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UN TEATRO AL ACECHO DE LA COMPLEJIDAD DE LO REAL:

RAFAEL SPREGELBURD Y SU POÉTICA EN PROCESO

Luis Emilio Abraham

Esta es una versión abreviada del trabajo publicado en Víctor Gustavo Zonana (dir., ed.) y
Hebe Beatriz Molina (coed.) Poéticas de autor en la literatura argentina (desde 1950). Buenos
Aires: Corregidor, 2007, pp. 283-331. Las partes faltantes del texto se han marcado con el
siguiente signo: [...].

[…]
El teatro de Buenos Aires vive desde mediados de los ochenta un proceso de
renovación y multiplicación de poéticas que ha adquirido rápido reconocimiento en el
campo teatral argentino y ha captado buenas dosis de atención en la escena mundial.
Entre las variadas manifestaciones surgidas tras la dictadura militar (1976-1983), la de
Rafael Spregelburd es una de las expresiones más originales y constituye una singular
respuesta a los desafíos que ha planteado al pensamiento la última Modernidad. Ante
las actuales determinaciones históricas, ante “el mercado de los medios, con una
realidad cotizando a la baja” (Cornago 22), ante una realidad social y política que se
convierte en espectáculo, o mejor, un espectáculo social y político que pasa por real,
las tendencias más innovadoras del arte emprenden la resistencia exhibiendo el
mecanismo de los propios lenguajes, volviendo visibles los medios de representación
que los sistemas de poder hacen funcionar de forma transparente, acechando la
presencia de las cosas que suelen quedar ocultas tras los actos de simulación,
haciendo de su oposición un continuo devenir para escapar a cualquier síntesis
totalizante e idea estable de unidad, o para decirlo con Óscar Cornago:

Antes que añadir una representación más a la historia de la cultura, de las


representaciones y las imágenes, incluso si se trata de una representación crítica, el
arte de hoy parece optar por hacer una representación menos, restar una
representación –como diría Deleuze– a la historia de las representaciones, de los
sistemas de poder; construir el espacio de un vacío, una práctica de desestabilización
para desde ahí seguir resistiendo, seguir oponiéndose a cualquier forma de lenguaje
mayoritario, sistema estable o modo de representación consolidado (24).

Involucrada con este clima cultural y vinculada a las líneas de pensamiento que
siguieron al intenso examen lingüístico del Estructuralismo, la obra de Rafael
Spregelburd se asoció en los primeros noventa a lo que se percibía como la aparición
de una “nueva dramaturgia”. Pero giró de inmediato hacia los modos de producción
más representativos de este último tramo de la historia del teatro argentino: la
integración de las labores de escritura, dirección y actuación como procesos
estrechamente ligados, e indisociables incluso. Trabajando como “un actor que se
escribe las obras en las que le gustaría actuar” (Abraham, “La difícil tarea de no
representar”) –así se define él mismo– y también como un director que compone los
textos con los ojos puestos ya en la escena, Spregelburd ha venido generando una
obra abundante y muy personal 1, que suma a la práctica del teatro la permanente
indagación teórica y promueve una aguda reflexión sobre el acto mismo de
representar y la “condición escénica” de la cultura.
La producción de Spregelburd se encuentra en pleno “crecimiento” y sigue, por
lo tanto, los principios de una poética que no puede considerarse cerrada sino en
proceso. Pero aun así, y a pesar de la relativa brevedad de su carrera, su obra
describe una trayectoria –una evolución– muy coherente que responde al modelado de
un pensamiento sistemático sobre el hecho teatral, una auténtica constelación de
conceptos y procedimientos, y que configura una verdadera poética en los sentidos
que Gustavo Zonana rescata para el término en la Introducción a este volumen. Se
trata, pues, de “un saber de carácter factivo”, “procedimental”, que supone, sin
embargo, un conocimiento general sobre el teatro, sus posibles modalidades de
producción y sus posibles funciones respecto de los otros dominios de la cultura. Es
un saber de orden teórico, pero construido en estrecha relación con la dimensión
práctica del fenómeno, no solo porque sirve de orientación a la escritura dramática y la
creación escénica, sino también porque surge de las búsquedas y los problemas que
plantean las prácticas concretas. Por esta razón, la poética del creador acoge “un
repertorio de elecciones” entre las variantes constructivas que ofrece el objeto e

1
Hago el listado de las piezas dramáticas de Spregelburd que se han representado hasta el
momento (octubre de 2006). La fecha corresponde al año de estreno. Cuando no haya
indicación del director, ha sido el propio Spregelburd el encargado de la puesta en escena:
Cucha de almas (1992, por Eduardo Gondell, Buenos Aires, EMAD); Destino de dos cosas o de
tres (1993, por Roberto Villanueva, Buenos Aires, Teatro San Martín); Moratoria (1994, por
Vilma Rodríguez, Buenos Aires, ENAD); La tiniebla (1994, por José María Gómez, Buenos
Aires, Fac. de Psicología de la UBA); Remanente de invierno (1995, Buenos Aires, Teatro San
Martín); Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo (1995, con Andrea Garrote, Buenos
Aires, Centro Cultural Rojas); Varios pares de pies sobre piso de mármol (1996, con Gabriela
Izcovich y Julia Catalá, Buenos Aires, Centro Cultural Borges); Cuadro de asfixia (1996, por
Luis Herrera, Buenos Aires, La Carbonera); Entretanto las grandes urbes (1997, por Vilma
Rodríguez, Buenos Aires, Sala Ana Itelman); Raspando la cruz (1997, Buenos Aires, Centro
Cultural Rojas); Motín (1997, con Federico Zypce, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas); La
extravagancia: Heptalogía de Hieronymus Bosch/2 (1997, por Rubén Szuchmacher, Buenos
Aires, Teatro Babilonia); Estado (1998, por Andreas Beck, Londres, Royal Court Theatre);
Canciones alegres de niños de la patria (1999, por Enrique Vellio, Río Gallegos, Teatro del
Sur); La modestia: Heptalogía de Hieronymus Bosch/3 (1999, Buenos Aires, Teatro San
Martín); Diario de trabajo (1999, con Matías Feldman, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas);
DKW y Plan canje (2000, Bahía Blanca, Sala Caos); Fractal (2000, Buenos Aires, Centro
Cultural Rojas); La inapetencia: Heptalogía de Hieronymus Bosch/1 (2001, por Gabriella
Bußacker, Hamburgo, Deutsches Schauspielhaus); La escala humana (2001, con Javier Daulte
y Alejandro Tantanian, Buenos Aires, Teatro Callejón); Satánica (2002, por Paula Susperregui,
Madrid, Sala Tis); Un momento argentino (2002, Londres, Old Vic Theatre); La estupidez:
Heptalogía de Hieronymus Bosch/4 (2003, Buenos Aires, El Portón de Sánchez); El pánico:
Heptalogía de Hieronymus Bosch/5 (2003, Buenos Aires, Teatro del Otro Lado); Bizarra: Una
saga argentina (2003, Buenos Aires, Centro Cultural Rojas).
implica, en consecuencia, la adopción de una ideología estética y una toma de
posición frente a las condiciones actuales del sistema cultural y las formas artísticas
del pasado.
Para entender la concepción estética que ha guiado su práctica del teatro,
Spregelburd proporciona básicamente dos medios de acceso. Por un lado, sus obras
contienen numerosos recursos que apuntan a mostrar los procedimientos, las leyes y
las teorías subyacentes a su construcción. El cuestionamiento sobre las operaciones
de representación que ejercen los diversos lenguajes –representación lingüística,
visual, teatral– atraviesa la totalidad de los textos dramáticos y los espectáculos, y deja
en ellos las huellas de una poética implícita, una serie de formulaciones teóricas
ficcionalizadas, estetizadas, tratadas con un profundo sentido lúdico y […] siempre con
humor. Son justamente el estatuto ficcional y el carácter lúdico con que aparece la
poética albergada en sus obras lo que justifica la denominación de “poética implícita”.
El hecho de que el discurso metalingüístico, los juegos metateatrales y el uso de
diversos metalenguajes científicos se desplieguen en el interior de la praxis ficcional
dificulta la atribución de esos contenidos teóricos a la instancia productora, en
términos de creencia u opinión de autor. Tanto más cuando se incorporan a la obra a
través de procedimientos paródicos que evitan un posicionamiento axiológico claro
frente a lo parodiado, y a través de una práctica del teatro que intenta la “multiplicación
de sentido” (Spregelburd, “Procedimientos” 114-117) escapando, por ejemplo, a toda
fijación de un sistema de valores estable que garantice la coincidencia interpretativa
entre los espectadores y la unidad de los juicios. De allí que, para Spregelburd, sea no
solo oportuna sino casi necesaria la explicitación de su poética.
Por otro lado, entonces, Spregelburd ha ido desarrollando en paralelo a su
producción teatral una serie de prácticas discursivas que establecen un pacto distinto
con la comunidad de intérpretes y se asimilan institucionalmente como vehículos de la
voz del autor. Desde su primera colección de obras (Teatro incompleto/1), tiene la
costumbre de anexar paratextos, que irán ganando en extensión, complejidad y
riqueza explicativa con el avance de su trayectoria.
[...]
La formulación explícita de los principios de poética se transforma, en estos
casos, en correlato inseparable de la producción artística, ofrece una serie de
“instrucciones de lectura” y conforma un marco instrumental para la recepción de la
obra. De otro modo, la tendencia novedosa correría el riesgo de sufrir la
incomprensión o de verse reducida por los hábitos de interpretación más
institucionalizados en el sistema.
Hacer funcionar ese vínculo entre teorización y práctica del teatro, jugar el
juego que propone, puede ser una vía eficaz para arribar a los sentidos de una obra
que, entre otras cosas, comienza poniendo en primer plano la arbitrariedad de los
lenguajes –desde los idiomas humanos hasta la convenciones de la propia escena– y
la habilidad de esos sistemas representativos para construir –fingir– realidades. Y
termina por pensar la posibilidad de hacer aparecer en el teatro la complejidad de la
vida, de exhibir la “mera” presencia de las cosas al menos por un instante, de mostrar
esa pura realidad que suele estar cubierta por los modelos explicativos del mundo, las
simplificaciones del pensamiento y, en definitiva, los usos de la representación.

