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Antología

Cuatro Bodas
Y
Un Sixpence
Julia Quinn
Elizabeth Boyle
Laura Lee Guhrke
Stefanie Sloane
Título Original: Four Weddings and a Sixpence: An Anthology

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Contenido
Argumento

Algo Viejo - Julia Quinn


Título original: Something Old
Prólogo

Algo Nuevo - Stefanie Sloane


Título original: Something New
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12

Algo Prestado - Elizabeth Boyle


Título original: Something Borrowed
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10

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Algo Azul - Laura Lee Guhrke
Título original: Something Blue
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9

...Y un Sixpence en su Zapato - Julia Quinn


Título original: ...And a Sixpence in Her Shoe
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Epílogo

TRADUCIDO POR

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Argumento

Julia Quinn, Elizabeth Boyle, Laura Lee Guhrke y Stefanie Sloane, relatan las
historias de cuatro amigas de la Gentil Escuela para Señoritas de Madame
Rochambeaux que encuentran un viejo sixpence1 en su dormitorio y deciden que
será la moneda de la suerte para cada una de sus bodas...

Algo viejo: El prólogo de Julia Quinn presenta a su heroína Beatrice Heywood y


el inicio de la antología.

Algo nuevo: En la inolvidable historia de Stefanie Sloane, el tío de Anne


Brabourne decreta que debe casarse antes de cumplir los veinticinco. Pero el amor
la encuentra de la manera más inesperada.

Algo prestado: Elizabeth Boyle cuenta la historia de Cordelia Padley, quien se


ha inventado un prometido para evitar que su familia siga presionándola para que
se case. Ahora tendrá que pedir prestado uno para convencerles de que ha
encontrado a su verdadero amor.

Algo azul: En la historia de Laura Lee Guhrke, la desafortunada señorita Elinor


Daventry debe convencer al libertino que le ha robado el sixpence de que se lo
devuelva a tiempo para su propia boda.

...Y un Sixpence en su zapato: Julia Quinn termina con la historia de Beatrice,


quien nunca ha creído que el sixpence sea otra cosa que una vieja moneda roñosa...
hasta que ve como todas sus amigas encuentran el amor verdadero. Pero su fe en la
moneda se pone a prueba cuando le encuentra... ¡Al hombre equivocado!

1 Un sixpence era una moneda de plata utilizada en el imperio Británico entre los años 1551 y 1967. Tenía un
valor de seis peniques. Que una novia llevara un sixpence en el zapato izquierdo representaba salud y seguridad
económica.

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Algo Viejo

Julia Quinn

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Prólogo

Kidmore End, cerca de Reading. Abril de 1818

La Gentil Escuela para Señoritas de Madame Rochambeaux era, como su


nombre sugería, poco rigurosa. Las alumnas recibían dos horas de clases al día,
seguidas de danza, música o dibujo, dependiendo del día de la semana. Las chicas
no eran instruidas en lenguas clásicas, como sus hermanos hacían rutinariamente
en Eton y Harrow, pero se les enseñaban los nombres de los principales escritores
de griego y latín para que, como señalaba con frecuencia madame Rochambeaux,
no hicieran el ridículo en una cena si el tema surgía.
En realidad, ese era el punto principal del plan de estudios. Cosas que no te harán
parecer ridícula en una cena. La señorita Beatrice Heywood, que había empezado a ir a
la escuela de madame Rochambeaux a los ocho años, sugirió una vez la frase como
el lema de la escuela.
La sugerencia no fue recibida con una alegre aceptación.
A Bea no le importaba mucho la falta de latín y griego, pero deseaba
verdaderamente que madame Rochambeaux considerara conveniente contratar a
un profesor de ciencias, en especial para observar las estrellas. Cuando estaba en
casa o, mejor dicho, en casa de sus tías -ella no tenía casa propia- le encantaba
tumbarse de espaldas por la noche en el jardín y contemplar el cielo. Había gastado
toda su asignación en la compra de un libro de astronomía que trataba de aprender
por sí misma, pero estaba segura que sería mucho más fácil con alguien que
realmente supiera lo que estaba haciendo.
Por no hablar de un telescopio.
La señorita Cordelia Padley llevaba en la escuela casi tanto como Bea, desde los
nueve años. No era huérfana, aunque con su padre viajando por casi toda la India,
bien podría haberlo sido. A diferencia de Bea, Cordelia era una gran heredera y
llegó a la escuela con un equipaje de doce vestidos de día y cuatro pares de zapatos,
que eran precisamente cuatro veces más vestidos que los que tenía Bea y el doble de
zapatos. Afortunadamente para las dos, ya que iban a compartir habitación durante
nueve años, el corazón de Cordelia era tan grande como gruesa su cartera.
Dos años más tarde se instaló otra cama en la habitación y, para su sorpresa,
llegó lady Elinor Daventry. La escuela de madame Rochambeaux era muy
respetable y razonablemente bien considerada, pero nunca se había jactado de tener
una verdadera dama entre sus alumnas. Lady Elinor era la única hija de un conde y
nadie, ni siquiera Ellie, entendió por qué la habían internado en la escuela de

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madame Rochambeaux cuando todas sus primas Daventry habían sido educadas
en Berkshire, en la exclusiva Escuela de Badminton para Damas Apropiadas. Antes
de llegar a la escuela Ellie había tenido una institutriz, una elegante y misteriosa
francesa de la que se rumoreaba que tenía la sangre tan azul como la de los
Daventry. Nadie lo sabía con seguridad, y mademoiselle de la Clair no hacía nada
para desmentir el aire de misterio que flotaba sobre ella como un fino perfume.
La reservada mademoiselle no solo estaba altamente cualificada como maestra
de historia y literatura inglesa, que compensaba su delicioso acento parisino, sino
que cuando tenía seis años Ellie ya hablaba francés como una nativa. Por eso no
sorprendió a nadie que, al enterarse Ellie de que madame Rochambeaux había
nacido en Limoges, saludó con entusiasmo a su nueva directora con un torrente de
francés.
Madame Rochambeaux respondió en el mismo idioma, pero sólo lo justo.
Perpleja, Ellie lo intentó de nuevo. Tal vez la mujer era algo dura de oído.
Parecía bastante mayor. Al menos tendría cuarenta años.
Pero madame Rochambeaux sólo gruñó una respuesta -algo bastante mal
pronunciado; je ne sais quoi- y luego anunció que la necesitaban en otra parte.
Limoges nunca fue mencionado de nuevo.
—¿Qué diablos hemos estado aprendiendo? —preguntó Cordelia de vuelta en
la habitación después del primer día de clases de Ellie.
—No lo sé —murmuró Bea—, pero no creo que haya sido francés.
—Combien de temps avez-vous étudié le français? —preguntó Ellie.
—Sé lo que eso significa —anunció Bea, satisfecha y aliviada de comprender
una pregunta tan simple como; ¿Cuánto tiempo lleváis estudiando francés?
Desafortunadamente, su respuesta; Depuis que je suis un éléphant -Desde que soy un
elefante- no era la contestación que estaba buscando.
Casualmente, el grupo de amigas logró reunir los secretos del pasado de
madame Rochambeaux. Lamentablemente, no había nada escandaloso que
encontrar, sólo una carta de su hermana aconsejándole que se pusiera un nombre
francés para sonar más refinada.
La señorita Anne Brabourne llegó dos años después de Ellie, y fue la que
descubrió la verdad.
—No veo por qué cambió su nombre —dijo Anne mientras se sentaban en sus
camas después de la cena—. ¿Quién quiere sonar como un francés en estos días?
—Todo el mundo —replicó Cordelia riendo—. La guerra terminó hace mucho
tiempo.
En el momento en que esas palabras salieron de su boca, se mordió el labio y le
dirigió una rápida mirada a Ellie, al igual que las demás, mientras Ellie fingía un
gran interés por la hebilla de su zapato. Ninguna de las chicas comprendía bien los
rumores que rodeaban a la familia de Ellie, sólo que involucraban a su padre y
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algunas cosas que pudo haber hecho durante la guerra.
—Lo siento, Ellie —dijo Cordelia al cabo de un momento.
Su amiga levantó la vista y logró sonreír.
—Está bien, Cordelia. No espero que la gente deje de hablar de la guerra sólo
porque los rumores son maliciosos y falsos.
—Aún así —señaló Bea, cambiando sabiamente el tema del padre de Ellie—, la
verdad es que madame Rochambeaux es, en realidad, la señorita Puddleford de
East Grinstead, en Sussex.
Todas se callaron para considerarlo. O más bien, reconsiderarlo. Habían
encontrado la carta dos días antes. Era una indicación de la monotonía de la vida en
el internado que todavía estuvieran hablando del asunto.
—Ese hecho es irrefutable —intervino Anne—, pero ¿qué vamos a hacer con el
descubrimiento?
—Me gusta madame Rochambeaux —indicó Cordelia.
—Y a mí también —afirmó Ellie—. Su francés es terrible, pero aparte de eso, es
encantadora.
Anne se encogió de hombros.
—Supongo que si me llamara Puddleford, también me lo cambiaría por
Rochambeaux.
Todas miraron a Bea, quien asintió con la cabeza.
—Ha sido muy amable conmigo durante estos años.
—Qué extraño que hayamos gastado tanta energía en busca de la verdad y
ahora no vayamos a hacer nada —dijo Ellie.
—La búsqueda del conocimiento y todo eso —bromeó Anne, dejándose caer en
la cama—. Ay.
—¿Qué pasa?
—Algo me ha pinchado.
Bea se inclinó.
—Probablemente sea el extremo de una pluma.
Anne murmuró mientras tanteaba el colchón con el trasero.
—Te ves ridícula —comentó Ellie.
—Parece como si fuera una estúpida pluma. Estoy tratando de meterla dentro
del colchón.
—Oh, por el amor de Dios —exclamó Bea—. Deja que te ayude.
Juntas quitaron las sábanas y se sentaron hasta que encontraron la ofensiva
pluma.
—¿Puedes sacarla? —preguntó Anne—. Acabo de cortarme las uñas y no puedo
atrapar nada.
—Voy a intentarlo. —Bea frunció el ceño, concentrada. El pincho apenas pasaba
por la tela del colchón—. Creo que será más fácil empujarla hacia abajo.
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—Para que vuelva a subir y la apuñale por la noche —se burló Ellie.
Anne le lanzó una ligera mirada molesta, volviéndose cuando Bea murmuró:
—Qué raro.
—¿Qué?
—Hay algo en tu colchón. Creo que es una... —Tanteó el objeto a través de la
tela—... moneda.
—¿Una moneda? —Eso fue suficiente para sacar a las chicas de sus camas.
—¿En el colchón de Anne? —dijo Cordelia—. Qué extraño.
—Sólo el cielo sabe cuántos años tiene este colchón —musitó Anne—. Igual es
un doblón español.
Ellie ladeó el cuello para ver mejor, aunque tampoco es que hubiera mucho que
ver.
—Eso podría pagarte el té el resto de tu vida.
—¿Cómo la vamos a sacar? —preguntó Cordelia.
Anne frunció el ceño.
—Creo que tendremos que cortarlo.
Cordelia la miró sorprendida.
—¿Cortar el colchón?
—No hay otra manera. No debería ser difícil coserlo cuando hayamos
terminado.
De hecho, no lo sería. Las cuatro eran muy buenas con la aguja. Eso, al menos,
estaba en el plan de estudios de madame Rochambeaux.
Y así, una expedición fue enviada a la cocina a buscar un cuchillo y, diez
minutos más tarde, Anne tenía en la mano no un doblón español, sino un ordinario
sixpence.
—Me parece que me pagará por lo menos el té de una semana.
—Creo que más que eso —apuntó Bea, tomando la moneda—. Parece muy
vieja. —La acercó a la lámpara y entrecerró los ojos—. Es la reina Ana. Esto tiene
más de cien años.
—Espero que eso no signifique que mi colchón tiene más de cien años —repuso
Anne con el ceño fruncido.
—Ah, aquí está la fecha —continuó Bea—. Mil setecientos once. ¿Crees que vale
más de seis peniques? ¿Quizás para alguien que coleccione monedas?
—Lo dudo —replicó Cordelia, acercándose para mirarlo—. Pero Anne puede
guardarlo para su boda.
Anne levantó la vista.
—¿Qué?
—Seguramente sabes la rima: Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, algo azul...
—...y un sixpence en su zapato —intervinieron Ellie y Bea, uniéndose a Cordelia
al recitarlo.
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—Tienes que llevar un sixpence en tu zapato durante la ceremonia —explicó
Ellie—. Se supone que bendice el matrimonio con riqueza.
—Mi madre lo hizo —comentó Cordelia.
Las chicas hicieron una pausa para reflexionar. Los padres de Cordelia no eran
ricos cuando contrajeron matrimonio. Fue una herencia inesperada tres años más
tarde la que proporcionó riqueza a la familia.
—¿Qué pasaría si pusieras el sixpence en tu zapato antes de casarte?
—cuestionó Cordelia.
—Te saldría una ampolla —respondió Bea con lógica.
Cordelia rodó los ojos.
—Tal vez te ayude a encontrar un marido.
—¿Un sixpence de la suerte? —preguntó Ellie con una sonrisa.
—Si ese es el caso —afirmó Anne, recuperando la moneda de la mano de Bea—,
entonces me aferraré a él. Todas sabéis que necesito casarme antes de cumplir los
veinticinco.
—Oh, por el amor de Dios —profirió Cordelia—. Te queda mucho tiempo. Sólo
tienes catorce años.
—Es muy improbable que aún sigas soltera cuando cumplas los veinticinco
—concedió Ellie razonablemente—. Si tu tío hubiera decretado dieciocho, o incluso
veintiuno, sería una historia diferente.
—Sí, pero debe aprobar el compromiso. Y él es terriblemente serio. Ni siquiera
me imagino la clase de hombre con el que me obligará a casarme.
—Seguramente no te obligará —murmuró Bea.
—No iré atada al altar, si eso es lo que estás pensando —concedió Anne—. Pero
me sentiré así.
—Una de nosotras tres debería guardarlo —protestó Cordelia—. Somos las más
mayores.
Eso era cierto; Anne era la pequeña del grupo, casi un año más joven que Ellie y
dos que Cordelia y Bea. Por eso había tenido que aprender a imponerse, y no se
detuvo antes de mirar a Cordelia directamente a los ojos y decir:
—Creo que “la que lo encuentra se lo queda”. Y yo lo necesito más.
—Muy bien —aceptó Cordelia, ya que sabía que era verdad—. Pero si funciona
tienes que prometer que nos lo darás a una de nosotras después de casarte.
—Lo usaremos por turnos —añadió Ellie.
—Estáis locas —replicó Bea.
—Ya pensarás de otra manera cuando todas estemos casadas y sigas viviendo
con tus tías —le advirtió Ellie.
—De acuerdo. Si todas os casáis antes que yo, pondré esa estúpida moneda en
mi zapato y la dejaré allí hasta que encuentre a mi verdadero amor.
—¿Trato hecho? —preguntó Cordelia con una sonrisa.
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Ellie puso su mano sobre la de Cordelia.
—Trato hecho.
Anne se encogió de hombros y se unió.
—Trato hecho.
Las tres miraron a Bea.
—Oh, está bien —exclamó—. Supongo que debo hacerlo, ya que soy yo quien lo
ha descubierto. —Puso la mano encima de la de Anne y luego, por si acaso, deslizó
la otra mano debajo de la de Cordelia—. Trato hecho.

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Algo Nuevo

Stefanie Sloane

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Capítulo 1

Grosvenor Square, Londres


Aproximadamente diez años después...

La intensa búsqueda de la señorita Anne Brabourne para encontrar al marido


ideal estaba resultando muy difícil. De pie, en una esquina del salón de baile de la
marquesa de Lipscombe, tomó un pequeño sorbo de ratafía y observó a los
bailarines, los vestidos de las damas eran brillantes remolinos de color en contraste
con el sombrío traje de los hombres mientras las parejas bailaban un vals. Casi cinco
años después de su debut, Anne se preguntaba si “difícil” era realmente la palabra
correcta. Temía que “imposible” se aplicara pronto a su situación.
Dejó la copa en la bandeja de un lacayo y se dirigió hacia el otro extremo del
salón, donde estaba su acompañante, lady Marguerite Stanley. Sonriendo a los
conocidos cuando pasaba, retrasó la marcha mientras se acercaba. Marguerite
conversaba animadamente con unas cuantas de sus amigas más queridas.
Tranquila porque la mujer mayor estaba bien acompañada, Anne echó un vistazo a
la multitud.
Las puertas se habían abierto para ampliar el espacio e invitar a los invitados a
pasear. Con rápidos movimientos, salió del salón hacia el pasillo mucho menos
atestado que estaba más allá de las puertas y se dirigió decidida a las habitaciones
más privadas de la residencia.
Los sonidos de las risas, las conversaciones y los acordes de la música se
hicieron menos fuertes, disminuyendo a un murmullo mientras se internaba en la
casa.
Una puerta estaba parcialmente entreabierta, la cálida luz de dentro la llamó y
se detuvo para mirar el interior. Buscando a los ocupantes, recorrió con la mirada la
biblioteca y vio unas sillas tapizadas ante el imponente escritorio de un extremo.
Directamente enfrente, un fuego ardía en una elegante chimenea Adams con repisa.
Varias velas iluminaban las mesas a su izquierda y derecha, pero no vio a nadie.
Satisfecha de estar sola, entró y cerró la puerta.
El bendito silencio la envolvió. Suspiró con alivio, la tensión de su cuello se
redujo mientras se relajaba.
—Guau.
Sorprendida, Anne buscó la fuente del sonido. Un gran perro estaba tendido en
la amplia alfombra de la chimenea, casi mezclándose con los bonitos y oscuros
tonos de su cama improvisada. Con las orejas en alto y los ojos atentos, él la

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observaba con interés moviendo la cola, pero sin alarma.
—Hola —saludó Anne al gran mastín—. Me has sorprendido.
La cola del perro se movió más rápido, golpeando en bienvenida contra la
gruesa alfombra.
Anne rió suavemente y cruzó la habitación. Haciendo caso omiso del sillón de
cuero, se sentó en el escabel.
—También me alegro de conocerte.
Se desabotonó y quitó un largo guante antes de extenderle la mano.
El mastín olisqueó sus dedos, su aliento caliente rozó su palma. Cuando él le dio
un breve y aprobatorio lametón de su lengua, ella rió de nuevo encantada por su
bienvenida.
—¿Estás solo?
El perro apoyó la cabeza en su mano y ella cumplió su silenciosa petición.
Levantando la mano hacia su cabeza, le rascó suavemente detrás de las orejas.
—Te acariciaré siempre y cuando prometas no regañarme por tomarme un
respiro en mi misión. ¿De acuerdo?
El perro ladró de nuevo, inclinando la cabeza hacia un lado de una manera
interrogativa.
—Ah, sí, lo olvidé. No sabes nada de esa misión. —Ella le frotó el sedoso pelo—.
En resumen, debo encontrar un marido. Y no cualquier marido —añadió, sonriendo
mientras el perro suspiraba de placer—. Tiene que dejarme hacer lo que me plazca.
Y si los últimos cinco años me han enseñado algo es que es un atributo imposible en
un hombre. Oh, y tengo que encontrarlo antes de cumplir los veinticinco... es decir,
en menos de seis semanas.
Anne bajó las manos distraídamente a su regazo y el perro bufó, olfateando los
dedos entrelazados.
—Puede que te preguntes por qué me molesto en buscarlo —continuó, la
extrañeza de discutir sus asuntos privados con un mastín empezaba a menguar—.
Bueno, no tengo elección. Mi bien intencionado, pero equivocado tío, insiste en que
me case antes de cumplir los veinticinco o me llevará al campo y no volveré más a la
ciudad.
El perro se movió y dejó caer su gran cabeza en su regazo, mirándola con
seriedad.
—Tienes razón, estoy siendo demasiado dramática —admitió Anne—. Gracias.
Necesitaba que me lo recordaras.
Un tronco estalló en la chimenea, el ruido y la llamarada de luz la sobresaltaron.
El perro, sin embargo, escuchó el sonido sin prestar atención y la empujó una vez
más.
—Estás soltero, ¿verdad? —Anne reanudó las lentas caricias y el animal resopló
de contento—. Y eres fácil de complacer. Si sólo mi tío aceptara a un perro como un
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compañero adecuado para ser su único heredero... Serías el pretendiente perfecto.
Una risa amortiguada rompió el silencio.
Anne miró rápidamente la entrada. La pesada puerta de roble seguía cerrada,
tal como la había dejado.
Bajo su mano, el perro no se movió ni mostró ningún signo de preocupación.
Sin embargo, ella miró una vez más por toda la habitación. Notó un movimiento en
uno de los sillones frente a ella. Mientras observaba con consternación, un hombre
se levantó y se aproximó.
Alto y delgado, se movía con pasos seguros y decididos. La luz de las velas y el
fuego se reflejaban en el pelo negro como el carbón en un atractivo rostro marcado
con fuertes pómulos y una mandíbula determinada. Los ojos azules del color del
hielo, bajo unas gruesas pestañas negras, brillaban con diversión mientras la
observaba.
Anne tragó al acercarse. Supuso que algunas mujeres le encontrarían un
excelente ejemplar de espécimen masculino. Tragó una segunda vez. ¿A quién
estaba tratando de engañar? Ella le encontraba el ejemplo más excelente de
espécimen masculino que había visto nunca, y eso que sólo había estado en su línea
de visión durante unos segundos.
Se dio cuenta de repente que la estaba mirando. También descubrió que conocía
el nombre de este hombre.

