo de
la historia es, por consiguiente, la manifestación de una negación
del tiempo profano, y atestigua la creencia en el único valor
Fenomenología religiosa 155

existente de lo sagrado original: «Lo real por excelencia es lo


sagrado, pues sólo lo sagrado es de una manera absoluta, actúa
eficazmente y hace durar las cosas» lO. Así se comprende mejor
por qué, a su entender, las religiones que reconocen el valor de
un tiempo lineal, irreversible, que imprime un sentido a la his-
toria humana, parecen traicionar de alguna manera lo sagrado.
La religión más auténtica estaría, pues, localizada en el más re-
moto pasado religioso de la humanidad; sería aquélla más cercana
al tiempo primordial atestiguado por los mitos, tiempo al que el
hombre refiere sus acciones y por el que siente en el fondo de
su ser nostalgia. En esta perspectiva, el cristianismo aparece esen-
cialmente como la religión del hombre histórico -lo cual, en un
sentido, no es falso--, la del hombre moderno, pero a la vez
también del hombre caído, apartado del horizonte de los arque-
tipos y de la repetición del tiempo, del hombre sometido «al
terror de la historia» de la que se considera autor, y que ha
perdido para siempre el paraíso de los arquetipos y la felicidad
de los comienzos en incesante renovación 11.
Ahora bien, no estoy seguro de que, incluso en el marco de
las sociedades arcaicas, el hombre sólo conciba el tiempo vivido
como perpetua imitación de los modelos míticos, y que no se
sienta en absoluto responsable de su propia historia. Indudable-
mente, para el hombre arcaico, toda existencia real sólo encuen-
tra fundamento en el conocimiento de la historia primordial de
los seres y de las cosas, y en la asunción por el hombre de todos
los imperativos sociales, políticos, éticos y religiosos. El cono-
cimiento del pasado original constituye el mejor antídoto contra
la usura del tiempo vivido y el fundamento mismo de la acción
del hombre en el mundo. Pero no se trata sólo de la confirma-
ción de toda vida humana como simple copia de la historia de
los dioses. La reiteración ritual de acciones concretas demuestra
claramente que lo sagrado es percibido siempre en el marco del
hombre actuando en el mundo. Por mucho que el tiempo físico
y biológico le aparezca como formado por una sucesión ininte-
rrumpida de numina, manifestaciones de diversas energías sagra-
das, sin embargo es al hombre, y sólo a él, al que incumbe
perpetuar por su acción ese ordo rerum que rige su universo

10 Le Mythe de l'éternel TetouT (París 1949) 29. [Hay traducción espa-


ñola.]
11 Remito a las últimas páginas de El mito del eterno retorno, muy
reveladoras de esta nostalgia.
156 Consideraciones sobre el fenómeno relij!,ioso

cotidiano, y organizar según unos rituales específicos de los que


es inventor, para el mejor uso posible, el espacio y el tiempo en
que vive. Por diversos procedimientos mágicos, el hombre re-
nueva el tiempo para poder obrar sobre él con más eficacia, para
crear un tiempo libre para la acción humana. Así, pues, obsesio-
nado por la huida irresistible del tiempo, siempre dispuesto a
prevenirse contra los efectos corrosivos de la diacronía, no pa-
rece, sin embargo, que el hombre primitivo se refugie pasiva-
mente en el recuerdo de un tiempo primordial. Precisamente
porque espera, ya sea la continuación de su felicidad presente, ya
una revancha inmediata en un tiempo futuro y libre, procede
mediante diversos rituales de recuperación, de purificación, de
instauración del tiempo. Por consiguiente, lo que lo guía no es
tanto el deseo de recobrar, en una libertad total y original, lo
sagrado tal como era en el primer tiempo, cuanto la voluntad de
asegurar la mayor eficacia posible a sus acciones futuras. En el
marco concreto que las estructuras sociales le imponen, el hom-
bre es a la vez actor responsable de los destinos de su grupo
tanto como del propio.
Por otra parte, es evidente que la experiencia vivida que el
hombre puede conocer de lo sagrado es discontinua, intermiten-
te. Sus relaciones con lo divino están reguladas por unos ritos
y repartidas a lo largo del tiempo cronológico, según una perio-
dicidad variable. En algunas religiones más elaboradas, el fiel
acomoda sus actos de acuerdo con un tiempo litúrgico cuya fun-
ción esencial consiste en recordarle determinados acontecimientos
sagrados que tienen valor de modelos. Pero este hombre reli-
gioso no renuncia, sin embargo, a su vida histórica, ni intenta
evadirse de ella por cualquier otro camino más sacralizado. De
esta manera puede referir más de cerca su vida a lo sagrado, y
nadie puede negar el valor religioso de una experiencia que asu-
me voluntaria y plenamente la condición histórica del hombre.
El tiempo que así vive es entonces un tiempo de ascesis, de en-
riquecimiento interior. Un tiempo activo que lo pone en camino,
a través de la duración humana de la diacronía, hacia la realidad
escatológica que finalmente le permitirá conocer el Ser. No me
parece, por consiguiente, posible asimilar la historia humana a
la profana, dado que ésta puede ser, por el contrario, instru-
mento y medio de verificar la experiencia de lo sagrado. No
reduzcamos, pues, lo sagrado a una parcela mítica del tiempo
primordial marginada de cualquier dimensión humana.
Como se ve, el valor de la historia resulta, por consiguiente,
Fenomenología religiosa 157
puesto en duda por la reducción fenomenológica y por la teoría
básica de la obra de Eliade. Así, pues, naturalmente existe una
tensión a veces bastante manifiesta entre quienes piensan que
hay que definir el fenómeno religioso por su esencia, aislando las
estructuras de las que depende u, y aquellos para quienes el
fenómeno religioso es un producto de la historia humana 13. Yo
opino que hay que superar esta oposición, la cual, caso de per-
sistir, estirilizaría las investigaciones de nuestra disciplina. Por-
que pretender captar el fenómeno religioso en su carácter par-
ticular y en su intencionalidad propia no es caer en el error
platónico. Ni tampoco es caer en el historicismo interesante, para
comprenderlos mejor, en el análisis histórico de cada creación
y de cada experiencia religiosa.
La ciencia de las religiones es una disciplina total, que debe
integrar y articular las diferentes formas de consideración del
fenómeno religioso. Fenomenología e historia son sus piezas cla-
ves. La primera aporta al historiador la afirmación evidente de
la originalidad del hecho religioso, que hay que considerar en sí
mismo, y le garantiza que todo fenómeno religioso excede los
límites de su tiempo y de su medio, en la medida en que mani-
fiesta una estructura fundamental. Pero sólo el análisis histórico
permite comprender y explicar la decisión del hombre por tal
o por cual forma religiosa, así como las razones de esa elección
en función de una época y de una cultura particulares. Así, pues,
los fenómenos religiosos no pueden ser reducidos a una estruc-
tura original, porque nunca son vividos en cuanto tales, en estado
bruto. Pero tampoco pueden ser considerados simples creaciones
efímeras, ni aislados de una cultura original. Porque toda reve-
lación de lo sagrado sólo puede ser percibida por el hombre en
unos términos inherentes a su propia condición humana. La reli·
gión, como decía P. Tillich, «es, pues, la sustancia de la cultura,
y ésta es la forma de la religión» 14. Pero esa síntesis, necesaria,
mas aún no realizada entre los dos métodos de análisis, no su-

12 Ver C. J. Bleeker, La Structure de la religion, en The Sacred Bridge,


Researches into the nature and structure 01 Religion (Leiden 1963) 25-35,
que asigna a la fenomenología como fin el ejercicio de la theoria de los
fen6menos y la indagaci6n de sus logos.
13 Ver el juicio de A. Brelich, Histoire des Religions, tomo 1 (París
1970) 4-59, y c. J. Bleeker, Historia Religionum, tomo II, Epilegomena
(Ed. Cristiandad, Madrid 1973) 623-631.
14 The Signilicance 01 the History 01 Religions lor the Systematic Theo-
logian, ap. en The History 01 Religions, ed. J. M. Witagawa, pp. 241,255.
158 Consideraciones sobre el fenómeno relif!.ioso

prime sin embargo algunos otros problemas fundamentales que


están planteados implícitamente y que desembocan en una her-
menéutica de los símbolos y de los distintos lenguajes religiosos,
y, de un modo más general, en una antropología de lo sagrado.
Tales son los temas que a continuación vamos a abordar.

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

c. J. Bleeker, The Phenomenological Method, The Sacred Brid?,e (Leiden


1963) 1-15.
Charles H. Long, From History to Phenomenology, en The History of Reli-
gions, ed. J. M. Kitagawa, pp. 65-87.
J. S. Helfer, On Method in the History of Religions, pp. 17-30.
B. Duméry, Phénoménologie et Religion (París 1962).
G. Widengren, Fenomenología de la religión (Madrid, Ed. Cristiandad,
1976).
J. Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la reli?,ión (Madrid,
Ed. Cristiandad, 1978).
4
HISTORIA Y ESTRUCTURA: EL COMPARATIVISMO

La historia de las religiones se desarrolló, durante el si-


glo XIX, bajo el signo del comparativismo. Realmente el antiguo
precedente de la interpretatio, 10 mismo griega que romana, es
ya testimonio de cierta consideración comparativa de los fenó-
menos religiosos. Expresaba una tendencia a considerar como
una misma divinidad las diferentes modalidades «étnicas» de un
dios o una diosa, cuyo nombre varía según los pueblos, pero que
de hecho seguía siendo la misma. El racionalismo religioso de
la Ilustración utilizó constantemente, como hemos visto 1, un
t;squema comparativo, de donde deduciría «una coincidencia
asombrosa entre las fábulas de los Indios y las de los Griegos»
(Fontenelle), lo mismo que entre los cuentos de hadas de antaño
y las creencias campesinas contemporáneas (los hermanos Grimm).
Pero es más concretamente a partir de 1856, fecha de la
aparición de la Mitología comparada de Max Müller, cuando el
método comparativista se introduce en la historia de las religio-
nes, a partir de los importantes descubrimientos lingüísticos so-
bre el parentesco que une a las lenguas indoeuropeas, lo mismo
que sobre un común origen del sánscrito y del griego. Persuadido
de que los mitos eran sólo una deformación del lenguaje y que
había que asimilarlos a una especie de dialéctica primitiva, Max
Müller aplicó a la mitología las consecuencias de aquellos descu-
brimientos. Y lo que el sánscrito había llegado a ser para la gra-
mática comparada, lo sería para una mitología comparada la
mitología védica. Pero, al partir de la perjudicial identidad que
asimilaba el mito a una enfermedad del lenguaje, Müller vincu-
laba indebidamente la mitología a la lingüística, puesto que la
comparación entre los mitos sólo era aplicable en la medida en
que lo era la comparación lingüística. A partir de estos cotejos,
exactos a nivel de las lenguas, fueron desarrollándose alegremen-
te extrapolaciones religiosas en medio de un contagioso entu-
siasmo. Y por ese camino se llegó a concebir la idea de una
religión común a todos los pueblos arios, practicando la reducción
de los fenómenos religiosos comprobados en la historia de aqueo

1 Ver supra, p. 39.


160 Consideraciones sobre el fenómeno relif!.ioso

llos pueblos a una categoría única, que fue declarada pnmltlva


porque se encontraría su huella en las más antiguas formas de
lenguaje. Inspirándose en E. Burnouf, padre de la exégesis sagra-
da iraní, Müller decretó un adagio que sería tan célebre como
efímero: Nomina numina: lo que en el origen sólo fuera un
nombre, se había convertido en una divinidad 2. Ahora bien, la
unidad de los lenguajes indoeuropeos tenía necesariamente que
producir como corolario la unidad religiosa. Así, pues, se con·
firmó la existencia de un Dios supremo, común a toda la familia
aria, que los Griegos llamarían Zeus, los Romanos Júpiter, Va-
runa en la India, Ahura-Mazda en Irán y Thor entre los Escan-
dinavos. Del Dyaus-pitar sánscrito a Zeus pater y a ]upiter, en
todo el mundo indoeuropeo quedaba identificada una misma di-
vinidad fundamental de un Cielo-padre 3. Los estudios ulteriores
de lingüística comparada vendrían a demostrar que es el paren-
tesco de los idiomas a los que pertenecen los vocablos aplicados
a los dioses lo que promueve la aparición de una comunidad
nocional. Es la idea de brillante, de luz, de cielo luminoso, ex-
presada por las palabras devah, deevo, dios, deus, la que desem-
bocará en un concepto religioso importante, y común a esos
pueblos indoeuropeos. Pero este comparativismo aparecerá en
seguida como demasiado estanco metodológicamente, al sólo per-
mitir comparar entre si unos mitos derivados de una misma cul-
tura lingüística. .
Bajo la influencia de las teorías evolucionistas de la evolución
religiosa de la humanidad, se desarrolló a principios del siglo xx
un comparativismo histórico que terminó uniéndose a los análisis
antropológicos de la escuela animista para constituir un impor-
tante sector de la historia comparada de las religiones 4 que pre-
tendía comparar los fenómenos religiosos y clasificarlos según su
mayor o menor complejidad. Y explicaba la aparición de unos
tipos superiores por una especie de dinamismo interno. En el
tercer Congreso de Historia de las Religiones, celebrado en 1908
en Oxford, Goblet d'Alviella definió este comparativismo como
«método en el que se suplía la insuficiencia de los datos sobre
la historia continua de una creencia o de una institución, en una
raza y una sociedad, con elementos tomados de otros medios y

2 Essais sur la mythologie comparée, pp. 67-92.


3 M. Müiler, Anthropological Religion (Londres 1892) 82.
4 Ver, por ejemplo, el estudio de J. G. Frazer, Balder le Magnifique,
étude comparée d'Histoire des Religions, trad. fr. (París 1931).
El comparativtsmo 161
de otras épocas». Definición que postula implícitamente la creen-
cia en una evolución semejante de todos los sistemas religiosos
de la humanidad, que se desarrollarían siguiendo un proceso
idéntico desde el culto primitivo más tosco a la religión institui-
da, del animismo al monoteísmo pasando por el politeísmo, cua·
lesquiera que fueran las etapas intermedias. Si bien esta con-
cepción, profundamente impregnada aun de una visión teológica
cristiana mezclada a un racionalismo muy occidental, ya no es
defendible en la actualidad, el método comparativo que nació
entonces es todavía esencial para nuestra disciplina.
Porque se trataba, ante todo, de captar en sus múltiples fa-
cetas un universo religioso multiplicado como a través de un
prisma, en las distintas culturas históricas, y de comparar entre
sí las manifestaciones de ese universo religioso. Toda historia de
las religiones debe ser comparativa. Pero tiene que evitar las
analogías superficiales y la tentación de disolver, en la compa-
ración, la propia especificidad de las experiencias religiosas vivi-
das. A diferencia de las comparaciones establecidas tanto por los
fenomenólogos como por los evolucionistas, sólo una compara-
ción abonada por la historia y respetuosa de las originalidades
permite comprender las razones de tal creación o de tales prác-
ticas religiosas, al restituirlas a la cultura en la que se manifies-
tan. Porque no es tanto a establecer determinadas identidades
cuanto a descubrir diferencias entre dos tipos de fenómenos
aparentemente idénticos a lo que debe dedicarse el comparati·
vismo histórico.
El análisis comparativo de los ritos de aspersión en el mundo
mediterráneo antiguo y en los Indios Pueblos puede proporcio-
namos un buen ejemplo de ello. Dichos ritos están, en efecto,
tan extendidos, que no tienen por sí mismos ningún significado
particular, pero revisten uno peculiar en la medida en que existen
tipos de ceremonias de las que forman parte constitutiva: ma·
trimonio, toma de posesión de un esclavo, entrada de un emba-
jador en una ciudad, protección contra los malos espíritus, magia
productora de lluvia, etc. No sirve, pues, de nada comparar las
diversas analogías materiales de esos ritos de aspersión, pues no
revelan su significación por el hecho de estar comúnmente ex-
tendidos y ser materialmente idénticos en cierto número de cul·
turas, sino sólo con relación a un conjunto determinado y locali-
zado en una cultura dada. Así, pues, no se trata de comparar,
aislándolos arbitrariamente de su contexto, determinados ritos
de aspersión entre sí, sino más bien su función en los rituales de
11
162 Consideraciones sobre el fen6meno reli[!,ioso

matrimonio, de fecundidad, de agregación, de iniciación, etc. Y


si el sentido de cualquier fenómeno religioso sólo puede ser de-
terminado en función de sus relaciones con todos los otros ele-
mentos del conjunto en que se inscribe, entonces todo compara-
tivismo desemboca en una indagación de las estructuras, y para
ser fecundo deberá, por encima de las simples descripciones de
los caracteres particulares, «trascender las formas conocidas, los
sentimientos ya vividos» 5. Es éste el camino que, yendo de la
mitología comparada a la historia de las estructuras del pensa-
miento, verifica en nuestros días la obra de Georges Dumézil.
Lingüista procedente de los horizontes frazerianos de una
mitología comparada demasiado aislada todavía de la vida de
los hombres que vivían dichos mitos, G. Dumézil elaboró una
obra capital que pretendía el conocimiento del hombre conside-
rado en sus más profundas dimensiones 6. En efecto, la compa-
ración de los mitos, de los rituales y de las epopeyas indoeuropeas
termina mostrando unas estructuras de pensamiento similares per-
cibidas a través de la variedad de los discursos del hombre sobre
el mundo y sobre sus dioses.
El elemento fundamental de la obra de G. Dumézil es la
noción de una herencia indoeuropea transmisora de una ideología
funcional y jerarquizada. A partir de 1938, gracias a su conoci-
miento lingüístico y a un colosal trabajo, elaboraría una nueva
técnica de estudios comparativos de las sociedades indoeuropeas.
y desde entonces no ha dejado de profundizar, de replantear, de
completar su concepción inicial de una ideología fundamental
basada en el juego, armoniosa o contrastada, de tres grandes
funciones jerarquizadas: la soberanía mágica y jurídica, la fuerza
física en su aplicación a la guerra y la fecundidad sometida a las
otras dos, pero indispensable para su despliegue. Es ciertamente
evidente que estas funciones no son en sí mismas atributo exclu-
sivo de los indoeuropeos y que se las puede encontrar, formula-
das más o menos claramente, en numerosas sociedades arcaicas.
Pero la comparación realizada a nivel de los mitos, de los ritos
y de las teologías, así como de las epopeyas, permite afirmar que
mucho antes de su dispersión, los Indoeuropeos habían ordenado
toda la realidad en tomo a este esquema trifuncional, que de

5 Según la expresión de J. Baruzi en su Lefon d'Ouverture en el Cole-


gio de Francia, op. cit., p. 36.
6 Las siguientes páginas resumen un estudio que he publicado en «La
Revue historique» 503 (París 1972) 5-24.
El comparativismo 163
este modo aparecía como la estructura esencial del espíritu in·
doeuropeo.
Si consideramos uno de los campos de análisis favoritos de
G. Dumézil, aquel en que más claramente se ha manifestado
esta herencia, Roma 7, comprenderemos mejor la gran revolución
que supone esta tesis para la historia tradicional. Mientras que
hasta entonces los hechos comprobables de los orígenes romanos
sólo aparecían como los principios poco seguros de una historia
poco comprensible y sólo se podía acoplar con los diversos testi·
monios materiales al precio de grandes dificultades, el análisis
dumeziliano demuestra cómo esos mismos hechos sólo adquieren
una explicación satisfactoria si se les considera como resultados
de una herencia indoeuropea, desarrollada y tergiversada en el
medio étnico de los Latinos. Desarrollo que se efectuó en el sen-
tido de una esquematización y de una abstracción generalizadas.
10 que captamos en Roma es a la vez una teología abstracta
jerarquizante de los dioses que no tienen aventuras, y una histo-
ria de los orígenes que cuenta las aventuras ejemplares de hom-
bres que, por su carácter y por sus funciones sociales, corres·
ponden a los dioses. Esta historización de los mitos y esta
creación de tipos humanos paradigmáticos, la encontramos en las
epopeyas escandinavas 8. Parece, pues, normal que el análisis
comparado intente remontar lo más lejos posible en el tiempo,
en busca de un prototipo original, a fin de comprender los di-
versos modos de representaciones ideológicas y religiosas de los
fundamentos mismos de la Ciudad. En otros términos, hay que
aplicar, en los diversos sectores étnicos y culturales en que se ha
desplegado su herencia común, una hermenéutica del lenguaje
particular en el que los Indoeuropeos han expresado, la mayoría
de las veces de forma implícita, la estructura tripartita que cons-
tituye la marca de su genio propio.

a) Historia y estructura

Ahora bien, este trabajo de G. Dumézil está muy cercano al


del lingüista que, al estudiar unas lenguas genéticamente próxi-

7 Entre sus obras más recientes: La Religion romaine archa/que (París


1966), Mythe et Epopée, 3 tomos (París 1968-73), Idées romaines (París
1969), Heurs et Malheurs du guerrier (París 1969).
8 Ver G. Dumézil, Du mythe au romano La Saga de Hadingus (París
1970).
164 Consideradones sobre el fen6meno religioso
mas, puede inducir de su comparación cierto número de datos
sobre su origen común. No se trata, a primera vista, de una labor
de historiador. En efecto, la búsqueda de la estructura trifuncio-
nal fundamental localiza forzosamente el análisis y la explicación
de los testimonios a un nivel más profundo que el de los hechos,
en un terreno anterior a aquel en que se desarrolla el encade-
namiento de los hechos y de sus consecuencias, y que constituye
el dato empírico de la historia. Ahora bien, esta historia se
muestra como la gran responsable de la alteración de la estruc-
tura fundamental. ¿Estamos nuevamente en presencia del viejo
debate entre sincronía y diacronía, entre estructura e historia,
que ya descubríamos a través de la obra de Mircea Eliade? 9.
Para responder, es necesario ante todo entenderse acerca del sen-
tido de las palabras empleadas.
Lo que en realidad G. Dumézil designa con el nombre de
estructura es la representación coherente y lógica que los Indo-
europeos se hacen de las realidades en las que viven. El sentido
de su sistema de representaciones es dado por la tripartición,
que actúa como elemento determinante de un conjunto donde
cada una de sus partes sólo puede explicarse por el tipo de rela-
ciones que la vinculan a las otras dos. En Mythe et Epopée 10
muestra claramente cómo, en el contexto indio, en el romano y
entre los Nartes, cada una de las tres funciones está representada
por un personaje, o un grupo de personajes, que mantienen con
los otros «relaciones de posición o de acción acordes con las rela-
ciones lógicas de responsabilidades míticas o sociales que asu-
men en la Ciudad». Las diferentes articulaciones de los tres nive-
les de la estructura fundamental hace, pues, aparecer toda una
gama de formas de pensamiento originales y de conceptos, cuya
combinación acota un conjunto humano, ritual, institucional par-
ticular. La estructura trifuncional no es en absoluto, pues, una
forma fija, sino un sistema de múltiples variaciones, un conjunto
de temas culturales vinculados a una de las tres funciones, y,
para cada cual, en sus diferentes aspectos. Las relaciones entre
estos diversos elementos de la estructura se muestran, por con-
siguiente, la mayoría de las veces positivas, al contrario de lo
que ocurre según el estructuralismo straussiano, que insiste más
bien en las relaciones estructurales negativas.
Es precisamente este aspecto positivo lo que conquista la

9 Ver supra, p. 152s.


10 Páginas 630-631.
El comparativismo 165

atención de Dumézil, el cual se interesa ante todo por el carác-


ter ideológico de las formas de pensamiento, desveladas a través
de un verdadero laberinto de mitos, de ritos y de instituciones.
Sensible ante todo a la coherencia interna de un conjunto de re-
presentaciones, entendió que esta forma de cohesión era más
importante para la comprensión de los sistemas de pensamlemo
que las explicaciones historizantes que daban preferencia a otras
relaciones, cronológicas o geográficas, cuyas pruebas adolecían
de grandes lagunas. Por ejemplo, el synoecismo de los Alba-
nos y de los Sabinos no puede explicar la estructura del mundo
divino en Roma, pues esta fusión «histórica» no puede en modo
alguno responsabilizarse de las diferentes relaciones jerarquizadas
que unen entre sí a las diversas divinidades romanas. La conse-
cuencia metodológica de esta visión es que, para comprender cual-
quier aspecto de las mentalidades religiosas colectivas, hay que
considerar conjuntamente lo que se nos muestra junto, y que
nada puede lograrse, sino, por el contrario, dispersar la signifi-
cación propia del fenómeno religioso, con disociar la realidad
global para intentar una explicación fragmentada de la misma,
y por consiguiente mutilada, con ayuda de técnicas heterogéneas.
Nos encontramos ante una postura parecida a la de Dilthey.
Pero no hay que engañarse: este recurso indispensable al análisis
comparativo supone cierto peligro. En efecto, dicho método lleva
implícitamente a dar preferencia a las semejanzas, y por consi·
guiente a difuminar las diferencias, incluso cuando son analiza-
das, pues suelen serlo para demostrar que son más importantes
las semejanzas. Yo creo que conviene, pues, evitar dar excesiva
preferencia a la coherencia del conjunto analizado, hasta el punto
de completar siempre la estructura primordial atribuyéndole el
mayor número de elementos posibles. Porque de esta manera se
correría el riesgo de construir una especie de sistema aglutinante
en que cada elemento integrado arrastraría la anexión de otros
elementos vecinos, pero acaso ni idénticos ni comparables. Se
comprenderá, pues, que el análisis estructural sólo podrá escapar
de ese riesgo en la medida en que reconozca su parte a la historia,
conocimiento de las diferencias y ciencia de 10 específico.
Todo el problema consiste, en efecto, en integrar la estructura
trifuncional en la realidad histórica efectivamente vivida por cada
pueblo indoeuropeo. Ahora bien, todos los análisis de G. Dumé-
zil se sitúan en cierta medida, dado que remontan el curso del
tiempo, en la diacronía. «No basta, escribe, extraer de la religión
romana antigua los momentos que pueden ser esclarecidos por
166 Consideraciones sobre el fenómeno relip,ioso

las religiones de otros pueblos indoeuropeos. No basta reconocer,


presentar la estructura ideológica y teológica que sus relaciones,
esos islotes de tradición prehistórica, perfilan ... Hay que estable-
cer, restablecer la continuidad entre la herencia indoeuropea y
la realidad romana» 11. La comparación sistemática de los rituales
y de los mitos, de las concordancias y discordancias de las diver-
sas realidades indoeuropeas con relación a una estructura trifun-
cional, determina un campo específico en el que cada pueblo se
define en su historia propia. Así, pues, la diacronía hace apare-
cer las variaciones de la estructura fundamental pautadas por el
genio de cada pueblo a lo largo de toda su historia. La amplitud
de estas variaciones, diferentes según el medio étnico y cultural,
determina la importancia mayor o menor, a lo largo de la evolu-
ción, de una de las funciones en detrimento de las otras. Este
desplazamiento relativo de las fronteras entre las funciones pri-
mordiales acota, pues, el campo ideo16gico, en el que se mani-
fiesta la originalidad de cada rama indoeuropea. La herencia es-
tructural común ha, por consiguiente, fructificado diferentemen-
te: una evolución hacia un sentido cósmico más acentuado en los
Hindús; cierta indiferencia biológica y una imaginación con fre-
cuencia irracional en los Celtas y los Germanos; una forma de
historicismo muy acentuada en los Latinos.
Un ejemplo especialmente claro de esas variaciones diacróni-
cas de la estructura original ha sido puesto recientemente por
G. Duzémil en su análisis de los Tres pecados del p,uerrero 12. En
los mitos y leyendas relativos al dios indio Indra, a un héroe es-
candinavo Starkadr, y a Hércules, encontramos el tema constante
del guerrero que comete un pecado en cada una de las zonas de
acción definida por los tres factores primordiales. La carrera de
los tres héroes se resume para cada uno de ellos en tres partes,
y comienza con una falta que exige una expiaci6n que afecta al
héroe en su salud mental, física, o incluso en su vida misma.
Porque los tres pecados son otros tantos atentados a las reglas
de lo sagrado, a la vocaci6n misma del guerrero, como asimismo
a uno u otro de los sectores morales de la tercera función, se
trate de la sexualidad o de la riqueza material. Ahora bien, el
análisis de las isotemas -es decir, de las líneas deslindantes en-
tre concordancias y discordancias que traban los relatos hist6ri-
cos- muestra cómo, a partir de un origen común, el tema de

11 La Religian ramaine archaique, p. 8.


12 Mythe et Epopée, tomo n. pp. 13-132.
El comparativismo 167
la oposición de la moral del guerrero a la del soberano, la posición
del héroe en relación con la estructura trifuncional varía según
un campo ideológico particular.
Así, pues, cada pueblo indoeuropeo ha reínterpretado en un
sentido propio las estructuras fundamentales de la herencia co-
mún, en su realización de un destino particular, es decir, de una
historia colectiva original. Es fácil comprender en qué medida el
método seguido por Dumézil, siempre pendiente de mantenerse
en la diacronía, puede enriquecer la Historia, pero también cuánto
difiere de otros estructuralismos, como el de Lévi-Strauss. En
efecto, este último elige como campo de sus análisis las socieda-
des frías, cerradas, a las que la continua repetición de los actos
y los gestos humanos parece tomar incambiables, inmutables,
dando de esta forma preferencia al punto de vista sincrónico que
le permite deducir mejor los mecanismos fundamentales del pen-
samiento humano.
Pero la obra de G. Dumézil no se limita al simple análisis
de las variaciones de la estructura trifuncional primordial. Ade-
más de los grandes análisis estructurales de los mitos y las epa-
peyas, cada vez se ha ido preocupando más por el estudio de
determinadas nociones-clave del mundo indoeuropeo, y por la de-
finición de esas funciones que constituyen en primer lugar unas
categorías mentales y unos objetos de pensamiento. Se trata de
Ius y de su aplicación al espacio nacional en el ritual del Ius
fetiale, de Fas y de Fides, de Augur, de Census, de la pareja
Maiestas-Gravitas, él propone, a través de estos términos que
prolongan de manera original una ideología trifuncional, una nue-
va ilustración del vocabulario religioso y jurídico de los Roma-
nos, en una minuciosa confrontación con los usos comparables
del mundo indoeuropeo 13, Ahora bien, esos estudios son de capi-
tal importancia, porque más allá de las representaciones míticas
o épicas, en el nivel más profundo donde se determinan los com-
portamientos colectivos, dichas nociones aparecen como hechos
históricos fundamentales. Porque constituyen el medio desarro-
llado por toda una sociedad para analizar e interpretar las fuer-
zas que garantizan el curso del mundo y la vida de los hombres.
Dichas nociones manifestarán, pues, unos principios de acción:
el mando, el poder, la economía y el reparto de la abundancia,
que no han cejado de funcionar como motores de las sociedades
humanas.

13 Idées ramaines, pp. 31-152.


168 Consideraciones sobre el fen6meno reliJ!.ioso

Pero no han faltado objeciones en el sentido de que dichas


nociones acaso no habrían sido vividas y sentidas como tales, y
quizá serían sólo pura creación del sabio moderno. Y, así, algu-
nos filólogos han dudado mucho sobre el hecho de que los Ro·
manos hayan sido capaces de abstracciones conceptuales. En rea-
lidad, las recientes aportaciones de indagaciones etnográficas so-
bre culturas arcaicas pertenecientes incluso a otra área cultural
que la indoeuropea, ya no permite dudar que el «pensamiento
salvaje» pueda acceder a cierta conceptualización. Se trate del
pensamiento teológico de los Dogon o del sistema religioso de la
Georgia pagana 14, se ha demostrado que el pensamiento arcaico
está basado en unas estructuras mentales perfectamente elabora-
das y racionalmente ordenadas. Lo que las nociones clave que po-
demos analizar manifiestan, en primer lugar y ante todo, es un
campo de aplicación concreta de una estructura ideológica. To-
memos, por ejemplo, la noción romana de 1us: acota un área de
acciones y de pretensiones legítimas para cada persona en sus
relaciones con el prójimo. Ahora bien, si el Ius es lo que cada
uno puede pretender obtener en función de su situación social,
es normal que el Jus de cada uno, al ser lindante con el de los
otros, se defina también por relación a ellos. Y es de esta multi-
plicidad de Jura, de la necesaria delimitación de los límites de
cada uno --es decir, del espacio activo personal-, de donde nace
y se desarrolla el Derecho. Si se extiende este campo de acción
al plano de la ciudad y se aplica a sus empresas exteriores, resulta
claro que la noción de Ius se verifica plenamente en el ritual de
lo fecial, donde se encuentran íntimamente asociados el espacio
y el derecho: el ager al Ius, y los fines al fas 15, en una proyección
espacial perfectamente lógica de la Pax deorum, en el ejercicio de
la soberanía nacional. Como se ve, la noción de Ius no es, pues,
una simple abstracción, sino que aparece como definición de un
sistema concreto de obligaciones e imperativos colectivos. Por lo
tanto, lo que el análisis de las nociones-clave de la ideología indo-
europea revela es todo un proceso de cohesión, en sus dimensio.
nes globales.

