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HOÁRR

historias del dios tuerto

Manuel Velasco

Colección Territorio Vikingo, 2019


Narraciones relacionadas con algunos de los nombres de

Odín
• Ek em Óðinn (Yo soy la Furia)
• Rúnatýr (Dios de las runas)
• Bági ulfs (El enemigo del lobo)
• Fjallgeiguðr (Dios cambiante de forma)
• Bölverkr (El hacedor de maldades)
• Faðr galdrs (Padre de cantos mágicos)
• Bileygr (El ojo que destella)
• Hrafnaguð (El dios Cuervo)

Bileygr (El ojo que destella)

Hermóðr, intrigado, siguió los pasos de Geri hasta llegar a Valaskjálf, el

palacio de Óðinn. El lobo se había presentado ante él y le había transmitido

la idea de “hay un problema con Hildolfr”. Muy propio de los lobos llamar

así al Alföðr, como si fuera el jefe de la manada). Pero, ¿qué problema podría

tener Óðinn para que uno de sus lobos guardianes acudiese a él? ¿Y por

qué precisamente a él y no a Frigga o a Thor, que le resolvían fácilmente los

problemas internos o externos? Sin duda, la presencia de Geri significaba

un problema especial.

Los einherjar que montaban guardia abrieron la puerta y los dejaron pasar.

Dentro del palacio, entre penumbras, se podía distinguir la familiar imagen

de Óðinn sentado en su trono. Fleki, el otro lobo, acostado a sus pies, se

irguió y rozó su cabeza con la de Geri, comunicándose así las últimas

noticias.
A simple vista, no había nada especialmente inquietante en la actitud de

Óðinn, que parecía sumido en alguna de sus ensoñaciones, tal como lo

había visto Hermóðr infinidad de veces. Pero lo que sí le preocupó fue que la

lanza Gugnir estaba caída y que los cuervos Hugin y Munin revoloteasen

inquietos, graznando sin cesar, como si estuviesen deseosos de salir a volar

libremente por cualquiera de los nueve mundos.

Hermóðr acercó al trono una de las lámparas, bajo la atenta mirada de los

lobos. Nunca hubiera hecho una cosa así de no albergar la certeza de que a

él le correspondía resolver el problema, fuese cual fuese.

En todo el Asgard se sabía que Óðinn había regresado recientemente de

uno de sus viajes; en esta ocasión sus pasos le habían llevado hasta las

raíces de Yggdrasil, concretamente al manantial donde habían llevado

tiempo atrás la cabeza de Mimir, el sabio decapitado por los Vanir. Y había

vuelto muy transformado, tanto por el agujero en la cara donde antes

había un ojo como por las cosas, terribles sin duda, que había aprendido al

beber del agua sagrada.

La luz dejó ver cómo los mechones del pelo blanco le caían sobre el pecho

como si fueran cascadas. Y también el brillo de la placa metálica que le

cubría el ojo faltante. Y especialmente su semblante, como de alguien

terriblemente viejo cuyo espíritu es perseguido por algún tipo de maldad,

reflejando el dolor en su cara física.


Así eran de duras a veces las pruebas que había que superar para obtener el

conocimiento total; ganabas algo, perdías algo, y siempre surgía la

pregunta de si había merecido la pena participar en ese juego en el que tan

pocos estaban dispuestos a jugar.

Los cuervos graznaron anunciando la presencia de Sleipnir; y Hermóðr

supo que todo estaba preparado para que emprendiese un viaje en busca

del remedio para ese mal que aquejaba a Óðinn. Así que subió a lomos del

níveo caballo de ocho patas e inmediatamente se vio sobrevolando un

bosque nevado del Jötunheim. Hugin y Munin parecían escoltarlo, uno a

cada lado, aunque ellos realmente estaban dirigiendo a Sleipnir en aquella

travesía.

A Hermóðr le gustó sentir el intenso frío en su rostro y contempló aquel

paisaje invernal en el que la luz azulada hacía saltar destellos entre los

cristales de nieve que cubrían pinos y abedules. Era muy agradable verlo

todo desde arriba, como solo pueden hacerlo pájaros y dioses. O los

caballos capaces de traspasar las barreras entre los mundos, y que pueden

ser cabalgados por un dios; pero era algo que no harían nunca los gigantes,

viejos habitantes de aquel mundo.