Rhys Alexander Hamilton, duque de Dorset, estudió a la joven mientras ella se


levantaba rápidamente. Era inusualmente bonita, con rizos dorados recogidos en
un moño, ojos verdes del color del musgo, y una boca exuberante. El vestido rosa
pálido que cubría su cuerpo estaba iluminado por el fuego y se clareaba, revelando
una forma curvilínea y firme. Una delicada cadena de oro rodeaba su garganta, los
eslabones inferiores se ocultaban bajo el escote del vestido. Rhys se preguntó qué
colgaría del extremo de la cadena... e inmediatamente envidió su lugar.
Supo el momento exacto en que lo reconoció porque sus ojos se agrandaron
lentamente. Pero, para su sorpresa, ella inmediatamente frunció el ceño y apretó la
boca.
Una preciosa boca, estaba convencido. Pero aún así, una que actualmente
transmitía disgusto.
Él era un duque. Las jóvenes damas no fruncían el ceño al verle. Hablaban a
borbotones. O sonreían tontamente. A menudo se reían nerviosamente y le
lanzaban miradas tímidas mientras agitaban sus pestañas, un comportamiento que
había llegado a encontrar molesto en los últimos tiempos. Hasta ahora.
Intrigado, se detuvo a varios pasos de ella e hizo una reverencia.
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—Mis disculpas por haberme entrometido en su soledad —dijo suavemente.
—Parece que soy yo quien se ha entrometido en su paz, su Señoría —replicó
ella—. Si hubiera sabido que estaba aquí, no habría entrado.
—Ah, pero entonces me habría perdido escuchar su encantadora conversación
con Jack —respondió, incapaz de contener una sonrisa—. Y su mirada de... ¿qué,
exactamente? ¿Decepción? ¿Disgusto?
—Nada de eso, no exactamente. —El rubor le coloreó las mejillas, sus dedos
juguetearon con los delicados eslabones de la cadena.
—Me disculpo por no revelarme antes —declaró Rhys, lamentando haberla
avergonzado—. No tendría que haberla escuchado sin su conocimiento.
Ella hizo un gesto desdeñoso.
—Y yo debería de haber sabido que no se pueden confiar esos secretos a un
mastín. —El rubor desapareció de su rostro, su delicada piel era una vez más clara y
pálida—. Todo el mundo sabe que se necesita a un sabueso cuando se cuentan
asuntos personales.
Rhys sonrió, animado por ese humor inesperado... y algo más. Algo
completamente auténtico. La miró un instante demasiado largo, dándose cuenta
tardíamente que era su turno para responder.
—Entonces, empecemos de nuevo... esta vez correctamente. No hemos sido
presentados —dijo con fingida consternación—. Yo soy...
—Sé quién es, su Señoría —le interrumpió, levantando la mano para impedir
que recitara su pedigrí.
—Ah, entonces usted sabe más que yo —respondió, con su suave cadencia otra
vez—. Porque yo no he tenido el placer de conocerla, ¿Lady... ?
—No soy lady —le corrigió Anne—. Soy señorita. La señorita Anne Brabourne.
—Es un placer, señorita Brabourne. —Inclinándose ligeramente.
Ella esbozó una reverencia e inclinó su cabeza con un elegante gesto
perfectamente educado. Al mismo tiempo, logró infundir el reconocimiento con
toda la imperiosidad de una reina que saluda a un plebeyo.
Encantado por ese acto a pesar de su irritación, Rhys sonrió.
—No puedo dejar de señalar, señorita Brabourne, que está arriesgando lo que
estoy seguro que debe ser una prístina reputación compartiendo conmigo este
espacio ciertamente grande, pero muy privado. No se puede confiar en mi
comportamiento.
Ella lo miró dudosa.
—Difícilmente, su Señoría.
Rhys levantó las cejas sorprendido. Ella era algo, de acuerdo. Algo que
disparaba su sangre de tal manera como no había sentido durante algún tiempo.
¿Ella se creía realmente capaz de resistir sus avances? ¿Estaba perdiendo su
encanto? Llevaba menos de tres minutos en su presencia y su cuerpo le suplicaba la
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oportunidad de averiguarlo.
—¿Y por qué no?
—Porque usted es... Bien, usted. —Anne agitó la mano despectivamente—. Y yo
soy yo.
—¿Quiere explicarme ese comentario tan críptico?
—Usted —le señaló con una rápida floritura de su mano—, es Rhys Alexander
Hamilton, un duque, y un notorio caballero por evitar a las madres casamenteras y
sus esperanzadas hijas. Es completamente aceptado que no desea casarse pronto.
Yo, por otra parte, estoy ocupada con la tarea esperada de una dama y buscando
laboriosamente un marido. Eso me convierte en una mujer a la que querría evitar a
toda costa.
Hizo una pausa, mirándolo como si temiera que no la estuviera entendiendo.
—También soy la sobrina y única heredera de lord William Armbruster, el
General Armbruster. Se rumorea que usted es un libertino de primer orden y que
no tiene corazón. No tiene ninguna razón lógica practicar sus artimañas conmigo.
Se reservará para las viudas y mujeres casadas infelices. Perder el tiempo con una
joven soltera conduciría a un escándalo y a la deshonra para su familia y su nombre
ducal.
—Parece saber mucho sobre mí —indicó Rhys, dando un paso hacia delante.
Ella era honesta... de manera brutal. Incluso escandalosa. Y tenía razón. Valoraba
demasiado su tiempo e independencia para tomar una esposa. Oh, en algún
momento lo aceptaría, por supuesto. No había otra opción para un hombre de su
posición. Pero estaría maldito si no vivía la vida al máximo antes de dejarse atrapar
por el matrimonio... a una edad muy tardía, si podía evitarlo.
Rhys resistió el impulso de acercarse completamente y trazar la longitud de su
collar hasta donde terminara.
—Y yo sé muy poco de usted.
—Mi tío está decidido a casarme con un hombre que sea un pilar de la sociedad.
Un hombre con una impecable reputación —explicó, casi disculpándose—. Es mi
deber saberlo todo de usted y de los de su tipo, así como de los respetables solteros
elegibles. ¿De qué otra manera optaría a un matrimonio adecuado? Tengo una lista
y usted ciertamente no está en ella.
—Su entusiasmo por tal empresa amenaza con abrumarme —comentó
secamente, intentando desesperadamente no sentirse despreciado por su
declaración. De todas maneras, era verdad. Él se preocupaba profundamente por su
familia y nada haría más daño a su buen nombre que el deshonrar a la señorita
Brabourne. Sin embargo, ¿tenía que hacerlo parecer tan inofensivo?
Los ojos de Anne centellearon con diversión contenida.
—Debería reñirle por ese comentario, pero, por desgracia, tiene razón. No
quiero casarme con un pilar de la sociedad o cualquier otro hombre elegible. No
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quiero casarme en absoluto.
—No estoy seguro de sí debería sentirme aliviado o agraviado de que toda la
población masculina y yo hayamos sido tan rápidamente descartados —afirmó,
dando un paso más hacia ella, levantando una ceja de la manera que provocaba que
múltiples mujeres se desmayaran... al mismo tiempo.
Ella se echó a reír, un sonido bajo y melódico que alteró sus sentidos.
Dio un último paso y se paró frente a ella, descubriendo que se había vuelto más
hermosa mientras avanzaba.
Un gruñido bajo y gutural se escuchó detrás de la señorita Brabourne y Rhys
miró hacia el hogar donde Jack estaba recostado, observándole con sus inteligentes
ojos oscuros.
Rhys parpadeó con dificultad. No era así como se desarrollaban los encuentros
entre el duque de Dorset y las mujeres. De alguna manera, los papeles se habían
invertido. Era evidente que había pasado demasiado tiempo sin una viuda o una
mujer casada infeliz en su cama.
Recuperando su sensatez, se dio cuenta que debería insistir para que la señorita
Brabourne se marchara inmediatamente, a pesar de su afirmación de sentirse
segura con él.
Volvió a mirar a Jack. Debería echarla de inmediato. No se había sentido tan
atraído por una mujer desde hace meses, si no años. Y la verdad era que no estaba
listo para dejarla ir. Tendría que irse finalmente, pero todavía no.
Jack gruñó de nuevo, un segundo gruñido gutural de advertencia.
Rhys le suplicó mentalmente al mastín, prometiéndole comportarse y dispuesto
a cumplir su palabra.
En ese momento, la puerta de la biblioteca se abrió, el chirrido de la madera
permitió sólo el tiempo suficiente para que la señorita Brabourne se alejara a una
distancia segura de Rhys.
—Anne, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó lady Marguerite mientras se
unía a ellos—. ¿Y con Rhys? No sabía que los dos os conocíais.
Rhys miró a la mejor amiga de su tía.
—La señorita Brabourne no sabía de mi presencia en la habitación, lady
Marguerite. Justo se estaba marchando.
—Eso no es del todo cierto —replicó Anne cuando Marguerite frunció el ceño a
Rhys.
—¿Supongo que tu discreción está garantizada? —Marguerite la interrumpió.
Rhys se inclinó ante las dos mujeres.
—Tienes mi palabra. Volved al baile. Esperaré aquí hasta que haya transcurrido
un tiempo adecuado.
—¿Estás interesada remotamente por lo que tengo que decir? —dijo Anne,
aceptando el brazo de Marguerite.
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—No, querida, ahora ven o tu tío pedirá mi cabeza —respondió la anciana,
empujándola hacia la puerta.
Pero Anne se detuvo bruscamente y se volvió hacia él, ofreciéndole una
encantadora sonrisa.
—Es mucho menos atemorizante de lo que todo el mundo dice —declaró,
añadiendo—: Pero guardaré su secreto.
Rhys le devolvió la sonrisa, sólo que esta vez sin arqueo de ceja. O la sonrisa
torcida que mostraba su hoyuelo tan bien. Ni siquiera se pasó la mano por el pelo.
No, Rhys simplemente sonrió por el puro gozo de hacerlo... por el puro deleite de
ella.
Observó cómo las dos mujeres salían de la habitación. Esperó un cuarto de hora
y regresó al salón de baile sólo para comprobar que el entretenimiento nocturno
había perdido su seducción. Buscó a su tía, prometió ir a verla pronto y, en lugar de
unirse a sus amigos en su club, se fue a casa. Acomodándose en la biblioteca con
una copa de brandy antes de acostarse, se dio cuenta que había disfrutado de la gala
anual de su tía mucho más de lo habitual.
Y se preguntó si la señorita Brabourne siempre acompañaba a lady Marguerite
cuando ésta visitaba a su tía.

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Capítulo 2

Anne ahogó un bostezo cuando la puerta se cerró detrás de su doncella. La


cadena de oro con el medallón colgando estaba junto al cepillo y el peine en su
tocador. Recogió el collar y abrió el medallón, deteniéndose para contemplar el
sixpence de plata que había dentro.
—Todavía no me has traído un marido —murmuró, acariciando con el pulgar el
frío metal de la moneda—. Vaya amuleto de la suerte. No sé por qué Cordelia, Bea y
Ellie pensaron que eras algo más que una vieja moneda.
Anne sonrió al pensar en sus tres amigas más queridas mientras cerraba el
medallón y lo dejaba en el tocador. Eran unas jóvenes internas cuando descubrieron
el sixpence escondido en un colchón. No podía recordar quién de todas había
decidido que era una moneda de la suerte que les traería el amor verdadero,
aunque en realidad no importaba. Realmente eran más hermanas que simples
amigas, y Anne haría voluntariamente lo que fuera necesario para hacerlas felices.
Incluso si eso significaba fingir creer en el poder de una moneda de la suerte.
Bostezando una vez más, se subió a la cama y se acurrucó bajo las mantas.
Era demasiado práctica para creer realmente que el sixpence le traería un
marido y un amor verdadero. No es que ella buscara un amor verdadero, pensó con
un soñoliento resoplido. Observar el matrimonio, apasionado y emocionalmente
explosivo, de sus padres durante los primeros doce años de su vida le había
enseñado que el amor acarreaba altibajos y demasiada mezcla de pura alegría junto
con pena y dolor.
No, no quería un matrimonio por amor. Quería, o más bien requería, solo un
marido. Pero ese desconocido era muy difícil de encontrar.
—Escribiré a Cordelia, Bea y Ellie por la mañana y pediré su consejo —decidió
en voz alta. Seguramente, una de las tres ofrecería un poco de sabiduría y llevaría a
Anne hasta el hombre correcto.
La instantánea imagen mental del fuego resaltando en el rostro de Rhys
Hamilton mientras él reía, la hizo estremecer.
—No es un posible pretendiente. Necesito un marido dócil. Que pueda ser
controlado fácilmente y que satisfaga las peticiones del tío. El duque no es ninguna
de esas cosas.
Cansada, Anne cerró los ojos. De camino a casa en el carruaje aquella noche,
Marguerite le había preguntado cuánto tiempo había estado a solas con el duque en
la biblioteca. Por supuesto, ella le había asegurado a su acompañante que había sido
poco tiempo, pero se había mordido la lengua para no añadir: “No lo
suficientemente largo.”

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Tenía la certeza de que el duque estuvo a punto de besarla cuando Marguerite
entró. Todavía sentía el calor de su cuerpo sobre su piel. Su aroma continuaba
provocando su nariz mucho después de que se hubieran ido del baile. Y su boca. La
boca de ese hombre estaba hecha para besar. Deseó que el duque la tomara en sus
brazos. Una especie de sutil y enloquecida fiebre la había asaltado... y todavía
continuaba. ¿Se había equivocado con él? ¿El duque buscaba añadir jóvenes solteras
a su lista de conquistas?
Anne se tapó con las mantas hasta la barbilla y apretó los ojos con fuerza. El
duque de Dorset no haría sus sueños adecuados. Necesitaba pensar en otra cosa.
¿Una escena pastoral?
—No, él no haría mis sueños adecuados —convino—. Pero serían unos sueños
deliciosos. —Anne gimió ante la sugerencia y pensó en vacas. Un montón de lentas
y sencillas vacas.

El habitual programa social de Anne la mantuvo ocupada durante los dos días
siguientes, tan ocupada, de hecho, que se convenció de haber olvidado el interludio
con el duque en la biblioteca.
A la tercera mañana siguió a Marguerite al salón de lady Sylvia Lipscombe. Una
oleada de auténtico placer se apoderó de ella cuando vio que el duque estaba cerca
de su tía Sylvia, bebiendo té, pero Anne sólo sonrió educadamente, la sensación de
tener algo que ocultar mordisqueaba su conciencia.
Las dos ancianas, amigas desde la cuna, se saludaron calurosamente. Rhys se
inclinó para besar la mejilla de Marguerite.
—Es una encantadora sorpresa verte aquí, Rhys —comentó ella, con una sonrisa
genuina.
Marguerite levantó una ceja y miró a Sylvia.
Anne advirtió la significativa señal, pero no tuvo tiempo de preguntarse qué
quería decir antes de que Sylvia se volviera bruscamente hacia Rhys y empezara a
hablar.
—¿Supongo que conoces a la señorita Brabourne? —No permitió que Rhys
contestara, sólo que asintiera antes de continuar—. Excelente. Ahora, si eres tan
amable como para llevar a Anne a dar un paseo por el jardín, tengo un asunto de
cierta urgencia que discutir con Marguerite, en privado. Creo que las rosas están
muy bonitas en este momento.
Sylvia los espantó moviendo su pañuelo de encaje.
Anne abrió los ojos de par en par ante esa abrupta orden, pero Rhys sonrió
irónicamente mientras se inclinaba.
—Señorita Brabourne, creo que nos han dado nuestras órdenes. —Hizo un
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gesto hacia las puertas que daban a la terraza del jardín.
Ella asintió y pasó junto a él. El duque abrió la puerta y su brazo la rozó. Anne
se apartó rápidamente, sorprendida por el escalofrío que sintió por el breve toque.
—Tenga cuidado al andar —murmuró Rhys, tomando su brazo mientras salían
de la terraza hacia el sendero del jardín.
Anne lo miró a través de sus gruesas pestañas. Él caminó a su lado, con las
manos juntas detrás de la espalda y la mirada fija en las flores que bordeaban el
camino.
Parecía bastante injusto que no pareciera afectado por su presencia, mientras
que ella... Anne se preguntó de dónde había salido ese pensamiento y decidió
ignorarlo.
—No ha sido muy sutil —comentó Anne con astucia, apartando
deliberadamente el tema de una conversación sobre ellos dos.
Rhys curvó su boca en una sonrisa.
—No, pero eso no es raro para esas dos. Las maquinaciones no esperan por
ningún hombre... o mujer, según el caso. Por lo que me han dicho, a menudo se
puede encontrar a lady Marguerite aquí por las mañanas, con mi tía.
Anne se encontró con su mirada y se echó a reír, deteniéndose en el camino.
—¿Ha venido a propósito a visitar a su tía hoy para ver a Marguerite?
—No. Vine con la esperanza de verla a usted. —Miró las ventanas que daban al
jardín—. ¿Tal vez deberíamos encontrar las rosas que ha sugerido mi tía?
Hizo un gesto hacia una curva del sendero.
—Creo que el rosal se encuentra justo al otro lado de la curva. —Se inclinó hacia
ella y susurró—: Donde estaremos, afortunadamente, fuera de la vista de los
agudos ojos de mi tía Sylvia.
Mariposas revolotearon en su estómago.
—¿Debería temer ser observada, señor?
—Mi querida señorita Brabourne —dijo con tristeza, sacudiendo la cabeza—.
Pensé que ya habíamos abordado ese tema en el baile de mi tía. Usted tiene una
extrema necesidad de un marido, mientras yo —continuó con la mano contra su
pecho—, evito incesantemente todos esos temas matrimoniales. Está tan a salvo
conmigo como las joyas de la corona, querida Anne.
Ella estaba coqueteando y disfrutando mucho, incluso demasiado.
«No es adecuado. Y aunque no lo fuera, el duque no quiere saber nada del
matrimonio», se repitió mentalmente dos veces, y luego otra más para asegurarse.
Pensó de nuevo en vacas pastorales, intentando enfocar su mente.
Caminaron por el sendero, la fuerte brisa removía un mechón de su cabello.
El duque tocó su brazo, volviéndola hacia él.
—Se ha despeinado —bromeó, extendiendo la mano para acomodar el mechón
suelto detrás de su oreja, sus dedos rozaron su mejilla un largo instante.
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Vacas. ¿Era un mugido suave y triste lo que oía?
—Dígame por qué no se casa por amor.
La pregunta, completamente inesperada, del duque consiguió lo que las vacas
imaginarias no habían logrado. Anne retrocedió, buscando el rostro del hombre.
—¿Por qué? —preguntó, la vulnerabilidad se asentó en su piel.
El duque señaló un rosal un poco más allá del camino y apremió a Anne.
—Ya se lo explicaré. Pero primero, cuéntemelo.
—Bueno, supongo que tiene derecho a saber toda la historia —razonó Anne,
mirándolo interrogativamente antes de volverse hacia el sendero—. Ha oído la
mitad... y sólo la mitad de una historia nunca es suficiente.

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Capítulo 3

—Mis padres tuvieron un matrimonio por amor —empezó a decir Anne, con la
mirada fija en la lejanía—. Uno de proporciones como los de Shakespeare. Mi
madre tenía talento para tomar decisiones precipitadas. Mi padre era uno de los
mayores temerarios que ella hubiera visto.
Rhys la observó mientras cruzaba los brazos sobre el pecho, el simple acto de
contarle la historia le provocaba una respuesta física como para protegerse.
—¿Supongo que no hubo un final feliz?
—Oh no, su Señoría —respondió, mirándole. Su tono era sombrío—. He
mencionado a Shakespeare, ¿verdad? Se amaban, peleaban y se reconciliaban con
igual ferocidad. Murieron juntos en un accidente de carruaje después de una
discusión épica. Yo tenía doce años. Me dejaron una aversión hacia los matrimonios
por amor en general, y para mí en particular.
Era una locura, pero Rhys no deseaba nada más que abrazarla y aliviar el dolor
que tan claramente contenía su corazón. Sólo la conocía desde hace menos de
cuatro días y, sin embargo...
Ese era el problema, no sabía responder algo apropiado y aun así... ¿O no
“podía” hacerlo?
Anne intentó sonreír, pero apenas logró esconder la visible desesperación de su
rostro.
—Se lo dije... proporciones shakesperianas.
—Bueno, su matrimonio no terminará en tragedia —respondió Rhys
firmemente.
Anne tropezó y Rhys alargó la mano para estabilizarla, disfrutando demasiado
de tocarla.
—No lo entiendo, su Señoría —replicó Anne. Rhys la sintió estremecerse bajo su
contacto, observando cómo su respiración se detenía mientras fijaba sus ojos en los
suyos.
Combatió el deseo de silenciar su pregunta con un beso.
—Yo la ayudaré a encontrar el marido adecuado. —Si otro hombre más
adecuado fuera dueño del futuro de Anne, ¿no podría reclamar sólo un poco de su
buena acción para sí mismo? Era egoísta de su parte, pero deseaba pasar más
tiempo con la señorita Brabourne. Lo anhelaba como un hombre anhela el agua
cuando se pierde en el desierto. Sí, era puro egoísmo, y pagaría el precio cuando
ella se casara y desapareciera de su vida. Pero era todo a lo que podía aspirar ahora.
—No hay nadie más capaz de encontrarle un marido que yo —le explicó,
asegurándose de que había recuperado el equilibrio antes de soltarla y continuar

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hacia las rosas—. Puede que usted haya estudiado la conocida guía de etiqueta
Debrett hasta que se le hayan cruzado los ojos, pero yo conozco a esos hombres, los
veo como realmente son, no como quieren que los vean. No puede discutir lo útil
que le resultaré. Y no voy a ver como pierde más el tiempo sólo para ser desterrada
al campo. ¿Me quiere?
Rhys maldijo mentalmente sus últimas palabras, agregando:
—¿Quiere mi ayuda en eso?
Habían llegado hasta las rosas. Anne tocó los suaves pétalos de un capullo rojo,
con las cejas juntas mientras consideraba sus palabras.
—Es una oferta muy generosa —respondió con aplomo—. Y no veo ninguna
razón para negarme.
—Excelente —respondió Rhys, soltando un suspiro de alivio. La tenía, al menos
por un poco más de tiempo.

Querida Bea,

Aunque sé que te resultará difícil de creer, tengo que preguntarme si el sixpence no está
trayéndome un poco de buena suerte. El duque de Dorset se ha ofrecido para ayudarme en la
búsqueda de un marido.

Anne hizo una pausa para sumergir la pluma en el tintero y descubrió que no
podía escribir la siguiente oración. ¿Debería revelarle a Beatrice que, en ese
momento, pensó que él le iba a hacer una proposición? Y que la idea había
acelerado sus latidos hasta que creyó que el redoble de tambores se escuchó en toda
la ciudad. Y que ni siquiera tenía que pensar en cuál sería su respuesta.
Dejó la pluma y miró por la ventana la ciudad que se preparaba para la velada,
cubierta por un negro cielo nocturno. Ya habían pasado varias horas y seguía
sintiéndose ridícula. Por supuesto que el duque no le pediría su mano en
matrimonio. Apenas se conocían, incluso si la suya era una amistad que se había
profundizado mucho más rápidamente de lo que Anne había experimentado antes.
Él estaba siendo práctico, algo que normalmente pensaba de sí misma.
Sujetó de nuevo la pluma y se rozó el labio con el suave extremo. Su
cumpleaños se acercaba rápidamente. Cada hombre se estaba convirtiendo en una
perspectiva mucho más atractiva, incluso aquellos que no eran una perspectiva
adecuada según su punto de vista. Ningún hombre que considerara tomar a una
mujer como esposa se ofrecería para buscarle un marido.
Anne luchó contra la oleada de tristeza que el último pensamiento le causó. No
era momento de ignorar quién era ella y qué quería. Dejaría el amor y el “felices
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para siempre” para sus amigas.
Puso la pluma encima del papel otra vez.