14 Ver el libro de G. Charachidzé, Le systeme religieux de la Géorgie


palenne (París 1969).
15 Este ritual de declaraci6n de guerra está descrito en Tito Livio, r, 32
b) La htfl1taTtización de lo divino

Escrutando así las nociones por las que se manifiesta la ideo·


logía trifunciona1 de las sociedades indoeuropeas, G. Dumézil se
vio naturalmente arrastrado a poner en evidencia los caracteres
fundamentales de la expresión religiosa de esa estructura. La
historia de la religión romana, que él estudió muy especialmente,
pone de relieve la importancia fundamental de una teología, de
un discurso humano racional y conceptualizado sobre el mundo
de los dioses. Desde los primeros resplandores históricos que los
más antiguos documentos nos proporcionan, esta religión perso-
naliza, tanto en unas figuras divinas como en las relaciones que
sirven de unión entre las divinidades, las ideas y los conceptos
fundamentales que los Latinos se hadan de 10 sagrado. Ahora
bien, esto requiere dos tipos de reflexión, que desbordan el ob.
jeto propiamente romano del análisis:
a) La afirmación de la primada de 10 teológico se opone a
las teorías primitivistas o dinamistas sobre el origen del senti·
miento religioso. Lejos de ser pueblos primitivos que practicaban
un animismo religioso basado en el culto de divinidades que se·
rían solamente las hierofanías de un numen -es decir, de una
potencia y de un poder sobrenaturales ligados a un lugar, un
objeto, una acción o un ser-, los Latinos poseían ya una culo
tura peculiar. No llegaron a Italia en un estado casi mítico de
«naturaleza», sino en posesión de importantes nociones políticas
y religiosas que conservaban con el mayor cuidado, herencia de
un pasado remoto. Lo que el análisis de la noción de Rex y del
poder político nos revela de esta herencia debe ser extendido al
sector religioso. Pues la nueva sociedad que los Latinos estable-
cieron estaba fundada en unas representaciones originales, como
también en una estructura supra-familiar, política y religiosa de
tradición indoeuropea. Resulta manifiesta la oposición entre esta
concepción intelectualista y las teorías dinamistas del fenómeno
religioso, según las cuales el fundamento mismo de toda religión
reside en la creencia en una fuerza difusa, un sagrado inmanente
en determinados signos materiales y cuya acción sería casi auto-
mática, produciendo todo 10 que queda fuera del alcance del poder
del hombre y al margen del curso normal de las cosas.
Ahora bien, aunque está claro que los descendientes de los
Indoeuropeos no eran puros espíritus, ni bestias obtusas, insen-
sibles a la presencia en las fuerzas naturales de una misteriosa
energía, es, asimismo, cierto que fue en el marco de la tercera
170 Consideraciones sobre el fenómeno reli?,ioso

función donde integraron sus creencias y sus ritos relativos tanto


a la adquisición de la fecundidad como a la conservación de la
abundancia. En este sentido, aseguraban que para ellos la fecun-
didad terrestre no era el fin único de su existencia, sino simple
medio, puesto al servicio de otras dos funciones, y que su ideo-
logía era ante todo la de una sociedad jerarquizada, conocedora
y practicante del ejercicio del poder y de las razones de la guerra.
La importancia de esta función teológica, como uno de los
elementos fundamentales del pensamiento religioso romano, que-
da claramente de manifiesto en el ejemplo del dios romano Jano.
Todo el problema estriba, en efecto, en saber si el patronazgo
de Jano, en el albor del tiempo nuevo y libre, sobre el alma
humana, como asimismo su lugar, primordial, en determinadas
fórmulas rituales, resultan del eminente lugar que ocupa en la
organización racional del mundo divino, o si es sólo indicio de
una anterioridad cronológica o mitológica. Recientes estudios 16
han demostrado que si bien Jano ostenta el patronazgo tanto del
comienzo de un tiempo nuevo como de las acciones que el hom-
bre quiere localizar en el ámbito de lo religioso, de lo Fas, es en
razón de una especificidad definida por su peculiar puesto en el
mundo divino. Jano es el dios de los initia, de todos los comien-
zos. Su acción se localiza precisamente en los tres niveles dife-
rentes con relación a los cuales todo individuo debe definirse: el
espacio, el tiempo, la vida social. Velando tanto el paso del um-
bral de la casa como de las puertas de la Ciudad, presidiendo los
ritos de transición de los jóvenes y de los guerreros, Jano vela
asimismo por los principios mismos de la vida, permitiendo el
acceso a la simiente, lo mismo que preside cada comienzo de un
tiempo nuevo, libre todavía para el despliegue en él de la acción
del hombre. Este ejemplo muestra claramente la unidad real de
la función primaria de este dios y de la multiplicidad de sus
acciones. Mediante tal ejemplo, y más en general mediante el
estudio de la religión romana, el fondo de la cuestión consiste
en saber si un pensamiento religioso arcaico puede acceder, más
allá de las precisiones mágico-rituales, a cierto nivel de abstrac-
ción, y si es capaz de elaborar una conceptualización estructural
y lógica. La respuesta, por mi parte, no deja lugar a dudas.

16 Ver G. Dumézil, La Religian ramaine ..., pp. 107-109 y 323-328; y


M. Meslin, La Féte des Kalendes de janvier. Etude d'un rituel de Nauvel
AI1 (Bruselas 1970), 14-22, donde se encontrará la bibliografía fundamental.
El comparativismo 171

b) El otro problema, igualmente importante, consiste en


descubrir la relación que liga a la religión con la sociedad. Viejo
debate, en verdad, pero siempre por verificar a partir de análisis
nuevos. En efecto, si la religión sólo es la sublimación, a nivel
de las creencias, de las realidades ordenadas en torno a la estruc-
tura trifunciona1, no es en última instancia otra cosa que simple
expresión ideológica de la estructura social, una especie de dis-
fraz que revisten las relaciones de clase. En efecto, ignoramos
casi todo sobre la existencia de clases sociales reales en la socie-
dad indoeuropea. Lo que la comparación de los mitos y los ritua-
les nos permite captar no son unas estructuras efectivas, sino
expresiones ideológicas que interpretan la realidad y persisten
más allá incluso de las formas sociales que, sin duda, les han
dado antaño nacimiento. Así, pues, de ello se sigue que la reli-
gión no refleja unas estructuras sociales, sino las funciones pri-
mordiales de la ideología, que traspone a un nivel particular. Es
ese tipo de relaciones lo que hay que comprender y explicar.
El ejemplo romano del Rex y de los flamines mayores es, a
este respecto, muy significativo. G. Dumézil ha demostrado que,
lejos de estar al servicio del dios Júpiter, o al de Marte y de Qui-
rino, cada uno de los flámines mayores estaba estrictamente ligado
a una función única, de la cual el dios es expresión teológica.
La presencia junto a esos flumines de un Rex atestigua que, a
nivel humano, son cuatro los personajes que corresponden a las
tres funciones fundamentales, representadas ellas mismas teoló'
gicamente por tres dioses. Pero si bien el Rex reúne en sí las tres
funciones, y su casa, la Regia, con sus distintas capillas, constituye
el lugar de convergencia de las tres funciones y realiza su sín-
tesis en el espacio, también es cierto que el culto de la triada
arcaica se encuentra efectivamente escindido en tres partes y que
su administración está confiada, además del Rex, a tres personajes
independientes de él. Podemos, por lo tanto, preguntarnos por
lo que, en estas condiciones, representan los dioses. En realidad,
se muestran como proyección, más allá del espacio y del tiempo
humanos, de tres funciones, al mismo tiempo que son los garan-
tes en la tierra de su difícil equilibrio, indispensable para la efi-
cacia de la acción humana. En otros términos, estos dioses roma·
nos expresan en lenguaje teológico el juego de las funciones fun-
damentales verificado concretamente, más o menos bien, en la
acción del hombre. Existe, pues, forzosamente una correlación
entre los dioses y los tres tipos de actividad por los cuales se
manifiesta la acción humana en el mundo. Pero dicha correlación
172 Consideraciones sobre el fenómeno relif!,ioso

no implica ninguna reducción de lo religioso a lo social. Porque


la religión, aquí, es la expresión teológica de la misma estructura
fundamental del pensamiento indoeuropeo que encontramos a tra-
vés de todos los niveles y bajo formas variadas, y en torno al
cual se estructura toda la realidad.
De esto se deriva el que estos dioses, cuya zona de actividad
coincide para cada uno de ellos con una parte de las actividades
humanas, están por esta misma razón muy próximos a los hom-
bres y muy alejados de ellos. Los dioses romanos no son tanto
personas divinas que mantienen entre sí relaciones de tipo huma-
no -relaciones de parentesco o de tipo psicológico y sentimen-
tal, fenómeno que sólo aparecerá como resultado de cierta hele-
nización-, cuanto encargados de un servicio funcional. Cada uno
de los grandes dioses, Júpiter, Marte, Juno, Jano, preside, pues,
un sector de la administración de lo visible y de lo invisible. Se
trata de una concepción puramente teológica, construida según
una lógica racional, y en absoluto de una mitología etiológica.
Es muy significativo que ningún mito nos relate el origen de
estos dioses romanos, carentes de historia personal. Existen, pues,
como frutos del pensamiento humano, que se reflejan sobre de-
terminados tipos de relaciones entre los hombres y el mundo, y
sitúan dichas relaciones a un nivel muy concreto. De donde, la
necesidad de que quienes resultan propuestos como modelos para
la acción mediadora de las generaciones futuras sean hombres, y
no dioses. Sabido es que la literatura latina no ha faltado a
este deber.
Ahora bien, este hecho plantea a la historia de las religiones
un problema delicado. Es el lenguaje mítico, en efecto, el que
sustenta la expresión teológica de una ideología de la que toda
sociedad humana tiene necesidad para vivir, y para conservar
previamente los valores cuya importancia reconoce y cuyo ideal
persigue a través de su historia. El mito es, pues, tan indispen-
sable a la sociedad como lo es el sueño para el individuo. Los
análisis de G. Dumézil han revelado que en Roma esa enseñanza
fecunda y múltiple, esa regla de vida, esa sabiduría no eran pro-
ducto de una mitología, sino de una epopeya. Sin duda alguna,
los dioses más importantes nunca estuvieron definidos allí por
mitos. Sin embargo, las funciones que representan han informado
las estructuras políticas, espaciales y temporales de Roma. Por una
extraordinaria visión antropológica, sin par en el mundo indo-
europeo, pero bastante próxima a veces de la visión china anti·
gua, los Latinos atribuyeron la creación de su ciudad, de sus
El comparativismo 173

progtesos, de sus instituciones sociales, jurídicas y religiosas a


sus antepasados. Pero en esta epopeya nacional de las leyendas
reales que margina para siempre a los dioses en una lejana sole-
dad, encontramos los mismos esquemas culturales que en los mi-
tos indios, celtas, germánicos, e incluso griegos, cuyo papel estri-
ba precisamente en justificar los ritos, las costumbres y las leyes.
Así, pues, el pensamiento religioso romano se muestra como una
antropología, y por eso adquiere valor de modelo para un amplio
sector de la ciencia de las religiones. Hace ya treinta años que
G. Dumézil hacía ver que lo esencial de los relatos épicos de
Roma es de carácter humano, que la acción se desarrolla entre
hombres, «en maquinaciones calculadas y en realizaciones exactas,
comparables a lo que más tarde se contará de los Escipiones o
de los Gracos, de Sila o de César» 17.
Así, pues, la mentalidad romana sometió los principales teo-
logemas indoeuropeos a una singular operación de humanización
y de dependencia terrenal. Al trasladar del mundo de los dioses
a su propio universo nacional algunos temas fundamentales
-como el del Tuerto y del Manco, tema del ejercicio de la sobe-
ranía por la magia o por el derecho-- 18, al localizar los aconte-
cimientos esenciales no en el tiempo primordial del mito, tiempo
extra-humano y anti-histórico, sino en su propia historia nacio-
nal, los Romanos hicieron de esta historia el principio no sólo
de su vida, sino también de su misma mitología. En todos los
tiempos, aquellos hombres se interesaron por su Ciudad y por
sus empresas nacionales más que por cualquier otro problema.
Este pueblo, preocupado sobre todo por la eficacia, la mayoría
de las veces sólo captó de los dioses el concepto funcional que
representaban. Y, por consiguiente, sólo concibió una comunica-
ción necesaria entre el mundo de lo divino y el de los hombres
en la justa medida en que tales relaciones proporcionan la segu-
ridad del éxito. Lo que importa en la vida del hombre romano,
lo mismo que en la de su Ciudad, es lo codificado, lo regular, lo
realizable. Lo que cuenta es el momento presente y el inmediato
de la acción. Lo religioso sólo tiene, pues, un sitio en la medida
en que garantiza el éxito humano situando mediante ritos con-
venientes la acción del hombre en la zona precisa de las funcio-
nes que organizan la realidad del mundo, cuyas figuras teológi-
cas -pero no su fuente poderosa y personalizada- son los dioses.

17 Horace et les Curiaces (París 1942) 68.


18 Mitra-Varuna (París 1948) 163-179 = Mythe et Epopée 1, pp. 423-428.
174 Consideraciones sobre el fenómeno relif!.ioso

Ya vemos en qué medida semejantes análisis nos revelan, más


allá de los mitos y las leyendas, las estructuras mentales del
hombre, percibidas a través de la variedad de sus discursos sobre
el mundo lo mismo que sobre los dioses. Forman, pues, un ele-
mento esencial de esta historia del hombre que pretendemos tan
total como posible. Por esta razón, parece indispensable que a
todo análisis de las estructuras del pensamiento humano haya de
añadirse, en una común voluntad de comprensión y de explica-
ción del hombre, un estudio de la psicología colectiva profunda,
realizado a partir de las imágenes y de las representaciones sim-
bólicas 19. Pues es también a través de ese lenguaje, diferente pero
complementario, como se expresan a un nivel aún más profunda-
mente enraizado en el hombre las ideologías y las creencias que
hacen vivir y morir a las sociedades humanas.

BIBLlOGRAFIA COMPLEMENTARIA

Histoire el Structure, n.o especial, «Annales» (E.S.C. 1971) 3-4.


R. Pettazzoní, Il Metodo comparativo, en Religione e Societa (Bolonía 1966)
101-113.
G. Charachídzé, Le Systeme religieux de la Géorgie pa'ienne (París 1969).
C. Scott Littleton, The New Comparative Mythology, an Anthropolof!.ical
Assessment 01 the Theories 01 G. Dumézil (Berkeley, Los Angeles 1966),
donde se encontrará la bibliografía de Dumézil, la lista de sus adictos
y la otra, más numerosa, de sus adversarios.

19 Ver inlra, p. 215s.


5
EL ANALISIS ESTRUCTURALISTA y LO SAGRADO

Como hemos escrito muchas veces, lo sagrado se define como


una relación entre una realidad objetiva y trascendente y un hom-
bre que la expresa en diferentes lenguajes. Por consiguiente, sólo
podremos captar lo sagrado allí donde lo encontramos, es decir,
en lo vivido de la existencia humana. En efecto, es inseparable
del hombre, que se sirve de sus propias estructuras psíquicas y
mentales para expresar lo que con frecuencia concibe como inde-
cible. Toda expresión de lo sagrado sólo es, por lo tanto, una
interpretación humana, mediante diversos lenguajes, mítico, ri-
tual o simbólico. Así, pues, no sólo es legítimo, sino además
indispensable, considerar lo que el análisis estructuralista, deri-
vado de las ciencias del lenguaje, puede aportar tanto a la apre-
hensión como a la comprensión de la expresión misma de 10
sagrado.

a) Estructura y símbolo

No se trata de examinar aquí 10 que sea el estructuralismo.


Ni cómo haya pasado desde la lingüística a unos campos que sólo
se sirven del lenguaje para expresar unas realidades de otro or-
den 1. Para nuestro propósito, sólo interesa comprender que esta
transferencia de método se basa en el hecho de que tanto la
lingüística como la antropología son ciencias del hombre, y que
toda cultura es en primer lugar un sistema de comunicación entre
hombres. Siendo el lenguaje el más perfecto de los sistemas de
comunicación, se creyó que el método lingüístico podía ser apli-
cado con provecho a otras disciplinas próximas. Pero para situar
el pensamiento de Cl. Lévi-Strauss en relación con el fenómeno
religiso, es necesario recordar que, tanto para él como para otros
estructuralistas, la diferencia entre lo real y lo imaginario es un
producto tardío pero fundamental de un pensamiento racional de
tipo occidental. Michel Foucauld no duda incluso en sostener
que tras la historia de los hombres y de su pensamiento subsiste

1 La bibliografía empieza a ser abundante, ver infra, p. 197.


176 Consideraciones sobre el fenómeno reli$!.ioso

una verdadera arqueología mental 2. En este sentido, la estructura


se localiza al otro lado de lo real y de lo imaginario: pertenece
al ámbito de lo inconsciente y, según Lévi-Strauss, constituye la
marca de una lógica elemental, original, así como la base misma
de todo el pensamiento humano. Por supuesto, para los estructu-
ralistas, el simbolismo es más profundo que lo real y que lo
imaginario. Los diferentes elementos de una estructura no tienen,
pues, exterioridad ni interioridad. Están «muertos». Los ele-
mentos simbólicos que podemos encontrar, por ejemplo, en los
mitos o en algunos fenómenos totémicos, no se definen por sí
mismos, sino únicamente por el lugar que ocupan en una estruc·
tura mítica o totémica. No tienen significación intrínseca, y su
sentido resulta solamente rlc una combinación de esos diversos
elementos entre sí, que constituye una estructura. Conviene re-
cordar aquí el modelo lingüístico: el símbolo es análogo al fone·
ma, que sólo existe en una combinación lingüística diferencial.
La estructura es, pues, un conjunto de valores simbólicos consi-
derados en sus funciones diferenciales. Es un sistema de relacio-
nes de diferencia -y, por consiguiente, por vía de consecuencia,
de relaciones de homología- entre elementos que no tienen por
sí mismos existencia propia, puesto que están «muertos». Para
entender mejor esta relación entre símbolo y estructura, hay que
recodar la noción de «compartimento vacío»: todas las series que
elabora el pensamiento humano no se corresponden aparente-
mente. Sin embargo, la operación de la lógica humana establece
una comunicación entre ellas por aplicación de la noción de des-
plazamiento en torno al objeto simbólico. La referencia al com-
partimento vacío se realiza por mediación del símbolo.
Ahora bien, es del todo evidente que en Lévi·Strauss esta
noción de desplazamiento, de origen lingüístico, está fundamen-
tada sociológicamente por el papel esencial jugado en las socie-
dades arcaicas por la práctica del intercambio 3. Y, así, puede de-
ducir, en su análisis de las estructuras de parentesco basadas en
la prohibición del incesto, una homología estructural entre los
niveles lingüístico, social, económico y natural, en función de los
procesos de intercambio. El estructuralismo, método para ver y
comprender las cosas, se nos aparece en primer lugar como una
1 Les Mots et les Choses (París 1966) y L'Archéologie du Savoir (Pa-
rís 1968).
3 La herencia de M. Mauss resulta manifiesta y atestigua la profunda
influencia de este gran sabio en todas las investigaciones etnológicas y
antropológicas contemporáneas.
El análisis estructuralista y lo sagrado 177
teoría general de la comunicación. El pensamiento de el. Lévi-
Strauss podría perfectamente ser definido como el intento de
fundar una ciencia exacta, un medio operatorio de transforma-
ción, en el sentido matemático contemporáneo del término, y
cuya finalidad consistiría en elaborar una especie de cibernética,
dada la infinidad de composiciones mentales de que el hombre
es capaz 4. Por lo demás, el mismo Lévi-Strauss define las ope-
raciones que permiten expresar en los mitos unas propiedades
comunes, y transformarlas unas en otras, como una especie de
álgebra 5. Podría evocarse aquí la imagen del caleidoscopio: el
número de elementos que ofrece es fijo, pero sus combinaciones
son múltiples y variables. Lo mismo que los elementos de una
estructura no tienen significación intrínseca alguna, así también
las clasificaciones totémicas no son postuladas nunca y son vivi-
das tanto como concebidas, exactamente lo mismo que la imagen
dada por el caleidoscopio sólo existe a posteriori, y -creo que
no habría que olvidar esto-- a partir del momento en que el
hombre hace girar esta máquina de sueños.

b) El pensamiento mítico
Generalmente, el mito está considerado como vehículo de lo
sagrado. El vínculo funcional entre mitos y ritos es para el hom-
bre un medio de aproximación a lo sagrado y de posesión de su
poder. Es sabido, por otra parte, que para Mircea Eliade el pa-
pel del mito estriba en restituir al hombre al tiempo primordial
de los orígenes. Parece, pues, normal analizar la teoría estructu-
ralista del pensamiento mítico para conocer su posición frente a
lo sagrado.
Para el. Lévi-Strauss, todos los mitos dependen de ese sis-
tema simbólico definido como más profundo que lo real y que
lo imaginario. A lo largo de toda su obra, principalmente en
Mythologiques, Lévi-Strauss divide el discurso mítico en elemen-
tos, en segmentos mínimos, en mitemas, análogos a los fonemas
de los lingüistas. Después, los organiza en paradigmas, es decir,
en elementos intercambiables de sustitución. «Los mitos se pien-
san entre sí», declara, tratándolos un poco al modo cómo en el
siglo XIX se aislaban los diferentes cuerpos y elementos constitu-
tivos de la materia viva y orgánica, o la materia inanimada. Ya

4 Ver el esquema del «operador totémico», La Pensée sauvage, p. 201.


5 Du Miel aux Cendres (París 1966) 407.
12
178 Consideraciones sobre el fenómeno reli[!,ioso

los estudios de Fr. Boas sobre la mitología de los Indios Tsins-


hian habían sugerido que la combinación de los distintos elemen-
tos componentes del relato mítico tenía más importancia que el
propio contenido del mito. Esta idea resultó fundamental en el
pensamiento de Lévi-Strauss. A lo largo de toda su obra, desde
el preludio que supone La Pensée sauvage hasta los desarrollos
más amplías de las cuatro Mythologiques, intenta en efecto de-
mostrar «no cómo los hombres piensan en los mitos, sino cómo
los mitos se piensan en los hombres y sin ellos saberlo» 6. Pues
para él no se trata, como pretenden otras hermenéuticas del len-
guaje mítico, de encontrar a través del mito unos contenidos pa-
radigmáticos (Eliade) ni unas situaciones histórico-sociales (M. Del-
court), ni las proyecciones sociopolíticas de la trifuncionalidad
en unos mitos de soberanía (Dumézil), sino de hacer abstracción
de todo sujeto, y considerar que, de alguna manera, los mitos
se piensan entre sí. Por consiguiente, no es de ninguna utilidad
aislar lo que hay en los mitos, sino únicamente «10 que el sis-
tema de los axiomas y los postulados define como el mejor código
posible, capaz de atribuir una significación común a unas elabo-
raciones inconscientes» 7. Dado que, según él, los mitos se' basan
en unos códigos de segundo orden -siendo el primero el del
lenguaje-, presentan múltiples variaciones a veces contradicto-
rias, cuyos elementos tienen que ser descompuestos para encon-
trar su inteligibilidad absoluta y recíproca.
Ahora bien, esto se apoya en el postulado de que el pensa-
miento mítico es comparable a la chapuza *. En una célebre
página de La Pensée sauvage, el. Lévi-Strauss explica que los
elementos del pensamiento mítico están situados a mitad de ca-
mino entre los preceptos y los conceptos. De ello resulta que las
unidades constitutivas del mito, de las cuales son posibles dife-
rentes combinaciones, están limitadas por el hecho de estar to-
madas de la propia lengua en la cual ya poseían un sentido. Y
esto restringe la libertad de maniobra, lo mismo que sucede al
chapucero que combina unos elementos heterogéneos y no puede
hacer con ellos cualquier cosa. Y no hay que olvidar tampoco,
pienso, que este homo faber contemporáneo no está completa-
mente condicionado por los materiales que utiliza, sino que elige

6 Le Cru et le Cuít, p. 20.


7 lbíd.
* No encontramos en castellano una palabra que trasvase exactamente
el término «bricolage», utilizado por el autor. (N. del Tr.).
El análisis estructuralista y lo sagrado 179

esos elementos con vistas a la mejor realización posible de su


proyecto. No «combina» cualquier cosa de cualquier manera. Así,
pues, el pensamiento mítico estaría en estrecha dependencia de
los propios elementos del lenguaje que emplea. Y además, añade
Lévi-Strauss, con frecuencia parece «sumergido en las imágenes».
Así, pues, sólo puede trabajar a fuerza de analogías y de apro-
ximaciones. También en esto Lévi-Strauss se basa en los análisis
de Fr. Boas, que declaraba, a propósito de la mitología de los
Indios de América del Norte, que los universos mitológicos esta-
ban destinados a ser desmantelados, apenas elaborados, para na-
cer de sus fragmentos nuevos universos. Pero es evidente que
en cada reconstrucción mítica los significados se transforman en
significantes. Luego se comprende que lo propio del pensamiento
mítico es la elaboración -10 mismo que la chapuza en el campo
manual- de conjuntos estructurados por medio de otro conjunto
estructurado que es el lenguaje. Pero, sin embargo, el pensamiento
mítico no funciona a nivel de esta última estructura: «Levanta
palacios ideológicos con los escombros de un discurso social an-
tiguo» 8. Utiliza residuos, restos de acontecimientos, despojos y
fragmentos fósiles, testimonios de la historia de un individuo y
de una sociedad. Gran número de mitos de invocación totémica
que vienen a justificar a posteriori la existencia de una estructura
social en dos mitades exogámicas, patri o matrilineales, y la refe-
rencia de esas mitades, a su vez subdivididas en clanes y en sub-
clanes, a series animales y vegetales, 10 confirman. Esos mitos,
muy significativos -pero a los que no puede reducirse todo el
pensamiento mítico del hombre-, tienen, pues, por función
establecer unas relaciones de homología entre los diversos tér-
minos de una serie social y unas clases de animales, de vegetales,
de objetos, que constituyen el microcosmos cotidiano del hombre.
No sólo justifican unos ritos y unas costumbres, sino que hacen
comprensible la complejidad de las relaciones totémicas. Todo el
problema reside, sin embargo, en saber si, como asegura A. E. }en-
sen, las estructuras fundamentales de las sociedades humanas ba-
sadas en una concepción bipolar del mundo, en una estructura
binaria de oposición del tipo día/noche, hombre/mujer, derecha/
izquierda, etc., resultan legitimadas por la existencia de divini-
dades parejas binarias, de divinidades duales, o si son resultado

8 La Pensée sauvage, p. 32.


180 Consideraciones sobre el fenómeno reli[1,ioso

de una operación diferencial de la lógica primaria del pensamien-


to humano 9•
Ahora bien, nosotros sabemos que existen otros tipos de mi-
tos, ya se trate de mitos cosmogónicos o de mitos de origen. Sin
embargo, éstos no muestran, según Lévi-Strauss, más contenido
sagrado que los mitos totémicos. Así, por ejemplo, el de los
Murngin, de la Tierra de Arnhem 10, que sólo sirve, según él, para
establecer unas relaciones de homología entre aquellos hombres
y las condiciones naturales en que viven: una estación lluviosa
debida a la serpiente pitón que provoca el diluvio, y las condi-
ciones sociales inherentes. Este mito de origen no religa, pues,
a los Murngin con un universo de divinidades ancestrales, como
pensaría Jensen, sino que en realidad define una ley de equiva-
lencia entre unos contrastes significativos de orden geográfico,
climático, zoológico, botánico, técnico. Hay dos estaciones, dos
sexos, dos sociedades, hombres y mujeres, dos grados de cultura,
iniciados y no iniciados. Ahora bien, la estación favorable está
subordinada a la mala, que es la de las lluvias torrenciales pero
fertilizantes, mientras que en el plano social sucede a la inversa.
En efecto, si la estación buena es masculina en tanto superior a
la mala, lo mismo que los hombres y los iniciados son superiores
a las mujeres y a los no inciados, habría que atribuir al elemento
profano y femenino el poder y la eficacia pero también la este-
rilidad. De donde resulta una doble contradicción, puesto que el
poder social pertenece a los hombres y la fecundidad natural a
las mujeres. Es, pues, necesario que el microcosmos se organice
según el orden determinado por las explicaciones naturalistas,
geográficas, del mito, que revelan la primacía de las infraestruc-
turas. En efecto, es muy frecuente ver que el mito juega un
papel de determinación, de precisión, de apropiación del espacio,
asignando cada porción del espacio a un pareja de subdivisión
humana. Así, por ejemplo, entre los Aranda lo mismo que entre
los Osacas, el mito precede a la individuación y a la apropiación
del territorio. Y, así, elabora una geografía mítica totalitaria que
permite organizar la variedad de un paisaje y, por nuevas reduc-
ciones sucesivas, termina siempre en una oposición binaria.
La línea directriz del pensamiento de el. Lévi-Strauss estable-
ce que cada nivel de la realidad social constituye el complemen-

9 A. E. Jensen, Mythes et cultes chez les peuples primitils (París 1954),


en particular los caps. 5 y 7.
10 Analizado en La Pensée sauvage, pp. 120-124.
El análisis estructuralista y lo sagrado 181

to indispensable para comprender los otros niveles. «Las cos-


tumbres remiten a las creencias, y éstas a las técnicas, no por
mero reflejo, sino por reacción dialéctica entre ellas. No se puede,
pues, pretender la comprensión siquiera de una de ellas sin haber
evaluado, en sus relaciones de oposición y de homología, las ins-
tituciones, las representaciones y las situaciones» 11. Ya escribía
lo mismo a propósito del mito de Edipo: «La vida social verifica
la cosmología en la medida en que una y otra denotan idéntica
estructura contradictoria. Por consiguiente, la cosmología es ver-
dadera» 12. Por lo mismo, en contra de la definición aristotélica
sobre los mitos de origen de que los archai deben ser compren-
didos como atiai, los principios como causas, Lévi-Strauss niega
que un mito de origen o de denominación pueda ser verdadera·
mente etiológico. Estos mitos no explican un origen; no definen
una causa. Operan por valor diferencial, y sólo invocan el origen
o la causa para incorporar algún detalle, señalar una especie, defi-
nir un estado. El mito es, pues, en primer lugar un sistema de
clasificación, el valor de cuyos diversos elementos no reside en la
significación intrínseca de los acontecimientos que el relato mítico
pone en juego, sino por lo que éstos significan, al plantear unas
diferencias.
Creo que podemos esbozar aquí una comparación de determi-
nados mitos heroicos griegos, de los que Lévi·Strauss práctica-
mente no habla. En esos mitos, en efecto, hay que descomponer
la historia del héroe tal como la transmite el mito, para aislarla
de las relaciones conflictivas entre el héroe y la sociedad -es el
caso de Edipo, por ejemplo--, y para definir unas situaciones
míticas, las que presenta el relato, así como una mitología de las
situaciones típicas que expone unas fórmulas de transgresión de
los tabús, los medios de vencer al adversario y otras fórmulas
de felicidad. Ahora bien, es evidente que el análisis de Strauss
del mito de Edipo 13, al ensayar sucesivamente diversas disposi-
ciones de mitemas, termina ignorando por completo el contenido
del mito, que en este caso es el de las pruebas de capacidad para
ostentar el poder real, y sólo consigue deducir un instrumento
lógico, capaz de resolver la alternativa entre la autoctonía del
hombre y su reproducción bisexual, en la medida en que Edipo-
pie-de-piña significa una modalidad de nacimiento opuesta a otra.