1. Una poética de reunión de roles


Hay dos cuestiones dentro de la reflexión teórica de Rafael Spregelburd que
ejemplifican con mucha claridad esa función que se ha adelantado arriba para su
poética: la de proporcionar un marco de pensamiento y un repertorio de operaciones
de interpretación que orienten el acceso al sentido de su obra y eviten su reducción a
temas y problemas heredados de momentos anteriores, pero dotados aún de mucha
visibilidad en el sistema. Se trata de dos cuestiones que ingresan en la poética
explícita del autor no tanto por iniciativa personal sino más bien por interpelación del
medio, y que pueden reconstruirse, sobre todo, a partir de su participación en mesas
redondas, coloquios y entrevistas. Una de ellas, cuyo tratamiento profundo no cabe en
este trabajo, tiene que ver con la categoría de “absurdo” y trae a la memoria la
polémica entre realistas y absurdistas que ocupara un lugar de importancia en el
campo teatral argentino durante los años sesenta (Pellettieri, Una historia interrumpida
100-109 y “La polémica entre absurdistas y realistas”). Lo único que interesa destacar
aquí, en todo caso, es que cuando se le pregunta sobre el tema (Bardauil 66; “Un
cuestionario...” 18), Spregelburd intenta cerrar rápidamente el asunto explicando que
la oposición realismo vs. absurdo resulta improductiva para el presente teatral de
nuestro país y evitando que se actualicen aquellas categorías a propósito de su obra.
La otra cuestión se vincula con la querella, de orden global en el ámbito del teatro,
entre los distintos agentes creadores que intervienen en el fenómeno teatral y entre
diversas formas de concebir los procesos de producción.
[...]
En el reino de la escritura, la puesta en escena no es más que la simple
ilustración de un texto, de una historia y de unos personajes eternos que preexisten a
la representación. Un teatro de la actuación, en cambio, no reniega de la calidad
efímera del acontecer escénico, pone en primer plano la materia de la que está hecho
–el cuerpo presente del actor– y trabaja por una memoria viva, que acepta la
inminencia del olvido y la desaparición. La distancia entre un teatro concebido como
representación del texto escrito y una práctica teatral centrada en la actuación es,
como diría García Barrientos, el mismo trecho que va de “lo fosilizado a lo vivo”:

Lo peculiar de la escritura es, pues, que fija, espacializa, es decir, objetiva: produce
algo independiente de quien lo produce y capaz de trascenderlo en el espacio y en el
tiempo. (...) En el polo opuesto, como siendo lo contrario de una escritura, aparecen,
encabezados por el teatro, espectáculos como el circo, los toros o el concierto. En
todos ellos es imposible separar la obra de arte del artista. Son artes que mueren como
el hombre y con el hombre que las crea o las sustenta. Son las artes o espectáculos
humanos por excelencia, que acompañan al hombre en su más íntima dimensión, la
temporalidad abocada a la muerte.
(...) Las escrituras, por el contrario, nacen precisamente como intentos de superar
ese destino mortal, pero de superarlo en la materia carente de vida. Todas las
escrituras se fijan en materiales inertes. La materia del teatro, en cambio, es el hombre
vivo (29).

En los días que corren, al menos en la Argentina, se intuyen los signos de una
síntesis particular. Que el teatro es un acontecimiento escénico parece un hecho fuera
de discusión, y se propagan los “escritores” que ponen en escena sus obras, los
actores que colaboran en la escritura, los directores que acceden finalmente a publicar
su texto luego de la representación. Entre los dramaturgos que emergieron en el
campo teatral a fines de los ochenta y durante los noventa, varios de los que han
obtenido mayor reconocimiento habían asumido desde el inicio la tarea de dirigir sus
piezas o han terminado por hacerlo sistemáticamente. […]
Este panorama de síntesis ha tenido sus repercusiones en el discurso
académico. Una muestra de ello es la adopción generalizada del término “teatrista”
para referirse al creador que “suma en su actividad el manejo de todos o casi todos los
oficios del arte del espectáculo” (Dubatti, “Dramaturgia(s)...” 101). Por otro lado, el
concepto de “dramaturgia” se ha diversificado para albergar a todo tipo de escritura
(de autor, director, actor o grupo) que genere o que sea el resultado de una puesta en
escena y que haya sido atravesada en algún momento del proceso por las “matrices
constitutivas de la teatralidad” (101-103).
Entrando en el terreno de las hipótesis, esta manera más flexible de concebir la
dramaturgia podría ocasionar también ciertas transformaciones en la práctica de su
lectura. Podría modificar los esquemas cognitivos –las representaciones sobre el
estatuto y el uso del texto dramático– que fueron construidos por un modelo literario
del teatro: la idea de un texto único, generalmente anterior al hecho escénico y capaz
de motivar múltiples espectáculos que se consideran derivados de él. Incluso en el
caso de la dramaturgia de autor, cuando el libro aparece como el resultado de un
espectáculo, el texto podría no ser solo una manifestación literaria digna de lectura,
sino también un registro –como bautiza Federico León su volumen de obras– de lo que
fue el espectáculo. Y, más importante aún, el texto funcionaría en estos casos como
un dispositivo capaz de activar en la memoria del lector las emociones que tuvieron
lugar durante la experiencia única de asistir al teatro.
Pero no se trata tan solo de ponderar la distancia entre las producciones de
estos dramaturgos-directores-actores y los monumentos de aquel “viejo” teatro
literario. Hace falta además medir el efecto de estas “nuevas” ondas sobre la superficie
más o menos estable que las precede –el triunfo de una idea del teatro con eje en la
escena– y en relación con las turbulentas expresiones de resistencia al texto que
procuraron imponerla. En la Argentina, esta puja por conseguir un teatro de la
actuación se hizo muy evidente luego de la dictadura, cuando proliferaron ciertas
agrupaciones de actores que se autogestionaban y hacían sus espectáculos en
espacios “marginales” como el Parakultural o el Centro Cultural Ricardo Rojas. Entre
estos grupos se encontraban Las Gambas al Ajilllo, Los Melli, La Banda de la Risa, El
Clú del Claun, Los Macocos, El Periférico de Objetos, y entre sus miembros podían
contarse María José Gabin, Walter “Batato” Barea, Alejandro Urdapilleta, Humberto
Tortonese y muchos otros.
Cada grupo perseguía una estética singular, de modo que no puede hablarse
del surgimiento de un paradigma ni de una poética de generación o de escuela. Por el
contrario, el denominador común de este fenómeno, y del teatro porteño de la
postdictadura en general, estaría dado más bien por la idea misma de “multiplicidad” y
por su defensa (Dubatti, “Territorio de ebullición...” 8-16). Aun así, como destacan
Fernández Frade y Martín Rodríguez, pueden hallarse una serie de rasgos
compartidos y varias coincidencias en términos de ideología estética, que implican,
incluso, un gesto polémico respecto de prácticas teatrales anteriores.
En general, los actores mantenían “relaciones laxas” y evitaban cualquier tipo
de pauta fija que regulara el funcionamiento del grupo (Fernández Frade y Rodríguez
457). Tenían una actitud beligerante en relación con la figura del autor y también con
el director, al que entendían ahora como encarnación de la autoridad y como un
agente al servicio del texto, cuyo sentido intentaría resguardar “a fuerza de erudición y
de paciencia” (461). Pusieron en práctica una serie de poéticas de la actuación muy
diversas, pero que concordaban en cuestionar el “‘método’ stanislavskiano-
strasberiano” (460) y las técnicas de la identificación emotiva. Se trataba, pues, de
desplazar los ideales de la representación –la desaparición del actor en pos de la
psicología de un personaje– para poner en primer plano el talante personal del actor y
el “contagio” de “energías” provocado por su presencia en escena.
El pensamiento de Ricardo Bartís se ha movido en una órbita bastante cercana
al de estas agrupaciones, con alguna salvedad, claro está, en lo que se refiere a su
labor como director de actores. Pero su inclusión en este contexto resulta pertinente
porque establece un nexo directo con la figura de Spregelburd, quien en los primeros
noventa empezaba a ser distinguido en su rol de dramaturgo a la vez que se formaba
como actor en el estudio de Bartís. Más allá de ciertas continuidades que pueden
observarse entre el pensamiento de uno y otro, lo significativo aquí es la discrepancia
que provocó entre ambos esa inclinación de Spregelburd a la escritura en un momento
en que –según relata él mismo– “Bartís se encontraba en esa época rabiosa contra el
texto: el texto era el enemigo” (Abraham, “La difícil tarea de no representar”). Al igual
que en el caso de los grupos nucleados alrededor del Parakultural y otras salas
marginales, los modos de producción que promovía Bartís no constituían tanto una
ideología de la reunión de roles. Persiguían más bien el agigantamiento del actor, un
teatro impregnado de actuación, combatiendo, como paso necesario, la figura del
autor. Así pues, el eje del pensamiento que hacía de soporte a estas manifestaciones
de los ochenta no consistía en asumir la condición escénica del teatro, sino en el acto
mismo del énfasis en ella. Lo fundamental aquí era la insistencia, pues la insistencia
provenía de saber que la idea de un teatro de la actuación se abría camino entre
posibles amenazas.
Junto a muchos de los teatristas que emergieron en el campo teatral de
Buenos Aires a partir de los noventa, Rafael Spregelburd se considera a sí mismo un
“heredero” del teatro que se vio en espacios como el Parakultural (Durán 22; Pacheco,
“Tres autores para una sola obra”), entiende que un teatro atravesado de actuación es
el terreno natural en el que se mueve su obra y, cuando se le consulta su opinión
acerca de aquellas polémicas, evita sistemáticamente que se reduzca su posición a
alternativas del pasado y desplaza la disputa como un conflicto que no tiene que ver
con su generación, porque “las cosas están mucho más mezcladas”: “creo que ahora
se ha socializado un poco la producción de sentido. No hay un texto que preexista a la
puesta” (AAVV, “Los autores entre el acuerdo y la polémica” 69-70). A partir de este
modo de proceder, los textos avivan en la memoria algo de la mudable vitalidad de la
puesta en escena y el espectáculo pierde un poco el temor a las calcificaciones del
papel. Se diría que una vez ganada la “batalla” contra el teatro literario y afirmada la
autonomía de la escena en el campo de las artes, ha sido la “gente de teatro” la que
ha tomado la posta de la escritura dramática y, dotada de una nueva seguridad, ha
vuelto a legar sus creaciones –también, pero no primordialmente– a la literatura.
Hay dos malentendidos posibles que quisiera sortear. Lo primero es que en
esta interpretación del desarrollo de los modos de producción teatral no interviene
ningún juicio en términos de valor estético. Es decir, no debería entenderse que la
concepción de los actores-directores-dramaturgos, o lo que se ha venido llamando
como poética de reunión de roles, implique una superación de las prácticas tendentes
a afirmar el oficio del actor. La relación entre ambos modos de encarar los procesos de
creación sería más bien de presuposición lógica. Las poéticas que pugnaban por
imponer un teatro de la actuación consiguieron y siguen consiguiendo resultados
admirables, entre los que se encuentra la propagación de una escritura dramática más
apegada a la dimensión actoral.
La segunda aclaración está vinculada al problema de lo nuevo. La integración
de los diferentes saberes que atraviesan el modo de producción teatral no constituye
una novedad en términos absolutos. Lo nuevo es en todo caso la intensidad con que
ha venido dándose en los últimos tiempos, hasta el punto de que Spregelburd
reconoce en este aspecto uno de los pocos rasgos compartidos por los diversos
creadores de las nuevas generaciones (Colina 117). Lo considera además algo que se
ha asimilado con tanta naturalidad en este último tramo del teatro argentino que,
cuando se lo invita a dar la conferencia “La función conjunta de autor y director” (1) en
el Festival Internacional de Teatro Mercosur (2000), decide “liquidar rápidamente” ese
asunto que todos entienden perfectamente para pasar a hablar de otra cosa.
La reunión de labores se observa ya muy temprano en la trayectoria de
Spregelburd con la dirección de Remanente de invierno (1995), e irá acrecentándose a
lo largo de su carrera. En este sentido, se destacan su trabajo de dramaturgia a partir
de improvisaciones de los actores en DKW, Plan canje y El pánico, y su desempeño
como coordinador de la dramaturgia de grupo en Fractal. Pero también en su trabajo
de escritura en solitario quedan huellas importantes de la poética del director e incluso
del actor. Desde la publicación de Remanente de invierno, adoptará la costumbre de
editar el texto en su versión escénica, es decir, el texto transformado ya por el proceso
de ensayo (Teatro incompleto/1 113). Esto aumenta las evidencias de un dramaturgo
que escribe con mirada de director y, como explica en la “Nota del autor...” que abre
La estupidez, inventa sus escenas teniendo en cuenta los talentos y los rasgos
personales de los actores que trabajarán con él:

Se me hace obvio que no habría Susan Price, ni la Desbordada Historia de sus


Muebles, si no fuera por Andrea Garrote. Basta verla a ella interpretar la escena 11
(que –según su propia confesión– memorizó en estado de fiebre luego de ser picada
por un agua viva en malograda vacación) para comprender por qué el episodio es
estricta y cabalmente necesario. Ni podría existir el enigmático John (su insensata y
luminosa malicia me ha quitado el sueño), o el abominable Mr. Brancoft, sin Héctor
Díaz, que cuando ensaya no pregunta casi nada y se arroja al vacío a ver qué
encuentra en él. Ni sería posible concebir el extravío intermitente de Jane –análoga a la
física de la incertidumbre– sin conocer a la genial Mónica Raiola, capaz de mantener
cinco conversaciones a la vez y suponer que es sólo una (como ocurre en esta obra,
por otra parte). Y si la obra se atrevió a incluir a Finnegan, el del sempiterno malhumor,
héroe solitario y obligado de este western molecular, fue sólo porque siempre estuvo
en mi cabeza el potencial de matices que el enjuto Alberto Suárez habría de darle (...).
Estos personajes le deben casi todo a esas personas, que se disfrazan contra reloj
para perder el rumbo y hacer lo que mejor hacen: ser absolutamente personales siendo
otra cosa (10-11).

[...]

2. Primacía del procedimiento


“Procedimientos” es unos de los paratextos más sustanciosos de Spregelburd y
uno de los más reveladores de su poética. El título del ensayo parece estar hecho para
confirmar, como por casualidad, algo que se ha adelantado en este trabajo: la
orientación procedimental que suele tomar el discurso de un autor cuando este formula
teóricamente los principios que rigen su creación. Pero, en el caso de Spregelburd, la
cuestión del procedimiento excede esta dimensión técnica, táctica o estratégica que
caracteriza a los textos de poética explícita y se proyecta también sobre la obra
creativa misma. En otras palabras, lo procedimental no constituye únicamente un
rasgo de su poética en tanto teorización de los mecanismos y de los procesos que
irrigan su práctica artística, sino que cobra un valor añadido al transformarse en un
factor determinante de la manera en que trabajan sus piezas para producir sentido.
Spregelburd encuentra en este modo de funcionamiento otra posible descripción del
teatro porteño actual, en el que, contrariamente a épocas anteriores, se habla más de
procedimientos que de temas o mensajes (“Un cuestionario...” 17; “¿Qué es la
realidad?” 5).
El contraste que establece Spregelburd entre esos momentos del teatro de
Buenos Aires permite una primera aproximación a la noción de procedimiento. Si
enfocarse en lo procedimental supone un cierto aplazamiento de los contenidos, la
naturaleza del procedimiento se decide entonces en un terreno bastante cercano al de
las formas, y una concepción tal del teatro entronca con la líneas más prototípicas del
pensamiento estético de la Modernidad. […]
En unos ensayos que resultan muy sugerentes acerca de las condiciones
actuales del sistema teatral porteño, Javier Daulte otorga un papel determinante al
procedimiento y lo define en relación con una autonomía del teatro que asume
plenamente y con felicidad. “El compromiso en teatro es con la regla del juego y con
ninguna otra cosa” (“Contra el teatro de tesis...” 15) –dice Daulte rebatiendo toda
acusación de descompromiso que pudieran recibir obras tan lúdicas como la suya o la
de Spregelburd– y es en la regla del juego donde se halla el procedimiento. El
procedimiento es el mecanismo interior que dispone los materiales de la obra y
configura con ellos un determinado modelo. De allí que Daulte lo defina recurriendo a
la inmanencia matemática y se aproxime, por eso, a la idea de autonomía de la forma:
La Matemática elabora sistemas de relaciones, las explora y tienta sus límites. A la
Matemática no le importa si trabaja con números y letras o Clovs y Hams, es decir que
es indiferente a los contenidos. Al sistema de relaciones matemático que puede
deducirse de un material lo llamaré Procedimiento. Este es un tercer axioma.
El Procedimiento (concepto que sigue la línea del de juego) es arbitrario tal como
son arbitrarias las reglas de todo juego (“Juego y compromiso” 15-16).