Admito que no había considerado esa estrategia antes. Pero a la luz de mi fracaso para
encontrar un partido adecuado hasta este momento, no sé si tengo otra opción. Además,
¿quién mejor para encontrar al hombre con quién debería casarme que el hombre con el que
nunca podré casarme?

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Capítulo 4

Tres noches después, Baile de Lady Abingdon, Berkeley Square, Londres

—Te lo digo yo, Anne, es una mala elección. —Rhys descansaba en un sillón,
con una copa de brandy en la mano.
—¡Pero no me has dado ninguna razón! —Anne se paseaba entre el sofá de
brocado y la chimenea donde él estaba sentado, deteniéndose para enfrentarle—.
Declarar que Henry Effingham “simplemente no vale” no es una razón
suficientemente buena para tacharlo de mi lista. Se me acaba el tiempo. Solo quedan
cinco semanas para que cumpla los veinticinco. —Le fulminó con la mirada, la
frustración vibraba en su cuerpo, literalmente.
—Bebe demasiado —dijo Rhys rotundamente, pensando en privado que el
hombre era un idiota y no lograba comprender por qué Anne había puesto su
mirada en él.
Anne lanzó las manos al aire.
—Todos los hombres que he conocido beben demasiado. —Señaló la copa en su
mano—. Incluido, aparentemente, tú.
—Yo no —replicó entre dientes—, bebo en exceso.
—Ah, muy bien —aceptó a regañadientes—. Beber demasiado es un pecado que
los chismes no te han atribuido. Más aún, no he oído que ese pecado en particular se
haya dicho de lord Effingham.
Rhys resopló.
—Sólo porque no bebe demasiado en las reuniones de sociedad. Si los chismes
lo vieran en los malditos clubs de juegos contarían una historia diferente.
—¿Entregarse al licor es su único exceso? —preguntó Anne, mirándolo con
recelo.
—Eso, y una tendencia malsana a obedecer las órdenes de su madre. —Rhys no
pudo evitarlo. Sabía lo mucho que esa última afirmación irritaría a Anne.
Ella se sentó en el sillón frente a él.
—Muy bien, supongo que tendré que eliminar a lord Effingham de mi lista.
—No sé por qué necesitas esa maldita lista —le gruñó. Aunque estaba satisfecho
porque había descartado a Effingham, su búsqueda continua de un marido
anónimo y adecuado era más que frustrante.
En realidad, en la oscuridad de la noche, tapado con la pesada colcha, Rhys
habría admitido que era simplemente la búsqueda de un marido lo que le enfurecía.
Pero ahora no era de noche. Y no estaba en la cama. Por lo tanto, apartó ese

28
pensamiento de su cabeza.
—Eres una mujer con una dote importante y un pedigrí impecable. ¿Por qué tu
tío no te deja esperar hasta que aparezca el hombre correcto? ¿Por qué no cede y así
podrías olvidarte de cazar un marido?
—Todas las mujeres de mi edad buscan marido —replicó secamente—. Es por
eso que pasas tanto tiempo evitando a sus madres.
—Eso es completamente diferente —argumentó—. Ellas quieren el título y el
dinero. Tú quieres independencia.
Anne respiró profundamente, su vestido de seda verde apretándose sobre las
curvas de sus pechos.
Rhys ni siquiera intentó apartar la vista. Llevaba toda la noche luchando contra
la fuerza de esa atracción y había fallado repetidamente. Todo en ella zumbaba
dentro de él, lo atraía, exigía que la reclamara. Pero era Anne. Quería un marido
adecuado. Y él no quería una esposa. Cuando se ofreció a ayudarla sabía lo difícil
que le resultaría dejarla, pero no había tenido en cuenta la dificultad de contenerse
mientras estaban juntos.
Anne estaba hablando. Devolvió sus pensamientos a su conversación y escuchó.
—Exactamente. Por ese motivo debo encontrar un hombre dispuesto a casarse
conmigo que también acepte mi independencia. Recuerdas por qué estás aquí, ¿no?
Deberías estar ayudándome, no obstaculizando.
—Claro que lo recuerdo —respondió, tomando un largo sorbo de brandy—.
¿Cómo iba a olvidarlo?
—Mi tío no me obligará a un matrimonio que yo no quiera, pero tampoco me
dará tiempo ilimitado para elegir un marido aceptable.
—He oído que va a venir a Londres —comentó Rhys sin pensarlo, estudiándola.
No le gustaba la curva descendente de sus labios. La caída de sus hombros hacía
eco de su desánimo, y sintió una punzada de remordimiento porque su descripción
del carácter desagradable de Effingham fuera probablemente la causa.
Ella lo miró bajó sus gruesas pestañas y él se quedó sin respiración.
«Cada condenada vez que ella hace eso me pongo duro. Maldita sea.»
—Sí, supongo que por negocios. Marguerite no ha sido muy explícita.
Detrás de ella, el carillón del reloj marcó la media hora con un fuerte sonido.
Anne gimió, con una sonrisa triste.
—Tengo que irme. —Se levantó, arreglándose la falda y alisando con la mano
una débil arruga de seda verde—. Estoy segura que Marguerite me estará
buscando.
—Ve tu primera. Te seguiré en un momento.
Ella asintió y se alejó.
—Anne.
Parándose, miró hacia atrás.
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—Te encontraré un marido. No pierdas la esperanza.
—No dejaré de buscar, pero confieso que estoy empezando a perder la fe en mi
plan. Escribiré a mis amigas. Eso siempre me levanta el ánimo.
Él se echó a reír con diversión por la sombría melancolía que hacía juego con su
estado de ánimo.
—Te dije que era un plan ridículo. Tendrías que haberme hecho caso. Seguro
que tus amigas lo habrían hecho.
Ella puso los ojos en blanco.
—Por supuesto. Porque, siendo hombre y duque, siempre tienes la razón.
—Exactamente. —Se rió cuando ella le lanzó una mirada fulminante—. Qué
feroz te ves — bromeó.
—Buenas noches —dijo ella, y volviéndose, desapareció por la puerta.
Rhys la miró fijamente. La habitación estaba demasiado tranquila y vacía sin
ella. Sólo recientemente se había enfrentado al hecho de que así sería al cabo de
pocas semanas. Anne se casaría o se iría al campo De cualquier manera, no habría
más conversaciones en las tranquilas bibliotecas durante los bailes, ni más paseos
en el jardín mientras su acompañante y su tía tomaban el té.
Echaría de menos sus comentarios profundos e irónicos sobre los caprichos de
la naturaleza humana de la alta sociedad que exhibían en sus mezquinas
rivalidades y nobles acciones. Echaría de menos la forma en que siempre podía
hacerle reír cuando estaba de mal humor.
La extrañaría, maldita sea.
La situación era inaceptable. Tenía que hacer algo para mantenerla en Londres y
en su vida.

30
Capítulo 5

El tío materno de Anne, lord William Armbruster, había sido convocado a su


casa de Londres al recibir una vaga y misteriosa misiva de lady Marguerite.
Inquieto por la falta de información, se había preocupado cada vez más durante el
viaje desde su finca hasta su mansión de Belgrave Square. La ciudad nunca le había
gustado. Demasiada gente. Y demasiada interacción. A lord Armbruster le gustaba
la vida tranquila del campo. Lady Marguerite había sido la mejor amiga de su única
hermana y lo conocía desde la infancia. Ella era muy consciente de su aversión por
la ciudad. Aun así, había insistido en que se reuniera con ella en Londres tan pronto
como pudiera. Las noticias no podían ser buenas.
Cruzó el umbral del 812 de Belgrave Square y le entregó el sombrero, la capa y
el bastón al mayordomo, Timms.
—¿Dónde está lady Marguerite? —preguntó abruptamente, saludando con la
cabeza al hombre.
—Ella y lady Lipscombe están tomando el té en el salón amarillo, milord.
—Gracias, Timms.
—¿Se quedará mucho tiempo, señor?
—Eso depende —contestó el general, rígidamente.
—Muy bien, milord.
William se dirigió por el pasillo para entrar en la acogedora sala con vistas a
Brook Street.
—Señoras. —Se inclinó superficialmente, mirándolas con una preocupación
apenas contenida—. Estoy aquí como me has pedido. Ahora, por favor, ¿dime por
qué me has hecho recorrer media Inglaterra por ese aviso? ¿A qué se debe la
urgencia? ¿Le ha pasado algo a Anne? ¿Está bien?
—Por Dios, William, siempre asumes lo peor. —Se apresuró a tranquilizarlo,
extendiéndose para darle una palmadita en el brazo—. Por favor, siéntate. No
podemos hablar contigo sobrevolando sobre nosotras.
Él miró a lady Lipscombe, frunciendo el entrecejo.
—Marguerite tiene razón —intervino ella antes de que él pudiera hablar—.
Mirarnos desde arriba y fruncirnos el ceño no nos intimida en lo más mínimo. Ya
deberías saberlo. Además —sonrió, formándose un hoyuelo en la comisura de la
boca—, estoy seguro que debes estar hambriento del viaje y tenemos tu pastel
favorito con té.
Él la miró con intención de permanecer de pie, dándose cuenta, no por primera
vez, que nunca había logrado ganar a ninguna durante todos los años de su
amistad. Los franceses no eran más que niños irritantes en comparación con

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Marguerite y Sylvia.
—Muy bien. Sabes que nunca he podido resistirme a las dos, especialmente
cuando estáis juntas. Cuando erais jóvenes y os unisteis a Bella, yo estaba
desesperado.
—Lo sabemos. —Las caras de los dos reflejaban la tristeza que siempre
acompañaba la sola mención de la madre de Anne. Bella había sido un miembro
integral de su círculo de tres cuando eran colegialas y, más tarde, como jóvenes
mujeres casadas. Su muerte las había reducido a un dúo. El actual estado de viudez
de Marguerite y la estrecha relación con Bella fueron factores que impulsaron la
petición de William para que patrocinara el debut de Anne en sociedad.
Además, le gustó la idea de que las dos ayudaran a introducir a Anne en la
sociedad que se convertiría en su mundo. Nunca lo admitiría ante las dos mujeres,
pero significaban tanto para él como su propia hermana.
Marguerite sirvió el té y la conversación fue trivial hasta que William sació
ligeramente el hambre. Finalmente, dejó a un lado la taza y el plato.
—Muy bien, he comido y consumido dos tazas de té. Ahora, dime, ¿por qué me
has hecho venir del campo?
Marguerite intercambió una mirada intencionada con Sylvia antes de volverse
hacia William.
—Creemos que Anne y Rhys se están haciendo cercanos.
—¿Anne y Rhys? —William pensó un momento antes de repetir la pregunta—.
¿Anne y Rhys?
—El duque de Dorset —le informó Marguerite.
Información que no le sirvió de nada. En absoluto.
—¿Dorset? —preguntó William, imaginando a su sobrina y...
Levantó una ceja y dirigió su atención a Sylvia.
—¿Tu sobrino Rhys?
Empujó su silla hacia atrás y se levantó abruptamente, aunque sin saber lo que
planeaba hacer a continuación.
—William —dijeron las dos mujeres como si estuvieran calmando a un animal
salvaje.
El general comprendió que aún tenía la servilleta puesta. Tirando el trozo de
tela a la mesa, paralizó a Marguerite con una mirada enfadada.
—¿Cómo pudiste dejar que sucediera?
—Comprendo tu escepticismo, William —musitó Marguerite, poniéndose de
pie lentamente—. Pero te aseguro que son buenas noticias.
—No me imagino como este asunto puede ser visto como bueno de ninguna
manera —gruñó.
Marguerite lo miró con cautela.
—William, piénsalo un momento.
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—Yo confiaba en ti, Marguerite... y en ti, Sylvia —les dijo acusadoramente,
girándose para enfrentarse a la mujer.
—Sí, William, confiaste en mí para que le encontrara una pareja adecuada a
Anne. Y lo he hecho —intervino Marguerite.
Su furia se encendió de nuevo.
—No he visto a Anne desde antes de que comenzara la Temporada. Aunque
estuvo de acuerdo con mi petición, no estaba convencido de que pretendiera
encontrar un marido adecuado.
—Creo que ha sido perfectamente honesta en la búsqueda de un marido que sea
aceptable para ella —le explicó Marguerite—. Estoy menos convencida de que
Anne esté de acuerdo en que tu definición de un marido aceptable coincida con su
propia lista de requisitos.
—¿Qué quieres decir? —La mirada de William se afiló y sus cejas se fruncieron.
—Sólo que has dejado claro que quieres que se case con un hombre que maneje
sus asuntos -y su persona- con discreción y destreza.
—¿Y no es eso lo que cada tutor desea para su pupila? —preguntó, ofendido.
—Por supuesto, William. —Le calmó Sylvia, intercambiando una mirada
reveladora con Marguerite antes de inclinarse hacia adelante para aprisionarlo con
una mirada intencionada—. Pero está claro que eso no es lo que quiere Anne.
El general bufó y sacudió la cabeza con disgusto.
—Supongo que está buscando el amor verdadero. Bueno, no lo consentiré.
—Miró a Sylvia con las manos crispadas—. No consentiré que se ate a un insensato
libertino. No la perderé como a mi hermana.
—Anne no es como su madre —dijo Sylvia, exasperada—. A decir verdad, se
parece mucho más a ti.
Él se quedó boquiabierto, sorprendido.
—Es verdad —asintió Marguerite—. Anne es muy pragmática. De hecho, me
temo que su opinión sobre el amor coincide con la tuya. Está buscando un marido
que sea maleable, un hombre que le permita mantener y administrar sus propios
fondos, un hombre que sea aburrido, impávido y anodino en todos los sentidos.
—Entonces, ¿qué te hace pensar que está interesada en tu sobrino? —preguntó a
Sylvia—. Su padre y yo estuvimos juntos en Eton y lo conocía bien. “Aburrido” y
“anodino” no son palabras que usaría para describirlo. Y mis amigos me dicen que
Rhys es en gran medida el hijo de su padre.
—Es cierto —expuso Sylvia con orgullo—. Rhys es muy parecido a mi difunto
cuñado. Pero debes estar de acuerdo, William, que es algo bueno. Como su padre,
Rhys es un caballero. Maneja sus propiedades e inversiones con responsabilidad y
una gran inteligencia. Además, su posición en la sociedad está por encima del
reproche. Cualquier joven estaría encantada de conseguir el interés de un duque.
—Todo lo cual demuestra mi punto, Sylvia —respondió William—. Si Anne
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está buscando a un marido manejable, no elegirá a un caballero con inteligencia y
sentido de la responsabilidad. Tales atributos seguramente significarían que él
exigiría tener influencia en su vida. —Frunció el ceño—. Además, si la memoria no
me falla, Rhys es famoso por evitar a las jóvenes casaderas.
—Exactamente. —Marguerite aplaudió con satisfacción—. Y sin embargo, busca
a Anne a cada oportunidad. Las dos nos reunimos con Sylvia para tomar el té y
visitarla varias veces a la semana. Rhys elige a menudo ese momento para visitar a
su tía favorita.
—Si sus atenciones son tan evidentes, ¿por qué no he leído nada de eso en los
periodicuchos de chismes?
—Es muy discreto. —Se apresuró Sylvia a tranquilizarlo—. Rhys no haría nada
para provocar un escándalo o chismes —señaló con firmeza.
—Pero para los que conocemos bien a Rhys y Anne —añadió Marguerite—, está
muy claro que se sienten atraídos el uno por el otro. Sylvia y yo creemos que es
sensato animar esa amistad. Pero no podemos empujar mucho o Anne lo echará
todo a perder. Deben llegar a comprender sus mutuos sentimientos por su cuenta.
—Ya veo. —William reflexionó sus comentarios. Marguerite y Sylvia no
conducirían a Anne por el mismo camino que Bella eligió, de eso estaba seguro.
¿Estarían equivocadas sobre el duque? Estas mujeres lo conocían a él mejor que él
mismo, así que era improbable. Pero aún con todo, era una posibilidad. ¿Y si no lo
estuvieran? Anne sería una duquesa, tendría una vida resuelta y tranquila, como se
merecía.
No tenía otra opción que confiar en ellas. Maldita sea, se sentía como si
estuviera de vuelta en el campo de batalla sin opciones que ejecutar.
—¿Cuál es vuestro plan entonces? Supongo que tenéis uno.
—Mantendremos un ojo sobre los dos y te enviaremos actualizaciones regulares
—contestó Marguerite—. Debes rechazar cualquier oferta de otros pretendientes.
—¿Y qué hay de él? ¿Es posible que él piense lo mismo que vosotras?
Las dos mujeres se echaron a reír.
—Oh, William. —Consiguió decir finalmente Sylvia—. Rhys no tiene ni idea de
que Anne es la única mujer para él. Y si se le ocurriera la idea fugazmente, apostaría
a que lo negaría de inmediato.
—Necesita tanto tiempo como Anne para darse cuenta de lo que Sylvia y yo
reconocimos en el espacio de una semana. —Marguerite sonrió cálidamente.
William sacudió la cabeza.
—Mujeres. Nunca las entenderé.

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Capítulo 6

El musical anual de los Malden, Mayfair, Londres

—Odio los musicales —murmuró tío William mientras guiaba a Marguerite y a


Anne a la gran sala de música de los Malden.
Anne reprimió una carcajada y Marguerite reprendió al hombre con suavidad,
señalando las filas de sillas colocadas frente a varios instrumentos.
—Vamos, William. Compórtate. Hay suficientes asientos disponibles en
primera fila para nosotros. Y junto a lady Lipscombe. ¡Qué suerte!
—Eso no es suerte, Marguerite —respondió William, retrasando su paso—.
Todo lo contrario. No tener una ruta de escape en toda la noche resulta
insoportable.
Anne dio unas palmaditas a su tío en la espalda e hizo un gesto hacia las sillas.
—Tienes suerte, tío. Tanto tú como lady Lipscombe compartís la misma opinión
cuando se trata de musicales. Podréis compadeceros mutuamente —le aseguró,
mirando por la sala hasta ver al duque—. Id. Me reuniré con vosotros en un
momento.
William bufó con disgusto, pero hizo lo que le dijeron, permitiendo que
Marguerite encabezara el camino.
—Aborrezco los musicales. —El bajo susurro sonó muy cerca del oído de Anne,
y ella tuvo que contener un escalofrío.
—Mi tío y tú sois iguales —respondió, volviéndose hacia el duque—.
Afortunadamente, no estás aquí por la música. —La única esperanza que tenía
Anne de someter la preocupante reacción, tanto de su mente como de su cuerpo,
provocada por la presencia del duque era centrarse en el asunto. Necesitaba
encontrar un marido. Y el duque necesitaba ser más útil. Y rápido.
Anne miró por encima del hombro del duque y asintió con la cabeza.
—Veo que lord Abrams está presente.
El duque se volvió para observar al hombre, volviendo su mirada hacia Anne
casi inmediatamente con desaprobación en sus ojos.
—Un jugador habitual. En un año reduciría tu dote a cenizas.
Anne ahogó un gemido. No soportaba a un hombre que desperdiciaba tan
frívolamente el dinero, y probablemente su vida y la suya propia.
—Está bien. ¿Y qué hay de lord Finch?
—Cree que una mujer no debe de tener menos de seis hijos si quiere mantener la
cabeza bien alta en público —replicó el duque con sequedad, mirando con

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severidad al conde—. Y se dice que tiene un interés apasionado por los dedos de los
pies de las mujeres.
—Yo nunca he dicho que rechazara a los niños —replicó Anne, considerando si
su inclinación por los pies lo tachaba de la lista.
Decidida, buscó por la sala.
—Ah, ahí está, lord John Thorpe. Seguramente no podrás encontrar fallos en él.
Anne sintió una oleada de satisfacción. El duque no tendría nada que decir
contra lord John. Nadie lo tenía.
—Planea trasladarse a América una vez que su dominante madre pase a mejor
vida.
—Oh —exclamó Anne, intentando mantener su estado de ánimo—. Bueno, lo
admito, nunca he pensado en ir tan lejos. Creo que sería una aventura.
El duque la miró dudoso, entonces se acercó y bajó la voz.
—¿Y dejar a tus tres amigas más queridas?
Anne deseó que su cuerpo ignorara la cercanía del duque y se concentró en ese
comentario. Estar tan lejos de Ellie, Bea y Cordelia era suficiente para romper su
corazón.
«Y del duque» susurró su voz interna.
—¿Por qué me ayudas? —susurró, sintiéndose excesivamente caliente.
Rhys le levantó la barbilla, con la preocupación en los ojos.
—¿Te sientes bien, Anne? Estás muy ruborizada.
Casi todo su corazón deseaba que él contestara su pregunta. Pero el último
pedazo sabía que no soportaría escuchar la verdad.
—Estoy cansada, eso es todo —se excusó, mirando hacia donde esperaban su tío
y Marguerite—. Cansada de esperar que encuentres un partido adecuado. No
quiero sonar como una ingrata, pero aún no has encontrado ni siquiera un posible
candidato. Me estoy quedando sin tiempo.
—Lo sé —contestó, con los dientes entrecerrados.
El tono severo hizo que Anne le mirara. La tonalidad azul de sus ojos se había
oscurecido como un cielo amenazando tormenta.
—Dije que te ayudaría, Anne, pero no que estuviera de acuerdo. Mereces más.
—No importa lo que me merezca —respondió, sorprendida por la pasión que
subyacía en sus palabras. La sala se estaba poniendo demasiado caliente. Sentía el
sudor acumulándose en su nuca.
El comentario de lo que ella merecía estaba confundiéndola. ¿Qué le hacía él?
—No digas eso, Anne —gruñó—. Te mereces lo mejor. Y me encargaré de que lo
tengas.
«No digas más. No esta noche.»
Las chicas de los Malden se dirigieron hacia sus instrumentos y los que seguían
deambulando se sentaron.
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—Vamos, tenemos que unirnos a los demás —indicó Anne, negándose a
mirarlo.
—Anne —dijo el duque, extendiendo el brazo.
Anne evitó apenas su mano, y se encaminó hacia la seguridad de su tío y
Marguerite. Y lejos del peligro del duque.

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Capítulo 7

A la mañana siguiente, Anne se sentó en el escritorio de su dormitorio. El sol se


filtraba por las altas ventanas, proyectando brillantes y cálidos rayos amarillos
sobre el azul, dorado y rojo de la alfombra. Con la pluma en la mano, se inclinó
sobre una hoja de papel. Una carta estaba abierta sobre la pulida superficie de
cerezo de la mesa.
Anne leyó la carta una vez más, sonriendo ante las noticias de su amiga, y
sumergió la pluma en el tintero para responder.