11 Le Totémisme aujourd'hui, p. 131.


12 Anthropologie structurale, p. 239.
13 [bid., pp. 235-243.
182 Consideraciones sobre el fenómeno relif!.ioso

Este brillante ejemplo de aplicación de una técnica se muestra


claramente reductor: desplaza totalmente la función evidente de
este mito, que reside en justificar el acceso de Edipo a la rea-
leza, por una serie de situaciones típicas.
Parece necesario presentar ahora algunas reflexiones críticas
sobre el problema del pensamiento mítico referentes a determi-
nados puntos importantes. Si bien el mito es definido como un
modo de comunicación humana, 10 mismo que 10 son los trueques
económicos o los vínculos de parentesco, también es un lenguaje
cuya función consiste en expresar un contenido. Ahora bien, para
el. Lévi-Strauss, la significación del mito está contenida, con-
ducida, expresada por su propia estructura, 10 mismo que la
sintaxis en cualquier otro lenguaje. Ciertamente, la analogía mito-
lenguaje es válida, pero no parece que la significación del mito
haya de residir en un álgebra de relaciones estructurales entre los
diversos elementos que la componen, sino más bien en la signi-
ficación primaria e inmediata de su contenido mismo: relaciones
familiares, tensiones entre hombres y mujeres en el seno de socie-
dades patrio o matrilineales, por ejemplo. Los mitos pueden, pues,
tener un significado a través de su estructura. Esta última puede
reflejar los elementos fundamentales de la sociedad de la que han
salido, o bien actitudes y comportamientos típicos de los hom-
bres fabricantes de ese mito. Pueden asimismo reflejar las pre-
ocupaciones específicamente humanas, en particular las causadas
por la oposición existente entre instintos, deseos humanos, y las
imposiciones intransigentes de la naturaleza, o las otras, colec-
tivas, de la sociedad. Pero todo esto no implica que el mito no
sea portador de una significación intrínseca y que sólo pueda
remitir a las costumbres y a las técnicas.
Para Lévi-Strauss, por otra parte, un mito está compuesto
por la totalidad del conjunto de sus variantes, y definido por el
conjunto de sus versiones (por ejemplo, respecto al mito de Edi-
po, Lévi-Strauss incluye la interpretación freudiana en la misma
proporción que la de Sófocles). Luego el análisis estructural con-
sidera cada una de esas variantes igualmente válidas, y se cree
autorizado a desarrollar un «análisis pluridimensional». Ahora
bien, también en eso conviene, creo, introducir una reserva. Lo
mismo que parece bastante difícil creer que la significación última
de los mitos consista sólo en reflejar algo en relación con el tra-
bajo del espíritu, así también parece evidente que cada detalle
del mito no debe poseer un valor idéntico que le valga el honor
de ser integrado en el análisis de su estructura. Hay que tener
El análisis estructuralista y lo sagrado 183

en cuenta los caracteres particulares del lenguaje mítico, y de su


transmisión por medio de tradiciones orales y poéticas que favo-
recen las múltiples variaciones sobre un tema concreto, según una
libertad que nada tiene que ver con la estructura social del con-
tenido. Si Lévi-Strauss da una explicación tan teórica, ¿no será
porque parte del apriori de que la estructura mítica es idéntica
a la del espíritu humano, la cual según él es invariable? Al des-
integrar a su antojo el relato mítico, a fin de clasificar sus ele-
mentos según un orden lógico preestablecido, anula todas las ex-
centricidades, las variantes, humorísticas o poéticas, las contra-
dicciones en el interior mismo del relato mítico, la mayoría de
las veces debidas al choque de versiones diferentes. Más impor-
tante todavía resulta el hecho de que, so pretexto de que el pen-
samiento mítico está localizado en la sincronía, se niegue a ver en
algunas variantes la expresión misma de la evolución histórica,
de la diacronía manifiesta en un cambio de costumbres que pre-
cisamente hay que justificar por el mito. Para seguir ateniéndo-
nos a Edipo, es evidente que el mito debe excusar la muerte del
rey Laio, desde el momento en que la: sucesión sólo se realiza
por la muerte ritual del viejo rey. La mitología griega, tal como
la conocemos ahora, ha sido ampliada en sus aspectos puramente
narrativos, mientras que su contenido especulativo resultó pro-
porcionalmente reducido por esa dilatación.
Así, pues, nos preguntamos si el análisis estructural no re-
duce, en proporciones importantes, el valor del pensamiento mí-
tico. La esencia misma del análisis estructural se basa en la cons-
trucción de modelos abstractos obtenidos por la descomposición
artificial del objeto estudiado, y después por su reconstrucción en
términos de propiedades esencialmente relacionales. En el pen-
samiento arcaico, resulta con frecuencia que el papel del mito
consiste en proponer un modelo que mediatiza los contrarios y
resuelve oposiciones binarias, contrastes originados por la expe-
riencia diaria y generadores de prohibiciones: aldea/bosque o
naturaleza hostil; hombre/mujer, derecha/izquierda, cielo/tierra.
En resumen: toda una serie de oposiciones entre la naturaleza
y la cultura, cuya mediación vendría, pues, a garantizar el mito.
Esta teoría se muestra perfectamente válida para determinadas
áreas culturales, como las de los Indios de América, los Aborí-
genes de Australia, y algunas culturas africanas. Pero es absolu-
tamente necesario introducir en la realidad mitológica vivida una
184 Consideraciones sobre el fenómeno reli?,ioso

serie de matices. Como ha demostrado G. S. Kirk 14, la oposición


entre naturaleza y cultura se encuentra en algunos mitos meso-
potámicos, como el de Gilgamés, que en parte influyeron en los
mitos semíticos y griegos. Pero el fin evidente de esos mitos que
hacen intervenir a los dioses de la naturaleza en el contexto de
las ciudades consiste en dar sentido a los propios límites de las
instituciones humanas, al mismo tiempo que en vincularlos al
natural contorno hostil. Así, pues, intentan verificar una totali-
dad básica del orden cósmico y social. En otros términos, el fin
de esos mitos consiste en suministrar al hombre respuesta al anta-
gonismo entre naturaleza y cultura, que su experiencia y su intui-
ción primarias le revelan. Pero esa mediación está lejos de cons-
tituir el tema fundamental de los mitos mesopotámicos. Y lo
mismo sucede con el mundo griego, donde el pensamiento racio-
nal ha acusado desde el siglo v, la oposición fundamental entre
phisis y nomos, sin que no obstante los mitos griegos hayan sido
elaborados en función de esa dialéctica, o no la hayan reflejado,
ni hayan tenido como única función mediatizar la naturaleza sal-
vaje y las técnicas humanas. El ejemplo de los Centauros mues-
tra hasta qué punto el mito puede establecer unas relaciones
múltiples y ambiguas entre una naturaleza hostil, extraña al
hombre, pero de origen divino y que él asocia a unas técnicas,
y unas culturas, en la persona de unos hombres salvajes, barbu-
dos, procedentes del desierto, de la naturaleza hostil. Así, pues,
las relaciones entre los dos campos de acción del hombre son
ambivalentes y no pueden ser resumidos en una simple y pura
operación intelectual de mediación. De hecho, el mito es una
realidad cultural en extremo compleja que no puede ser anali-
z,lda a través de una sola hermenéutica 15.

c) El estructuralismo y lo sagrado
La cuestión esencial planteada por el análisis estructural de
los mitos estriba en saber si todo «pensamiento salvaje» es com-
patible con una aprehensión y una expresión de lo sagrado. El
pensamiento arcaico no es únicamente clasificador y taxinómico.
Ordena lógicamente diferentes elementos típicos; organiza toda
la vida colectiva según unos rituales que la regulan escrupulosa-

14 Myth, its Meaning and Function in Ancient and Other Cultures


(Cambridge University Press 1970), particularmente pp. 84-170.
15 Sobre este punto, ver infra, p. 230s.
El análisis estructuralista y lo sagrado 185

mente. ¿Puede llegar a algún tipo de concepción de lo sagrado?


La respuesta de Cl. Lévi-Strauss es tranquila y totalmente nega-
tiva. Para él, por abarrotado que esté de imágenes muertas y de
símbolos residuales, el pensamiento mítico es siempre un pensa-
miento generalizador. Combina en un orden nuevo unos elemen-
tos permanentemente invariables. No explica un estado de hecho
refiriéndolo a una causa primera. Indica sólo los caracteres dife-
renciales de una especie. Establece una diferencia, en cuanto tal.
El mito es, pues, la premonición del discurso científico. El pro-
blema resulta así claramente planteado: ya A. Comte aseguraba
que toda la evolución intelectual de la humanidad procedía del
inevitable ascendiente primitivo de la filosofía teológica, y expli-
caba cómo el hombre interpreta los fenómenos naturales asimi-
lándolos a sus propios actos, que son los únicos cuyo modo de
producción alcanza a entender. Ahora bien, por un procedimiento
simultáneo pero inverso de sobrevaloraci6n, el hombre atribuye
a sus propios actos un poder y una eficacia comparables a la de
los fen6menos naturales. El hombre, pues, s610 puede inventar
un dios si ya las fuerzas de la naturaleza le pertenecen y ha con-
seguido interiorizar1as, mediante un sistema de clasificaci6n, como
el sistemo totémico. Lévi-Strauss escribe, por consiguiente, con
toda l6gica: «La religión consiste en una humanización de las le-
yes naturales, y la magia, en una naturalización de las acciones
humanas -tratamiento de determinadas acciones humanas como
si formaran parte integrante del determinismo físico ... La reli-
gión consiste en un antropomorfismo de la naturaleza, y la magia,
en un fisiomorfismo del hombre. Y no hay religión sin magia en
la misma medida en que no hay magia que no contenga al menos
un ingrediente mínimo de religión. La noción de una sobrenatu-
raleza sólo existe para una humanidad que se atribuye a sí misma
poderes sobrenaturales y que otorga en contrapartida a la natu-
raleza los poderes de su sobrehumanidad» 16. Y puesto que para
Lévi-Strauss el mito es generalizador y precientífico, y por tanto
más objetivo, lo considera superior a cualquier religión, al ser
ésta sólo proyección de una subjetividad más o menos colectiva.
Así, pues, como se ve, en este paso del estado de naturaleza
a una cultura no hay sitio para ninguna modalidad de aprehen-
si6n de lo sagrado. Toda ciencia está dada, antes incluso de que
el espíritu humano la haya ordenado en funci6n de su aprehen.
sión del cosmos. En la Introducción a la reedición de una obra

16 La Pel1sée sauvage. pp. 292-293.


186 Consideraciones sobre el fenómeno reli?,ioso

de Marcel Mauss, Lévi-Strauss ha definido claramente el proble-


ma del pensamiento simbólico y mágico 17. ¿Podemos crer que las
cosas que rodean al hombre se hayan puesto progresivamente a
tener un significado preciso para él? ¿O hay que pensar, por el
contrario, que esto se ha producido en bloque, de una sola vez?
¿Ha existido un momento en que el cosmos se volvió significati-
vo sin no obstante haber sido mejor conocido por el hombre?
La oposición entre simbolismo y conocimiento racional adquiere
aquí toda su importancia. El conocimiento es el proceso intelec-
tual que permite identificar y ordenar, unos en relación con
otros, los diversos aspectos del significante o del significado. El
cosmos ha significado algo para el hombre mucho antes de que
este último supiera qué significaba exactamente. Pero el mundo
ofrece, de una vez para siempre, inmediatamente, una significa-
ción de todo lo que el hombre podía y debía aprender a conocer.
Así, pues, el conocimiento es sólo el lento perfeccionamiento, el
profundizamiento, de esa totalidad cerrada que constituyen el mun-
do y el hombre que vive en él. Con toda la seguridad que le
otorgan la importancia y el valor de su obra, Cl. Lévi-Strauss
elabora, pues, con gran acopio de imágenes y de expresiones cien-
tificas, una filosofía impermeable a cualquier idea de revelación
de lo sagrado y de trascendencia divina. Pues las explicaciones
que da del papel y del funcionamiento del pensamiento mítico
desmantelan no sólo las teorías de las sacralidades naturales y
de las hierofanías tan del gusto de M. Eliade, sino las diversas
teorías derivadas de la filosofía de Feuerbach sobre las necesidades
de los hombres transmudadas en entidades religiosas. Su pensa-
miento representa, ciertamente, una de las formas más seducto-
ras del agnosticismo moderno.
Ahora bien, esta teoría supone al mismo tiempo la unicidad
del pensamiento salvaje y la invariabilidad de las estructuras del
entendimiento humano. Ya en 1963 P. Ricoeur se asombraba de
que el análisis estructural no fuese aplicado al estudio de otros
ámbitos míticos, indoeuropeo, semítico, helénico 18. Porque si exis-
te una unicidad del pensamiento mítico, y si se considera verda-
dera y constante la existencia de un «pensamiento salvaje», ¿por
qué no aplicar el análisis estructural al fondo mítico de Occiden-
te? ¿Y, en primer lugar, precisamente en razón de su importante
desarrollo religioso, a los mitos del Antiguo Testamento? Es

17 M. Mauss, Sociologie el Anlhropologie (París 1960) IX-U!.


18 En la revista «Esprit» (noviembre 1963) 628ss.
El análisis estructuralista y lo sagrado 187

interesante señalar la prudente reserva que mostró entonces Lévi-


Strauss y que revela, en el fondo, una especie de negativa a en-
trar en el mundo de las categorías religiosas. El Antiguo Testa-
mento, vino a decir en sustancia, emplea sin duda alguna mate-
riales míticos. Pero éstos son utilizados con vistas a un fin dis-
tinto del suyo original. Los mitos hebraicos han sido, pues, de-
formados por los sucesivos redactores que los interpretaron so-
metiéndolos a una nueva operación intelectual, particularmente
en la «fase sacerdotal». Conviene hacer notar, creo, de pasada,
que esto no es exclusivo del universo bíblico: se encontrarían
reinterpretaciones similares, como respuesta a las necesidades de
nuevas «lecturas» de los mitos, en el ámbito griego, pero sobre
todo en Roma, con el fenómeno ahora perfectamente conocido
de la historización de los mitos originales. El mismo fenómeno
es asimismo perceptible, en un área cultural completamente dis-
tinta, entre los Indios Zuni del sudoeste de América del Norte.
El ideal sería, pues, para Lévi-Strauss, poder despejar todas esas
«teologías» sobreañadidas a fin de encontrar el núcleo mítico ori-
ginal. Ahora bien, según el método estructuralista, sólo es posible
interpretar válidamente los mitos y los símbolos por referencia
al contexto cultural, modos de vida, técnicas, ritos y organiza-
ción social. En el caso del antiguo Israel, ese contexto falta casi
por completo, a excepción de lo que los mitos bíblicos nos cuen-
tan de ello, pero de lo cual, al parecer, no deducen ningún sig-
nificado particular. La prudencia exigiría, pues, aceptar que, como
el mismo Lévi-Strauss ha declarado, todo pensamiento mítico
no debe depender de un modo único de explicación.
Como quiera que sea, Edmund Leach, brillante antropólogo
del King's College, en Cambridge, intentó aplicar el análisis es-
tructural a algunos fenómenos relatados en la Biblia, en particu-
lar en dos artículos de gran repercusión 19. Al contrario que Lévi-
Strauss, que sólo se sitúa en la perspectiva sincrónica y a quien
toda evolución y transformación parecen molestar, Leach intenta
demostrar que el mito es segregado por el desarrollo de una
tradición histórica: es un precipitado. La Biblia cuenta una his-
toria sagrada, la de las relaciones de Yahvé con el pueblo por él
elegido. El eje cronológico resulta, pues, fundamental en ella. En
los relatos míticos de los libros históricos, las genealogías comple-
jas juegan un papel esencial que nos remite incesantemente al
problema de la endogamia, incompatible con la conquista militar

19 Genesis as Myth. - The Legitimacy 01 Saloman (Londres 1969).


188 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

de Caná y con la costumbre de posesión del suelo. La historia


de la realeza sagrada en Israel, tal como la narran el Libro de
Samuel y el primer Libro de los Reyes, es sin duda una reinter-
pretación hecha por la clase sacerdotal de ciertos elementos mí-
ticos, cuya finalidad consiste en probar que el advenimiento de
Salomón al trono de Israel es el término necesario y lógico de
una larga historia. En una palabra, una especie de legitimidad.
Pero, más allá de esta lectura sacerdotal, el análisis debe poder
encontrar un relato destinado a mediatizar la mayor contradicción
que se planteó a los Hebreos con ocasión de la conquista de la
Tierra de Promisión. ¿Cómo conciliar el respeto de la leyendo-
gámica prescrita por Moisés con la necesidad de unirse a las
mujeres extranjeras para poseer el suelo? Ed. Leach llega, así, a
esquematizar la historia de la realeza de Israel en una serie de
parejas de oposiciones: Israelita/extranjero; Rey legítimo/usur-
pador; Judá/Benjamín; Padre/hijo, etc. En esta dialéctica cons-
tante, la mediación resulta asegurada siempre por intermediarias
femeninas, en forma de prostitutas que mancillan a los anti-reyes,
o por adulterios con la mujer del rival, con la concubina del pa-
dre, e incluso por incesto con la hermana, como el cuadro esque-
mático que sigue permitirá comprobar 20.

ANALISIS SOCIO-CULTURAL DE LOS LIBROS DE SAMUEL


y DEL PRIMER LIBRO DE LOS REYES, 1-9

1 Samuel, 4-19 Saúl (Benjamín) opuesto a David (Judá) = israelita opues-


to a extranjero.
David (Judá) aliado al extranjero.
y después Saúl (Benjamín + Israel) muerto por extran-
jero, que es muerto por David (Judá + Israel). David
lleva luto por Saúl.
Abner (Benjamín + Israel) muerto por Joab (Judá + Is-
rael), que no es muerto por David (Judá + Israel). Da-
vid lleva luto por Abner.
Isboset (Benjamín + Israel) muerto por «extranjeros» de
Benjamín + israelitas que son muertos por David (Judá +
+ Israel).
David (Judá + Israel) queda como único superviviente:
mediación de contrarios.

20 Cf. Ed. Leach, op. cit., p. 475s.


El análisis estructuralista y lo sagrado 189

1 Samue1, 25 David - Abigail- Nabal = adulterio.


2 Samue1, 1-10 David e Isboset = Judá contra Benjamín + adulterio con
la concubina del antiguo rey.
11-12 David y Betsabé de Uri = adulterio.
13 Amnón y Tamar - Absa1ón = incesto de medio-hermano
y hermana.
14-19 Absa1ón y David = padre contra hijo + adulterio con con-
cubina del padre.
20-24 Sebá y David = Benjamín contra Judá.
1 Reyes, 1-4 David-Abisag = impotencia sexual del viejo rey.
5s. Adonías y Salomón = medio-hermano contra medio-herma-
no + tentativa de adulterio con la concubina del rey di-
funto.

Si, por otra parte, se intenta definir los diversos personajes


de este drama real en relación con David y según su tipo de
muerte, se obtiene otro cuadro muy significativo:

Nabal marido de una de las mujeres de David, tribu de Judá, muerto


por orden de David.
Abigail segunda mujer de David, su hermana o medio-hermana.
Saúl padre de la mujer de David, tribu de Benjamín, muerto por los
amalecitas.
Jonatán cuñado de David y hermano adoptivo, tribu de Benjamín, muer-
to como Saúl.
Asael hijo de la hermana de David, extranjero, muerto por Abner.
Abner tío paterno de la mujer de David, tribu de Benjamín, muerto
por Joab.
Isboser hermano de la mujer de David, tribu de Benjamín, muerto a
traición por sus partidarios.
Mica1 mujer de David e hija de Saú1, repudiada, y después vuelta a
tomar por David.
Urías marido de la mujer de David, cananeo, muerto por orden de
David.
Betsabé mujer de David, originaria del sur de Judá, sobrevive al drama.
Amnón hijo de David, tribu de Judá, muerto por Absa1ón.
Tamar hija de David, tribu de Judá, seducida y abandonada por
Amnón.
Absa1ón hijo de David, tribu de Judá, asesinado por Joab.
Abisag concubina de David, extranjera que permaneció virgen, deseada
por Adonías.
Adonías hijo de David, tribu de Judá, ejecutado como usurpador y
adúltero por orden de Salomón.
Joab hijo de la hermana de David, extranjero, ejecutado por orden
de Salomón.
Al final de esta tragedia en tres actos, sólo queda:
Salom6n hijo de David y de Betsabé, tribu de Judá, único rey legí-
timo.
190 Consideraciones sobre el fenómeno reli[!,ioso

Así, pues, la narración bíblica cronológica revela la signifi·


cación estructural y la importancia de los detalles sociológicos
del relato. Las partes históricas del Antiguo Testamento constitu-
yen, pues, una historia mítica unitaria, que no tienen otra fun-
ción que la de justificar el estado de la sociedad judía con oca-
sión de la redacción definitiva de los Libros históricos. Es del
todo evidente que para Ed. Leach en estos textos no hay nada
más que ver. La historia es sólo lo que se cree que ha ocurrido,
y el mito es lo que existe actualmente y que explica sus razones.
Toda interpretación teológica de estas realidades está sobreaña-
dida, y no forma parte intrínseca de las estructuras que revela
el análisis de estos textos. A pesar de esta concepción excesiva-
mente funcional del mito, Leach sigue siendo un estructuralista
ortodoxo al procalamar que en este relato bíblico sólo existe en
última instancia un orden lógico de las partes constitutivas del
relato, y que, por consiguiente, el mito es de una neutralidad
total, en la medida en que es sólo expresión, en términos de fe-
nómenos observables, de realidades inobservables.
Me parece interesante señalar una actitud metodológica muy
próxima a la de Ed. Leach en el etnólogo Luc de Heusch, que
aplica a las culturas africanas, y en particular a la cultura bantú,
un análisis estructural. Sus reacciones ante la teología de los Do-
gon parecen, en efecto, análogas a las de Leach ante la teología de
la realeza en Israel. A partir de la obra admirable de Marcel Griau-
le y de G. DieterIen, conocemos mejor la extraordinaria actividad
teológica de los «doctores» Dogon, el simbolismo de su cosmo-
logía, la profundidad de su metafísica monoteísta 21. Ahora bien,
en esta cultura, como en el antiguo Israel, la teología está so-
breañadida a los mitos más antiguos por las especulaciones de
iniciados, que pueden compararse, con todo derecho, a la reinter-
pretación sacerdotal de la realeza judía. El antropólogo estruc-
turalista desconfía de estas creaciones inscritas en la historia de
un pueblo. Ve en ello la señal de dos actividades distintas del es-
píritu humano que, por la intransigencia de su método, no llega
a vincular entre sí. «Mitología y teología, escribe L. de Heusch,
dependen de niveles creadores distintos, que no siempre es fácil
localizar. Semejante incertidumbre torna evidentemente aleatoria
la lectura estructuralista» (de la epopeya del Zorro Pálido) 22.
21 Entre otras obras: Masques Dogons (París 1938); Les ames des Do-
?,on (París 1941); Dieu d'Eau, entretiens avec O?,otemmeli (París 1948);
Le Renard Pdle, 1, Le mythe cosmogonique (París 1965).
22 Pourquoi l'épouser? (París 1971) 158.
El análisis estructuralista y lo sagrado 191

Esta era ya la actitud de Cl. Lévi-Strauss respecto a la teo-


logía de los Nuer, a propósito de las peculiares relaciones que
éstos establecían entre los gemelos y los pájaros. En efecto, aqué-
llos definen a los gemelos diciendo que son una persona, pero,
asimismo, que no son una persona, sino pájaros. E. E. Evans-
Pritchard demostró perfectamente que esta contradicción sólo era
aparente 23. En efecto, la relativa rareza de los gemelos hace que
sean considerados manifestaciones de lo sagrado: son, pues, «hi-
jos de Dios». Como el cielo es la mansión divina, los gemelos
son «personas de arriba», en oposición a los hombres comunes o
«personas de abajo». Ahora bien, también los pájaros son «de
arriba» para los hombres. Y, lógicamente, los gemelos son asimi-
lados a ellos. Pero los gemelos son seres humanos: aun siendo
«de arriba», son también, por su nacimiento, «de abajo». Lo
mismo, por lo demás, que los pájaros, algunos de los cuales vue-
lan menos alto y peor que otros. Globalmente, los pájaros son
«de arriba», pero algunos están en el nivel inferior de lo alto.
Se comprende fácilmente por qué los Nuer dan a los gemelos el
nombre de pájaros que vuelan mal y bajo, de pájaros terrestres.
Es evidente que este vínculo que une a los gemelos con un tipo
especial de pájaros es ante todo, como subraya con razón Lévi-
Strauss, un vínculo lógico de relaciones mentales. Los gemelos
no son pájaros porque se confundan con ellos, y menos aún por-
que se les parezcan, ni siquiera porque se dediquen especial-
mente a cazarlos, sino porque los gemelos se encuentran, en rela-
ción con los demás hombres, como personas «de arriba» en relación
a las personas «de abajo», y, en relación con los pájaros, como
pájaros «de abajo» en relación con los pájaros «de arriba». Análo-
gas relaciones encontraríamos en los Kwakiutl de la Columbia
británica.
Ahara bien, todo el problema consiste en interpretar esta
relación metafórica, como dice Evans-Pritchard. Para Lévi-Strauss,
esta relación permite pensar el mundo animal en términos del
mundo social: la relación de tipo totémico sólo es explicable por
las asociaciones que evoca en el espíritu del hombre. Sin embar-
go, Evans-Pritchard señalaba -y Lévi-Strauss se lo reprocha-
que «la fórmula que asimila los gemelos a los pájaros no traduce
una relación diádica entre los gemelos y los pájaros, sino una
relación triádica entre los gemelos, los pájaros y Dios. Gemelos

23 Nuer Religion (Oxford 1956), comentado por Lévi-Strauss en Le


Totémisme au;ourd'hui, pp. 11455.
192 Consideracíones sobre el fenómeno religioso

y pájaros ofrecen un carácter común en relación con Dios» 24.


Lévi-Strauss niega que la creencia en una divinidad superior sea
la causa de semejantes relaciones de homología, que él ha encon-
trado en otras culturas menos teologizadas. Sin duda alguna, pero
el hecho de que los Nuer sean más teólogos que otros pueblos
es algo que resulta difícil no tener en consideración. Cabe, pues,
preguntarse si la ignorancia de los mecanismos genéticos y el
misterio que rodea el fenómeno de los gemelos no ha sido preci-
samente el factor valorizado por una sacralización. ¿No dicen los
propios Nuer que los gemelos son un «don del cielo»? Y si sobre
los pájaros y los gemelos se encuentran proyectadas nociones y
sentimientos cuyo origen reside en algún lugar fuera de su exis-
tencia objetiva, ¿puede darse por segura la afirmación, funda-
mental para la teoría estructuralista, de que los mitos sólo remi-
ten a las costumbres y éstas a las técnicas?
Con estos ejemplos vemos cómo el método estrucruralista da
la impresión de desconfiar de toda elaboración teológica, porque
se niega a admitir que a través del lenguaje mítico pueda expre-
sarse cualquier revelación de lo sagrado. Es completamente asom-
broso que Lévi-Strauss haya declarado que los mitos totémicos
australianos, que se basan sobre hechos: aparición del antepasado
totémico en determinado punto del territorio tribal, peregrina-
ciones que santifican un lugar establecido, etc., y que aportan
promesas de felicidad y seguridad en la reencarnación, pueden
ser calificados como kerigmáticos 25. «Esas profundas certidum-
bres, añade, se encuentran en todos los que interiorizan sus pro-
pios mitos.» Y como si se negase a avanzar más lejos o a recono-
cer cualquier ventaja al interlocutor, Lévi-Strauss precisa un pun-
to metodológico esencial para él, y que me parece que determina
con exactitud los límites y el valor del análisis estructural del
pensamiento mítico: «... pero no pueden ser percibidas, y deben
ser dejadas al margen por quienes las estudian desde afuera». Se
trata de la negación absoluta de 10 que él estima subjetividad.
«No se pueden comprender las cosas desde fuera y desde dentro,
y sólo podemos comprenderlas desde dentro si hemos nacido
dentro.» Así queda claramente expresada la negativa a interiori-
zar cualquier comprensión de lo sagrado. El método estructura-
lista se sitúa, pues, en los antípodas de la fenomenología religio-
sa, puesto que implica que la comprensión de un fenómeno no

24 Nuer Religion, p. 132.


25 «Esprit» (noviembre 1963) 634.
El análisis estructuralista y lo sagrado 193

debe suponer participaci6n alguna del observador, por lo demás


imposible. Ciertamente, el análisis estructural intenta también
comprender, pero no en el mismo sentido que los fenomen610gos
dan a su término clave Verstehen. En efecto, pretende más con-
cretamente explicar deduciendo leyes y mecanismos estructurales.
10 que el estructuralismo esclarece son los mecanismos 16gicos
del funcionamiento del espíritu humano, pero nunca el contenido
mismo del pensamiento del hombre. Si los mitos son los dis-
cursos de una sociedad sobre sí misma, el análisis estrictamente
objetivo habrá s610 de contentarse con lograr elucidar su combi-
naci6n sintáctica, lo mismo que el lingüista intenta elaborar la
gramática de una lengua dada, sin preocuparse en absoluto de
conocer al hombre que habla esa lengua, ni de lo que a través
de ella expresa.
El gran error de muchos de nuestros contemporáneos ha
consistido, sin duda, en pedir al análisis estructural algo distinto
de lo que pretende proporcionar. A recibir en enero de 1968 la
medalla de oro del CN.S.R., la más alta distinci6n con que un
sabio francés puede ser honrado, Cl. Lévi-Strauss declar6 clara-
mente: «El estructuralismo debidamente practicado no aporta nin-
gún mensaje; no posee ningún secreto para abrir todas las cerra-
duras; no pretende formular una concepci6n nueva del hombre
ni del mundo. Y no pretende fundar una terapéutica ni una filo-
sofía.» Sin embargo, tras la modestia y la prudencia del sabio,
no podemos dejar de considerar que su voluntad de definir al
hombre «ampliando el campo de investigaci6n hasta los límites
mismos del objeto... para permitir la aparici6n de unos hechos
de suficiente generalidad y hallar en el despliegue diversificado
de las culturas humanas unas condiciones equivalentes a las de
la experimentaci6n ... », demuestra el carácter notorio de conoci-
) miento objetivo y positivo de su propósito. Dado que el método
científico es unitario, y que el conocimiento del hombre tiene
que pasar por él, podemos preguntarnos si en esa perspectiva
hay lugar para una antropología religiosa científicamente válida.
Ahora bien, Cl. Lévi-Strauss declara llanamente que es imposible:
«Si se pretende constituir la religi6n en un orden aut6nomo de-
pendiente de un estudio particular, habrá que sustraerla a la
índole común de los objetos científicos... e inevitablemente re·
sultará que, para una consideraci6n científica, la religi6n no será
sino reino de ideas confusas; pero si se atribuye a las ideas reli-
giosas el mismo valor que a cualquier otro sistema conceptual, es
decir, el acceso a los mecanismos fundamentales del pensamiento
13
194 Consideraciones sobre el fenómeno religioso

humano, la antropología religiosa será revalidada en su proceso,


pero a costa de su autonomía y su especificidad» 26. Se ve clara-
mente que el análisis estructural desemboca en un agnosticismo
total, basado en una comprensión notoria y brillante de las es-
tructuras mentales del hombre, siempre considerado al margen
de la historia, en un eterno presente.
Creo que aún son necesarias tres observaciones, no a título
de conclusión, pues el debate entablado por Cl. Lévi-Strauss es
tan importante que sería jactancioso y vano pretender concluirlo,
sino a título de reflexiones provisionales y de hipótesis de pe-
netración.
1) Epistemológicamente, el análisis estructural puede resu-
mirse así: su objeto de estudio es una totalidad, definida por una
serie de oposiciones de contrarios. Esta estructura binaria repre-
senta el estado de objetivación de una sociedad, y, como todo
objeto científico, el acto mismo que la define en sus diferencias
----<:omo hacen los mitos- no la transforma. En realidad, incluso
en el ámbito del pensamiento mítico, donde el espíritu humano
parece más libre de abandonarse a una espontaneidad creadora,
captamos imposiciones mentales, leyes internas análogas a las dis-
cutidas en la organización de las estructuras de parentesco. ¿Hay,
pues, que concluir de ello que el espíritu humano, tan estrecha-
mente determinado, «está encadenado por doquier?»
2) ¿Son válidos los materiales sobre 106 que el análisis es-
tructural basa su teoría explicativa del funcionamiento del espí-
ritu humano? ¿Interesan todavía al etnólogo en la actualidad las
sociedades frías, y puede salir de la' diacronía en la que está si-
tuado para instalarse tranquilamente como observador en una
sincronía completa? En verdad, yo creo que el problema, formu-
lado en estos términos, es un problema falso. Después de todo,
ningún historiador que trabaja sobre períodos más o menos ale-
jados de su propio presente puede estar positivamente seguro
del valor absoluto de los documentos que estudia. Trabaja sola-
mente sobre residuos y fragmentos de la realidad vivida, que in-
tenta combinar para lograr una reconstrucción forzosamente li-
mitada. Por otra parte, es evidente que, en teoría, sólo la gestión
científica justifica que el estructuralismo únicamente se interese
en la sincronía, desde el momento en que cree poder captarla.
Pero precisamente en ello reside la oposición entre su método y

26 Le Totémísme au;ourd'hui, pp. 148-149. Sobre la posibilidad de


una anrropología religiosa, d. in/ra, p. 255s.
El análisis estructuralista y lo sagrado 195

el del historiador. La antropología y la historia son ciencias de


la alteridad, de 10 diferente, pero la historia estudia esta diversi-
dad en el tiempo. Ahora bien, al oponerse a una concepción acu-
mulativa de la historia, profundamente marcada por Hegel, Lévi-
Strauss se niega a interesarse en la evolución del espíritu humano
a través de la variedad de las formas sociales Z/. Rechaza la idea
de múltiples génesis y de creaciones originales del hombre, dis-
tribuidas en el tiempo y en el espacio. «La actividad inconsciente
del espíritu consiste en imponer unas formas a un contenido.
Ahora bien, esas formas son fundamentalmente las mismas para
todos, antiguos, modernos, primitivos y civilizados. Hace falta,
pues, y basta, alcanzar la estructura inconsciente, subyacente en
cada institución o en cada contenido, para obtener un principio
de interpretación válido para otras instituciones» 28. Según él,
tanto las sociedades como los individuos en sus costumbres, sus
delirios, sus creencias, nunca crean de manera absoluta. Sólo
pueden elegir determinadas combinaciones entre un repertorio
ideal, que debe ser posible reconstituir. Lo que determina la
personalidad de una cultura es, pues, la combinación peculiar
que realiza con esos elementos permanentes, mediante su mitolo-
gía, los sistemas de parentesco, etc. Su originalidad reposa en el
hecho de haber realizado tal tipo de combinación, y no otro. De
ello se deduce que la antropología estructural no tiene otra razón
de ser que la de establecer el repertorio ideal de las combinacio-
nes posibles y buscar las leyes que rigen dichas combinaciones.
Así, pues, la historia de un pueblo es sólo la secuencia de es-
tructuras por él organizadas en determinado tipo de sociedad.
3) ¿Habrá, por consiguiente, que oponer unos sistemas hu-
manos estereotipados, cristalizados, a las sociedades en perpetuo
devenir y que por 10 tanto serían más «históricas»? Esto no es en
absoluto cierto. Porque los diversos sistemas que constituyen
una cultura, el lenguaje, las reglas matrimoniales, las relaciones
económicas, el arte, la ciencia, la religión, son expresiones de una
sociedad dada, pero nunca por una homología total. En cada uno
de esos sistemas descubrimos cierto desequilibrio o inadecuación
para expresar la totalidad de la cultura. Esta desarmonía interna
es la fuente dinámica de las transformaciones, más o menos rá-
pidas y más o menos perceptibles al observador, pero sin em-

Z/ Ver el capítulo final de La Pensée sauvage, «Histoire et dialectique»,


pp. 324-357.
28 Autbropologie structurale, p. 28.
196 Consideraciones sobre el fenómeno relif!.ioso

bargo reales. Sabemos que una sociedad está siempre limitada en


el espacio y en el tiempo, y que se encuentra sometida siempre
a la incidencia de otras sociedades. Pero esta dialéctica interior
de cada cultura no se explica solamente como resultado de la
influencia de factores alógenos -modificaciones lingüísticas, di-
fusión de nuevos mitos, etc.-, sino por otras variantes propias
de ellas, variaciones demográficas, climáticas y otras. Así, pues,
se pueden definir los diversos elementos que componen una socie-
dad como significantes, mientras que la realidad humana a la que
se adaptan sin cesar sería el significado. Ahora bien, nunca se da
una total homología entre ambos. La vida de las sociedades re-
vela un perpetuo ajuste de los significantes a lo largo de toda la
diacronía, en razón de la misma inadecuación de dichos sistemas
para representar la realidad del hombre.
¿No cabría entonces preguntarse si la misma totalidad de
una cultura --es decir, ese universo cerrado formado por una
naturaleza adoptada, conocida y poseída por una cultura huma-
na- no constituiría para los hombres que la viven una manifes-
tación de lo sagrado? ¡Y no se trata de que podamos encontrar
en ello la menor traza de un monoteísmo original! Pero sí, qui-
zás un absoluto, representado por una totalidad, definida preci-
samente por la oposición de los contrarios que nos revela el
análisis estructural. En efecto, allí donde éste sólo percibe me-
canismos que plantean unas diferencias, podría preguntarse si la
unión de esos contrarios no puede haber sido experimentada
como realidad superior al hombre. Como se sabe, la noción de
sagrado es plurívoca y no tiene la misma significación en los
distintos estadios de la evolución humana. En el estadio arcaico
de las sociedades sin historia, ¿no habrá abarcado lo sagrado
ese «todo», naturaleza y cultura unidas, es decir, el mundo mismo
en tanto se comunica con el hombre? En efecto, se trate de la
representación del tiempo o del espacio, o de la concepción de
la ley, y del hombre mismo, toda la historia de la humanidad
parece ser una especie de exploración de los confines de lo con-
tingente y de lo ineludible, de lo finito y de lo infinito, de lo
mortal y de lo eterno. La historia del hombre está tejida con las
indagaciones balbuceantes de la parte del mundo que el hombre
asocia a cualquier experiencia mediata que puede verificar de lo
divino, de las realidades que lo exceden, ya sea a través de la
proyección mítica de unas realidades sociales propias, o en el
interior mismo de las reglas que determinan su vida individual
y colectiva.
BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

1. Cl. Lévi-Strauss:
Anthropologie structurale (París 1958).
La Pensée sauvage (París 1962).
Le Totémisme aujourd'hui (París 1962).
Mythologiques: Le Cru et le Cuit (París 1964).
- Du Miel aux Cendres (París 1967).
- L'Origine des manieres de table (París 1%8).
- L'Homme nu (París 1971).
Lévi-Strauss está traducido en su integridad al español por el Fondo
de Cultura Económica de México.
n. Sobre el estructuralismo:
Número especial de «Alétheia~ (mayo 1966).
Número especial de «Esprit~ (noviembre 1963 y mayo 1967).
O. Ducrot, T. Todorov, D. Sperber, M. Safouan, Fr. Wahl, Qu'est-ce que
le Structuralisme? (París 1968).
III
MITOS Y SIMBOLOS
1
EL SIMBOLISMO RELIGIOSO

Un mayor conocimiento y una mejor comprensión de las sa-


ciedades arcaicas, una mayor atención prestada a la estructura
del lenguaje mítico, han ido mostrando poco a poco la impor-
tancia del lenguaje simbólico en todas las organizaciones huma-
nas, en todos los sistemas religiosos. Pero, al mismo tiempo, la
psicología de las profundidades promovió la aparición de una cre-
ciente marea, consciente o no, individual y colectiva, de imágenes
y de símbolos que son como los sueños conscientes del hombre
histórico. Y confirmó la existencia de una función simbólica en-
raizada en lo más profundo de la naturaleza humana. El símbolo
aparece, pues, en el redescubrimiento que nuestra época hizo del
mismo, como vinculado a la existencia misma del hombre. Inter-
viene en todas las relaciones del individuo con el prójimo y con
lo divino. Pero antes de precisar más concretamente su función
religiosa, conviene, creo, precisar algunos puntos.

a) La función simbólica
Todo símbolo es un signo visible y activo que se revela por-
tador de fuerzas psicológicas y sociales. Originalmente, como se
sabe, el término griego designaba un fragmento de tableta que
las partes contratantes de un pacto conservaban celosamente. La
unión de los fragmentos les permitía reconocer su amistad y ates-
tiguaba que la unión concluida había permanecido intacta du-
rante la separación. Era una bonita imagen que ponía de mani-
fiesto la unidad conservada en la diversidad. En principio, el sím-
bolo es un signo de relación por el cual se reconocen los aliados
y se sienten unidos los iniciados. La primera función del símbolo
consiste, pues, en establecer un vínculo, una relación entre hom-
bres. Por esta función de referencia, el símbolo determina un
acto social. A partir de M. Mauss, el simbolismo es considerado
un hecho social, y el. Lévi-Strauss, en esta misma perspectiva,
considera los sistemas de parentesco como sistemas simbólicos
subyacentes en el lenguaje y en las relaciones socioeconómicas 1.