Los cuervos se adelantaron cuando alcanzaron una montaña, tal vez para

anunciar su presencia ante alguien. Hermóðr, siguiendo la dirección de su

vuelo, alcanzó a distinguir una choza de la que salían unas hilachas de

humo que ascendían en vertical, como si ningún viento soplase en aquella


zona. ¿Quién vivirá ahí?, se preguntó. Estaba a una altura donde muy pocos

seres se atreverían a levantar su casa; solo algún loco que odiase la

presencia de sus semejantes, pero sin querer renunciar al entorno donde

siempre se habría desarrollado su vida.

Según se aproximaba, un nombre llegó a su cabeza cuando divisó una

figura femenina vestida con pieles, que parecía esperarlo: Skaði, la cazadora.

Así que, aquella parte del Jötunheim debía ser el reino de Thrym.

Tiempo atrás, aquella hembra gigante había llegado al Asgard hecha una

furia, pidiendo justicia por la muerte de Thjazi, su padre. Este había

raptado a I∂unn y de sobra se merecía la muerte por todos los daños que

les ocasionó a los dioses, que de pronto se vieron privados del alimento que

la diosa les proporcionaba para mantenerse jóvenes. Aquella comida con

forma de manzana que ella elaboraba en su palacio tenía como principal

ingrediente era la energía basada en la alegría, el triunfo y la camaradería

que desprendían los einherjar en sus combates diarios del Valhalla. Era

todo lo que los dioses asgardianos necesitaban y con lo cual no precisaban

exigir sacrificios a sus seguidores, como hacían otras deidades.

Como casi todos se debilitaron durante aquellas jornadas sin I∂unn, y

muchos enfermaron, aquella ejecución del secuestrador jotum por parte de

Thor y su Mjöllnir machaca-cráneos estuvo bien justificada.


Aun así, Óðinn quiso compensar a Skaði de la mejor manera posible, desde

su punto de vista: se le permitiría ser la esposa de uno de los dioses, el que

ella eligiese. Pero la elección no fue muy afortunada, pues Njörðr, aquel que

eligió atraída por sus hermosos pies, amaba la esencia marina de su palacio

Nóatún, mientras que ella odiaba el ruido constante del oleaje rompiendo

contra las rocas y el chillido punzante de las odiosas gaviotas. Y echaba de

menos el estremecedor ulular del viento entre el bosque siempre blanco, el

aullido de los lobos y el deslizamiento sobre la dura nieve con los esquíes

buscando una pieza como blanco sus flechas.

Así que el matrimonio estuvo sentenciado desde el principio; ella decidió

regresar a Thrymheim, pero no sin antes pasar por Asgard para manifestar

ante Óðinn que definitivamente, aquella no había sido una buena

compensación. Y él le hizo un regalo tan maravilloso como solo un hacedor

de universos podría dar: los ojos del gigante Thjazi formarían parte del

cielo nocturno como nuevas estrellas. Y aquello sí que le llegó a Skaði hasta

fondo de su frío corazón, y hasta se permitió que aflorara en su rostro

endurecido una lágrima y esa leve sonrisa que había desaparecido desde la

muerte de su padre.

Cuando Sleipnir se posó sobre la tierra, Hermóðr descabalgó sin dejar de

mirar a la giganta. Esta, que no mostraba la más mínima sorpresa por la

presencia del dios mensajero junto a las aves de Óðinn, y sin mediar tan

siquiera un saludo, lo invitó a entrar en la cabaña con un gesto.


El interior era extremadamente sencillo, como si más que un hogar fuese

un refugio temporal de cazadores; en un rincón se agrupaban arcos, flechas,

esquíes, crampones, cuchillos para desollar y algunas plantas de las que

sirven para curtir las pieles. En la mesa había un recipiente humeante y un

plato vacío; ella acercó otro para él y le sirvió el guiso con un cazo.

Hermóðr vio que entre el caldo había pequeños trozos de carne y, por la piel

que había visto puesta a secar en la pared exterior, comprendió que era de

ardilla. Tras unos sorbos de tanteo y aceptación, comió con ganas, aunque

le pareció que se quedaría con hambre, como si una ración normal se

hubiera tenido que dividir en dos por culpa de una visita no anunciada con

tiempo suficiente.

Miró de reojo fugazmente a Skaði, que en todo momento permaneció con

la cabeza gacha, como si no hubiese algo más importante en aquellos

momentos que contemplar el contenido de su plato. No era precisamente

una belleza, ni aun entre los gigantes, y ella lo sabía. Nada que recordase ni

levemente a Freya, que respiraba sensualidad en todo momento y era

deseada por los machos de todas las razas.

