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INTRODUCCION

Es importante destacar que los administradores deben organizar y dirigir la sociedad, tanto en su vertiente interna como
externa. Por un lado, gestionan la sociedad y por otra ejercen su representación social. Deben de ajustarse al patrón de
conducta que exige la ley y si no lo hacen, pueden incurrir en responsabilidad.

La administración de la sociedad es la actividad necesaria para alcanzar el fin social, que se debe realizar con diligencia y
lealtad. La administración se considera proactiva, realizando las actividades necesarias para alcanzar los fines de la
sociedad. No se administra cuando se adopta un papel meramente pasivo o de simple cumplimiento de la ley y los
estatutos. Sin embargo, no se puede exigir a los administradores el éxito económico. Sólo se les puede pedir que
defiendan los intereses de la sociedad con diligencia y lealtad. Los límites a la capacidad de administración son el objeto
social que se establece en los estatutos de la sociedad, y el interés social. Los administradores eligen los medios, pero no
pueden cambiar el objeto ni el interés social.

Asimismo, La administración comprende las facultades de gobierno, gestión y dirección de la sociedad. No comprende la
modificación estructural de la sociedad (que están reservadas a la junta general, como por ejemplo el cambio de
denominación social) ni la modificación del objeto social ni la liquidación. Solamente se admite como excepción el traslado
de domicilio social dentro del mismo término municipal.

La Representación de la sociedad: la sociedad actúa con el exterior a través de la administración, sin embargo, no todos
los administradores han de ser representantes de la sociedad (caso de administración mancomunada). A su vez, los
administradores con poder de representación de la sociedad, pueden delegar en apoderados esta función: es el caso de
los consejeros delegados cuando el órgano de administración es colegiado.
De cara a terceros de buena fe y que no tengan culpa grave, la sociedad queda obligada por los actos realizados por los
administradores, estén o no incluidos en el objeto social delimitado por los estatutos.

órgano de administración

El órgano de administración es un órgano necesario y de carácter permanente, que se encarga de la gestión y


representación de la sociedad.

Es un órgano subordinado a la Junta general en cuanto a su posición jerárquica, lo que no quiere decir que carezca de
competencias exclusivas.

Estructura y competencia del órgano de administración

La estructura corporativa de las sociedades anónima y limitada se completa con el órgano de administración, que lleva a
cabo la gestión cotidiana de la sociedad y la representa en sus relaciones jurídicas con terceros.

La Ley, en todo caso, no somete al órgano de administración a una estructura rígida y predeterminada, sino que faculta a
las sociedades para optar entre varias formas alternativas. Es posible así nombrar a un administrador único, cuando el
órgano de administración se encarna en una sola persona. Cabe también designar a varios administradores solidarios, con
facultades individuales para ejercitar por sí solos las competencias propias del órgano de administración. Lo contrario
sucede cuando la administración corresponde a varios administradores con facultades conjuntas o mancomunadas, pues
en este caso cualquier acto requiere por principio el concurso y acuerdo de todos ellos. Y, por último, es posible también
—salvo en la «sociedad Nueva Empresa»— establecer un consejo de administración, que se caracteriza por ser un órgano
colegiado que adopta sus decisiones por mayoría (en el sistema de la LSA es obligatorio constituir el consejo cuando la
administración se confíe de forma mancomunada a más de dos personas, pero la LSRL no contiene ninguna previsión
equivalente y permite la existencia de un número ilimitado de administradores mancomunados).

En la sociedad anónima, es necesario que los estatutos opten expresamente por una determinada estructura del órgano
de administración [art. 9.h)], de tal modo que cualquier cambio posterior exigiría proceder a la correspondiente modificación
de estatutos. Pero en la sociedad limitada se reconoce una mayor flexibilidad, ya que los estatutos pueden prever al tiempo
distintos modos de organización del órgano administrativo y facultar a la Junta General para optar alternativamente por
cualquiera de ellos, sin necesidad, por tanto, de proceder a una modificación estatutaria (art. 57.2 LSRL).