I Anthropologie structurale, p. 322.


202 Mitos y símbolos

En esta función antropológica sólo cuenta la función de referen-


cia del símbolo, su comunicabilidad, que sólo tiene un valor real
si es comprensible, perceptible a toda una agrupación de hombres.
Pero sabemos, asimismo, que el hombre interpreta y tras-
pone la experiencia inmediata que verifica de cada cosa. Es pre-
cisamente esta interpretación, esta digestión mental, lo que se
convierte en la realidad vivida por el hombre. Este da un signi-
ficado, un sentido, a los fenómenos que verifica. Ahora bien,
esta función es propia del hombre, y por ella difiere del animal.
El hombre es un ser que simboliza al mismo tiempo que con-
ceptualiza, es decir, que busca el sentido de las cosas. La función
del símbolo no consiste, pues, sólo en establecer un vínculo
entre ciertos grupos de hombres, sino, más ampliamente, en ex-
presar unas relaciones entre el hombre y el cosmos. Sin embargo,
estas relaciones no son de tipo conceptual. El símbolo despierta
determinadas intuiciones; libera unas significaciones analógicas
formadas más o menos espontáneamente en el espíritu humano,
que son portadoras de un sentido inmediato. Se trata, pues, de
un lenguaje, que actúa a la vez en y sobre la materia psíquica,
y por el cual el hombre siente, mucho antes de comprenderla y
explicársela racionalmente, su experiencia inmediata. En 1819,
Creuzer, oponiendo el símbolo a la alegoría, declaró que «la re-
presentación simbólica es la idea misma, hecha sensible y encar-
nada» 2. El lenguaje simbólico expresa, pues, la representación
de una participación realmente vivida por el hombre, o suge-
rida por una analogía con algo diferente a él o que lo excede.
Toda operación simbólica consiste, pues, en transformar un ob-
jeto cualquiera -a veces, incluso, un acto o una palabra- en
algo diferente, convertido en signo de una realidad considerada
más elevada, más amplia, o incluso trascendente al hombre. En
De doctrina christiana y en De magistro, Agustín daba ya una
definición de esta operación simbólica que, actualizada por To-
más de Aquino, alcanzaría gran auditorio en el Occidente me-
dieval y moderno: «El símbolo es algo que, además de la apa-
riencia que muestra a nuestros sentidos, trae a la mente algo
distinto de sí mismo, lo mismo que la huella de un animal nos
informa sobre el paso de la bestia» 3. Con esto, Agustín sólo ha-
cía remozar una idea general de la mentalidad del hombre anti-
guo, para el cual el símbolo es siempre una realidad misteriosa,

2 Symbolik und Mytbologie der alten Volker, t. I, p. 70.


3 Summ. Tb., III a, p. q. 60, a. 1, ad 2; a. 4, ad. 3.
El simbolismo religioso 203

que en cierto modo es ya realmente lo que significa. La creación


simbólica se muestra, pues, como la convergencia de un objeto
tangible, material, con el espíritu humano, el cual lo lastra con
una significación invisible que le confiere una dimensión supe-
rior. Yo diría incluso que la simbolización es la capacidad del
hombre para superar la apariencia material de las cosas y elabo-
rar un lenguaje comprensible para un grupo de iniciados en la
significación de ese lenguaje, y que vincula a cada uno de ellos
con una comunidad significada más amplia que los excede. Que
esta comunidad sea solamente social, o que esté revestida de una
vocación religiosa y espiritual, no altera en nada la función del
símbolo. Todo lo más, esa intencionalidad religiosa expresará
un intento del hombre para representarse la realidad última.
Creuzer -a quien hay que referirse con frecuencia- escribía:
«El símbolo hace de alguna manera visible incluso lo divino... ,
atrae hacia él con fuerza incoercible al hombre que lo ve, se apo-
dera de su alma como si se tratase del propio espíritu del mun-
do» 4. Prescindiendo de cierto arcaísmo de vocabulario, esta
fórmula, que presupone la fuerza dinámica del símbolo y mues-
tra que su función primera consiste en vincular al hombre con
una totalidad en la que él ve el signo de lo sagrado, es correcta.
Asimismo, Goethe precisaba 5: «El simbolismo transforma el fe-
nómeno en idea y la idea en imagen, de modo que la idea per-
manece siempre y opera en la imagen, sin por ello dejar de man-
tenerse inaccesible e indefinidamente activa; e incluso si la idea
es expresada en todas las lenguas, se mantiene, sin embargo, in-
expresable.» A lo cual hay que oponer la alegoría, que a veces
se confunde con el símbolo. La alegoría «transforma el fenómeno
visible en concepto, y el concepto en imagen, pero de tal forma
que este concepto estará limitado siempre por la imagen, apto
para ser comprendido y poseído enteramente en ella y expresado
completamente por dicha imagen». En otros términos, si la ale-
goría presupone una enseñanza y no es inmediatamente inteligi-
ble en sí misma, el símbolo en cambio se localiza más allá de
toda intención didáctica o pedagógica. Posee un valor por sí
mismo. No es una forma de hablar. Es la realidad, obtenida por
analogía entre la forma y el contenido, entre la apariencia ma-
terial y lo que constituye la esencia misma de los seres y de las
cosas. Esto es lo que había entrevisto como buen teólogo, aun-

4 Op. cit., pp. 63-64.


5 Maximen und Reflexionen, ed. Tempel, II, 463.
204 Mitos y símbolos

que quizás de forma demasiado intelectual, Tomás de Aquino:


«En el símbolo, como 10 prueba la manera de hablar, se pretende
acceder a las cuestiones de la fe en la medida total en que se
determina el acto del creyente. Ahora bien, el acto del creyente
no se detiene en el enunciado, sino que se determina en la reali-
dad misma. Sólo formamos enunciados para, por ellos, tener
conocimiento de las realidades, tanto en la fe como en la
ciencia» 6.
La noción misma de símbolo y su definición han variado
enormemente. Sin embargo, generalmente se acepta que se trata
de algo que conlleva, más allá de la significación del signo que
lo abarca, un sentido invisible. Y es precisamente ese sentido
oculto, que el hombre sobreañade al sentido primero del objeto-
signo, lo que constituye la operación simbólica. Pero, en la prác-
tica corriente del lenguaje, signo y símbolo no aparecen siempre
cuidadosamente diferenciados. Si yo pensase que 10 esencial de
la función simbólica consiste en establecer un sistema de refe-
rencias, me vería obligado a reconocer el carácter simbólico del
lenguaje hablado, de la escritura, de los signos matemáticos, del
código telegráfico, en resumen, de todos los signos más o menos
abstractos cuya significación está ligada al uso de los grupos hu-
manos. Pero jamás podría sostener que los emblemas de la gorra
de los empleados de Correos son el símbolo de las Telecomunica-
ciones: son el signo de un servicio público. Por el contrario, si
se adopta la definición de símbolo dada por C. G. Jung 7, habrá
que negar todo carácter simbólico a dichos signos. En efecto,
para él es signo cualquier expresión propuesta para una cosa
conocida. Y es símbolo toda expresión de una cosa relativamente
desconocida que no podría ser designada de una manera más
clara o más precisa. Asombra la clarísima repulsa de cualquier
simbolismo consciente que dicha definición pone en evidencia,
en beneficio exclusivo de imágenes universales, inconscientes,
como las imágenes soñadas. Jung justifica su posición diciendo
que esos símbolos no ostentan el rango de algo distinto de ellos
mismos; expresan su propio sentido por sí solos. Ahora bien, los
signos que encontramos en el lenguaje o en los mitos no existen
primero como tales para luego recibir, virtualmente, del hombre
una significación suplementaria, determinada. Existen por su mis-
ma significación.

6 Summ. Th., II a, II ae, 1, 2, 2 m.


7 Psychologischen Typen, p. 643.
El simbolismo religioso 205

Todo el problema estriba en saber, por consiguiente, si el


hombre, al mirar un objeto material, un árbol, o el agua, o dos
ramas cruzadas, o un pez, es capaz de percibirlo en su realidad
material y considerarlo al mismo tiempo como expresión de una
cosa desconocida y que piensa que le excede. El mismo objeto
sería, pues, símbolo para uno y signo para otro: ¡verdad aquende
y error allende de los Pirineos mentales! ¿Pero, y si el objeto
no es natural, si es anormal, compuesto, como un círculo inscrito
en un cuadrado, o un triángulo conteniendo un ojo? Entonces
parece evidente que debe prevalecer la interpretación simbólica.
De lo cual se deduce una primera consecuencia muy importante:
toda operación simbólica está condicionada por un conjunto so-
cial, cultural, religioso, cuyo conocimiento se requiere para la
interpretación conveniente del sentido mismo del símbolo. La
capacidad o la inaptitud para penetrar en la significación del
símbolo se crearán en relación con ese conjunto dado. Así, pues,
la hermenéutica primaria, la más clásica y tradicional, será de
orden cultural: reinstala los símbolos en el marco del conjunto
que los determina y donde cumplen una función de referencia,
lo mismo si se trata de relaciones de parentesco, de relaciones
sociales de cualquier tipo, o de tradiciones religiosas. De hecho,
se puede vincular estrechamente el análisis de los símbolos reli-
giosos a toda una tradición doctrinal interna que les confiere una
significación específica, pero también al contorno cultural en el
que esa tradición religiosa se ha desarrollado. De esta manera,
el historiador puede, por ejemplo, encontrar las huellas, anterio-
res a la irrupción del cristianismo, de ciertos símbolos: la .cruz,
la palma, la corona, el pez, etc. 8 Puede explicar su génesis, ha-
blar, en última instancia, de elementos tomados de otra civiliza-
ción y de apropiación simbólica. Pero al mismo tiempo, como
el cristianismo es la proclamación de la Palabra de Dios presen-
tada como cumplimiento de una promesa hecha por Yahvé a su
pueblo, cada acontecimiento de la Nueva Alianza está precedido,
en la historia de Israel, por un tupos, por una imagen, una pre-
figuración, cuya significación resulta explícita. En virtud de esta
coherencia interna del pensamiento cristiano, la significación re-
ligiosa de un símbolo sólo puede ser unívoca. La interpretación
de esas figuras testamentarias, de esos símbolos rituales, de esas
imágenes, es global y unitaria, pues reposa en una significación

8 Como ha hecho J. Daniélou, Les Symboles chrétiens primitifs (París


1961).
206 Mitos y símbolos

doctrinal exclusiva, según la cual la Biblia sólo puede ser comen-


tada en una perspectiva figurativa 9. Es evidente que no ocurre
10 mismo con cualquier otro sistema religioso. Cada sistema re-
ligioso o filosófico desemboca con idéntica legitimidad en deter-
minado tipo de interpretación, exclusivo de una hermenéutica
completamente diferente. Sin embargo, este tipo de análisis del
símbolo religioso se atiene siempre al orden de la cultura. Por
necesaria que sea una técnica de investigación, dejará siempre al
margen la realidad interna del símbolo religioso, ese «fenómeno
vital», que introduce al hombre en el ámbito de 10 sagrado,
según un tipo muy peculiar de comunicación, que pone en fun-
cionamiento un verdadero dinamismo psicológico. Parece, pues,
necesario investigar por otros caminos, y añadir a esta herme-
néutica estrictamente histórica y cultural otros esquemas expli-
cativos.
Ello parece tanto más necesario cuanto que el símbolo, al
ser un lenguaje humano, puede ser, como todo lenguaje, multí-
voco, y revestir varios significados. Como ya hemos visto, una
palabra, el símbolo, todavía no es un pensamiento. Si la función
simbólica está enraizada en 10 más profundo del hombre, está
claro que lo simbólico no puede ser anterior a él, único que
puede realizar el acto de sobredeterminación que constituye la
operación simbólica. ¿Pero dónde se enraiza esa función? El
análisis de la vida psíquica atestigua que es en el inconsciente,
que aparece cada vez más estructurado como un lenguaje. ¿Pero
se trata de un inconsciente, «inefable refugio de las particulari-
dades individuales, depositario de una historia única que con-
vierte a cada uno de nosotros en un ser irreemplazable», según
la magnífica fórmula, pero que pretende ser irónica, de Cl. Lévi-
Strauss? lO. ¿O bien, como él sugiere, de un lugar donde se ejerce
una misma función simbólica según un mecanismo idéntico para
todos los hombres? De modo que no se trataría de un incons-
ciente poblado de huellas más o menos dolorosas de los trauma-
tismos sufridos por cada uno, sino de un inconsciente, órgano de
una función específica, cuya función consiste en imponer unas
leyes estructurales a unos elementos inarticulados que proceden
de otra parte: pulsiones, emociones, representaciones o recuerdos.
Lo mismo que el estómago existe independientemente de los

9 He intentado delimitar este problema del simbolismo cristiano anti-


guo en Le Christianisme dans l'Empire romain (París 1970) 140-150.
10 Anthropologie structurale, p. 224.
El simbolismo religioso 207

alimentos que digiere, así también el inconsciente permanece aje-


no a las imágenes que su funci6n transforma en símbolos. Queda,
finalmente, una última hipótesis: ¿esta funci6n simb6lica, es una
funci6n propia de la psique humana, que se manifestaría por la
producci6n de imágenes universales, arquetípicas, constituyendo
otros tantos símbolos naturales sobre los que podría injertarse
con éxito la sobredeterminaci6n, de la operación simbólica, veri-
ficado en el marco de una tradición cultural y religiosa dada? En
otros términos, toda teoría general del simbolismo religioso debe
en primer lugar hacer frente al conflicto de las hermenéuticas
rivales derivado del psicoanálisis. Porque es del todo evidente
que en nuestros días no podemos hablar de símbolo en términos
únicamente histórico-culturales. Si, como bien ha visto P. Rí-
coeur, el símbolo da que pensar, hay que saber, sin embargo,
por qué y cómo se puede pasar del análisis de la función sim-
b6lica propia del hombre al resultado de la operaci6n simb6lica
que no cesa de practicar en la diversidad de esas culturas. Tras
una mención crítica de las teorías psicoanalíticas del simbolismo,
pasaré a examinar, pues, el problema de la hermenéutica de los
símbolos religiosos, antes de proponer una teoría de la eficacia
simbólica.

b) Las teorías psicoanalíticas del simbolismo


Resumiendo: el psicoanálisis freudiano ve en todo símbolo
una proyección extra-consciente de la naturaleza psíquica del
hombre y, por lo tanto, relaciona sin esfuerzo el simbolismo de
los mitos con los síntomas psicopáticos. Al estudiar las instan-
cias extra-conscientes del psiquismo humano, deberá descubrir las
razones profundas, las causas determinantes de la función simbo-
lizadora del hombre. El ejemplo del mito de Edipo es, en este
aspecto, revelador. Freud, como se sabe, ve en él «la manifes-
tación del deseo infantil, contra el que se alza más tarde y para
rechazarlo la barrera del incesto». Según esta forma de desci-
frarlo, el pie-de-piña es la imagen del alma de Edipo-hombre.
y su claudicación, el símbolo de una angustia deformadora. Así,
pues, los símbolos que componen el lenguaje mítico s6lo serían
creaciones extra-conscientes, casi «irresponsables» del alma hu-
mana. ¿Pero puede entonces pensarse que responden a una nece-
sidad interior?
Si volvemos al análisis del mito de Edipo, nos damos cuenta
208 Mitos y símbolos

de que es portador de dos significaciones simbólicas, pues repre-


senta a la vez nuestra infancia y nuestra vida de adultos. La
interpretación trágica que de él hace Sófocles no tiene en absolu-
to como fin explicar un complejo psicoanalítico, como es el caso
de Freud. Edipo es la tragedia del conocimiento de Sí mismo, de
la propia culpabilidad, de la conciencia del Yo en una vida adul-
ta. La Esfinge a la que hay que enfrentarse es el ámbito del
inconsciente, y el adivino Teresias es la figura de la conciencia
de Edipo hecho adulto. Como ha dicho P. Ricoeur, nos encon-
tramos, con este mito, ante el símbolo de la antítesis hegeliana
de la Verdad. El problema central del mito de Edipo es, en
efecto, el de la luz, símbolo de la verdad interior. No hay que
buscar en él la manifestación de un renacimiento de complejos
infantiles, sino la emergencia de la conciencia en un adulto res-
ponsable. La construcción freudiana del «complejo de Edipo» se
apoya en última instancia en un error de interpretación del sim-
bolismo mítico, pues omite distinguir cuidadosamente el plano
esencial, sobre el que se practica la operación simbólica, del plano
convencional, el del relato mítico. Confunde sin cesar el nivel
concreto del signo, y el nivel sobredeterminado del símbolo. Para
Freud, el hijo quiere matar a su padre por celos, a fin de poder
unirse a su madre. Y de la misma manera, en una situación si-
métricamente inversa del mismo complejo, la hija desea la muer-
te de su madre para unirse a su padre. Ahora bien, el mito no
nos dice en absoluto que Edipo haya matado a Laio por celos
sexuales. Simplemente, «se casa con su madre». ¿Oculta el azar
que preside este acto una motivación sexual? El mito distingue
cuidadosamente entre el padre real y el padre simbólico, incluso
si los une en una sola y misma figura, conforme a las leyes de
la operación simbólica. Ciertamente, corresponde a la psicología
determinar el sentido oculto de esa sobredeterminación, pero a
condición ante todo de no dejarse engañar por una aparente con-
fusión. En lugar de ver solamente en la historia de este parricidio
el desarrollo de un superego excesivamente rígido y de deseos
criminales, por incestuosos, es decir, el residuo de una historia
personal, la de los deseos sexuales reprimidos por un padre cas-
trante, ¿no habrá que buscar la significación simbólica de Edipo
en una especie de «banalización»? 11. Esta podría ser la sublima-
ción de los deseos terrenales con miras a una satisfacción clarivi-

11 Este término fue propuesto por P. Diel, Le Symbolisme dans la


mythologie grecque (París 21966) 149-170.
El simbolismo religioso 209
dente que vincularía la experiencia pasada con las esperanzas de
realización en un futuro humano. Hay que advertir, por otra
parte, que la interpretación freudiana es precisamente reductora,
en la medida en que se atiene a un plano concreto. El mito de
Edipo nos presenta, en realidad, la atracción del hijo hacia la
madre en términos de imágenes simbólicas: la imagen de la
Tierra-Madre, fuente de poder y de la potencia como consecuen-
cia de una hierogamia, y no el acoplamiento sexual de una mujer
llamada Yocasta con su hijo Edipo. La traducción de un símbolo
en términos de experiencia concreta y personal resulta así, pues,
una reducción mutiladora. Ciertamente, el símbolo parte de una
situación concreta en igual proporción que de un objeto material,
pero la realidad por él expresada no se agota en 10 concreto de
donde procede. Hay, pues, por una parte, una situación conflic-
tual psicoanalítica, que es la atracción paterna o materna y que
sólo tiene el significado de un profundo deseo del hijo o de la
hija, y unas imágenes simbólicas, por la otra, que pretenden
representar una realidad mucho más amplia, y que se manifiesta
en la vivencia humana de forma frecuentemente contradictoria.
La creación por los gnósticos valentinianos del mito de las
«desgracias de Sofía» es, en muchos aspectos, muy interesante 12.
Este mito nos cuenta que la Sabiduría siente una pasión culpable
por el Padre, del cual se encuentra apartada por quince pares
de Eones. Como esta pasión adúltera altera el orden del mun-
do, Sofía es expulsada fuera de la esfera divina, fuera del Ple-
roma, por un nuevo Eon llamado Horas, el límite. Sofía es cul-
pable por haberse negado, como quería la ley, a acoplarse con su
Eon, Telema, la voluntad. Por el contrario, se vuelve hacia ese
Padre al que no puede alcanzar, pero al que ama. Se siente mo-
vida por una gran audacia, la de querer, ella, Eon degradado,
unirse al Padre perfecto. Su pasión es su deseo del Padre. Ahora
bien, es imposible que pueda satisfacerla. Entonces Sofía cae
en la turbación; ha vivido una especie de espantosa agonía.
Postrada, conserva siempre su amor y su ternura hacia la gran-
deza inaccesible y perfecta. Pero esta tendencia a la grandeza
la pone en peligro de ser absorbida por la dulzura de ese Padre,
al que no puede conocer; y corre el riesgo de diluir en él su
propio ser. Así, pues, quedaría perdida en la sustancia total de

12 Referida por Ireneo de Lyon al principio del Contra Haereses. Cf.


La Gnose valentinienne et le témoignage de saint Irénée (París 1947) y
P. White, Supplément de la «Vie spirituelle» (París 1950) 339.
14
210 Mitos y símbolos

no intervenir Horos, el límite. Está claro que este mito original


se basa en una estructura psicológica de fantasmagorías, y que
es susceptible de una transcripción psicoanalítica freudiana. Sofía
sufre el complejo de Electra. Es la expresión plenamente directa
del inconsciente femenino. En su deseo de fundirse en la persona
del Padre, manifiesta un profundo sentimiento del incesto. De
nada le vale saber que no puede ser, que ese amor desordenado
sólo puede conducir a su pérdida: siente que si estuviera permi-
tido, ese amor le proporcionaría la plenitud del ser.
Resulta evidentemente difícil rechazar aquí la hermenéutica
psicoanalítica, tanto más cuanto que en otro texto, la Pistis
Sophia, se encuentra una descripción análoga, aunque más evolu-
cionada, de esta pasión de Sofía. Pero todo el problema estriba
en saber por qué los Gnósticos describieron, mediante este es-
quema de fantasmagorías, el gran tema antiguo de la caída del
hombre, y por qué han expresado en términos conflictivos la
inexpresable nostalgia del retomo a la plenitud y a la perfección,
así como la perpetua necesidad del hombre de alejar a Dios todo
lo posible del mal. ¿Cuál es, pues, la función del elemento psi-
coanalítico en la elaboración de esas imágenes simbólicas? ¿Esta-
mos en presencia, en este caso concreto, de un simple procedi-
miento de creación literaria, de la dramatización de un problema
metafísico? 0, por el contrario, ¿habrá que pensar simplemente
que esos fantasmas yesos esquemas psicoanalíticos aparecen por-
que constituyen las estructuras mismas de lo imaginario? Pres-
cindo, por inmediatamente reductora, de la hipótesis de que
Valentín, supuesto autor del mito, fuese un enfermo en una fase
de introversión infatuada. No ganamos nada, científicamente ha-
blando, en querer limitar este problema a la psicología concreta
del autor. Como tampoco se puede reducir la teoría de Freud
sobre el origen del monoteísmo al hecho de que se haya sentido
celoso de su hermano Moisés, muerto en edad temprana, y res-
pecto al cual se habría sentido culpable durante toda su vida.
Corresponde, por consiguiente, a la interpretación freudiana
el mérito de haber presentido la existencia de una afinidad entre
un complejo psicoanalítico y el lenguaje del mito, en la precisa
medida en que uno y otro son proyecciones extra-conscientes de
naturaleza simbolizadora. Pero la reducción de la trama simbó-
lica de los mitos a una actividad meramente psicológica sólo es
posible si los símbolos son realmente expresión de una función
particular de la psique humana. Esto es a lo que intenta respon-
der la obra de C. G. ]ung, cuyas teorías no pueden ser ignora-
El simbolismo religioso 211

das por cualquiera que reflexione sobre el simbolismo religioso.


Para él, en efecto, la fuerza dinámica de las imágenes y de los
símbolos permite al hombre «descubrir su alma», verificar la
plenitud de su ser. Así, pues, el gran debate entre las dos escue-
las rivales del psicoanálisis estriba en saber si la imagen, el sím-
bolo, son sólo traducción de situaciones concretamente vividas
o sufridas, atracción sentida por determinado muchacho hacia
su madre, por tal chica hacia su padre, para no salirnos del marco
del complejo de Edipo, o bien si la imagen de la madre o del
padre, en cuanto tal, significa una realidad más general, siendo
dicha imagen guía de la acción del hombre. Eliade llegaría más
lejos todavía, al ver en el símbolo una protección, una función
terapéutica que permitiría al hombre encontrar un lenguaje y
la experiencia de un tiempo primordial oriundo, la «nostalgia»
de un tiempo perdido y recuperado merced al símbolo 13. Más
concretamente, para Jung, los símbolos y las imágenes, que re-
montan involuntariamente de un inconsciente colectivo, serían
otras tantas fuerzas y cargas positivas que vinculan al hombre,
históricamente condicionado en un tiempo y una cultura concre-
tas, con un mundo espiritual infinitamente más rico que el uni-
verso histórico, y por consiguiente limitado, en el que se encuen-
tra situado. El papel primario de los símbolos consistiría, pues,
en equilibrar al individuo reactualizando sin cesar, en la acción
humana, unas imágenes arquetípicas ejemplares que permiten al
hombre adquirir conciencia de su alma.
Pero ¿qué son entonces esas imágenes simbólicas? Ofrecen,
nos dice el psicólogo zurigués, dos aspectos en una sola realidad
psicológica. Toda imagen simbólica es a la vez objetiva, pues está
alimentada por el objeto sin ser exactamente idéntica a la per-
cepción de este último por nuestros sentidos, y subjetiva, por-
que expresa la reacción del hombre con todos los elementos
conscientes -cultura, saber- e inconscientes que se encuentran
reunidos en el propio acto de la percepción del objeto simbólico.
Todo símbolo es, pues, un centro, una «constelación», sobre la
que se proyecta la totalidad del ser humano. Lo mismo sucede
con la imagen soñada, que en un sentido es objetiva, pero que
al mismo tiempo expresa otra cosa oculta, latente, que es la vida
profunda del sujeto. Es conocida la fórmula de Jung según la
cual «las figuras soñadas son los rasgos personificados de los que
sueñan», fórmula por la que se opone radicalmente a Freud, que

13 Images el Symboles, en particular pp. 1855.


212 Mitos y símbolos

declaraba que el sueño sólo es una máscara engañosa, y que sus


imágenes son pantallas destinadas a la censura: «Soñamos con la
torre de una iglesia, pero pensamos en el falo.» Si la imagen
soñada es realmente el rostro del que sueña, el símbolo encubre,
por consiguiente, una realidad compleja, más allá de la mera
expresión verbal o imaginada, pues unifica el consciente y el
inconsciente, lo racional y lo irracional en el hombre. Esto es
lo que explica su riqueza de significados, su multivocidad, que
precisamente hacen que el símbolo parezca menos claro que el
concepto, siempre unívoco.
Reconsideremos el mito de la caverna de Platón. Para el filó-
sofo griego, se trata del símbolo del conocimiento, por medio
del que pretende expresar algo sin equivalente exacto en el orden
conceptual. El mismo símbolo mítico, pasado por el tamiz de
la hermenéutica freudiana, se convierte en una imagen encu-
bierta del útero, de donde resulta que Platón, al emplearlo, de-
muestra permanecer aun en el plano sexual infantil. Esta reduc-
ción, lo mismo que la del complejo de Edipo, deja al margen lo
que Platón pretendía significar a partir de una intuición de orden
filosófico. El símbolo es, pues, la expresión de una totalidad psí-
quica formada por el consciente y el inconsciente, que no con-
cierne a una sola facultad del hombre, su inteligencia, sino a la
totalidad de su ser. Pensamiento y sentimiento, sentidos e in-
tuición, participan conjuntamente en la operación simbólica.
Desde sus primeras observaciones sobre las imágenes soña-
das surgidas del inconsciente, C. G. Jung se asombró ante la
semejanza de dichas imágenes con las elaboradas por los mitos,
aun cuando éstos eran completamente ignorados por el soñante
analizado. Y a partir de ahí fue confirmando poco a poco la hipó-
tesis de que los mitos, en su forma original, lo mismo que las
imágenes poéticas inconscientes -las estructuras de lo imagina-
rio--, procedían de la misma fuente que los elementos oníricos,
y que sólo podían provenir de un inconsciente colectivo. El mito
reúne, pues, unos elementos subjetivos de la psique humana y
unos datos objetivos del mundo en el que nace, de la cultura
en la que se despliega. El ejemplo del sol y la luna resulta de
fácil comprensión: estos astros constituyen un dato objetivo de
la experiencia humana que comprueba su curso aparente. Sin em-
bargo, han servido en numerosos sistemas religiosos para expre-
sar otra cosa. ¿ Y por qué otra razón podría haber sido así, sino
porque han pasado, de datos objetivos de la experiencia, a ser
símbolos, y esto, en virtud de una actividad peculiar de la psique
El simbolismo religioso 213

humana, la función simbólica? Sin sol, no existirían mitos sola-


res, pero el mito sólo se crea en torno al sol a partir de una
acción psicológica especial, la operación simbólica. La mitología
es, por consiguiente, imagen viva de la manera cómo el mundo
ha tomado forma. Es el revestimiento primordial de los arque-
tipos, el modo mismo de manifestación de éstos cuando se trans-
forman en símbolos. El proceso de la formación de la mitología
pertenece, por lo tanto, al mismo ámbito que el de la imagen o
de la música 14.
La semejanza, la identidad misma de los símbolos a través
del tiempo y el espacio, lo mismo en los mitos que en las expe-
riencias cotidianas de los soñantes que nada saben de ellos, de-
muestra la existencia de disposiciones comunes a todos los hom-
bres, inconscientes y colectivas. Estas son los arquetipos: posi-
bilidades de representación comunes a toda la Humanidad, una
especie de disposición para producir siempre las mismas represen-
taciones míticas, bien entendido que no se trata de representa-
ciones heredadas, transmitidas por tradición -pues en ese caso
deberíamos comprenderlas, en lugar de asombrarnos de ellas-,
sino de disposiciones innatas al hombre y que producen unas
representaciones similares. Se trata, por consiguiente, de estruc-
turas universales e idénticas del alma humana, y en absoluto de
elucubraciones de enfermos mentales. El símobolo sólo existe
como manifestación consciente de un arquetipo, en una forma
concreta, realizada bajo la influencia de factores externos al su-
jeto: tradición, cultura, situación en relación con la sociedad,
etcétera. Así, pues, es el arquetipo el que realiza la función mo-
tora en la operación simbólica, puesto que es su dinamismo pro-
pio lo que hace aparecer a la consideración de la conciencia ~l
valor de tal símbolo para expresar lo que esa misma conciencia
siente. En la base de todo símbolo encontramos siempre un ar-
quetipo que constituye su posible prefiguración. El símbolo es
sólo el ropaje bajo el cual el arquetipo, estructura del incons-
ciente, resulta perceptible, ya sea a la conciencia individual, ya
a la colectividad, por mediación de los mitos. Así, pues, nos
encontramos con que esta función primaria del símbolo, en
]ung, consiste en asegurar una mediación, establecer una refe-
rencia. De hecho, el símbolo asegura la mediación entre lo cons-
ciente y lo inconsciente, y establece una relación entre lo oculto