Querida Bea,

Estoy tan contenta de recibir tu carta. Te echo de menos, y a Ellie y Cordelia. Me gustaría
que estuvierais conmigo en la ciudad. Los eventos de sociedad son lamentablemente muy
aburridos sin vuestra compañía, pero han estado animados por la ayuda del duque de Dorset
en mi búsqueda. Aunque es cierto que todavía no he encontrado un marido, estoy segura que
la ayuda del duque me llevará a un matrimonio.
Mi tío se ha unido a nosotras en Belgrave Square, así que ahora somos un trío. Yo sé que
algunos lo encuentran desagradable, pero adoro a ese hombre, incluso si está equivocado
cuando se trata de mi futuro.
Debo dejarte, mi querida Bea, ya que he prometido unirme a Marguerite y lady
Lipscombe para visitar el museo. Por favor, escribe pronto y cuéntamelo todo. Me encanta
escucharte hablar de tus días en el pueblo, aunque me gustaría que estuvieras cerca de mí en
Londres.
Con cariño,

Anne

Anne no estaba mintiendo exactamente. Simplemente había omitido parte de la


verdad. Era indudable, en cierto modo, que el duque animaba los eventos. La
música de los Malden la noche anterior habría provocado frustración, humillación y
algunas otras palabras que terminaban en “ión” si no fuera por el duque. Él había
afirmado estar al lado de Anne, incluso ser su campeón en la búsqueda de un
marido. Y, sin embargo, al menos tres posibles candidatos habían sido borrados de
la lista, todo gracias a él.
¿A qué estaba jugando? Sinceramente no lo sabía. Pero una cosa era segura, él
necesitaba centrarse. Se le estaba acabando el tiempo... y los hombres. Y sospechaba
que su corazón no soportaría mucha más ayuda de su parte.

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—¿Por qué estamos en un museo y no en el Tattersall inspeccionando las
nuevas subastas de caballos?
Rhys miró de reojo a su amigo y tomó nota de su ceño fruncido.
—No tenías que venir conmigo, Lucien. Te dije que me reuniría contigo más
tarde.
El ceño de la cara del conde de Penbrooke se apretó más.
—No quería arriesgarme a que tu tía te retrasara.
—Prometí ir contigo por la tarde a ver la exhibición. No voy a pasarme el día
entero aquí. Iremos a Tattersall dentro de una hora.
Lucien gruñó.
—No sé por qué acordaste pasear por un maldito museo con un grupo de
mujeres.
Distraído, Rhys apenas escuchó el gruñido de su amigo cuando salieron de la
antesala y entraron en el espacio que acogía una nueva exhibición de objetos
egipcios. Grupos de damas y caballeros vestidos a la moda paseaban por el suelo de
mármol, deteniéndose para ver las selecciones o reunirse en grupos para charlar.
Impaciente, escudriñó los rostros, pero no vio a su tía Sylvia.
—Ella está allí. —Lucien señaló con la cabeza a su izquierda.
Rhys se volvió y vio a su tía con un grupo de mujeres en medio de la gran sala.
En ese momento, ella lo vio y levantó la mano con un elegante gesto haciéndole
señas. Él le envió un ligero asentimiento, pero antes de poder moverse, Anne captó
el gesto de su tía. Su rostro resplandeció de placer cuando se volvió y lo divisó. Los
ojos verdes brillaban con deleite, su cabello dorado contrastaba con el sombrero
azul cielo, con adornos en crema, que hacía juego con su pelliza.
El mundo se iluminó instantáneamente. Maldita sea, pensó, perplejo por su
sonrisa y sin darse cuenta de que él le sonreía de vuelta. De alguna manera, ella
lograba que incluso las reliquias egipcias parecieran irresistibles.
—Bueno, bueno. —La voz de Lucien contenía diversión y un distintivo interés
masculino—. Ahora sé por qué insististe en unirte a tu tía. ¿Quién es la criatura?
—No es asunto tuyo. —Rhys se adelantó, ignorando la risa de Lucien mientras
lo seguía.
—Buenos días, señoras. —Rhys se inclinó, mirando a las cinco mujeres que
estaban junto a su tía—. Confío en que estén disfrutando de la exhibición.
—Sí —respondió su tía—. Es muy amable de tu parte unirte a nosotras, Rhys. Y
usted también, lord Penbrooke.
Rhys murmuró automáticamente los saludos apropiados mientras su tía le
presentaba a él y a Lucien a las tres jóvenes que no conocía. Sin embargo, cuando
presentó a Lucien ante Anne, su atención se agudizó. Apenas consiguió contener el
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impulso de ponerse delante de Anne y bloquear a Lucien.
—Es un placer, señorita Brabourne —replicó Lucien, con interés en sus ojos
mientras rozaba sus labios contra sus dedos enguantados. Dio un paso atrás y se
encontró con la mirada de Rhys—. ¿Y por qué no me has presentado antes, Rhys?
Rhys entrecerró los ojos hacia su amigo.
—Tal vez porque te niegas a asistir a cualquier apropiado evento social donde
se hacen tales presentaciones.
Lucien puso la mano contra su pecho y lanzó un suspiro teatral.
—Lamentable. Si me hubieras dicho lo hermosas y encantadoras que eran tus
amigas habría ido sin falta.
Rhys ahogó un improperio.
—Estoy seguro. —La incredulidad irónica de su voz era evidente y los ojos de
Anne brillaron cuando su mirada se encontró con la suya.
—Vamos a seguir —le interrumpió su tía—. Hay mucho que ver y deseo visitar
cada una de las exposiciones.
—Por supuesto. —Rhys extendió su brazo a Anne—. ¿Señorita Brabourne?
¿Seguimos?
—Sí, su Señoría. —Anne tomó su brazo y se alejaron, uniéndose a una multitud
que se movía lentamente mientras caminaban en silencio por la sala—. No sabía
que vendrías aquí hoy —comentó.
—Le prometí a tía Sylvia que vendría. —Rhys la miró. El ala azul de su
sombrero enmarcaba su cabello y su rostro mientras inclinaba la cabeza hacia atrás,
su expresión era abierta y amable. Sin ningún artificio, ningún fingimiento, ella
siempre lo miraba como si lo estuviera viendo a él, a Rhys el hombre, y no a Rhys el
duque. Descubrió que ninguna otra mujer lo miraba como lo hacía Anne. Le
gustaba eso. Le encantaba la forma en que calentaba su corazón y borraba la
distancia que normalmente sentía hacía sus amigos. Nunca se había considerado un
solitario. Pero ahora pensaba que podría sentirse exactamente así cuando Anne
desapareciera de su vida.
—¿Te gustan los artefactos egipcios?
—Claro.
—Lo has dicho con una voz tan baja que sospecho que no estás siendo
completamente sincero —bromeó ella, con diversión en los ojos—. Pero lo dejaré
pasar.
—Tengo curiosidad por la historia egipcia —corrigió—, pero odio los
incómodos muebles con brazos y patas en forma de extremidades de cocodrilo.
—Ah, otra cosa en la que estamos de acuerdo. —Tiró de su brazo, dirigiéndolo
hacia un sarcófago cerca de la pared—. Ven, vamos a investigar esa intrigante
pieza.
Rhys y Anne recorrieron la sala y examinaron objetos grandes y pequeños. Él
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escuchaba los comentarios y voces del resto del grupo que les seguía por detrás,
pero les prestaba poca atención. Estaban en una sala vacía, inclinados sobre una
vitrina de cristal para ver las dagas enjoyadas del interior.
Rhys se apoyó en la vitrina, encajando con la figura de Anne mucho más
pequeña, y se inclinó hacia delante. El sombrero lo mantenía alejado de su piel, pero
sus delgados hombros rozaban su pecho y sus caderas quedaban a unos
centímetros de las suyas.
—¿Estás fascinada por las dagas, o son las joyas las que han capturado tu
atención? —murmuró él, complacido cuando ella giró la cabeza para mirarlo.
—Es arte —respondió, su voz fue un susurro musical—. Son preciosas.
Él no apartó la mirada de ella.
—Sí, lo son.
Ella se sonrojó, el color manchó sus mejillas y apretó las manos en puños junto a
las suyas.
—Hum —murmuró ella, muy suavemente—. ¿Lord Penbrooke está aquí por
mí? Admito que nunca ha estado en mi lista, pero confío en tu criterio. Como bien
sabes, me estoy quedando sin tiempo. No quiero perder la fe en tus habilidades,
pero después de lo de ayer estoy empezando a preguntarme si tus estándares no
serán más altos que los de mi tío.
Una aguda risita rompió la tranquilidad de la sala.
—Tenemos que encontrar las dagas enjoyadas, Abigail, estoy segura que lord
Endsley dijo específicamente que estaban a lo largo de esa pared.
Rhys suspiró y retrocedió. Recuperando el control, metió la mano de Anne en la
curva de su brazo y la sacó de la sala.
—No, lord Penbrooke no está aquí para ti. Y no dudes de mí. Te encontraré un
marido aunque sea lo último que haga.
Anne echó la cabeza hacia atrás y lo miró antes de concentrarse en el discurso
de un guía. Rhys respiró profundamente y se obligó a escuchar la explicación, pero
no registró ni una sola palabra.
Pasó más de una hora antes de que Lucien y él se despidieran de las mujeres y
salieran a la calle.
—Bueno, ha sido una hora esclarecedora —comentó Lucien mientras se
instalaban en el carruaje del duque.
Frente a él, Rhys también se recostó contra el asiento.
—¿Por qué esclarecedor? ¿Encontraste realmente agradable la compañía de mi
tía Sylvia?
—Por supuesto, la marquesa siempre es entretenida —contestó Lucien—. Pero
lo más interesante fue verte con la encantadora señorita Brabourne. —Levantó un
dedo a Rhys, con una sonrisa en la boca—. Tú, amigo mío, estás atrapado.
Rhys lo fulminó con la mirada.
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—¿Me has oído? Atrapado. Enredado por los encantos de una hermosa mujer.
Nunca pensé que vería este día. —Sacudió la cabeza con fingida consternación—.
Lo siguiente que veré será que tendrás la pierna atada con una cadena y pasarás las
noches en casa. No me gusta la perspectiva, ya que significa que tendré que visitar
los infernales clubs de juegos yo solo. Claro que, —Hizo una pausa, pensativo—,
también significa que no perderé la mayor parte de mi fortuna jugando contigo a las
cartas. Has tenido mucha suerte últimamente.
—Tal vez deberíamos olvidarnos de Tattersall y acudir al club Jackson. Siento la
necesidad de golpearte en el ring.
—Debo declinar. —Lucien agitó una mano con negligencia—. Prometiste mirar
los alazanes y quiero tu opinión. Más tarde, si todavía sientes la necesidad de
darme un puñetazo, podemos visitar el club.
—Dudo seriamente que pierda el impulso de dañarte de alguna manera
—declaró secamente Rhys, sin bromear—. No obstante, que no se diga que he roto
una promesa. Iremos a Tattersall.

42
Capítulo 8

Querida Anne,

Te agradezco que escribas con tanta prontitud, ya que yo también aprecio las noticias de
mis amigas. Confieso que estoy intrigada por tus comentarios sobre el duque de Dorset, no
sabía que le conocías tanto. Mi vecina me ha dicho que tiene una reputación de libertino, pero
si Marguerite ha aprobado tu amistad, todo debe estar bien. Su conocimiento en tales asuntos
siempre ha sido confiable. Tienes mucha suerte de que tu tío la eligiera para que fuera tu
acompañante. También la adoro. Estoy muy contenta de que disfrutes de la compañía del
duque y feliz de que le hayas reclutado para ayudarte en la búsqueda de un marido. Tengo
admitir que nunca se me habría ocurrido emplear una táctica similar, pero tiene bastante
sentido.
Por aquí todo va bien y he disfrutado de un tiempo precioso con cielos claros que, como
sabes, adoro estudiar. Debo terminar, porque la esposa del vicario requiere mi compañía para
visitar las tiendas de Wallingford. Por favor, escribe pronto... te prometo que estoy sin aliento
ante la expectación de esperar nuevas noticias de tu progreso.
Con cariño,

Bea

—Me alegro de cenar en casa esta noche —comentó Marguerite.


Anne levantó la vista, mirando a la anciana desde el otro lado de la mesa donde
compartían el almuerzo.
—¿Te encuentras mal, Marguerite? No tenemos que salir todas las noches si
necesitas descansar. Declinar invitaciones sólo nos hará ser más deseadas por las
anfitrionas.
—Tonterías. —Marguerite agitó una mano con desdén—. Estoy perfectamente.
Aunque confieso que estoy deseando disfrutar de la comodidad de nuestro propio
comedor.
—¿El tío se unirá a nosotras?—preguntó Anne. La sopa de rabo de buey era
deliciosa.
—Sí —respondió Marguerite—. Se ha ido hace poco a supervisar un negocio,
pero dijo que llegaría a tiempo.
—Entonces, seremos tres —comentó Anne.
Tomaron el té en silencio antes de que Marguerite continuara.
—Sylvia ha recibido una carta de su hermana, la madre de Rhys. Se ha torcido el
tobillo y eso retrasará su viaje a Londres.

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—Oh, espero que esté bien —exclamó Anne, notando su marcado interés
demasiado tarde para disimular—. Y hay que considerar a las hermanas del duque,
por supuesto. Deben sentirse decepcionadas por el retraso.
—Sí. —Marguerite estuvo de acuerdo—. Si Rhys estuviera casado su esposa
podría acompañar a sus hermanas.
—¿Así que su madre y sus hermanas están deseando que se case? —Anne
intentó mantener su pregunta casual, pero temió haber fracasado cuando
Marguerite le sonrió con afecto.
—¿Qué madre no quiere que su hijo se case y le dé nietos? Y luego está la
necesidad de continuar la línea familiar. Dicho esto, Sylvia y el resto de su familia
parecen estar genuinamente impacientes para que Rhys se case con una mujer que
aprecie sus excelentes cualidades. No hay duda de que sería un buen marido al
haberse criado con seis hermanas, seguro que entiende las necesidades de una
esposa mucho mejor que otros hombres.
—¿De qué manera?
Marguerite sonrió con cariño.
—Parece disfrutar complaciéndolas y apoyándolas en su deseo de aprender los
estándares normalmente exclusivos para los hombres. Cuando tenía ocho años, su
hermana Mary, un año más joven, quiso estudiar matemáticas. Rhys exigió que se le
permitiera unirse a él en las clases. Su tutor se mostró un poco desconcertado, pero
Sylvia dice que su padre simplemente se encogió de hombros y estuvo de acuerdo.
Después de eso, todas las chicas se unieron a las lecciones de Rhys. Son mujeres
asombrosamente inteligentes. Lo cual —sentenció—, sólo significa que cada vez es
más evidente que encontrarles maridos será muy difícil.
—Es una historia maravillosa. —Fascinada, Anne se preguntó cómo habría sido
la vida en una casa llena de hermanos, libros y todas las lecciones que un duque
pudiera pagar a sus hijos—. Debe de haber sido una casa maravillosa para crecer
—dijo con sinceridad.
—Sí, lo fue. —La expresión de Marguerite se suavizó al encontrarse con la
mirada de Anne—. Quise mucho a tu madre, pero hacer frente a sus dramas no fue
fácil. Sobre todo porque tu padre estaba cortado con el mismo patrón.
—Eso es cierto —contestó Anne con sensatez, agradecida por el recordatorio—.
A veces me sentía como si yo fuera la adulta responsable y mi madre la niña
temperamental. Era normal que mamá y papá se mostraran apasionadamente
felices o desesperadamente alterados. No hubo equilibrio para ninguno de
nosotros.
—Sospecho que tu experiencia con ellos puede haber distorsionado tu visión de
lo que es un matrimonio aceptable —afirmó Marguerite.
—¿Y cómo no la iba a distorsionar? —musitó Anne, tanto para Marguerite
como, por supuesto, para ella misma—. Sería muy tonta si ignorara esa lección,
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¿no?
—Eran dos personas muy apasionadas. Desafortunadamente, su naturaleza era
reaccionar a las circunstancias normales con un arrebato dramático. Pero no es así
como se desarrollan todos los matrimonios, querida. ¿Seguro que lo sabes?
—Claro. He conocido a muchas parejas que son perfectamente atentas cuando
están con el otro. Viven una vida agradable e imagino que no sufren esos berrinches
diarios. Es poco probable que la pasión y los arrebatos tengan lugar en su mundo.
Eso es lo que quiero en mi matrimonio —añadió con firmeza—. Paz. Días
previsibles. Un marido dispuesto a dejarme planear mis propias actividades
mientras yo le dejo a él. Esa sería la situación perfecta para una mujer como yo.
—Pero, Anne, ignoras el afecto, el amor, por no mencionar la pasión —protestó
Marguerite.
—Supongo que aceptaría el afecto. ¿Pero amor? ¿Pasión? No. —Anne sacudió la
cabeza, esperando parecer tan convencida como una vez se sintió sobre el tema.
—Seguramente no piensas eso de verdad. —El asombro de Marguerite se reflejó
en su voz y rostro.
—Sí, lo pienso. —Anne no se dio cuenta de lo fuerte que agarraba la taza hasta
que la devolvió al plato, escuchando el chasquido de la porcelana mientras lo hacía.
Juntó las manos en un intento de detener el temblor—. Tuvieron una terrible
discusión durante el almuerzo de ese día. Le supliqué a mamá que no se fuera, pero
ella no me escuchó. Insistió en que tenía cita para probarse el vestido que llevaría a
la celebración de Standish. En el último momento, papá insistió en ir con ella.
Nunca olvidaré cómo me sentí cuando se fueron. Indefensa. Y enfadada. Incluso
entonces, comprendí toda la destrucción que esos intensos sentimientos causan.
—Fue un accidente, Anne. Un carro los embistió. No hubo nada que tu padre
pudiera haber hecho para evitarlo. No fue culpa suya.
—Eso es lo que me dijo mi tío después de que murieron —confirmó Anne.
—¿Pero no aceptas su palabra?
Anne suspiró.
—Entiendo su punto de vista sobre la situación. No creo que mi tío, o tú, me
mintierais. Pero eso no cambia lo que vi ese día, de hecho, lo que vi y oí casi todos
los días durante los primeros doce años de mi vida. Mis padres se amaban y
peleaban con igual pasión. Murieron después de una fuerte discusión. Incluso
aunque eso no hubiera tenido nada que ver con sus muertes, su matrimonio no es
algo que desee imitar. Los gritos constantes, las lágrimas y las puertas cerradas
hacían que los días fueran insoportables. No quiero un matrimonio apasionado.
—Alzó la barbilla—. No viviré un matrimonio así.
No estaba mintiendo. Pero Anne había comenzado a preguntarse si el amor
siempre eran discusiones y desacuerdos, furia ciega y acciones sin sentido.
—Oh, Anne. —Los ojos de Marguerite se empañaron con lágrimas no
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derramadas—. Si tu madre estuviera aquí, juro que la sacudiría. No te enseñó nada
de las alegrías del matrimonio, y habiéndola perdido con tan tierna edad, no
puedes recordar nada más que las amarguras. —Respiró hondo, levantando su
propia barbilla con determinación—. Tendré que cambiar eso.

Querida señorita Brabourne

Rhys miró las palabras que acababa de escribir.


—¿Esto es lo que he venido a hacer? —preguntó al silencio que rodeaba su
estudio. Cuando nadie contestó, agarró la copa y tomó un sorbo de brandy. Anne
había dicho que escribir a sus amigas siempre la animaba. Él nunca escribía cartas
solo por escribir y no podía recordar la última vez que lo había hecho. Sin embargo,
valía la pena intentarlo. Después de la visita al museo tenía que hacer algo para
aliviar la tensión que corría por sus venas. Volvió a tomar la pluma.

Querida Anne,

Déjame empezar diciendo que todo esto es culpa tuya. Hasta el momento en que te conocí,
había evitado con éxito los enredos emocionales de cualquier tipo. Y entonces apareciste tú.
¿Atractiva? Sí, pero también lo eran todas las mujeres que conocía. No, tú eras, más bien
eres, algo completamente diferente. No debería haberme ofrecido para ayudarte a encontrar
un marido. Fue totalmente egoísta de mi parte, sólo quería asegurar más tiempo en tu
compañía. Pero ahora pago por ese error, no queriendo nada más que reclamarte para mí y
sabiendo todo el tiempo que no puedo hacerlo. Dijiste que yo soy un candidato inadecuado, y
aunque muchos no estarían de acuerdo contigo, tu tío si lo estaría. Me encuentro en una
situación imposible de la cual te culpo a ti. Porque esta es mi carta y diré lo que quiera.

Rhys dejó la pluma y arrugó el papel en su puño. Entonces emitió un pesado y


largo suspiro. El texto era infantil. Egoísta. Y algo falso. Pero Anne tenía razón. Las
cartas podían levantar el ánimo, aunque no de la manera que Rhys había esperado.
Esta carta nunca se enviaría, ni una sola palabra se leería, pero le había permitido,
por unos momentos, decir lo que se había intentado negar con tanta firmeza.
Amaba a Anne Brabourne.