Pero la primacía del procedimiento no se agota en esa supuesta


“sobrevaloración” de lo formal de que se ha acusado tantas veces a las prácticas
artísticas del siglo XX y que ha provocado intensos debates entre distintas posiciones
teóricas sobre el arte moderno y la cuestión del compromiso político (Adorno, “Lukács
y el equívoco del realismo”). El mismo Spregelburd aclara, en este sentido, que “el
asunto del ‘procedimiento’ está ligado casi exclusivamente al problema de la creación
de formas”, pero advierte de inmediato que “la lucha por la forma encierra una meta
mucho más atractiva: el descubrimiento del contenido” (“Procedimientos” 112). Es
decir, no se trata tan solo de la preponderancia de la forma en detrimento del
contenido, sino de una redistribución del vínculo entre ambos y de una transformación
en las operaciones que producen el sentido. Eso es lo que permite a Daulte, por
ejemplo, comprometerse con la seriedad del juego precisamente porque a veces
parece abundar el más superficial descompromiso, y levantar un reclamo ético desde
el ejercicio de lo puramente estético.
Así pues, la forma no se presenta ya como el sostén o el habitáculo de un
contenido previo a ella al que parece servir y del que parece depender. Ni el contenido
se manifiesta ya como un significado albergado en una forma, sino que surge más
bien como sentido subyacente, desplegado indirecta o negativamente por los
procedimientos estéticos. Las prácticas de artistas como Beckett, y las teorías afines
de pensadores como Adorno (Teoría estética) o Peter Bürger, por ejemplo, han
mostrado desde hace tiempo la dialéctica singular que soporta estos procesos de
significación. En ellos, el sentido no es un contenido dado ya desde el inicio sino un
dato a descubrir, una afirmación a desenterrar de entre la organización de la forma, los
modos de expresión, la técnica aplicada sobre los medios materiales de la
representación o los recorridos del acto mismo de la producción artística. La poética
de Spregelburd se mueve en esta corriente de pensamiento en que el sentido proviene
de los procedimientos constructivos y del funcionamiento de las obras en la autonomía
del dominio estético:

Forma y contenido, como ya ha demostrado Beckett, son indisolubles. Según Pompeyo


Audivert, lo formal no es un envoltorio natural y puro, fruto del contenido que va dentro
de él y destinado a embellecerlo para que su consumo sea más navideño, más
apetecible. Lo formal es en cambio el lugar artificial donde se decide la cuestión más
política del arte: las formas de producción y su posibilidad de ser verdaderamente
revolucionarias (Hernández, “Entrevista a Rafael Spregelburd” 27).
3. El procedimiento de la multiplicación de sentido
Entre los principios que menciona Spregelburd como motores de su creación,
el “procedimiento de la multiplicación de sentido” (“Procedimientos” 114-117; “La
función conjunta de autor y director” 2-10) resulta fundamental a la hora de
comprender qué alcance particular confiere a las nociones de sentido y de forma, y
cuál es el producto de su interacción. Sentar las condiciones adecuadas para el
aumento del sentido más que para la comunicación de un determinado mensaje es
uno de los objetivos primordiales que Spregelburd se propone con sus obras, y una
meta que, en su opinión, se impone al arte de modo casi natural en momentos
históricos como el actual, a los que llama, siguiendo a Luis Felipe Noé, épocas de
“orden abierto”. A diferencia de los “órdenes cerrados”, donde existen leyes
universales que garantizan el acuerdo de los individuos en los diversos sectores de la
vida cultural y que aseguran su adhesión a una cosmovisión general, en los “órdenes
abiertos” proliferan las “cosmovisiones” individuales y no hay acuerdo de ningún tipo,
mucho menos en el terreno de lo estético (“La función conjunta de autor y director” 2-
3). Por eso Spregelburd evita sistemáticamente dejar en sus obras las huellas de un
contenido fijado a priori que el espectador pueda entender, como en casi todo acto
comunicativo, sobre la base de lo que ya sabe (4-6), y se propone frenar la máquina
de la comunicación a través de una serie de estrategias que surgen de una aguda
reflexión sobre las condiciones de funcionamiento de los lenguajes.
Desde un punto de vista lógico, el primer enunciado de esa reflexión consiste
en predicar el carácter artificial del lenguaje y su arbitrariedad. Las piezas de
Spregelburd muestran el vacío que se abre entre la realidad y el lenguaje poniendo al
descubierto las convenciones de la representación teatral, jugando a desvelar a veces
las reglas y códigos autónomos que rigen el mundo sobre escena o enquistando la
cuestión metalingüística en el interior de la situación dramática. A esto último apunta,
por ejemplo, la aparición de María Axila en La extravagancia, personaje del que no
vemos más que una enorme boca que ocupa toda la pantalla del televisor y pronuncia
ampulosamente teorías dudosas sobre alguna secreta motivación que podría ligar “las
palabras y las cosas”. El descubrimiento de lo arbitrario es uno de los tantos episodios
de la historia personal que conforman lo que suele llamarse “pérdida de la ingenuidad”,
y en ese trance encontramos a la iletrada Velita, una de las protagonistas de Bizarra,
mientras su amigo Washington le enseña a leer y escribir:

WASHINGTON:
Vizzolini es con la V de Velita, ¿ves? La V corta.
VELITA:
(Triste.) ¿Velita es con V corta? ¿Por qué, qué significa?
WASHINGTON:
No significa nada. Es con V corta y punto.
VELITA:
¿Cómo no va a significar nada? ¿Entonces para qué hay dos Bes? ¿Y por qué a mí me
tocó la más corta? ¿Wilma con qué B va?
WILMA:
Con doble ve.
VELITA:
¿Qué, son tres? ¡No voy a poder, no voy a terminar nunca! “Sebastián” con qué B se
escribe. ¿O con qué C? (Bizarra: Una saga argentina. Cap. 2: “Tras los helechos” 32-
33)

La misión que Spregelburd concibe para al arte es precisamente exhibir de vez


en cuando la condición artificial y el mecanismo de arbitrariedad que el lenguaje
disimula con el fin de cumplir sus funciones. El lenguaje es un “cuerpo de leyes
arbitrarias”, pero para llevar a cabo la comunicación, para hablar de algo exterior a sí
mismo, debe ser olvidado en tanto cuerpo y presentarse como “algo redondamente
sensato y autoevidente”: “La primera ley de subsistencia del lenguaje es su
desaparición del ámbito de lo visible” (“Procedimientos” 114).
Por otro lado, el lenguaje desempeña una función constructora del mundo y en
este sentido es que Spregelburd retoma el concepto de forma, muy al estilo de la
lingüística moderna (Hjelmslev). La función formalizadora del lenguaje, o función
modelizadora según Lotman (43 y ss.), atañe al modelado que realiza el lenguaje –o
los lenguajes– sobre su universo de referencia. A la vez que nombra al mundo, el
lenguaje lo dota de una forma. Mejor dicho, solo por el hecho de modelizarlo, de
imprimir una forma sobre el mundo, es que el lenguaje puede nombrarlo. Y otra vez en
este caso el lenguaje desempeña su función a costa de ocultarse, a condición de
hacerse invisible en tanto cuerpo reglado para que pueda percibirse la forma, no como
construcción, sino directamente como si fuera el mundo: “Lo sorprende es que una vez
que nos hacemos de un lenguaje ya no nos importa distinguir lo existente de lo que
habla sobre lo existente, lo real de lo metalingüístico. Porque toda la experiencia
primitiva de asociar un significante a un significado queda reemplazada por la
repetición automática y memorística” (“Procedimientos” 115).
Pero hacer efectiva esta función formalizadora no requiere únicamente olvidar
el lenguaje. Es necesario también aplazar lo que queda al margen del lenguaje, tapar
el “vacío (...) de lo desconocido, (...) de las experiencias para las que el hombre no
conoce palabra en ninguna lengua” (115-116). Para que las formas ocupen el lugar del
mundo, debe esfumarse de nuestro campo atencional todo lo informe, eso a lo que
Spregelburd denomina “sentido”.
Siguiendo de cerca a Eduardo Del Estal, Spregelburd examina esa relación
entre forma y sentido a partir de una teoría de la percepción visual (“Procedimientos”
116; “La función conjunta de autor y director” 6-9). El acto perceptivo es posible porque
percibimos figura sobre fondo. La figura se reconoce, por un lado, cuando el sujeto
identifica en ella una imagen que ya posee, una forma que ya ha aprendido. Si alguien
dibuja un cuadrado imperfecto sobre un pizarrón y le pregunta a otro qué ve, este dirá
“un cuadrado” porque percibe lo más parecido a lo que ya sabe. Por otro lado, las
formas resultan perceptibles cuando se aíslan de un fondo que pasa inadvertido. Es
decir, para responder “un cuadrado” el sujeto deja de percibir el pizarrón. La
percepción de las formas supone entonces procesos de simplificación. Tendemos a
asociar las figuras a formas que nos son familiares y las separamos del fondo informe
que les hace de sostén: “lo informe es siempre el soporte material de la forma” (“La
función conjunta de autor y director” 7).
Ahora bien, la idea de Del Estal es que el pensamiento sigue un camino
análogo al de la percepción: no solo vemos figura sobre fondo sino que pensamos
“figura sobre fondo”. En el dominio del pensamiento y del lenguaje, a la forma le
corresponden los conceptos de significado y orden. Al fondo, las nociones de sentido y
caos:

Aquí Del Estal propone esta grácil trampa poética y vuelve a ponerles nombres a estos
conceptos: asocia la forma, lo conocido, el concepto, la figura, a un mismo término: el
significado. Y asocia lo informe, lo desconocido, lo impensable, el fondo, al concepto de
sentido. Veo figura sobre fondo, lo que es decir entiendo significado sobre sentido.
Entonces pido atención, porque ahora cuando hablemos de sentido vamos a decir “el
sentido es el soporte ininteligible sobre el cual se recortan los significados”. Cuando
vemos algo que nos desorienta solemos decir: “ah, esto no tiene ningún sentido”. En
realidad, deberíamos decir: “no tiene ningún significado”. No “quiere decir” algo, no es
un signo de otra cosa. No tener sentido es imposible, quiero decir, justamente, cuando
algo es incomprensible, misterioso, es porque está lleno de sentido (“La función
conjunta de autor y director” 7).