14 K. Kérényi, Introductíon li l'essence de la mythologíe (París 1953)


9-12.
214 Mitos y símbolos

y lo manifiesto. Vincula el pensamiento al sentimiento aseguran-


do, por lo mismo, una funci6n de equilibrio en la vida psíquica.
Es, pues, un factor de salud mental tan necesario al hombre como
el sueño al que está permanentemente vinculado.

c) La hermenéutica de los símbolos religiosos


El problema que plantea, por consiguiente, la teoría de
C. G. Jung es el de la correspondencia entre el arquetipo y el
símbolo. ¿Cómo pasar de la funci6n simb6lica inherente a la na-
turaleza misma del alma humana al resultado de la operaci6n sim-
b6lica? Y, por otra parte, ¿cómo conciliar el papel del símbolo
religioso -introducir al hombre en el ámbito de lo sagrado por
un tipo partícular de relaciones- con el papel activo que le re--
conoce la psicología de las profundidades en la realizaci6n de la
individualizaci6n?
Muchos símbolos s6lo han adquirido significaci6n religiosa
por una sobredeterminaci6n cultural y doctrinal, en conformidad
con una tradici6n establecida. Así, por ejemplo, la Escritura,
para el simbolismo judío y cristiano, que confiere una significa-
ci6n muy concreta, original, a unos símbolos que entonces se
convierten en símbolos religiosos. Lo que el historiador de las
religiones tiene que encontrar es precisamente el sentido de los
símbolos, tal como son vividos en el marco de determinada ex-
periencia, por una comunidad de creyentes. Tiene que esforzarse
en buscar su origen cultural, en explicar su coherencia y precisar
sus límites. Pero, ¿puede esta búsqueda llevar al reconocimiento
de arquetipos, de los que los símbolos serían sólo el ropaje his-
t6rico? Previamente se plantea la cuesti6n de las hierofanías.
¿Existen imágenes naturalmente portadoras de significaci6n reli-
giosa? ¿O acaso su significaci6n religiosa s6lo sería resultado de
una operación mental actuando en el marco concreto de una cul-
tura? Y, en este caso, ¿el símbolo mediatiza la naturaleza huma-
na y la cultura de un momento de la historia de los hombres?
De hecho, parece imposible admitir que pueda existir un sim-
bolismo anterior al hombre, puesto que es precisamente el hom-
bre quien crea sus propios símbolos. La idea de un simbolismo
c6smico, o natural, impuesto al hombre como una especie de
revelaci6n teofánica, me parece una idea falsa, científicamente
inadmisible. En el ámbito del simbolismo, al igual que en mu-
chos otros, «el hombre es la medida de todas las cosas ... ». La
El simbolismo religioso 215

imagen primordial de la Montaña sagrada es buena muestra de


que si hablamos en este caso de hierofanía natural, no es porque
la forma orográfica de una montaña sea de por sí significante,
sino porque el hombre la carga de un sentido más profundo, y
que en ese relieve natural ve el lugar de una manifestación de lo
sagrado. En diferentes sistemas religiosos, mazdiano, zoroastria-
no, hebraico, griego, cristiano, musulmán, gnóstico y budista, apa-
rece, efectivamente, esa imagen de una montaña iluminada por
los resplandores de la aurora, y cuya contemplación procura in-
teligencia y sabiduría. Constituye la imagen arquetípica de la mo-
rada divina. La impresión de fuerza sentida a la vista de ese
monte emergiendo de la noche, se traduce siempre en la noción
de potencialidad, de un poder anterior a la existencia misma de
los dioses. Y es en virtud de esa potencia como la montaña sa-
grada se convierte en sede de las teofanías: el Olimpo, el monte
Horeb, el Sinaí, etc. Como escribe H. Corbin, a propósito de
Zoroastro: «Los vértices de la tierra de las misiones son los vér-
tices del alma. Las dos imágenes arquetípicas, la de la tierra y
la del alma, se corresponden: la montaña de las visiones es la
montaña psico-cósmica» 15. Cuando Eliade habla de hierofanía,
no pretende hablar de otra cosa que del resultado, sobre un obje-
to cualquiera o sobre un vegetal, o un elemento natural, de una
operación simbólica por la cual la piedra, el árbol, el agua, son
considerados como sede de algo sagrado, y sólo son venerados
en la medida en que ya no son simple piedra, árbol o agua. La
sacralización del elemento natural sólo existe, por lo tanto, a
partir del momento en que representa algo diferente de sí mis-
mo. Así puede explicarse, creo, la confusión entre hierofanía y
símbolo que Eliade da la impresión de mantener, aun atribu-
yendo al símbolo un papel de «solidaridad permanente del hom-
bre con la sacralidad» 16, Pero también podría relacionarse esta
noción de hierofanía con la del arquetipo jungiano, puesto que
ambas parecen determinar la formación de símbolos. Ahora bien,
los esquemas mítico-simbólicos que encontramos en diversas ex-
periencias religiosas coinciden frecuentemente, idénticos en su
forma, con los modelos arquetípicos sobre los que Jung opina
que se elaboran nuestros sueños. Toda una dramaturgia mítico-
simbólica de muertes, de renacimientos, de paraísos perdidos, de

15 Terre céleste et corps de résurrection (París 1960) 60.


16 Tratado de Historia de las reliogiones, II (Ed. Cristiandad, Madrid
1974) 235-237.
216 Mitos y símbolos

esperanzas y de recuerdos resulta así, pues, fundada en el alma


humana.
Sin embargo, el universo simbólico del hombre se escalona
en distintos niveles: el de las imágenes fundamentales, más pro-
fundo y menos consciente que el lenguaje hablado, y el de los
símbolos más elaborados relacionados con un sistema cultural y
religioso determinado. Ahora bien, ambos niveles están más o
menos cargados de significación, sustentada por una tradición
religiosa, pero al mismo tiempo resultan modificados por la si-
tuación psicológica del sujeto que reincorpora a su ser el símbolo
que utiliza para sentir o decir algo. La significación simbólica
de las Symplegadas 17 es, a este respecto, muy esclarecedora, pues
transcribe la connotación, en numerosos mitos y sueños, del paso
de un estado a otro, de un modo de existencia a otro, por media-
ción de imágenes-obstáculos: no se trata sólo de pasar de Caribde
a Escila, sino entre dos rocas, dos icebergs, dos mandíbulas,
convertirse en pasamurallas, penetrar en una montaña de pare-
des absolutamente lisas y verticales, o en una mujer de vagina
monstruosamente dentada 18. Esta significación simbólica de la
existencia de un estado superior que sólo se puede alcanzar me-
diante prodigios al margen de la experiencia inmediata, puede ser
relacionado con el simbolismo religioso de la escalera.
Con este símbolo nos encontramos, efectivamente, en presen-
cia de una especie de figura común a gran número de culturas
religiosas, desde la ascensión a un árbol, axis mundi, en todas
las técnicas chamánicas, hasta la idea de un vínculo entre cielo
y tierra, y por consiguiente de la representación espacial del trán-
sito necesario entre la condición mortal del hombre y un estado
superior. En los rituales védicos, está establecido que el sacrifi-
cador sube al cielo cuando sube a una escalera, y se dirige a su
mujer diciéndole: «Ven, subamos al cielo.» Y suben uno tras
otro los escalones, y, una vez llegados arriba, el sacrificador ex-
clama: «He llegado al cielo y soy inmortal.» En otra colección
de textos rituales, el sacrificador se fabrica una escalera y un
puente para alcanzar el mundo celestial. Subir esa escalera le
confiere inmortalidad 19. Ahora bien, numerosos mitos y textos

17 Nombres de dos rocas, a la entrada del Bósforo, en el Ponto-Euxino,


y que según la creencia se aproximaban y aplastaban a los marinos que
se aventuraban en aquel estrecho paso.
18 Cf. M. Eliade, Méphistophéles et l'androgyne (París 1962) 257, Y
Naissances mystiques (París 1959) 132.
19 Catapatha Brdhmana, V, 2, 1, 9. - Taittiriya Samhita, V, 1, 6, 4, 2.
El simbolismo religioso 217

religiosos atestiguan la existencia de una escalera que une la tie-


rra con el cielo, desde el Libro de los muertos egipcio, donde la
escalera de Ra permite al Faraón que la sube decir: «Esta esca-
lera para ver a los dioses ha sido instalada para mí», hasta la
visión de Jacob en el Génesis, donde la escalera es el instrumento
de una teofanía, pasando por las estelas africanas dedicadas a
Saturno y que indican la comunicación entre el dedicante y la
divinidad. En todo el mundo antiguo, desde Mesopotamia a Tra-
cia y de Asiria a Africa, del mitraísmo al orfismo, del judaísmo
al culto dionisíaco, encontramos este simbolismo de la escalera,
como figura material del paso de un nivel a otro, y como imagen
del cambio de un modo de existencia hacia otro considerado
superior.
Ahora bien, también encontramos este mismo símbolo en la
representación de una célebre visión de Perpetua, poco antes de
su martirio. Conducida por su catequista Saturio, se ve subiendo
unas escaleras erizadas de dientes de dragón. Para llegar al vér-
tice, tiene que aplastar la cabeza del monstruo y desgarrar su
propia carne en unas barras convertidas súbitamente en espadas
y puntas aceradas. La visión asocia, pues, estrechamente el sím-
bolo de la escalera con el de las Symp1egadas. Pero, llegada al
vértice, Perpetua descubre un inmenso jardín, en medio del cual
está sentado el Buen Pastor. Y otro mártir de Africa sueña tam-
bién que sube las gradas del tribunal para someterse, no al juicio
de los hombres, sino al de Dios 20,
Ante la presencia de este símbolo de la escalera, no ya sólo
en los textos religiosos, sino también en los sueños, tenemos
derecho a pedir al psicoanálisis que nos proporcione una inter-
pretación. La escalera aparece, más aún que las Symp1egadas,
como el arquetipo religioso que expresa un cambio de estado,
una inversión de situaciones, el paso de un modo de existencia
a otro. La interpretación que de la utilización litúrgica y mística
de este símbolo da el Padre 1. Beirnaert 21 demuestra que es pre-
cisamente por encontrarnos ante un arquetipo común a toda la
Humanidad por 10 que descubrimos tal profusión de realizacio-
nes simbólicas, cada una de las cuales está, por supuesto, limi-
tada por un sistema religioso concreto, pero cuya profunda sig-
nificación es en todas ellas idéntica.
20 M. Meslin, Vases sacrés et boissons d'éternité dans les visions des
martyrs africains, en Epektasis = Mélanges J. Daniélou (París 1972) 144
v 149.
• 21 «Eranos Jahrbuch» XIX (1951) 41-63.
218 Mitos y símbolos

¿Se quiere otro ejemplo? El simbolismo de la serpiente es


uno de los más importantes de la Humanidad, a pesar de no
ofrecer una concordancia total entre su significación religiosa
y el arquetipo del que procedería. En todo el mundo antiguo la
serpiente aparece como un animal extraño, incomprensible, temi-
do. Su mirada paraliza, su veneno mata. Animal terrestre, se
convierte en divinidad chtoniana detentadora de las fuerzas de
la regeneración sexual. Los Hermes griegos más antiguos mues-
tran a la vez serpientes enlazadas en el acto de acoplamiento y
un falo en erección, atestiguando así la intención de indicar la
sexualidad y la fecundidad que encontramos como carácter pri-
mario de este animal simbólico, tanto en las culturas asiáticas
como en las mitologías mejicanas. Esta serpiente, señor de las
mujeres, cuya forma y movimiento sugieren la virilidad del pene,
participa, pues, de la significación de la libido sexual, que Jung
atribuye al simbolismo animal. Y como frecuentemente ha enga-
ñado al hombre en su candor original, y de aquella caída primor-
dial se deriva la condición fisiológica peculiar de la mujer -según
el mito bíblico-, la serpiente es un símbolo relacionado tanto
con la constelación lunar como con la condición femenina 22. Prin-
cipio de fecundidad, este animal mudo, o casi, se muestra pru-
dente pero astuto. Viviendo bajo tierra, enroscado sobre sí mis-
mo, detenta los secretos de la muerte, igual que posee los secre-
tos de la vida. Y como muda y cambia, sin dejar de ser ella
misma, está, por último, considerada como guardián de la pe-
rennidad ancestral. Por todos estos aspectos, la serpiente es enor-
memente benévola y útil. En el conjunto de los mitos, su puesto
es positivo. Ahora bien, este mismo símbolo, interpretado en el
marco de la tradición apocalíptica, no tiene exactamente la mis-
ma significación, como si la sobredeterminación de una tradi-
ción religiosa particular fuera opuesta a un simbolismo derivado
de los caracteres naturales, o considerados tales, de la serpiente.
Recogiendo las imágenes bíblicas de la serpiente desde la mal-
dición de Yahvé (Génesis 3,14), dicha tradición interpreta la
serpiente como la representación de Satanás (Apoc. 12,9). El
combate contra la serpiente se convierte en la lucha contra el
diablo, e imagen misma de la historia de la salvación. Su vence-
dor es el que ya anunciaba el salmo 91, el Señor de la creación.
Sin embargo, por una asimilación tipológica, a primera vista pa-

22 Si se acepta el análisis de G. Durand, Structures anthropologiques de


l'imaginaire (París 1969) 363ss.
El simbolismo religioso 219

radójica, de la serpiente de bronce crucificada al Cristo, el sim-


bolismo de la serpiente recobra en el contexto cristiano su uni-
cidad primaria. Criatura subterránea llegada de las profundidades
para engañar ei hombre, es la manifestación del inconsciente colec-
tivo. Asociada a la trascendencia, es la imagen del anima, es decir,
la personificación de todas las tendencias psicológicas femeninas
de la psique, y por lo tanto garantiza, en la más estricta ortodcr
xia jungiana, la mediación entre dos formas de existencia. Pues
el hecho de que la figura de la serpiente aparezca con mayor
frecuencia, con ocasión de los tratamientos psicoanalíticos, en el
momento mismo en que comienza a producirse un proceso de in-
dividuación, permite a Jung atribuirle dicha función.
La misma coherencia simbólica encontraríamos en la figura
del profeta Elías, que siempre ha sido considerado en la tradición
cristiana como el anuncio del personaje del Bautista, y éste como
prefiguración del Mesías. Pero el análisis de esta figura por un
partidario de las teorías jungianas la relaciona con un arquetipo
espiritual: personaje solar cuya ascensión en un carro de fuego
ofrece analogías formales con Mitra; pero, asimismo, un ser que,
en su persona, reúne los contrarios, los elementos opuestos,
seco/húmedo, agua/fuego. Elías, nos dice Ch. Baudoin 23, poseía
la ciencia de «la conversión paradójica de los opuestos» y, por
ello, es la verificación de un arquetipo de la plenitud psíquica,
que desencadena procesos de individuación.
Así, pues, para verificar científicamente la teoría de Jung
sobre los símbolos religiosos, sería necesario poder determinar
de qué manera esos símbolos se relacionan con un arquetipo in-
consciente que revisten con una cobertura cultural variable, pero
cuya significación permanece idéntica a través de las diferentes
culturas religiosas. Tarea enorme y, en general, comentada ape-
nas, a pesar de los numerosos paralelismos señalados por Jung,
desgraciadamente ya sin suficiente respeto a la realidad histórica
de las experiencias vividas. Y es precisamente ahí donde reside
una de las mavores dificultades de todas las hermenéuticas de
los símbolos religiosos. Porque éstos sean sentidos y vividos en el
marco concreto de una cultura histórica dada, referidos a una doc-
trina precisa, ¿podemos utilizarlos indistintamente, agruparlos se-
gún un orden arbitrario, para compararlos mejor y llegar así a su
significación primaria? ¿No deberíamos contentarnos con explicar

23 Psychanalyse du sentiment religieux (París 1957) 138ss, y Le Pro-


phhe Elie, Etudes carmélitaines, 1956.
220 Mitos y símbolos

cada caso particular, yuxtaponiendo unas series de significaciones,


e intentando ver, al final de ese inventario, si existe alguna iden-
tidad entre ellas? Pero muchos no comprenden el error de este mé-
todo fenomenológico, porque no llegan a explicar por qué la ope-
ración simbólica se realiza mejor sobre tal objeto que sobre cual
otro, ni por qué tal símbolo detenta determinada eficacia. No basta,
por ejemplo, catalogar todas las significaciones religiosas del ojo,
desde las pinturas rupestres prehistóricas hasta las visiones de Te-
resa de Avila, aunque se trate de una indagación previa indispen-
sable. No basta tampoco con asegurar que todos los símbolos ocu-
lares son una forma de adquirir un conocimiento divino 24. Es nece-
sario, una vez comprobada esta omnipresencia del simbolismo del
ojo, poder explicarla. Ahora bien, ¿cómo hacerlo, de no ser inves-
tigando la estructura misma de ese símbolo y sus raíces inconscien
tes? Si la significación simbólica del ojo aperece siempre vinculada
a la trascendencia, ¿no será porque es la natural manifestación de
una valoración intensa del superego? Este superego, que el hombre
simboliza en el ojo del Padre, del Rey, de Dios, a la vez testigo
omnivisual y juez: «El ojo estaba en la tumba y miraba a Caín ... »
Yo creo que sólo la consideración de estas realidades incons-
cientes permite comprender por qué encontramos con tanta pro-
porción analógica y en tantos sistemas religiosos el isomorfismo
del ojo y de la trascendencia divina, incluso en el caso de que
la omnipotencia divina sea tuerta. Pues, como ha demostrado
G. Dumézil en el caso de Odin, la pérdida del órgano físico re-
sulta una manera de adquirir la visión de lo invisible, la gran
sabiduría de la magia soberana. Lo mismo que en Edipo, el sa-
crificio del ojo es una sobredeterminación de la visión, como
videncia religiosa y profética. Así, pues, la indagación meramente
histórica que analiza minuciosamente cada significación simbó-
lica en el contexto cultural en que ésta se despliega es indispen-
sable, pero no suficiente. Porque sólo puede revelar los aspectos
particulares y las variantes de un mismo símbolo, los enriqueci-
mientos o los empobrecimientos aportados en determinados casos
concretos. Pero queda por explicar la razón de todas esas valen-
cias simbólicas, buscando la estructura central hasta en sus raíces
inconscientes.
El simbolismo religioso de los colores adquiere, desde este

24 Es el método seguido por C. J. Bleeker, L'oeil et l'oreille, o bien en


La signification religieuse de la nuit, en The Sacred Bridge (Leiden 1963)
72-82 Y 52-71.
El simbolismo religioso 221
punto de vista, un interés particular 25, pues en sí mismo el color
es neutro. El color sólo adquiere significación simbólica como
resultado de operaciones mentales conscientes e inconscientes,
cuyo examen es esencial para la comprensión de la elección mis-
ma de un color sobre el que se ha efectuado una polarización
simbólica: amarillo = traición, negro = mal + fealdad, etc. Como
ha demostrado G. Durand 26, el análisis literario y el análisis
psicológico del simbolismo de los colores convergen para mostrar
la evidencia de una estructura arquetípica, especie de feminidad
sustancial, y se suman así a los testimonios históricos suministra-
dos por todas las tradiciones religiosas.

d) La eficacia simb6lica
Así, pues, se llega a la idea de que un símbolo posee tanta
más fuerza en la medida en que está, a la vez, lastrado con el
peso de una tradición cultural y religiosa y con sus raíces hun-
didas en una forma arquetípica que pone de manifiesto con
perfecta adecuación. Un símbolo está vivo cuando traduce un
elemento esencialmente inconsciente. Ahora bien, cuanto más
extendido está ese elemento, más general y completo es el efecto
producido por el símbolo, que de este modo toca en cada ser
humano el registro donde puede ejecutar una secreta afinidad.
Por ejemplo, el símbolo del paraíso: sabido es que el término
procede del persa avéstico y significa literalmente encinta, y de
ahí la representación espacial de un jardín cerrado, bien regado
y plantado de árboles. El mito iraní de Gayomart, el hombre
primigenio, refiere que fue creado en un paraíso-jardín, cuyo cen-
tro es un lugar rodeado de piedras dispuestas en círculo y figu-
rando estatuas. La misma imagen del paraíso-jardín existe en el
mundo romano, de donde pasó al cristianismo n, que encontró
en ella la imagen bíblica del jardín del Edén. En las visiones de
los mártires africanos de que ya he hablado, encontramos la mis-
ma representación simbólica de un jardín, con, en el centro, la

25 Su estudio está apenas esbozado. Mencionaré el estupendo artículo


de R. Bastide, Couleur, racisme et christianisme, «Daedalus» (Harvard Uni-
versity 1967); trad. fr. en «Cahiers Universitaires Catholiques», 1967,
pp. 363-370 y 421-428.
26 Op. cit., pp. 250s.
'}J Remito a Fr. Cumont, Recherches sur le symbolisme funéraire des
Romains, pp. 29, 353, 386, 493. Cf. igualmente el fresco de la catacumba
de Calixto, en Roma, que representa orantes en un paraíso-jardín.
222 Mitos y símbolos

fuente de la vida que proporciona la bebida de la eternidad sin


agotarse jamás. Igual que en el paraíso avéstico, este lugar está
rodeado siempre por un círculo; está cerrado por árboles dis-
puestos como una corona de verdor. Su centro está ocupado, bien
por el Buen Pastor, bien por la fuente de la eternidad. Este
círculo mágico que contiene siempre en su centro una figura de
gran valor religioso proviene de uno de los arquetipos religiosos
fundamentales que ]ung, utilizando una palabra hindú, ha deno-
minado un mandala. Esta estructura permanente constituye el
núcleo original de la psique y expresa la unidad recobrada del
yo. En otros términos, este lugar sólo es paradisíaco porque
en él el hombre adquiere su plena dimensión realizando plena-
mente su vocación. Cual lo confirma el análisis de las visiones
de los mártires no es, pues, asombro que, para expresar la reali-
dad bienaventurada donde por fin vive la vida eterna, un cris-
tiano, en trance de acceder por el martirio a la eternidad bien-
aventurada, encuentre espontáneamente en sueños las mismas
imágenes simbólicas del mandala. Lo mismo que la escalera su-
bida a pesar de la serpiente significaba el cambio de estado, así
también ese recinto cerrado circular indica la unificación de la
psique y la plenitud por fin adquirida para la eternidad. En otras
culturas, sobre todo orientales, la contemplación de imágenes de
mandala inspira serenidad, como si la vida encontrase por fin un
sentido y un orden que había perdido. Así podemos explicarnos
mejor por qué, a pesar de que el término hindú significa «círcu-
lo», la interpretación tibetana, donde el mandala juega un im-
portante papel en el tantrismo, lo entiende como «centro», indi-
cando así claramente la profunda intención del símbolo de la
totalidad del yo. El espacio circular así delimitado evoca impe-
pinablemente la idea de un jardín, ciertamente, pero también, en
el inconsciente, la del huevo, del fruto, del vientre. Este espacio
curvo, regular, irremediablemente cerrado, es signo de dulzura,
de paz y de seguridad. Nada evoca en él la idea de perfección
relacionada con el círculo por el filósofo griego Parménides, para
quien el Ser es una esfera que se equilibra por sí misma en todas
sus partes: «el punto a partir del cual es igual en todos los sen-
tidos y tiende por igual hacia sus límites». Cuando quiso Nicolás
de Flue materializar la visión que tuvo de la Trinidad, hizo di·
bujar un mandala en seis partes, cuyo centro contenía el rostro
coronado de Dios, como si intentase, por esta representación sim-
El simbolismo religioso 223
bólica, expresar la paz recobrada después del terror que le había
causado la visión de Dios, mysterium tremendum 28.
Estos ejemplos, que podrían multiplicarse sin esfuerzo, de-
muestran la función religiosa del lenguaje simbólico. Sólo éste,
en efecto, permite pasar de lo imaginario a la realidad ontoló-
gica. Las figuras simbólicas son a la vez proyección de los deseos
inconscientes del hombre y portadoras de una significación reli-
giosa determinada por una tradición. Por consiguiente, vinculan
a cada individuo que las formula, conscientemente o en sueños,
con una comunidad religiosa más amplia, en el común conoci-
miento de la significación de los símbolos, pero al mismo tiempo
con la realidad misma de 10 divino perceptible a través de esas
figuras. Más allá de estos conflictos interiores, y en la búsqueda
voluntaria de un equilibrio psíquico que le procurará la plenitud
de su ser, el hombre pasa, pues, de la fantasmagoría al símbolo,
para acceder a la expresión de lo que siente como verdad y cuya
posesión le aportará la total expansión de su ser. En efecto, como
intenta expresar una realidad superior a aquella a que vincula
al hombre, el símbolo religioso compromete, en cierta medida, la
existencia misma del hombre que lo siente. Posee un valor exis-
tencial tanto más fuerte cuanto que el símbolo expresa mejor
una realidad interior inconsciente. Por eso conviene orientar todo
el esfuerzo del análisis hacia la búsqueda de las relaciones exis-
tentes entre las simbolizaciones verificadas en las diversas expe-
riencias religiosas de la humanidad y los arquetipos fundamen-
tales activados por los diferentes símbolos naturales. Cuando
dicha relación no existe, o cuando desaparece, el símbolo deja
de estar vivo y pierde toda su eficacia. Todo sucede como si la
reactivación de los contenidos del inconsciente, en una experien-
cia simbólica que se inscribe en una historia humana, sólo lograse
su valor de experiencia de eternidad al alcanzar las estructuras
atemporales y fundamentales de la psique humana. Así, pues,
cabe pensar que la hermenéutica de los símbolos religiosos con-
duce a la contemplación de representaciones teofánicas, que 10
imaginario acoge como manifestaciones de una infinita Trascen-
dencia.

28 El lienzo, copia del siglo XVII, puede contemplarse en la iglesia de


Sachseln, en el cantón suizo de Obwalden. Comentario de C. G. ]ung, Les
racines de la conscience (París 1971) 1955.
BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

C. G. Jung, Psychologie et Alchimie (París 1970).


- Les Racines de la conscience (París 1972).
- L'Homme et ses Symboles (París 1964).
Polarité du symbole, «Etudes carmélitaines» 28 (1960), en particular el
estudio del Dr. J. Jacobi: Archétype et Symbole dans la psychologie
de C. G. fungo
P. Ricoeur, Le Con/lit des interprétations (París 1969).
G. de Champeaux y Dom S. Sterckx, Introduction au monde des symboles,
col. Zodiaque (1966) para la documentación iconográfica.
2
SOBRE LOS MITOS

En toda fuga, la respuesta al tema se da en segunda. El aná-


lisis del simbolismo requiere, pues, el del mito en la medida en
que éste es una exploración simbólica de las relaciones del hom-
bre tanto con los seres como con lo divino. A decir verdad, ya
nos hemos topado, de camino, varias veces con el problema del
mito, subyacente en múltiples indagaciones sobre el fenómeno
religioso. El mito, en efecto, constituye un lenguaje particular
del hombre, producto no de la pura imaginación, como se ha
creído mucho tiempo bajo la influencia exagerada de un raciona-
lismo desecador, sino expresión primaria, inmediata, de una rea-
lidad percibida intuitivamente por el hombre. En este sentido,
el mito tal como podemos captarlo en las culturas tradicionales
parece ser la expresión de una totalidad, y, por lo tanto, una
expresión profundamente religiosa, una proyección de la expe-
riencia primaria del hombre ante el cosmos. Como bien ha dicho
G. Gursdorf, el mito es «un modo de verdad no establecido ra-
cionalmente, sino reconocido más bien como una adhesión por
la que se descubre una espontaneidad original del ser en el mun-
do» 1. Este es, por lo demás, el sentido propio del término
muthos en los más antiguos documentos escritos de la lengua
griega, la verdad del hecho traducido en palabras; acepción que
volvemos a encontrar, por ejemplo, en la cultura oceánica 2. Por
consiguiente, también debemos al progreso de nuestro conoci-
miento de las sociedades arcaicas el haber ampliado, y compren-
dido mejor, la significación del mito y del papel que puede jugar
en la sociedad humana. Es asombroso ver cómo un hombre
como Alain, tan absolutamente racional, pero en un sentido pri-
sionero de su cultura filosófica occidental y moderna, ha podido
asimilar el conocimiento mítico a las conductas infantiles y a la
de los brujos provocadores de lluvia que «están convencidos,
dice, de provocar la lluvia conjurándola mediante signos, y que

1 Mythe et Métaphysique (París 1953) 216.


2 M. Leenhardt. Do Kamo, la personne et le mythe dans le monde
mélanésien (París -1947, 21971).
15
226 Mitos y símbolos

siguen engañados porque la lluvia siempre termina por llegar» 3.