En cuanto a la competencia de los administradores, y al margen de las facultades y deberes que la ley les encomienda
directamente (convocatoria de Juntas, formulación de cuentas, etc.), han de entenderse facultados para realizar todas
aquellas actividades u operaciones que sean idóneas para el desarrollo del objeto social y que no estén reservadas a la
Junta General. En consecuencia, y al margen de la función representativa de la sociedad, de la que en ningún caso pueden
ser desposeídos, a los administradores les corresponde también toda la actividad de gestión de la empresa dentro de los
límites marcados por el objeto social.

El órgano de administración puede consistir en:

1.- Administrador único: Una sola persona ejerce la totalidad de las funciones de gestión y representación de la sociedad.
Se suele utilizar en sociedades pequeñas. Su ventaja es la agilidad y su inconveniente es la concentración de poder,
imposibilitando el acceso de los socios minoritarios al órgano de administración.

2.- Administradores solidarios: Cada uno de los administradores ostenta todo el poder, de manera que lo que haga uno de
ellos vincula a la sociedad. Se facilita la flexibilidad y la agilidad, pero incrementa el riesgo de conflictos.

3.- Administradores mancomunados: Se necesita la actuación conjunta de los administradores para la realización de
cualquier acto. Puede llevar a situaciones de colapso de la sociedad pero evita conflictos y aumenta la seguridad.

4.- Consejo de administración: Órgano colegiado de administradores, que adopta sus decisiones por mayoría. Permite
adoptar las decisiones de una forma más reflexiva, no requiere unanimidad y posibilita que en la administración estén
representados los distintos intereses de los grupos de socios

El tipo de administración se determina en los estatutos sociales, bien directamente, o bien atribuyendo a la junta general
la facultad de optar entre algunas de estas estructuras.

En caso de optar por el consejo de administración, el número de componentes no puede ser inferior a tres ni superior a
doce.

El acceso al cargo requiere el cumplimiento de unos requisitos de elegibilidad y del procedimiento legalmente previsto.

Como requisitos de elegibilidad, hay que tener capacidad para el ejercicio del comercio (mayor de edad y libre disposición
de sus bienes) y no incurrir en prohibiciones o incompatibilidades legales como puedan ser la inhabilitación concursal, la
condena penal en determinados delitos o la imposibilidad de ejercer el comercio por razón del cargo (jueces, notarios, jefes
gubernativos), ser un alto cargo de la administración del Estado o de las Comunidades Autónomas, o ser funcionario (en
determinados casos).

Los estatutos sociales pueden exigir requisitos adicionales como tener una titulación, años de experiencia, prestación de
garantías, edad y otras condiciones con la limitación de que tengan carácter objetivo.

El nombramiento de los administradores

Así como los primeros administradores deben ser designados al constituirse la sociedad y figurar en la escritura
fundacional, la regla general es que todos los nombramientos ulteriores han de hacerse necesariamente por la Junta
General (arts. 123.1 LSA y 58.1 LSRL). En esta facultad de nombramiento de los administradores radica uno de los
presupuestos esenciales del carácter soberano de la Junta dentro de la sociedad.

Este principio de elección de los administradores por la Junta, que tiene un carácter absoluto en la sociedad limitada,
cuenta, sin embargo, con dos excepciones en relación al nombramiento de los miembros del consejo de administración de
una sociedad anónima. La primera surge al instaurar la Ley un sistema facultativo de representación proporcional de las
minorías en el consejo de administración, con el objeto de impedir que los accionistas mayoritarios puedan designar a
todos los integrantes del mismo. De esta forma, el accionista o los accionistas agrupados que representen una cifra de
capital igual o superior al cociente de dividir la cifra de capital por el número de vocales del consejo dispondrán de la
facultad de designar a un miembro del consejo. Mayor trascendencia práctica tiene la segunda excepción, que va referida
al llamado sistema de cooptación que la Ley contempla para la cobertura de las vacantes anticipadas que puedan
producirse en el consejo de administración. En estos casos, y con el fin de evitar la siempre costosa y compleja convocatoria
de una Junta, se faculta al propio consejo para designar entre los accionistas las personas que hayan de ocupar dichas
vacantes, con carácter provisional y hasta la reunión de la primera Junta General (que deberá ratificar o no a quien haya
sido escogido). Pero aunque este régimen venga concebido como un mecanismo excepcional, no cabe ignorar que el
mismo constituye el cauce habitual de nombramiento de los administradores en las grandes sociedades cotizadas, y no
por razones de auténtica necesidad o de conveniencia social, sino por su idoneidad para permitir la autoselección de los
propios administradores, que afirman así su preeminencia sobre la Junta decidiendo sobre el nombramiento de los demás
integrantes del consejo.