Forma y fondo, significado y sentido, se organizan así en lo que Del Estal llama
la “maquinaria de la significación” y operan mediante una dialéctica compleja, una
dialéctica sin síntesis. Por una cuestión lógica, fondo y forma no pueden coexistir en
un primer plano de atención. Si la mirada descarta la figura para dirigirse al fondo, este
pasa a ocupar el lugar de una nueva forma y reclama la constitución de un nuevo
fondo ininteligible sobre el cual recortar lo visible (8). La relación entre significado y
sentido se articula entonces en una dialéctica sin instancia superadora que recuerda
mucho a la “negatividad” adorniana, una dialéctica en que el momento de negación se
convierte en el paso decisivo. Por eso bien podrían valer las palabras que Adorno
dedica al arte moderno para explicar de otra manera esa maquinaria de la
significación, pero adaptando un poco los términos y entendiendo “significado” donde
Adorno dice “sentido”:
Hoy el arte es capaz, por su negación consecuente del sentido, de conceder lo suyo a
esos postulados que formaron en otro tiempo el sentido de las obras. Las obras
carentes de sentido o alejadas de él, pero que tienen supremo nivel formal, son algo
más que puro sinsentido porque su contenido ha brotado en esta negación del sentido.
La obra que niega el sentido de manera consecuente queda obligada por esa
consecuencia a mostrar el mismo espesor y unidad que antes hacía presente el sentido
mismo (Adorno, Teoría estética 204).

Ese espesor indefinible donde se mezclan, en potencia, todos los


significados es justamente el sentido, y la misión que Spregelburd quiere para
el teatro consiste en sugerirlo. Para insinuar el sentido, el artista trabaja con
formas, que es lo único que puede asirse y lo único que puede prestarse a la
mirada del público. Pero el arte manipula formas, construye lenguajes, propone
significados, para señalar de alguna manera el sentido: “El arte recrea las
operaciones lingüísticas para recordarnos que en ese vacío están las
respuestas que motorizan nuestro deseo” (“Procedimientos” 116). En esta
persecución del sentido deviene fundamental la idea de borde: “(...) intentamos,
a partir de estas formas, mostrar la existencia de ese borde donde el orden
puede volver a desmoronarse en vacío y caos” (“La función conjunta de autor y
director” 8). Siguiendo a Del Estal una vez más, Spregelburd explica que lo
verdaderamente interesante no son ni las formas ni el fondo, sino el “borde de
las formas”, su “lugar de conversión”, su “transacción con la otredad”:

Percibimos el cuadrado por los lugares en que sucumbe. Su superficie no me interesa.


Ya la sé. Me interesa su borde, el sitio en el que su “ser cuadrado” linda con el caos de
fondo. De igual manera, pensamos ideas abstractas y conceptos a partir de su
negación. La libertad, la ley, la fidelidad... ideas, conceptos, son todas cosas que
podemos pensar sólo porque despiertan en nosotros el abismo de su ausencia y su
contrario (“La función conjunta de autor y director” 8-9).

El plan general de la Heptalogía de Hieronymus Bosch, de la que Spregelburd


ha estrenado y publicado cinco partes hasta la fecha, proporciona quizás el mejor
ejemplo de la puesta en obra de este procedimiento. Las piezas son independientes
en cuanto a fábula y personajes, pero es muy significativo el tipo de lazo que las
vincula. Todas las obras gravitan alrededor de una pintura que hace de motivación
inicial: la Tabla de los pecados capitales de El Bosco, que se exhibe en el Museo del
Prado. De este modo, la confección de la Heptalogía describe una trayectoria paralela
al pensamiento de Spregelburd sobre los procesos artísticos de significación. Así
como la relación entre significado y sentido surge de transponer al terreno del lenguaje
una teoría de la percepción visual, la producción de la Heptalogía supone “traducir” al
teatro los modos de funcionamiento de una obra plástica.
Hieronymus Bosch (El Bosco). Tabla de los pecados capitales
Óleo sobre tabla, 120 x 150 cm
Madrid, Museo del Prado

Respondiendo a ciertos hábitos de su tiempo, El Bosco pensó este cuadro no


para ser colocado sobre una pared, sino para ser exhibido como una mesa. La tabla
constituye un rectángulo en el que cinco círculos simétricamente ubicados muestran
diversas escenas simbólicas, independientes y cerradas sobre sí mismas como cada
una de las obras de la Heptalogía. Cuatro de esos círculos se disponen sobre los
ángulos y contienen representaciones del destino humano típicas del imaginario
medieval: la muerte (superior izquierdo), el juicio (inferior derecho), el paraíso (superior
derecho) y el infierno (inferior izquierdo). El círculo central, de una dimensión mucho
mayor, representa el ojo divino que vigila a la raza humana. Justo en el medio de este
círculo central se yergue Cristo resucitado mostrando sus heridas al espectador. Por
último, la franja exterior del ojo de Dios se divide en las siete escenas de los pecados,
abundantes en iconografía de la época y elaboradas a partir de situaciones cotidianas.
Hay una característica en la composición del cuadro que Spregelburd destaca
especialmente y que resulta fundamental para comprender cuál es su modo de operar
con los aspectos de la obra que quiere transponer al teatro. La mirada es incapaz de
abarcar la tabla. El espectador está obligado a asumir una posición activa, elegir un
punto al azar, ir recorriendo el cuadro, dar una vuelta alrededor de la mesa si quiere
apreciar las escenas de los pecados. En la “Nota del autor...” que precede la edición
de la Heptalogía de Hieronymus Bosch I, Spregelburd compara este efecto sobre el
espectador con el que se da en el Jardín de las delicias, donde la acumulación de
detalles es tanta que hay un “atentado del fondo contra la figura” y “uno no puede
decidir dónde posar los ojos porque teme que lo mejor ocurre siempre en otra parte del
cuadro” (5). Es este tipo de aspectos lo que a Spregelburd le interesa trasladar al
teatro y no, como podría pensarse, llevar al diseño visual de la escena algún atributo
de la imagen de El Bosco. Es decir, la “traducción” se emprende sobre todo en el
territorio de lo procedimental, e implica vertir la posición activa del espectador del
cuadro a los medios de representación teatral y transformar el atentado de fondo
contra figura en revulsión del sentido contra el significado.
En La estupidez y El pánico, por ejemplo, abundan las acciones simultáneas y
diálogos diversos ocurren a la vez en distintos sectores del escenario. El espectador
es quien debe elegir su foco de atención, pero nunca dejará de sentir la presencia del
acontecer que ha dejado al margen, y el espesor incierto de ese fondo genera un
aumento considerable del sentido.
La estructura de La modestia, por otra parte, responde en su totalidad a un
procedimiento que prevé sumir al espectador en esa dialéctica sin síntesis entre
significado y sentido. De un modo bastante parecido a “Todos los fuegos el fuego”, la
obra se organiza alrededor de una decisión absolutamente arbitraria: que las historias
sean dos y no una sola. Una de ellas se desarrolla a principios del siglo XX en alguna
ciudad de Trieste. La otra contiene claras referencias a la Buenos Aires de nuestros
días. Ambas alternan a la manera de un zapping (Colina 115): la aparición de una
oculta sucesos de la otra, o es la forma visible sobre un fondo que permanece latente.
Se insinúa a veces un vínculo que no se concreta más que en el plano de lo
puramente escénico –son los mismos actores los que cambian de roles– o en un
estrato misterioso que tiene que ver con el “presentimiento” (Colina 116). No hay
confluencia diegética ni clara coincidencia temática ni –como en el cuento de
Cortázar– la duplicación del mismo de tipo de suceso. Las dos historias se mantienen
autónomas y desafían el principio de unidad: por más esfuerzos que haga la razón, es
imposible reducirlas a una unidad de significado. Pero una hace de fondo de la otra y
establece con ella un incierto contacto en el plano del sentido. El mismo Spregelburd
ha explicado que en La modestia se propuso hacer funcionar el principio de
incertidumbre de Schrödinger, la paradoja del gato que es y no es al mismo tiempo,
que está vivo y muerto a la vez (Abraham, “La difícil tarea de no representar”). De
modo que no hay unidad de significado, pero alguna unidad se presume por
momentos en el nivel del sentido, y este crece y se multiplica hasta admitir la
contradicción.
Otros aspectos del trabajo de Spregelburd sobre la obra de El Bosco se
encuentran mediados por un ensayo crítico de Eduardo Del Estal (“‘La tabla de los
pecados’, del Bosco”). Del Estal analiza la tabla del pintor flamenco como si se tratara
de una “cartografía”, parte de relaciones estrictamente formales, descubre una
geometría secreta en la obra y lee su sentido. Los radios de los cuatro círculos
angulares confluyen en el centro del cuadro, pero las prolongaciones de las líneas que
separan los pecados son todas excéntricas. De esta configuración puramente formal
extrae Del Estal uno de los enuciados que conforman la significación de la obra. El
rigor geométrico tiene su trasunto en el rigor moral: “el camino recto constituye la LEY.
La desviación, el PECADO” (16). La excentricidad de las líneas de los pecados es lo
que hace patente la tensión de los radios hacia el centro del cuadro: “Es la desviación
del pecado lo que revela la LEY” (16). “Es preciso que haya transgresión para que
haya límite, y el límite, en la medida que es infranqueable, crea el deseo” (18).
Ahora bien, Spregelburd refiere esa complejidad semántica del cuadro a su
contexto de origen: la crisis del orden cerrado de la Edad Media y el intento de
preservarlo. Pero su Heptalogía no tiende a reponer ese contexto de producción. Se
pregunta, en cambio, por las posibilidades de la ley y la desviación en el orden abierto
de su propia época: “¿Dónde está la desviación cuando ya no hay centro? ¿Es posible
la transgresión cuando no hay ley fundante?” (“Nota del autor...” a la Heptalogía de
Hieronymus Bosch I 7).
La Heptalogía retoma de la tabla de El Bosco únicamente la franja de los siete
pecados. Ni los círculos laterales ni el centro que marca la autoridad de la ley tienen
su correlato en alguna de las piezas de la serie, y esta disolución de la regla hace
ambigua también la entidad de cada pecado: “No en vano los siete pecados capitales
(soberbia, avaricia, ira, lujuria, envidia, pereza y gula) han mutado en esta Heptalogía
hacia otros órdenes morales, hacia una delirante ‘cartografía’ de la moral, donde la
búsqueda del centro constituye el motor de toda inquisición desesperada sobre el
devenir” (“Nota del autor...” a la Heptalogía de Hieronymus Bosch I 7). Por eso las
obras llevan el nombre de un atributo muy característico, y muy visible, de nuestro
tiempo. Pero, bajo la superficie de cada uno de esos significados, se sugiere la
presencia indefinible de los pecados, que hacen las veces de fondo: La inapetencia
insinúa el borde de la lujuria, La extravagancia el de la envidia, La modestia el de la
soberbia, La estupidez el de la avaricia y El pánico el de la pereza.
El hecho de que la “traducción” de Spregelburd se concentre
fundamentalmente en la franja de los pecados se vuelve muy revelador si volvemos
una vez más a lo que dice Eduardo Del Estal. En la composición del cuadro predomina
el estatismo, y esa “desactivación del tiempo instaura a la imágenes como
actualidades constantes, como presencias deshabitadas de toda historia” (“‘La tabla de
los pecados’, del Bosco” 14). Solo hay dinamismo en la franja de los pecados, que
promueve el movimiento del espectador alrededor de la mesa. Si se entiende que el
desplazamiento es “vencer una resistencia, liberarse del peso, un acto de voluntad”,
puede leerse bajo esa dinámica “una referencia tangencial al libre albedrío” (14).
De manera análoga, la multiplicación de sentido que Spregelburd provoca en
su obra acrecienta la movilidad interpretativa del público, y la Heptalogía levanta como
parte de su “contenido” una alusión a la libertad. No a un estado de libertad. No a una
libertad conseguida enteramente. Tanto en el cuadro como en la Heptalogía de
Spregelburd la libertad que sugieren los mecanismos constructivos es una libertad
ligada al desplazamiento, una búsqueda en continuo proceso. La libertad se presenta
como un problema desde el momento en que se encuentra prevista, determinada en
cierta forma por la obra y sus procedimientos.
Este aspecto de la Heptalogía es muy significativo en relación con su contexto
de producción. Bajo esa bocanada de libertad, se adivinan los procesos sociales,
políticos y culturales que se inician en el período de la postdictadura. Pero, incluso en
este contexto, no se trata tanto de libertad como de liberación. No se nos muestra un
estado. Se nos envuelve en un proceso, en la iniciativa de una libertad que está
siempre en miras de acecharse. Solo que las figuras del poder, las reglas limitadoras y
los mandatos de la autoridad se han hecho poco identificables, difusos. La
problemática moral que Spregelburd tiende a cuestionarse con su Heptalogía –“¿Es
posible la transgresión cuando no hay ley fundante?”– podría formularse también en
estos términos: ¿Cómo profesar la libertad cuando no se sabe exactamente de dónde
proviene la ley, y hacia qué resistir cuando se ha perdido la visión inmediata de las
instancias de poder que imponen los límites?