Ahora bien, lo que Alain no veía es que en el marco de esas
sociedades arcaicas que viven su mitología, el hombre es al mis-
mo tiempo niño, en la medida en que no posee un conocimiento
racional del mundo, deductivo y lógico, pero que también es, al
mismo tiempo, dueño de unas técnicas vitales, de trabajo, en
el marco concreto de determinadas estructuras sociales. Por esta
misma razón, el mito constituye en estas sociedades un verdadero
formulario del comportamiento humano. No es sólo una estruc-
tura de existencia, sino también una regla para la acción coti-
diana. Utilizando determinados elementos ya mencionados a lo
largo de esta obra, querría limitarme a ofrecer unas cuantas
reflexiones sohre la función del mito en las sociedades humanas,
así como sobre el proceso de desaparición de esta forma de pen-
samiento y de actividad.

a) La función de los mitos

El vínculo casi estructural entre mito y rito resulta evidente


para casi todos. ¿Pero cuál precede al otro? ¿Los mitos son la
representación imaginaria y simbólica de rituales preexistentes,
o, por el contrario, los ritos son una aplicación concreta de los
paradigmas contenidos en los mitos que proponen al hombre unos
comportamientos ejemplares típicos? Viejo debate al que no creo
que deba darse una respuesta única; debate siempre actual en
el que se enfrentan antropólogos e historiadores de las religiones
y que, gracias a una escuela «funcionalista», derivada e inspirada
por los trabajos de Malinowski y de algunos otros, está remozan-
do, en particular del otro lado del Atlántico, sus actividades. No
será, pues, inútil repasar su contenido para intentar compren-
derlo un poco más claramente 4.
Como hipótesis previa conviene considerar que no existe una
función pura y única del mito, que sería una función de media-
ción, como pretende el estructuralismo, sino que al ser el mito
una realidad cultural compleja, puede cumplir diversas funciones
según la cultura que lo sustenta. Incluso cuando los mitos se en-
cuentran asociados estrechamente a unos rituales, las relaciones
que los unen son complejas y variadas. Ahora bien, es evidente

3 Préliminaires de la mythologie (París 1951) 15.


4 Ver en la bibliografía complementaria las principales obras recientes
de esta escuela.
Sobre los mitos 227
que cualquier análisis de la función ritual del mito sólo puede
proceder según dos vías posibles de acercamiento: o antropoló-
gica, o «mítica», y me refiero a un acercamiento que pretenda
dejar intacto el carácter específico de discurso primordial del
mito. A partir de la escuela animista de Tylor y Frazer, podemos
decir que el problema se ha planteado siempre en los términos
siguientes: ¿se trata de un Ramo de oro, en el sentido de que
es percibido, considerado y entendido como tal ramo de oro
detentador de un poder especial? ¿O bien se trata originalmente
de una simple ramita amarillenta que el rito, por necesidades de
la causa, ha valorizado simbólicamente? El estudio del mundo
mítico de los griegos por Jane Harrison ha revelado, en su tiem-
po, a muchos especialistas de la antigüedad clásica la existencia
de un vínculo muy fuerte entre mito y rito, y ha demostrado,
creo que con razón, que «el mito era la cosa dicha, al margen
de la cosa hecha». Los rituales serían, pues, en el mundo griego
arcaico, muchas veces origen de los mitos. De hecho, los mitos
de kurotrofía tal como los encontramos en la interpretación de
H. Jeanmaire, aparecen entrelazados con recuerdos y testimonios
de rituales de tránsito practicados en cierto tipo de sociedad 5.
Estas costumbres de iniciación promovieron relatos míticos que
constituyen comentarios más o menos libres e imperfectos de
aquéllas y que, para justificar el uso de dichas prácticas, trasponen
su aplicación al nivel heroico de sus personajes. En la medida en
que, con frecuencia, dichos rituales se presentan como resultado
de obligaciones de origen sociológico, el mito los sublima a un
nivel psicológico, según un proceso de transferencia propio de
toda mitología heroica, por ejemplo, la de Edipo. En el Oriente
clásico se encontrarán situaciones similares: en efecto, las insti-
tuciones reales suelen estar legitimadas a posteriori por mitos que
convierten al rey en reflejo del dios, ese rey que, mediante la
solemne recitación del mito de la creación, renueva el tiempo al
comienzo de cada nuevo año cósmico. Por 10 tanto, resulta como
prensible la teoría de Clyde Kluckohn, que defiende la estrecha
asociación entre el mito y el rito 6. En efecto, define el mito
como un sistema de palabras-símbolos, y el rito como un siste-
ma de objetos y de actos simbólicos, ambos con un origen común.
5 J. E. Harrison, Prolegomena to the Study 01 Greek Reli['.ion (Cam·
bridge 21955); Epilegomena to the Study 01 Greek Religion (21962);
H. Jeanmaire, Couroi et Couretes (Lille 1939).
6 Myths and Rituals, a general Theory, «Harvard Theological Review»
34 (1942).
228 Mitos y símbolos

Sin embargo, parece difícil demostrar definitivamente que


todos los mitos tienen su origen en los rituales. Ciertamente, los
mitos se nos muestran, en el marco de sociedades arcaicas que
vivían según su mitología, como justificantes de la acción huma-
na y reguladores de la existencia colectiva. Ellos son los media-
dores en el logro de cierta racionalización de la acción con vistas
a la seguridad y de una mayor cohesión de las estructuras socia-
les. Por consiguiente, han surgido después de los ritos. El hecho,
a veces comprobado, de que determinados ritos completamente
idénticos, practicados por diferentes tribus y tomados por unas
a otras, estén vinculados en cada tribu a unos mitos completa-
mente diferentes, lo prueba claramente. Pero estos mitos se mues-
tran como expresión de valores religiosos, y algunos incluso como
representación pura y simple del mundo divino. No todos ofre-
cen una imagen práctica y utilitaria. ¿No son, a pesar de esta
apariencia, mera expresión de unas relaciones formales existentes
entre los individuos y los grupos, como afirma el estructuralismo?
Si la función esencial del mito consiste en expresar y justificar la
solidaridad social, habrá de ser un modo de expresión simbólica
de esas relaciones sociales. Pero si la función social del mito es
consecuencia de la vinculación entre el mito y el rito, parece un
poco ilógico explicar las relaciones entre mito y rito por refe-
rencia a la solidaridad social, so pena de tautología. Al recurrir
a una hermenéutica funcionalista para explicar el fenómeno mí·
tico, la antropología corre el riesgo de reducirlo a una sola cate-
goría, y concretamente deja sin explicar el proceso dialéctico
por el cual se forma el mito.
Por su parte, los historiadores de las religiones, deseosos de
salvaguardar la especificidad del mito, han elaborado diversas ex·
plicaciones. Para van der Leeuw, el mito reactualiza unas reali·
dades superiores; sublima en «un eterno ahora y siempre» la
acción humana. J. Wach pensaba que los rituales son la expre-
sión práctica de una experiencia religiosa, la respuesta, por unos
hechos, a una realidad última que el mito hace conocer al hom-
bre proponiéndole un modelo a seguir. Así, pues, el vínculo entre
mito y rito residiría en la aplicación práctica, realizada en los
rituales, de una verdad sagrada contenida en el mito. Para los
partidarios de esta teoría, el mito dramatiza, al entendimiento
del hombre, el sentimiento de una naturaleza llena de seres vivos.
Ofrece una representación organizada del mundo; justifica cierto
orden social, recordando el origen sagrado de las instituciones
que lo gobiernan. Todo sucede, pues, como si el mito propor-
Sobre los mitos 229
cionase a los hombres el conocimiento de una sobrenaturaleza,
sobreimpuesta a su microcosmos cotidiano, en la escrupulosa rea·
lización de rituales concretos. El hombre que los practica se
adhiere así con todo su psiquismo, con toda su afectividad, a 10
que para él constituye la verdad. Así, pues, el mito sería religio-
samente activo, tanto animando a unos ritos que reiteran una
existencia periódica como renovando la presencia y la eficacia de
las fuerzas divinas. Mircea Eliade ha llevado demasiado lejos esta
teoría «mítica» de los rituales con su idea de que todo ritual
posee un modelo divino, un arquetipo 7. Y observa, con la ayuda
de múltiples ejemplos, que muchos ritos parecen ser imitacio-
nes de hechos realizados antaño por los dioses, reproducción del
acto divino primordial -se trate del Akitu babilónico, de las
fiestas de la creación instauradas por Ormuz en Irán, de la ob-
servación del sabat que reproduce el descanso de Yahvé el sépti-
mo día, etc.-, pues por doquier el mito promueve un com-
portamiento imitativo, por referencia a un tiempo primordial.
Paradójicamente, el hombre mítico, es decir, el hombre que con·
forma su vida a las orientaciones de los mitos, sólo se sentiría,
por consiguiente, real y verdaderamente hombre en la medida en
que deja de ser él mismo, en el momento en que amoldaría sus
comportamientos a un exemplum consagrado. En esta perspecti-
va, la realidad sólo sería imitación y abolición de la actividad
humana creadora de un tiempo humano, el de la historia. En
todo esto se reconoce la postura nostálgica de Eliade, y su volun-
tad de marginar la historia desacralizadora 8.
No se pueden aceptar semejantes afirmaciones sin matizar.
Por la sencilla pero esencial razón de que, 10 mismo que el símbo-
lo, el mito es un lenguaje, y por 10 tanto invención humana. No
es la manifestación pedagógica de una realidad trascendente, sino
un intento de explicación, por el hombre, de una realidad expe-
rimentada misteriosamente. Ciertamente, el relato mítico se pre-
senta bajo la apariencia de un discurso persuasivo, paradigmáti-
co. y de ello podría deducirse que está orientado más bien hacia
el futuro del hombre que hacia un tiempo primordial, más car-
gado de virtualidades y de potencialidad que de referencias a un
pasado original. Para explicar esa realidad que el hombre no
puede aprehender racional y científicamente, el mito inventa una

7 Cf., entre otros, M. Eliade, Aspects du Mythe (París 1963) y Le Mythe


de l'éternel retour (1949) 4455.
8 Ver supra, p. 1545.
230 Mitos y símbolos

situación, con frecuencia personalizada, que localiza en un tiempo


y un espacio dados. Esta situación adquiere, así, valor de expe-
riencia singular. Y por consiguiente puede ser propuesta como
modelo de acción o como tipo de explicación, y el mito que la
propone resulta, por consiguiente, mediante una operación de
sobredeterminación totalmente análoga a la operación simbólica,
cargado de un dinamismo apto para suscitar unas actividades hu-
manas. Podría decirse que un mito es una historia que refiere
pedagógicamente una realidad aun misteriosa a una experiencia
singular que explica un estado de cosas existente en el cosmos
o unas relaciones establecidas en la sociedad humana. El mito
de Edipo puede, así pues, reducirse a unas reglas muy sencillas:
los niños anormales tienen que ser abandonados a la naturaleza
salvaje, pero si sobreviven, se les deberá respeto, puesto que son
elegidos de los dioses. Un jefe joven tiene que saber correr y
batirse para vencer al viejo rey. Entonces podrá elegir la mujer
más bella y mandar en sus compañeros, etc. Así, pues, las costum-
bres sobre las que se apoya la sociedad, los ritos tradicionales,
están inscritos en el mito, pero no como simples elementos deco-
rativos. El mito los explica mezclándolos con la historia de un
ser presa de conflictos psicológicos graves que encubren com-
plejos psicoanalíticos. El héroe mítico es el hombre que intenta
precisamente salir de dicha situación. El individuo, como sabe-
mos, está siempre abrumado por conflictos que varían según la
sociedad y la cultura en la que vive; pero no siempre es cons-
ciente de ello, y lo será tanto menos cuanto más dichos conflic-
tos estén promovidos por el peso de las estructuras sociales. Le
resulta, pues, muy difícil, si no imposible, salir de esa situación,
pues la sociedad que ha determinado una situación conflictiva sólo
puede, evidentemente, condenar el acto por el que intentaría
eliminar las prohibiciones sociales. El hombre, paralizado ante
las prohibiciones, puede a veces transgredir ese orden de cosas
por mediación mítica. Como hombre, Edipo sería un criminal
que debería ser castigado por la Ciudad; como héroe mítico, es
sólo culpable. Su grandeza consiste en haber superado volunta-
riamente todas las dimensiones humanas, y esto es lo que, en
cierto modo, lo justifica.
Así, pues, estas diferentes interpretaciones no se excluyen
sistemáticamente, y ello constituye una característica profunda del
mito. Al ser simultáneamente producto de varias causas, es un
lenguaje multívoco. Como expresión auténtica de la naturaleza
humana, no es, por consiguiente, reducible a una sola serie cau-
Sobre los mitos 231
sal. No cumple una sola y única función. La fabulación, la crea-
ción mítica casi nunca son gratuitas. Y cuando nos lo parecen,
es que quizá aún no hemos conseguido elucidar la razón humana
de su presencia... Es, pues, imposible reflexionar sobre el naci·
miento, las funciones y la finalidad del mito sin plantear el pro-
blema de la persistencia y de la transmisión de los recuerdos co-
lectivos. Los pueblos antaño denominados primitivos, sin escri-
tura, y aparentemente sin interés por un pasado individual e his-
tórico que para ellos no existe, se han transmitido sin embargo
de generación en generación unos mitos, a pesar de que con freo
cuencia el rito se ha modificado o ha cambiado de sentido. Desde
este momento, la enseñanza ética contenida en el mito se en-
cuentra insegura. Comienza la lenta degradación hacia una mito-
logía que ya es sólo creación literaria o filosófica. Sin embargo,
por un proceso de «auto-proliferación y de auto-cristalización»,
por decirlo con una expresión de R. Caillois, los mitos no cesan
de transformarse, de modificarse por la aportación de intenciones
nuevas. Ahora bien, esas intenciones repercuten a su vez en los
acontecimientos que la historia mítica cuenta. Y si bien en su
origen el mito de Edipo consolidaba en una situación personal
unos ritos de sucesión que implicaban un asesinato ritual, ritos
en cierto modo hostiles a la institución familiar, el mito fue
posteriormente retocado, bajo la influencia de una moral colectiva
nueva, modificada en el sentido de una práctica de la herencia
familiar. Y de esta manera se conservaría, a través de las modi-
ficaciones producidas por variaciones culturales diacrónicas, la
función de coherencia ejercida por el mito en una sociedad.
¿Pero no cabe pensar, por otra parte, como M. Eliade, que
los símbolos y los mitos dan al hombre una idea más clara de
las modalidades de lo sagrado que no pueden sugerirle los ritos,
simples introductores del hombre en el ámbito de lo sagrado?
Eliade justifica esta tesis explicando que los mitos y sus imáge-
nes simbólicas, al estar sobredeterminadas, se localizan a nivel
superior y revelan lo que el rito nunca puede dar al hombre, el
conocimiento de un sagrado trascendente. El ejemplo de un mito
australiano permitirá juzgar la exactitud de esta proposición.
«En los tiempos arcaicos, el sol no existía. En el cielo sólo
lucían la luna y las estrellas. No había hombres en la tierra, sino
sólo animales y pájaros que eran mucho más grandes que los
actuales. Un día, el avestruz Dinewan y la grulla Brelagh se
paseaban por la gran llanura de Murrumbijee, y empezaron a dis-
cutir y a pelear. Encolerizada, Brelagh corre al nido de Dinewan,
232 Mitos y símbolos

coge uno de los enormes huevos y lo arroja con todas sus fuerzas
al cielo. Allí fue a caer sobre un montón de leña y se rompió,
de forma que la yema amarilla se derramó sobre la madera y
alumbró un fuego claro, de tal modo que, para asombro de todos,
el mundo entero quedó iluminado. Hasta entonces, en efecto, se
vivía en una dulce penumbra, y ahora estaban cegados casi por
tamaña claridad. Ahora bien, en el cielo habitaba un espíritu
benévolo, que vio la magnificencia y la maravillosa belleza del
mundo cuando estaba iluminado por aquella resplandeciente cla-
ridad. Y pensó que estaría bien encender cada día un fuego simi-
lar. Y, desde entonces, no dejó de hacerlo» 9.
Desde la primera lectura se ve perfectamente que este mito
no introduce al hombre en la esfera de lo sagrado. Sólo intenta
explicar la existencia del sol y la reaparición cotidiana de este
astro, y no de una manera racional. Un análisis correcto de este
relato debe distinguir en el mismo los dos niveles: el de una
historia que se desarrolla en una temporalidad concreta y en un
espacio geográfico determinado, entre unos protagonistas perso-
nificados; y el nivel simbólico por el que el mito intenta explicar
una realidad que no puede expresar conceptualmente. En este
orden, todos los detalles cuentan. La imagen del huevo evoca
a la vez la generación sexual, pero también, por un evidente sim-
bolismo de los colores, el propio disco solar; la paradoja de un
huevo lanzado hacia el cielo y que cae en un montón de leña,
en la que hay que ver una clara afirmación del geocentrismo,
puesto que es en la tierra donde viven los hombres donde reside
el origen del sol; la querella que estalla sin motivo entre los dos
pájaros y que hay que relacionar con la idea de fricción, que es
la operación necesaria para obtener el fuego. ¿Hay, en fin, que
subrayar el papel del azar en este acontecimiento mítico? El es-
píritu benévolo que aparece al final del relato, y que se expresa
en los mismos términos que Yahvé en el relato del Génesis, sólo
interviene para justificar la existencia de un tiempo sideral. No
es en absoluto creador del sol, sino una especie de deus otiosus;
se contenta con asegurar su diario retorno. Convierte un acci-
dente en un fenómeno regular. De una anécdota, el mito ha hecho
una verdad absoluta.
Los mitos cosmogónicos parecen, pues, responder a la necesi-
dad de explicar el mundo. Nacen de un esfuerzo del hombre por
explicar una representación más o menos sistemática del cosmos

9 Según Hambruch, Südseemarchen, p. 5.


Sobre los mitos 233

y para analizar las relaciones que vinculan a sus elementos cons-


titutivos, así como para situar al hombre en ese ámbito. La dra-
mática imaginería que describe los orígenes del hombre termina
así, pues, siempre en la emergencia del mundo del hombre, que
acaba instituyéndose en un orden aparentemente inmutable. El
mito intenta, pues, explicar cómo se ha producido dicha emer-
gencia, por qué el mundo ha salido del caos, cuál es el principio
motor de tal evolución. De hecho, los mitos cosmogónicos res-
ponden con frecuencia a la pregunta siguiente: «¿Quién reina?»
¿Cuál es, en última instancia, el más poderoso? Es decir, que
proyectan en este intento de explicación todo un proceso humano
de luchas por la soberanía, pues sólo puede existir orden en la
instauración de un mundo donde cada cual, astros, animales,
plantas y hombres estén instalados en su lugar adecuado. A través
de las teogonías -y muy especialmente en el mundo griego-, el
mundo se concibe como una jerarquía de potencias. Pero junto
a este aspecto de soberanía, los mitos cosmogónicos hablan sin
cesar de principios, de archai, y establecen complejas filiaciones,
abundantes genealogías. Como ha demostrado J.-P. Vernant en el
caso del ámbito griego, debido a cierta ambigüedad de vocabula-
rio, el devenir es expresado constantemente en términos de unión
sexual. Esta búsqueda de filiación a partir de los orígenes no
debe alimentar ilusiones: se trata de un esfuerzo por definir, ya
unas relaciones dialécticas, ya unas relaciones de causa a efecto 10.
Podemos, por consiguiente, pensar perfectamente que 10 que,
en última instancia, opone las teorías antropológicas y las con-
cepciones mitologizadoras tradicionales, es el lugar más o menos
importante que cada una reserva, en el marco de una sociedad
dada, a los símbolos y a los mitos en relación con los rituales, que
son unos hechos concretos y discutibles. Y de ahí la alternativa
ante la que corremos el riesgo de encontrarnos: o aceptar el mé-
todo del análisis funcionalista, con los riesgos de reducción al
sociologismo que ya he apuntado, o admitir la interpretación del
mito como expresión de un sagrado que, por ser percibido como
realidad trascendente no puede, en última instancia, ser objeto
de una indagación científica considerada en sí misma como desacra-
lizadora. No creo que haya que resignarse a este dilema. Porque
de la misma manera que no puede existir simbolismo antes del
hombre, tampoco puede aceptarse la idea de que el mito sólo
sea un complejo simbólico que repite unos prototipos derivados

10 Les Origines de la pensée grecque (París 1962) 96-113.


234 Mitos y símbolos

de un tiempo primigenio y ofrecidos al hombre para regular


su acción. El universo mítico está superpuesto al de la acción
cotidiana al que presta su significación, y por consiguiente posee,
en sí mismo, una coherencia que confiere a toda actividad huma-
na en el mundo.
Llegados a este punto de nuestra investigación, podemos re-
cuperar con provecho una parte del pensamiento de Ernst
Cassirer 1I. Formulada poco más o menos al mismo tiempo que
la teoría de Lévy-Bruhl, su obra constituye una importante ten-
tativa de interpretación global del pensamiento mítico a la que,
hasta el momento, en Francia sólo se le prestó una atención insu-
ficiente. Para él, el mito no es de orden intelectual, como lo es
una alegoría. La imagen del mito, en efecto, no representa la
cosa, sino que es la cosa misma. El mito pertenece, pues, a la
esfera de la afectividad y de la voluntad, no a la de la inteligencia
racional, en la medida en que implica un acto de participación
del hombre, un acto de emoción y de voluntad. Aceptando, pues,
gran parte de la teoría de Lévy-Bruhl, pero rechazando cualquier
postulado evolucionista, Cassirer hace del pensamiento mítico
una modalidad del pensamiento humano, un modo de aplicación
a lo real de las categorías del espíritu humano, de un tipo por su-
puesto diferente del nuestro, pero que no es ni más arcaico, ni
mejor, ni más pobre. Los productos de la expresión. mítica son
imágenes cargadas de significación, mientras que en nuestra men-
talidad son conceptos que expresan lo real. Ahora bien, el sentido
de esas imágenes míticas figura implícito, de forma tal que las
emociones que determinan parecen polarizadas en la imagen mis-
ma -pudiendo ésta, de hecho, consistir en un discurso, una pa-
labra, un gesto o un objeto--. Así, pues, en el mito se encuentran
por consiguiente concentradas gran número de significaciones, y
reunido gran número de ideas, casi telescópicas, que son intercam-
biables y promotoras de emociones que ellas mismas despiertan.
El mito es, pues, portador de una especie de vitalidad, de un
dinamismo que le es característico. Y sólo puede ser analizado
en términos de acción.
Ahora bien, es precisamente este dinamismo activo del mito
lo que impide limitarlo a una sola función. En una misma cul-

11 Philosophie der symbolischen Formen, tomo II, Das mytische Den-


ken (Berlín 1925); trad. ing1., Vale University Press, 1966/68; trad. fr.,
La Philosophie des formes symboliques (París 1972), tomo n, La pensée
mythique.
Sobre los mitos 235

tura, puede asumir varias funciones que no son incompatibles.


Puede ser a la vez expresión de realidades superiores al hombre,
y consideradas sagradas por él, y medio también de justificar un
orden social, de transgredir, sublimándolas a través de un perso-
naje heroico, unas prohibiciones sociológicas, y de explicar unas
situaciones típicas que todo hombre, poco o mucho, encontrará
a lo largo del itinerario de su vida. El interesante libro de M. Leen-
hardt, Do Kamo, muestra hasta qué punto el mito es, entre los
indígenas de Nueva Caledonia, la expresión de la unidad del hom-
bre y del mundo en que vive, unidad no percibida intuitiva ni
intelectualmente, sino vivida realmente «en las fibras del ser» 12.
No existe, pues, diferencia alguna entre las acciones humanas
consideradas psicológicamente, y la palabra mítica que regula las
estructuras sociales y actúa a través de las mil y una relaciones
técnicas de la vida cotidiana. El comp:mamiento humano no es,
pues, «imitativo» ni se explica únicamente por la intervención
de las instituciones, sino que se revela a través de las formas
míticas de la vida y de los mitos que la determinan. Aparecida
en el momento en que el estructuralismo de Lévi-Strauss empe-
zaba a informar, con la autoridad de su impecable técnica, toda
la antropología, esta obra de Leenhardt demuestra suficientemen-
te por qué no se puede oponer una función de conocimiento del
mundo asumida por el mito a la función de expresión de una
totalidad. La gran enseñanza de Leenhardt es la de que, antes que
todo conocimiento especulativo, formulado en conceptos racio-
nales, e incluso antes que por cualquier modalidad técnica de
conocimiento, existe un conocimiento integrado unitariamente a
la actividad humana en tanto participa en la realidad misma del
mundo. Y sólo el mito puede expresar esto. Por consiguiente, no
existe oposición radical entre mito y razón, ni entre mito e histo-
ria. Estos últimos sólo operan, en última instancia, sobre unos
temas de pensamiento producidos y dejados en herencia al hom-
bre por el mito.
La oposición entre naturaleza y cultura, fundamento de toda
la demostración estructuralista, no es sin duda tan drástica como
Lévi-Strauss pretende. Cuando, por ejemplo, la captamos en los
mitos de Mesopotamia, la percibimos como resultado de una
intuición casi inherente al pensamiento humano. El hombre ha
estado siempre preocupado por su situación en el mundo. Los
mitos le suministraban una explicación de las difere"cias existen-

12 Op. cit., p. 272s.


236 Mitos y símbolos

tes entre las ciudades, donde vivía, y sus dioses, a los que vene·
raba, y la naturaleza hostil, el desierto lleno de monstruos y de
divinidades malévolas. Pero lo asombroso es que estos mitos
introduzcan en dicha oposición variantes, como si el hombre no
admitiese que la oposición naturaleza/cultura pudiera ser defini-
tiva. Y así, mezclan en los mismos relatos los oasis y los desier-
tos, los valles fértiles y la naturaleza árida. Algunos mitos sim-
bolizan al mismo tiempo el salvaje aspecto de la naturaleza y su
carácter favorable al hombre, mediante múltiples combinaciones
que responden a las técnicas mismas por las que el hombre va
dominando esa naturaleza salvaje. El mito señala así al mismo
tiempo los límites espaciales de la posible acción del hombre y
las virtualidades que se ofrecen a dicha acción. Y, así, entran en
escena no sólo las figuras de los Centauros, de que ya he hablado,
sino también las de los Cíclopes, cuyos mitos establecen, entre
la humanidad técnica y la naturaleza salvaje, toda una serie de
relaciones ambiguas a través de las cuales la naturaleza es defi-
nida como hostil al hombre y de origen divino, mientras que en
otros mitos la naturaleza salvaje es asociada a veces a la cultura
humana por intervención de figuras míticas de hombres barbu-
dos, salvajes, hirsutos, que viven en el desierto, desde el Esaú
bíblico hasta el ogro devorador de hombres y al dios-lobo. Así,
pues, el análisis de esos mitos del Oriente clásico sugiere que la
evolución de las figuras divinas que representan una naturaleza
hostil, asociada en el contexto de las ciudades humanas a los
tradicionales dioses protectores, establece claramente la voluntad
de los hombres de destacar los límites de sus instituciones, y de
relacionarlas con su contorno natural, a fin de constituir una tata·
lidad coherente, fundamento de toda vida social y punto de par-
tida del reino del hombre sobre todo cuanto le es dado conocer
y experimentar.
Por consiguiente, podemos pensar el mito en términos de
acción sin que por ello sea necesario suponer que el acto haya
precedido al mito. En efecto, no existe ninguna conexión inva·
riable entre los mitos y los rituales. Los primeros poseen una
significación en su misma estructura, que puede representar los
elementos constitutivos de la estructura social y de la cultura en
la que se desarrollan esos mitos, y a la vez también unas actitu·
des, unos comportamientos típicos de aquellos hombres que fa-
bricaban ellos mismos mitos. Pero los mitos nunca son especula-
ciones más o menos poéticas sobre las condiciones de existencia
del hombre. Las experiencias que exponen en términos solemnes
Sobre los mitos 237
son ante todo experiencias de tipo místico. Por eso son portado-
res de una verdad sagrada. No se contentan con situar al hombre
en un tiempo oriundo al que hacen referencia, sino que demues-
tran al hombre que, cada vez que los repite o los reactualiza a
través de los ritos, descubre de nuevo esa identidad que 10 une
al mundo natural, y que la significación que les proporcionan
acerca de las cosas entre las que el hombre vive se identifica con
su propia existencia. La verdad del mito, en otros términos, no
reside en el hecho de que cuente una historia, sagrada porque
sería la de unos dioses o unos seres superiores al hombre, sino
que estriba en el mero hecho de que, al ser lenguaje de hombres,
el mito expresa para este último una experiencia vivida en lo más
hondo de su ser, revelándole los sentidos fundamentales de cuanto
lo rodea. Felix qui potuit rerum cognoscere causam ... : en estos
versos de Virgilio no hay que ver, como se pensaba, el principio
de un proceso de desmitificación, sino, por el contrario, el fun-
damento mismo y toda la riqueza existencial del pensamiento
mítico.

b) La muerte de los mitos


Si el mito no es una simple y bonita historia, sino una reali·
dad vivida, expresión de una verdad espontánea cuyo conocimien-
to proporciona al hombre la trama misma de su existencia, ¿por
qué se degrada hasta el punto de desaparecer? Hay que repetirlo:
el mito sólo se deja pensar a través del hombre que vive en socie-
dad. No es asunto de un poeta, o de un narrador aislado, sino
que interesa a toda la tribu, al clan, a la comunidad de los hom-
bres. Vive con ella porque la hace vivir. ¿Y muere con ella? Si
el mito constituye la explicación del mundo dentro de los lími·
tes de una cultura dada, ¿desaparece cuando esa cultura se trans-
forma? Nos toca examinar ahora las relaciones entre mito e
historia.
Lo que sabemos concretamente de los mitos de invocación
totémica nos los revela muy vulnerables a los efectos de la dia-
cronía. El tiempo los modifica y los deteriora. Las tradiciones
de los Osacas, tales como nos las refiere J. O. Dorsey 1~, 10 de-
muestran claramente. El mito dice que cuando los antepasados
emergieron de la tierra, se escindieron en dos grupos, pacífico
13 6th Annual Report, Bureau 01 American Ethnology (Washington
1888), y también el. Lévi-Strauss, Le Pensée sauvage, pp. 92ss.
238 Mitos y símbolos

y vegetariano el uno, asociado al lado derecho, y belicoso y car-


nívoro el otro, asociado al lado izquierdo. Entre ellos se estable-
cen relaciones de alianza y de trueque de alimentos. En el curso
de migraciones, los dos grupos se encuentran con un tercero,
feroz, pestilente, con el que entablan asimismo relaciones. Cada
grupo implicaba originalmente siete clanes, o sea, un total de
veintiuno. Pero la simetría tripartita era en realidad falsa, ya
que en realidad catorce clanes guerreros tenían enfrente a sólo
siete clanes pacíficos. A fin de restablecer el equilibrio, se redujo
el número de los clanes de uno de los grupos guerreros a cinco
y el del otro a dos. Desde entonces, los campamentos Osacas, de
forma circular, están abiertos hacia el Este y comprenden siete
clanes de la paz, en la mitad norte, y siete clanes de la guerra
que ocupan la mitad sur, y por lo tanto unos están a la izquierda
y otros a la derecha, como dice el mito. Para Lévi-Strauss, este
mito alude, pues, a un devenir doble. Uno puramente estructu-
ral, que pasa de un sistema dualista a una organización tripartita
con vuelta al dualismo anterior, y otro, a la vez estructural e
histórico, que consiste en la anulación de una alteración de la
estructura primitiva, resultante de acontecimientos históricos o
concebidos como tales: migraciones, guerras, alianzas. Ahora bien,
la organización social de los Osacas tal como ha sido conocida
todavía en el siglo xx reflejaba aún esa evolución: dos mitades,
guerra y paz, una de las partes representando el cielo y la otra
la tierra, comprendiendo esta última los clanes asociados a la
tierra firme y al agua. Es decir, seis clanes pertenecientes al sector
del cielo y siete al de la tierra, trece en total, que representan en
el plano cósmico el número de rayos del sol levante hacia los que
siempre permanece abierto el campamento Osaca.
y si la verdad del mito está vinculada al hecho de que cons-
tituye el fundamento mismo del mundo, que no puede ser com-
prendido sin él, ¿no es normal que el mito haya sufrido el im-
pacto de las transformaciones de ese mundo? Porque, al consti-
tuir uno de sus elementos orgánicos, pierde toda eficacia cuando
el conjunto se transforma. Cuando una esfera de civilización se
ve perturbada, los mitos pierden su sentido profundo. Y pueden
convertirse en un simple tema de conversación, una historia bo-
nita pero falsa. Como ha hecho notar R. Pettazzoni 14, se trata
del mismo proceso que ha hecho del drama, antaño actitud de
jornada religiosa, un entretenimiento profano, y de la peonza

14 Essays on the History 01 Religions (Leiden 1954) 86.


Sobre los mitos 239

silbante y mística un juego para niños, de igual manera que de-


terminado rito antiguo y sagrado, basado en la trayectoria del
sol, se convirtió en el juego de balón (alusión al vitola, practica-
do por algunos Indios de América del Sur, para quienes el balón,
hecho del jugo del árbol del caucho donde se materializa lo di-
vino, es una manifestación del alma del padre).
La figura del Coyote, presente en numerosos mitos de América
septentrional, es, en este punto, en extremo reveladora. Los Pauni
clasifican los mitos en que aparece el Coyote entre las «historias
falsas», siendo así que esta figura es enormemente popular en
toda la mitología norteamericana. Esto es resultado de una cu-
riosa evolución. En cierta época, el Coyote era al parecer el de-
miurgo, fundador de las leyes y de las instituciones sociales, bene-
factor de una sociedad de hombres-cazadores. La vida del grupo
dependía de la caza, y sobre todo del señor de los animales, el
Coyote. Posteriormente se ve aparecer poco a poco la figura de
otro dios creador que, al convertirse en el dios supremo, suplanta
al Coyote, que entonces se torna en oponente. Degradándose aún
más, se convierte en el Trickster, un personaje bufón, mentiroso,
ladrón, perfectamente comprobado en los pueblos Indios de Amé-
rica del Norte. Como resultado de esa «caída», conserva una acti-
tud siempre ambigua en relación con lo sagrado: se mofa, pero
utiliza aún todos sus poderes 15. Bien entendido, para explicar
semejante modificación hay que pensar en una modificación del
modo de vida. El paso de un nomadismo cazador a un semi-no-
madismo en que las técnicas agrícolas complementan los benefi-
cios de la caza ha venido a degradar la figura divina del lobo de
las praderas. Y por eso los mitos que todavía hablan de él están
considerados «historias falsas». La reciente exégesis de M. L. Ric-
ketts 16, que hace del trickster la representación mitológica de la
condición humana, me parece una transposición contemporánea
especialmente secularizante y que no invalida el análisis de Pet-
tazzoni.
A través de estos ejemplos se ve el planteamiento, bajo los
efectos de la diacronía, de las relaciones entre Mito e Historia.
Los mitos de origen, de creación, sólo consolidan al hombre en
un equilibrio existencial porque terminan neutralizando lo even-
15 R. Pettazzoni, <Nerita del Mito», Studi e materiali di Storia delle
Religione XXI (1947/48) 104-116, donde da la biliografía sobre el tema
del Coyote.
16 «The North American Indian Trickster», History 01 Religions VIII
(1966) 327-350.
240 Mitos y símbolos

tual, es decir, el testimonio ineludible del tiempo que huye. Por-


que, a pesar de que el mito cuenta una historia, su naturaleza pro-
funda es antihistórica. Como hemos visto, el mito se apodera del
hecho y lo traslada a su ámbito propio, que es el de lo eterno.
y aunque el mito cuente una historia, es decir, una serie de
acontecimientos, éstos no se despliegan en la temporalidad hu-
mana. Como ha observado P. Ricoeur: «La historia mítica repre·
senta un esfuerzo de las sociedades por anular la influencia pero
turbadora de los factores históricos; representa una táctica de
emulación de lo histórico, un amortiguamiento de lo eventual.
Al convertir la historia y su modelo atemporal en un juego de
reflejos recíprocos, poniendo lo anterior fuera de la historia y
convirtiendo a la historia en copia de su antecedente, la diacro-
nía queda dominada y colabora con la sincronía... » 17. El mito
sería, pues, la tentación espontánea del hombre de hurtarse a su
existencia histórica. La imaginación mítica del hombre se ha
mostrado llena de recursos para satisfacer esa evasión. Me basta
como prueba el que los mitos apocalípticos, donde el fin de la his-
toria queda tan fuera del control de los hombres como su co-
mienzo, y el futuro no es concebido como resultado de una libre
decisión del hombre, sino presentado siempre como una inter-
vención brutal de potencias superiores. Y, así, podemos como
probar la enorme expansión de los relatos de cataclismos cósmi-
cos vinculados a una noción de culpabilidad general, a la idea de
una decrepitud del mundo que debe ser regenerado. La salva-
ción deseada y esperada, y requerida por todos, queda fuera de
la historia humana.
Así, pues, la muerte de los mitos resulta de la ruptura de
un equilibrio entre la comunidad humana y el mundo en que
vive, por un replanteamiento de las verdades míticas. En efecto,
la conciencia mítica es unitaria, en un sentido totalitario. Pen-
semos, por ejemplo, en la representación del mundo en el anti-
guo pensamiento chino: el Imperio del Medio estaba simbolizado
por un círculo en cuyo exterior se encontraba la nada, ámbito
de los demonios extranjeros. No podría asegurarse que esta vi·
sión haya desaparecido totalmente... Apenas la unidad entre los
hombres y el mundo en que viven queda rota, como resultado
de una transformación de civilización, el mito queda relegado
al ámbito religioso, mientras que la acción humana se hace cada
vez más laica. Perdiendo poco a poco su sustancia propia, el