Para ser nombrado administrador no se exige ninguna condición especial (los arts. 124 LSA y 58.3 LSRL se limitan a
establecer ciertas «prohibiciones» negativas), y ni siquiera es preciso, salvo que los estatutos dispongan lo contrario,
ostentar la cualidad de socio (la condición de socio sólo se exige por el art. 139.3 LSRL para la «sociedad Nueva
Empresa»). Es posible incluso nombrar como administrador a una persona jurídica, en cuyo caso ésta debe designar
necesariamente a un representante para el ejercicio de las funciones propias del cargo.

En la sociedad anónima, el nombramiento de administrador tiene carácter temporal y el plazo de duración del cargo no
puede exceder de 6 años, aunque la misma persona puede ser reelegida indefinidamente; de esta forma se garantiza,
cuando menos, que la Junta renueve periódicamente su confianza en quienes ocupan los puestos de administración. Pero
en la sociedad limitada, por el contrario, el legislador prima la estabilidad y permanencia en el ejercicio del cargo y la regla
es que el nombramiento se hace por tiempo indefinido, salvo que los estatutos establezcan un plazo determinado, en cuyo
caso también podrían ser reelegidos por períodos de igual duración.

Además, es posible también que la Junta nombre «administradores suplentes», con el fin de cubrir las vacantes que puedan
producirse en el órgano de administración sin necesidad de proceder a un nuevo nombramiento (de los administradores
suplentes se ocupa el art. 59 LSRL, pero la misma posibilidad ha de admitirse para la sociedad anónima).

Duración del cargo.

La Ley establece que los Administradores se nombrarán por un plazo máximo de 5 años. Se puede establecer una
duración inferior. Los administradores pueden ser reelegidos una o más veces.

El plazo deberá constar en los Estatutos y no podrá ser nombrado después por un plazo inferior a éste. Ello no significa
que, una vez nombrado, el administrador no pueda ser separado (revocado).

Separación de los administradores

Con independencia del tiempo por el que hayan sido nombrados, los administradores pueden ser separados del cargo en
cualquier momento por libre decisión de la Junta General. Este principio de libre destitución o de revocabilidad ad nutum
de los administradores se justifica por la relación de confianza que subyace a la designación de una persona para el órgano
de administración, lo que implica que no sea necesario invocar o justificar causa alguna para la remoción. De hecho, dado
que esta pérdida de confianza puede manifestarse durante la propia Junta, es posible acordar la destitución de un
administrador y el consiguiente nombramiento de su sustituto aunque tal cuestión no figure en el orden del día (así lo
dispone expresamente el art. 68.1 LSRL, y la misma regla suele inferirse del art. 131 LSA).

En la sociedad anónima es tradicional configurar esta regla como un genuino elemento estructural o «principio
configurador» del tipo, del que resultaría la invalidez de cualquier cláusula estatutaria o convencional que de una u otra
forma limitase o condicionase el ejercicio de esta facultad de separación por parte de la Junta (v. gr., exigencia de quorum
o mayorías reforzados para la destitución, limitación de las posibles causas de remoción, etc.). En la sociedad limitada, sin
embargo, el principio de libre revocabilidad no excluye la posible previsión en los estatutos de mayorías reforzadas para
adoptar el acuerdo de separación, con el fin de fortalecer la estabilidad del cargo de administrador (arts. 68.2 y 139.5 LSRL,
que, sin embargo, prohíben que dicha mayoría sea superior a los dos tercios de los votos).

Al margen del principio de libre destitución, la Ley impone también la remoción forzosa de los administradores que realicen
cualquier actividad en competencia con la sociedad o que se encuentren en general en una situación de conflicto de interés.
En la sociedad anónima, la Junta de accionistas está obligada a pronunciarse sobre la remoción del administrador que se
encuentre en tal situación «a petición de cualquier socio». Y en la sociedad limitada, que formula la prohibición expresa de
que los administradores se dediquen —salvo autorización de la Junta— a una actividad idéntica o similar a la que integre
el objeto social, se reconoce incluso el derecho de «cualquier socio» a instar la destitución judicial del administrador que
realice esas actividades competitivas (art. 65 LSRL).

