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LA NATURALEZA DE DIOS POR A. W. PINK

SOBRE EL AUTOR

Arthur W. Pink nació en Nottingham, Inglaterra, en 1886, y nació de

nuevo en el Espíritu de Dios en 1908. Estudió en el Instituto Bíblico

Moody en Chicago, Estados Unidos, sólo seis semanas antes de comen-

zar su trabajo pastoral en Colorado. Desde allí pastoreaba iglesias en

California, Kentucky y Carolina del Sur antes de mudarse a Sidney Aus-

tralia, por un breve período, predicando y enseñando. En 1934, regresó

a su tierra natal, Inglaterra, y en 1940 estableció su residencia perma-

nente en la Isla de Lewis, Escocia, permaneciendo allí hasta su muerte

doce años más tarde, en el año 1952. La mayoría de sus obras, inclu-

yendo “Los atributos de Dios”, primero aparecieron como artículos en

los estudios mensuales publicados de las Escrituras de 1922 a 1953.


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CONTENIDO

PREFACIO .................................................................................. 6

LA SOLEDAD DE DIOS ................................................................. 8

LOS DECRETOS DE DIOS ........................................................... 19

EL CONOCIMIENTO DE DIOS...................................................... 31

EL CONOCIMIENTO PREVIO DE DIOS .......................................... 42

LA SUPREMACÍA DE DIOS .......................................................... 60

LA SOBERANÍA DE DIOS ........................................................... 73

LA INMUTABILIDAD DE DIOS ..................................................... 86

LA SANTIDAD DE DIOS ............................................................. 97

EL PODER DE DIOS ................................................................. 112

LA FIDELIDAD DE DIOS ........................................................... 128

LA BONDAD DE DIOS .............................................................. 143

LA PACIENCIA DE DIOS ........................................................... 154


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LA GRACIA DE DIOS ............................................................... 168

LA MISERICORDIA DE DIOS ..................................................... 188

LA BONDAD AMOROSA DE DIOS .............................................. 205

EL AMOR DE DIOS .................................................................. 215

EL AMOR DE DIOS POR NOSOTROS .......................................... 230

LA IRA DE DIOS ..................................................................... 243

LA CONTEMPLACIÓN DE DIOS .................................................. 258

LAS BONDADES DE DIOS ........................................................ 270

LOS DONES DE DIOS .............................................................. 283

LA GUÍA DE DIOS ................................................................... 295

LAS BENDICIONES DE DIOS .................................................... 355

LAS MALDICIONES DE DIOS .................................................... 369

EL EVANGELIO DE LA GRACIA DE DIOS ..................................... 380

LA PLENITUD DE CRISTO ......................................................... 397

EL RESPLANDOR DE CRISTO .................................................... 407


4

LA CONDESCENDENCIA DE CRISTO .......................................... 436

LA HUMANIDAD DE CRISTO ..................................................... 452

LA PERSONA DE CRISTO ......................................................... 466

LA SUBSISTENCIA DE CRISTO ................................................. 479

LA SERVIDUMBRE DE CRISTO .................................................. 496

EL ANUNCIO DE CRISTO ......................................................... 504

LA CRUCIFIXIÓN DE CRISTO .................................................... 523

LA REDENCIÓN DE CRISTO ...................................................... 547

LA SALVACIÓN DE CRISTO ...................................................... 558

EL SEÑORÍO DE CRISTO .......................................................... 581

LA AMISTAD DE CRISTO .......................................................... 588

LA AMABILIDAD DE CRISTO ..................................................... 596

EL LLAMADO DE CRISTO ......................................................... 609

EL DESCANSO DE CRISTO ....................................................... 655

EL YUGO DE CRISTO ............................................................... 677


5

LA PUREZA DE CRISTO............................................................ 699

EL LIDERAZGO DE CRISTO ...................................................... 716

EL EJEMPLO DE CRISTO .......................................................... 733


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PREFACIO

“Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; Y por ello te vendrá

bien” (Job 22:21). “Así dijo Jehová: No se alabe el sabio en su sabidu-

ría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus

riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en enten-

derme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio

y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová” (Jere-

mías 9:23-24). Un conocimiento espiritual y salvador de Dios es la ma-

yor necesidad de toda criatura humana. El fundamento de todo cono-

cimiento verdadero de Dios debe ser una clara comprensión mental de

Sus perfecciones tal como se revela en la Sagrada Escritura. A un Dios

desconocido no se le puede confiar, ni servir, ni adorar. En este libro

se ha hecho un esfuerzo por exponer algunas de las principales perfec-

ciones del carácter divino. Si el lector se beneficia realmente de la lec-

tura de estas páginas que siguen, necesita suplicar de manera firme y

sincera a Dios para que lo bendiga, para que aplique su verdad a la


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conciencia y al corazón, para que así su vida sea transformada. Nece-

sitamos algo más que un conocimiento teórico de Dios. Dios sólo es

verdaderamente conocido en el alma cuando nos entregamos a Él, nos

sometemos a Su autoridad y regulamos todos los detalles de nuestras

vidas por medio de Sus santos preceptos y mandamientos. “Y conoce-

remos, y proseguiremos en conocer a Jehová; como el alba está dis-

puesta su salida, y vendrá a nosotros como la lluvia, como la lluvia

tardía y temprana a la tierra” (Oseas 6:3). “El que quiera hacer la vo-

luntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi

propia cuenta” (Juan 7:17). “Con lisonjas seducirá a los violadores del

pacto; mas el pueblo que conoce a su Dios se esforzará y actuará”

(Daniel 11:32).

A.W. Pink, 1930


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CAPÍTULO 1

LA SOLEDAD DE DIOS

Quizás, el título de este capítulo no es suficiente explícitamente, para

indicar su tema. Esto se debe en parte al hecho de que muy pocos hoy

en día están acostumbrados a meditar sobre las perfecciones persona-

les de Dios. Comparativamente, pocos de los que ocasionalmente leen

la Biblia son conscientes de la imponente grandeza del Carácter Divino.

El hecho de que Dios es grande en sabiduría, maravilloso en poder,

pero lleno de misericordia, muchos lo consideran como un conoci-

miento común; pero, para entretener cualquier revelación que se apro-

xime a una concepción adecuada de su ser, su naturaleza y sus atribu-

tos, tal como se revelan en las Sagradas Escrituras, es algo que muy,

muy pocas personas en estos tiempos degenerados han alcanzado.

Dios es solitario en su excelencia. “¿Quién como tú, oh Jehová, entre

los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, Terrible en mara-

villosas hazañas, hacedor de prodigios?” (lectura de Éxodo 15:11). “En


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el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1). Hubo una

eternidad pasada, cuando Dios, en la unidad de su naturaleza (aunque

subsistía igualmente en tres personas divinas), vivía solo.

EN LA ETERNIDAD PASADA

“En el principio, Dios”. No había cielo, donde su gloria ahora se mani-

fiesta particularmente. No había tierra para captar su atención. No ha-

bía ángeles para cantar Sus alabanzas; ningún universo debía ser sos-

tenido por la palabra de su poder. No había nada, nadie, sino sólo Dios;

y eso, no por un día, o un año o una edad, sino “desde la eternidad”.

Durante la eternidad pasada, Dios estaba solo: Autosuficiente, autosu-

ficiente, autosuficiente; sin necesidad de nada en lo absoluto. Si un

universo, los ángeles, los seres humanos hubieran sido necesarios para

Él de alguna manera, también habrían sido llamados a la existencia

desde toda la eternidad. La creación de ellos cuando Dios la hizo, no

agregó nada a Dios esencialmente. Él no cambia (Malaquías 3:6: “Por-

que yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido


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consumidos”), por lo tanto, Su gloria esencial no puede ser aumentada

ni disminuida en lo absoluto.

SU VOLUNTAD SOBERANA

Dios no estaba bajo ninguna restricción, ninguna obligación, ninguna

necesidad de crear nada. El hecho de que Él eligió hacerlo fue pura-

mente un acto soberano de Su parte, causado por nada fuera de Él

mismo, determinado por nada más que Su propio placer soberano;

porque “En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados

conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio

de su voluntad” (Efesios 1:11). Lo que Él creó fue simplemente para

Su gloria manifestativa. ¿Algunos de nuestros lectores imaginan que

hemos ido más allá de lo que justifican las Escrituras? Entonces nuestra

apelación será la Ley y el Testimonio: “Y dijeron los levitas Jesúa, Cad-

miel, Bani, Hasabnías, Serebías, Hodías, Sebanías y Petaías: Levan-

taos, bendecid a Jehová vuestro Dios desde la eternidad hasta la eter-

nidad; y bendígase el nombre tuyo, glorioso y alto sobre toda bendición


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y alabanza” (Nehemías 9:5). Dios no es un ganador incluso por nuestra

adoración. Él no necesitaba esa gloria externa de Su gracia que surge

de Sus redimidos, porque Él es lo suficientemente glorioso en sí mismo

sin necesidad de eso. ¿Qué fue lo que lo movió a predestinar a sus

elegidos para la alabanza de la gloria de su gracia? Fue, como nos dice

Efesios 1:5, “en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados

hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su volun-

tad”. Somos muy conscientes de que el terreno elevado que estamos

pisando es nuevo y extraño para casi todos nuestros lectores; por eso

es bueno moverse muy despacio. Deja que nuestro llamamiento sea

de nuevo las Escrituras. Al final de Romanos 11, donde el apóstol Pablo

concluye su largo argumento sobre la salvación por pura y soberana

gracia, pregunta: “Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O

quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese

recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas.

A él sea la gloria por los siglos. Amén” (versículos 34-36). La fuerza de


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esto es que es imposible llevar al Todopoderoso bajo obligaciones con

la criatura; Dios no gana nada de nosotros. “Si fueres justo, ¿qué le

darás a él? ¿O qué recibirá de tu mano? Al hombre como tú dañará tu

impiedad, Y al hijo de hombre aprovechará tu justicia” (Job 35:7-8),

pero ciertamente no puede afectar a Dios, quien es todo bendecido en

Sí mismo. “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os

ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos

hacer, hicimos” (Lucas 17:10): Nuestra obediencia no ha beneficiado

a Dios en lo absoluto. Nada. Vamos incluso más allá; nuestro Señor

Jesucristo no le agregó nada a Dios en su ser y gloria esenciales, ni por

lo que Él hizo o sufrió. Verdadero, bendecido y gloriosamente verda-

dero, Él manifestó la gloria de Dios a nosotros, pero no añadió nada a

Dios mismo. Él mismo lo declara expresamente, y no hay apelación a

sus palabras: “Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; No

hay para mí bien fuera de ti” (Salmo 16:2). Todo el salmo es un salmo

de Cristo. La bondad o la justicia de Cristo alcanzó a Sus santos en la


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tierra (versículo 3: “Para los santos que están en la tierra, Y para los

íntegros, es toda mi complacencia”), pero Dios estaba muy por encima

y más allá de todo. Sólo Dios es “el Bendito” (Marcos 14:61: “Mas él

callaba, y nada respondía. El sumo sacerdote le volvió a preguntar, y

le dijo: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”). Es perfectamente

cierto que Dios es honrado y deshonrado por los seres humanos; no

en su ser esencial, sino en su carácter oficial. Es igualmente cierto que

Dios ha sido “glorificado” por la creación, la providencia y la redención.

Esto no lo discutimos en lo absoluto y no nos atrevemos a discutir ni

por un momento. Pero todo esto tiene que ver con su gloria manifes-

tativa y su reconocimiento por nosotros. Sin embargo, si Dios se hu-

biera complacido en hacerlo, podría haber continuado solo por toda la

eternidad, sin dar a conocer su gloria a sus criaturas. Si debía hacerlo

o no, estaba determinado únicamente por su propia voluntad. Él es

perfectamente bendecido en Sí Mismo antes de que la primera criatura

fuera llamada a la existencia. ¿Y qué son todas las criaturas de sus


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manos ante Él, incluso ahora? Deja que las Escrituras vuelvan a res-

ponder: “He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae

del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas; he

aquí que hace desaparecer las islas como polvo. Ni el Líbano bastará

para el fuego, ni todos sus animales para el sacrificio. Como nada son

todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas

en menos que nada, y que lo que no es. ¿A qué, pues, haréis semejante

a Dios, o qué imagen le compondréis?” (Isaías 40:15-18). Ese es el

Dios de la Escritura; por desgracia, Él sigue siendo “el Dios descono-

cido” (Hechos 17:23: “porque pasando y mirando vuestros santuarios,

hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO

CONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien

yo os anuncio”) para las multitudes desatendidas. “Él está sentado so-

bre el círculo de la tierra, cuyos moradores son como langostas; él

extiende los cielos como una cortina, los despliega como una tienda

para morar. El convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan


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la tierra hace como cosa vana” (Isaías 40:22-23). ¡Qué tan diferente

es el Dios de las Escrituras del “dios” del púlpito moderno! Tampoco el

testimonio del Nuevo Testamento es diferente del Antiguo Testamento:

¡cómo podría serlo, ya que ambos tienen el mismo Autor! Allí también

leemos: “La cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Sobe-

rano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortali-

dad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha

visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén”

(I Timoteo 6:15-16). Como tal, Él es el Único que debe ser reveren-

ciado, adorado, amado. Es solitario en su majestad, único en su exce-

lencia, sin comparación en sus perfecciones. Él lo sostiene todo, pero

Él es el mismo independiente de todo. Él da a todos, pero no es enri-

quecido por ninguno.

POR REVELACIÓN

Tal Dios no puede ser descubierto buscándolo. Él puede ser conocido

sólo a medida que Él es revelado al corazón humano por el Espíritu


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Santo a través de la Palabra. Es cierto que la creación demuestra a un

Creador tan claramente que los seres humanos están “sin excusa”; sin

embargo, todavía tenemos que decir como Job: “He aquí, estas cosas

son sólo los bordes de sus caminos; ¡Y cuán leve es el susurro que

hemos oído de él! Pero el trueno de su poder, ¿quién lo puede com-

prender?” (Job 26:14). Creemos que el llamado argumento del diseño

de los “apologistas” bienintencionados ha hecho mucho más mal que

bien, porque han intentado llevar al Gran Dios al nivel de la compren-

sión finita, y, por lo tanto, han perdido de vista Su excelencia solitaria.

Se ha elaborado una analogía entre un salvaje que encuentra un reloj

sobre las arenas y, al examinarlo de cerca, infiere que existe un relo-

jero. Hasta ahora eso es muy bueno. Pero intente ir más lejos: Su-

ponga que el salvaje se sienta en la arena y se esfuerza por formarse

una concepción personal de este relojero, sobre sus afectos personales

y sus modales; Su disposición, sus adquisiciones y su carácter moral,

todo lo que se hace para formar una personalidad; ¿podría alguna vez
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pensar o razonar un ser humano de verdad, al ser humano que hizo el

reloj, para que pudiera decir: “Lo conozco?” Parece insignificante hacer

tales preguntas, pero es el Dios eterno e infinito que va mucho más

allá. ¿Está al alcance de la razón humana? De hecho, no. El Dios de las

Escrituras sólo puede ser conocido por aquellos a quienes Él se da a

conocer. Tampoco Dios es conocido por el intelecto. “Dios es Espíritu”

(Juan 4:24: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en

verdad es necesario que adoren”), y por lo tanto sólo puede conocerse

espiritualmente. Pero el ser humano caído no es espiritual; él es carnal,

él está muerto para todo lo que es espiritual. A menos que nazca de

nuevo, que sea traído sobrenaturalmente de la muerte a la vida, tras-

ladado milagrosamente de la oscuridad a la luz, ni siquiera puede ver

las cosas de Dios (Juan 3:3: “Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de

cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino

de Dios”), y menos aún las puede captar (1 Corintios 2:14: “Pero el

hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios,
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porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de

discernir espiritualmente”). El Espíritu Santo tiene que brillar en nues-

tros corazones (no en nuestros intelectos) para darnos “Porque Dios,

que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que res-

plandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de

la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (II Corintios 4:6). E incluso

ese conocimiento espiritual es fragmentario. El alma regenerada tiene

que crecer en la gracia y en el conocimiento del Señor Jesús (II Pedro

3:18: “Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro

Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria ahora y hasta el día de la

eternidad. Amén”). La oración principal y el objetivo de los cristianos

debe ser: “para que andéis como es digno del Señor, agradándole en

todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento

de Dios” (Colosenses 1:10).


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CAPÍTULO 2

LOS DECRETOS DE DIOS

El decreto de Dios es su propósito o determinación con respecto a cosas

futuras. Hemos usado el número singular como lo hacen las Escrituras

(Romanos 8:28: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las

cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito

son llamados”; Efesios 3:11: “conforme al propósito eterno que hizo

en Cristo Jesús nuestro Señor”), porque sólo había un acto de Su

mente infinita sobre las cosas futuras. Pero hablamos como si hubiera

habido muchos, porque nuestras mentes finitas sólo son capaces de

pensar en revoluciones sucesivas, a medida que surgen los pensamien-

tos y las ocasiones, o en referencia a los diversos objetos de Su de-

creto, que muchos nos parecen requerir un propósito distinto para cada

uno. Pero una comprensión infinita no procede por pasos, de una etapa

a otra: “Dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos an-

tiguos” (Hechos 15:18).


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LOS DECRETOS DE DIOS

Las Escrituras hacen mención de los decretos de Dios en muchos pa-

sajes, y bajo una variedad de términos. La palabra “decreto” se en-

cuentra en el Salmo 2:7: “Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho:

Mi hijo eres tú; Yo te engendré hoy”. En Efesios 3:11 leemos acerca de

Su propósito eterno: “Conforme al propósito eterno que hizo en Cristo

Jesús nuestro Señor”. En Hechos 2:23 de Su consejo determinado y

presciencia: “A éste, entregado por el determinado consejo y antici-

pado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de

inicuos, crucificándole”. En Efesios 1:9 del misterio de Su voluntad:

“Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito,

el cual se había propuesto en sí mismo”. En Romanos 8:29, Él también

predestinó: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó

para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él

sea el primogénito entre muchos hermanos”. En Efesios 1:9 de Su

buena voluntad: “dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según


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su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo”. Los decretos

de Dios se llaman Su “consejo” para indicar que son muy sabios. Se

les llama la “voluntad” de Dios para mostrarnos que Él no está bajo

ningún control, sino que actuó de acuerdo con su propio placer. Cuando

la voluntad de un ser humano es la regla de su conducta, generalmente

es caprichosa e irrazonable; pero la sabiduría siempre se asocia con la

“voluntad” en los procedimientos divinos, y, en consecuencia, se dice

que los decretos de Dios son “el consejo de su propia voluntad” (Efesios

1:11: “En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados

conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio

de su voluntad”). Los decretos de Dios se relacionan con todas las co-

sas futuras sin excepción: Todo lo que se hace en el tiempo fue preor-

denado antes de que comenzara el tiempo mismo. El propósito de Dios

se refería a todo, ya sea grande o pequeño, ya sea bueno o malo,

aunque con referencia a esto último, debemos tener cuidado de afirmar

que, si bien Dios es el Legislador y el Controlador del pecado, Él no es


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el Autor del pecado en el mismo sentido y manera, que Él es el Autor

del bien. El pecado no podía proceder de un Dios Santo mediante la

creación positiva y directa, sino únicamente mediante un permiso de

su decreto y una acción indirecta. El decreto de Dios es tan completo

como su gobierno, que se extiende a todas las criaturas y a todos los

eventos. Dios estaba preocupado por nuestra vida y muerte; acerca de

nuestro estado en el tiempo y nuestro estado en la eternidad. Cuando

Dios obra todas las cosas según el consejo de su propia voluntad,

aprendemos de sus obras lo que su consejo es (era), como es juzgado

el plan de un arquitecto, al inspeccionar el edificio que se erigió bajo

sus instrucciones. Dios no se limitó a decretar, el crear al ser humano,

colocarlo sobre la tierra y luego dejarlo bajo su propia guía incontro-

lada; en cambio, fijó todas las circunstancias en la gran cantidad de

individuos y todos los detalles que abarcarán la historia de la raza hu-

mana desde su comienzo hasta su culminación. No se limitó a decretar

que debían establecerse leyes generales para el gobierno del mundo,


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sino que resolvió la aplicación de esas leyes en todos los casos parti-

culares. Nuestros días están contados, y también los cabellos de nues-

tras cabezas. Podemos aprender cuál es el alcance de los decretos di-

vinos en las dispensaciones de la providencia, en las que se ejecutan.

El cuidado de la Providencia alcanza a las criaturas más insignificantes

y a los eventos más minúsculos: la muerte de un gorrión y la caída de

un cabello.

PROPIEDADES DE LOS DECRETOS DIVINOS.

Consideremos ahora algunas de las propiedades de los decretos divi-

nos. Primero, son eternos. Suponer que alguno de ellos debe hacerse

durante el tiempo es suponer que ha ocurrido una nueva ocasión; ha

surgido algún evento imprevisto o combinación de circunstancias, lo

que ha inducido al Altísimo a formar una nueva resolución. Esto argu-

mentaría que el conocimiento de la Deidad es limitado y que Él se está

haciendo más sabio con el progreso del tiempo, lo que sería una blas-

femia horrible. Ningún ser humano que crea que la comprensión divina
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es infinita, que comprende el pasado, el presente y el futuro, nunca

aceptará la doctrina errónea de los decretos temporales. Dios no ignora

los eventos futuros que serán ejecutados por voluntades humanas; Él

los ha predicho en innumerables casos y la profecía bíblica no es más

que la manifestación de Su eterna presciencia. Las Escrituras afirman

que los creyentes fueron elegidos en Cristo antes de que el mundo

comenzara (Efesios 1:4: “según nos escogió en él antes de la fundación

del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él”), sí,

que la gracia divina les fue “dada” entonces (II Timoteo 1:9: “quien

nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras

obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en

Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos”). En segundo lugar, los

decretos de Dios son sabios. La sabiduría se muestra en la selección

de los mejores fines posibles y de los medios más adecuados para lo-

grarlos. Que esta realidad pertenece a los decretos de Dios es evidente

por lo que sabemos de ellos. Nos son revelados por su ejecución, y


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cada prueba de sabiduría en las obras de Dios, es una prueba de la

sabiduría del plan, en conformidad con lo que se realiza. Como el sal-

mista declaró: “¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste

todas ellas con sabiduría; La tierra está llena de tus beneficios” (Salmo

104:24). De hecho, es sólo una parte muy pequeña de ellos que cae

bajo nuestra observación, sin embargo, debemos proceder aquí como

lo hacemos en otros casos, y juzgar el conjunto por el espécimen de lo

que se desconoce, por lo que se conoce. El que percibe el funciona-

miento de una habilidad admirable en las partes de una máquina que

tiene la oportunidad de examinar, es naturalmente llevado a creer que

todas las otras partes son igualmente admirables. De la misma ma-

nera, deberíamos satisfacer nuestras mentes con respecto a las obras

de Dios, cuando las dudas se imponen sobre nosotros, y rechazar cual-

quier objeción que pueda sugerir algo que no podamos conciliar con

nuestras nociones, de lo que es bueno y sabio. Cuando alcancemos los

límites de lo finito y miremos hacia el misterioso reino de lo infinito,


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exclamaremos: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de

la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables

sus caminos!” (Romanos 11:33). En tercer lugar, son libres. “¿Quién

enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole? ¿A quién pidió

consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le

enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?” (Isaías 40:13-

14). Dios estaba solo cuando hizo sus decretos, y sus determinaciones

no fueron influenciadas por ninguna causa externa. Era libre de decre-

tar o no decretar, y decretar una cosa y no otra. Debemos atribuirle

esta libertad a Aquel que es Supremo, Independiente y Soberano en

todos Sus actos. En cuarto lugar, son absolutos e incondicionales. La

ejecución de los mismos no se suspende bajo ninguna condición que

pueda o no pueda realizarse. En cada caso en que Dios ha decretado

un fin, también ha decretado todos los medios para el cumplimiento de

ese fin. El que decretó la salvación de Sus elegidos también decretó el

obrar fe en ellos (II Tesalonicenses 2:13: “Pero nosotros debemos dar


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siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el

Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación,

mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad”). “Que

anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que

aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo

que quiero” (Isaías 46:10): Pero eso no podría ser, si su consejo de-

pendiera de una condición que podría no cumplirse. Pero Dios “obra

todas las cosas según el consejo de su propia voluntad” (Efesios 1:11).

LA RESPONSABILIDAD DEL SER HUMANO

Junto a la inmutabilidad e invencibilidad de los decretos de Dios, las

Escrituras enseñan claramente que el ser humano es una criatura res-

ponsable y comprometida con sus acciones. Y si nuestros pensamien-

tos se forman a partir de la Palabra de Dios, el mantenimiento de uno

no conducirá a la negación del otro. Que exista una dificultad real para

definir dónde termina uno y comienza el otro se otorga libremente.

Este es siempre el caso donde hay una conjunción entre lo divino y lo


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humano. La oración real es dictada [establecida] por el Espíritu, pero

también es el grito de un corazón humano. Las Escrituras son la Pala-

bra inspirada de Dios, sin embargo, fue escrita por seres humanos que

eran algo más que máquinas en la mano del Espíritu. Cristo es tanto

Dios como Hombre. Él es Omnisciente, pero cuando se hizo hombre,

Jesús “crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y

los hombres” (Lucas 2:52). Él era Todopoderoso, pero fue “crucificado

en debilidad” (II Corintios 13:4: “Porque aunque fue crucificado en de-

bilidad, vive por el poder de Dios. Pues también nosotros somos débiles

en él, pero viviremos con él por el poder de Dios para con vosotros”).

Él es el Autor de la vida, pero murió. Los altos misterios divinos son

estos, pero la fe los recibe sin cuestionamientos. A menudo se ha se-

ñalado en el pasado que toda objeción hecha contra los decretos eter-

nos de Dios se aplica con igual fuerza contra Su presciencia eterna. Ya

sea que Dios haya decretado todas las cosas que alguna vez sucedieron

o no, todo aquel que entiende el ser de un Dios, reconoce que Él conoce
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todas las cosas de antemano. Ahora, es evidente que, si Él conoce to-

das las cosas de antemano, o las aprueba o no las aprueba; es decir,

o bien está dispuesto a que ocurran, o no está dispuesto a que ocurran.

Entonces debían ser aprobados primero para que luego fueran decre-

tados (Jonathan Edwards). Finalmente, mi querido lector, intenta con-

migo, asumir y luego contemplar lo contrario. Negar los decretos divi-

nos sería predicar al mundo que todas sus preocupaciones son regula-

das por la suerte diseñada por la ONU, o por Satanás, o por los seres

humanos o por el destino ciego. Entonces, ¿qué paz, qué seguridad,

qué consuelo habrá para nuestros pobres corazones y mentes? ¿Qué

refugio habría para volar en la hora de necesidad y prueba? Ninguno

en lo absoluto. No habría nada mejor que la oscuridad negra y el horror

abyecto del ateísmo. ¡Oh, lector mío, qué agradecidos debemos estar

de que todo esté determinado por la infinita sabiduría y la bondad de

Dios! Qué alabanza y gratitud se le debe dar a Dios por sus decretos

divinos. Es debido a ellos que “sabemos que todas las cosas trabajan
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juntas para el bien de aquellos que aman a Dios, para aquellos que son

llamados de acuerdo con Su propósito” (Romanos 8:28). Bien podemos

exclamar: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él

sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:36).


31

CAPÍTULO 3

EL CONOCIMIENTO DE DIOS

LA OMNISCIENCIA DE DIOS

Dios es Omnisciente. Él lo sabe absolutamente todo: Todo lo posible,

todo lo real; todos los eventos y todas las criaturas, del pasado, el

presente y el futuro. Conoce perfectamente cada detalle de la vida de

cada ser en el cielo, en la tierra y en el infierno. “El revela lo profundo

y lo escondido; conoce lo que está en tinieblas, y con él mora la luz”

(Daniel 2:22). Nada escapa a su atención, nada puede ocultarse de él,

nada es olvidado por Él. Bien podemos decir con el salmista: “Tal co-

nocimiento es demasiado maravilloso para mí; Alto es, no lo puedo

comprender” (Salmo 139:6). Su conocimiento es perfecto. Nunca se

equivoca, nunca cambia, nunca pasa por alto absolutamente nada. “Y

no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien

todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien

tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:13). Sí, tal es el Dios Supremo a
32

quien debemos rendirle cuentas. “Tú has conocido mi sentarme y mi

levantarme; Has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escu-

driñado mi andar y mi reposo, Y todos mis caminos te son conocidos.

Pues aún no está la palabra en mi lengua, Y he aquí, oh Jehová, tú la

sabes toda” (Salmo 139:2-4). ¡Qué maravilloso ser es el Dios de las

Escrituras! Cada uno de sus gloriosos atributos debe hacerlo honorable

en nuestra estima y amor. La aprehensión de su Omnisciencia debería

inclinarnos en adoración suprema ante Él. Sin embargo, ¡qué poco me-

ditamos sobre esta perfección divina! ¿Es porque la sola idea nos llena

de inquietud? ¡Qué solemne es este hecho: Nada se puede ocultar de

Dios! “Y vino sobre mí el Espíritu de Jehová, y me dijo: Di: Así ha dicho

Jehová: Así habéis hablado, oh casa de Israel, y las cosas que suben a

vuestro espíritu, yo las he entendido” (Ezequiel 11:5). Aunque Él sea

Invisible para nosotros, nosotros no lo somos para Él. Ni la oscuridad

de la noche, ni las cortinas más densas, ni el subterráneo más profundo

pueden ocultar a ningún pecador de los ojos de la Omnisciencia. Los


33

árboles del jardín no pudieron ocultar a nuestros primeros padres. Nin-

gún ojo humano vio a Caín asesinar a su hermano, pero su Hacedor

fue testigo de su crimen. Sara podría reírse en el aislamiento de su

tienda, pero fue escuchada por Jehová. Acán robó una cuña de oro y

la escondió cuidadosamente en la tierra, pero Dios la sacó a la luz.

David se esforzó mucho por encubrir su maldad, pero, por mucho

tiempo, Dios lo vio todo y envió a uno de sus siervos a decirle: “Tú eres

aquel hombre”. Y al escritor y lector también se le dice: “Mas si así no

lo hacéis, he aquí habréis pecado ante Jehová; y sabed que vuestro

pecado os alcanzará” (Números 32:23). Los seres humanos despoja-

rían a la Deidad de Su Omnisciencia si pudieran, ¡qué prueba tan evi-

dente de que “la mente carnal es enemistad contra Dios” (Romanos

8:7: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios;

porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”)! Los mal-

vados hacen lo que naturalmente odian por esta perfección divina tanto

como están naturalmente obligados a reconocerla. Desean que no


34

exista ningún Testigo de sus pecados, ningún Escudriñador de sus co-

razones, ningún Juez de sus obras. Tratan de expulsar a un Dios así de

sus pensamientos: “Y no consideran en su corazón que tengo en me-

moria toda su maldad; ahora les rodearán sus obras; delante de mí

están” (Oseas 7:2). ¡Qué solemne es el Salmo 90:8! La buena razón

que tienen todos los que rechazan a Cristo de temblar ante esta ver-

dad: “Pusiste nuestras maldades delante de ti, Nuestros yerros a la luz

de tu rostro”. Pero para el creyente, el hecho de la Omnisciencia de

Dios es una verdad que lo llena de mucho consuelo. En momentos de

perplejidad, dice con Job: “Mas él conoce mi camino; Me probará, y

saldré como oro” (Job 23:10). Puede ser profundamente misterioso

para mí, bastante incomprensible para mis amigos, ¡pero “Él lo sabe

todo”! En tiempos de cansancio y debilidad, los creyentes se aseguran

a sí mismos: “Porque él conoce nuestra condición; Se acuerda de que

somos polvo” (Salmo 103:14). En momentos de duda y sospecha re-

curren a este mismo atributo, diciéndolo: “Examíname, oh Dios, y


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conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos; Y ve si hay

en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno” (Salmo

139:23-24). En el momento de un triste fracaso, cuando nuestras ac-

ciones han desmentido a nuestros corazones, cuando nuestros actos

han repudiado nuestra devoción, y la pregunta de búsqueda nos llega:

“¿Me amas?”, Decimos, como lo hizo Pedro, “Le dijo la tercera vez:

Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese

la tercera vez: ¿Me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú

sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas” (Juan 21:17).

Aquí también está el estímulo para la oración. No hay razón para temer

que las peticiones de los justos no sean escuchadas, o que sus suspiros

y lágrimas escapen de la atención de Dios, ya que Él conoce los pen-

samientos y las intenciones del corazón. No hay peligro de que el santo

individual sea pasado por alto en medio de la multitud de los suplican-

tes que diariamente y cada hora presentan sus diversas peticiones, ya

que una Mente infinita es tan capaz de prestar la misma atención a


36

millones como si sólo una persona estuviera buscando su atención. Así

también, la falta del lenguaje apropiado, la incapacidad de expresar el

anhelo más profundo del alma, no pondrá en peligro nuestras oracio-

nes, ya que “Y antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan,

yo habré oído” (Isaías 65:24).

PASADO Y FUTURO

“Grande es el Señor nuestro, y de mucho poder; Y su entendimiento

es infinito” (Salmo 147:5). Dios no sólo sabe lo que ha sucedido en el

pasado y en cada parte de Sus vastos dominios, y no sólo conoce a

fondo todo lo que ahora está respirando en todo el universo, sino que

también conoce perfectamente cada evento, desde el más pequeño

como hasta el más grande y lo que sucederá en las edades venideras.

El conocimiento de Dios sobre el futuro es tan completo como lo es Su

conocimiento del pasado y el presente, y eso, porque el futuro depende

completamente de Él mismo. Si fuera posible que algo ocurriera aparte

de la intervención directa o el permiso de Dios, entonces algo sería


37

independiente de Él, y Él dejaría de ser El Supremo. Ahora, el conoci-

miento divino del futuro no es una mera abstracción, sino algo que está

inseparablemente conectado y acompañado con Su propio propósito.

Dios mismo ha diseñado todo lo que será, y lo que Él ha diseñado debe

ser efectuado. Como su Palabra más segura afirma, “Todos los habi-

tantes de la tierra son considerados como nada; y él hace según su

voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no

hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Daniel 4:35). Y

de nuevo, “Muchos pensamientos hay en el corazón del hombre; Mas

el consejo de Jehová permanecerá” (Proverbios 19:21). La sabiduría y

el poder de Dios, siendo infinitos por igual, el logro de lo que Él ha

propuesto está absolutamente garantizado. No es más posible que los

consejos divinos fracasen en su ejecución, de lo que sería que el tres

veces Santo Dios mienta. Nada relacionado con el futuro es incierto en

lo que respecta a la actualización de los consejos de Dios. Ninguno de

sus decretos se deja sin contingente ni en sus criaturas ni en sus causas


38

secundarias. No hay ningún evento futuro que sea sólo una mera po-

sibilidad, es decir, algo que puede o no suceder: “Dice el Señor, que

hace conocer todo esto desde tiempos antiguos” (Hechos 15:18). Cual-

quier cosa que Dios haya decretado es inexorablemente cierta, porque

Él no tiene variabilidad ni sombra de cambio (Santiago 1:17: “oda

buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de

las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación”). Por lo

tanto, al principio de ese maravilloso libro se nos dice, que nos revela

gran parte del futuro, “las cosas que deben suceder pronto” (Apocalip-

sis 1:1: “La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar

a sus siervos las cosas que deben suceder pronto; y la declaró envián-

dola por medio de su ángel a su siervo Juan”). El conocimiento perfecto

de Dios se ejemplifica e ilustra en cada profecía registrada en Su Pala-

bra. En el Antiguo Testamento se encuentran decenas de predicciones

concernientes a la historia de Israel, que se cumplieron hasta el más

mínimo detalle, siglos después de que se hicieran. En ellas también


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hay puntuaciones que predicen más de cerca la carrera terrenal de

Cristo, y también se cumplieron de manera literal y perfecta. Tales

profecías sólo podrían haber sido dadas por Aquel que conocía el fin

desde el principio, y cuyo conocimiento descansaba sobre la certeza

incondicional de la realización de todo lo predicho. De la misma ma-

nera, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento contienen muchos

otros anuncios para el futuro, y también “deben cumplirse cabalmente”

(Lucas 24:44: “Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando

aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está

escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”),

eran anunciadas por Aquél que las decretó. Sin embargo, debe seña-

larse que ni el conocimiento de Dios ni su conocimiento del futuro, son

considerados simplemente en sí mismos, son causales. Nada ha suce-

dido, ni nunca lo hará, simplemente porque Dios lo sabía. La causa de

todas las cosas es la voluntad de Dios. El ser humano que realmente

cree en las Escrituras sabe de antemano que las estaciones seguirán


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con regularidad infalible hasta el final de la historia de la tierra (Genesis

8:22: “Mientras la tierra permanezca, no cesarán la sementera y la

siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, y el día y la noche”),

pero su conocimiento no es la causa de su sucesión. Entonces, el co-

nocimiento de Dios no surge de las cosas porque son o serán, sino

porque Él ha ordenado que sean así. Dios supo y predijo la crucifixión

de Su Hijo muchos cientos de años antes de que se encarnara, y esto,

porque en el propósito divino, Él fue un Cordero inmolado desde antes

de la fundación del mundo: por lo tanto, leemos que Él fue “entregado

por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, pren-

disteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hechos

2:23). Una palabra o dos a modo de aplicación. El conocimiento infinito

de Dios debe llenarnos de asombro. ¡Cuán lejos exaltado está el Señor

sobre el ser humano más sabio! Ninguno de nosotros sabe lo que puede

producir ni siquiera un día, pero todo futuro está abierto a su mirada

Omnisciente. El conocimiento infinito de Dios debe llenarnos de santo


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temor. Nada de lo que hagamos, digamos, ni pensemos, escapa al co-

nocimiento de Aquel a quien tenemos que darle cuentas: “Los ojos de

Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos” (Pro-

verbios 15:3). ¡Qué frenada ante el pecado y la tentación, sería esto

para nosotros, si tan solo lo meditáramos más frecuentemente! En lu-

gar de actuar de manera imprudente, deberíamos decir como Agar:

“Entonces llamó el nombre de Jehová que con ella hablaba: Tú eres

Dios que ve; porque dijo: ¿No he visto también aquí al que me ve?”

(Génesis 16:13). La aprehensión del conocimiento infinito de Dios debe

llenar al cristiano de adoración. Toda mi vida estuvo abierta a su punto

de vista desde el principio. Él previó cada una de mis caídas, cada uno

de mis pecados, cada uno de mis errores; sin embargo, fijó su corazón

sobre mí. ¡Oh, cómo la meditación y realidad de todo esto debería in-

clinarme ante el asombro, para adorarlo cada vez más a Él!


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CAPÍTULO 4

EL CONOCIMIENTO PREVIO DE DIOS

¡Qué controversias han sido comprometidas por este tema en el pa-

sado! Pero ¿qué verdad de las Sagradas Escrituras no se ha convertido

en motivo de batallas teológicas y eclesiásticas? La deidad de Cristo,

su nacimiento virginal, su muerte expiatoria, su segunda venida; la

justificación, la santificación, la seguridad del creyente; la iglesia, su

organización, sus oficiales, su disciplina, el bautismo, la cena del Señor

y una veintena de otras verdades preciosas pueden mencionarse como

ejemplo. Sin embargo, las controversias que se han librado sobre ellas

no cerraron la boca de los siervos fieles de Dios; ¿Por qué, entonces,

deberíamos evitar la desconcertante pregunta de la presciencia de

Dios, porque, por cierto, hay algunos que nos acusarán de fomentar

esta lucha? Dejemos que otros contiendan, si así lo desean, nuestro

deber es dar un puro testimonio de toda la revelación bendita de Dios

de acuerdo con la luz que en su gracia y amor, nos ha concedido.


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EL ERROR DISIPADO

Hay dos cosas con respecto a la presciencia de Dios sobre las cuales

muchos están en la ignorancia: El significado del término y su alcance

bíblico. Debido a que esta ignorancia está tan difundida, es un asunto

fácil para los predicadores y maestros eludir las perversiones de este

tema, incluso sobre el pueblo de Dios. Sólo hay una salvaguardia con-

tra el error, y eso se establece en la fe; y para eso, tiene que haber un

estudio devoto y diligente, y un recibimiento con mansedumbre de la

Palabra de Dios injertada. Sólo entonces somos fortificados contra los

ataques de quienes nos asaltan. Hay quienes hoy en día están haciendo

un mal uso de esta verdad para desacreditar y negar la Soberanía ab-

soluta de Dios en la salvación de los pecadores. Así como los críticos

superiores están repudiando la Inspiración Divina de las Escrituras; los

evolucionistas, la obra de Dios en la creación; así también algunos

maestros pseudo bíblicos están pervirtiendo Su presciencia para dejar

de lado la elección incondicional para la vida eterna de sus elegidos.


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Cuando se expone el solemne y bendito tema de la divina preordina-

ción, cuando se establece la elección eterna de Dios sobre algunos para

que se ajusten a la imagen perfecta de Su Hijo, el enemigo envía a un

ser humano para argumentar que la elección se basa en el conoci-

miento previo de Dios, y que este “conocimiento previo” se interpreta

en el sentido de que Dios previó que algunos serían más flexibles que

otros, que responderían más fácilmente a los esfuerzos del Espíritu y

que, como Dios sabía que creerían, los predestinó para la salvación.

Pero tal afirmación es radicalmente errónea. Repudia la verdad de la

depravación total del ser humano en general, ya que argumenta que

hay algo bueno en algunos seres humanos y en otros no. Quita la in-

dependencia de Dios, porque hace que sus decretos descansen sobre

la base de lo que descubre en la criatura. Invierte completamente las

verdades de Dios, porque al decir que Dios previó que ciertos pecado-

res creerían en Cristo, y que debido a esto, Él los predestinó para la

salvación, es el reverso de la verdad. Las Escrituras afirman que Dios,


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en Su alta soberanía, destacó a algunos seres humanos para que reci-

bieran Sus favores distintivos (Hechos 13:48: “Los gentiles, oyendo

esto, se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron

todos los que estaban ordenados para vida eterna”) y, por lo tanto,

decidió otorgarles el don de la fe. La falsa teología hace que la pres-

ciencia de Dios de que creemos en Él sea la causa de su elección para

la salvación; mientras que la realidad es que la elección de Dios es la

causa, y nuestra creencia en Cristo es el efecto de esa elección. Ese es

el orden correcto revelado en las Sagradas Escrituras.

LA VERDAD PROCLAMADA

Antes de continuar con nuestra discusión de este tema tan mal enten-

dido, hagamos una pausa y definamos nuestros términos. ¿Qué se en-

tiende por conocimiento previo? “Saber de antemano”, es la respuesta

rápida de muchos. Pero no debemos saltarnos a conclusiones, ni debe-

mos recurrir al diccionario de Webster como el tribunal de apelación

final, ya que no se trata de la etimología del término empleado. Lo que


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se necesita es descubrir cómo se usa esta palabra en las Escrituras. El

uso de una expresión por parte del Espíritu Santo siempre define su

significado y alcance. No aplicar esta simple regla, es el responsable

de tanta confusión y error doctrinales. Muchas personas asumen que

ya conocen el significado de cierta palabra usada en las Escrituras, y

luego son demasiado dilatorias para probar sus suposiciones por medio

de una concordancia bíblica. Amplifiquemos este punto. Tomemos

como ejemplo la palabra “carne”. Su significado parece ser tan obvio

que muchos lo considerarían como una pérdida de tiempo el buscar sus

diversas conexiones en las Escrituras. Se supone rápidamente que la

palabra es sinónimo del cuerpo físico, por lo que no se hace ninguna

investigación. Pero, de hecho, la palabra “carne” en las Escrituras con

frecuencia incluye mucho más que lo que es corpóreo; todo lo que

abarca el término sólo puede determinarse mediante una comparación

diligente de cada pasaje bíblico donde se encuentra y por un estudio

de cada contexto por separado. Tome la palabra “mundo” por ejemplo.


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El lector promedio de la Biblia imagina que esta palabra es el equiva-

lente para toda la raza humana y, en consecuencia, muchos pasajes

bíblicos donde se encuentra el término se interpretan erróneamente.

Tomemos la palabra “inmortalidad”. ¡Seguramente no requiere estudio

muchos dirán! Obviamente tiene referencia a la indestructibilidad del

alma. Ah, lector mío, es tonto e incorrecto asumir cualquier significado

en lo que concierne a la Palabra de Dios. Si el lector se toma la molestia

de examinar cuidadosamente cada pasaje donde se encuentra la pala-

bra “mortal” e “inmortal”, se verá que estas palabras nunca se aplican

para el alma, sino siempre al cuerpo. Ahora, lo que se ha dicho sobre

“carne”, el “mundo”, la “inmortalidad”, se aplica con igual fuerza a los

términos “saber y conocimiento previo”. En lugar de imaginar que estas

palabras no significan más que una simple cognición, los diversos y

diferentes pasajes en los que se aparecen deben ser cuidadosamente

meditados. La palabra “conocimiento previo” no se encuentra en el An-

tiguo Testamento. Pero el “saber o conocer” aparece allí con frecuencia.


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Cuando ese término se usa en relación con Dios, a menudo significa

“considerar con favor”, denotando no mera cognición sino un afecto

por el objeto a la vista. “Y Jehová dijo a Moisés: También haré esto que

has dicho, por cuanto has hallado gracia en mis ojos, y te he conocido

por tu nombre” (Éxodo 33:17). “Rebeldes habéis sido a Jehová desde

el día que yo os conozco” (Deuteronomio 9:24). “Antes que te formase

en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por

profeta a las naciones” (Jeremías 1:5). “Ellos establecieron reyes, pero

no escogidos por mí; constituyeron príncipes, mas yo no lo supe; de

su plata y de su oro hicieron ídolos para sí, para ser ellos mismos des-

truidos” (Oseas 8:4). “A vosotros solamente he conocido de todas las

familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras malda-

des” (Amós 3:2). En estos pasajes, “saber o conocer” significa amado

o designado. De la misma manera, el verbo “saber” se usa frecuente-

mente en el Nuevo Testamento, con el mismo sentido que en el Antiguo

Testamento. “Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de


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mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:23). “Yo soy el buen pastor; y

conozco mis ovejas, y las mías me conocen” (Juan 10:14). “Pero si

alguno ama a Dios, es conocido por él” (I Corintios 8:3). “Pero el fun-

damento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los

que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nom-

bre de Cristo” (II Timoteo 2:19).

EL CONOCIMIENTO DEFINIDO

Ahora, la palabra “conocimiento previo”, tal como se usa en el Nuevo

Testamento, es menos ambigua que en su simple forma de “saber”. Si

cada pasaje en el que aparece se lo estudia cuidadosamente, se des-

cubrirá que es un punto discutible si siempre se ha referido a la mera

percepción de eventos que aún están por ocurrir. El hecho es que el

“conocimiento previo” nunca se usa en las Escrituras en relación con

eventos o acciones; en cambio, siempre tiene referencia sobre las per-

sonas. Es sobre las personas a las que se dice que Dios las conoce de

antemano, no a las acciones de esas personas. Como prueba de esto,


50

citaremos ahora cada pasaje donde se encuentra esta expresión. La

primera aparición es en Hechos 2:23. Allí leemos: “A éste, entregado

por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, pren-

disteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole”. Si se presta

mucha atención a la redacción de este versículo, se verá que el apóstol

no hablaba de la presciencia de Dios sobre el acto de la crucifixión, sino

de la Persona crucificada: “Cristo fue entregado por el determinado

consejo y anticipado conocimiento de Dios”. La segunda aparición está

en Romanos 8:29-30. “Porque a los que antes conoció, también los

predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo,

para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que

predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también

justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó”. Medite muy

bien el pronombre que se usa aquí. No es lo que hizo de antemano,

sino a quién lo hizo. No es la rendición de sus voluntades ni el creer en

sus corazones, sino a las personas mismas, las que están aquí a la
51

vista. “No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció.

¿O no sabéis qué dice de Elías la Escritura, cómo invoca a Dios contra

Israel, diciendo” (Romanos 11:2). Una vez más, la referencia simple

es a las personas, y sólo a las personas. La última mención se encuen-

tra en 1 Pedro 1:2: “Elegidos según la presciencia de Dios Padre en

santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre

de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas”. ¿Quiénes son los

“elegidos de acuerdo con la presciencia de Dios Padre”? El versículo

anterior nos dice que la referencia es: “Pedro, apóstol de Jesucristo, a

los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia

y Bitinia”, es decir, a los “expatriados dispersos”, es decir, la diáspora,

la dispersión, de los judíos creyentes. Así, aquí también la referencia

es a las personas, y no a sus actos previstos. Ahora, a la vista de estos

pasajes (y no existe ninguno más), ¿cuál es el fundamento en las Es-

crituras para cualquiera que diga que Dios “conoció de antemano” los

actos de algunos, es decir, su “arrepentimiento y creencia”, y que,


52

debido a esos actos conocidos, los eligió para la salvación? La respuesta

es: Ninguno. Las Escrituras nunca hablan de arrepentimiento y fe como

lo que Dios previó o conoció de antemano. En verdad, Él sabía desde

toda la eternidad que ciertos se arrepentirían y creerían en Él, sin em-

bargo, pero esto no es a lo que las Escrituras se refieren como el objeto

de la presciencia de Dios. La palabra se refiere uniformemente a las

personas conocidas por Dios; entonces “Retén la forma de las sanas

palabras que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús” (II

Timoteo 1:13). Otro punto en el que deseamos llamar la atención es

que los dos primeros pasajes citados anteriormente muestran clara-

mente y enseñan implícitamente, que el conocimiento previo de Dios

no es causativo, sino que, algo más está detrás, lo precede, y que ese

algo es Su propio decreto soberano. Cristo fue “entregado por el [1]

determinado consejo y [2] la presciencia de Dios” (Hechos 2:23). Su

consejo o decreto es el fundamento de su presciencia. Así que de nuevo

en Romanos 8:29 dice: “Porque a los que antes conoció, también los
53

predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo,

para que él sea el primogénito entre muchos hermanos”, ese versículo

se abre con la conjunción causal “porque”, entonces nos dice que mi-

remos hacia atrás para que entendamos lo que precede inmediata-

mente. ¿Qué dice entonces el versículo anterior? Esto: “Y sabemos que

a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a

los que conforme a su propósito son llamados”. Por lo tanto, la pres-

ciencia de Dios se basa en su propósito o decreto (Salmo 2:7: “Yo

publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; Yo te engen-

dré hoy”). Dios sabe lo que será porque Él ha decretado lo que será.

Por lo tanto, es una inversión del orden de las Escrituras, una puesta

de la carreta antes que el caballo, el afirmar que Dios elige porque Él

conoce de antemano las decisiones de las personas. La verdad es que

Él lo sabe de antemano porque Él ha elegido. Esto elimina el terreno o

la causa de la elección fuera de la criatura, y lo coloca en la voluntad

soberana y misteriosa de Dios. Dios se propuso en Sí mismo elegir a


54

ciertas personas, no porque vio algo bueno en ellas que harían, ya sea

real o previsto, sino únicamente por Su propio placer. En cuanto a ¿por

qué eligió a ciertas personas? No lo sabemos, es un misterio insondable

y supremo para cualquier criatura, y sólo podemos decir: “Así es, Padre

porque así te pareció bien”. La verdad clara en Romanos 8:29 es que

Dios, antes de la fundación del mundo, destacó a ciertos pecadores y

los designó para la salvación (II Tesalonicenses 2:13: “Pero nosotros

debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos

amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio

para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la

verdad”). Esto queda claro a partir de las palabras finales del versículo:

“Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fue-

sen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el pri-

mogénito entre muchos hermanos”. Dios no predestinó a aquellos a

quienes Él conocía de antemano que serían “conformados”, sino, por

el contrario, a aquellos a quienes Él mismo “conoció de antemano” (es


55

decir, a los que amó y eligió). Él predestinó para que sean conforma-

dos. Su conformidad con Cristo no es la causa, sino el efecto de la

presciencia de Dios y la predestinación. Dios no eligió a ningún pecador

porque previó que iba a creer, por la simple pero suficiente razón de

que ningún pecador cree hasta que Dios le dé la fe; tal como ningún

ser humano puede ver hasta que Dios le dé la vista. La vista es un don

de Dios, pero el ver es la consecuencia de que use Su don. Entonces,

la fe es el don de Dios (Efesios 2:8-9: “Porque por gracia sois salvos

por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por

obras, para que nadie se gloríe”), el creer es la consecuencia del uso

del don otorgado por Dios. Si fuera cierto que Dios había elegido a

ciertas personas para ser salvos porque a su debido tiempo creerían

en Él, entonces eso sería un acto meritorio de ciertas personas el haber

creído, y en ese caso, el pecador salvado tendría una base para “jac-

tarse” delante de Dios, por lo que las Escrituras niegan enfáticamente

dicha posibilidad (Efesios 2:9: “no por obras, para que nadie se
56

gloríe”). Seguramente la Palabra de Dios es lo suficientemente clara al

enseñar que el creer no es un acto meritorio de ningún ser humano.

Afirma que los cristianos son personas que han creído por medio de la

gracia de Dios (Hechos 18:27: “Y queriendo él pasar a Acaya, los her-

manos le animaron, y escribieron a los discípulos que le recibiesen; y

llegado él allá, fue de gran provecho a los que por la gracia habían

creído”). Si, entonces, han creído a través de la gracia, no hay absolu-

tamente nada meritorio en el creer por parte del ser humano, es un

acto exclusivo y de gracia de Dios, y si nada es meritorio, no podría

ser el fundamento o la causa que motivó a Dios a elegir a ciertas per-

sonas. No. La elección de Dios no procede porque vio algo bueno o

meritorio en ciertos seres humanos, no vio nada en nosotros, ni nada

que provenga de nosotros, todo es un acto de Dios y fue únicamente

por su propio placer soberano. La verdad es que no existe ninguna

diferencia en lo más mínimo, en lo que respecta a la condición caída,

muerta, arruinada, ciega, perdida, depravada y pecaminosa entre una


57

persona elegida y una persona no elegida, ambos constituyen el mismo

barro y masa caída que representa a toda la humanidad en general. La

diferencia está en Dios, que, en un acto de gracia, que soberanamente

y por su propio placer, toma del mismo barro y masa caída, en un acto

de amor, a ciertos seres humanos para que no permanezcan en ese

barro de condición perdida, crean en Él y se conformen a la imagen de

su Hijo. La diferencia la establece únicamente Dios, no ninguna obra o

actitud del ser humano. La iniciativa está en Dios no en el ser humano,

por favor entendámoslo. Una vez más, en Romanos 11:5, leemos “Así

también aun en este tiempo ha quedado un remanente escogido por

gracia”. Ahí está, bastante claro; La elección en sí misma es de gracia,

y la gracia es un favor inmerecido, algo por lo que no tenemos ningún

derecho sobre Dios. Por lo tanto, nos parece necesario y muy impor-

tante para nosotros tener puntos de vista claros y espirituales de la

presciencia de Dios. Las concepciones erróneas acerca de esto llevan

inevitablemente a los pensamientos más deshonestos de Dios. La idea


58

popular de la presciencia divina es totalmente inadecuada. Dios no sólo

supo el final desde el principio, sino que planeó, fijó, estableció y pre-

destinó todo desde el principio. Y, como la causa siempre debe tener

un efecto, el propósito de Dios es la base de su presciencia. Si entonces

el lector es un verdadero cristiano, lo es porque Dios lo eligió en Cristo

desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4: “Según nos esco-

gió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos

y sin mancha delante de él”) y no lo hizo porque Él previó que usted

creería, sino que lo eligió simplemente porque le complacía a Él ele-

girlo. Dios dice “te elegí a pesar de tu incredulidad natural, de tu con-

dición caída, pecaminosa, malvada, muerta y depravada”. Siendo así,

toda la gloria y alabanza le pertenece solo a Dios. No tienes motivo

alguno para tomarte ningún crédito en tu elección y salvación. No eres

mejor que nadie. Usted ha creído por la gracia de Dios: “Y queriendo

él pasar a Acaya, los hermanos le animaron, y escribieron a los discí-

pulos que le recibiesen; y llegado él allá, fue de gran provecho a los


59

que por la gracia habían creído” (Hechos 18:27), y eso, porque su elec-

ción fue “por gracia” también (Romanos 11:5: “Así también aun en

este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia”).


60

CAPÍTULO 5

LA SUPREMACÍA DE DIOS

LA MAYORÍA NO LA CONOCE

En una de sus cartas a Erasmus, Martín Lutero señaló, “tus pensamien-

tos acerca de Dios son demasiado humanos”. Probablemente a ese re-

nombrado erudito le haya molestado tal reproche, más aún, ya que

procedió del hijo de un minero; sin embargo, fue merecido por com-

pleto. Nosotros también, aunque no tenemos una posición importante

entre los líderes religiosos de esta época depravada, proferimos la

misma acusación en contra de la mayoría de los predicadores de nues-

tros días, y contra aquellos que, en lugar de escudriñar las Escrituras

por sí mismos, aceptan perezosamente las enseñanzas de otros. Las

concepciones más deshonestas y degradantes del dominio y el reinado

del Todopoderoso ahora se llevan a cabo en casi todas partes. Para

incontables miles de personas, incluso entre los que profesan ser cris-

tianos, el Dios de las Sagradas Escrituras es bastante desconocido. En


61

la antigüedad, Dios se quejó de un Israel apóstata: “Estas cosas hiciste,

y yo he callado; Pensabas que de cierto sería yo como tú; Pero te re-

prenderé, y las pondré delante de tus ojos” (Salmo 50:21). Tal debe

ser ahora su acusación contra una cristiandad apóstata. Los seres hu-

manos imaginan que el Altísimo se mueve por el sentimiento, más que

por el principio. Suponen que su Omnipotencia es una ficción tan ociosa

que Satanás está frustrando sus designios por todos lados. Piensan

que, si Él ha formado algún plan o propósito en lo absoluto, entonces

debe ser como el de ellos, constantemente sujeto a cambios. Declaran

abiertamente que cualquier poder que posea debe ser restringido, para

que no invada la ciudadela infranqueable del “libre albedrío” del ser

humano y lo reduzca a una simple “máquina”. Bajan la expiación de

Cristo completamente eficaz, que en realidad ha redimido a todos por

quienes fue hecha, a un mero “remedio”, que las almas enfermas de

pecado pueden usar si se sienten dispuestas a hacerlo; y ablandan la

obra invencible del Espíritu Santo a una “oferta” del Evangelio que los
62

pecadores pueden aceptar o rechazar como y cuando les plazca. El

“dios” que ha fabricado el ser humano de este siglo veintiuno, no se

parece más al Soberano Supremo de las Sagrada Escrituras que el te-

nue parpadeo de una vela, comparada con la gloria del sol del medio-

día. El “dios” del que se habla ahora en el púlpito promedio, mencio-

nado en la Escuela Dominical ordinaria, mencionado en gran parte de

la literatura religiosa del día, y predicado en la mayoría de las llamadas

Conferencias Bíblicas es el producto de la imaginación humana, una

invención que viene del prejuicio y del sentimentalismo sensible de los

seres humano. Los paganos fuera de la palidez de la cristiandad mo-

derna, forman “dioses” de madera y piedra, mientras que los millones

de paganos dentro de la cristiandad fabrican un “dios” a partir de su

propia mente carnal, con sus ideas vánales, sentimientos y emociones

engañosas y perversas, así como de sus prejuicios. En realidad, no son

más que ateos disfrazados de cristianos, porque no hay otra alternativa

posible entre un Dios absolutamente Supremo como lo revela las


63

Sagradas Escrituras y un dios creado a la medida y gustos humanos.

Un “dios” cuya voluntad es resistida, cuyos designios son frustrados,

cuyo propósito está en jaque mate todo el tiempo, no debe poseer

ningún título de Deidad en lo absoluto, y lejos de ser un objeto ade-

cuado de amor, veneración y adoración, no merece más que desprecio

y burla.

REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES

La supremacía del Único Dios Verdadero y Vivo bien podría argumen-

tarse desde la distancia infinita que separa a las criaturas más podero-

sas del Creador Todopoderoso. Él es el Alfarero y Hacedor, no son más

que el barro en sus manos, para ser moldeados en vasos de honor, o

para ser hechos pedazos (Salmo 2:9: “Los quebrantarás con vara de

hierro; Como vasija de alfarero los desmenuzarás”) como Él quiera. Si

todos los habitantes del cielo y todos los habitantes de la tierra se re-

belaran contra Él, esto no le causaría ninguna inquietud, y tendría el

más mínimo efecto sobre Su Trono Eterno e Incuestionable que el rocío


64

de las olas del Mediterráneo sobre las imponentes rocas de Gibraltar.

Tan pueril e impotente es la criatura que no afecta en nada al Altísimo.

La Escritura misma nos dice que cuando las cabezas gentiles se unan

con el apóstata Israel para desafiar a Jehová y a su Cristo, “El que

mora en los cielos se reirá; El Señor se burlará de ellos” (Salmo 2:4).

La supremacía absoluta y universal de Dios se afirma clara y positiva-

mente en muchas Escrituras. “Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y

el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que

están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino,

y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti,

y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu

mano el hacer grande y el dar poder a todos” (I Crónicas 29:11-12).

“dijo: Jehová Dios de nuestros padres, ¿no eres tú Dios en los cielos,

y te tienes dominio sobre todos los reinos de las naciones? ¿no está en

tu mano tal fuerza y poder, que no hay quien te resista? Ni siquiera el

mismo Satanás (II Crónicas 20:6). Ante Él, presidentes y papas, reyes
65

y emperadores, son menos que saltamontes. “Pero si él determina una

cosa, ¿quién lo hará cambiar? Su alma deseó, e hizo” (Job 23:13). Ah,

lector mío, el Dios de las Escrituras no es un monarca ficticio, no es un

simple soberano imaginario, sino el Rey de reyes y el Señor de señores.

“Yo conozco que todo lo puedes, Y que no hay pensamiento que se

esconda de ti” (Job 42:2), es decir, ningún pensamiento Tuyo puede

ser obstaculizado; o, como otros intérpretes lo han traducido, “ningún

propósito Tuyo puede frustrarse”. Todo lo que Él ha diseñado lo hace.

Todo lo que Él ha decretado, Él lo ejecuta. “Nuestro Dios está en los

cielos; Todo lo que quiso ha hecho” (Salmo 115:3); y “No hay sabidu-

ría, ni inteligencia, Ni consejo, contra Jehová” (Proverbios 21:30).

TODO LO QUE AL SEÑOR LE HA COMPLACIDO, HA HECHO

La Supremacía de Dios sobre las obras de Sus manos se representa

vívidamente en las Escrituras. La materia inanimada, las criaturas irra-

cionales, todas realizan las órdenes de su Hacedor. A su gusto, el Mar

Rojo se dividió y sus aguas se levantaron como muros (Éxodo 14); La


66

tierra abrió su boca, y los rebeldes culpables descendieron vivos al pozo

(Números 16). Cuando Él lo ordenó, el sol se detuvo (Josué 10); y en

otra ocasión retrocedió diez grados en la esfera de Acaz (Isaías 38:8:

“He aquí yo haré volver la sombra por los grados que ha descendido

con el sol, en el reloj de Acaz, diez grados atrás. Y volvió el sol diez

grados atrás, por los cuales había ya descendido”). Para ejemplificar

su supremacía, hizo que los cuervos llevaran comida al profeta Elías (I

Reyes 17), hierro para nadar sobre las aguas (II Reyes 6:5: “Y acon-

teció que mientras uno derribaba un árbol, se le cayó el hacha en el

agua; y gritó diciendo: ¡Ah, señor mío, era prestada!”), leones domes-

ticados cuando Daniel fue echado en su guarida, fuego que no quemase

cuando los tres jóvenes hebreos fueron arrojados en sus llamas. Por lo

tanto, “Todo lo que Jehová quiere, lo hace, En los cielos y en la tierra,

en los mares y en todos los abismos” (Salmo 135:6). La supremacía

de Dios también se demuestra en su gobierno perfecto sobre las vo-

luntades de los seres humanos. Que nuestro querido lector reflexione


67

cuidadosamente sobre Éxodo 34:24: “Porque yo arrojaré a las naciones

de tu presencia, y ensancharé tu territorio; y ninguno codiciará tu tie-

rra, cuando subas para presentarte delante de Jehová tu Dios tres ve-

ces en el año”. Tres veces en el año todos los varones de Israel debían

abandonar sus hogares y subir a Jerusalén. Vivían en medio de perso-

nas hostiles, que los odiaban por haberse apropiado de sus tierras.

Entonces, ¿qué impedía a los cananeos aprovechar esa oportunidad y

durante la ausencia de los hombres, matar a mujeres y niños y tomar

posesión de sus granjas? Si la mano del Todopoderoso no estaba sobre

las voluntades de los seres humanos malvados, ¿cómo podría Él hacer

que esta promesa se cumpliera, que nadie debería desear sus tierras?

Ah, porque “Como los repartimientos de las aguas, Así está el corazón

del rey en la mano de Jehová; A todo lo que quiere lo inclina” (Prover-

bios 21:1). Pero, puede objetarse, ¿no leemos una y otra vez en las

Escrituras cómo los seres humanos también han desafiado a Dios, re-

sistieron su voluntad, quebrantando sus mandamientos, ignorando sus


68

advertencias e hicieron oídos sordos a todas sus exhortaciones? Cier-

tamente sí existió, hay el día de hoy. Pero ¿eso anula todo lo que he-

mos dicho anteriormente? Si lo hace, entonces la Biblia se contradice

claramente a sí misma. Pero eso no puede ser así. A lo que se refiere

el objetor es simplemente la maldad del ser humano contra la Palabra

revelada de Dios, mientras que lo que hemos mencionado anterior-

mente es lo que Dios se ha propuesto en Sí mismo hacer. La regla de

conducta que Él nos ha dado para que caminemos en ella, no se cumple

perfectamente por ninguno de nosotros; pero Sus propios “consejos”

o decretos eternos se cumplen hasta el más mínimo detalle y que ge-

neralmente son misteriosos y ocultos para nosotros, porque no están

en su voluntad escrita y revelada en la Biblia, sino que se encuentran

en su voluntad secreta de Dios, como dice su Santa Palabra: “Las cosas

secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para

nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos to-

das las palabras de esta ley”. La voluntad revelada de Dios es declarada


69

en Su Palabra, pero Su voluntad secreta pertenece a Sus propios con-

sejos escondidos. La voluntad revelada de Dios es lo que define nuestro

deber y el estándar de nuestra responsabilidad como seres humanos.

La razón primaria y básica de por qué yo debo seguir tal camino o hacer

tal cosa es porque es la voluntad de Dios, siendo Su voluntad clara-

mente definida para mí en Su Palabra. Que yo no debería seguir tal

camino, o que yo debería refrenarme de hacer ciertas cosas, es porque

ellas son contrarias a la voluntad revelada de Dios. Pero suponga que

yo desobedezco la Palabra de Dios, ¿no estoy entonces traspasando Su

voluntad? Y si es así, ¿cómo puede ser aún verdad que la voluntad de

Dios siempre es hecha y Su consejo es siempre cumplido todo el

tiempo? Tales preguntas deben hacer evidente la necesidad de la dis-

tinción que defendemos aquí. La voluntad revelada de Dios es traspa-

sada frecuentemente por el ser humano, pero Su voluntad secreta

nunca cambia ni puede ser resistida. Que sea legítimo para nosotros

hacer tal distinción concerniente a la voluntad de Dios es claro en la


70

Escritura. Tomemos estos dos pasajes como ejemplo: “Pues la volun-

tad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación” (I

Tesalonicenses 4:3); “Pero me dirás: ¿Por qué, pues, inculpa? porque

¿quién ha resistido a su voluntad?” (Romanos 9:19). ¿Podría cualquier

lector consciente declarar que la voluntad de Dios tiene precisamente

el mismo significado en estos dos pasajes? Esperamos que no. El pri-

mer pasaje se refiere a la voluntad de Dios revelada en su Palabra, el

segundo a Su voluntad secreta. El primer pasaje tiene que ver con

nuestro deber, el segundo declara que la voluntad secreta de Dios es

inmutable y tiene que suceder no importa la insubordinación de la cria-

tura. La voluntad de Dios revelada nunca es hecha perfecta ni comple-

tamente por ninguno de nosotros, pero Su voluntad secreta nunca falla

en cumplirse aun en el detalle más mínima. Su voluntad secreta tendrá

que ver mayormente con eventos futuros; Su voluntad revelada, con

nuestro deber presente: Uno tiene que ver con Su propósito irresistible,

el otro con Su placer manifestado: Uno es labrado sobre nosotros y es


71

cumplido por medio de nosotros, el otro es para ser hecho por noso-

tros. La supremacía absoluta y universal de Dios se afirma con igual

claridad y positividad en el Nuevo Testamento. Allí se nos dice que Dios

“hace todas las cosas según el consejo de su propia voluntad” (Efesios

1:11: “En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados

conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio

de su voluntad”). En el griego estas “cosas” significa “trabajar eficaz-

mente”. Por esta razón leemos: “Porque de él, y por él, y para él, son

todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos

11:36). Los seres humanos pueden jactarse de ser agentes libres, con

voluntad propia, y tienen la libertad de hacer lo que quieran, pero las

Escrituras dicen a los que se jactan así: “¡Vamos ahora! los que decís:

Hoy y mañana iremos a tal ciudad, y estaremos allá un año, y trafica-

remos, y ganaremos; cuando no sabéis lo que será mañana. Porque

¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un

poco de tiempo, y luego se desvanece. En lugar de lo cual deberíais


72

decir: Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello” (San-

tiago 4:13-15)! Aquí, entonces, hay un lugar de descanso seguro para

el corazón. Nuestras vidas no son el producto de un destino ciego ni el

resultado de una oportunidad caprichosa, pero cada detalle de ellas fue

ordenado desde la eternidad, y ahora está ordenado por el Dios Vivo y

Reinante. Ni un solo cabello de nuestras cabezas puede ser tocado sin

Su permiso. “El corazón del hombre piensa su camino; Mas Jehová

endereza sus pasos” (Proverbios 16:9). ¡Qué seguridad, qué fuerza,

qué consuelo debería dar al verdadero cristiano esta revelación! “En tu

mano están mis tiempos; Líbrame de la mano de mis enemigos y de

mis perseguidores” (Salmo 31:15). Entonces descansa en el Señor

Omnipotente: “Guarda silencio ante Jehová, y espera en él. No te al-

teres con motivo del que prospera en su camino, Por el hombre que

hace maldades” (Salmo 37:7).


73

CAPÍTULO 6

LA SOBERANÍA DE DIOS

LA SOBERANÍA DE DIOS ES DEFINIDA

La Soberanía de Dios puede ser definida como el ejercicio de su supre-

macía, como vimos en el capítulo anterior. Al ser infinitamente elevado

sobre la criatura más elevada, Él es el Altísimo, Señor del cielo y de la

tierra. Sujeto a ninguno, influenciado por ninguno, absolutamente in-

dependiente; Dios hace lo que quiere, sólo como le gusta, siempre

como le gusta. Ninguno puede frustrarlo, nadie puede obstaculizarlo.

Así que su propia Palabra declara expresamente: “Acordaos de las co-

sas pasadas desde los tiempos antiguos; porque yo soy Dios, y no hay

otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde

el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo:

Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero; que llamo desde

el oriente al ave, y de tierra lejana al varón de mi consejo. Yo hablé, y

lo haré venir; lo he pensado, y también lo haré” (Isaías 46:9-11);


74

“Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y él

hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de

la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?”

(Daniel 4:35). La Soberanía Divina significa que Dios es Dios de hecho,

así como en nombre y poder, que Él está en el Trono del universo,

dirigiendo todas las cosas, trabajando todas las cosas “según el consejo

de Su propia voluntad” (Efesios 1:11). Con razón dijo el difunto Charles

Haddon Spurgeon en su sermón sobre Mateo 20:15: “¿No me es lícito

hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy

bueno?” No hay atributo más consolador para Sus hijos que el de la

Soberanía de Dios. Bajo las circunstancias más adversas, en los juicios

más severos, creen que la soberanía ha ordenado sus aflicciones, que

la soberanía los anula y que la soberanía los santificará a todos. No hay

nada por lo que sus hijos deban pelearse más seriamente que la doc-

trina del dominio de su Maestro sobre toda la creación, el reinado de

Dios sobre todas las obras de Sus propias manos, el trono de Dios y
75

Su derecho a sentarse en ese trono. Por otro lado, no existe una doc-

trina más odiada por los mundanos, ninguna verdad de la cual hayan

hecho un escándalo tan grande como el de la estupenda y maravillosa

doctrina de la Soberanía de Dios, pero a la vez más segura de la So-

beranía del Infinito Jehová. Los seres humanos permitirán que Dios

esté en todas partes excepto en su trono. Le permitirán estar en su

taller para modelar mundos y hacer estrellas. Le permitirán estar en

su donación para dispensar sus limosnas y otorgar sus bondades. Le

permitirán sostener la tierra y sostener sus pilares, o encender las lám-

paras del cielo, o dominar las olas del océano en constante movi-

miento; pero cuando Dios sube a su trono, sus criaturas rechinan los

dientes. Y proclamamos a un Dios entronizado, y su derecho a hacer

lo que Él quiere con los suyos, a deshacerse de sus criaturas cuando lo

cree bien, sin consultarlas en el asunto; entonces es que somos silba-

dos y maldecidos, y luego es que los seres humanos se hacen de los

oídos sordos, porque Dios en su trono no es el Dios que ellos aman.


76

Pero es Dios en el trono al que amamos predicar. Es Dios en su trono

en quien confiamos”. “Todo lo que Jehová quiere, lo hace, En los cielos

y en la tierra, en los mares y en todos los abismos” (Salmo 135:6). Sí,

querido lector, tal es el Potentado imperial revelado en la Sagrada Es-

critura. Sin rival en majestad, ilimitado en poder, no afectado por nada

fuera de Él mismo. Pero vivimos en una época en el que incluso los

más “ortodoxos” parecen tener miedo de admitir la propia Divinidad de

Dios. Dicen que insistir mucho en la soberanía de Dios excluye la res-

ponsabilidad humana; mientras que la responsabilidad humana se basa

justamente en la Soberanía Divina, y es producto de ella.

LA RESPONSABILIDAD HUMANA Y LA SOBERANÍA DIVINA

“Nuestro Dios está en los cielos; Todo lo que quiso ha hecho” (Salmo

115:3). Él soberanamente eligió colocar a cada una de Sus criaturas

en esa base particular que parecía buena delante de sus ojos. Él creó

a los ángeles: A algunos los colocó sobre una base condicional, a otros

les dio una posición inmutable ante Él (1 Timoteo 5:21: “Te encarezco
77

delante de Dios y del Señor Jesucristo, y de sus ángeles escogidos, que

guardes estas cosas sin prejuicios, no haciendo nada con parcialidad”),

haciendo de Cristo su cabeza, según Colosenses 2:10: “Y vosotros es-

táis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad”.

Que no se pase por alto el hecho de que los ángeles que pecaron (II

Pedro 2:4: “Porque si Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino

que arrojándolos al infierno los entregó a prisiones de oscuridad, para

ser reservados al juicio”) eran tanto Sus criaturas como los ángeles

que no pecaron. Sin embargo, Dios previó que caerían, sin embargo,

los colocó como criaturas mutables, condicionales, y los hizo caer, aun-

que no fue el Autor de su pecado. Así también, Dios puso soberana-

mente a Adán en el jardín del Edén sobre una base condicional. Si

hubiera estado tan complacido, podría haberlo colocado sobre una po-

sición incondicional. Podría haberlo colocado sobre una base tan firme

como la ocupada por los ángeles no caídos. Él podría haberlo puesto

en una posición tan segura e inmutable como la que tienen sus santos
78

en Cristo. Pero, en cambio, eligió colocarlo en el Edén sobre la base de

la responsabilidad de la criatura, de modo que Dios lo colocó en ese

lugar y luego cayó de acuerdo a la prueba con la que fue medido y no

pudo cumplir con su responsabilidad: La obediencia a su Creador. Adán

fue responsable ante Dios por la ley que su Creador le había revelado.

Aquí estaba la responsabilidad humana, la responsabilidad intacta, pro-

bada en las condiciones más favorables. Ahora, Dios colocó a Adán

sobre una base de responsabilidad condicional y de criatura, porque

era correcto ante Dios que debería colocarlo así. Estaba bien porque

Dios lo hizo así. Dios ni siquiera les dio la existencia a sus criaturas

porque era correcto que lo hiciera, es decir, porque tenía la obligación

de crear; pero fue correcto porque lo hizo así. Dios es Soberano. Su

voluntad es suprema. Lejos de que Dios esté bajo cualquier ley de “de-

recho”, Él es una ley para sí mismo, por lo que todo lo que hace es

correcto. Y ¡ay de los rebeldes que cuestionan su soberanía: “¡Ay del

que pleitea con su Hacedor! ¡el tiesto con los tiestos de la tierra! ¿Dirá
79

el barro al que lo labra: ¿Qué haces? o tu obra: No tiene manos?”

(Isaías 45:9). Otra vez; el Señor Dios soberanamente puso a Israel

sobre una base condicional. Los capítulos 19, 20 y 24 de Éxodo ofrecen

una prueba clara y completa de esto. Fueron puestos bajo un pacto de

obras. Dios les dio ciertas leyes, e hizo que la bendición nacional para

ellos dependiera del cumplimiento de sus estatutos. Pero Israel tenía

el cuello rígido y un corazón no circuncidado. Se rebelaron contra Su

Hacedor Jehová, abandonaron su ley, se convirtieron a los falsos dioses

y apostataron de la fe. En consecuencia, el juicio divino cayó sobre

ellos, fueron entregados en manos de sus enemigos, fueron dispersa-

dos en todo el mundo, y permanecieron bajo el fuerte entrecejo frun-

cido por el desagrado de Dios hasta el día de hoy. Fue Dios en el ejer-

cicio de Su alta soberanía que colocó a Satanás y a sus ángeles, Adán

e Israel en sus respectivas posiciones de responsabilidad. Pero tan le-

jos de que Su soberanía le quitara la responsabilidad a la criatura, fue

por el ejercicio de la misma Soberanía de Dios que los colocó en esta


80

base condicional, bajo las responsabilidades que Él creyó apropiadas;

En virtud de dicha soberanía, Él es visto como Dios sobre todos. Por lo

tanto, hay una armonía perfecta entre la Soberanía de Dios y la res-

ponsabilidad de la criatura. Muchos han dicho tontamente que es bas-

tante imposible mostrar dónde termina la Soberanía Divina y dónde

comienza la responsabilidad de la criatura. Aquí es donde comienza la

responsabilidad de la criatura: En la ordenación soberana del Creador.

En cuanto a Su soberanía, ¡no existe y nunca existirá ningún “fin” para

ello! Demos más pruebas de que la responsabilidad de la criatura se

basa en la Soberanía de Dios. ¡Cuántas revelaciones están registradas

en las Escrituras que eran correctas porque Dios las mandó, y cuáles

no habrían sido correctas si Él no lo hubiera ordenado así! ¿Qué dere-

cho tenía Adán de “comer” de los árboles del Jardín? El permiso de su

Creador (Génesis 2:16: “Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De

todo árbol del huerto podrás comer”), ¡sin el cual hubiera sido un la-

drón! ¿Qué derecho tenía Israel a pedir prestado las joyas y las
81

vestimentas de los egipcios (Éxodo 12:35: “E hicieron los hijos de Is-

rael conforme al mandamiento de Moisés, pidiendo de los egipcios al-

hajas de plata, y de oro, y vestidos”)? Ninguno, a menos que Jehová

lo haya autorizado (Éxodo 3:22: “Sino que pedirá cada mujer a su ve-

cina y a su huésped alhajas de plata, alhajas de oro, y vestidos, los

cuales pondréis sobre vuestros hijos y vuestras hijas; y despojaréis a

Egipto”). ¿Qué derecho tenía Israel de matar tantos corderos para el

sacrificio? Ninguno, excepto que Dios lo mandó. ¿Qué derecho tenía

Israel de matar a todos los cananeos? Ninguno, salvo que Jehová les

había ordenado. ¿Qué derecho tiene el marido para exigir la sumisión

de su esposa? Ninguno, a menos que Dios lo haya designado así. Y así

podríamos seguir con muchos ejemplos. La responsabilidad humana se

basa en la Soberanía Divina. Un ejemplo más del ejercicio de la Sobe-

ranía absoluta de Dios. Dios puso a sus elegidos en una posición dife-

rente a la de Adán o Israel. Él colocó a sus elegidos sobre una base

incondicional. En el Pacto Eterno, Jesucristo fue designado como su


82

Cabeza, asumió sus responsabilidades sobre Sí mismo y forjó una jus-

ticia para ellos que es perfecta, ineludible y eterna. Cristo fue colocado

sobre una base condicional, porque fue “puesto bajo la ley, para redi-

mir a los que estaban bajo la ley”, sólo que con esta infinita diferencia;

los otros fallaron; no lo hicieron y no pudieron. ¿Y quién puso a Cristo

en esa posición condicional? El Dios Trino. Fue la voluntad soberana

que lo nombró, el amor soberano que lo envió y la autoridad soberana

que le asignó su trabajo. Ciertas condiciones se establecieron ante el

Mediador. Él debía ser hecho a la semejanza de la carne del pecado; Él

debía magnificar la ley y hacerla honorable; debía cargar con todos los

pecados de todo el pueblo de Dios en su propio cuerpo en el árbol del

madero de la Cruz; Él debía hacer expiación completa por ellos; debía

soportar la ira derramada de Dios; Él debía morir y ser enterrado. En

el cumplimiento de esas condiciones, se le prometió una recompensa:

Isaías 53:10-12: “Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetán-

dole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el


83

pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será

en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de su alma, y

quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo justo a

muchos, y llevará las iniquidades de ellos. Por tanto, yo le daré parte

con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto de-

rramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, ha-

biendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores”.

Él iba a ser el primogénito entre muchos hermanos; debía tener un

pueblo que compartiera su gloria. Bendito sea Su nombre para siem-

pre, Él cumplió con esas condiciones, y como lo hizo, el Padre se com-

prometió, en solemne juramento, a preservar a través del tiempo y

bendecir a lo largo de la eternidad a cada uno de aquellos por quienes

Su Hijo encarnado medió. Porque Él tomó su lugar, ahora comparten

el suyo. Su justicia es de ellos, Su posición ante Dios es de ellos, Su

vida es la vida de ellos. No hay ni una sola condición para que se reú-

nan, ni una sola responsabilidad para que cumplan con el fin de


84

alcanzar su felicidad eterna. “Porque con una sola ofrenda hizo perfec-

tos para siempre a los santificados [apartados]” (Hebreos 10:14). Aquí,

entonces, se muestra abiertamente la Soberanía de Dios ante todo,

mostrada en las diferentes formas en las que Él ha tratado con sus

criaturas. Parte de los ángeles, Adán e Israel, fueron colocados sobre

una base condicional, y la continuación de la bendición se hizo depen-

diente de su obediencia y fidelidad a Dios. Pero en agudo contraste con

ellos, al “pequeño rebaño” como dice Lucas 12:32: “No temáis, ma-

nada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino”, se

le ha dado una posición incondicional e inmutable en el pacto de Dios,

en los consejos de Dios, en el Hijo de Dios; su bendición se hizo de-

pendiente de lo que Cristo hizo por ellos. “Pero el fundamento de Dios

está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos;

y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo”

(II Timoteo 2:19). El fundamento sobre el cual se levantan los elegidos

de Dios es perfecto: No se le puede agregar nada, ni nada se le puede


85

quitar (Eclesiastés 3:14: “He entendido que todo lo que Dios hace será

perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá; y lo

hace Dios, para que delante de él teman los hombres”). Aquí, entonces,

está el despliegue más alto y más grande de la Soberanía absoluta de

Dios. Verdaderamente, el Dios Soberano, “de manera que de quien

quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece” (Ro-

manos 9:18).
86

CAPÍTULO 7

LA INMUTABILIDAD DE DIOS

DIOS SE DISTINGUE DE SUS CRIATURAS

La Inmutabilidad de Dios es una de las diferentes perfecciones que no

está suficientemente ponderada. Es una de las excelencias del Creador

que lo distingue de todas sus criaturas. Dios es perpetuamente el

mismo siempre: No está sujeto a ningún cambio en su ser, atributos o

determinaciones. Por lo tanto, se compara a Dios con una “Roca” (Deu-

teronomio 32:4: “Él es la Roca, cuya obra es perfecta, Porque todos

sus caminos son rectitud; Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en

él; Es justo y recto”) que permanece inamovible, cuando todo el

océano que la rodea está continuamente en un estado fluctuante; aun

así, aunque todas las criaturas están sujetas a cambios, Dios es Inmu-

table. Debido a que Dios no tiene principio ni final, Él no puede expe-

rimentar ningún cambio. Él es eternamente “Toda buena dádiva y todo


87

don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no

hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17).

ASPECTOS DE LA INMUTABILIDAD DE DIOS

Primero, Dios es Inmutable en su esencia. Su naturaleza y su ser son

infinitos, y por lo tanto, no están sujetos a mutaciones. Nunca hubo un

tiempo en el que Él no existiera; nunca vendrá un tiempo cuando Él

dejará de existir. Dios no ha evolucionado nunca, ni ha crecido ni me-

jorado. Todo lo que Él es hoy, Él siempre ha sido y siempre será. “Por-

que yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido

consumidos” (Malaquías 3:6) es su propia afirmación calificada. Él no

puede cambiar para mejorar, porque ya es perfecto; y siendo perfecto,

Él no puede cambiar nunca para mejorar. En general, no se ve afectado

por nada fuera de Él mismo, la mejora o el deterioro es imposible en

Él. Él es perpetuamente el mismo. Sólo Él puede decir: “Y respondió

Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de

Israel: YO SOY me envió a vosotros” (Éxodo 3:14). Él no está


88

influenciado por el paso del tiempo. No hay arruga en la frente de la

eternidad. Por lo tanto, su poder nunca puede disminuir ni su gloria

nunca se desvanece. En segundo lugar, Dios es Inmutable en sus atri-

butos. Cualesquiera que fueran los atributos de Dios antes de que el

universo fuera llamado a la existencia, son exactamente los mismos

ahora, y seguirán siéndolo para siempre. Necesariamente así serán;

porque son las mismas perfecciones, las mismas cualidades esenciales

de su ser. El ídem de Semper (siempre lo mismo) está escrito en cada

uno de ellos. Su Poder no ha disminuido, su Sabiduría nunca ha dismi-

nuido, su Santidad es inmaculada. Los atributos de Dios no pueden

cambiar más de lo que la Deidad puede dejar de ser. Su veracidad es

inmutable, porque Su Palabra está “Para siempre, oh Jehová, Perma-

nece tu palabra en los cielos” (Salmo 119:89). Su amor es eterno:

“Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor

eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jeremías

31:3) y “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora


89

había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había

amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”

(Juan 13:1). Su misericordia no cesa, porque es “eterna”: “Porque

Jehová es bueno; para siempre es su misericordia, Y su verdad por

todas las generaciones” (Salmo 100:5). En tercer lugar, Dios es Inmu-

table en su consejo. Su voluntad nunca varía. Quizás algunos estén

listos para objetar que deberíamos leer lo siguiente: “Y se arrepintió

Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón”

(Génesis 6:6). Nuestra primera respuesta es: ¿Entonces se contradicen

las Escrituras? ¿Por qué dice aquí que Jehová se arrepintió? Las Sagra-

das Escrituras nunca se contradicen. Números 23:19 es lo suficiente-

mente claro: “Dios no es hombre, para que mienta, Ni hijo de hombre

para que se arrepienta. Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?”.

Así también en 1 Samuel 15:29, “Además, el que es la Gloria de Israel

no mentirá, ni se arrepentirá, porque no es hombre para que se arre-

pienta”. La explicación de esta aparente contradicción es muy simple.


90

Cuando habla de sí mismo, Dios con frecuencia acomoda su lenguaje

a nuestras capacidades humanas y limitadas. Él se describe a sí mismo

como vestido con miembros corporales, como ojos, oídos, manos, na-

riz, brazos. Él habla de sí mismo como “despierto” (Salmo 78:65: “En-

tonces despertó el Señor como quien duerme, Como un valiente que

grita excitado del vino”), como “levantándose temprano” (Jeremías

7:13: “Ahora, pues, por cuanto vosotros habéis hecho todas estas

obras, dice Jehová, y aunque os hablé desde temprano y sin cesar, no

oísteis, y os llamé, y no respondisteis”); sin embargo, Dios nunca se

duerme ni se levanta temprano. Cuando instituye un cambio en su

trato con los seres humanos, describe su conducta como “arrepenti-

miento”. Sí, Dios es Inmutable en su consejo. “Porque irrevocables son

los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29). Debe ser así,

porque “Pero si él determina una cosa, ¿quién lo hará cambiar? Su

alma deseó, e hizo” (Job 23:13). Los cambios y las decadencias en

todo lo que vemos en nuestro alrededor, hace que lo que cambia no


91

permanezca con nosotros. El propósito de Dios nunca se altera. Una de

las siguientes dos cosas hace que un ser humano cambie de opinión y

revierta sus planes: La falta de previsión para anticipar todo, o la falta

de poder para ejecutarlos. Pero como Dios es Omnisciente y Omnipo-

tente a la vez, nunca hay necesidad de que revise sus decretos. Nunca,

porque “El consejo de Jehová permanecerá para siempre; Los pensa-

mientos de su corazón por todas las generaciones” (Salmo 33:11). Por

lo tanto, leemos de “la inmutabilidad de su consejo” (Hebreos 6:17:

“Por lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los here-

deros de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso jura-

mento”).

¿SE PUEDE CONFIAR EN LOS SERES HUMANOS?

Aquí podemos percibir la distancia infinita que separa a la criatura más

alta del Creador. La criatura y la mutabilidad son términos correlativos.

Si la criatura no fuera mutable por naturaleza, no sería una criatura;

sería Dios. Por naturaleza tendemos hacia la nada, ya que venimos de


92

la nada. Nada queda de nuestra aniquilación sino la voluntad y el poder

Sustentador de Dios. Ningún ser humano puede sostenerse ni por un

solo momento. Dependemos totalmente del Creador por cada respira-

ción que extraemos. Con gusto nos adueñamos del salmista, “Él es

quien preservó la vida a nuestra alma, Y no permitió que nuestros pies

resbalasen” (Salmo 66:9). La realización y cumplimiento de esto de-

bería hacernos acostarnos bajo el sentido de nuestra propia nada, en

presencia de Él en quien “vivimos, y nos movemos, y somos; como

algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje

suyo somos” (Hechos 17:28). Como criaturas caídas, no sólo somos

mutables, sino que todo en nosotros se opone a Dios. Como tal, somos

como “estrellas errantes” (Judas 13: “fieras ondas del mar, que espu-

man su propia vergüenza; estrellas errantes, para las cuales está re-

servada eternamente la oscuridad de las tinieblas”), fuera de nuestra

órbita adecuada. “Pero los impíos son como el mar en tempestad, que

no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo” (Isaías


93

57:20). El ser humano caído es inconstante. Las palabras de Jacob

sobre Rubén se aplican con toda su fuerza a todos los descendientes

de Adán: “Impetuoso como las aguas, no serás el principal, Por cuanto

subiste al lecho de tu padre; Entonces te envileciste, subiendo a mi

estrado” (Génesis 49:4). Por lo tanto, no sólo es una marca de piedad,

sino también una parte de la sabiduría que debe tener en cuenta el

mandato: “Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz; porque

¿de qué es él estimado?” (Isaías 2:22). Ningún ser humano debe ser

dependiente de otro ser humano. “No confiéis en los príncipes, Ni en

hijo de hombre, porque no hay en él salvación” (Salmo 146:3). Si

desobedezco a Dios, entonces merezco ser engañado y decepcionado

por mis compañeros. La gente que te quiere hoy, puede que te odie

mañana. La multitud misma que gritó, “Hosanna al Hijo de David”

cuando Jesús hizo su entrada triunfal a Jerusalén, fue la misma multi-

tud que cambió rápidamente y dijo: “Fuera con él, crucifícalo” a Poncio

Pilatos.
94

DÓNDE PONER NUESTROS PIES

Aquí está la comodidad sólida para el alma. No se puede confiar en la

naturaleza humana; ¡Pero en Dios siempre se puede! Por muy inestable

que pueda ser, aunque mis amigos lo demuestren, Dios nunca cambia.

Si Él variara como nosotros lo hacemos; si Él quisiera una cosa hoy y

quisiera otra mañana; Si Él fuera controlado por un mero capricho,

¿quién podría confiar en Él? Pero, toda la alabanza sea a su glorioso

nombre, Él es siempre el mismo. Su propósito es fijo; Su voluntad es

estable; Su palabra es segura. Aquí, entonces, hay una roca en la que

podemos poner nuestros pies, mientras el poderoso torrente está ba-

rriendo con todo lo que nos rodea. La permanencia del carácter de Dios

garantiza el cumplimiento de todas Sus promesas: “Porque los montes

se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi

misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que

tiene misericordia de ti” (Isaías 54:10).


95

AQUÍ ESTÁ EL ESTÍMULO A LA ORACIÓN

¿Qué consuelo sería orarle a un dios que, como el camaleón, cambia

de color en cada momento? ¿Quién le presentaría una petición a un

príncipe terrenal que es tan mutable como para otorgarle una petición

un día y negarla otro día? (Stephen Charnock, 1670). ¿Alguien debería

preguntar, pero ¿cuál es el objetivo de orar a alguien cuya voluntad ya

está fijada? Nosotros respondemos, porque así lo requiere. ¿Qué ben-

diciones ha prometido Dios sin que las busquemos? “Y esta es la con-

fianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su

voluntad, él nos oye” (I Juan 5:14), y ha querido todo lo que es para

el bien de sus hijos. Pedir algo que sea contrario a Su voluntad no es

una verdadera oración, sino un acto de rebelión. Aquí hay un terror

para los impíos. Aquellos que lo desafían, que violan sus leyes, que no

se preocupan por su gloria, pero que viven sus vidas como si Él no

existiera, no deben suponer que, cuando al final le pidan misericordia,

lo alterarán o harán que revoque su palabra, y anulará sus terribles


96

amenazas. No, Él ha declarado: “Pues también yo procederé con furor;

no perdonará mi ojo, ni tendré misericordia; y gritarán a mis oídos con

gran voz, y no los oiré” (Ezequiel 8:18). Dios no se negará a sí mismo

para satisfacer sus deseos. Dios es Santo e Inmutable. Por lo tanto,

Dios odia el pecado, lo odia eternamente. De ahí la eternidad del cas-

tigo de todos los que mueren en sus pecados. La Inmutabilidad Divina,

como la nube que se interpuso entre los israelitas y el ejército egipcio,

tiene un lado oscuro y otro claro. Asegura la ejecución de Sus amena-

zas, así como el cumplimiento de Sus promesas; y destruye la espe-

ranza que los culpables aprecian cariñosamente, que Él será toda sua-

vidad con Sus criaturas frágiles y errantes, y que será mucho más fácil

de tratar de lo que las declaraciones de Su propia Palabra nos condu-

cirían a esperar. Nos oponemos a estas especulaciones engañosas y

presuntuosas de la verdad solemne, que Dios es Inmutable en la vera-

cidad y el propósito, en la fidelidad y en la justicia (John Dick, 1850).