17 Structure et Herméneutique: «Esprit» (nov. 1963).


Sobre los mitos 241

mito se convierte en objeto, literario o histórico. Por consiguien.


te, tenemos que analizar esta degradación de los mitos.
Cabe preguntarse si uno de los procesos principales de des·
mitificación no sería la oposición entre dos formas antitéticas de
pensamiento que los Griegos representaron mediante los térmi-
nos muthos y logos, y que la evolución semántica de la palabra
mito resume perfectamente. Del hecho traducido en palabras,
real y verdadero, se ha pasado a la noción de mentira. Este corri·
miento atestigua el paso de 10 imaginario y de lo sagrado-vivido
a un pensamiento reflexivo. Con términos de Ch. Kérényi, se
pasa «del mito a una teología» 18, imbuida esta última de desmi-
tificación. De hecho, el mito, si bien está en íntima relación
con una experiencia religiosa, puede ser considerado como desacra-
lizador, puesto que tiende, como expresión humana, a aproximar
el mundo de los dioses al de los hombres. Lo que el mito pre·
tende efectivamente significar es la unión de lo divino, del mundo
y del hombre. Se trata de un instrumento para paliar, en este
ámbito, la insuficiencia de una inteligencia discursiva. Porque,
mediante ese lenguaje mítico, es el hombre quien habla de los
dioses. Ahora bien, apenas hablar de los dioses se convierte en
una obra de arte -y éste es ya el caso de Homero y de Hesío-
do--, el objeto resulta humanizado. El poeta, lo mismo que el
escultor, cuando quieren representar la figura de los dioses pro-
yectan sobre dichas figuras divinas sus propias categorías. Sabe-
mos perfectamente que Homero no realizó la recopilación exhaus~
tiva de las mitos que tanto nos gustaría tener. De todo el pen-
samiento mítico arcaico se qued6 s610 con lo que interesaba al
elemento social que constituía su «público», patriarcalista y gue-
rrero. Todo el elemento nocturno, ctoniano, funerario, personal
-si alguna vez existió-- y popular de las creencias religiosas de
los Griegos quedó marginado. En cuanto a Hesíodo, como in-
troduce un principio racional de explicación del cosmos en una
Teogonía) sistematiza. En él, como hemos visto, el pensamiento
mítico está siempre guiado por un pensamiento causal: la mito-
logía se torna etiológica. Por ejemplo, la diosa Mnemosina, la
Memoria, resulta hermana de eronos, el Tiempo, y madre de las
Musas. Conoce «todo 10 que ha sido, es y será». Sólo ella puede
conceder al poeta el conocimiento de los orígenes, de los co-
mienzos, es decir, ]a razón de ser de las cosas. Y de esta manera

lB 1l problema della demitiz::.aúone (Roma, Instituto di Studi fi1osofici,


1961) 35-44.
16
242 Mitos y símbolos
se desvela el Pasado, que es más que un tiempo anterior al Pre~
sente: es su fuente. Remontando el curso del tiempo hasta él,
el hombre no intenta tanto reconstruir una serie de aconteci·
mientos relacionados cronológicamente, cuanto acceder al fondo
del ser, descubrir lo oriundo, la realidad profunda que justifica
y fundamenta toda existencia. El agente desmitificador resulta,
en cuanto tal, remitificado. Así, pues, desde el comienzo del si-
glo v, los Griegos decidieron que lo divino escapaba al entendi-
miento humano, pero no han dejado de hablar mítieamente de
ello. Y desde entonces el mito no es más que una forma de cono-
cimiento. Y a su vez se convierte en objeto de conocimiento cada
vez más racional. Y reconsiderado por la literatura y los filósofos
en una fase ulterior de müologizacián, perdió, por su inadecua-
ción a la realidad, todo carácter sagrado.
Otro proceso de remitologizacíán se realizó en Roma. Como
se sabe 19, la mentalidad romana es antimítica, mientras que el
medio «italo-céltico» del que proceden los Latinos seguía en
plena actividad mítica. En la primera fase que se produjo de des-
mitificación, lo social tuvo una importante contribución, al con-
fundir los dioses con sus funciones y erigirlos en abstracciones.
La concepción romana de la religión, como trama de vínculos
jurídicos que unían a los hombres con el mundo de los dioses,
es mero reflejo de una tendencia profunda a considerar el Estado.
la sociedad, desde la perspectiva de realizaciones funcionales. Así,
pues, la actitud romana en relación con los mitos se apoya en la
idea de que el pasado podía resultar activo en un presente valo-
rado en función de la acción del hombre, mediante la influencia
de rituales piadosamente conservados, cuando sus correspondien-
tes míticos habían ya desaparecido de la memoria colectica. El
presente es, pues, en cierta medida, producto de un pasado ya
activo, y el único mito aceptable, pensable, es la historia de este
pequeño pueblo itálico promovido a los más altos designios mun-
diales. Así, pues, ya no existen fronteras entre mito e historia,
puesto que la historia de Roma se convierte en una historia sacra,
dueña de vidas y normativa para el presente. A medida que la
Urbs se extiende por las dimensiones del universo, los mitos,
reintroducidos en diversas épocas en una pseudo-historia nacio-
nal, adquieren proporciones casi universales. Dibuian las directri-
ces de una historia sagrada, que no es lo mismo que una historia
santa.

19 Ver supra, p. 163.


Sobre los mitos 243

Basta compararla, en efecto, con los testimonios del Antiguo


Testamento, cuya lectura reducida a la de una historia santa aco-
ta el constante diálogo entre Yahvé y e! pueblo de Israel. Con
los Hebreos, abandonamos el dominio del tiempo cíclico en que
habían evolucionado hasta entonces los mitos antiguos y se ha-
bía realizado su desmitificación. Mientras que el hombre de las
sociedades míticas intenta oponerse a la historia, en tanto ésta
representa una sucesión de hechos irreversibles, sin conseguir
de hecho oponerse al desarrollo ineludible de la diacronía, y esta
vana tentativa lleva en sí los gérmenes de todo proceso de des-
mitificación, aparece por vez primera con el profetismo hebreo
la concepción de un tiempo lineal, que es la valoración de ]a
historia de un pueblo elegido por su Dios. El desarrollo de la
historia se convierte, así, en la sucesión de las epifanías de lo
divino. El Dios de Israel ya no es sólo e! dios creador de las
gestas arquetípicas que el hombre puede reproducir por medio
de los ritos. Se convierte en una persona que interviene en la
historia de los hombres y revela su voluntad a través de aconte-
cimientos. Como soberbiamente decía Chateaubriand: «El acon-
tecimiento providencial aparece después del acontecimiento hu~
mano. Dios irrumpe después de los hombres» 20. La desmitifica-
ción del Antiguo Israel se realiza primero por el silenciamiento
de determinado número de realidades que se prestaban a la mi-
tología: así, por ejemplo, los relatos de! acceso de Salomón a
la realeza que hemos analizado en términos de estructura de
parentesco y de apropiación del suelo 21. La reinterpretación sa-
cerdotal ha corrido un púdico velo sobre las realidades de la
entronización del rey, las muertes y los asesinatos de los preten-
dientes, y el papel de la sexualidad en las diversas etapas hacia
el poder, Y esta desmitificación intervino primeramente a nivel
de la ética, a fin de permitir que Yahvé hablase por sí mismo y
eligiese al rey como «Ungido por el Seña!». Ahora bien, es evi-
dente que semejante tergiversación de la situación fue provocada
por la emergencia de una concepción fundamental diferente del
Tiempo. La sustitución de una mitología que era expresión de
prácticas sociales y políticas, y en un proceso de desmitificación
radical, por una teología que deja la puerta abierta a una Reve-
lación de la Palabra de Dios, determina que el advenimiento de

20 Mémoires d'OuI,,-Tombe, tomo II. XLIV, 8, p. 932 (ed. de la


Pléiade).
21 Ver supra, p. 1875.
244 Mitos y símbolos

la realeza judía ya no sea representado en términos puramente


humanos, sino concebido, en el contexto de la alianza de Yahvé
con su pueblo, con e! comienzo de la realización de las promesas
hechas a Abrahán, y también como anuncio de la venida de!
Mesías.

c) Mito y fe cristiana
Este procedimiento seguirá siendo utilizado por los cnstlanos
de la antigüedad y de la edad media, para los cuales e! Antiguo
Testamento es un gigantesco y grandioso mito tras el que se
oculta el Lagos, que posteriormente revelaría a los hombres el
Nuevo Testamento. Desde los Padres de la Iglesia 22 a Bultmann
y a algunos teólogos de «la muerte de Dios», la teología ha sido
concebida a veces como una empresa de desmitificación, en el
sentido de que es interpretación existencial, antropológica, de
los mitos bíblicos. Lo que importa en dicho procedimiento no
es ya el contenido objetivo de las representaciones que pueda
haber en ellos, sino el entendimiento de la existencia que ponen
de manifiesto.
Aunque los límites de este libro no permiten un debate a
fondo de las relaciones entre mito y cristianismo, problema que
ha ejercido una profunda influencia en toda la vida intelectual y
religiosa de nuestro siglo xx, tendremos sin embargo que esta~
blecer algunas precisiones al respecto. La originalidad de! cris-
tianismo en comparación con otras experiencias religiosas estriba
en que mantiene que, como consecuencia de una tradición judía
llevada hasta su término lógico, la inmanencia real de 10 divino
se ha realizado, por la Encarnación, en el tiempo de la historia
humana. Este hecho, que tiene unas causas -la promesa de
Yahvé- y unas consecuencias -la salvación de la humanidad
redimida por el Hijo de Dios-, no aconteció en una tempora-
lidad mítica, sino en el transcurso de la historia humana. ¿Hay
que deducir de ello que este misterio pueda redudrse a un modo
de historicidad? La doctrina cristiana, que cree que Jesús es Dios,
y que tras su vida y pasión vuelve junto a su padre y se reintegra
a la gloria divina, «de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos», 10 niega. La noción de un tiempo cíclico ha sido, pues,
sustituida por un tiempo lineal, o mejor dicho, por la tempora-
22 Por ejemplo, J. Daniélou, La Démythisation dans rEcole d'Alexan·
drie, en Il problema della dimitizzazione, pp. 4549.
Sobre los mitos 245
lidad de lo existencial, que es la de la salvación de cada hombre,
que debe ayudarse, para lograrla, de otra temporalidad litúrgica
circular. Esta sitúa al creyente en una contemporaneidad del illud
tempus, es decir, que le permite una conducta mítica. En efecto,
la experiencia cristiana es una imitatio Dei) repetición litúrgica de
los acontecimientos principales de la vida de Jesús, reunidos ritual-
mente en un breve tramo de tiempo sideral: nacimiento, epifa-
nía, bautismo, pasión, muerte, resurrección y ascensión, que es
su término provisional hasta que acontezca la Parusía. Por esta
proyección de la historia en el tiempo sideral, el cristianismo
apenas ha hecho otra cosa que reanudar y desarrollar lo que el
judaísmo ya había realizado con algunas fiestas temporales, seña-
lando las grandes divisiones cósmicas del año e integrándolas a
la historia de Israel (fiesta de la Pascua, del Tabernáculo, de las
Luces, de Hanuca, etc.). Pero al hacerlo tropezaba con otros usos
religiosos contemporáneos 23.
Podemos limitar el análisis de las relaciones entre mito y fe
cristiana a este aspecto de la organización religiosa del tiempo.
El problema planteado por las teorías bultmanianas sobre la des-
mitologización del cristianismo es muy importante. No podemos
despacharlos recurriendo simplemente a la idea de una moda pa-
sajera, que por 10 demás los Franceses, como en muchas ocasio-
nes, han acogido con demora y han propagado a contracorriente.
Todo el mundo sabe que R. Bultmann es partidario de la idea,
perfectamente evidente, de que estamos separados del Nuevo Tes-
tamento por una distancia concreta. Esta distancia es mítica, y
nosotros vivimos inmersos en una mentalidad racional y cientí-
fica. Si queremos percibir lo esencial de ese pensamiento religio-
so, resulta necesaria una interpretación. Ahora bien, según Bult·
mann, es mítica toda forma de representación en la cual 10 que
no pertenecía al mundo, o sea, lo divino, aparece como pertene~
ciente al mundo, según una formulación demasiado humana. No
solamente la cosmografía del Nuevo Testamento ha quedado del
todo caduca, sino que toda la vida de Jesús y el hecho mismo
de la Encarnación están relatados en términos míticos, en un
contexto de ángeles, de demonios, que asimismo encontramos en
la apocalíptica judía y en los mitos gnósticos. Sin embargo, la
crítica aplicada por Bultmann a los mitos del Nuevo Testamento

n Por ejemplo, con ocasión de la celebración de un tiempo nuevo:


d. M. Mcslin, La Féte des kalendes de ;anvier, un rifuel de Nouvel An
(Bruselas 1970) 95ss.
246 Mitos y símbolos

no es una crítica racional, es decir, positivista. A su entender,


estos mitos no son fábulas, sino que contienen realmente una
significación, que hay que descifrar si queremos entender y com-
prender el kerigma. Porque lo propio del mito no es proponer
una imagen objetiva del mundo, sino, asegura Bultmann, expre-
sar «1a manera como el hombre se comprende en su mundo». En
este sentido, el mito «expresa la conciencia que tiene el hombre
de no ser dueño de sí mismo, de no sentirse sólo dependiente
íntimamente de su mundo familiar, sino de estar sobre todo so-
metido a unas potencias que imperan más allá de él mismo; y
en esta dependencia intuye la posibilidad de liberarse del someti-
miento a las potencias familiares». Resumiendo, en el mito neo-
testamentario encontramos, en primer lugar, la crítica, por el
hombre, de sus representaciones objetivadoras. En este sentido,
conviene examinar la mitología del Nuevo Testamento, no en su
contenido representativo, sino respecto al entendimiento de la
existencia que se manifiesta a través de las representaciones mí·
ticas 24. En este replanteamiento, se adivina no sólo la influencia
de Kierkegaard, sino sobre todo la de Heidegger. Igual que ellos,
Bultmann, tan apasionado, por otra parte, de la analítica de la
Formgeschichte, desconfía de cualquier historicismo. Establecien·
do una distinción entre los dos sentidos del concepto de Historia,
entre Historia y Geschichte, define como histórico cualquier he-
cho que resiste un examen científico y crítico, que tiene unas
causas y unas consecuencias, mientras que pertenece a la Historia
todo lo que, perteneciendo al pasado, puede ejercer todavía al·
guna influencia en nuestra experiencia personal, es decir, que
posee un valor existencial. El problema no consiste, pues, en in·
terpretar los mitos según una hermenéutica racionalista, absor·
bente y reductora, sino en deducir su significación existencial. Se
trata, pues, de recuperar lo que constituye la esencia misma del
mito. Aplicada al cristianismo, esta postura significa que la his-
toria de Jesús no nos interesa tanto por los hechos que se han
producido, cuanto por la predicación de esos hechos, y por la fe
en los mismos. Porque sólo la predicación de dichos hechos pone
al hombre en situación de aceptar o de rechazar la palabra de
Dios, mensaje vivo destinado a todos los hombres de todos los
tiempos: «La significación de la historia de Jesús sólo se mani-
fiesta en lo que Dios pretende decirnos con ella» 2S. Esta frase

24 Kerygma und Mr/has (1941) 22·23.


25 Op. cit., p. 41.
Sobre los mitos 247

indica claramente que Bultmann añade a la noción filosófica de


decisión tan arraigada en Heidegger, trasladándola al nivel reli-
gioso, la idea barthiana de la posibilidad de un encuentro del
hombre con la Palabra, con la condición única de desmitificar
previamente el kerigma.
El gran mérito de Bultmann seguirá siendo el de haber actua-
lizado el hecho cristiano, haberlo reintegrado a la existencia in-
dividual de cada uno. ¿Pero a quién se le escapa el enorme riesgo
afrontado? 26. Desde el momento en que la formulación del ke-
rigma es enteramente consecuencia de las categorías mentales de
un hombre en perpetua mutación, y el hombre sólo percibe ese
mensaje a través de sus categorías propias, paradójicamente ello
desemboca en una historización total, y por consiguiente en una
limitación temporal y espacial. tn un subjetivismo tal, la especi-
ficidad del mensaje cristiano parece diluirse en la realidad del
hombre que pretende aprehenderlo. Este proceso de desmitifica-
ción terminaría, pues, haciendo contingente y relativizando lo que
se presenta como expresión de una verdad absoluta procedente
de la Palabra de Dios, y destruyendo cualquier sentimiento de
la trascendencia divina. Todo el problema, en realidad, consiste
en saber si el cristianismo nos pone en presencia de un mito que
se atribuye el nombre de una persona histórica, Jesús, o si tras
esta historia hay algo más. «Sólo si la predicación de Jesús coin-
cide de forma decisiva con la predicación sobre Jesús, el Resuci-
tado coincide con el Jesús de la historia. A partir de esto, esta·
mos obligados, como historiadores, a remontarnos a los hechos
previos a las Pascuas en los problemas que nos planteamos. Y
así sabremos si justifica la palabra de su Iglesia ° no, y si el
kerigma cristiano es un mito perfectamente disociable de su pala.
bra y de él mismo, o si está vinculado a Jesús históricamente y
de forma que no puede apartarnos de él>, ZI. Ahora bien, el análi-
sis del kerigma apostólico demuestra que la primera comunidad
cristiana no ha especulado en absoluto sobre un mito, sino sobre
un ser vivo, perteneciente a una historia real. Debe, pues, existir
un punto de convergencia posible entre fe e historia, y no una
pura y simple oposición dialéctica entre ambas, como asegura

26 Me limito a recordar la hostilidad del exegeta O. Cullmann, mani-


fiesta desde 1957, en su Cristología del Nuevo Testamento, y también la
de K. Barth.
27 E. Kasemann, Das Problem des historisches Jesus, y Neutestmnent·
fichen Fragen VDn lieute, artículos publicados en la «2eitschrift für Theolo-
gie und Kirche» 51 (1954) y 54 (1957).
248 Mitos y símbolos

Bultmann. La lectura de los evangelios sinópticos permite cons-


tantemente una confrontación entre los hechos y la fe, entre la
realidad cotidiana y la predicación del mensaje, como si el mismo
centro del mensaje no fuera ninguna moral, ni una filosofía espi·
rituaIísta, sino una persona, que interpela a los hombres dirigién-
doles la palabra.
Aunque pueda parecer 10 contrario, este rodeo teológico no
nos ha desviado apenas de nuestro propósito. Porque el proble-
ma planteado por Bultmann implica en sí mismo una significa-
ción de índole general concerniente a la finalidad de los mitos.
Todo sucede, en efecto, como si el descubrimiento de la historia
y de su sentido, es decir, como si el despertar de una conciencia
histórica en el judeo-cristianismo, y después en la filosofía hege-
liana y en la derivada de ella, hubiera desembocado en una nueva
forma de existencia en el mundo. Sólo cuando esta nueva ma-
nera de ser es asimilada en su totalidad, podemos hablar de supe-
ración del mito, de desmitificación total. Ahora bien, parece que
no sucede así, y que los ¡¡mites de la posibilidad de una desmi-
tificación coinciden con los de la naturaleza del espíritu humano.
¿Es posible, en efecto, desintegrar la estructura misma del len-
guaje mítico? ¿Rechazar las imágenes y los símbolos de que está
compuesto para conservar su significación intrínseca? En otros
términos, ¿es posible realizar una desmitificación total conser-
vando el contenido del mito? Y si el mito es reductible a otras
categorías mentales, ¿la verdad por él canalizada resulta propor-
cionalmente relativa? ¿Conserva el mito un sentido inteligible una
vez que la crítica ha eliminado la expresión misma de su conte-
nido? El pensamiento más profundo del hombre se expresa más
naturalmente por el mito y el símbolo que por la conceptualiza-
ción, porque estas formas de lenguaje, enraizadas en la psique,
pertenecen al mismo orden de la vida, lo vivido y lo viviente
conjuntamente. Es cierto que, por esta misma razón, toda inter·
pretación mitológica termina distinguiendo arbitrariamente la sig~
nificación del contenido mítico y su expresión. Y cuando se quiere
aplicar a la realidad que constituye el mito otras formas de expre-
sión distintas de las empleadas por él, la elección de los concep-
tos para la interpretación del sentido mítico depende forzosa-
mente de lo que se considere como significación profunda del
mito desintegrado. A partir de este momento, el mito está muer-
to. Ya no es verdad vivida, y en vano se intentaría preservar su
más pequeña parcela significativa, una vez que ha quedado re-
ducido a categorías históricas existenciales. Por no haber com-
Sobre los mitos 249

prendido que todo mito contiene la esencia misma del aconteci-


miento que cuenta y de las cosas que describe, su desmitificación
sólo puede conducir a la negación de su significación y su natu-
raleza. El problema no reside, pues, en intentar decir de otra
manera lo que dice el mito, sino en saber por qué, al así decirlo,
el mito expresa una verdad, y a qué profunda necesidad del hom-
bre responde haciéndolo.

d) Remitificación contemporánea
La cuestión planteada por el análisis de los diferentes procesos
de desmitificación es en última instancia la de saber si, allende
las reacciones intelectuales y racionales del espíritu humano, exis-
te en el hombre una verdadera función mítica. Se sabe que la
psicología de las profundidades da a esta cuestión una respuesta
afirmativa. A un nivel de observaciones cotidianas, resulta que
nuestro mundo técnico y pragmático nos pone constantemente en
presencia de brotes míticos que se manifiestan en las conductas
colectivas e individuales de nuestros contemporáneos, aun cuan-
do estos últimos pretendan vivir en un mundo desacralizado. Es-
tos brotes atestiguan el vigor de una función mítica presente en
cada uno de nosotros. «La fuerza del mito -escribía con mucha
razón P. L. Landsberg- reside en que utiliza la facultad que
nuestros deseos tienen de producir imágenes en movimiento, y
series dramáticas de imágenes operantes en nuestros sueños» 28.
Ahora bien, este remozamiento contemporáneo del universo mí-
tico está alimentado en buena medida por los mass media 29. El
cine y la televisión marcan el retorno ofensivo de la imagen a
nuestro mundo cotidiano. Con ellos, nuestro tiempo recupera
unas cotas humanas que la civilización del libro nos había hecho
menospreciar excesivamente: en efecto, por obra de la imagen
accedemos a unos niveles de inconsciente colectivo que una cul-
tura demasiado exclusivamente intelectualista y racional nos im-
pulsaba a ignorar. Sabemos que ese mundo de las imágenes des-
dobla sin cesar la realidad vivida. Cada imagen contemplada ac-
túa como un test proyectivo y pone en movimiento, la mayoría
de las veces sin nosotros saberlo, determinadas intenciones la-
tentes, hace remontar a plena luz los arquetipos constitutivos del

28Problemes du personnalisme (París 1952) 58.


29Intenté un análisis de este proceso en Le Mythe dans le monde mo-
deme: «Revue de l'Université Lava!» XIX, 4 (dic. 1964).
250 Mitos y símbolos

inconsciente humano, al mismo tiempo que libera, por breves


instantes, complejos que nos son familiares. El hombre abandona-
do a los efectos de las imágenes se encuentra sometido a una
continua e intensa experimentación de psicología reaccional, que
puede ser factor tanto de progreso como de embrutecimiento.
Si la imagen, abundantemente difundida por la fotografía, el cine,
la televisión y los carteles, atrae con tamaña intensidad, es debido
a que constituye un lenguaje comúnmente entendido. Más que la
palabra y mucho más que la escritura, la imagen invade el espacio
y el tiempo del hombre; y desafía a la historia porque es, para
todos y sin distinción de edades, una percepción inmediata y glo-
bal del mundo. Representa, pues, en nuestro universo una forma
de conocimiento totalmente análoga a la del mito. En efecto, la
imagen significante remite constantemente al hombre, incluso
cuando pretende representar una cosa distinta de éste; al hombre
que la fabrica y al hombre que la percibe. La imagen, pues, lo
mismo que el mito, es mediadora entre el hombre y el mundo,
entre el hombre y su yo más profundo. Así, pues, transforma la
existencia en objeto, desvelándola inmediatamente, hasta el punto
de que la imaginación y la sensibilidad reciben su impacto y sólo
pueden reaccionar retardadamente, mientras que la palabra deja
siempre al oyente la posibilidad de un instante de reflexión. Se
comprende fácilmente la importancia de la imagen, omnipresente
en nuestro mundo contemporáneo, y del papel que juega en un
constante cotejo entre el hombre en estado de vigilia y su me-
dio, lo mismo que en el permanente enfrentamiento entre el
hombre y su inconsciente.
Como con frecuencia ha hecho notar M. Eliade, incluso la
función de la literatura contemporánea es con frecuencia mítica,
en la medida en que todo un sector de la producción literaria
facilita la evasión del tiempo real. En su consentimiento, el lec-
tor abandona la temporalidad existencial y se interna alegremente
en un tiempo extraño, que no es el de un pasado histórico más
° menos cercano, sino el de una ficción no siempre científica.
El lector, lo mismo que el consumidor cotidiano de televisión o
de cine -que con frecuencia resulta ser un único y mismo hom-
bre-, experimenta por obra de esas mass media la impresión
de sumirse en un tiempo libre, nuevo, y por lo mismo lucha
contra el tiempo real que lo conduce, como perfectamente sabe,
hacia su propio fin.
y tanto más, cuanto que esta cultura de consumo mítico es,
en realidad, individualista. En efecto, está dirigida al hombre
Sobre los mitos 251
privado, que se ve solicitado por esas imágenes míticas fuera de
sus obligaciones políticas, religiosas, cívicas; al hombre liberado
un momento de su trabajo, sin obligaciones, y que por consi-
guiente se encuentra disponible para la evasión. Y esta forma
de cultura adquiere tanta importancia para el hombre y se pro-
paga con tanta intensidad en nuestros días porque suscita en él
un sentimiento vivo de su libertad. Pero como busca una felici-
dad que no se resuelve asumiendo el destino del hombre, y se
compromete en una cultura profundamente desacralizada que lo
proyecta sin cesar hacia un devenir no sustentado por promesa
escatológica alguna, que sólo su propio deseo de huir justifica, el
hombre termina encontrándose ante la muerte. De todos los
mitos consumidos, de todas las imágenes admiradas o soportadas,
sólo le queda un gusto amargo a ceniza. Y, así, cuando la técnica
le permitía ser casi señor del mundo, resulta que se da de bruces
con e! tiempo que lo lleva hacia su propio fin. Por mucho que
haya cambiado e! mundo en torno, e! progreso no parece haber
cambiado tanto su vida.
No convendría tachar precipitadamente este análisis de dema-
siado pesimista, ni ver en él una condena de los mass media.
La intención de lucidez que lo anima sólo pretende destacar la
importancia de uno de los elementos fundamentales de la cultura
moderna, que lo mismo puede ser utilizado para lo mejor que
para lo peor. Y mucho menos habría que interpretar estas pági-
nas como manifestación de una nostalgia cualquiera de las men-
talidades del hombre arcaico. Porque si comparamos este análisis
con las enseñanzas que nos proporciona la psicología de las pro-
fundidades, no cabe sino reconocer el papel fundamental que las
imágenes simbólicas y los mitos juegan en toda la cultura hu-
mana, aunque en algunos casos sólo encontremos sus formas de-
gradadas. No se trata en modo alguno de establecer un juicio de
valor sobre las mentalidades del hombre en los diversos momen-
tos de su larga historia: ni de añorarlos ni de juzgarlos. Pero
creo que la función mítica, cuya existencia está claramente de-
mostrada, supone un compromiso para la situación misma de!
hombre en e! mundo, y que en este sentido no puede ser menos-
preciada ni por los filósofos ni por los teólogos ni por los mora-
listas. E incluso si considera los mitos como expresión de unas
culturas superadas, y si se dedica a unas desmitificaciones que
estima ingenuamente drásticas, e! hombre moderno, más sensible
a la Historia que nuestros antepasados, sigue siendo un hombre
imaginativo. A diario descubrimos, a través de las conductas in-
252 Mitos y símbolos

dividuales lo mismo que en las actitudes políticas de las naciones,


una exigencia mítica permanente. Puede, es verdad, transferir
su punto de aplicación, modificar sus expresiones, intentar desacra-
lizar su objeto, pero no por ello dejará de estar identificada con
el corazón mismo del hombre. Porque es el lugar del equilibrio
mismo de su existencia. Y sólo si tenemos muy presente esta exi-
gencia mítica podremos acaso un día ver florecer, sobre los resi-
duos de nuestra civilización, tan mortal como todas, los brotes
incipientes de un nuevo humanismo.

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

W. Bascom, The Myth-ritual Theory: «Journal of American Folklore» 70


(1957) 103-114.
S. H. Hooke, Myth, Ritual and Kingship (Oxford 1958).
]. Fontenrose, The ritual Theory 01 Myth, University of California, «Folklo-
re Studies» 18 (Berke1ey 1966).
R. Bultmann, ]ésus, mythologie er démythologisation, trad. fr. (París 1968).
R. Bultmann, Foi et Compréhension, trad. fr., vol. 1, L'Historicité de l'hom-
me et de la révélation; vol. JI, Eschatologie et Démythologisation (París
1969-1970).
E. Castelli y otros, Démythisation et Morale (París 1965); Mythe et Foi
(París 1966).
CONCWSION
SOBRE LA ANTROPO LOGIA FELIGIOSA

Tales son, expuestos, repetidos y relacionados entre sí según


todas las combinaciones que el hombre puede inventar, los prin-
cipales temas de nuestra disciplina 1. ¿Quién no se sentiría des-
animado ante la inmensidad, a primera vista, de la tarea? Desde
hace un cuarto de siglo, resulta de buen tono repetir que nadie
puede asimilar por sí solo el conocimiento necesario para ser
«historiador de las religiones». El ámbito es tan vasto que escapa,
es verdad, a la capacidad de un solo investigador. Pero tampoco
conviene que la actual tendencia a una especialización cada vez
mayor haga desaparecer la conciencia de otra reflexión, absolu-
tamente necesaria, a un nivel más general y elevado que el de
las monografías restringidas. No me cansaré de decir a los jóve-
nes investigadores -y sé por experiencia que en este campo hay
muchos y muy ilusionados- que 10 primero que deben preten-
der es encontrar un método de trabajo y una especialización en
uno de los apartados de nuestra disciplina. Pero que tampoco
deben olvidar la imperativa obligación de indagar generosamente
en torno al objeto de su investigación, comparar, relacionar y,
sobre todo, reflexionar, so pena de convertirse pronto en ciegos
asalariados condenados a cavar a perpetuidad el mismo surco.
Por el objeto mismo de nuestros trabajos, estamos de hecho
obligados a desbordar los límites, necesarios pero insuficientes,
de la simple investigación de los hechos históricos. En la medida
en que la ciencia de las religiones explora una dimensión casi
permanente de la humanidad, pero a veces misteriosa y extra-
temporal, no puede contentarse con una «historia» de las reli·
giones. Todo la obliga, en una voluntad de equilibrio y de com-
prensión lo más total posible, a relacionar lo histórico y 10 social,
10 psicológico y el análisis de las estructuras.