Retribución de los administradores

Para que el cargo de administrador sea retribuido es necesario que así se prevea en los estatutos (formula la presunción
de gratuidad del cargo salvo que los estatutos establezcan lo contrario, y al mismo resultado se llega en la sociedad
anónima por la exigencia de que la retribución se fije estatutariamente).

De las posibles formas de retribución, la Ley se ocupa especialmente de la consistente en la participación en los beneficios
sociales, con el ánimo fundamental de evitar que la misma pueda anular o limitar de forma excesiva los derechos
económicos de los accionistas. Así, en la sociedad anónima, la efectividad de esta participación se condiciona al reparto
previo de un dividendo mínimo a los accionistas (art. 130.1 LSA). En la sociedad limitada, en cambio, se prevé que esta
retribución no puede exceder en ningún caso de un porcentaje máximo de los beneficios repartibles entre los socios (art.
66.2 LSRL).

Además, en la sociedad anónima, la exigencia general de precisar en los estatutos el sistema de retribución es objeto de
un desarrollo especial en relación con las «stock-options» o entrega de acciones o de opciones sobre éstas. Así, y con el
fin de garantizar un control por parte de los accionistas, la efectividad de este sistema retributivo exige, además de la
correspondiente previsión estatutaria, la adopción de un acuerdo expreso por la Junta General, que debe precisar los
extremos más relevantes de su aplicación práctica (número de acciones, precio de ejercicio, plazo de duración, etc.).

Función representativa de los administradores

La Ley confiere a los administradores la función de representar a la sociedad en juicio o fuera de él (arts. 128 LSA y 62.1
LSRL) y, por tanto, la capacidad de servirse de la firma social y de vincular a la sociedad en sus relaciones con terceros.

Aunque las formas de atribución del poder de representación varían en función de la configuración del órgano de
administración (para la sociedad anónima, para la limitada y para la «sociedad Nueva Empresa»), cabría decir que por
regla general se procura que exista una correspondencia entre las facultades de gestión y las funciones representativas,
en el sentido de que ambas se someten a un mismo régimen de ejercicio (solidario, mancomunado, etc.). Se favorece así
la seguridad del tráfico, al permitirse que quienes se relacionen con la sociedad puedan identificar más fácilmente a las
personas legalmente capacitadas para vincularla. La posibilidad más significativa de alterar esta correlación natural entre
gestión y representación se verifica en relación al consejo de administración, en cuyo caso el poder de representación,
además de corresponder al propio consejo, puede atribuirse también por los estatutos a uno o varios consejeros; esta
excepción se justifica por elementales razones de agilidad, toda vez que las exigencias de la actividad representativa se
avienen mal con las reglas de funcionamiento propias de un órgano colegiado.

En lo que hace al ámbito o extensión de este poder de representación, el mismo se extiende imperativamente a todos los
actos comprendidos en el objeto social delimitado en los estatutos, hasta el punto de que cualquier eventual limitación de
este contenido mínimo —aunque figurase inscrita en el RM— no sería oponible frente a terceros.

De ello se deriva la vinculación orgánica de la sociedad por los actos que los administradores lleven a cabo en el ejercicio
de sus competencias y que guarden una relación objetiva con el desarrollo del objeto social. Si la Ley atribuye a las
eventuales limitaciones de este contenido legal (v. gr., cláusulas estatutarias, pactos de accionistas o acuerdos de la Junta)
una eficacia meramente interna, es para agilizar y dar seguridad al tráfico jurídico, pues de este modo los terceros se ven
descargados de la necesidad de indagar y de enjuiciar en cada caso el contenido preciso de las facultades representativas
de los administradores con los que contratan. De hecho, este mismo principio explica también que la sociedad quede
incluso obligada frente a los terceros que obren de buena fe y sin culpa grave por los actos ajenos o contrarios al objeto
social que puedan realizar los administradores, con extralimitación por tanto de sus facultades (arts. 129.2 LSA y 63.2
LSRL); si una sociedad queda vinculada por estos actos (al margen de las consecuencias internas que puedan derivarse
de la conducta de los administradores) es también por razones de apariencia y de seguridad del tráfico, al excluirse así
que quienes se relacionan con aquélla tengan que proceder a valorar la mayor o menor adecuación de los actos realizados
por los administradores con las actividades integrantes del objeto social.