97

CAPÍTULO 8

LA SANTIDAD DE DIOS

SÓLO DIOS ES SANTO

“¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? pues sólo tú

eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, por-

que tus juicios se han manifestado” (Apocalipsis 15:4). Sólo Él es in-

dependiente, infinita e inmutablemente Santo. En las Escrituras, a me-

nudo se le denomina “El Santo”: lo es porque la suma de toda la exce-

lencia moral se encuentra sólo en él. Él es la Pureza absoluta, sin man-

cha incluso por la sombra del pecado. “Este es el mensaje que hemos

oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas

en él” (I Juan 1:5). La santidad es la excelencia de la naturaleza divina:

el gran Dios es: “¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién

como tú, magnífico en santidad, Terrible en maravillosas hazañas, ha-

cedor de prodigios?” (Éxodo 15:11). Por lo tanto, leemos: “Muy limpio

eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio; ¿por qué ves a
98

los menospreciadores, y callas cuando destruye el impío al más justo

que él” (Habacuc 1:13). Como el poder de Dios es lo opuesto a la de-

bilidad nativa de la criatura, como su sabiduría está en completo con-

traste con el menor defecto de comprensión o locura, así su santidad

es la antítesis de toda mancha moral o impureza. En el Antiguo Testa-

mento, Dios nombró los cantores en Israel: “Y habido consejo con el

pueblo, puso a algunos que cantasen y alabasen a Jehová, vestidos de

ornamentos sagrados, mientras salía la gente armada, y que dijesen:

Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre” (II Cróni-

cas 20:21). “El Poder es la mano o el brazo de Dios, la Omnisciencia

es su ojo, la Misericordia sus entrañas, la eternidad su duración, pero

la santidad es su belleza” (S. Charnock). Esto es lo supremo, lo que lo

hace encantador para aquellos que son liberados del dominio del pe-

cado. Se pone un énfasis principal en esta perfección de Dios: “Dios es

más a menudo revelado como Santo que Todopoderoso, y establecido

por esta parte de Su dignidad más que por cualquier otra. Esta es más
99

fija como un calificativo a Su propio nombre que cualquier otro atri-

buto. Nunca se encuentra expresado como “Su nombre poderoso” o

“Su nombre sabio”, sino por Su gran nombre, y sobre todo, “Su santo

nombre”. Este es el mayor título de honor; en este último aparece la

majestad y la veneración de su Gran Nombre” (S. Charnock). Esta per-

fección, como ninguna otra, se celebra solemnemente ante el Trono de

los cielos, y los serafines claman: “Y el uno al otro daba voces, di-

ciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está

llena de su gloria” (Isaías 6:3). Dios mismo señala esta perfección:

“Una vez he jurado por mi santidad, Y no mentiré a David” (Salmo

89:35). Dios jura por Su “santidad” porque es la expresión más plena

de Él mismo que cualquier otro atributo. Por lo tanto, se nos exhorta:

“Cantad a Jehová, vosotros sus santos, Y celebrad la memoria de su

santidad” (Salmo 30:4). “Se puede decir que la santidad es un atributo

trascendental, que, por así decirlo, se ejecuta a través del resto de los

atributos divinos y arroja brillo sobre ellos. Es el atributo de todos los


100

atributos” (J. Howe, 1670). Así leemos: “Una cosa he demandado a

Jehová, ésta buscaré; Que esté yo en la casa de Jehová todos los días

de mi vida, Para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir

en su templo” (Salmo 27:4), la hermosura de Jehová que no es otra

cosa que la hermosura de Su santidad: “Tu pueblo se te ofrecerá vo-

luntariamente en el día de tu poder, En la hermosura de la santidad.

Desde el seno de la aurora Tienes tú el rocío de tu juventud” (Salmo

110:3). Parece desafiar a una excelencia por encima de todas sus otras

perfecciones, así es la gloria de todos los demás: Como es la gloria de

la Deidad, así es la gloria de toda la perfección en la Deidad; como su

poder es la fuerza de ellos, así su santidad es la belleza de ellos; como

todos serían débiles sin la Omnipotencia para respaldarlos, así todos

serían difíciles de entender sin la santidad para adornarlos. Si este atri-

buto se manchara, todos los demás perderían su honor; como ocurría

en el mismo instante en el que el sol debería perder su luz, perdería su

calor, su fuerza, su virtud generadora y aceleradora, su virtud de dar


101

vida. Como la sinceridad es el esplendor de toda la gracia en un cris-

tiano, también la pureza es el esplendor de cada atributo en la Divini-

dad. Su justicia es una justicia santa, su sabiduría es una sabiduría

santa, su poder tiene un “Cantad a Jehová cántico nuevo, porque ha

hecho maravillas; Su diestra lo ha salvado, y su santo brazo” (Salmo

98:1). Su verdad o promesa es una “promesa santa” (Salmo 105:42:

“Porque se acordó de su santa palabra Dada a Abraham su siervo”).

Su nombre, que significa todos sus atributos en conjunción, es “Santo”

(Salmo 103:1: “Bendice, alma mía, a Jehová, Y bendiga todo mi ser su

santo nombre”) (S. Charnock).

LA MANIFESTACIÓN DE LA SANTIDAD DE DIOS

La Santidad de Dios se manifiesta en sus obras. “Jehová es justo en

todos sus caminos, y santo en todas sus obras” (Salmo 145:17). Nada

más que lo que es excelente puede proceder de Él. La santidad es la

regla de todas sus acciones. Al principio, pronunció que todo lo que

hizo era “muy bueno” (Génesis 1:31: “Y vio Dios todo lo que había
102

hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la

mañana el día sexto”), lo cual no podría haber hecho si hubiera existido

algo imperfecto o deshonesto en ellos. El ser humano fue hecho “recto”

(Eclesiastés 7:29: He aquí, solamente esto he hallado: que Dios hizo

al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones), a imagen

y semejanza de su Creador. Los ángeles que cayeron fueron creados

santos, porque se nos dice que ellos “no guardaron su primer estado

[habitación]” (Judas 6: “Y a los ángeles que no guardaron su dignidad,

sino que abandonaron su propia morada, los ha guardado bajo oscuri-

dad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día”). De Satanás está

escrito: “Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste

creado, hasta que se halló en ti maldad” (Ezequiel 28:15). La santidad

de Dios se manifiesta en su ley. Esa ley prohíbe el pecado en todas sus

modificaciones: Tanto en sus formas más refinadas como en sus for-

mas más groseras, la intención de la mente y la contaminación del

cuerpo, el deseo secreto y el acto manifiesto. Por lo tanto, leemos: “De


103

manera que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo

y bueno” (Romanos 7:12). Sí, “Los mandamientos de Jehová son rec-

tos, que alegran el corazón; El precepto de Jehová es puro, que alum-

bra los ojos. El temor de Jehová es limpio, que permanece para siem-

pre; Los juicios de Jehová son verdad, todos justos” (Salmo 19:8-9).

La santidad de Dios se manifestó en la cruz. Maravillosa y, sin embargo,

más solemnemente, la expiación muestra la santidad infinita de Dios y

Su aborrecimiento por el pecado. ¡Cuán detestable debe ser el pecado

para Dios para que Él mismo lo castigue por completo cuando fue impu-

tado a propio Su Hijo! Ni todos los caminos de juicio que se han derra-

mado sobre el mundo malvado, ni el horno en llamas de la conciencia

de un pecador, ni la sentencia irreversible pronunciada contra los de-

monios rebeldes, ni los gemidos de las malditas criaturas, nos dan tal

demostración de El odio de Dios hacia el pecado, como la ira que Dios,

desató contra su Hijo. Nunca la santidad divina se mostró más bella y

hermosa que en el momento en el que el rostro de nuestro Salvador


104

se vio afectado más por medio de Sus gemidos moribundos. Él mismo

lo reconoce en el Salmo 22. Cuando Dios apartó de él su rostro son-

riente y empujó su afilado cuchillo en su corazón, lo que le obligó a

gritar fue: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Adora

esta perfección: “Pero tú eres santo, Tú que habitas entre las alabanzas

de Israel” (versículo 3) (S. Charnock). Porque Dios es santo, odia todo

pecado. Él ama todo lo que está en conformidad con Sus leyes, y de-

testa todo lo que es contrario a ello. Su Palabra declara claramente:

“Porque Jehová abomina al perverso; Mas su comunión íntima es con

los justos” (Proverbios 3:32). Y nuevamente, “Abominación son a

Jehová los pensamientos del malo; Mas las expresiones de los limpios

son limpias” (Proverbios 15:26). De ello se deduce, por lo tanto, que

Él debe necesariamente castigar el pecado. El pecado no puede existir

más sin exigir Su castigo, sin requerir Su odio hacia él. Dios a menudo

ha perdonado a los pecadores, pero nunca perdona el pecado en sí; y

el pecador sólo es perdonado sobre la base de que otro haya soportado


105

su castigo: “Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin

derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Por lo

tanto, se nos dice: “Jehová es Dios celoso y vengador; Jehová es ven-

gador y lleno de indignación; se venga de sus adversarios, y guarda

enojo para sus enemigos” (Nahum 1:2). Por un pecado, Dios expulsó

a nuestros primeros padres del Edén. Por un pecado, toda la posteridad

de Canaán, un hijo de Cam, cayó bajo una maldición que permanece

sobre ellos hasta el día de hoy (Génesis 9:21). Por un pecado, Moisés

fue excluido de la tierra de Canaán, el siervo de Eliseo fue golpeado

con lepra, Ananías y Safira fueron cortados de la tierra de los vivientes.

LA SANTIDAD DE DIOS DESDE UNA PERSPECTIVA MUNDANA

Aquí encontramos pruebas de la Inspiración Divina de las Escrituras.

Los no regenerados realmente no creen en la santidad de Dios. Su

concepción de su carácter es completamente unilateral. Esperan con

cariño que su misericordia anule todo lo demás. “Estas cosas hiciste, y

yo he callado; Pensabas que de cierto sería yo como tú; Pero te


106

reprenderé, y las pondré delante de tus ojos” (Salmo 50:21) es la acu-

sación de Dios contra ellos. Piensan sólo en un “dios” modelado según

sus propios corazones malvados. De ahí su continuidad en un curso de

locura y destrucción. Tal es la santidad atribuida a la naturaleza y al

carácter divinos en las Escrituras que demuestra claramente su origen

sobrehumano. El carácter atribuido a los “dioses” de los antiguos y de

la modernidad es el reverso de esa inmaculada pureza que pertenece

al Verdadero Dios. ¡Un descendiente caído de Adán nunca podría in-

ventar a un Dios inefablemente santo, que tiene el mayor aborreci-

miento posible de todo pecado! El hecho es que nada hace más mani-

fiesta la terrible depravación del corazón del ser humano y su enemis-

tad contra el Dios Viviente, que haber presentado ante Él a Uno que es

infinita e inmutablemente Santo. Su propia idea de pecado está prác-

ticamente limitada a lo que el mundo llama como “crimen”. Cualquier

otra cosa que no sea eso, el ser humano como denomina pálidamente

como “defectos”, “errores”, “enfermedades”. E incluso cuando el


107

pecado es poseído, se presentan excusas y se hacen atenuaciones para

ello. El “dios” que la gran mayoría de los cristianos profesantes “aman”

se parece mucho a un anciano indulgente, a quien no le gusta la locura

del pecado, pero que guiña con indulgencia las “indiscreciones” de la

juventud. Pero la Palabra de Dios dice: “Los insensatos no estarán de-

lante de tus ojos; Aborreces a todos los que hacen iniquidad” (Salmo

5:5). Y nuevamente, “Dios es juez justo, Y Dios está airado contra el

impío todos los días” (Salmo 7:11). Pero los seres humanos se niegan

a creer en este Dios, y rechinan los dientes cuando Su odio por el pe-

cado es fielmente presionado sobre su atención. No, el ser humano

pecador no era más propenso a concebir un Dios Santo que a crear el

Lago de Fuego en el que será atormentado por los siglos de los siglos.

Debido a que Dios es Santo, la aceptación de Él en el terreno de los

actos de las criaturas es absolutamente imposible. Una criatura caída

podría crear antes un mundo que producir lo que cumpliría con la apro-

bación de la Pureza infinita. ¿Puede la oscuridad morar con la luz?


108

¿Puede la Inmaculada Santidad disfrutar de los “trapos sucios”? Isaías

64:6: “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras

justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la

hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento”. Lo mejor que

trae el ser humano pecador es profanado. Un árbol corrupto no puede

dar buenos frutos. Dios se negaría a Sí mismo, denigraría Sus perfec-

ciones, si se considerara como justo y santo lo que no es así en sí

mismo; y nada puede tener la menor mancha en contra de la natura-

leza divina de Dios.

LA HUMANIDAD REDIMIDA

Pero bendito sea su nombre, lo que su santidad exigió, su gracia ha

provisto solamente en Cristo Jesús nuestro Señor. Todo pobre pecador

que ha huido a Él en busca de refugio se encuentra “aceptado en el

Amado”, como dice Efesios 1:3-10: “Bendito sea el Dios y Padre de

nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual

en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de


109

la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha de-

lante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hi-

jos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad,

para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en

el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de

pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para

con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el

misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había pro-

puesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispen-

sación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos,

como las que están en la tierra”. ¡Aleluya!

EL SER HUMANO SE ACERCA A DIOS

Debido a que Dios es Santo, la mayor reverencia se convierte en nues-

tro mejor acercamiento a Él. “Dios temible en la gran congregación de

los santos, Y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él”

(Salmo 89:7). Entonces, “Exaltad a Jehová nuestro Dios, Y postraos


110

ante el estrado de sus pies; Él es santo” (Salmo 99:5). Sí, “en Su es-

trado”, en la postura más baja de humildad, debemos postrarnos ante

Él. Cuando Moisés se acercaba a la zarza ardiente, Dios dijo: “Y dijo:

No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú

estás, tierra santa es” (Éxodo 3:5). Él debe ser servido “con temor y

temblor” (Salmo 2:11: “Servid a Jehová con temor, Y alegraos con

temblor”). De Israel, su demanda fue: “Entonces dijo Moisés a Aarón:

Esto es lo que habló Jehová, diciendo: En los que a mí se acercan me

santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado. Y Aarón

calló” (Levítico 10:3). Cuanto más se asombran nuestros corazones por

Su inefable santidad, más aceptables serán nuestros acercamientos a

Él. Porque Dios es Santo, debemos desear ser conformados a Él. Su

mandamiento es: “Porque escrito está: Sed santos, porque yo soy

santo” (I Pedro 1:16). No se nos pide que seamos omnipotentes u om-

niscientes como lo es Dios, sino que debemos ser santos, “sino, como

aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda


111

vuestra manera de vivir [conducta]” (I Pedro 1:15). “Esta es la mejor

manera de honrar a Dios. No glorificamos tanto a Dios con admiracio-

nes elevadas, o expresiones elocuentes, ni servicios pomposos para Él

como cuando aspiramos a conversar con Él con espíritus sin mancha,

y vivimos para Él viviendo como Él” (S. Charnock). Entonces, como

sólo Dios es la Fuente y la Fuente de la santidad, busquemos fervien-

temente la santidad de Él; que nuestra oración diaria sea para que Él

“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro

ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida

de nuestro Señor Jesucristo” (I Tesalonicenses 5:23).


112

CAPÍTULO 9

EL PODER DE DIOS

ESTABLECIENDO UN CONCEPTO CORRECTO ACERCA DEL PODER

DE DIOS

No podemos tener un concepto correcto de Dios a menos que pense-

mos en Él como El Todopoderoso y también como el Único Sabio. El

que no puede hacer lo que quiere y realizar todo su placer no puede

ser Dios. Como Dios tiene la voluntad de resolver lo que Él considera

bueno, así también Él tiene el poder para ejecutar Su voluntad. El po-

der de Dios es la habilidad y la fuerza con la que Él puede llevar a cabo

todo lo que Él quiera, lo que Su sabiduría infinita pueda dirigir y lo que

la pureza infinita de Su voluntad pueda resolver. Como la santidad es

la belleza de todos los atributos de Dios, El poder es aquello que da

vida y acción a todas las perfecciones de la naturaleza divina. Qué va-

nos serían los consejos eternos, si el poder no interviniera para ejecu-

tarlos. Sin poder, Su misericordia no sería más que una lástima débil,
113

Sus promesas serían como un sonido vacío, Sus amenazas como un

mero espantapájaros. El poder de Dios es como Él mismo: Infinito,

Eterno, Incomprensible; no puede ser controlado, restringido ni frus-

trado por ninguna criatura (Stephen Charnock). “Una vez habló Dios;

Dos veces he oído esto: Que de Dios es el poder” (Salmo 62:11). “Dios

ha hablado una vez”: ¡Nada más es necesario! El cielo y la tierra pasa-

rán, pero su palabra permanecerá para siempre. “Dios ha hablado una

vez”: ¡Cómo corresponde esto a Su divina majestad! Nosotros, los po-

bres mortales, podemos hablar a menudo y, sin embargo, no ser es-

cuchados. Él habla una sola vez y el trueno de su poder se escucha en

mil colinas. “Tronó en los cielos Jehová, Y el Altísimo dio su voz; Gra-

nizo y carbones de fuego. Envió sus saetas, y los dispersó; Lanzó re-

lámpagos, y los destruyó. Entonces aparecieron los abismos de las

aguas, Y quedaron al descubierto los cimientos del mundo, A tu re-

prensión, oh Jehová, Por el soplo del aliento de tu nariz” (Salmo 18:13-

15). “Dios ha hablado una vez”: He aquí su autoridad es inmutable.


114

“Porque ¿quién en los cielos se igualará a Jehová? ¿Quién será seme-

jante a Jehová entre los hijos de los potentados?” (Salmo 89:6). “Todos

los habitantes de la tierra son considerados como nada; y él hace según

su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y

no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Daniel 4:35).

Esto se mostró abiertamente cuando Dios se encarnó y fue el taber-

náculo entre los seres humanos. Al leproso le dijo: “Jesús extendió la

mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra des-

apareció” (Mateo 8:3). A uno de los que había estado en la tumba

cuatro días, le gritó: “Lázaro, ven fuera”, y el que estuvo muerto salió.

El viento tempestuoso y las olas enojadas fueron silenciadas por una

sola palabra de parte de Él. Una legión de demonios no pudo resistir

su orden autoritaria.

EL PODER DE DIOS Y EL ORGULLO DEL SER HUMANO

“El poder le pertenece a Dios”, y sólo a Él. Ni una criatura en todo el

universo tiene un átomo de poder, excepto lo que Dios delega. Pero el


115

poder de Dios no se adquiere, ni depende de ningún reconocimiento

por parte de ninguna otra autoridad. Le pertenece inherentemente a

Él. El poder de Dios es como Él mismo, autoexistente, autosostenido.

El más poderoso de los seres humanos no puede agregar tanto, sólo

una sombra que algún poder mayor al Omnipotente. No se sienta en

ningún trono apoyado y se apoya en ningún brazo auxiliar. Su corte no

es mantenida por Sus cortesanos, no toma prestado su esplendor de

ninguna de Sus criaturas. Él mismo es la gran fuente central y origina-

dor de todo poder (C.H. Spurgeon). No sólo toda la creación es testigo

del gran poder de Dios, sino también de toda su independencia de to-

das las cosas creadas. Escuche por favor, su propio desafío: “¿Dónde

estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inte-

ligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió

sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso

su piedra angular” (Job 38:4-6). ¡Cómo completamente se pone el or-

gullo del ser humano en el polvo! El poder también se lo usa como


116

nombre de Dios, “Y Jesús le dijo: Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre

sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del

cielo” (Marcos 14:62), es decir, a la diestra de Dios. Dios y el poder

son tan inseparables que son correspondidos. Como su esencia es in-

mensa, no debe ser confinada en un lugar; como es eterno, no debe

medirse en el tiempo; por lo que es todopoderoso, no se limita en

cuanto a su nivel de acción (S. Charnock). “He aquí, estas cosas son

sólo los bordes de sus caminos; ¡Y cuán leve es el susurro que hemos

oído de él! Pero el trueno de su poder, ¿quién lo puede comprender?”

(Job 26:14). ¿Quién es capaz de contar todos los monumentos de su

poder? Incluso lo que se muestra de su poder en la creación visible

está completamente más allá de nuestros poderes de comprensión, y

mucho menos somos capaces de concebir la Omnipotencia Divina

misma. Existe infinitamente más poder alojado en la naturaleza de Dios

que lo que se expresa en todas sus obras.

LA OCULTACIÓN DEL PODER DE DIOS


117

“Partes de sus caminos” contemplamos en la creación, la providencia,

la redención, pero sólo una “pequeña parte” de su gran poder se ve en

ellos. Sorprendentemente, esto se destaca: “Y el resplandor fue como

la luz; Rayos brillantes salían de su mano, Y allí estaba escondido su

poder” (Habacuc 3:4). Es casi imposible imaginar algo más grandioso

que las imágenes de todo este capítulo, sin embargo, nada en él supera

la nobleza de esta afirmación. El profeta Habacuc (en visión) vio al

Todopoderoso Dios esparciendo las colinas y derribando las montañas,

lo que uno pensaría que proporcionó una sorprendente demostración

de su poder. No, dice nuestro versículo, eso es más bien la “ocultación”

que la demostración de su poder. ¿Qué se quiere decir con esto? Lo

siguiente: ¡tan inconcebible, tan inmenso, tan incontrolable es el poder

de la Deidad, que las temibles convulsiones que Él realiza en la natu-

raleza realmente ocultan más de lo que revelan de Su poder infinito!

LA INMENSIDAD DEL PODER DE DIOS


118

Es muy hermoso unir los siguientes pasajes: “Él solo extendió los cie-

los, Y anda sobre las olas del mar” (Job 9:8), que expresa el poder

incontrolable de Dios. “Las nubes le rodearon, y no ve; Y por el circuito

del cielo se pasea” (Job 22:14), que habla de la inmensidad de su pre-

sencia. “Que establece sus aposentos entre las aguas, El que pone las

nubes por su carroza, El que anda sobre las alas del viento” (Salmo

104:3), lo que significa la asombrosa rapidez de Sus operaciones. Esta

última expresión es muy notable. No es que Él “vuele” o “corra”, sino

que Él “camina” y que, en las mismas “alas del viento”, que es el más

impetuoso de los elementos, arrojado con una máxima rabia, y arras-

trado con ¡Una rapidez casi inconcebible, sin embargo, están bajo Sus

pies, bajo Su control perfecto! Consideremos ahora el poder de Dios

en la creación. “Tuyos son los cielos, tuya también la tierra; El mundo

y su plenitud, tú lo fundaste. El norte y el sur, tú los creaste; El Tabor

y el Hermón cantarán en tu nombre. Tuyo es el brazo potente; Fuerte

es tu mano, exaltada tu diestra” (Salmo 89:11-13). Antes de que el


119

ser humano pueda trabajar, debe tener herramientas y materiales,

pero Dios comenzó de la nada, y sólo por Su palabra, de la nada, hizo

todas las cosas. El intelecto no puede captarlo. Dios “Porque él dijo, y

fue hecho; Él mandó, y existió” (Salmo 33:9). La materia primordial

escuchó su voz. Dios dijo: Que exista esto y así fue, como nos revela

Génesis 1. Bien podemos exclamar: “Tuyo es el brazo potente; Fuerte

es tu mano, exaltada tu diestra” (Salmo 89:13). Quién, que mira hacia

arriba al cielo de medianoche; y, con un ojo de la razón, contempla sus

maravillas rodantes; ¿Quién puede evitar preguntar, de qué se forma-

ron sus poderosas orbes? Increíble de relacionar, fueron producidos sin

materiales pre-existentes. Surgieron del vacío mismo. El tejido majes-

tuoso de la naturaleza universal surgió de la nada. ¿Qué instrumentos

utilizó el Arquitecto Supremo para moldear las piezas con una exquisi-

tez tan distinguida y darle un brillo tan hermoso al conjunto de su obra?

¿Cómo estaba todo conectado en una estructura finamente proporcio-

nada y noble? Con un vacío desnudo logró todo. Déjalos ser, dijo Dios.
120

No añadió más; y al instante surgió el maravilloso edificio, adornado

con cada belleza en particular, mostrando innumerables perfecciones,

y declarando en medio de sus serafines cautivados el gran elogio al

Único Creador. “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, Y

todo el ejército de ellos por el aliento de su boca” (Salmo 33:6) (James

Hervey, 1789). Considera el poder de Dios en la preservación. Ninguna

criatura tiene el poder para auto-preservarse. “¿Crece el junco sin

lodo? ¿Crece el prado sin agua?” (Job 8:11). Tanto el ser humano como

la bestia perecerían si no hubiera hierbas como alimento; Las hierbas

se marchitarían y morirían si la tierra no se refrescara con lluvias fruc-

tíferas. Por lo tanto, Dios es llamado como el Preservador del “ser hu-

mano y la bestia” (Salmo 36:6: “Tu justicia es como los montes de

Dios, Tus juicios, abismo grande. Oh Jehová, al hombre y al animal

conservas”), “el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen

misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra

de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados


121

por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las

alturas” (Hebreos 1:3). ¡Qué maravilla del poder divino es la vida pre-

natal de todo ser humano! Que un niño pueda vivir, y durante tantos

meses, en lugares tan pequeños e inaccesibles, respirando por el cor-

dón umbilical que le abastece de oxígeno, no se puede explicar sin el

poder sustentador de Dios. Verdaderamente es Él quien preserva nues-

tra alma en la vida (Salmo 66:9: “Él es quien preservó la vida a nuestra

alma, Y no permitió que nuestros pies resbalasen”). La preservación

de la tierra de la violencia del mar es otro claro ejemplo del poder de

Dios. ¿Cómo se mantiene esa creación furiosa, como el mar, contenido

dentro de esos límites en los que Él primero lo alojó, continuando con

su canal, sin desbordar la tierra y sin hacer pedazos la parte inferior

de la creación? La situación natural del agua es estar siempre sobre la

tierra, porque es más ligera, e inmediatamente debajo del aire, porque

es más pesada. ¿Quién restringe la calidad natural de la misma? Cier-

tamente el ser humano no lo puede hacer y nunca lo podrá hacer. Es


122

la orden de su Creador la que sólo lo frena: “Y dije: Hasta aquí llegarás,

y no pasarás adelante, Y ahí parará el orgullo de tus olas?” (Job 38:11).

¡Qué monumento permanente al poder de Dios es la preservación del

mundo! Considera el poder de Dios en el gobierno. Tomemos como

ejemplo, Su restricción de la malicia de Satanás. “Sed sobrios, y velad;

porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrede-

dor buscando a quien devorar” (I Pedro 5:8). Está lleno de odio contra

Dios, y de una enemistad diabólica contra los seres humanos, particu-

larmente contra los santos. El que envidiaba a Adán en el paraíso nos

envidia por el placer que tenemos de disfrutar de las bendiciones de

Dios. Si tuviera el mundo a su voluntad, lo trataría igual como lo hizo

con Job: Enviaría fuego del cielo sobre los frutos de la tierra, destruiría

el ganado, causaría que un viento derrocara nuestras casas y cubriera

nuestros cuerpos con forúnculos. Pero, por muy poco que los seres

humanos se den cuenta, Dios lo frena en gran medida, le impide llevar

a cabo todos sus propósitos malvados y lo encierra dentro de sus


123

propias ordenaciones. Así también Dios restringe la corrupción natural

de los seres humanos. Sufrimos los suficientes brotes del pecado para

mostrarnos los estragos terribles que ha provocado la apostasía del ser

humano de su Creador, pero ¿quién puede concebir las terribles dis-

tancias a las que llegarían los seres humanos si Dios retirara Su mano

de contención? “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; No hay

quien entienda. No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una

se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera

uno. Sepulcro abierto es su garganta; Con su lengua engañan. Veneno

de áspides hay debajo de sus labios; Su boca está llena de maldición y

de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; Quebranto

y desventura hay en sus caminos; Y no conocieron camino de paz. No

hay temor de Dios delante de sus ojos” (Romanos 3:10-18): Esta es la

naturaleza de cada descendiente de Adán. Entonces, ¡qué desenfreno

y contumaz rebelión habría en el mundo, si el poder de Dios no se

interpusiera para bloquear las compuertas de este gran mal! Salmo


124

93:3-4: “Alzaron los ríos, oh Jehová, Los ríos alzaron su sonido; Alza-

ron los ríos sus ondas. Jehová en las alturas es más poderoso Que el

estruendo de las muchas aguas, Más que las recias ondas del mar”.

Considera el poder de Dios en el juicio. Cuando Él golpea, nadie puede

resistirse a Él: Ezequiel 22:14: “¿Estará firme tu corazón? ¿Serán fuer-

tes tus manos en los días en que yo proceda contra ti? Yo Jehová he

hablado, y lo haré”. ¡Qué terriblemente esto fue ejemplificado en el

Diluvio Universal! Dios abrió las ventanas del cielo y rompió las grandes

fuentes de las profundidades, y (exceptuando a aquellos que fueron

salvados en el arca), toda la raza humana, estuvo indefensa ante la

tormenta de su ira, fue barrida por completo. Una lluvia de fuego y

azufre del cielo, y las ciudades de la llanura fueron exterminadas. Fa-

raón y todos sus ejércitos eran impotentes cuando Dios los golpeó en

el Mar Rojo. Qué palabra tan terrible es la que encontramos en Roma-

nos 9:22-24: “¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio

su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados


125

para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las

mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano

para gloria, a los cuales también ha llamado, esto es, a nosotros, no

sólo de los judíos, sino también de los gentiles?”. Dios va a mostrar su

poder sobre los reprobados, no solo por encarcelarlos en Gehenna, sino

por preservar sobrenaturalmente sus cuerpos y sus almas en medio de

las eternas llamas del Lago de Fuego. ¡Bien hacen temblar todos ante

tal Dios! Para tratar con elocuencia Dios puede aplastarnos tan fácil-

mente como una polilla, es una política suicida. Desafiar abiertamente

a Aquel que está vestido con Omnipotencia, que puede destrozarnos o

arrojarnos al Infierno en cualquier momento que Él quiera, es la más

alta de todas las locuras. Para ponerlo en su lugar apropiado, es sólo

una parte de la sabiduría prestar atención a su mandamiento: “Honrad

al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; Pues se inflama

de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían” (Salmo

2:12). ¡Que el alma iluminada adore a tal Dios! Las maravillosas e


126

infinitas perfecciones de tal Ser requieren una adoración ferviente. Si

los seres humanos de poder y renombre reclaman la admiración del

mundo, cuánto más debería el poder del Todopoderoso llenarnos de

asombro y homenaje. “Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses?

¿Quién como tú, magnífico en santidad, Terrible en maravillosas haza-

ñas, hacedor de prodigios?” (Éxodo 15:11). ¡Que el santo confíe en tal

Dios! Él es digno de una confianza implícita. Nada es demasiado difícil

para Él. Si Dios estuviera limitado en poder y tuviera un límite Su

fuerza, bien podríamos desesperarnos. Pero al ver que Él está vestido

con Omnipotencia, ninguna oración es demasiado difícil para que Él no

la pueda contestar, no existe necesidad demasiado grande para que Él

no la pueda proveer, no hay pasión demasiado fuerte para que Él no la

pueda dominar; no hay tentación demasiado poderosa para que Él no

nos pueda liberar, no hay desdicha demasiado profunda para que Él no

la pueda aliviar. “Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?

Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?”


127

(Salmo 27:1). “Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas

mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según

el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo

Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efesios

3:20-21).
128

CAPÍTULO 10

LA FIDELIDAD DE DIOS

FIEL EN TODO, EN TODO MOMENTO

La falta de fidelidad es uno de los pecados más sobresalientes de estos

días malos. En el mundo de los negocios, la palabra de un ser humano,

con raras excepciones, ya no es un vínculo leal. En el mundo social, la

infidelidad conyugal abunda por todas partes, los vínculos sagrados del

matrimonio se rompen con tan poca atención, como el descarte de una

prenda vieja. En el ámbito eclesiástico, miles de personas que han con-

venido solemnemente en predicar la verdad no tienen ningún obstáculo

en atacarla y negarla. El mismo lector o escritor tampoco pueden re-

clamar completa inmunidad contra este terrible pecado. ¡De cuántas

maneras hemos sido infieles a Cristo, a la luz de los privilegios que Dios

nos ha confiado! Qué refrescante, entonces, qué bendecido suprema-

mente, es alzar nuestros ojos por encima de esta escena de ruina, y

he aquí acudir a Uno que es Fiel: Fiel en todo, Fiel en todo momento.
129

“Conoce, pues, que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el

pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos,

hasta mil generaciones” (Deuteronomio 7:9). Esta cualidad es esencial

para su ser; sin ella no sería Dios. Que Dios sea infiel sería actuar en

contra de su naturaleza, lo cual es imposible: “Si fuéremos infieles, él

permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo” (II Timoteo 2:13). La

fidelidad es una de las gloriosas perfecciones de su ser. Él está tal como

estaba vestido con este atributo: “Oh Jehová, Dios de los ejércitos,

¿Quién como tú? Poderoso eres, Jehová, Y tu fidelidad te rodea” (Salmo

89:8). Así también, cuando Dios se encarnó, se dijo: “Y será la justicia

cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura” (Isaías 11:5).

Qué palabra es esa que encontramos en el Salmo 36:5, “Jehová, hasta

los cielos llega tu misericordia, Y tu fidelidad alcanza hasta las nubes”.

Muy por encima de toda comprensión finita está la inmutable fidelidad

de Dios. Todo acerca de Dios es grande, vasto, incomparable. Él nunca

olvida, nunca falla, nunca vacila o duda, nunca pierde su palabra. A


130

cada declaración de promesa o profecía el Señor se ha adherido exac-

tamente, así como a cada compromiso de alianza o amenaza que Él

hará valer, porque “Dios no es hombre, para que mienta, Ni hijo de

hombre para que se arrepienta. Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo

ejecutará?” (Números 23:19). Por lo tanto, el creyente exclama: “Por

la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca

decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu

fidelidad” (Lamentaciones 3:22-23). En la Escritura abunda las ilustra-

ciones acerca de la fidelidad de Dios. Hace más de cuatro mil años,

dijo: “Mientras la tierra permanezca, no cesarán la sementera y la

siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, y el día y la noche”

(Génesis 8:22). Cada año que viene proporciona un nuevo testimonio

del cumplimiento de Dios de esta promesa. En Génesis 15 encontramos

que Jehová declaró a Abraham: “Entonces Jehová dijo a Abram: Ten

por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava

allí, y será oprimida cuatrocientos años. Mas también a la nación a la


131

cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza.

Y tú vendrás a tus padres en paz, y serás sepultado en buena vejez. Y

en la cuarta generación volverán acá; porque aún no ha llegado a su

colmo la maldad del amorreo hasta aquí” (versículos 13-16). Siglos

corrieron con su curso cansado. Los descendientes de Abraham gimie-

ron en medio de los hornos de los ladrillos de Egipto. ¿Había olvidado

Dios su promesa? De hecho, no. Leemos en Éxodo 12:41, “Y pasados

los cuatrocientos treinta años, en el mismo día todas las huestes de

Jehová salieron de la tierra de Egipto”. A través de Isaías el Señor

declaró: “Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la vir-

gen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”

(Isaías 7:14). Una vez más pasaron los siglos, pero “Pero cuando vino

el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y

nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4). Dios es Verdadero. Su Palabra de

promesa es completamente segura. En todas sus relaciones con su

pueblo, Dios es fiel. Se puede confiar en Él con toda seguridad. Nadie


132

nunca ha confiado realmente en Él en vano. Encontramos esta preciosa

verdad expresada en casi todas las páginas de las Escrituras, porque

su pueblo necesita saber que la fidelidad es una parte esencial del ca-

rácter divino. Esta es la base de nuestra confianza en Él. Pero una cosa

es aceptar la fidelidad de Dios como una verdad divina, y otra muy

distinta es actuar sobre ella. Dios nos ha dado muchas “grandes y pre-

ciosas promesas que exceden”, pero ¿estamos realmente contando con

el cumplimiento de ellas? ¿Estamos realmente esperando que Él haga

por nosotros todo lo que Él ha dicho? ¿Estamos descansando con se-

guridad implícita en estas palabras, “Mantengamos firme, sin fluctuar,

la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (He-

breos 10:23)?

CUANDO SURGEN DIFICULTADES

Hay estaciones en la vida de todos cuando no es fácil, ni siquiera para

los cristianos, creer que Dios es Fiel. Nuestra fe es muy probada, nues-

tros ojos se oscurecen con lágrimas y ya no podemos rastrear las obras


133

de su amor. Nuestros oídos se distraen con los ruidos del mundo, aco-

sados por los susurros ateos de Satanás e instrumentos, y ya no po-

demos escuchar los dulces acentos de su voz, por más pequeña que

sea. Cuando los planes preciados se han frustrado, cuando los amigos

en los que confiamos nos han fallado, cuando un hermano o una her-

mana profesante en Cristo nos ha traicionado o un ser amado. Estamos

situados y buscamos ser fieles a Dios, y ahora una nube oscura lo es-

conde de nosotros. Nos resulta difícil, sí, imposible, por la razón carnal

armonizar Su providencia fruncida con Sus promesas graciosas. Ah,

alma vacilante, peregrino severamente probado, busca la gracia para

prestar atención a Isaías 50:10: “¿Quién hay entre vosotros que teme

a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda en tinieblas y carece

de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios”. Cuando

te sientas tentado a dudar de la fidelidad de Dios, exclama: “Vete de

aquí, Satanás”. Aunque ahora no puedes armonizar los misteriosos tra-

tos de Dios con las declaraciones de su amor, espera en Él y poco a


134

poco recibirás más luz. A su debido tiempo, Él te lo explicará. “Respon-

dió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas

lo entenderás después” (Juan 13:7). La consecuencia aún demostrará

que Dios no ha abandonado ni engañado a Sus hijos. “Por tanto, Jehová

esperará para tener piedad de vosotros, y por tanto, será exaltado te-

niendo de vosotros misericordia; porque Jehová es Dios justo; biena-

venturados todos los que confían en él” (Isaías 30:18). No juzgues al

Señor con débil sentido, sino que confía en Él por su gracia. Detrás de

una providencia que frunce el ceño, Él esconde una cara sonriente.

Temerosos santos, tened fresco coraje, tomen las nubes sombrías de

las pruebas, teman mucho a Dios, sean ricos en misericordia y rompe-

rán en bendición sobre su cabeza. “Tus testimonios, que has recomen-

dado, son rectos y muy fieles” (Salmo 119:138). Dios no sólo nos ha

dicho lo mejor, sino que nos ha revelado lo peor del pecado. Él nos ha

descrito fielmente la ruina y la caída que provoca el pecado, la desobe-

diencia a sus leyes. Él ha diagnosticado fielmente el estado terrible que


135

el pecado ha producido en la humanidad. Él ha dado a conocer fiel-

mente su odio antiguo hacia el mal, y que Él debe castigar al mismo.

Él nos ha advertido fielmente que Él es “fuego consumidor” (Hebreos

12:29: “Porque nuestro Dios es fuego consumidor”). En Su Palabra no

sólo abunda las ilustraciones de Su fidelidad en el cumplimiento de Sus

promesas, sino que también registra numerosos ejemplos de Su fide-

lidad para hacer realidad y cumplir Sus amenazas y juicios. Cada etapa

de la historia de Israel ejemplifica ese hecho solemne. Así fue con los

individuos: Faraón, Coré, Acán y muchos otros personajes que son tan-

tas pruebas de eso. Y así estará, lector mío: A menos que haya huido

o huya a Cristo en busca de refugio, la condenación eterna en el Lago

de Fuego será su porción segura y cierta, porque Fiel es Dios quien lo

advierte en Su Palabra.

FIDELIDAD DEMOSTRADA

Dios es fiel en preservar a su pueblo. “Fiel es Dios, por el cual fuisteis

llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor” (Primera


136

de Corintios 1:9). En el versículo anterior se hizo la promesa de que

Dios confirmaría hasta el fin a su propio pueblo. La confianza del após-

tol Pablo en la seguridad absoluta de los creyentes se basó, no en la

fuerza de sus resoluciones o en la capacidad de perseverar, sino en la

veracidad de Aquel que no puede mentir. Dado que Dios le ha prome-

tido a su Hijo un cierto pueblo por herencia, para librarlos del pecado

y la condenación eterna, y para hacerlos partícipes de la vida eterna

en la gloria, es cierto que Él no permitirá que ninguno de ellos perezca.

Dios es fiel en la disciplina de su pueblo. Él es fiel en lo que advierte,

no menos de lo que es cuando da una promesa. Él es fiel en enviar

dolor, así como en dar alegría. La fidelidad de Dios es una verdad que

debemos confesar no sólo cuando nos sentimos cómodos, sino también

cuando estamos siendo reprendidos en la más severa reprensión de

Dios. Tampoco esta confesión debe ser meramente de nuestra boca,

sino también de nuestros corazones. Cuando Dios nos golpea con la

vara del castigo, es la fidelidad de Dios la que lo ejerce. Reconocer esto


137

significa que nos humillamos ante Él, reconocemos que merecemos su

corrección, y en lugar de murmurar contra Él, se lo agradecemos. Dios

nunca aflige sin razón. “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados

entre vosotros, y muchos duermen” (Primera de Corintios 11:30), dice

Pablo, ilustrando este principio. Cuando Su vara desciende sobre no-

sotros, digamos como Daniel: “Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la

confusión de rostro, como en el día de hoy lleva todo hombre de Judá,

los moradores de Jerusalén, y todo Israel, los de cerca y los de lejos,

en todas las tierras adonde los has echado a causa de su rebelión con

que se rebelaron contra ti” (Daniel 9:7). “Conozco, oh Jehová, que tus

juicios son justos, Y que conforme a tu fidelidad me afligiste” (Salmo

119:75). El problema y la aflicción no sólo son consistentes con el amor

de Dios prometido en el pacto eterno, sino que son parte de la admi-

nistración de este. Dios no sólo es fiel a pesar de las aflicciones, sino

que es fiel al enviárnosla. “Si dejaren sus hijos mi ley, Y no anduvieren

en mis juicios, Si profanaren mis estatutos, Y no guardaren mis


138

mandamientos, Entonces castigaré con vara su rebelión, Y con azotes

sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, Ni falsearé mi

verdad. No olvidaré mi pacto, Ni mudaré lo que ha salido de mis labios.

Una vez he jurado por mi santidad, Y no mentiré a David. Su descen-

dencia será para siempre, Y su trono como el sol delante de mí. Como

la luna será firme para siempre, Y como un testigo fiel en el cielo. Se-

lah” (Salmo 89:30-37). El castigo no sólo es reconciliable con la mise-

ricordia de Dios, sino que es el efecto y la expresión de ello. Sería

mucho más tranquilo para la mente del pueblo de Dios si recordaran

que el amor de Su pacto lo obliga a imponerles una corrección tempo-

ral. Las aflicciones son necesarias para nosotros: “Andaré y volveré a

mi lugar, hasta que reconozcan su pecado y busquen mi rostro. En su

angustia me buscarán” (Oseas 5:15). Dios es fiel en glorificar a su

pueblo. “Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (Primera de

Tesalonicenses 5:24). La referencia inmediata aquí es que los santos

están preservados sin culpa e irreprensibles para la venida de nuestro


139

Señor Jesucristo: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo;

y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible

para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el

cual también lo hará”. Dios trata con nosotros no sobre la base de

nuestros méritos (porque no tenemos ninguno), sino por el bien de su

propio Gran Nombre. Dios es constante para sí mismo y para su propio

propósito de gracia: “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y

a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos

también glorificó” (Romanos 8:30). Dios nos da una demostración

completa de la constancia de su bondad eterna para con sus elegidos

al llamarlos de la oscuridad en la que se encontraban a su luz admirable

y maravillosa, y esto debería asegurarles completamente la continui-

dad de dicha certeza. “Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo

este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniqui-

dad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (II Timoteo 2:19).

Pablo estaba descansando en la fidelidad de Dios cuando dijo: “Por lo


140

cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a

quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi de-

pósito para aquel día” (II Timoteo 1:12).

LA FE EN LA FIDELIDAD DE DIOS

La aprehensión de esta bendita verdad nos preservará de la preocupa-

ción. Estar lleno de cuidados y dudas, ver nuestra situación con pre-

sentimientos oscuros, anticipar el mañana con tristeza ansiosa, es re-

flexionar mal sobre la fidelidad de Dios. El Dios que ha cuidado a su

hijo durante todos sus primeros años no lo abandonará en su vejez. El

que ha escuchado sus oraciones en el pasado no se negará a suplir su

necesidad en la presente emergencia. Descansa en Job 5:17-27: “He

aquí, bienaventurado es el hombre a quien Dios castiga; Por tanto, no

menosprecies la corrección del Todopoderoso. Porque él es quien hace

la llaga, y él la vendará; Él hiere, y sus manos curan. En seis tribula-

ciones te librará, Y en la séptima no te tocará el mal. En el hambre te

salvará de la muerte, Y del poder de la espada en la guerra. Del azote


141

de la lengua serás encubierto; No temerás la destrucción cuando vi-

niere. De la destrucción y del hambre te reirás, Y no temerás de las

fieras del campo; Pues aún con las piedras del campo tendrás tu pacto,

Y las fieras del campo estarán en paz contigo. Sabrás que hay paz en

tu tienda; Visitarás tu morada, y nada te faltará. Asimismo echarás de

ver que tu descendencia es mucha, Y tu prole como la hierba de la

tierra. Vendrás en la vejez a la sepultura, Como la gavilla de trigo que

se recoge a su tiempo. He aquí lo que hemos inquirido, lo cual es así;

Óyelo, y conócelo tú para tu provecho”. La aprehensión de esta bendita

verdad cerrará nuestras murmuraciones. El Señor sabe qué es lo mejor

para cada uno de nosotros, y un efecto de apoyarse en esta bendita

verdad será el silenciamiento de nuestras quejas petulantes. Dios es

grandemente honrado cuando, bajo incluso la prueba y el castigo, te-

nemos buenos pensamientos acerca de Él, reivindicamos Su sabiduría

y justicia, y reconocemos Su amor en Sus reproches. La aprehensión

de esta bendita verdad engendrará una mayor confianza en Dios. “De


142

modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden

sus almas al fiel Creador, y hagan el bien” (I Pedro 4:19). Cuando nos

resignamos confiadamente, todos nuestros asuntos en las manos de

Dios, estaremos persuadidos completamente de su amor y fidelidad, y

antes nos conformaremos con sus providencias y asimismo nos dare-

mos cuenta de que “Él lo hace todo para bien”.


143

CAPÍTULO 11

LA BONDAD DE DIOS

LA BONDAD DE DIOS ES REVELADA

“¿Por qué te jactas de maldad, oh poderoso? La misericordia de Dios

es continua” (Salmo 52:1). La bondad de Dios se refiere a la perfección

de su naturaleza: “Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anun-

ciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (I Juan 1:5).

Hay una perfección tan absoluta en la naturaleza de Dios y en el hecho

de que nada le falta o está defectuoso, y no se le puede agregar nada

para mejorarlo. Él es originalmente bueno, bueno en sí mismo, que

nada ni nadie más lo es; porque todas las criaturas son buenas sólo

por medio de la participación y comunicación con Dios. Él es esencial-

mente bueno; no sólo el bien se encuentra en Él, sino la bondad en sí

misma: El bien de la criatura es una cualidad súper agregada, en Dios

es su propia esencia. Él es infinitamente bueno; el bien de la criatura

no es más que una gota, pero en Dios está un océano infinito de toda
144

la reunión del bien. Él es eterna e inmutablemente bueno, porque

nunca puede ser menos bueno de lo que es; como no se le puede hacer

ninguna adición, así tampoco no se le puede restar nada (Thomas Man-

ton).

DIOS ES EL BIEN SUPREMO

El significado anglosajón original de nuestra palabra inglesa para Dios

es “El bueno”. Dios no es sólo el más grande de todos los seres, sino

el mejor y único en su excelencia. Toda la bondad que hay en cualquier

criatura ha sido impartida por el Creador, pero la bondad de Dios no se

deriva de nada ni nadie, porque es la esencia de su naturaleza eterna.

Como Dios es infinito en poder desde toda la eternidad, antes de que

existiera alguna demostración de ello, o de un acto de omnipotencia

fuera presentado, así fue eternamente bueno antes de que hubiera al-

guna comunicación de Su generosidad, o de cualquier criatura a quien

pudiera impartirse. Así, la primera manifestación de esta perfección

divina fue dar el ser a todas las cosas. “Bueno eres tú, y bienhechor;
145

Enséñame tus estatutos” (Salmo 119:68). Dios tiene en sí mismo un

tesoro infinito e inagotable de toda bienaventuranza, suficiente para

llenar todas las cosas. Todo lo que emana de Dios: Sus decretos, su

creación, su propósito, sus leyes, sus providencias, no puede ser más

que bueno: Como está escrito: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y

he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana el

día sexto” (Génesis 1:31). Así, la bondad de Dios se ve, primero, en la

creación. Cuanto más de cerca se estudia a la criatura, más se hace

evidente la beneficencia de su Creador. Tomemos lo más alto de las

criaturas terrenales de Dios: El hombre. Razón abundante tiene para

decir con el salmista: “Te alabaré; porque formidables, maravillosas

son tus obras; Estoy maravillado, Y mi alma lo sabe muy bien” (Salmo

139:14). Todo sobre la estructura de nuestros cuerpos atestigua la

bondad de su Creador. ¡Cómo se adaptan nuestras manos para realizar

su trabajo asignado! ¡Qué bueno es de parte del Señor nombrar al

sueño para refrescar nuestros cuerpos cansados! ¡Qué benevolente su


146

provisión para dar a nuestros ojos párpados y cejas para su protección!

Y así podríamos continuar indefinidamente nombrando sus providen-

cias y bondades. Tampoco la bondad del Creador se limita sólo al ser

humano; se ejerce hacia todas sus criaturas. “Los ojos de todos espe-

ran en ti, Y tú les das su comida a su tiempo. Abres tu mano, Y colmas

de bendición a todo ser viviente” (Salmo 145:15-16). Se podrían es-

cribir volúmenes enteros, para ampliar este hecho. Ya sean las aves

del cielo, las bestias del bosque o los peces en el mar, Dios ha hecho

muchas provisiones para satisfacer todas sus necesidades. Dios “El que

da alimento a todo ser viviente, Porque para siempre es su misericor-

dia” (Salmo 136:25). Verdaderamente, “El ama justicia y juicio; De la

misericordia de Jehová está llena la tierra” (Salmo 33:5). La bondad

de Dios se ve en la variedad de placeres naturales que Él ha provisto

para Sus criaturas. Dios pudo haberse complacido en satisfacer nuestra

hambre sin que la comida fuera agradable para nuestros paladares,

¡cómo Su benevolencia aparece en los variados sabores que Él ha dado


147

a las carnes, a las verduras y a las frutas! Dios no sólo nos ha dado los

sentidos, sino también aquello que los gratifica; y esto también revela

su bondad. La tierra podría haber sido tan fértil como lo es sin que su

superficie sea tan deliciosamente variada. Nuestras vidas físicas po-

drían haber sido sostenidas sin hermosas flores para regalar a nuestros

ojos el placer de ver sus diferentes colores y tonalidades, y a nuestras

fosas nasales con sus perfumes dulces. Podríamos haber caminado por

los campos sin que nuestros oídos fueran saludados por la música de

los pájaros del cielo. ¿De dónde, entonces, viene esta belleza, este

encanto, tan libremente difundido sobre el aspecto de la naturaleza?

Verdaderamente, las tiernas misericordias del Señor están sobre todas

sus obras (Salmo 145:9: “Bueno es Jehová para con todos, Y sus mi-

sericordias sobre todas sus obras”). La bondad de Dios se ve en que

cuando el ser humano transgredió la ley de su Creador, no comenzó

de inmediato una dispensación de ira sin mezcla. Bien podría Dios ha-

ber privado a sus criaturas caídas de toda bendición, de cada consuelo,


148

de cada placer. En su lugar, introdujo un régimen de naturaleza mixta,

de misericordia y juicio. Esto es muy maravilloso si se lo considera

debidamente, y cuanto más a fondo se examine este aspecto, más pa-

recerá que la misericordia se regocija contra el juicio (Santiago 2:13:

“Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere mise-

ricordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio”). A pesar de todos los

males que acompañan a nuestro estado caído, el equilibrio del bien

predomina en gran medida. Con excepciones relativamente raras, los

hombres y las mujeres experimentan un número mucho mayor de días

de salud que de enfermedad y dolor. Hay mucha más felicidad de cria-

turas que de miseria en el mundo. Incluso nuestros dolores admiten

un alivio considerable, y Dios le ha dado a la mente humana una flexi-

bilidad que se adapta a las diversas circunstancias y las aprovecha al

máximo. Tampoco puede cuestionarse con justicia la benevolencia de

Dios porque hay sufrimiento y tristeza en el mundo. Si el ser humano

peca contra la bondad de Dios, si desprecia las riquezas de su bondad


149

y paciencia y longanimidad, y después de la dureza y la impenitencia

de su corazón, atesora para sí la ira contra el día de la ira (Romanos

2:3-8: “¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que tal hacen,

y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de Dios? ¿O menospre-

cias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, igno-

rando que su benignidad te guía al arrepentimiento? Pero por tu dureza

y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día

de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a

cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando

en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a

los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen

a la injusticia”). ¿Quién tiene la culpa, sino él mismo? ¿Sería Dios

“bueno” si no castigara a quienes maltratan sus bendiciones, abusan

de su benevolencia y pisotean sus misericordias bajo sus pies? No será

un reflejo de la bondad de Dios, con su ejemplo más brillante, cuando

Él libre a esta tierra de aquellos seres humanos que han quebrantado


150

Sus leyes, que han desafiado Su autoridad, que se han burlado de Sus

mensajeros, que han despreciado a Su Hijo y perseguido a aquellos

por quienes murió. La bondad de Dios apareció de la manera más ilus-

tre cuando envió a su Hijo: “Pero cuando vino el cumplimiento del

tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para

que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos

la adopción de hijos” (Gálatas 4:4-5). Entonces fue cuando una multi-

tud de la hueste celestial alabó a su Hacedor y dijo: “¡Gloria a Dios en

las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!”

(Lucas 2:14). Sí, en el Evangelio, la “gracia [palabra en el griego que

transmite la idea de benevolencia o bondad] de Dios que trae la salva-

ción se ha manifestado a todos los seres humanos” (Tito 2:11-15: “Por-

que la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los

hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos

mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguar-

dando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de


151

nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por

nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo

propio, celoso de buenas obras. Esto habla, y exhorta y reprende con

toda autoridad. Nadie te menosprecie”). Tampoco puede cuestionarse

la benignidad de Dios porque Él no ha hecho que cada criatura peca-

dora sea un tema de Su gracia redentora. Él no la otorgó tampoco a

los ángeles caídos. Si Dios hubiera dejado que todos perecieran, no

habría sido un reflejo de su bondad. A cualquiera que desafíe esta afir-

mación, le recordaremos la prerrogativa soberana de nuestro Señor:

“¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia,

porque yo soy bueno?” (Mateo 20:15).

ALABEN AL SEÑOR POR SU BONDAD

“Alaben la misericordia de Jehová, Y sus maravillas para con los hijos

de los hombres” (Salmo 107:8). La gratitud es el retorno justamente

requerido de los objetos de Su beneficencia; sin embargo, a menudo

se lo retiene de nuestro gran Benefactor simplemente porque Su


152

bondad es tan constante y tan abundante que no es percibida. Se es-

tima ligeramente porque se ejerce hacia nosotros en el curso común y

natural de los acontecimientos. No se siente porque diariamente lo ex-

perimentamos. “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, pa-

ciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arre-

pentimiento?” (Romanos 2:4). Su bondad se “desprecia” cuando no se

mejora, al no utilizarla como un medio de reconocimiento y guía para

los seres humanos al arrepentimiento, sino que, por el contrario, sirve

para endurecerlos por la suposición de que Dios ignora completamente

su pecado o porque simplemente creen que no existe. La bondad de

Dios es la vida de la confianza del creyente. Es esta excelencia en Dios

lo que más atrae a nuestros corazones. Debido a que su bondad per-

manece para siempre, nunca debemos desanimarnos: “Jehová es

bueno, fortaleza en el día de la angustia; y conoce a los que en él

confían” (Nahum 1:7). Cuando los demás se porten mal con nosotros,

sólo debería animarnos a dar gracias al Señor con más entusiasmo,


153

porque Él es el Único Bueno; y cuando nosotros mismos somos cons-

cientes de que estamos lejos de ser buenos, sólo deberíamos bende-

cirle a Él con mayor reverencia porque Él es el Único Bueno. Nunca

debemos tolerar la incredulidad ni en un instante en cuanto a la bondad

del Señor; cualquier otra cosa que pueda ser cuestionada, pero esto es

absolutamente cierto, que Jehová es Bueno; Sus dispensaciones pue-

den variar, pero su naturaleza es siempre la misma (C.H. Spurgeon).


154

CAPÍTULO 12

LA PACIENCIA DE DIOS

Mucho menos se ha sido escrito sobre este atributo que otras excelen-

cias del carácter divino. No pocos de los que se han extendido prolon-

gadamente sobre los atributos divinos han pasado por alto la paciencia

de Dios sin ningún comentario. No es fácil sugerir una razón para esto,

porque seguramente la paciencia de Dios es tan importante como todas

las perfecciones divinas como su sabiduría, poder o santidad, y mucho

más para ser admirados y venerados por nosotros. Es cierto que el

término real no se encontrará en una concordancia con tanta frecuen-

cia como los demás, pero la gloria de esta gracia misma brilla en casi

todas las páginas de las Escrituras. Cierto es que perdemos mucho si

no meditamos con frecuencia sobre la paciencia de Dios y oramos fer-

vientemente para que nuestros corazones y oraciones estén más com-

pletamente conformes con esta verdad. Probablemente, la razón prin-

cipal por la que tantos escritores no nos han dado nada con respecto a
155

este atributo, por separado, sobre la paciencia de Dios, fue la dificultad

de distinguir este atributo de la bondad y la misericordia divinas, par-

ticularmente con esta última. La paciencia de Dios se menciona en con-

junción con su gracia y misericordia una y otra vez, como se puede ver

al consultar Éxodo 34:6: “Y pasando Jehová por delante de él, pro-

clamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para

la ira, y grande en misericordia y verdad”, Números 14:18: “Jehová,

tardo para la ira y grande en misericordia, que perdona la iniquidad y

la rebelión, aunque de ningún modo tendrá por inocente al culpable;

que visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta los terceros y

hasta los cuartos”, Salmo 86:15: “Mas tú, Señor, Dios misericordioso

y clemente, Lento para la ira, y grande en misericordia y verdad”, son

algunos ejemplos. La paciencia de Dios es realmente una muestra de

Su misericordia, que de hecho es una forma en la que se manifiesta

con frecuencia, no se puede negar. Pero que esa paciencia y misericor-

dia son la misma excelencia, y no deben separarse, eso no lo podemos


156

conceder. Puede que no sea fácil discriminar entre ambas, sin em-

bargo, las Escrituras nos garantizan plenamente afirmar que algunos

aspectos de la Paciencia de Dios, son diferentes de los otros aspectos

de la Misericordia de Dios.

LA PACIENCIA DE DIOS PREVALECE

Stephen Charnock, el puritano, define la paciencia de Dios, en parte,

así: Es parte de la bondad y la misericordia divinas, pero difiere de

ambas. Dios siendo la mayor bondad, tiene la mayor bondad; la sua-

vidad es siempre la compañera de la verdadera bondad, y cuanto ma-

yor es la bondad, mayor es la suavidad. ¿Quién es tan santo como

Cristo, y quién es tan manso como Él? La lentitud de Dios en la ira es

una rama de Su misericordia: “Clemente y misericordioso es Jehová,

Lento para la ira, y grande en misericordia” (Salmo 145:8). Difiere de

la misericordia en la consideración formal del objeto: la misericordia

respeta a la criatura como miserable, la paciencia respeta a la criatura

como un criminal; la misericordia lo compadece en su miseria, y la


157

paciencia soporta el pecado que engendró esa miseria, y que está

dando a luz más. Personalmente, definiríamos la paciencia divina como

el poder de control que Dios ejerce sobre sí mismo, lo que lo lleva a

soportar a los malvados y le impide castigarlos durante tanto tiempo.

En Nahum 1:3 leemos: “Jehová es tardo para la ira y grande en poder,

y no tendrá por inocente al culpable. Jehová marcha en la tempestad

y el torbellino, y las nubes son el polvo de sus pies”, sobre lo cual el

Sr. Charnock dijo: Los seres humanos que son grandes en el mundo

son rápidos en la pasión, y no están tan dispuestos a perdonar una

lesión, o soportar a un ofensor, como uno de un rango más malo. Es

una falta de poder sobre el yo de ese ser humano lo que le hace hacer

cosas impropias, en una provocación. Un príncipe que puede contener

sus pasiones es un rey sobre sí mismo y sobre sus súbditos. Dios es

lento para enojarse porque es grande en poder, en dominio y autocon-

trol. Él no tiene menos poder sobre sí mismo que sobre sus criaturas.

Es en el punto anterior, que pensamos, que la paciencia de Dios se


158

distingue más claramente de su misericordia. Aunque la criatura se

beneficia de ese modo, la paciencia de Dios se respeta principalmente

por Sí mismo, es una restricción impuesta a Sus actos por Su voluntad;

mientras que su misericordia termina totalmente sobre la criatura. La

paciencia de Dios es esa excelencia que hace que Él sufra grandes he-

ridas sin vengarse de inmediato. Él tiene un poder de paciencia y un

poder de justicia a la vez. De este modo, la palabra hebrea para la

paciencia divina se traduce como “lento para la ira” en Nehemías 9:17:

“No quisieron oír, ni se acordaron de tus maravillas que habías hecho

con ellos; antes endurecieron su cerviz, y en su rebelión pensaron po-

ner caudillo para volverse a su servidumbre. Pero tú eres Dios que

perdonas, clemente y piadoso, tardo para la ira, y grande en miseri-

cordia, porque no los abandonaste”, Salmo 103:8: “Misericordioso y

clemente es Jehová; Lento para la ira, y grande en misericordia”. No

es que existan pasiones en la naturaleza divina, sino que la sabiduría

y la voluntad de Dios se complacen en actuar con esa majestuosidad y


159

sobriedad que se está convirtiendo en Su majestad exaltada. En apoyo

de nuestra definición anterior, indicamos que fue a esta excelencia en

el carácter divino a lo que Moisés apeló, cuando Israel pecó tan grave-

mente en Kadesh-Barnea, y provocó a Jehová con tanta fuerza. A su

siervo, el Señor dijo: “Los heriré con la pestilencia y los desheredaré”.

Entonces fue cuando el mediador Moisés, como un tipo del Cristo ve-

nidero, suplicó: “Ahora, pues, yo te ruego que sea magnificado el poder

del Señor, como lo hablaste, diciendo: Jehová, tardo para la ira y

grande en misericordia, que perdona la iniquidad y la rebelión, aunque

de ningún modo tendrá por inocente al culpable; que visita la maldad

de los padres sobre los hijos hasta los terceros y hasta los cuartos”

(Números 14:17-18). Por lo tanto, Su “paciencia” es su “poder” de au-

tocontrol. Nuevamente, en Romanos 9:22-24 leemos: “¿Y qué, si Dios,

queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha

paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer

notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de
160

misericordia que él preparó de antemano para gloria, a los cuales tam-

bién ha llamado, esto es, a nosotros, no sólo de los judíos, sino también

de los gentiles?”. Si Dios rompiera de inmediato a estos vasos repro-

bados en pedazos, Su poder de autocontrol no aparecería tan eminen-

temente; Al soportar su maldad y tolerar el castigo durante tanto

tiempo, se demuestra una vez más, gloriosamente el poder de su pa-

ciencia. Es cierto que los malvados interpretan Su longanimidad de

manera muy diferente: “Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre

la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dis-

puesto para hacer el mal” (Eclesiastés 8:11), pero el ojo ungido adora

lo que otros abusan. “El Dios de la paciencia” (Romanos 15:5: “Pero el

Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo

sentir según Cristo Jesús”) es uno de los títulos divinos. La deidad se

denomina así, primero, porque Dios es el Autor y el Objeto de la gracia

suprema de la paciencia en el Santo. En segundo lugar, porque esto es

lo que Él es en Sí mismo: la paciencia es una de Sus perfecciones. En


161

tercer lugar, como un patrón para nosotros: “Vestíos, pues, como es-

cogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de be-

nignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia” (Colosenses

3:12). Y de nuevo, “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados”

(Efesios 5:1). Cuando sienta la tentación de disgustarse ante la opaci-

dad de otro, o de vengarse de alguien que lo ha ofendido, recuerde la

infinita paciencia de Dios y la paciencia con usted mismo.

LA PACIENCIA DE DIOS, ENTONCES Y AHORA.

La paciencia de Dios se manifiesta en su trato con los pecadores. Cuán

sorprendentemente se mostró hacia los antediluvianos. Cuando la hu-

manidad estaba universalmente degenerada, y toda carne se había co-

rrompido, Dios no los destruyó hasta que los advirtió. Él “esperó” (I

Pedro 3:20: “los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez

esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se prepa-

raba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas

por agua”), probablemente no menos de 120 años (Génesis 6:3: “Y


162

dijo Jehová: No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre,

porque ciertamente él es carne; mas serán sus días ciento veinte

años”), durante los cuales Noé fue un “predicador de justicia” (II Pedro

2:5: “y si no perdonó al mundo antiguo, sino que guardó a Noé, pre-

gonero de justicia, con otras siete personas, trayendo el diluvio sobre

el mundo de los impíos”). Entonces, más tarde, cuando los gentiles no

sólo adoraron y sirvieron a la criatura más que al Creador, sino que

también cometieron las abominaciones más viles, contrarias incluso a

los dictados de la naturaleza (Romanos 1:19-26: “porque lo que de

Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las

cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente

visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de

las cosas hechas, de modo que no tienen excusa. Pues habiendo cono-

cido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino

que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue

entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron


163

la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre

corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual también

Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus cora-

zones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que

cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a

las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos.

Amén. Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus

mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza”) y

de ese modo llenaron la medida de su iniquidad, sin embargo, en lugar

de sacar su espada para el exterminio de tales rebeldes, Dios “En las

edades pasadas él ha dejado a todas las gentes andar en sus propios

caminos; si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien,

dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y

de alegría nuestros corazones” (Hechos 14:16-17). Qué maravillosa

fue la paciencia de Dios ejercitada y manifestada hacia Israel. Primero,

Él “sufrió sus modales” durante cuarenta años en el desierto (Hechos


164

13:18: “Y por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el de-

sierto”). Más tarde, cuando entraron en Canaán, pero siguieron las cos-

tumbres malvadas de las naciones que los rodeaban, y se volvieron a

la idolatría, aunque Dios los reprendió profundamente, no los destruyó

por completo, sino que, en su angustia, levantó liberadores para ellos.

Cuando su iniquidad se elevó a tal altura que nadie más que un Dios

de paciencia infinita pudo haberlos soportado, los perdonó muchos

años antes de permitir que fueran llevados a Babilonia. Finalmente,

cuando su rebelión contra Él alcanzó su clímax al crucificar a su Hijo,

Él esperó cuarenta años después para enviar a los romanos contra

ellos, y eso, sólo después de que se hubieran juzgado como indignos

de la vida eterna (Hechos 13:46: “Entonces Pablo y Bernabé, hablando

con denuedo, dijeron: A vosotros a la verdad era necesario que se os

hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no

os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los genti-

les”). Cuán maravillosa es la paciencia de Dios con el mundo de hoy.


165

Por todos lados la gente está pecando con el puño en alto. La ley divina

es pisoteada y Dios mismo abiertamente despreciado. Es verdadera-

mente sorprendente que Él no mate instantáneamente a los que lo

desafían tan descaradamente. ¿Por qué no corta de repente al altanero

infiel y al blasfemo flagrante, como lo hizo con Ananías y Safira? ¿Por

qué no hace que la tierra abra su boca y devore a los perseguidores de

su pueblo, para que, como Natán y Abiram, bajen vivos al Abismo? ¿Y

qué hay de la cristiandad apóstata, donde ahora se tolera y practica

toda forma posible de pecado al amparo del santo nombre de Cristo?

¿Por qué la ira justa del cielo no pone fin a tales abominaciones? Sólo

una respuesta es posible: Porque Dios soporta con “mucho sufrimiento

a los vasos de ira adaptados para la destrucción”. ¿Y qué hay del es-

critor y del lector? Revisemos nuestras propias vidas. No pasó mucho

tiempo desde que seguimos a una multitud para hacer el mal, no nos

preocupábamos por la gloria de Dios y vivíamos sólo para gratificarnos

a nosotros mismos. ¡Con cuánta paciencia Dios soportó nuestra vil


166

conducta! Y ahora esa gracia nos ha arrebatado con las marcas de

nuestra condena, dándonos un lugar en la familia de Dios, y nos ha

engendrado para una herencia eterna en la gloria, y cuán miserable-

mente lo recompensamos. ¡Qué poca nuestra gratitud le mostramos,

cuán tarde es nuestra obediencia, qué tan frecuentes son nuestros re-

incidentes! Una de las razones por las que Dios permite que la carne

permanezca aún en el creyente es para que puede exhibir Su “pacien-

cia para con nosotros” (II Pedro 3:9: “El Señor no retarda su promesa,

según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con

nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan

al arrepentimiento”). Dado que este atributo divino se manifiesta sólo

en este mundo, Dios aprovecha para mostrarlo hacia “los suyos”.

LA ESCUELA DE LA EXPERIENCIA SAGRADA

Que nuestra meditación sobre esta excelencia divina suavice nuestros

corazones, haga que nuestras conciencias se ablanden y aprendamos

en la escuela de la experiencia santa, sobre la “paciencia de los santos”,


167

es decir, la sumisión a la voluntad divina y a la continuidad práctica en

el bien. Busquemos sinceramente la gracia para imitar esta excelencia

divina. “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está

en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). En el contexto inmediato de

este versículo, Cristo nos exhorta a amar a nuestros enemigos, a ben-

decir a los que nos maldicen, a hacer el bien a los que nos odian. Dios

lleva mucho tiempo soportando a los malvados, a pesar de la multitud

de sus pecados, y nosotros ¿deseamos ser vengados por una sola le-

sión?
168

CAPÍTULO 13

LA GRACIA DE DIOS

UNA PERFECCIÓN DEL CARÁCTER DIVINO

La gracia es una perfección del personaje divino que se ejercita sola-

mente para el elegido. Ni en el Antiguo Testamento ni en el Nuevo

Testamento se menciona la gracia de Dios en relación con la humani-

dad en general, y mucho menos con las órdenes inferiores de Sus cria-

turas. En esto se distingue de la “misericordia”, porque la misericordia

de Dios es “sobre todas sus obras” (Salmo 145:9: “Bueno es Jehová

para con todos, Y sus misericordias sobre todas sus obras”). La gracia

es la única fuente de la cual fluye la buena voluntad, el amor y la sal-

vación de Dios a su pueblo elegido. Abraham Booth definió este atri-

buto del carácter divino en su útil libro “El Reino de la Gracia”: “Es el

favor absoluto e incondicional de Dios, manifestado en el testimonio de

las bendiciones espirituales y eternas para los culpables y para los in-

dignos”. La gracia divina es el favor soberano y salvador de Dios


169

ejercido en el otorgamiento de bendiciones sobre aquellos que no tie-

nen ningún mérito en ellos y por lo cual no se les exige ninguna com-

pensación por ello. Es más; es el favor de Dios que se muestra sobre

aquellos que no sólo tienen sus propios desiertos en sus vidas, sino

que también son merecedores y dignos del infierno. Es completamente

inmerecido y no se lo busca, y está totalmente desapercibido por cual-

quier cosa en y desde los objetos sobre los cuales se otorga. La gracia

no puede ser comprada, ganada ni conquistada por ninguna criatura.

Si pudiera, dejaría de ser gracia. Cuando se dice que una cosa es de

“gracia”, queremos decir que el que la recibe no tiene derecho a recla-

marla, que no le corresponde. Viene sobre él como pura compasión, y,

al principio, no se la puede pedir ni se la puede desear. La exposición

más completa de la asombrosa gracia de Dios se encuentra en las Epís-

tolas del Apóstol Pablo. En sus escritos, la “gracia” está en oposición

directa a las obras y a la dignidad, todas las obras y la dignidad, de

cualquier tipo o grado. Esto está muy claro en Romanos 11:6: “Y si por
170

gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y

si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra”.

La gracia y las obras no se unirán más que un ácido y un álcali. “Porque

por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues

es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-

9). El favor absoluto de Dios no puede consistir más en el mérito hu-

mano que el aceite y el agua se fusionarían en uno solo, leemos tam-

bién Romanos 4:4-5: “Pero al que obra, no se le cuenta el salario como

gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que

justifica al impío, su fe le es contada por justicia”. Hay tres caracterís-

ticas principales de la gracia divina. Primero, es eterna. La gracia se

planeó antes de que se la ejerciera, se propuso antes de que se la

impartiera: “Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no con-

forme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que

nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (II

Timoteo 1:9). En segundo lugar, es gratuita, porque nadie la compró:


171

“Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la reden-

ción que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:24). En tercer lugar, es so-

berana, porque Dios la ejerce y la otorga a quien Él quiere: “para que

así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por

la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Ro-

manos 5:21). Si la gracia reina, entonces está en el trono, y el ocu-

pante del trono es soberano. Por lo tanto, hablamos del trono de la

gracia (Hebreos 4:16: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono

de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno

socorro”).

LA SELECCIÓN SOBERANA DE DIOS

Sólo porque la gracia es un favor no merecido, debe ejercerse de ma-

nera soberana. Por lo tanto, el Señor declara: “Y le respondió: Yo haré

pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de

Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia,

y seré clemente para con el que seré clemente” (Éxodo 33:19). Si Dios
172

les mostrara gracia a todos los descendientes de Adán, los seres hu-

manos concluirían de inmediato que se vio obligado a llevarlos al cielo

como compensación por permitir que la raza humana cayera en pe-

cado. Pero el gran Dios no tiene ninguna obligación con ninguna de sus

criaturas, y menos con las que son rebeldes contra Él. La vida eterna

es un regalo, por lo tanto, no puede ser ganado por buenas obras, ni

reclamado como un derecho. Al ver que la salvación es un “regalo”,

¿quién tiene derecho a decirle a Dios a quién debe otorgarla? No es

que el Dador niegue este regalo a quien lo busque de todo corazón, y

de acuerdo con las reglas que Él ha prescrito. ¡No! No niega a nadie

venir a Él con las manos vacías y en el camino de su nombramiento.

Pero como es un mundo lleno de rebeldes impenitentes e incrédulos, y

Dios decidió ejercer su derecho soberano al elegir un número limitado

para ser salvo, ¿quién sería perjudicado? ¿Está Dios obligado a forzar

su regalo sobre aquellos que no lo valoran? ¿Está Dios obligado a salvar

a aquellos que están determinados a seguir su propio camino? Pero


173

nada más irrita al ser humano natural y saca a la superficie su enemis-

tad innata y antigua contra Dios que presionar sobre él la eternidad, la

libertad y la soberanía absoluta de la gracia divina. Que Dios haya for-

mado su propósito desde la eternidad, sin consultar de ninguna manera

a la criatura, es demasiado humillante para el corazón pecador de un

humano. Esa gracia no puede ser ganada o adquirida por ningún es-

fuerzo del ser humano, esto es vaciarse demasiado para la justicia pro-

pia. Y esa gracia distingue a quienes Dios se agrada que sean sus ob-

jetos favoritos y eso despierta protestas de los rebeldes altaneros. La

arcilla se levanta contra el Alfarero y pregunta: “¿Por qué me hiciste

así?” Un insurrecto sin ley se atreve a cuestionar la justicia de la So-

beranía Divina. La gracia distintiva de Dios se ve en la salvación de

aquellas personas a quienes Él ha elegido soberanamente para ser Sus

principales favoritos. Por “distinguir” queremos decir que la gracia dis-

crimina, hace diferencias, elige a algunas personas y pasa por alto a

otras personas. Fue la gracia distintiva que seleccionó a Abraham de


174

entre sus idólatras vecinos y lo convirtió en “el amigo de Dios”. Fue la

gracia distintiva que salvó a los “publicanos y pecadores”, pero dijo de

los fariseos religiosos: “Dejadlos; son ciegos guías de ciegos; y si el

ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo” (Mateo 15:14). En

ninguna parte la gloria de la gracia libre y soberana de Dios brilla más

claramente que en la indignidad y en la improbabilidad de sus objetos

elegidos. Bellamente fue ilustrado por James Hervey, (1751): Donde

el pecado ha abundado, dice la proclamación de la corte del cielo, la

gracia abundará mucho más. Manasés era un monstruo de barbarie,

porque hizo pasar a sus propios hijos a través del fuego y llenó a Jeru-

salén de sangre inocente. Manasés era un adepto a la iniquidad, ya que

no sólo multiplicaba, y en un grado extravagante, sus propias injusti-

cias de sacrilegio, sino que envenenaba los principios y pervertía los

modales de sus súbditos, haciéndolos hacer peor que el más detestable

de los idólatras paganos. Leamos su historia en II Crónicas 33: “De

doce años era Manasés cuando comenzó a reinar, y cincuenta y cinco


175

años reinó en Jerusalén. Pero hizo lo malo ante los ojos de Jehová,

conforme a las abominaciones de las naciones que Jehová había

echado de delante de los hijos de Israel: Porque él reedificó los lugares

altos que Ezequías su padre había derribado, y levantó altares a los

baales, e hizo imágenes de Asera, y adoró a todo el ejército de los

cielos, y les rindió culto. Edificó también altares en la casa de Jehová,

de la cual había dicho Jehová: En Jerusalén estará mi nombre perpe-

tuamente. Edificó asimismo altares a todo el ejército de los cielos en

los dos atrios de la casa de Jehová. Y pasó sus hijos por fuego en el

valle de los hijos de Hinom; y observaba los tiempos, miraba en agüe-

ros, era dado a adivinaciones, y consultaba a adivinos y encantadores:

se excedió en hacer lo malo ante los ojos de Jehová, hasta encender

su ira. Además de esto puso una imagen fundida que hizo, en la casa

de Dios, de la cual había dicho Dios a David y a Salomón su hijo: En

esta casa y en Jerusalén, la cual yo elegí sobre todas las tribus de

Israel, pondré mi nombre para siempre: Y nunca más quitaré el pie de


176

Israel de la tierra que yo entregué a vuestros padres, a condición de

que guarden y hagan todas las cosas que yo les he mandado, toda la

ley, los estatutos, y los preceptos, por medio de Moisés. Manasés,

pues, hizo extraviarse a Judá y a los moradores de Jerusalén, para

hacer más mal que las naciones que Jehová destruyó delante de los

hijos de Israel. Y habló Jehová a Manasés y a su pueblo, mas ellos no

escucharon: Por lo cual Jehová trajo contra ellos los generales del ejér-

cito del rey de los asirios, los cuales aprisionaron con grillos a Manasés,

y atado con cadenas lo llevaron a Babilonia. Mas luego que fue puesto

en angustias, oró a Jehová su Dios, humillado grandemente en la pre-

sencia del Dios de sus padres. Y habiendo orado a él, fue atendido;

pues Dios oyó su oración, y lo restauró a Jerusalén, a su reino. Enton-

ces reconoció Manasés que Jehová era Dios. Después de esto edificó el

muro exterior de la ciudad de David, al occidente de Gihón, en el valle,

a la entrada de la puerta del Pescado, y amuralló Ofel, y elevó el muro

muy alto; y puso capitanes de ejército en todas las ciudades


177

fortificadas de Judá. Asimismo quitó los dioses ajenos, y el ídolo de la

casa de Jehová, y todos los altares que había edificado en el monte de

la casa de Jehová y en Jerusalén, y los echó fuera de la ciudad. Reparó

luego el altar de Jehová, y sacrificó sobre él sacrificios de ofrenda de

paz y de alabanza; y mandó a Judá que sirviesen a Jehová Dios de

Israel. Pero el pueblo aún sacrificaba en los lugares altos, aunque lo

hacía para Jehová su Dios. Los demás hechos de Manasés, y su oración

a su Dios, y las palabras de los videntes que le hablaron en nombre de

Jehová el Dios de Israel, he aquí todo está escrito en las actas de los

reyes de Israel. Su oración también, y cómo fue oído, todos sus peca-

dos, y su prevaricación, los sitios donde edificó lugares altos y erigió

imágenes de Asera e ídolos, antes que se humillase, he aquí estas co-

sas están escritas en las palabras de los videntes. Y durmió Manasés

con sus padres, y lo sepultaron en su casa; y reinó en su lugar Amón

su hijo. De veintidós años era Amón cuando comenzó a reinar, y dos

años reinó en Jerusalén. E hizo lo malo ante los ojos de Jehová, como
178

había hecho Manasés su padre; porque ofreció sacrificios y sirvió a to-

dos los ídolos que su padre Manasés había hecho. Pero nunca se hu-

milló delante de Jehová, como se humilló Manasés su padre; antes bien

aumentó el pecado. Y conspiraron contra él sus siervos, y lo mataron

en su casa. Mas el pueblo de la tierra mató a todos los que habían

conspirado contra el rey Amón; y el pueblo de la tierra puso por rey en

su lugar a Josías su hijo”. Sin embargo, a través de esta gracia super-

abundante, él fue humilde, fue reformado y se convirtió en un hijo del

amor perdonador, un heredero de la gloria inmortal. He aquí tenemos

otro ejemplo admirable y notable con ese perseguidor amargo y san-

griento que era Saulo de Tarso; cuando, exhalando amenazas y empe-

ñado en la matanza, preocupó a los siervos del Señor y dio muerte a

los discípulos de Jesús. Los estragos que había cometido, las familias

cristianas inofensivas que ya había arruinado, no eran suficientes para

aplacar su espíritu vengativo. Era sólo un pequeño gusto, lo que, en

lugar de abarrotar al sabueso, lo hizo perseguir más de cerca la pista


179

de los cristianos, y más ansiosamente aspiraba su destrucción. Él to-

davía estaba sediento de violencia y asesinato. Tan ansiosa e insaciable

era su sed, que incluso exhala amenazas y matanzas (Hechos 9:1-2:

“Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del

Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de

Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este

Camino, los trajese presos a Jerusalén”). Sus palabras eran lanzas y

flechas, y su lengua era una espada afilada. Era tan natural para él

amenazar a los cristianos como respirar el aire. Además, sangraba

cada hora con los propósitos de su corazón rencoroso y lleno de odio.

Era sólo debido a la falta de poder que cada sílaba que pronunciaba,

cada respiración que hacía, no repartía las muertes, y causaba que

cayeran algunos de los inocentes discípulos. ¿Quién, según los princi-

pios del juicio humano, no le habría diagnosticado y pronunciado como

una vasija destinada para la ira, destinada para la condenación inevi-

table? ¿Quién no habría estado listo para llegar a la conclusión de que,


180

si hubiera cadenas más pesadas y un calabozo más profundo en el

mundo del dolor, seguramente estas serían reservadas para Saulo de

Tarso al ser un enemigo tan implacable de la verdadera piedad y san-

tidad? Sin embargo, quédese atónito y admire y adore los inagotables

tesoros de la Gracia Divina: este mismo Saulo es admitido en el buen

compañerismo de los santos profetas, se cuenta entre el noble ejército

de los mártires y es una figura tan distinguida entre la compañía glo-

riosa de los apóstoles de Jesucristo. Este mismo perseguidor y asesino

de cristianos, lleno de odio y orgullo religioso, Dios lo convirtió en el

apóstol que más revelación recibió de Dios, ya que escribió la gran

mayoría de las epístolas y cartas del Nuevo Testamento, fue arreba-

tado al tercer cielo donde escuchó palabras inefables que no le es licito

expresar a ningún ser humano, fue el apóstol enviado a todo el mundo

conocido de aquella época con el objetivo de predicar a los paganos y

gentiles acerca de Jesús, además de ser el apóstol que más iglesias

fundó a través de sus viajes misioneros. Qué bendita y divina gracia la


181

de mi Bendito Rey para dejarnos atónitos a todos. Los corintios eran

flagrantes [vergonzosamente malvados] incluso para un proverbio

[hasta el punto de hacer una frase estándar en el idioma]. Algunos de

ellos se revolcaron en vicios tan abominables, y se habituaron en actos

de injusticia tan escandalosos, como un reproche a la naturaleza hu-

mana. Sin embargo, incluso de estos hijos de violencia y esclavos de

la sensualidad, fueron lavados, santificados y justificados (I Corintios

6:9-11: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No

erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afemi-

nados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros,

ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el

reino de Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya

habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del

Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”). “Lavados”, en la san-

gre preciosa de un Redentor moribundo; “Santificados”, por las pode-

rosas operaciones del bendito Espíritu Santo; “Justificados”, a través


182

de las infinitamente tiernas misericordias de un Dios bondadoso. Los

que una vez fueron la escoria de la tierra son ahora la alegría del cielo,

el deleite de los ángeles. Ahora la gracia de Dios se manifiesta en y por

medio del Señor Jesucristo. “Pues la ley por medio de Moisés fue dada,

pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan

1:17). Esto no significa que Dios nunca ejercitó la gracia hacia nadie

antes de que Su Hijo se encarnara, ya que Génesis 6:8: “Pero Noé halló

gracia ante los ojos de Jehová”; Éxodo 33:19: “Y le respondió: Yo haré

pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de

Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia,

y seré clemente para con el que seré clemente”, claramente muestran

lo contrario. Pero la gracia y la verdad fueron completamente reveladas

y perfectamente ejemplificadas cuando el Redentor vino a esta tierra y

murió por Su pueblo en la cruz. Es sólo a través de Cristo, el Mediador,

que la gracia de Dios fluye hacia Sus elegidos. “Pero el don no fue como

la transgresión; porque si por la transgresión de aquel uno murieron


183

los muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don

de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo. Y con el don no sucede

como en el caso de aquel uno que pecó; porque ciertamente el juicio

vino a causa de un solo pecado para condenación, pero el don vino a

causa de muchas transgresiones para justificación. Pues si por la trans-

gresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por

uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del

don de la justicia. Así que, como por la transgresión de uno vino la

condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia

de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así

como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constitui-

dos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán

constituidos justos. Pero la ley se introdujo para que el pecado abun-

dase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia; para que

así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por

la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro”


184

(Romanos 5:15-21). La gracia de Dios se proclama en el Evangelio

(Hechos 20:24: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa

mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el

ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio

de la gracia de Dios”), que es para el judío honrado un “obstáculo”, y

una presunta y filósofa “necedad” para el griego. ¿Y por qué? Porque

no hay nada en ello que se adapte a la gratificación del orgullo del ser

humano. Anuncia que a menos que seamos salvos por gracia, no po-

demos ser salvos en lo absoluto. Declara que, aparte de Cristo, el don

inefable de la gracia de Dios, el estado de cada ser humano es deses-

perado, irremediable, sin esperanza. El Evangelio se dirige a los seres

humanos como criminales culpables, condenados y perecederos. De-

clara que el moralista más casto, se encuentra en la misma situación

terrible que el despilfarrador más voluptuoso; y el celo de un maestro

de la ley, con todas sus actuaciones religiosas, no está mejor que el

infiel más profano. El Evangelio contempla a cada descendiente de


185

Adán como un pecador caído, contaminado, arruinado, muerto, mere-

cedor del infierno e indefenso. La gracia que publica el Evangelio es su

única esperanza. Todos compareceremos ante Dios condenados como

transgresores de Su santa ley, como culpables y condenados crimina-

les, que no están simplemente esperando sentencia, sino que la eje-

cución de la sentencia ya pasó sobre ellos (Juan 3:18: “El que en él

cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado,

porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”; Romanos

3:19: “Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están

bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo

el juicio de Dios”). Quejarse de la parcialidad de la gracia es suicida. Si

el ser humano pecador insiste mucho en la justicia, entonces el Lago

de Fuego debe ser su porción eterna para él y para todos los seres

humanos sin excepción. La única esperanza consiste en inclinarse ante

la sentencia que la justicia divina le ha transmitido, poseer la justicia

absoluta de la misma, arrojarse a la misericordia de Dios y extender


186

sus manos vacías para valerse de la gracia de Dios que ahora le es

dada a conocer a través del glorioso evangelio. La tercera Persona en

la Divinidad es el Comunicador de la gracia, por lo tanto, se le deno-

mina el “Espíritu de gracia” (Zacarías 12:10: “Y derramaré sobre la

casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia

y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se

llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el

primogénito”). Dios el Padre es la fuente de toda gracia, porque Él se

propuso en sí mismo el pacto eterno de la redención. Dios el Hijo es el

único canal de la gracia. El evangelio es el editor de la gracia. El espíritu

es el sembrador. Él es quien aplica el Evangelio para salvar el poder

del alma: Acelera a los elegidos mientras están espiritualmente muer-

tos, conquista sus voluntades rebeldes, derrite sus corazones duros,

abre sus ojos ciegos, los limpia de la lepra de su pecado. Así podemos

decir como el difunto obispo G.S. Bishop: La gracia es una provisión

para los seres humanos que están tan caídos que no pueden levantar
187

el hacha de la justicia, están tan corruptos que no pueden cambiar su

propia naturaleza, están tan reacios a Dios que no pueden volverse a

Él, están tan ciegos que no pueden verlo, están tan sordos que no

pueden escucharlo, y están tan muertos que Él mismo debe abrir sus

tumbas y elevarlos a la gloriosa resurrección.


188

CAPÍTULO 14

LA MISERICORDIA DE DIOS

LA MISERICORDIA DE DIOS SE ORIGINA EN SU BONDAD

“Alabad a Jehová, porque él es bueno, Porque para siempre es su mi-

sericordia. Alabad al Dios de los dioses, Porque para siempre es su

misericordia. Alabad al Señor de los señores, Porque para siempre es

su misericordia. Al único que hace grandes maravillas, Porque para

siempre es su misericordia. Al que hizo los cielos con entendimiento,

Porque para siempre es su misericordia. Al que extendió la tierra sobre

las aguas, Porque para siempre es su misericordia. Al que hizo las

grandes lumbreras, Porque para siempre es su misericordia. El sol para

que señorease en el día, Porque para siempre es su misericordia. La

luna y las estrellas para que señoreasen en la noche, Porque para siem-

pre es su misericordia. Al que hirió a Egipto en sus primogénitos, Por-

que para siempre es su misericordia. Al que sacó a Israel de en medio

de ellos, Porque para siempre es su misericordia. Con mano fuerte, y


189

brazo extendido, Porque para siempre es su misericordia. Al que dividió

el Mar Rojo en partes, Porque para siempre es su misericordia; E hizo

pasar a Israel por en medio de él, Porque para siempre es su miseri-

cordia; Y arrojó a Faraón y a su ejército en el Mar Rojo, Porque para

siempre es su misericordia. Al que pastoreó a su pueblo por el desierto,

Porque para siempre es su misericordia. Al que hirió a grandes reyes,

Porque para siempre es su misericordia; Y mató a reyes poderosos,

Porque para siempre es su misericordia; A Sehón rey amorreo, Porque

para siempre es su misericordia; Y a Og rey de Basán, Porque para

siempre es su misericordia; Y dio la tierra de ellos en heredad, Porque

para siempre es su misericordia; En heredad a Israel su siervo, Porque

para siempre es su misericordia. Él es el que en nuestro abatimiento

se acordó de nosotros, Porque para siempre es su misericordia; Y nos

rescató de nuestros enemigos, Porque para siempre es su misericordia.

El que da alimento a todo ser viviente, Porque para siempre es su mi-

sericordia. Alabad al Dios de los cielos, Porque para siempre es su


190

misericordia” (Salmo 136:1). Por esta perfección del carácter divino,

Dios es grandemente alabado. Varias veces, en tantos versículos, el

salmista aquí pide a los santos que den gracias al Señor por este atri-

buto adorable. Y seguramente esto es lo menos que se puede pedir de

aquellos que han recibido tales recompensas. Cuando contemplamos

las características de esta excelencia divina, no podemos hacer otra

cosa que bendecir a Dios por ello. Su misericordia es “grande” (1 Reyes

3:6: “Y Salomón dijo: Tú hiciste gran misericordia a tu siervo David mi

padre, porque él anduvo delante de ti en verdad, en justicia, y con

rectitud de corazón para contigo; y tú le has reservado esta tu gran

misericordia, en que le diste hijo que se sentase en su trono, como

sucede en este día”), “grande” (Salmo 86:5: “Porque tú, Señor, eres

bueno y perdonador, Y grande en misericordia para con todos los que

te invocan”), “tierna” (Lucas 1:78: “Por la entrañable misericordia de

nuestro Dios, Con que nos visitó desde lo alto la aurora”), “abundante”

(1 Pedro 1:3: “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,


191

que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza

viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos”); es “desde la

eternidad hasta la eternidad sobre los que le temen” (Salmo 103:17:

“Mas la misericordia de Jehová es desde la eternidad y hasta la eterni-

dad sobre los que le temen, Y su justicia sobre los hijos de los hijos”).

Bien podemos decir con el salmista: “Pero yo cantaré de tu poder, Y

alabaré de mañana tu misericordia; Porque has sido mi amparo Y re-

fugio en el día de mi angustia” (Salmo 59:16). “Y le respondió: Yo haré

pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de

Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia,

y seré clemente para con el que seré clemente” (Éxodo 33:19). ¿En

qué difiere la “misericordia” de Dios de su “gracia”? La misericordia de

Dios tiene su fuente en la bondad divina. El primer tema de la bondad

de Dios es su benignidad o generosidad, por medio de la cual Él da

generosamente a sus criaturas como criaturas; así ha dado el ser y la

vida a todas las cosas. El segundo tema de la bondad de Dios es Su


192

misericordia, que denota la inclinación de Dios para aliviar la miseria

de las criaturas caídas. Así, la misericordia presupone el pecado. Aun-

que puede que no sea fácil en la primera consideración percibir una

diferencia real entre la gracia y la misericordia de Dios, nos ayuda si

consideramos cuidadosamente sus relaciones con los ángeles no caí-

dos. Él nunca ha ejercido misericordia hacia ellos, porque nunca han

tenido ninguna necesidad de ello, no han pecado ni han caído bajo los

efectos de la maldición. Sin embargo, ciertamente son los objetos de

la gracia libre y soberana de Dios. Primero, debido a la elección de ellos

fuera de toda la raza angélica (I Timoteo 5:21: “Te encarezco delante

de Dios y del Señor Jesucristo, y de sus ángeles escogidos, que guardes

estas cosas sin prejuicios, no haciendo nada con parcialidad”). En se-

gundo lugar, y como consecuencia de su elección, debido a la preser-

vación de ellos de la apostasía, cuando Satanás se rebeló y arrastraba

con él un tercio de las huestes celestiales (Apocalipsis 12:4: “y su cola

arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo, y las arrojó sobre
193

la tierra. Y el dragón se paró frente a la mujer que estaba para dar a

luz, a fin de devorar a su hijo tan pronto como naciese”). En tercer

lugar, al hacer de Cristo su Cabeza (Colosenses 2:10: “Y vosotros es-

táis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad”;

I Pedro 3:22: “quien habiendo subido al cielo está a la diestra de Dios;

y a él están sujetos ángeles, autoridades y potestades”), por lo que

están eternamente seguros en la condición santa en que fueron crea-

dos. En cuarto lugar, debido a la posición exaltada que les ha sido

asignada: Vivir en la presencia inmediata de Dios (Daniel 7:10: “Un río

de fuego procedía y salía de delante de él; millares de millares le ser-

vían, y millones de millones asistían delante de él; el Juez se sentó, y

los libros fueron abiertos”), servirle constantemente en su templo ce-

lestial, recibir comisiones honorables de Él (Hebreos 1:14: “¿No son

todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que

serán herederos de la salvación?”). Esta es la gracia abundante para

ellos; pero “misericordia” no lo es. Al esforzarnos por estudiar el


194

atributo de la misericordia de Dios tal como se establece en las Escri-

turas, se debe hacer una triple distinción, si la Palabra de la Verdad se

“divide correctamente” en ella. Primero, hay una misericordia general

de Dios, que se extiende no sólo a todos los seres humanos, creyentes

e incrédulos, sino también a toda la creación: “Bueno es Jehová para

con todos, Y sus misericordias sobre todas sus obras” (Salmo 145:9);

“ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo;

pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hechos

17:25). Dios tiene misericordia de la creación natural en su necesidad,

y les proporciona provisiones adecuadas. En segundo lugar, existe una

misericordia especial de Dios, que se ejerce hacia los hijos de los hom-

bres, ayudándolos y socorriéndolos, a pesar de sus pecados. A ellos

también les administra todas las necesidades de la vida: “Para que

seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su

sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos”

(Mateo 5:45). En tercer lugar, existe una misericordia soberana que


195

está reservada a los herederos de la salvación, que se les comunica a

través de un mediador, a través de un mediador.

EL OTORGAMIENTO DE SU MISERICORDIA

Siguiendo un poco más de cerca la diferencia entre la segunda y la

tercera distinciones señaladas anteriormente, es importante notar que

las misericordias que Dios otorga a los malvados son únicamente de

naturaleza temporal; es decir, están limitadas estrictamente a esta

vida material presente. No se les extenderá la misericordia más allá de

la tumba: “Cuando sus ramas se sequen, serán quebradas; mujeres

vendrán a encenderlas; porque aquel no es pueblo de entendimiento;

por tanto, su Hacedor no tendrá de él misericordia, ni se compadecerá

de él el que lo formó” (Isaías 27:11). Pero en este punto, una dificultad

puede sugerirse a algunos de nuestros lectores, a saber, ¿No afirman

las Escrituras que “su misericordia permanece para siempre” como

leíamos en el Salmo 136:1? Hay que señalar dos cosas al respecto. En

primer lugar, Dios nunca puede dejar de ser misericordioso, porque


196

esta es una cualidad de la esencia divina misma (Salmo 116:5: “Cle-

mente es Jehová, y justo; Sí, misericordioso es nuestro Dios”); pero el

ejercicio de su misericordia está regulado por su voluntad soberana.

Esto debe ser así, porque no hay nada fuera de Él mismo que lo obligue

a actuar; si hubiera, ese “algo” sería supremo, y Dios dejaría de ser

Dios. Es pura gracia soberana la que por sí sola determina el ejercicio

de la misericordia divina. Dios afirma expresamente este hecho en Ro-

manos 9:15: “Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga

misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca”. No es la

miseria de la criatura lo que le hace mostrar misericordia, porque Dios

no está influenciado por cosas externas, fuera de sí mismo como lo

somos nosotros. Si Dios estuviera influenciado por la miseria abyecta

de los pecadores leprosos, Él los limpiaría y los salvaría a todos por

igual, ya que todos están en la misma condición. Pero él no lo hace.

