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Que en cualquier sociedad existen débiles y poderosos es algo que todos sabemos.

Lo hemos visto en las películas, en los libros de historia, en las novelas… Sin
embargo, ese poder no siempre se ha repartido de la misma forma. Si tomamos la
visión foucaultiana del poder, este se encontraría repartido en distintas cantidades
en todos los miembros de la sociedad, de modo que es de sus continuas
interacciones y cesiones de poder de donde surgen las estructuras sociales que
reconocemos como poderosas. Por su parte, Bourdieu diría que el se encuentra en
cada campo social, donde los distintos actores presentes tienen distintas cantidades
de capital y, con ello, una posición más central o menos en la estructura del campo.
Pero dejemos de lado, de momento, esas visiones más estructurales y difusas del
poder, y centrémonos en la historia del poder político.

Originalmente, el poder político era unipersonal: un rey, un sacerdote, un


emperador. Todos ellos poseían el poder absoluto sobre su pueblo, administraban
justicia, gobernaban según su voluntad. Si el rey, por ejemplo durante la Edad
Media, no era señor de un territorio, entonces era el noble local o el abad el que
poseía ese poder, pero seguía siendo unipersonal. La expresión máxima de esto
fueron las monarquías absolutas del siglo XVII.
Pero avancemos un poco en el tiempo y lleguemos al Siglo de las Luces, el XVIII.
Con la Revolución Francesa y la Revolución Americana la estructura del poder
político cambió. Se negó que todo pudiese encontrarse en las mismas manos, y se
dividió en tres: el poder legislativo por un lado, el ejecutivo por otro, y el judicial por
su parte. Los tres poseían mecanismos y sistemas para controlarse y balancearse
unos a otros, buscando que fuese imposible que todo el poder recayese en las
mismas manos y con eso se oprimiese al pueblo. Un pueblo que se colocaba
formalmente en el centro de la ecuación, con el establecimiento de las primeras
democracias modernas.
Con el siglo XIX y la Revolución Industrial surgió el cuarto poder: los medios de
comunicación masivos. La capacidad de crear opinión pública y moldearla se volvió
central en la construcción de cualquier democracia, y empezó a funcionar como un
nuevo tipo de poder que balancease los otros tres, ya que a los periódicos les
interesaban los escándalos políticos para vender más, y estos luego repercutían en
los votos que cada partido recibía. La llegada de la radio y la televisión no hicieron
más que fortalecer este poder, que comenzó a llegar cada vez a más gente
aumentando así su eficacia.
Finalmente, desde mediados del siglo XX estamos asistiendo al surgimiento del
quinto poder: la sociedad civil. Aunque los lobbies tengan muy mala prensa porque
se asocian habitualmente a la imagen de alguien pasando maletines para comprar
políticas, lo cierto es que la participación de las organizaciones no gubernamentales
en política puede ser tan beneficiosa como perjudicial, al igual que los otros cuatro
poderes. Es cierto, pueden corromperse, pero también pueden servir para defender
los intereses de los ciudadanos organizados en torno a alguna idea u objetivo,
compatible o no con los de otros ciudadanos organizados, sirviendo así como
mecanismo de ampliación de la democracia aunque, todavía de modo cerrado.
Estos cinco poderes, hoy en día, se contrabalancean de modo desigual unos a
otros. Cada vez en más países, vemos como a menudo las barreras entre ejecutivo,
legislativo, judicial, informativo y social son más tenues de lo que parecen:
sindicatos controlados por partidos políticos, jueces elegidos por el Congreso,
periódicos con claras ideologías, etc. En cierta medida, esta es la forma en que el
sistema se corrompe.
Sin embargo, el hecho de que el sistema no funcione todo lo bien que debería no
quita que la dinámica que encontramos en el poder político es clara: a lo largo de la
historia el poder ha ido pasando cada vez más, de pocas a muchas manos. Del rey
a los tres poderes, de ahí a cuatro, ahora cinco, y quien sabe mañana. En el fondo,
esto es la constatación de las tesis de Bourdieu y de Foucault, en la medida en que
esta cesión de poder legítimo lo que deja claro es que la sociedad, que
antiguamente lo transfería a sus soberanos, cada vez reclama más poder para si
misma, más capacidad de movilización, más organización y derecho a voz y voto
en los asuntos políticos.
Por supuesto, alguien podría argumentar que esto siempre fue así, y hasta cierto
punto tendría razón. Los reyes estaban limitados por los fueros y su nobleza, los
césares tenían que equilibrarse con el Senado romano, los faraones con la casta
sacerdotal… y todos estaban sujetos a las rebeliones del pueblo, las sublevaciones
de esclavos, etc. Como digo, es cierto. Pero esto se debe precisamente a que el
poder, como dicen Foucault y Bourdieu, se encuentra repartido entre las manos de
todos los habitantes de una sociedad, en diversas medidas. Si los ciudadanos
podían rebelarse era porque tenían un poder que permanecía cedido a su rey de
modo legítimo hasta que ellos consideraban que el rey había sobrepasado sus
límites.
El hecho de que la sociedad cada vez difunda y disperse más su poder obedece
precisamente al hecho de que un pueblo cada vez más formado, instruido, y capaz
empieza a reclamar para si mismo la legitimidad que antiguamente había cedido a
sus gobernantes. Para establecerse los tres poderes del XVIII hicieron falta
revoluciones encabezadas por ilustrados y burgueses (que, de aquellas, eran parte
del pueblo); la industria masiva y la imprenta masiva fue la que permitió la creación
de periódicos, pero mucho hubo que luchar por el derecho a la libertad de expresión
y de escritura; y la sociedad civil no reclamó para si el quinto poder sin antes requerir
la lucha del movimiento feminista, el de los obreros o el de las minorías, que
sentaron las bases para los movimientos pacifistas, antiglobalización, ecologistas…
de la actualidad.

La Historia, es así, un relato que va avanzando de modo convulso y complicado. No


defiendo aquí una postura teleológica, sin embargo, no hay un Dios que la dirija
hacia un mundo mejor. Bien es posible que regresen los reyes, o que los poderes
desaparezcan en tiempos de crisis para no volver. Que el poder se aleje cada vez
más de las élites gobernantes y se disperse entre el pueblo y las instituciones que
permitan los juegos de equilibrio y control mutuo no es algo que podamos dar por
hecho: ya tuvimos democracias en Roma y Grecia y acabaron siendo sustituidas
por reyes y césares.
Si queremos que el poder siga alejándose de las manos donde siempre ha residido
necesitamos crear estructuras dentro del Estado que permitan controlar esas
manos, dar voz a más colectivos y grupos sociales, dar voto a quienes no lo tenían
y peso político a los que no tenían suficiente.
Sólo presionando para que el poder continúe difuminándose podremos terminar de
dar el power to the people que solicitaba Lennon en 1971. La Historia, de momento,
está de nuestro lado, pero sólo en la medida en que generación tras generación ha
luchado por ello, tratando de quebrar las barreras que dominaban sus épocas.
Costán Sequeiros Bruna

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