La responsabilidad de los administradores

Presupuestos

Los administradores se encuentran sometidos a un peculiar régimen de responsabilidad, que busca el resarcimiento de los
daños patrimoniales que puedan derivarse de su actuación incorrecta o negligente, y que es común para las sociedades
anónimas y limitadas. Se trata de una responsabilidad de los administradores de naturaleza civil, que no debe confundirse,
por tanto, con la responsabilidad administrativa, fiscal o penal a que puede dar lugar su actuación al frente de la sociedad.

La responsabilidad de los administradores se vincula a los daños que causen con su conducta contraria a la Ley o a los
estatutos, pero también por cualquier acto realizado «sin la diligencia con la que deben desempeñar el cargo» (art. 133.1
LSA). Este criterio de imputación debe ponerse en relación con los deberes de conducta que la Ley les impone, que van
referidos al estándar del «ordenado empresario» y del «representante leal». Mientras que el primer estándar se traduce en
la imposición de un deber de diligencia o cuidado, que exige que la labor de administración se desempeñe con dedicación
y de manera eficiente, el segundo implica la existencia de un deber de lealtad o fidelidad, que obliga a los administradores
a actuar en todo momento en interés de los accionistas y no en interés propio (algunas de las principales manifestaciones
de este deber de lealtad, como el aprovechamiento de oportunidades de negocio de la sociedad, la realización de
operaciones vinculadas con ésta, o las situaciones de conflicto de interés, se regulan expresamente por el art. 127 ter
LSA). Así, cualquier incumplimiento —aunque sea meramente culposo o negligente— por los administradores de este
grado de diligencia legal generará la pertinente obligación de resarcimiento por los daños patrimoniales que causen, tanto
si se trata de la realización de actos lesivos como de supuestos de negligencia por omisión, cuando sea su inhibición en el
ejercicio de las funciones propias del cargo lo que propicie la causación del perjuicio. Pero ello no implica que esta
responsabilidad pueda exigirse por cualquier acto que se revele inadecuado y hasta ruinoso, pues la misma se vincula a
los daños que los administradores ocasionen a través de un ejercicio abusivo o negligente de sus competencias, pero no,
en modo alguno, a las posibles pérdidas, por cuantiosas que sean, que puedan derivarse para el patrimonio social de actos
ordinarios de gestión.

La Ley declara la responsabilidad solidaria de todos los miembros del órgano de administración que realizó el acto o adoptó
el acuerdo lesivo, salvo de aquellos que prueben la concurrencia de una causa legal de exoneración (para lo cual deben
acreditar que desconocían la existencia del acto, que se opusieron expresamente al mismo o que hicieron todo lo
conveniente para evitar el daño). Ello no equivale a instaurar una responsabilidad colectiva que recaiga sobre el órgano de
administración como tal, pues la responsabilidad tiene un carácter personal y debe individualizarse para cada uno de los
administradores.

Antes bien, esta previsión comporta una mera inversión de la carga de la prueba en relación al elemento de la culpabilidad,
al presumirse que todos son igualmente culpables mientras no prueben la concurrencia de alguna de las causas de
exoneración legalmente previstas.

Entre estas posibles causas de exoneración no se incluye la adopción, autorización o ratificación del acto o acuerdo lesivo
por la Junta General (art. 133.4 LSA). Se evita así que los administradores puedan intentar descargar su responsabilidad
a través de un acuerdo de exoneración por parte de la Junta, a la vez que se refuerza la independencia y autonomía con
que aquéllos han de ejercitar las competencias que legalmente les corresponden.

Además, la responsabilidad se impone, no sólo a los integrantes del órgano de administración, sino también al que actúe
como «administrador de hecho» de la sociedad, debiendo entenderse por tal a la persona que, sin pertenecer formalmente
a dicho órgano, adopte en la práctica las decisiones legalmente reservadas a éste.