¿Por qué? Simplemente porque no es su placer y propósito que se deba

hacer así. Aún menos son los méritos de las criaturas lo que le hace
197

otorgarles misericordias, porque es una contradicción hablar de mere-

cer “misericordia”. “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros

hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la

regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5), esto

está en antítesis directa con lo otro. Tampoco es el mérito de Cristo el

que mueve a Dios a otorgar misericordias a sus elegidos: Eso sería

sustituir el efecto por la causa. Es “a través” o debido a la tierna mise-

ricordia de nuestro Dios, que Cristo fue enviado aquí por su pueblo

(Lucas 1:78: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, Con que

nos visitó desde lo alto la aurora”). Los méritos de Cristo hacen posible

que Dios otorgue justamente misericordias espirituales a sus elegidos,

¡la justicia ha sido plenamente satisfecha por la Garantía Suprema de

Cristo! No, la misericordia surge únicamente por el placer imperial de

Dios.

¿QUIÉNES RECIBIRÁN LAS MISERICORDIAS DE DIOS?


198

Nuevamente, aunque sea verdad, bendita y gloriosamente verdadera,

la misericordia de Dios “permanece para siempre”, sin embargo, debe-

mos observar cuidadosamente los objetos a los que se les muestra su

“misericordia”. Incluso el lanzamiento de un reprobado en el Lago de

Fuego es un acto de misericordia. El castigo de los impíos debe con-

templarse desde un triple punto de vista. Del lado de Dios, es un acto

de justicia que reivindica su honor. La misericordia de Dios nunca se

muestra en prejuicio de su santidad y justicia. Por su parte, es un acto

de equidad, cuando están obligados a sufrir la debida recompensa de

sus iniquidades. Pero desde el punto de vista de los redimidos, el cas-

tigo de los impíos es un acto de indecible misericordia. ¡Qué terrible

sería si el orden actual de las cosas, cuando los hijos de Dios están

obligados a vivir en medio de los hijos del diablo, continúe para siem-

pre! El cielo inmediatamente dejaría de serlo si los oídos de los santos

todavía escucharan el lenguaje blasfemo y sucio de los reprobados.

¡Qué misericordia tan grande que en la Nueva Jerusalén como nos


199

revela el precioso libro de Apocalipsis: “No entrará en ella ninguna cosa

inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que

están inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Apocalipsis 21:27)!

Para que el lector no piense que en este último párrafo hemos utilizado

nuestra imaginación, apelaremos a las Sagradas Escrituras en apoyo

de lo que se ha dicho anteriormente. En el Salmo 143:12 encontramos

a David orando: “Y por tu misericordia disiparás a mis enemigos, Y

destruirás a todos los adversarios de mi alma, Porque yo soy tu siervo”.

De nuevo, en el Salmo 136:15 leemos que Dios “Y arrojó a Faraón y a

su ejército en el Mar Rojo, Porque para siempre es su misericordia”.

Fue un acto de venganza sobre Faraón y sus huestes, pero fue un acto

también de misericordia para los israelitas. Nuevamente, en Apocalip-

sis 19:1-3 leemos: “Después de esto oí una gran voz de gran multitud

en el cielo, que decía: ¡Aleluya! Salvación y honra y gloria y poder son

del Señor Dios nuestro; porque sus juicios son verdaderos y justos;

pues ha juzgado a la gran ramera que ha corrompido a la tierra con su


200

fornicación, y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de ella.

Otra vez dijeron: ¡Aleluya! Y el humo de ella sube por los siglos de los

siglos”. De lo que acabamos de leer ante nosotros, notamos cuán vana

es la presuntuosa esperanza de los malvados, quienes, a pesar de su

desafío continuo a Dios, cuentan con que Él será misericordioso con

ellos. Cuántos hay que dicen, no creo que Dios alguna vez me arroje

al infierno; Él es demasiado misericordioso. Tal esperanza es una ví-

bora, que si es acariciada en sus senos los matará hasta morir. Dios es

un Dios de justicia y de misericordia, y ha declarado expresamente que

“guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y

el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que

visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los

hijos, hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo 34:7). Sí, Él lo ha

dicho: “Los malos serán trasladados al Seol, Todas las gentes que se

olvidan de Dios” (Salmo 9:17). Los seres humanos pueden razonar así:

No creo que si se permite que la suciedad se acumule y las aguas


201

residuales se estanquen y las personas se priven del aire fresco, que

un Dios misericordioso les permitirá ser víctimas de una fiebre mortal.

El hecho es que aquellos que descuidan las leyes de la salud son arras-

trados por la enfermedad, a pesar de la misericordia de Dios. Igual-

mente, cierto es que aquellos que descuidan las leyes de la salud es-

piritual sufrirán para siempre de la segunda muerte. Es una ley Divina.

Inesperadamente solemne es ver a tantos abusar de esta perfección

divina. Continúan despreciando la autoridad de Dios, pisoteando Sus

leyes, continúan pecando y, sin embargo, presumen sobre Su miseri-

cordia. Pero Dios no será injusto consigo mismo. Dios muestra miseri-

cordia a los verdaderamente penitentes, pero no a los impenitentes

(Lucas 13:3: “Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis

igualmente”). Continuar en el pecado y, sin embargo, considerar que

no existirá castigo por la misericordia divina es diabólico. Está diciendo:

“¿Y por qué no decir (como se nos calumnia, y como algunos, cuya

condenación es justa, afirma que nosotros decimos): Hagamos males


202

para que vengan bienes?” (Romanos 3:8). La presunción seguramente

será decepcionada; lea atentamente Deuteronomio 29:18-20: “No sea

que haya entre vosotros varón o mujer, o familia o tribu, cuyo corazón

se aparte hoy de Jehová nuestro Dios, para ir a servir a los dioses de

esas naciones; no sea que haya en medio de vosotros raíz que pro-

duzca hiel y ajenjo, y suceda que al oír las palabras de esta maldición,

él se bendiga en su corazón, diciendo: Tendré paz, aunque ande en la

dureza de mi corazón, a fin de que con la embriaguez quite la sed. No

querrá Jehová perdonarlo, sino que entonces humeará la ira de Jehová

y su celo sobre el tal hombre, y se asentará sobre él toda maldición

escrita en este libro, y Jehová borrará su nombre de debajo del cielo”.

Cristo es el Único y Verdadero descanso espiritual, y todos los que des-

precian y rechazan Su Señorío “Honrad al Hijo, para que no se enoje,

y perezcáis en el camino; Pues se inflama de pronto su ira. Bienaven-

turados todos los que en él confían” (Salmo 2:12). Pero dejemos que

nuestro pensamiento final sea de las misericordias espirituales de Dios


203

hacia su propio pueblo. “Porque grande es hasta los cielos tu miseri-

cordia, Y hasta las nubes tu verdad” (Salmo 57:10). Sus riquezas tras-

cienden nuestro pensamiento más elevado. “Porque como la altura de

los cielos sobre la tierra, Engrandeció su misericordia sobre los que le

temen” (Salmo 103:11). Ninguno puede medirlo. Los elegidos son de-

signados como “vasos de misericordia” (Romanos 9:23: “Y para hacer

notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de

misericordia que él preparó de antemano para gloria”). Es la misericor-

dia la que los avivó cuando estaban muertos en sus delitos y pecados

(Efesios 2:4-5: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran

amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos

dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)”). Es la miseri-

cordia que los salva (Tito 3:5: “nos salvó, no por obras de justicia que

nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento

de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo”). Es su

abundante misericordia lo que los engendró a una herencia eterna (1


204

Pedro 1:3-5: “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que

según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza

viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una heren-

cia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos

para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe,

para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en

el tiempo postrero”). El tiempo nos faltaría para hablar de su preser-

vación, sustento, perdón y suministro de misericordia. Para los suyos,

Dios es “el Padre de las misericordias” (II Corintios 1:3: “Bendito sea

el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y

Dios de toda consolación”). Cuando veo todas tus misericordias, oh

Dios mío, mi alma naciente y sondeada, es transportada con la vista

de que estoy perdido, en asombro, amor y alabanza.


205

CAPÍTULO 15

LA BONDAD AMOROSA DE DIOS

Proponemos al lector meditar con otra de sus excelencias, de las cuales

cada cristiano recibe innumerables pruebas. Pasamos a considerar la

bondad de Dios porque nuestro objetivo es mantener una proporción

adecuada en el tratamiento de las perfecciones divinas, ya que todos

nosotros estamos dispuestos a tener una visión unilateral de ellos. Se

debe mantener un equilibrio aquí (como en todas partes), como apa-

rece en esas dos declaraciones de los atributos divinos, “Este es el

mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay

ningunas tinieblas en él” (I Juan 1:5), “El que no ama, no ha conocido

a Dios; porque Dios es amor” (I Juan 4:8). Los aspectos más severos

e inspiradores del carácter divino son compensados por los más ama-

bles y más atractivos. Es para nuestra pérdida irreparable si vivimos

exclusivamente en la soberanía y majestad de Dios, o en Su santidad

y justicia; necesitamos también meditar con frecuencia, aunque no


206

exclusivamente, en su bondad y misericordia, manteniendo el sano

equilibrio. Nada que no sea una visión completa de las perfecciones

divinas, como se revela en las Sagradas Escrituras, debería satisfacer-

nos.

LAS INNUMERABLES BENDICIONES SOBRE EL CRISTIANO

Las Escrituras afirman: “De las misericordias de Jehová haré memoria,

de las alabanzas de Jehová, conforme a todo lo que Jehová nos ha

dado, y de la grandeza de sus beneficios hacia la casa de Israel, que

les ha hecho según sus misericordias, y según la multitud de sus pie-

dades” (Isaías 63:7). Dijo el salmista: “¡Cuán preciosa, oh Dios, es tu

misericordia! Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo la som-

bra de tus alas” (Salmo 36:7). Ninguna pluma del ser humano, ninguna

lengua de ángel, puede expresarlo adecuadamente. Por familiar que

pueda ser este bendito atributo de Dios para las personas, es algo to-

talmente peculiar a la revelación divina. Ninguno de los antiguos so-

ñaba con adjudicar en sus “dioses” con una perfección tan entrañable
207

como esta. Ninguno de los objetos adorados por los paganos de hoy

en día posee dulzura y ternura; en gran medida lo contrario es cierto,

como lo muestran las características horribles de sus ídolos. Los filóso-

fos lo consideran como una seria reflexión sobre el honor del Absoluto

para atribuirle tales cualidades. Pero las Escrituras tienen mucho que

decir acerca de la misericordia de Dios, o su favor paternal para su

pueblo, su tierno afecto hacia ellos. La primera vez que se menciona

esta perfección divina en la Palabra de Dios, es en esa maravillosa ma-

nifestación de la Deidad a Moisés, cuando Jehová proclamó Su “Nom-

bre”, es decir, de su misma esencia conocida. “Y pasando Jehová por

delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y pia-

doso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad” (Éxodo

34:6), aunque con mucha más frecuencia la palabra hebrea, “chesed”,

se traduce como “bondad” y “misericordia”. En las Biblias en inglés la

referencia inicial, en relación con Dios, es el Salmo 17:7, donde David

oró: “Muestra tus maravillosas misericordias, tú que salvas a los que


208

se refugian a tu diestra, De los que se levantan contra ellos”. Maravi-

lloso es que Uno que está tan infinitamente por encima de nosotros,

tan inconcebiblemente glorioso, tan inefablemente santo, no sólo que

ha conocido a tales gusanos de la tierra, sino también ha puesto Su

corazón sobre ellos, al dar a Su Hijo por ellos, enviar a Su Espíritu para

habitarlos y así soportar todas sus imperfecciones y la indiferencia

como nunca, para poner Su bondad amorosa sobre ellos. Considere

algunas de las evidencias y ejercicios de este atributo divino para los

santos: “según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para

que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos

predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo,

según el puro afecto de su voluntad” (Efesios 1:4-5). Como muestra el

versículo anterior, ese amor se comprometió en su favor antes de que

este mundo llegara a existir. “En esto se mostró el amor de Dios para

con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que

vivamos por él” (I Juan 4:9), que fue su asombrosa provisión para
209

nosotros como criaturas caídas. “Jehová se manifestó a mí hace ya

mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te

prolongué mi misericordia” (Jeremías 31:3). Por las operaciones ace-

leradas de Mi Espíritu, por el poder invencible de Mi gracia, creando en

ti un profundo sentido de necesidad, atrayéndote por mi hermosura.

“Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en jus-

ticia, juicio, benignidad y misericordia. Y te desposaré conmigo en fi-

delidad, y conocerás a Jehová” (Oseas 2:19-20). Al hacernos que es-

temos dispuestos en el día de Su poder para entregarnos a Él, el Señor

celebra un contrato de matrimonio duradero con nosotros. Esta mise-

ricordia del Señor nunca se aparta de Sus hijos. Para nuestra razón,

puede parecer que sí se aparta, pero nunca es así. Dado que el cre-

yente está en Cristo, nada puede separarlo del amor de Dios (Romanos

8:38-39: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni

ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir,

ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar


210

del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”). Dios se ha

comprometido con nosotros solemnemente por el pacto y nuestros pe-

cados no pueden anularlo. Dios ha jurado que, si Sus hijos no guardan

Sus mandamientos, Él los visitará por su transgresión con la vara y su

iniquidad con azotes. Sin embargo, agrega: “Mas no quitaré de él mi

misericordia, Ni falsearé mi verdad. No olvidaré mi pacto, Ni mudaré lo

que ha salido de mis labios” (Salmo 89:31-34). Observe el cambio del

número de “sus” y “ellos” a “Él”. La misericordia de Dios hacia su pue-

blo está centrada en Cristo. Debido a que Su ejercicio de bondad es un

compromiso del pacto, está repetidamente vinculado con Su “verdad”

(Salmo 40:11: “Jehová, no retengas de mí tus misericordias; Tu mise-

ricordia y tu verdad me guarden siempre”; Salmo 138:2: “Me postraré

hacia tu santo templo, Y alabaré tu nombre por tu misericordia y tu

fidelidad; Porque has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre to-

das las cosas”), lo que demuestra que nos llega por promesa. Por lo

tanto, nunca debemos desesperar. “Porque los montes se moverán, y


211

los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el

pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia

de ti” (Isaías 54:10). No, ese pacto ha sido ratificado por la sangre de

su Mediador, mediante el cual se elimina la enemistad (ocasionada por

el pecado) y se realiza una reconciliación perfecta. Dios conoce los pen-

samientos que Él tiene para los que están abrazados en Su pacto y que

se han reconciliado con Él; a saber, “Porque yo sé los pensamientos

que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no

de mal, para daros el fin que esperáis” (Jeremías 29:11). Por lo tanto,

estamos seguros: “Pero de día mandará Jehová su misericordia, Y de

noche su cántico estará conmigo, Y mi oración al Dios de mi vida”

(Salmo 42:8). ¡Qué palabra es esta! No solamente que el Señor dará

u otorgará, sino que ordenará Su misericordia. Se otorga por decreto,

otorgado por compromiso real, ya que Él también ordena, “Tú, oh Dios,

eres mi rey; Manda salvación a Jacob” (Salmo 44:4; Salmo 133:3:

“Como el rocío de Hermón, Que desciende sobre los montes de Sion;


212

Porque allí envía Jehová bendición, Y vida eterna”), que anuncia que

nada puede obstaculizar estas donaciones divinas.

LA RESPUESTA DE LOS SANTOS

¿Cuál debería ser nuestra respuesta? Primero, “Sed, pues, imitadores

de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo

nos amó, y se entregó así mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a

Dios en olor fragante” (Efesios 5:1:2). “Vestíos, pues, como escogidos

de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad,

de humildad, de mansedumbre, de paciencia” (Colosenses 3:12). Así

fue con David: “Porque tu misericordia está delante de mis ojos, Y ando

en tu verdad” (Salmo 26:3). Estaba tan encantado de reflexionar sobre

ello. Refrescó su alma para hacerlo, y moldeó su conducta. Cuanto más

estemos ocupados con la bondad de Dios, más cuidado tendremos de

nuestra obediencia a Él. La grandiosidad del amor y la gracia de Dios

son más poderosas para la regeneración que los terrores de su Ley.

“¡Cuán preciosa, oh Dios, es tu misericordia! Por eso los hijos de los


213

hombres se amparan bajo la sombra de tus alas” (Salmo 36:7). Se-

gundo, un sentido de esta perfección divina fortalece nuestra fe y pro-

mueve la confianza en Dios. En tercer lugar, debe estimular el espíritu

de adoración. “Porque mejor es tu misericordia que la vida; Mis labios

te alabarán” (Salmo 63:3; Salmo 138:2: “Me postraré hacia tu santo

templo, Y alabaré tu nombre por tu misericordia y tu fidelidad; Porque

has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas”).

Cuarto, debe ser nuestra fortaleza cuando estemos deprimidos. “Sea

ahora tu misericordia para consolarme, Conforme a lo que has dicho a

tu siervo” (Salmo 119:76). Así fue con Cristo en su angustia (Salmo

69:17: “No escondas de tu siervo tu rostro, Porque estoy angustiado;

apresúrate, óyeme”). Quinto, debe ser nuestra súplica en la oración:

“Mira, oh Jehová, que amo tus mandamientos; Vivifícame conforme a

tu misericordia” (Salmo 119:159). David aplicó a este atributo divino

para recibir una nueva fuerza y un mayor vigor. Sexto, debemos apelar

a él cuando nos hemos quedado en el camino por nuestro pecado. “Ten


214

piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; Conforme a la mul-

titud de tus piedades borra mis rebeliones” (Salmo 51:1). Debemos

pedirle a Dios que trate con nosotros de acuerdo con el más suave de

Sus atributos. Haz de mi caso una ejemplificación de tu ternura. Sép-

timo, debería ser una petición en nuestras devociones vespertinas.

“Hazme oír por la mañana tu misericordia, Porque en ti he confiado;

Hazme saber el camino por donde ande, Porque a ti he elevado mi

alma” (Salmo 143:8). Despiértame con mi alma en sintonía con este

gran atributo, deja que mis pensamientos de vigilia sean en tu bondad.


215

CAPÍTULO 16

EL AMOR DE DIOS

LA NATURALEZA DE DIOS

Hay tres cosas que se nos dice en las Sagradas Escrituras acerca de la

naturaleza de Dios. Primero, “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en

espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24). En el griego

no existe un artículo indefinido, y decir “Dios es un espíritu” es lo más

objetable, porque lo coloca en una clase más de espíritu. Dios es “es-

píritu” en el sentido más alto y sublime. Debido a que Él es “El Espíritu”,

es incorpóreo, sin tener una sustancia visible. Si Dios tuviera un cuerpo

tangible, no sería omnipresente, porque estaría limitado a un solo lu-

gar; porque Él es el “espíritu”, Él llena el cielo y la tierra. En segundo

lugar, “Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos:

Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (I Juan 1:5), que es lo

opuesto a la oscuridad. En la Escritura, “oscuridad” significa pecado,

maldad, muerte y “luz” significa santidad, bondad, vida. “Dios es luz”


216

significa que Él es la suma de toda la excelencia. En tercer lugar, “El

que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (I Juan 4:8).

No es simplemente que Dios “ama”, sino que Él es el Amor mismo. El

amor no es simplemente uno de sus atributos, sino su propia natura-

leza y esencia. Hay muchos hoy en día que hablan sobre el amor de

Dios, que son extraños al Dios de amor. El amor divino es comúnmente

considerado como una especie de debilidad amable, una especie de

indulgencia bondadosa; se reduce a un mero sentimiento enfermizo,

modelado según la emoción humana. Ahora, la verdad es que, en esto,

como en todo lo demás, nuestros pensamientos deben ser formados y

regulados por lo que se revela en las Sagradas Escrituras. El hecho de

que exista una necesidad urgente es evidente no sólo por la ignorancia

que generalmente prevalece, sino también por el bajo estado de espi-

ritualidad que ahora es tan tristemente evidente en todas partes entre

los cristianos profesantes. Cuán poco amor real hay para Dios. Una de

las principales razones para esto es, porque nuestros corazones están
217

tan poco ocupados con su maravilloso amor por su pueblo. Cuanto me-

jor conozcamos su amor, su carácter, plenitud y bendición, más se

sentirán nuestros corazones enamorados de él.

EL CARÁCTER Y LA BENDICIÓN DEL AMOR DE DIOS

1. El amor de Dios no está influenciado. Con esto queremos decir, no

existía nada de nada en los objetos de Su amor para convertirlo en Su

ejercicio, nada en la criatura para atraerlo o incitarlo. El amor que una

criatura tiene por otra es debido a algo en el objeto del amor; pero el

amor de Dios es libre, espontáneo, sin causa. La única razón por la que

Dios ama a alguien se encuentra en su propia voluntad soberana: “No

por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os

ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pue-

blos; sino por cuanto Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que

juró a vuestros padres, os ha sacado Jehová con mano poderosa, y os

ha rescatado de servidumbre, de la mano de Faraón rey de Egipto”

(Deuteronomio 7:7-8). Dios ha amado a su pueblo desde la eternidad,


218

y, por lo tanto, nada acerca de la criatura puede ser la causa de lo que

se encuentra en Dios desde la eternidad. Él ama de sí mismo: “quien

nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras

obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en

Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (II Timoteo 1:9). “No-

sotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (I Juan 4:19). Dios

no nos amó porque lo amamos a Él, pero nos amó antes de que tuvié-

ramos una partícula de amor por Él. Si Dios nos hubiera amado a cam-

bio de nuestro amor, entonces no sería espontáneo de Su parte; pero

debido a que Él nos amó cuando no teníamos amor, está claro que Su

amor no fue influenciado. Es sumamente importante esto, si se desea

honrar a Dios y el corazón de su hijo debe establecerse, que tengamos

muy claro esta preciosa verdad. El amor de Dios por mí y por cada uno

de “los suyos” no fue afectado por nada en nosotros. ¿Qué había en mí

para atraer el corazón de Dios? Absolutamente nada. Pero, por el con-

trario, había todo para repelerlo, todo calculado para hacer que me
219

detestara: Pecador, depravado, una masa de corrupción, con “nada

bueno” en mí. “¿Qué había en mí que pudiera merecer estima, o dar

deleite al Creador? Aun así, Padre, siempre debo cantar, porque a ti te

pareció bien.

2. Es eterno. Esto es por necesidad. Dios mismo es Eterno, y Dios es

amor; por lo tanto, como Dios mismo no tuvo principio, su amor no

tuvo principio tampoco. Concedido que tal concepto trasciende el al-

cance de nuestras mentes débiles, sin embargo, donde no podemos

comprender, podemos inclinarnos para adorar en adoración. Qué claro

está el testimonio de Jeremías 31:3, “Jehová se manifestó a mí hace

ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto,

te prolongué mi misericordia”. Qué bienaventurado saber que el gran

y santo Dios amó a su pueblo antes de que el cielo y la tierra fueran

llamados a la existencia, que Él había puesto Su corazón sobre ellos

desde toda la eternidad. Esta es una clara prueba de que su amor es

espontáneo, porque los amó eternamente antes de que tuvieran alguna


220

existencia. La misma preciosa verdad se establece en Efesios 1:4-5:

“según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que

fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos

predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo,

según el puro afecto de su voluntad”. ¡Qué alabanza debería evocar

esto en cada uno de sus hijos! ¡Qué tranquilizador para el corazón! Ya

que el amor de Dios hacia mí no tuvo principio, ¡no puede tener final!

Ya que es cierto que “de la eternidad a la eternidad”, Él es Dios, y como

Dios es “amor”, entonces es igualmente cierto que “de la eternidad a

la eternidad” Él ama a su pueblo.

3. Es soberano. Esto también es evidente. Dios mismo es Soberano,

sin obligaciones para con nadie, una ley para sí mismo, actuando siem-

pre de acuerdo con su propio placer imperial. Ya que Dios es soberano,

y como Él es amor, necesariamente se sigue que Su amor es Soberano.

Porque Dios es Dios, Él hace lo que quiere; Porque Dios es amor, ama

a quien quiere. Tal es su propia afirmación como lo expresa: “Como


221

está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí” (Romanos 9:13). No

había más razón en Jacob para que él fuera el objeto del amor divino

de lo que había en Esaú. Ambos tenían los mismos padres y nacieron

al mismo tiempo, siendo gemelos; ¡Pero Dios amó a uno y odió al otro!

¿Por qué? Porque le complacía hacerlo. La Soberanía del amor de Dios

necesariamente se deriva del hecho de que no está influenciado por

nada en la criatura. Por lo tanto, hay que afirmar que la causa de su

amor está en Dios mismo, es sólo otra manera de decir: Él ama a quien

Él quiere. Por un momento, asuma lo contrario. Supongamos que el

amor de Dios estaba regulado por cualquier otra cosa que no fuera su

voluntad: En tal caso, Él amaría por el gobierno, y el amar por el go-

bierno estaría bajo una ley de amor, y lejos de ser libre, Dios sería

gobernado por la ley. “Según nos escogió en él antes de la fundación

del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en

amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por

medio de Jesucristo”, ¿Alguna excelencia que Él previó en ellos? ¡No!


222

¿Entonces qué? “según el puro afecto de su voluntad para alabanza de

la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado” (Efe-

sios 1:4-6).

4. Es infinito. Todo acerca de Dios es infinito. Su esencia llena el cielo

y la tierra. Su sabiduría es ilimitada, porque Él sabe todo del pasado,

presente y futuro. Su poder es ilimitado, porque no hay nada dema-

siado difícil para él. Entonces su amor es ilimitado. Hay una profundi-

dad que nadie puede comprender; hay una altura que nadie puede

escalar; hay una longitud y una amplitud que desafía cualquier medida,

según cualquier estándar de criatura. Esto se ve bellamente en Efesios

2:4: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que

nos amó”: la palabra “gran” es paralela a la palabra “así” en Juan 3:16:

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo uni-

génito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga

vida eterna”. Esto nos dice que el amor de Dios es tan trascendente

que no se lo puede estimar. Ninguna lengua o idioma puede expresar


223

plenamente la infinitud del amor de Dios, tampoco cualquier mente lo

puede comprender: “y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo

conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efe-

sios 3:19). Las ideas más extensas que una mente finita puede enmar-

car sobre el Amor Divino, están infinitamente por debajo de su verda-

dera naturaleza. El cielo no está tan por encima de la tierra como la

bondad de Dios está más allá de las concepciones más elevadas que

podemos formar de él. Es un océano que se eleva más alto que todas

las montañas de oposición, como lo son sus objetos. Es una fuente de

la que fluye todo el bien necesario para todos aquellos que están in-

teresados en Él (John Brine, 1743).

5. Es inmutable. Al igual que con Dios mismo, “Toda buena dádiva y

todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el

cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17), por lo

que Su amor no conoce cambio ni disminución. El gusano Jacob pro-

porciona un ejemplo contundente de esto: “He amado a Jacob”, declaró


224

Jehová y, a pesar de toda su incredulidad y su descarrío, nunca dejó

de amarlo. Juan 13:1 provee otra hermosa ilustración: “Antes de la

fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que

pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que

estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Esa misma noche, uno de

los apóstoles diría: “Muéstranos al Padre”; otro lo negaría con maldi-

ciones; todos ellos serían escandalizados por abandonarlo. Sin em-

bargo, nos dice el pasaje bíblico de Juan 13:1, “Antes de la fiesta de la

pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de

este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en

el mundo, los amó hasta el fin”. El amor divino no está sujeto a vicisi-

tudes. El amor divino es “fuerte como la muerte” como lo dice Cantares

8:6: “Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre

tu brazo; Porque fuerte es como la muerte el amor; Duros como el Seol

los celos; Sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama”. “Las muchas

aguas no podrán apagar el amor, Ni lo ahogarán los ríos. Si diese el


225

hombre todos los bienes de su casa por este amor, De cierto lo me-

nospreciarían” (Cantares 8:7). Nada nos puede separar de su amor

eterno e inmutable, Romanos 8:35-39: “¿Quién nos separará del amor

de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnu-

dez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos

muertos todo el tiempo; Somos contados como ovejas de matadero.

Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de

aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la

vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por

venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá

separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. “Su

amor no tiene fin ni medida como lo sabemos, ningún cambio puede

cambiar su curso, eternamente fluye de la misma fuente eterna”.

6. Es santo. El amor de Dios no está regulado por el capricho, la pasión,

la emoción o el sentimiento, sino por el principio. Así como su gracia

no reina a expensas de ella, sino “a través de la justicia” (Romanos


226

5:21: “Para que así como el pecado reinó para muerte, así también la

gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor

nuestro”), así su amor nunca entra en conflicto con su santidad. “Dios

es luz” (I Juan 1:5: “Este es el mensaje que hemos oído de él, y os

anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él”) se men-

ciona antes de “Dios es amor” (I Juan 4:8: “El que no ama, no ha

conocido a Dios; porque Dios es amor”). El amor de Dios no es una

simple debilidad amable o una suavidad emocional. La Escritura declara

que: “Porque el Señor al que ama, disciplina, Y azota a todo el que

recibe por hijo” (Hebreos 12:6). Dios no guiñará el ojo al pecado, ni

siquiera en su propio pueblo. Su amor es puro, sin mezclar con ningún

sentimentalismo emocional.

7. Es y tiene gracia. El amor y el favor de Dios son inseparables. Esto

se pone claramente de manifiesto en Romanos 8:32-39: “El que no

escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,

¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a
227

los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que conde-

nará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que

además está a la diestra de Dios, el que también intercede por noso-

tros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia,

o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está

escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; Somos contados

como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que

vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro

de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades,

ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra

cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús

Señor nuestro”. Lo que es ese amor, del cual no puede haber una “se-

paración”, se percibe fácilmente desde el diseño y alcance del contexto

inmediato: Es la buena voluntad y la gracia de Dios lo que lo determinó

a dar a Su Hijo por los pecadores. Ese amor fue el poder impulsivo de

la encarnación de Cristo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo,


228

que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree,

no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Cristo no murió para

hacer que Dios nos ame, sino porque amó a su pueblo. El calvario es

la demostración más suprema del Amor Divino. Cuando te sientas ten-

tado a dudar del amor de Dios, el lector cristiano, debe volver al Cal-

vario. Aquí, entonces, hay una abundante causa de confianza y pacien-

cia bajo la aflicción divina. Cristo fue amado por el Padre, pero no es-

tuvo exento de la pobreza, la desgracia y la persecución. Tenía hambre

y sed. Por lo tanto, no era incompatible con el amor de Dios por Cristo

cuando permitió que los hombres lo escupieran y lo golpearan. Enton-

ces, no permita que ningún cristiano cuestione el amor de Dios cuando

es sometido a diversas aflicciones y pruebas dolorosas. Dios no enri-

queció a Cristo en la tierra con prosperidad temporal, porque no tenía

dónde recostar su cabeza. Pero le dio el Espíritu Santo sin medida (Juan

3:34: “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios

no da el Espíritu por medida”). Aprende entonces que las bendiciones


229

espirituales son los principales regalos del amor divino. ¡Qué bien es

saber que cuando el mundo nos odia, Dios nos ama!


230

CAPÍTULO 17

EL AMOR DE DIOS POR NOSOTROS

POR “NOSOTROS”

Por “nosotros” nos referimos a su pueblo, a pesar de que leemos de

que: “ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá

separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro-

manos 8:39), la Sagrada Escritura no sabe nada de un amor de Dios

fuera de Cristo. “Bueno es Jehová para con todos, Y sus misericordias

sobre todas sus obras” (Salmo 145:9), ya que provea de alimento a

los cuervos. “Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y pres-

tad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y se-

réis hijos del Altísimo; porque él es benigno para con los ingratos y

malos” (Lucas 6:35), y su providencia ministra a los justos e injustos

(Mateo 5:45: “Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los

cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover

sobre justos e injustos”). Pero su amor está reservado para sus


231

elegidos. Eso está inequívocamente establecido por sus características,

ya que los atributos de su amor son idénticos a Él mismo. Necesaria-

mente debe ser así, porque “Dios es amor”.

EL AMOR DE DIOS EN CRISTO

Hacer ese postulado es sólo otra forma de decir que el amor de Dios

es como Él mismo, desde la eternidad hasta la eternidad: Inmutable.

Nada es más absurdo que imaginar que cualquier persona amada por

Dios pueda perecer eternamente o que pueda experimentar su ven-

ganza eterna. Dado que el amor de Dios está “en Cristo Jesús”, nada

lo atrajo de sus objetos, ni puede ser repelido por nada en ellos, de

ellos o por ellos. “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que

su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como

había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el

fin” (Juan 13:1). La palabra “mundo” utilizada en Juan 3:16 es un tér-

mino general usado en contraste con los judíos, y este versículo debe

interpretarse para no contradecir Salmo 5:5: “Los insensatos no


232

estarán delante de tus ojos; Aborreces a todos los que hacen iniqui-

dad”; Salmo 6:7: “Mis ojos están gastados de sufrir; Se han envejecido

a causa de todos mis angustiadores”; Juan 3:36: “El que cree en el

Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la

vida, sino que la ira de Dios está sobre él”; Romanos 9:13: “Como está

escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí”. El principal designio de

Dios es elogiar el amor de Dios en Cristo, porque Él es el único canal a

través del cual fluye. El Hijo no ha inducido al Padre a amar a su pueblo,

sino que fue su amor por él lo que lo motivó a dar a su Hijo por ellos.

Ralph Erskine dijo: Dios ha tomado un camino maravilloso para mani-

festar su amor. Cuando Él quería mostrar Su poder, Él hace un mundo.

Cuando Él quería mostrar Su sabiduría, la pone en un marco y forma

que descubre su inmensidad. Cuando manifestó la grandeza y la gloria

de su nombre, Él hace un cielo y pone ángeles y arcángeles, principa-

dos y poderes en ellos. Y cuando Él quería manifestar su amor, ¿qué

haría? Dios ha tomado una forma grande y maravillosa de manifestarlo


233

en Cristo: Su persona, Su sangre, Su muerte y Su justicia. “porque

todas las promesas de Dios son en él (Cristo) Sí, y en él Amén, por

medio de nosotros, para la gloria de Dios” (II Corintios 1:20). Como

fuimos elegidos en Cristo (Efesios 1:4: “según nos escogió en él antes

de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha

delante de él”), como fuimos aceptados en Él (Efesios 1:6: “para ala-

banza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el

Amado”), como nuestra vida está escondida en Él (Colosenses 3:3:

“Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en

Dios”), así somos amados en Él: “el amor de Dios que está en Cristo

Jesús”. En Él como nuestra Cabeza y Esposo, por eso nada nos puede

separar de él, porque esa unión es indisoluble.

EL AMOR DE DIOS A LOS SANTOS

Nada calienta el corazón del santo como una contemplación espiritual

del amor de Dios. A medida que se ocupa de él, lo eleva fuera y por

encima de su desdichado yo. Una aprehensión del creyente sobre esto


234

llena su alma renovada con santa satisfacción, y lo hace tan feliz como,

es posible que uno esté de ese lado mismo del cielo. Conocer y creer

en el amor que Dios tiene hacia mí es tanto un anhelo serio como un

anticipo del cielo mismo. Ya que Dios ama a su pueblo en Cristo, no es

por ninguna amabilidad o atracción acerca de ellos: A Jacob, yo he

amado. Sí, lo naturalmente poco atractivo, sí, lo despreciable, Jacob:

“tú gusano Jacob”. Ya que Dios ama a su pueblo en Cristo, no está

regulado por su opulencia, sino que es el mismo en todo momento.

Porque los ama en Cristo, el Padre los ama como a Cristo. Llegará el

momento en que su oración será respondida, “Yo en ellos, y tú en mí,

para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú

me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has

amado” (Juan 17:23). Sólo la fe puede captar estas cosas maravillosas,

porque ni el razonamiento ni los sentimientos pueden hacerlo. Dios nos

ama en Cristo. ¡Qué infinito deleite tiene el Padre cuando contempla a

su pueblo en su amado Hijo! Todas nuestras bendiciones fluyen de esa


235

preciosa fuente. El amor de Dios a su pueblo no es de ayer. No comenzó

con su amor a Él. No, “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó

primero” (I Juan 4:19). No le amamos primero a Él, para que Él pueda

volver a nosotros otra vez. Nuestra regeneración no es el motivo de su

amor, sino que su amor es la razón por la que nos renueva a su imagen.

Esto se hace a menudo para que aparezca en la primera manifestación

del amor de Dios, cuando, lejos de que sus objetos se ocupen de bus-

carlo, están en su peor momento. “Y pasé yo otra vez junto a ti, y te

miré, y he aquí que tu tiempo era tiempo de amores; y extendí mi

manto sobre ti, y cubrí tu desnudez; y te di juramento y entré en pacto

contigo, dice Jehová el Señor, y fuiste mía” (Ezequiel 16:8). Sus obje-

tos no sólo son los peores cuando el amor de Dios se les revela por

primera vez, sino que en realidad hacen lo peor, como en el caso de

Saulo de Tarso. El amor de Dios no sólo es un antecedente del nuestro,

sino que también se transmitió en su corazón hacia nosotros mucho

antes de ser liberados del poder de las tinieblas y trasladados al Reino


236

de su amado Hijo. Comenzó no en el tiempo, sino que lleva la fecha de

la eternidad. “Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, di-

ciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi mi-

sericordia” (Jeremías 31:3). “En esto consiste el amor: no en que no-

sotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y

envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (I Juan 4:10).

De estas palabras queda claro que Dios amó a su pueblo mientras es-

taba en un estado de naturaleza caída, desprovisto de toda gracia, sin

una partícula de amor hacia Él o fe en Él; Sí, mientras éramos sus

enemigos (Romanos 5:8-10: “Mas Dios muestra su amor para con no-

sotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues

mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos sal-

vos de la ira. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios

por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos

salvos por su vida”). Claramente, esto me impone una obligación mil

veces mayor de amarlo, servirlo y glorificarlo a Él de lo que me había


237

amado por primera vez, cuando mi corazón fue ganado. Todos los actos

de Dios para su pueblo en el tiempo son las expresiones del amor que

Él los tenía desde la eternidad. Es porque Dios nos ama en Cristo, y lo

ha hecho desde siempre, que los dones de su amor son irrevocables.

Son el otorgamiento del Padre de las luces, en quien no hay variabili-

dad, ni sombra de variación. El amor de Dios de hecho hace un cambio

en nosotros, cuando se “derrama en nuestros corazones”, pero nadie

lo hace en Él. Algunas veces varía las dispensaciones de su providencia

hacia nosotros, pero eso no es porque su afecto haya cambiado. In-

cluso cuando Él nos castiga, sigue amándonos (Hebreos 12:6: “Porque

el Señor al que ama, disciplina, Y azota a todo el que recibe por hijo”),

ya que Él tiene nuestro bien a la vista.

LAS OPERACIONES DEL AMOR DE DIOS

Veamos más de cerca algunas de las operaciones del amor de Dios.

Primero, en la elección. “Pero nosotros debemos dar siempre gracias a

Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios


238

os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santi-

ficación por el Espíritu y la fe en la verdad, a lo cual os llamó mediante

nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo”

(II Tesalonicenses 2:13-14). Hay una conexión infalible entre el amor

de Dios y su selección de aquellos que debían ser salvos. Esa elección

es la consecuencia de que Su amor actuó y eso queda claro de nuevo

en Deuteronomio: “No por ser vosotros más que todos los pueblos os

ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insig-

nificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó, y quiso

guardar el juramento que juró a vuestros padres, os ha sacado Jehová

con mano poderosa, y os ha rescatado de servidumbre, de la mano de

Faraón rey de Egipto” (7:7-8). Así que de nuevo: “Según nos escogió

en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin

mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser

adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto

de su voluntad” (Efesios 1:4-5). Segundo, lo vemos en la redención.


239

Como hemos visto en 1 Juan 4:10: “En esto consiste el amor: no en

que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a noso-

tros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”, por Su

amor soberano, Dios hizo provisión para que Cristo rindiera satisfac-

ción por sus pecados, aunque antes de su conversión, Él estaba

enojado con ellos con respecto a Su Ley violada. Y “El que no escatimó

ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no

nos dará también con él todas las cosas?” (Romanos 8:32), otra clara

prueba de que su Hijo no fue “entregado” a la cruz por toda la huma-

nidad. Porque Él no da a todos ni el Espíritu Santo, ni una nueva natu-

raleza, ni el arrepentimiento ni la fe. En tercer lugar, tenemos la lla-

mada efectiva. Desde el Salvador entronizado, el Padre envía el Espí-

ritu Santo (Hechos 2:33: “Así que, exaltado por la diestra de Dios, y

habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derra-

mado esto que vosotros veis y oís”). Habiendo amado a Sus elegidos

con amor eterno, con bondad, Él los atrae a Él (Jeremías 31:3: “Jehová
240

se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno

te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”), se apresura a

la nueva vida, los llama de las tinieblas a Su luz maravillosa, los hace

Sus hijos. “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos

llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le

conoció a él” (I Juan 3:1). Si la procedencia no se deriva del amor de

Dios como un efecto seguro, ¿para qué sirven estas palabras? Cuarto,

la curación de los reincidentes: “Yo sanaré su rebelión, los amaré de

pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos” (Oseas 14:4), sin re-

nuencia ni vacilación. “Las muchas aguas no podrán apagar el amor,

Ni lo ahogarán los ríos. Si diese el hombre todos los bienes de su casa

por este amor, De cierto lo menospreciarían” (Cantares 8:7). Tal es el

amor de Dios a su pueblo: Invencible, Insaciable. No sólo no hay posi-

bilidad de que caduque, sino que las aguas negras del retroceso no

pueden extinguirlo, ni el diluvio de la incredulidad lo puede extinguir.

Nada es más irresistible que la muerte en el mundo natural, nada tan


241

invencible como el amor de Dios en el reino de la gracia. Goodwin co-

mentó: ¡Qué dificultades supera el amor de Dios! ¡Para que Dios supere

su propio corazón! ¿Crees que no fue nada para que Él que matara a

su Hijo? Cuando vino a llamarnos, ¿no había superado las dificultades

que el amor venció? Estábamos muertos en delitos y pecados, pero por

el gran amor con que nos amó, nos avivó de la tumba de nuestra co-

rrupción: “he aquí hedíamos”, incluso cuando Dios vino y nos con-

quistó. Después de nuestro llamado, ¡qué tristemente provocamos a

Dios! Tales tentaciones que, si fuera posible, los elegidos deberían ser

engañados. Así ocurre con todos los cristianos. El ser humano justo,

apenas se salva (1 Pedro 4:18: “Y: Si el justo con dificultad se salva,

¿En dónde aparecerá el impío y el pecador?”), y sin embargo, se salva,

porque el amor de Dios es invencible: Supera todas las dificultades.

Una aplicación no es necesaria para este tema. Deja que el amor de

Dios atraiga a tu mente diariamente todas las meditaciones devotas

para que los afectos de tu corazón se extiendan hacia Él. Cuando te


242

arroje en espíritu, o en dolor de tensión, suplica su amor en oración,

esto te asegura que no puede negarte nada bueno. Haz que el mara-

villoso amor de Dios para ti sea el incentivo de tu obediencia a Él; la

gratitud no requiere de nada menos.


243

CAPÍTULO 18

LA IRA DE DIOS

Es más fácil encontrar a muchos cristianos maestros que parecen con-

siderar la ira de Dios, como algo por lo que necesitan hacer una dis-

culpa, o que al menos desean que no existiera tal revelación. Mientras

que algunos que no irían tan lejos como para admitir abiertamente que

lo consideran como una mancha en el carácter divino, están muy lejos

de considerarlo con deleite; a ellos les gusta no pensar en ello, y rara

vez lo oyen mencionar sin un resentimiento secreto que se levanta en

sus corazones contra Él. Incluso con aquellos que son más sobrios en

su juicio, no pocos parecen imaginar que hay una severidad acerca de

la ira divina que hace que sea demasiado aterrador, formar un tema

para la contemplación rentable. Otros albergan el engaño de que la ira

de Dios no es consistente con su bondad, y por eso tratan de deste-

rrarla de sus pensamientos.

DIOS NO OCULTA LOS HECHOS


244

Sí, hay muchos que se apartan de la visión de la ira de Dios como si

fueran llamados a observar alguna mancha en el carácter divino o al-

guna mancha en el gobierno divino. Pero, ¿qué dicen las Escrituras?

Cuando nos dirigimos a ellas, encontramos que Dios no ha intentado

ocultar los hechos relacionados con Su ira. No se avergüenza de dar a

conocer que la venganza y la furia le pertenecen a Él. Su propio reto

es: “Ved ahora que yo, yo soy, Y no hay dioses conmigo; Yo hago

morir, y yo hago vivir; Yo hiero, y yo sano; Y no hay quien pueda librar

de mi mano. Porque yo alzaré a los cielos mi mano, Y diré: Vivo yo

para siempre, Si afilare mi reluciente espada, Y echare mano del juicio,

Yo tomaré venganza de mis enemigos, Y daré la retribución a los que

me aborrecen” (Deuteronomio 32:39-41). Un estudio de la concordan-

cia mostrará que hay más referencias en las Escrituras a la ira, la furia

y el furor de Dios, que las que hay de Su amor y ternura. Porque Dios

es santo, odia todo pecado; y debido a que odia todo pecado, su ira

arde contra el pecador (Salmo 7:11: “Dios es juez justo, Y Dios está
245

airado contra el impío todos los días”). Ahora, la ira de Dios es tanto

una perfección divina como lo es su fidelidad, poder o misericordia.

Debe ser así, porque no hay defecto alguno, ni el más mínimo defecto

en el carácter de Dios; ¡Sin embargo, habría si la “ira” estuviera au-

sente de Él! La indiferencia al pecado es una mancha moral, y el que

la odia no es un leproso moral. ¿Cómo podría Él, que es la suma de

toda la excelencia, ver con igual satisfacción la virtud y el vicio, la sa-

biduría y la locura? ¿Cómo podría el que es infinitamente santo ignorar

el pecado y negarse a manifestar su “severidad” (Romanos 11:22:

“Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente

para con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si permaneces

en esa bondad; pues de otra manera tú también serás cortado”) hacia

él? ¿Cómo podría Él, que se deleita sólo con lo que es puro y encanta-

dor, no odiar y aborrecer lo que es impuro y vil? La naturaleza misma

de Dios hace que el infierno sea una necesidad real, tan imperativa y

eternamente necesaria, como lo es el mismo cielo. No sólo no hay


246

imperfección en Dios, sino que no hay perfección en Él que sea menos

perfecta que otra. La ira de Dios es su maldición eterna de toda injus-

ticia. Es el disgusto e indignación de la equidad divina contra el mal.

Es la santidad de Dios activada contra el pecado. Es la causa conmo-

vedora de esa sentencia justa que él pasa sobre los malhechores. Dios

está enojado contra el pecado porque es una rebelión contra su auto-

ridad, un mal hecho contra su soberanía inviolable. Los insurrectos

contra el gobierno de Dios deben saber que Dios es el Señor. Se les

hará sentir cuán grande es esa Majestad que desprecian, y cuán es-

pantosa es la amenaza de ira que tan poco consideraban. No es que la

ira de Dios sea una represalia maligna y maliciosa, que cause daño por

el bien de ella o a cambio de una lesión recibida. No, aunque Dios

vindicará su dominio como el gobernador del universo, no será venga-

tivo. Que la ira divina es una de las perfecciones de Dios no sólo es

evidente a partir de las consideraciones presentadas anteriormente,

sino que también está claramente establecido por las declaraciones


247

expresas de su propia Palabra. “Porque la ira de Dios se revela desde

el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen

con injusticia la verdad” (Romanos 1:18). Robert Haldane comenta so-

bre este versículo como sigue: Se reveló cuando la sentencia de muerte

se pronunció por primera vez, la tierra fue maldita, y el hombre fue

expulsado del paraíso terrenal, y luego por los ejemplos de castigos

como los del Diluvio y la destrucción de las Ciudades de la Llanura por

el fuego. En el cielo, pero especialmente por el reino de la muerte en

todo el mundo. Se proclamó en la maldición de la ley sobre cada trans-

gresión, y se insinuó en la institución del sacrificio y en todos los ser-

vicios de la dispensación mosaica. En el octavo capítulo de esta epís-

tola, el apóstol llama la atención de los creyentes sobre el hecho de

que toda la creación se ha sometido a la vanidad, y gime y sufre juntos

en el dolor. La misma creación que declara que hay un Dios y que

publica Su gloria, también prueba que Él es el Enemigo del pecado y el

Vengador de los crímenes de los seres humanos. Pero por sobre todo,
248

la ira de Dios se reveló desde el cielo cuando El Hijo de Dios descendió

para manifestar el carácter divino, y cuando esa ira se manifestó en

Sus sufrimientos y muerte, de una manera más terrible que todas las

señales que Dios había dado antes de Su descontento contra el pecado.

Además de esto, el castigo futuro y eterno de los impíos ahora se de-

clara en términos más solemnes y explícitos que antes. Bajo la nueva

dispensación, hay dos revelaciones del cielo, una de ira y otra de gra-

cia. Nuevamente, lo que leemos en el Salmo 95:11 demuestra que la

ira de Dios es una perfección divina: “Por tanto, juré en mi furor Que

no entrarían en mi reposo”. Hay dos ocasiones en que Dios hace “ju-

ramento”: Para hacer promesas (Génesis 22:15-17: “Y llamó el ángel

de Jehová a Abraham por segunda vez desde el cielo, y dijo: Por mí

mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no

me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y mul-

tiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena

que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de


249

sus enemigos”), y al pronunciar juicios (Deuteronomio 1:34-36: “Y oyó

Jehová la voz de vuestras palabras, y se enojó, y juró diciendo: No

verá hombre alguno de estos, de esta mala generación, la buena tierra

que juré que había de dar a vuestros padres, excepto Caleb hijo de

Jefone; él la verá, y a él le daré la tierra que pisó, y a sus hijos; porque

ha seguido fielmente a Jehová”). En el primero, Él jura en misericordia

a sus hijos; en este último, Él jura privar a una generación malvada de

su herencia a causa de sus murmullos e incredulidad. Un juramento es

para una confirmación solemne (Hebreos 6:16: “Porque los hombres

ciertamente juran por uno mayor que ellos, y para ellos el fin de toda

controversia es el juramento para confirmación”). En Génesis 22:16,

Dios dice: “y dijo: Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto

has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo”. En el

Salmo 89:35 Él declara: “Una vez he jurado por mi santidad, Y no

mentiré a David”. Mientras que en el Salmo 95:11 afirma: “Por tanto,

juré en mi furor Que no entrarían en mi reposo”. Así, el gran Jehová


250

mismo apela a su “ira o furor” como una perfección igual a su “santi-

dad”: ¡Él jura por uno tanto como por el otro! Nuevamente, como en

Cristo “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Dei-

dad” (Colosenses 2:9), y como todas las perfecciones divinas son ilus-

tradas por Él (Juan 1:18: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo,

que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer”), por lo tanto,

leemos sobre “la ira del Cordero” (Apocalipsis 6:16: “y decían a los

montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro

de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero”).

LA IMPORTANCIA DE REFLEXIONAR SOBRE LA IRA DE DIOS

La ira de Dios es una perfección del carácter Divino sobre el que nece-

sitamos meditar con frecuencia. Primero, para que nuestros corazones

estén debidamente impresionados por la detestación del pecado por

parte de Dios. Siempre somos propensos a considerar el pecado a la

ligera, a pasar por alto su horror, a poner excusas para ello. Pero

cuanto más estudiemos y reflexionemos sobre el aborrecimiento de


251

Dios por el pecado y su espantosa venganza sobre él, es más probable

que nos demos cuenta de su atroz consecuencia. En segundo lugar,

para engendrar un verdadero temor en nuestras almas para Dios: “Así

que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y

mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia;

porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:28-29). No po-

demos servirle “aceptablemente” a menos que haya una “reverencia”

debida a Su terrible Majestad y “temor piadoso” a Su justa ira; y estos

se promueven mejor al recordar frecuentemente que “nuestro Dios es

un fuego consumidor”. En tercer lugar, hace extraer de nuestras almas

fervientes elogios por haber sido liberados de “la ira venidera” (I Tesa-

lonicenses 1:10: “y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de

los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera”). Nuestra dis-

posición o nuestra renuencia a meditar sobre la ira de Dios se convierte

en una prueba segura y legítima de la verdadera actitud de nuestros

corazones hacia Él. Si no nos regocijamos verdaderamente en Dios,


252

por lo que Él es en Sí mismo, y esto debido a todas las perfecciones

que permanecen eternamente en Él, entonces, ¿cómo mora el amor de

Dios en nosotros? Cada uno de nosotros debe estar muy atento a la

hora de concebir una imagen de Dios en nuestros pensamientos, que

sigue el modelo de nuestras malas inclinaciones. En la antigüedad, el

Señor se quejaba: “Estas cosas hiciste, y yo he callado; Pensabas que

de cierto sería yo como tú; Pero te reprenderé, y las pondré delante de

tus ojos (Salmo 50:21). Si no nos regocijamos “en el recuerdo de Su

santidad” (Salmo 97:12: “Alegraos, justos, en Jehová, Y alabad la me-

moria de su santidad”), si nos regocijamos por no saber que en un día

que viene pronto, Dios hará una demostración más gloriosa de Su ira

al vengarse de todos los que ahora se oponen a Él, es una prueba

positiva de que nuestros corazones no están sujetos a Él, de que toda-

vía estamos en nuestros pecados y de que estamos en el camino de

las llamas eternas.

LA JUSTICIA DE DIOS ES EJERCIDA A TRAVÉS DE SU IRA


253

“Alabad, naciones, a su pueblo, Porque él vengará la sangre de sus

siervos, Y tomará venganza de sus enemigos, Y hará expiación por la

tierra de su pueblo” (Deuteronomio 32:43). Y de nuevo leemos: “Des-

pués de esto oí una gran voz de gran multitud en el cielo, que decía:

¡Aleluya! Salvación y honra y gloria y poder son del Señor Dios nuestro;

porque sus juicios son verdaderos y justos; pues ha juzgado a la gran

ramera que ha corrompido a la tierra con su fornicación, y ha vengado

la sangre de sus siervos de la mano de ella. Otra vez dijeron: ¡Aleluya!

Y el humo de ella sube por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 19:1-

3). Grande será el regocijo de los santos en ese día cuando el Señor

vindicará su majestad, ejercerá su terrible dominio, magnificará su jus-

ticia y derrocará a los orgullosos rebeldes que se han atrevido a desa-

fiarlo. “JAH, si mirares (imputares) a los pecados, ¿Quién, oh Señor,

podrá mantenerse?” (Salmo 130:3). Bien, cada uno de nosotros puede

hacerse esa misma pregunta, porque está escrito, “Por tanto, no se

levantarán los malos en el juicio, Ni los pecadores en la congregación


254

de los justos” (Salmo 1:5). ¡Qué tan severamente se ejercitó el alma

de Cristo con los pensamientos de Dios marcando las iniquidades de su

pueblo cuando estaban sobre él! Estaba asombrado y muy angustiado

(Marcos 14:33: “Y tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y comenzó

a entristecerse y a angustiarse”). Su terrible agonía, Su sudor san-

griento, Sus fuertes gritos y súplicas (Hebreos 5:7: “Y Cristo, en los

días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágri-

mas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor

reverente”), Sus oraciones reiteradas (“Si es posible, que esta copa

pase de Mí”), Su último grito terrible (“Mi Dios, Mi Dios , ¿por qué me

has desamparado?”) Todas estas expresiones manifiestan los temibles

temores que tuvo que padecer porque Dios “imputó las iniquidades de

su pueblo que Él las pagó”. Bien, los pobres pecadores pueden clamar:

“Señor, quién se levantará”, ¡cuando el mismo Hijo de Dios tembló bajo

el peso de su santa ira! Si tú, mi querido lector, no has “huido para

refugiarte” a Cristo, el único Salvador, “¿cómo harás en la espesura del


255

Jordán?” (Jeremías 12:5: “Si corriste con los de a pie, y te cansaron,

¿cómo contenderás con los caballos? Y si en la tierra de paz no estabas

seguro, ¿cómo harás en la espesura del Jordán?”). Cuando considero

cómo la mayor parte de la humanidad abusa de la bondad de Dios, no

puedo dejar de pensar que el milagro más grande del mundo es la

paciencia y la generosidad de Dios para un mundo ingrato. Si un Rey

tiene un enemigo que se ha metido en una de sus ciudades, no lo envía

provisión, sino que pone cerco al lugar, y hace lo que pueda para ma-

tarlos de hambre. Pero el Gran Dios, que pudo convertir a todos sus

enemigos en destrucción, los acompaña, y tiene un costo diario para

mantenerlos. Bien, Él puede mandarnos a bendecir a los que nos mal-

dicen, a quienes Él mismo hace bien, al malvado e ingrato. Pero no

piensen, pecadores, que escaparás así; el molino de Dios va lento, pero

muele muy pequeño; mientras más admirable sea Su paciencia y ge-

nerosidad ahora, más terrible e insoportable será esa furia que surge

de Su bondad maltratada. Nada más suave que la brisa del mar, sin
256

embargo, cuando se agita en una tempestad, nada más poderoso.

Nada tan dulce como la paciencia y la bondad de Dios, y nada tan

terrible cuando Su ira se incendia (William Gurnall, 1660). Entonces

“huye”, mi querido lector, huye a Cristo; “Al ver él que muchos de los

fariseos y de los saduceos venían a su bautismo, les decía: ¡Generación

de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?” (Mateo 3:7)

antes de que sea demasiado tarde. Le ruego encarecidamente, no su-

ponga que este mensaje está dirigido a otra persona. ¡Es para usted!

No te contentes pensando que ya has huido a Cristo. ¡Asegúrate! Pídele

al Señor que busque en tu corazón y te muestres a ti mismo.

UNA PALABRA PARA LOS PREDICADORES

Hermanos, ¿en nuestro ministerio expositivo, predicamos sobre este

tema solemne tanto como deberíamos hacerlo? Los profetas del Anti-

guo Testamento con frecuencia les decían a sus oyentes que sus vidas

perversas provocaban al Santo de Israel, y que estaban atesorando la

ira contra el día de la ira. ¡Y las condiciones en el mundo no son mejores


257

ahora de lo que eran entonces! Nada está tan calculado para despertar

a los descuidados y hacer que los maestros y predicadores carnales

busquen en sus propios corazones, como para ampliar el hecho de que

“Dios es juez justo, Y Dios está airado contra el impío todos los días”

(Salmo 7:11). El precursor de Cristo, Juan El Bautista, advirtió a sus

oyentes que “huyan de la ira venidera” (Mateo 3:7: “Al ver él que mu-

chos de los fariseos y de los saduceos venían a su bautismo, les decía:

¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?”).

El Salvador ordenó a sus oyentes: “Pero os enseñaré a quién debéis

temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene

poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed” (Lucas 12:5).

El apóstol Pablo dijo: “Conociendo, pues, el temor del Señor, persua-

dimos a los hombres; pero a Dios le es manifiesto lo que somos; y

espero que también lo sea a vuestras conciencias” (2 Corintios 5:11).

La fidelidad exige que hablemos tan claramente sobre el infierno como

sobre el cielo.
258

CAPÍTULO 19

LA CONTEMPLACIÓN DE DIOS

LA NATURALEZA DIVINA

En los estudios anteriores hemos visto en la revisión, algunas de las

perfecciones maravillosas y encantadoras del Carácter Divino. Desde

nuestra contemplación más débil y defectuosa acerca de Sus atributos,

debería ser evidente para todos nosotros que Dios es: Primero, un Ser

Incomprensible y, atónitos en el asombro ante Su grandeza infinita,

estamos obligados a adoptar las palabras de Zofar, “¿Descubrirás tú

los secretos de Dios? ¿Llegarás tú a la perfección del Todopoderoso?

Es más alta que los cielos; ¿qué harás? Es más profunda que el Seol;

¿cómo la conocerás? Su dimensión es más extensa que la tierra, Y más

ancha que el mar” (Job 11:7-9). Cuando dirigimos nuestros pensa-

mientos a la eternidad de Dios, a su inmaterialidad, a su omnipresen-

cia, a su omnipotencia, nuestras mentes están abrumadas.

EL ESTUDIO DE LA DEIDAD
259

Pero la incomprensibilidad de la naturaleza Divina no es una razón por

la que debamos desistir de la indagación reverente y de los esfuerzos

en oración para comprender lo que Él ha revelado tan gentilmente de

Él mismo en Su Santa Palabra. Debido a que no somos capaces de

adquirir un conocimiento perfecto, sería una locura decir que, por lo

tanto, no haremos ningún esfuerzo para lograrlo en ningún grado. Bien

se ha dicho: Nada ampliará tanto el intelecto, nada magnificará tanto

el alma del ser humano como una investigación devota, seria y conti-

nua del gran tema de la Deidad. El estudio más excelente para expandir

el alma es la ciencia del Cristo crucificado y el conocimiento de la Dei-

dad en la gloriosa Trinidad (C.H. Spurgeon). Citemos un poco más lejos

a este príncipe de los predicadores: El correcto estudio del cristiano es

la Divinidad. La ciencia suprema, la especulación más sublime, la filo-

sofía más poderosa que puede atraer la atención de un hijo de Dios es

el nombre, la naturaleza, la persona, los hechos y la existencia del Gran

Dios que él llama su Padre. Hay algo que mejora enormemente a la


260

mente, una contemplación de la Divinidad. Es un tema tan vasto, que

todos nuestros pensamientos se pierden en su inmensidad; tan pro-

fundo, que nuestro orgullo se ahoga en su infinito. Otros temas que

podemos comprender y lidiar, con ellos sentimos una especie de auto-

complacencia, y seguimos nuestro camino con el pensamiento: “He

aquí que soy sabio”. Pero cuando llegamos a esta ciencia maestra, en-

contramos que nuestra plomada no puede sonar con su profundidad y

que nuestro ojo de águila no puede ver su altura, nos apartamos con

el pensamiento: “Soy de ayer y no sé nada” (Sermón sobre Malaquías

3:6: “Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis

sido consumidos”). Sí, la incomprensibilidad de la naturaleza Divina

debería enseñarnos humildad, precaución y reverencia. Después de to-

das nuestras búsquedas y meditaciones, tenemos que decir como Job:

“He aquí, estas cosas son sólo los bordes de sus caminos; ¡Y cuán leve

es el susurro que hemos oído de él! Pero el trueno de su poder, ¿quién

lo puede comprender??” (Job 26:14). Cuando Moisés le rogó a Jehová


261

que le dejara ver su gloria, Él le respondió: “Y le respondió: Yo haré

pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de

Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia,

y seré clemente para con el que seré clemente” (Éxodo 33:19), y, como

dijo otro: “El nombre es la colección de Sus atributos”. Con razón el

puritano John Howe declaró: La noción, por lo tanto, que tenemos es

la forma de Su gloria, pero es sólo la que podemos tener de un gran

volumen por una breve sinopsis, como de un país extenso por un pe-

queño paisaje. Él nos ha dado aquí un verdadero informe de sí mismo,

pero no un completo informe; tales como asegurarán nuestros temo-

res, guiándonos así, con parte en el error, pero no de una ignorancia

total. Podemos aplicar nuestras mentes para contemplar las varias per-

fecciones mediante las cuales el Dios Bendito nos descubre Su ser, y

en nuestros pensamientos podemos atribuirlas todas a Él, aunque to-

davía tenemos conceptos muy bajos y defectuosos de cada uno. Sin

embargo, en la medida en que nuestros temores y estudios puedan


262

corresponderse con el descubrimiento de que Él nos proporciona Sus

varias excelencias, tenemos una visión actual de Su gloria. Como la

diferencia es ciertamente muy grande entre el conocimiento de Dios

que sus santos tienen en esta vida y el que tendrán en el cielo, sin

embargo, como el primero no debe ser subvaluado porque es imper-

fecto, entonces tampoco este último no debe ser magnificado en el

cielo, porque esa es la realidad. Es cierto que la Escritura declara que

lo veremos “cara a cara” y “saber” incluso cómo somos conocidos por

Él (1 Corintios 13:12: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas

entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces

conoceré como fui conocido.”). Pero inferir de esto que entonces cono-

ceremos a Dios tan plenamente como Él nos conoce, es porque hemos

malinterpretado el mero sonido de las palabras, y hemos hecho caso

omiso de la restricción de ese conocimiento, que nuestra finitud nece-

sariamente requiere. Hay una gran diferencia entre la santificación y

glorificación de los santos y la Divinidad. En su estado glorificado, los


263

cristianos seguirán siendo criaturas finitas y, por lo tanto, nunca po-

drán comprender completamente al Dios Infinito, aún en ese estado de

glorificación. Los santos en el cielo verán a Dios con el ojo de la mente,

porque Él siempre será invisible para el ojo corporal. Lo verán más

claramente de lo que podrían verlo por la razón y la fe, y más amplia-

mente que todas sus obras y dispensaciones como hasta ahora lo ha-

bían revelado. Pero sus mentes no estarán tan agrandadas como para

ser capaces de contemplar de una vez, o en detalle, toda la excelencia

de su naturaleza. Para comprender la perfección infinita, ellos mismos

deberían volverse infinitos. Incluso en el Cielo, su conocimiento será

parcial, pero al mismo tiempo su felicidad será completa, porque su

conocimiento será perfecto en este sentido, que será adecuado para la

capacidad del sujeto, aunque no agotará la plenitud del Ser Divino.

Creemos que será progresivo, y que a medida que se amplíen sus opi-

niones, aumentará su felicidad. Pero nunca alcanzarán un límite más

allá del cual, no exista nada más que descubrir, y cuando pasen eras
264

tras eras, Él seguirá siendo el Dios Incomprensible (John Dick, 1840).

En segundo lugar, de una revisión de las perfecciones de Dios, parece

que Él es un Ser todo suficiente. Él es todo suficiente en sí mismo y

para sí mismo. Como el Primero de los seres, Él no podía recibir nada

de otro, ni estar limitado por el poder de otro ser. Siendo infinito, Él

posee toda la perfección posible. Cuando el Dios Trino existía solo, Él

era todo para Sí mismo. Su entendimiento, su amor, su energía, en-

contraron un objeto adecuado en sí mismo. Si hubiera necesitado algo

externo, no habría sido independiente y, por lo tanto, no habría sido

Dios. Él creó todas las cosas, y eso para Sí Mismo (Colosenses 1:16:

“que ha llegado hasta vosotros, así como a todo el mundo, y lleva fruto

y crece también en vosotros, desde el día que oísteis y conocisteis la

gracia de Dios en verdad”), sin embargo, no fue para suplir una falta o

necesidad, sino para poder comunicar la vida y la felicidad a los ángeles

y a los seres humanos, y admitirlos a la visión de Su gloria. Es cierto

que Él exige la lealtad y los servicios de Sus criaturas inteligentes y


265

racionales, sin embargo, no obtiene ningún beneficio de sus oficios;

Toda la ventaja redunda en sí mismas (Job 22:2-3: “¿Traerá el hombre

provecho a Dios? Al contrario, para sí mismo es provechoso el hombre

sabio”). Dios hace uso de medios e instrumentos para lograr Sus fines,

pero nunca por una deficiencia de poder, sino que a menudo muestra

Su poder a través de la debilidad de los instrumentos empleados.

SU MISERICORDIA ES MEJOR QUE LA VIDA

La suficiencia de Dios lo hace a Él como el Objeto Supremo que siempre

se debe buscar. La verdadera felicidad consiste sólo en el disfrute de

Dios. Su favor es la vida, y su misericordia es mejor que la vida misma.

“Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré” (La-

mentaciones 3:24). Su amor, su gracia y su gloria son los principales

objetos del deseo de los santos y los manantiales de su más alta satis-

facción. Hay muchos que dicen: “Muchos son los que dicen: ¿Quién nos

mostrará el bien? Alza sobre nosotros, oh Jehová, la luz de tu rostro.

Tú diste alegría a mi corazón Mayor que la de ellos cuando abundaba


266

su grano y su mosto” (Salmo 4:6-7). Sí, el cristiano, cuando está en

su sano juicio, es capaz de decir: “Aunque la higuera no florezca, Ni en

las vides haya frutos, Aunque falte el producto del olivo, Y los labrados

no den mantenimiento, Y las ovejas sean quitadas de la majada, Y no

haya vacas en los corrales; Con todo, yo me alegraré en Jehová, Y me

gozaré en el Dios de mi salvación. Jehová el Señor es mi fortaleza, El

cual hace mis pies como de ciervas, Y en mis alturas me hace andar.

Al jefe de los cantores, sobre mis instrumentos de cuerdas” (Habacuc

3:17-19).

EL DIOS DE LA CREACIÓN

En tercer lugar, de una revisión de las perfecciones de Dios, concluimos

que Él es el Soberano Supremo del universo. Se ha dicho con razón:

Ningún dominio es tan absoluto como el que se basa en la creación. El

que no pudo haber creado nada, tenía el derecho de hacer todas las

cosas de acuerdo a su propio placer. En el ejercicio de Su poder incon-

trolado, Él ha hecho que algunas partes de la creación sean meras


267

materias inanimadas, de textura más gruesa o más refinada, y se dis-

tinguen por diferentes cualidades, pero todas son inertes e inconscien-

tes. Él ha dado organización a otras partes, y las ha hecho susceptibles

de crecimiento y expansión, pero aún sin vida en el sentido apropiado

del término. A los demás, Él les ha dado no sólo organización, sino

también existencia consciente, órganos de sentido y poder auto moti-

vador. A estos, Él ha añadido en el ser humano el don de la razón y un

espíritu inmortal, mediante el cual se concuerda a un orden superior

de seres que están ubicados en las regiones superiores. Sobre el

mundo que Él ha creado, Él balancea el cetro de la Omnipotencia. “Mas

al fin del tiempo yo Nabucodonosor alcé mis ojos al cielo, y mi razón

me fue devuelta; y bendije al Altísimo, y alabé y glorifiqué al que vive

para siempre, cuyo dominio es sempiterno, y su reino por todas las

edades. Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada;

y él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes

de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?”


268

Daniel 4:34-35 (John Dick). Una criatura, considerada como tal, no

tiene derechos. Ella no puede exigir nada de su Hacedor; y de cualquier

manera que sea tratada, no tiene título para quejarse. Sin embargo,

cuando pensamos en el dominio absoluto de Dios, sobre todo, nunca

debemos perder de vista Sus perfecciones morales. Dios es justo y

bueno, y siempre hace lo que es correcto, justo y santo. Sin embargo,

Él ejerce Su soberanía de acuerdo con Su propio placer imperial y justo.

Asigna a cada criatura el lugar que le parezca bueno a sus propios ojos.

Ordena las variadas circunstancias de cada uno de acuerdo con Sus

propios consejos. Él moldea cada recipiente de acuerdo con Su propia

determinación no influenciada. Él tiene misericordia de quien Él quiere

tener misericordia y a quien Él quiere endurece. Dondequiera que es-

temos, su ojo está sobre nosotros. Quienquiera que seamos, nuestra

vida y todo está a su completa y total disposición. Para el cristiano, es

un Padre tierno; para el pecador rebelde Él todavía será un fuego con-

sumidor. “Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y


269

sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén” (1

Timoteo 1:17).
270

CAPÍTULO 20

LAS BONDADES DE DIOS

“Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, Ni

han subido en corazón de hombre, Son las que Dios ha preparado para

los que le aman” (1 Corintios 2:9). Cuán a menudo se cita este pasaje

en varias ocasiones; sin embargo, cuán raramente se agregan las pa-

labras: “Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el

Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (versículo 10). ¿Por

qué ocurre esto? ¿Es porque muy pocas personas buscan de Dios y

disfrutan lo que el Espíritu ha revelado en la Palabra acerca de las cosas

que Dios ha preparado para los que lo aman? ¡Si estuviéramos más

ocupados con las riquezas de Dios que con nuestra pobreza, de la ple-

nitud de Cristo que, de nuestro vacío, de las bondades divinas que, de

nuestra inclinación, qué diferente nivel de experiencia viviríamos! Es-

tamos muy impresionados al notar algunas de las “riquezas de Su gra-

cia” (Efesios 1:7: “en quien tenemos redención por su sangre, el


271

perdón de pecados según las riquezas de su gracia”). Llama la atención

que nuestra vida cristiana comienza con una fiesta matrimonial (Lucas

14:16-23: “Entonces Jesús le dijo: Un hombre hizo una gran cena, y

convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los

convidados: Venid, que ya todo está preparado. Y todos a una comen-

zaron a excusarse. El primero dijo: He comprado una hacienda, y ne-

cesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado

cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses.

Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir. Vuelto el siervo,

hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de fami-

lia, dijo a su siervo: Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad,

y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el

siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el

señor al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a

entrar, para que se llene mi casa”), al igual que el primer milagro de

Cristo fue realizado en un matrimonio (Juan 2). La palabra para


272

nosotros es: “Y a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los

convidados: Venid, que ya todo está preparado” (Lucas 14:17); “Volvió

a enviar otros siervos, diciendo: Decid a los convidados: He aquí, he

preparado mi comida; mis toros y animales engordados han sido muer-

tos, y todo está dispuesto; venid a las bodas” (Mateo 22:4). Observe

la expresión “He preparado”, coincidiendo con las cosas que Dios ha

preparado para los que lo aman (1 Corintios 2:9). Observe la expresión

“están listas”, confirmando que “Dios nos los ha revelado” (1 Corintios

2:10). Note por favor, “Y todo esto proviene de Dios, quien nos recon-

cilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconcilia-

ción” (2 Corintios 5:18). La criatura no aporta nada; todo está provisto

para ella. Finalmente, meditar en la expresión “ven al matrimonio”. La

figura es muy bendecida; nos habla de alegría, fiesta, celebración. “Él

extendió el banquete, me hizo comer. Pidió que todos mis miedos se

retiren, sí, o que sea culpable, sobre mi rebelde cabeza, colocó su es-

tandarte de amor”. Prácticamente la misma figura es empleada por


273

Cristo nuevamente en Lucas capítulo 15. Allí, Él relata la parábola del

hijo pródigo penitente que el Padre da la bienvenida a su casa. Tan

pronto como se viste y se prepara para ir a la casa, salen las palabras:

“Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta”

(versículo 23); y nos dice que “empezaron a alegrarse”. En la parábola,

esa alegría no tuvo reversa, ya que está representada sin una ruptura

y sin un límite. Entonces, podemos concluir que esta alegría recién na-

cida debe caracterizar a toda esta escena festiva, como realmente es

ahora, tan pronto como esté en la gloria. En Génesis 9:3 se encuentra

un tipo hermoso de la manera grandiosa en la que Dios concede Sus

bondades a su pueblo: “Todo lo que se mueve y vive, os será para

mantenimiento: así como las legumbres y plantas verdes, os lo he dado

todo”. Esta fue la respuesta de Jehová al “dulce sabor” que acababa de

oler. Es muy importante que notemos la conexión y que percibamos el

terreno en el que Dios otorgó tan libremente “todas las cosas” al pa-

triarca Noé. Al final de Génesis 8, Noé construyó un altar para el Señor


274

y presentó holocaustos. Al comienzo de Génesis 9, aprendemos la res-

puesta de Dios, que de una manera bendecida presagiaba la porción

no medida otorgada para la nueva creación, cuyos miembros han sido

bendecidos, “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,

que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales

en Cristo” (Efesios 1:3). Estas bendiciones se basan en la estimación

de Dios del valor del sacrificio de sí mismo de Cristo. El valor duradero

de ese sacrificio es inconmensurable e ilimitable, tan inconmensurable

como la excelencia personal del Hijo, tan ilimitable como el deleite del

Padre en él. La naturaleza y el alcance de esas bendiciones, que se

acumulan para los elegidos de Dios sobre la base de la obra terminada

de Cristo, están insinuados por los sustantivos y adjetivos empleados

por el Espíritu Santo cuando describe la profusión de las bondades di-

vinas que ya nos han sido otorgadas, y que ¡disfrutaremos por siem-

pre! Tomemos primero la gracia de Dios. No sólo se nos habla de las

“riquezas de su gracia” (Efesios 1:7: “en quien tenemos redención por


275

su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia”), y

de las “para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas

de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios

2:7), sino que también leemos que ha “abundado a muchos , "y que

recibamos" abundancia de gracia”, sí, esa gracia ha sobrepasado (en

el griego original, Romanos 5:15, 17, 20: “Pero el don no fue como la

transgresión; porque si por la transgresión de aquel uno murieron los

muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de

Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo. Pues si por la transgresión

de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo,

Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la

justicia. Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas

cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”), la riqueza ilimitada

de la gracia Divina que fluye y se multiplica en sus objetos. El funda-

mento o la causa conmovedora de esto se encuentra en Juan 1. Cuando

el Hijo unigénito se hizo carne y fue el tabernáculo aquí durante la


276

temporada que estuvo en esta tierra, fue como “Aquel que estaba lleno

de gracia y verdad”. Debido a que hemos sido hechos herederos con-

juntos con Él, está escrito: “Porque de su plenitud tomamos todos, y

gracia sobre gracia” (versículo 16). Retomad el amor de Dios. No ha

habido reserva ni restricción en la salida de Su amor hacia sus objetos

carentes de amor, sin amor. Él ha amado a su pueblo con un amor

eterno (Jeremías 31:3: “Jehová se manifestó a mí hace ya mucho

tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolon-

gué mi misericordia”). Maravillosamente lo manifestó, porque cuando

llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo, nacido de mujer. Sí, Él

amó tanto al mundo como para dar a su Hijo unigénito, para que todo

aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna: Por lo

tanto, leemos de su “gran amor con el que nos amó” (Efesios 2:4:

“Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos

amó”). La palabra griega traducida como “gran” se la traduce como

“mucho” (Mateo 9:37: “Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la


277

mies es mucha, mas los obreros pocos”) y “abundante” (1 Pedro 1:3:

“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su

grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la

resurrección de Jesucristo de los muertos”). El amor que no puede ser

medido, que pasa todo conocimiento, llena nuestras vidas con sus in-

cesantes atenciones, siempre activo en el sacerdocio y la defensa en

lo alto. Nuestro tema actual es inagotable. Nuestro Señor vino aquí

para que su pueblo “tenga vida, y para que la tengan en abundancia”

(Juan 10:10: “El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir;

yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundan-

cia”). Esto se hizo realidad por primera vez cuando Cristo, como el Jefe

de la nueva creación y el “principio de la creación de Dios” (Apocalipsis

3:14: “Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el

testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto”),

sopló sobre Sus discípulos, “Recibid el Espíritu Santo”. Fue el Salvador

resucitado que comunicó su vida de resurrección a la nuestra (compare


278

con Génesis 2:7 para el comienzo de la antigua creación: “Entonces

Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz

aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente”). Así también, cuando

ese mismo Uno, que aquí abajo recibió el Espíritu sin medida (Juan

3:34: “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios

no da el Espíritu por medida”), ascendió a lo alto como el Hombre glo-

rificado, bautizó a Su pueblo en el Espíritu Santo (Hechos 2). Como el

apóstol Pablo asegura a los santos gentiles, “el cual derramó en noso-

tros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:6). Una

vez más, enfatizó la abundancia de las bondades de Dios. Consideren

ahora sus manifestaciones. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: “Ya no

os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero

os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os

las he dado a conocer” (Juan 15:15). Existen cosas que los ángeles

“desean mirar” (1 Pedro 1:12: “A éstos se les reveló que no para sí

mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son
279

anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu

Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ánge-

les”), sin embargo, el Espíritu de Dios nos las ha dado a conocer a

nosotros. Qué palabra en Efesios: “que hizo sobreabundar para con

nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el mis-

terio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto

en sí mismo” (Efesios 1:8-9), esto puede denominarse la abundancia

de sus consejos. Una vez más, considere el ejercicio y la exhibición de

su poder. Pablo oró para que pudiéramos saber, “para que el Dios de

nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría

y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vues-

tro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha

llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos,

y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los

que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó

en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en


280

los lugares celestiales” (Efesios 1:17-20). Aquí estaba el poder de Dios

obrando trascendentemente de una manera objetiva; su correlativo se

registra en Efesios 3:20: “Y a Aquel que es poderoso para hacer todas

las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entende-

mos, según el poder que actúa en nosotros”. Claramente este es el

mayor esfuerzo de energía, trabajando subjetivamente. En tal medida

maravillosa, entonces Dios ha bendecido a su pueblo. Como el apóstol

escribió a los Colosenses acerca de Él: “Porque en él habita corporal-

mente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él,

que es la cabeza de todo principado y potestad” (Colosenses 2:9-10).

Pero una cosa es saber, intelectualmente, de estas bondades de Dios;

y otra muy distinta, es por la fe, hacerlas nuestras. Una cosa es estar

familiarizado con la letra de ellas; y otra es vivir en su poder y ser la

expresión personal de ellos. ¿Cuál será nuestra respuesta a tal magni-

ficencia divina? Seguramente es que “la gracia abundante puede a tra-

vés de la acción de gracias de muchos redondear a la gloria de Dios”


281

(2 Corintios 4:15: “Porque todas estas cosas padecemos por amor a

vosotros, para que abundando la gracia por medio de muchos, la acción

de gracias sobreabunde para gloria de Dios”). Seguramente es que

debemos: “Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el

creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo”

(Romanos 15:13). Sólo aquí la esperanza encuentra su esfera de ejer-

cicio, ya que sólo en los santos se llevará a cabo plenamente. Si Dios

habla de manera tan uniforme del carácter variado de nuestra bendi-

ción, ya sea Su gracia, Su amor, Su vida impartida a nosotros, Sus

manifestaciones, Su poder, Su misericordia (1 Pedro 1:3-5: “Bendito

el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande mi-

sericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrec-

ción de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, in-

contaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que

sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la

salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo


282

postrero”), es así de abundante, debe ser porque Él quiere impresionar

nuestros corazones con la exuberancia de las bondades que nos ha

otorgado. El efecto práctico de esto en nuestras almas debería hacer-

nos “gozar en Dios a través de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos

5:11: “Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el

Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconci-

liación”), para extraer todo lo que está dentro de nosotros en la ado-

ración verdadera, para que estemos en una relación más estrecha y

profunda con Él. “Y poderoso es Dios para hacer que abunde en voso-

tros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo

lo suficiente, abundéis para toda buena obra” (2 Corintios 9:8).


283

CAPÍTULO 21

LOS DONES DE DIOS

¡Un Dios que da! ¡Qué concepto! Para nuestro pesar, nuestra familia-

ridad con él a menudo disminuye nuestra sensación de asombro ante

ello. No hay nada que se asemeje a un concepto semejante en las

religiones del paganismo. Muy al contrario; sus deidades son retrata-

das como monstruos de crueldad y avaricia, que siempre exigen sacri-

ficios dolorosos de sus devotos engañados. Pero el Dios de las Escritu-

ras se presenta como el Padre de las misericordias, “Y poderoso es Dios

para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo

siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena

obra” (1 Timoteo 6:17). Es cierto que: Él tiene sus propios derechos,

los derechos de Su santidad y propiedad. Tampoco los pasa por alto,

sino que los impone. Pero lo que contemplaríamos aquí es algo que

trasciende la razón y nunca había entrado en nuestras mentes para

concebirlo. El Divino Reclamador es a la vez el Divino Suplidor. Él


284

requería la satisfacción de su Ley quebrantada, y Él mismo la suplió.

Sus justos reclamos son recibidos por su propia gracia. ¡El que nos pide

sacrificios, hizo el sacrificio supremo por nosotros! Dios es tanto el De-

mandador como el Donante, el Requeridor como el Proveedor.

1. El don de su Hijo. En la antigüedad, el lenguaje de la profecía anun-

ciaba: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado

sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios

Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Isaías 9:6). En consecuencia,

los ángeles anunciaron a los pastores en el momento de su adveni-

miento: “que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador,

que es CRISTO el Señor” (Lucas 2:11). Este regalo fue la suprema

manifestación y ejemplificación de la Benignidad Divina. “En esto se

mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo

unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor:

no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a

nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1


285

Juan 4:9-10). Esa fue la bendita garantía de todas las demás bendicio-

nes. Como el apóstol argumentó de mayor a menor, asegurándonos

que Cristo es a la vez la promesa y el canal de toda otra misericordia:

“El no escatimó ni a su propio Hijo”.

2. El don de su espíritu. El Hijo es el regalo todo incluido de Dios. Como

dijo Manton, “Cristo no nos viene con las manos vacías: su persona y

sus beneficios no están divididos. Vino a comprarnos toda clase de

bendiciones por medio de Él”. El mayor de ellos es el Espíritu Santo,

que aplica y comunica lo que el Señor Jesús obtuvo para su pueblo.

Dios perdonó y justificó a sus elegidos en los tiempos del Antiguo Tes-

tamento en el terreno de la expiación, que su Hijo debería hacer en el

momento señalado. Sobre la misma base, Él les comunicó el Espíritu,

de lo contrario, ninguno habría sido regenerado, preparado para la co-

munión con Dios, ni habría sido capaz de producir frutos espirituales.

Pero luego obró más secretamente, en lugar de demostrarlo “en po-

der”; llegó como “el rocío”, en lugar de “derramarse” ampliamente; fue


286

restringido a Israel, en lugar de comunicarse a los gentiles también. El

Espíritu en Su plenitud fue el regalo de la ascensión de Cristo a Dios

(Hechos 2:33: “Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo

recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto

que vosotros veis y oís”) y el regalo de la coronación de Cristo a Su

Iglesia (Juan 16:7: “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me

vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas

si me fuere, os lo enviaré”). El don del Espíritu fue comprado para su

pueblo por Cristo (Gálatas 3:13-14: “Cristo nos redimió de la maldición

de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito

todo el que es colgado en un madero), para que en Cristo Jesús la

bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe

recibiésemos la promesa del Espíritu”, note muy cuidadosamente la

segunda parte en el versículo 14). Cada bendición que recibimos es a

través de los méritos y la mediación de Cristo.


287

3. El don de la vida. “Porque la paga del pecado es muerte, mas la

dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos

6:23). Hay un doble contraste entre estas dos revlaciones. Primero, la

justicia de Dios dará a los impíos lo que les corresponde por sus peca-

dos, pero Su misericordia otorga a Su pueblo lo que no merecen. En

segundo lugar, la muerte eterna sigue como una consecuencia natural

e inevitable de lo que está en y fue hecho por sus objetos. No es la

vida eterna, ya que se otorga sin ninguna consideración de algo dentro

o desde sus súbditos. Se la comunica y se la mantiene de forma gra-

tuita. La vida eterna es una recompensa gratuita, no sólo no merecida,

sino también no solicitada por nosotros, porque en todo caso Dios tiene

razones para decir: “Fui buscado por los que no preguntaban por mí;

fui hallado por los que no me buscaban. Dije a gente que no invocaba

mi nombre: Heme aquí, heme aquí” (Isaías 65:1; Romanos 3:11: “No

hay quien entienda. No hay quien busque a Dios”). El destinatario es

totalmente pasivo. Él no actúa, pero actúa sobre él cuando es traído


288

de la muerte a la vida. La vida eterna, una vida espiritual ahora, una

vida de gloria en el futuro, es otorgada soberana y libremente por Dios.

Sin embargo, también es una bendición comunicada por Él a sus ele-

gidos porque el Señor Jesucristo pagó el precio de la redención. Sí, en

realidad es dispensado por Cristo. “Y yo les doy vida eterna; y no pe-

recerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:28; véase

también Juan 17:3: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el

único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”).

4. El don de la comprensión espiritual. “Pero sabemos que el Hijo de

Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es

verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es

el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20). Lo que se le comu-

nica al santo cuando nace de nuevo es completamente espiritual y es

exactamente adecuado para asimilar el conocimiento bíblico de Cristo.

No se trata de una facultad completamente nueva que se imparte, sino

de la renovación de la original, que se ajusta completamente a la


289

aprehensión de los nuevos objetos. Consiste en una iluminación in-

terna, una luz divina que brilla en nuestros corazones, permitiéndonos

discernir la gloria de Dios que brilla en la faz de Jesucristo (2 Corintios

4:6: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la

luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del

conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”). Aunque

ahora no somos admitidos en una visión corpórea de Cristo, sin em-

bargo, Él se ha convertido en una realidad viva para aquellos que han

sido vivificados en la nueva vida. Mediante esta renovación divina de

la comprensión, ahora podemos percibir la excelencia incomparable y

la idoneidad perfecta de Cristo. El conocimiento que tenemos de Él está

sentado en el entendimiento. Eso enciende los afectos, santifica la vo-

luntad y eleva la mente para que se fije en Él. Tal comprensión espiri-

tual no se alcanza con ningún esfuerzo nuestro, sino que es un otorga-

miento sobrenatural, un don divino conferido a los elegidos, que los

admite en los secretos del Altísimo.


290

5. El don de la fe. La salvación de Dios no llega a ser nuestra hasta que

creemos, descansamos y recibimos a Cristo como un Salvador perso-

nal. Pero así como no podemos ver sin la vista y la luz, tampoco pode-

mos creer hasta que la vida y la fe nos sean comunicadas divinamente.

En consecuencia, “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y

esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie

se gloríe” (Efesios 2:8-9). Los arminianos harían de la segunda cláusula

del versículo 8 una mera repetición de la primera, y en un lenguaje

menos expresivo y enfático. Dado que la salvación es por gracia, es

redundante agregar que “no es de ustedes mismos”. Pero debido a que

“la fe” es nuestro acto, fue necesario, para que su excelencia no sea

acogida por la criatura, sino atribuida a Dios, es muy importante seña-

lar que no es de nosotros mismos. La misma fe que recibe una salva-

ción gratuita, no es un acto no asistido de la propia voluntad del ser

humano. Pero, así como Dios debe darme aliento antes de que pueda

respirar, así viene la fe antes de creer. Compare también “Y por la fe


291

en su nombre, a éste, que vosotros veis y conocéis, le ha confirmado

su nombre; y la fe que es por él ha dado a éste esta, completa sanidad

en presencia de todos vosotros” (Hechos 3:16); “y cuál la superemi-

nente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según

la operación del poder de su fuerza” (Efesios 1:19); “sepultados con él

en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante

la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Colosenses

2:12); “y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muer-

tos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios”

(1 Pedro 1:21).

6. El don del arrepentimiento. Si bien es deber obligado de todo peca-

dor arrepentirse (Hechos 17:30: “Pero Dios, habiendo pasado por alto

los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en

todo lugar, que se arrepientan”), ¿por qué no debe cesar y aborrecer

su rebelión contra Dios? Sin embargo, está tan completamente bajo el

poder cegador del pecado, que un milagro de gracia es necesario antes


292

de que lo haga. Un espíritu quebrantado y contrito son de la provisión

de Dios. Es el Espíritu Santo quien ilumina el entendimiento para per-

cibir la atrocidad del pecado, el corazón para aborrecerlo y la voluntad

para repudiarlo. La fe y el arrepentimiento son la primera evidencia de

una vida espiritual. Porque cuando Dios aviva a un pecador, lo con-

vence de la maldad del pecado, lo hace odiarlo, lo mueve a la tristeza

y lo abandona. “Porque después que me aparté tuve arrepentimiento,

y después que reconocí mi falta, herí mi muslo; me avergoncé y me

confundí, porque llevé la afrenta de mi juventud” (Jeremías 31:19).

“Toda su gracia en nosotros” (Matthew Henry). “A éste, Dios ha exal-

tado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepen-

timiento y perdón de pecados” (Hechos 5:31); “Entonces, oídas estas

cosas, callaron, y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que tam-

bién a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hechos

11:18); “Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino ama-

ble para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre
293

corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arre-

pientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que

están cautivos a voluntad de él” (2 Timoteo 2:24-26).

7. El don de la gracia. “Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros,

por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús” (1 Corintios 1:4).

La gracia se usa allí en su sentido más amplio, incluidos todos los be-

neficios de los méritos y la mediación de Cristo, providencial o espiri-

tual, temporal o eterno. Incluye regeneración, santificación, preserva-

ción de la gracia, así como cada gracia particular de la nueva natura-

leza: Fe, esperanza, amor. “Pero a cada uno de nosotros fue dada la

gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Efesios 4:7), es decir,

de acuerdo con lo que Él se complace en otorgar, y no de acuerdo con

nuestra capacidad o solicitud. Por lo tanto, no tenemos motivos para

estar orgullosos o jactanciosos. Cualquier gracia que tengamos para

resistir al diablo, soportar con paciencia la aflicción o vencer al mundo,

viene de Él. Cualquiera que sea la obediencia que realicemos a Él, o la


294

devoción que le rindamos, o el sacrificio que hacemos, es de su gracia.

Por lo tanto, debemos confesar, “Porque ¿quién soy yo, y quién es mi

pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas semejan-

tes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos” (1 Cró-

nicas 29:14).
295

CAPÍTULO 22

LA GUÍA DE DIOS

Hay una necesidad de amplificar el aspecto positivo de la guía divina.

Hay pocos temas que se relacionan con el lado práctico de la vida cris-

tiana, y que los creyentes se ejercitan más por el hecho que pueden

ser “guiados por el Señor” en todos sus caminos. Sin embargo, cuando

se debe tomar una decisión importante, a menudo se desconciertan al

no saber cómo se obtiene “la mente del Señor”. Se han escrito gran

cantidad de tratados y folletos sobre este tema, pero son tan impreci-

sos que ofrecen poca ayuda. Ciertamente existe hoy una necesidad

real de un tratamiento claro y definitivo sobre el tema. Durante algunos

años he estado convencido de que una cosa que contribuye mucho a

ocultar este tema y dejarlo en el misterio, son los términos sueltos y

engañosos empleados generalmente por aquellos que se refieren a este

tema. Mientras se usan tales expresiones como, ¿Está esto de acuerdo

con la voluntad de Dios?, ¿Tengo el impulso del Espíritu Santo?, ¿Fuiste


296

guiado por el Señor en eso? Las mentes sinceras continuarán perplejas

y nunca llegarán a cualquier certeza. Estas expresiones se usan tan

comúnmente en los círculos religiosos que probablemente muchos lec-

tores se sorprenderán al desafiarlos. Ciertamente, no condenamos es-

tas expresiones como erróneas, sino que queremos señalar que son

demasiado imperceptibles para la mayoría de las personas hasta que

se definan de una manera más definitiva. ¿Qué alternativa, entonces,

tenemos para sugerir? En relación con cada decisión que tomamos,

cada plan que formamos, cada acción que ejecutamos, la pregunta es:

¿Está esto en armonía con la Palabra de Dios? ¿Es lo que las Escrituras

ordenan? ¿Se ajusta a la regla que Dios nos ha dado para caminar?

¿Está de acuerdo con el ejemplo que Cristo nos dejó para seguir? Si

está en armonía con la Palabra de Dios, entonces debe “estar de

acuerdo con la voluntad de Dios”, porque Su voluntad se revela en Su

Palabra. Si hago lo que prescriben las Escrituras, entonces debo ser

“estimulado por el Espíritu Santo”, porque Él nunca obliga a nadie a


297

actuar en contra del mismo. Si mi conducta concuerda con la regla de

la rectitud (los preceptos y los mandamientos de la Palabra), entonces

debo ser “guiado por el Señor”, porque Él sólo conduce a los “caminos

de la justicia” (Salmo 23:1-3: “Jehová es mi pastor; nada me faltará.

En lugares de delicados pastos me hará descansar; Junto a aguas de

reposo me pastoreará. Confortará mi alma; Me guiará por sendas de

justicia por amor de su nombre”). Se eliminará una gran cantidad de

incertidumbre mística e inseguridad desconcertante si el lector susti-

tuye “¿Esto está de acuerdo con la voluntad de Dios?” con la más sim-

ple y más tangible pregunta, “¿Esto está de acuerdo con la Palabra de

Dios?” Dios, en Su infinita condescendencia y gracia trascendente, nos

ha dado Su Palabra con este propósito, para que no tengamos que

tropezar ciegamente, ignorando lo que le agrada o le disgusta, sino

para que podamos conocer Su mente. Esa Palabra Divina nos es dada

no sólo para información, sino para regular nuestra conducta, para ilu-

minar nuestras mentes y para moldear nuestros corazones a través de


298

ella. La Palabra nos proporciona una tabla infalible por la cual dirigirnos

a través del peligroso mar de la vida. Si la seguimos con sinceridad y

diligencia, nos librará de las rocas desastrosas y los arrecifes sumergi-

dos, y nos dirigirá de manera segura al Puerto Celestial. Esa Palabra

tiene todas las instrucciones que necesitamos para cada problema,

para cada emergencia a la que podemos enfrentarnos. Esa Palabra nos

ha sido dada “a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente

preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:17). Cuán agradecidos

deberíamos estar de que el Dios Trino nos haya favorecido con tal Pa-

labra. “Lámpara es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino”

(Salmo 119:105). La metáfora que se usa aquí se toma de un ser hu-

mano que camina por un camino peligroso en una noche oscura, con

la urgente necesidad de una linterna para mostrarle dónde debe cami-

nar de forma segura y cómoda, para evitar lesiones y destrucción. La

misma figura se usa de nuevo en el Nuevo Testamento. “Tenemos tam-

bién la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar


299

atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que

el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones;

entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de

interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad

humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspira-

dos por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:19-21). El lugar oscuro es este

mundo, y sólo cuando prestamos atención a la Palabra, a la luz que

Dios nos ha dado, podremos percibir y evitar el camino ancho que con-

duce a la destrucción y discernir el camino estrecho o angosto que sólo

lleva a la vida eterna. Debe observarse que este versículo indica clara-

mente que Dios ha puesto Su Palabra en nuestras manos para un pro-

pósito intensamente práctico, a saber, dirigir nuestra caminata y regu-

lar nuestra conducta. De inmediato, esto nos muestra cuál es el primer

y principal uso que debemos hacer de este don divino. Le haría poco

bien a un viajero escudriñar diligentemente el mecanismo de una lám-

para, o admirar su hermoso diseño. Más bien, él debería tomarla y


300

hacer un uso práctico de ella. Muchos son celosos al leer “la letra de la

Escritura”, y muchos están encantados con las evidencias de su autoría

Divina. Pero cuán pocos se dan cuenta del propósito principal por el

cual Dios dio las Sagradas Escrituras, cuán pocos hacen un uso práctico

de ellas, ordenando los detalles de sus vidas por sus reglas y principios.