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Capítulo 9

Anne bajó las escaleras a la mañana siguiente para encontrar a Rhys


esperándola en el vestíbulo de mármol.
—Buenos días —le saludó, tirando de sus guantes de montar e ignorando el
estremecimiento que sintió mientras su mirada la recorría. El terciopelo azul de su
traje de montar parecía repentinamente liviano y demasiado ajustado en sus
pechos.
—Esta mañana estás muy dispuesta —respondió Rhys, con un tono más
profundo—. Sospechaba que te quedarías despierta hasta muy tarde leyendo la
novela de Hachette que compraste la semana pasada.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Anne—. No recuerdo haberlo mencionado.
—No lo hiciste —replicó, sus ojos se deslizaron sobre ella de la cabeza a los pies.
Anne sintió el roce de su mirada como si la hubiera tocado—. Se lo dijo Marguerite
a Sylvia. Por alguna razón, mi tía pensó que yo debería saberlo.
—Hum, es muy extraño. —Se encogió de hombros—. En cuanto a la novela,
debo confesar que me pareció muy entretenida.
—¿De verdad? —Él levantó la ceja, mirándola con desconcierto—. Es parecida a
un cuento de hadas... Sylvia mencionó a una heredera secuestrada y a un conde
disfrazado de ladrón de caminos enmascarado.
Rhys se veía realmente confundido y Anne no pudo reprimir la risa.
—¿No es la clase de novela que elegirías para leer?
—No. —Sacudió la cabeza e hizo una mueca—. Claro que no. Pero esa no es la
parte extraña. Lo que me intriga es que no parece la clase de libro que tú leerías.
Demasiado fantástico para tus gustos, ¿no estás de acuerdo?
En realidad, Anne estaba de acuerdo, pero no iba a decirlo en voz alta. Hacerlo
significaría que tendría que explicar por qué esa historia la atraía de repente. Y no
se lo contaría al duque. No podía.
—¿Permitirías que tus hermanas leyeran una novela tan aventurera si
quisieran? —curioseó Anne, redirigiendo la conversación lejos de ella.
—Claro. ¿Por qué no iba a dejarlas? —Su mirada se estrechó—. ¿Estás diciendo
que crees que debo vigilarlas?
—No —dijo con firmeza—. Sólo me preguntaba si crees que un hombre, que
también es duque —se burló, poniendo los ojos en blanco y sonriendo—, tiene el
derecho a decirle a sus hermanas lo que deben leer.
Rhys sacudió la cabeza con incredulidad.
—Es evidente que no conoces a mis hermanas o nunca pensarías que ellas
estarían de acuerdo con eso. También está claro —agregó—, que debes creer que

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soy un infame tirano para negarles tales placeres.
—Muchos hombres no se consideran flexibles, sino que creen que su deber
exige supervisar las elecciones de sus hermanas.
—Esos hombres no se han criado con seis hermanas —se burló—. Mi padre me
dio un buen consejo cuando era muy joven. Dijo que un hombre sabio entiende que
su bienestar depende de vivir de acuerdo con las mujeres de su vida y no intentar
gobernarlas. —Sus ojos se iluminaron con travesura—. Me lo dijo después de
quejarme que mis hermanas se habían negado a obedecer mis órdenes mientras
eran tripulantes en mi barco pirata. Como acababan de amotinarse y golpearme con
almohadas y sombreros de pirata acepté las palabras de mi padre. Creo que
también hubo algunas espadas de madera. Si recuerdo bien, acabé con moretones.
Anne se echó a reír.
—Me hubiera gustado conocerte cuando eras niño, y a tus hermanas también.
Tenéis que haberos divertido mucho.
—Sí.
Timms sostuvo la puerta mientras salían de la casa. El tío de Anne y Marguerite
estaban todavía en sus habitaciones, y el silencio pacífico sólo era roto por el sonido
ocasional de los pasos de un sirviente.
Jirones de obstinada niebla rodeaban los árboles del parque de la plaza mientras
descendían los escalones. Un lacayo sostenía la correa de una bonita yegua castaña
y un caballo negro.
—Buenos días, George —saludó Anne.
—Buenos días, señorita. —El amable mozo inclinó la cabeza.
Anne acarició la frente de la yegua, murmurando con placer cuando ella le pasó
con afecto el hocico contra su mano. Con una última palmada, Anne se alejó, pero
antes de que pudiera usar el bloque de montaje, Rhys la sujetó de la cintura y la
levantó.
Sorprendida, se agarró a sus brazos y sintió el calor y la flexión de sus
poderosos músculos mientras la sentaba en la silla. Sus manos siguieron
sosteniéndola, estabilizándola hasta que ella se equilibró. Por un momento, la
mirada del duque sostuvo la suya, el calor llameaba en sus ojos. Con un último
apretón, él abruptamente la soltó y retrocedió para subirse a su caballo.
El lacayo iba a una discreta distancia cuando Rhys y Anne salieron de la plaza y
se dirigieron hacia Hyde Park. Los trabajadores se ocupaban de sus negocios, y las
calles estaban transitadas por carros y monturas. Aún así, el tráfico era mucho más
ligero de lo que sería más tarde. Llegaron a las puertas del parque y salieron de la
concurrida calle, trotando por el tranquilo y desierto sendero de Serpentine.
Anne captó el brillo en los ojos de Rhys.
—¿Les dejamos estirar las patas?

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Ella asintió y, sin esperar respuesta, instó a su montura a una carrera.
Rhys la siguió, entretenido por la vista mientras una tenue luz solar se abría
paso entre la niebla y destacaba la elegante figura de Anne encima del igualmente
bello purasangre. Distraído como estaba, tardó en darse cuenta que estaba
apretando en exceso las riendas y su montura se resistía. Anne le miró por encima
del hombro, sus mejillas estaban enrojecidas, sus ojos verdes resplandecían de
desafío mientras se inclinaba hacia adelante, incitando a su yegua a ir más rápido.
Rhys aflojó las riendas rápidamente y los caballos al galope dejaron al sirviente
muy atrás mientras corrían, los cascos tronando hasta que llegaron a una sección
sombreada por árboles. Rhys casi había alcanzado a Anne cuando la yegua tropezó
y frenó.
La montura respondió instantáneamente a Rhys, pero aún así, se alejó varios
metros de Anne antes de poder frenar su caballo. Cuando se acercó, Anne se deslizó
de la silla para guiar a la yegua debajo de un árbol. Era evidente que la yegua
cojeaba de su pata delantera izquierda.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Rhys, desmontando.
—Creo que ha pisado una piedra —respondió Anne. Le acarició la cabeza a la
yegua diciendo con tono preocupado—. Está cojeando.
—Deja que le eche un vistazo. —Entregándole a Anne las riendas de su caballo,
se inclinó para levantar la pata de la yegua. Una piedra estaba incrustada en el
casco. Rhys la quitó con un rápido y cuidadoso tirón antes de bajarle la pata. La
yegua se movió inquieta y al instante cojeó—. Creo que tiene el casco magullado.
Nada que el descanso no arregle.
—¿Estás seguro? —Anne le miró ansiosamente.
—Sí, pero me temo que no puedes montarla. —Rhys miró el sendero que
acababan de recorrer, pero estaba vacío. Estaban solos, a la sombra de un viejo
roble—. Esperaremos hasta que llegue tu sirviente. Te montaré en su caballo y él
podrá ir andando con la yegua a casa.
Anne gimió profundamente.
—Es culpa mía. Si no hubiera estado decidida a ganar.
—No es tu culpa. Los accidentes ocurren.
Le lanzó un breve guiño, relajando la preocupación de su rostro.
Quitándose un guante, metió la mano en un bolsillo oculto de su falda y sacó un
trozo de azúcar.
—Mi pobre Guinevere —musitó, mientras la yegua tomaba la golosina de su
mano. Los fuertes dientes crujieron al masticar y sus orejas se irguieron mientras
esperaba expectante. Anne se rió suavemente—. Le gustan los dulces. —La yegua
devoró rápidamente tres pedazos de azúcar antes de que Anne acariciara su
hocico—. Lo siento, pero eso es todo lo que tengo.
La yegua castaña empujó su mano y Anne se rió, dándole una última caricia
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antes de volverse y dar un paso hacia Rhys.
—Parece que el azúcar cura todos los males. Quizá debería...
La yegua golpeó con su hocico la espalda de Anne en una demanda de atención.
Desprevenida, tropezó y perdió el paso.
Anne aterrizó contra el pecho de Rhys y él la atrapó instintivamente,
envolviéndola protectoramente en sus brazos, uno en la cintura, el otro apretado
alrededor de su espalda.
Rhys se congeló, paralizado al sentir sus pechos contra el torso y la curva de su
fina cintura bajo su mano. Respiró con aspereza, el olor a lavanda asaltó sus
sentidos. Era una mujer dulce y cálida, y con su cuerpo apoyándose confiado contra
el suyo, y sus faldas enredadas en sus piernas, rápidamente se sintió seducido y
atrapado.
Ella echó la cabeza hacia atrás, sólo unos centímetros separaban sus rostros
mientras lo miraba. Sus ojos estaban abiertos de sorpresa y sus labios se separaron
mientras contenía el aliento, el movimiento presionó sus pechos cubiertos de
terciopelo firmemente contra él. La punta de su lengua se deslizó por su labio
superior en un movimiento rápido, inconscientemente seductor.
Atraído por la voluptuosa curva rosada de su boca, él cerró la escasa distancia
entre los dos y trazó el húmedo sendero que su lengua había dejado en el dulce arco
de su exuberante labio.
Anne jadeó, sujetándose a las solapas de su chaqueta.
Ella sabía a todo lo que había deseado y nunca había tenido. Anheló más, y
lentamente posó su boca completamente sobre la suya, su mano dejó su cintura
para acunarle la mejilla y mantenerla más cerca, exactamente donde la deseaba, la
necesitaba. Ella no protestó, murmurando su permiso mientras él probaba el ángulo
y ajuste de su boca. Estaba perdido, sumergido en el calor y la necesidad imperiosa
de poseer, aturdido por la profundidad del placer que lo inundaba.
Un golpe rítmico le interrumpió, pulsando con insistencia en el margen de sus
sentidos. Trató de ignorarlo, alejarlo, pero se hizo más fuerte, devolviéndolo a la
realidad que le rodeaba.
«Maldición. Ruido de pezuñas». El trote constante de un caballo se acercaba
cada vez más. Sabía que tenía que liberar a Anne ahora, o arriesgarse a que los
descubrieran.
A regañadientes, levantó la cabeza, soltó un suspiro y casi se perdió cuando ella
abrió sus ojos aturdidos para mirarlo.
—¿Qué...?
—Lo siento —musitó, forzándose a dar un paso atrás. Ella se tambaleó y él la
atrapó, sujetándola de los brazos mientras se movía para colocarse entre ella y el
intruso, bloqueándola de la vista—. Alguien viene.
Ella lo miró sin comprender, y entonces se puso rígida, retrocediendo y
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alejándose de él. Echó un vistazo a su alrededor y al sendero, el pánico desapareció
rápidamente de su rostro dando lugar al reconocimiento y alivio.
—Es George —explicó, mencionando a su sirviente.
—Bien. Seguramente no nos ha visto, pero por si acaso, tendré unas palabras
con él. —Buscó sus rasgos, pero ella no le miró—. Anne, lo siento. Esto no debería
de haber ocurrido.
Ella se removió, tensándose y mirándole. Dolor, rechazo y devastación,
resplandecieron en las profundidades de sus ojos esmeraldas antes de que bajara
las pestañas.
—Lo sé —replicó con relativa calma—. Y fingiremos que no ha pasado.
—No, eso no es lo que he querido decir. —Rhys maldijo su torpe frase. Se acercó
a ella con la intención de decirle que lamentaba que su primer beso hubiera sido al
lado de un camino público. No se arrepentía del beso. De hecho, todo lo contrario.
Aunque sabía que no conducía a ninguna parte, Rhys no se arrepentiría. No, lo
recordaría el resto de su vida.
Anne se alejó, evitándolo, avanzando rápidamente por la hierba hasta el
sendero y agitando una mano.
—George. Estoy aquí.
El lacayo espoleó su montura y se apresuró a llegar hasta ellos. Su presencia
impidió cualquier conversación privada mientras los tres observaban a la yegua y la
devolvían a su hogar.
Anne evitó efectivamente a Rhys de tener una charla con él que no fueran cortos
comentarios ocasionales, insistiendo en acompañar al sirviente y su yegua. George
fue un acompañante más que adecuado cuando atravesaron lentamente Hyde Park
de regreso a Belgrave Square. Tuvo suerte, su tío estaba bajando los escalones
cuando llegaron y ayudó a Anne a desmontar, luego mantuvo a Rhys ocupado en
explicarle la herida de la yegua. Cuando el lacayo se llevó las monturas, Anne se
metió en casa, dejando a William y Rhys conversando antes de separarse.
Frustrado, Rhys se subió a su caballo y salió de la plaza.
Anne no podía evitarlo para siempre. Tendría la oportunidad de aclarar el
malentendido esta noche, ya que lo dos asistirían a la fiesta de Hanscomb.
Pero Rhys la buscó en vano en la fiesta. Finalmente localizó a Marguerite a
última hora de la noche y le dijo que Anne se había quedado en casa debido a un
dolor de cabeza.
Rhys estaba seguro que lo que Anne sufría era una clara aversión por verlo.
«Maldita sea. No puede evitarme para siempre, ¿verdad?»
Al cuarto día empezó a reconocer que si podía.
Decidido a hablar con ella, se dirigió a Belgrave Square justo después del
almuerzo.

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Capítulo 10

Timms dio la bienvenida a Rhys y le llevó a la antesala, prometiendo preguntar


si la señorita Anne estaba en casa para las visitas. Unos minutos más tarde, el
mayordomo regresó y llevó a Rhys a una sala, cerrando la puerta al marcharse.
Aunque el mayordomo no le había dicho que Anne estaría allí, Rhys esperaba
verla en la sala azul y dorada. Le inundó la decepción cuando no la encontró
sentada en el diván, ni en ninguna de las sillas a juego.
—Anne no está aquí.
Rhys se volvió rápidamente. El tío de Anne salió de la sombra donde había
estado medio oculto por una cortina de brocado azul y cruzó la alfombra,
deteniéndose a varios metros.
—Buenas tardes, General.
—Eso está por verse —respondió el hombre.
Su tono era frío, con una furia incipiente. Rhys se preparó.
—¿Cuáles son tus intenciones con mi sobrina, jovencito?
Y ahí estaba. A Rhys le sorprendió que el tío de Anne no se hubiera acercado a
él mucho antes. Odiaba el engaño de cualquier tipo y sintió alivio porque el
momento hubiera llegado finalmente.
Aunque no estaba seguro de querer ser completamente sincero. Aún no.
—¿Qué quiere decir?
—No te hagas el tonto, hijo. —El general agitó una mano, indicando el íntimo y
tranquilo entorno—. Los dos habéis estado pasando mucho tiempo juntos durante
semanas en salas como esta. Sabes que has puesto en peligro su reputación. Así que
voy a preguntar de nuevo. ¿Cuáles son tus intenciones hacia mi sobrina?
Rhys suspiró.
—Sólo las más honorables, se lo aseguro, General.
—Entonces espero que vengas mañana por la mañana con una oferta de
matrimonio por la mano de Anne.
—Lo siento señor. No puedo hacer eso.
El hombre mayor se puso rígido, pareciendo cada vez más y más intimidante.
—Explícate.
—Su sobrina... —Rhys se detuvo, buscando las palabras que no dejaran su alma
al descubierto. No encontró ninguna. La verdad parecía ser la única opción—. Anne
quiere un marido dócil, sin la pesada carga del amor. Yo soy incapaz de cumplir
con sus requisitos.
Los ojos de William se estrecharon, sondeando a Rhys.
—Sé lo que ella quiere del matrimonio y no estoy de acuerdo con eso. No espero

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que tú le permitas manejar sus propios fondos.
Rhys pasó una mano por su pelo, frotándose la frente de frustración.
—Me importa un bledo lo que ella haga con su dinero. Por mi puede arrojarlo al
fuego y quemarlo. Tengo mucho más que ella, mucho más. No necesito sus fondos.
—Miró fijamente al general.
—Así que —replicó William con un tono un poco más cordial y su cuerpo
relajándose de una manera menos amenazadora—, si no es un asunto de dinero y
cómo lo gasta lo que te retiene, ¿qué es?
Rhys apretó los dientes, sin ánimo de responder. El general, sin embargo,
simplemente esperó con una expresión tranquila. Parecía como si estuviera
dispuesto a quedarse en esa habitación todo lo que fuera necesario hasta que
obtuviera una respuesta.
—En primer lugar, no soy dócil. Sólo porque no me preocupa su maldita
fortuna no significa que le deje libertad en todo lo demás. Quiero una compañera en
mi vida, señor. Alguien que esté tan interesada en darme su opinión sobre mis
asuntos como yo la daría en los suyos.
—Eres bastante progresista, Dorset, pero no completamente loco. —El general
asintió con la cabeza—. ¿Y lo segundo?
—No estoy dispuesto a ver pasar el resto de mi vida con una mujer que no me...
—Rhys no quería forzar la palabra “amor”—... preste atención y sólo se esté
casando conmigo para conseguir el control de una fortuna.
—Hum. —William le miró pensativo—. Pero esa es la base de la mayoría de los
matrimonios de la sociedad. El hombre está suficientemente bien respaldado
económicamente mientras que la mujer es de buena familia y preparada para ser la
madre de sus hijos. ¿Por qué vuestra situación es diferente?
—Porque ella no es cualquier mujer y nuestra situación no es comparable a la
mayoría de los “matrimonios” de la sociedad —contestó, con los dientes
entrecerrados.
—Eso no aclara nada —ladró William—. Contesta. ¿Por qué el arreglo habitual
no es suficiente para los dos?
—Porque la quiero —gritó Rhys—. La amo —repitió en un susurro, saboreando
la sensación de esas palabras en sus labios.
William lo miró fijamente, con una expresión inescrutable. Entonces se aclaró la
garganta y palmeó con una gruesa mano el hombro de Rhys.
—Marguerite y Sylvia me aseguraron que vendrías. Para ser sincero, me
preguntaba si tendrías las pelotas para decirlo. —Cruzó la habitación hacia varios
decantadores de cristal que había en una bandeja de plata encima de un
aparador—. Brindemos por las mujeres, hijo. Nunca son fáciles de entender, esa es
la verdad. —Miró a Rhys—. Te daré un poco más de tiempo para convencer a Anne,
pero espero que lo resuelvas todo. Y pronto. Le diré a mi abogado que comience a
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preparar los contratos de matrimonio.
—Sí, señor. —Rhys tomó la copa, la levantó hacia William y se la bebió de un
trago, incrédulo por lo que acababa de ocurrir—. ¿Es consciente de mi reputación?
El general asintió antes de terminar su brandy con un largo sorbo.
—¿Y aun así permite que Anne se case conmigo? —insistió Rhys, consciente de
que estaba mirando los dientes del caballo regalado, pero necesitando comprobar
que no estaba dormido y soñando esta conversación.
El general sirvió una segunda ronda.
—Soy militar de principio a fin. Las grandes muestras de afecto no me afectan.
Pero déjame aclararte algo; no podría amar a esa muchacha más que si fuera mi
propia hija. Cuando Marguerite y Sylvia me contaron su plan, sentí el impulso de
matarte. Pero me aseguraron que eres el hombre para Anne. Así que no lo
estropees, jovencito. O te mataré.
Tenía la aprobación del general para cortejarla. Ahora sólo necesitaba el
consentimiento de Anne. Se tomó la segunda copa de brandy preguntándose si un
general condecorado sería más difícil de convencer que la mujer que amaba.
Extendió la copa por una tercera ronda.

Anne paseó por la alfombra de su dormitorio, se sentó en su escritorio y se


quedó mirando la hoja en blanco durante varios minutos, luego se puso de pie y
paseó una vez más.
No era capaz de concentrarse. Nunca había estado tan inquieta y
emocionalmente tensa en toda su vida. Era patético.
Gimió. Incluso sus gemidos eran patéticos.
«No puedo evitar a Rhys para siempre, pero ¿cómo puedo enfrentarme a él?»
No saber si sería capaz de controlar sus emociones si tuviera que decirle más
que hola era aterrador. Rhys había lamentado besarla. Después de que él había roto
su creencia de ser inmune a la pasión y hacerle repensar sus convicciones en cuanto
a las relaciones románticas... se arrepentía de haberla besado. Enterarse de que la
base de su mundo había sido bien removido, fue devastador.
Y por Rhys. Sin duda había besado a muchas mujeres, quizás a decenas o
cientos. ¿Cómo iba a enfrentarse a él sabiendo que era una más y que sólo le había
afectado a ella?
Oh Dios mío. No quería ni pensarlo. Se tapó la cara con las manos llena de
mortificación, arrepentimiento y dolor. El muro que había erigido entre ella y
cualquier sentimiento apasionado se había desmoronado y desaparecido al posar
su boca sobre la suya, y él quería que ella olvidara lo sucedido.
¿Cómo iba a conseguirlo?
54
Había intentado recuperar el control de sus sentimientos durante los días que
habían pasado desde lo de Hyde Park. Y había fallado miserablemente. Esos
instantes seguían repitiéndose en su cabeza. El calor de su cuerpo contra el suyo, la
fuerza de sus brazos, el calor de su mano desnuda acunando su rostro, la dolorosa
necesidad de algo más cuando él la apartó de él...
No podía dejar de pensar en él y cómo la había hecho sentir y desear, le había
dolido el cuerpo como nunca antes había sentido.
¿Era esto lo que su madre sintió por su padre? Si era así, Anne ya no se
preguntaba por qué ella había actuado con tal abandono.
«No seré como mi madre. No lo haré.»
Tal vez lo que necesitaba era poner distancia entre Rhys y ella para recuperar el
control. Viajar a la finca de su tío podría valer. Seguramente, un descanso del
ajetreo de la Temporada la renovaría y centraría su acostumbrada sensatez.
El elegante reloj francés de la chimenea resonó a la hora. Con pasos firmes, dejó
su habitación para ir el comedor y desayunar con Marguerite.

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Capítulo 11

—Has bajado. —Marguerite se irguió en su asiento cuando Anne entró en la


sala—. Estoy encantada de que te sientas lo suficientemente bien como para unirte a
mí, aunque pareces un poco pálida. ¿Cómo está tu dolor de cabeza, querida?
—Mucho mejor, gracias. —Anne se sentó frente a Marguerite. No le gustaba
mentirle, pero no tenía elección. La verdad era demasiado triste para compartir.
—Estoy tan feliz de oírlo. —La sonrisa de la mujer mostraba afecto—. Estaba
empezando a preocuparme mucho.
Las dos charlaron casualmente sobre la visita que hizo ayer Marguerite a la
modista y el progreso que estaba haciendo con un nuevo vestido de día. Cuando se
callaron para servir el té, Anne se dispuso a contarle su deseo de pasar unas
semanas en el campo. Pero antes de que pudiera comenzar a hablar, Marguerite se
inclinó y la sujetó con una seria mirada.
—Anne, realmente creo que debes acompañarme hoy. Nuestros amigos están
preguntando por ti y sé que se sentirán muy aliviados al verte. Podemos visitar sólo
a un pequeño grupo de amigos y permanecer poco para que la visita sea aceptable.
—¿Debo hacerlo, Marguerite? —Anne mordisqueó un trozo de tostada con
mermelada que le quedaba antes de levantar la vista—. No tengo ganas de salir. Me
temo que todavía no me siento bien. De hecho, he estado considerando los
beneficios de una estancia en la finca del tío William durante unas semanas. Espero
que quieras acompañarme.
—No. —Marguerite dejó la taza en el plato con un tintineo decidido—. No lo
harás, ni hablar. —Observó a Anne antes de que su preocupada mirada se
suavizara. Suspiró—. Anne, ¿no vas a contarme qué pasa? Rhys preguntó por ti en
la fiesta de Hanscomb la otra noche y parecía preocupado. Sé que sois buenos
amigos. ¿Ha pasado algo entre los dos para cambiar eso?
Anne tomó un sorbo de té, reflexionando sobre cómo debía proceder. No iba a
compartir toda la historia. Pero tal vez había una manera de contestar sin contestar.
—Creo que ahora no somos tan buenos amigos como antes —dijo finalmente.
—Lamento mucho oír eso —murmuró la anciana—. ¿Me contarás qué pasó para
cambiar las cosas?
Oh, increíble. La mujer no estaba jugando limpio. Lo más educado sería cambiar
de tema. Pero si Marguerite se negaba a cambiarlo, Anne tendría que hacerlo.
—¿No sería maravilloso pasar una temporada en el campo en esta época del
año?
—Estás evitando mi pregunta —contestó Marguerite sin picar el cebo—. Anne,
¿qué pasó con Rhys?