La acción social de responsabilidad

Cuando sea la sociedad la que padezca las consecuencias lesivas de la conducta negligente o dolosa de los
administradores, la responsabilidad de éstos puede exigirse a través de la denominada «acción social de responsabilidad»
(art. 134 LSA), que busca la protección y defensa del patrimonio de la sociedad mediante el resarcimiento del daño sufrido.

Ello explica que la legitimación para el ejercicio de esta acción se atribuya en primer término a la propia sociedad, que
puede decidir entablarla mediante un acuerdo de la Junta General. Subsidiariamente, la legitimación se atribuye a los
socios, como titulares de un interés indirecto en la defensa del patrimonio social: en los términos legales, los socios que
representen un mínimo del 5 por 100 del capital social pueden entablar por sí mismos la acción social de responsabilidad
cuando no lo haga la propia sociedad (art. 134.4 LSA). Además, la legitimación corresponde también a los acreedores
sociales cuando la acción no se ejercite por la sociedad o los socios y el patrimonio social resulte insuficiente para la
satisfacción de sus créditos (art. 134.5 LSA). Y, por último, en el caso concreto de las sociedades en concurso de
acreedores, la legitimación se atribuye por igual a los administradores concúrsales. Pero incluso en estos casos, cuando
la acción sea ejercitada subsidiariamente por los socios, los acreedores o los administradores concúrsales, debe tenerse
presente que no reclaman para sí, sino que actúan en interés y defensa de la sociedad, con el fin de lograr la reintegración
del patrimonio de ésta.

La acción individual de responsabilidad

Esta última circunstancia es precisamente la que permite distinguir la acción social de la «acción individual de
responsabilidad», que corresponde a los socios y acreedores por los actos de los administradores que lesionen
directamente los intereses de aquéllos (art. 135 LSA). Mientras que la acción social busca el resarcimiento de los perjuicios
causados al patrimonio de la sociedad, los daños que la conducta dolosa o negligente de los administradores provoque
directamente en el patrimonio de socios o de terceros han de exigirse a través de la acción individual. En este caso, el
perjudicado reclama para sí — no para la sociedad— la indemnización del daño sufrido directamente en su propio
patrimonio.
EL consejo de administración

Organización y funcionamiento

Una de las estructuras que puede adoptar el órgano de gestión y de representación —y la más habitual en las sociedades
de mayores dimensiones— es el consejo de administración, que se define por ser un órgano colegiado que adopta sus
decisiones por mayoría de sus miembros. En la sociedad anónima, el consejo es de constitución obligatoria siempre que
la administración de la sociedad se confíe de forma mancomunada a más de dos personas (art. 136 LSA), para evitar sin
duda que la posible existencia de tres o más administradores obligados a actuar conjuntamente pueda entorpecer el
proceso de toma de decisiones. Pero en la sociedad limitada, por el contrario, al no restringirse el número de
administradores que pueden tener facultades mancomunadas, el consejo de administración se presenta en todo caso como
una simple opción organizativa que con carácter general permite someter a los administradores a un régimen de actuación
colegiada (art. 57.1.II LSRL, que además —y a diferencia de la LSA— limita el número máximo de consejeros a doce).

El consejo, como órgano colegiado, exige unas reglas de organización y de funcionamiento (en materia de convocatoria,
de constitución, de adopción de acuerdos, etc.), que, en principio, pueden ser libremente acordadas por cada sociedad.
En el caso concreto de las sociedades cotizadas, estas reglas deben recogerse en un reglamento del propio consejo, que
contendrá —de acuerdo siempre con el marco legal y estatutario— las medidas «tendentes a garantizar la mejor
administración de la sociedad» y que se sujeta a un particular régimen de publicidad. Con todo, mientras que las sociedades
limitadas disponen de una autonomía estatutaria plena para regular el régimen interno del consejo (art. 57.1.II LSRL), en
la sociedad anónima existen ciertas reglas de carácter imperativo, que restringen y condicionan esta libertad
autoorganizativa; así, y entre otros extremos, destaca la necesidad de que el consejo sea convocado por el presidente, la
previsión de un quorum de constitución mínimo consistente en la mitad más uno de sus componentes o la exigencia general
de que los acuerdos del consejo se adopten por una mayoría absoluta de los consejeros concurrentes a la reunión (arts.
139 y 140 LSA).