Elogian la lámpara, pero no caminan por su luz ya que no la utilizan.

Nuestra primera necesidad como niños pequeños era aprender a cami-

nar. La leche materna era sólo un medio para un fin: Alimentar la vida

del bebé, fortalecer sus extremidades para que se les diera un uso

práctico. Así es también espiritualmente. Cuando hemos nacido de

nuevo, somo alimentados por el Espíritu con la leche pura de la Pala-

bra, nuestra primera necesidad es aprender a caminar, a caminar como

los hijos de Dios. Esto se puede aprender sólo cuando determinamos

la voluntad de nuestro Padre Celestial como se revela en la Sagrada

Escritura. Por naturaleza, ignoramos totalmente su voluntad para con

nosotros y es lo que promueve nuestros intereses más elevados. Es


301

solemne y humillante que el ser humano sea la única criatura nacida

en este mundo sin la inteligencia sobre cómo actuar, y a quién se le

debe enseñar lo que es malo y lo que es bueno para él. Todas las

órdenes inferiores de la creación están dotadas de un instinto natural

que los mueve a actuar con discreción, a evitar lo que es perjudicial

para ellos y a seguir lo que es bueno. Pero no es así con el ser humano.

A los animales y a las aves no se les debe enseñar qué hierbas y bayas

son venenosas; no necesitan restricciones sobre ellos para no comer

en exceso o beber demasiado, ni siquiera se puede obligar a un caballo

o a una vaca a saturarse y enfermarse. Incluso las plantas vuelven sus

hojas hacia la luz y abren sus flores para atrapar la lluvia que cae. Pero

el ser humano caído ni siquiera tiene el instinto de los animales. Por lo

general, tiene que aprender por experiencias muy dolorosas lo que es

perjudicial y pernicioso. Y, como bien se ha dicho, “la experiencia man-

tiene una escuela muy costosa”, sus tarifas son muy altas. Lástima que

tantos sólo descubran esto cuando ya es demasiado tarde, cuando han


302

destruido sus constituciones sin posibilidad de reparación. Algunos

pueden responder a esto: Pero el ser humano está dotado de concien-

cia. Es cierto, pero ¿qué tan bien le sirve hasta que se ilumina con la

Palabra y es convencido por el Espíritu? La comprensión del ser hu-

mano se ha oscurecido tanto por el pecado, y la locura está tan ligada

a su corazón desde la infancia (Proverbios 22:15: “La necedad está

ligada en el corazón del muchacho; Mas la vara de la corrección la

alejará de él”). Hasta que se le instruye, no sabe lo que Dios requiere

de él, ni lo que es para su mayor bien. Por eso Dios nos dio su Palabra:

Nos dio a conocer lo que justamente nos exige; para informarnos de

aquellas cosas que destruyen el alma; para revelarnos los cebos que

Satanás usa para capturar y matar a tantas personas; para señalarnos

el camino de la santidad que sólo conduce al cielo (Hebreos 12:14:

“Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Se-

ñor”); y para familiarizarnos con las reglas que deben observarse si

vamos a caminar por esa carretera. Nuestro primer deber, y nuestro


303

primer objetivo, debe ser tomar las Escrituras para determinar cuál es

la voluntad revelada de Dios para nosotros, cuáles son los senderos

que Él nos prohíbe caminar, cuáles son los caminos agradables a sus

ojos. Muchas cosas están prohibidas en la Palabra que ni nuestra razón

ni nuestra conciencia descubrirían. Por ejemplo, aprendemos que “En-

tonces les dijo: Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos

delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque

lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abomina-

ción” (Lucas 16:15); “¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad

del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser

amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4:4); “El

alma sin ciencia no es buena, Y aquel que se apresura con los pies,

peca” (Proverbios 19:2). También se ordenan muchas cosas que sólo

se pueden saber si nos familiarizamos con su contenido. Por ejemplo,

“Fíate de Jehová de todo tu corazón, Y no te apoyes en tu propia pru-

dencia” (Proverbios 3:5); “No confiéis en los príncipes, Ni en hijo de


304

hombre, porque no hay en él salvación” (Salmo 146:3). Los anteriores

pasajes bíblicos son sólo ejemplos de cientos de otros. Es obvio que la

Palabra de Dios no puede ser una lámpara para nuestros pies y una luz

para nuestro camino, a menos que estemos familiarizados con su con-

tenido, particularmente hasta que se nos informe sobre las reglas prác-

ticas que Dios nos ha dado para que caminemos en ellas. Por lo tanto,

debería ser obvio que la primera necesidad del cristiano no es profun-

dizar en las complejidades y misterios de las Sagradas Escrituras, es-

tudiar las profecías, ni entretenerse con los maravillosos tipos de las

mismas. Más bien necesitamos concentrarnos en lo que nos instruirá

en cuanto al tipo de conducta que será agradable al Señor. Las Escri-

turas nos son dadas, principalmente, no para nuestra gratificación in-

telectual, ni para la admiración emocional, sino para la regulación de

nuestra vida. Tampoco lo son los preceptos y los mandamientos, las

advertencias y los estímulos contenidos en ellas simplemente para

nuestra información. “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley,


305

sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas

conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás pros-

perar tu camino, y todo te saldrá bien” (Josué 1:8). Dios no será el

deudor de nadie. Al guardar sus mandamientos hay una “gran recom-

pensa” (Salmo 19:11: “Tu siervo es además amonestado con ellos; En

guardarlos hay grande galardón”). Parte de esa recompensa es la libe-

ración de ser engañados por las falsas apariencias de las cosas, de

formar estimaciones erróneas, de perseguir una capacidad y estilo de

vida insensato. Parte de esa recompensa es adquirir sabiduría para que

escojamos lo que es bueno, actuemos con prudencia y sigamos esos

caminos que nos llevan a la justicia, la paz y la alegría. El que atesora

en su corazón los preceptos divinos y busca diligentemente andar por

su gobierno, escapará de los males que destruyen a sus semejantes.

“Respondió Jesús: ¿No tiene el día doce horas? El que anda de día, no

tropieza, porque ve la luz de este mundo” (Juan 11:9). Caminar en el

día significa estar en comunión con Uno que es Luz, conducirnos de


306

acuerdo con Su voluntad revelada. Justo en la medida en que el cris-

tiano camine en el camino del deber, tal como se lo definió en la Pala-

bra, caminará segura y cómodamente. La luz de esa Palabra aclara el

camino ante él, y se le preserva para que no caiga sobre los obstáculos

con los que Satanás trata de hacerle tropezar. “Pero el que anda de

noche, tropieza, porque no hay luz en él” (versículo 10). Aquí está el

contraste solemne: el que camina de acuerdo con los dictados de sus

concupiscencias y sigue el consejo y el ejemplo de los impíos, cae en

las trampas del diablo y perece. No hay luz en tal persona, “Otra vez

Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no

andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). Una

cosa es tener “vida”, y otra es disfrutar de la “luz de la vida” que sólo

se obtiene siguiendo a Cristo. Note el tiempo del verbo: es “el que me

sigue”, lo que significa un curso de acción constante y continuo. La

promesa para tal persona es: “No andará en tinieblas”. Pero, ¿qué sig-

nifica seguir a Cristo? En primer lugar, ser vaciados de la voluntad


307

propia, “Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como

está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre

mí” (Romanos 15:3). Es absolutamente esencial que la voluntad propia

y la complacencia de uno mismo se mortifiquen si queremos liberarnos

de caminar en la oscuridad. La orden inmutable es dada a conocer por

Cristo: “Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en

pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo

16:24). No se puede seguir a Cristo hasta que se niegue el yo y se

acepte la cruz como la marca distintiva del discipulado. ¿Qué significa

negarse a sí mismo? Significa repudiar nuestra propia bondad, renun-

ciar a nuestra propia sabiduría, no tener confianza en nuestra propia

fuerza, dejar de lado completamente nuestra propia voluntad y deseos,

para que no sigamos viviendo para nosotros mismos, sino para [Él]

quien murió por nosotros (2 Corintios 5:15: “Y por todos murió, para

que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y

resucitó por ellos”). ¿Qué significa “tomar nuestra cruz”? Significa una
308

disposición a soportar el odio y el desprecio del mundo, a entregar

voluntariamente nuestras vidas a Dios, a usar todas nuestras faculta-

des para su gloria. La cruz representa la obediencia sin reservas y amo-

rosa al Señor, porque de Él está escrito que “se hizo obediente hasta

la muerte, hasta la muerte de cruz”. Es sólo cuando el yo con todos

sus deseos e intereses se niega, y cuando el corazón está dominado

por el espíritu del Calvario, estamos preparados para seguir a Cristo.

¿Y qué significa “seguir” a Cristo? Significa tomar Su yugo sobre noso-

tros (Mateo 11:29-30: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de

mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para

vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”) y vivir en

completa sujeción a Él; rendirse plenamente a Su Señorío, obedecer

Sus mandamientos y, por lo tanto, servirle verdaderamente. Busca ha-

cer sólo aquellas cosas que son agradables a sus ojos; para emular el

ejemplo que Él nos dejó, y Él estaba en todas las cosas sujeto a las

Escrituras. A medida que lo seguimos, “no andaremos en tinieblas”.


309

Estaremos en feliz comunión con Aquel que es la verdadera luz. Para

nuestro aliento, porque eran hombres de pasiones similares a las nues-

tras, está registrado la historia de Caleb y Joshua, “excepto Caleb hijo

de Jefone cenezeo, y Josué hijo de Nun, que fueron perfectos en pos

de Jehová” (Números 32:12). Después de poner su mano en el arado,

no miraron hacia atrás. En consecuencia, en lugar de perecer en el

desierto con sus compañeros desobedientes, entraron en la tierra pro-

metida. Así, el gran negocio, la gran tarea del cristiano, es regular su

vida y ajustar su conducta a los preceptos de la Palabra escrita y el

ejemplo que nos dejó el Verbo Encarnado. Mientras lo hace, y en la

medida en que lo hace, es emancipado de la oscuridad de su mente

natural, liberado de las locuras de su corazón corrupto, liberado del

loco curso de este mundo, y escapa de las trampas del diablo. “El hi-

pócrita con la boca daña a su prójimo; Mas los justos son librados con

la sabiduría” (Proverbios 11:9). Sí, grande es la recompensa de guar-

dar los mandamientos de Dios. “Entonces entenderás justicia, juicio Y


310

equidad, y todo buen camino. Cuando la sabiduría entrare en tu cora-

zón, Y la ciencia fuere grata a tu alma, La discreción te guardará; Te

preservará la inteligencia” (Proverbios 2:9-11). Es bueno para aquellos

que son sensibles tanto a su propia debilidad y falibilidad, como a las

dificultades con las que están rodeados en esta vida, que el Señor ha

prometido guiar a su pueblo con su ojo santo, para que lo escuchen:

“Este es el Camino, andad en él”, cuando estén en peligro de desviarse.

Para este propósito, Él nos ha dado la Palabra escrita como una lám-

para a nuestros pies, y nos alienta a orar por la enseñanza de Su Es-

píritu Santo para que podamos entenderla correctamente y aplicarla

en nuestras vidas. Sin embargo, con demasiada frecuencia, muchos se

desvían ampliamente del camino del deber y cometen errores graves

y desconcertantes, mientras profesan un sincero deseo de conocer la

voluntad de Dios y creen que tienen Su garantía y autoridad. Esto cier-

tamente debe ser debido a una mala aplicación de la regla por la cual

juzgan, ya que la regla en sí es infalible. Las Sagradas Escrituras no


311

pueden nunca engañarnos, si se las entiende correctamente; pero pue-

den, si están pervertidas, confirmarnos en un error. El Espíritu Santo

no puede engañar a los que están bajo su influencia; pero podemos

suponer que estamos así, cuando no lo estamos. Muchos han sido en-

gañados en cuanto a lo que deben hacer, o para emitir un juicio de

antemano de los eventos en los que están muy interesados, al esperar

una dirección en las formas que el Señor no ha permitido. Éstos son

algunos de los principales ejemplos: Algunos, por ejemplo, cuando es-

taban a la vista dos o más cosas, y no pudieron determinar de inme-

diato cuál preferir, entregaron su caso al Señor en oración. Luego han

procedido a realizar sorteos, dando por sentado, después de una ape-

lación tan solemne, que la rotación de la suerte podría estar segura

como una respuesta de Dios. Es cierto, la Escritura (y la razón correcta)

nos asegura que el Señor interviene en todo. Varios casos se registran

en el Antiguo Testamento donde el sorteo fue utilizado por cita divina.

Pero creo que ni estos, ni la elección de Matías para el apostolado por


312

sorteo, son precedentes apropiados para nuestra conducta. En la divi-

sión de la tierra de Canaán, en el asunto de Acán y en la nominación

de Saúl para el reino, el recurso del sorteo fue por mandato expreso

de Dios. La instancia de Matías también fue singular. Todo esto ocurrió

antes de que se completara el canon de la Sagrada Escritura, y antes

de la plena descendencia y comunicación del Espíritu Santo, a quien se

le prometió vivir con la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Bajo la dis-

pensación del Nuevo Testamento, estamos invitados a acudir resuelta-

mente al trono de la gracia, para dar a conocer nuestra petición al

Señor y para poner nuestras preocupaciones sobre Él. Pero no tenemos

precepto ni promesa de respetar el uso de los sorteos. Recurrir a ellos

sin su nombramiento parece ser una tentación contra Dios en lugar de

honrarlo, y le da más sabor a la presunción que a la dependencia. Los

efectos de este estudio a menudo han sido infortunados e hirientes

para algunos, como una prueba suficiente de lo poco que se puede

confiar para la guía de nuestra conducta. Otros, en caso de duda, han


313

abierto la Biblia y han esperado encontrar algo que los dirija al primer

versículo sobre el que deberían mirar. No es un pequeño desprestigio

a esta práctica que los paganos también usaban algunos de sus libros

favoritos de la misma manera. Basaron sus creencias en lo que debe-

rían hacer, o lo que debería ocurrirles, de acuerdo con el pasaje en el

que se encontraban. Entre los romanos, los escritos de Virgilio fueron

consultados con frecuencia en estas ocasiones, lo que dio lugar a la

conocida expresión de los Sortes Virgilinae. De hecho, Virgilio está tan

bien adaptado para satisfacer las preguntas de esta manera como la

Biblia misma. Porque si las personas se regirán por la aparición de un

sólo texto de las Escrituras sin tener en cuenta el contexto del mismo,

o comparándolo con el contenido general de la Palabra y con sus pro-

pias circunstancias, pueden cometer las mayores extravagancias en

cuanto a su interpretación y significado. Pueden esperar las mayores

imposibilidades y contradecir los dictados más claros del sentido co-

mún, y al mismo tiempo piensan que tienen la Palabra de Dios de su


314

lado. ¿Se puede abrir a 2 Samuel 7:3, cuando Natán le dijo a David:

“Y Natán dijo al rey: Anda, y haz todo lo que está en tu corazón, porque

Jehová está contigo”, será suficiente para determinar la legalidad o la

conveniencia de las acciones? O puede echar un vistazo a las palabras

de nuestro Señor a la mujer de Canaán, cuando le dijo: “Entonces res-

pondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como

quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora” (Mateo 15:28), ¿Es

una prueba de que el deseo ferviente presente en la mente (sea lo que

sea) debe cumplirse con seguridad? Sin embargo, es cierto que se han

involucrado grandes asuntos con importantes consecuencias, y que se

formaron las expectativas más optimistas, sin más justificación que

sumergirse (como se lo llama) en un texto de la Escritura. Muchos han

aceptado que una impresión repentina de un texto que parece tener

cierta semejanza con la preocupación en la mente, es una señal infali-

ble de que tenían razón, y que las cosas serían como las tenían pen-

sado. O, por otro lado, si el pasaje tenía un aspecto amenazador, los


315

llenó de temores, pero luego descubrieron que carecían de todo funda-

mento. Estas impresiones han sido consideradas y confiadas más ge-

neralmente, pero con frecuencia han demostrado no ser menos enga-

ñosas. Es cierto que tales impresiones de un precepto o una promesa

que humilla, que anima o que consuela el alma, al darle un sentido vivo

a la verdad contenida en las palabras, son tanto rentables como agra-

dables. Muchas de las personas del Señor han sido instruidas y apoya-

das (especialmente en un momento de problemas) por alguna palabra

de gracia transitoria, aplicada y sellada por Su Espíritu a sus corazones.

Pero si las impresiones o los impulsos son recibidos como una voz del

cielo, dirigiéndose a acciones particulares que no se podrían demostrar

como deberes sin ellos, una persona puede ser engañada internamente

en grandes males y engaños muy groseros. Muchos han sido engaña-

dos. No hay duda de que el enemigo de nuestras almas, si le es per-

mitido, puede proveernos de Escrituras en abundancia para estos pro-

pósitos. Algunas de las personas juzgan la naturaleza y el evento de


316

sus diseños, por la libertad que encuentran en la oración. Dicen que

confían sus caminos a Dios, buscan su dirección y son favorecidos con

mucha ampliación del espíritu. Por lo tanto, no pueden dudar, que lo

que tienen a la vista es aceptable ante los ojos del Señor. No rechazaré

absolutamente todos los motivos de este tipo de revelación, pero sin

otras pruebas que lo corroboren, no podría admitirlo como prueba. No

siempre es fácil determinar cuándo tenemos de libertad espiritual en

la oración. El yo humano es muy engañoso. Cuando nuestros corazones

están muy fijos en una cosa, esto puede poner palabras y seriedad en

nuestras bocas. Con demasiada frecuencia primero lo determinamos

en secreto para nosotros mismos, y luego pedimos el consejo de Dios.

En tal disposición, estamos listos para comprender todo lo que pueda

parecer favorecer con nuestro esquema de amor. Y el Señor, para la

detección y el castigo de nuestra hipocresía (la hipocresía es, aunque

quizás apenas perceptible para nosotros mismos), puede respondernos

de acuerdo con nuestros ídolos, como dice Ezequiel 14:3-5: “Hijo de


317

hombre, estos hombres han puesto sus ídolos en su corazón, y han

establecido el tropiezo de su maldad delante de su rostro. ¿Acaso he

de ser yo en modo alguno consultado por ellos? Háblales, por tanto, y

diles: Así ha dicho Jehová el Señor: Cualquier hombre de la casa de

Israel que hubiere puesto sus ídolos en su corazón, y establecido el

tropiezo de su maldad delante de su rostro, y viniere al profeta, yo

Jehová responderé al que viniere conforme a la multitud de sus ídolos,

para tomar a la casa de Israel por el corazón, ya que se han apartado

de mí todos ellos por sus ídolos”. Además, la gracia de la oración puede

estar en ejercicio, cuando el tema de la oración puede basarse en un

error, a partir de la intervención de circunstancias con las que no es-

tamos familiarizados. Por lo tanto, puedo tener un amigo en un país

muy lejano. Espero que esté vivo, oro por él, y es mi deber hacerlo. El

Señor, por Su Espíritu, asiste a Su pueblo en su deber presente. Si

puedo orar con mucha libertad por mi amigo distante, puede ser una

prueba o evidencia de que el Espíritu se complace en ayudarme con


318

mis enfermedades, pero no es una prueba de que mi amigo esté vivo

en el momento en el que oro por él. Si la próxima vez que ore por él,

a lo mejor encontraré mi espíritu estresado. Una vez más, un sueño

notable a menudo se ha considerado tan decisivo como cualquiera de

estos métodos humanos para conocer la voluntad de Dios. Es cierto

que se han recibido muchas advertencias saludables y estacionales por

medio de los sueños. Pero prestar mucha atención a los sueños, o es-

pecialmente ser guiado por ellos, que formen nuestros sentimientos,

conduzcan nuestras expectativas sobre ellos, es supersticioso y muy

peligroso. Las promesas no se hacen a quienes sueñan, sino a quienes

las observan. El Señor puede dar a algunos, en ocasiones, una insinua-

ción o un estímulo fuera de lo común. Pero buscar su dirección en cosas

como las que acabamos de mencionar no es bíblico ni cautivante para

el hijo de Dios. Algunos supusieron que estaban haciendo el servicio

de Dios mientras actuaban en contradicción con sus mandatos expre-

sos. Otros estaban enamorados de creer una mentira, declarándose


319

seguros más allá de la sombra de una duda, sobre cosas que nunca

sucedieron. Cuando se sintieron decepcionados, Satanás mejoró la

ocasión para hacerles dudar de las verdades más claras e importantes,

y para considerar su experiencia anterior como un engaño. Estas cosas

han hecho que los creyentes débiles tropiecen, las ofensas contra el

verdadero Evangelio se han multiplicado y el mal ha hablado contra el

camino de la verdad. ¿Cómo, entonces, puede esperarse la guía del

Señor? Después de todas estas premisas negativas, la pregunta puede

ser respondida en pocas palabras. En general, Dios dirige a su pueblo

ofreciéndoles, en respuesta a la oración, una luz de su Espíritu Santo,

que les permite comprender y amar las Escrituras. La Palabra de Dios

no debe usarse como una lotería o sorteo, ni está diseñada para ins-

truirnos mediante fragmentos y desperdicios de ella, los cuales, sepa-

rados de sus lugares apropiados, no tienen una importancia determi-

nada. Pero sí es para proporcionarnos principios justos, aprehensiones

correctas, para regular nuestros juicios y afectos, para influir y regular


320

nuestra conducta. Quienes estudian las Escrituras en humilde depen-

dencia de la enseñanza divina, están convencidos de su propia debili-

dad. Se les enseña a hacer una verdadera estimación de todo lo que

los rodea y gradualmente se forman con un espíritu de sumisión a la

voluntad de Dios. Descubren la naturaleza y los deberes de sus situa-

ciones y relaciones en la vida, y las trampas y tentaciones a las que

están expuestos. La Palabra de Dios que mora en ellos es un preser-

vativo del error, una luz para sus pies y una fuente de fortaleza y con-

suelo. Al atesorar las doctrinas, los preceptos, las promesas, los ejem-

plos y las exhortaciones de las Escrituras en sus mentes, y al compa-

rarlas diariamente con la regla por la cual caminan, se convierten en

un marco habitual de una sabiduría espiritual. Adquieren un gusto muy

amable que les permite juzgar lo correcto y lo incorrecto con cierto

grado de seguridad, como suena un juez musical. Rara vez se equivo-

can. En casos particulares, el Señor abre y cierra para ellos, derriba

muros de dificultad que obstruyen su camino, o se cubre con espinas


321

cuando están en peligro de salir mal. Saben que sus preocupaciones

están en sus manos; están dispuestos a seguir a dónde y cuándo los

guíe, pero tienen miedo de correr delante de Él. No son impacientes.

Debido a que creen, no se apresurarán, sino que esperarán diariamente

a Él en oración, especialmente cuando encuentren sus corazones com-

prometidos con cualquier búsqueda. Están celosos de ser engañados

por las apariencias, y no se atreven a moverse más lejos o más rápido

de lo que pueden ver Su luz brillando en sus caminos. Expresan al

menos su deseo, si no es su logro. Aunque hay estaciones en las que

la fe languidece y el yo prevalece demasiado, esta es su disposición en

general. Y el Señor no defrauda sus expectativas. Él los guía por el

camino correcto, los preserva de mil trampas y los satisface con la

verdad de que Él es y será su Guía hasta la muerte. El lado positivo del

sujeto probablemente necesita algo de amplificación. La regla general

puede establecerse así: Si nos preocupamos diariamente por compla-

cer a Dios en todos los detalles, grandes y pequeños, de nuestras


322

vidas, Él no nos dejará en la ignorancia de su voluntad con respecto a

nosotros. Pero si estamos acostumbrados a gratificarnos a nosotros

mismos y sólo acudimos a Dios en busca de ayuda en momentos de

dificultad y emergencia, entonces no debemos sorprendernos si Él se

burla de nosotros y nos permite cosechar los frutos de nuestra propia

locura. Nuestro deber es caminar en sujeción obediente a Cristo, y su

promesa segura es: “Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz

del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la

luz de la vida” (Juan 8:12). Asegúrese de esforzarse sinceramente para

seguir el ejemplo que Cristo nos dejó, y Él no lo dejará en la incerti-

dumbre sobre qué paso debe tomar cuando llegue al lugar de la deci-

sión. “Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la

voluntad del Señor” (Efesios 5:17). A partir de este versículo, queda

claro que es tanto el deber como la misión del cristiano el conocer la

voluntad del Señor para él. Dios no puede ser complacido ni glorificado

por Sus hijos, si caminan en ignorancia o procediendo a ciegas. ¿No le


323

dijo Cristo a sus amados discípulos: “Ya no os llamaré siervos, porque

el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos,

porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer”

(Juan 15:15). Si estamos en la oscuridad en cuanto a cómo debemos

proceder en cualquier cosa, está claro que estamos viviendo muy por

debajo de nuestros privilegios. Sin duda, la mayoría de nuestros lecto-

res darán un sincero consentimiento a estas declaraciones, pero la pre-

gunta que concierne a la mayoría de ellas es: Primero, note esta ex-

hortación, que debemos estar entendiendo “lo que es la voluntad del

Señor”, está precedido por “no seas imprudente o insensato”. Esa pa-

labra imprudente no significa ignorancia desnuda o falta de conoci-

miento, de lo contrario, las dos mitades del versículo simplemente ex-

presarían el mismo pensamiento en sus formas negativa y positiva. No,

la palabra “imprudente o insensato” significa “carente de sentido co-

mún” (o “no seas tonto”). La palabra “tonto” significa más que en el

lenguaje común. En la Escritura, el necio o tonto no es simplemente


324

alguien que tiene deficiencia mental, sino que es el ser humano que

deja a Dios fuera de su vida, que actúa independientemente de Él. Esto

debe tenerse en cuenta al llegar al significado de la segunda mitad de

Efesios 5:17. Observe que Efesios 5:17 se abre con la expresión: “Por

lo tanto”, que apunta a lo que precede inmediatamente: “Mirad, pues,

con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprove-

chando bien el tiempo, porque los días son malos” (versículos 15-16).

A menos que estas exhortaciones sean escuchadas con oración y dili-

gencia, es imposible que “entendamos cuál es la voluntad del Señor”.

A menos que nuestro caminar sea correcto, no puede haber discerni-

miento espiritual de la voluntad de Dios para nosotros. Esto nos de-

vuelve a un pensamiento central. Nuestro camino diario debe ser or-

denado por la Palabra de Dios. En la medida en que esto sea así, sere-

mos guardados en su voluntad y preservados de la locura y el pecado.

“El principio de la sabiduría es el temor de Jehová; Buen entendimiento

tienen todos los que practican sus mandamientos; Su loor permanece


325

para siempre” (Salmo 111:10). Una buena comprensión puede defi-

nirse como un instinto espiritual. Todos sabemos lo que significa el

instinto con el que el Creador ha dotado a los animales y a las aves. Es

una facultad interna que les incita a evitar el peligro y los impulsa a

buscar lo que es para su bienestar. El ser humano fue dotado original-

mente con un instinto similar, aunque de un orden muy superior al de

las criaturas inferiores. Pero en la caída, el ser humano, en gran me-

dida, lo perdió. A medida que una generación de seres depravados si-

guió a otra, su instinto se ha debilitado cada vez más, hasta ahora

vemos que muchos se conducen con mucha menos inteligencia que las

propias bestias del campo. Se apresuran a su propia destrucción, que

el instinto natural de las mismas bestias lo evitaría. Actúan tan tonta-

mente, sí, locamente. En la regeneración, Dios les da a sus elegidos

“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de

amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7), pero ese espíritu tiene que

ser cultivado diariamente. Necesita mucho entrenamiento y dirección.


326

La instrucción necesaria se encuentra en la Palabra. De esa Palabra

aprendemos qué cosas serán beneficiosas para nosotros, y cuáles se-

rán perjudiciales; qué cosas buscar y qué cosas debemos evitar. Como

los preceptos de las Escrituras se reducen a la práctica para nosotros,

y en la medida en que se respetan sus prohibiciones y advertencias,

somos capaces de juzgar las cosas en su verdadera luz. Somos libera-

dos de ser engañados por las apariencias falsas, se nos impide cometer

errores tontos. Cuanto más nos acercamos a la Palabra, más plena-

mente demostraremos que esto es lo que ocurre con nosotros: Se for-

mará en nosotros un buen juicio o un instinto espiritual, de modo que

manejaremos nuestros asuntos con discreción y adornaremos la doc-

trina que profesamos. El santo aprecia tanto este instinto espiritual o

mente sana que ora: “Enséñame buen sentido y sabiduría, Porque tus

mandamientos he creído” (Salmo 119:66). Se da cuenta de que sólo

puede aumentar, a medida que el Espíritu Santo le enseña divinamente

la aplicación de la Santa Palabra a su propio corazón, abriéndole su


327

significado, llevándolo a su recuerdo cuando sea necesario y permitién-

dole hacer un uso adecuado de ella. Pero tenga en cuenta que en esta

oración la petición está respaldada con una súplica, “porque he creído

en tus mandamientos”. “Creer” no es simplemente un consentimiento

intelectual, sino que se aprueba con los afectos. Sólo cuando ése es el

caso, tal petición es sincera. Hay una conexión inseparable entre estas

dos cosas. Cuando nosotros amamos los mandamientos de Dios, po-

demos contar con Él para que nos enseñe el buen juicio. Como dijimos,

el “tonto” no es el deficiente mental, sino el que deja a Dios fuera de

sus pensamientos y planes, a quien no le importa si su conducta le

agrada o le disgusta. El tonto es una persona sin Dios. Por el contrario,

los “sabios” (en las Escrituras) no son los altamente intelectuales o los

educados de manera brillante, sino aquellos que honestamente buscan

poner a Dios primero en sus vidas. Dios “honra” a quienes lo honran

(1 Samuel 2:30 dice: “Por tanto, Jehová el Dios de Israel dice: Yo había

dicho que tu casa y la casa de tu padre andarían delante de mí


328

perpetuamente; mas ahora ha dicho Jehová: Nunca yo tal haga, por-

que yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán

tenidos en poco”). Él les da un “buen juicio”. Es cierto, no se adquiere

todo en un día, sino “aquí un poco y allá un poco”. Sin embargo, mien-

tras más completamente nos entreguemos a Dios, mientras más regu-

lemos nuestra conducta con los principios de Su Palabra, más rápido

será nuestro crecimiento en sabiduría espiritual. Al decir que este buen

juicio no se adquiere de una vez por todas, no queremos decir que

haya que vivir toda una vida antes de que se convierta en parte de

nuestra vida, aunque a menudo éste es el caso de muchos. Algunos de

los que se han convertido sólo hace algunos años son a menudo más

espirituales, piadosos y poseen más sabiduría espiritual que aquellos

que se convirtieron años antes. Al atesorar en su mente las doctrinas,

los preceptos, las promesas, las exhortaciones y las advertencias de

las Escrituras, y al compararse diligentemente con la regla bajo la cual

debe caminar, el cristiano se convierte en un marco habitual de una


329

sabiduría espiritual. Adquiere un gusto amable que le permite juzgar

lo correcto y lo incorrecto con un grado de disposición y certeza, como

lo hace un juez musical, por lo que rara vez se equivoca. El que tiene

la Palabra gobernando en su corazón está influenciado por ella en todas

sus acciones. Debido a que la gloria de Dios es el gran objetivo ante

él, no se le permite ir por el mal camino. Además, Dios ha prometido

mostrarse fuerte a favor de aquel cuyo corazón es perfecto para Él. Lo

hace regulando sus providencias y haciendo que todas las cosas traba-

jen juntas para su bien. “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu

ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22). El len-

guaje es figurativo, pero su significado no es difícil de determinar. Lo

que el ojo es para el cuerpo, el corazón es para el alma, porque en el

corazón están los “asuntos de la vida” (Proverbios 4:23: “Sobre toda

cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida”). Las

acciones del cuerpo están dirigidas por la luz recibida del ojo. Si el ojo

está bueno, es decir, sano y claro, percibiendo todos los objetos como
330

realmente son, entonces todo el cuerpo tiene luz para dirigir a todos

sus miembros, y el ser humano se mueve con seguridad y comodidad.

De la misma manera, si el corazón no está dividido, está dispuesto a

complacer sólo a Dios en todas las cosas, entonces el alma tiene una

visión muy clara, discerniendo la verdadera naturaleza de las cosas,

formando un buen juicio de su valor, eligiendo sabiamente y dirigién-

dose a sí mismo con prudencia. “pero si tu ojo es maligno, todo tu

cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas,

¿cuántas no serán las mismas tinieblas?” (Mateo 6:23). Aquí está el

solemne contraste. Si la visión de nuestro ojo corporal es defectuosa,

como por ejemplo, una catarata que lo atenúa, entonces no se verá

nada con claridad. Todo es confusión, el ser humano tropieza como si

estuviera en la oscuridad, como si continuamente se perdiera y corriera

peligro. De la misma manera, cuando el corazón no está bien con Dios,

donde el pecado y el yo dominan, toda el alma está bajo el reino de las

tinieblas. En consecuencia, el juicio está cegado de modo que no puede


331

discernir correctamente entre el bien y el mal, no puede ver a través

de la carnada, de los cebos de Satanás y, por lo tanto, es engañado

por ellos. La misma luz que está en el ser humano caído, es decir, su

razón, está controlada por sus deseos, así que, grande es su oscuridad.

Los versículos que acabamos de considerar fueron hablados por Cristo

inmediatamente después de lo que Él había dicho acerca de la correcta

acumulación de los tesoros (Mateo 6:19-21: “No os hagáis tesoros en

la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan

y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín

corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté

vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”). Era como si Él

hubiera anticipado y respondido una pregunta de sus discípulos. Si es

tan importante para nosotros no acumular tesoros en la tierra, sino

tesoros en el cielo, ¿por qué entonces los seres humanos comúnmente

considerados como los más astutos, y considerados como los más exi-

tosos, siempre buscan tesoros terrenales, en lugar de los celestiales?


332

A esto respondió Cristo: No os maravilléis de esto; no pueden ver lo

que están haciendo, son como seres humanos ciegos que recogen gui-

jarros, suponiendo que son diamantes valiosos. Cristo arroja mucha

luz sobre lo que ahora vemos por todos lados. Los que han puesto su

corazón en cosas del tiempo y de los sentidos, están malgastando sus

energías en aquello que no les servirá para nada cuando lleguen a su

lecho de muerte. Trabajan por lo que no satisface (Isaías 55:2: “¿Por

qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que

no sacia? Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra

alma con grosura”). La razón por la que se conducen tan insensata-

mente, persiguiendo con tanto entusiasmo los placeres de este mundo,

que no soportarán más que amargos arrepentimientos en el mundo

venidero, es porque sus corazones son malos, están en tinieblas. Dios

no tiene un lugar real en sus pensamientos, y por eso los entrega al

espíritu de locura. Debe haber un solo ojo, el corazón puesto en agra-

dar a Dios, si el alma desea llenarse con la sabiduría celestial, que ama,
333

busca y establece las cosas celestiales. Esa sabiduría es algo que nin-

guna universidad puede impartir. Viene “desde arriba” (Santiago 3:17:

“Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después

pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin

incertidumbre ni hipocresía”). Debe notarse que la enseñanza de nues-

tro Señor sobre el “ojo único”, con todo el cuerpo “lleno de luz”, y el

“ojo malo” con todo el cuerpo “lleno de oscuridad”, sigue de inmediato

con el pasaje bíblico: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o

aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará

al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24). Esto a

la vez establece el significado de los versículos anteriores. Cristo había

estado hablando (por medio de una figura) de poner al Señor supre-

mamente en el corazón, lo que necesariamente implica expulsar de él

cosas mundanas y consideraciones carnales y humanas. Los seres hu-

manos piensan complacer a Dios y a sus deseos, a Dios y a Mamón, a

Dios y a los placeres mundanos. No, dice Cristo. Dios tendrá todo o
334

nada. El que le sirve, debe hacerlo solo y supremamente a Él. ¿Estás

dispuesto a pagar el precio para tener una luz divina en tu camino? No

hemos intentado entrar en detalles específicos e indicar cómo debe

actuar una persona, cuando una emergencia repentina o difícil lo en-

frenta. Más bien, hemos tratado de tratar los principios básicos y esta-

blecerlos a fondo. Aunque podría satisfacer la curiosidad, no serviría

de nada a un maestro explicar un problema complejo de matemáticas

superiores a un estudiante que aún no domina las reglas elementales

de la aritmética. Por lo tanto, estaría fuera de lugar explicar cómo de-

ben manejarse los casos o circunstancias particulares antes de que

presentemos las reglas que deben guiar nuestra caminata en general.

Hasta ahora nos hemos ocupado de dos cosas principales: La absoluta

necesidad de ser controlados por la Palabra de Dios y el que tiene un

corazón dentro, ese corazón es único para la gloria de Dios y está dis-

puesto a agradarle, si queremos tener la luz del cielo en nuestro camino

terrenal. Una tercera consideración ahora es importante y debe atraer


335

nuestra atención: La ayuda del Espíritu Santo. Pero en este punto, más

necesitamos estar en guardia, para no caer en un misticismo banal,

por un lado, o convertirnos en culpables de un fanatismo salvaje, en el

otro extremo. Muchos se han sumido en los cursos más tontos y malos

bajo la súplica de que fueron “incitados por el Espíritu Santo”. Sin duda,

fueron motivados por algún espíritu, pero ciertamente no por el Espíritu

Santo. Él nunca incita nada contrario a la Palabra de Dios. Nuestra

única seguridad es llevar imparcialmente nuestros impulsos internos a

la prueba de la Sagrada Escritura. “Porque todos los que son guiados

por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). Esta

Guía Divina conoce perfectamente el camino que Dios ha ordenado

para cada viajero celestial. Él está completamente familiarizado con

todos sus devanados y estrecheces, sus complejidades y peligros. Ser

guiado por el Espíritu es estar bajo su gobierno. Él percibe nuestras

tentaciones y debilidades, conoce nuestras aspiraciones, escucha nues-

tros gemidos y marca nuestra lucha para llevarnos a la santidad. Él


336

sabe cuándo entregar un cheque, o administrar una reprensión, o apli-

car una promesa, o simpatizar con un dolor, o fortalecer un propósito

vacilante o confirmar una esperanza fluctuante. La promesa segura es:

“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad;

porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que

oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (Juan 16:13).

Lo hace regulando todos nuestros pensamientos, afectos y conducta;

abriendo nuestros entendimientos para percibir el significado de las

Escrituras, aplicándolo en el poder del corazón, permitiéndonos apro-

piarnos y reducirlos a la práctica diaria. Cada vez que abrimos el volu-

men sagrado, busquemos con humildad y seriedad la ayuda de Aquél

que la inspiró. Tenga en cuenta que Romanos 8:14 se abre con la con-

junción causal “porque”. El apóstol introduce una confirmación de lo

que había afirmado en los versículos anteriores. “para que la justicia

de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la

carne, sino conforme al Espíritu” (versículo 4), “Porque los que son de
337

la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu,

en las cosas del Espíritu” (versículo 5); “porque si vivís conforme a la

carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la

carne, viviréis” (versículo 13), son los que son “guiados por el Espíritu”.

Como es el Espíritu de Santidad, su objetivo es profundizar la huella

de la imagen restaurada de Dios en el alma humana, aumentar nuestra

felicidad haciéndonos más santos. Por lo tanto, Él no conduce a nada

más que a lo que sea santificador. El Espíritu guía al someter el poder

del pecado que reside dentro de nosotros, al desterrarnos del mundo,

al mantener una conciencia tierna en nosotros, al atraer el corazón

hacia Cristo, al hacer que vivamos por la eternidad. “Fíate de Jehová

de todo tu corazón, Y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo

en todos tus caminos, Y él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:5-

6). Observe el orden: La promesa al final del pasaje está condicionada

para que cumplamos con tres requisitos. Primero, debemos tener una

plena confianza en el Señor: “Fíate de Jehová de todo tu corazón”. El


338

verbo hebreo para “confianza” aquí literalmente significa “apoyarse”.

Transmite la idea de alguien que es consciente de su debilidad y que

se dirige hacia Uno más fuerte para apoyarse y ser apoyado en Él.

“Confiar en el Señor” significa contar con Él en cada emergencia, bus-

car en Él la provisión de cada necesidad, decir junto con el salmista:

“Jehová es mi pastor; nada me faltará” (Salmo 23:1). Significa que

echamos todas nuestras preocupaciones sobre Él, saquemos de Él la

fortaleza cada hora del día y demuestre así la suficiencia de Su gracia

Divina. Significa que el cristiano continúe como comenzó al principio.

Cuando nos entregamos por primera vez sobre Él como pecadores per-

didos, abandonamos todas nuestras acciones y confiamos en Su abun-

dante misericordia. Pero, ¿qué se entiende por “confiar en el Señor con

todo tu corazón”? Primero, la entrega a Dios de nuestra confianza in-

divisible, sin buscar ayuda ni alivio en ningún otro. En segundo lugar,

volviéndose hacia Él con una sencillez infantil. Cuando un pequeño con-

fía, no hay razonamiento, sino una simple toma de las palabras de los
339

padres hacia un valor nominal, totalmente seguro de que hará bien lo

que dijo; Él no se detiene en las dificultades en el camino, pero espera

un cumplimiento de lo prometido. Así debería ser con nosotros, con

respecto a las palabras de nuestro Padre Celestial. Tercero, significa

que con nuestros afectos salen hacia Él, “Todo lo sufre, todo lo cree,

todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:7). Por lo tanto, confiar

en el Señor “con todo nuestro corazón”, es la confianza del amor en

creer la dependencia y la expectativa. El segundo requisito es, “Y no te

apoyes en tu propia prudencia”, lo que significa que no debemos con-

fiar en nuestra propia sabiduría ni confiar en los dictados de la razón

humana. El acto supremo de la razón humana, es desconocer su sufi-

ciencia e inclinarse ante Él, a la sabiduría de Dios. Apoyarnos en nues-

tro propio entendimiento es descansar sobre una caña quebrada, por-

que el pecado la ha trastornado totalmente. Sin embargo, a muchos

les resulta más difícil repudiar su propia sabiduría que abandonar su

propia justicia. Muchos de los caminos de Dios son “descubrimientos


340

pasados”. Tratar de resolver los misterios de la Providencia es el finito

intento de comprender al Infinito. Filosofar acerca de nuestra suerte o

razonar sobre nuestras circunstancias es fatal para el descanso del

alma y la paz del corazón. Tercero, “Reconócelo en todos tus caminos”.

Esto significa que, primero, debemos pedirle permiso a Dios para todo

lo que hacemos, y no actuar sin su permiso. Sólo entonces nos com-

portaremos como niños obedientes y servidores respetuosos. Significa,

en segundo lugar, que buscamos la guía de Dios en cada actividad,

reconociendo nuestra ignorancia y siendo dueños de nuestra completa

dependencia de Él. “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas

vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción

de gracias” (Filipenses 4:6). Sólo así el señorío de Dios sobre nosotros

es de su propiedad de manera práctica. Significa, tercero, buscar la

gloria de Dios en todos nuestros caminos, “Si, pues, coméis o bebéis,

o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios

10:31). Si sólo lo hiciéramos, cuán diferentes serían nuestros caminos.


341

Si nos detuviéramos y nos preguntáramos con mayor frecuencia, ¿será

esto para la gloria de Dios? Seríamos retenidos de mucho pecado y

locura, con todas sus dolorosas consecuencias y tendríamos bendición,

sobre todo. Aquí hay otra regla simple y suficiente: Cualquier cosa so-

bre la que no pueda pedir la bendición de Dios está mal. “Y él endere-

zará tus veredas”. Si cumplimos con las tres condiciones que acabamos

de mencionar, ésta será la consecuencia segura. La necesidad de ser

dirigidos por Dios es real y apremiante. Dejándonos solos, no estamos

mejor que un barco sin timón o un automóvil sin volante. No es sin

razón que el pueblo del Señor a menudo se denomina como “oveja”,

ya que ninguna otra criatura es tan propensa a desviarse o tiene tanta

tendencia a vagar por los campos. La palabra hebrea para “guiar” sig-

nifica “enderezar”. Vivimos en un mundo donde todo está torcido. El

pecado ha echado todo fuera de lugar, y en consecuencia abunda la

confusión en todo nuestro alrededor. Un corazón engañoso, un mundo

malvado y un diablo sutil siempre buscan desviarnos y rodearnos con


342

nuestra propia destrucción. Cuán necesario es, entonces, que Dios “di-

rija nuestros caminos”. ¿Qué significa “Y él enderezará tus veredas”?

Significa que Él me aclarará el curso de mi deber. La “voluntad” de Dios

siempre está en el camino del deber, y nunca va en contra de él. Se

evitaría mucha incertidumbre innecesaria si tan solo se reconociera

este principio. Cuando sientas un fuerte deseo o una incitación a eludir

un deber simple, puedes estar seguro de que es una tentación de Sa-

tanás y no la guía del Espíritu Santo. Por ejemplo, es contrario a la

voluntad revelada de Dios de que una mujer asista constantemente a

reuniones, abandonando a sus hijos y a su hogar. Por ejemplo, es con-

trario a la voluntad revelada de Dios de que una mujer asista constan-

temente a reuniones y descuide a sus hijos y al hogar. Es eludir su

responsabilidad de que un esposo baje solo por las noches, incluso en

ejercicios religiosos, y deje que su cansada esposa lave los platos y

ponga a los niños en la cama. Es un pecado para un empleado cristiano

leer las Escrituras o “hablar con la gente acerca de sus almas” durante
343

las horas de oficina. La dificultad surge cuando parece que tenemos

que elegir entre dos o más tareas, o cuando se debe hacer algún cam-

bio importante en nuestras circunstancias. Hay muchas personas que

piensan que sólo deben ser guiadas por Dios cuando llega una crisis o

se debe tomar una decisión importante. Pero pocos de ellos están pre-

parados para cumplir con los requisitos mencionados en las Escrituras.

El hecho es que Dios rara vez estaba en sus pensamientos antes de

que surgiera la emergencia. Complacerlo no lo ejercitaron mientras las

cosas iban bien. Pero cuando las dificultades se enfrentan a ellos,

cuando han acabado con su ingenio y no terminan de entender cómo

actuar, de repente se vuelven muy piadosos, se vuelven hacia el Señor,

le piden seriamente que los dirija y le haga saber su buen camino. Pero

Dios no puede ser impuesto de ninguna manera. Por lo general, estas

personas toman una decisión precipitada y se enfrentan a dificultades

mucho mayores. Luego intentan consolarse con la frase: “Bueno, bus-

qué la guía de Dios”. Dios no debe ser burlado así. Si ignoramos Sus
344

reclamos sobre nosotros cuando la navegación de nuestra vida es agra-

dable, no podemos contar con Él para que nos libere cuando llegue la

tormenta. Todo lo que tenemos que hacer debe ser santo, y Él no im-

pondrá ninguna importancia a la impiedad (llamada por muchos como

“descuido”), aunque aullemos como animales cuando estemos en la

angustia (Oseas 7:14: “Y no clamaron a mí con su corazón cuando

gritaban sobre sus camas; para el trigo y el mosto se congregaron, se

rebelaron contra mí”). Por otra parte, si buscamos diligentemente la

gracia para caminar con Dios día a día, regulando todos nuestros ca-

minos por medio de Sus mandamientos, entonces podemos contar le-

gítimamente con Su ayuda en cada emergencia que surja. Pero, ¿cómo

debe actuar el cristiano cuidadoso cuando alguna emergencia lo en-

frenta? Supongamos que él se encuentra en una división de los cami-

nos. Dos caminos, dos alternativas, están delante de él, y él no sabe

cuál elegir. ¿Qué debe hacer? Primero, preste atención a la palabra

más necesaria, que como regla de aplicación general siempre nos


345

obliga a decir: “Por tanto, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he

puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular,

preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure” (Isaías

28:16). Actuar a partir de un impulso repentino nunca lo convierte en

un hijo de Dios, y apresurarse delante del Señor seguramente nos in-

volucrará en consecuencias dolorosas. “Bueno es Jehová a los que en

él esperan, al alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la sal-

vación de Jehová” (Lamentaciones 3:25-26). Actuar con prisa general-

mente significa que después nos arrepentiremos en nuestro tiempo li-

bre. Segundo, pídale al Señor que Él vacíe su corazón de cada uno de

sus propios deseos. Es imposible para nosotros orar sinceramente: Há-

gase tu voluntad, hasta que nuestra voluntad, por el poder del Espíritu

Santo, haya sido sometida por completo a Dios. Siempre que haya una

preferencia secreta (pero real) en mi corazón, mi juicio será muy par-

cial y subjetiva. Mientras mi corazón está realmente enfocado en el

logro de un determinado objetivo, entonces sólo me estoy burlando de


346

Dios cuando le pido que me deje el camino claro; y estoy seguro de

malinterpretar todas sus providencias, torciéndolas para que se ajus-

ten a mi propio deseo. Si hay un obstáculo en mi camino, lo considero

como una “prueba de fe”; si se quita una barrera, de inmediato llego a

la conclusión de que Dios se ha comprometido por mí, cuando en reali-

dad Él puede estar probándonos, en la víspera de entregarnos a nues-

tra propia lujuria de corazón (Salmo 81:12: “Los dejé, por tanto, a la

dureza de su corazón; Caminaron en sus propios consejos”). Este

punto es de suma importancia para aquellos que desean que sus pasos

sean verdaderamente ordenados por el Señor. No podemos discernir

lo mejor para nosotros mientras nuestro corazón tenga sus propias

preferencias. Por lo tanto, es imperativo pedirle a Dios que vacíe nues-

tros corazones de todas esas preferencias personales, para eliminar

cualquier secreto y establecer nuestro propio deseo. Pero a menudo no

es fácil adoptar esta actitud ante Dios, más aún si no tenemos el hábito

de buscar la gracia para mortificar la carne. Por naturaleza, cada uno


347

de nosotros quiere su propio camino, y se rebela contra cada freno que

se nos pone. Del mismo modo que una placa fotográfica debe estar en

blanco para recibir una imagen sobre ella, nuestros corazones deben

estar libres de prejuicios personales si deseamos que Dios trabaje en

nosotros “tanto el querer como el hacer su buena voluntad” (Filipenses

2:13: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como

el hacer, por su buena voluntad”). Si encuentra que a medida que con-

tinúa esperando en Dios, la lucha interna entre la carne y el espíritu

continúa, y no ha llegado al punto en el que puede decir honestamente:

“Haz lo que quieras, Señor”, entonces una temporada de ayuno está a

la orden. Esdras 8:21 dice: “Y publiqué ayuno allí junto al río Ahava,

para afligirnos delante de nuestro Dios, para solicitar de él camino de-

recho para nosotros, y para nuestros niños, y para todos nuestros bie-

nes”. Esto está escrito para nuestra instrucción, e incluso un vistazo

nos muestra lo que es pertinente. El ayuno tampoco fue un ejercicio

religioso propio de los tiempos del Antiguo Testamento. Hechos 13:3


348

registra que antes de que Bernabé y Saulo fueran enviados en su viaje

misionero por la iglesia de Antioquía, “Entonces, habiendo ayunado y

orado, les impusieron las manos y los despidieron”. No hay nada me-

ritorio en el ayuno, pero expresa humildad de alma y seriedad de co-

razón. Lo siguiente es reconocer con humildad y sinceridad delante de

Dios, nuestra ignorancia, y pedirle que no nos deje a nosotros mismos.

Dígale francamente que está perplejo y no sabe qué hacer. Pero supli-

que ante Él su propia promesa, y pídele por el amor de Cristo que le

haga bien. “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a

Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.

6Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante

a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una

parte a otra” (Santiago 1:5-6). Pídale que le conceda la sabiduría que

tanto necesita, para que pueda juzgar correctamente, para que pueda

discernir claramente qué promoverá su bienestar espiritual y, por lo

tanto, ser un instrumento más para su gloria. “Encomienda a Jehová


349

tu camino, Y confía en él; y él hará” (Salmo 37:5). En el intervalo, si

va a pedir consejo a sus compañeros cristianos, lo más probable es

que no existan dos que estén de acuerdo, y su consejo discordante sólo

lo confundirá más. En lugar de buscar ayuda en el hombre, “Perseverad

en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Colosenses 4:2).

Esté atento a la respuesta de Dios. Marque atentamente cada movi-

miento de Su providencia, ya que así como una gota en el aire indica

de qué manera sopla el viento, la mano de Dios a menudo pueda ser

discernida sólo por un ojo espiritual en lo que son incidentes insignifi-

cantes para otros. “Y cuando oigas ruido como de marcha por las copas

de las balsameras, entonces te moverás; porque Jehová saldrá delante

de ti a herir el campamento de los filisteos” (2 Samuel 5:24). Final-

mente, recuerde que no sólo necesitamos la luz del Señor para descu-

brir nuestro deber en casos particulares, sino que cuando esto se haya

obtenido, necesitamos que Su presencia nos acompañe, para que po-

damos seguir correctamente el camino que Él nos pide que sigamos.


350

Moisés se dio cuenta de esto cuando le dijo al Señor: “Y Moisés res-

pondió: Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí”

(Éxodo 33:15). Si no tenemos la presencia de Dios con nosotros en

una actividad (su aprobación sobre ella, su asistencia en ella, su ben-

dición sobre ella), entonces encontramos una trampa, si no una mal-

dición para nosotros. Como regla general, es mejor para nosotros preo-

cuparnos muy poco por la orientación. Esa es la obra de Dios. Nuestro

deber es caminar en obediencia a Él día a día. A medida que lo hace-

mos, existe dentro de nosotros una prudencia que nos preservará de

todos los errores graves. “Más que los viejos he entendido, Porque he

guardado tus mandamientos” (Salmo 119:100). El ser humano que

guarda los preceptos de Dios está dotado de una sabiduría que supera

con creces la que poseen los más sabios o los filósofos eruditos. “Res-

plandeció en las tinieblas luz a los rectos; Es clemente, misericordioso

y justo” (Salmo 112:4). El ser humano recto puede experimentar sus

días de oscuridad, pero cuando llegue la hora de la emergencia, Dios


351

le dará luz. Sirva a Dios con todas sus fuerzas hoy, y puedes dejar el

futuro con calma y seguridad en Sus Divinas Manos. Una conformidad

obediente a lo que es correcto será seguido por el discernimiento lu-

minosa de lo que sería un error. Busque seriamente conseguir que el

temor de Dios se fije en su corazón para que tiemble ante Su Palabra

(Isaías 66:2: “Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas

fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de

espíritu, y que tiembla a mi palabra”) y realmente tengas miedo de

disgustarlo. “¿Quién es el hombre que teme a Jehová? El le enseñará

el camino que ha de escoger” (Salmo 25:12). “Y dijo al hombre: He

aquí que el temor del Señor es la sabiduría, Y el apartarse del mal, la

inteligencia” (Job 28:28). “Y conoceremos, y proseguiremos en cono-

cer a Jehová; como el alba está dispuesta su salida, y vendrá a noso-

tros como la lluvia, como la lluvia tardía y temprana a la tierra” (Oseas

6:3). Cuanto más crezcamos en la gracia, más completo será nuestro

conocimiento de la voluntad revelada de Dios. Cuanto más cultivemos


352

la práctica de buscar agradar a Dios en todas las cosas, más luz ten-

dremos para nuestro camino. “Bienaventurados los de limpio corazón,

porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). Si nuestro motivo es el co-

rrecto, nuestra visión será muy clara. “La integridad de los rectos los

encaminará; Pero destruirá a los pecadores la perversidad de ellos”

(Proverbios 11:3). El ser humano recto no se apartará voluntariamente

y a sabiendas hacia caminos torcidos. El corazón honesto no está des-

concertado por los deseos dominantes ni cegado por los motivos co-

rruptos. Teniendo una conciencia muy tierna, posee un agudo discer-

nimiento espiritual; pero la política torcida de los malvados los involu-

cra en problemas crecientes y termina en su ruina eterna. “La justicia

del perfecto enderezará su camino; Mas el impío por su impiedad

caerá” (Proverbios 11:5). Un solo ojo para la gloria de Dios libra de

aquellas trampas en las que caen los impíos. “Los hombres malos no

entienden el juicio; Mas los que buscan a Jehová entienden todas las

cosas” (Proverbios 28:5). Todas las pasiones desenfrenadas nublan la


353

comprensión y pervierten el juicio hasta que los seres humanos llaman

al bien “mal” y al mal “bien” (Isaías 5:20: “¡Ay de los que a lo malo

dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las

tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!”);

pero al que procura someterse al Señor se le dará discreción. “El Señor

dirigirá tus caminos”. Primero, por Su Palabra: no de una manera má-

gica para fomentar la pereza, ni como consultar un libro de cocina lleno

de recetas para todas las ocasiones, sino advirtiéndonos de los caminos

del pecado y dándonos a conocer los caminos de la justicia y la bendi-

ción. Segundo, por su Espíritu: Dándonos fuerza para obedecer los pre-

ceptos de Dios, haciéndonos esperar pacientemente en el Señor para

recibir instrucciones, permitiéndonos aplicar las reglas de la Sagrada

Escritura a los variados deberes de nuestras vidas, recordándonos una

palabra a su tiempo. En tercer lugar, por sus providencias: Hace que

nuestros amigos nos fallen para que nos liberemos de apoyarnos en el

brazo de la carne, o frustrando nuestros planes carnales para que nos


354

conservemos del naufragio, cerrando puertas a las que no nos conven-

dría entrar, y abriendo puertas ante nosotros que nadie puede cerrar.
355

CAPÍTULO 23

LAS BENDICIONES DE DIOS

“La bendición de Jehová es la que enriquece, Y no añade tristeza con

ella” (Proverbios 10:22). La bendición temporal, así como la espiritual,

proviene de él. “Jehová empobrece, y él enriquece; Abate, y enaltece”

(1 Samuel 2:7). Dios es el soberano que dispone la riqueza material.

Si se recibe por nacimiento o herencia, es por Su providencia. Si viene

por donación, Él movió a los donantes para otorgar. Si se acumula

como resultado del trabajo duro, la habilidad o el ahorro, fue porque

Dios otorgó el talento, dirigió su uso y otorgó el éxito. Esto está muy

claro en las Escrituras. “Y Jehová ha bendecido mucho a mi amo, y él

se ha engrandecido; y le ha dado ovejas y vacas, plata y oro, siervos

y siervas, camellos y asnos” (Génesis 24:35). “Y sembró Isaac en

aquella tierra, y cosechó aquel año ciento por uno; y le bendijo Jehová”

(Génesis 26:12). Así es con nosotros. Entonces no digas en tu corazón:

El poder de mi mano o de mi cerebro me ha dado esta prosperidad


356

temporal. “Sino acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da el poder

para hacer las riquezas, a fin de confirmar su pacto que juró a tus

padres, como en este día” (Deuteronomio 8:18). Cuando las riquezas

son adquiridas por la bendición de Dios por una industria o actividad

honesta, no hay una conciencia acusadora que nos deteriora. Si la pena

nos asiste en su uso o disfrute de ellas, se debe enteramente a nuestra

propia locura. “Bienaventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti,

Para que habite en tus atrios; Seremos saciados del bien de tu casa,

De tu santo templo” (Salmo 65:4). No hay duda de que la referencia

principal aquí (aunque no la exclusiva) es “al hombre Cristo Jesús” (1

Timoteo 2:5: “Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en

fe, amor y santificación, con modestia”), porque como Dios-hombre es

lo que es, por la gracia de la elección, cuando Su humanidad fue elegida

y predestinada para la unión con una de las Personas de la Deidad.

Nadie más que Jehová lo proclamó: “He aquí mi siervo, yo le sostendré;

mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre


357

él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones” (Isaías 42:1). Como tal,

Él es: “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre com-

pañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor, y serán dis-

persadas las ovejas; y haré volver mi mano contra los pequeñitos”

(Zacarias 13:7), el heredero de todas las cosas. Cristo no fue elegido

para nosotros, sino para Dios; y fuimos elegidos para Cristo, para ser

su esposa. Cristo es mi primer elegido. Dijo Dios, luego eligió nuestras

almas en Cristo como la Cabeza. La esencia de todas las bendiciones

es estar en Cristo, y los que participan de ella lo hacen por el acto de

Dios, como el fruto de su amor eterno para ellos. “Bendito sea el Dios

y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendi-

ción espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió

en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin

mancha delante de él” (Efesios 1:3-4). En esa bendición inicial de la

elección, todos los demás están envueltos, y en su momento, somos

partícipes de ellas. “Como el rocío de Hermón, Que desciende sobre los


358

montes de Sion; Porque allí envía Jehová bendición, Y vida eterna”

(Salmo 133:3). Es tanto el deber como el privilegio de toda alma car-

gada de pecado, venir a Cristo para descansar, sin embargo, es igual-

mente cierto que ningún ser humano puede venir a Él, excepto que el

Padre lo atraiga a Él (Juan 6:44: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre

que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero”). Del

mismo modo, todos los que escuchan el Evangelio deben responder a

ese llamado. “Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra

alma; y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a Da-

vid” (Isaías 55:3). Sin embargo, ¿cómo pueden hacerlo los que están

muertos en sus delitos y pecados (Efesios 2:1: “Y él os dio vida a vo-

sotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados”)? Ellos

no pueden hacerlo. Primero deben ser divinamente acelerados en la

nueva vida. Una hermosa figura de esa operación divina está aquí ante

nosotros. En tierras orientales la tierra es dura, seca y estéril. Así son

nuestros corazones naturales. El rocío desciende de lo alto en silencio,


359

misteriosamente, imperceptiblemente y humedece el suelo, impar-

tiendo vitalidad a la vegetación, haciendo que la ladera de la montaña

sea fructífera. Así es el milagro del nuevo nacimiento. La vida es co-

municada por el divino rocío; no es probatoria ni condicional, ni fugaz

ni temporal, sino espiritual e interminable, porque la corriente de la

regeneración nunca puede secarse. Cuando Dios manda, Él se comu-

nica (Salmo 42:8: “Pero de día mandará Jehová su misericordia, Y de

noche su cántico estará conmigo, Y mi oración al Dios de mi vida”;

Salmo 111:9: “Redención ha enviado a su pueblo; Para siempre ha

ordenado su pacto; Santo y temible es su nombre”). Así como la ben-

dición es un favor divino, la manera de otorgarla es soberana. Esa es

únicamente su prerrogativa, porque el ser humano no puede hacer

nada más que suplicarlo. Sion es el lugar de todas las bendiciones es-

pirituales (Hebreos 12:22-24: “Sino que os habéis acercado al monte

de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía

de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos


360

que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus

de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y

a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel”). “Bienaventurado

el pueblo que sabe aclamarte; Andará, oh Jehová, a la luz de tu rostro”

(Salmo 89:15). Este es uno de los efectos bendecidos de la aceleración

divina. Cuando uno ha nacido del Espíritu, los ojos y oídos de su alma

se abren para reconocer las cosas espirituales. No es simplemente que

“escuchen el alegre sonido”, ya que muchos lo hacen sin ningún cono-

cimiento experiencial de su encanto; pero saben de su mensaje, que

son llevados a casa con poder en sus corazones. Ese gozoso sonido, se

convierte en las buenas nuevas de las cosas buenas (Romanos 10:15:

“¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán

hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian

buenas nuevas!”), a saber, “que Cristo Jesús vino al mundo para salvar

a los pecadores”. Tales almas que saben interiormente que dicha mú-

sica es celestial, son bendecidas. A medida que se les asegura el libre


361

acceso a Dios a través de la sangre de Cristo, la luz benéfica del rostro

divino es ahora contemplada por ellos. Probablemente hay una alusión

al Salmo 89:15, primero en el sonido hecho por Aarón cuando entró al

lugar santo y salió (Éxodo 28:33-35: “Y en sus orlas harás granadas

de azul, púrpura y carmesí alrededor, y entre ellas campanillas de oro

alrededor. Una campanilla de oro y una granada, otra campanilla de

oro y otra granada, en toda la orla del manto alrededor. Y estará sobre

Aarón cuando ministre; y se oirá su sonido cuando él entre en el san-

tuario delante de Jehová y cuando salga, para que no muera”), que de

hecho fue un “sonido alegre” para la gente de Dios. Dio evidencia de

que su sumo sacerdote estaba comprometido ante el Señor en su nom-

bre. Segundo, es una referencia general al sonido de las trompetas

sagradas que llamaron a Israel a sus solemnes fiestas (Números

10:10: “Y en el día de vuestra alegría, y en vuestras solemnidades, y

en los principios de vuestros meses, tocaréis las trompetas sobre vues-

tros holocaustos, y sobre los sacrificios de paz, y os serán por memoria


362

delante de vuestro Dios. Yo Jehová vuestro Dios”). Tercero, uno más

específico que la trompeta del jubileo (Levítico 25:9-10: “Entonces ha-

rás tocar fuertemente la trompeta en el mes séptimo a los diez días del

mes; el día de la expiación haréis tocar la trompeta por toda vuestra

tierra. Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tie-

rra a todos sus moradores; ese año os será de jubileo, y volveréis cada

uno a vuestra posesión, y cada cual volverá a su familia”), que procla-

maba la libertad a los siervos y la restauración de su herencia a los que

la habían perdido. Entonces, el anuncio del Evangelio de la libertad a

los cautivos del pecado es música para quienes tienen oídos para es-

cucharla. “Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el ca-

mino; Pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que

en él confían” (Salmo 2:12). El lector crítico observará que seguimos

un orden estrictamente lógico. Primero, la elección es el fundamento

de toda la bendición, siendo “para salvación” e incluyendo a todos sus

medios (2 Tesalonicenses 2:13: “Pero nosotros debemos dar siempre


363

gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de

que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante

la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad”); segundo, el otor-

gamiento de la vida eterna que capacita al destinatario favorecido para

acoger experimentalmente el gozoso sonido del Evangelio. Ahora hay

un abrazo personal y salvador de los mismos. Tenga en cuenta que las

palabras de nuestro texto actual están precedidas por “Besar al Hijo”,

que significa “inclinarse en sumisión ante Su cetro, ceder a Su reinado

real, rendirse a Él” (1 Samuel 10:1: “Tomando entonces Samuel una

redoma de aceite, la derramó sobre su cabeza, y lo besó, y le dijo: ¿No

te ha ungido Jehová por príncipe sobre su pueblo Israel?”; 1 Reyes

19:18: “Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se

doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron”). Es muy importante

tener en cuenta ese orden, y más aún para ponerlo en práctica. Cristo

debe ser recibido como Señor (Colosenses 2:6: “Por tanto, de la ma-

nera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él”) antes de


364

que pueda ser recibido como Salvador. Note el orden en 2 Pedro 1:11:

“Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada

en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”; 2 Pedro

2:20: “Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminacio-

nes del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo,

enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene a

ser peor que el primero”; 2 Pedro 3:18: “Antes bien, creced en la gracia

y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea glo-

ria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén”. El “poner su confianza

en Él” significa refugiarse en Él. Ellos repudian su propia justicia y evi-

dencian su confianza en Él, al comprometerse a mantenerlo por todo

el tiempo y la eternidad. Su evangelio es su garantía para hacerlo, su

veracidad, su seguridad. “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha

sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmo 32:1). Esta es una parte

intrínseca de la bendición de poner nuestra confianza en Él. El gozoso

sonido les ha asegurado que “Cristo murió por los impíos”, y que Él no
365

expulsará a nadie que venga a Él. Por lo tanto, expresan su fe en Cristo

huyendo a Él como refugio. Bienaventurados los que lo son, pues, ha-

biéndose rendido a Su señorío y depositando su confianza en Su ben-

dita sangre expiatoria, ahora entran en los beneficios de Su gobierno

justo y benevolente. Más específicamente, sus iniquidades son perdo-

nadas y sus pecados son cubiertos, cubiertos por Dios, como el arca

fue cubierto con el propiciatorio, como Noé fue cubierto del diluvio uni-

versal, como los egipcios fueron cubiertos por las profundidades del

mar. Qué gran cubierta que debe ser ésta, que oculte para siempre de

la vista del Dios que todo lo ve, toda la inmundicia de la carne y del

espíritu (Charles Spurgeon). El apóstol Pablo cita estas preciosas pala-

bras del Salmo 32:1 en Romanos 4:7-8, como prueba de la gran ver-

dad de la justificación por la fe: “Diciendo: Bienaventurados aquellos

cuyas iniquidades son perdonadas, Y cuyos pecados son cubiertos. Bie-

naventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado”. Si bien

los pecados de los creyentes fueron expiados en la cruz y se les procuró


366

una justicia eterna, no se convierten en participantes reales hasta que

creen (Hechos 13:39: “y que de todo aquello de que por la ley de Moi-

sés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que

cree”; Gálatas 2:16: “sabiendo que el hombre no es justificado por las

obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos

creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por

las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justi-

ficado”). “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas, En

cuyo corazón están tus caminos” (Salmo 84:5). Este es otro acompa-

ñamiento del nuevo nacimiento. El regenerado recibe el espíritu de una

mente sana (2 Timoteo 1:7: “Porque no nos ha dado Dios espíritu de

cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio”), de modo que

ahora se ve a sí mismo no sólo sin ninguna justicia propia, sino que

también es consciente de su debilidad e insuficiencia. Él ha hecho del

nombre del Señor su torre fuerte, habiéndolo encontrado por seguridad

(Proverbios 18:10: “Torre fuerte es el nombre de Jehová; A él correrá


367

el justo, y será levantado”). Ahora él declara: “Y se dirá de mí: Cierta-

mente en Jehová está la justicia y la fuerza; a él vendrán, y todos los

que contra él se enardecen serán avergonzados” (Isaías 45:24), forta-

leza para pelear la buena batalla de la fe, para resistir las tentaciones,

para soportar la persecución, para cumplir con el deber. Mientras nos

mantengamos en nuestro sano juicio, continuaremos avanzando no en

nuestra propia fuerza, sino en la completa dependencia de la fuerza en

Cristo Jesús. Esos caminos de la fortaleza de Dios son los medios divi-

namente designados de gracia para mantener la comunión: Alimen-

tarse de la Palabra, vivir de Cristo, adherirse al camino de Sus precep-

tos. “Bienaventurado todo aquel que teme a Jehová, Que anda en sus

caminos” (Salmo 128:1). Aquí hay otra marca de aquellos bajo la ben-

dición divina: Tienen una reverencia tan profunda del Espíritu como

resultado de una obediencia regular hacia Él. El temor del Señor es un

santo temor de Su majestad, un temor filial de desagradarlo. No es

tanto una cosa emocional como práctica, porque es ocioso hablar sobre
368

temer a Dios si no tenemos una preocupación profunda por su volun-

tad. Es el miedo por el amor, el que se contrae al deshonrarlo, el temor

de olvidar su bondad y abusar de su misericordia. Donde tal miedo

existe, todas las otras gracias se encuentran.


369

CAPÍTULO 24

LAS MALDICIONES DE DIOS

Es solemne aprender que estas bendiciones y maldiciones proceden de

la misma fuente. Sin embargo, una pequeña reflexión convencerá al

lector de que tal debe ser el caso. Dios es luz y amor, santo y lleno de

gracia, justo y misericordioso. Por lo tanto, Él expresa su aborreci-

miento y visita con sus justos juicios sobre los malvados, tan verdade-

ramente como bendice y manifiesta su aprobación sobre aquellos que

son agradables a sus ojos. Un cielo eterno y un infierno eterno son el

inevitable y último par de opuestos en la revelación divina. Esta impre-

sionante dualidad se muestra en el mundo natural. Por un lado, nues-

tros sentidos están encantados con las puestas de sol doradas, los jar-

dines florecientes, los rocíos suaves y los campos fértiles. Por otro lado,

estamos conmocionados y aterrorizados por el temible tornado, las pla-

gas devoradoras, la inundación devastadora y el terremoto destructivo.

“Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente


370

para con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si permaneces

en esa bondad; pues de otra manera tú también serás cortado” (Ro-

manos 11:22). Desde el Monte Ebal se anunciaron las maldiciones di-

vinas (Deuteronomio 27), y del Monte Gerizim las bendiciones divinas

(Deuteronomio 28). El uno no podría estar sin el otro. Así también será

en el último día, mientras Cristo dirá a sus hermanos: “Entonces el Rey

dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino

preparado para vosotros desde la fundación del mundo”, pero a los que

lo despreciaron y rechazaron, Él les dirá: “Entonces dirá también a los

de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado

para el diablo y sus ángeles” (Mateo 25:34, 41). “Y al hombre dijo: Por

cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te

mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa;

con dolor comerás de ella todos los días de tu vida” (Génesis 3:17).

Esa fue una de las consecuencias que asistió a la apostasía de Adán de

parte de Dios, una parte de la venganza divina que cayó sobre él.
371

Debido a que el primer hombre se mantuvo como el líder del pacto y

el representante legal de su raza, el juicio que vino sobre él es com-

partido por todos sus descendientes. Adán fue el vice-regente de Dios

en esta escena. Se le dio dominio sobre todas las cosas creadas, y

cuando cayó, los efectos de su terrible pecado eran evidentes en cada

área y situación. Su herencia justa fue arruinada. El mismo terreno en

el que pisó fue maldecido, de modo que de aquí en adelante se produ-

jeron “espinas y cardos”, obligándolo a trabajar por el pan de cada día

con el sudor de su frente. Cada vez que cultivamos una parcela de

tierra, las numerosas malezas que producen, dificultan nuestros es-

fuerzos y proporcionan una prueba muy real de la frase divina pronun-

ciada en Génesis 3 y evidencian que pertenecemos a una raza caída.

“Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone

carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová” (Jeremías 17:5).

Un conocimiento profundo de nosotros mismos debería hacer que la

advertencia de este pasaje solemne sea innecesaria, sin embargo, la


372

experiencia triste demuestra todo lo contrario. ¿No tenemos conoci-

miento suficiente de nosotros mismos, de nuestra capacidad de cambio

y de nuestra absoluta falta de fiabilidad, para descubrir que “El que

confía en su propio corazón es necio; Mas el que camina en sabiduría

será librado” (Proverbios 28:26)? Entonces, ¿por qué deberíamos su-

poner que alguno de nuestros compañeros es más estable y confiable

que nosotros? Lo mejor de la raza de Adán, cuando se les deja solos,

son espectáculos de inestabilidad y fragilidad. “Por cierto, vanidad son

los hijos de los hombres, mentira los hijos de varón; Pesándolos a to-

dos igualmente en la balanza, Serán menos que nada” (Salmo 62:9).

Buscar el patrocinio o la protección del ser humano es una afrenta al

Altísimo, porque pone esa confianza en la criatura a la que sólo tiene

derecho el Creador. La locura de semejante maldad se enfatiza en la

expresión “hace carne su brazo”, apoyándose en lo que es frágil e in-

defenso (2 Crónicas 32:8: “Con él es el brazo de carne, mas con noso-

tros está Jehová nuestro Dios para ayudarnos, y pelear nuestras


373

batallas. Y el pueblo tuvo confianza en las palabras de Ezequías rey de

Judá”; Mateo 26:41: “Velad y orad, para que no entréis en tentación;

el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”; Romanos

8:3: “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por

la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y

a causa del pecado, condenó al pecado en la carne”). ¡El cristiano ne-

cesita convertir esta terrible maldición en oración para la liberación de

la tentación de buscar ayuda o alivio en el ser humano! Indirectamente,

pero poderosamente, este versículo prueba que Cristo es mucho más

que un hombre; porque si invoca una maldición divina para aquel que

pone su confianza en el ser humano para obtener alguna ventaja tem-

poral, ¡cuánto más si se confía en una mera criatura humana para la

salvación eterna! “Si no oyereis, y si no decidís de corazón dar gloria a

mi nombre, ha dicho Jehová de los ejércitos, enviaré maldición sobre

vosotros, y maldeciré vuestras bendiciones; y aun las he maldecido,

porque no os habéis decidido de corazón” (Malaquías 2:2). El Señor es


374

muy sensible a su honor y no compartirá su gloria con otra persona

(Isaías 48:11: “Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea

amancillado mi nombre, y mi honra no la daré a otro”), y aquellos que

no se toman en serio este hecho seguramente van a invocar la ira

divina sobre ellos mismos. Esas palabras que acabamos de leer de Ma-

laquías 2:2, fueron dirigidas en primera instancia a los sacerdotes de

Israel. El profeta los había reprendido por sus pecados. Ahora declaró

que, si no atendían seriamente a sus advertencias y no glorificaban a

Dios mediante el arrepentimiento y la reforma de su conducta, enton-

ces Él arruinaría sus misericordias temporales. Es una señal de favor

para que el ser humano que sea llamado a ministrar públicamente en

nombre del Señor. Pero la infidelidad conlleva las más terribles conse-

cuencias. A menudo se les entrega a la ceguera de la mente, la dureza

del corazón, las conciencias carbonizadas. El principio de esta maldi-

ción tiene una influencia mucho más amplia y se aplica tanto a aquellos

que escuchan el Evangelio como a una nación bendecida con su luz.


375

“Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio

diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas 1:8).

Dios está muy celoso de Su Evangelio, y este versículo también debe

convencer a Sus siervos y personas de la solemne responsabilidad que

descansa sobre ellos para preservarlos en su pureza. El Evangelio de

Dios da a conocer el único camino verdadero de salvación y, por lo

tanto, corromperlo no sólo es deshonroso para su Autor, sino también

muy peligroso y desastroso para las almas de los seres humanos. El

apóstol estaba censurando a quienes repetían una mezcla imposible de

ley y evangelio, insistiendo en que la circuncisión y el cumplimiento de

los ritos ceremoniales del judaísmo eran tan necesarios como la fe en

Cristo para la justificación. El suyo no era el lenguaje del celo intem-

perante, porque repite lo mismo en el siguiente versículo, sino una

fidelidad santa que expresaba su detestación de un error que no sólo

insultaba al Salvador sino que también resultaba fatal para quienes lo

abrazaban. El fundamento único de la esperanza de un pecador es el


376

mérito de Cristo, su obra terminada de redención. Aquellos que se su-

marían a lo mismo con sus propios actos se dirigirán a la destrucción

eterna. Por lo tanto, cualquiera que enseñe a los seres humanos a ha-

cerlo es maldecido por Dios y debe ser aborrecido por su pueblo. “Por-

que todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición,

pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las

cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gálatas 3:10). La

primera parte de este versículo significa: Que todos los que cuentan

con ser salvos por sus propias actuaciones, o dependen de su propia

obediencia para ser aceptados por Dios, están bajo la maldición de su

ley y expuestos a su ira. La justificación al guardar la Ley es una im-

posibilidad absoluta de cumplir para cualquier criatura caída. ¿Por qué?

Porque la Ley de Dios requiere una conformidad perfecta, absoluta y

perpetua, una perfección sin pecado en el pensamiento, la palabra y la

acción, y porque no hace provisión por el incumplimiento de sus tér-

minos santos y justos. No es suficiente, por lo tanto, sólo escuchar o


377

conocer los requisitos de la Ley de Dios. Estos deben cumplirse. Por lo

tanto, es obvio que una ley que ya condena no puede justificar, porque

cualquiera que espere merecer el favor de Dios por sus intentos fallidos

de obedecerla es engañado. “Esperar ser calentado por la aguda ex-

plosión del norte, o tener nuestra sed apagada por un tiro de fuego

líquido, no era más incongruente” (J. Brown). Esta afirmación (Gálatas

3:10) fue hecha por el apóstol para mostrar que cada ser humano está

bajo condena divina hasta que huye a Cristo en busca de refugio.

“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros mal-

dición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un ma-

dero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a

los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu”

(Gálatas 3:13-14). Aquí está el glorioso Evangelio resumido en una

breve oración. La maldición ha sido llevada de todos aquellos que

creen, a los que visitó el Salvador. Se ha abierto un camino donde los

pecadores culpables no solo pueden escapar de la maldición de la Ley,


378

sino que, de hecho, son recibidos en el favor de Dios. ¡Qué Gracia tan

asombrosa! ¡Misericordia sin igual! Todos los que depositan su con-

fianza en Cristo son liberados de la condena de la condenación de la

Ley para que nunca se sometan a ella. Somos justamente liberados,

porque Cristo es la Garantía de su pueblo, Cristo nació bajo la ley,

estuvo en el lugar de la ley, le fueron imputados todos nuestros peca-

dos y se hizo responsable por ellos. La Ley, al encontrarlo a Él, lo acusó

de lo mismo, lo maldijo y exigió satisfacción. En consecuencia, fue juz-

gado por el Juez Supremo porque Dios no escatimó a su propio Hijo,

sino que lo llamó a la espada de la justicia para herir al pastor (Zacarías

13:7: “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre com-

pañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor, y serán dis-

persadas las ovejas; y haré volver mi mano contra los pequeñitos”).

Por Su propio consentimiento, el Señor Jesús fue “hecho una maldi-

ción” por Dios mismo. Debido a que Él pagó el precio del rescate, todos

los creyentes son “redimidos”, se liberan de la ira de Dios y se los


379

introduce en Su bendición. “Pero la que produce espinos y abrojos es

reprobada, está próxima a ser maldecida, y su fin es el ser quemada”

(Hebreos 6:8). Esto está en marcado contraste con el versículo ante-

rior. El oyente de buena reputación “saca a la luz”: En el griego significa

una producción de lo que es normal y en la temporada correspondiente.

La persona sin la gracia de Cristo “tiene espinas”, la palabra griega

utilizada connota una producción antinatural y monstruosa. Aquí, las

hierbas se encuentran para ellos por quien está vestida; Aquí, tenemos

a las inútiles “espinas y abrojos”. El uno “recibe la bendición de Dios”,

el otro está listo para la maldición, para ser visitado con el juicio divino.
380

CAPÍTULO 25

EL EVANGELIO DE LA GRACIA DE DIOS

“Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí

mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí

del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios”

(Hechos 20:24). Esto formó parte del discurso de la despedida del

apóstol Pablo a los líderes de la iglesia en Éfeso. Después de recordar-

les su estilo de vida entre ellos (versículos 18-21: “Cuando vinieron a

él, les dijo: Vosotros sabéis cómo me he comportado entre vosotros

todo el tiempo, desde el primer día que entré en Asia, sirviendo al

Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas, y pruebas que me

han venido por las asechanzas de los judíos; y cómo nada que fuese

útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las ca-

sas, testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para

con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo”), les cuenta sobre su

próximo viaje a Jerusalén, que culminaría con su traslado a Roma. Él


381

dice: “Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber

lo que allá me ha de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas

las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y

tribulaciones” (versículos 22-23). Y luego, en una palabra verdadera-

mente característica, dice: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo

preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo,

y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evan-

gelio de la gracia de Dios” (versículo 24). Dondequiera que la provi-

dencia de Dios lo lleve, sean cuales sean sus circunstancias, ya sea en

cárcel o en libertad, esta debía ser su misión y su mensaje. Es a este

mismo ministerio que el Señor de la mies todavía nombra a Sus siervos

hoy en día: para “testificar el Evangelio de la gracia de Dios”. Hay una

necesidad continua de regresar a los grandes fundamentos de la fe.

Mientras dure la era, se debe predicar la gracia del Evangelio de Dios.

La necesidad surge del estado natural del corazón humano, que es

esencialmente legalista. El error cardinal contra el cual tiene que lidiar


382

el Evangelio es la tendencia antigua de los seres humanos a confiar en

sus propias actuaciones. El gran antagonista de la verdad es el orgullo

del ser humano, que le hace imaginar que puede ser, al menos en

parte, su propio salvador y dios. Este error es la prolífica madre de

toda multitud de herejías. Es por esta falsedad que la corriente pura

de la verdad de Dios, que pasa a través de los canales humanos, ha

sido contaminada. Ahora la gracia del Evangelio de Dios se resume en

Efesios 2:8-9, “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto

no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se

gloríe”. Todas las reformas genuinas o los avivamientos en las iglesias

de Dios deben tener como base una declaración clara de esta doctrina.

La tendencia de los cristianos es como la del mundo, a alejarse de esta

verdad que es la suma y la sustancia del Evangelio. Aquellos que co-

nocen la historia de la Iglesia saben cuán tristemente cierto es esto.

Dentro de los cincuenta años de la muerte del último de los apóstoles,

hasta donde podemos aprender, la gracia del Evangelio de Dios casi


383

dejó de ser predicada. En lugar de evangelizar, los predicadores de los

siglos segundo y tercero se dedicaron a filosofar. La metafísica tomó el

lugar de la simplicidad del Evangelio. Luego, en el siglo IV, Dios mise-

ricordiosamente levantó a un hombre llamado, San Agustín, quien pro-

clamó fielmente y sin temor el verdadero Evangelio. Dios le dio tanto

poder a su voz y pluma que más de la mitad de la cristiandad fue

sacudida por él. A través de su instrumentalidad vino un avivamiento

enviado por el mismo cielo. Su influencia para el bien evitó la gran

herejía romana durante otro siglo. Si las iglesias hubieran prestado

atención a su enseñanza, nunca habría nacido la idea de los papas

romanos. Pero, volvieron a la vana filosofía y ciencia, falsamente lla-

mada. Luego vino la Edad Oscura, cuando durante siglos el Evangelio

dejó de ser generalmente predicado. Aquí y allá se alzaron voces dé-

biles, pero la mayoría de ellas pronto fueron silenciadas por los sacer-

dotes italianos. No fue hasta el siglo XV cuando llegó la Gran Reforma.

Dios levantó a un hombre llamado Martín Lutero, quien enseñó en


384

términos muy claros que los pecadores son justificados sólo por la fe y

no por las obras. Después de Lutero llegó un maestro aún más distin-

guido, llamado Juan Calvino. Se le enseñó mucho más profundamente

en la verdad del Evangelio y llevó su doctrina central de la gracia a sus

conclusiones lógicas. Como dijo Charles Spurgeon, “Lutero, por así de-

cirlo, sin que nadie supiera la corriente de la verdad, rompió las barre-

ras que habían retenido sus aguas vivas como en un gran embalse.

Pero la corriente era turbia y se arrastraba con todo lo que venía y se

quedaron atrás. Luego vino Calvino, echó sal en las aguas y las purificó,

de modo que fluyó con una corriente más pura para alegrar y refrescar

las almas y saciar la sed de los pobres pecadores perdidos”. El gran

centro de toda la predicación de Calvino fue la gracia de Dios. Ha sido

una costumbre desde entonces designar como “calvinistas” a aquellos

que enfatizan lo que él enfatizó. No aceptamos ese título sin califica-

ción, pero ciertamente no nos avergonzamos de ello. La verdad que

Calvino dijo era idéntica a la verdad que Pablo había predicado y escrito
385

hace siglos antes. Esta fue también la sustancia de la predicación de

George Whitefield, que Dios honró tan extensamente como para pro-

ducir el gran avivamiento en su día. Consideremos ahora los siguientes

puntos:

1. El evangelio es una revelación de la gracia de Dios.

El “Evangelio de la gracia de Dios” es una de las denominaciones del

Espíritu Santo de esa Buena Nueva que los embajadores de Cristo es-

tán llamados a predicar. Varios nombres se le dan en las Escrituras.

Romanos 1:1 lo llama el “evangelio de Dios”, porque Él es su Autor:

“Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el

evangelio de Dios”. Romanos 1:16 lo llama el “evangelio de Cristo”,

porque Él es su tema: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque

es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío prime-

ramente, y también al griego”. Efesios 6:15 lo designa como el “evan-

gelio de la paz”, porque ese es su otorgamiento: “y calzados los pies

con el apresto del evangelio de la paz”. Nuestro texto habla de él como


386

el “Evangelio de la Gracia de Dios”, porque esta es su fuente. La gracia

es una verdad peculiar de la revelación divina. Es un concepto al que

los poderes de la mente del ser humano, nunca se elevarían, sin ayuda.

Prueba de esto es el hecho de que donde la Biblia no se ha predicado,

la “gracia” es desconocida. Muy a menudo los misioneros han encon-

trado que, al traducir las Escrituras a las lenguas nativas de los paga-

nos, no pudieron descubrir una palabra que de alguna manera corres-

ponde a la palabra bíblica “gracia” con su dialecto o idioma. La gracia

está ausente en todas las grandes religiones paganas: el brahmanismo,

el budismo, el mahometismo islam, el confucianismo, el zoroastrismo.

Incluso la naturaleza no enseña la gracia: Rompe sus leyes y debes

sufrir la pena. ¿Qué es entonces la gracia? Primero, es evidentemente

algo muy bendecido y gozoso, porque nuestro texto habla de las “bue-

nas nuevas de la gracia de Dios”. En segundo lugar, es lo contrario de

la Ley: la Ley y el Evangelio son términos incompatibles: “Pues la ley

por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por
387

medio de Jesucristo” (Juan 1:17). Es significativo que la palabra “Evan-

gelio” nunca se encuentre en el Antiguo Testamento. Consideremos

algunos contrastes entre ellos: La ley manifestó lo que había en el ser

humano: El pecado; la gracia manifiesta lo que está en Dios: Amor y

misericordia. La Ley habla de lo que el ser humano debía hacer por

Dios; La gracia habla de lo que Cristo ha hecho por los seres humanos.

La ley exigía la justicia de los seres humanos; La gracia trae justicia a

los seres humanos. La ley sacó a Dios de los seres humanos; La gracia

trae a los seres humanos a Dios. La Ley condenaba a muerte a un ser

humano vivo; La gracia da vida a un ser humano muerto. La ley nunca

tuvo un misionero; el evangelio debe ser predicado a toda criatura. La

Ley da a conocer la voluntad de Dios; ¡La gracia revela el corazón de

Dios! En tercer lugar, la gracia, entonces, es lo opuesto a la justicia.

La justicia no muestra ningún favor y no tiene piedad. La gracia es lo

contrario de esto. La justicia requiere que todos reciban lo que les co-

rresponde; la gracia otorga a los pecadores aquello a lo que no tienen


388

derecho: La caridad pura. La gracia es “recibir algo por nada”. Ahora

el Evangelio es una revelación de esta maravillosa gracia de Dios. Nos

dice que Cristo ha hecho por los pecadores lo que ellos no pudieron

hacer por sí mismos: Satisfacer las exigencias de la Ley de Dios. Cristo

ha cumplido plena y perfectamente todos los requisitos de la santidad

de Dios para que pueda recibir con rectitud, a cada pobre pecador que

venga a él. El Evangelio nos dice que Cristo no murió por personas

buenas, que nunca hicieron nada muy malo; sino por los pecadores

perdidos y sin Dios que nunca hicieron nada bueno. El Evangelio revela

a cada pecador, para su aceptación, un Salvador que es suficiente para

“salvar a todos los que vienen a Dios por medio de Él”.

2. El evangelio es una proclamación de la gracia de Dios.

La palabra “Evangelio” es técnica, empleada en el Nuevo Testamento

con un doble sentido: En un sentido más estrecho y amplio. En su sen-

tido más estrecho, se refiere a anunciar el hecho glorioso de que la

gracia de Dios ha provisto un Salvador para cada pobre pecador que


389

siente su necesidad de Él, y por fe lo recibe. En su sentido más amplio,

comprende toda la revelación que Dios hizo de Sí mismo en y a través

de Cristo. En este sentido incluye todo el Nuevo Testamento. La prueba

de esta doble aplicación del término Evangelio se encuentra en 1 Co-

rintios 15:1-5, una definición del Evangelio en su sentido más estre-

cho: “que Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó”:

“Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el

cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual

asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no

creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asi-

mismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las

Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme

a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce”. Luego,

Romanos 1:1 usa el término Evangelio en su sentido más amplio: Allí

incluye toda la exposición doctrinal de esa epístola. Cuando Cristo les

pidió a sus discípulos: Que prediquen el Evangelio a toda criatura, no


390

creo que Él haya hecho referencia a todo lo que hay en el Nuevo Tes-

tamento, sino simplemente al hecho de que la gracia de Dios ha pro-

visto un Salvador para los pecadores: “Pablo, siervo de Jesucristo, lla-

mado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios”. Por eso deci-

mos que el evangelio es una proclamación de la gracia de Dios. El

Evangelio afirma que la gracia es la única esperanza del pecador. A

menos que seamos salvos por gracia, no podemos ser salvos en lo

absoluto. Rechazar una salvación gratuita es rechazar la única que está

disponible para los pecadores perdidos. La gracia es la provisión de

Dios para aquellos que son tan corruptos que no pueden cambiar su

propia naturaleza; tan reacios a Dios, que no pueden volverse a Él; tan

ciegos que no pueden verlo; tan sordos que no pueden oírlo; en una

palabra, están tan muertos en su pecado que Él debe abrir sus tumbas

y llevarlos al lugar de la resurrección, si es que alguna vez van a ser

salvos. La gracia, entonces, implica que el caso del pecador es deses-

perado, urgente pero que Dios es misericordioso. La bendita gracia del


391

Evangelio de Dios es para los pecadores en quienes no hay ayuda. Es

ejercido por Dios “sin el respeto de las personas”, sin tener en cuenta

el mérito, sin el requisito de cualquier retorno. El evangelio no es un

buen consejo, sino una buena noticia. No habla de lo que el ser humano

debe hacer, sino que dice lo que Cristo ha hecho. No se envía a seres

humanos buenos, sino a los malos. La gracia, entonces, es algo que es

digno sólo de Dios.

3. El evangelio es una manifestación de la gracia de Dios.

El Evangelio es el “poder de Dios para la salvación de todo aquel que

cree”. Es el instrumento elegido que Dios usa para liberar y redimir a

su pueblo del error, la ignorancia, la oscuridad y el poder de Satanás.

Es por medio del Evangelio, aplicado por el Espíritu Santo, que sus

elegidos son emancipados de la culpa y el poder del pecado. “Porque

la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se

salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios. Pues está escrito: Des-

truiré la sabiduría de los sabios, Y desecharé el entendimiento de los


392

entendidos. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está

el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del

mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a

Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la

locura de la predicación. Porque los judíos piden señales, y los griegos

buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para

los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas

para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y

sabiduría de Dios. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los

hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Pues mirad,

hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la

carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del

mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo

escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo me-

nospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a

fin de que nadie se jacte en su presencia. Mas por él estáis vosotros


393

en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justifica-

ción, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se

gloría, gloríese en el Señor” (1 Corintios 1:18-31). Donde la evolución

es sustituida por el nuevo nacimiento, el cultivo del carácter por la fe

en la bendita sangre de Cristo, el desarrollo de la fuerza de voluntad

por la humilde dependencia de Dios, ya que la mente carnal puede ser

atraída y la pobre razón humana puede apelar, pero todo está despro-

visto de poder y no trae salvación a los que perecen. No hay Evangelio

en un sistema de ética, y no hay dinámica en los requerimientos de la

ley. Pero la gracia funciona. Es algo más que una sonrisa de buen hu-

mor, o un sentimiento de lástima. Redime, vence y salva. El Nuevo

Testamento interpreta la gracia como poder. Por medio de ella viene la

redención, porque fue por la gracia de Dios, que Cristo probó la muerte

para cada uno de sus hijos (Hebreos 2:9: “Pero vemos a aquel que fue

hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y

de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia


394

de Dios gustase la muerte por todos”). El perdón de los pecados se

proclama a través de Su sangre de acuerdo con las riquezas de su

gracia (Efesios 1:7: “En quien tenemos redención por su sangre, el

perdón de pecados según las riquezas de su gracia”). La gracia no sólo

hace posible la salvación sino que también es efectiva. La gracia es

Todopoderosa. Mi gracia es suficiente para ti (2 Corintios 12:9: “Y me

ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la de-

bilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debili-

dades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”): Suficiente para

vencer la incredulidad, las enfermedades de la carne, las oposiciones

de los seres humanos y los ataques de Satanás. Esta es la gloria del

Evangelio: Es el poder de Dios para la salvación. En uno de sus libros,

el Dr. J. H. Jowett dice: “Hace poco estaba hablando con un médico de

Nueva York, un hombre de larga y variada experiencia con enfermeda-

des que afectan tanto al cuerpo como a la mente. Le pregunté en cuán-

tos casos había conocido que los esclavos de la bebida, por ejemplo,
395

habían sido liberados por el tratamiento médico para su salud y liber-

tad. A cuántos de ellos habían podido “doctorar” en libertad y autocon-

trol. Él respondió de inmediato, “A ninguno de ellos”. Luego me ase-

guró que creía que su experiencia sería corroborada por el testimonio

de la facultad de medicina”. Los médicos pueden permitirse brindar un

escape temporal y paliativo, pero los vínculos reales no están rotos. Al

final de la aparente pero breve liberación y recuperación, se encontrará

que las cadenas en ellos permanecen. La medicina podría dirigirse a

los efectos que ocasiona, pero la causa es tan real y dominante como

siempre. Ni la medicina ni la psicología, no tienen la cura para el al-

cohólico, para el drogadicto, para el depresivo, para el neurótico, para

los adictos, para los pervertidos, para los corruptos, ni para ningún otro

pecador en general. La habilidad médica no puede salvarlo. ¡Pero la

gracia sí puede hacerlo! Sin médicos, sin psicólogos, ni drogas, ni sa-

cerdotes, ni penitenciarias, ni trabajos comunitarios, sin dinero o pre-

cio, la gracia realmente salva. ¡Aleluya! Sí, la gracia salva. Se ajusta a


396

las cadenas más terribles de una vida, y hace que un pobre pecador

sea un participante de la naturaleza divina y un santo que se regocija.