4. Tensiones entre la obra y sus contextos


Tal como se han explicado hasta aquí, los modos de producción de sentido
que despliega la obra de Spregelburd se apartan de las tendencias dominantes en
momentos anteriores del teatro argentino y provocan un desvío respecto de los hábitos
de lectura y las rutinas de interpretación más afincados en el sistema (Abraham,
“«Cantar al compás de la vizcacha»...”). Su poética explícita recoge también este
asunto mediante algunos contrastes entre el teatro de su época y ciertas
manifestaciones del pasado. Entre estas reflexiones resultan fundamentales las que se
refieren al contexto inmediatamente precedente: el modelo de producción que se
afirmó durante la dictadura militar, al que Spregelburd se refiere como “paradigma de
Teatro Abierto” (Bardauil 65; Spregelburd, “¿El arte como quinto poder?” 1, “Prólogo
para la lectura de la obra [Un momento argentino]...” 236 y ss, “Sobre La escala
humana” 17).
El movimiento de Teatro Abierto fue un fenómeno de resistencia frente al
autoritarismo de la dictadura militar. A decir verdad, cuando comenzaron los ciclos en
1981, el objetivo se planteó con un alcance mucho más restringido al dominio
exclusivo del teatro. Se presentó como una reacción ante el cierre de la cátedra de
teatro argentino en el Conservatorio Nacional y contra la afirmación de los funcionarios
de turno de que el teatro argentino no existía (Trastoy 105). Pero luego del incendio
supuestamente intencional que asoló el Teatro del Picadero durante la madrugada del
6 de agosto de ese mismo año, lo que en un principio había sido una propuesta
reivindicatoria de la escena argentina se transformó de pronto en un evento de
insospechada trascendencia social (106). Teatro Abierto tuvo a lo largo de unos pocos
años grandes repercusiones entre el público, la prensa y la vida cultural de nuestro
país. Pero una vez desaparecido el contexto político que le había imprimido su fuerza,
el fenómeno empezó a declinar y se agotó finalmente en 1985 (Zayas de Lima).
Desde el punto de vista estético, el movimiento no produjo grandes
renovaciones. Como señala Pellettieri (“¿A qué llamamos ‘teatro de arte’ o Ciclo de
Teatro Abierto...”), estuvo integrado, en su mayor parte, por creadores que habían
ingresado en el campo teatral durante los sesenta e implicó, por ello, una continuación
de sus poéticas, pero con ciertos matices que, motivados por el entorno político, se
habían hecho muy notables ya desde el comienzo de la dictadura en 1976. Por esa
razón puede considerarse el fenómeno de Teatro Abierto como el punto culminante de
una manifestación mayor, a la que Pellettieri denomina “Ciclo de Teatro Abierto” y a la
que Spregelburd concede el estatus de un “paradigma”.
El modelo de Teatro Abierto se caracterizó por una prolongación de la larga
dominancia del realismo en el sistema teatral argentino, entendido ahora en un
“sentido amplio”, pero tendente siempre a la demostración de una tesis realista
remisible al contexto social inmediato (Pellettieri, “¿A qué llamamos ‘teatro de arte’ o
Ciclo de Teatro Abierto...” 96). Se afianzó la idea del arte en tanto actividad
directamente ligada al compromiso político, como un “hecho didáctico”, un acto
productor de conocimiento más que de diversión y un gesto fundamentalmente
comunicativo (97). Para hacer frente a las trabas de la censura, y a causa del
“contexto social tenebroso de la dictadura” (96), se extendió la práctica de lo
metafórico y el uso de símbolos y alegorías más o menos convencionales y fácilmente
decodificables por el espectador.
No sorprende entonces que Spregelburd localice uno de los rasgos del teatro
de la postdictadura en una suerte de agotamiento del “paradigma de Teatro Abierto”,
de su concepción del teatro vinculada a la utilidad social (Bardauil 65), a la vez que
tiende de un modo muy diferente, como hemos visto, las vías que llevan al
compromiso político. Asumir un compromiso y actuar desde la autonomía del arte se
vuelven propósitos solidarios 2, y la expresión “teatro político” no debería ocultar que se
trata en realidad de una relación entre dos sustantivos (Hernández, “Entrevista a
Rafael Spregelburd” 26):

(...) En la Argentina el tema es particularmente confuso. Porque durante muchos años


se dio la paradoja (por motivos históricos a todos conocidos) de un teatro que criticaba
al poder desde el texto, pero que tomaba prestados los mecanismos de representación
del teatro más acomodado, más oficial, más comercial. (...) Este tipo de teatro
supuestamente político (y que efectivamente ponía en peligro real la vida de los artistas
que lo llevaban a cabo), producía en cambio, en términos estéticos -y en última
instancia políticos-, un fenómeno típico de la administración burguesa del Sentido: la