Merece destacarse, por lo demás, que la importancia económica adquirida por el consejo de administración en las grandes
sociedades anónimas cotizadas, junto a la habitual falta de operatividad de las juntas de accionistas como órgano de
control, han propiciado un movimiento internacional de análisis y de replanteamiento del cometido y de las funciones que
corresponden al consejo en este tipo de empresas (movimiento habitualmente conocido bajo el nombre de «corporate
governance» o «gobierno corporativo», que en nuestro país ha propiciado la aprobación por la CNMV en mayo de 2006
de un «Código unificado de Buen Gobierno»). De esta forma, mediante un conjunto de reglas esencialmente voluntarias y
carentes como tales de eficacia jurídica vinculante, que disciplinan numerosas cuestiones atinentes a la estructura y
funcionamiento del consejo de administración (designación y cese de consejeros, nombramiento de consejeros
«independientes», retribución, relaciones con los accionistas, etc.), se pretende básicamente que el mismo actúe como un
órgano de control y de supervisión de los directivos de la sociedad (consejero delegado, altos directivos, etc.), con el fin de
alinear así los intereses de éstos con los de los accionistas o aportantes de capital.

Este movimiento también está en el origen de recientes cambios normativos, que en esencia procuran dotar de mayor
transparencia a las pautas de organización y de funcionamiento del consejo de administración de las sociedades cotizadas,
al objeto de que las mismas puedan ser conocidas —y valoradas— por los inversores; destaca aquí la obligación que se
impone a estas sociedades de hacer público un «informe anual de gobierno corporativo», en el que debe incluirse
información sobre numerosas cuestiones como la estructura de propiedad de la sociedad, los accionistas significativos, los
pactos parasociales comunicados a la sociedad, las operaciones de ésta con sus accionistas o la estructura de la
administración, entre otras muchas.

Delegación de facultades

Dado que las pautas de funcionamiento de un órgano colegiado no suelen ser compatibles con las exigencias operativas
que impone la gestión cotidiana de una sociedad, es posible que el consejo de administración delegue parte de sus
facultades de gestión y de representación en alguno o en varios de sus miembros. Esta delegación puede realizarse en
favor de uno o varios consejeros delegados (que podrían tener facultades solidarias o mancomunadas) o de una comisión
ejecutiva, que actuaría a su vez de forma colegiada (aplicable también a las sociedades limitadas). En cualquiera de estos
supuestos, pues, el consejo se desprende de una parte de sus facultades para asumir una función preponderante de
dirección y de control en relación a la actividad desplegada por los cargos delegados.

En principio, la fijación del alcance concreto de la delegación queda remitida a la decisión del propio consejo, que puede
enumerar de forma particularizada las concretas facultades afectadas o expresar que se delegan todas las facultades legal
y estatutariamente delegables (art. 149.1 RRM). Con todo, se prohíbe expresamente la posible delegación de la rendición
de cuentas y la presentación de balances a la Junta General, así como las facultades que ésta haya concedido al propio
consejo (art. 141.1.II LSA), a las que habría que añadir si acaso las prerrogativas de organización que corresponden al
mismo consejo. En particular, al obligar a todos los consejeros a comparecer ante los socios para la rendición y
presentación de las cuentas, se evita que el consejo quede sin contenido alguno a la vez que se subraya la responsabilidad
última que le corresponde sobre la gestión social, que lógicamente no queda anulada ni mitigada por el hecho de la
delegación.

Por la trascendencia que presenta la delegación permanente de facultades del consejo y la propia designación de los
consejeros que han de ocupar dichos cargos, se exige que estos acuerdos se adopten con el voto favorable de las dos
terceras partes de los consejeros (art. 141.2 LSA).

No es preciso destacar que el consejo de administración, al margen de estas delegaciones de facultades en sus propios
miembros, puede también otorgar apoderamientos generales o singulares a personas extrañas al mismo, quienes
representarían por tanto a la sociedad de acuerdo con las reglas generales de la representación voluntaria —no orgánica.