Salva no sólo de la esclavitud de los hábitos carnales, sino también de

la maldición de la caída, de la cautividad de Satanás y de la ira veni-

dera. ¿Qué efecto tiene este mensaje en tu corazón? ¿Te llena de ala-

banza a Dios? ¿Estás agradecido de saber que la salvación es por gra-

cia? ¿Puedes ver y apreciar la diferencia infinita entre todos los planes

del ser humano para el mejoramiento personal y el “Evangelio de la

Gracia de Dios”?
397

CAPÍTULO 26

LA PLENITUD DE CRISTO

Es apropiado que contemplemos las excelencias de Cristo, el Mediador,

porque “Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es

el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del cono-

cimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6).

La revelación más completa de que Dios es y lo que es, se hace en la

persona de Cristo. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que

está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Pero

este conocimiento de Dios no es un mero asunto de aprehensión inte-

lectual, que un ser humano puede comunicar a otro. Sino que es un

discernimiento espiritual, impartido por el Espíritu Santo. Dios debe

brillar en nuestros corazones para darnos ese conocimiento. Cuando el

materialista Felipe dijo: “Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy

con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí,

ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?” (Juan


398

14:9). Sí, “el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma

de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su

poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por me-

dio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas”

(Hebreos 1:3). En la Palabra eterna y encarnada, “Porque en él habita

corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9). Hecho

asombroso y glorioso, es que en la perfección de la humanidad, la ple-

nitud de la Deidad está en Cristo revelada a nuestra fe. Nunca podía-

mos ascender a Dios, así que Él descendió a nosotros. Todo lo que los

seres humanos pueden saber de Dios se les presenta en la persona de

Su Hijo encarnado. Por lo tanto, “a fin de conocerle, y el poder de su

resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser

semejante a él en su muerte” (Filipenses 3:10), es el anhelo constante

del cristiano más maduro. Nuestro propósito es declarar parte de la

gloria de nuestro Señor Jesucristo que se revela en las Escrituras y se

propone como el objeto de nuestra fe, amor, deleite, admiración y


399

adoración. Pero después de nuestros mayores esfuerzos y las más di-

ligentes investigaciones, tenemos que decir: “He aquí, estas cosas son

sólo los bordes de sus caminos; ¡Y cuán leve es el susurro que hemos

oído de él! Pero el trueno de su poder, ¿quién lo puede comprender?”

(Job 26:14) de Él entendemos. Su gloria es incomprensible, sus ala-

banzas indecibles. Algunas revelaciones que una mente divinamente

iluminada puede concebir, lo que podemos expresar, en comparación

con lo que es verdaderamente la gloria en sí misma, es menos que

nada. Sin embargo, esa visión que el Espíritu concede en las Escrituras

con respecto a Cristo y su gloria es preferible a cualquier otro conoci-

miento o entendimiento. Así fue declarado, por el que era favorito de

conocerlo, “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida

por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor

del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo”

(Filipenses 3:8). John Owen ha dicho bien: “La revelación hecha de

Cristo en el bendito Evangelio es mucho más excelente, más gloriosa,


400

más llena de rayos de sabiduría y bondad divinas que toda la creación,

y su comprensión justa, si es posible, puede contenerla o aprehenderla.

Sin el conocimiento de esto, la mente del ser humano, aunque se enor-

gullece de otros inventos y descubrimientos, está envuelta en la oscu-

ridad y la confusión. Por lo tanto, esto merece el más severo de nues-

tros pensamientos, la mejor de nuestras meditaciones y nuestra mayor

diligencia en ellas. Porque si nuestra bendición futura consistirá en vivir

donde Él está, y contemplar Su gloria; qué mejor preparación puede

haber para ella, que, en una constante contemplación previa de esa

gloria, en la revelación que se hace en el Evangelio hasta este fin, para

que, con una visión de ella, podamos ser gradualmente transformados

en esa misma gloria”. El más grande de todos los privilegios de los

cuales los creyentes son capaces de tener, ya sea en este mundo o en

el siguiente, es contemplar la gloria (las excelencias personales y ofi-

ciales) de Cristo; ahora por la fe, luego por la vista. Igualmente, estoy

seguro, que ningún ser humano contemplará jamás la gloria de Cristo


401

por la vista en el cielo, quien ahora no la contempla por fe. Donde el

alma no ha sido purificada previamente por la gracia y la fe, es incapaz

de ver la gloria y tener una visión abierta de ella. Aquellos que preten-

den estar muy enamorados o que desean ardientemente lo que nunca

vieron o experimentaron, sólo se dedican a su imaginación. Los pre-

tendidos deseos de muchos (especialmente en los lechos de la muerte)

de contemplar la gloria de Cristo en el cielo, para quienes no tuvieron

una visión de ello por fe mientras estaban en este mundo, no son más

que deseos engañosos. No hay verdadero descanso para la mente ni

satisfacción para el corazón hasta que descansemos en Cristo (Mateo

11:28-30: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y

yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de

mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para

vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”). Dios nos

ha propuesto el “misterio de la piedad”, es decir, la persona de su Hijo

encarnado y su obra mediadora, como el objeto supremo de nuestra


402

fe y meditación. En este “misterio” estamos llamados a contemplar la

exhibición más alta de la sabiduría divina, la bondad y la condescen-

dencia. El Hijo de Dios asumió la masculinidad mediante la unión con

Él mismo, constituyendo así la misma persona en dos naturalezas, pero

infinitamente distintas como las de Dios y Hombre. De este modo, el

Infinito se volvió finito, el Eterno, temporal y el Inmortal, mortal, pero

continuó siendo infinito, eterno e inmortal, en esto radica el gran mis-

terio. No se puede esperar que aquellos que se ahogan en el amor del

mundo tengan una verdadera aprehensión de Cristo, o cualquier deseo

real por ello. Pero para aquellos que hemos “gustado la benignidad del

Señor” (1 Pedro 2:3), ¡qué tontos seríamos si dedicáramos todo nues-

tro tiempo y fuerza a otras cosas, y descuidáramos la búsqueda dili-

gente en las Escrituras, para obtener un conocimiento más completo

de él. El ser humano nace para los problemas cuando las chispas vue-

lan hacia arriba, pero las mismas Escrituras revelan un alivio divina-

mente designado de todos los males a los que el ser humano caído es
403

heredero, para que no nos desmayemos debajo de ellos, sino que ob-

tengamos la victoria sobre ellos. Escuche el testimonio de alguien que

pasó por un mar de prueba mucho más profundo que la gran mayoría

de los seres humanos: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro,

para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros, que

estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no

desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero

no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la

muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en

nuestros cuerpos. Porque nosotros que vivimos, siempre estamos en-

tregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de

Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte

actúa en nosotros, y en vosotros la vida. Pero teniendo el mismo espí-

ritu de fe, conforme a lo que está escrito: Creí, por lo cual hablé, no-

sotros también creemos, por lo cual también hablamos, sabiendo que

el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con


404

Jesús, y nos presentará juntamente con vosotros. Porque todas estas

cosas padecemos por amor a vosotros, para que, abundando la gracia

por medio de muchos, la acción de gracias sobreabunde para gloria de

Dios. Por tanto, no desmayamos; antes, aunque este nuestro hombre

exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día

en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros

un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando noso-

tros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que

se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Corintios

4:7-18). Es contemplar por la fe cosas que “no se ven” por el ojo (que

los espíritus de los palacios y las mansiones millonarias no conocen),

las cosas que son espirituales y eternas, que alivian las aflicciones del

cristiano. De estas cosas eternas que no se ven, las principales glorias

de Cristo son las preeminentes. El que puede contemplar a Aquél que

es “el Señor de la gloria”, cuando “todo cae”, será sacado de sí mismo

y liberado del poder prevaleciente del mal. No es hasta que la mente


405

llega a un juicio fijo que todas las cosas aquí son transitorias y sólo

llegan al ser humano exterior, que todo bajo el sol no es más que “va-

nidad y aflicción del espíritu”, y hay otras cosas incalculablemente me-

jores para consolar y satisfacer el corazón. No es hasta entonces que

seremos liberados de pasar nuestras vidas con miedo, angustia y tris-

teza. Sólo Cristo puede satisfacer el corazón. Y cuando Él realmente

satisface, el lenguaje del alma es: “¿A quién tengo yo en los cielos sino

a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Salmo 73:25). ¡Qué peque-

ñas y oscuras, qué pequeñas y pueriles son aquellas cosas de las que

surgen las pruebas de los seres humanos! Todas ellas crecen desde la

raíz de la sobrevaloración de las cosas temporales. El dinero no puede

comprar la alegría del alma. La salud no asegura la felicidad. Una her-

mosa casa no satisfará el corazón. Los amigos terrenales, no importa

cuán leales y amorosos sean, no pueden hablar de paz a una conciencia

cargada de pecado, ni impartir la vida eterna. La envidia, la codicia, el

descontento reciben su herida de muerte cuando Cristo, en toda su


406

belleza y plenitud, se revela como el “Mi amado es blanco y rubio, Se-

ñalado entre diez mil” (Cantares 5:10).


407

CAPÍTULO 27

EL RESPLANDOR DE CRISTO

La ley tenía “una sombra de cosas buenas por venir” (Hebreos 10:1:

“Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la ima-

gen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que

se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acer-

can”). Una bella ilustración de esto se encuentra en los versículos fina-

les de Éxodo 34, donde Moisés desciende del monte con un rostro ra-

diante. La clave del pasaje se encuentra en la posición exacta que

ocupa en este libro de redención. Viene después del pacto legal que

Jehová había hecho con Israel; viene antes de la configuración real del

tabernáculo y de la gloria de la Shekinah que lo llena. Este pasaje se

interpreta en 2 Corintios 3: “¿Comenzamos otra vez a recomendarnos

a nosotros mismos? ¿O tenemos necesidad, como algunos, de cartas

de recomendación para vosotros, o de recomendación de vosotros?

Nuestras cartas sois vosotros, escritas en nuestros corazones,


408

conocidas y leídas por todos los hombres; siendo manifiesto que sois

carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el

Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne

del corazón. Y tal confianza tenemos mediante Cristo para con Dios;

no que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo

como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de

Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo

pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el

espíritu vivifica. Y si el ministerio de muerte grabado con letras en pie-

dras fue con gloria, tanto que los hijos de Israel no pudieron fijar la

vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la cual

había de perecer, ¿cómo no será más bien con gloria el ministerio del

espíritu? Porque si el ministerio de condenación fue con gloria, mucho

más abundará en gloria el ministerio de justificación. Porque aun lo que

fue glorioso, no es glorioso en este respecto, en comparación con la

gloria más eminente. Porque si lo que perece tuvo gloria, mucho más
409

glorioso será lo que permanece. Así que, teniendo tal esperanza, usa-

mos de mucha franqueza; y no como Moisés, que ponía un velo sobre

su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de

aquello que había de ser abolido. Pero el entendimiento de ellos se

embotó; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les

queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado. Y

aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto

sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo

se quitará. Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del

Señor, allí hay libertad. Por tanto, nosotros todos, mirando a cara des-

cubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados

de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”.

Éxodo 34 proporciona una comparación y un contraste con la nueva

dispensación del Espíritu, de la gracia, de la vida más abundante. Pero

antes de que se inaugurara esta nueva dispensación, Dios vio que era

apropiado que el ser humano fuera probado bajo la Ley, para


410

demostrar lo que es, una criatura caída y pecadora. El juicio del ser

humano bajo la dispensación mosaica demostró dos cosas: Primero,

que él es “impío”; segundo, que él está “sin fuerza” (Romanos 5:6:

“Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los

impíos”). Pero estas son cosas negativas. Romanos 8:7 menciona un

tercer rasgo del estado terrible del ser humano, a saber, que él está

en “enemistad contra Dios”: “Por cuanto los designios de la carne son

enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tam-

poco pueden”. Esto se manifestó cuando el Hijo de Dios se tabernaculó

por treinta y tres años en esta tierra. “A lo suyo vino, y los suyos no le

recibieron” (Juan 1:11). No sólo así, sino que también fue “despreciado

y rechazado por los hombres”. No, más aún, lo odiaban “sin causa”

(Juan 15:25: “Pero esto es para que se cumpla la palabra que está

escrita en su ley: Sin causa me aborrecieron”). Tampoco pudo apaci-

guar su odio hasta que lo condenaron a muerte de malhechor y lo cla-

varon en la cruz. Recuerde que no sólo fueron los judíos quienes


411

mataron al Señor de la gloria, sino también los gentiles. Por lo tanto,

el Señor dijo, al esperar su muerte: “Ahora es el juicio de este mundo”

(Juan 12:31: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de

este mundo será echado fuera”), no sólo de Israel. Allí terminó la

prueba para el ser humano. El ser humano no está ahora bajo libertad

condicional; él está bajo condenación: “Como está escrito: No hay

justo, ni aun uno; No hay quien entienda. No hay quien busque a Dios.

Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo

bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; Con

su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; Su

boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran

para derramar sangre; Quebranto y desventura hay en sus caminos; Y

no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus

ojos” (Romanos 3:10-18). El ser humano no está en juicio; Él es un

culpable bajo sentencia. Ningún ruego ni súplica le servirá; no se acep-

tarán excusas. El problema actual entre Dios y el pecador es, ¿se


412

inclinará el ser humano ante el justo veredicto de Dios? Aquí es donde

el Evangelio nos encuentra. Nos llega a nosotros los que ya estábamos

perdidos, los que somos “impíos”, los que estábamos “sin fuerza”, los

que estábamos en “enemistad contra Dios”. Se nos anuncia la asom-

brosa gracia de Dios, la única esperanza para los pobres pecadores

perdidos. Pero la gracia no será bienvenida hasta que el pecador se

incline a la sentencia de Dios contra él. Es por eso que, tanto el arre-

pentimiento como la fe son exigidos al pecador. Estos dos no deben

estar separados. Pablo predicó acerca del “arrepentimiento para con

Dios y la fe para con nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21: “Testi-

ficando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios,

y de la fe en nuestro Señor Jesucristo”). El arrepentimiento es el reco-

nocimiento por parte del pecador de la sentencia de condenación bajo

la cual vive. La fe es la aceptación de la gracia y la misericordia que se

le extiende a través de Cristo. El arrepentimiento no es entregar una

nueva hoja y jurar enmendar nuestros caminos. Más bien, pone en mi


413

sello que Dios es verdadero cuando me dice que “no tengo fuerzas”,

que en mi caso no tengo esperanzas, que no puedo “hacerlo mejor la

próxima vez” de lo que puede hacer para crear un mundo. No es hasta

que esto sea realmente creído (no como resultado de la experiencia,

sino bajo la autoridad de la Palabra de Dios) que debemos volvernos

realmente a Cristo y darle la bienvenida, no como un Ayudante, sino

como un Salvador. Como fue dispensacional, así es experimental-

mente. Debe haber “una ministración de la muerte” (2 Corintios 3:7:

“Y si el ministerio de muerte grabado con letras en piedras fue con

gloria, tanto que los hijos de Israel no pudieron fijar la vista en el rostro

de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la cual había de perecer”)

antes de que haya una “ministración del espíritu” o vida (2 Corintios

3:8: “¿cómo no será más bien con gloria el ministerio del espíritu?”):

Debe haber “la ministración de la condenación” antes de que exista “la

ministración de justicia” (2 Corintios 3:9: “Porque si el ministerio de

condenación fue con gloria, mucho más abundará en gloria el


414

ministerio de justificación”). Un “ministerio de condenación y muerte”

llega de forma extraña en nuestros oídos, ¿no es así? Podemos enten-

der una “ministración de gracia”, pero una “ministración de condena-

ción” no es tan fácil de comprender. Pero esta última fue la primera

necesidad del ser humano. Se le debe mostrar lo que es en sí mismo,

que está en una condición desesperada, absolutamente incapaz de

cumplir los requisitos justos de un Dios santo, antes de que esté listo

para ser un deudor de la misericordia solamente. Repetimos: como era

dispensacionalmente, así también lo es experimentalmente. Fue a su

propia experiencia a la que se refirió el apóstol Pablo cuando dijo: “Y

yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado

revivió y yo morí” (Romanos 7:9). En sus días no regenerados, según

su propia opinión, estaba “vivo”, pero estaba “sin ley”, además de po-

der satisfacer sus demandas. “Pero cuando vino el mandamiento”, es

decir, cuando el Espíritu Santo obró dentro de él, cuando la Palabra de

Dios llegó con poder a su corazón, entonces “el pecado revivió”. Se le


415

hizo consciente de su terrible condición, y luego “murió” a su compla-

cencia de justicia propia. Vio que, en sí mismo, su caso era desespe-

rado. Sí, la aparición del Mediador glorificado no viene antes, sino des-

pués, del pacto legal. “Y él estuvo allí con Jehová cuarenta días y cua-

renta noches; no comió pan, ni bebió agua; y escribió en tablas las

palabras del pacto, los diez mandamientos” (Éxodo 34:28). Nuestro

pasaje abunda en comparaciones y contrastes. Los “cuarenta días” aquí

a la vez nos recuerdan los “cuarenta días” en Mateo capítulo 4. Aquí

estaba Moisés; allí estaba Cristo. Aquí estaba Moisés en el monte; allí

estaba Cristo en el desierto. Aquí fue Moisés favorecido con una glo-

riosa revelación de Dios; allí estaba Cristo siendo tentado por el diablo.

Aquí estaba Moisés recibiendo la ley de la boca de Jehová; allí estaba

Cristo siendo asaltado por el diablo para repudiar esa ley. Apenas sa-

bemos cuál es la maravilla más grande de ambos pasajes: que un ser

humano pecador fue elevado a tal altura de honor como para pasar

una temporada en la presencia del Gran Jehová, o el Señor de la gloria.


416

Y así también debería humillarse tan bajo como para estar durante seis

semanas con el malvado Satanás. “Y aconteció que descendiendo Moi-

sés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, al

descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro resplan-

decía, después que hubo hablado con Dios” (Éxodo 34:29). Bendito es

comparar y contrastar este segundo descenso de Moisés del monte con

lo que tenemos ante nosotros en el capítulo 32. Allí, el rostro de Moisés

se propaga con ira (versículo 19: “Y aconteció que cuando él llegó al

campamento, y vio el becerro y las danzas, ardió la ira de Moisés, y

arrojó las tablas de sus manos, y las quebró al pie del monte”); Aquí

desciende con rostro radiante. Allí vio un pueblo dedicado a la idolatría;

Aquí vuelve a un pueblo avergonzado. Allí lo vemos tirando las tablas

de piedra al suelo como lo leímos en el versículo 19; aquí las deposita

en el arca, Deuteronomio 10:5: “Y volví y descendí del monte, y puse

las tablas en el arca que había hecho; y allí están, como Jehová me

mandó”. Este evento también nos recuerda un episodio del Nuevo


417

Testamento, muy similar, pero diferente a la vez. Fue en el monte

donde el rostro de Moisés se hizo radiante, y fue en el monte donde

nuestro Señor se transfiguró. Pero la gloria de Moisés era sólo refle-

jada, mientras que la de Cristo era inherente a su persona. El brillo de

la cara de Moisés fue la consecuencia de que su presencia estuvo en la

presencia inmediata de la gloria de Jehová; La transfiguración de Cristo

fue el brillo de su propia gloria personal. El resplandor de Moisés se

limitó a su rostro, pero de Cristo leemos: “y se transfiguró delante de

ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron

blancos como la luz” (Mateo 17:2). Moisés “no sabía” que la piel de su

rostro brillaba; Cristo sí lo sabía, como se desprende de sus palabras:

“Cuando descendieron del monte, Jesús les mandó, diciendo: No digáis

a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de los muertos”

(Mateo 17:9). El versículo 29 revela cuál es la consecuencia segura de

la comunión íntima con el Señor, de una manera doble. En primer lu-

gar, ninguna alma puede disfrutar de una verdadera comunión con Dios
418

sin ser afectada por ella en un grado muy marcado. Moisés había sido

absorbido por las comunicaciones recibidas y al contemplar su gloria,

su propia persona quedó atrapada y retuvo algunos efectos de esa glo-

ria. Así que, el Salmo 34:5 dice: “Los que miraron a él fueron alum-

brados, Y sus rostros no fueron avergonzados”. Es la comunión con el

Señor lo que nos conforma a su imagen. No seremos más semejantes

a Cristo hasta que caminemos con más frecuencia y más estrecha-

mente con Él. “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta

como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria

en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co-

rintios 3:18). La segunda consecuencia de la verdadera comunión con

Dios es que estaremos menos ocupados en nosotros mismos. Aunque

el rostro de Moisés brillaba con “una luz que no se veía en la tierra o

en el mar”, no lo sabía. Esto nos ilustra una diferencia vital entre el

fariseo auto-justo y la verdadera piedad; El primero produce compla-

cencia y orgullo, el segundo conduce a la abnegación y a la humildad.


419

El fariseo (hay muchas de sus sectas todavía en la tierra) se jacta de

sus logros, anuncia su espiritualidad imaginaria y, gracias a Dios, no

es como los otros seres humanos. Pero el que, por gracia, disfruta mu-

cho de la comunión con el Señor, aprende de Aquel que era “manso y

humilde de corazón”, y dice: “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros,

Sino a tu nombre da gloria, Por tu misericordia, por tu verdad” (Salmo

115:1). Comprometido con la belleza del Señor, se libra de la autoocu-

pación y, por lo tanto, está inconsciente del fruto mismo del Espíritu

que se produce en él. Pero, aunque no es consciente de su creciente

conformidad con Cristo, otros sí lo son. “Y Aarón y todos los hijos de

Israel miraron a Moisés, y he aquí la piel de su rostro era resplande-

ciente; y tuvieron miedo de acercarse a él” (Éxodo 34:30). Esto nos

muestra el tercer efecto de la comunión con Dios. Aunque el individuo

mismo está inconsciente de la gloria manifestada a través de él, otros

la reconocen. Así fue cuando dos de los apóstoles de Cristo se presen-

taron ante el Sanedrín judío: “Entonces viendo el denuedo de Pedro y


420

de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se mara-

villaban; y les reconocían que habían estado con Jesús” (Hechos 4:13).

No podemos mantenernos en compañía por mucho tiempo con el Santo

sin dejar su huella sobre nosotros. El ser humano que está completa-

mente dedicado al Señor no necesita llevar una insignia en la solapa

de su abrigo, para proclamar que está “viviendo una vida de victoria”.

Todavía es cierto que las acciones hablan más que las palabras. “Y

Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés, y he aquí la piel de

su rostro era resplandeciente; y tuvieron miedo de acercarse a él”

(Éxodo 34:30). El significado típico de esto se da en 2 Corintios 3:7,

“Y si el ministerio de muerte grabado con letras en piedras fue con

gloria, tanto que los hijos de Israel no pudieron fijar la vista en el rostro

de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la cual había de perecer”.

Sobre esto, Ed Dennett ha dicho: “¿Por qué, entonces, tenían miedo

de acercarse a él? Porque la misma gloria que brillaba en su rostro

buscaba en sus corazones y en sus conciencias, diciéndoles lo que eran,


421

pecadores e incapaces de cumplir con los requisitos más pequeños del

pacto que ahora se había inaugurado. Era por necesidad de una minis-

tración de condenación y muerte, porque requería de ellos una justicia

que no podían rendir, y en la medida en que debían fallar en su inter-

pretación, pronunciaría su condena y los sometería a la pena de su

transgresión, que era la muerte. La gloria que vieron así en el rostro

de Moisés fue la expresión para ellos de la santidad de Dios, la santidad

que buscaba la conformidad de ellos con sus propios estándares, y que

reivindicaría las violaciones de ese pacto que ahora se había estable-

cido. Por lo tanto, tenían miedo porque sabían en su alma más íntima

que no podían estar de pie ante Aquel de cuya presencia había venido

Moisés”. Típicamente, el pacto que Jehová hizo con Moisés e Israel en

el Sinaí, y las tablas de piedra en las que se grabaron los diez manda-

mientos, anunciaron un nuevo pacto. “Y yo os tomaré de las naciones,

y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país. Esparciré

sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras


422

inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón

nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vues-

tra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré

dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y

guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. Habitaréis en la tierra

que di a vuestros padres, y vosotros me seréis por pueblo, y yo seré a

vosotros por Dios” (Ezequiel 36:24-28). “He aquí que vienen días, dice

Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la

casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que

tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invali-

daron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero

este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos

días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su cora-

zón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no

enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, di-

ciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más


423

pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré

la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jeremías

31:31-34). Espiritualmente, esto se hace realidad para los cristianos

incluso ahora. Bajo las operaciones de la gracia del Espíritu de Dios,

nuestros corazones se han hecho moldeables y receptivos. Pablo se

refiere a esto en el comienzo de 2 Corintios 3. Los santos en Corinto

se habían manifestado para ser la epístola de Cristo ministrada hacia

nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en

tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón. Al ser impresio-

nados sus corazones por el trabajo divino, Cristo podría escribir sobre

ellos, usar a Pablo como una pluma, y dejar cada marca en el poder

del Espíritu de Dios. Pero lo que está escrito es el conocimiento de Dios

como se revela a través del Mediador en la gracia del nuevo pacto,

para que pueda ser verdad en los corazones de los santos: Que todos

me conocerán. Luego Pablo continúa hablando de sí mismo cómo fue

hecho por Dios competente para ser un ministerio del nuevo pacto, “no
424

de letra, sino del espíritu” (C. A. Coates). “Entonces Moisés los llamó;

y Aarón y todos los príncipes de la congregación volvieron a él, y Moisés

les habló. Después se acercaron todos los hijos de Israel, a los cuales

mandó todo lo que Jehová le había dicho en el monte Sinaí. Y cuando

acabó Moisés de hablar con ellos, puso un velo sobre su rostro” (Éxodo

34:31-33). ¿No explica esto su miedo cuando vieron el brillo en el ros-

tro de Moisés? ¡Note lo que estaba en sus manos! Llevaba las dos ta-

blas de piedra en las que estaban escritas las diez palabras de la Ley,

el “ministerio de la condena”. Cuanto más se acercaba la luz de la glo-

ria, mientras estaba conectada con las justas reclamaciones de Dios

sobre ellos, más tenían por qué temer. Esa santa Ley los condenó,

porque el ser humano en la carne no podía satisfacer sus demandas.

Sin embargo, por bendito que fuera, era literalmente un ministerio de

la muerte, ya que Moisés no era un espíritu vivificante, ni podía dar su

espíritu a la humanidad, ni la gloria de su rostro podría ponerlos en

conformidad con él mismo como el mediador. De ahí se entiende por


425

qué el velo tenía que estar en su rostro” (CA Coates). La interpretación

dispensacional de esto se da en 2 Corintios 3:13: “y no como Moisés,

que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran

la vista en el fin de aquello que había de ser abolido”. Aquí el apóstol

trata sobre el judaísmo como una dispensación. Debido a su ceguera

espiritual, Israel fue incapaz de discernir el significado profundo del

ministerio de Moisés, o el propósito de Dios detrás de él, a lo que apun-

taban todos los tipos y las figuras. El “fin” de 2 Corintios 3:13, es pa-

ralelo a Romanos 10:4, “Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia

a todo aquel que cree”. El velo en el corazón de Israel es la autosufi-

ciencia, lo que hace que aún se nieguen a someterse a la justicia de

Dios. Pero cuando el corazón de Israel se vuelva al Señor, el velo será

quitado. ¡Qué maravilloso capítulo será Éxodo 34 para ellos entonces!

Porque verán que Cristo es el espíritu de todo. Lo que verán ellos, te-

nemos el privilegio de verlo ahora. Todo esto tuvo un “fin” en el que

podemos, a través de la gracia infinita, arreglar nuestros ojos y verlo.


426

El “fin” fue la gloria del Señor como el Mediador del nuevo pacto. Él ha

salido de la muerte y ha subido a lo alto, y la gloria de todo lo que Dios

es, está en gracia brillando en su rostro (C. A. Coates). “Cuando venía

Moisés delante de Jehová para hablar con él, se quitaba el velo hasta

que salía; y saliendo, decía a los hijos de Israel lo que le era mandado.

35Y al mirar los hijos de Israel el rostro de Moisés, veían que la piel de

su rostro era resplandeciente; y volvía Moisés a poner el velo sobre su

rostro, hasta que entraba a hablar con Dios” (Éxodo 34:34-35). Moisés

descubierto en la presencia del Señor es un bello tipo del creyente en

esta dispensación. El cristiano contempla la gloria de Dios brillando

ante Jesucristo (2 Corintios 4:6: “Porque Dios, que mandó que de las

tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros co-

razones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la

faz de Jesucristo”). Por lo tanto, en lugar de ser golpeado por el miedo,

se acerca con total confianza. La Ley de Dios no puede condenarle, ya

que todas sus demandas han sido satisfechas plenamente por su


427

Sustituto Perfecto. Por lo tanto, en lugar de temblar ante la gloria de

Dios, nos “regocijamos con la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos

5:2: “por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la

cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de

Dios”). Ahora no hay velo ni en su rostro ni en nuestros corazones. Él

hace que aquellos que creen en Él vivan en el conocimiento de Dios, y

en respuesta a Dios, porque Él es el Espíritu vivificante. Y Él da Su

Espíritu a los que creen. Tenemos el Espíritu del Hombre glorioso en

cuyo rostro resplandece la misma gloria de Dios. ¿No es esto maravi-

lloso? Uno tiene que preguntar, ¿Realmente lo creemos? “Por tanto,

nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria

del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma ima-

gen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). Si no tuviéra-

mos Su Espíritu, no deberíamos tener la libertad de mirar la gloria del

Señor o de verlo como el Espíritu de todos estos tipos y figuras mara-

villosas. Pero tenemos la libertad de verlo todo, y en él hay un poder


428

transformador. Los santos bajo el ministerio del nuevo pacto son trans-

figurados. Esta es la “gloria suprema” que no se pudo ver ni conocer

hasta que brilló ante Aquel de quien Moisés en Éxodo 34, es una figura

tan distintiva. Todo el sistema típico era temporal, pero su “espíritu”

permanece, porque Cristo era el Espíritu de todo. Ahora tenemos que

ver con el ministerio del nuevo pacto que subsiste y abunda en la gloria

(C. A. Coates). La autoridad del apostolado de Pablo había sido cues-

tionada por ciertos judaizantes. En los primeros versículos de 2 Corin-

tios 3, él apela a los cristianos de allí, como la prueba de su ministerio

comisionado por Dios. Define el carácter de su ministerio (versículo 6:

“el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto,

no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu

vivifica”) para mostrar su superioridad sobre el de sus enemigos. Él y

sus compañeros evangelistas eran “ministros del nuevo testamento” o

pacto. Luego dibuja una serie de contrastes entre los dos pactos, entre

el judaísmo y el cristianismo. Lo que se refería a lo antiguo se llama


429

“la letra” y lo relacionado con lo nuevo como “el espíritu”. Uno se preo-

cupaba principalmente por lo que era externo, el otro era en gran parte

interno; el uno mataba, el otro daba vida, una de las principales dife-

rencias entre la ley y el evangelio. En lo que sigue, el apóstol, si bien

permitió que la Ley fuera gloriosa, muestra que el Evangelio es aún

más glorioso. El antiguo pacto era un “ministerio de la muerte”, porque

la Ley sólo podía condenar. Por lo tanto, aunque una gloria estaba re-

lacionada con ella, era tal que el ser humano en la carne no podía

contemplar (versículo 7: “Y si el ministerio de muerte grabado con le-

tras en piedras fue con gloria, tanto que los hijos de Israel no pudieron

fijar la vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la

cual había de perecer”). Entonces, cuanto más excelente sería, debe

ser la gloria del nuevo pacto, ya que es “una ministración del espíritu”

(versículo 8: “¿cómo no será más bien con gloria el ministerio del es-

píritu?”). Compara el versículo 3 para probar esto: “Siendo manifiesto

que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta,
430

sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas

de carne del corazón”. Si hubo una gloria relacionada con lo que con-

cluyó todo bajo el pecado (Gálatas 3:22: “Mas la Escritura lo encerró

todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo

fuese dada a los creyentes”), mucho más glorioso será la ministración

del anuncio de una justicia para todos y sobre todos los que creen

(Romanos 3:22-26: “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo,

para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto

todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justifi-

cados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en

Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe

en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por

alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar

en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica

al que es de la fe de Jesús”). Es más glorioso perdonar que condenar;

dar vida que destruir, como dice el versículo 9: “Porque si el ministerio


431

de condenación fue con gloria, mucho más abundará en gloria el mi-

nisterio de justificación”. La gloria del primer pacto, por lo tanto, pali-

dece en la nada ante el último (versículo 10: “Porque aun lo que fue

glorioso, no es glorioso en este respecto, en comparación con la gloria

más eminente”), como se puede ver desde el hecho de que el judaísmo

está eliminado, mientras que el cristianismo permanece (versículo 11:

“Porque si lo que perece tuvo gloria, mucho más glorioso será lo que

permanece”). Compare con Hebreos 8:7-8: “Porque si aquel primero

hubiera sido sin defecto, ciertamente no se hubiera procurado lugar

para el segundo. Porque reprendiéndolos dice: He aquí vienen días,

dice el Señor, En que estableceré con la casa de Israel y la casa de

Judá un nuevo pacto”. El apóstol dibuja aún otro contraste (versículo

12: “Así que, teniendo tal esperanza, usamos de mucha franqueza”)

entre las dos dispensaciones, a saber, la claridad o la nitidez frente a

la oscuridad y la ambigüedad de sus respectivos ministerios (versículos

12-15: “Así que, teniendo tal esperanza, usamos de mucha franqueza;


432

y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos

de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser abolido.

Pero el entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy,

cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto,

el cual por Cristo es quitado. Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee

a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos”). El apóstol usó

“gran claridad del habla”, mientras que la enseñanza de la ley ceremo-

nial se realizó mediante figuras y símbolos. Además, las mentes de los

israelitas estaban cegadas, de modo que había un velo sobre sus ojos.

Por lo tanto, cuando se leyeron los escritos de Moisés, fueron incapaces

de mirar más allá del tipo al Antitipo. Este velo permanece sobre ellos

hasta el día de hoy, y continuará hasta que acudan al Señor (versículos

15-16: “Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está

puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor,

el velo se quitará”). Literalmente, el pacto del Sinaí era una ministra-

ción de condenación y muerte, y su gloria tenía que ser velada. Pero


433

tenía un “final” (versículo 13: “y no como Moisés, que ponía un velo

sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin

de aquello que había de ser abolido”) que Israel no podía ver. Verán

ese final en un día venidero. Pero mientras tanto se nos permite leer

el antiguo pacto sin velo y ver que Cristo es el “espíritu” de todo. El

lenguaje del versículo 17 es algo oscuro: “Porque el Señor es el Espí-

ritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”, lo que no

significa que Cristo sea el Espíritu Santo. El “espíritu” aquí es el mismo

que en el versículo 6, “el cual asimismo nos hizo ministros competentes

de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra

mata, mas el espíritu vivifica” (Romanos 7:6: “Pero ahora estamos li-

bres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos suje-

tos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no

bajo el régimen viejo de la letra”). El sistema Mosaico se llama “la letra”

porque era puramente objetivo y no poseía ningún principio o poder

interno. Pero el Evangelio trata con el corazón y suministra el poder


434

espiritual (Romanos 1:16: “Porque no me avergüenzo del evangelio,

porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío

primeramente, y también al griego”). Además, Cristo es el espíritu, la

vida, el corazón y el centro de todo el ritual y la ceremonia del ju-

daísmo. Él es la clave del Antiguo Testamento, porque en el volumen

del libro está escrito de Él. Así también Cristo es el espíritu y la vida

del cristianismo. “Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre

Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante” (1 Corintios

15:45). Y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Aparte de

Cristo, el pecador, sea judío o gentil, está en esclavitud; Él es un es-

clavo del pecado y cautivo del diablo. Pero donde el Hijo hace libre, lo

libera completamente (Juan 8:32: “y conoceréis la verdad, y la verdad

os hará libres”). Finalmente, el apóstol contrasta las dos glorias, la

gloria relacionada con el antiguo pacto, el brillo en el rostro de Moisés

al dar la Ley con la gloria del nuevo pacto, en la persona de Cristo. “Por

tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo


435

la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la

misma imagen, como por el Espíritu del Señor”. Note aquí, primero, la

expresión “todos nosotros”. Sólo Moisés vio la gloria de Jehová en el

monte; ahora cada cristiano lo puede contemplar. Segundo, “con la

cara descubierta”, con libertad y con confianza; mientras que Israel

temía contemplar el rostro radiante y majestuoso de Moisés. En tercer

lugar, somos “cambiados en la misma imagen”. La ley no tenía el poder

para convertir o purificar; pero el ministerio del Evangelio, bajo la ope-

ración del Espíritu, tiene un poder transformador. Aquellos que son

salvos por él y que están ocupados con Cristo como se establece en la

Palabra (en el “espejo”), se conforman, poco a poco, a su imagen. En

última instancia, cuando “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún

no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando

él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como

él es” (1 Juan 3:2), seremos “como él”: Completos y perfectos, eter-

namente.
436

CAPÍTULO 28

LA CONDESCENDENCIA DE CRISTO

Por el bien de la precisión, se debe hacer una distinción entre la con-

descendencia y la humillación de Cristo, aunque la mayoría de los es-

critores las confunden. Esta distinción es hecha por el Espíritu Santo

en Filipenses 2:7-8: “Sino que se despojó a sí mismo, tomando forma

de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición

de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la

muerte, y muerte de cruz”. Primero, “se despojó a sí mismo”; segundo,

se “humilló”. La condescendencia de Dios el Hijo, consistió en que Él

asumiera nuestra naturaleza, y que la Palabra se hiciera carne. Su hu-

millación residía en el consiguiente abatimiento y sufrimientos que Él

soportó en nuestra naturaleza. La asunción de la naturaleza humana

no era, por sí misma, una parte de la humillación de Cristo, porque aún

la conservaba en su gloriosa exaltación. Pero para que Dios el Hijo se

uniera con ella, con una naturaleza creada, con el polvo animado, era
437

un acto de infinita condescendencia divina. “El cual, siendo en forma

de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino

que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante

a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí

mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por

lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que

es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda

rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la

tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria

de Dios Padre” (Filipenses 2:6-9). Estos versículos trazan el camino del

Mediador desde la gloria más alta hasta la humillación más profunda,

y lo regresan nuevamente a Su honor supremo. ¡Qué camino más ma-

ravilloso fue el suyo! Y qué terrible que esta descripción divina de su

camino se haya convertido en el campo de batalla de la contención

teológica. En pocos puntos, la terrible depravación del corazón del ser

humano se ha mostrado más horriblemente por algunas blasfemias


438

desahogadas en estos versículos. Una mirada al contexto, Filipenses

2:1-5: “Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún con-

suelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entra-

ñable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo,

teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada

hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, esti-

mando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando

cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”,

nos muestra a la vez que el diseño práctico del apóstol era exhortar a

los cristianos a la comunión espiritual entre ellos, a ser semejantes a

Cristo, a amar a los demás, a ser humildes y obedientes, a estimar a

otros mejor que a ellos mismos. Para hacer cumplir esto, el ejemplo

de nuestro Señor se propone en los versículos que ahora consideramos.

Debemos tener la misma mente en nosotros que la que estaba en Él;

la mente, el espíritu, el hábito, la abnegación, la mente del sacrificio y


439

la obediencia suprema a Dios. Debemos humillarnos bajo la poderosa

mano de Dios, si queremos ser exaltados por Él a su debido tiempo (1

Pedro 5:6). Para presentar ante nosotros el ejemplo de Cristo en sus

colores más vívidos, el Espíritu Santo nos lleva de nuevo a la posición

que nuestro Mediador ocupó en la eternidad. Él nos muestra que la

suprema dignidad y la gloria eran suyas, y luego nos recuerda esas

insondables profundidades de la condescendencia y humillación en las

que descendió por nuestro bien. “El cual, siendo en forma de Dios”. En

primer lugar, esto afirma la Deidad absoluta del Hijo, ya que ninguna

simple criatura, sin importar cuán alta sea la escala de su ser, podría

estar “en forma de Dios”. Se usan tres palabras con respecto a la rela-

ción del Hijo con la Deidad. Primero, Él subsiste en la “forma” de Dios,

visto sólo en Él. Segundo, Él es “la imagen del Dios Invisible” (Colo-

senses 1:15: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda

creación”), cuya expresión nos habla de su manifestación de Dios (2

Corintios 4:6: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas


440

resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones,

para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de

Jesucristo”). Tercero, Él es el “brillo de su gloria y la imagen expresa

de su persona” (Hebreos 1:3: “el cual, siendo el resplandor de su glo-

ria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las

cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de

nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la

Majestad en las alturas”), o más exactamente, la refulgencia (el res-

plandor) de Su gloria y la expresión exacta de Su sustancia. Estas des-

cripciones quizás combinan los dos conceptos sugeridos por la forma y

la imagen, a saber, que toda la naturaleza de Dios está en Cristo, que

por medio de Él, Dios se declara y se expresa. “Quién es” o subsiste,

ya que no es correcto hablar de una persona Divina que “existe”, por-

que Él es autoexistente. Siempre estuvo en “la forma de Dios”.

“Forma”, esta palabra griega sólo se encuentra en otros pasajes bíbli-

cos. En el Nuevo Testamento en Filipenses 2:7: “Sino que se despojó


441

a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hom-

bres”, Marcos 16:12: “Pero después apareció en otra forma a dos de

ellos que iban de camino, yendo al campo”, que significa lo que es

aparente. “La forma de Dios” es una expresión que parece denotar o

significar Su gloria visible, Su majestad desplegada, Su soberanía ma-

nifestada. Desde la eternidad, el Hijo fue vestido con todas las insignias

de la Deidad, adornado con todo esplendor divino. “En el principio era

el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). “no

estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”. Casi todas las

palabras en este versículo han sido la ocasión de nuestra firme y sufi-

ciente confianza en la providencia superintendente de Dios para estar

satisfechos, ya que los traductores de nuestra versión autorizada fue-

ron preservados de cualquier error grave en un tema tan vitalmente

importante. Como la primera cláusula de nuestro versículo se refiere a

una delineación objetiva de la divina dignidad del Hijo, por lo que esta

segunda cláusula afirma su conciencia subjetiva, su conciencia. La


442

expresión “no estimó” se usa (aquí en el tiempo aoristo) para indicar

un punto definido en el pasado. El verbo traducido como “estimó” de-

nota no el botín o el premio, sino el acto de tomar el botín. El Hijo no

consideró la igualdad con el Padre y el Espíritu Santo como un acto de

usurpación. “No estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”.

Esta es sólo una manera negativa de decir que Cristo consideró la igual-

dad con Dios como algo que le pertenecía justa y esencialmente. Era

suyo por derecho indiscutible. Cristo no estimó tal igualdad como una

invasión de la prerrogativa de otro, sino que se consideró a sí mismo

como titular de todos los honores divinos. Debido a que tenía el rango

de una de las tres personas coeternas, coesenciales y cogloriosas de la

Deidad, el Hijo estimó que Su completa y perfecta igualdad con las

otras dos personas, era Su parte indiscutiblemente. En el versículo 6,

sin duda, hay una referencia latente a la caída de Satanás. Él, aunque

“el querubín ungido” (Ezequiel 28:14: “Tú, querubín grande, protector,

yo te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las


443

piedras de fuego te paseabas”), estaba infinitamente por debajo de

Dios, se aferró a la igualdad con Él. “Sobre las alturas de las nubes

subiré, y seré semejante al Altísimo” (Isaías 14:14). Sin embargo, el

verbo griego para “escatimar” como se lo traduce, es evidente que el

término enfático en esta cláusula es “igual”. Porque si significa una

igualdad real y apropiada, entonces la prueba de la deidad absoluta del

Salvador es irrefutable. ¿Cómo, entonces, se determina el significado

exacto de este término? No recurriendo a Homero, ni a ningún otro

escritor pagano, sino descubriendo el significado de su afín. Si pode-

mos arreglar la representación precisa del adjetivo, entonces podemos

estar seguros del adverbio. El adjetivo se encuentra en varios pasajes

(Mateo 20:12: “diciendo: Estos postreros han trabajado una sola hora,

y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el

calor del día”; Lucas 6:34: “Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis

recibir, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores prestan a

los pecadores, para recibir otro tanto”; Juan 5:18: “Por esto los judíos
444

aun más procuraban matarle, porque no sólo quebrantaba el día de

reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, hacién-

dose igual a Dios”; Hechos 11:17: “Si Dios, pues, les concedió también

el mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo,

¿quién era yo que pudiese estorbar a Dios?”; Apocalipsis 21:6: “Y me

dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que

tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida”).

En cada pasaje, la referencia no es sólo a una semejanza, sino a una

igualdad real y apropiada. Por lo tanto, la fuerza de esta cláusula es

paralela a “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30). “Habéis oído que

yo os he dicho: Voy, y vengo a vosotros. Si me amarais, os habríais

regocijado, porque he dicho que voy al Padre; porque el Padre mayor

es que yo” (Juan 14:28) no se le debe permitir negar a Juan 10:30. No

hay contradicciones en la Sagrada Escritura. A cada uno de estos pa-

sajes se le puede dar toda su fuerza sin que haya ningún conflicto entre

ellos. La forma más sencilla de descubrir su perfecta consistencia es


445

recordar que las Escrituras exhiben a nuestro Salvador en dos perso-

najes principales: como Dios el Hijo, la segunda Persona de la Trinidad;

y como el Mediador, el Dios-Hombre, la Palabra se hace carne. En el

primero, se describe a Él como poseedor de todas las perfecciones de

la deidad; en este último, como el Siervo de la Divinidad. Hablando de

sí mismo de acuerdo con su Ser esencial, Él podría decir sin reservas:

“Yo y el Padre somos uno”, uno en esencia o naturaleza. Hablando de

sí mismo de acuerdo con su ministerio mediador, Él podría decir: “Mi

padre es más grande que yo”, no de manera esencial, sino en su mi-

nisterio terrenal porque fue Él quien le envió con esa misión. Cada ex-

presión utilizada (Filipenses 2:6: “El cual, siendo en forma de Dios, no

estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”) está diseñada

expresamente por el Espíritu Santo para magnificar la dignidad divina

de la persona de Cristo. Él es el Poseedor de una gloria igual a la de

Dios, con un derecho incuestionable a esa gloria, y no considera que

exista ninguna sustracción para desafiarla. Su gloria no es accidental


446

ni descomunal, sino sustancial y esencial, que subsiste en la “forma de

Dios”. Entre lo que es Infinito y lo que es finito, entre lo que es Eterno

y lo que es temporal, entre El que es el Creador y lo que es la criatura,

es absolutamente imposible que exista igualdad. “¿A qué, pues, me

haréis semejante o me compararéis? dice el Santo” (Isaías 40:25), es

el desafío de Dios. Por lo tanto, para cualquier criatura que se considere

“igual a Dios” sería la mayor sustracción y la blasfemia suprema. “sino

que se despojó a sí mismo”. El significado de estas palabras se explica

en las que siguen inmediatamente. Hasta ahora, el Hijo había insistido

tenazmente en sus derechos personales como miembro de la Santísima

Trinidad, y las abandonó voluntariamente. Él voluntariamente dejó de

lado las magníficas distinciones del Creador, para aparecer en la forma

de una criatura, sí, a la semejanza de un ser humano caído. Abdicó su

posición de supremacía, y entró en servidumbre. Aunque igual en ma-

jestad y gloria con Dios, se resignó alegremente a la voluntad del Padre

(Juan 6:38 dice: “Porque he descendido del cielo, no para hacer mi


447

voluntad, sino la voluntad del que me envió”). La condescendencia in-

comparable era ésta. Aquel que tenía el derecho inherente en la forma

de Dios, se despojó de su gloria para ser eclipsado, su honor para ser

puesto en el polvo y él mismo para ser humillado hasta la muerte más

vergonzosa. “Tomando forma de siervo”. Al hacerlo, no dejó de ser

todo lo que era antes, pero asumió algo que no había sido previamente.

No hubo un cambio en Su naturaleza divina, sino una unión a Su per-

sona divina con la naturaleza humana. “El que es Dios, ya no puede

ser más Dios, así como tampoco el que no es Dios puede llegar a ser

Dios” (John Owen). Ninguno de los atributos divinos de Cristo fue aban-

donado, ya que son tan inseparables de su persona como el calor es

del fuego, o el peso de la sustancia. Pero Su majestuosa gloria fue, por

un tiempo, oscurecida por el velo interpuesto de la carne humana. Esta

afirmación tampoco es negada por Juan 1:14: “Y aquel Verbo fue hecho

carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del uni-

génito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (explicada por Mateo


448

16:17: “Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo

de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que

está en los cielos”), en contraste con las masas no regeneradas ante

las cuales Él apareció como “Subirá cual renuevo delante de él, y como

raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos,

mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado en-

tre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y

como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo esti-

mamos” (Isaías 53:2-3). Fue Dios mismo quien se “manifestó en la

carne” (1 Timoteo 3:16: “E indiscutiblemente, grande es el misterio de

la piedad: Dios fue manifestado en carne, Justificado en el Espíritu,

Visto de los ángeles, Predicado a los gentiles, Creído en el mundo, Re-

cibido arriba en gloria”). El nacido en el pesebre de Belén fue “El Dios

Todopoderoso” (Isaías 9:6-7: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos

es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre

Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Lo


449

dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de

David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en

justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos

hará esto”), y anunciado como “Cristo el Señor” (Lucas 2:11: “Que os

ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el

Señor”). Que no exista incertidumbre sobre este punto. Si hubiera sido

“vaciado” de alguna de su excelencia personal, si se hubieran dejado

de lado sus atributos divinos, entonces su completa y plena satisfacción

de su sacrificio no hubieran poseído un valor infinito, ni hubiera sido

aceptado por Dios. La gloria de su persona no disminuyó en lo más

mínimo cuando se encarnó, aunque fue (en cierta medida) oculta por

la humilde forma del sirviente que asumió. Cristo todavía era “igual a

Dios” cuando descendió a la tierra. Fue y es “El Señor de la gloria” (1

Corintios 2:8: “la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció;

porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de

gloria”) a quien los seres humanos crucificaron. “Hecho semejante a


450

los hombres”. Esa fue la gran condescendencia, sin embargo, ¿no es

posible para nosotros comprender plenamente lo infinito de la inclina-

ción del Hijo? ¡Si Dios “se humilla al mirar en el cielo y en la tierra?”

(Salmo 113:6) cuánto más para volverse realmente “carne” y estar

entre los más humildes. Entró en una misión que lo colocó debajo de

Dios (Juan 14:28: “Habéis oído que yo os he dicho: Voy, y vengo a

vosotros. Si me amarais, os habríais regocijado, porque he dicho que

voy al Padre; porque el Padre mayor es que yo”; 1 Corintios 11:3:

“Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el

varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo”). Él fue, por

un tiempo, “hecho más bajo que los ángeles” (Hebreos 2:7: “Le hiciste

un poco menor que los ángeles, Le coronaste de gloria y de honra, Y

le pusiste sobre las obras de tus manos”); Fue “hecho bajo la ley” (Gá-

latas 4:4-5: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió

a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a

los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de


451

hijos”). Fue hecho más bajo que la condición ordinaria del ser humano,

“Mas yo soy gusano, y no hombre; Oprobio de los hombres, y despre-

ciado del pueblo” (Salmo 22:6). ¿Qué enseñanza nos da todo esto?

“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”

(Filipenses 2:5). Cuán seriamente el cristiano necesita buscar la gracia

para contentarse con el lugar más bajo que Dios y los seres humanos

le asignen; estar listo para realizar el servicio más cruel; Ser y hacer

cualquier cosa que traiga la gloria para Dios.


452

CAPÍTULO 29

LA HUMANIDAD DE CRISTO

Se ha dicho realmente: “Las opiniones correctas acerca de Cristo son

indispensables para una fe correcta, y una fe correcta es indispensable

para la verdadera salvación. Tropezar en el fundamento es, en relación

con la fe, hacer naufragios; porque como Emanuel, Dios está con no-

sotros, es el gran Objeto de la fe, equivocarse en los puntos de vista

de Su Deidad eterna, o errar en los puntos de vista de Su humanidad

sagrada, es igualmente destructivo. Hay puntos de verdad que no son

tan fundamentales, aunque todos los puntos de vista erróneos sobre

cualquier punto, nos conducen a deshonrar a Dios, pero las consecuen-

cias están en estricta proporción con su importancia y magnitud, pero

hay ciertas verdades fundamentales en las que se puede errar acerca

de lo que es asegurar lo erróneo e incrédulo, teniéndonos en la oscu-

ridad de la más profunda oscuridad para siempre” (Philpot, 1859). Co-

nocer a Cristo como Dios, conocerlo como Hombre, conocerlo como


453

Dios-Hombre, y esto por una revelación divina de su persona, es cier-

tamente tener vida eterna en nuestros corazones. Tampoco puede ser

conocido de otra manera que no sea por una revelación divina y espe-

cial. “Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de

mi madre, y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí, para que

yo le predicase entre los gentiles, no consulté en seguida con carne y

sangre” (Gálatas 1:15-16). Se puede obtener una concepción imagi-

naria de Su persona estudiando diligentemente las Escrituras, pero un

conocimiento vital de Él debe comunicarse desde lo alto (Mateo 16:17:

“Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jo-

nás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en

los cielos”). Un conocimiento teórico y teológico de Cristo es lo que el

ser humano natural puede adquirir, pero una visión salvadora y trans-

formadora del alma de Él (2 Corintios 3:18: “Por tanto, nosotros todos,

mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, so-

mos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por


454

el Espíritu del Señor”) sólo la otorga el Espíritu al regenerado (1 Juan

5:20: “Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado

entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el ver-

dadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida

eterna”). “Sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo,

hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7). La primera cláusula

(y el versículo anterior) estaban ante nosotros en los últimos dos capí-

tulos. Las dos expresiones que consideramos aquí se equilibran con (y

por lo tanto sirven para explicar) las del versículo 6. La última cláusula

del versículo 7 es una exégesis de la que precede inmediatamente.

“Hecho semejante a los hombres” se refiere a la naturaleza humana

que Cristo asumió. La “forma de un siervo” denota la posición o estado

en el que entró. Entonces, “igual a Dios” se refiere a la naturaleza di-

vina, la “forma de Dios” significa Su gloria manifestada en Su posición

de Señor sobre todo. La humanidad de Cristo fue única. La historia no

proporciona ninguna analogía, ni su humanidad puede ser ilustrada por


455

nada en la naturaleza. Es incomparable, no sólo para nuestra natura-

leza humana caída, sino también para la del Adán no caído. El Señor

Jesús nació en circunstancias totalmente diferentes de aquellas en las

que Adán se encontró a sí mismo por primera vez, pero los pecados y

las aflicciones de Su pueblo estuvieron sobre Él desde el principio. Su

humanidad no fue producida ni por generación natural (como es la

nuestra), ni por creación especial, como lo fue la de Adán. La humani-

dad de Cristo fue, bajo la inmediata agencia del Espíritu Santo, sobre-

naturalmente “concebida” (Isaías 7:14: “Por tanto, el Señor mismo os

dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y

llamará su nombre Emanuel”) de la virgen. Fue “preparado” por Dios

(Hebreos 10:5: “Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y

ofrenda no quisiste; Mas me preparaste cuerpo”); sin embargo, “Pero

cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido

de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4). La singularidad de la hu-

manidad de Cristo también aparece en que nunca tuvo una existencia


456

separada de la suya propia. El Hijo eterno asumió (en el momento de

la concepción de María) una naturaleza humana, pero no de una per-

sona humana. Esta distinción importante requiere una cuidadosa con-

sideración. Por “persona” se entiende por un ser inteligente que sub-

siste por sí mismo. La segunda persona de la Trinidad asumió una na-

turaleza humana y le dio subsistencia mediante la unión con su perso-

nalidad divina. Habría sido una persona humana, si no hubiera estado

unida al Hijo de Dios. Pero al estar unido a Él, no puede llamarse una

persona, porque nunca subsistió por sí misma, como lo hacen otros

seres humanos. De ahí la fuerza de la expresión y revelación: “Res-

pondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder

del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser

que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). No era posible

que una persona divina asumiera en otra persona, subsistiendo de sí

misma y en unión con Él mismo. Para que dos personas, dos restantes,

se conviertan en una sola persona, esto sería una contradicción. “Por


457

lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste;

Mas me preparaste cuerpo” (Hebreos 10:5). El “yo” denota la Persona

Divina, el “cuerpo”, la naturaleza que Él tomó para Sí mismo. La hu-

manidad de Cristo era real. “Así que, por cuanto los hijos participaron

de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por

medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al

diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban du-

rante toda la vida sujetos a servidumbre. Porque ciertamente no soco-

rrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por

lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser

misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para

expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto él mismo padeció siendo

tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos

2:14-18). Él asumió una completa naturaleza humana, espíritu, alma

y cuerpo. Cristo no trajo su naturaleza humana del cielo (como algunos

han concluido extraña y erróneamente de 1 Corintios 15:47: “El primer


458

hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor,

es del cielo”), pero estaba compuesta de la sustancia misma de su

madre. Al vestirse con carne y sangre, Cristo también se vistió con

sentimientos humanos, por lo que no se diferenció de sus hermanos,

sólo se exceptúa el pecado. Si bien siempre sostenemos que Cristo es

Dios, nunca perdamos la convicción de que Él es ciertamente un hom-

bre. Él no es un Dios humanizado, ni un humano deificado; sino, en

cuanto a Su Deidad, Él es puro, igual y coeterno con el Padre; en

cuanto a Su virilidad, perfecta virilidad, hecha en todos los aspectos

como el resto de la humanidad, excepto el pecado. Su humanidad es

real, porque Él nació. Estaba en el vientre de la virgen y, a su debido

tiempo, nació, por la que entramos en nuestra primera vida, él también

pasó por lo mismo. No fue creado ni transformado, sino que su huma-

nidad fue engendrada y nacida. Como nació, así, en las circunstancias

de su nacimiento, es completamente humano. Era tan débil y frágil

como cualquier otro bebé. Él no tuvo ni siquiera un nacimiento como


459

rey, sino puramente humano. Los nacidos en pasillos de mármol de

antaño estaban envueltos en ropas púrpuras, y la gente común pen-

saba que eran de una raza superior. Pero este bebé estaba envuelto

en pañales y ropas. Tenía un pesebre por una cuna, para que saliera

la verdadera humanidad de su ser. A medida que crece, el mismo cre-

cimiento nos muestra cuán completamente humano es. Él no se con-

vierte en hombre, sino que crece en sabiduría y estatura, y en el favor

de Dios y de los seres humanos. Cuando alcanza la herencia del hom-

bre, obtiene el sello común de virilidad en su frente. “Con el sudor de

tu frente comerás el pan” es la herencia común de todos nosotros, y Él

no recibió nada mejor. El taller de carpinteros debe dar testimonio de

los esfuerzos de nuestro Salvador, y cuando Él se convierte en el pre-

dicador y en el profeta, todavía leemos palabras tan significativas como

éstas: “Jesús, cansado, se sentó en el pozo”. Lo encontramos necesi-

tando recostarse para descansar en el sueño. Se queda dormido en el

vástago de la vasija cuando es arrojado en medio de la tempestad.


460

Hermanos, si el dolor es la marca de la verdadera virilidad, “Pero como

las chispas se levantan para volar por el aire, Así el hombre nace para

la aflicción” (Job 5:7), ciertamente, Jesucristo tiene la evidencia más

verdadera de ser un hombre. Si el hambre y la sed son señales de que

Él no fue una sombra, y Su virilidad no fue una ficción, porque todos

nosotros tenemos estas necesidades. Si asociarse con sus semejantes,

y comió y bebió como lo hicieron ellos, será una prueba para su mente

de que no era otro que un hombre, usted lo ve sentado en un banquete

un día, en otro momento se lo ve en un matrimonio: Cena, y en otra

ocasión tiene hambre y “no tiene dónde recostar su cabeza” (CH Spur-

geon). Los que niegan la desviación de Cristo de su humanidad real a

través de su madre socavan la expiación. Su misma fraternidad (He-

breos 2:11: “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno

son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos”), como

nuestro Pariente Redentor, dependía del hecho de que obtuvo su hu-

manidad de María. Sin esto, Él no poseería la unión natural ni legal con


461

Su pueblo, que debe estar en la base de Su carácter representativo

como el último Adán. Para ser nuestro Pariente (Redentor), su huma-

nidad no puede ser traída del cielo ni creada inmediatamente por Dios,

sino que debe ser derivada, como la nuestra, de una madre humana.

Pero con esta diferencia: Su humanidad nunca existió en el pacto de

Adán para implicar culpa o mancha. La humanidad de Cristo era santa.

Intrínsecamente, porque era “del Espíritu Santo” (Mateo 1:20: “Y pen-

sando él en esto, he aquí un ángel del Señor le apareció en sueños y

le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque

lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es”); absolutamente

así, porque fue tomado en unión con Dios, el Santo. Este hecho se

afirma expresamente en Lucas 1:35, “Respondiendo el ángel, le dijo:

El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con

su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado

Hijo de Dios” con la que se contrasta, “Si bien todos nosotros somos

como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia;


462

y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos lleva-

ron como viento” (Isaías 64:6), y eso porque estamos “He aquí, en

maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre” (Salmo

51:5). Aunque Cristo verdaderamente se hizo parte de nuestra natu-

raleza, “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin

mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cie-

los; que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes,

de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los

del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a

sí mismo” (Hebreos 7:26-27). Por esta razón, Él pudo decir: “No ha-

blaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo,

y él nada tiene en mí” (Juan 14:30). No había nada en Su humanidad

pura que pudiera responder al pecado o a Satanás. Fue verdadera-

mente notable cuando el hombre fue creado a la imagen de Dios (Gé-

nesis 1:26: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen,

conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las


463

aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal

que se arrastra sobre la tierra”). ¡Pero inclínese con admiración y ado-

ración ante la asombrosa condescendencia de Dios hecha a la imagen

del hombre! ¡Cómo esto manifiesta la grandeza de su amor y las ri-

quezas de su gracia! Fue para su pueblo y su salvación que el Hijo

eterno asumió la naturaleza humana y se humilló a sí mismo hasta la

muerte. Él dibujó un velo sobre Su gloria para poder quitar nuestro

reproche. Seguramente, el orgullo debe ser renunciado para siempre

por los seguidores de tal Salvador. En la medida en que el hombre,

Cristo Jesús (1 Timoteo 2:5: “Porque hay un solo Dios, y un solo me-

diador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”) vivió en este

mundo durante treinta y tres años, Él ha dejado un ejemplo para que

sigamos sus pasos (1 Pedro 2:21: “Pues para esto fuisteis llamados;

porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para

que sigáis sus pisadas”). Él no hizo pecado, por lo tanto tampoco de-

beríamos hacerlo nosotros (1 Pedro 1:16: “Porque escrito está: Sed


464

santos, porque yo soy santo”). Tampoco se encontró la astucia en su

boca, entonces tampoco debería estar en la nuestra (Colosenses 4:6:

“Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que

sepáis cómo debéis responder a cada uno”). Cuando fue avergonzado,

no insultó de nuevo, tampoco deberían hacerlo sus seguidores. Estaba

cansado en su cuerpo, pero estaba haciendo el bien. Sufrió hambre y

sed, pero nunca murmuró. Él “no se agradó a sí mismo” (Romanos

15:3: “Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como

está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre

mí”), por lo tanto, tampoco deberíamos hacerlo nosotros (2 Corintios

5:15: “Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí,

sino para aquel que murió y resucitó por ellos”). Él siempre hizo las

cosas que agradaban al Padre (Juan 8:29: “Porque el que me envió,

conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre

lo que le agrada”). Este también debe ser nuestro objetivo (2 Corintios

5:9-10 dice: “Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes,


465

serle agradables. Porque es necesario que todos nosotros comparez-

camos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo

que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.

Conociendo, pues, el temor del Señor, persuadimos a los hombres;

pero a Dios le es manifiesto lo que somos; y espero que también lo sea

a vuestras conciencias”).
466

CAPÍTULO 30

LA PERSONA DE CRISTO

Entramos con temor y temblando sobre este tema tan elevado y santo.

El nombre de Cristo se llama “Maravilloso” (Isaías 9:6: “Porque un niño

nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se

llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno,

Príncipe de Paz”), e incluso a los ángeles de Dios se les manda adorarlo

(Hebreos 1:6: “Y otra vez, cuando introduce al Primogénito en el

mundo, dice: Adórenle todos los ángeles de Dios”). No hay salvación

aparte de un verdadero conocimiento de Él (Juan 17:3: “Y esta es la

vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesu-

cristo, a quien has enviado”). “Todo aquel que niega al Hijo [ya sea su

verdadera Deidad, o su verdadera y santa humanidad] tampoco tiene

al Padre. El que confiesa al Hijo, tiene también al Padre” (1 Juan 2:23).

Son tres veces bendecidos a quienes el Espíritu de Verdad les comunica

una revelación sobrenatural del Ser de Cristo (Mateo 16:17: “Entonces


467

le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque

no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”).

Los guiará en el único camino de la sabiduría y el gozo, porque en Él

“están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”

(Colosenses 2:3) hasta que se los toma para estar donde Él está y

contemplar Su gloria suprema para siempre (Juan 17:24: “Padre,

aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos

estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me

has amado desde antes de la fundación del mundo”). Nuestro objetivo

constante es una aprehensión creciente de la Verdad con respecto a la

persona de Cristo. “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la

piedad: Dios fue manifestado en carne, Justificado en el Espíritu, Visto

de los ángeles, Predicado a los gentiles, Creído en el mundo, Recibido

arriba en gloria” (1 Timoteo 3:16). En vista de una declaración tan

divina como esta, es inútil e impío para cualquier ser humano intentar

una explicación de la maravillosa y única persona del Señor Jesús. Él


468

no puede ser comprendido completamente por ninguna inteligencia fi-

nita. “Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie

conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y

aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27). Sin embargo,

es nuestro privilegio crecer en el conocimiento de nuestro Señor y Sal-

vador Jesucristo (2 Pedro 3:18: “Antes bien, creced en la gracia y el

conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria

ahora y hasta el día de la eternidad. Amén”). Así también es el deber

de Sus siervos defender a la persona del Dios-Hombre como se revela

en las Sagradas Escrituras y así advertir contra los errores que nublan

Su gloria. El que nació en el pesebre de Belén fue “el Dios Todopode-

roso” (Isaías 9:6: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y

el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable,

Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz”), “Emanuel”

(Mateo 1:23: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, Y

llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros”),


469

“el gran Dios y nuestro Salvador” (Tito 2:13: “aguardando la esperanza

bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Sal-

vador Jesucristo”). También es el verdadero Hombre, con un espíritu,

un alma y un cuerpo, porque son esenciales para la naturaleza hu-

mana. Ninguno podría ser un verdadero hombre sin los tres. Sin em-

bargo, la humanidad de Cristo (el Santo Ser, Lucas 1:35: “Respon-

diendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder

del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser

que nacerá, será llamado Hijo de Dios”) no es una persona distinta,

separada de su Divinidad, porque nunca tuvo una existencia separada

antes de unirse a su Deidad. Él es el Dios-Hombre, sin embargo, “un

Señor” (Efesios 4:5: “un Señor, una fe, un bautismo”). Como tal, Él

nació, vivió aquí en este mundo, murió, resucitó, ascendió al cielo y

continuará así por toda la eternidad. Como tal, Él es completamente

único, y el Objeto de la maravilla duradera para todos los seres santos.

La persona de Cristo es compuesta. Dos naturalezas separadas están


470

unidas en una Persona sin igual; pero no se fusionan entre sí, en cam-

bio, siguen siendo distintas y diferentes. La naturaleza humana no es

divina, ni ha sido, intrínsecamente, deificada, porque no posee ninguno

de los atributos de Dios. La humanidad de Cristo, considerada absoluta

y separadamente, no es omnipotente, omnisciente ni omnipresente.

Por otro lado, Su deidad no es de una criatura, y no tiene ninguna de

las propiedades que pertenecen a las criaturas. El tomar para Sí una

naturaleza humana no produjo ningún cambio en Su ser divino. Era

una persona divina que se casaba con una humanidad santa, y aunque

su gloria esencial estaba parcialmente oculta, sin embargo, nunca dejó

de ser, ni sus atributos divinos dejaron de funcionar. Como Dios-Hom-

bre, Cristo es el “único mediador” (1 Timoteo 2:5: “Porque hay un solo

Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hom-

bre”). Solo él estaba preparado para interponerse entre Dios y los seres

humanos y lograr una reconciliación entre ellos. Debe mantenerse que

las dos naturalezas están unidas en la persona de Cristo, pero que cada
471

una conserva sus propiedades separadas, tal como lo hacen el alma y

el cuerpo de los seres humanos, aunque unidos. Así, en su naturaleza

divina, Cristo no tiene nada en común con nosotros, nada finito, deri-

vado o dependiente. Pero en Su naturaleza humana, Él fue hecho en

todas las cosas semejante a Sus hermanos, a excepción del pecado.

En esa naturaleza, Él nació en el tiempo y no existió desde toda la

eternidad. Aumentó en conocimiento y en otras dotes humanas. En la

naturaleza única, Él tenía un amplio conocimiento de todas las cosas;

en la otra, no sabía nada más que por comunicación o derivación. En

la naturaleza única tenía una voluntad infinita y soberana; en la otra,

tenía una voluntad de criatura. Aunque ésta no se opone a la voluntad

divina, su conformidad con ella era del mismo tipo que de las criaturas

perfectas. La necesidad de las dos naturalezas en la persona de nuestro

Salvador es evidente. Era apropiado que el Mediador fuera tanto Dios

como hombre a la vez, que pudiera participar de la naturaleza de am-

bas partes y ser una persona intermediaria entre ellas, llenando la


472

distancia y acercándolas entre sí. Sólo así Él pudo comunicarnos todos

sus beneficios; y sólo así pudo cumplir con todas nuestras obligaciones.

Como Witsius, el teólogo holandés (1690) señaló: “Nadie excepto Dios

podría restaurarnos a la verdadera libertad. Si cualquier criatura nos

pudiera redimir, deberíamos ser propiedad peculiar de esa criatura:

Pero es una contradicción manifiesta ser libre y sin embargo al mismo

tiempo, ser el siervo de cualquier criatura. Así que nadie, excepto Dios,

podría darnos la vida eterna: Por lo tanto, los dos están unidos: “Pero

sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento

para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su

Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan

5:20). Era igualmente necesario que el Mediador fuera Hombre. Debía

entrar en nuestro lugar por la Ley, estar sujeto a la Ley, guardarla y

merecerla. “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a

su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los

que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”


473

(Gálatas 4:4-5). Tenga en cuenta el orden. Primero debía ser “nacido

de mujer”, antes de poder ser “nacido bajo la ley”. Pero más, tuvo que

soportar la maldición de la ley, sufrir su castigo. Él iba a ser “hecho

pecado” por su pueblo, y la paga del pecado es la muerte. Pero eso le

era imposible hasta que asumiera una naturaleza capaz de experimen-

tar mortalidad. “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y

sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de

la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y

librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda

la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15). Así, la persona del

Dios-Hombre es única. Su nacimiento no tuvo precedentes y su exis-

tencia no tuvo analogía. Él no puede explicarse refiriéndolo a una clase,

ni puede ilustrarse con un ejemplo. Las Escrituras, aunque revelan

completamente todos los elementos de Su persona, nunca presentan

en una fórmula, una definición exhaustiva de esa persona, ni una de-

claración conectada con todos los elementos que la constituyen y sus


474

relaciones mutuas. El “misterio” es realmente grande. ¿Cómo es posi-

ble que la misma persona sea al mismo tiempo infinita y finita, omni-

potente e indefensa? Él en Su totalidad, trasciende nuestra compren-

sión. ¿Cómo pueden dos espíritus completos unirse en una persona?

¿Cómo pueden dos conciencias, dos entendimientos, dos recuerdos,

dos voluntades, constituir una sola persona? Nadie puede explicarlo.

Tampoco estamos llamados a hacerlo. Ambas naturalezas actúan en

armonía, en una sola persona. Todos los atributos y actos de ambas

naturalezas se refieren a una persona. ¡La misma persona que dio su

vida por las ovejas, poseía la gloria con el Padre antes que el mundo

existiera! Esta sorprendente Personalidad no se centra en su humani-

dad, ni es una compuesta originada por el poder del Espíritu Santo

cuando reunió a estas dos naturalezas en el vientre de la virgen María.

No fue mediante la adición de la virilidad a Dios que se formó su per-

sonalidad. La Trinidad es eterna e inmutable. Una nueva persona no es

sustituida por el segundo miembro de la Trinidad; ni se añade una


475

cuarta persona. La persona de Cristo es sólo el Verbo eterno, que en

el tiempo, por el poder del Espíritu Santo, a través del instrumento del

útero de la virgen María, tomó una naturaleza humana (no en ese mo-

mento de un hombre, sino de la simiente de Abraham) en lo personal.

Se unión con sí mismo. La Persona es eterna y divina; Su humanidad

fue introducida en ella. El centro de su personalidad está siempre en la

Palabra eterna y personal, o Hijo de Dios. Aunque no existe una ana-

logía con la cual podamos ilustrar la misteriosa persona de Cristo, hay

un tipo muy notable en Éxodo 3:1-6: “Apacentando Moisés las ovejas

de Jetro su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del

desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios. Y se le apareció el Angel

de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y

vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía. Entonces

Moisés dijo: Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la

zarza no se quema. Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios de

en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme


476

aquí. Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el

lugar en que tú estás, tierra santa es. Y dijo: Yo soy el Dios de tu padre,

Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés

cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios”. La “llama de

fuego” en medio de la “zarza” era un emblema de la presencia de Dios

en el hombre Jesucristo. Observe que el que se le apareció allí a Moisés

se llama, primero, “el ángel del SEÑOR”, que declara la relación de

Cristo con el Padre, a saber, “como el ángel (el mensajero) del pacto”.

Pero, en segundo lugar, este ángel le dijo a Moisés: “Yo soy el Dios de

Abraham”, eso es lo que Él era absolutamente en sí mismo. El fuego,

que es emblema de Aquel que es “fuego consumidor”, se colocó en un

arbusto (una zarza de la tierra), donde se quemaba, pero el arbusto

no se consumía. Un notable presagio de esto fue la “plenitud de la

Deidad”, que mora en Cristo (Colosenses 2:9: “Porque en él habita

corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis comple-

tos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad”). Que este


477

es el significado del tipo es claro, cuando leemos: “Y con las mejores

dádivas de la tierra y su plenitud; Y la gracia del que habitó en la zarza

Venga sobre la cabeza de José, Y sobre la frente de aquel que es prín-

cipe entre sus hermanos” (Deuteronomio 33:16). El gran misterio de

la Trinidad es que un Espíritu debe subsistir eternamente como tres

Personas distintas; el misterio de la persona de Cristo es que dos es-

píritus separados (divinos y humanos) deben constituir una sola per-

sona. En el momento en que negamos la unidad de su persona, entra-

mos en las ciénagas del error. Cristo es el Dios-Hombre. La humanidad

de Cristo no fue absorbida por su deidad, sino que conservó todas sus

propias características. La Escritura no duda en decir: “Y Jesús crecía

en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”

(Lucas 2:52). Cristo es infinito y finito, autosuficiente y dependiente al

mismo tiempo, porque su Persona abarca, dos naturalezas diferentes,

la divina y la humana. En la encarnación, la segunda Persona de la

Trinidad estableció una unión personal entre Él mismo y un espíritu


478

humano, con un alma y un cuerpo. Sus dos naturalezas permanecieron

y subsistieron distintas, y sus propiedades o poderes activos son inse-

parables de cada naturaleza, respectivamente. La unión entre ellos no

es mecánica, como la que existe entre el oxígeno y el nitrógeno en

nuestro aire; tampoco es química, como entre el oxígeno y el hidrógeno

cuando se forma el agua; tampoco es orgánica, como lo que subsiste

entre nuestros corazones y cerebros; pero es una unión más íntima,

más profunda y misteriosa que cualquiera de estas uniones. Es perso-

nal, si no podemos entender la naturaleza de las uniones más simples,

¿por qué debemos quejarnos porque no podemos entender la natura-

leza de la más profunda de todas las uniones? (A. A. Hodge, a quien

también estamos en deuda por otros pensamientos en este estudio).

“¿Hay algo debajo del sol que se esfuerce contigo para que comparta

mi corazón? Oh, arranca de allí y reina solo, el Señor de cada movi-

miento. Entonces mi corazón de la tierra será libre, cuando haya en-

contrado reposo en ti”.


479

CAPÍTULO 31

LA SUBSISTENCIA DE CRISTO

El fundamento que ahora pisamos es bastante desconocido incluso

para la mayoría del pueblo de Dios (tan grande ha sido el deterioro

espiritual y teológico del siglo pasado, aunque fue familiar para los

santos mejor enseñados de los tiempos de los puritanos y de aquellos

que los siguieron: Que el Hijo de Dios es igual al Padre y al Espíritu, y

que hace 2.000 años, el Verbo se hizo carne y fue hecho a la semejanza

de los seres humanos, todavía es sostenido (y será) por todas las almas

verdaderamente regeneradas. El hecho de que sea la unión perfecta

de las naturalezas divina y humana en Su persona maravillosa, es lo

que se adapta a Él para Su cargo de mediador, también se aprehende

esto más o menos, claramente. Pero eso es todo lo que la luz de casi

todos los cristianos puede tomar. Dios-Hombre subsistió en el cielo an-

tes de que existiera en este mundo, es una bendita verdad que se ha

perdido en las últimas generaciones. Un lector reflexivo, que reflexiona


480

sobre un versículo como Juan 6:62 seguramente debe estar descon-

certado. “¿Pues qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba

primero?”. Marque bien que nuestro Redentor no habló de Sí mismo

como el Hijo antes de encarnarse. Pero ignorantes como podemos ser

de esta preciosa verdad, los santos del Antiguo Testamento fueron ins-

truidos en eso, como se desprende del Salmo 80, donde Asaf ora: “Sea

tu mano sobre el varón de tu diestra, Sobre el hijo de hombre que para

ti afirmaste” (versículo 17). Sí, Jesucristo hombre, tomado en unión

consigo mismo por la segunda persona de la Trinidad, subsistió ante el

Padre por toda la eternidad, y fue el objeto de la fe de los santos del

Antiguo Testamento. Cuando se presenta por primera vez esto, la úl-

tima afirmación parece ser un misticismo desenfrenado o una total he-

rejía. Sería así, si hubiéramos dicho que el alma y el cuerpo del Hijo

del Hombre tenían alguna existencia antes de que Él naciera en Belén.

Pero esto no es lo que las Escrituras enseñan. Lo que afirma la Palabra

escrita es que el Mediador (Cristo en Sus dos naturalezas) tuvo una


481

subsistencia real ante Dios desde toda la eternidad. Primero, Él fue

preordenado antes de la fundación del mundo (1 Pedro 1:20: “ya des-

tinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los

postreros tiempos por amor de vosotros”). Fue elegido por Dios para

ser el Jefe de toda la elección de la gracia (Isaías 42:1: “He aquí mi

siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contenta-

miento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las nacio-

nes”). Pero más; Dios no sólo propuso que el Mediador (Jesucristo

hombre casado con la Palabra eterna, Juan 1:1, 14: “En el principio

era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Y aquel Verbo

fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como

del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”) debería tener

una existencia histórica cuando la “plenitud del tiempo” (Gálatas 4:4-

5: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo,

nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que

estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”)


482

había llegado. Pero Él tenía una subsistencia real delante de Dios mu-

cho antes de eso. Pero, ¿cómo podría ser esto? Al buscar la respuesta,

nos ayudará a contemplar algo que, aunque no es estrictamente aná-

logo, en un plano inferior sirve para ilustrar el principio. Hebreos 11:1

registra que la fe es la sustancia de lo que se espera: “Es, pues, la fe

la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”. La

palabra griega para “sustancia” significa más adecuadamente una sub-

sistencia real. Se opone a lo que es solo una imagen de la imaginación,

es la antítesis de la fantasía. La fe da una verdadera subsistencia en la

mente y el corazón de las cosas que aún están por venir, de modo que

se disfrutan ahora y su poder se experimenta en el alma. La fe se apo-

dera de las cosas que Dios ha prometido para que estén realmente

presentes. Si la fe posee el poder de agregar realidad a lo que todavía

no tiene una actualidad histórica; si la fe puede disfrutar en el presente

de lo que su existencia es aún futura, cuánto más Dios pudo darle al

Mediador una subsistencia de un pacto de eternidad antes de que Él


483

naciera. En consecuencia, Cristo fue el Hijo del Hombre en el cielo, en

secreto delante de Dios, antes de convertirse abiertamente en el Hijo

del Hombre en este mundo. Como Cristo declaró a su Padre en el len-

guaje de la profecía, “Y puso mi boca como espada aguda, me cubrió

con la sombra de su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó

en su aljaba” (Isaías 49:2). Note que los versículos que siguen se re-

fieren al pacto eterno. El “cubrir” de Dios es una expresión fina para

denotar el secreto y la seguridad en que se ocultó el propósito de Dios.

Muchos pasajes hablan de este maravilloso tema. Quizás el más claro,

y uno en el que está más detallado es Proverbios 8. El término “sabi-

duría” (versículo 12: “Yo, la sabiduría, habito con la cordura, Y hallo la

ciencia de los consejos”) es uno de los nombres de Cristo (1 Corintios

1:24: “mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de

Dios, y sabiduría de Dios”). Esa “sabiduría” tiene referencia a una per-

sona y esto es muy claro (versículo 17: “Yo amo a los que me aman,

Y me hallan los que temprano me buscan”), y a una persona divina


484

(versículo 15: “Por mí reinan los reyes, Y los príncipes determinan jus-

ticia”). Todo el pasaje (versículos del 13 al 36) tiene a Cristo a la vista,

pero en qué personaje no se ha discernido claramente. Si bien es evi-

dente lo que se dice (versículos 15-16, del 32-36: “Ahora, pues, hijos,

oídme, Y bienaventurados los que guardan mis caminos. Atended el

consejo, y sed sabios, Y no lo menospreciéis. Bienaventurado el hom-

bre que me escucha, Velando a mis puertas cada día, Aguardando a

los postes de mis puertas. Porque el que me halle, hallará la vida, Y

alcanzará el favor de Jehová. Mas el que peca contra mí, defrauda su

alma; Todos los que me aborrecen aman la muerte”) sólo podía apli-

carse a una persona divina, debería ser igualmente claro que algunos

de los términos (versículos 23-31: “Eternamente tuve el principado,

desde el principio, Antes de la tierra. Antes de los abismos fui engen-

drada; Antes que fuesen las fuentes de las muchas aguas. Antes que

los montes fuesen formados, Antes de los collados, ya había sido yo

engendrada; No había aún hecho la tierra, ni los campos, Ni el principio


485

del polvo del mundo. Cuando formaba los cielos, allí estaba yo; Cuando

trazaba el círculo sobre la faz del abismo; Cuando afirmaba los cielos

arriba, Cuando afirmaba las fuentes del abismo; Cuando ponía al mar

su estatuto, Para que las aguas no traspasasen su mandamiento;

Cuando establecía los fundamentos de la tierra, Con él estaba yo or-

denándolo todo, Y era su delicia de día en día, Teniendo solaz delante

de él en todo tiempo. Me regocijo en la parte habitable de su tierra; Y

mis delicias son con los hijos de los hombres”) sólo pueden ser predi-

cados por el Hijo de Dios. Se contemplan sólo como coeternales y

coiguales con el Padre, por lo tanto, no se puede decir que Cristo fue

“traído”. De todos los términos usados en Proverbios 8:13-36: “El te-

mor de Jehová es aborrecer el mal; La soberbia y la arrogancia, el mal

camino, Y la boca perversa, aborrezco. Conmigo está el consejo y el

buen juicio; Yo soy la inteligencia; mío es el poder. Por mí reinan los

reyes, Y los príncipes determinan justicia. Por mí dominan los príncipes,

Y todos los gobernadores juzgan la tierra. Yo amo a los que me aman,


486

Y me hallan los que temprano me buscan. Las riquezas y la honra están

conmigo; Riquezas duraderas, y justicia. Mejor es mi fruto que el oro,

y que el oro refinado; Y mi rédito mejor que la plata escogida. Por

vereda de justicia guiaré, Por en medio de sendas de juicio, Para hacer

que los que me aman tengan su heredad, Y que yo llene sus tesoros.

Jehová me poseía en el principio, Ya de antiguo, antes de sus obras.

Eternamente tuve el principado, desde el principio, Antes de la tierra.

Antes de los abismos fui engendrada; Antes que fuesen las fuentes de

las muchas aguas. Antes que los montes fuesen formados, Antes de

los collados, ya había sido yo engendrada; No había aún hecho la tie-

rra, ni los campos, Ni el principio del polvo del mundo. Cuando formaba

los cielos, allí estaba yo; Cuando trazaba el círculo sobre la faz del

abismo; Cuando afirmaba los cielos arriba, Cuando afirmaba las fuen-

tes del abismo; Cuando ponía al mar su estatuto, Para que las aguas

no traspasasen su mandamiento; Cuando establecía los fundamentos

de la tierra, Con él estaba yo ordenándolo todo, Y era su delicia de día


487

en día, Teniendo solaz delante de él en todo tiempo. Me regocijo en la

parte habitable de su tierra; Y mis delicias son con los hijos de los

hombres. Ahora, pues, hijos, oídme, Y bienaventurados los que guar-

dan mis caminos. Atended el consejo, y sed sabios, Y no lo menospre-

ciéis. Bienaventurado el hombre que me escucha, Velando a mis puer-

tas cada día, Aguardando a los postes de mis puertas. Porque el que

me halle, hallará la vida, Y alcanzará el favor de Jehová. Mas el que

peca contra mí, defrauda su alma; Todos los que me aborrecen aman

la muerte”, debe ser evidente que algunos son imposibles de entender

con la deidad de Cristo (considerado por separado), como otros de ellos

no pueden ser de su humanidad solamente. Pero las dificultades des-

aparecen una vez que vemos que todo el pasaje contempla al Media-

dor, al Dios-Hombre en Sus dos naturalezas. El hombre Cristo Jesús,

como unido a la segunda Persona de la Deidad, fue “poseído” (versículo

22), por el Dios Trino desde la eternidad. Notemos algunas revelacio-

nes acerca de este maravilloso pasaje bíblico: “Jehová me poseía en el


488

principio, Ya de antiguo, antes de sus obras” (versículo 22). El orador

es el Mediador, que tuvo una subsistencia de pacto antes con Dios an-

tes de que el universo se hiciera realidad. El hombre Cristo Jesús, to-

mado en unión con el Hijo eterno, fue “el comienzo” del “camino” del

Dios Trino. Es difícil hablar de los asuntos eternos como primero, se-

gundo y tercero, sin embargo, Dios los expuso en las Escrituras para

nosotros, y está permitido usar tales distinciones para ayudar a nuestra

comprensión finita y limitada. El primer acto o consejo de Dios tuvo

con respeto al hombre Cristo Jesús. Fue designado para ser no sólo el

Jefe de Su Iglesia, sino también el primogénito de toda la creación

(Colosenses 1:15: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de

toda creación”). La predestinación del Hombre Cristo Jesús a la gracia

de la unión divina y la gloria fue el primero de los decretos de Dios:

“Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad,

Como en el rollo del libro está escrito de mí” (Hebreos 10:7; Isaías

42:1: “He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi


489

alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá

justicia a las naciones”; Apocalipsis 13:8: “Y la adoraron todos los mo-

radores de la tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de

la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo”).

La persona del Mediador Dios-Hombre fue la base de todos los consejos

divinos (Efesios 3:11: “conforme al propósito eterno que hizo en Cristo

Jesús nuestro Señor”; Efesios 1:9-10: “dándonos a conocer el misterio

de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en si

mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cum-

plimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que

están en la tierra”). Fue ordenado para ser la piedra angular, sobre la

cual toda la creación debía descansar. Como tal, el Señor Trino “lo po-

seyó” o lo “abrazó” como un tesoro en el que se depositaron todos los

consejos divinos, como un agente eficiente para la ejecución de todas

sus obras. Como tal, Él es a la vez “la sabiduría de Dios” y “el poder de

Dios”, siendo un vehículo perfecto a través del cual debían expresarse.


490

Como tal, Él fue “el principio” del camino de Dios. El “camino” de Dios,

significa el funcionamiento de sus decretos eternos, el cumplimiento

de sus propósitos por medio de las dispensas sabias y santas (Isaías

55:8-9: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni

vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los

cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros cami-

nos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos”). “Eterna-

mente tuve el principado, desde el principio, Antes de la tierra” (ver-

sículo 23). Esto no podía hablarse del Hijo mismo, porque como Dios

no es capaz de ser “establecido”. Sin embargo, ¿cómo podría ser esta-

blecido como el Mediador Dios-Hombre? Por asentamiento mediador,

por convenio y constitución, por subsistencia divina ante la mente de

Dios. Desde el vientre de la eternidad, en el “consejo de paz” (Zacarías

6:13: “El edificará el templo de Jehová, y él llevará gloria, y se sentará

y dominará en su trono, y habrá sacerdote a su lado; y consejo de paz

habrá entre ambos”), antes de todos los mundos, Jesucristo estaba en


491

su carácter oficial “establecido”. Antes de que Dios planeara crear cual-

quier criatura, Él primero estableció a Cristo como el gran Prototipo y

Original. Había un orden tanto en los consejos de Dios como en la crea-

ción misma, y Cristo tiene “la preeminencia” en todas las cosas. El

verbo hebreo para “configurar” es “ungido”, y debería haber sido tra-

ducido de esa manera. La referencia es a la designación e inversión de

Cristo con el ministerio de la mediación, que se hizo en el pacto eterno.

Toda la gloria que nuestro Señor posee como Mediador fue otorgada a

Él, con la condición de Su obediencia perfecta y sufrimientos. Por lo

tanto, cuando terminó su trabajo, oró: “Ahora pues, Padre, glorifícame

tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo

fuese” (Juan 17:5). La gloria que está expresamente a la vista es el

lugar exaltado que se le había dado como Cabeza de toda la creación.

En las transacciones eternas del pacto eterno, en el honor único que

se le había otorgado como el “Principio” de la manera de Dios, “el pri-

mogénito de toda la creación”, Él tenía esta gloria. Por su manifestación


492

abierta, oró en ese momento, y fue contestada su oración en su as-

censión. “Antes de los abismos fui engendrada; Antes que fuesen las

fuentes de las muchas aguas” (versículo 24). “Salió” del vientre de los

decretos de Dios; fue producido en el pacto de la subsistencia ante la

mente divina; se produjo como la imagen del Dios Invisible; todo esto

se dio a luz como el Hombre Cristo Jesús, después de cuya semejanza

fue creado Adán. Aunque Adán fue el primer hombre por manifestación

abierta en la tierra, Cristo tuvo la prioridad de subsistir en secreto en

el cielo. Adán fue creado a Su imagen y después de la semejanza con

Cristo, como Él en realidad era, pero en secreto, subsistió en la persona

del Hijo de Dios, quien, en la plenitud del tiempo, nació abiertamente.

“Con él estaba yo ordenándolo todo, Y era su delicia de día en día,

Teniendo solaz delante de él en todo tiempo” (versículo 30). Gesenius

dice que el verbo hebreo aquí está conectado con uno que significa

“apuntalar, permanecer, sostener” y, por lo tanto, significa cuando uno

puede apoyarse. Se traduce como “regazo” en Rut 4:16: “Y tomando


493

Noemí el hijo, lo puso en su regazo, y fue su aya”; 2 Samuel 4:4: “Y

Jonatán hijo de Saúl tenía un hijo lisiado de los pies. Tenía cinco años

de edad cuando llegó de Jezreel la noticia de la muerte de Saúl y de

Jonatán, y su nodriza le tomó y huyó; y mientras iba huyendo apresu-

radamente, se le cayó el niño y quedó cojo. Su nombre era Mefi-boset”.

Cuando los seres humanos entregan a sus hijos a una enfermera para

que los cuide y los entrene, así también Dios le entregó Sus consejos

a Cristo. La palabra hebrea para “criar” también significa “maestro

constructor” (Reina Valera). Cristo tomó el tejido del universo sobre Sí

mismo para concebirlo con la habilidad más exquisita. Es similar a la

palabra hebrea “amén”, que tiene las mismas letras que el verbo al

que se refiere Gesenius, sólo que con diferentes puntos vocálicos. ¡Con

cuánta exactitud se lo describe a Aquel en quien se puede confiar para

llevar a cabo el propósito del Padre! “Con él estaba yo ordenándolo

todo, Y era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en

todo tiempo” (versículo 30). Es absolutamente el deleite eterno mutuo


494

del Padre y del Hijo, que surge de la perfección de la misma Excelencia

Divina en cada persona que se pretende indicar. Pero se respeta clara-

mente a los consejos de Dios con respecto a la salvación de la huma-

nidad por parte de Aquel que es Su “Sabiduría” y “Poder” para ese fin.

El consejo de paz fue entre Jehová y Cristo (Zacarías 6:13: “El edificará

el templo de Jehová, y él llevará gloria, y se sentará y dominará en su

trono, y habrá sacerdote a su lado; y consejo de paz habrá entre am-

bos”), entre el Padre y el Hijo cuando Él debía encarnarse. Porque allí

estaba Él “ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero

manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1 Pedro

1:20), a saber, para ser un Salvador y Libertador, por quien todos los

consejos de Dios debían cumplirse, y esto por Su propia voluntad y

concurrencia con el Padre. Y tal fundamento se colocó sobre la salva-

ción de la Iglesia en esos consejos de Dios, tal como fue la administra-

ción entre el Padre y el Hijo, que se dice (Tito 1:2-3: “En la esperanza

de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes


495

del principio de los siglos, y a su debido tiempo manifestó su palabra

por medio de la predicación que me fue encomendada por mandato de

Dios nuestro Salvador”) que la “vida eterna” se “prometió antes de que

el mundo comenzara” (J. Owen).


496

CAPÍTULO 32

LA SERVIDUMBRE DE CRISTO

Dios tiene muchos siervos, no sólo en la tierra, sino también en el cielo.

Los ángeles son todos espíritus ministradores (Hebreos 1:14: “¿No son

todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que

serán herederos de la salvación?”); “Bendecid a Jehová, vosotros sus

ángeles, poderosos en fortaleza, que ejecutáis su palabra, obedeciendo

a la voz de su precepto” (Salmo 103:20). Pero lo que ahora contem-

plamos no es a un siervo de Dios, sino algo infinitamente más bende-

cido y asombroso, el Divino Siervo mismo. Qué fenómeno tan notable,

una anomalía en cualquier otra conexión. Sí, lo que equivale a una

contradicción en términos, para la supremacía y la subordinación, la

divinidad y la servidumbre, son opuestos. Sin embargo, esta es la sor-

prendente revelación que la Sagrada Escritura nos presenta: Que el

Altísimo se humilló a sí mismo, el Señor de la gloria asumió la forma

de un siervo, el Rey de reyes se convirtió en un sujeto. La mayoría de


497

nosotros, al menos, nos enseñaron desde la infancia que el Hijo de Dios

se llevó a sí mismo nuestra naturaleza y nació como un bebé en Belén.

Quizás nuestra familiaridad con esto tendió a mitigar nuestra sensación

de asombro ante todo esto. Reflexionemos no tanto sobre el milagro o

el misterio de la Encarnación Divina, sino sobre el hecho mismo. “He

aquí que mi siervo será prosperado, será engrandecido y exaltado, y

será puesto muy en alto” (Isaías 52:13). Hay cuatro revelaciones aquí:

Primero, la nota de exclamación, “He aquí”; Segundo, el sujeto, el di-

vino “siervo”; Tercero, la perfección de su obra, “será prosperado”;

Cuarto, la recompensa otorgada a Él, “será engrandecido y exaltado, y

será puesto muy en alto”. La apertura “he aquí” no es sólo un llamado

para que enfoquemos nuestra mirada y consideremos con adoración al

Único y Admirable que tenemos ante nosotros, sino también y princi-

palmente como una exclamación o una nota de asombro. Qué asom-

broso espectáculo ver al Creador del cielo y la tierra en la forma de un

Siervo, el mismo Dador de la Ley queda sujeto a ella. Qué fenómeno


498

tan asombroso que el Señor de la Gloria debe tomar sobre él tal cargo.