1 No todos, sin embargo. Me limitaré a señalar uno de ellos sobre el


que convendría proseguir los análisis en forma rigurosa: lo maravilloso y
el fenómeno popular. Cf. M. Meslin, Le Christianisme dans l'Empire ro-
main, pp. 1685s, y Le Phénomene religieux populaire, en Les Reli[!.ions
populaires (Coloquio internacional 1970 ed. por B. Lacroix y P. Boglioni
en la col. «Histoire et Sociologie de la culture», Universidad de Laval,
Québec 1972). [En España ha estudiado el tema con rigor y amplitud
L. Maldonado, La religiosidad popular. Nostalgia de lo mágico, Ed. Cris-
tiandad, Madrid 1975.]
256 Conclusión

Porque, en todos los estadios de la historia religiosa de la


humanidad, lo mismo que en cada nivel metodológico, por do-
quier, lo primero con lo que nos topamos es el hombre, el hombre
en busca de lo sagrado que él mismo expresa a través de sus
diferentes lenguajes y de sus condicionamientos psicosociológicos.
El soporte esencial de la ciencia de las religiones es, pues, nece-
sariamente, una antropología religiosa que intenta superar la mera
descripción en el tiempo y el espacio, para estudiar los compor-
tamientos humanos ante lo sagrado. Si se define el fenómeno re-
ligioso como expresión de una plenitud humana, tanto colectiva
como individual, es evidente que toda antropología debe otorgar
un puesto esencial a la dimensión religiosa del hombre. Y ya
no digamos en el estudio de las sociedades tradicionales, sin
Estado organizado, donde todas las actividades del hombre están
estrechamente ligadas unas a otras. En estas sociedades sincré-
ticas, lo político, lo familiar, 10 religioso, están indisolublemente
ligados. Si la antropología política descubre que en todas estas
sociedades la duplicidad autoridad/oposición constituye el modelo
estructural del hombre, y no de tal o cual sociedad 2, ¿cómo nos
10 podemos explicar sin la intervención de lo religioso en idéntica
proporción que las estructuras de parentesco? El ejemplo propor-
cionado por los estudios de R. Bastide es altamente esclarecedor:
los diferentes mesianismos brasileños y africanos analizados por él
no pueden ser reducidos a un simple estado de frustración eco-
nómica y política. Esto constituye sólo un elemento, y no una
explicación global. En efecto, esos mesianismos viven una exis-
tencia real de movimiento religioso. Se continúan, incluso des-
pués de la independencia política de sus pueblos, y se transforman
en iglesias para a continuación dividirse en sectas, según el cono-
cido proceso. Resumiendo, los factores específicamente religiosos
de estos movimientos siguen evolucionando según sus leyes pro-
pias. Es asombroso comprobar hasta qué punto en Africa negra,
donde el Islam y el Cristianismo habían puesto en evidencia las
insuficiencias del animismo, diferentes mesianismos y movimien-
tos religiosos o místicos se han desarrollado como respuesta a la
necesidad de una religión trascendente, pero que se acomodase
mejor que el cristianismo a las realidades religiosas anteriores.
I
Por consiguiente, toda antropología debe tener en cuenta la
actividad religiosa del hombre, al menos en la medida en que la

2 G. BaIandier, L'Anthropologie politique (París 1967).


Sobre la antropología religiosa 257
religión puede aparecer como una forma de control de éste sobre
su universo cotidiano, pero también como un medio de definirse
en el mundo y en relación con sus semejantes. Cosmogonía y or-
ganización social están, como hemos visto, estrechamente ligadas
en los mitos de soberanía. Ahora bien, en todo análisis antro-
pológico del hecho religioso, son posibles dos fórmulas. La pri-
mera, dialéctica, analiza la oposición entre natural y sobrenatural,
entre sagrado y profano, ordinario y extraordinario, normal y
maravilloso, a riesgo de perderse en oposiciones con frecuencia
demasiado esquemáticas. La segunda insiste más netamente en la
naturaleza misma del fenómeno religioso. La religión es conce-
bida como un conocimiento que sustenta y determina una acción
y pretende una integración total de la vivencia humana. Lo sa·
grado parece residir en una fuerza particularmente eficaz, mana,
OI"enda, energía sustancial, un excelente ejemplo de la cual nos
proporciona el nyama de Africa occidental, estudiado por M. Griau-
le, y que es una fuerza creada por un dios único, extendida por
todo el universo y distribuida entre todos los seres animados,
hombres, animales y plantas, e incluso a veces entre cosas que
consideramos inanimadas, y que constituyen los núcleos de las
representaciones religiosas.
Así, pues, la religión, cualquiera que sea la forma peculiar
que revista, explica a la vez el hombre y el mundo y el hombre
en el mundo. Le permite realizar cierto número de acciones y
mantener la cohesión social, y justificar todo 10 que regula la
existencia colectiva. Pero las acciones rituales se concentran en
las etapas esenciales de la vida del individuo: en ocasión del
nacimiento, de la pubertad, del paso de un tipo de edad a otro,
del matrimonio, de la muerte. Factor de coherencia en idéntica
medida que de cohesión, la religión procura al hombre un senti-
miento de seguridad, en un mundo natural que puede parecerle
peligroso en la medida en que no es su señor absoluto, y en una
sociedad donde intenta regular las relaciones entre los hombres.
Responde, pues, tanto a unas ansias individuales como a las
angustias colectivas. Sabemos que la organización religiosa del
tiempo pretende tranquilizar al hombre respecto al paso irre·
mediable de un tiempo que 10 conduce hacia la muerte. Según
esta concepción -que es la de R. Benedict y de C. Kluckohn,
entre otros, y que se aproxima al funcionalismo de Malinowski-,
toda religión, y no sólo las de las sociedades arcaicas, puede
definirse por las funciones que ejerce en una sociedad humana,
17
258 Conclusi6n

y por las respuestas que proporciona a las preguntas que se hace


el hombre, relativas al mundo, a la vida, a la muerte y a las
potencias que rigen su curso. Fundamento de las instituciones,
la religión se introduce en toda vida colectiva y se revela como
indispensable para el mantenimiento de la organización social.
Fenómeno humano, la religión aparece, pues, como respues-
ta del hombre a las exigencias mismas de su propia condición,
que lo impulsan a asegurar la coherencia de su ser identificán-
dose con una realidad más amplia y más duradera que él mismo.
Todos sus esfuerzos tienden no sólo a hacer soportable su con·
dición en el mundo, sino sobre todo a darle un sentido. En esta
medida, una religión será considerada tanto más verdadera cuan·
to mejor consiga ayudar al hombre a realizar la unidad de su
existencia. Esta consideración antropológica del fenómeno reli-
gioso me parece fundamental, la única científicamente posible.
Porque si definimos la religión como el conjunto de reglas que
ligan al hombre con lo sagrado, dejamos sin explicar el segundo
término de la relación. En cuanto tales, las ciencias del hombre
no pueden comprender lo sobrenatural. Modestamente, pero con
lucidez, debemos afirmar sin cesar que sólo accedemos a lo sa-
grado a través del hombre. A lo largo de toda su obra, P. Tillich
se esforzó en demostrar que la religión era absolutamente inse-
parable de la cultura, y que es falso separar lo sagrado de 10
secular. Es en las profundidades mismas de la cultura humana
donde moran las raíces del fenómeno religioso 3. «Los símbolos
religiosos, ha escrito sin reparos, no son piedras caídas del cielo.
Están enraizados en la totalidad de la experiencia humana. Sólo
podemos comprenderlos tenidendo en cuenta el contexto social
y cultural en el que se han desarrollado, y contra el que a veces
han reaccionado» 4.
Pero la visión antropológica del fenómeno religioso implica,
en cuanto método, una especial atención al problema de la herme-
néutica. ¿Cómo leer y descifrar los diversos lenguajes, ritual,
mítico, simbólico, conceptual, por los que el hombre expresa su
búsqueda y su concepción de lo sagrado?
Todo lenguaje es el ser mismo hablando a través del hombre.
Se puede pensar incluso, con Heidegger, que el hombre sólo es

3 Systematic Theology, 3 vol. (Chicago-Londres 1964; trad. española:


Teología sistemática, Barcelona 1973).
4 The Signilicance 01 the History 01 Religions, en Essays on Unders-
tandin& ed. por J. M. Kitagawa (University of Chicago Press 1967) 254
Sobre la antropología religiosa 259
verdaderamente hombre cuando expresa sus propios pensamien-
tos e instituciones primitivas. Es el propio ser del hombre el que
habla a través de él. Aplicada al ámbito religioso, la hermenéu-
tica no ha cesado, desde hace medio siglo, de crear diferencias
entre filósofos y teólogos y de suscitar nuevas y fructíferas inves-
tigaciones. Si el lenguaje es el instrumento decisivo por el cual el
hombre comunica sus intuiciones primordiales, la hermenéutica,
que intenta restituir el sentido de esa comunicación, debe ser
entendida como un hecho social. J. \'{' ach decía, más o menos, que
sólo puede haber comprensión en la densidad humana de un
Zusammenleben, de un «vivir con» 5. Así, pues, toda tentativa
por comprender una experiencia religiosa expresada a través de
determinado lenguaje compromete en cierta medida al que la
interpreta. En este sentido, la comprensión del fenómeno reli-
gioso combina siempre una interpretación subjetiva que busca la
significación psicológica de este hecho para su autor, y la interpre-
tación objetiva que considera este mismo hecho en sí y busca su
sentido obvio. La ciencia de las religiones sólo puede, por con-
siguiente, intentar una comprensión lo más total posible de lo
religioso, incluso si la noción de una comprensión totalmente
objetiva pueda parecer resultante de un irrealismo. Porque la
hermenéutica es mucho más que una simple explicación de un
lenguaje particular. Desarrolla en sí misma un proceso por el
que el texto, el mito que analizamos, nos afectan directamente.
Su comprensión sólo se logra totalmente cuando nos sentimos
interpelados por ellos. Estos lenguajes humanos que descifra-
mos se presentan, pues, como estructuras de significación por-
tadoras de un doble sentido. El papel de la hermenéutica consiste
precisamente en descifrar el sentido oculto en el sentido aparente
y literal. La fenomenología y la morfología religiosas nos mues-
tran, pues, la existencia de cierto número de símbolos; la psico-
logía de las profundidades suscita la aparición de muchos otros.
Mediante la hermenéutica aplicada a su estudio, es el sentido
primero, o sentido oculto, el que tiene que mostrarse a la con-
ciencia clara del investigador. Cada interpretación, cada intento
de definición reduce la significación multívoca de esos símbolos
haciéndolos pasar por su peculiar rasero analítico. Hay, pues,
que proseguir la integración, y pasar del plano semántico al del
ser. El análisis de las formas de comportamiento del hombre
respecto a lo sagrado, a los ritos, a los mitos, a las creencias,

5 Das Verstehen, vol. 1, Einleitung (Tubinga 1926).


26() Conclusi6n
lo mismo que a los diversos tipos de representaciones, debe con-
ducir a una reflexión del hombre sobre sí mismo. El hombre
interpelado por lo sagrado adquiere conciencia de su existencia
al comprenderse a través de lo que dice de sus propias experien-
cias religiosas 6.
Estoy oyendo la objeción. ¿La ciencia de las religiones, es o
no es una ciencia empírica? Y puesto que se creía que estaba
fundada en una observación concreta de los hechos religiosos,
repartidos entre las diversas culturas del hombre, ¿esta impor-
tancia concedida a la hermenéutica y el temor de todo método
concreto a que al final resulte reductora, no terminarán trans-
formando esta ciencia en una pseudofilosofía, deductiva y especu-
lativa? Como historiador, por formación y por oficio, estimo
que no es necesario entretenerse en esa pega superficial. La cien-
cia de las religiones sólo se desplegará plenamente el día en que
logre una síntesis entre los que, a través de los mitos, de las
imágenes y de los símbolos, buscan la significación esencial
de las estructuras fundamentales del hombre. Por poco que se
pretenda comprender la esencia del hecho religioso, tenemos que
movernos sin cesar desde lo histórico y lo social hacia las estruc-
turas profundas del pensamiento, del lenguaje hablado y del in-
consciente humano. ¿Hay que repetir una vez más que no existe
una sola y única modalidad de comprensión de las actitudes re-
ligiosas del hombre, y que todo análisis que se contente con apli-
car a su objeto una sola hermenéutica resultará en seguida mu-
tilador y reductor? Repitiendo la imagen metafórica de este libro
como «obertura» tenemos que convertirnos en maestros de un
instrumento admirable de variadísimos registros, y no conformar·
nos con definir unas relaciones mesurables en un monocordio.
Pero cuando abordamos al hombre no lo abordamos aislado
en su microcosmos. Está situado ante otra realidad más vasta,
y que nunca puede determinar totalmente, ni de manera perfecta,
porque él es un ser limitado. La universalidad de las experien-
cias religiosas, su extrema diversidad, explican bastante bien el
enriquecimiento que nuestra disciplina procura a quien decide
dedicarse, con esfuerzo, a ella. El estudio de la presencia de los
fenómenos religiosos a través de las distintas culturas del hom-
bre, lo mismo que en su propio interior, sólo puede conducir a
un mejor conocimiento del ser humano. Al afirmar que lo sagrado

6 Remito a las espléndidas páginas de P. Ricoeur, Existence et Her-


meneutique, en Le Con/lit dels interpretations (París 1969) 7-28.
Sobre la antropología religiosa 261
aparece, al término de estos diferentes análisis, como un ele-
mento de la estructura misma del hombre, y no como una etapa
de su historia mental, no implicamos ningún juicio de valor so-
bre la verdad o la falsedad de la religión. Comprobamos sim-
plemente que, incluso en los casos en que resultan más discutidos
los modos de expresión de 10 sagrado, éste continúa sin embargo
siendo una exigencia fundamental del hombre. Cada vez que un
ser humano comprende que constituye un problema planteado
tanto a sí mismo como a los otros, que no es inmanente a sí
mismo y que no posee la respuesta completa a su propio ser,
se topa de alguna manera con 10 sagrado. Ya sé que la triple
crítica de Marx, de Nietzsche y de Freud ha podido ser consi-
derada como una erradicación total del fenómeno religioso. Cada
uno de ellos, a su medida, ha pretendido explicar su génesis y
desvelar su funcionamiento en nombre de una desacralización
drástica. Es verdad, por otra parte, que el dominio paulatina-
mente mayor del hombre sobre el mundo, unido al auge de las
ciencias humanas, hace que el fenómeno religioso se modifique
sin cesar para nuestra consideración. Pero lo sagrado no ha des-
aparecido, sin embargo, completamente de la existencia humana.
Puede, sí, en determinado período de crisis, mostrarse a la con-
ciencia en formas más o menos degradadas, incluso adulteradas,
y por consiguiente alienantes. Pero la desacralización nunca pa-
rece definitiva. Toda sociedad humana engendra, por su propio
dinamismo, un nuevo sagrado que sostiene y justifica sus accio-
nes, en la exacta medida en que ese sagrado es el propio mundo
del hombre elevado por encima de la praxis cotidiana. Sin esta
sublimación, las sociedades humanas caen en una especie de deses-
peración ontológica que arrastra, en un plazo más o menos bre-
ve, a su desaparición.
y 10 mismo sucede con el individuo, angustiado y temeroso,
cuando se da cuenta de que está en el mundo abocado a en-
contrar sólo la nada, al término de un tiempo que se le escapa.
Conocemos muy bien los diferentes tipos de angustia, la del des-
tino y la de la muerte, del vacío y del absurdo, de la culpabilidad
v de la condenación. Nosotros podemos oponer a cada uno de
~lIos una actitud de valentía, de afirmación del hombre en cuan-
to tal, de todo su ser. Pero la fuente última de esas formas exis-
tenciales de la realización del yo es, evidentemente, la adhesión
del hombre a una realidad trascendente mediante la cual descu-
bre el Ser. Este valor de ser, quizás lo verifica el hombre a través
de sus semejantes, o enfrentándose con una Persona cuya pala-
262 Conclusión

bra lo interpela, o en la fidelidad cotidiana y anonlma a la ins-


titución de una iglesia. O incluso, como piensa P. Tillich, «en el
Dios que aparece cuando Dios ha desaparecido en la angustia
y la duda» 7. En el fondo, poco importa. Pues siempre queda el
hecho de que más allá de estas múltiples formas de la vivencia
sagrada que nos esforzamos en comprender, lo que entrevemos
en sus relaciones con esa realidad misteriosa que acepta o re-
chaza como guía y referencia de su propia vida es la esencia
misma del ser humano.
y después, el silencio, y asunto de cada cual. Porque nadie
puede revelarnos nada que no repose ya medio dormido en el
albor de nuestro conocimiento. Y finalmente alcanzamos el um-
bral de nuestra propia conciencia.

7 The Courage to Be (Yale University Press 1952; trad. española: Co-


ra;e de existir, Barcelona 1973).
INDICE ANALITICO

aborígenes de Australia: 57, 65, 69, (:ankara: 79, 81.


131, 183, 192, 231. capitalismo: 71, 72, 73, 91, 92, 98.
Agustín, san: 32, 33, 202. carisma: 93, 109, 110.
Alain: 225, 226. Cassirer, E.: 234.
alienación: 32, 71s, 113. catolicismo: 37, 92, 104s, 115, 128s,
alquimia: 140. 146.
Anaxágoras de Clazomene: 26. centauros: 184, 236.
animismo: 54-59, 66, 77, 160s, 169, Cicerón: 31.
256. cíclopes: 236.
antropología: 21, 50, 61, 71, 173, ciencia(s):
175, 195, 228, 235. de las religiones: 13, 15, 16, 18,
psicoanalítica: 128, 129, 139. 19-21,25,31,34,37,40, 46s, 51,
religiosa: 43, 60, 142, 158, 193, 56, 62, 65, 100, 102, 118s,
194, 255-262. 119, 145, 151, 157, 173, 255s,
antropomorfismo: 14, 26, 33s, 50, 259s.
185. humanas: 20, 25, 47, 51, 87, 102,
Apelt: 75. 119, 128, 261.
Aranda, los: 180. comparativismo: 159-174.
árbol cósmico: 152. comprensión: 13, 46, 146, 149, 258,
Arbouse - Bastide, P.: 64. 260.
Aristóteles: 30, 33, 49, 181. complejo(s): 119, 250.
arquetipos: 135, 137, 140, 142, 154s, de Edipo: 121s, 126, 130s, 211s.
213-219, 222s, 229, 249. de Electra: 210.
ascesis: 91, 93, 96, 98, 156. parental: 120, 123s, 126s.
Aufklarung: 41. psicoanalítico: 210, 230.
religioso: 121.
Comte, A.: 44, 63s, 70, 185.
Baruzi, ].: 20, 162. conciencia: 16, 18, 45, 51s, 61, 67,
Bastide, R.: 117s, 221, 256. 68, 71, 75s, 79, 82, 97, 134, 136,
Baudoin, Ch.: 219. 145, 147s, 154, 246.
Beirnaert, L.: 217. colectiva: 17.
Benedict, R.: 257. de clase: 95.
Berkeley, G.: 38. religiosa: 59, 60.
Beruf: 97. Constant, B.: 40, 42-45.
Bleeker, C. ].: 157s, 220. conversión: 39, 52, 132s, 150s.
Boas, Fr.: 178, 179. cosmología: 181, 190.
Boulainvilliers, círculo de: 38. cosmos: 56, 59, 61, 68s, 78, 152, 154,
Bréhier, E.: 67. 185s, 202, 225, 230, 233, 241.
Brelich, A.: 22. coyote: 239.
Brosses, presidente de: 39. Creuzer, Fr.: 202s.
budismo: 34, 70, 93, 113. cristianismo: 34, 37-39, 44, 72, 76,
Bultmann, R.: 244-248. 81, 91, 93s, 98-100, 105, 108, 110,
Burnouf, E.: 15, 160. 115, 117, 133, 155, 205, 221, 244-
247, 256.
Cabet, E.: 98. Cu1lmann, O.: 247.
Caillois, R.: 22, 149, 231. cultos: 15, 17, 34, 54, 64, 108.
calvinismo: 91, 92, 96, 97. orientales: 17, 33, 39.
Calvino: 91, 97. cultura: 13, 17, 19,43, 59, 61s, 110,
«camisards»: 114. 129, 130s, 152, 157, 235-249, 251.
264 1ndice analítico
Charcor, J. M.: 51, 52, 53, 119. 175s, 184, 187, 190, 192-196, 226,
Chateaubriand, F. R. de: 45, 243. 228, 235.
China antigua: 94, 173, 240. estructuras: 70, 162, 164, 179.
mentales: 149, 166, 174s, 223,
260s.
Decharme, P.: 35. religiosas: 18, 103, 105-107.
Deguise, P.: 43. sociales: 101, 103, 156, 170, 176,
Delacroix, H.: 52, 53. 188s, 205, 225.
Delcourt, M.: 178. trifuncionales: 164-167, 171.
desacralización: 38, 59, 61, 87, 152s, ética: 19, 82, 91-93, 97-100, 110,
229, 241, 249, 252, 261. 243.
desmitificación: 31, 44, 241-244, 247- etnología: 53, 55, 59, 69, 129, 163.
251. Eusebio de Cesarea: 27.
desmitologización: 245-249, 252. Evans-Pritchard, E. E.: 191.
Desroche, H.: 98, 102, 116. experiencia religiosa: 13s, 16, 18, 20,
Devereux, G.: 132. 33, 35, 40, 46, 49, 51 s, 54, 64,
diacronía: 16, 164-167, 183, 194, 75s, 78-82, 101s, 108, 129, 132s,
196, 237, 239s, 243. 137, 141, 146, 149, 151-154, 157,
«diadoké»: 110. 161, 223, 228, 241, 244, 259, 260.
Dieterlen, G.: 190. exogamia: 121.
Dilthey, R.: 146, 165. Evémero: 29, 32, 34.
Dión Crisóstomo: 30.
Dios: 19, 34, 39s, 44, 50, 56, 58s, fantasma: 55, 122, 210.
60, 63, 65, 67, 70-79, 82, 91, 96s, fe: 13, 19,37,59,61, 75-77,95, 106,
106-112, 120, 123, 126, 128, 137- 112s, 122, 127s, 146s, 244, 246,
141, 147, 150s, 223, 243, 246. 248.
divino: 26, 50, 75s, 78s, 110. fenomenología: 18,126,145-149, 151,
divinidades: 160, 165s, 170-172. 157.
demas: 61. religiosa: 87, 145s, 150s, 192.
Dodds, E. R.: 35. Feuerbach, L.: 49, 50, 186.
dogmas: 18, 37s, 43s, 95, 100, 106, FIue, Nicolás de: 222.
138s, 142. Fontenel1e, B. de: 39, 159.
Dogon, los: 132, 133, 168, 190. Foucauld, M.: 175.
donatismo: 114. Fourier, F.-e.: 98.
Dorsey, J. O.: 237. Frazer, J. G.: 56, 57, 65, 66, 227.
Dumézil, G.: 162-173, 178, 220. Freud, S.: 119-131, 135, 136, 207,
Durand, G.: 218, 221. 208,210,211,261.
Durkheim, E.: 64·68, 70. Fries, O.: 75.
Fugier, H.: 35.
funcionalismo: 29, 57, 226, 233, 242.
economía: 29, 32, 55, 71, 72, 90,
92, 167. gnosticismo: 209s.
Eckart, Maitre: 79, 81. Goblet d'Alviel1a: 160.
Eliade, M.: 22, 59, 151-154, 157, Goethe: 203.
164, 177s, 186,211,215,229, 231, Gottfried, A.: 37, 38.
250. Gouhier, H.: 42, 43.
endogamia: 187. Grecia antigua: 25-30, 159, 184,201,
Engels, Fr.: 29, 73. 228, 241s.
Ennius, Q.: 29, 32. Griaule, M.: 190, 257.
epoché: 149. Gusdorf, G.: 225.
eros: 120.
estoicismo: 31, 39, 110. Harnack, A.: 77.
estructuralismo: 20, 33, 67, 70, 87, Harrison, J. E.: 227.
1ndice analítico 265

Hazard, P.: 38. individualismo religioso: 32, 34, 37,


Hartmann, E.: 50. 53, 82, l11s.
Hegel: 45, 195. indo-europeos: 50, 58, 160, 162-164,
Heidegger, M.: 13, 147, 246, 247, 166s, 169.
258. intuición religiosa: 41, 45s, 49, 76,
Helfer, J. S.: 148, 158. 80.
Heráclito de Efeso: 27, 28. irracional: 26, 40-42, 64, 75, 77, 80,
Herder, J. G.: 41, 42, 80. 90, 166, 212.
herejía: 17, 38, 95, 100. Islam: 34, 93s, 105, 132, 256.
hermenéutica. 13, 21, 120, 184, 258-
260. ,Tanet, P.: 119.
del lenguaje: 163, 178.
de los símbolos: 158, 210, 214, James, W.: 52, 53.
219, 223. .lana: 33, 170.
Hesíodo: 27, 28, 241. ,Teanmaire, H.: 227.
Heusch, 1. de: 190. Tenófanes de Colofón: 26s, 50.
hierofanías: 16, 151-154, 169, 186, ]ensen, A. E.: 61, 179, 180.
214, 215. Jesús: 99, 108s, 125, 246s.
Jones, E.: 120, 122.
hinduismo: 76, 81, 93, 96, 105, 107, judaísmo: 93s, 123-125, 186-190,
166. 205s, 243-245.
historia: 16, 18, 20, 30, 41, 51, 69, judeo-cristianismo: 123, 151, 248.
87, 95, 99, 100, 110, 114, 124, Julián Marías: 35.
146, 151, 153, 154, 156, 157, 195, Jung, c. G.: 129, 134-142, 204, 210,
240, 243, 246, 248, 250s. 211-215, 218s, 222.
de las religiones: 15s, 20, 23, 44,
75, 159, 160s, 172, 255.
Homero: 27, 241. Kérényi, K.: 49, 241.
«horno religiosus»: 13s, 42, 50, 138, Kerigma: 38, 108, 147, 246, 247.
148, 152, 154. Kierkegaard, S.: 246.
Hume, D.: 60. Kirk, G. S.: 184.
Husserl, E.: 145. Kluckohn, el.: 227, 257.
kurotrofía: 227.

ideograma: 78-81. Lafitau, P.: 38, 39.


Iglesia: 37s, 65, 72, 94s, 100, 103, Landsberg, P. L.: 249.
105s, 109-117, 128, 247, 262. Lang, A.: 57-59, 65.
estructura de la: 107s, 111, 113. Leach, Ed.: 187-190.
imagen: 40, 61, 82, 136, 141, 249, Le Bras, G.: 103, 116.
250. Leenhardt, M.: 235.
imaginario: 49s, 54, 76s, 80, 223, Leeuw, G. van der: 68, 145-148, 150-
241, 250. 152, 228.
inconsciente: 17, 52, 55, 125, 135- lenguaje: 13, 14, 18, 43, 54, 79, 81,
137, 139, 141s, 206s, 212s, 220- 82, 153, 160, 256, 257.
223, 250. mítico: 15, 29, 30, 67, 137, 141,
colectivo: 134s, 140,211, 219, 249. 172, 183, 241, 248.
indios: 159, 179, 183, 239. religioso: 20, 54, 158.
Navajos: 131. simbólico: 125, 141, 201, 202,
Pauni: 239. 223.
Pueblos: 161. Leibniz: 40.
Zuni: 187. Leroi-Gourhan, A.: 61.
individuación: 45, 134, 135, 138, Le Roy, Ed.: 43.
140, 141, 219. Lessing: 40, 41.
266 1ndice analítico
Leuba, H.: 52, 53. Niebuhr, H. R.: 115.
Lévy-Bruh1, L.: 66, 68, 70, 234. Nietzsche, F.: 93, 137, 261.
Lévi-Strauss, Cl.: 20, 68, 70, 167, Nuer, los: 191, 192.
175-183, 185-187, 191-195, 201, «numen, numina»: 65, 160, 169.
206, 235, 238.
libro de Job: 139s. Osacas, los: 180, 237, 238.
lingüística: 159s, 163, 175. Orosio: 105.
Locke, ].: 39, 47. ortodoxia: 38, 40, 46, 78, 112.
Lucrecio: 29, 31, 32, 72, 127. Otto, R.: 75-83, 135, 148, 151.
Lutero, M.: 97.
paraíso: 221.
Malinowski, B.: 130, 226, 257. Parménides: 26, 222.
«mana»: 65, 69, 137, 257. participación: 67s.
«manda1a»: 222. pax deorum: 31-33, 168.
Marx, K.: 71, 72, 261. Pericles: 26.
marxismo: 32, 72, 73, 89, 101, 114. Pettazzoni, R.: 60, 238, 239.
«mass-media»: 249, 250, 251. piedad: 31s, 94.
Mauss, M.: 68, 69, 70, 137, 176, Pinard de la Bouilaye, H.: 13,37.
186, 201. Piristrátidas: 26.
memoria colectiva: 122, 125, 242. Pitágoras: 26, 35.
Mensching, G.: 117. Platón: 26, 29, 212.
mesianismo: 18, 125, 256s. Plutarco: 26.
microcosmos: 56, 61, 66, 67, 103, politeísmo: 27, 32, 43s, 56-58, 60,
179, 180, 229, 260. 161.
Minozzi, B.: 13. Poseidonio: 30.
místico: 53, 66s, 78s, 82. Prodikos: 29.
mitología: 29, 39, 153, 162, 179, profano: 65, 153, 154, 257.
195, 213, 226, 228. psicoanálisis: 87, 1198, 126, 128s,
del Antiguo Israel: 243. 134, 207, 211.
griega: 183s, 212, 241. freudiano: 119s, 123, 127-130, 133,
mesopotámica: 184. 207, 210, 215.
mitos: 14, 18, 20s, 26, 28, 43, 54, jungiano: 120, 134s, 142, 219.
61, 69, 77, 101, 131, 135s, 159s, psicología: 16, 18, 49, 50, 53-55, 69,
17~ 185, 193, 212, 21~ 221, 225- 73, 114, 124, 128, 210, 214, 250,
249, 251, 260. 251.
cosmogónicos: 26, 233. psique: 119, 122, 132, 136, 138,207,
de Edipo: 181-183, 207-209, 227, 210, 212, 219, 222, 223, 248.
230s. psiquiatría: 133.
de origen: 29s, 131, 154, 163, 177, Puech, Ch.-H.: 22.
180s, 187, 209s, 239.
hetoicos: 131, 181, 227.
totémicos: 179s, 192, 237. racionalismo: 40, 41, 46, 54, 66, 68,
246.
Moisés: 123, 125, 147, 210. religioso: 30, 33, 40s, 44, 45, 77,
monoteísmo: 43, 56-62, 82, 124, 150, 78, 81, 159.
161, 196, 210. realeza sagrada: 102, 150, 171, 188s,
origen: 123, 125. 227s.
montaña sagrada: 215. religión: 13, 19, 25, 30, 38, 39, 40,
Müller, M.: 15, 159, 160. 43, 45, 46, 49, 53, 58, 60-70, 72-
Murngin, los: 180. 78, 90, 93, 95, 99, 101-104, 111,
naturaleza: 54, 68, 236, 257. 113, 11~ 120, 13~ 147, 155, 157,
neurosis: 119, 120, 124, 126, 136. 171, 185, 257s, 261.
1ndice analítico 267
nacional: 42, 59. 89, 90, 92, 100s, 107, 113, 117,
natural: 30, 39-42, 45. 118.
representación religiosa: 25-27, 29, Sócrates: 26, 29.
32s, 39, 43, 50, 63, 66, 133, 141, Sófocles: 182, 208.
257. soteriología: 152.
revelación: 16, 25, 27, 34, 39, 43s, sueño: 13, 14, 55, 119, 131, 136-
56s, 59, 93, 99, 142, 147, 243. 138, 140, 141, 212, 216, 217, 223,
Ricketts, M. L.: 239. 240.
Ricoeur, P.: 186, 207, 208, 240. symplegadas, las: 216, 217.
ritos: 14, 16, 18, 27, 28, 30-32, 39, synoecismo: 165.
43, 44, 46, 65-67, 69, 70, 82, 101,
108, 109, 113, 115, 121, 146, 156,
177. Tylor, E. B.: 55-59, 61s, 65, 227.
de aspersión: 16I. teísmo: 39, 44.
Roheim, G.: 130, 13I. teofanía: 147, 215, 217.
Roma: 17, 163. Teógenes de Región: 28.
mundo romano: 30s, 167-173,221, teología: 19, 25, 33, 38, 46, 50, 59,
242. 62, 76, 78, 81, 108, 113, 128, 147,
153, 241, 243.
apofática: 76, 78.
sacerdote: 69, 95, 108, 109. testigos de Jehová: 114.
sagrado: 13·19, 21, 27s, 30s, 49s, Tillich, P.: 157, 258, 262.
60, 62s, 65, 69s, 70, 75, 77-83, tiempo:
106, 145, 148s, 151-157, 175, 184s. litúrgico: 156, 245.
257. primordial: 155-157, 229s, 236.
vivido: 14s, 17s, 37, 40s, 80, 153, vivido: 76, 92, 155s, 245.
24I. tipología: 103, 116, 117.
morfología: de lo: 151s. Tomás de Aquino: 202, 204.
Saint-Simon: 98. tomismo: 77.
secta: 100, 103, 113, 117. totemismo: 66, 121, 122.
Schebesta, P.: 60. australiano: 65.
Scheler, M.: 145, 146. tradición: 15, 55, 66, 69, 107, 115,
Schlegel, Fr.: 45. 117, 120, 125, 137, 150, 207, 213,
Schleiermacher, Fr.: 45, 46, 75, 78. 216, 218, 223, 225.
Schmidt, W.: 58-6I. judeo-cristiana: 123, 125.
secularización: 71, 98, 153. traumatismo: 119-121, 124s, 129.
Semangs, los: 57. de la primera infancia: 124.
sentimiento religioso: 39, 41-44, 46, «trickster»: 239.
49, 51, 53, 54, 56, 60, 66, 70, Trígautius, P.: 38s.
71, 76-78, 120-122, 169. Trinidad: 140, 222.
signo: 81, 108, 109, 204. Troeltsch, E.: 99, 100-102, 110, 116.
símbolos religiosos: 123, 210, 211, «tromba»: 134.
216, 219, 220.
simbolismo: 16, 69, 201, 203, 225.
de la serpiente: 180, 218s. Varron: 29, 32, 33.
Simon, R.: 38. Vernant, J. P.: 233.
sociedades primitivas: 17, 53, 65-68, visión: 49, 141, 217, 220.
102, 117, 122, 129, 176, 201, 226,
228, 256. Wach, J,: 19, 100-102, 228, 259.
sociología: 18, 53, 64, 69, 71, 72, Wackenheim, C.: 72.
87, 89, 92, 101, 104, 106, 116, Weber, M.: 90-99, 101s, 109.
117, 128. Wilson, R. B.: 116, 117.
de la religión: 63, 64, 70, 73, 83, Wundt, W.: 53s, 77, 80.
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romana y visigótica, y dentro de esa labor especial, la his-
toria de los judíos. Al tema ha dedicado numerosos artícu-
los y ahora lo estudia en conjunto y con amplitud en este
libro, desde su asentamiento en España hasta el final de la
Edad 11edia: historia, relaciones con el poder político y con
la Iglesia, vida cultural, social y económica. Y siempre con
la prueba documental alIado. En el libro se reproduce si no
la totalidad, al menos las piezas más importantes del arte
judío en España.

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