Impugnación de acuerdos

La Ley prevé la posibilidad de impugnar los acuerdos del consejo de administración, en clara analogía con lo previsto para
los acuerdos de la Junta General (arts. 143 LSA y 70 LSRL). Se trata de un régimen vinculado a la naturaleza colegiada
del órgano de administración, que no rige cuando la gestión social se atribuya a un órgano de distinta configuración
(administrador único, administradores solidarios, etc.), ni cuando la decisión de que se trate sea adoptada por un único
consejero delegado o por varios consejeros delegados con facultades conjuntas o solidarias.

Aunque la Ley también se sirve en este ámbito de las categorías de los acuerdos nulos y anulables, con el fin de extender
a los acuerdos del consejo las mismas causas de impugnación que rigen para la Junta General, lo cierto es que en este
caso dicha distinción no comporta ninguna diferencia de régimen jurídico. La legitimación para impugnar corresponde en
todo caso a los administradores y a los socios que representen un 5 por 100 del capital; y en ambos casos, al margen
también de que el acuerdo del consejo merezca la calificación de nulo o de anulable, la acción de impugnación queda
sometida a un breve plazo de caducidad de 30 días (arts. 143.1 LSA y 70.1 LSRL.

CONCLUSION

Finalmente, Gracias a las enseñanzas que proporciona la teoría de las relaciones de agencia es posible comprender y
encarar de manera fructífera las circunstancias que envuelven el funcionamiento y estructura del órgano de administración
de las sociedades.

La teoría de la agencia nos advierte de que siempre existe el potencial riesgo de que el agente (que en nuestro caso son
los administradores) priorice sus intereses sobre los de su principal (que, de nuevo en nuestro caso, son los accionistas).
Pero en sede de sociedades cotizadas, el problema medular no es tanto que los administradores prioricen sus propios
intereses sobre los de la sociedad o conjunto de accionistas, sino que los accionistas mayoritarios o de control, por medio
de los administradores, lleven a cabo operaciones en su propio beneficio y en perjuicio de los accionistas minoritarios. Es
lo que en términos muy gráficos se conoce como maniobras o conductas expropiatorias.

Por otra parte, la probabilidad de conductas expropiatorias se incrementa de manera muy notable cuanto mayor sea la
concentración de capital. Y, precisamente, según los datos disponibles, las sociedades cotizadas iberoamericanas
presentan un elevado nivel de concentración de capital.

Para eliminar o, en su defecto, reducir lo máximo posible el riesgo de expropiación, los consejos de administración deben
contar con un número relevante de consejeros independientes. Pero para que éstos puedan cumplir bien su misión es
imprescindible, por un lado, que satisfagan estrictos requisitos que garanticen su independencia; y, por el otro, que tengan
un papel activo en la toma de decisiones o en la preparación de toma de decisiones por parte del consejo.

Además de la anterior medida de carácter general, para cortocircuitar a tiempo las maniobras expropiatorias es esencial
que se establezca un procedimiento adecuado y garantista que asegure que cuando se realiza una operación vinculada
entre la sociedad y el socio de control no salen perjudicados los accionistas minoritarios.

El régimen de responsabilidad de los administradores debe analizarse a la luz de una distinción fundamental: deber de
diligencia y deber de lealtad. Por lo que atañe al primero de aquellos (que se materializa en el deber de intentar maximizar
el valor de la empresa gestionada), el Derecho no puede ni debe suplantar ni revisar las decisiones empresariales de
naturaleza esencialmente económica. Procede en este caso aplicar la doctrina de la business judgement rule. En cambio,
cuando de lo que se trata es del deber de lealtad (que se sintetiza en el deber de dar preferencia absoluta a los intereses
de la sociedad sobre los propios o los de personas relacionadas), el ordenamiento jurídico ha de sancionar con rigor el
incumplimiento de esa obligación; y ese incumplimiento desde luego se produce cuando los administradores son
conscientes y permiten que a través de determinada decisión por ellos adoptada, el accionista mayoritario expropie a los
accionistas minoritarios.

BIBLIOGRAFIA

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https://www.iberdrola.com/wcorp/gc/prod/es_ES/corporativos/docs/jga16_ReglamentoConsejoAdministracion.pdf

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