Cómo esto debería agitar nuestras almas. “¡Mirad!” pregúntese, llénese

de santo temor, y luego considere cuál debería ser nuestra respuesta.

“He aquí, mi siervo”. Nadie más que el Padre mismo posee a Cristo en

este oficio. Esto es sumamente bendecido, ya que contrasta con el tra-

tamiento que recibió en manos de los hombres. Fue porque el Mesías

apareció en forma de siervo que los judíos lo despreciaron y rechaza-

ron. “¿No es éste el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de

José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus

hermanas? Y se escandalizaban de él” (Marcos 6:3). Aparentemente,

los santos ángeles estaban desconcertados ante una vista tan increíble,

ya que recibieron y necesitaron la orden divina: “Y otra vez, cuando

introduce al Primogénito en el mundo, dice: Adórenle todos los ángeles

de Dios” (Hebreos 1:6). “Adórenle”, como si estuvieran inciertos, tam-

bién podrían estarlo ahora que su Creador había asumido la forma de

criatura; todos los ángeles de Dios, sin excepción, desde el más alto al
499

más bajo, arcángeles, querubines, serafines, principados y poderes;

“adórenlo”, rindan homenaje y alabanza a Él, ya que lejos de su auto

agravación que había empañado su gloria personal, la realzó. Qué ben-

decido al escuchar al Padre testificar de Su aprobación, de Aquel que

había entrado en el pesebre de Belén, pidiéndole a los ángeles que no

se asombraran por una vista tan inigualable, sino que continúen ado-

rando a la segunda Persona en la Santísima Trinidad, a pesar de que

ahora llevaba un pañal de traje. Tampoco el Espíritu Santo había fa-

llado en registrar su obediencia, porque Él nos ha dicho que mientras

los pastores vigilaban a su rebaño por la noche, un mensajero celestial

anunció el nacimiento del Salvador: “Y repentinamente apareció con el

ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y

decían: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad

para con los hombres!” (Lucas 2:13-14). ¡Qué glorioso estaba el Padre

del honor de su Hijo encarnado! Se evidenció nuevamente cuando con-

descendió a ser bautizado en el río Jordán, porque “Y Jesús, después


500

que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí cielos le fueron

abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía

sobre él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo

amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:16-17). “He aquí, mi

siervo”, nos dice. “Será prosperado”. Aquí tenemos que estar en guar-

dia, no sea que lo interpretemos carnalmente. En el juicio del mundo,

“tratar con prudencia” es actuar con tacto. Nueve veces de cada diez

no es más que un compromiso de principios. Medido por los estándares

de la política no regenerada, Cristo actuó de manera muy imprudente.

Él podría haberse ahorrado mucho sufrimiento si hubiera sido menos

extremo y hubiera seguido la corriente religiosa de su época. Él podría

haber evitado mucha oposición si hubiera sido más suave en sus de-

nuncias en contra de los fariseos o hubiera negado aquellos aspectos

de la verdad que son los más desagradables para el ser humano natu-

ral. Si hubiera tenido más tacto cuando esta generación malvada con-

sideró las cosas, nunca habría derribado las mesas de los cambistas en
501

el templo y habría acusado a tales traficantes traidores de hacer de la

casa de Su Padre “una cueva de ladrones”, porque fue entonces cuando

comenzó a crearse tantos problemas para sí mismo. Pero desde el

punto de vista espiritual, desde el punto de vista de tener siempre a la

vista, la gloria del Padre, del lado de la búsqueda del bien eterno de

los suyos, Cristo siempre trató con prudencia. Nada menos que el Pa-

dre testifica este hecho. En lugar de ilustrar dónde Cristo trató con

prudencia, hemos tratado de deshacernos de un concepto erróneo ge-

neral y de advertir en contra de interpretar esa expresión de una ma-

nera carnal, es cierto que el cristiano puede actuar con imprudencia o

actuar con un celo que no está de acuerdo con el conocimiento, y traer

consigo muchos problemas innecesarios; sin embargo, si es fiel a Dios

e intransigente en su separación con el mundo, es seguro que incurrirá

en el odio y la oposición de los impíos. Debe esperar que los profesores

religiosos le digan que sólo tiene la culpa de él mismo, que su falta de

tacto ha hecho que las cosas sean tan desagradables para él. El trato
502

prudente de Cristo significa que actuó sabiamente. Nunca se equivocó,

nunca actuó tontamente, nunca hizo nada que necesitara ser corre-

gido; pero la sabiduría por la cual actuó, no era de este mundo, sino

que era “de arriba” y, por lo tanto, era pura, pacífica y suave (Santiago

3:17: “Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, des-

pués pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos fru-

tos, sin incertidumbre ni hipocresía”). O más de tal prudencia, obtenida

por la comunión con Cristo, bebiendo de Su Espíritu. “será engrande-

cido y exaltado, y será puesto muy en alto”. Esto nos habla de la re-

compensa dada a Cristo por su voluntad de convertirse en un “siervo”

y por su fidelidad en el desempeño de ese cargo. Nos dice primero de

la propia valoración del Padre a la condescendencia de Su Hijo y de la

recompensa que Él ha hecho a Aquel que se hizo obediente hasta la

muerte. “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un

nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se

doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo
503

de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para

gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11). El Siervo perfecto ha sido

exaltado al Trono, sentado a la diestra de la Majestad en las alturas

(Hebreos 1:3: “el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen

misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra

de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados

por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las

alturas”), los ángeles y las autoridades y los poderes están sujetos a

él (1 Pedro 3:22: “quien habiendo subido al cielo está a la diestra de

Dios; y a él están sujetos ángeles, autoridades y potestades”). Tam-

bién habla de la exaltación de Cristo en los afectos de su pueblo. Nada

enamora más al Redentor que la comprensión que obtuvo, para gloria

de Él mismo y de su Pueblo, se “hizo pobre” y se humilló a Sí mismo.

“Que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar

el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la

alabanza” (Apocalipsis 5:12) es su testimonio unido.


504

CAPÍTULO 33

EL ANUNCIO DE CRISTO

“Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, expe-

rimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue

menospreciado, y no lo estimamos” (Isaías 53:3), forma parte de las

predicciones mesiánicas. Dios dio a conocer de antemano el trato que

recibiría su Hijo cuando se encarnara. La profecía de Isaías estaba en

manos de los judíos, 700 años antes de que Jesús naciera en Belén;

sin embargo, tan exactamente describía lo que le sucedió a Él, que bien

podría haber sido escrito por uno de los apóstoles. Aquí está una de las

pruebas incontrovertibles de la inspiración divina de las Escrituras, por-

que sólo Uno que sabía el fin desde el principio, podría haber escrito

esta historia de antemano. Se podría haber supuesto que la venida a

la tierra del Señor de la gloria, se daría con una cálida bienvenida y

una recepción reverente; y más aún en vista de Su aparición en forma

humana, y Su venida para hacer el bien. Ya que Él no vino a juzgar,


505

sino a salvar, ya que Su misión era de gracia y misericordia, ya que Él

atendía a los necesitados y curaba a los enfermos, ¿no lo recibirían los

seres humanos con gusto? Muchos, naturalmente, lo pensarían así,

pero al hacerlo, pasan por alto el hecho de que el Señor Jesús es “el

Santo”. Ninguno, excepto aquellos que tienen el principio de la santi-

dad en sus corazones, pueden apreciar una Pureza inefable. Tal supo-

sición, como se acaba de mencionar, ignora el hecho solemne de la

depravación humana: El corazón del ser humano caído es “perverso y

torcido” (Jeremías 17:9: “Engañoso es el corazón más que todas las

cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?”). ¿Cómo puede el Santo pare-

cer atractivo para aquellos que están llenos de pecado? Nada evidencia

tan claramente la condición del corazón humano, ni demuestra tan so-

lemnemente su corrupción, como su actitud hacia Cristo. Mucho se re-

gistra contra el ser humano en el Antiguo Testamento (Salmo 14:1-4:

“Dice el necio en su corazón: No hay Dios. Se han corrompido, hacen

obras abominables; No hay quien haga el bien. Jehová miró desde los
506

cielos sobre los hijos de los hombres, Para ver si había algún entendido,

Que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han corrompido; No

hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. ¿No tienen discerni-

miento todos los que hacen iniquidad, Que devoran a mi pueblo como

si comiesen pan, Y a Jehová no invocan?”); sin embargo, por más os-

cura que sea su imagen de la naturaleza humana caída, se desvanece

en insignificancia ante lo que el Nuevo Testamento nos presenta. “Por

cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no

se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según

la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:7-8); Nunca fue esto

tan terriblemente patente como cuando se manifestó Cristo en carne.

“Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado;

pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Juan 15:22). La aparición

del ser humano plenamente expuesto ante Cristo, se revela como nin-

guna otra revelación, tiene la desesperación en su corazón. Considere-

mos tres preguntas: ¿Quién fue (y aún es) “despreciado y rechazado


507

entre los hombres”? ¿Por qué es tan gravemente menospreciado? ¿De

qué manera es despreciado? ¿Quién fue tan inoportuno aquí? Primero,

lo que presionó a los seres humanos fue la soberanía absoluta de Dios.

Pocas cosas son tan desagradables para el corazón humano orgulloso

como la verdad que Dios hace lo que Él quiere, sin consultar con la

criatura; que Él dispensa Sus favores enteramente de acuerdo con Su

voluntad imperial. El ser humano caído no tiene ningún derecho sobre

Él, carece de mérito y no puede hacer nada para ganarse la estima de

Dios. El ser humano caído es un indigente espiritual, totalmente de-

pendiente de la caridad divina. Al otorgar Sus misericordias, Dios no

está regulado por nada más que por su propio “buen placer”. “¿No me

es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque

yo soy bueno?” (Mateo 20:15) es su desafío sin respuesta; sin em-

bargo, como muestra el contexto, el ser humano murmura maliciosa-

mente contra esto. El Señor Jesús vino a glorificar a su Padre, por lo

tanto, lo encontramos manteniendo sus derechos de corona y


508

enfatizando su soberanía absoluta. En su primer mensaje, en la sina-

goga de Capernaúm, señaló que había muchas viudas en Israel durante

los días del profeta Elías. Pero cuando hubo una gran hambruna en

toda la tierra, el profeta no fue enviado a nadie más que a Sarepta de

Sidón; y aunque había muchos leprosos en Israel en los tiempos de

Eliseo, ninguno fue sanado, excepto distinguiendo la misericordia mos-

trada a Naamán, el sirio. La continuación fue: “Al oír estas cosas, todos

en la sinagoga se llenaron de ira; y levantándose, le echaron fuera de

la ciudad, y le llevaron hasta la cumbre del monte sobre el cual estaba

edificada la ciudad de ellos, para despeñarle” (Lucas 4:28-29). Por pre-

sionar la verdad de la soberanía absoluta de Dios, Cristo fue “despre-

ciado y rechazado por los hombres”. ¿Qué fue lo tan inoportuno aquí?

Segundo, el que defendió la ley de Dios. En ella se expresa la autoridad

divina, y de la criatura se exige una sujeción completa a ella: así, Cristo

presionó las exigencias de la Ley de Dios sobre el ser humano. “No

penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido


509

para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5:17); “Así que, todas las co-

sas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también ha-

ced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mateo

7:12). Pero los seres humanos caídos se resienten por las restricciones,

y quieren ser una ley para sí mismos. Su lenguaje con respecto a Dios

y su Cristo es: “Rompamos sus ligaduras, Y echemos de nosotros sus

cuerdas” (Salmo 2:3). Debido a que el Señor Jesús hizo cumplir con

los requisitos del Decálogo, fue “despreciado y rechazado por los hom-

bres”. Una solemne ilustración de esto ocurre cuando él habló a los

judíos: “¿No os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley?

¿Por qué procuráis matarme?” (Juan 7:19). ¿Cuál fue su respuesta?

“Respondió la multitud y dijo: Demonio tienes; ¿quién procura ma-

tarte?” (versículo 20). ¿Quién fue tan inoportuno aquí? Tercero, el que

denunció la tradición humana en la esfera religiosa. A pesar de la caída,

el ser humano es esencialmente una criatura religiosa. La imagen de

Dios con la que fue creado originalmente no ha sido completamente


510

destruida. En todo el mundo, negros y blancos, rojos y amarillos, rin-

den homenaje a los dioses de su propia creación; hay pocas cosas so-

bre las cuales son más tiernos que sus supersticiones sacerdotales.

Quien condena, o incluso critica, a los devotos de cualquier forma u

orden de adoración, será rechazado en gran medida. Cristo atrajo so-

bre sí mismo el odio de los líderes de Israel por su denuncia de sus

invenciones religiosas. Él los acusó de: “invalidando la palabra de Dios

con vuestra tradición que habéis transmitido. Y muchas cosas hacéis

semejantes a estas” (Marcos 7:13). Cuando limpió el templo, los prin-

cipales sacerdotes y los escribas estaban muy disgustados con Él (Ma-

teo 21:15-16: “Pero los principales sacerdotes y los escribas, viendo

las maravillas que hacía, y a los muchachos aclamando en el templo y

diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! se indignaron, y le dijeron: ¿Oyes

lo que éstos dicen? Y Jesús les dijo: Sí; ¿nunca leísteis: De la boca de

los niños y de los que maman Perfeccionaste la alabanza?”). ¿Quién

fue tan inoportuno aquí? Cuarto, el que repudiaba una profesión vacía.
511

Nada enfureció tanto a los judíos como la exposición de Cristo y su

denuncia de sus vanas pretensiones. Puesto que era omnisciente, era

imposible imponérsele; inflexiblemente justo, no podía aceptar enga-

ños; Absolutamente santo, debía insistir en la sinceridad y en la reali-

dad. Cuando declaró: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdade-

ramente libres. Sé que sois descendientes de Abraham; pero procuráis

matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros. Yo hablo lo

que he visto cerca del Padre; y vosotros hacéis lo que habéis oído cerca

de vuestro padre. Respondieron y le dijeron: Nuestro padre es

Abraham. Jesús les dijo: Si fueseis hijos de Abraham, las obras de

Abraham haríais. Pero ahora procuráis matarme a mí, hombre que os

he hablado la verdad, la cual he oído de Dios; no hizo esto Abraham.

Vosotros hacéis las obras de vuestro padre. Entonces le dijeron: Noso-

tros no somos nacidos de fornicación; un padre tenemos, que es Dios.

Jesús entonces les dijo: Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me

amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido


512

de mí mismo, sino que él me envió. ¿Por qué no entendéis mi lenguaje?

Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre

el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido ho-

micida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque

no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es

mentiroso, y padre de mentira. Y a mí, porque digo la verdad, no me

creéis. ¿Quién de vosotros me redarguye de pecado? Pues si digo la

verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? El que es de Dios, las palabras

de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios. Res-

pondieron entonces los judíos, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros,

que tú eres samaritano, y que tienes demonio? Respondió Jesús: Yo

no tengo demonio, antes honro a mi Padre; y vosotros me deshonráis”

(Juan 8:36-49). En otra ocasión, los judíos le preguntaron: “Y le ro-

dearon los judíos y le dijeron: ¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si

tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. Jesús les respondió: Os lo he

dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas


513

dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis, porque no sois de mis

ovejas, como os he dicho” (Juan 10:24-26). De inmediato expuso su

hipocresía diciendo: “Jesús les respondió: Os lo he dicho, y no creéis;

las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de

mí; pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he

dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les

doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi

mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede

arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos. Entonces

los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle. Jesús les respon-

dió: Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de

ellas me apedreáis? Le respondieron los judíos, diciendo: Por buena

obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hom-

bre, te haces Dios” (Juan 10:25-33). Estaban tan enojados que toma-

ron piedras de nuevo para apedrearlo. Los seres humanos no tolerarán

a Aquel que perfora su disfraz religioso, expone sus trampas y repudia


514

su profesión justa pero vacía. Es lo mismo hoy en día. ¿Quién fue tan

inoportuno aquí? Quinto, el que expuso y denunció el pecado. Esto ex-

plica por qué Cristo no era querido aquí en esta tierra. Era una espina

constante en sus costados. Su santidad condenó su impiedad e hipo-

cresía. Los seres humanos desean seguir su propio camino, compla-

cerse a sí mismos, para satisfacer sus deseos. Quieren sentirse cómo-

dos en su maldad, por lo tanto, resienten lo que escudriña el corazón,

perfora la conciencia, reprende su maldad. Cristo fue absolutamente

intransigente. Él no quiso guiñar con las malas acciones, sino que las

denunció sin ternura, en quien las encontró. Afirmó valientemente:

“Para el juicio, he venido a este mundo”, es decir, para descubrir los

personajes secretos de los seres humanos, para demostrar que están

ciegos en las cosas espirituales, para demostrar que aman la oscuridad

en lugar de la luz. Su persona y su predicación probaron todo y a todos

con quienes Él entró en contacto. ¿Por qué fue (y es) Cristo “despre-

ciado y rechazado por los seres humanos”? Primero, porque Él requería


515

pureza interior. Aquí está la gran diferencia entre todas las religiones

humanas y la Divina: las primeras se ocupan de las actuaciones exter-

nas; esta última con la fuente de toda conducta. “Y Jehová respondió

a Samuel: No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque

yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el

hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el co-

razón” (1 Samuel 16:7). La exposición de Cristo y la aplicación de esta

verdad lo hicieron impopular entre los líderes. “Entonces habló Jesús a

la gente y a sus discípulos, diciendo: En la cátedra de Moisés se sientan

los escribas y los fariseos. Así que, todo lo que os digan que guardéis,

guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque di-

cen, y no hacen. Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las

ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo

quieren moverlas. Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los

hombres. Pues ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus

mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras


516

sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hom-

bres los llamen: Rabí, Rabí. Pero vosotros no queráis que os llamen

Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois

hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno

es vuestro Padre, el que está en los cielos. Ni seáis llamados maestros;

porque uno es vuestro Maestro, el Cristo. El que es el mayor de voso-

tros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el

que se humilla será enaltecido. Mas ¡ay de vosotros, escribas y fari-

seos, hipócritas! porque cerráis el reino de los cielos delante de los

hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están

entrando. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque de-

voráis las casas de las viudas, y como pretexto hacéis largas oraciones;

por esto recibiréis mayor condenación. ¡Ay de vosotros, escribas y fa-

riseos, hipócritas! porque recorréis mar y tierra para hacer un prosélito,

y una vez hecho, le hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros.

¡Ay de vosotros, guías ciegos! que decís: Si alguno jura por el templo,
517

no es nada; pero si alguno jura por el oro del templo, es deudor. ¡In-

sensatos y ciegos! porque ¿cuál es mayor, el oro, o el templo que san-

tifica al oro? También decís: Si alguno jura por el altar, no es nada;

pero si alguno jura por la ofrenda que está sobre él, es deudor. ¡Necios

y ciegos! porque ¿cuál es mayor, la ofrenda, o el altar que santifica la

ofrenda? Pues el que jura por el altar, jura por él, y por todo lo que

está sobre él; y el que jura por el templo, jura por él, y por el que lo

habita; y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios, y por aquel

que está sentado en él. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!

porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más

importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era nece-

sario hacer, sin dejar de hacer aquello. ¡Guías ciegos, que coláis el

mosquito, y tragáis el camello! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos,

hipócritas! porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por

dentro estáis llenos de robo y de injusticia. ¡Fariseo ciego! Limpia pri-

mero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera
518

sea limpio. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois

semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se

muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muer-

tos y de toda inmundicia. Así también vosotros por fuera, a la verdad,

os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hi-

pocresía e iniquidad. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!

porque edificáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumen-

tos de los justos, y decís: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros

padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la sangre de los profetas.

Así que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de

aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros también llenad la me-

dida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo

escaparéis de la condenación del infierno? Por tanto, he aquí yo os

envío profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y cruci-

ficaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de

ciudad en ciudad; para que venga sobre vosotros toda la sangre justa
519

que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo

hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre

el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta

generación. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y ape-

dreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus

hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no qui-

siste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que

desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en

el nombre del Señor” (Mateo 23:1-39). ¿Por qué Cristo fue “despre-

ciado y rechazado por los hombres?” Segundo, porque exigió el arre-

pentimiento y creer en el evangelio (Marcos 1:15: “Diciendo: El tiempo

se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed

en el evangelio”), fue su exigente llamado. Ese orden no cambia, por-

que es imposible creer en el evangelio hasta que el corazón esté arre-

pentido. El arrepentimiento es tomar partido por Dios en contra de no-

sotros mismos. Juzgamos a nosotros mismos debido a nuestra rebelión


520

de alto poder. Es dejar de amar y tolerar el pecado y excusarnos por

cometerlo. Es un luto ante Dios debido a nuestras transgresiones de

Su santa Ley. Por lo tanto, Cristo enseñó, “Os digo: No; antes si no os

arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13:3), porque Él no

toleraría el mal. Él vino para salvar a su pueblo de sus pecados, y no

en medio de ellos. ¿Por qué Cristo fue despreciado y rechazado por los

seres humanos? Tercero, porque insistió en la negación de sí mismos.

Esto es en dos puntos principales, a saber, complacer y exaltar a uno

mismo. Todos los deseos carnales tienen que ser impecablemente mor-

tificados, y la justicia propia no tiene lugar en el esquema del evangelio

salvador. Esto fue inequívocamente claro en la enseñanza de nuestro

Señor: “Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en

pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo

16:24). Sin embargo, nada es más contrario a los deseos del ser hu-

mano natural, y la insistencia de Cristo en estos términos de discipu-

lado hace que sea despreciado y rechazado por los seres humanos.
521

¿Cómo es Cristo despreciado y rechazado de los hombres? De diferen-

tes maneras, y en diversos grados: profesa y prácticamente, en pala-

bras y en obras. Es muy importante reconocer esto claramente, porque

Satanás engaña a muchas almas en este punto. Él los engaña para

suponer que debido a que no son culpables de lo que se refiere al infiel

declarado y al ateo descarado, por lo tanto, son inocentes del terrible

pecado de despreciar y desafiar al Señor Jesús. Mi querido lector, el

hecho solemne es que hay millones de personas en la cristiandad que,

aunque no son ateos e infieles, desprecian y rechazan al Cristo de Dios.

“Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abo-

minables y rebeldes, reprobados en cuanto a toda buena obra” (Tito

1:16). Ese versículo enuncia claramente el principio. La autoridad de

Cristo es despreciada por aquellos que ignoran Sus preceptos y man-

damientos. El yugo de Cristo es “rechazado” por aquellos que están

determinados a ser dueños de sí mismos. La gloria de Cristo es “des-

preciada” por aquellos que llevan su nombre pero no les importa si su


522

caminar y conducta, lo honra o no. El Evangelio de Cristo es rechazado

por aquellos que, por un lado, afirman que los pecadores pueden ser

salvados sin arrepentirse de sus pecados y apartarse de ellos, y, por

otro lado, aquellos que enseñan que el cielo pueden ser ganado por

nuestras propias buenas obras. Hay algunos que rechazan intelectual-

mente a Cristo, repudiando sus afirmaciones, negando que Él es Dios

el Hijo, que asumió una humanidad santa e impecable, y que murió de

manera vicaria para salvar a su pueblo de sus pecados. Otros rechazan

virtual y prácticamente a Cristo. Hay quienes profesan creer en la exis-

tencia de Dios, poseer su poder y hablar de su obra maravillosa; sin

embargo, no tienen su temor sobre ellos y no están sujetos a él. En-

tonces, hay muchos que afirman confiar en la obra terminada de Cristo,

pero su andar diario no es diferente al de miles de mundanos respeta-

bles. Ellos profesan ser cristianos; sin embargo, son codiciosos, ines-

crupulosos, falsos, orgullosos, voluntariosos, poco caritativos; en una

palabra, absolutamente poco cristianos.


523

CAPÍTULO 34

LA CRUCIFIXIÓN DE CRISTO

“Cuando le hubieron crucificado, repartieron entre sí sus vestidos,

echando suertes, para que se cumpliese lo dicho por el profeta: Partie-

ron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes. Y sentados

le guardaban allí” (Mateo 27:35-36). La referencia es a los soldados

romanos, como queda claro en Juan 19:23: “Cuando los soldados hu-

bieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, e hicieron cuatro par-

tes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual era sin

costura, de un solo tejido de arriba abajo”, y se confirma en Mateo

27:54: “El centurión, y los que estaban con él guardando a Jesús, visto

el terremoto, y las cosas que habían sido hechas, temieron en gran

manera, y dijeron: Verdaderamente éste era Hijo de Dios”. Fueron au-

torizados para ejecutar la sentencia de muerte que Pilato le había dado,

y en sus manos el gobernador había entregado al Salvador (versículos

26-27: “Entonces les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús, le


524

entregó para ser crucificado. Entonces los soldados del gobernador lle-

varon a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compa-

ñía”). Con escurrilidad basta ejecutaron la tarea. Añadiendo insultos a

la herida, expusieron al Señor Jesús a las indignidades de una simula-

ción de coronación: Lo vistieron de escarlata, lo coronaban de espinas,

lo aclamaban como el Rey de los judíos. Dando plena expresión a su

enemistad, lo escupieron, lo golpearon con una caña y se burlaron de

él. Restaurándole las vestiduras, lo condujeron al Gólgota y lo coloca-

ron en la cruz. Habiendo apostado por sus vestimentas, se sentaron a

observarlo para frustrar cualquier intento de rescate que pudieran ha-

cer sus amigos y esperaron hasta que la vida se extinguiera. Notemos

tres cosas: Primero, las circunstancias. Los líderes religiosos de Israel

habían tomado la iniciativa, porque “Entonces los principales sacerdo-

tes, los escribas, y los ancianos del pueblo se reunieron en el patio del

sumo sacerdote llamado Caifás, y tuvieron consejo para prender con

engaño a Jesús, y matarle” (Mateo 26:3-4). Cuántos de los crímenes


525

más asquerosos que han ennegrecido las páginas de la historia fueron

perpetrados por los dignatarios eclesiásticos. Sin embargo, la gente

común estaba en total acuerdo con sus líderes, ya que “la multitud”

(Marcos 15:8: “Y viniendo la multitud, comenzó a pedir que hiciese

como siempre les había hecho”) pidió a Pilato que se adhiriera a su

costumbre de entregarles un prisionero. Cuando les dio la opción entre

Cristo y Barrabás, ellos prefirieron a este último; y cuando el goberna-

dor preguntó cuál era su placer con respecto al primero, gritaron: “Y

ellos volvieron a dar voces: ¡Crucifícale!” (Marcos 15:13). Fue para

contentar a la gente que Pilato lanzó a Barrabás (versículo 15: “Y Pi-

lato, queriendo satisfacer al pueblo, les soltó a Barrabás, y entregó a

Jesús, después de azotarle, para que fuese crucificado”). Cuando Pilato

razonó con ellos, “Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea

sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25). Y Pilato, el ad-

ministrador de la ley romana, que se jactaba de justicia, accedió a sus

demandas injustas. En segundo lugar, la escena. Era en las afueras de


526

Jerusalén, una ciudad más memorable que Roma, Londres o Nueva

York; la residencia de David, la ciudad real, la sede de los reyes de

Israel. La ciudad fue testigo de la magnificencia del reinado de Salo-

món, y aquí estaba el templo. Aquí el Señor Jesús había enseñado y

hecho milagros, y en esta ciudad había cabalgado unos días antes sen-

tado sobre un asno mientras la multitud gritaba: “Y la gente que iba

delante y la que iba detrás aclamaba, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de

David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las

alturas!” (Mateo 21:9), por lo que se nos demuestra que la naturaleza

humana es voluble. Israel había rechazado a su Rey y, por lo tanto,

fue llevado más allá de los límites de la ciudad, de modo que sufrió

fuera de la puerta (Hebreos 13:12: “Por lo cual también Jesús, para

santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la

puerta”). El lugar real de la crucifixión fue el Gólgota, que significa “el

lugar de un cráneo”. La naturaleza había anticipado este hecho horri-

ble, ya que el contorno del terreno se parecía a la cabeza de un muerto,


527

de una calavera. Lucas le da al lugar el nombre de los gentiles “Calva-

rio” (Lucas 23:33: “Y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera,

le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la

izquierda”), porque la culpa de esa muerte descansó tanto en los judíos

como en los gentiles. Tercero, el tiempo. Esto fue tan significativo y

sugerente con todas las asociaciones históricas y topográficas del lugar

en sí. Cristo fue crucificado el día catorce de Nisán, o alrededor de

principios del mes de abril. Era la primera de las grandes fiestas nacio-

nales de Israel, la temporada más importante en el año judío. Era la

Pascua, una celebración solemne de aquella noche en que todos los

hijos primogénitos de los hebreos se salvaron del ángel de la muerte

en la tierra de Egipto. En esa temporada, las grandes multitudes col-

maban a Jerusalén, ya que era una de las tres ocasiones anuales en

que todos los hombres israelitas se les ordenaba presentarse ante

Jehová en el templo (Deuteronomio 16:16: “res veces cada año apa-

recerá todo varón tuyo delante de Jehová tu Dios en el lugar que él


528

escogiere: en la fiesta solemne de los panes sin levadura, y en la fiesta

solemne de las semanas, y en la fiesta solemne de los tabernáculos. Y

ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías”). Así,

grandes multitudes habían viajado allí desde todas partes de la tierra.

No fue en un rincón oscuro ni en secreto que el Gran Sacrificio fue

ofrecido a Dios. Y el decimocuarto día de Nisán fue el día señalado para

él, porque el Señor Jesús era el Cordero anti típico. “Limpiaos, pues,

de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como

sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por no-

sotros” (1 Corintios 5:7). En ningún otro día podría ser muerto. En una

fecha anterior, “Entonces procuraban prenderle; pero ninguno le echó

mano, porque aún no había llegado su hora” (Juan 7:30). “Cuando le

hubieron crucificado, repartieron entre sí sus vestidos, echando suer-

tes, para que se cumpliese lo dicho por el profeta: Partieron entre sí

mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes. Y sentados le


529

guardaban allí”. Mis divisiones son simples: lo que vieron; lo que veo;

¿que ves?

LO QUE VIERON

Contemplaron el evento más asombroso de toda la historia, el espec-

táculo más impresionante que jamás hayan visto los seres humanos,

el hecho más trágico y, sin embargo, el más glorioso jamás realizado.

Vieron al Dios encarnado, tomado por manos malvadas y muerto, y al

mismo tiempo, el Redentor voluntariamente entregó su vida por aque-

llos que habían perdido todo derecho sobre él. Para los soldados era

un hecho ordinario, la ejecución de un criminal; y así es para la mayoría

de los que oyen el evangelio. Cae en sus oídos como un lugar común

y religioso. Para los soldados romanos, al menos por un tiempo, Cristo

apareció sólo como un judío moribundo; Así es hoy en día con la mul-

titud. Vieron las perfecciones incomparables del Crucificado. ¡Cuán in-

mensurablemente diferente es la opinión del Salvador sufriente de lo

que habían presenciado otros en circunstancias similares! Sin maldecir


530

su situación, sin reprochar a sus enemigos, sin maldiciones sobre ellos

mismos. El reverso de Sus labios se dedicó a la oración. Dice “Y Jesús

decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y repartieron

entre sí sus vestidos, echando suertes” (Lucas 23:34). Qué asombra-

dos debieron haber estado cuando escucharon al Bendito Salvador en

el árbol haciendo “intercesión por los transgresores” (Isaías 53:12:

“Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá

despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado

con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado

por los transgresores”). Los dos ladrones crucificados con Él se burla-

ron del Redentor (Mateo 27:44: “Lo mismo le injuriaban también los

ladrones que estaban crucificados con él”); pero a la hora undécima, a

uno de ellos se le concedió el arrepentimiento para la vida (Hechos

11:18: “Entonces, oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios,

diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arre-

pentimiento para vida!”). Dirigiéndose a Jesús, dijo: “Y dijo a Jesús:


531

Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lucas 23:42). El Señor

no rechazó su apelación y dijo: Has pecado más allá del alcance de la

misericordia; pero respondió: “Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo

que hoy estarás conmigo en el paraíso” (versículo 43). Ellos fueron

testigos de un despliegue sin paralelo de la gracia soberana ante uno

de los más grandes pecadores. Contemplaron los fenómenos más mis-

teriosos. Se sentaron a “observarlo”, pero después de un tiempo ya no

pudieron hacerlo. Al mediodía de repente se convirtió en medianoche.

“Y desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora

novena” (Mateo 27:45). Era como si el sol se negara a brillar en tal

escena, como si la naturaleza misma se lamentara por tal visión. Du-

rante esas tres horas se llevó a cabo una transacción entre Cristo y

Dios que era infinitamente y demasiado sagrado para que los ojos fini-

tos la pudieran contemplar, un misterio en el que ninguna mente mor-

tal podía entrar por completo. Tan pronto como el Salvador entregó su

espíritu en las manos del Padre, “Y he aquí, el velo del templo se rasgó
532

en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron; y

se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dor-

mido, se levantaron” (Mateo 27:51-52). Esta no era una víctima ordi-

naria; fue el Creador del cielo y la tierra, y el cielo y la tierra expresaron

su simpatía. Ellos vieron y escucharon lo que fue bendecido con su

convicción y conversión. El faraón fue testigo de una muestra muy no-

table del poder de Dios en las plagas que envió a Egipto, pero lejos de

inclinarlo al arrepentimiento, continuó endureciendo su corazón. Así es

siempre con los no regenerados mientras se los deja a sí mismos; ni

las señales más asombrosas de la bondad de Dios, ni los juicios más

imponentes los derriten. Pero Dios se complació en ablandar los cora-

zones insensibles de estos soldados romanos e iluminar sus mentes

paganas. “El centurión, y los que estaban con él guardando a Jesús,

visto el terremoto, y las cosas que habían sido hechas, temieron en

gran manera, y dijeron: Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mateo

27:54). Consideramos esto como otro de los milagros en el Calvario,


533

un milagro de asombrosa gracia. Y esperamos encontrarnos en el cielo

con este hombre que clavó los clavos en las manos benditas del Salva-

dor y colocó la lanza en su costado: La respuesta de Dios a la oración

de Cristo: “Padre, perdónalos”. De modo que hay esperanza para el

pecador más vil de la tierra, si se rinde al Señorío de Cristo y confía en

su bendita y preciosa sangre.

LO QUE VEO

Veo una revelación del carácter del ser humano. “Mas todas las cosas,

cuando son puestas en evidencia por la luz, son hechas manifiestas;

porque la luz es lo que manifiesta todo” (Efesios 5:13). Cristo es la luz

verdadera (Juan 1:9: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hom-

bre, venía a este mundo”), la luz esencial, divina, que todo lo revela;

en consecuencia, todos los seres humanos y todas las cosas quedaron

expuestas en su presencia. Las peores cosas predicadas en las Escri-

turas de la naturaleza humana caída, fueron ejemplificadas en los días

de Cristo. Dios dice que el corazón del ser humano es “perverso”


534

(Jeremías 17:9-10: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas,

y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente,

que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el

fruto de sus obras”), y así lo demostró el tratamiento de su amado

Hijo. Apenas nació en este mundo, los seres humanos hicieron un es-

fuerzo decidido por matarlo. Aunque constantemente se dedicaba a

hacer el bien, aliviaba la angustia y atendía las almas y los cuerpos de

los necesitados, era tan poco apreciado que tenía que decir: “Jesús le

dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo

del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza” (Mateo 8:20). En una

ocasión “le rogaron que se fuera de sus costas” (Mateo 8:34: “Y toda

la ciudad salió al encuentro de Jesús; y cuando le vieron, le rogaron

que se fuera de sus contornos”). No sólo Cristo no fue bienvenido aquí,

sino que también los seres humanos lo odiaron sin causa (Juan 15:25:

“Pero esto es para que se cumpla la palabra que está escrita en su ley:

Sin causa me aborrecieron”). Les dio todas las razones para admirarlo,
535

pero tenían una aversión empedernida por Él. La Palabra declara que

la mente carnal es enemistad contra Dios (Romanos 8:7: “Por cuanto

los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se su-

jetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”). Las multitudes pasan por

la forma de rendir homenaje a Dios, pero de un “dios” creado de su

propia imaginación. Odian al Único Dios Vivo y Verdadero, y si fuera

posible, librarían al universo de Él. Esto se desprende de su tratamiento

con Cristo, porque Él no era otro que el Dios mismo manifestado en

carne (1 Timoteo 3:16: “E indiscutiblemente, grande es el misterio de

la piedad: Dios fue manifestado en carne, Justificado en el Espíritu,

Visto de los ángeles, Predicado a los gentiles, Creído en el mundo, Re-

cibido arriba en gloria”). Lo odiaron y lo acosaron hasta la muerte, y

nada menos que la muerte por crucifixión los apaciguaría. En el Calva-

rio se reveló el verdadero carácter del ser humano y la desesperación

de su corazón quedó al descubierto. Veo una revelación del pecado.

¡Del Pecado! Esa “cosa abominable”, que el Señor odia (Jeremías 44:4:
536

“Y envié a vosotros todos mis siervos los profetas, desde temprano y

sin cesar, para deciros: No hagáis esta cosa abominable que yo abo-

rrezco”), es considerada tan ligeramente por aquellos que la cometen.

¡Pecado! Hizo que nuestros primeros padres fueran expulsados del

Edén y es responsable de todos los males de este mundo. ¡Pecado!

Produce conflictos y derramamiento de sangre y ha convertido esta

tierra de los vivos en un cementerio de muertos. ¡Pecado! Un monstruo

horrible del que no nos gusta mucho escuchar y que estamos tan dis-

puestos a disculpar. ¡Pecado! Satanás emplea todas sus artes sutiles

para hacerlo atractivo, y lo presenta en los colores más atractivos para

el ser humano. Uno de los grandes diseños de la encarnación fue sacar

a la luz todas las cosas ocultas de la oscuridad. La presencia aquí del

Santo sirvió como una luz brillante en una habitación descuidada du-

rante mucho tiempo, revelando su miseria y suciedad. “Si yo no hu-

biera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora

no tienen excusa por su pecado” (Juan 15:22). Cristo Jesús aquí habló
537

comparativamente. El mal como el ser humano se había mostrado a

través de la historia, la venida de Emanuel a la tierra llevó al pecado a

la máxima expresión. Todo lo que había sucedido antes era algo insig-

nificante en comparación con la maldad monstruosa hecha contra el

encarnado Dios del amor. En el trato que el Hijo de Dios recibió a ma-

nos de los seres humanos, vemos el pecado en sus verdaderos colores,

despojado de todo disfraz, expuesto en toda su realidad terrible y es-

pantosa, en su verdadera naturaleza como una rebelión abierta contra

Dios. En el Calvario contemplamos el clímax del pecado, los extremos

temerosos y horribles a los que es capaz de llegar el ser humano. Lo

que germinó en el Edén culminó en la crucifixión de Cristo. El primer

pecado ocasionó el suicidio espiritual, el segundo el fratricidio (Caín

asesinó a su hermano): pero aquí en el Calvario resultó en Deicidio, el

asesinato del Señor de la gloria y de la vida eterna. También vemos la

terrible paga del pecado: La muerte eterna y la separación total de

Dios. Puesto que Cristo estuvo allí como el portador del pecado, recibió
538

todo el castigo debido a ellos. Veo una revelación del carácter de Dios

también. Los cielos declaran su gloria y el firmamento muestra su obra,

pero en ninguna parte se muestran sus perfecciones más prominentes

que en la cruz. Aquí está su santidad inefable. La santidad de Dios es

el deleite que Él tiene en todo lo que es puro y hermoso; por lo tanto,

su naturaleza arde contra todo lo que es malo e impuro. Dios odia el

pecado dondequiera que se encuentre y Él no hizo ninguna excepción

con Cristo cuando lo vio imputado a su Hijo Amado. Allí Dios, “Todos

nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su

camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías

53:6). Él trató con Él en consecuencia, derramando Su santa ira sobre

Él. Dios es “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el

agravio; ¿por qué ves a los menospreciadores, y callas cuando des-

truye el impío al más justo que él” (Habacuc 1:13); por lo tanto, le dio

la espalda al portador del pecado. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has

abandonado? el Salvador sufriente lloró, luego respondió a su propia


539

pregunta: “Tú eres santo” (Salmo 22:1-3: “Dios mío, Dios mío, ¿por

qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y

de las palabras de mi clamor? Dios mío, clamo de día, y no respondes;

Y de noche, y no hay para mí reposo. Pero tú eres santo, Tú que habitas

entre las alabanzas de Israel”). Veo la justicia inflexible de Dios. El

pronunciamiento de su ley es: “El alma que pecare esa morirá”. No se

puede hacer ninguna desviación de ello, porque Jehová ha declarado

expresamente que: “Y pasando Jehová por delante de él, proclamó:

¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y

grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares,

que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo

tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres

sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta

generación” (Éxodo 34:6-7). Pero, ¿no hará una excepción con Aquel

a quien testifica que es el Cordero “sin mancha e irreprensible” (1 Pe-

dro 1:19: “Sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero


540

sin mancha y sin contaminación”)? ¡No! Porque aunque Cristo no tuvo

pecado por naturaleza y acción, tuvo sobre sí los pecados de su pueblo

ya que habían sido puestos sobre él, Dios no escatimó ni a su propio

Hijo (Romanos 8:32: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que

lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas

las cosas?”). Debido a que el pecado fue transferido a Él, el castigo

debe ser visitado sobre Él. Por lo tanto, Dios clamó: “Levántate, oh

espada, contra el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice

Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor, y serán dispersadas las ovejas;

y haré volver mi mano contra los pequeñitos” (Zacarías 13:7). Dios no

abatiría ni un ápice de su justa demanda ni permitiría que el senti-

miento manchara la cara justa de su gobierno. Afirma ser por excelen-

cia el Juez que no está “con sentimentalismo con respeto a las perso-

nas”. Cuán plenamente eso quedó demostrado en el Calvario por su

negativa a eximir a la persona de Su Amado, Aquel en quien Su alma

se deleitó (Isaías 42:1: “He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi


541

escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él

mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones”), cuando ocupó el lugar

del culpable. Veo la gracia asombrosa de Dios. “Mas Dios muestra su

amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió

por nosotros (su pueblo)” (Romanos 5:8). Si hubiera estado tan com-

placido, Dios podría haber entregado a toda la raza de Adán al dolor

eterno. Eso es lo que cada uno de nosotros merece ricamente. ¿Y por

qué no debería hacerlo? Por naturaleza somos depravados y corruptos;

por la práctica somos unos rebeldes incorregibles, sin amor por Él ni

preocupación por Su gloria. Pero por su propia bondad, Él determinó

salvar a un pueblo de sus pecados, para redimirlos por medio de Cristo

para alabanza de la gloria de su gracia (Efesios 1:6: “Para alabanza de

la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado”). Él

determinó arrancarlos de las marcas de la condenación, para que pu-

dieran ser los monumentos eternos de Su misericordia. Debido a que

estaba absoluta y totalmente fuera de su poder, hacer alguna expiación


542

por sus temibles crímenes y pecados, Él mismo proporcionó un sacrifi-

cio suficiente para ellos. Él es el Dios de toda gracia (1 Pedro 5:10:

“Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesu-

cristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os

perfeccione, afirme, fortalezca y establezca”) y ha dado innumerables

muestras de esto. Pero en ninguna parte las “riquezas de Su gracia” se

exhibían tan espléndidamente como en el Calvario. Veo aquí la sabidu-

ría múltiple y multiforme de Dios. La Palabra declara: “No entrará en

ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino

solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero”

(Apocalipsis 21:27); entonces, ¿cómo es posible que puedan llegar a

la Jerusalén Celestial? ¿Cómo puede ser que alguien tan completa-

mente desprovisto de justicia pueda recibir la aprobación divina? La ley

dice: “El alma que pecare esa morirá”. He pecado y he quebrantado la

ley, ¿cómo puedo escapar de su castigo? Ya que soy un indigente es-

piritual, estoy en bancarrota absoluta ¿cómo se puede obtener el


543

rescate necesario? Estos son los problemas que ninguna inteligencia

humana podía resolver. Tampoco se puede cortar el nudo apelando a

la misericordia de Dios, porque Su misericordia no es un atributo que

anule Su justicia e integridad. Pero en la Cruz, las perfecciones divinas

brillaban en una unidad tan gloriosa como la mezcla de los colores en

un arco iris. Allí “La misericordia y la verdad se encontraron; La justicia

y la paz se besaron” (Salmo 85:10). La justicia de Dios fue satisfecha

por Cristo y, por lo tanto, su misericordia fluye libremente a todos los

que se arrepienten y creen en Él. La sabiduría de Dios aparece en la

creación y en la providencia, pero en ninguna parte tan grandiosa como

en la cruz. Me veo a mí mismo. ¿Qué? Sí, cuando vuelvo mi mirada

hacia la cruz, me veo a mí mismo, y también a todos los que miran con

el ojo de la fe. Cristo permaneció allí como la Garantía de su pueblo, y

no puede haber una representación sin una identificación. Cristo se

identificó con aquellos cuyos pecados llevó, los creyentes se identifican

con él. A los ojos de Dios son Uno. Cristo tomó mi lugar, y la fe se
544

apropia de ese hecho. En la persona de mi sustituto, cumplí con todos

los requisitos de la Ley de Dios. En la persona de Cristo pagué el precio

completo que exigía la justicia divina. En la persona de Cristo, estoy

aprobado delante de Dios, porque estoy vestido con Sus meritorias

perfecciones (Isaías 61:10: “En gran manera me gozaré en Jehová, mi

alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de sal-

vación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y como

a novia adornada con sus joyas”). Toda la Iglesia de Dios rescatada

puede decir de Cristo: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y

sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido

de Dios y abatido” (Isaías 53:4; 1 Pedro 2:24: “quien llevó él mismo

nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros,

estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida

fuisteis sanados”). Y la fe lo individualiza y declara: “Con Cristo estoy

juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo

que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me


545

amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). ¡Aleluya! Qué

Bendito y Glorioso Salvador tenemos.

¿QUE VES?

Contemplas a alguien a quien desprecias y rechazas, si no eres salvo.

Tal vez lo niegues, diciendo que mi actitud es meramente negativa. Te

equivocas, Si no eres amigo de Cristo, eres su enemigo. No existe una

tercera clase de persona. “El que no es conmigo, contra mí es; y el que

conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12:30) es su propio veredicto,

y de eso no hay apelación alguna. Despreciaste su autoridad, desobe-

deciste sus leyes, trataste sus reclamos con desprecio. Rechazas Su

yugo y cetro y te niegas a ser gobernado por Él; así te unes con los

que lo arrojaron y lo acosaron hasta la muerte. O Tú ves a Aquel que

se presenta como Salvador. Sí, a pesar del malvado trato contra Él

hasta el momento, Él se presenta ante ustedes en el Evangelio como

Aquel que desea y puede sanar las heridas que el pecado ha hecho y

salvar a sus almas de la muerte eterna. Si arrojas las armas de tu


546

guerra contra Él, te rindes a Su Señorío y confías en Su sangre reden-

tora, Él te aceptará ahora mismo. “Todo lo que el Padre me da, vendrá

a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). Contemplas

a Aquel que debe ser tu Juez si te niegas a aceptarlo como Salvador.

Ven a Él ahora como un pecador arrepentido, como un indigente espi-

ritual, echándote sobre Su gracia, y Él te perdonará tus iniquidades y

te dará una bienvenida real. “Venid a mí todos los que estáis trabajados

y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28) es su propia invi-

tación con promesa. Pero si continúas dándole la espalda, un día Él te

dirá: “Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí,

malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Ma-

teo 25:41).
547

CAPÍTULO 35

LA REDENCIÓN DE CRISTO

Nuestro Justo Redentor: ¿este título tiene un sonido extraño para el

lector? ¿Es ese adjetivo desconocido en este contexto? La gran mayoría

de nosotros probablemente estamos mucho más acostumbrados a ex-

presiones como “nuestro Redentor amoroso” y “nuestro Redentor ama-

ble”, o incluso “nuestro Redentor Todopoderoso”. Empleamos el tér-

mino aquí no porque nos esforzamos por la originalidad. No, más bien

tal denominación es requerida por la enseñanza de las Escrituras. De

hecho, si observamos cuidadosamente dónde el Espíritu Santo de Dios

ha puesto Su énfasis, nos incumbe a nosotros que conformemos nues-

tra terminología en base a eso. Vea cuántos pasajes puede recordar

donde se use los términos “amoroso” o “amable” como adjetivos en

relación con Cristo. Si la memoria falla, consulte una concordancia, ¡y

se sorprenderá de que ninguno de ellos se utiliza ni una sola vez! Ahora

pruebe la palabra “justo” y vea cuántos pasajes se refieren al Señor


548

Jesús como tal. Cristo es referido como mi siervo justo (Isaías 53:11:

“Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su

conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniqui-

dades de ellos”); como “un Renuevo justo” (Jeremías 23:5: “He aquí

que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo,

y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la

tierra”); y en el siguiente versículo como El Señor, nuestra justicia: “En

sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado; y este será su

nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra”; como el sol

de justicia (Malaquías 4:2: “Mas a vosotros los que teméis mi nombre,

nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y

saltaréis como becerros de la manada”); como hombre justo (Lucas

23:47: “Cuando el centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a

Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo”); como el juez

justo (2 Timoteo 4:8: “Por lo demás, me está guardada la corona de

justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a


549

mí, sino también a todos los que aman su venida”). Él es visto como

un antitipo de Melquisedec o Rey de justicia (Hebreos 7:1-3: “Porque

este Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo, que salió

a recibir a Abraham que volvía de la derrota de los reyes, y le bendijo,

a quien asimismo dio Abraham los diezmos de todo; cuyo nombre sig-

nifica primeramente Rey de justicia, y también Rey de Salem, esto es,

Rey de paz; sin padre, sin madre, sin genealogía; que ni tiene principio

de días, ni fin de vida, sino hecho semejante al Hijo de Dios, permanece

sacerdote para siempre”); como nuestro abogado ante el Padre, Jesu-

cristo el justo (1 Juan 2:1: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para

que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para

con el Padre, a Jesucristo el justo”). Además, la misma palabra griega

“dikaios” se traduce sólo en los siguientes pasajes: la esposa de Pilato

envió una advertencia a su esposo: “Y estando él sentado en el tribu-

nal, su mujer le mandó decir: No tengas nada que ver con ese justo;

porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él” (Mateo


550

27:19); en el mismo capítulo, el mismo Pilato declaró: “Viendo Pilato

que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se

lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la

sangre de este justo; allá vosotros” (versículo 24). Se le llama el Santo

y el Justo (Hechos 3:14: “Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo,

y pedisteis que se os diese un homicida”; Santiago 5:6: “Habéis con-

denado y dado muerte al justo, y él no os hace resistencia”); y el Justo

(Hechos 7:52: “¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros pa-

dres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo,

de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores”;

22:14: “Y él dijo: El Dios de nuestros padres te ha escogido para que

conozcas su voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de su boca”);

mientras que en Primera de Pedro 3:18 están las palabras bien cono-

cidas: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el

justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto

en la carne, pero vivificado en espíritu”. Cuando Zacarías predijo su


551

entrada en Jerusalén, montado sobre un asno, dijo en Zacarías 9:9:

“Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén;

he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando

sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna”; en Apocalipsis 19:11,

donde se lo representa en un caballo blanco, se dice: “Entonces vi el

cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se lla-

maba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”. En todos estos

pasajes, el “compañero” e igual que el Padre se lo ve en Su carácter

oficial, como el Mediador Dios-Hombre. Igualmente, evidente es que

los versículos que muestran la intimidad del Señor Jesús son justos en

su persona, en la administración de su oficio, en el desempeño de la

Gran Comisión que se le dio. Antes de Su encarnación, se anunció “Y

será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura”

(Isaías 11:5); y Cristo afirmó por el espíritu de profecía: “He anunciado

justicia en grande congregación; He aquí, no refrené mis labios,

Jehová, tú lo sabes” (Salmo 40:9). No había faltas ni tampoco fallas en


552

la realización de la honorable y trascendental tarea que le fue enco-

mendada, como lo demuestran sus propias palabras al Padre: “Yo te

he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese”

(Juan 17:4). El hecho de que Dios posea a Cristo como “su siervo justo”

significa que ejecutó excelentemente la obra que se le encomendó.

Como lo declara el Espíritu Santo, Él fue fiel al que lo designó (Hebreos

3:2: “El cual es fiel al que le constituyó, como también lo fue Moisés

en toda la casa de Dios”). Cuando el Padre lo recompensó, dijo: “Has

amado la justicia y aborrecido la maldad; Por tanto, te ungió Dios, el

Dios tuyo, Con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Salmo

45:7). Además, Cristo es el Redentor justo de su pueblo porque su

justicia está en él. Él hizo una justicia perfecta para ellos. Sobre su

creencia en Él, se le imputa o se le toma cuenta para su cuenta; por lo

tanto, se lo designa como El Señor, nuestra justicia (Jeremías 23:6:

“En sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado; y este será su

nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra”). Cristo fue


553

justo no como persona privada, no sólo para Él, sino para nosotros los

pecadores para nuestra salvación. Actuó como el Siervo justo de Dios

y como el padrino justo de Su pueblo. Él vivió y murió para que todos

los méritos infinitos de su obediencia pudieran ser entregados a ellos.

Al justificar a su pueblo pecador, no es que Dios no la hizo caso ni

deshonró su ley; en cambio, Él la estableció (Romanos 3:31: “¿Luego

por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos

la ley”). El Redentor fue hecho bajo la ley (Gálatas 4:4-5: “Pero cuando

vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer

y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley,

a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”). Su rigor no relajó ni

una parte de sus requisitos ni tampoco disminuyó en relación con Él.

Cristo le dio a la Ley una obediencia personal, perfecta y perpetua: Por

lo tanto, magnificó la ley y la hizo honorable (Isaías 42:21: “Jehová se

complació por amor de su justicia en magnificar la ley y engrande-

cerla”). Por consiguiente, Dios no sólo es misericordioso sino “justo” en


554

el preciso momento en que Él justifica a quien cree en Jesús (Romanos

3:26: “con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de

que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús”),

porque Jesús cumplió con todos los requisitos de justicia en nombre de

todos los que confían en Él. En el Redentor justo encontramos la res-

puesta a la pregunta: ¿Cómo pueden aquellos que no tienen justicia

propia y que son absolutamente incapaces de procurar algo, llegar a

ser justos ante Dios? ¿Cómo puede el ser humano, que es una masa

de corrupción, acercarse al inefablemente santo y mirar su rostro en

paz? Él puede hacerlo al venir a Dios como injusto, reconociendo su

incapacidad para eliminar su injusticia y sin ofrecer nada para paliarlo.

Debido a que no pudimos alcanzar todos los requisitos santos o la jus-

ticia de la Ley, Dios trajo su justicia a nosotros: “Haré que se acerque

mi justicia; no se alejará, y mi salvación no se detendrá. Y pondré

salvación en Sion, y mi gloria en Israel” (Isaías 46:13). Esa justicia se

acercó a los pecadores cuando la Palabra se hizo carne y tabernaculó


555

entre los seres humanos; se nos ha acercado en el Evangelio, “Porque

en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está

escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17). Esta justicia

imputa a todos los que creen y luego trata con ellos de acuerdo con

esa justicia de Dios. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo

pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2

Corintios 5:21). Aquí está la doble imputación de nuestros pecados a

Cristo y de su justicia para con nosotros. No se dice que somos hechos

justos, sino que la “justicia” misma; y no sólo la justicia, sino “la justi-

cia de Dios” lo máximo que el lenguaje puede alcanzar. De la misma

manera que Cristo fue hecho pecado, nosotros somos hechos “justicia”.

Cristo no conoció el pecado real, pero en su interposición mediadora a

nuestro favor, fue tratado como una persona culpable y pecadora. De

la misma manera, somos indigentes todos nosotros, pero tenemos la

justicia legal; sin embargo, al recibir a Cristo, la majestad divina nos

ve como unas criaturas justas. Ambos casos fueron por imputación;


556

¡un intercambio asombroso! Con el fin de excluir la idea de que está

involucrada cualquier justicia inherente de la criatura, se dice, “para

que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Como el pecado

imputado a Cristo es inherente a nosotros, así la justicia por la cual

somos justificados es inherente a Cristo. El plan divino de redención

satisface plenamente los reclamos de la Ley. No había nada en todo su

ser sagrado, en sus sagrados preceptos que Cristo no realizara, nada

en sus terribles amenazas que no sostuviera. Cumplió todos sus pre-

ceptos con una pureza de corazón sin mancha y una perfecta integridad

de vida. Agotó toda la maldición cuando colgó en la cruz, fue abando-

nado por Dios, por los pecados de su pueblo. Su obediencia le confirió

mayor honor a la ley que la que podría haber recibido de un cumpli-

miento ininterrumpido o parcial por parte de Adán y su posteridad. Las

perfecciones de Dios, que fueron deshonradas por nuestra rebelión,

son glorificadas en nuestra redención. En la redención, Dios aparece

inflexiblemente sólo en la exigente venganza, e inconcebiblemente rico


557

en mostrar misericordia. “La espada de la justicia y el cetro de la gracia

tienen cada uno su debido ejercicio, cada uno su expresión completa

en la Cruz” (James Hervey). Los intereses de la santidad también están

asegurados, porque cuando la redención es recibida por la fe, enciende

en el corazón un intenso odio por el pecado y el más profundo amor y

gratitud hacia a Dios.


558

CAPÍTULO 36

LA SALVACIÓN DE CRISTO

“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros

caminos mis caminos, dijo Jehová” (Isaías 55:8). Solemnemente, estas

palabras manifiestan el terrible caos que el pecado ha causado en la

humanidad caída. Están fuera de contacto con su Creador; más aún,

están “teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de

Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón”

(Efesios 4:18). Como consecuencia, el alma ha perdido su anclaje, todo

ha sido desarticulado, y la depravación humana ha volcado todo al re-

vés. En lugar de subordinar las preocupaciones de esta vida a los in-

tereses de la vida venidera, el ser humano se dedica principalmente al

presente y piensa poco o nada en lo eterno. En lugar de poner el bien

de su alma por delante de las necesidades de su cuerpo, el ser humano

se ocupa principalmente de la comida y la ropa. En lugar de que el gran

objetivo del ser humano sea agradar a Dios, ministrarse a sí mismo se


559

ha convertido en su principal negocio. Los pensamientos del ser hu-

mano deben ser gobernados por la Palabra de Dios, y sus maneras

reguladas por la voluntad revelada de Dios. Pero lo contrario es cierto.

Así que las cosas que son de gran precio a la vista de Dios (1 Pedro

3:4: “sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un

espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios”)

son despreciadas por la criatura caída, y “Entonces les dijo: Vosotros

sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres;

mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen

por sublime, delante de Dios es abominación” (Lucas 16:15). El ser

humano ha puesto las cosas al revés, tristemente esto está en eviden-

cia cuando intenta manejar los asuntos divinos. La perversidad que el

pecado ha causado aparece en nuestro orden inverso que tenemos de

Dios. La Escritura habla del espíritu, alma y cuerpo del ser humano (1

Tesalonicenses 5:23: “Y el mismo Dios de paz os santifique por com-

pleto; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado


560

irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”), pero cuando

el mundo se refiere a eso, dice “cuerpo, alma y espíritu”. Las Escrituras

declaran que los cristianos son “extraños y peregrinos” en esta escena;

pero nueve de cada diez veces, incluso los seres humanos considerados

como buenos hablan y escriben sobre peregrinos y extraños. Esta ten-

dencia a revertir el orden de Dios es parte de la naturaleza del ser

humano caído. A menos que el Espíritu Santo se interponga y obre un

milagro de gracia en él, sus efectos son fatales para el alma. En ningún

lugar tenemos un ejemplo más trágico de esto que en el mensaje evan-

gelístico que se está dando ahora, aunque casi nadie parece darse

cuenta de ello. Que algo está radicalmente mal con el mundo es am-

pliamente reconocido. Que la cristiandad está en un estado triste, mu-

chos están dolorosamente conscientes, que el error abunda por todos

lados, que la piedad práctica está en un su punto más bajo, que la

mundanalidad ha desvitalizado a muchas iglesias, es aparente a un

número creciente de personas. Pero pocos ven lo malas que son las
561

cosas, pocos perciben que las cosas están podridas hasta los cimientos;

sin embargo, tal es el caso. El verdadero camino de la salvación de

Dios es poco conocido hoy en día. El evangelio que se predica, incluso

en círculos ortodoxos, es a menudo un evangelio erróneo. Incluso allí

el ser humano ha revertido el orden de Dios. Durante muchos años se

ha enseñado que no se requiere nada más para la salvación de un

pecador que “aceptar a Cristo como su Salvador personal”. Más tarde,

debe inclinarse ante Él como Señor, consagrar su vida a Él y servirle

plenamente. Pero incluso si no lo hace, el cielo es seguro para él. Ca-

recerá de paz y alegría ahora, y probablemente se perderá alguna co-

rona milenaria; pero habiendo recibido a Cristo como su Salvador per-

sonal, ha sido liberado de la ira venidera. Esto es una inversión total

del orden de Dios. Es la mentira del diablo, y sólo el día por venir mos-

trará cuántos han sido engañados fatalmente por esta enseñanza. So-

mos conscientes de que este es un lenguaje fuerte, y puede llegar a

provocar un shock en muchos; pero pruébelo con esta luz: Todos los
562

pasajes del Nuevo Testamento donde estos dos títulos aparecen juntos

dicen “Señor y Salvador” y nunca sólo “Salvador” (Lucas 1:46-47: “En-

tonces María dijo: Y mi espíritu se regocija en Dios (Señor) mi Salva-

dor”). A menos que Jehová se hubiera convertido primero en su “Se-

ñor”, ciertamente no habría sido su “Salvador”. Nadie que reflexione

seriamente sobre el asunto tiene ninguna dificultad para percibir esto.

¿Cómo podría un Dios tres veces santo salvar a alguien que ha desde-

ñado su autoridad, despreciado su honor y desobedecido su voluntad

revelada? Es gracia infinita que Dios esté listo para reconciliarse con

nosotros cuando lanzamos las armas de nuestra rebelión contra Él;

pero sería un acto de injusticia, poniendo una prima sobre la falta de

ley, si Él perdonara al pecador antes de reconciliarse por primera vez

con Su Hacedor. Se les pide a los santos de Dios que hagan su llama-

miento y elección seguros (2 Pedro 1:10: “Por lo cual, hermanos, tanto

más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque ha-

ciendo estas cosas, no caeréis jamás”) (y esto, agregando a su fe las


563

otras gracias enumeradas en los versuclos 5-7: “vosotros también, po-

niendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la

virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio pro-

pio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y

al afecto fraternal, amor”). Se les asegura que, si lo hacen, nunca cae-

rán, porque así se les ministrará abundantemente la entrada al reino

eterno de nuestro [1] Señor y [2] Salvador Jesucristo (2 Pedro 1:11:

“Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada

en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”). Pero en

particular, tenga en cuenta el orden en que se mencionan los títulos de

Cristo: no es “nuestro Salvador y Señor”, sino “Señor y Salvador”. Él

no se puede convertir en el Salvador de alguien hasta que el corazón

lo reciba sin reservas como Señor. “Ciertamente, si habiéndose ellos

escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del

Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son venci-

dos, su postrer estado viene a ser peor que el primero” (2 Pedro 2:20).
564

Aquí el apóstol se refiere a aquellos que tenían un conocimiento prin-

cipal de la Verdad y luego apostataron. Hubo una reforma exterior en

sus vidas, pero ninguna regeneración del corazón. Por un tiempo fue-

ron liberados de la contaminación del mundo, pero sin haber realizado

una obra sobrenatural de gracia en sus almas, los deseos de la carne

demostraron ser demasiado fuertes para ellos. Fueron nuevamente

vencidos y regresaron a su forma de vida anterior como el “perro

vuelve a su vómito” o la “cerda lavada a revolcarse en el lodo”. La

apostasía se describe como “volverse del santo mandamiento que se

les entregó”, que se refería a los términos del discipulado que se dan

a conocer en el Evangelio. Pero lo que nos preocupa particularmente

es el orden del Espíritu Santo: estos apóstatas habían sido favorecidos

con el conocimiento de (1) el Señor y (2) el Salvador Jesucristo. Ése

es el verdadero orden. Se exhorta al pueblo de Dios a que crezca en la

gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2

Pedro 3:18: “Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de


565

nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria ahora y hasta el

día de la eternidad. Amén”). Aquí, nuevamente, el orden de Dios es lo

opuesto al del ser humano. Tampoco se trata simplemente de un de-

talle técnico o teológico, respecto del cual un error es de poca impor-

tancia. No, el tema es básico, vital y fundamental, y el error en este

punto es fatal. Aquellos que no se han sometido a Cristo como su Se-

ñor, pero que confían en Él como Salvador, son engañados. El mismo

principio se ilustra en pasajes donde se revelan otros títulos de Cristo.

Tome el versículo de apertura del Nuevo Testamento (Mateo 1:1: “Li-

bro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”)

donde se lo presenta como Jesucristo, [1] el hijo de David, [2] el hijo

de Abraham. Renunciando al significado dispensacional de estos títu-

los, véalos desde el punto de vista doctrinal y práctico, que debe ser

nuestra primera consideración. “Hijo de David” significa el trono, enfa-

tiza su autoridad y exige lealtad a su cetro. Y el “hijo de David” viene

antes que el “hijo de Abraham”. Nuevamente, se nos dice que Dios


566

había exaltado a Jesús a su propia mano derecha para ser [1] un Prín-

cipe y [2] un Salvador (Hechos 5:31: “A éste, Dios ha exaltado con su

diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y

perdón de pecados”). El concepto incorporado en el título “Príncipe” es

el de dominio y autoridad suprema, “y de Jesucristo el testigo fiel, el

primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra. Al

que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apoca-

lipsis 1:5). En el Libro de los Hechos, descubrimos rápidamente que el

mensaje de los apóstoles era completamente diferente, no sólo en én-

fasis, sino también en sustancia, de la predicación de nuestros tiempos.

En el día de Pentecostés, Pedro declaró: “Y todo aquel que invocare el

nombre del Señor, será salvo” (Hechos 2:21), y recordó a sus oyentes

que Dios había hecho a Jesús tanto Señor como Cristo (Hechos 2:36:

“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús

a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”), no

Cristo y Señor. A Cornelio y su familia, Pedro presentó a Cristo como


567

el “Señor de todos” (Hechos 10:36: “Dios envió mensaje a los hijos de

Israel, anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; éste

es Señor de todos”). Cuando Bernabé llegó a Antioquía, “Este, cuando

llegó, y vio la gracia de Dios, se regocijó, y exhortó a todos a que con

propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor” (Hechos 11:23);

también Pablo y Bernabé los encomendaron al Señor, en quien creían

(Hechos 14:23: “Y constituyeron ancianos en cada iglesia, y habiendo

orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían

creído”). En el gran sínodo en Jerusalén, Pedro les recordó a sus com-

pañeros que los gentiles buscarían, no sólo a un Salvador, sino al Señor

(Hechos 15:17: “Para que el resto de los hombres busque al Señor, Y

todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre”). Al carce-

lero de Filipos y a su familia, Pablo y Silas predicaron la palabra del

Señor (Hechos 16:32: “Y le hablaron la palabra del Señor a él y a todos

los que estaban en su casa”). Los apóstoles no sólo enfatizaron el Se-

ñorío de Cristo, sino que también hicieron que la entrega a Él fuera


568

esencial para la salvación. Esto queda claro en muchos otros pasajes:

“Y los que creían en el Señor aumentaban más, gran número así de

hombres como de mujeres” (Hechos 5:14); “Y le vieron todos los que

habitaban en Lida y en Sarón, los cuales se convirtieron al Señor” (He-

chos 9:35); “Esto fue notorio en toda Jope, y muchos creyeron en el

Señor” (Hechos 9:42); “Porque era varón bueno, y lleno del Espíritu

Santo y de fe. Y una gran multitud fue agregada al Señor” (Hechos

11:24). “Entonces el procónsul, viendo lo que había sucedido, creyó,

maravillado de la doctrina del Señor” (Hechos 13:12); “Y Crispo, el

principal de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su casa; y muchos

de los corintios, oyendo, creían y eran bautizados” (Hechos 18:8). Po-

cos hoy tienen una concepción correcta de lo que es una conversión de

escritura y salvación. Isaías 55:7 establece su llamamiento: “Deje el

impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a

Jehová el Señor, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el

cual será amplio en perdonar”. El carácter de conversión se describe


569

en 1 Tesalonicenses 1:9: “Porque ellos mismos cuentan de nosotros la

manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a

Dios, para servir al Dios Vivo y Verdadero”. La conversión, entonces,

es un cambio del pecado a la santidad, del yo a Dios, de Satanás a

Cristo. Es la entrega voluntaria de nosotros mismos al Señor Jesús, no

sólo por un consentimiento de dependencia de sus méritos, sino tam-

bién por una disposición voluntaria a obedecerle, entregando las llaves

de nuestros corazones y poniéndolas a sus pies. Es el alma que declara:

“Jehová Dios nuestro, otros señores fuera de ti se han enseñoreado de

nosotros; pero en ti solamente nos acordaremos de tu nombre” (Isaías

26:13). La conversión consiste en que nos recuperemos de nuestro

pecado actual a la imagen moral de Dios, o, lo que es lo mismo, a una

conformidad real con la ley moral. Pero una conformidad con la ley

moral consiste en la disposición de amar supremamente a Dios, vivirle

a Él en última instancia, y deleitarnos en Él de manera superlativa, y

amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y una práctica que


570

lo acepte. Y, por lo tanto, la conversión consiste en que nos recupere-

mos de lo que somos por naturaleza a tal disposición y práctica (James

Bellamy, 1770). Observe las palabras de búsqueda en Hechos 3:26: “A

vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió

para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su mal-

dad”. Esta es la manera en que Cristo bendice a los seres humanos,

convirtiéndolos. Sin embargo, el Evangelio puede instruir e iluminar a

los seres humanos, mientras sigan siendo esclavos del pecado, no les

ha conferido ninguna ventaja eterna. “¿No sabéis que si os sometéis a

alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien

obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para

justicia?” (Romanos 6:16). Hay una diferencia muy real entre creer en

la deidad de Cristo y rendirse a su señorío. Muchos están firmemente

convencidos de que Jesús es el Hijo de Dios; no tienen dudas de que

Él es el Hacedor del cielo y de la tierra. Pero eso no es una prueba de

una conversión. Los demonios creían y lo poseían como el Hijo de Dios


571

(Mateo 8:29: “Y clamaron diciendo: ¿Qué tienes con nosotros, Jesús,

Hijo de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?”).

Lo que presionamos aquí no es el asentimiento de la mente a la Divi-

nidad de Cristo, sino la voluntad de rendirse a Su autoridad, de modo

que la vida esté regulada por Sus mandamientos. Debe haber una su-

jeción de nosotros mismos a Él. El uno es inútil sin el otro. “y habiendo

sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los

que le obedecen” (Hebreos 5:9). Sin embargo, frente a la clara ense-

ñanza de la Sagrada Escritura, cuando las personas que no son salvas

se preocupan por su destino futuro y preguntan: ¿Qué debemos hacer

para ser salvos? La respuesta que se les suele dar es: “Acepta a Cristo

como tu Salvador personal”. Se hace un pequeño esfuerzo para pre-

sionar sobre ellos (como lo hizo Pablo con el carcelero de Filipos) en el

Señorío de Cristo. Muchos líderes ciegos de los ciegos, citan con lige-

reza: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre,

les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Tal vez el
572

líder objete: Pero no se dice nada acerca de recibir a Cristo como Se-

ñor. Directamente, no; ¡Tampoco se dice nada acerca de recibir a

Cristo como un Salvador personal! Es un Cristo completo que debe ser

recibido, o ninguno en lo absoluto. Pero si el objetor medita cuidado-

samente en el contexto de Juan 1:12, descubrirá rápidamente que es

como el Señor Cristo se presenta, y como tal debe ser recibido por

nosotros. En el versículo anterior dice, “A lo suyo vino, y los suyos no

le recibieron”. ¿En qué personaje se lo ve a Él? Claramente, como Pro-

pietario y Maestro de Israel; y fue como tal que “no le recibieron”.

Considere lo que Él hace por aquellos que lo reciben: “a ellos les dio el

poder [el derecho o la prerrogativa] para convertirse en hijos de Dios”.

¡Quién, sino el Señor de los señores, tiene autoridad para dar a otros

el título de ser hijos de Dios! En un estado no regenerado, ningún pe-

cador está sujeto a Cristo como Señor, aunque puede estar completa-

mente convencido de su deidad y emplear el “Señor Jesús” cuando se

refiere a él. Cuando decimos que ninguna persona no regenerada está


573

sujeta a Cristo como Señor, queremos decir que su voluntad no es la

regla de su vida; agradar, obedecer, honrar y glorificar a Cristo no es

el objetivo dominante de su vida, la disposición y el esfuerzo del cora-

zón. Lejos de ser así, su verdadero sentimiento es: “Y Faraón respon-

dió: ¿Quién es Jehová el Señor, para que yo oiga su voz y deje ir a

Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel” (Éxodo

5:2). Toda la tendencia de su vida está diciendo: “Pero sus conciuda-

danos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No

queremos que éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). A pesar de

todas las pretensiones religiosas, la verdadera actitud de los no rege-

nerados hacia Dios es: “Dicen, pues, a Dios: Apártate de nosotros,

Porque no queremos el conocimiento de tus caminos. ¿Quién es el To-

dopoderoso, para que le sirvamos? ¿Y de qué nos aprovechará que

oremos a él?” (Job 21:14-15). Su conducta insinúa, “A los que han

dicho: Por nuestra lengua prevaleceremos; Nuestros labios son nues-

tros; ¿quién es señor de nosotros?” (Salmo 12:4). En lugar de rendirse


574

a Dios en Cristo, cada pecador se vuelve “a su manera” (Isaías 53:6:

“Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó

por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”),

viviendo sólo para complacerse a sí mismo. Cuando el Espíritu Santo

convence de pecado, hace que esa persona vea lo que realmente es el

pecado. Él hace que el convicto entienda que el pecado es una rebelión

contra Dios, una negativa a someterse al Señor. El Espíritu hace que

se dé cuenta de que ha sido un insurrecto contra Aquel que es exaltado

por encima de todo. Ahora está convencido no sólo de este pecado, o

de ese ídolo, sino que también se da cuenta de que toda su vida ha

sido una lucha constante contra Dios; que a sabiendas, y voluntaria-

mente, y constantemente lo ha ignorado y desafiado, escogiendo deli-

beradamente seguir su propio camino. La obra del Espíritu en los ele-

gidos de Dios, no es tanto convencer a cada uno de ellos de que son

pecadores perdidos (porque la conciencia del ser humano natural sí lo

sabe, ¡sin ninguna operación sobrenatural del Espíritu Santo!); es para


575

revelar el exceso de pecado del pecado (Romanos 7:13: “¿Luego lo que

es bueno, vino a ser muerte para mí? En ninguna manera; sino que el

pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de

lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a

ser sobremanera pecaminoso”), al hacernos ver y sentir que todo pe-

cado es una especie de anarquía espiritual, un desafío al Señorío de

Dios. Cuando un ser humano ha sido realmente condenado por la ope-

ración sobrenatural del Espíritu Santo, el primer efecto en él es una

desesperación absoluta e incondicional. Su caso parece ser absoluta-

mente desesperanzador. Ahora ve que ha pecado tan gravemente que

parece imposible que un Dios justo haga nada más que condenarlo por

toda la eternidad. Ve lo tonto que ha sido el prestar atención a la voz

de la tentación, a luchar contra el Altísimo y a perder su propia alma.

Recuerda con qué frecuencia Dios le ha hablado en el pasado, como

niño, como joven, como adulto, sobre un lecho de enfermedad, en la

muerte de un ser querido, en las adversidades de la vida, y cómo se


576

negó a escuchar y deliberadamente se volvió a un oído sordo. Ahora

siente que ha pecado en su día de gracia. Así como el suelo debe ser

arado y desgarrado antes de que sea receptivo para la semilla. Así

también el corazón debe estar preparado por estas experiencias an-

gustiosas, el obstinado se romperá, antes de que esté listo para la cu-

ración del Evangelio. ¡Pero cuán pocos son condenados salvativamente

por el Espíritu Santo! El Espíritu continúa su obra en el alma, arando

aún más profundo, revelando la horrorosa condición del pecado, pro-

duciendo un horror y odio por él. El pecador luego recibe el comienzo

de la esperanza, lo que resulta en una investigación seria, ¿Qué debo

hacer para ser salvo? Luego, el Espíritu, que ha venido a la tierra para

glorificar a Cristo, presiona sobre el alma y despierta las afirmaciones

de Su Señorío (Lucas 14:26-33: “Si alguno viene a mí, y no aborrece

a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun

también su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva su

cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo. Porque ¿quién de


577

vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula

los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que

después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los

que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre co-

menzó a edificar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al marchar a la guerra

contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente

con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando

el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones

de paz. Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que

posee, no puede ser mi discípulo”) y nos hace darnos cuenta de que

Cristo exige nuestros corazones, vidas y todo. Luego, otorga gracia al

alma vivificada para que renuncie a todos los demás señores, se aleje

de todos los ídolos y reciba a Cristo como Profeta, Sacerdote y Rey.

Nada más que la obra soberana y sobrenatural del Espíritu puede hacer

que esto suceda. Un predicador puede inducir a un ser humano a creer

lo que dicen las Escrituras sobre su condición perdida, persuadirlo para


578

que se incline ante el veredicto divino y luego acepte a Cristo como su

Salvador personal. Ningún ser humano quiere ir al infierno, y el fuego

está asegurado intelectualmente, que Cristo está listo como un escape

de incendios, con la única condición de que salte a sus brazos (des-

canse en su obra terminada), miles lo harían. Pero cien predicadores

son incapaces de hacer que una persona no regenerada se dé cuenta

de la terrible naturaleza del pecado, o que le muestre que ha sido un

rebelde de toda la vida contra Dios, o que cambie su corazón para que

ahora se aborrezca a sí mismo y anhela agradar a Dios y servir a Cristo.

Sólo el Espíritu puede llevar al ser humano al lugar donde está dis-

puesto a abandonar a cada ídolo, cortar una mano derecha obstaculi-

zada o arrancar un ojo derecho ofensivo. Probablemente algunos dirán:

Pero las exhortaciones dirigidas a los santos en las epístolas muestran

que son cristianos, y no a los que no son salvos, los que deben rendirse

al Señorío de Cristo (Romanos 12:1: “Así que, hermanos, os ruego por

las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio


579

vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional”). Tal error

sólo sirve para demostrar la total oscuridad espiritual que ha envuelto

incluso a la cristiandad ortodoxa. Las exhortaciones de las epístolas

simplemente significan que los cristianos deben continuar como empe-

zaron: “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo,

andad en él” (Colosenses 2:6). Todas las exhortaciones se pueden re-

sumir en dos expresiones: “Vengan a Cristo”, “Permanezcan en Él”, y

¿qué es lo que permanece y viene a Cristo constantemente (1 Pedro

2:4: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los

hombres, mas para Dios escogida y preciosa”)? Los santos (Romanos

12:1), ya se nos había pedido que nos rindiéramos a Dios (Romanos

6:13: “ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como ins-

trumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como

vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instru-

mentos de justicia”). Mientras estemos en la tierra, siempre necesita-

remos tales advertencias. A la iglesia descarriada en Éfeso se le dijo:


580

“Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las

primeras obras; pues si no, vendré pronto a ti, y quitaré tu candelero

de su lugar, si no te hubieres arrepentido” (Apocalipsis 2:5). Y ahora

una pregunta directa: ¿Es Cristo tu Señor? ¿De hecho Él ocupa el trono

de tu corazón? ¿Realmente Él gobierna tu vida? Si no, entonces cierta-

mente no es tu Salvador. A menos que tu corazón haya sido renovado,

a menos que la gracia te haya cambiado de ser un rebelde sin ley a un

sujeto amoroso a Cristo, entonces aún estás en tus pecados, en el ca-

mino ancho de la destrucción.


581

CAPÍTULO 37

EL SEÑORÍO DE CRISTO

“Sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre

preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia

ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en voso-

tros” (1 Pedro 3:15). En vista del contexto, es sorprendente notar que

fue a Pedro a quien el Espíritu de Dios se utilizó y animó a escribir estas

palabras. Mientras lo hacía, su corazón, sin duda, estaba lleno de tris-

teza y profunda contrición. Él dice: “Mas también si alguna cosa pade-

céis por causa de la justicia, bienaventurados sois. Por tanto, no os

amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis” (versículo 14). En

una ocasión nunca olvidada, había temido el “terror” de los malvados.

En el palacio de Pilatos, el temor al hombre le trajo una trampa. Pero

en nuestro texto él anuncia el remedio divino para la liberación del

temor al hombre. “Sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazo-

nes”. A la luz de su entorno, esto significa, en primer lugar, dejar que


582

el temor del señorío de Cristo posea sus corazones. Medita constante-

mente en el hecho de que Cristo es el Señor. Debido a que Él es el

Señor, todo el poder en el cielo y en la tierra es suyo; por lo tanto, Él

es el Maestro de cada situación, suficiente para cada emergencia, ca-

paz de satisfacer todas las necesidades. Cuando un cristiano tiembla

en presencia de sus enemigos, es porque duda o ha perdido de vista la

fidelidad y el poder de Cristo. “Sino santificad a Dios el Señor en vues-

tros corazones”. El motivo para obedecer este precepto no debe ser

nuestra propia paz y nuestra comodidad, sino su honor y gloria. Para

protegerse contra la proeza del ser humano, el santo debe cultivar el

temor del Señor, para que Cristo sea magnificado. El Señor Jesús es

glorificado cuando su pueblo perseguido conserva un comportamiento

sereno y una fortaleza inamovible ante toda oposición. Pero esto es

posible sólo cuando nuestros corazones están ocupados con Él, y par-

ticularmente con Su señorío. “Sino santificad a Dios el Señor en vues-

tros corazones”. Estas palabras tienen una aplicación más amplia.


583

¡Cuán pequeños cristianos profesantes habitan en el señorío de Cristo!

¡Qué tristemente inadecuados son los puntos de vista del verdadero

cristiano de Aquel que tiene un nombre que está sobre todo nombre!

“A fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de

sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Fili-

penses 3:10), debe ser el anhelo diario de nuestros corazones y la

oración ferviente de nuestros labios. No sólo necesitamos crecer en la

“gracia”, sino también en “el conocimiento de nuestro Señor y Salvador

Jesucristo” (2 Pedro 3:18). Qué poco conocemos realmente al Cristo

de Dios. “Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie

conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y

aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27); sin embargo,

mucho se ha revelado acerca de Él en las Escrituras. ¡Qué poco estu-

diamos esas Escrituras con el objetivo definido de buscar un conoci-

miento mejor, más profundo y completo del Señor Jesús! ¡Qué circuns-

crito está el alcance de nuestros estudios bíblicos! Muchos forman sus


584

concepciones de Cristo a partir de los primeros cuatro libros del Nuevo

Testamento y rara vez leen más allá de esos libros. Los evangelios

tratan la vida de Cristo durante los días de su humillación. Lo ven en

la forma de un Siervo, que no vino para ser servido, sino para servir.

Es cierto que el Evangelio de Mateo establece la realeza de Aquel que

estuvo aquí como el Siervo de Jehová; sin embargo, lo presenta como

el rey rechazado. También es cierto que el Evangelio de Juan retrata

las glorias divinas del Hijo encarnado; sin embargo, lo presenta como

Aquel que era desconocido en el mundo que había creado, y como re-

chazado por los Suyos a quienes vino (Juan 1:10-11: “En el mundo

estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo

suyo vino, y los suyos no le recibieron”). No es hasta que pasamos más

allá de los evangelios que encontramos que el señorío de Jesús de Na-

zaret realmente se manifiesta. En el día de Pentecostés, Pedro dijo:

“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús

a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”


585

(Hechos 2:36). El humillado es ahora victorioso. El que nació con hu-

mildad ha sido exaltado “sobre todo principado y autoridad y poder y

señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo,

sino también en el venidero” (Efesios 1:21). Al que sufrió, que Su ros-

tro se cubrió con la escupida vil de los seres humanos se le ha dado un

nombre más excelente que el de los ángeles (Hebreos 1:4: “hecho

tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que

ellos”). Aquel a quien el ser humano había coronado de espinas ha sido

coronado de gloria y honor (Hebreos 2:9: “ero vemos a aquel que fue

hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y

de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia

de Dios gustase la muerte por todos”). El que colgó, en aparente im-

potencia en una cruz, tomó asiento a la diestra de la Majestad en las

alturas (Hebreos 1:3: “El cual, siendo el resplandor de su gloria, y la

imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con

la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros


586

pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad

en las alturas”). Las epístolas, en contraste con los evangelios, fueron

escritas desde el punto de vista de un Cristo ascendido. Se tratan de

un Salvador glorificado. ¡Cuánto perdemos por su abandono! ¿Por qué

es que cuando Cristo viene a nuestras mentes, nuestros pensamientos

vuelven a los “días de su carne”? ¿Por qué nuestros corazones están

tan poco ocupados con el Cristo celestial? ¿Por qué meditamos tan poco

sobre Su exaltación, Su asiento y sesión a la diestra de Dios? ¿No es

porque leemos las epístolas con poca frecuencia? Muchos cristianos

encuentran las epístolas mucho más difíciles que los evangelios. Por

supuesto que sí lo son, porque son tan poco familiares. Entra a una

ciudad extraña y su trazado, las calles y los suburbios son desconoci-

dos. Es difícil encontrar tu camino. Así ocurre con las epístolas. El cris-

tiano debe vivir en ellas para familiarizarse con su contenido. Es sólo

en las epístolas que se establece el carácter distintivo del cristianismo;

no en los evangelios, los Hechos son transitorios; y la mayor parte de


587

la Revelación de Apocalipsis pertenece al futuro. Las epístolas solas

tratan de la presente dispensación. Pero la predicación actual rara vez

las nota. Los cristianos, en su lectura privada de la Palabra, rara vez

acuden a ellas. Pero en las Epístolas sólo se expone el cristianismo; el

cristianismo tiene que ver con un Cristo resucitado, glorificado y entro-

nizado. Por lo tanto, si debemos santificar en vuestros corazones a

Cristo Jesús como Señor, debemos pasar mucho tiempo en las epísto-

las.
588

CAPÍTULO 38

LA AMISTAD DE CRISTO

¿Cuántos han escuchado un sermón o leído un artículo sobre este gran

tema? ¿Cuánta gente de Dios piensa en Cristo con esta bendita rela-

ción? Cristo es el mejor amigo que tiene un cristiano, y es tanto su

privilegio, como su deber considerarlo como tal. Nuestro apoyo se en-

cuentra en las Escrituras, en los siguientes pasajes: “El hombre que

tiene amigos ha de mostrarse amigo; Y amigo hay más unido que un

hermano” (Proverbios 18:24), que no puede referirse a nadie más que

al Señor Jesús; “Su paladar, dulcísimo, y todo él codiciable. Tal es mi

amado, tal es mi amigo, Oh doncellas de Jerusalén” (Cantares 5:16).

Ése es el lenguaje de su cónyuge, el testimonio de la Iglesia, que con-

fiesa esa relación tan íntima. Agregue a estos pasajes el testimonio del

Nuevo Testamento cuando Cristo fue llamado un amigo de publicanos

y pecadores (Lucas 7:34: “Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe,

y decís: Este es un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de


589

publicanos y de pecadores”). Muchas y variadas son las relaciones en

las que Cristo se revela a un creyente, y él es el perdedor si ignora

cualquiera de ellas. Cristo es Dios, Señor, Cabeza, Salvador de la Igle-

sia. Oficialmente, Él es nuestro Profeta, Sacerdote y Rey; personal-

mente Él es nuestro Pariente Redentor, nuestro Intercesor y nuestro

Amigo. Ese título expresa la unión cercana entre el Señor Jesús y los

creyentes. Son como si fuera una sola alma la que actuara; de hecho,

el mismo espíritu lo hace, porque el que se une al Señor es un espíritu

con Él (1 Corintios 6:17: “Pero el que se une al Señor, un espíritu es

con él”). Cristo se encuentra en una relación más cercana que un her-

mano a la Iglesia: Él es su esposo, su amigo del alma (John Gill). “por-

que somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efe-

sios 5:30). Pero incluso esas relaciones no llegan a expresar plena-

mente la cercanía, la unidad espiritual y la indisoluble e inconmovible

unión entre Cristo y su pueblo. Debería haber los acercamientos más

independientes a Él y la comunión más íntima con Él. Negar a Cristo es


590

ignorar nuestra verdadera relación con Él. Él es nuestro mejor amigo.

“Hay un amigo que está más cerca que un hermano”. Ese título entra-

ñable no sólo expresa la relación cercana entre Él y Sus redimidos, sino

también el afecto que Él los tiene. Nada tiene, hace, o puede, amorti-

guar o apagar su flujo de salida. “Antes de la fiesta de la pascua, sa-

biendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo

al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los

amó hasta el fin” (Juan 13:1). Ese bendito título habla de la simpatía

que Él lleva a su pueblo en todos sus sufrimientos, tentaciones y en-

fermedades. “En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de

su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, y los trajo,

y los levantó todos los días de la antigüedad” (Isaías 63:9). ¡Qué de-

mostraciones tan reales son esas de su amistad! Ese título también nos

habla de su profunda preocupación por nuestros intereses. Él desea

nuestro más alto bienestar en el corazón; en consecuencia, Él ha pro-

metido: “Y haré con ellos pacto eterno, que no me volveré atrás de


591

hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no

se aparten de mí” (Jeremías 32:40). Considera ahora más definitiva-

mente las excelencias de nuestro mejor amigo: Cristo es un antiguo

amigo. A los viejos amigos los valoramos mucho. ¡El Señor Jesús fue

nuestro amigo cuando éramos sus enemigos! Caímos en Adán, pero Él

no dejó de amarnos; más bien, se convirtió en el último Adán para

redimirnos y dar su vida por sus amigos (Juan 15:13: “Nadie tiene

mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos”). Él

envió a sus siervos a predicarnos el evangelio, pero lo despreciamos.

Incluso cuando estábamos vagando en los caminos de nuestra locura,

Él decidió salvarnos y cuidó de nosotros. En medio de nuestro pecado

y unión con la muerte, Él nos liberó por Su gracia, y por Su amor venció

nuestra enemistad y ganó nuestros corazones. Cristo es un amigo

constante; Uno que ama en todo momento (Proverbios 17:17: “En todo

tiempo ama el amigo, Y es como un hermano en tiempo de angustia”).

Él continúa siendo nuestro amigo a través de todas las vicisitudes de


592

la vida, Él no es un amigo de buenos tiempos, que nos falla cuando

más lo necesitamos. Él es nuestro fiel amigo en el día de la adversidad,

tanto como en el día de la prosperidad. ¿No fue así con Pedro? Él es

una ayuda muy presente en medio de los problemas (Salmo 46:1:

“Dios es nuestro amparo y fortaleza, Nuestro pronto auxilio en las tri-

bulaciones”), y lo evidencia, Su gracia sustentadora. Ni nuestras trans-

gresiones apartan de nosotros su compasión; incluso entonces Él actúa

como un amigo. “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pe-

quéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre,

a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). Cristo es un amigo fiel. Su gracia

no se muestra a expensas de la justicia, ni Sus misericordias ignoran

los requisitos de la santidad. Cristo siempre tiene a la vista tanto la

gloria de Dios como el bien supremo de su pueblo. “Fieles son las he-

ridas del que ama; Pero importunos los besos del que aborrece” (Pro-

verbios 27:6). Un verdadero amigo cumple su deber al señalar mis

faltas. También con este respecto, Cristo se muestra amigable


593

(Proverbios 18:24: “El hombre que tiene amigos ha de mostrarse

amigo; Y amigo hay más unido que un hermano”). A menudo nos dice

a cada uno de nosotros: “Pero tengo algunas cosas en contra de ti”

(Apocalipsis 2:4, 14, 20), y nos reprende por medio de su Palabra, nos

convence por su Espíritu a nuestra conciencia y nos castiga por su pro-

videncia para que podamos ser partícipes de su santidad (Hebreos

12:10: “Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como

a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que

participemos de su santidad”). Cristo es un amigo Todopoderoso. Él

está dispuesto y puede ayudarnos. Algunos amigos terrenales pueden

tener el deseo de ayudarnos en la hora de necesidad, pero carecen de

los medios para poder hacerlo: no es así con nuestro Amigo Celestial.

Él tiene el corazón para ayudar y también el poder. Él es el Poseedor

de todas las “riquezas inescrutables”, y todo lo que Él tiene está a

nuestra disposición. “La gloria que me diste, yo les he dado, para que

sean uno, así como nosotros somos uno” (Juan 17:22). Tenemos un
594

amigo en la corte, porque Cristo usa su influencia con el Padre en nues-

tro nombre. “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los

que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por

ellos” (Hebreos 7:25). Ninguna situación puede surgir que esté más

allá de los recursos de Cristo. Cristo es un Amigo Eterno. Él no nos

abandona en la hora de la crisis. “Aunque ande en valle de sombra de

muerte, No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; Tu vara y

tu cayado me infundirán aliento” (Salmo 23:4). La muerte tampoco

nos separa de este Gran Amigo que se mantiene más cerca que un

hermano, porque estamos con Él ese mismo día en el paraíso. La

muerte nos habrá separado de aquellos que están en la tierra, pero

ausentes del cuerpo, estaremos presentes con el Señor (2 Corintios

5:8: “Pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y

presentes al Señor”). Y en el futuro, Cristo se manifestará como nues-

tro amigo, diciendo: “Entra en el gozo de tu Señor”. Ya que Cristo es

tal amigo para el cristiano, ¿qué sigue entonces? ¡La amistad debe ser
595

correspondida con amistad! Negativamente, no debería haber frialdad,

aislamiento, agitación, vacilación por nuestra parte; pero positiva-

mente, debe haber un libre aprovechamiento de tal privilegio. Debe-

mos deleitarnos en Él. Ya que Él es un Amigo Fiel, podemos contarle

con seguridad los secretos de nuestros corazones, porque Él nunca

traicionará nuestra confianza. Pero su amistad también impone obliga-

ciones muy definidas: Complacerlo, promover su causa y buscar dia-

riamente su consejo.
596

CAPÍTULO 39

LA AMABILIDAD DE CRISTO

Uno de los propósitos de los apóstoles al escribir la epístola a los he-

breos era fortalecer la fe de aquellos que fueron sometidos a un duro

juicio y vacilación, y por paralelismo de razón, a todos los que son

débiles en la gracia. “Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado,

es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18). El

método que se siguió para perseguir ese fin fue establecer la excelencia

trascendente de Cristo, con su buena voluntad para con los hijos de los

hombres. Expone en detalle las perfecciones de su persona, sus oficios

y su obra. Él declara que Él es el Hijo de Dios, quien ha sido hecho

heredero de todas las cosas; que Él es el resplandor de la gloria del

Padre y la imagen expresa de Su persona. Se hizo una demostración

completa de su inconmensurable superioridad con los ángeles, pero

tan infinita fue su condescendencia y tan grande fue su amor por quie-

nes le fueron dados por el Padre, que ocupó un lugar más bajo que el
597

ocupado por las criaturas celestiales; sin embargo, “Por lo cual debía

ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso

y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los peca-

dos del pueblo” (Hebreos 2:17). En Sus oficios, Él es revelado como el

Profeta supremo, el portavoz final de la Deidad (Hebreos 1:1-2: “Dios,

habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo

a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado

por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo

hizo el universo”), como un rey glorioso (Hebreos 1:8: “Mas del Hijo

dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; Cetro de equidad es el

cetro de tu reino”), como un sumo sacerdote misericordioso y fiel (He-

breos 2:17: “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos,

para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios

se refiere, para expiar los pecados del pueblo”); en Su obra como hacer

la reconciliación [literalmente “la propiciación”] por los pecados de su

pueblo (Hebreos 2:17), como siempre viviendo para interceder por


598

ellos (Hebreos 7:25: “por lo cual puede también salvar perpetuamente

a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder

por ellos”), como trayendo muchos hijos Para la gloria (Hebreos 2:10:

“Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por

quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos

a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de

ellos”). Tan asombrosa fue la gracia de este Santo Ser que Él no sólo

participó de la naturaleza de aquellos que vino a salvar, sino que tam-

bién entró plenamente en sus circunstancias, se vio sometido a sus

enfermedades, fue tentado en todos los aspectos tal como lo son ellos

(excepto sin la corrupción interior). Él derramó su preciosa sangre y

murió de manera vergonzosa en su lugar y en su nombre; y todo esto

para manifestar la realidad y la abundancia de Su misericordia para

con los pecadores, encender sus corazones y atraer hacia Él, los afectos

de los creyentes. El apóstol señala una de las benditas consecuencias

de que el Hijo se haya encarnado y haya tenido un compañerismo con


599

su pueblo que sufre. Primero, el Señor de la gloria descendió al reino

de la tentación. La Escritura siempre debe entenderse en su latitud más

amplia posible; por lo tanto, tentación, significa ser sometido a prueba,

sometido a pruebas y problemas, solicitado por el mal. Cristo fue ten-

tado por Dios, por los seres humano y por el diablo. En segundo lugar,

Él “sufrió” mientras era tentado. Esas tentaciones no eran meras crea-

ciones, sino reales y dolorosas. No podía ser de otra manera, ya que

no sólo participaba de todas las sensibilidades humanas, sino que tam-

bién su santidad sentía cada forma de maldad. Tercero, el recuerdo de

Sus sufrimientos lo hace más consciente de los nuestros. “Pues en

cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a

los que son tentados” (Hebreos 2:18). Consideremos primero la opor-

tunidad y la preciosidad de esas palabras para aquellos a quienes fue-

ron dirigidas originalmente. Los santos hebreos eran judíos que habían

sido convocados en los días de Cristo y bajo la predicación de los após-

toles, y se encontraban en circunstancias particularmente difíciles. Sus


600

compatriotas no convertidos, los consideraban como apóstatas de Moi-

sés y, por lo tanto, de Jehová mismo. No tendrían compañerismo con

ellos, sino que los consideraron con el mayor desprecio y los trataron

con la mayor crueldad. Esto resultó en una gran angustia y privación,

de modo que sufrieron una gran pelea de aflicciones, se hicieron con

una mirada de alerta tanto por reproches como por aflicciones, incluso

por el despojo de sus bienes (Hebreos 10:32-34: “Pero traed a la me-

moria los días pasados, en los cuales, después de haber sido ilumina-

dos, sostuvisteis gran combate de padecimientos; por una parte, cier-

tamente, con vituperios y tribulaciones fuisteis hechos espectáculo; y

por otra, llegasteis a ser compañeros de los que estaban en una situa-

ción semejante. Porque de los presos también os compadecisteis, y el

despojo de vuestros bienes sufristeis con gozo, sabiendo que tenéis en

vosotros una mejor y perdurable herencia en los cielos”), por su conti-

nua lealtad a Cristo. Por lo tanto, se sintieron fuertemente tentados a

abandonar la profesión cristiana, a retomar su lugar anterior bajo el


601

judaísmo y, por lo tanto, a evitar mayores problemas. Ahora fue para

los creyentes en tal situación que se abordó nuestro texto bíblico. El

apóstol les recuerda que Cristo mismo fue severamente tentado, que

fue sometido a peores pruebas que las nuestras; sin embargo, soportó

lo mismo y emergió como un vencedor, un gran vencedor. Luego les

aseguró que el Salvador podía sostenerlos, consolarlos y fortalecerlos.