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Bueno, la mujer tenía descaro, tenía que concedérselo. Pero Anne tenía más.
—Nosotros... —Se detuvo, una espantosa y ridícula emoción le tapó la
garganta—. Me temo... —Bajó la taza al plato, mirando fijamente el dibujo de la
porcelana china de Wedgwood y esforzándose para no llorar.
El silencio se extendió. Marguerite envolvió sus delgados y fríos dedos sobre las
manos que Anne clavaba en el mantel de lino.
—Querida Anne, he pensado durante algún tiempo que puedes estar
desarrollando un... —Hizo una delicada pausa—... Un afecto por Rhys. Y él por ti.
¿Ha ocurrido algo de naturaleza romántica entre vosotros?
Anne volvió la mano, agarrando los dedos de Marguerite. Esto era agotador. Y
claramente inútil. La mujer tenía muchos más años de sabiduría y tretas para
sonsacarle.
—Sí.
—Ya veo.
Marguerite le apretó la mano de manera alentadora.
—¿Cuando fuisteis a montar hace unos días?
Anne asintió con la cabeza.
—Estábamos cabalgando. Guinevere pisó una piedra y nos detuvimos para
examinarla. Mientras esperábamos a que el lacayo nos alcanzara, Guinevere me
empujó. Rhys me sujetó. Y... —Alzó la vista y miró directamente los amables ojos de
Marguerite—. Me besó.
—¿Eso es todo?
—Sí. Pero luego me dijo que no debería de haber sucedido. Le dije que tenía
razón, por supuesto, y que teníamos que fingir que no había pasado nada.
—¿Y entonces qué?
—George llegó enseguida y volvimos a casa. El tío estaba aquí cuando llegamos,
los dejé hablando de la lesión de Guinevere y entré en casa. No he visto a Rhys
desde entonces.
—Ya veo. —Marguerite la observó—. ¿Estoy en lo cierto al suponer que estás
evitando a Rhys?
—Sí. ¿Qué otra cosa voy a hacer?
—¿Te molestó el beso? ¿No deseabas que te besara?
Anne apartó la taza.
—Sí, me molestó... me molesta. Lo dijo él mismo: No deberíamos de haberlo
hecho. Obviamente se sintió disgustado. Y yo también. Parece el orden natural de
las cosas en una situación de ese tipo.
Marguerite hizo una mueca.
—¿Puedes decirme qué te molestó? ¿No lo encontraste a tu gusto?
Anne suspiró.
—Fue maravilloso mientras sucedió. —Se apresuró a añadir—. Pero después...
57
Rhys se arrepintió. Es evidente que no le gustó. Y, si soy absolutamente sincera,
realmente no me gusta el caos emocional que ha resultado de ese beso. Todo esto
—indicó, agitando una mano en el aire—, por un beso tonto.
Marguerite parpadeó, la confusión cruzó su delicado rostro.
—Querida, dudo mucho que Rhys no haya disfrutado besándote. Pero me
preocupa que tú parezcas angustiada por eso.
La palabra “angustiada” atrapó a Anne, provocándole una oleada de repentino
pánico.
—No te preocupes por mí, Marguerite. Sabes que no soy una persona propensa
al dramatismo. Todo lo que necesito es alejarme un poco de tiempo. —Apretó los
dedos de Marguerite con más fuerza para subrayar sus palabras—. Por eso quiero
retirarme al campo. Sólo para recuperar la sensatez. ¿Vendrás conmigo?
—Anne, me temo que irte lejos no ayudará.
—Pero...
Marguerite sacudió la cabeza, su voz era suave, pero firme.
—No importa lo lejos que te vayas, Anne. Donde sea que te marches, lo llevarás
contigo. Necesitas ver a Rhys y aclarar lo que estoy segura es un malentendido.
Anne adoraba a Marguerite, pero estaba empezando a irritarla.
—No necesito verle por un estúpido malentendido.
—Pero tienes que hacerlo.
—¡No, no tengo que hacerlo! —replicó Anne, empujando la silla y
levantándose—. Es lo último que tengo que hacer.
—Me atrevería a decir que tus sentimientos por Rhys han cambiado de amistad
a amor, ¿no? —preguntó Marguerite con ternura.
Anne retuvo el aliento, las lágrimas brotaron y rodaron lentamente por sus
mejillas. Comenzó a pasear por toda la sala, deseando hacerlo para siempre.
—No quiero amarlo —dijo con voz entrecortada—. No quiero amar a nadie.
—Oh, querida Anne. —Marguerite dejó su asiento y se unió a Anne en su
paseo—. No tienes nada que temer. —La calmó—. Todo se arreglará, te lo prometo.
Anne no logró responder. Y así las dos caminaron a lo largo de la habitación, de
un extremo al otro, sin saber durante cuánto tiempo. Pero fue suficiente para que
Anne considerara cuidadosamente las palabras de su amiga y el deseo de su propio
corazón. Tiró de la cadena de oro de su cuello y agarró el medallón, deseando saber
exactamente lo que el sixpence se proponía.

Anne se despertó a la mañana siguiente sintiéndose renovada y más como ella


misma, finalmente capaz de contemplar su situación con cierta imparcialidad.
Aunque sus emociones en lo concerniente a Rhys todavía la dejaban vulnerable e
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insegura, se enfrentaría a él, y a ella misma, y descubriría lo que quiso decir cuando
dijo que no debería de haberla besado. Marguerite continuaba insistiendo en que
había confundido su intención. Seguramente Rhys estaría en casa de lady
Lipscombe esa tarde y se aseguraría de encontrar un momento privado para hablar
con él.
Se unió a Marguerite mientras hacían visitas sociales, deteniéndose para tomar
el té y charlar amablemente en varios hogares. Cuando su carruaje se detuvo frente
a la elegante casa de la marquesa de Lipscombe, Anne trató de apaciguar sus
nervios. Se tensó más cuando entraron en la casa y fueron anunciadas. Un rápido
vistazo a la sala reveló que lady Lipscombe estaba recibiendo a un grupo de
mujeres y dos caballeros jóvenes.
Rhys no estaba presente. Anne suspiró con decepción, sin darse cuenta que
había estado conteniendo la respiración debido a la aprensión.
—¿Estás bien, querida? —comentó Marguerite tranquilamente mientras se
sentaban junto a Sylvia.
Anne consiguió sonreír.
—Sí, claro.
Marguerite le dirigió una rápida y astuta mirada antes de asentir y volverse
hacia Sylvia.
—¿Penelope Gainesbury se unirá a nosotras? He copiado la receta de mi
cocinera para las tartas de limón que tanto le gustan.
—Creo que no —respondió Sylvia—. Envió una nota esta mañana para decir
que se ha ido a Bath con los Atherton para una breve visita. Aunque espero que
regrese en unas pocas semanas. Si quieres dejármela estaré encantada de dársela.
—Eso sería perfecto. —Marguerite recuperó la nota doblada de su retículo y se
la pasó a Sylvia.
—¿Y cómo te sientes, Anne? —preguntó Sylvia—. Los dolores de cabeza son
muy debilitantes. Estaba muy preocupada por ti.
—Mucho mejor, gracias —le aseguró Anne.
—Me alegra saber que ya estás bien. Juro que ha habido una erupción
recientemente de damas afligidas con dolores. Estoy convencida que es el aire de
Londres el que está causando tantos problemas —declaró firmemente Sylvia—. La
niebla era particularmente densa cuando volví a casa de madrugada.
Marguerite asintió solemnemente.
—Hace tres noches noté lo mismo, ¿no es así Anne?
Antes de que Anne mostrara su acuerdo, la puerta de la sala se abrió y entraron
tres señoritas, sus excitadas voces ahogaban la del mayordomo al anunciarlas. La
anciana que las acompañaba intentaba claramente callarlas, sin conseguirlo de
ningún modo.
Anne tuvo dificultades para entender lo que estaban diciendo porque hablaban
59
a la vez y cada una quería ser la primera, y la más escandalosa, en impartir las
noticias.
—¡Señoritas, señoritas! —Sylvia palmeó las manos con elegancia. Las tres se
detuvieron en medio del alboroto, con los ojos muy abiertos ante su imperioso
tono—. Por favor tomen asiento. No entendemos ni una palabra de lo que están
diciendo.
Las tres se sentaron inmediatamente en las sillas tapizadas de seda. Todas
tenían un tono parecido de piel clara, cabello castaño y ojos azules, y Anne dedujo
que serían hermanas.
—Mejor. —Sylvia las fijó con una mirada de reprobación—. Imagino que algo
ha ocurrido. —Se volvió hacia una de las mujeres, cuyo rostro juvenil indicaba que
apenas era lo bastante mayor para estar en sociedad—. Señorita Sheridan, como
usted es la mayor, tal vez nos pueda informar sobre la razón de su arrebato.
Abatida, la joven se ruborizó bajo el sutil reproche.
—Le ruego que me disculpe, lady Lipscombe. Por favor, perdónenos si
estábamos demasiado alteradas. Es sólo que las noticias son muy sorprendentes. El
duque es su sobrino y no esperábamos ser las primeras en compartir...
Anne contuvo el aliento.
—Le ruego que nos cuente el rumor que circula. —El tono de Sylvia era glacial,
sus ojos se estrecharon sobre las tres.
—Parece que el duque y lord Penbrooke estuvieron involucrados en una carrera
—comenzó una de las jóvenes, jadeando por la importancia de sus noticias—, y el
faetón del duque se dio la vuelta al girar bruscamente.
La conmoción inmovilizó a Anne y apretó las manos en su regazo. Marguerite
le agarró la mano, devolviéndola a la tierra mientras el mundo giraba.
—¿Dónde ha oído eso? —La voz de Sylvia salió aguda. Una rápida mirada le
indicó a Anne que el rostro de la anciana estaba lívido.
—Algunos caballeros estaban allí para ver y hacer apuestas e informaron a sus
esposas. Las damas nos lo dijeron.
—Pero nadie sabe quién resultó herido —añadió la tercera joven—. Al parecer,
no era el duque quien conducía, sino más bien su amigo, lord Penbrooke. Hay una
cierta confusión en cuanto a si quien se lastimó fue lord Penbrooke o el duque.
—Tengo que ir —susurró nerviosamente Anne al oído de Marguerite—. Ahora.
—Pero Anne...
—Tengo que hacerlo.
—Sylvia enviará un lacayo a casa de Rhys para preguntar, Anne —murmuró
Marguerite—. No necesitas ir en persona. Si te ven, los rumores arruinarían tu
reputación.
—Tengo que comprobar por mí misma que está ileso. Si está herido... —Anne se
interrumpió, temiendo echarse a llorar—. Si está herido, necesito estar allí. —Ya no
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estaba confundida ni dividida entre el deseo de evitar a Rhys y el anhelo de verlo.
La perspectiva de que estuviera herido había borrado la turbia indecisión e
iluminado el punto de vista de su relación con una claridad aguda. Ante una
posible lesión o muerte, no iba a preguntarse cómo se sentía por él. Ni dónde debía
estar.
—Entiendo. —Los amplios ojos de Marguerite se llenaron de comprensión.
Palmeó las manos de Anne y le susurró algo a Sylvia. La mirada de la otra mujer
resplandeció al encontrarse con la de Anne y asintió con un sutil movimiento de
cabeza. Murmuró una respuesta y Marguerite se puso de pie, llevándose a Anne
con ella.
Se despidieron en medio de la confusión y de las conjeturas entusiasmadas.
Cuando finalmente salieron de la sala, su salida apenas fue notada por las mujeres
que charlaban. Anne solo pudo obedecer la férrea sujeción de Marguerite en su
brazo y andar con una intención aparentemente casual. Pero en el momento en que
la puerta de la sala se cerró tras ellas, se apresuraron por el pasillo y descendieron
las escaleras de la entrada.
—Sylvia le ha ordenado a su cochero que espere fuera y te lleve a casa de Rhys.
No es apropiado que te vean llegar sola a la casa de un caballero, y nuestro carruaje
muestra claramente tú blasón. Pero nadie comentaría que su tía fuera a la residencia
de Rhys. Haré que nuestro cochero me lleve a casa y esperaré allí noticias tuyas de
la situación. —Bajaron rápidamente los peldaños de mármol donde esperaban dos
carruajes, con los sirvientes de pie al lado de las puertas abiertas y los escalones
bajados.
Marguerite detuvo a Anne justo cuando estaba a punto de entrar en el carruaje.
—Envíame una nota tan pronto como puedas. Si Rhys ha resultado herido, me
apresuraré a llevar a Sylvia.
—Lo haré. —Anne le dio un rápido y fuerte abrazo—. Lo prometo.

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Capítulo 12

Anne recogió su falda y entró en el carruaje. El cochero partió, conduciendo a


un ritmo rápido a pesar del tráfico de las calles de Londres.
Aunque el corto viaje le pareció interminable. Por fin, el coche se detuvo frente a
la imponente casa. Un sirviente vestido con la librea del duque abrió la puerta y se
dirigió al carruaje.
Tuvo ganas de subir corriendo las escaleras hasta el pórtico, pero logró reprimir
el impulso moviéndose tan rápido como era aceptable, con pasos enérgicos. Espero
con impaciencia a que el mayordomo abriera la puerta.
—Buenos días, señora. —El mayordomo le hizo una reverencia y la condujo a la
entrada—. ¿Puedo ayudarle?
—Rhys... Su Señoría —corrigió—. He venido a preguntar por sus heridas.
—No estoy herido.
Anne se giró, con la mano en la garganta. Rhys se acercó. Ella se olvidó de todo
decoro y corrió a su encuentro, juntando las manos mientras examinaba su rostro,
sin ninguna marca excepto por una mancha de polvo en un pómulo. Una rápida y
frenética inspección reveló que tenía la manga de la chaqueta rota, suciedad en las
calzas, y sus botas negras, normalmente impecablemente abrillantadas, estaban
llenas de polvo y arañazos.
—¿Estás ileso? —Le tembló la voz. No le importaba que la emoción la estuviera
superando. Lo único que le importaba era que él estuviera bien y de una sola pieza.
Rhys le ahuecó la mejilla con la mano, su mirada azul era seria.
—Yo no estoy herido, pero Lucien sí. Está arriba. El médico acaba de marcharse.
—Miró hacia la entrada—. Andrews, no estoy en casa si vienen más visitas.
—Sí, su Señoría.
—Ven. —Acercó a Anne a su lado y la guió al salón.
En el mismo segundo en que la puerta se cerró, Anne se echó a llorar. Rhys la
abrazó y ella se afirmó contra él. Metió los brazos debajo de su chaqueta y lo abrazó
con fuerza, la firmeza y tensión de sus músculos se notaban felizmente vivaces bajo
sus manos.
—Anne. —Su voz profunda retumbó, mezclada con la preocupación—. Estás
temblando. —La sostuvo más cerca, acariciando suavemente su espalda de la
cintura a la nuca, y luego otra vez—. Cariño, estoy bien.
—Podrías haberte matado. —Su voz convulsionó, haciendo eco del temblor que
estremeció su cuerpo.
—Pero no ha pasado. —La tranquilizó—. Lucien se ha roto la pierna y está un
poco arañado, pero se recuperará.

62
—Las carreras de carruajes son peligrosas —afirmó, recuperando el aliento
mientras se esforzaba para dejar de temblar. Echó la cabeza hacia atrás para
mirarle—. Tienes que prometerme que no volverás a competir. ¿Qué haríamos si te
pasara algo? Yo me quedaría con el corazón roto y los niños... —Se interrumpió, las
lágrimas empañaban su visión.
—¿Los niños? —Rhys le pasó los pulgares bajo los ojos, limpiando la
humedad—. ¿Qué niños? —Confuso, frunció el ceño, pero al instante abrió mucho
los ojos y una pequeña y tímida sonrisa curvó su boca—. ¿Nuestros hijos?
—Por supuesto —replicó con impaciencia—. Realmente, Rhys, ya tendrías que
saberlo... —De repente, dándose cuenta de lo que acababa de decir, dejó de hablar y
lo miró con los ojos muy abiertos.
Sus ojos azules ardían, reflejando también una sarcástica diversión.
—Prometo que no me mataré antes de tener hijos. —Su tono se escuchaba más
profundo, más áspero, sus palabras fueron un voto—. ¿Eso quiere decir que ya no
estás enfadada conmigo?
El pulgar acarició su pómulo, su mano seguía acunándole el rostro.
Hipnotizada, Anne apenas se dio cuenta de que instintivamente levantó la cabeza
hacia él.
Rhys rozó sus labios, un toque demasiado breve antes de apartarse para
mirarla.
—Y tú tienes que prometerme algo también.
Ella parpadeó, frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—Prométeme que nunca más volverás a negarte a hablar conmigo durante días.
No me gusta.
Ella gimió, asintiendo.
—A mí tampoco me gusta.
—Bien. Entonces estamos de acuerdo. —Su boca se curvó. Anne deseó
lamerla—. ¿También estamos de acuerdo en que nos casaremos lo antes posible?
—¿Qué? —Anne parpadeó—. Yo no... —Frunció el ceño antes de gemir de
nuevo, contemplando sus hermosos rasgos—. Me has engañado, ¿verdad?
—¿Eso he hecho?
—Sí. —Intentó decir con firmeza, fracasando cuando un dedo presionó
suavemente su sensible labio—. Se suponía que éramos amigos. No serás un
marido manejable.
Él se echó a reír, sus ojos brillaban de ternura.
—Sospecho que tú me manejarás muy bien. Y espero que siempre seamos
amigos. También debes saber —continuó cuando ella gimió por tercera vez—, que
no quiero tu fortuna. Puedes hacer con ella lo que quieras, el abogado estipulará tu
derecho en los contratos de matrimonio. Espero que me permitas recomendarte a
63
un asesor digno, ese caballero me ha demostrado que sus consejos son muy sabios.
—Bien, entonces. —Consiguió decir, inundada por las emociones que
debilitaban sus rodillas—. Supongo que eso sólo deja a mi tío.
—Ya me he encargado de él. El hombre casi me ordenó que me casara contigo.
Rhys rozó sus labios una vez más, besando sus mejillas y siguiendo hasta el
punto sensible debajo de su oreja.
Anne ladeó la cabeza, dispuesta a repetir esos deseables besos.
—No sé qué decir —admitió, casi sin estar segura de creer lo bien que todo se
estaba arreglando. Tal vez el sixpence tenía algo de magia después de todo.
—Entonces no digas nada. —Le sujetó la nuca antes de acariciar lentamente su
garganta, apoyando la mano en la parte superior de un pecho. La boca seguía sus
manos, la sensación de sus cálidos y húmedos besos le hacían palpitar el corazón.
Anne se aferró a su camisa de lino. Él retiró el vestido de su hombro y sus labios
trazaron su piel desnuda con besos. Luego le acarició el pecho y cerró los labios
sobre la punta, el calor de su boca alejó todo pensamiento de su mente que no fuera
Rhys.
Ella gimió, apretándose más, desesperada mientras se movía impacientemente
contra él. Rhys se apoderó de su boca, agachándose y alzándola de sus pies. Ella
sintió la pared en su espalda, entonces Rhys le subió la falda a tirones mientras
acariciaba su pierna.
Ahuecó su montículo, sus dedos rozaron con travesura sus rizos sedosos.
—Cariño —murmuró él contra su boca, con la voz áspera—. Estás mojada para
mí.
El calor y la tensión se apoderaron de Anne, subiendo más alto mientras la
acariciaba, los pausados toques contrastaban a toda costa con la presión caliente de
su boca y los tensos músculos de su cuerpo.
Ella murmuró una protesta cuando sus dedos la dejaron para desabrocharse las
calzas. Rhys la silenció, besándola profundamente antes de alzarla más.
—Envuelve tus piernas alrededor de mi cintura, Anne —la persuadió. Cuando
ella obedeció, él gimió, preparándose.
Anne estaba más allá del pensamiento racional, asaltada a todos los niveles por
su sensual boca y el deslizamiento caliente de su piel contra la de él. Se movió,
estremeciéndose ante la presión de su miembro en su centro sensibilizado, y luego
él se acercó, empujando en su interior.
La necesidad de tenerlo dentro de ella era una compulsión abrumadora. Se
aferró más a su camisa, frustrada cuando él insistió en tomarse su tiempo a pesar de
sentir el estremecimiento en sus músculos cada vez que empujaba más profundo.
Por fin, él embistió y se introdujo completamente.
—¿Estás bien, amor? —le preguntó Rhys al oído, con la respiración
entrecortada.
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—Sí. —Ella tenía los brazos alrededor de su cuello y los dedos enredados en su
cabello, tiró de sus suaves mechones—. Más —exigió.
Rhys gruñó de deseo y empezó a moverse.
Anne perdió todo contacto con la tierra y su antiguo ser. Sólo existía Rhys
abrazándola, embistiéndola, y el increíble placer que la excitaba, atormentaba y
consumía. Cuando el mundo explotó y Rhys se estremeció, apoyando la cabeza en
la pared junto a la suya, ella le abrazó con fuerza, negándose a dejarlo ir. Él no lo
intentó. En cambio, le besó las mejillas, las sienes, casi tocando su boca hasta que
ella murmuró una protesta sin palabras y él asoló su boca en un beso largo y
perezoso. Cuando finalmente la dejó respirar de nuevo, Anne sonreía.
Rhys levantó la cabeza y la miró.
—Necesito otra promesa tuya —comentó Anne.
La mirada de él se volvió cautelosa.
—¿Cual?
Ella retuvo su rostro entre sus manos.
—Tendremos que hacer esto por lo menos una vez al día.
La sorpresa, seguida del deleite, se extendió por su rostro.
—Esa es una promesa que puedo cumplir. —Entonces se apartó de ella,
deslizándola lentamente hasta que sus pies tocaron el suelo. Hizo una pausa para
volver a abrocharse los botones de las calzas antes de tomarla en brazos y dirigirse
al sofá, sentándola en su regazo con un brazo alrededor de sus hombros y la otra
mano en la rodilla desnuda bajo su vestido—. Me alegra mucho que haya venido a
visitarme hoy, señorita Brabourne —dijo solemnemente, con los ojos brillando con
diversión.
—Igual que yo, su Señoría —respondió cortésmente, acariciando su pecho ya
que la corbata y la camisa sueltas le daban fácil acceso a su piel desnuda.
—Creo que deberíamos casarnos pronto. —Le metió un mechón suelto detrás
de la oreja y Anne se estremeció ante el roce de su mano.
—Me encantaría fijar una fecha lo más pronto posible, pero estoy segura que
Marguerite querrá organizar una gran boda. Eso seguramente llevará tiempo. Y me
gustaría tener a mis amigas conmigo antes de caminar hacia el altar. —Lo miró
fijamente, maravillándose de nuevo por lo atractivo que era su Rhys. Su Rhys. De
repente, se dio cuenta que había estado pensando en él como suyo desde hace algún
tiempo.
—Tus amigas, ¿me aprobarán?
Anne miró a Rhys, solo le necesitaba a él. Dejó que la dulce y clara admisión la
colmara.
—¿Cómo no iban a hacerlo?
Rhys la abrazó.
—¿Sabes lo que me dijo tu tío? Me advirtió que no lo estropeara o me mataría.
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Anne examinó su rostro, la mirada decidida y feroz de sus ojos azules, la dura
posición de su mandíbula. Nunca sería un marido dócil, pero tal vez pudiera
manejarlo. Le sonrió.
—Tendrás que acostumbrarte a sus maneras más bien directas. —Le besó
suavemente y añadió—: Y no estaba bromeando sobre el hecho de que no lo
estropearas. Él te mataría. En un instante.
La ferocidad en sus ojos azules se disipó, sustituida por un apasionado calor.
«Ah, sí» pensó mientras le besaba. «Este es el marido que necesito. Mi Algo
Nuevo.»