Y Hermóðr, intentando adivinar porque había sido llevado hasta allí (y

esperaba que aquello no fuese parte de un ritual de apareamiento al estilo

jotum), también se mantuvo en silencio. Por otro lado, no quería ni siquiera

dar entender algo sobre el peculiar estado de Óðinn, como si fuese un

secreto que no debía salir de su boca, sobre todo estando en el Jotumheim.


Justo cuando terminaba de limpiar el último hueso del plato, se escucharon

los graznidos de los cuervos, como dándole prisa; estaba claro que allí no

iba a pasar las habituales tres noches de hospitalidad. De lo cual se alegró.

Entonces Skaði le entregó un objeto envuelto en una piel. ¿Era un regalo del

anfitrión a su visitante? ¿Cómo debería agradecérselo? Intentó apartar la

piel para ver qué era, pero ella puso sus manos encima con brusquedad.

“Que no le dé la luz”, dijo con una voz que a Hermóðr le pareció la que podría

tener un viejo árbol si pudiese hablar. “Llévaselo a él”, añadió antes de dar

media vuelta y salir al exterior.

Estaba claro que aquel “él” no podría ser otro que el mismísimo Óðinn; así

que, intrigado por el misterio de aquel pequeño objeto, Hermóðr

emprendió el viaje de regreso sobre Sleipnir, siguiendo a los cuervos.

Nada más descabalgar, el caballo pareció disolverse en la penumbra que

envolvía Valaskjálf, y los lobos olisquearon lo que el Mensajero llevaba en la

mano, volviéndose hacia su amo cuando no detectaron nada peligroso.

Azuzado por la curiosidad, y aprovechando la falta de luz, Hermóðr

desenvolvió la piel para ver qué contenía. Era una bola de cristal que

desprendía una ligera luz rojiza. Se la acercó para intentar ver algo en su

interior, y, en un momento dado, la esfera toco su frente. Algo ocurrió, como

si una extraña fuerza recorriera todo su cuerpo; y, tras un leve

estremecimiento, expulsó algo parecido a ceniza negra. No solo no se


inquietó por aquello sino que sintió una gran satisfacción, como si se

hubiese librado de esa suciedad que se pega al espíritu a lo largo del tiempo

y las malas acciones.

Cuando escuchó cómo los cuervos graznaron su sorpresa, se le ocurrió que

ellos también podrían compartir esa experiencia. Así que acercó la bola a

Hugin y le pasó algo parecido: salió de él un pequeño montón de ceniza

mientras graznaba su alegría. Y Munin ni siquiera esperó a que le acercase

el cristal; él mismo le dio un cabezazo, y ocurrió lo mismo.

La estancia de Óðinn se fue iluminando poco a poco, mientras él empezaba

a desperezarse, como si sus movimientos estuviesen conectados a la fuente

de la luz. Los cuervos se le acercaron para hacer lo que se esperaba de ellos:

informarle de todo cuanto aconteció en ese viaje sobre un bosque de

invierno y a quien se habían encontrado.

Tras mirar a Hermóðr con su ojo bueno, el Asagrim extendió su mano,

pidiendo sin palabras su regalo. La pequeña esfera seguía desprendiendo su

luz interior. Los cuervos soltaron un ligero graznido, más dulce de lo

habitual, y Óðinn los miró alternativamente, como queriendo asegurarse

de que había entendido bien. Se apartó la placa metálica que cubría el ojo

faltante y apretó la bola hasta que quedó perfectamente encajada en la

oquedad. La luz cambió de intensidad varias veces, como adecuándose a las

circunstancias, hasta que quedó estable. De pronto, lanzó un destello que

tiñó de rojo todo el salón, asustando de paso a Hermóðr y los animales.


Pero entonces Óðinn sonrió, y tal vez lo hizo como pocas veces lo había

hecho en los últimos tiempos de tan terribles descubrimientos. Su voz

resonó en la cabeza de Hermóðr, aunque este no pudo ver que moviese los

labios. “Ahora puedo mantener alejadas a las sombras. Un buen regalo que

tendrá la correspondiente recompensa”.

Y entonces apareció de nuevo Sleipnir, y Óðinn, vigoroso y rejuvenecido, se

preparó para hacer uno de sus viajes sin decir a dónde ni cuando regresaría.

Aunque Hermóðr se imaginó una nueva historia de amor (en este caso con

cierta giganta cazadora medio salvaje) que pronto sería cantada por Bragi

tañendo su arpa en las fiestas de Asgard.

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