Hoy existen muchos cristianos que se encuentran en circunstancias si-

milares a las de los hebreos oprimidos. El mundo los odia, y lo hace en

proporción a su fidelidad y conformidad con Cristo. Algunos son trata-

dos con dureza por parientes impíos. Algunos sufren a manos de pro-

fesores sin gracia. Otros experimentan el castigo divino o las providen-

cias desconcertantes, o están pasando por las aguas del duelo o una

enfermedad dolorosa. En esos momentos, justamente Satanás está

particularmente activo, lanzando sus ataques más feroces, tentándolos

de varias maneras. Aquí está el alivio: Un alivio real, presente y todo

suficiente. Dirige tu corazón y tus ojos al Salvador, y considera cuán


602

bien calificado está para socorrerte. Está vestido con nuestra humani-

dad y, por lo tanto, puede ser tocado con el sentimiento de nuestras

enfermedades. La experiencia a través de la cual Él pasó se ajustó a Él

para compadecernos. Él sabe todo sobre su caso, entiende completa-

mente sus pruebas y mide la fuerza de su tentación. No es un espec-

tador indiferente, sino lleno de compasión. Lloró junto a la tumba de

Lázaro, y hoy Él es igual que ayer. Él es fiel en responder a los llama-

mientos de su pueblo. “Es capaz de socorrer” sin importar la forma que

tome la tentación o el juicio. “Socorro” es una palabra muy completa:

significa “hacerse amigo, ayudar a los necesitados, fortalecer a los dé-

biles”. Pero el término griego es aún más llamativo y bellamente ex-

presivo: Significa apresurarse en respuesta a un grito de angustia, li-

teralmente, a correr hacia la llamada de otra persona. Crisóstomo lo

interpretó: “Él les da su mano con toda disposición”. Una bendita ilus-

tración se ve en el caso de Cristo extendiendo Su mano para agarrar a

Pedro cuando comenzó a hundirse en el mar (Mateo 14:30-31: “Pero


603

al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse, dio vo-

ces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la

mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?”).

Ese fue el Salvador que vino en ayuda cuando sucumbió uno de los

suyos. La misma tierna benevolencia se ejemplificó aún más plena-

mente cuando lo vemos como el buen samaritano que atiende al via-

jero herido (Lucas 10:33-35: “Pero un samaritano, que iba de camino,

vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose,

vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabal-

gadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos

denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que

gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”). Él es capaz de ha-

cerlo. La palabra griega implica tanto aptitud como buena disposición

para hacer algo. Cristo es igualmente competente y está listo para em-

prender por su pueblo. No hay renuencia en Él. La dureza está siempre

en nosotros. “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los


604

que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por

ellos” (Hebreos 7:25) significa preparación y capacidad. Durante su

estadía en esta tierra, ¿no estuvo Él listo para sanar los cuerpos enfer-

mos? ¿Y crees que ahora no está dispuesto a ministrar a las almas

angustiadas? Dios nos libra. Siempre estaba a disposición de los muti-

lados, de los ciegos, de los paralizados, sí, del repugnante leproso tam-

bién. Siempre estuvo preparado, sin complacencia, para aliviar el su-

frimiento: “Y toda la gente procuraba tocarle, porque poder salía de él

y sanaba a todos” (Lucas 6:19), y aunque los que se hicieron amigos

manifestaron mucha incredulidad. Como estaba entonces separado y

consagrado a su misión de sanar a los enfermos, ahora es parte de su

ministerio, el desatar a los quebrantados de corazón. ¡Qué Salvador

tan grande es nuestro! El Dios Todopoderoso, el hombre todo tierno.

Quien está infinitamente por encima de nosotros en Su naturaleza ori-

ginal y gloria presente, sin embargo, Aquel que se hizo carne y sangre,

vivió en la misma dimensión que nosotros, experimentó los mismos


605

problemas y sufrió como nosotros, aunque mucho más agudamente.

Entonces, ¡qué bien calificado está para suplir todas tus necesidades!

Arroja todo tu cuidado sobre Él, sabiendo que Él se preocupa por ti.

Sean cuales sean tus circunstancias, el Salvador que lo ayuda es sufi-

ciente y entra en simpatía con su condición. Él sabía lo que era estar

cansado (Juan 4:6: “Y estaba allí el pozo de Jacob. Entonces Jesús,

cansado del camino, se sentó así junto al pozo. Era como la hora

sexta”) y agotado (Marcos 4:36-38: “Y despidiendo a la multitud, le

tomaron como estaba, en la barca; y había también con él otras barcas.

Pero se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la

barca, de tal manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, dur-

miendo sobre un cabezal; y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no

tienes cuidado que perecemos?”). Sabía lo que era sufrir hambre y sed.

¿Eres sin hogar? Cristo no tenía un lugar para recostar su cabeza. ¿Es-

tás en circunstancias difíciles? Cristo estaba acunado en un pesebre.

¿Estás afligido? Cristo era el hombre de dolores. ¿Eres mal entendido


606

por tus propios compañeros creyentes o seres amados? Así fue Él por

sus propios discípulos y hermanos. Sea cual sea tu situación, Él puede

entrar plenamente en ella. Experimentó todas las miserias de la huma-

nidad, y no las ha olvidado. ¿Eres asaltado por Satanás? Así fue Él.

¿Los pensamientos blasfemos a veces atormentan tu mente? El diablo

lo tentó idólatramente para hacerlo adorar. ¿Estás tan desesperado

como para pensar en acabar contigo mismo? Satanás lo desafió tam-

bién a Cristo, al decirle que se arroje desde el pináculo del templo. Él

fue tentado en todos los aspectos como nosotros, pero sin el pecado.

Los ángeles pueden sentir lástima, pero no pueden tener sentimientos

de compañerismo. Pero la compasión de Cristo (que significa “sufrir

con”) lo mueve a socorrer. En algunos casos, lo hace antes de que

llegue la tentación y de varias maneras. Se prepara para ello advir-

tiendo lo mismo; como sucedió con el Israel afligido en Egipto (Génesis

15:13: “Entonces Jehová dijo a Abram: Ten por cierto que tu descen-

dencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida


607

cuatrocientos años”), y Pablo (Hechos 9:16: “Porque yo le mostraré

cuánto le es necesario padecer por mi nombre”), en nuestro caso, ha-

ciendo que Sus providencias anuncien la tentación; al acomodarnos

para ellas, como Cristo fue ungido con el Espíritu antes de que el diablo

lo tentara; o derritiendo el corazón con un sentido de Su bondad, que

nos mueve a decir: “¿Cómo, entonces, puedo hacer esta gran maldad?"

(Génesis 39:9: “No hay otro mayor que yo en esta casa, y ninguna

cosa me ha reservado sino a ti, por cuanto tú eres su mujer; ¿cómo,

pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?”). Sucede bajo

la tentación; en algunos casos por la poderosa aplicación de un pre-

cepto o promesa, que como un cable de acero, mantiene el corazón

rápido y presto en medio de la tormenta; por una interposición provi-

dencial que nos impide ejecutar la mala intención, o eliminando la ten-

tación misma; al darnos para probar la suficiencia de su gracia (2 Co-

rintios 1:2: “Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor

Jesucristo”). Sucede después de la tentación, al darnos un espíritu de


608

arrepentimiento (Lucas 22:61-62: “Entonces, vuelto el Señor, miró a

Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho:

Antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y Pedro, saliendo

fuera, lloró amargamente”), al movernos a confesar nuestros pecados.

Cuando los ángeles le ministraron después de su conflicto con Satanás,

así nos ministra a nosotros. Entonces, sin importar cuán grave sea su

situación o agudo su sufrimiento, solicite alivio y liberación a Cristo y

cuente con su plena y eficaz ayuda. Es cuando el niño está más en-

fermo que la madre viene y se sienta a su lado (Isaías 66:13: “Como

aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en

Jerusalén tomaréis consuelo”).


609

CAPÍTULO 40

EL LLAMADO DE CRISTO

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré

descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy

manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras al-

mas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:28-30).

Estamos muy familiarizados con el sonido de estas palabras, todos los

que profesamos ser cristianos, sin embargo, existe una gran necesidad

apremiante de su examen cuidadoso. Pocas porciones de la Palabra de

Dios han recibido un tratamiento tan superficial. Que estos versículos

exigen meditación en oración, algunos lo admitirán, pero pocos se dan

cuenta de que un “pasaje simple” requiere un estudio prolongado. Mu-

chos dan por sentado que ya comprenden su verdadero significado, por

lo que no hacen una investigación diligente sobre el significado de sus

términos. El mero hecho de que un versículo sea tan frecuentemente

citado, no es prueba concluyente de que realmente seamos conscientes


610

de su importancia; sin embargo, tal familiaridad ha impedido un exa-

men cuidadoso y hace que sea mucho más probable que no compren-

damos correctamente su verdad. Hay una gran diferencia entre fami-

liarizarse con el sonido de un versículo de la Sagrada Escritura y entrar

en el sentido de este. Nuestra edad y época está marcada por la hol-

gazanería industrial y la flojera mental. El trabajo se detesta y la rapi-

dez con la cual se puede deshacer de una tarea es practicado, en lugar

de lo bien que se puede hacer, es el orden del día. El mismo espíritu

dilatorio marca los productos tanto del púlpito como de la página im-

presa; de ahí el tratamiento superficial que comúnmente recibe este

pasaje bíblico. No se presta atención a su contexto ni se realiza un

esfuerzo laborioso para determinar su coherencia (la relación de una

cláusula con otra); no se ha realizado ningún examen cuidadoso y la

exposición de sus términos. Si alguna vez un pasaje de las Escrituras

fue mutilado y su significado pervertido, es éste. Sólo se cita un frag-

mento de él, con la parte más desagradable para la carne, omitida.


611

Una llamada particular se tuerce en una invitación promiscua, al igno-

rar deliberadamente los términos calificados aquí utilizados por el Sal-

vador. Incluso cuando se cita la cláusula de apertura, no se hace nin-

gún intento de mostrar lo que implica “venir a Cristo”, por lo que el

oyente debe asumir que ya entiende su significado. Los oficios espe-

ciales en los que se retrata al Hijo de Dios, a saber, como Señor y

Maestro, como Príncipe y Profeta, se ignoran, y se sustituye por otro.

La promesa condicional hecha por Cristo se falsifica al hacerla incondi-

cional, como si su “reposo” pudiera obtenerse, sin que tomemos su

“yugo” sobre nosotros, y sin nuestro “aprendizaje” de Él. Tales revela-

ciones pueden causar resentimientos amargamente, por una gran can-

tidad de personas que asisten a la iglesia y que no desean escuchar a

nadie criticándolos. Pero si están preparados para permanecer “a gusto

en Sion”, si están contentos con ser engañados o no, si tienen tanta

confianza en los seres humanos que están dispuestos a recibir las cosas

más valiosas que todas por segundas personas, si se niegan a hacerlo,


612

entonces deben examinar sus fundamentos y buscar en sus corazones,

entonces debemos “dejarlos en paz” (Mateo 15:14: “Dejadlos; son cie-

gos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el

hoyo”). Pero todavía hay algunos que aprecian su alma tan altamente

que no consideran ningún esfuerzo demasiado grande para determinar

si poseen o no, un conocimiento salvador de la verdad de Dios; si real-

mente entienden o no los términos de la salvación de Dios; si están o

no construyendo su vida sobre una base inquebrantable. Eche un vis-

tazo más de cerca al pasaje bíblico. Se abre con: “Venid a mí todos los

que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” y se cierra

con “y hallaréis descanso para vuestras almas”. No se trata (como al-

gunos han supuesto) de dos descansos diferentes, sino del mismo en

ambos casos; A saber, del descanso espiritual, de salvar el descanso.

Tampoco son dos aspectos diferentes de este descanso que son retra-

tados; sino más bien un descanso revelado desde dos puntos de vista

distintos. En el primero, la soberanía divina está a la vista, “haré”; en


613

el segundo, la responsabilidad humana se impone, “encontraréis”. En

la cláusula de apertura, Cristo afirma que Él es el Dador del descanso;

en lo que sigue, especifica los términos sobre los cuales proporciona el

descanso; o para expresarlo de otra manera, las condiciones que de-

bemos cumplir si queremos obtener ese descanso. El descanso se

otorga libremente, pero sólo a aquellos que cumplen con los requisitos

revelados de su Otorgador. “Venid a mí”. ¿Quién emite esta llamada?

Cristo, tú respondes. Es cierto, pero Cristo ¿en qué carácter particular?

¿Habló Cristo como rey, al mando de sus súbditos? ¿O como Creador,

dirigiéndose a Sus criaturas?; ¿O como médico, invitando a los enfer-

mos¡; ¿O como Señor, instruyendo a sus siervos? Pero, ¿hace una dis-

tinción en su mente entre la persona de Cristo y el oficio de Cristo? ¿No

distingues claramente entre su oficio como profeta, como sacerdote y

como rey? ¿Has encontrado tales distinciones tanto necesarias como

útiles? Entonces, ¿por qué las personas se quejan cuando llamamos la

atención sobre las diversas relaciones que sostiene nuestro Señor, y la


614

importancia de señalar en cuál de estas relaciones está actuando en

cualquier momento? La atención a tales detalles a menudo marca la

diferencia entre una comprensión correcta e incorrecta de un pasaje

bíblico. Para responder a nuestra pregunta en qué personaje particular

Cristo emitió este llamado, es necesario mirar los versículos anteriores.

La atención al contexto es una de las primeras preocupaciones para

aquellos que reflexionarían cuidadosamente sobre cualquier pasaje en

particular. Mateo 11 comienza cuando Juan el Bautista ha sido echado

en la cárcel, desde la cual envió mensajeros a Cristo para que lo aclare

de su perplejidad (versículos 2-3: “Y al oír Juan, en la cárcel, los hechos

de Cristo, le envió dos de sus discípulos, para preguntarle: ¿Eres tú

aquel que había de venir, o esperaremos a otro?”). Nuestro Señor

reivindicó públicamente a Su precursor y magnificó su único ministerio

(versículos 4-15: “Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a

Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los le-

prosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y
615

a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el que no

halle tropiezo en mí. Mientras ellos se iban, comenzó Jesús a decir de

Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida

por el viento? ¿O qué salisteis a ver? ¿A un hombre cubierto de vesti-

duras delicadas? He aquí, los que llevan vestiduras delicadas, en las

casas de los reyes están. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí,

os digo, y más que profeta. Porque éste es de quien está escrito: He

aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, El cual preparará tu

camino delante de ti. De cierto os digo: Entre los que nacen de mujer

no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pe-

queño en el reino de los cielos, mayor es que él. Desde los días de Juan

el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los vio-

lentos lo arrebatan. Porque todos los profetas y la ley profetizaron

hasta Juan. Y si queréis recibirlo, él es aquel Elías que había de venir.

El que tiene oídos para oír, oiga”). Después de haber elogiado a Juan

El Bautista y su ministerio, Cristo reprendió a quienes habían tenido el


616

privilegio de disfrutar tanto de él como de los suyos, porque no se

beneficiaron de él, sino que habían despreciado y rechazado a ambos.

Tan depravada era la gente de ese día, que acusaron a Juan de estar

poseído por un demonio y acusaron a Cristo de ser un glotón y un

bebedor de vino (versículos 16-19: “Mas ¿a qué compararé esta gene-

ración? Es semejante a los muchachos que se sientan en las plazas, y

dan voces a sus compañeros, diciendo: Os tocamos flauta, y no bailas-

teis; os endechamos, y no lamentasteis. Porque vino Juan, que ni co-

mía ni bebía, y dicen: Demonio tiene. Vino el Hijo del Hombre, que

come y bebe, y dicen: He aquí un hombre comilón, y bebedor de vino,

amigo de publicanos y de pecadores. Pero la sabiduría es justificada

por sus hijos”). Uno de los pasajes más solemnes de la Sagrada Escri-

tura (versículos 20-24: “Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades

en las cuales había hecho muchos de sus milagros, porque no se habían

arrepentido, diciendo: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si

en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos
617

en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ce-

niza. Por tanto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el

castigo para Tiro y para Sidón, que para vosotras. Y tú, Capernaúm,

que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque

si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en

ti, habría permanecido hasta el día de hoy. Por tanto os digo que en el

día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma,

que para ti”) registra algunas de las palabras más temerosas que ja-

más hayan sido pronunciadas de los labios del Hijo de Dios. Desentrañó

a las ciudades donde se realizaron la mayoría de sus obras poderosas

porque no se arrepintieron (versículo 20: “Entonces comenzó a recon-

venir a las ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros,

porque no se habían arrepentido, diciendo”). Tenga en cuenta que

Cristo se negó a pasar por alto la perversidad de la gente; en cambio,

Él los cargó con sus pecados. Y dejen que los antinomianos observen

que, lejos del Cristo de Dios, que ignora la responsabilidad humana o


618

excusa la impotencia espiritual de los seres humanos, los responsabi-

lizó estrictamente y los culpó por su impenitencia. La impenitencia vo-

luntaria es el gran pecado condenatorio de multitudes que disfrutan el

Evangelio, y que (más que cualquier otro) los pecadores serán repren-

didos por toda la eternidad. La gran doctrina que tanto Juan el Bautista,

Cristo mismo y los apóstoles predicaron, fue el arrepentimiento: La

gran verdad diseñada tanto para sus vidas como para sus corazones,

era prevalecer en este mensaje para que la gente cambiara sus mentes

y sus maneras de vivir, dejaran sus pecados y se vuelvan a Dios; pero

estos no serían llevados a ese estado, porque Él no dice, que ellos no

creyeron, porque tenían algún tipo de fe que muchos de ellos sí la te-

nían, creían que Cristo era un “Maestro venido de Dios”; pero porque

“no se arrepintieron”, ya que su fe no prevaleció en ellos para la trans-

formación de sus corazones y la reforma de sus vidas. Cristo los re-

prendió por sus otros pecados, para que eso los condujera al arrepen-

timiento, pero cuando no se arrepintieron, los reprendió por eso como


619

su negativa para ser sanados. Él los reprendió con eso, para que se

levantaran a sí mismos, y al fin pudieran ver su terrible locura, ya que

sólo eso hace que el triste caso del ser humano sea desesperado y que

la herida sea incurable (Matthew Henry). El pecado en particular por el

cual Cristo los reprendió fue el de la impenitencia. La agravación espe-

cial de su pecado fue que habían presenciado la mayoría de las obras

milagrosas de Cristo, ya que en esas ciudades el Señor había residido

y realizado muchos de sus milagros de sanación durante algún tiempo.

Algunos lugares disfrutan de los medios de gracia más abundante-

mente que otros lugares. Así como ciertas partes de la tierra reciben

una lluvia mucho más grande que otras, existen ciertos países y pue-

blos que han sido favorecidos con una predicación del Evangelio más

pura y más derramamientos del Espíritu que otros países. Dios es so-

berano en la distribución de Sus dones, tanto naturales como espiri-

tuales, y “Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será

azotado poco; porque a todo aquel a quien se haya dado mucho,


620

mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se

le pedirá” (Lucas 12:48). Cuanto mayores sean nuestras oportunida-

des, mayores serán nuestras obligaciones; y cuanto más fuertes sean

los incentivos que tenemos para arrepentirnos, más atroz es la impe-

nitencia, y el cálculo del castigo más pesado será. Cristo toma nota de

sus “obras poderosas” entre nosotros, y aún nos hará rendir cuentas

por ellos. “Ay de ti, Corazín! Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en

Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras,

tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza” (Mateo

11:21). Cristo vino al mundo para dispensar bendiciones. Pero si Su

persona es despreciada, Su autoridad es rechazada y Sus misericordias

son humilladas, entonces Él tiene terribles males en la reserva. Pero,

¿cuántos asistentes a la iglesia de hoy en día, escuchan algo acerca de

esto? A menudo, los púlpitos han tomado deliberadamente la línea de

menor resistencia y han tratado de complacer al público, reteniendo lo

que era desagradable o impopular entre las personas. Las almas son
621

engañadas si un Cristo sentimental es sustituido por el Cristo de las

Escrituras, si se enfatizan sólo Sus Bienaventuranzas (Mateo 5) y Sus

aflicciones (Mateo 23) se ignoran. En aún más agravación de su pecado

de impenitencia, nuestro Señor afirmó que los ciudadanos de Corazín

y Betsaida tenían un corazón peor que los propios gentiles que despre-

ciaban. Afirmó que, si Tiro y Sidón hubieran disfrutado de tales privi-

legios como ellos, se habrían arrepentido hace mucho tiempo en sacos

y cenizas. Algunas de las bendiciones que la cristiandad actual despre-

cian serían bienvenidas en muchas partes de la comunidad. No somos

competentes para resolver todas las dificultades, o para entender com-

pletamente este tema; basta con que Cristo supiera que los corazones

de los judíos impenitentes estarían más endurecidos en rebelión y

enemistad, y menos susceptibles de impresiones adecuadas de su doc-

trina y milagros, de lo que hubieran estado los habitantes de Tiro y

Sidón; y por lo tanto, su condena final sería proporcionalmente más

intolerable (Thomas Scott). Por un lado, este pasaje no está solo (ver
622

Ezequiel 3:6-7: “No a muchos pueblos de habla profunda ni de lengua

difícil, cuyas palabras no entiendas; y si a ellos te enviara, ellos te

oyeran. Mas la casa de Israel no te querrá oír, porque no me quiere oír

a mí; porque toda la casa de Israel es dura de frente y obstinada de

corazón”); en el otro, el arrepentimiento del que habla Cristo no es

necesariamente uno que conduzca a la salvación eterna. Aún más so-

lemnes son las terribles palabras de Cristo (Mateo 11:23-24: “Y tú,

Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás

abatida; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han

sido hechos en ti, habría permanecido hasta el día de hoy. Por tanto os

digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra

de Sodoma, que para ti”), donde anunció la condena de los muy favo-

recidos de Capernaúm. Debido a los privilegios indescriptibles que dis-

frutaban sus habitantes, habían sido levantados hacia el cielo. Pero

como sus corazones estaban tan atados a la tierra, desdeñaron tales

bendiciones; por lo tanto, serían llevados al infierno. Cuanto mayores


623

son las ventajas que disfrutan, más temerosa es la condenación de

quienes abusan de ellas; cuanto mayor sea la elevación, más fatal será

la caída de ella. El honorable Capernaúm se compara con la deshonrosa

Sodoma, que, debido a sus enormidades de maldad, Dios había des-

truido con fuego y azufre. Fue en Capernaúm que el Señor Jesús había

residido principalmente a la entrada de su ministerio público, y donde

se lograron muchos de sus milagros de curación. Sin embargo, tan

obstinados eran sus habitantes, tan casados y atados con sus pecados,

que se negaron a solicitarle la sanidad de sus almas. Si Él hubiera rea-

lizado tales obras poderosas en Sodoma, su gente habría sido afectada

y su ciudad permanecería como un monumento duradero de la divina

gracia y misericordia. “Por tanto os digo que en el día del juicio, será

más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma, que para ti” (ver-

sículo 24). Sí, mi querido lector, aunque puede que no escuche nada

al respecto desde el púlpito moderno, habrá un día de juicio que espera

al mundo entero. Será, “Pero por tu dureza y por tu corazón no


624

arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la

revelación del justo juicio de Dios, en el día en que Dios juzgará por

Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio” (Ro-

manos 2:5, 16); “Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente

con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala” (Eclesiastés 12:14);

“Sabe el Señor librar de tentación a los piadosos, y reservar a los in-

justos para ser castigados en el día del juicio” (2 Pedro 2:9); El castigo

entonces aplicado será proporcional a las oportunidades dadas y re-

chazadas; los privilegios garantizados y despreciados; La luz otorgada

y apagada. Lo más intolerable será la condenación de aquellos que han

abusado de los mayores avances hacia el cielo. “En aquel tiempo, res-

pondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,

porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las

revelaste a los niños” (Mateo 11:25). La conexión entre este versículo

y los anteriores es muy instructiva. Allí, el Señor Jesús da a entender

que la mayoría de sus obras poderosas no habían producido ningún


625

efecto bueno en aquellos que las vieron, que sus observadores perma-

necieron impenitentes. Tan poca influencia ejerció Su graciosa y ben-

dita presencia sobre Capernaúm, donde pasó gran parte de su tiempo,

que su destino sería peor que el de Sodoma. Cristo mira de la tierra al

cielo y encuentra consuelo en la soberanía de Dios y la seguridad ab-

soluta de su pacto. Desde reprender la impenitencia de los seres hu-

manos, Cristo se volvió para dar gracias al Padre. Del verbo “respon-

diendo”, Matthew Henry dijo: “Se llama una respuesta, aunque no se

encuentran registradas otras palabras, sino las suyas, porque es una

respuesta muy cómoda para las consideraciones melancólicas que la

precedieron, y está acertadamente en el equilibrio contra ellas”. Se

necesita una advertencia en este punto, porque somos criaturas extre-

mas. En párrafos anteriores nos referimos a aquellos que sustituyeron

a un Cristo sentimental por el verdadero Cristo; sin embargo, el lector

no debe inferir de esto que creemos en un Cristo estoico, duro, frío y

sin sentimientos. No existe tal idea. El Cristo de las Escrituras es un


626

hombre perfecto, así como Dios el Hijo, que posee sensibilidad hu-

mana; Sí, es capaz de sentir mucho más profundamente que cual-

quiera de nosotros, ya que nuestras facultades están debilitadas por el

pecado. El Señor Jesús se vio afectado por el dolor cuando pronunció

la condenación sobre esas ciudades, no las vio con indiferencia fatalista

cuando encontró consuelo en la Soberanía de Dios. Las Escrituras de-

ben compararse con las Escrituras: El que lloró sobre Jerusalén (Lucas

19:41: “Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella”)

¿no se sentiría desconcertado al prever el intolerable destino que es-

peraba a Capernaúm? El hecho de que Él era el hombre de dolores

excluye cualquier concepto de este tipo. Los hipercalvinistas necesitan

una advertencia similar contra el estoicismo fatalista: parece claro, en-

tonces, que aquellos que se muestran indiferentes ante el aconteci-

miento del Evangelio, que se satisfacen con este pensamiento, que los

elegidos serán salvos y no se preocupan por los no despertados, por

los pecadores, hagan una inferencia muy errónea de una doctrina


627

verdadera, y no sepan de qué espíritu son. Jesús lloró por los que pe-

recieron en sus pecados. Pablo tuvo gran dolor y tristeza por los judíos,

aunque les dio ese carácter, que no agradaron a Dios y que eran con-

trarios a todos los hombres. Bien nos conviene, mientras admiramos

la gracia distintiva en nosotros mismos, llorar por los demás: Y en la

medida en que las cosas secretas pertenecen sólo al Señor, y nosotros

no las sabemos, algunos de los cuales que tenemos actualmente con

pocas esperanzas, pueden por fin ser traídos por Dios. Para el conoci-

miento de la Verdad, debemos ser pacientes y precavidos siguiendo el

modelo de nuestro Padre Celestial, y esforzarnos por todos los medios

apropiados y prudentes para alentarlos al arrepentimiento, recordando

que no pueden estar más alejados de Dios que por naturaleza nosotros

mismos lo estábamos (John Newton). Como hombre perfecto y como

ministro de la circuncisión (Romanos 15:8-9: “Pues os digo, que Cristo

Jesús vino a ser siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de

Dios, para confirmar las promesas hechas a los padres, y para que los
628

gentiles glorifiquen a Dios por su misericordia, como está escrito: Por

tanto, yo te confesaré entre los gentiles, Y cantaré a tu nombre”), el

Señor Jesús sintió una falta de respuesta aguda a sus arduos esfuerzos.

Esto se desprende de su lamento: “Pero yo dije: Por demás he traba-

jado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas; pero mi causa

está delante de Jehová, y mi recompensa con mi Dios” (Isaías 49:4).

Pero observa cómo se consoló a sí mismo. “Pero yo dije: Por demás he

trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas; pero mi

causa está delante de Jehová, y mi recompensa con mi Dios” (Isaías

49:4). Por lo tanto, en el lenguaje de la profecía como aquí en Mateo

11:25-26, el Señor Jesús buscó alivio de los desalientos del Evangelio

al descansar en la Soberanía Divina. “Podemos sentir un gran estímulo

al mirar a Dios, cuando lo que nos rodea y lo que vemos no es nada

más que lo que nos desanima. Es glorioso ver cómo, independiente-

mente de la gran mayoría de los seres humanos, con su propia felici-

dad, con su cómodo pensar entre los sabios y fieles, sin embargo, Dios
629

asegurará efectivamente los intereses de su propia gloria” (Matthew

Henry). Cristo aludió aquí a la soberanía de Dios en tres detalles. Pri-

mero, al poseer a su Padre como el “Señor del cielo y de la tierra”, es

decir, como el único propietario de los mismos. Es bueno recordar, es-

pecialmente cuando parece que Satanás es el amo de esta esfera infe-

rior, que Dios no sólo dice: “Todos los habitantes de la tierra son con-

siderados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército del

cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano,

y le diga: ¿Qué haces?” (Daniel 4:35). En segundo lugar, al afirmar:

“Has escondido estas cosas de los sabios y prudentes”. Las cosas que

pertenecen a la salvación están ocultas de la autosuficiencia y la auto-

complacencia, dejándolas en la oscuridad de la naturaleza. Tercero,

declarando “y las revelaste a los niños (bebés)”. Por la operación efec-

tiva del Espíritu Santo, un descubrimiento divino es hecho por aquellos

que están indefensos en su propia estima. “Sí, Padre, porque así te

agradó”, expresó la perfecta conformidad del Salvador. “Todas las


630

cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino

el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo

lo quiera revelar” (Mateo 11:27). Este versículo proporciona el vínculo

de conexión inmediato entre la Soberanía de la gracia Divina mencio-

nada (versículos 25-26: “En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo:

Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas

cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí,

Padre, porque así te agradó”) y la comunicación de esa gracia a través

de Cristo (versículos 28-30: “Venid a mí todos los que estáis trabajados

y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y

aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis des-

canso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”).

Los asentamientos de la gracia divina se hicieron y se aseguraron en

el pacto eterno; Su comunicación es por y a través de Cristo como el

mediador de ese pacto. Primero, aquí está la gran comisión que el Di-

vino Mediador recibió del Padre: Todas las cosas necesarias para la
631

administración del pacto fueron entregadas a Cristo (Mateo 28:18: “Y

Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el

cielo y en la tierra”; Juan 5:22: “Porque el Padre a nadie juzga, sino

que todo el juicio dio al Hijo”; Juan 17:2: “como le has dado potestad

sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste”).

Segundo, aquí está la inconcebible dignidad del Hijo: Para que no se

saque una falsa inferencia de la cláusula anterior, se afirma la deidad

esencial y absoluta de Cristo. Inferior en el ministerio, sin embargo, la

naturaleza y la dignidad de Cristo son las mismas que las del Padre.

Como Mediador, Cristo recibe todo del Padre, pero como Dios el Hijo,

Él es, en todos los sentidos, igual al Padre en su Persona incomprensi-

ble. Tercero, aquí el trabajo del Mediador se resume en un gran ar-

tículo: El de revelar al Padre a aquellos que le fueron entregados. Así,

el contexto de Mateo 11 revela a Cristo en los siguientes personajes:

como el Juez de los impenitentes; como el Pronombre del solemne “ay”

sobre aquellos que no fueron afectados por Sus obras poderosas; como
632

el Anunciador del día del juicio, declarando que el castigo que espera

a aquellos que desdeñaron las misericordias del evangelio debería ser

más intolerable que el que se impuso a Sodoma; como el Afirmador de

la alta soberanía de Dios que oculta y revela las cosas que pertenecen

a la salvación; como el mediador del pacto; como el Hijo es igual al

Padre; y como Aquel por quien el Padre es revelado. “Venid a mí todos

los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo

11:28). Después de haber examinado el contexto de estas palabras,

para que podamos ver mejor su conexión y los caracteres particulares

en los que se representa a Cristo, consideremos a las personas dirigi-

das, a las que fueron invitadas al Dador del Reposo. Este punto trae

algunas diferencias entre los comentaristas. Algunos dan un alcance

más estrecho a este llamado de Cristo, y algunos dan un alcance más

amplio. Sin embargo, tenga en cuenta que todos los principales expo-

sitores anteriores restringieron este llamado particular a una clase es-

pecial: Ahora amablemente invita a sí mismo a aquellos a quienes


633

reconoce que son aptos para convertirse en sus discípulos. Aunque Él

está listo para revelar al Padre a todos, sin embargo, la gran parte es

descuidada al acudir a Él, porque no están afectados por una convicción

de sus necesidades. Los hipócritas no se preocupan por Cristo porque

están intoxicados con su propia justicia, y no tienen hambre ni sed de

su gracia. Aquellos que están dedicados al mundo no le dan valor a una

vida celestial. Sería en vano, por lo tanto, que Cristo invitara a cual-

quiera de estas clases de personas, y por lo tanto, Él se dirige a los

desgraciados y afligidos. Él habla de ellos como los “trabajadores” o los

que están bajo una “carga”, y no significa en general aquellos que es-

tán oprimidos con tristezas y aflicciones, sino aquellos que están abru-

mados por sus pecados, quienes están alarmados por la ira de Dios y

están listos para hundirse bajo una carga tan pesada (Juan Calvino).

Se revela el carácter de las personas invitadas: Todo ese trabajo y

carga pesada. Esta es una palabra de descanso para el que está can-

sado (Isaías 50:4: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para


634

saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana,

despertará mi oído para que oiga como los sabios”). Aquellos que se

quejan de la carga de la ley ceremonial, que era un yugo intolerable, y

se hacía mucho más por la tradición de los ancianos (Lucas 11:46: “Y

él dijo: ¡Ay de vosotros también, intérpretes de la ley! porque cargáis

a los hombres con cargas que no pueden llevar, pero vosotros ni aun

con un dedo las tocáis”); Que vengan a Cristo y se harán fáciles. Pero

debe ser más bien entendido como la carga del pecado, tanto la culpa

como el poder del pecado. Todos aquellos, y sólo aquellos, están invi-

tados a descansar en Cristo que son sensibles al pecado como una

carga y gimen bajo él, que no sólo están convencidos del mal del pe-

cado, de su propio pecado, sino que están contritos en el alma por ello;

que están realmente hartos del pecado, cansados del servicio al mundo

y a la carne, que ven su estado triste y peligroso por la razón del pe-

cado, y sienten dolor y temor al respecto: como Efraín Jeremías 31:18-

20: “Escuchando, he oído a Efraín que se lamentaba: Me azotaste, y


635

fui castigado como novillo indómito; conviérteme, y seré convertido,

porque tú eres Jehová mi Dios. Porque después que me aparté tuve

arrepentimiento, y después que reconocí mi falta, herí mi muslo; me

avergoncé y me confundí, porque llevé la afrenta de mi juventud. ¿No

es Efraín hijo precioso para mí? ¿no es niño en quien me deleito? pues

desde que hablé de él, me he acordado de él constantemente. Por eso

mis entrañas se conmovieron por él; ciertamente tendré de él miseri-

cordia, dice Jehová”), el hijo pródigo (Lucas 15:17: “Y volviendo en sí,

dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de

pan, y yo aquí perezco de hambre!”), el publicano (Lucas 18:13: “Mas

el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino

que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador”),

los oyentes de Pedro (Hechos 2:37: “Al oír esto, se compungieron de

corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos,

¿qué haremos?”), Pablo (Hechos 9: “El dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le

dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces


636

contra el aguijón. El, temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres

que yo haga? Y el Señor le dijo: Levántate y entra en la ciudad, y se

te dirá lo que debes hacer”), el carcelero (Hechos 16:29-30: “El enton-

ces, pidiendo luz, se precipitó adentro, y temblando, se postró a los

pies de Pablo y de Silas; y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo

hacer para ser salvo?”). Este es un preparativo necesario para el per-

dón y la paz (Matthew Henry). ¿Quiénes son las personas aquí invita-

das? Son aquellos que laboran (los griegos expresan trabajar con can-

sancio) y están “cargados”. Esto debe limitarse aquí a las preocupacio-

nes espirituales, de lo contrario se incluiría a toda la humanidad, in-

cluso a los opositores más endurecidos y obstinados de Cristo y el

Evangelio. Refiriéndose a los religiosos justos, este escritor continuó

diciendo: “Si evitas los pecados graves, quizás tengas alguna forma de

piedad. Lo peor que crees que se puede decir de ti es que empleas

todos tus pensamientos y todos los medios posibles para esa meta, eso

no lo llevará bajo el azote de la ley, a amontonar dinero, a unirse de


637

casa en casa y de campo en campo, o pasará sus días en una completa

indolencia, caminando en el camino de sus propios corazones, y sin

buscar más, y aquí dirás que encuentras placer e insistes en ello, que

no estás ni cansado ni muy cargado, entonces está claro que no eres

la persona a la que Cristo aquí invita a participar de Su descanso” (John

Newton). Las personas invitadas no son “todos” los habitantes de la

humanidad, sino que tiene una restricción: “Todos los que trabajáis y

estamos cargados”, es decir, no los que trabajan al servicio del pecado

y Satanás, porque ellos están cargados de iniquidad y son insensibles.

Aquellos no están cansados del pecado ni cargados con él, ni quieren

ni desean ningún descanso para sus almas; pero aquellos que gimen,

cargados con la culpa del pecado en sus conciencias y son presionados

con el insoportable yugo de la Ley y la carga de sus ofensas, y han

estado trabajando hasta que están cansados, para obtener paz de con-

ciencia y descanso para sus almas por la observancia de estas cosas,

pero lo han hecho en vano. A estos se les alienta a que vengan a Él,
638

pongan sus cargas a Sus pies y lo miren, y se apoderen por fe de Su

persona, sangre y justicia (John Gill). En tiempos más recientes, mu-

chos predicadores trataron el texto de Mateo 11:28, como si el Señor

Jesús emitiera una invitación indefinida, considerando que Sus térmi-

nos son lo suficientemente generales y amplios en su alcance para in-

cluir a los pecadores de todo tipo. Supusieron que las palabras “voso-

tros, que trabajáis y estáis cargados”, se refieren a la miseria y a la

esclavitud que la caída causó en la raza humana, ya que sus infelices

sujetos en vano buscan satisfacción en las cosas del tiempo y el sen-

tido, y se esfuerzan por encontrar la felicidad en los placeres del pe-

cado. “La miseria universal del ser humano está representada en am-

bos lados: De forma activa y de forma pasiva de ella también” (Fausset

y Brown). Ellos están trabajando para contentarse con el complacer de

sus lujurias, sólo para aumentar sus desgracias al volverse cada vez

más esclavos pesados del pecado. Es verdad que el trabajo en el fuego

del no regenerado lo cansa por la vanidad (Habacuc 2:13: “¿No es esto


639

de Jehová de los ejércitos? Los pueblos, pues, trabajarán para el fuego,

y las naciones se fatigarán en vano”); es cierto que “trabajan en vano”

(Jeremías 51:58: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: El muro ancho

de Babilonia será derribado enteramente, y sus altas puertas serán

quemadas a fuego; en vano trabajaron los pueblos, y las naciones se

cansaron sólo para el fuego”), y “Este también es un gran mal, que

como vino, así haya de volver. ¿Y de qué le aprovechó trabajar en

vano?” (Eclesiastés 5:16). Es cierto que gastan dinero en lo que no es

pan y trabajan para lo que no satisface (Isaías 55:2: “¿Por qué gastáis

el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia?

Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra alma con

grosura”), porque “Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hom-

bre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír”

(Eclesiastés 1:8). Es igualmente cierto que los no regenerados están

cargados, son un pueblo cargado de iniquidad (Isaías 1:4: “¡Oh gente

pecadora, pueblo cargado de maldad, generación de malignos, hijos


640

depravados! Dejaron a Jehová, provocaron a ira al Santo de Israel, se

volvieron atrás”), pero son totalmente insensibles a su terrible estado.

“El trabajo de los necios los fatiga; porque no saben por dónde ir a la

ciudad” (Eclesiastés 10:15). Además, “Pero los impíos son como el mar

en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno

y lodo. No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos” (Isaías 57:20-21).

No tienen paz de conciencia ni reposo de corazón. Pero es otro asunto

afirmar que estos son los personajes que Cristo invitó a venir a Él para

descansar. Preferimos la opinión de los escritores más antiguos. Hace

más de un siglo, un espíritu latitudinario comenzó a aparecer, e incluso

los más ortodoxos se vieron afectados, inconscientemente, a menudo

por él. Los que estaban en los bancos de las iglesias estaban más in-

clinados a reprocharse contra lo que consideraban la “rigidez y la es-

trechez” de sus padres; y aquellos en el púlpito debían atenuar aquellos

aspectos de la verdad que eran más repelentes para la mente carnal,

si querían conservar su popularidad. Junto con los inventos modernos,


641

un aumento de los medios para viajar y la difusión de las noticias, llegó

lo que se denominó “una perspectiva más amplia” y “un espíritu más

caritativo”. Haciéndose pasar por un ángel de luz, Satanás logró armo-

nizar muchos lugares de la verdad; e incluso cuando esto no se logró,

el alto calvinismo se redujo a un calvinismo moderado. Estos son he-

chos solemnes que ningún estudiante de la historia eclesiástica puede

negar. La cristiandad no ha caído en su condición actual de repente;

más bien, su estado actual es el resultado de un deterioro largo y cons-

tante. El veneno mortal del error se introdujo aquí un poco, allí un

poco, con la cantidad aumentada a medida que menos oposición se

oponía. A medida que la adquisición de “conversos” absorbió cada vez

más la atención y la fortaleza de la Iglesia, se redujo el estándar de la

doctrina, se introdujeron convicciones que fueron desplazadas por el

sentimiento y se introdujeron métodos carnales. En un tiempo relati-

vamente corto, muchos de los enviados al “campo extranjero” estaban

clasificados como arminianos, predicando otro tipo de evangelio. Esto


642

reaccionó sobre la patria, y pronto las interpretaciones de las Escrituras

emitidas desde los púlpitos se alinearon con el nuevo espíritu que había

cautivado a la cristiandad. Si bien no afirmamos que todo lo moderno

sea malo o que todo lo antiguo fuera excelente, no hay duda de que la

mayor parte del alarde del progreso en la cristiandad de los siglos XIX

y XXI fue un progreso hacia abajo y no hacia arriba, lejos de Dios. Y

no hacia Él, en la oscuridad y no en la luz. Por lo tanto, debemos exa-

minar con cautela cualquier punto de vista religioso que se desvíe de

las enseñanzas comunes de los reformadores y puritanos piadosos. No

debemos ser adoradores de la antigüedad como tales, sino que debe-

mos considerar con sospecha aquellas interpretaciones más amplias de

la Palabra de Dios que se han hecho populares en los últimos tiempos.

Deberíamos señalar algunas de las razones por las que no creemos que

Cristo estaba haciendo una invitación de difusión que fue entregada de

manera promiscua a todas las masas aturdidas, de corazón alegre y

locas por el placer que no tenían ningún apetito por el Evangelio ni


643

preocupación por lo eterno, sus intereses eran otros. Esta llamada no

estaba dirigida a las multitudes impías, descuidadas, mareadas y mun-

danas, sino a aquellos que estaban agobiados por un sentimiento de

pecado y anhelaban el alivio de su conciencia. Primero, el Señor Jesús

no recibió ninguna comisión del cielo para otorgar el descanso del alma

a todos, sino sólo a los elegidos de Dios. “Porque he descendido del

cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y

esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me

diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan

6:38-39). Eso, necesariamente, regulaba todo su ministerio. Segundo,

el Señor Jesús siempre practicó lo que predicaba. A sus discípulos, les

dijo: “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante

de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen”

(Mateo 7:6). ¿Podemos concebir, entonces, que nuestro santo Señor

invite a los despreocupados a venir a Él por aquello que sus corazones

aborrecieron? ¿Ha dado tal ejemplo a sus ministros? Seguramente, la


644

palabra que Él quiere que presionen sobre los miembros intoxicados

por el placer de nuestra generación es: “Alégrate, joven, en tu juven-

tud, y tome placer tu corazón en los días de tu adolescencia; y anda

en los caminos de tu corazón y en la vista de tus ojos; pero sabe, que

sobre todas estas cosas te juzgará Dios” (Eclesiastés 11:9). En tercer

lugar, el contexto inmediato está completamente fuera de armonía con

la interpretación más amplia. Cristo pronunció la mayoría de los so-

lemnes males sobre aquellos que lo despreciaron y rechazaron (Mateo

11:20-24: “Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades en las cuales

había hecho muchos de sus milagros, porque no se habían arrepentido,

diciendo: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en

Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras,

tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza. Por tanto

os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Tiro

y para Sidón, que para vosotras. Y tú, Capernaum, que eres levantada

hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque si en Sodoma se


645

hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti, habría perma-

necido hasta el día de hoy. Por tanto os digo que en el día del juicio,

será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma, que para ti”),

sacando consuelo en la soberanía de Dios y agradeciéndole porque ha-

bía ocultado a los sabios y prudentes las cosas que pertenecían a su

paz eterna, pero las había revelado a los bebés (versículos 25-26: “En

aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del

cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de

los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te

agradó”). Son estos “bebés” a los que se invita a sí mismo; y lo encon-

tramos presentado como el encargado por el Padre y como el Revelador

de Él (versículo 27: “Todas las cosas me fueron entregadas por mi Pa-

dre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno,

sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”). No se debe

concluir que no creemos en un Evangelio sin restricciones, o que nos

oponemos a la oferta general de Cristo a todos los que la escuchan. No


646

existe tal oposición. Sus órdenes de evangelizar son demasiado claras

para cualquier malentendido; su Maestro le ha pedido que predique el

Evangelio a toda criatura, hasta donde admite la Divina providencia, y

la sustancia del mensaje del Evangelio es que Cristo murió por los pe-

cadores y está listo para recibir a todos los pecadores que estén dis-

puestos a recibirlo en Sus términos. El Señor Jesús anunció el diseño

de Su encarnación en términos suficientemente generales como para

garantizar a cualquier ser humano que realmente desee la salvación

para creer en Él. “Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia

quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a

pecadores, al arrepentimiento” (Mateo 9:13). Aunque muchos son lla-

mados, pero pocos son los elegidos (Mateo 20:16: “Así, los primeros

serán postreros, y los postreros, primeros; porque muchos son llama-

dos, mas pocos escogidos”). La forma en que explicamos nuestra elec-

ción es al venir a Cristo como pecadores perdidos, confiando en su

sangre para el perdón y la aceptación con Dios. En su excelente sermón


647

sobre estas palabras antes de nosotros, John Newton señaló que,

cuando David fue arrastrado al desierto por la rabia de Saúl, “Y se

juntaron con él todos los afligidos, y todo el que estaba endeudado, y

todos los que se hallaban en amargura de espíritu, y fue hecho jefe de

ellos; y tuvo consigo como cuatrocientos hombres” (1 Samuel 22:2).

Pero a David lo despreciaban aquellos que, como Nabal (1 Samuel

25:10: “Y Nabal respondió a los jóvenes enviados por David, y dijo:

¿Quién es David, y quién es el hijo de Isaí? Muchos siervos hay hoy

que huyen de sus señores”), vivían a gusto. No creían que debía ser

un rey sobre Israel, por eso preferían el favor de Saúl, a quien Dios

había rechazado. Así fue con el Señor Jesús. Aunque una persona di-

vina, invirtió con toda autoridad, gracia y bendiciones, y declaró que Él

sería el Rey de todos los que obedecían Su voz, sin embargo, la mayo-

ría no veía la belleza por la cual debían desearlo, no sentían necesidad

de Él, y así lo rechazaron. Sólo unos pocos que estaban consciente-

mente agobiados creyeron en Su Palabra y vinieron a Él para


648

descansar. ¿Qué significó cuando nuestro Señor ordenó a todos los

cansados y cargados “venir a Él”? Primero, es evidente que se preten-

día algo más que un acto físico o venir a escucharlo predicar. Estas

palabras fueron dirigidas primero a aquellos que ya estaban en Su pre-

sencia. Muchos de los que asistieron a su ministerio y fueron testigos

de sus milagros nunca acudieron a Él en el sentido deseado. Lo mismo

ocurre hoy en día. Algo más que un enfoque simple a través de las

ordenanzas, escuchar la predicación, someterse al bautismo, participar

de la Cena del Señor, está involucrado en el venir a Cristo. Venir a

Cristo en el sentido de que Él lo invitó es una salida del alma después

por Él, un deseo por Él, una búsqueda de Él, un abrazo personal y la

confianza en Él. Venir a Cristo sugiere primero, y negativamente, dejar

algo, porque la promesa divina es: “El que encubre sus pecados no

prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”

(Proverbios 28:13). El venir a Cristo, entonces, denota dar la espalda

al mundo y volver nuestros corazones hacia Él como nuestra única


649

esperanza. Significa abandonar cada ídolo y entregarnos a Su Señorío;

es repudiar nuestra propia justicia y dependencia, y el corazón se dirige

hacia Él con amorosa sumisión y confianza segura. Es toda una salida

del yo con todas sus resoluciones para arrojarnos sobre Su misericor-

dia; es la voluntad que se entrega a Su autoridad, para ser gobernada

por Él y seguir hacia donde Él lo guíe. En resumen, es el alma de un

pecador que se condena a sí mismo y se dirige como todo hacia Cristo,

ejerce todas nuestras facultades, responde a sus reclamos sobre noso-

tros y se prepara para confiar sin reservas, amar de manera sincera y

servirle con devoción. Por lo tanto, venir a Cristo es el cambio de toda

el alma hacia Él. Quizás esto requiera amplificación. Hay tres facultades

principales en el alma: la comprensión, los afectos y la voluntad. Ya

que cada uno de estos fueron operativos y se vieron afectados por

nuestra partida original de Dios, así son y deben ser activados en nues-

tro regreso a Cristo. De Eva está registrado: “Y vio la mujer que el

árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol
650

codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y

dio también a su marido, el cual comió así como ella” (Génesis 3:6).

Primero, vio que el árbol era bueno para comer, es decir, percibió el

hecho mentalmente, obtuvo una conclusión extraída de su entendi-

miento. En segundo lugar, y que fue agradable a los ojos. Esa fue la

respuesta de sus afectos hacia ello. En tercer lugar, y árbol codiciable

para alcanzar la sabiduría. Aquí estaba el movimiento de su voluntad.

Y tomó de su fruto y comió, esa fue la acción completa. Así es en la

venida del pecador a Cristo. Primero existe una aprehensión por el en-

tendimiento. La mente está iluminada y es llevada a ver una profunda

necesidad por Cristo y su idoneidad para satisfacer esas necesidades.

La inteligencia ve que Él es “bueno para comer”, el Pan de Vida para el

alimento de nuestras almas. En segundo lugar, está el movimiento de

los afectos. Antes, no lo veíamos ninguna belleza en Cristo para que lo

deseáramos, pero ahora Él es “agradable a los ojos” de nuestras almas.

Es el corazón que pasa del amor al pecado al amor por la santidad, del
651

yo al Salvador. Tercero, al venir a Cristo hay un ejercicio de la volun-

tad, porque Él dijo a los que no lo recibirían: “y no queréis venir a mí

para que tengáis vida” (Juan 5:40). Este ejercicio de la voluntad es una

entrega de nosotros mismos a Su autoridad. Nadie vendrá a Cristo

mientras permanezca en la ignorancia acerca de Él. El entendimiento

debe aceptar su idoneidad para los pecadores antes de que la mente

pueda volverse inteligentemente hacia Él cuando se revela en el Evan-

gelio. El corazón tampoco puede venir a Cristo mientras lo odia o está

casado con las cosas del tiempo y el espacio. Los afectos deben ser

extraídos hacia Él. “El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema.

El Señor viene” (1 Corintios 16:22). Igualmente es evidente que nin-

gún ser humano vendrá a Cristo mientras su voluntad se oponga a Él:

Es la iluminación de su comprensión y lo apasionado de sus afectos lo

que somete a su enemistad y hace que el pecador esté dispuesto en el

día del poder de Dios (Salmo 110:3: “Tu pueblo se te ofrecerá volun-

tariamente en el día de tu poder, En la hermosura de la santidad. Desde


652

el seno de la aurora Tienes tú el rocío de tu juventud”). Observe que

estos ejercicios de las tres facultades del alma corresponden en carác-

ter al triple oficio de Cristo: En el entendimiento iluminado por Él cum-

ple la función como Profeta; en los afectos movidos por su obra cumple

la función como sacerdote; y la voluntad inclinándose ante su autoridad

cumple la función como rey. En los días en la tierra, el Señor Jesús se

inclinó para atender a las necesidades de los cuerpos de los seres hu-

manos, y no pocos vinieron a Él y fueron sanados. En eso podemos ver

una exaltación de Él como el Gran Médico de las almas y lo que se

requiere de los pecadores para que reciban esa curación espiritual de

Su mano. Quienes buscaron a Cristo para obtener alivio corporal fueron

persuadidos de su poderoso poder, de su gracia y disposición y de su

propia necesidad extrema. Pero tenga en cuenta que entonces, como

ahora, esta persuasión en la suficiencia del Señor y en su disposición

para sanar variaba en diferentes casos. El centurión habló con total

seguridad: “Respondió el centurión y dijo: Señor, no soy digno de que


653

entres bajo mi techo; solamente di la palabra, y mi criado sanará” (Ma-

teo 8:8). El leproso se expresó más dudoso: “Y he aquí vino un leproso

y se postró ante él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme”

(Mateo 8:2). Otro usó un lenguaje más débil: “Y muchas veces le echa

en el fuego y en el agua, para matarle; pero si puedes hacer algo, ten

misericordia de nosotros, y ayúdanos” (Marcos 9:22); sin embargo,

incluso allí, el Redentor no rompió la caña lastimada ni apagó el lino

humeante, sino que hizo generosamente un milagro en su favor. Pero

observe que en cada uno de estos casos hubo una aplicación personal

y real para Cristo; y fue esta misma aplicación la que manifestó su fe,

aunque era tan pequeña como un grano de semilla de mostaza. No se

contentaron con haber oído hablar de su fama, sino que la mejoraron.

Lo buscaron para sí mismos, se familiarizaron con su caso e imploraron

su compasión. Así debe ser con aquellos preocupados por las preocu-

paciones del alma. La fe salvadora no es pasiva, sino operativa. Ade-

más, la fe de aquellos que buscaron a Cristo para obtener un alivio


654

físico se negaron a ser disuadidos por las dificultades. En vano, las

multitudes hicieron que el ciego se callara (Marcos 10:48: “Y muchos

le reprendían para que callase, pero él clamaba mucho más: ¡Hijo de

David, ten misericordia de mí!”). Sabiendo que Cristo era capaz de dar

vista, lloró mucho más. Incluso cuando Cristo parecía manifestar una

gran reserva, la mujer se negó a irse hasta que se le concediera su

petición (Mateo 15:27: “Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos

comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”).


655

CAPÍTULO 41

EL DESCANSO DE CRISTO

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré

descansar” (Mateo 11:28). En un mensaje con estas palabras, John

Newton señaló: La dispensación del Evangelio puede compararse con

las ciudades de refugio en Israel. Fue un privilegio y un honor para la

nación en general tener tales santuarios de nombramiento Divino, pero

el valor real de ellos era conocido y sentido por sólo unos pocos. Aque-

llos que se encontraban en ese caso para el que fueron provistos, po-

drían acertar con razón. Así sucede con el Evangelio de Cristo: Es el

mayor privilegio y honor de los que puede presumir una nación profe-

sante, pero no puede ser verdaderamente comprendido y estimado por

nadie, excepto por las almas cargadas y pesadas, que han sentido su

miseria por naturaleza. Cansado de la pesadez del pecado, y ha visto

a la Ley quebrantada perseguirlos como el vengador de la sangre de

antaño. Esta es la única consideración que evita que se hundan en una


656

desesperación abyecta, ya que Dios ha proporcionado gentilmente un

remedio por medio del Evangelio y que Cristo les ordena “Venid a mí y

os daré descanso”. Si las almas despertadas, convictas y angustiadas

se apropiaran de todo el consuelo de esta bendita invitación y obede-

cieran sus términos, sus quejas terminarían; pero la ignorancia res-

tante, el funcionamiento de la incredulidad y la oposición de Satanás

se combinan para detenerlas. Algunos dirán: “No estoy calificado para

venir a Cristo: mi corazón es tan duro, mi conciencia es tan insensible,

que no siento la carga de mis pecados como debo, ni mi necesidad de

que descanse en Cristo como debería”. Otros dirán: “Temo que no

vengo correctamente. Veo en las Escrituras y escucho desde el púlpito

que se requiere de mí el arrepentimiento y que la fe es absolutamente

esencial si quiero ser salvo; pero me preocupa saber, si mi arrepenti-

miento es sincero y lo suficientemente profundo y si mi fe es algo mejor

que una histórica, del asentimiento de la mente a los hechos del Evan-

gelio”. Podemos descubrir de aquellos que buscaron la sanación de Él


657

lo que se entiende por la invitación que Cristo hace a aquellos que han

buscado la aprobación de Dios y han cumplido Sus requisitos en la Ley.

Primero, fueron persuadidos de su poder y voluntad y de su profunda

necesidad de su ayuda. Así es en materia de salvación. El pecador debe

estar convencido de que Cristo es “Todopoderoso para salvar”, que

está listo para recibir a todos los que están enfermos del pecado y

quieren ser sanados. Segundo, hicieron una aplicación. No se conten-

taron con escuchar su fama, pero querían pruebas de su poder de ma-

ravilla. Así también, el pecador no sólo debe acreditar el mensaje del

Evangelio, sino que también debe buscarlo y confiar en él. Aquellos

que buscaron a Cristo como Médico de las almas continuaron con Él y

se convirtieron en Sus seguidores. Lo recibieron como su Señor y Maes-

tro, renunciaron a lo que era inconsistente con su voluntad (Lucas

9:23, 60: “Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, nié-

guese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Jesús le dijo: Deja

que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino


658

de Dios”), profesaron una obediencia a sus preceptos y aceptaron una

parte de su reproche. Algunos recibieron un llamado más definitivo a

Él, como Mateo, que estaba sentado en el banco de los tributos públicos

de la costumbre, indiferente a las afirmaciones de Cristo hasta que

dijo: “Pasando Jesús de allí, vio a un hombre llamado Mateo, que es-

taba sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: Sígueme. Y se

levantó y le siguió” (Mateo 9:9). Esa palabra fue acompañada con po-

der y ganó su corazón, separándolo de las actividades mundanas en

un instante. Otros fueron atraídos a Él más secretamente por Su Espí-

ritu, como Natanael (Juan 1:46: “Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede

salir algo de bueno? Le dijo Felipe: Ven y ve”) y el penitente que lloró

(Lucas 7:38: “Y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a

regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba

sus pies, y los ungía con el perfume”). El gobernante vino al Señor con

la única intención de obtener la vida de su hijo (Juan 4:53: “El padre

entonces entendió que aquella era la hora en que Jesús le había dicho:
659

Tu hijo vive; y creyó él con toda su casa”), pero se aseguró mucho más

de lo que esperaba, y creyó, con toda su casa. Estas cosas están re-

gistradas para nuestro aliento. El Señor Jesús no está en la tierra en

forma visible, pero prometió su presencia espiritual para cumplir con

su Palabra, sus ministros y su pueblo hasta el final. Los pecadores can-

sados no tienen que hacer un viaje difícil para encontrar al Salvador,

porque Él siempre está cerca (Hechos 17:27: “Para que busquen a

Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque cierta-

mente no está lejos de cada uno de nosotros”) dondequiera que se

predique Su Evangelio. “Pero la justicia que es por la fe dice así: No

digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo

a Cristo); o, ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para hacer subir

a Cristo de entre los muertos). Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la pa-

labra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predi-

camos” (Romanos 10:6-8). Si no puedes venir a Cristo con un corazón

tierno y una conciencia agobiada, entonces ven a Él por ellos. ¿Es un


660

sentido de tu carga lo que te hace decir que no eres capaz? Entonces

considera que esto no es un trabajo, sino un descanso. ¿Un ser humano

alegaría que está tan cargado que no puede consentir en parte su

carga, que está tan cansado que no puedo quedarse quieto ni acos-

tarse, pero debe ser forzado más lejos? La grandeza de tu carga, lejos

de ser una objeción, es la razón por la que debes venir a Cristo al

instante, porque sólo Él puede liberarte. Pero quizás pienses que no

puedes venir bien. Yo pregunto ¿cómo vendrías si vinieras como un

pecador indigno e indefenso, sin justicia, sin ninguna esperanza, pero

lo que surge de la valía, el trabajo y la Palabra de Cristo, esto debe

hacerte venir correctamente? No hay otra forma de ser aceptado. ¿Te

refrescaría y fortalecería, lavaría tus propios pecados, te liberaría de tu

carga y luego acudiría a Él para que hiciera estas cosas por ti? Que el

Señor te ayude a ver la insensatez y la irracionalidad de tu incredulidad

(John Newton). No existe ninguna promesa en las Escrituras de que

Dios recompensará a un buscador indolente, apático, despreocupado e


661

indiferente; pero Él ha declarado: “Y me buscaréis y me hallaréis, por-

que me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jeremías 29:13). Él tiene

un tiempo fijo para todos los que recibe. Él sabía cuánto tiempo había

esperado un pobre hombre en el agua del estanque (Juan 5:6: “Y había

allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo.

Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así,

le dijo: ¿Quieres ser sano?”), y cuando llegó su hora, lo sanó. Así que

procura encontrarte en el camino: Donde se predique Su Palabra, y

busca con diligencia Su Palabra en la privacidad de tu habitación. Se

fiel en la oración. Converse con Su pueblo, y Él puede unirse a usted

inesperadamente, como lo hizo con los dos discípulos que estaban ca-

minando hacia Emaús. Te daré el descanso. ¡Qué promesa! Ningún ser

humano, no importa cuán piadoso y espiritual sea, pueda prometer

esto. Abraham, Moisés o David no podían pedirle a los cansados y pe-

sados que vinieran a ellos, con la seguridad de que les darían descanso.

Para impartir el descanso del alma a un ser humano, está más allá del
662

poder de cualquier criatura por más exaltada que sea. Incluso los san-

tos ángeles son incapaces de otorgar descanso a los demás, porque

dependen de la gracia de Dios para su propio descanso. Así esta pro-

mesa de Cristo manifestó su singularidad. Ni Confucio, ni Buda, ni

Mahoma hicieron tal afirmación. No fue un simple Hombre quien pro-

nunció estas palabras: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y

cargados, y yo os haré descansar”. Él es el Hijo de Dios. Él hizo al ser

humano, y por lo tanto puede restaurarlo. Es el Príncipe de la paz, por

lo tanto, es capaz de dar descanso. Como Cristo es el único que puede

otorgar el descanso del alma, así no existe ningún verdadero descanso

aparte de Él. La criatura no puede impartirlo. El mundo no puede co-

municarlo. No podemos fabricarlo. Una de las cosas más patéticas del

mundo es ver a los no regenerados buscar en vano la felicidad y la

satisfacción en las cosas materiales. Por fin descubren que todas esas

cosas son cisternas rotas que no contienen agua. Obsérvelos dirigién-

dose a sacerdotes o predicadores, a penitencia o ayunos, leyendo y


663

orando, sólo para encontrar, como lo hizo el hijo pródigo, cuando le

comenzó a faltar y que nadie le dio, Lucas 15:11-32 dice: “También

dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre:

Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió

los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se

fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes vi-

viendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una

gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se

arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su

hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de

las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo

en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia

de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y

le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de

ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantán-

dose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y


664

fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le

besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya

no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos:

Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y

calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y

hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había

perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse. Y su hijo mayor

estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la

música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué

era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho

matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces

se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que

entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te

sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un

cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo,

que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el
665

becerro gordo. El entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y

todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijar-

nos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había per-

dido, y es hallado”); o vea a la pobre mujer que había sufrido muchas

cosas de muchos médicos, y había gastado todo lo que tenía, y no

había mejorado, sino que empeoró (Marcos 5:26: “y había sufrido mu-

cho de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había

aprovechado, antes le iba peor”). Todos los no regenerados, analfabe-

tos o eruditos, encuentran el camino de la paz que no han conocido

(Romanos 3:17: “Y no conocieron camino de paz”). Es para mucho

estar agradecido cuando nos damos cuenta experimentalmente de que

nadie, excepto Cristo, puede hacer el bien a los pecadores indefensos.

Esta es una lección difícil para el ser humano, y tardamos en apren-

derla. El hecho no está involucrado en sí mismo, pero el orgullo diabó-

lico de nuestros corazones nos hace autosuficientes hasta que la gracia

divina nos humilla. Es parte de la obra de gracia del Espíritu Santo


666

sacarnos de la dependencia de nuestra criatura, sacar los objetos de

debajo de nosotros y hacernos ver que Jesucristo es nuestra única es-

peranza. “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre

bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos

4:12). Sorprendentemente, esto fue ilustrado por la paloma enviada

por Noé. “Y no halló la paloma donde sentar la planta de su pie, y volvió

a él al arca, porque las aguas estaban aún sobre la faz de toda la tierra.

Entonces él extendió su mano, y tomándola, la hizo entrar consigo en

el arca” (Génesis 8:9). Significativamente, el mismo nombre “Noé” sig-

nifica “descanso” (Génesis 5:29: “Y llamó su nombre Noé, diciendo:

Este nos aliviará de nuestras obras y del trabajo de nuestras manos, a

causa de la tierra que Jehová maldijo”); y sólo cuando la paloma no

halló dónde sentar la planta de su pie, y volvió a él al arca, ella consi-

guió descansar. Así es con el pecador. ¿Cuál es la naturaleza de este

reposo que Cristo le da a todos los que vienen a Él? La palabra griega

expresa algo más que un descanso, o una simple relajación del trabajo;
667

denota frescura igualmente. Una persona cansada de soportar una

carga pesada no sólo tendrá que quitarla, sino que también querrá ali-

mentos y refrescos para recuperar el ánimo y reparar la fuerza desper-

diciada. Tal es el descanso del evangelio. No sólo pone un período de

descanso en nuestro infructuoso trabajo, sino que también proporciona

una dulce y cordial revitalización. No sólo hay paz, sino gozo al creer

(John Newton). Por lo tanto, es un descanso espiritual, un descanso

satisfactorio, un descanso para el alma, como el Salvador declara en

este pasaje. Es un descanso que el mundo no puede dar ni quitar. En

particular, sobre la naturaleza de este descanso podemos distinguir

entre sus formas presentes y futuras. Con respecto a lo primero, es

una liberación de esa búsqueda vana y fatigosa que absorbe al pecador

antes de que el Espíritu Santo abra sus ojos para ver su locura y lo

motive a buscar las verdaderas riquezas. Es una lástima contemplar a

aquellos que están hechos para la eternidad desperdiciando sus ener-

gías en vagar de un objeto a otro, buscando lo que no satisfacerá, sólo


668

para ser mortificado con repetidas decepciones. Es así con todos hasta

que ellos vienen a Cristo, porque Él ha escrito acerca de todos los pla-

ceres de este mundo: “Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que be-

biere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua

que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré

será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:13-

14). Por ejemplo, Salomón, que tenía todo lo que el corazón podía

desear y gratificaba al máximo sus deseos, descubrió que, “Miré todas

las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad

y aflicción de espíritu” (Eclesiastés 1:14). De esta aflicción de espíritu,

Cristo libra a su pueblo, porque Él declara: “Mas el que bebiere del

agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le

daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan

4:14). Segundo, es el alivio y la tranquilidad de una conciencia ago-

biada. Sólo uno que ha sido condenado por el Espíritu Santo aprecia lo

que esto significa. Es cuando uno tiene que gritar: “Porque las saetas
669

del Todopoderoso están en mí, Cuyo veneno bebe mi espíritu; Y terro-

res de Dios me combaten” (Job 6:4); cuando la maldición de la Ley de

Dios quebrada truena en nuestros oídos; cuando tenemos un sentido

interno de la ira divina y los terrores de un juicio futuro caen sobre el

alma, entonces hay una angustia indescriptible en la mente. Cuando el

Espíritu realiza una verdadera obra en el corazón, exclamamos: “Por-

que tus saetas cayeron sobre mí, Y sobre mí ha descendido tu mano.

Nada hay sano en mi carne, a causa de tu ira; Ni hay paz en mis hue-

sos, a causa de mi pecado” (Salmo 38:2-3). Cuando vemos por primera

vez el maravilloso amor de Dios por nosotros, y cuán vilmente le hemos

recompensado, entonces somos cortados de nuestra propia velocidad.

Cuando por fe venimos a Cristo todo esto se altera. Cuando lo vemos

morir en nuestro lugar y que ahora no hay ninguna condenación para

nosotros, la carga intolerable cae de nuestra conciencia, y una paz que

supera toda comprensión es nuestra. Tercero, es un descanso del do-

minio y el poder del pecado. Aquí, nuevamente, sólo aquellos que son
670

sujetos de Su gracia pueden entender lo que se quiere decir. Los no

despertados no se preocupan por la gloria de Dios, son indiferentes en

cuanto a si su conducta le agrada. No tienen ningún concepto de lo

pecaminoso del pecado y no se dan cuenta de cómo el pecado los do-

mina. Sólo cuando el Espíritu de Dios ilumina sus mentes y convence

a sus conciencias, pueden ver lo terrible de su estado; y sólo entonces,

cuando intentan reformar sus caminos, están conscientes de la fuerza

de su enemigo interno y de su incapacidad para lidiar con él. En vano

se busca la liberación en las resoluciones y los esfuerzos en nuestra

propia fuerza. Incluso después de que nos aceleramos y comenzamos

a entender el Evangelio, durante una temporada (a menudo larga) es

más una lucha que un descanso. Pero a medida que crecemos más de

nosotros mismos y se nos enseña a vivir en Cristo y extraer nuestra

fuerza de Él por medio de la fe, también obtenemos un descanso con

este respecto. En cuarto lugar, hay un descanso de nuestras propias

obras. A medida que el creyente se da cuenta más claramente de la


671

suficiencia de la obra terminada de Cristo, es liberado experimental-

mente de la Ley y ve que ya no le debe el servicio. Su obediencia ya

no es legal sino evangélica, ya no por miedo, sino por gratitud. Su

servicio al Señor no está en un espíritu servil, sino en un espíritu de

gracia. Lo que antes era una carga ahora es una delicia. Él ya no busca

ganar el favor de Dios, sino que actúa en la realización de que la sonrisa

de Dios está sobre él. Lejos de dejarlo descuidado, esto lo estimulará

a esforzarse por glorificar a Aquel que dio a su propio Hijo como un

sacrificio. Así, la esclavitud da lugar a la libertad, la esclavitud a la

filiación, el trabajo al descanso. Y el alma se apoya en la inmutable

Palabra de Cristo y lo sigue constantemente a través de la luz y la

oscuridad. También hay un descanso futuro más allá de lo que se puede

experimentar aquí, aunque nuestras mejores concepciones de la gloria

que espera al pueblo de Dios son inadecuadas. Primero, en el cielo

habrá un descanso perfecto de todo pecado, porque nada entrará allí

que pueda manchar o perturbar nuestra paz. Lo que significará ser


672

liberado de las corrupciones permanentes que ninguna lengua puede

decir. Cuanto más se acerca un creyente al Señor, y cuanto más íntima

es su comunión con Él, más amargamente odia eso que está dentro de

él y lucha contra su deseo de santidad. Por eso el apóstol clamó: “¡Mi-

serable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos

7:24). Pero no llevaremos esta carga más allá de la tumba. Segundo,

seremos liberados de contemplar los pecados de otros. Ya no más su-

frirán nuestros corazones los males que inundan la tierra. Como Lot en

Sodoma, nos entristece la conversación de los impíos. “¿Quién tiene

algún amor por el Señor Jesús, cualquier chispa de la verdadera santi-

dad, cualquier sentido del valor de las almas habrá en su corazón, po-

drá ver lo que pasa entre nosotros sin temblar? Cuán abiertamente,

intrépido, casi universalmente, son los mandamientos de Dios, que han

sido rotos, su Evangelio despreciado, su paciencia abusada y su poder

desafiado” (John Newton). Si ese fuera el estado de las cosas hace 200

años, ¿qué diría este escritor si estuviera en la tierra hoy para ser
673

testigo no sólo de la maldad de un mundo profano, sino también de la

hipocresía de la cristiandad? Cuando el creyente ve cómo el Señor es

deshonrado en la casa de aquellos que se hacen pasar por Sus amigos,

con qué frecuencia piensa: “Y dije: ¡Quién me diese alas como de pa-

loma! Volaría yo, y descansaría” (Salmo 55:6). Tercero, habrá un des-

canso perpetuo de todas las aflicciones externas; porque en el cielo

nadie acosará al pueblo de Dios. El santo no volverá a vivir en medio

de una generación impía, que no puede perseguirlo activamente, sin

embargo, sólo tolerarían su presencia a regañadientes. Aunque las

aflicciones son necesarias, cuando nos santifican, también son renta-

bles, sin embargo, son difíciles de soportar. Pero se acerca un día en

que estas tribulaciones ya no serán necesarias, porque el oro fino habrá

sido purgado de la escoria. Las tormentas de la vida quedarán atrás y

una calma ininterrumpida será la suerte del creyente para siempre.

Donde no habrá más pecado, ni habrá más dolor. “Enjugará Dios toda

lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto,


674

ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis

21:4). Cuarto, será un descanso de las tentaciones de Satanás. ¡Con

qué frecuencia perturba el descanso de los creyentes presentes! Con

qué frecuencia tienen motivos para decir con el apóstol: Satanás me

ha impedido. Busca de diversas maneras impedir que asistan a los me-

dios públicos de la gracia; para obstaculizarlos cuando intentan meditar

en la Palabra u orar. El diablo no puede soportar ver feliz a uno de los

hombres de Cristo, por eso trata constantemente de perturbar su ale-

gría. Una razón por la que Dios permite esto es para que pueden ser

conformados a su Imagen. Cuando estuvo aquí en la tierra, el diablo lo

acosó continuamente. Incluso cuando los creyentes llegan a la hora de

salida de este mundo, su gran enemigo busca robarles la seguridad,

pero él no puede perseguirlos. Ausentes del cuerpo, están presentes

con el Señor, siempre fuera del alcance de su adversario. Finalmente,

descansan de los deseos insatisfechos. Cuando uno realmente ha na-

cido del Espíritu, quiere acabar con el pecado para siempre. Anhelamos
675

la perfecta conformidad con la imagen de Cristo, y la comunión ininte-

rrumpida con Él. Pero tales anhelos no se realizan en esta vida. En

cambio, la vieja naturaleza dentro del creyente se opone a lo nuevo,

llevándolo a la ley del pecado en cautiverio (Romanos 7:23: “Pero veo

otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y

que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros”).

Pero la muerte proporciona un alivio final de las corrupciones que resi-

den en él, y él es un pilar en el templo de su Dios, y no volverá a salir

de ahí (Apocalipsis 3:12: “Al que venciere, yo lo haré columna en el

templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el

nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva

Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo”).

En la mañana de la resurrección, el cuerpo del creyente se modelará

como su cuerpo glorioso (Filipenses 3:20-21: “Mas nuestra ciudadanía

está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor

Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra,


676

para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con

el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”), y cada

anhelo de su alma se realizará plenamente. El cambio de la gracia a la

gloria será tan radical como el cambio de la naturaleza a la gracia.


677

CAPÍTULO 42

EL YUGO DE CRISTO

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré

descansar” (Mateo 11:28). Esto no es una invitación de difusión, diri-

gida indefinidamente a las masas descuidadas y vertiginosas; más

bien, es un llamado de gracia para aquellos que buscan seriamente la

paz del corazón, pero que aún están inclinados por una carga de culpa.

Está dirigido a aquellos que anhelan el descanso del alma, pero que no

saben cómo se lo obtiene, ni dónde se encuentra. A tales personas,

Cristo les dice: “Venid a mí, y yo os haré descansar”. Pero Él no lo deja

allí. Él va a explicarlo. Nuestro Señor hace la simple afirmación de que

Él es el dador del descanso (Mateo 11:28). En lo que sigue, Él especi-

fica los términos en que lo dispensa, las condiciones que debemos cum-

plir si queremos obtenerlo. El descanso se “da” libremente, pero sólo a

aquellos que cumplen con los requisitos revelados de su Dador. “Llevad

mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde


678

de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:29).

En esas palabras, Cristo expresó las condiciones que los seres humanos

deben cumplir para obtener el descanso del alma. Estamos obligados

a llevar su yugo sobre nosotros. El yugo es una figura de sujeción. La

fuerza de esta figura se puede entender si contrastamos con los bueyes

que corren en el campo con los bueyes arrastrados por un arado, donde

su dueño dirige sus energías. Por eso leemos: “Bueno le es al hombre

llevar el yugo desde su juventud” (Lamentaciones 3:27). Eso significa

que, a menos que los jóvenes sean disciplinados, sujetos a la sujeción

y enseñados a obedecer a sus superiores, es probable que se convier-

tan en hijos de Belial, rebeldes intratables contra Dios y el ser humano.

Cuando el Señor tomó a Efraín en la mano y lo reprendió, se lamentó

de que era como un buey no acostumbrado al yugo (Jeremías 31:18:

“Escuchando, he oído a Efraín que se lamentaba: Me azotaste, y fui

castigado como novillo indómito; conviérteme, y seré convertido, por-

que tú eres Jehová mi Dios”). El ser humano natural nace “como un


679

potro de asno salvaje” (Job 11:12: “El hombre vano se hará entendido,

Cuando un pollino de asno montés nazca hombre”): Completamente

incontrolable, obstinado, decidido a tener su propio camino a toda

costa. Habiendo perdido su ancla por la caída, el ser humano es como

un barco completamente a la merced de los vientos y las olas. Su co-

razón no está amarrado y corre salvaje a su propia destrucción. Por lo

tanto, necesita el yugo de Cristo si quiere obtener descanso para su

alma. En su sentido más amplio, el yugo de Cristo significa dependen-

cia completa, obediencia no calificada, sumisión sin reservas a Él. El

creyente le debe esto a Cristo tanto como su legítimo Señor como su

bondadoso Redentor. Cristo tiene un doble reclamo sobre él: Es la cria-

tura de sus manos, y le dio el ser, con todas sus capacidades y facul-

tades. Lo ha redimido y ha adquirido un derecho adicional sobre él. Los

santos son la propiedad comprada de otro; por lo tanto, el Espíritu

Santo dice: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu

Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois


680

vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a

Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”

(1 Corintios 6:19-20). “Toma mi yugo sobre ti” es lo que Cristo quiso

decir: ríndete a Mi Señorío, sométete a Mi gobierno, deja que Mi vo-

luntad sea la tuya. Como señaló Matthew Henry: Estamos aquí invita-

dos a tener a Cristo como Profeta, Sacerdote y Rey, para ser salvos, y

para esto, para ser gobernados y enseñados por Él. Como los bueyes

están enyugados para someterse a la voluntad de su dueño y trabajar

bajo su control, los que recibirían el descanso del alma de Cristo están

aquí para rendirse ante Él como su Rey. Él murió por su pueblo para

que no vivieran para sí mismos, “sino para el que murió por ellos, y

resucitó” (2 Corintios 5:15: “Y por todos murió, para que los que viven,

ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”).

Nuestro santo Señor requiere sumisión y obediencia absolutas en todas

las cosas, tanto en la vida interna como en la externa, incluso para

llevar en cautiverio todo pensamiento a la obediencia de Cristo (2


681

Corintios 10:5: “Derribando argumentos y toda altivez que se levanta

contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a

la obediencia a Cristo”). Desgraciadamente, en un día en que se insiste

tan poco en que los altos reclamos del Salvador se reducen en un in-

tento de hacer que Su Evangelio sea más aceptable para los no rege-

nerados. Fue diferente en el pasado, cuando los que estaban en el púl-

pito no retuvieron nada rentable para sus oyentes. Dios honró tal pre-

dicación fiel al otorgar la unción de Su Espíritu, para que la Palabra se

aplicara con poder. Tome esta muestra: Ningún corazón puede abrirse

verdaderamente a Cristo hasta que no esté dispuesto a recibirlo, con

la debida deliberación, con su cruz de sufrimientos y su yugo de obe-

diencia: “Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir

en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame; Llevad

mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde

de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 16:24;

11:29). Cualquier excepción contra cualquiera de estos es una barrera


682

efectiva para la unión con Cristo. Él considera que esa alma no es digna

de Aquel que pone tal excepción: “Y el que no toma su cruz y sigue en

pos de mí, no es digno de mí” (Mateo 10:38). Si no juzgas a Cristo

como digno de todos los sufrimientos, todas las pérdidas, todos los

reproches, Él te juzga indigno también de llevar el nombre de su discí-

pulo. Por lo tanto, para los deberes de la obediencia, llamado Su yugo,

el que no recibe el yugo de Cristo no puede recibir Su perdón ni ningún

beneficio por medio de Su sangre (John Flavel, 1689). “Toma mi yugo

sobre ti”. Note cuidadosamente que el yugo no es puesto sobre noso-

tros por otro, sino uno que colocamos sobre nosotros mismos. Es un

acto definido por parte de quien busca descansar en Cristo, y sin el

cual no se puede obtener su descanso. Es un acto mental específico,

un acto de entrega consciente de su autoridad, que debe ser gobernado

únicamente por Él. Pablo tomó este yugo sobre él cuando, convencido

de su rebelión y vencido por la compasión del Salvador, dijo: “Señor,

¿qué quieres que haga?” Tomar el yugo de Cristo sobre nosotros


683

significa dejar de lado nuestras voluntades y someternos completa-

mente a Su Soberanía, reconociendo Su Señorío de una manera prác-

tica. Cristo exige algo más que un servicio de labios a sus seguidores,

incluso una obediencia amorosa a todos sus mandamientos: “No todo

el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el

que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me

dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en

tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos

milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí,

hacedores de maldad. Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y

las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre

la roca” (Mateo 7:21-24). “Toma mi yugo sobre ti”. Nuestra venida a

Cristo implica necesariamente dar la espalda a todo lo que se opone a

él. “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y

vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro,

el cual será amplio en perdonar” (Isaías 55:7). Así que tomar Su yugo
684

presupone que tiremos el yugo que habíamos usado antes, el yugo del

pecado y Satanás, de la voluntad propia y de la complacencia propia.

“Jehová Dios nuestro, otros señores fuera de ti se han enseñoreado de

nosotros; pero en ti solamente nos acordaremos de tu nombre” (Isaías

26:13). Luego agregaron, “pero en ti solamente nos acordaremos de

tu nombre”. Por lo tanto, tomar el yugo de Cristo sobre nosotros denota

un cambio de maestro, un cambio consciente y alegre de nuestra parte.

“Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumen-

tos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos

de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos

de justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no

estáis bajo la ley, sino bajo la gracia. ¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque

no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera. ¿No

sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle,

sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte,

o sea de la obediencia para justicia?” (Romanos 6:13-16). “Toma mi


685

yugo sobre ti”. Puede sonar como una paradoja: Pedirles a los que

laboran y están cargados, que acudan a Cristo por “descanso”, que se

echen un “yugo”. Sin embargo, en realidad está lejos de ser el caso.

En lugar de que el yugo de Cristo lleve a su portador a la esclavitud, lo

introduce a una verdadera libertad, a la única libertad genuina que

existe. El Señor Jesús dijo a los que creían en Él: “Dijo entonces Jesús

a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi

palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad,

y la verdad os hará libres” (Juan 8:31-32). Primero debe haber una

continuación en Su Palabra, un caminar constante en ella. Al hacer

esto, Él cumple su promesa, “y conoceréis la Verdad”: Conózcala de

manera experimental, conozca su poder y su bienaventuranza. La con-

secuencia es que “la verdad te hará libre”: Libre de prejuicios, igno-

rancia, locura, voluntad propia, la atadura grave de Satanás y el poder

del pecado. Entonces el discípulo obediente descubre que los manda-

mientos divinos son “la ley perfecta de la libertad” (Santiago 1:25:


686

“Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y

persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra,

éste será bienaventurado en lo que hace”). David dijo: “Y andaré en

libertad, Porque busqué tus mandamientos” (Salmo 119:45). Por el

yugo, dos bueyes se unen en el arado. El yugo entonces es una figura

de unión práctica. Esto se desprende claramente de: “No os unáis en

yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la

justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas?” (2

Corintios 6:14). El pueblo del Señor tiene prohibido entrar en cualquier

otra intimidad. En relaciones con los incrédulos, prohibido casarse con

ellos, formar asociaciones comerciales o tener una unión religiosa con

ellos. Este yugo habla de una unión que resulta en una comunión ín-

tima. Cristo invita a los que vienen a Él a descansar para entrar en una

unión práctica con Él, para que puedan disfrutar de la comunión juntos.

Así fue con Enoc, quien caminó con Dios (Génesis 5:24: “Caminó, pues,

Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios”). Pero “¿Andarán


687

dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:3). No pueden. De-

ben unirse en un objetivo y unidad de propósito, para glorificar a Dios.

“Toma mi yugo sobre ti”. Él no nos pide que usemos algo que Él no ha

usado. ¡Oh, la maravilla de esto! “Haya, pues, en vosotros este sentir

que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no

estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se des-

pojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los

hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo,

haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses

2:5-8). Aquel que era igual a Dios “no estimó el ser igual a Dios como

cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo”. Él, el Señor de

la gloria, tomó sobre él “la forma de un siervo”. El mismo Hijo de Dios

fue “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo,

nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4). “Porque ni aun

Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como está escrito: Los vitu-

perios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí” (Romanos 15:3);


688

“Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la

voluntad del que me envió” (Juan 6:38). Este fue el yugo al que se

sometió con gusto, una sujeción total a la voluntad del Padre y una

obediencia amorosa a sus mandamientos. Y aquí dice: “Toma mi yugo

sobre ti”. Haz lo que hice, haciendo tuya la voluntad de Dios. John

Newton señaló que esto es triple: Primero, el yugo de su profesión,

vestirse del uniforme cristiano y poseer la bandera de nuestro Coman-

dante. Este no es un deber molesto, sino que es una delicia. Aquellos

que han probado que el Señor es misericordioso están lejos de aver-

gonzarse de Él y de Su Evangelio. Quieren decir a todos los que escu-

chan lo que Dios ha hecho por sus almas. Fue verdad esto de Andrés

y Felipe (Juan 1:40-45: “Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de

los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Este halló

primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que

traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: Tú

eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir,
689

Pedro). El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le

dijo: Sígueme. Y Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y Pedro.

Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien es-

cribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José,

de Nazaret”), y con la mujer de Samaria (Juan 4:28-29: “Entonces la

mujer dejó su cántaro, y fue a la ciudad, y dijo a los hombres: Venid,

ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste

el Cristo? Entonces salieron de la ciudad, y vinieron a él”). Como al-

guien ha dicho, muchos jóvenes conversos en la primera calidez de su

afecto necesitan más de una brida que un estímulo en esta preocupa-

ción. Ningún cristiano debería tener miedo de mostrar sus colores; sin

embargo, no debe hacer alarde de ellos ante los que los detestan. No

nos equivocaremos si prestamos atención: “Sino santificad a Dios el

Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para pre-

sentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os

demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15).


690

Sólo cuando, como Pedro, seguimos a Cristo “de lejos”, corremos el

peligro de negar nuestro discipulado. Segundo, el yugo de sus precep-

tos. El alma gentil aprueba y se deleita en esto, pero aún así estamos

renovados, pero en parte. Y cuando los mandamientos de Cristo se

oponen directamente a la voluntad del ser humano, o nos pide que

sacrifiquemos la mano derecha o el ojo derecho; aunque el Señor se-

guramente hará victoriosos a los que dependen de Él al final, pero les

costará una lucha; de modo que, cuando sean conscientes de cuánto

deben a su poder trabajando en ellos, y permitiéndoles vencer, ten-

drán, al mismo tiempo, una viva convicción de su propia debilidad.

Abraham creyó en Dios y se deleitó en obedecerlo; sin embargo,

cuando se le ordenó que sacrificara a su único hijo, no fue una prueba

fácil para su sinceridad y obediencia; y todos los que son partícipes de

su fe están expuestos a reunirse, tarde o temprano, con un llamado al

deber poco menos que contrario a los dictados de la carne y el hueso

(John Newton). Tercero, el yugo de sus dispensaciones, sus tratos con


691

nosotros en la Providencia. Si disfrutamos del favor del Señor, es cierto

que no estaremos en favor de los que lo odian. Él ha advertido clara-

mente: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque

no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os

aborrece” (Juan 15:19). Es inútil suponer que, actuando con prudencia

y sensatez, podemos evitar esto. “Y también todos los que quieren vivir

piadosamente en Cristo Jesús padecerán o sufrirán persecución” (2 Ti-

moteo 3:12). Sólo mediante la infidelidad, al esconder nuestra luz de-

bajo de un mantel, al comprometer la Verdad, al tratar de servir a dos

maestros, podemos escapar del “reproche de Cristo”. Fue odiado por

el mundo y nos ha llamado a la comunión con sus sufrimientos. Esto

es parte del yugo que Él requiere que sus discípulos soporten. Además,

“a quien el Señor ama, él castiga”. Es difícil soportar la oposición del

mundo, pero aún es más difícil soportar la vara del Señor. La carne

todavía está en nosotros y resiste vigorosamente cuando nuestras vo-

luntades se cruzan; sin embargo, gradualmente se nos enseña a decir


692

con Cristo: “Jesús entonces dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina;

la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11).

“Y aprende de mí: porque soy manso y humilde de corazón”. Una vez

más, llamamos la atención sobre la importancia profunda de observar

el orden que nuestro Señor da aquí. Del mismo modo que no podemos

tomar Su yugo sobre nosotros hasta que vengamos a Él, así no apren-

demos de Él (en el sentido que significa) hasta que hayamos tomado

Su yugo sobre nosotros, hasta que hayamos entregado nuestras vo-

luntades a Su autoridad y sometido a su Señorío. Esto es mucho más

que un aprendizaje intelectual de Cristo, es un aprendizaje experimen-

tal, eficaz y transformador. Mediante un esfuerzo minucioso, cualquier

ser humano puede adquirir un conocimiento teológico de la persona y

la doctrina de Cristo. Incluso puede obtener un concepto claro de su

mansedumbre y humildad; pero eso es muy diferente de aprender de

Él para ser transformado en la misma imagen de gloria en gloria (2

Corintios 3:18: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta


693

como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria

en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”). Para

“aprender” de Él debemos estar completamente sujetos a Él y en es-

trecha comunión con Él. ¿Qué es lo que más necesitamos para ser en-

señados por Él? ¿Cómo hacer lo que nos hará objetos de admiración

en el mundo religioso? ¿O cómo obtener tal sabiduría que podamos

resolver todos los misterios? ¿Cómo lograr cosas tan grandes que se

nos dará la preeminencia entre nuestros hermanos? De hecho, no hay

nada que se parezca a esto, porque lo que es altamente estimado entre

los hombres es abominación a los ojos de Dios (Lucas 16:15: “Entonces

les dijo: Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante

de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que

los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación”).

¿Qué, entonces, es Señor esto, aprended de mí, porque soy manso y

humilde de corazón? Estas son las gracias que más necesitamos, para

cultivar los frutos que el Labrador más altamente valora. De la gracia


694

anterior se dice, “sino el interno, el del corazón, en el incorruptible

ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima de-

lante de Dios” (1 Pedro 3:4); de este último, el Señor declaró: “Porque

así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es

el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y

humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para

vivificar el corazón de los quebrantados” (Isaías 57:15). ¿Creemos

realmente estas Escrituras? “Porque yo soy manso”. ¿Qué es la man-

sedumbre? Podemos descubrir mejor la respuesta al observar la pala-

bra en otros versículos. Por ejemplo, “Y aquel varón Moisés era muy

manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Núme-

ros 12:3). Esto se refiere a la dulzura del espíritu de Moisés bajo opo-

sición injusta. En lugar de devolver el mal, oró por la curación de Mi-

riam su hermana. Lejos de ser debilidad (como supone el mundo), la

mansedumbre es la fuerza más grande que posea un ser humano que

puede gobernar su propio espíritu bajo provocación, sometiendo su


695

resentimiento por el mal y negándose a tomar represalias. El espíritu

manso y tranquilo, también tiene que ver con el sometimiento de una

esposa a su esposo (1 Pedro 3:1-6: “Asimismo vosotras, mujeres, es-

tad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no creen a

la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas,

considerando vuestra conducta casta y respetuosa. Vuestro atavío no

sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos

lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un

espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios.

Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas muje-

res que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara

obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis ve-

nido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza”); su

casta conversación (o comportamiento) que debe ser unida al temor

como lo dice el versículo 2; así como Sara “obedeció a Abraham, lla-

mándolo señor” (versículo 6). Se asocia inseparablemente con la


696

gentileza: “Yo Pablo os ruego por la mansedumbre y ternura de Cristo,

yo que estando presente ciertamente soy humilde entre vosotros, mas

ausente soy osado para con vosotros” (2 Corintios 10:1); “Que a nadie

difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda

mansedumbre para con todos los hombres” (Tito 3:2). El espíritu de

mansedumbre está en marcado contraste con el apóstol que usa la

vara (1 Corintios 4:21: “¿Qué queréis? ¿Iré a vosotros con vara, o con

amor y espíritu de mansedumbre?”). Por lo tanto, podemos decir que

la “mansedumbre” es lo opuesto a la voluntad propia. Es la flexibilidad,

el rendimiento, no ofrecer resistencia, como la arcilla en las manos del

Alfarero. Cuando el Creador de los cielos y la tierra exclamó: “Mas yo

soy gusano, y no hombre; Oprobio de los hombres, y despreciado del

pueblo” (Salmo 22:6), se refirió no sólo a las profundidades sin paralelo

de la vergüenza a la que descendió por nuestro bien, sino también a

su humildad y sumisión a la voluntad del Padre. Un gusano no tiene

poder de resistencia, ni siquiera cuando es pisado. Así que no había


697

nada en el Siervo Perfecto que se opusiera a la voluntad de Dios. Con-

templa en Él la majestuosidad de la mansedumbre, cuando Él se paró

como un cordero delante de sus esquiladores, comprometiéndose con

el Juez justo. Contraste a Satanás, que está representado como el gran

dragón escarlata; mientras que el Cordero se erige como el símbolo de

los más mansos y gentiles. La mansedumbre de Cristo apareció en su

disposición a convertirse en la cabeza del pacto de su pueblo y asumir

nuestra naturaleza; al estar sujeto a sus padres durante los días de su

infancia; en someterse a la ordenanza del bautismo; en toda su suje-

ción a la voluntad del Padre. Él no tomó represalias; Él no contó su vida

para sí mismo, sino que la dejó libremente para los demás. Lo que más

necesitamos es aprender de Él, no cómo volvernos grandes o auto im-

portantes, sino cómo negarnos a nosotros mismos, volvernos maneja-

bles y gentiles, para ser siervos, no sólo sus siervos, sino también los

siervos de nuestros hermanos. “Porque soy manso y humilde de cora-

zón”. Como la mansedumbre es lo opuesto a la voluntad propia, la


698

humildad es lo contrario de la autoestima y la justicia propia. La hu-

mildad es la auto agravación, sí, el desapego. Es más que un rechazo

a defender nuestros propios derechos. Aunque era una persona tan

grande, esta gracia fue mostrada principalmente por Cristo. “como el

Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar

su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28); “Porque, ¿cuál es ma-

yor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que se sienta

a la mesa? Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lucas

22:27). Contemplémoslo mientras cumplía con los deberes de lavar los

pies de sus discípulos. Él fue el único nacido en este mundo que pudo

elegir el hogar y las circunstancias de Su nacimiento. ¡Qué reproche a

nuestro estúpido orgullo fue su elección! Mi querido lector, ciertamente

debemos aprender de Él si queremos que esta elección de la flor del

paraíso, florezca en el jardín de nuestras almas.