2
Esta opción por actuar políticamente desde la autonomía del arte, o reforzando la autonomía
del arte, demanda ciertas aclaraciones. La autonomía del arte ha sido históricamente variable.
Es decir, el arte se ha ejercido a lo largo del tiempo con diversos grados de independencia
respecto de otros dominios culturales, con mayor autonomía o con mayor subsidiariedad. Pero
la autonomía del arte siempre es relativa, pues depende en última instancia de los procesos
culturales –y de los discursos filosóficos o políticos– que la fundan.
Según Sigfried Schmidt (198-210), la estructura y la función que permiten establecer
fronteras entre los distintos dominios de la cultura se hallan históricamente institucionalizadas y
“estabilizadas mediante reglas y convenciones”. En cuanto a instituciones como la literatura y –
agrego por mi parte– el teatro, Schmidt encuentra en la ficcionalidad el “criterio de delimitación”
necesario para explicar la propia existencia del dominio.
Simplificando un poco, la convención de ficcionalidad autoriza, por un lado, que los textos
desplieguen una referencialidad diferenciada respecto de otras prácticas culturales. El arte
instaura mundos autónomos cuyos marcos de referencias se hallan desligados de la
constricción a la realidad. Pero, por otro lado, las instituciones estéticas han promovido
tradicionalmente un mecanismo para entablar un contacto entre los mundos ficcionales y el
discurso sobre lo real: la especificidad referencial de los textos ficcionales se reorienta hacia el
modelo de realidad en términos de imitación, representación o simbolización. El asunto se ha
explicado hasta aquí atendiendo a las propiedades semánticas de los textos, lo que equivale a
centrar la caracterización del dominio estético en el constraste con los dominios epistémicos de
la cultura. Otro es el resultado si prima el contraste con los dominios religioso o político, y uno
de los criterios decisivos pasa a ser el de acción. Por ejemplo, la posibilidad/imposibilidad de
ejercer una acción directa sobre el mundo constituiría una diferencia fundamental entre los
dominios político y estético en una distribución racionalizada de las prácticas. O, como
argumenta Richard Schechner (11 y ss.), la imposibilidad de provocar un “acontecimiento real”
al mismo tiempo que un “acontecimiento simbólico” sería un rasgo del teatro estético frente a
experiencias perfomativas de culturas que no establecen una clara delimitación del dominio
“arte”.
La opción poética de Spregelburd consistiría pues en reforzar la autonomía del teatro para
limitar la potencia de los discursos que fundan su relatividad. Solo así podría ejercer el arte la
crítica hacia el poder, evitando el lazo de subsidiariedad, haciendo de la ficción puro devenir
más que acontecimiento simbólico, convirtiendo lo que ocurre en escena en un acontecimiento
real dentro del teatro, y defendiendo la libertad no por su representación en la obra, sino a
través de la acción de ejercerla en el arte: “No se puede enseñar lo que es la libertad
escribiendo una obra teatral sobre ello. Sólo se puede ser libre en el momento de escribir, y
luego mostrarle a un pueblo ese acto de libertad, ejercido desde la locura, o el deseo”
(Spregelburd, “Prólogo para la lectura de la obra [Un momento argentino]...” 243).
suposición de que la revolución está garantizada por la preeminencia del contenido
sobre la forma (26).

La práctica constante del símbolo respondía a esa prioridad del contenido,


sobre todo porque se ejercía en presencia de un diccionario que facilitaba la
interpretación, el envío directo de los signos a la realidad socio-política y la
construcción de un mensaje comunicable. Por eso Spregelburd incluye entre sus
procedimientos la “huida del símbolo” (“Procedimientos” 113), prefiere un teatro que
“huye del símbolo como de la peste”, que “no encripta mensaje alguno” y cuya
“‘verdad’ radica más en el procedimiento lúdico de construcción de sentidos a
posteriori, que en la mostración de verdades conocidas a priori” (“Prólogo para la
lectura de la obra [Un momento argentino]...” 237).
Las obras de Spregelburd escapan a la simbolización del contexto social,
evitan convertirse en mecanismos “hiper-sígnicos” o “hiper-metafóricos” (“Sobre La
escala humana” 17), básicamente a través de dos estrategias, opuestas solo en
apariencia. La primera consiste en esquivar sistemáticamente el anclaje referencial o
la actualización de tipos y complejos simbólicos convencionalizados en el teatro
argentino. Se trata, en definitiva, de “frustrar” la puesta en funcionamiento de ciertas
operaciones interpretativas que se han hecho hábito en el espectador. En La escala
humana, encontramos varios ejemplos de este procedimiento. Por un lado, el título
parece remitir a primera vista al tópico de la escalera, símbolo de la desigualdad de
clases en el realismo de orientación social, como muestra su marcada presencia en un
texto tan emblemático como El puente de Carlos Gorostiza. Pero en la obra de Daulte,
Spregelburd y Tantanian brilla por su ausencia ese sentido: no se alude en ningún
momento a la significación social del término, que queda vaciado así de su contenido
simbólico. La única justificación que parece tener el título es que la frase se dice en
unas canciones “absurdas” y puramente lúdicas que los protagonistas tocan en vivo.
Por otro lado, los personajes centrales de la obra son un ama de casa y sus tres hijos.
Pero se dota a esos “tipos” de tantos rasgos secundarios, se los deconstruye de tal
manera, que dejan de funcionar como tipos representativos para ser simplemente lo
que son, entes puramente ficcionales: el ama de casa se ha convertido por motivos
misteriosos en una asesina serial y sus hijos traman de un modo absolutamente
natural los planes más desopilantes para encubrirla.
La otra estrategia para huir del símbolo no consiste en vaciar su contenido o en
bloquear su vocación de exterioridad referencial, sino en actuar desde un plano
claramente no simbólico. En vez de cifrar un mensaje, en vez de encriptar el referente
dentro de una construcción metafórica que procura generar un conjunto de
significados reveladores sobre él, se lo expone con brutalidad, se lo exhibe de un
modo asombrosamente directo. Así aparecen el entorno social de piquetes y
patacones en Bizarra, original “teatronovela” en diez capítulos, y los cacerolazos en Un
momento argentino. Sobre todo en esta última obra, la crisis argentina no se
representa. Es decir, no es tanto una parte de la representación como un elemento
extraño que se presenta, que irrumpe en medio de la representación, que se sugiere al
principio como el fondo de una farsa absolutamente trivial con la que no guarda
relación alguna, para llegar al primer plano y adquirir el carácter de un acontecimiento
crudo hacia el final de la pieza.
Una razón fundamental que esgrime Spregelburd para apartarse de ese uso de
la metáfora es que corría parejo con el resto de los principios que regían el paradigma
de Teatro Abierto. Se pretendía comunicar un contenido fijado a priori, había un
“querer decir” muy determinado. La metáfora trabajaba entonces como un recurso en
última instancia didáctico, “un procedimiento sígnico de única mano” (“La función
conjunta de autor y director” 15) muy alejado de la destotalización del sentido que
promueve su poética: “(...) Es mentira que los ‘señores de botas’ sea una metáfora. O
en todo caso es una metáfora muerta (...). En determinado contexto y en determinada
comunidad de sentido, solamente leo una única cosa. La censura es muy nociva en
este sentido, y nunca genera nada bueno. Ni siquiera por fuera de ella (15).
Como se observa en la Heptalogía, que carece de un sistema de valores desde
el cual pueda establecerse la naturaleza del bien y del pecado, y donde “el autor no se
erige en didacta” (Colina 115), acrecentar el sentido implica por lógica hacer proliferar
los ángulos de enfoque y los puntos de vista sobre el mismo objeto. En este propósito
coinciden dos ideas que Spregelburd desarrolla en su poética explícita: la de
“desolemnizar el objeto” y la de “complejidad” (Abraham, “Teoría de la complejidad...”).
Con la noción de lo solemne, Spregelburd no se refiere a un atributo
relacionado con la falta de humor. La comicidad puede ser muy solemne si establece
una base fija acerca de qué es lo que debe hacer reír y qué no (Abraham, “La difícil
tarea de no representar”). La solemnidad tiene que ver con “la afirmación fascistoide
de una única verdad” (“Procedimientos” 120) y se encuentra en todo aquello que no
acepta otra mirada que la propia. La desolemnización del objeto se plantea como un
recurso libertario, opuesto a cualquier “dictadura” del sentido y proclive a multiplicar los
puntos de vista sobre la realidad y sobre la materia artística: “Para evitar la solemnidad
en un proceso creador hay que saber deshabitarse. Comprender que debo ver lo
mismo y otra cosa al mismo tiempo. Descreer de mis convicciones previas a la obra
(...)” (“Procedimientos” 120-121). De allí que el procedimiento constituya una respuesta
ante cualquier forma de didactismo unívoco, incluso si nace de una intención crítica
hacia el poder, y se enfrente a toda versión totalizante –y por tanto simplificadora– de
lo real.
El concepto de complejidad empieza a circular con fuerza en la obra de
Spregelburd a partir del proceso creativo de Fractal (2000), e ingresa en su poética a
través de una línea de pensamiento que, acusado durante mucho tiempo de
esoterismo, logró asentarse finalmente en el ámbito científico con la teoría del caos, la
termodinámica de Ilya Prigogine, la geometría fractal de Benoît Mandelbrot, la teoría
de la catástrofe y otros desarrollos teóricos que se incluyen en la llamada “ciencia de
la totalidad” (Briggs y Peat). Desde su fundación por parte de Galileo, Descartes y
Newton, la ciencia moderna se desarrolló bajo el resguardo de la simplicidad, la
búsqueda de lo estable y la expulsión del azar. La simplificación y la manipulación de
situaciones idealizadas de laboratorio condujeron al triunfo de una concepción del
conocimiento que igualaba el saber a la certidumbre y la probabilidad a la ignorancia.
Sin embargo, esas magníficas construcciones del intelecto surgieron a condición de
dar la espalda a las irregularidades y a la complejidad del mundo, e hicieron pagar el
precio de un divorcio en el seno del conocimiento humano (Prigogine 9-16). La
evidencia fundamental de esta ruptura se observa en dos particiones que se operaron
en el dominio del saber: entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias humanas, por
un lado, y entre la física y las ciencias de la vida, por otro (Mandelbrot 15 y ss.; Morin
30; Prigogine 9 y ss). Pero con la ciencia de la totalidad las cosas parecen estar
cambiando y “por cada simplificación –dice Prigogine y le gusta repetir a Spregelburd–
hay por lo menos dos nuevas complejidades. La idea de la simplicidad se está
desmoronando. Adondequiera que uno vaya, hay complejidad” (Spregelburd, “Una
especulación teatral” 8).
A partir de lo expuesto, puede inferirse que la noción de complejidad alberga
dos dimensiones. En un primer sentido, la complejidad se opone a lo simple y es un
atributo de lo real, del objeto del conocimiento. Según explica Morin, decir que el
mundo es complejo equivale a acentuar que se trata de un “tejido (complexus: lo que
está tejido en conjunto) de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados:
presenta la paradoja de lo uno y lo múltiple” (32). En un segundo sentido, la
complejidad contrasta con la simplificación y constituye un rasgo de la actividad de
conocer. Explicar lo complejo requiere abandonar las herramientas del pensamiento
simplificador, mutilante, disgregador, desintegrante, que ha servido a la Modernidad
para controlar y dominar la naturaleza a costa de desconocer las limitaciones de su
conocimiento. Frente a los métodos del pensamiento simple y con el fin integrar las
parcelas dispersas del saber, se alza el paradigma de la complejidad regido
fundamentalmente por dos axiomas (Morin 23): 1) El pensamiento complejo implica
reconocer los lazos existentes entre las diversas entidades que conforman lo real. Más
aun, implica sospechar desde un principio que la naturaleza compleja de ese tejido
hace proliferar los vínculos, y que todas las cosas son, como decía Pascal, “causadas
y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y que todas (subsisten)
por un lazo natural e insensible que liga a las más alejadas y a las más diferentes”. 2)
El pensamiento complejo aspira a este saber “multidimensional”, pero se percata
desde el comienzo que el conocimiento complejo es imposible. Acepta la imposibilidad
de la omnisciencia y asimila los principios de “incompletud” e “incertidumbre”. En otras
palabras, el pensamiento complejo abandona el supuesto de una causalidad lineal y
controlable en tanto estructura rectora de lo real, y parte de la premisa de una
causalidad infinita, dispersa e inmanejable para el pensamiento humano. Todo tiene
que ver con todo, pero como ocurre con el caos, el fondo, el sentido, apenas podemos
entreverlo:

[La palabra “complejidad”] sufre una pesada tara semántica, porque lleva en su seno
confusión, incertidumbre, desorden. Su definición primera no puede aportar ninguna
claridad: es complejo aquello que no puede resumirse en una palabra maestra, aquello
que no puede retrotraerse a una ley, aquello que no puede reducirse a una idea simple.
Dicho de otro modo, lo complejo no puede resumirse en el término complejidad,
retrotraerse a una ley de complejidad, reducirse a la idea de complejidad. La
complejidad no sería algo definible de manera simple para tomar el lugar de la
simplicidad. La complejidad es una palabra problema y no una palabra solución (Morin
21-22).

Así como el fondo solo puede intuirse detrás de la figura, así como el sentido
solo puede señalarse por medio de las formas y llevando al borde los significados, la
inasible complejidad de lo real no puede más que acecharse integrando las
simplificaciones del pensamiento, sumando una simplificación a otra simplificación, o
mejor, huyendo de una idea simple con una constelación de ideas simples. Y de la
misma manera también, para referirnos ya al fin al que van a parar todos estos
conceptos y todos estos procedimientos, la presencia inmediata de las cosas solo
puede surgir en el teatro a partir de la representación –gracias a determinado trabajo
sobre los lenguajes–, y lo real puramente vivido emerge en los bordes de “lo real”
pensado. Spregelburd ve en esta orientación a lo no representativo uno de los rasgos
más destacados del teatro argentino de estos últimos tiempos y, en particular, un
objetivo común a las poéticas más interesantes de la actuación:

No tenemos confianza en la representación y sus mecanismos, y demandamos cada


vez más ver la cosa en sí misma, la presentación de la cosa, y no su mediatización
vergonzosamente deformante, estilizada o simbólica. O todo lo contrario: si se trata de
ver una representación, así se trate del Shakespeare más auténtico, nuestros actores
más valiosos se entrenan en poder mostrar simultáneamente al público aquello que se
representa y al mismo tiempo la condición expresa del mecanismo representativo
(“Prólogo para la lectura de la obra [Un momento argentino]...” 236).

Ahora bien, entre el ideal de la representación perfecta y el de la pura


presencia del actor –imposible en el teatro, o mejor dicho, imposible para que la cosa
siga pareciéndose al teatro–, entre la transparencia más lograda y la pura opacidad, se
extiende una enorme gama de variantes y de posibles combinaciones. De modo que
las poéticas del actor más significativas del teatro de la postdictadura pueden coincidir
en ese atentado contra la representación, pero los resultados de cada una son
diferentes, y los matices, múltiples.
La desconfianza en los mecanismos representativos y el deseo de entablar un
contacto directo con la realidad son tendencias que se han extendido entre las artes
más diversas desde mediados del siglo XX (Cornago) y que responden a las
condiciones culturales del contexto mundial: la proliferación de las representaciones y
de los lenguajes, evidente en la explosión mediática, ha puesto en peligro de extinción
la inmediatez de la realidad. Pero Spregelburd remite el fenómeno sobre todo al
contexto argentino. A causa de “nuestras democracias berretas y corruptas”, “toda
representación entraña –a los ojos de los argentinos– una tácita vinculación con el
Mal” (“Prólogo para la lectura de la obra [Un momento argentino]...” 236):

Es muy evidente que nuestros representantes no nos representan. Representan


solamente la continuidad de un sistema perverso. Yo preferiría que asumieran que no
se trata de un sistema representativo. Además, jamás entendí la idea de la
representación indirecta. La representación o es directa o no es representación. No sé
si hay un sistema representativo posible, pero este no lo es. Aceptemos que no lo es y
ocupémonos de que se generen los vehículos para desarticular ese sistema. No hay
representación posible en la vida política de la ciudad (Abraham, “La difícil tarea de no
representar”).

Siguiendo en este aspecto el magisterio de Bartís, y el tono de su ingeniosa


denuncia contra los “políticos stanislavskianos” (Cancha con niebla 146), Spregelburd
se pregunta dónde ubicar lo real cuando la hiperinflación representativa lo ha invadido
todo y “la vida política es una puesta en escena” (Villalba), cuando la misión política de
modificar la realidad se ha convertido en arte de saber simular, en la “administración
pública de las imágenes” (AAVV, “Debate” 243; “¿Qué es la realidad” 2). Y se pregunta
también qué queda para el teatro, el arte de la representación por excelencia, si sus
funciones parecen haber sido usurpadas y si surge a cada momento la sospecha de
que lo real –la realidad que se nos aparece– no es más que un conglomerado de
signos, mero lenguaje.
Las respuestas que da Spregelburd a estos cuestionamientos vienen a explicar
una vez más las razones de su poética “no representativa” y de su opción por
fortalecer la autonomía del teatro. Si la realidad es pura representación –“la
construcción de los poderes de turno”–, un teatro representativo no hace más que
repetir los procedimientos que quisiera enfrentar. Es un teatro “’capturado’
políticamente” pues, aunque su discurso se oponga al poder, está cediendo en
realidad a la “ilusión representativa del contexto en el que nace” (Hernández,
“Entrevista a Rafael Spregelburd” 26). Si el teatro se propone, en cambio, generar un
“cuerpo lúdico” autónomo, “verosímil (...) en su propia gramática de uso único”, una
ficción autosuficiente y orientada a la inmanencia, puro devenir imaginario sobre la
escena, logra instaurarse como “alternativa a lo real” y, desde ese otro plano, es capaz
de emprender la resistencia. Mostrando un verosímil y al mismo tiempo el acto de su
construcción, levantando un mundo ilusorio y exhibiendo por momentos la regla
autónoma, artificial y arbitraria que lo deja funcionar, así consigue el teatro revelar
como falsa a la realidad: haciendo ver al espectador que “la realidad fuera de la sala
de teatro bien podría ser también un juego cuyas reglas han sido puestas por los
poderes de turno” (27). Se trata, en definitiva, de oponer una simulación sincera a la
simulación disimulada de “lo real”. O como diría Deleuze (255-267), se trata de acudir
a la potencia del simulacro: esa ficción no representativa, pura apariencia
autodeclarada que no se levanta con la pretensión de referir a un original y que hace
tambalear, con ello, la lógica de la reproducción, la diferencia entre la copia y el
modelo.
Es entonces cuando el teatro permite afrontar aquella primera pregunta por lo
real. Si lo que aparece del mundo es manipulación a través de la imagen, impostura,
“representación” sin modelo, mero lenguaje, eso no puede ser lo real. Lo que se
muestra es apariencia y lo real queda preso tras ella. La realidad es el sentido oculto
bajo la forma, la complejidad que el pensamiento no puede capturar, la presencia
aplazada por los actos de representación.
El acontecimiento autónomo del teatro comienza a reencontrar así su destino
político. Haciendo ver primero lo aparente y denunciando su falsedad, para emprender
luego la difícil tarea de señalar el fondo, de sugerir el sentido, de insinuar apenas esa
realidad que Spregelburd define citando otra vez a Del Estal como “la resistencia de
las cosas a todo orden simbólico”. El teatro se vuelve político en sus momentos no
representativos, cuando sella un compromiso con la presencia de las cosas, la
complejidad de la vida, lo que se niega a ser apresado por el pensamiento, los
sistemas totalizantes y los modos de la representación: “Cuando Del Estal afirma que
la realidad es la resistencia de las cosas a lo que se dice de ellas, a mí me gusta
imaginar que las cosas se resisten, que tienen una voluntad militante, una voluntad de
resistencia” (AAVV, “Debate” 247).
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