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Algo Prestado

Elizabeth Boyle

67
Capítulo 1

North Audley Street, Londres


Menos de una semana antes de la boda del duque de Dorset y la señorita Anne
Brabourne

Querida Cordelia,

Aquí está el sixpence que encontramos hace tantos años. Te lo paso como os prometí. No
me queda ninguna duda de que vuestra fe en sus poderes está bien fundada, a mí me ha
funcionado, y ahora, querida amiga, es tu turno, incluso aunque, como ha descrito tu tía
Aldora, ya hayas encontrado un pretendiente adecuado. Aun así, espero y ruego para que esta
moneda te asegure que él es el único, e insisto en que traigas a ese dechado de virtudes para
que te acompañe en mi boda. ¿De qué otra manera tus tías y yo podremos juzgarlo si no lo
llevas a Hamilton Hall?
Tu amiga siempre,

Anne

La señorita Cordelia Padley dejó la carta y giró en la mano el viejo sixpence que
había recibido con ella. A pesar de toda su fe en que esta moneda les traería
felicidad a las cuatro, ahora estaba llena de dudas.
Era evidente que Anne esperaba que fuera a su boda con el hombre con el que
pensaba casarse.
Excepto por un pequeño detalle. No tenía ningún prometido.
—¿Esa es la famosa moneda? —preguntó Kate Harrington. Su acompañante
dejó el periódico y miró con más que una pizca de escepticismo el pedazo de plata.
Cordelia asintió, pero entonces se dio cuenta de una cosa. Nunca le había
contado a Kate nada sobre la moneda.
—¿Qué sabes de este asunto?
Kate resopló ligeramente y recogió el periódico, mostrando un renovado interés
por las columnas de chismes.
—Sólo lo que está escrito en tu diario.
Cordelia dejó la moneda junto a la carta de Anne.
—¿Has leído mi diario?
Levantando la nariz, Kate pasó la página.
—No tienes porque parecer tan incrédula.

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—Eso es privado.
—No cuando es tan aburrido. Y ahora que veo la moneda también parece
bastante aburrida. Difícilmente será capaz de encontrarle a alguien el amor
verdadero.
—Pues parece que funcionó para Anne —respondió Cordelia, sosteniendo la
carta de su amiga de la escuela—. Está prometida con el duque de Dorset.
La mención de una persona tan noble encendió el interés de Kate, pero no de la
forma en que Cordelia habría supuesto.
—¿Esa Anne es guapa?
Cordelia asintió.
—No la he visto desde que dejé la escuela, pero lo más probable es que sea muy
guapa. Ya lo era de niña.
Eso pareció responder a la curiosidad de Kate.
—Entonces yo diría que su buena fortuna tiene más que ver con su cara y no con
esa vieja moneda. —Volvió a mirar el periódico, pero se detuvo—. ¿Qué dice la nota
del abogado de tu padre? —Le echó un vistazo a la misiva sin abrir del misterioso
señor Abernathy Pickworth, que Cordelia había apartado antes a un lado.
—No tengo ni idea. Supongo que tendré que reunirme con él lo antes posible.
—Si era algo parecido a cuando se fue de la India, teniendo que usar casi todo su
dinero para pagar las deudas restantes de su padre, sería una reunión que evitaría
todo el tiempo que pudiera.
Disfrutó del alivio de la fortuna de su familia mientras estuvo en la escuela de
madame Rochambeaux, pero en los años siguientes su padre había perdido casi
todo en inversiones imprudentes y especulaciones temerarias.
Por lo menos todavía conservaba esta casa bien situada en Mayfair. Había
estado alejada de ella durante años y tendría que volver a hacerlo de nuevo. No es
que fuera demasiado sentimental sobre el lugar. Cordelia no había vivido allí desde
que tenía nueve años...
Bueno, desde antes de que su madre muriera en París y todo cambiara. Tras la
pérdida de su amada esposa, sir Horace abandonó Inglaterra, huyendo a la India
con la excusa de realizar exploraciones científicas y dejando a Cordelia en la
escuela. Y cuando murió el año anterior, Cordelia había descubierto que su
verdadero legado no fueron esos descubrimientos intelectuales, sino deudas y
gastos.
Apostaría que la nota de Pickworth serían más malas noticias. Así que con un
dedo la empujó bajo una servilleta y cambió de tema.
O más bien, volvió al tema anterior.
—Kate, ¿no crees en la magia del amor a primera vista?
—No. —La respuesta fue tajante y firme—. No, a menos que el caballero en
cuestión esté de pie frente a su vasto y próspero imperio, con un batallón de
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sirvientes detrás de él dispuesto a cumplir mis órdenes. Estoy bastante segura que
en ese momento me sentiría enormemente enamorada. Como deberías estarlo tú en
vez de escribir sobre humildes marinos.
Cordelia se sonrojó.
—Y a todo esto, ¿qué hacías revisando mis pertenencias? —Después de todo,
había guardado el diario escondido en el fondo de su baúl, debajo de la ropa
interior, aunque sólo fuera para asegurar su privacidad.
Kate suspiró.
—Fueron cinco largos meses en ese barco desde Bombay. ¿Qué más iba a leer
cuando insistías en subir cada noche para mirar las estrellas? Y para responder a tu
otra gran pregunta, no, no creo que estuvieras en peligro de que te besara ese
primer oficial en particular... creo que más bien prefería a uno de los muchachos.
Cordelia sacudió la cabeza. Sabía que contratar a Kate, en contra de los consejos
de todas las matronas de Bombay, no había sido la decisión más acertada de su
vida, pero le gustaba la directa viuda por todas las razones que ahora le estaban
acosando... sobre todo porque Kate no se oponía a un poco de heterodoxia o
incorrección. Su conocimiento del mundo era más amplio, un mundo más allá de
los salones y la alta sociedad, y en ese momento le había parecido más seguro que el
riesgo.
Claro que eso fue antes de que la mujer hubiera encontrado su diario y lo leyera.
Mientras tanto, Kate seguía mirándola como si esperara algo. Conocía a su
compañera, probablemente esperaba una disculpa de su parte. O un
agradecimiento por su veredicto sobre el primer oficial.
Así que Cordelia volvió al tema original.
—Sí, esta es la famosa moneda, aunque no veo cómo me sacará de la situación
actual.
—Podrías cambiar de opinión respecto a ese comerciante del carbón
—respondió Kate, echando un vistazo a los anuncios de la portada.
—Sebo —corrigió Cordelia.
Por la arruga de la nariz de Kate estaba claro que ella no veía ninguna
diferencia. Verdaderamente no la había.
Y ahí estaba el problema. Esa diferencia se perdía también para sus tías; todo lo
que veían era a un soltero que necesitaba una esposa.
—Seguramente no debería de haber escrito esa carta a tía Aldora —admitió
Cordelia.
Kate resopló. No necesitaba palabras porque su opinión era muy clara: “¿Tú
crees?”
Pero Cordelia lo había hecho. Les dijo a sus tías que estaba prometida a un
caballero perfectamente adecuado y amable. Sólo lo hizo para que dejaran de enviar
esas largas cartas exaltando las virtudes de su nuevo vicario, u ofreciéndole al hijo
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del primo segundo de sir Randolph, quien, a pesar de un desafortunado forúnculo,
tenía, según le había escrito tía Aldora, “altas esperanzas de un prometedor negocio
con el sebo”.
«Sebo». Cordelia se estremeció.
No, si iba a Hamilton Hall su mentira se pondría en evidencia y sus tías
comenzarían inmediatamente a buscar otro vicario (porque afortunadamente ese
había encontrado una novia), o a otro primo segundo rechazado dos veces (incluso
el improbable primo sebo-querido de sir Randolph tenía una candidata
matrimonial), o cualquier pretendiente que simplemente respirara, y se plantarían
frente a la casa del vicario local solo para verla correcta y rápidamente casada.
Tomando la moneda, Cordelia la giró varias veces, recordando cuando sus
amigas y ella la habían encontrado en aquel incomodo y viejo colchón.
Kate resopló, mirándola.
—No veo cómo esa moneda puede hacerte encontrar un posible marido.
Encontrarás más candidatos prometedores y aptos en las columnas de chismes.
Atrapa a ese capitán Talcott. Lo conoces, ¿no?
—Sí, pero eso fue hace mucho tiempo —respondió Cordelia, sin molestarse en
preguntar cómo sabía Kate lo de Kipp.
Y menos cuando salía tan a menudo escrito en su diario. Sobre todo en cada
ocasión que leía una mención de él en el periódico.
Algo que, dada la espléndida carrera del capitán en la marina, era bastante
frecuente.
—Es un verdadero granuja... si hacemos caso a todo lo que he leído sobre él. Al
contrario que su hermano, el conde, que es un hombre aburrido y rígido según
todos los rumores. —Kate resopló ante el desperdicio de un buen título—. Pero tu
capitán Talcott, ¡oh cielos! Es un demonio. Bailarinas de ópera. Varias menciones de
la desconsolada hija de lord W... —Kate se calló un momento mientras trataba de
averiguar quién podría ser ella, pero luego lo descartó como poco importante—. Él
lo haría bien.
Cordelia sacudió la cabeza.
—¿Haría bien, qué?
—De prometido, cabeza de chorlito. Podrías pedirlo prestado por una semana.
Sería el candidato perfecto para simular que lo rechazas y te rompe el corazón.
—¿Pedirlo prestado? No es como si fuera una cinta de pelo o unas medias de
repuesto que me puedan dejar en caso de emergencia.
Kate fue directamente al grano.
—Yo diría que tu actual situación puede calificarse como una “emergencia”, ¿o
te gusta la idea de oler sebo el resto de tu vida?
Bien, Kate tenía razón. Pero no era una emergencia, más bien una compensación
de alguna clase. Como ver a Kipp otra vez.
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Un destelló le llamó la atención y echó un vistazo a la moneda que parecía estar
guiñándole un ojo, pero cuando parpadeó de nuevo, se dio cuenta que era sólo la
luz que llegaba desde la ventana. Y por la ventana vio el jardín donde jugaba
cuando era niña. El familiar camino curvado a la casa de al lado con todos sus
recuerdos...
Y promesas hechas una vez.
Cordelia se quedó inmóvil. No. No podía. No se atrevía. Y sin embargo, no
podía alejar el recuerdo de algo antiguo y oportuno.
Levantándose de la mesa, se dirigió a la ventana como si tirara de ella el hilo de
una promesa hecha hace mucho tiempo, y echó un vistazo a la casa de al lado.
Tal vez Kate había ideado el plan perfecto.
—Me pregunto... —murmuró, sabiendo perfectamente que, detrás de ella, Kate
sonreía como un gato complacido.

—Te has levantado temprano.


Winston Christopher Talcott, el decimocuarto conde de Thornton, se encogió de
hombros ante la sorpresa de su hermano y tomó su lugar en la cabecera de la mesa.
—No podía dormir.
—Casarse provoca eso a un hombre —comentó el capitán Andrew Talcott,
alzando la vista de la nota que estaba leyendo.
—Aún no estoy comprometido, Drew.
—Ah, pero lo estarás antes de que acabe el día —remarcó su hermano -no, en
realidad se burló. Dejando a un lado la nota, se levantó y volvió a llenar su plato—.
Ojalá me hubieras dicho que ibas detrás de la mano de la señorita Holt. Habría
conseguido una fortuna en apuestas. No creo que tu nombre haya sido
mencionado.
—Casi no puedo creerlo. Pero Holt mismo me aseguró la otra noche que su hija
estaba interesada en mi propuesta y ahora sólo queda una cosa por hacer. —Kipp
echó un vistazo al repleto buffet y se estremeció, no tenía el estómago para nada de
todo eso.
Ni siquiera para el tocino.
No así su hermano menor, que regresó a la mesa y se apresuró a comer. Recién
regresado del mar, el muy condecorado y célebre capitán Talcott devoró cada
bocado como si no hubiera comido nada decente durante años.
Aunque por otra parte, no tenía la perspectiva de un matrimonio pesándole
como un ancla.
De repente, Drew pareció sentir el malestar de su hermano y bajó el tenedor,
una autentica proeza.
72
—Demonios, no te cases con la joven si no quieres.
—Lo que quiero no importa. El asunto es... Bien, sabes muy bien que padre...
—Kipp no necesitaba terminar la frase.
Los dos sabían malditamente bien cómo había dejado las cosas su descarriado
padre.
Una completa y total ruina. Al igual que su abuelo y su bisabuelo antes de él.
Durante casi un siglo, las prósperas fincas de los Thornton habían caído en el
olvido, y ninguno de sus antepasados se había tomado el tiempo (o el interés) para
evitar la pérdida de su fortuna.
Lo que hacía que este conde de Thornton tuviera que remediarlo. Pero a pesar
de todo el trabajo duro de Kipp y los intentos de salvar el barco que se hundía,
había llegado a la sombría comprensión de que no importaba lo que hiciera, todo
era inútil sin una cosa; dinero.
Y mucho. Josiah Holt tenía en abundancia y estaba dispuesto a compartirlo con
el hombre que elevara a su única y amada hija, la señorita Pamela Holt, a una
posición elevada en la sociedad.
Digamos, la de condesa.
—Sabes que tengo dinero... —comenzó Drew.
—¡No! —exclamó Kipp con bastante énfasis. Ni lo pensaría. Era una discusión
que habían tenido varias veces -Drew ofrecería su dinero y Kipp lo rechazaría. Pero
antes de que Drew pudiera continuar -lo que siempre hacía- la puerta del comedor
se abrió y los hermanos miraron hacia allí.
—¿Sí, Tydsley? —preguntó Kipp al mayordomo.
El hombre tenía la mirada fija en Drew.
—Capitán Talcott, su invitada se está volviendo más insistente. Afirma que el
asunto es de cierta urgencia.
Drew gimió.
—¿Tenemos un invitado? —Kipp miró a su hermano, luego volvió la vista a su
mayordomo después de recordar las palabras del hombre—. Tydsley, ¿has dicho
“ella”?
—Sí, milord. —Las gruesas cejas del anciano se alzaron en un arco de
desaprobación—. Es una joven muy presuntuosa. E impertinente. Ha entrado a
empujones —agregó Tydsley, seguramente para defenderse.
—Maldición, Drew —protestó Kipp, enderezándose en la mesa—. Cuántas
veces tengo que decírtelo, no puedes traer a esta casa tu harén personal.
—Oh, eso fue sólo una vez —señaló su díscolo hermano, recuperando la nota
que había descartado antes—. Pero esto es una locura. —Sacudió el pedazo de
papel—. La muñequita ni siquiera sabe escribir su nombre sin dejar una mancha de
tinta. —Una vez más, tiró la nota a un lado.
—Locura o no, la quiero fuera.
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Drew gimió y lentamente se puso de pie.
—Es solo una oportunista que intenta atraparme.
—¿En serio? —dijo Kipp. Tenía sentido. Drew era rico, pero esto era demasiado
raro—. Si ese es el caso, será mejor que vayamos y descubramos qué historia
inventa. Así no podrá fingir que la arruinaste bajo mi techo, es decir, si no lo has
hecho ya.
—Estoy muy seguro de que no. —Drew soltó un suspiro, como si no tuviera
tiempo para semejantes tonterías, cuando, de hecho, no tenía más que tiempo para
hacer travesuras—. Como he dicho, está un poco loca y voy a tener que despacharla
enseguida.
—Ahora mismo no necesito un escándalo que me explote en la cara. Lo
arruinaría todo —le dijo Kipp, levantándose. Estaba a punto de seguir a su
hermano hasta la puerta cuando la nota le llamó la atención y la agarró, siguiendo a
Drew hacia el vestíbulo.
—Oh, sí, ¿cómo iba a olvidarlo? —prosiguió su hermano—. La apropiada
señorita Holt y todo eso. Sería una terrible vergüenza si te retirara sus afectos.
Kipp levantó la vista de la misteriosa nota.
—Ella tiene normas muy estrictas de conducta y no voy a dejar que arruines
todo por uno de tus coqueteos.
Drew se detuvo ante la puerta del salón.
—¿Mis coqueteos? Harías bien en pasar algún tiempo con uno de mis
coqueteos. Aprenderías a ser más apasionado.
—No tengo tiempo para la pasión. Tengo una finca que salvar.
Drew soltó un resoplido impaciente.
—Pues un poco de pasión relajaría un poco tu aburrida y estirada actitud. Te
informo, Kipp, que esa señorita Holt te ha hecho terriblemente aburrido. Ni
siquiera quiero pensar en lo que te hará una vez que estés...
Pero Kipp había dejado de escuchar y estaba leyendo la nota de nuevo.
Drew miró la nota.
—Te lo dije, no tiene sentido. Mira lo que escribe; “Necesito tus servicios” ¿Qué
le enseñan a las señoritas en estos días?
—¿Quién es esta RSE? —preguntó Kipp. Sin embargo, incluso mientras lo decía,
las iniciales cuadradas, dispuestas una al lado de la otra, revivieron un viejo
recuerdo, haciendo que volviera a mirar la pequeña “mancha” que Drew había
descrito, lo que resultó no ser un caligrafía descuidada, sino una miniatura
perfectamente dibujada de una brújula... Una rosa de los vientos.
Una voz del pasado le susurró al oído. «Debe ser una rosa de los vientos.
Porque RSE irá en todas las direcciones. Iremos, Kipp. Tu y yo.»
Un escalofrío le atravesó y su mirada se alzó bruscamente hacia la puerta frente
a ellos.
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No... No podía ser.
Tydsley los anunció y por encima del hombro de Drew, Kipp vio una delicada
figura girarse de la ventana que daba al jardín.
Su cara de duendecillo, el suave cabello castaño, los ojos azules del color del
aciano, seguían igual. Pero ahora, en todas esas características que lo habían
intrigado de niño, se veía madurez.
«Cordelia.»
Y por primera vez en lo que parecía toda su vida, su corazón hizo algo extraño.
Revivió con un ritmo salvaje.
Incluso se podría decir que apasionadamente.

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Capítulo 2

Cordelia se giró, sin saber muy bien qué esperar, cuando oyó que la puerta se
abría y el mayordomo anunció a alguien. Por un momento, todo lo que pudo hacer
fue quedarse inmóvil y esperar con el sixpence apretado en la mano.
Pero todo estaba mal. El hombre que estaba en la puerta no era a quien
esperaba. Oh, él tenía el mismo pelo oscuro, los mismos ojos azules, pero de alguna
manera las piezas no encajaban de la forma en que esperaba.
—¿Capitán Talcott?
—Sí. —Se detectaba un filo interrogante en su respuesta cuando entró
titubeando en la sala, con la cabeza ladeada mientras la observaba—. ¿Nos
conocemos?
Ella soltó el aliento que había retenido. Metiendo el sixpence en su bolsillo, se
adelantó con las manos extendidas.
—Kipp, ¿realmente eres tú? Soy yo, Cordelia.
Pero el capitán Talcott no parecía muy feliz de verla, ya que retrocedió y luego
se volvió ligeramente.
—¡Kipp! ¿Y qué servicios son esos por los que pregunta? —interrogó, no a ella,
sino al hombre detrás de él y que Cordelia no había notado.
Cuando el hombre pasó por delante del capitán Talcott y se quedó ante ella, su
mundo se enderezó. Bueno, no, en realidad se inclinó de una manera más familiar.
En ese instante todas las piezas encajaron en su lugar. El pecho ancho, la fuerte
barbilla y su firme boca. Y sus ojos, muy azules y claros, como si pudieran ver más
allá del horizonte.
Así era exactamente como se había imaginado a Christopher Talcott. Pero
nunca había esperado que verle la hiciera sentirse... con la boca seca, y sus rodillas y
su resolución flaqueando.
No se veía en su expresión ninguna chispa que ella recordara. Esa luz
aventurera en sus ojos. Algo, o alguien, había extinguido su gran curiosidad, su bon
vivant -su alegría por la vida.
Y lo que es peor, se detuvo sin sujetar sus manos extendidas. Cuando se acercó a
ella las levantó y luego, como si recordara quien era él, las dejó caer de nuevo a su
posición adecuada.
—¿Señorita Padley? ¿Realmente eres tú?
Un saludo tan rígidamente formal no presagiaba nada bueno.
—Sí, Kipp, soy yo. —Cordelia bajó las manos, sintiéndose horriblemente
tonta—. Qué contenta estoy de que me recuerdes.
—¿Recordarte? ¿Cómo no iba a hacerlo?