699

CAPÍTULO 43

LA PUREZA DE CRISTO

El Señor Jesús hizo una invitación de gracia acompañada de una pre-

ciosa promesa: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados,

y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de

mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para

vuestras almas” (Mateo 11:28-29), y luego Él procedió a dar a conocer

las condiciones de esa promesa. A aquellos cuyas conciencias están

agobiadas por una carga de culpa y que están ansiosos por obtener

alivio, Él dice: “Ven a mí y descansa”. Pero su descanso sólo se puede

obtener cuando cumplimos sus requisitos: Que tomemos su “yugo” so-

bre nosotros, y que “aprendamos” de él. Tomar el yugo de Cristo sobre

nosotros consiste en entregarle nuestras voluntades, someternos a su

autoridad, consentir en ser gobernado por él, como lo analizamos en

el capítulo 42 de este libro. Ahora consideremos lo que significa “apren-

der” de Él. Cristo es el profeta antitípico, a quien todos los profetas del
700

Antiguo Testamento apuntaron. Solo Él estaba personalmente califi-

cado para dar a conocer plenamente la voluntad de Dios. “Dios, ha-

biendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a

los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por

el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo

el universo” (Hebreos 1:1-2). Cristo es el gran Maestro de su Iglesia,

todos los demás están subordinados y designados por Él. “Y él mismo

constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas;

a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la

obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efesios

4:11-12). Cristo es el principal Pastor y Alimentador de Su rebaño, Sus

pastores inferiores aprenden y reciben de Él. Cristo es la Palabra per-

sonal en quién y por medio de quien se ilustran de manera sublime las

perfecciones divinas. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que

está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Así es

que debemos venir a Cristo para ser instruidos en la doctrina celestial


701

y edificados en nuestra santa fe. “Aprende de mi”. Cristo no sólo es el

portavoz final de Dios, el único por quien se pronuncia la voluntad di-

vina, sino que también es el gran ejemplo que se presenta ante su

pueblo. Cristo hizo más que proclamar la Verdad, se convirtió en la

encarnación de la Verdad misma. Hizo más que pronunciar la voluntad

de Dios; Él fue el ejemplo personal de ello. Los requisitos divinos esta-

ban perfectamente establecidos en el carácter y la conducta del Señor

Jesús. Y en eso difería radicalmente de todos los que iban antes de Él,

y de todos los que venían después de Él. Las vidas de los profetas

(Antiguo Testamento) y los apóstoles (Nuevo Testamento) arrojaron

rayos de luz dispersos, pero eran simplemente reflejos de la Luz. Cristo

es “el Sol de la justicia”, por lo tanto, está completamente calificado

para decir “aprende de mí”. No hubo error en Su enseñanza, ni la más

mínima mancha en Su carácter, o falla en Su conducta. La vida que Él

vivió nos presenta a Nosotros, el estándar perfecto de santidad, un

patrón perfecto que todos nosotros debemos seguir. Cuando sus


702

enemigos preguntaron: “Entonces le dijeron: ¿Tú quién eres? Entonces

Jesús les dijo: Lo que desde el principio os he dicho” (Juan 8:25). La

fuerza de esa notable respuesta (expresada en griego) se destaca aún

más claramente en el Interlineal de Bagster y en el margen de la Ver-

sión Revisada de los Estados Unidos, “En conjunto lo que también te

hablé”. En respuesta a su interrogatorio, el Hijo de Dios afirmó que Él

era esencial y absolutamente lo que Él mismo había declarado. He ha-

blado de la “luz”; Yo soy esa luz. He hablado de la “verdad”, Yo soy

esa verdad, la encarnación, la personificación y la ejemplificación más

perfecta, sublime y exacta de los mismos. Ninguno podría decirlo, pero

Él realmente podría decir que “Yo soy lo mismo de lo que te estoy

hablando”. El hijo de Dios puede decir la verdad y caminar en la verdad,

pero Él no es la verdad. ¡Cristo lo es! Un cristiano puede dejar que su

luz brille, pero él no es la luz. Cristo es la Luz, y en eso vemos Su

singularidad exaltada. “Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y

nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y


703

estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero

Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20); Él no enseñó la verdad, sino que

Él es la verdad. Porque el Señor Jesús podría hacer esta afirmación:

“Yo Soy lo que te hablé”: soy la encarnación viviente, la ejemplificación

personal de todo lo que enseño, Él es un modelo perfecto que debemos

seguir, por eso Él puede decir: “Aprende de mí”. “Pues para esto fuis-

teis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos

ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Pedro 2:21). Como llevamos

su nombre (cristianos) debemos imitar su santidad. “Sed imitadores de

mí, así como yo de Cristo” (1 Corintios 11:1). Los mejores hombres

son los mejores hombres. Tienen sus errores y defectos, que reconocen

libremente; por lo tanto, cuando difieren de Cristo, es nuestro deber

diferir de ellos. Ningún hombre, por sabio o santo que sea, es una regla

perfecta para otros hombres. El estándar de la perfección está solo en

Cristo; Él es el gobierno de cada estándar cristiano. “No que lo haya

alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro
704

asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús” (Filipenses

3:12). Si bien no nos queda mucho para enseñar, este estándar debe

estar en nosotros en esta vida, nuestro objetivo debe ser nada menos

que eso. “El que dice que permanece en él, debe andar como él an-

duvo” (1 Juan 2:6). Se pueden dar muchas razones en prueba de que

“debería” hacerlo. Es vano para cualquier ser humano profesar que es

cristiano, a menos que demuestre que es su deseo y su esfuerzo diario

seguir el ejemplo que Cristo dejó a su pueblo. Como dijeron los puri-

tanos, “Deje que se ponga la vida de Cristo, o que apague el nombre

de Cristo; que muestren las manos de un cristiano, las obras de santi-

dad y obediencia, o que la lengua y el lenguaje de un cristiano no deben

ganar ninguna creencia o crédito”. Dios ha predestinado a su pueblo

para ser conformados a la imagen de su Hijo (Romanos 8:29: “Porque

a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos

conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre

muchos hermanos”). El trabajo comenzó aquí y se perfeccionó después


705

de la muerte, pero ese trabajo no se consuma en el cielo a menos que

se inicie en la tierra. “También podemos esperar ser salvos sin Cristo,

como ser salvos sin la conformidad con Cristo” (John Flavel). Esta con-

formidad práctica entre el Hijo de Dios y sus hijos es indispensable para

su relación en gracia, esta relación entre cuerpo y cabeza. Los creyen-

tes son miembros de un organismo vivo del cual Cristo es la cabeza de

los miembros, “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en

un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se

nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:13); de Cristo,

“y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre

todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel

que todo lo llena en todo” (Efesios 1:22-23). Los dos juntos (miembros

y Cabeza) forman la mística de Cristo. Ahora como Cristo, la Cabeza,

es puro y santo, así también deben ser los miembros. Un animal con

una cabeza humana sería una monstruosidad. Para los sensuales y sin

Dios reclamar la unidad de Cristo es tergiversarlo ante el mundo, como


706

si Su Cuerpo místico fuera como la imagen de Nabucodonosor, con la

cabeza de oro fino y los pies mezclados de hierro y barro (Daniel 2:32-

33: “La cabeza de esta imagen era de oro fino; su pecho y sus brazos,

de plata; su vientre y sus muslos, de bronce; sus piernas, de hierro;

sus pies, en parte de hierro y en parte de barro cocido”). Este parecido

con Cristo parece necesario de la comunión que todos los creyentes

tienen con Él, en el mismo Espíritu de gracia y santidad. Cristo es el

“Primogénito entre muchos hermanos”, y Dios lo ungió con aceite de

alegría sobre tus compañeros (Salmo 45:7: “Has amado la justicia y

aborrecido la maldad; Por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, Con óleo

de alegría más que a tus compañeros”). Ese aceite de alegría es un

emblema del Espíritu Santo, y Dios da lo mismo a cada uno de sus

compañeros o hermanos. Donde está el mismo Espíritu y principio, allí

debe producirse los mismos frutos y obras, de acuerdo con las propor-

ciones del Espíritu de gracia otorgado. Esta es la razón por la cual el

Espíritu Santo es dado a los creyentes. “Por tanto, nosotros todos,


707

mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, so-

mos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por

el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). Además, el honor mismo de

Cristo exige la conformidad de los cristianos con su ejemplo. ¿De qué

otra manera puede cerrar la boca de aquellos que rechazan a su Maes-

tro y reivindicar Su bendito nombre de los reproches de este mundo?

¿Cómo puede la sabiduría ser justificada de sus hijos, excepto de esta

manera? Los malvados no leerán el registro inspirado de su vida en las

Escrituras; por lo tanto, existe una necesidad aún mayor de tener Sus

excelencias ante ellos, en las vidas de Su pueblo. El mundo ve lo que

practicamos y escucha lo que profesamos. A menos que haya coheren-

cia entre nuestra profesión y nuestra práctica, no podemos glorificar a

Cristo ante un mundo que lo ha expulsado. Entonces, debe haber una

conformidad interna con Cristo antes de que pueda haber alguna se-

mejanza en el exterior. Debe haber una unidad experimental antes de

que pueda haber una semejanza práctica. ¿Cómo podemos ser


708

conformados a Él en actos externos de obediencia a menos que seamos

conformados a Él, en aquellos brotes de los cuales proceden tales ac-

ciones? Debemos vivir en el Espíritu antes de que podamos caminar en

el Espíritu (Gálatas 5:25: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también

por el Espíritu”). “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo tam-

bién en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5), porque la mente debe regular

todas nuestras otras facultades. Por lo tanto, se nos dice: “Porque el

ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida

y paz” (Romanos 8:6). ¿Qué era la mente que estaba en Cristo Jesús?

Era la de la abnegación y la devoción al Padre. El hecho de que debe-

mos comenzar con la conformidad interna con Cristo es evidente en

nuestro texto; después viene el decir aprende de mi. Inmediatamente

agregó: “que soy manso y humilde de corazón”. Necesitamos prestar

mucha atención a la orden de nuestro Señor en este pasaje, insistiendo

en que no podemos “aprender” de Él (en el sentido que se quiere decir

aquí) hasta que hayamos tomado Su “yugo” sobre nosotros, hasta que
709

nos entreguemos a Él. No es sólo para un aprendizaje intelectual de Él

lo que Cristo nos llama, sino para un aprendizaje experimental, efectivo

y transformador; y para lograrlo debemos estar completamente suje-

tos a él. John Newton sugirió que existe otra relación entre estas dos

cosas: No sólo es nuestra obligación de tomar el yugo de Cristo sobre

nosotros un requisito indispensable para nuestro aprendizaje de Él,

sino que también su aprendizaje de Él es su medio debidamente de-

signado para permitirnos usar su yugo. “Aprende de mi”. No tenga

miedo de venir a Mí en busca de ayuda e instrucción, porque yo soy

manso y humilde de corazón. Aquí está el estímulo. No debe dudar en

acudir a Uno como tal, el Creador del cielo y la tierra, Rey de reyes y

Señor de señores. Él es Uno ante quien todos los ángeles del cielo se

postran en homenaje, pero Él es Uno que era llamado el amigo de los

pecadores. Él es capaz de resolver todos nuestros problemas y propor-

cionar fortaleza a los más débiles; Porque Él es el Gran Dios-Hombre,

poseedor de sensibilidad humana, por lo tanto, es capaz de ser tocado


710

con el sentimiento de nuestras enfermedades y limitaciones. “Aprende

de mi”. Sé por qué estas cosas parecen tan difíciles. Es debido al or-

gullo y la impaciencia de nuestros corazones. Para remediar esto, tó-

mame como tu ejemplo; No necesito nada de ti, excepto lo que he

realizado antes que tú, y por tu cuenta: En ese camino que señalo para

ti, puedes percibir Mis propios pasos hasta el final. Este es un argu-

mento poderoso, una dulce recomendación, el yugo de Cristo, para

aquellos que lo aman, de que Él mismo lo soportó. Él no es como los

fariseos, a quienes censuró (Mateo 23:4: “Porque atan cargas pesadas

y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres;

pero ellos ni con un dedo quieren moverlas”) por este mismo motivo

fue que ataron cargas pesadas, y que eran difíciles de soportar, y las

pusieron sobre los hombros de los hombres, pero ellos mismos no las

moverían ni con uno de sus miembros, ni con sus dedos. (1) ¿Está

aterrorizado por las dificultades por asistir a su profesión: Desanimado

por el uso intenso o demasiado preparado para mostrar resentimiento


711

contra quienes se oponen a usted? Aprende de Jesús, admira e imita

su constancia: “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pe-

cadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta

desmayar” (Hebreos 12:3). Haga una comparación (de modo que la

palabra importe) entre usted y Él, entre la contradicción que soportó y

con la que usted está llamado a luchar; entonces seguramente te aver-

gonzarás de quejarte. Admira e imita Su mansedumbre: Cuando Él fue

despreciado, Él no denigró de nuevo; cuando sufrió, no amenazó; Lloró

por sus enemigos, y oró por sus asesinos. Deja que esta misma mente

gloriosa esté en ti, por es la que estaba también en Cristo Jesús. (2)

¿Le resulta difícil caminar firmemente en Sus preceptos, especialmente

en algunos casos particulares, cuando las máximas de la prudencia

mundana y los alegatos de la carne y el hueso están fuertemente en

contra de usted? Aprende de Jesús que Él no se agradó a sí mismo

(Romanos 15:3: “Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes

bien, como está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban,


712

cayeron sobre mí”): No consideró lo que era seguro y fácil, sino lo que

era la voluntad de su Padre celestial. Dígale que lo fortalezca con fuerza

en su alma, para que, al llevar el nombre de Sus discípulos, pueda

parecerse a Él en cada parte de su conducta y brillar como luces en un

mundo oscuro y egoísta, para la gloria de Su gracia. (3) ¿Estás tentado

a repensar en las dispensaciones de la divina providencia? Toma a Je-

sús por tu patrón. ¿Dijo que cuando los sufrimientos indescriptibles que

debía soportar por los pecadores simplemente venían sobre Él, La copa

que me ha dado mi Padre, ¿no la beberé? (Juan 18:11: “Jesús entonces

dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha

dado, ¿no la he de beber?”); ¿y vamos a presumir de tener una volun-

tad propia? Especialmente cuando reflexionamos, que como Sus sufri-

mientos estuvieron totalmente en nuestra cuenta, así todos nuestros

sufrimientos son por Su nombramiento, y todos diseñados por Él para

promover nuestro mejor esfuerzo, ese será nuestro bienestar espiritual

y eterno (John Newton). “Aprende de mi”. Cristo, entonces, enseñó a


713

sus discípulos no sólo por precepto, sino también por ejemplo, no sólo

por la boca a boca, sino también por su propia vida perfecta de obe-

diencia a la voluntad del Padre. Cuando pronunció estas palabras (Ma-

teo 11:29), llevaba puesto el “yugo” y ejemplificaba personalmente la

mansedumbre y la humildad. Qué Maestro tan perfecto, mostrándonos

en Su propia abnegación lo que realmente son estas gracias. No se

asoció con los nobles y poderosos, sino que convirtió, de los pescadores

en su embajador y buscó a los más despreciados de este mundo, de

modo que fue apodado como “el amigo de publicanos y pecadores”. “Y

aprende de mí, porque soy manso y humilde de corazón”. Esas gracias

celestiales, las raíces de las cuales brotan todas las demás excelencias

espirituales, sólo pueden aprenderse de Cristo. Los institutos y los se-

minarios no pueden impartirlos, los predicadores y las iglesias no pue-

den otorgarlos, ninguna auto cultura puede alcanzarlos. Sólo se pue-

den aprender experimentalmente a los pies de Cristo, sólo cuando to-

mamos Su yugo sobre nosotros. Sólo pueden aprenderse cuando


714

comulgamos con Él y seguimos el ejemplo que Él nos dejó. Sólo se

pueden aprender mientras oramos para que estemos más conformes

a su imagen y busquemos confiadamente en la habilitación de su Es-

píritu el “mortificar las obras del cuerpo”. ¡Nos hace llorar que hay tan

poca mansedumbre y humildad en nosotros! Cómo necesitamos con-

fesar a Dios nuestra lamentable deficiencia. Sin embargo, el simple

duelo no mejorará las cosas. Debemos ir a la raíz de nuestra locura y

juzgarla. ¿Por qué no he podido aprender estas gracias celestiales? ¿No

se puede decir de mí, como de Israel, “Efraín es un buey que no está

acostumbrado al yugo?” No hasta que mi espíritu orgulloso se rompa

y mi voluntad se rinda por completo a Cristo, no puedo realmente

“aprender de Él”. Y tomar el yugo de Cristo sobre nosotros y aprender

de Él es algo cotidiano. El cristianismo es mucho más que un credo o

un código ético, es un ser conformado práctico a la imagen del Hijo de

Dios. Tantos cometen el gran error de suponer que venir a Cristo y

tomar su yugo es un acto único, que puede hacerse de una vez por
715

todas. ¡No existe tal! Tiene que ser un acto continuo y diario, “Acer-

cándoos a él (una y otra vez), piedra viva, desechada ciertamente por

los hombres, mas para Dios escogida y preciosa (1 Pedro 2:4). Nece-

sitamos continuar como empezamos. El cristiano maduro que lleva cin-

cuenta años en el camino necesita a Cristo con tanta urgencia como lo

hizo desde el primer momento en que fue condenado por su condición

perdida. Necesita tomar diariamente su yugo y aprender de él.


716

CAPÍTULO 44

EL LIDERAZGO DE CRISTO

“porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:30). Como se

señaló en el capítulo 43, el yugo, empleado figurativamente, es el sím-

bolo del servicio. Tal instrumento unía a los bueyes para jalar el arado

o el carro, por lo que trabajaban para su amo. Nuestro texto se refiere

al servicio de Cristo, en contraste con el servicio del pecado y Satanás.

El diablo promete a sus súbditos un gran tiempo de libertad y placeres,

si siguen sus indicaciones, pero tarde o temprano descubren que el

camino de los transgresores es difícil (Proverbios 13:15: “El buen en-

tendimiento da gracia; Mas el camino de los transgresores es duro”).

El pecado engaña. Sus engañadas víctimas se imaginan que disfrutan

de la libertad mientras complacen los deseos de su carne; pero cuando

la mala salud les sugiere que es mejor que cambien de actitud, descu-

bren que están sujetos a hábitos que no pueden romper. El pecado es

un maestro de tareas más crueles que los egipcios a los hebreos. Y el


717

servicio de Satanás impone cargas mucho más pesadas que las que el

Faraón ponía sobre sus esclavos. Pero Cristo dice “mi yugo es fácil, y

mi carga ligera”. Esta declaración del Salvador también puede ser la

secuela de Sus palabras iniciales en este pasaje. Allí invitó a los que

trabajaban y estaban cargados, lo que puede entenderse en un doble

sentido: Los que estaban enfermos de pecado y se inclinaban por un

sentimiento de culpa, y los que trabajaban para cumplir con los requi-

sitos de la santidad divina y eran echados abajo por su incapacidad

para hacerlo. Aquellos que buscan cumplir con la letra de la Ley de

Dios, lejos de encontrarla “fácil”, descubren que es muy difícil; mien-

tras que aquellos que se esfuerzan por desarrollar una justicia propia

para ganar la estima de Dios, encuentran que es una tarea muy pesada

y no una “carga ligera”. “Mi yugo es fácil, y mi carga es ligera”. ¿Exac-

tamente cuál es la relación entre este versículo y los anteriores? ¿A

cuál de las cláusulas anteriores está más conectada? No podemos des-

cubrir que cualquier comentarista haya hecho un intento específico de


718

responder a esta pregunta. Consideramos conveniente vincular estas

palabras finales del Redentor con cada una de las declaraciones ante-

riores. Por lo tanto, “Vengan a mí, todos los que están trabajados y

cargados, y les daré descanso; porque mi yugo es fácil, y mi carga es

liviana”. Nos anima a venir y nos prueba de que Él nos dará descanso.

“Toma mi yugo sobre ti”: No debes tener miedo de hacerlo, “porque

mi yugo es fácil, y mi carga es ligera”. “Y aprende de mí”, porque no

sólo soy “manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vues-

tras almas, sino “porque mi yugo es fácil”. “Mi yugo es fácil”. La palabra

griega se traduce de diversas maneras, como “bueno, amable, agra-

dable”. No hay nada por qué irritarse o herirse, más bien es agradable

de usarlo. La pregunta ha sido planteada si Cristo habló en forma ab-

soluta o relativa. Es decir, ¿describió Él lo que el yugo era en sí mismo,

o cómo se lo apareció a su pueblo? Creemos que ambos sentidos están

incluidos. Seguramente, el yugo o el servicio de Cristo es liviano o de

gracia en sí mismo, porque todos Sus santos mandamientos están


719

enmarcados por su infinita sabiduría y amor y están diseñados para el

bien de quienes los reciben. Lejos de ser un tirano severo que impone

deberes difíciles por el mero hecho de ejercer su autoridad, Cristo es

un Maestro amable que siempre ha tenido en cuenta el bienestar y los

intereses más elevados de sus súbditos. Sus mandamientos no son

gravosos en sí mismos, sino benéficos. El “padre de la mentira” afirma

que el yugo de Cristo es difícil y pesado. Pero no sólo el yugo de Cristo

es “fácil” en sí mismo, sino que también debe serlo en el sentido y la

comprensión de su pueblo. Será así, si hacen lo que Él pide. Los no

regenerados encuentran el yugo de Cristo molesto y pesado, porque

está en contra de la naturaleza carnal. El servicio de Cristo es un tra-

bajo pesado para los enamorados del mundo y que encuentran su de-

leite en los deseos carnales; pero para alguien cuyo corazón ha sido

cautivado por Cristo, estar bajo su yugo es agradable. Si venimos a

Cristo diariamente para ser renovados por Su gracia, para rendirnos

nuevamente a Su gobierno; Si nos sentamos a Sus pies para que se


720

nos enseñe la amabilidad de la mansedumbre y la humildad: si disfru-

tamos de la comunión espiritual con Él y participamos de Su descanso,

entonces todo lo que Él nos manda nos deleita, y probamos por noso-

tros mismos que los caminos de la sabiduría son caminos de placer, y

todos sus caminos son paz (Proverbios 3:17: “Sus caminos son cami-

nos deleitosos, Y todas sus veredas paz”). Aquí el cristiano puede des-

cubrir la evidencia más concluyente de que una buena obra de gracia

ha comenzado en su corazón. Cuántas almas pobres están profunda-

mente angustiadas por este punto. Se preguntan continuamente: ¿Me

he convertido genuinamente o todavía estoy en un estado de natura-

leza? Se mantienen en suspenso innecesario porque no aplican los mé-

todos de confirmación de las Escrituras. En lugar de medirse con las

reglas de la Palabra, esperan una sensación extraordinaria en su cora-

zón. Pero muchos han sido engañados en este punto, porque Satanás

puede producir sensaciones felices en el corazón y profundas impre-

siones en la mente. Cuánto mejor es el testimonio de una conciencia


721

iluminada. Juzgando las cosas por la Palabra de Dios, percibimos que

el yugo de Cristo es fácil y ligero. Pero este principio funciona en ambos

sentidos. Si descubrimos por experiencia que el yugo de Cristo es fácil

y que su carga es liviana, ¿qué debe decirse de una gran cantidad de

cristianos profesantes que, por su propia conducta, a menudo recono-

cen que el servicio del Señor es una carga? Aunque somos miembros

de iglesias evangélicas, ¿podemos concluir que son de la clase que tie-

nen un nombre que viven y que, sin embargo, están muertos (Apoca-

lipsis 3:1: “Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: El que tiene los siete

espíritus de Dios, y las siete estrellas, dice esto: Yo conozco tus obras,

que tienes nombre de que vives, y estás muerto”)? Ciertamente no

podemos permitir que Cristo hiciera una falsa predicación de su yugo.

Entonces sólo queda una alternativa. Estamos obligados a considerar

como extraños a la piedad a aquellos que encuentran una vida de co-

munión con el Señor y su devoción a su servicio, como aburrido o mo-

lesto. No malinterprete este punto. No estamos afirmando que la vida


722

cristiana no es más que un lecho de rosas, o que cuando una persona

viene a Cristo y toma su yugo, sus problemas terminarán. No existe tal

creencia. En cambio, en un sentido real, sus problemas sólo comien-

zan. Está escrito: “Y también todos los que quieren vivir piadosamente

en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). El uso del

yugo de Cristo nos une a él; y la unión con Él nos lleva a la “comunión

con sus sufrimientos”. Los miembros del cuerpo de Cristo, comparten

la experiencia de su Cabeza. El mundo lo odiaba y lo perseguía, y odia

también a los que llevan su imagen. Pero cuanto más nos acerquemos

a Cristo, más sufriremos la hostilidad de Satanás, ya que su ira se agita

cuando descubre que ha perdido a uno de sus cautivos. No sólo el que

verdaderamente viene a Cristo y toma sobre él Su yugo evoca el odio

de Satanás y del mundo, sino que ahora también es sujeto de conflictos

internos. La naturaleza corrupta que era suya al nacer no se elimina ni

se refina cuando se convierte en cristiano. Permanece dentro de él, sin

cambios. Pero ahora es más consciente de su presencia y de su vileza.


723

Además, esa naturaleza malvada se opone a cada movimiento de la

naturaleza sagrada que recibió en el nuevo nacimiento. “Porque el de-

seo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne;

y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gá-

latas 5:17). Este descubrimiento de la plaga de su propio corazón y

que dentro de él se opone a las aspiraciones santas, es fuente de pro-

funda angustia para el hijo de Dios. A menudo grita: “¡Miserable de mí!

¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). No

podemos afirmar que la vida del cristiano es de sol sin nubes; sin em-

bargo, no debemos transmitir la impresión de que la suerte del cre-

yente está lejos de ser envidiada, y de que él está en peor situación

que el incrédulo. Lejos de eso. Si el cristiano usa diligentemente los

medios de la designación de Dios, él poseerá una paz que superará

toda comprensión a pesar de su continuo conflicto, y experimentará

alegrías de las que los mundanos no saben nada. El mundo puede frun-

cir el ceño y el diablo enfurecerse contra él, pero una conciencia de


724

aprobación, la sonrisa de Dios en su ser, la comunión con los creyentes

y la seguridad de la eternidad con su Amado, son una gran compensa-

ción para el creyente. ¿Qué hay en el yugo de Cristo que hace tales

reparaciones a pesar de la enemistad que evoca y el sufrimiento que

conlleva, de modo que el creyente testifique que es fácil? Al tratar de

responder a esta pregunta, nos valdremos de la ayuda de los sermones

de John Newton, en resumen. Primero, los que usan el yugo de Cristo

actúan desde un principio que hace que todo sea fácil. Esto es por el

amor. Cualquier yugo se resquebrajará cuando se le resista, pero in-

cluso uno de hierro fundido sería agradable si estuviera recubierto con

tela y acolchado con lana. Y esto es lo que hace que el yugo de Cristo

sea fácil para su pueblo. Está alineado con el amor, el suyo para ellos,

y el suyo para Él. Siempre que el hombro se ponga dolorido, ¡mirarán

el forro! Mantenga el forro a la vista y el yugo no será más una carga

para nosotros que las alas para un pájaro o un anillo de bodas para

una novia. Las Escrituras registran que cuando Jacob sirvió a su


725

maestro Labán por siete años por Raquel, le parecieron unos pocos

días “por el amor que le tenía” (Génesis 29:20: “Así sirvió Jacob por

Raquel siete años; y le parecieron como pocos días, porque la amaba”).

Qué diferencia hace cuando realizamos una tarea difícil, ya sea para

un extraño o un amigo querido, o para un empleador exigente o para

un pariente cercano. El afecto hace fácil la alegría más difícil. Pero no

hay amor más grande que el de un pecador redimido por Aquel que

murió en su lugar. Estamos dispuestos a sufrir mucho para obtener el

afecto de alguien que apreciamos mucho, aunque no estemos seguros

del éxito; pero cuando sabemos que el afecto es recíproco, le da una

fuerza adicional a dicho esfuerzo. El creyente no ama con incertidum-

bre. Él sabe que Cristo lo amó antes de tener amor por el Salvador; sí,

lo amaba incluso cuando su propio corazón estaba lleno de enemistad

contra él. Este amor proporciona dos motivos dulces y efectivos en el

servicio: (1) Un deseo de complacer. Esta es la pregunta que el amor

siempre está preguntando. ¿Qué puedo hacer para gratificar, para


726

hacer feliz al objeto de mi afecto? El amor siempre está listo para hacer

lo que pueda y lamenta no poder hacer algo más. Ni el tiempo, ni las

dificultades, ni los gastos son obstáculo para la persona cuyo corazón

está cálidamente comprometido. Pero el mundo no está en ese secreto.

No conocen ni aprecian los principios que motivan al pueblo de Dios.

No sólo no pueden entender por qué el cristiano ya no está dispuesto

a unirse con ellos en los placeres del pecado, sino que tampoco logran

ver qué satisfacción encuentran al leer las Escrituras, en la oración se-

creta o en la adoración pública. Suponen que es responsable de algún

trastorno mental, y le aconsejan que deje esos ejercicios sombríos a

los que están al borde de la tumba. Pero el creyente puede responder:

“El amor de Cristo no me lo permite”. (2) Una agradable garantía de

aceptación. Qué diferencia hace cuando somos capaces de determinar

si lo que hacemos será recibido favorablemente o no. Si tenemos mo-

tivos para temer que aquel para quien trabajamos, no aprecie nuestros

esfuerzos, no nos deleitamos en la tarea y estamos tentados a


727

ahorrarnos de ella. Pero si tenemos buenas razones para creer que

nuestras labores se encontrarán con una sonrisa de aprobación, cuánto

más fácil será el trabajo y cuánto más fácilmente lo haremos con nues-

tra mayor fuerza. Es este estímulo el que estimula a los discípulos de

Cristo. Saben que Él no pasará por alto el servicio más pequeño en Su

nombre o el más mínimo sufrimiento soportado por Su causa; porque

incluso una taza de agua fría dada en Su Glorioso Nombre se reconoce

como si se le hubiera ofrecido de inmediato (Marcos 9:41: “Y cualquiera

que os diere un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, de

cierto os digo que no perderá su recompensa”). Segundo, el servicio

es aún más fácil y ligero si está de acuerdo con nuestras inclinaciones.

Esaú probablemente habría hecho cualquier cosa para complacer a su

padre para obtener su bendición. Pero ningún mandamiento pudo ha-

ber sido más agradable para él que ser enviado a buscar la carne de

un venado, porque era un cazador (Génesis 25:27: “Y crecieron los

niños, y Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo; pero Jacob
728

era varón quieto, que habitaba en tiendas”). El cristiano ha recibido de

Dios una nueva naturaleza, se le ha hecho un participante de la natu-

raleza divina (2 Pedro 1:4: “por medio de las cuales nos ha dado pre-

ciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser par-

ticipantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que

hay en el mundo a causa de la concupiscencia”). Así como la aguja

magnética siempre apunta a la Estrella del Norte, este principio espiri-

tual siempre se dirige a su Autor. En consecuencia, la Palabra de Dios

es su alimento, la comunión con él, su máximo deseo, su ley, su de-

leite. Es cierto que todavía gime bajo la corrupción interna, pero esto

es parte de la carga del pecado y no parte del yugo de Cristo. Él gime

porque no puede servirle mejor. Pero mientras ejerce su fe, se regocija

en cada parte del yugo de Cristo. Profesar su nombre es un privilegio

sagrado, sus preceptos son una meditación provechosa y el sufrimiento

por el bien de Cristo se considera un grande y alto honor. Tercero, la

carga de Cristo es liviana porque la gracia sustentadora se otorga a su


729

portador. El servicio a un ser querido sería impracticable si usted estu-

viera enfermo o incapacitado. Tampoco podrías hacer un largo viaje

para ministrar a un amigo, sin importar cuán querido sea, si estuvieras

imposibilitado. Pero el yugo de Cristo también es fácil con este res-

pecto: Proporciona suficiente fuerza al portador. Lo que es duro para

la carne y la sangre es fácil para la fe y la gracia. Es cierto que, aparte

de Cristo, el creyente no puede hacer nada (Juan 15:5: “Yo soy la vid,

vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva

mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer”); pero es

igualmente cierto que puede hacer todas las cosas a través de Cristo

fortaleciéndolo (Filipenses 4:13: “Todo lo puedo en Cristo que me for-

talece”). Es cierto que “Los muchachos se fatigan y se cansan, los jó-

venes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas

fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán;

caminarán, y no se fatigarán” (Isaías 40:30-31). ¿Qué más podemos

preguntar? Es totalmente culpa nuestra si no somos fuertes en el Señor


730

y en el poder de su poder (Efesios 6:10: “Por lo demás, hermanos

míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza”). Cualquier

cosa que el Señor nos pida que hagamos, si dependemos de Él en el

uso de los medios designados, Él ciertamente nos preparará para ello.

Él no es un faraón, que nos obliga a hacer ladrillos y no nos proporciona

la paja para los mismos. Lejos de ello, Él promete, “Hierro y bronce

serán tus cerrojos, Y como tus días serán tus fuerzas” (Deuteronomio

33:25). Moisés puede quejarse, soy lento para hablar, y de lengua

lenta, pero el Señor le aseguró: Estaré con tu boca y te enseñaré lo

que debes decir (Éxodo 4:10-12: “Entonces dijo Moisés a Jehová: ¡Ay,

Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que

tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua.

Y Jehová le respondió: ¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al

mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová? Ahora pues,

ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar”).

Pablo reconoció: “no que seamos competentes por nosotros mismos


731

para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra compe-

tencia proviene de Dios” (2 Corintios 3:5). De igual modo, a pesar de

los sufrimientos que el Señor llama a su pueblo a soportar por Su

causa, Él ciertamente otorgará la gracia sustentadora. “Todo el poder

en el cielo y en la tierra” le pertenece a Cristo y, por lo tanto, Él puede

hacer que nuestros enemigos huyan ante nosotros y salgamos de la

boca del león. A pesar de que permite en algunas ocasiones de acuerdo

a su Soberanía y Voluntad Divinas, que sus siervos sean golpeados y

encarcelados, las canciones de alabanza se ponen en sus bocas (He-

chos 16:25: “Pero a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban him-

nos a Dios; y los presos los oían”). Finalmente, la facilidad del yugo de

Cristo aparece en las ricas compensaciones que lo acompañan. Bajo el

yugo del pecado gastamos nuestra fuerza por lo que no nos satisfacerá,

pero cuando usamos el yugo de Cristo encontramos el verdadero des-

canso para nuestras almas. Si vivimos una vida placentera y buscamos

nuestro propio honor, cosechamos miseria y sufrimiento; pero cuando


732

se niega el yo y se glorifica a Cristo, la paz y la alegría son nuestras.

Ningún ser humano sirve a Cristo para nada: Al guardar Sus manda-

mientos hay una gran recompensa (Salmo 19:11: “Tu siervo es ade-

más amonestado con ellos; En guardarlos hay grande galardón”), no

de deudas, sino de gracia. El cristiano puede tener mucho que lo de-

rribe, pero tiene mucho más para animarlo y enviarlo en su camino,

regocijándose. Él tiene acceso gratuito al trono de la gracia, preciosas

promesas sobre las que puede descansar, y el consuelo del Espíritu

Santo para consolar a su alma agobiada. Tiene un Amigo que se acerca

más que un hermano, un Padre amoroso que satisface todas sus ne-

cesidades, y la bendita seguridad de que cuando llegue la hora seña-

lada irá a otro mundo, donde no hay pecado ni tristeza, sino plenitud

de alegría y placeres para siempre (Salmo 16:11: “Me mostrarás la

senda de la vida; En tu presencia hay plenitud de gozo; Delicias a tu

diestra para siempre”).


733

CAPÍTULO 45

EL EJEMPLO DE CRISTO

Los seres humanos cometieron dos errores graves al tomar o no tomar

a Cristo como ejemplo. Es difícil determinar cuál es el más perverso y

fatal de los dos. Primero, aquellos que sostuvieron la vida perfecta del

Señor Jesús ante el descubierto, descubrieron que debían imitarla para

encontrar la aceptación con Dios. En otras palabras, hicieron el emular

a Cristo “el camino de la salvación” para los pecadores perdidos. Este

es un error fundamental, que no puede resistirse con demasiada

fuerza. Repudia la depravación total y la impotencia espiritual del ser

humano caído. Niega la necesidad del nuevo nacimiento. Anula la ex-

piación al enfatizar la vida impecable de Cristo a expensas de su muerte

sacrificial. Sustituye las obras por la fe, los esfuerzos de las criaturas

por la gracia divina, las acciones defectuosas del ser humano por la

obra terminada del Redentor. Si se buscan los Hechos y las epístolas,

se revelará que los apóstoles nunca predicaron que el imitar a Cristo


734

sea el camino para obtener el perdón de los pecados y asegurar la paz

con Dios. Pero en las últimas generaciones, el péndulo ha girado hacia

el extremo opuesto. Si, hace un siglo, el ejemplo del cual Cristo ha

dejado a su pueblo fue demasiado aprovechado, nuestros modernos

pastores lo hacen muy poco; si dieron un lugar para predicar a los no

salvos que la Escritura no garantiza, no hemos podido presionar a los

cristianos en la medida en que la Escritura lo requiere. Si a los que

hace un siglo se les debe culpar por hacer mal uso del ejemplo de Cristo

en relación con la justificación, somos también culpables de no usarlo

en relación con la santificación. Si bien es cierto que las perfecciones

morales que Cristo mostró durante su estadía terrenal aún se exaltan

en muchos lugares, cuán raramente se escucha (o se lee) a aquellos

que insisten en que emular a Cristo es absolutamente esencial para la

preservación y la salvación final del creyente. ¿Acaso la gran mayoría

de los predicadores ortodoxos no temerá positivamente hacer tal afir-

mación, para no ser acusados de legalistas? El Señor Jesucristo no sólo


735

es un modelo perfecto y glorioso de todas las gracias, santidad, virtud

y obediencia, que se prefiere sobre todos los demás, sino que sólo Él

es tal. En la vida de los mejores de los santos, las Escrituras registran

lo que es nuestro deber evitar, así como lo que debemos seguir. A

veces, uno está desconcertado para saber si es seguro cumplir con

ellos o no. Pero Dios nos ha proporcionado gentilmente una regla se-

gura que resuelve ese problema. Si le prestamos atención, nunca es-

taremos perdidos para cumplir con nuestro deber. Los santos hombres

y mujeres de las Escrituras deben ser imitados por nosotros sólo en la

medida en que ellos mismos estuvieran conformados a Cristo (1 Corin-

tios 11:1: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo”). Lo mejor de

sus gracias, el más alto de sus logros, el más perfecto de sus deberes,

fueron echados a perder por las manchas; pero en Cristo no hay im-

perfección alguna, porque Él no tuvo pecado y no hizo pecado. Cristo

no sólo es el hombre perfecto, sino también el modelo; y por lo tanto

es su ejemplo adecuado para todos los creyentes. Este hecho notable


736

presenta una característica que no ha recibido la atención que merece.

No hay nada tan distintivo en personalidad como características racia-

les y nacionales. El más grande de los hombres lleva marcas inconfun-

dibles de su herencia y medio ambiente. Las peculiaridades raciales

son imperecederas; hasta la última fibra de su ser, Lutero era un ale-

mán, Knox un escocés; y con toda su generosidad de corazón, Pablo

era un judío. En marcado contraste, Jesucristo se elevó por encima de

la herencia y el medio ambiente. Nada local, transitorio, nacional o

sectario empequeñeció su personalidad maravillosa. Cristo es el único

hombre verdaderamente cristiano. Él pertenece a todas las edades y

está relacionado con todos los seres humanos, porque Él es “el Hijo del

hombre”. Esto subyace en la conveniencia universal del ejemplo de

Cristo para los creyentes de todas las naciones, que todos pueden en-

contrar en Él la realización perfecta de su ideal. Esto es ciertamente un

milagro, y exhibe una perfección trascendente en el Hombre Cristo Je-

sús que rara vez se reflexiona. Qué sorprendente que el inglés


737

convertido pueda encontrar en el carácter de Cristo y llevar a cabo un

patrón tan adecuado para él como para un chino salvado; que su ejem-

plo es tan apropiado para el zulú regenerado como para un alemán

nacido de nuevo. Las necesidades de Lord Bacon y Sir Isaac Newton

fueron tan verdaderamente satisfechas en Cristo como las de los jóve-

nes tontos que dijeron: Soy un pobre pecador y no tengo nada en ab-

soluto, pero Jesucristo es mi todo en todo. ¡Qué notable es que el

ejemplo de Cristo sea tan apropiado para los creyentes del siglo vein-

tiuno como lo fue para los del siglo primero, que sea tan adecuado para

un niño cristiano como para su abuelo! Él es designado por Dios para

este propósito. Una de las razones por las que Dios envió a su Hijo para

que se hiciera carne y tabernáculo en el mundo fue que Él podría poner

delante de nosotros un ejemplo en nuestra naturaleza, Uno que era

como nosotros en todo, con excepción del pecado. De este modo, Él

nos mostró esa renovación a su imagen en nosotros, de ese regreso a

Él del pecado y la apostasía, y de la santa obediencia que Él requiere


738

de nosotros. Tal ejemplo era necesario para que nunca pudiéramos

perdernos la voluntad de Dios en Sus mandamientos, teniendo una

representación gloriosa de ella ante nuestros ojos. Eso no nos puede

ser dado de otra manera que en nuestra propia naturaleza. La natura-

leza de los ángeles no era adecuada como ejemplo de obediencia, es-

pecialmente en el ejercicio de las gracias que especialmente necesita-

mos en este mundo. ¿Qué ejemplo podrían los ángeles darnos en pa-

ciencia en las aflicciones o la tranquilidad en los sufrimientos, cuando

su naturaleza es incapaz de experimentar tales cosas? Tampoco po-

dríamos haber tenido un ejemplo perfecto en nuestra naturaleza, ex-

cepto en uno que fuera santo y “separado de los pecadores”. Muchas

Escrituras presentan a Cristo como el Ejemplo del creyente: “Llevad mi

yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de

corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:29),

aprende con el curso de Mi vida y con Mis palabras; “Y cuando ha sa-

cado fuera todas las propias, va delante de ellas; y las ovejas le siguen,
739

porque conocen su voz” (Juan 10:4). No requiere de nosotros más de

lo que se entregó a sí mismo; “Porque ejemplo os he dado, para que

como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Juan 13:15); “Pero el

Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo

sentir según Cristo Jesús” (Romanos 15:5); “Haya, pues, en vosotros

este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5). “Por

tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande

nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos

asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante,

puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por

el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio,

y se sentó a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:1-2); “Pues ¿qué

gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo

lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante

de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo pa-

deció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas”
740

(1 Pedro 2:20-21); “El que dice que permanece en él, debe andar como

él anduvo” (1 Juan 2:6). El ejemplo es mejor que el precepto. ¿Por

qué? Porque un precepto es más o menos una abstracción, mientras

que un ejemplo nos presenta una representación concreta; por lo

tanto, tiene más aptitud para incitar a la mente a la imitación. La con-

ducta de aquellos con quienes estamos en estrecha asociación ejerce

una influencia considerable sobre nosotros, ya sea para bien o para

mal. El hecho está claramente reconocido en las Escrituras. Por ejem-

plo, se nos ordena: “No te entremetas con el iracundo, Ni te acompañes

con el hombre de enojos, No sea que aprendas sus maneras, Y tomes

lazo para tu alma” (Proverbios 22:24-25). Por esta razón, Dios les or-

denó a los israelitas que destruyeran por completo a todos los habitan-

tes de Canaán, para que no pudieran aprender sus malos caminos y

ser contaminados por ellos (Deuteronomio 7:1-4: “Cuando Jehová tu

Dios te haya introducido en la tierra en la cual entrarás para tomarla,

y haya echado de delante de ti a muchas naciones, al heteo, al


741

gergeseo, al amorreo, al cananeo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo,

siete naciones mayores y más poderosas que tú, y Jehová tu Dios las

haya entregado delante de ti, y las hayas derrotado, las destruirás del

todo; no harás con ellas alianza, ni tendrás de ellas misericordia. Y no

emparentarás con ellas; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija

para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a

dioses ajenos; y el furor de Jehová se encenderá sobre vosotros, y te

destruirá pronto”). Por el contrario, el ejemplo del piadoso ejerce una

influencia para el bien; por eso se les llama “la sal de la tierra”. De

acuerdo con este principio, Dios ha designado la consideración del ca-

rácter y la conducta de Cristo como un medio especial para aumentar

la piedad en su pueblo. A medida que sus corazones contemplan Su

santa obediencia, tiene una eficacia peculiar para su crecimiento en

gracia más allá de todos los otros ejemplos. Es en contemplar al Señor

Jesús por fe que la salvación viene a nosotros. “Mirad a mí, y sed sal-

vos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más”
742

(Isaías 45:22). Cristo se presenta ante el pecador en el Evangelio, con

la promesa de que todo el que lo mire con fe no perecerá, sino que

tendrá vida eterna (Juan 3:14-15: “Y como Moisés levantó la serpiente

en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado,

para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida

eterna”). Esta es una ordenanza especial de Dios, y el Espíritu la hace

efectiva a todos los que creen. De la misma manera, Cristo se presenta

a los santos como el gran Modelo de obediencia y Ejemplo de santidad,

con la promesa de que, al contemplarlo como tal, seremos cambiados

a su imagen (2 Corintios 3:18: “Por tanto, nosotros todos, mirando a

cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos trans-

formados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu

del Señor”). Nuestra respuesta a ese nombramiento de Dios es recom-

pensada por una creciente piedad. Pero para entrar en detalles: ¿qué

implica la imitación de Cristo en los santos? Primero, presupone que

ya estén regenerados. Los corazones de sus seguidores deben ser


743

santificados antes de que sus vidas puedan ser conformadas a él. El

espíritu y el principio de la obediencia deben ser impartidos al alma

antes de que pueda haber una imitación externa de la práctica de

Cristo. Este orden está claramente enunciado: “Y les daré un corazón,

y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de

piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para

que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos y los cumplan,

y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por Dios” (Ezequiel 11:19-20).

Quien todavía está en la agalla de la amargura y el vínculo de la iniqui-

dad no tiene corazón para las cosas espirituales; por lo tanto, el árbol

debe ser hecho antes de que pueda producir buenos frutos. Primero

debemos vivir en el Espíritu y luego caminar en el Espíritu (Gálatas

5:25: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu”).

Uno podría también instar al etíope a cambiar su piel o al leopardo sus

manchas, como pedir a los inconversos que sigan el ejemplo que Cristo

dejó a su pueblo. Segundo, imitar a Cristo definitivamente denota que


744

ningún cristiano puede gobernarse a sí mismo o actuar de acuerdo con

su propia voluntad. Aquellos que son una regla para sí mismos actúan

en un desafío temeroso del Altísimo. “Conozco, oh Jehová, que el hom-

bre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar

sus pasos” (Jeremías 10:23). Un ser humano puede también fingir ser

su propio creador como su propio guía. Ningún ser humano tiene la

sabiduría suficiente para dirigirse a sí mismo. Cuando nacemos de

nuevo somos conscientes de este hecho. Nuestros orgullosos corazo-

nes se humillan y nuestras voluntades rebeldes se rompen, y sentimos

la necesidad de ser guiados por Otro. El clamor de un corazón conver-

tido es: “Señor, ¿qué quieres que haga?” Su respuesta para nosotros

hoy es, sigue el ejemplo que te he dejado, aprende de mí, camina como

yo caminaba. Tercero, si esta imitación de Cristo implica claramente

que ningún ser humano puede pretender ser su propio maestro, es

igualmente evidente que no importa cuán sabio o santo sea, ningún

cristiano tiene el derecho o está calificado para gobernar a otros. Sólo


745

Cristo es designado y capacitado para ser el Señor de su pueblo. Es

cierto que leemos en la Palabra, “a fin de que no os hagáis perezosos,

sino imitadores de aquellos que por la fe y la paciencia heredan las

promesas” (Hebreos 6:12); y “Obedeced a vuestros pastores, y suje-

taos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han

de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque

esto no os es provechoso” (Hebreos 13:17). Sin embargo, eso debe

ser tomado en subordinación al ejemplo de Cristo. Los mejores hom-

bres son los mejores hombres; tienen sus errores y faltas, y donde

difieren de Cristo es nuestro deber diferir de ellos. Es muy importante

que tengamos bastante claro este punto, ya que muchas malinterpre-

taciones han provocado que algunos priven a otros de una parte vital

de su legítima libertad. No es que las Escrituras enseñen una demo-

cracia eclesiástica, que está tan lejos de la verdad como la jerarquía

romana en el extremo opuesto. Dios ha colocado gobernantes en la

Iglesia, y a sus miembros se les ordena obedecerlos; pero su gobierno


746

es administrativo y no legislativo, para hacer cumplir las leyes de Cristo

y no para inventar reglas propias. Pablo afirmó: “No que nos enseño-

reemos de vuestra fe, sino que colaboramos para vuestro gozo; porque

por la fe estáis firmes” (2 Corintios 1:24); y Pedro declaró a los ancia-

nos u obispos: “No como teniendo señorío sobre los que están a vues-

tro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey” (1 Pedro 5:3). Lleno de

una medida tan grande del Espíritu de sabiduría y santidad como lo fue

Pablo, sin embargo, no va más allá de esto; “Sed imitadores de mí, así

como yo de Cristo” (1 Corintios 11:1). En cuarto lugar, la imitación de

Cristo da a entender claramente que el verdadero cristianismo es muy

estricto y exigente, y en ningún caso es el sarcasmo o la indulgencia

de los deseos carnales. Esto necesita énfasis en un día como el nuestro,

cuando prevalece tanto desfallecimiento. Las personas suponen que

pueden ser seguidores de Cristo y, sin embargo, ignoran el camino por

el que viajó; para que puedan rechazar la desagradable tarea de ne-

garse a sí mismos y, sin embargo, asegurarse del cielo. ¡Qué ilusión!


747

La necesidad vital de la cuidadosa imitación de Cristo no permite que

todos caminen sueltos, y rechaza la afirmación de cualquiera de ser

verdaderos cristianos si no prestan atención a su ejemplo. Ni la mun-

danalidad ni la autocomplacencia pueden encontrar ninguna protección

bajo las alas del Evangelio. La regla invariable, que obliga a todos los

que dicen ser Suyos, es “Pero el fundamento de Dios está firme, te-

niendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de

iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19).

Deje que siga el ejemplo de Cristo o que deje de decir que le pertenece;

déjelo que pise el camino de la santidad o todas sus palabras justas

son inútiles. Quinto, la imitación de Cristo implica necesariamente las

imperfecciones de los mejores hombres. Si la vida de Cristo es nuestro

modelo, entonces los más santos entre sus seguidores están obligados

a admitir que están muy por debajo de esta norma de deber, y no en

algunos detalles, sino en todos los aspectos. El carácter y la conducta

del Señor Jesús fueron sin mancha ni mácula; por lo tanto, están tan
748

por encima de nuestros pobres logros que nos sentimos avergonzados

cuando nos medimos por ellos. Los religiosos egoístas pueden delei-

tarse en compararse con otros, como lo hizo el fariseo con el publicano.

Las almas ilusionadas que suponen que toda la santidad cristiana con-

siste en estar a la altura de algún estándar de perfección inventado por

algún ser humano (o al entrar en alguna experiencia peculiar), pueden

enorgullecerse de haber recibido la segunda bendición o tener la ple-

nitud o el bautismo del Espíritu de Dios, sin embargo, todos los que

honestamente se midan a sí mismos por las perfecciones de Cristo en-

contrarán abundantes razones para ser humillados. Esto también es un

punto de tremenda importancia práctica. Si coloco mi pañuelo sobre

un fondo oscuro, aparecerá impecablemente limpio; pero, si lo pongo

sobre la nieve recién caída, la imperfección de su blancura se mani-

fiesta rápidamente. Si comparo mi propia vida con la predicada por

ciertos defensores de la “vida victoriosa”, puedo concluir que mi vida

es bastante aceptable. Pero si me aplico diligentemente a mí mismo la


749

plomada del ejemplo de Cristo, entonces debo reconocer de inmediato

que, como el Pedro de la antigüedad, lo estoy siguiendo de lejos. Se-

guramente ninguno fue más competente en santidad y puntual en obe-

diencia que Pablo; sin embargo, cuando se comparó a sí mismo con

Cristo, declaró: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto;

sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también

asido por Cristo Jesús” (Filipenses 3:12). Sexto, la imitación de Cristo

como nuestro modelo implica claramente su santidad trascendente,

que su santidad está muy por encima de todas las criaturas. Por lo

tanto, es la mayor de las ambiciones cristianas de conformarse a su

imagen (Filipenses 3:10: “A fin de conocerle, y el poder de su resu-

rrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser seme-

jante a él en su muerte”). Cristo tiene una doble perfección: Una per-

fección de ser y una perfección de trabajo. Su vida en la tierra nos

proporciona una regla perfecta porque no había ninguna mancha ni

error en ella. Él era santo, inofensivo, sin mancha, separado de los


750

pecadores, y como tal se convirtió en el Sumo Sacerdote de nosotros

(Hebreos 7:26: “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo,

inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime

que los cielos”). Por lo tanto, la conformidad de los cristianos profe-

santes con el ejemplo de Cristo es tanto la prueba como la medida de

todas sus gracias. Cuanto más se acerca alguien a este Patrón, más se

acerca él a la perfección. Finalmente, la imitación cristiana de Cristo,

bajo la pena de perder su reclamo de cualquier interés salvador en

Cristo, necesariamente denota que la santificación y la obediencia son

las evidencias de nuestra justificación y aceptación con Dios. La segu-

ridad de las Escrituras es inalcanzable sin una obediencia sincera y es-

tricta. “Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo

y seguridad para siempre” (Isaías 32:17). “No lo tenemos para nuestra

santidad, sino que siempre lo tenemos en el camino de la santidad.

Dejemos que los seres humanos hablen lo que quieran de las garantías

inmediatas y las comodidades del Espíritu, sin tener en cuenta la


751

santidad ni el respeto a la obediencia: Estoy seguro, sea cual sea el

engaño con el que se encuentren, la verdadera paz y el consuelo sólo

se pueden encontrar y esperar aquí” (John Flavel, a quien estamos en

deuda por mucho en estos siete puntos). “Pues para esto fuisteis lla-

mados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejem-

plo, para que sigáis sus pisadas” (1 Pedro 2:21). Hemos visto que la

vida perfecta de Cristo no sólo es un patrón adecuado de santidad y

obediencia para que la imite Su pueblo, sino también que Dios lo ha

designado expresamente para ese propósito. Esto es para que poda-

mos tener una regla segura sobre la cual caminar, la Ley de Dios tra-

ducida a términos concretos y sus requisitos establecidos por una re-

presentación personal; y también con el propósito de humillar a nues-

tros orgullosos corazones, al revelarnos hasta qué punto estamos tan

cortos de estar a la altura de la norma de justicia de Dios. Además,

Dios ha establecido que el ejemplo de Cristo sea seguido por su pueblo

para que su hijo pueda ser honrado por ellos; para distinguir a sus
752

seguidores del mundo; y para que den testimonio de la realidad de su

profesión. Imitar a Cristo, entonces, no es opcional, sino obligatorio.

Pero aquí, una dificultad muy real se enfrenta a aquellos que buscan

sinceramente la gracia para prestar atención a esta cita divina. ¿En qué

aspectos particulares debemos considerar a Cristo como nuestro Ejem-

plo? Todas las cosas registradas de Él en la Sagrada Escritura son para

nuestra instrucción, pero no todas para nuestra imitación. Había algu-

nas cosas que Cristo hizo como Dios; por ejemplo, hizo milagros. “Y

Jesús les respondió: Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo. Porque

como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo

a los que quiere da vida” (Juan 5:17, 21); “Pues para que sepáis que

el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados

(dice entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu

casa” (Mateo 9:6). Incluso los apóstoles nunca realizaron tales actos

en su propio nombre o por su propio poder. Otra vez; Como mediador,

realizó obras de mérito, haciendo así la expiación por los pecados de


753

su pueblo y trayendo justicia eterna para ellos, y obteniendo su justi-

ficación y reconciliación. Así que ahora su intercesión asegura su pre-

servación. Ningún ser humano puede hacer nada meritorio, porque en

el mejor de los casos todos somos siervos no rentables. Incluso como

Hombre, Cristo realizó actos extraordinarios que no son para nuestra

emulación: Ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches, caminar

sobre el agua, pasar toda la noche en oración (Lucas 6:12), no leemos

en las Escrituras que nadie más lo haga. Así son los casos en cuestión.

Así que realizó ciertas obras temporales relacionadas con el tiempo en

que vivió, que no son para nuestra imitación, como la circuncisión de

Él, que se llevó a cabo en la Pascua. ¿En qué lugar, entonces, debemos

imitar a Cristo? Primero, en todos los deberes morales que pertenecen

a todos los seres humanos en todo momento, que no son extraordina-

rios ni temporales, comprendidos en el amor a Dios con todo nuestro

corazón y con nuestros vecinos como a nosotros mismos. Segundo, en

los deberes que pertenecen a una llamada similar: Como el niño que
754

obedece a sus padres (Lucas 2:51: “Y descendió con ellos, y volvió a

Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Y su madre guardaba todas estas co-

sas en su corazón”); como el ciudadano que paga sus impuestos (Ma-

teo 17:27: “Sin embargo, para no ofenderles, ve al mar, y echa el

anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo, y al abrirle la boca, ha-

llarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí y por ti”); el ministro del

Evangelio que diligentemente (Lucas 8:1: “Aconteció después, que Je-

sús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el

evangelio del reino de Dios, y los doce con él”) y fielmente (Hebreos

3:2: “el cual es fiel al que le constituyó, como también lo fue Moisés

en toda la casa de Dios”) desempeña su cargo. Tercero, en todas las

obras que tengan razón y ocasión para realizarlas (Mateo 12:12: “Pues

¿cuánto más vale un hombre que una oveja? Por consiguiente, es lícito

hacer el bien en los días de reposo”; Juan 8:59: “Tomaron entonces

piedras para arrojárselas; pero Jesús se escondió y salió del templo; y

atravesando por en medio de ellos, se fue”). La conformidad del


755

creyente con Cristo corresponde a los estados a través de los cuales Él

pasó. Cristo Jesús entró por primera vez en un estado de humillación,

antes de que Dios lo recompensara al llevarlo a un estado de exalta-

ción. Por eso ha ordenado Dios que los miembros se asemejen a su

cabeza. Son llamados a soportar los sufrimientos, antes de entrar en

la gloria prometida. Los discípulos del Señor Jesús tienen que experi-

mentar una cierta medida de oposición, persecución, odio, aflicción, y

lo hacen con la esperanza de una vida mejor por venir. En eso, sólo

siguen al “capitán de su salvación”, quien fue perfeccionado por los

sufrimientos (Hebreos 2:10: “Porque convenía a aquel por cuya causa

son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que ha-

biendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones

al autor de la salvación de ellos”). Dios ha declarado: “Palabra fiel es

esta: Si somos muertos con él, también viviremos con él (Cristo); Si

sufrimos, también reinaremos con él; Si le negáremos, él también nos

negará” (2 Timoteo 2:11-12). El orden aquí es ineludible: “llevando en


756

el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que tam-

bién la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios

4:10). De la misma manera, el cristiano debe ser conformado a los

actos especiales de la mediación de Cristo, que son su muerte y resu-

rrección. Estos son de suma consideración, ya que no sólo son un pa-

trón propuesto para nuestra meditación, sino también tienen una gran

influencia sobre nuestra muerte al pecado y nuestra vida para la san-

tidad. Esto se evidencia en el hecho de que esos efectos de la gracia

en nosotros se atribuyen, a aquellos actos de la mediación de Cristo

que llevan la mayor parte de la correspondencia con ellos. Así, nuestra

mortificación se atribuye a la crucifixión de Cristo (Gálatas 2:20: “Con

Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo

en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios,

el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”); nuestra vivificación

a su resurrección (Filipenses 3:10: “a fin de conocerle, y el poder de

su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser


757

semejante a él en su muerte”); y nuestra mentalidad celestial a su

ascensión (Filipenses 3:20: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos,

de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo”); para

que todos esos actos principales de Cristo sean verificados en su propio

pueblo. Morimos al pecado como Cristo murió por ello. Pero al descen-

der a los detalles más específicos, es en las gracias de Cristo que de-

bemos conformarnos a Él. Todas las gracias y virtudes del Espíritu fue-

ron representadas en su mayor gloria y con el brillo más brillante en

su vida aquí en la tierra. Primero, se propone la pureza y la santidad

de su vida como un patrón glorioso para que los santos imiten. “Y todo

aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como

él es puro” (1 Juan 3:3). Antes de ampliar esto, señalemos dónde

Cristo es único y está más allá de nuestra imitación. Él era esencial-

mente santo en su ser, porque Él es el Santo de Dios. Él entró en este

mundo inmaculado, puro sin la menor mancha de contaminación, “Res-

pondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder


758

del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser

que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). Nuevamente, Él

fue efectivamente santo, porque Él hace a otros santos. Por sus sufri-

mientos y su sangre, se abrió una fuente para el pecado y para la in-

mundicia (Zacarías 13:1: “En aquel tiempo habrá un manantial abierto

para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la puri-

ficación del pecado y de la inmundicia”). Él también es infinitamente

santo, ya que Él es Dios, y no se puede establecer ninguna medida

sobre Su santidad como Mediador, porque recibió el Espíritu sin medida

(Juan 3:34: “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues

Dios no da el Espíritu por medida”). En estos detalles es inimitable. A

pesar de estas excepciones, la santidad de Cristo es un patrón para

nosotros. Era verdadero y sinceramente santo, sin ficción ni preten-

sión. Cuando el príncipe de este mundo lo escudriñó, no pudo encontrar

ningún defecto en Él (Juan 14:30: “No hablaré ya mucho con vosotros;

porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí”). Fue


759

oro puro en todas partes. El fariseo puede pretender ser santo, pero es

sólo en apariencia externa. Ahora la santidad cristiana debe ser ge-

nuina, sincera y sin simulación. Cristo fue uniformemente santo, en el

momento y en el lugar, así como en otro momento y lugar. El mismo

tenor de santidad recorrió toda su vida desde el principio hasta el final.

Así debería ser con sus seguidores. “Sino, como aquel que os llamó es

santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir”

(1 Pedro 1:15). Qué inconsistencias tenemos que lamentar; una parte

es nuestra vida celestial y otra parte es nuestra vida terrenal. Cristo

fue ejemplarmente santo; un patrón para todo lo que se acerca a Él,

de modo que incluso aquellos que fueron enviados para arrestarlo tu-

vieron que regresar a sus amos y decir: “Nunca ningún hombre habló

como este hombre”. Debemos imitarlo en este respecto. Los santos de

Tesalónica fueron alabados porque “de tal manera que habéis sido

ejemplo a todos los de Macedonia y de Acaya que han creído. Porque

partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no sólo


760

en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en

Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de

hablar nada” (Primera de Tesalonicenses 1:7-8). Que nadie salga de

nuestra compañía sin ser condenado o edificado. Cristo fue estricta-

mente santo. ¿Quién de vosotros me condena de pecado? Fue su reto.

El ojo más observador y hostil no pudo detectar defectos en Sus accio-

nes. También es nuestro deber imitar a Cristo en esto: “para que seáis

irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una

generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como

luminares en el mundo” (Filipenses 2:15). Segundo, la obediencia de

Cristo a la voluntad de su Padre es un patrón para la emulación del

cristiano. “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en

Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a

Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, to-

mando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en

la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente


761

hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-8). La obediencia

de Cristo fue libre y voluntaria, no forzada y obligatoria. “Entonces dije:

He aquí, vengo; En el rollo del libro está escrito de mí; El hacer tu

voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi

corazón” (Salmo 40:7-8). Tampoco dudó, más tarde, cuando sufrió tan

gravemente en el cumplimiento de esa voluntad. “Por eso me ama el

Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar” (Juan 10:17).

Así que el cristiano debe seguir los pasos de Cristo, sin hacer nada a

regañadientes y sin contar los mandamientos de Dios. Nuestra obe-

diencia debe ser rendida alegremente para que sea aceptable. Vea Su

perfecta sumisión en Getsemaní. Aquí también nos dejó un ejemplo.

No debemos desechar la tarea más desagradable que Dios nos asigne.

Feliz el cristiano que puede decir como el apóstol, “Entonces Pablo res-

pondió: ¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo

estoy dispuesto no sólo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por

el nombre del Señor Jesús” (Hechos 21:13). La obediencia de Cristo


762

fue totalmente desinteresada. Fue hecha para no tener un fin propio,

sino para la gloria de Dios. “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado

la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4). Cristo no buscó la honra

de los seres humanos, pero el gran deseo de su alma fue: “Padre, glo-

rifica tu nombre” (Juan 12:28: “Padre, glorifica tu nombre. Entonces

vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez”). Esta

cualidad también debe caracterizar nuestra obediencia. “No mirando

cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros”

(Filipenses 2:4). Las corrientes de la obediencia de Cristo fluyeron de

la fuente del amor a Dios. “Mas para que el mundo conozca que amo

al Padre, y como el Padre me mandó, así hago. Levantaos, vamos de

aquí” (Juan 14:31). Que esto también sea verdad en nosotros, porque

la obediencia sin amor no tiene ningún valor a la vista de Dios. La

obediencia de Cristo fue constante, continuando hasta su último

aliento. Se nos exige no estar cansados de hacer el bien. “No temas en

nada lo que vas a padecer. He aquí, el diablo echará a algunos de


763

vosotros en la cárcel, para que seáis probados, y tendréis tribulación

por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”

(Apocalipsis 2:10). Tercero, la abnegación de Cristo es el patrón para

el creyente. “Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere

venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”

(Mateo 16:24). Aunque debe haber una semejanza, no puede haber

un equivalente exacto. “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor

Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para

que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).

¿Quién puede medir lo que Cristo hizo, por la gloria de Dios y por el

amor que Él dio a luz a los elegidos, entregó por nosotros? ¡Qué trivial

en comparación es el mayor sacrificio con el que estamos llamados a

hacer! Cristo no tenía ninguna obligación de negarse a Sí mismo por

nosotros, pero nos ha impuesto la obligación más fuerte de negarnos

a nosotros mismos por Su causa. Aunque no tiene ninguna obligación,

se negó a sí mismo fácilmente, sin oponerse a la parte más severa de


764

esto. Entonces, no se diga de nosotros: “Porque todos buscan lo suyo

propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21). No te dejes

amar, acariciar, compadecer, mimar y halagar por el mundo o por tu

carne; más bien renúncialo y mortifícalo, y haz de Cristo agradable y

glorificante en tu propia vida, esa es tu misión. Cuarto, la actividad y

la diligencia de Cristo en el cumplimiento de la obra de Dios compro-

metida con Él, fue un patrón que todos los creyentes deben imitar. Se

dice de Él que se fue haciendo el bien (Hechos 10:38: “cómo Dios ungió

con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste

anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo,

porque Dios estaba con él”). ¡Qué obra gloriosa realizó en tan poco

tiempo! Una obra que se celebrará durante toda la eternidad con las

alabanzas de los redimidos, una obra sobre la cual se estableció Su

corazón con atención. “Jesús les dijo: Mi comida es que haga la volun-

tad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). Fue una obra

bajo la cual Él nunca desmayó, a pesar de la mayor oposición que tenía.


765

La brevedad del tiempo lo provocó a la mayor diligencia. “Me es nece-

sario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la

noche viene, cuando nadie puede trabajar” (Juan 9:4). Mejoró todas

las oportunidades y ocasiones: concedió a Nicodemo una entrevista en

la noche, predicó el Evangelio a la mujer en el pozo cuando estaba

agotado de su viaje. Nada le disgustó más que ser disuadido de su

trabajo. “Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirle,

diciendo: Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acon-

tezca. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí,

Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de

Dios, sino en las de los hombres. Entonces Jesús dijo a sus discípulos:

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su

cruz, y sígame” (Mateo 16:22-24). ¿Deberán sus seguidores engañar

sus vidas con la vanidad? ¿Seremos perezosos cuando Él fue tan dili-

gente? Qué gran honor nos ha dado Dios al llamarnos a Su servicio. La

firmeza en el trabajo de obediencia es nuestra mayor seguridad cuando


766

enfrentamos la hora de la tentación. “Y salió al encuentro de Asa, y le

dijo: Oídme, Asa, y todo Judá y Benjamín: Jehová estará con vosotros,

si vosotros estuviereis con él: y si le buscareis, será hallado de voso-

tros; mas si le dejareis, él también os dejará” (2 Crónicas 15:2). La

diligencia en el procesamiento de la santidad es la manera de obtener

más de ella (Lucas 8:18: “Mirad, pues, cómo oís; porque a todo el que

tiene, se le dará; y a todo el que no tiene, aun lo que piensa tener se

le quitará”). Las gracias crecen al ser utilizadas; los actos espirituales

conducen a hábitos espirituales; los talentos empleados fielmente son

recompensados con el aumento de ellos. La diligencia en la obra de

Dios es el camino directo a la seguridad del amor de Dios (2 Pedro 1:5-

10: “Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, aña-

did a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, do-

minio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la

piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. Porque si estas

cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin


767

fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Pero el

que no tiene estas cosas tiene la vista muy corta; es ciego, habiendo

olvidado la purificación de sus antiguos pecados. Por lo cual, hermanos,

tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque

haciendo estas cosas, no caeréis jamás”). La diligencia en la obediencia

es la mayor seguridad contra el retroceso. La frialdad conduce a la falta

de cuidado, a la negligencia y a la apostasía. Cuanto más diligentes

somos al servir a Dios, más nos parecemos a Cristo. Quinto, la inofen-

sividad de la vida de Cristo en la tierra es un modelo excelente para

todo su pueblo. Él no lesionó a ninguno, y nunca dio la oportunidad de

que alguien fuera herido justamente por Él. No sólo era santo, sino

también inofensivo. Renunció a sus propios derechos personales para

evitar ofender, como en el caso del dinero del tributo. Cuando fue aver-

gonzado, no volvió a denigrar (1 Pedro 2:23: “quien cuando le malde-

cían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino

encomendaba la causa al que juzga justamente”). Tan prudente fue


768

nuestro Salvador que cuando Sus enemigos buscaron ocasión contra

Él, no pudieron encontrar ninguna (Juan 19:4: “Entonces Pilato salió

otra vez, y les dijo: Mirad, os lo traigo fuera, para que entendáis que

ningún delito hallo en él”). Busquemos fervientemente la gracia para

que podamos imitar a esta bendita excelencia de su vida, para que

podamos obedecer el mandamiento de Dios y “para que seáis irrepren-

sibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación

maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares

en el mundo” (Filipenses 2:15). El honor de Cristo, cuyo nombre lleva-

mos, está ligado a nuestra conducta. La regla que Él ha puesto sobre

nosotros es: “He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos;

sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas” (Ma-

teo 10:16). Sexto, la humildad y la mansedumbre de Cristo son pro-

puestas por Él mismo como un modelo para la imitación de su pueblo.

“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y

humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo


769

11:29). Él se humilló a sí mismo, al tomar sobre él la forma de un

siervo. Se inclinó al puesto más bajo lavando los pies de los discípulos.

Cuando se presentó a Israel como su rey, fue en humillación, montado

sobre la espalda de un asno. “Decid a la hija de Sion: He aquí, tu Rey

viene a ti, Manso, y sentado sobre una asna, Sobre un pollino, hijo de

animal de carga” (Mateo 21:5). Él declaró: “como el Hijo del Hombre

no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate

por muchos” (Mateo 20:28). Condescendió al más bajo de los hombres,

comiendo con publicanos y pecadores (Mateo 9:11: “Cuando vieron

esto los fariseos, dijeron a los discípulos: ¿Por qué come vuestro Maes-

tro con los publicanos y pecadores?”). En todo esto nos dejó un ejem-

plo a seguir. Seamos vestidos con humildad (1 Pedro 5:5: “Igualmente,

jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, sumisos unos a otros,

revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, Y da gracia

a los humildes”), y de ese modo evidenciamos nuestra conformidad

con Cristo. El orgullo enfermizo se convierte en alguien que profesa ser


770

un seguidor del Señor Jesús. No sólo traiciona la falta de comunión con

Cristo, sino también una lamentable ignorancia de sí mismo. Nada es

tan provocador para Dios, y más rápidamente separa el alma de Él.

“Porque Jehová es excelso, y atiende al humilde, Mas al altivo mira de

lejos” (Salmo 138:6). El orgullo es totalmente inconsistente con las

quejas que hacemos de nuestras corrupciones, y presenta un serio

obstáculo para los hijos de Dios. No seas ambicioso con los grandes de

este mundo, conténtate como uno de los pequeños de Cristo. Aprende

la humildad a sus pies. Preséntalo en tu vestimenta y comportamiento

(1 Pedro 3:3: “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostento-

sos, de adornos de oro o de vestidos lujosos”). Muéstralo cultivando la

comunión con los más pobres del rebaño (Romanos 12:16: “Unánimes

entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis

sabios en vuestra propia opinión”). Muéstralo hablando y comportán-

dote como menos que el más pequeño de todos los santos (Efesios

3:8: “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos,
771

me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de

las inescrutables riquezas de Cristo”). Séptimo, la satisfacción de Cristo

en una condición baja y mezquina en este mundo es un modelo exce-

lente para la imitación de su pueblo. Su porción aquí fue una condición

de profunda pobreza y desprecio. El hijo de padres humildes; nacido

en un pesebre. Tan privado de las comodidades de este mundo que,

gran parte de su tiempo no tenía dónde recostar su cabeza; tan pobre

que tuvo que pedir prestado dinero para señalar su prescripción. Sin

embargo, nunca murmuró ni se quejó de su condición. No, tan lejos de

eso, estaba tan contento con los nombramientos de Dios, que declaró:

“Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, Y es hermosa la here-

dad que me ha tocado” (Salmo 16:6). Bajo los sufrimientos más de-

gradantes, Él nunca se resistió: “Angustiado él, y afligido, no abrió su

boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de

sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isaías 53:7). O

que en esto también los cristianos más pobres imitarían a su Salvador,


772

y aprenderían a manejar una condición afligida con un espíritu con-

tento: Que no exista quejas ni acusaciones tontas contra Dios que se

escuchen de usted, sin importar las dificultades o problemas que Él le

presente. El cristiano más sufrido y afligido es dueño de muchas mise-

ricordias ricas e invaluables (Efesios 1:3: “Bendito sea el Dios y Padre

de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espi-

ritual en los lugares celestiales en Cristo”; 1 Corintios 3:23: “y vosotros

de Cristo, y Cristo de Dios”). ¿El pecado es perdonado y Dios reconci-

liado? Entonces nunca más abras la boca. Tienes muchas promesas

preciosas de que Dios no te abandonará en tu situación (Hebreos 13:5-

6: “Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis

ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré; de manera que

podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré Lo

que me pueda hacer el hombre”). Toda tu vida ha sido una experiencia

de la fidelidad de Dios a sus promesas. ¡Qué útiles y beneficiosas son

todas tus aflicciones para ti! Purgan tus pecados, te separan del mundo
773

y se vuelven en tu salvación; entonces, ¡cuán irrazonable debe ser tu

descontento con ellas! El momento de su alivio y la plena liberación de

todos sus problemas está a la mano: El tiempo es muy breve para que

tenga alguna preocupación por tales cosas. Tu destino recae sobre ti

por dirección Divina, y por mal que sea, es mucho más fácil y dulce

que la condición de Cristo en este mundo. Sin embargo, Él se contentó,

y ¿por qué no tú? (John Flavel). “El que dice que permanece en él,

debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). El diseño principal del após-

tol en esta epístola es exhibir ciertos signos y marcas, tanto negativos

como positivos, para el examen o juicio de las afirmaciones de los seres

humanos de ser cristianos (1 Juan 5:13: “Estas cosas os he escrito a

vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que

tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios”).

Es en esa luz que nuestro versículo debe ser interpretado. La prueba

de un interés salvador en Cristo es nuestra imitación de él. Si este

criterio se insistiera fielmente hoy en día desde el púlpito, gran parte


774

de la profesión cristiana vacía que ahora abunda estaría claramente

expuesta. Se hace una afirmación: “El que dice que permanece en Él”,

que significa un interés y una comunión con Él. La única forma en que

se puede establecer este reclamo, es caminando como Cristo caminó,

siguiendo el ejemplo que Él nos ha dejado. Todo ser humano está su-

jeto a la imitación de Cristo bajo la pena de perder su derecho a Cristo.

La necesidad de esta imitación de Cristo aparece convincentemente de

diversas maneras. Primero, del orden establecido de salvación, que es

fijo e inalterable. Dios que ha señalado el fin, también ha establecido

los medios y el orden por los cuales los seres humanos alcanzarán el

fin último. Ahora la conformidad con Cristo es el método establecido

por medio del cual Dios traerá muchas almas a la gloria. “Porque a los

que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos con-

formes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre

muchos hermanos” (Romanos 8:29). El mismo Dios que ha predesti-

nado a los seres humanos a la salvación, los ha predestinado a la


775

conformidad con Cristo. Este orden de los cielos nunca debe ser rever-

tido; También podemos esperar ser salvos sin Cristo, como ser salva-

dos sin la conformidad con Cristo. En segundo lugar, la naturaleza de

la mística de Cristo requiere esta conformidad, y se hace indispensable.

De lo contrario, el cuerpo de Cristo debería ser heterogéneo: ¡de una

naturaleza diferente a la Cabeza, y cuán monstruoso e incómodo sería

esto! Esto representaría a Cristo para el mundo con una imagen o idea

muy parecida a esto, “La cabeza de esta imagen era de oro fino; su

pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus muslos, de bronce; sus

piernas, de hierro; sus pies, en parte de hierro y en parte de barro

cocido” (Daniel 2:32-33). Cristo, la Cabeza, es puro y santo, y, por lo

tanto, muy inadecuado es para los miembros ser sensuales y munda-

nos. Y, por lo tanto, el apóstol en su descripción del Cristo místico des-

cribe a los miembros de Cristo (como deberían ser) de la misma natu-

raleza y cualidad de la Cabeza: “El primer hombre es de la tierra, te-

rrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Cual el


776

terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también

los celestiales. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traere-

mos también la imagen del celestial. Pero esto digo, hermanos: que la

carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción

hereda la incorrupción” (1 Corintios 15:47-50). Esa imagen o seme-

janza de Cristo, que será completa y perfecta después de la resurrec-

ción, debe comenzar en su primer borrador aquí en esta tierra por me-

dio de la obra de regeneración. En tercer lugar, esta semejanza y con-

formidad con Cristo es necesaria por la comunión que todos los cre-

yentes tienen con Él en el mismo espíritu de gracia y santidad. Los

creyentes son llamados los compañeros de Cristo o hermanos (Salmo

45:7: “Has amado la justicia y aborrecido la maldad; Por tanto, te un-

gió Dios, el Dios tuyo, Con óleo de alegría más que a tus compañeros”)

de su participación con Él en el mismo Espíritu. Dios nos da el mismo

Espíritu que derramó más abundantemente sobre Cristo. Ahora, donde

está el mismo Espíritu y el mismo principio, allí deben producirse los


777

mismos frutos y operaciones, de acuerdo con las proporciones y medi-

das del Espíritu de la gracia comunicada; y por esta razón se refuerza

aún más por el diseño y el fin de Dios en la infusión del Espíritu de

gracia: Porque de Ezequiel 36:27 se desprende que la santidad y la

obediencia prácticas son el alcance y el diseño de esa infusión del Es-

píritu: “Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en

mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra”. La

propiedad innata del Espíritu de Dios en los seres humanos es elevar

sus mentes, poner sus afectos sobre las cosas celestiales, purgar sus

corazones de la escoria terrenal y prepararlos para una vida de santi-

dad y obediencia. Su naturaleza también debe ser similar y por lo tanto

debe cambiar a aquellos en los que está la misma imagen que Jesu-

cristo, su Cabeza celestial (2 Corintios 3:18: “Por tanto, nosotros to-

dos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor,

somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como

por el Espíritu del Señor”). Cuarto, la necesidad de esta imitación de


778

Cristo se puede argumentar desde el diseño y el final de la exposición

de Cristo al mundo en un cuerpo de carne. Porque, aunque detestamos

esa doctrina de los socinianos (es una doctrina antitrinitaria y considera

que en Dios hay una única persona y que Jesús de Nazaret no existía

antes de su nacimiento, aunque nació milagrosamente de la Virgen

María por voluntad divina), lo que hace que la vida ejemplar de Cristo

sea el fin completo de su encarnación, sin embargo, no debemos huir

tan lejos de un error como para perder una preciosa verdad. Decimos

que la satisfacción de su sangre fue un final principal y supremo de su

encarnación, según Mateo 20:28: “Como el Hijo del Hombre no vino

para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por

muchos”. Afirmamos también que fue un gran diseño y un fin de la

encarnación de Cristo el poner ante nosotros un patrón de santidad

para nuestra imitación, porque así lo dice el apóstol: “Pues para esto

fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, deján-

donos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Pedro 2:21); y este
779

ejemplo de Cristo obliga grandemente a los creyentes a su imitación:

“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”

(Filipenses 2:5). En quinto lugar, nuestra imitación de Cristo es uno de

esos grandes artículos que cada ser humano debe suscribir, a quien

Cristo admitirá en el número de sus discípulos. “Y el que no lleva su

cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27):

y nuevamente: “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí

también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará”

(Juan 12:26). A esta condición nos hemos sometido, si somos creyen-

tes sinceros; y, por lo tanto, estamos estrictamente vinculados con la

imitación de Cristo, no sólo por el mandato de Dios, sino por nuestro

propio consentimiento. Pero si profesamos interés en Cristo, cuando

nuestros corazones nunca consintieron en seguirlo e imitar su ejemplo,

entonces somos unos hipócritas que nos engañamos, totalmente en

desacuerdo con el carácter bíblico de los creyentes. Los que son de

Cristo se describen aquí como los que caminan no detrás de la carne,


780

sino detrás del Espíritu. En sexto lugar, el honor de Cristo requiere la

conformidad de los cristianos con su ejemplo, ¿Qué otra manera queda

para dejar de desviar la boca y reivindicar el nombre de Cristo de los

reproches de este mundo? ¿Cómo puede la sabiduría ser justificada de

sus hijos, excepto que sea así? ¿Con qué medios podemos cortar la

ocasión del deseo, sino regulando nuestras vidas por el ejemplo de

Cristo? El mundo tiene ojos para ver lo que practicamos, así como oídos

para escuchar lo que profesamos. Por lo tanto, debemos mostrar mu-

cha consistencia entre nuestra profesión y su práctica, o nunca podre-

mos esperar reivindicar el nombre y el honor del Señor Jesús (John

Flavel, puritano). De todo lo que ahora ha estado ante nosotros pode-

mos sacar las siguientes inferencias. Primero, si todos los que reclaman

un interés salvador en Cristo están estrictamente obligados a imitarlo,

entonces se deduce que el mundo está cargado muy injustamente de

los males y escándalos de maestros vacíos. Nada puede ser más irra-

zonable, ya que el cristianismo censura severamente las acciones


781

sueltas y escandalosas en todos los maestros, y por lo tanto no deben

ser culpados por ellos. “Porque la gracia de Dios se ha manifestado

para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a

la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria,

justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la

manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo,

quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad

y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras. Esto ha-

bla, y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te menosprecie”

(Tito 2:11-15). Realmente, es un argumento en gran medida a favor

del cristianismo que incluso los seres humanos malvados codician su

nombre, aunque sólo esconden sus pecados bajo él. En segundo lugar,

si todos los maestros renuncian a su reclamo de un interés salvador en

Cristo que no se esfuerzan, con sinceridad y seriedad, por imitarlo en

la santidad de su vida, ¡entonces cuán pequeños son los verdaderos

cristianos en este mundo! Si el hablar solamente con flores sin caminar


782

estrictamente, si se hace la profesión común sin la práctica santa, si se

hace miembro de la Iglesia sin negarse a sí mismo y pisando el camino

estrecho, fuera suficiente para constituir a un cristiano, entonces un

considerable porcentaje de la población de la tierra tendría derecho a

ese nombre. Pero si Cristo no posee a nadie más que a los que siguen

el ejemplo que Él dejó, entonces Su rebaño es ciertamente pequeño.

La gran mayoría de los que dicen ser cristianos tienen un nombre que

vive, pero están muertos (Romanos 6:13: “Ni tampoco presentéis

vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino

presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos,

y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia”). Las exi-

gencias de Cristo son demasiado rígidas para ellos. Prefieren el camino

ancho donde se encuentra la mayoría. Tercero, ¡en qué tiempos ben-

ditos debemos ser testigos, si el verdadero cristianismo alguna vez se

obtuvo y prevaleció en el mundo! Cómo humillaría a los orgullosos,

suavizaría la voluntad propia y espiritualizaría a aquellos que son


783

carnales. Un mundo perverso a menudo ha acusado al cristianismo de

ser la causa de todo el tumulto en él; mientras que nada más que el

cristianismo puro, en su poder, puede curar esas epidemias del mal. Si

la gran mayoría de nuestros compañeros fueran regenerados por el

Espíritu y llevados a seguir a Cristo en santidad, viviendo con manse-

dumbre y abnegación, nuestras prisiones serían cerradas, los ejércitos

y las armadas serían eliminados, los celos y las animosidades serían

eliminados, y sólo existiría alegría y lugares llenos de regocijo. El de-

sierto se regocijaría y florecería como la rosa. Eso es lo que constituye

la gran diferencia entre el cielo y un mundo que se encuentra bajo el

maligno. La santidad es la misma atmósfera de la primera, mientras

que aquí se la odia y se la prohíbe. Cuarto, también se deduce que los

verdaderos cristianos son los mejores compañeros. Es una bendición

tener compañerismo con aquellos que buscan genuinamente seguir el

ejemplo de Cristo. La santidad, la mentalidad celestial y las gracias

espirituales que estaban en Él se encuentran, en su medida, en todos


784

sus verdaderos discípulos. Muestran las alabanzas de Aquel que los

llamó de las tinieblas a la luz. Algo del fruto del Espíritu se debe ver en

todos aquellos en los que Él mora. Sin embargo, debe recordarse que

hay una gran diferencia entre un cristiano y otro, que lo mejor se san-

tifica sólo en parte. Si hay algo atractivo y dulce, también hay algo que

es desagradable y amargo en los santos más maduros. Esto es lo que

nos da la oportunidad de amamantarnos unos a otros en amor. Sin

embargo, a pesar de todas las enfermedades y corrupciones, el pueblo

del Señor es el mejor compañero en esta tierra. Felices son aquellos

que ahora disfrutan de la comunión con aquellos en quienes se puede

discernir la semejanza de Cristo. Quinto, si no se justifica la afirmación

de nadie de ser de Cristo, excepto en la medida en que él está cami-

nando de acuerdo con Él, entonces cuán infundadas e inútiles son las

expectativas de todas las personas no santificadas, que caminan en

pos de sus propios deseos. Ninguno está más dispuesto a reclamar los

privilegios de la religión, que aquellos que rechazan sus deberes; las


785

multitudes esperan ser salvadas por Cristo, pero aún se niegan a ser

gobernadas por Él. Pero tales esperanzas no tienen justificación de las

Escrituras para ser apoyadas; sí, tienen muchos testimonios de las Es-

crituras en contra de ellos. “¿No sabéis que los injustos no heredarán

el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los

adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los

ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los es-

tafadores, heredarán el reino de Dios” (1 Corintios 6:9-10). ¡Oh, cuán-

tas miles de vanas esperanzas son puestas en el polvo, y cuántas miles

de almas son sentenciadas al Infierno por esta única Escritura! (John

Flavel, 1660). Entonces, cómo nos corresponde a aquellos de nosotros

que profesamos ser cristianos no conformarnos con este mundo, sino

transformarnos por la renovación de nuestras mentes (Romanos 12:2:

“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la re-

novación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la

buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”). Por consiguiente cómo


786

debemos esforzarnos por seguir los pasos de Cristo. Ese debe ser el

gran negocio de nuestras vidas, ya que es el ámbito principal del Evan-

gelio. Si Cristo se ha conformado con nosotros tomando sobre Él nues-

tra naturaleza, cuán razonable es que nos conformemos a Él en una

manera de obediencia. Él vino bajo la ley por nuestro bien (Gálatas

4:4: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su

Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley”), lo menos que podemos

hacer a cambio es tomar con gusto su yugo sobre nosotros. Provocó el

abatimiento de Cristo el conformarse con aquellos que estaban infini-

tamente debajo de Él; entonces ahora será nuestro avance conformar-

nos con Aquel que está muy por encima de nosotros. Seguramente el

amor de Cristo debe obligarnos a no escatimar esfuerzos para crecer

en él en todas las cosas (Efesios 4:15: “Sino que siguiendo la verdad

en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es,

Cristo”). Si nos conformamos a Él en gloria, cuán lógico es que ahora

debemos conformarnos a Él en santidad. “Amados, ahora somos hijos


787

de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabe-

mos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le

veremos tal como él es” (1 Juan 3:2), como Él, no sólo en nuestras

almas, sino que también nuestros cuerpos se transformarán como el

de Él (Filipenses 3:20-21: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos,

de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual

transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea seme-

jante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también

sujetar a sí mismo todas las cosas”). Qué motivo es esto para que

estemos en conformidad con Cristo aquí en esta tierra, especialmente

porque nuestra conformidad con Él en la santidad, es la evidencia de

nuestra conformidad con Él en la gloria (Romanos 6:5-9: “Porque si

fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así

también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nues-

tro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo

del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado.


788

Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado. Y si morimos

con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo,

habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se

enseñorea más de él”). La conformidad de nuestras vidas con Cristo es

nuestra más alta excelencia en este mundo, ya que la medida de nues-

tra gracia debe ser estimada por esta regla. En la medida en que imi-

tamos a Cristo, y no más allá, somos de alguna ayuda real para los

que nos rodean; al contrario, cuanto menos estemos conformados a

Cristo, mayores obstáculos e impedimentos nos encontraremos con los

salvos y los no salvos. ¡Qué consideración más solemne es esta! Cómo

debe llevarnos a nuestras rodillas, buscando la gracia para ser segui-

dores más cercanos de Cristo. “Y os encargábamos que anduvieseis

como es digno de Dios, que os llamó a su reino y gloria” (1 Tesaloni-

censes 2:12). Por “dignidad”, el apóstol no tenía ninguna referencia a

lo que es meritorio, sino al decoro que le corresponde a un cristiano.

Como señaló Davenant, la palabra “digno”, tal como se la usa en las


789

Escrituras no siempre denota una proporción exacta de igualdad entre

una cosa y otra, sino una cierta utilidad y aptitud que excluye la incon-

sistencia. Caminar dignamente delante de Dios es caminar como Cristo

caminó, y cualquier desviación de esa norma es una reflexión sobre

nuestra profesión y un reproche sobre ella. Es por nuestra propia paz

que debemos conformarnos al modelo de Cristo. La respuesta de una

buena conciencia y la sonrisa de la aprobación de Dios son una rica

compensación por negar la carne. Una muerte cómoda es el cierre or-

dinario de una vida santa. “Considera al íntegro, y mira al justo; Porque

hay un final dichoso para el hombre de paz” (Salmo 37:37). Al llegar a

una conclusión, consideremos algunas líneas de consuelo para aquellos

que se sienten abatidos al darse cuenta de cuán cortos están si se

miden con el estándar de Cristo que se les presenta. De acuerdo con

los anhelos de la nueva naturaleza, usted se ha esforzado sincera-

mente por seguir el ejemplo de Cristo. Pero siendo débil en gracia y

encontrándote con mucha oposición de la carne y las tentaciones del


790

diablo, con frecuencia te has desviado de los propósitos sagrados de

sus corazones honestos, al gran desaliento de sus almas. Puedes decir

como David: “¡Ojalá fuesen ordenados mis caminos Para guardar tus

estatutos!” (Salmo 119:5): has intentado mucho seguir la santidad, sí

por cualquier medio puedo lograrlo. Pero tus esfuerzos se han frustrado

repetidamente, tus aspiraciones se han frustrado y tienes que gritar:

“¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Ro-

manos 7:24). Primero, aseguremos al alma genuinamente ejercida que

tales defectos en la obediencia no invalidan su justificación, ni afectan

su aceptación con Dios y su presencia ante Dios. Su justificación no se

basa en su obediencia, sino en la de Cristo. Por muy imperfecto que

seas, estás completo en él (Colosenses 2:10: “y vosotros estáis com-

pletos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad”). Ay de

Abraham, Moisés, David o Pablo si su justificación dependiera de su

propia santidad y buenas obras. No permitas que tus tristes fracasos

humedezcan tu gozo en Cristo, sino más bien agradece cada vez más
791

su manto de justicia. Segundo, si tu corazón se angustia por tu falta

de semejanza con Cristo, en lugar de ser una prueba de que estás

menos santificado que aquellos que no se afligen por su falta de con-

formidad con Él, evidencia que eres más santificado que ellos; porque

muestra que estás más familiarizado con tu corazón que ellos, que tie-

nes una profunda aversión al pecado y que amas más a Dios. Los san-

tos más distinguidos han hecho el lamento más amargo por esta cuenta

(Salmo 38:4: “Porque mis iniquidades se han agravado sobre mi ca-

beza; Como carga pesada se han agravado sobre mí”). Tercero, el Es-

píritu Santo hace un excelente uso de sus enfermedades y convierte

sus fallas en ventajas espirituales. Por esos mismos defectos, Él oculta

el orgullo de tus ojos, somete tu justicia propia, hace que aprecies más

profundamente las riquezas de la gracia gratuita y le asignes un mayor

valor a la sangre del Cordero. Por tus muchas caídas, Él te hace mucho

más ardientemente para el cielo, y gradualmente te reconcilia con la

perspectiva de la muerte. Cuanto más abofetea a nuestra alma hacia


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un alma santa, Satanás llorará más sinceramente: “Y dije: ¡Quién me

diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría” (Salmo 55:6).

“Oh, qué bendita química del cielo, para extraer tales misericordias de

tales miserias” (John Flavel), para hacer que las flores dulces broten

de tales raíces tan amargas. Cuarto, sus enfermedades no rompen el

vínculo del pacto eterno, que se mantiene firme, a pesar de sus muchos

defectos y corrupciones. David dijo: “Las iniquidades prevalecen contra

mí; Mas nuestras rebeliones tú las perdonarás” (Salmo 65:3). Quinto,

aunque los defectos de tu obediencia son graves para Dios, sin em-

bargo, tus profundos dolores por ellos son agradables a sus ojos. “Haz

bien con tu benevolencia a Sion; Edifica los muros de Jerusalén. En-

tonces te agradarán los sacrificios de justicia, el holocausto u ofrenda

del todo quemada; Entonces ofrecerán becerros sobre tu altar” (Salmo

51:17-18). Sexto, tu dolor es una conformidad con Cristo, porque Él

era el hombre de dolores. Si Él sufrió por nuestros pecados, ¿no se nos

hará llorar por ellos también? En séptimo lugar, aunque Dios ha dejado
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muchos defectos en ti para humillarte, nos ha dado muchas cosas para

consolarnos. Esto es un consuelo, que el deseo de tu alma es para Dios

y el recuerdo de Su nombre. Este es un consuelo, que tus pecados no

son tu deleite como una vez lo fueron, sino tu vergüenza y tu dolor.

Esto es un consuelo, porque tu caso no es singular, pero más o menos

son las mismas quejas y tristezas que se encuentran en todas las almas

más gentiles del mundo (John Flavel, a quien estamos en deuda con

por gran parte de lo expuesto anteriormente).

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