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—Bajo pena de muerte —dijeron los dos a la vez.
Y ahí estaba, una chispa del Kipp que recordaba de su niñez. Una ligera
travesura en sus ojos... hasta que el otro hombre habló.
—Oh, esto va a ser bueno —murmuró, mientras entraba en la sala.
—Déjanos, Drew —le ordenó Kipp.
—Ah, no lo creo. Esto es mucho más interesante que el periódico matinal. —Se
acomodó en el sofá y puso las manos detrás de la cabeza, poniéndose cómodo—.
Además, quiero saber más sobre esos servicios.
—Drew...
Cordelia se volvió hacia el capitán.
—¿Eres Andrew?
—El mismo. Y todavía no sé quién eres.
Kipp intervino.
—Drew, no recuerdas a Cordelia de la casa de al lado, o como le gustaba que la
llamaran, Comandante Cara Pálida.
La expresión de Drew se iluminó y entonces se echó a reír.
—Cielos, la traviesa hija de sir Horace ahora toda una adulta. Y muy bien
crecida, hay que decir. —Y entonces el granuja tuvo la audacia de guiñarle un ojo.
Era tan pícaro como Kate le había dicho, quizás peor.
Cordelia se ruborizó, pero no pudo evitar corregirles.
—Tú fuiste el que me bautizó como Comandante Cara Pálida, Kipp. —Se volvió
hacia Drew—. Y tú solías tirarme del pelo y una vez me hiciste comer un gusano
—respondió—. Algo que no fue un comienzo adecuado para un futuro vicario.
El bribón soltó una carcajada.
—¡Oh, Dios mío! Casi había olvidado que eso era a lo que estaba destinado. Sí,
bueno, el destino intervino y me envió al mar —le informó.
—Oh, estoy confusa —confesó, volviéndose hacia Kipp—. Siempre he pensado
que tú eras el capitán Talcott.
—¿Él? —Drew se rió de nuevo—. Ni hablar. Nada tan aventurero para mi
hermano, o como recuerdo que te gustaba llamarle, Mayor Piernas de Pudín.
—Ahora fue el turno de Kipp de estremecerse. Con un gesto de la mano y una
ligera reverencia, dijo—: Tienes el honor de dirigirte al honorable y atento conde de
Thornton.
—¿Lord Thornton? Pero no puedes serlo. —Ella se las arregló para decir
mientras se hundía en una silla cercana—. ¡Kipp, cielos, eso lo arruina todo! ¿Cómo
has podido hacerlo?

Kipp retrocedió un paso. ¿Cómo podía qué? ¿No heredar? Como si hubiera sido
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su elección.
Y de todas maneras, ¿qué diablos estaba haciendo Cordelia aquí? Y sobre todo
hoy de todos los días.
—¿Realmente has heredado el título? —preguntó ella.
No necesita sonar tan horrorizada. La mayoría de la gente pensaba que heredar
un condado era un gran golpe de suerte. Aunque si era honesto, más bien
compartía su sentimiento.
El repentino cambio en la línea de sucesión había truncado todo su futuro.
—Sí. Mi hermano mayor, no sé si lo recuerdas... —Ella asintió con la cabeza—.
Bueno, murió en un accidente poco después de que te fuiste.
—Oh, qué horrible —exclamó ella, mirando a Drew.
—Lo volvió todo al revés —agregó Drew—. En lugar de que Kipp pudiera
embarcarse en el mar, yo fui trasladado a Portsmouth y a él lo enviaron a Eton.
Nada de eso parecía relevante para la cuestión más esencial. Kipp se enderezó,
con una extraña sensación de presentimiento presionándole.
Como si su vida estuviera a punto de acabar otra vez en las brasas.
—¿Y qué haces aquí? ¿Cuándo has regresado de Egipto?
—Egipto... no. Nunca he ido a Egipto. He estado en la India.
—¿La India? —Todos estos años se la había imaginado navegando por el Nilo y
explorando tumbas antiguas con su erudito padre.
—Sí, la India. Me temo que es una larga historia y apenas importa en este
momento. Me encuentro en una terrible situación y no sabía a quién recurrir...
—Miró de un hermano al otro—. Oh, sé que voy a hacer un enredo de toda la
situación, pero supongo que tengo que decirlo. —Hizo una pausa y respiró
hondo—. Necesito a alguien dispuesto a casarse conmigo.
Drew se puso de pie.
—¿Matrimonio? —Sus cejas se arquearon de pánico—. ¡Oooh! Ese tipo de
situación. Demasiado delicado para mi sangre. Me marcho de aquí. —Pasó por
delante de ellos, pero no antes de darle una palmada a Kipp en la espalda—. Buena
suerte para ti y la pequeña “situación”.
Las mejillas de Cordelia se ruborizaron al darse cuenta de la clase de problemas
que Drew estaba sugiriendo.
—No es esa clase de...
—Ya, bueno, yo sólo sé de esa clase —afirmó Drew mientras huía.
Era normal que se fuera. Drew era capaz de enfrentar a los enemigos de
Inglaterra sin pestañear, pero mencionar cualquier cosa que insinuara el
“matrimonio” y la necesidad de una apresurada boda, y era el primero en izar las
velas y hacer una loca huida hacia aguas abiertas.
—Oh, Dios, esto ha salido bastante mal —murmuró Cordelia, más para sí
misma.
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Kipp no estaba muy seguro de si podía haber salido de otra manera, pero no
tenía la menor idea de lo que estaba sugiriendo, o más bien, pidiéndole. Y mientras
más decía, más le confundía.
—No sería un compromiso real —explicó—, sino de carácter temporal. Hasta
que mis asuntos estén en orden. O mejor, mis tías estén en orden.
«Tías». Las recordaba vagamente. Un trío de brujas dignas de Macbeth. Las tías
de su padre en realidad, si no se equivocaba. Y que ahora debían ser muy viejas.
Y aparentemente igual de entrometidas.
Mientras tanto, Cordelia continuó:
—Sí, bueno, me temo que soy un poco culpable de este problema. He estado
engañándolas durante varios años en cierto tema difícil.
Sólo conocía un tema difícil. Kipp estaba sumido en él en este mismo momento.
—¿Matrimonio?
Ella lanzó un suspiro, como si estuviera aliviada de que él lo comprendiera.
Aunque realmente no lo entendía. Pero ella era Cordelia. Siempre había tenido
un espíritu muy decidido y bastante disparatado.
Kipp respiró hondo, sabiendo que todo esto tendría su sentido.
Al menos eso esperaba.
—Mis tías no hacían más que presentarme listas, a cual más espantosa, de
proyectos -hombres de los que estaban convencidas serían un buen partido para
mí- y se habían empeñado en que yo escogiera uno. Especialmente después de que
mi padre... —Hizo una pausa y apartó la vista—. Después de que él...
No tenía que terminar, Kipp lo adivinó al ver el destello de dolor en sus ojos. Sir
Horace había fallecido.
Pero la solución, según le pareció a Kipp, era bastante fácil.
—¿Por qué no los rechazas?
Cordelia soltó un bufido poco elegante. Dudaba que hubiera una señorita en
Londres que se atreviera a emitir un sonido tan extraño, pero esta era Cordelia, la
chica que nunca había encajado perfectamente.
—No conoces a mis tías. Ahora que estoy de regreso en Inglaterra insistirán en
que haga una buena boda, sobre todo cuando descubran... —Entonces se mordió el
labio inferior, reteniendo el resto de su admisión.
Teniendo en cuenta lo que había confesado hasta entonces, Kipp no estaba muy
seguro de querer saber más. Echó un vistazo a la puerta y se preguntó si tal vez los
instintos de Drew eran mejores que los suyos.
—¿Descubrir qué?
Suspirando de nuevo, le miró directamente.
—Pues, ya ves, yo les había escrito, —Se detuvo en medio de la frase—, que ya
había entablado un entendimiento con cierto caballero.
Kipp se recostó en el sillón para ver hacia dónde se dirigía. Al menos eso pensó.
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—¿Y ese caballero te ha rechazado?
Ella sacudió la cabeza.
—No lo sé. Estoy a punto de pedírselo.
A medida que comprendía sus palabras, Kipp parpadeó. No podía haberla oído
bien, pero cuando los segundos pasaron y Cordelia se quedó mirándole, bastante
expectante, se dio cuenta de que sí lo había hecho.
—¿Yo? ¿Les dijiste que estábamos comprometidos?
Mordiéndose el labio de nuevo, se encogió de hombros e hizo un gesto con la
cabeza.
—Bien, es muy difícil encontrar un hombre dispuesto, o por lo menos tolerable
y, sencillamente, eres el único que conozco. Al menos pensé que te conocía —habló
rápidamente, como si esperara disminuir la seriedad del asunto.
—¿Les dijiste que estábamos comprometidos? —Tuvo que preguntarlo de
nuevo, ya que le parecía bastante importante asegurarse de tener la respuesta
correcta.
—Si insistes en ser preciso sobre el asunto, entonces sí.
Sí, quería insistir. Y luego quiso sentarse. Descubriendo que no necesitaba
hacerlo cuando comprobó que estaba en su sillón favorito.
Si se enteraba de esto la alta sociedad...
—No tienes que casarte conmigo —añadió ella rápidamente—. Nuestro
compromiso sólo tiene que durar unos días.
—¿Unos días? —Movió la cabeza. Había otro asunto que estaba a punto de
tener lugar en los próximos días. Horas, para ser exactos.
A las tres de la tarde, la señorita Pamela Holt esperaba que la visitara.
Y que le planteara cierta pregunta decisiva.
Entretanto, Cordelia hizo su mejor esfuerzo para calmar el evidente pánico de
Kipp.
—Después puedes echarte atrás y romperme el corazón.
Ella lo decía con bastante sinceridad.
«Echarme atrás»
Nunca haría algo tan deshonroso.
La miró. Cordelia tenía las mejillas encendidas, los labios entreabiertos, y una
mirada desesperada en los ojos.
Esa mirada le provocó una extraña emoción que se extendió por sus entrañas.
«Lo último que haría sería romperle el corazón.»
—Yo nunca... —comenzó, pero se detuvo al instante, desconfiando
repentinamente de la magia que parecía estar arremolinándose a su alrededor.
—¿Por qué no? Es esencial que me rechaces. Que me dejes en un estado de ruina
emocional. Entonces mis tías no se atreverán a endosarme a un desdichado vicario
de pueblo. Al menos no durante un año. Quizás hasta dos, si tengo suerte. Ves,
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estoy decidida a no casarme a menos que siga a mi corazón.
Kipp se enderezó, como si esas palabras tiraran de él. ¡Qué tentador señuelo
resultaban!
Pero no podía permitirse el lujo de aferrarse a ellas.
—¿Y por qué no les escribes diciéndoles que ya lo he hecho? Que te he dejado y
he roto tu corazón. —Parecía una idea sensata. Así ella no tendría la necesidad de
verle de nuevo.
¡Entonces podría empezar a seguir a su corazón!
Le echó otra mirada a su barbilla puntiaguda y sus ojos azules. Y, por alguna
razón indescriptible y enloquecedora, se sintió cautivado al verla así.
«Le necesitaba.»
La imagen de Cordelia era como una vela lejana en una noche oscura y
tempestuosa.
El que Cordelia fuera la vela o la tormenta aun estaba por verse.
Tormenta, razonó, porque aquí estaba ella, todavía tan disparatada como
siempre y atrayéndole hacia sus desastrosos planes.
Planes, recordó, que siempre le habían causado multitud de problemas.
Cordelia, por el contrario, estaba sacudiendo la cabeza ante su sugerencia.
—No, una simple carta no será suficiente. Necesitan verte. Conocerte. O
sospecharán que he...
Hizo una pausa, mordiéndose el labio inferior.
Kipp se imaginaba lo que había estado a punto de confesar, al parecer sus tías
conocían lo revoltosa que era Cordelia.
—¿Inventado todo el asunto? —le ofreció.
Ella asintió rápidamente.
—Sí. Si me ven contigo, comprueban que estoy inmensamente enamorada y
después destrozada por tu abandono, creerán toda la farsa.
Kipp gruñó. Quería que fingiera un compromiso y luego la rechazara. ¡Qué
locura!
Cordelia continuó hablando, pero él sólo estaba escuchando a medias hasta que
comentó un detalle primordial.
—... Debo estar allí cuando Anne se case con el duque. Anne adora a mis tías... y
ellas a Anne... y por supuesto, las ha invitado a la boda.
Aquella sola palabra resonó en sus propias reflexiones.
—¿Boda?
—Sí, ya te lo he explicado. Mi amiga, la señorita Brabourne -fuimos juntas a la
escuela de la señora Rochambeaux- se va a casar y tengo que ir. Y tú, por supuesto.
La red que ella estaba tejiendo comenzó a enredarse a su alrededor.
—¿Cuándo es esa boda? —Se atrevió a preguntar.
—El sábado.
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—¿Y cuándo llegan tus tías a Londres?
—¿A Londres? No, no lo entiendes. La boda no es en Londres. —Tomando una
respiración profunda, continuó—: Me temo que aquí es donde el favor se vuelve un
poco complicado...
Kipp no pudo evitarlo. Sonrió.
—¿Más de lo que ya es?
Cordelia se rió brevemente.
—Sí, supongo que todo esto te sonará bastante lioso. Pero realmente es muy
sencillo. La boda es en Hamilton Hall.
—¿No es propiedad del duque de Dorset...?
—Sí. El duque se casa con Anne.
—¿Pero Hamilton Hall no está cerca de Bath?
De nuevo asintió.
—Eso está a dos días y medio de Londres —señaló.
—Oh, sí, creo que sí. —Apretó los labios y suspiró—. ¡Oh, está bien! Supongo
que mi petición implica poco más de una semana... A lo sumo. —Sonrió, su boca
temblaba ligeramente y se veía un brillo cauteloso en su mirada. Entonces se acercó
y le agarró la mano sin ningún titubeo, como lo hacía cuando eran niños.
Kipp miró sus dedos entrelazados y tuvo la sensación de que, por más impropio
que fuera, debería levantarse y marcharse antes de que ella lograse convencerle de
esta locura, no podía.
—Oh, Kipp, sé que ha pasado mucho tiempo y que es lo más inesperado,
imposible y absurdo que te he pedido, pero necesito tu ayuda. Desesperadamente.
Y, si no tienes nada importante que hacer en la próxima semana, estaría siempre en
deuda contigo si me ayudaras...
Él ya estaba sacudiendo la cabeza y apartando las manos, ya que el calor de su
toque era... era...
Seductor. Tentador.
Drew tenía razón en una cosa; su vida había sido demasiado apagada durante
mucho tiempo. Y predecible. Y aburrida.
Hasta que ella entró en esta habitación.
—Cordelia, no veo cómo...
—Tienes que prestarme ayuda hasta la muerte —añadió apresuradamente—.
Algo que, según recordarás, es la primera regla del juramento de la RSE.
Esas palabras, esa promesa, despertaron el resto de sus recuerdos sobre ella,
sobre los estatutos de la Real Sociedad de Exploradores. La RSE. Cordelia fue
inflexible en que siempre se ayudarían mutuamente. Había insistido en que ese
punto era el corazón mismo de una buena sociedad.
Recordó otra regla que había insistido en añadir. Y una vez más, una extraña y
débil chispa se encendió dentro de él.
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—¿Qué hay de la regla 18? —preguntó, aunque sólo fuera para inquietarla—.
¿Todavía sigue en pie?
No tenía ni idea de por qué acababa de decirlo o por qué lo había pensado, pero
el resultado fue ver a Cordelia ruborizarse encantadoramente.
—Yo... No veo... Es decir, no creo que esa regla sea relevante en este asunto.
—Se enderezó, como si recobrara su ingenio y fortaleza—. Sólo necesito tu ayuda.
Eso “no”.
—Qué pena —respondió—. Desde mi punto de vista parecen ir de la mano.
—Ahora suenas como tu hermano —replicó ella.
—Eso no es justo, ni te ayudará a conseguirlo.
—Así que lo harás...
—¿Haré qué? —Se inclinó un poco más cerca.
Para su pesar, Cordelia levantó las cejas y se echó hacia atrás.
—Venir conmigo a la boda de Anne. —Esta vez sonrió, una frágil y pequeña
sonrisa, y él pudo ver que mientras que la apariencia de Cordelia era valiente e
intrépida, realmente lo veía como su única esperanza.
Algo que le atravesó el corazón.
—Si te niegas... —Estaba diciendo.
—Sí, lo sé. Bajo pena de muerte.
Pero en realidad, ¿qué otra opción tenía?

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Capítulo 3

Más tarde, ese mismo día, el conde de Thornton se encontraba en una sala
decorada con exquisito gusto, una exhibición de la legendaria riqueza del señor
Josiah Holt.
A Josiah se le podría reprochar tener las manos ligeramente manchadas al
dedicarse a los negocios, pero ni siquiera las más esnobs de las matronas negarían
que su mayor tesoro, su querida y única hija, la señorita Pamela Holt, era nada
menos que el más raro de los diamantes. Incluso ahora, sentada al lado de la
ventana, la luz del sol se reflejaba sobre su hermosa cabeza como un halo.
Había creado un gran revuelo cuando debutó, tanto por su belleza como por la
cuantía de su dote. Pero Pamela era también la hija de Josiah, lista e inteligente, y
había mantenido sus afectos bajo control, de modo que pretendientes de todas
partes acudieron a cortejarla para ver si conseguían reclamar ese codiciado premio.
—Mi querido lord Thornton, qué agradable sorpresa verle —dijo sonriendo y
asintiendo ligeramente, como si fuera un gesto regiamente digno permitirle estar en
su presencia. Que su afecto hubiera recaído en él, un conde empobrecido, sería una
sorpresa para la mayor parte de la sociedad, sobre todo cuando al principio de la
Temporada se apostó que lo más probable fuera que ella empezara el verano con la
corona de una duquesa en su cabeza.
Sin embargo, por alguna razón, Pamela había dirigido discretamente su mirada
hacia él, y Kipp, después de haber pasado todas las pruebas para ganarse a esta
preciada dama, enfrentaba ahora el último obstáculo: formularle la pregunta
crucial.
«Sólo puedo hacer esto», intentó convencerse a sí mismo.
Tosió ligeramente, empujando el bulto de su garganta. La verdad es que no
tenía ni idea de por qué de repente el asunto se había convertido en un dilema. Esta
mañana se había despertado resuelto a hacer lo que había que hacer:
Pedirle a la heredera que se casara con él y así salvar sus tierras y su título de la
ruina.
Entonces había llegado “ella”.
Cordelia. Con su ridícula solicitud de prestarle ayuda como cualquier digno
miembro de la RSE haría.
Salvo que esa promesa la había hecho cuando tenía ocho años. Y no existía
ninguna Real Sociedad de Exploradores... con todos sus elevados reglamentos de
honor. Por eso había tenido que rechazarla.
Tenía obligaciones que debía solucionar. Por sus arrendatarios. Por el futuro de
su apellido.

84
Incluso Drew, tan alocado e imprudente como era, había aceptado a
regañadientes que era el único camino.
—Tía Charity —dijo la señorita Holt, dirigiendo su atención a la anciana
sentada como una gárgola al otro lado de la sala—. ¿Podrías pedirle a Ruskin que
traiga el té?
Su tía, que actuaba como acompañante, titubeó un momento, con la boca
fruncida de consternación ante la idea de abandonar su cargo. Una mirada afilada
de su sobrina envió a la mujer a encargarse del recado, pero no antes de que la
anciana lanzara una mueca de advertencia a Kipp.
Se quedaron solos. Era la oportunidad perfecta para declararse.
Pero, en lugar de seguir adelante, miró alrededor de la espléndida y lujosa sala,
y en lugar de sentirse impresionado por todos los elegantes detalles dorados y los
costosos muebles, sufrió un desagradable destello de presentimiento... Que pronto
vería a su amada y antigua Mallow Hills decorada de la misma manera, como una
ramera de Covent Garden intentando ser una dama.
No, no podía pensar así. Tenía que recordar todas las mejoras que se podían
hacer. Campos drenados. Casas reparadas. Establos llenos de excelentes caballos.
Ovejas gordas pastando en los prados.
—Milord, ¿sucede algo? —preguntó la señorita Holt mientras colocaba
cuidadosamente sus manos sobre los adornos de su vestido... del estilo que una
dama llevaba para ir de paseo en carruaje. Suceso en el que Kipp asumía que ella
insistiría después de pedir su mano, aunque sólo fuera para desfilar por el parque y
así difundir la noticia de sus esponsales con mucha más rapidez.
Hermosa y astuta. Realmente era hija de su padre.
—No —contestó, pasándose una mano por el pelo—. No ocurre nada.
Sin embargo, se sentía como si le estuvieran empujando por el tablón de un
barco a punta de espada.
Hizo todo lo posible para recordar que esto no era más que un asunto comercial
que debía ser intercambiado y sellado. Para ella, la corona de una condesa, y para
él, la seguridad de una fortuna.
Un intercambio justo y equitativo.
Pero un pensamiento cruzaba su cabeza.
«No me casaré a menos que siga a mi corazón.»
Ah, maldita Cordelia por recordarle algo imposible.
«Amor.»
Sólo ella rechazaría la seguridad y posición por tales caprichosos y extraños
sentimientos.
Casi gimió. ¡Amor, de entre todas las cosas!
Cuando miró a la señorita Holt supo que jamás vería en sus ojos ni el parpadeo
de una emoción tan poco rentable. No, cuando ella lo miraba, Pamela no veía nada
85
más que la evidencia de su futuro... Como lady Thornton, y con eso su ascenso en la
sociedad como una de las principales anfitrionas de Londres.
Un futuro tan escrito en piedra, tan inmóvil, tan amurallado que, antes de que
pudiera siquiera detenerse, el pánico que le atravesó marcó sus palabras.
—Me temo que tengo malas noticias.
Ese comentario le sobresaltó incluso a él. Dios mío, ¿qué acababa de decir?
Intentó forzar una retracción, pero las palabras se negaban a salir. Ya había dejado
salir al gato del saco y no había nada que lo volviera a meter.
Asombrado, descubrió que no quería meterlo. Kipp se enderezó, su resolución
llevaba una sensación de algo perdido hace mucho tiempo y encontrado de repente.
Mientras tanto, Pamela sonrió como si no le hubiera oído correctamente.
—No creo que eso sea posible —replicó, muy segura de su valor y de su
posición. Su mirada se encontró con la suya, aguijoneándole en silencio. Los dos
sabemos por qué estás aquí. Manos a la obra.
Sí, eso era lo que tenía que hacer. «Manos a la obra.»
Sin embargo, Kipp tenía la repentina sensación de estar parado en un charco
húmedo, y si no se movía rápidamente quedaría atrapado.
El resto de su vida.
Su herencia había extinguido la vida aventurera de la que una vez se jactó frente
a Cordelia. Iba a ser un famoso cartógrafo. Encontraría colinas, montañas e islas que
nunca habían sido exploradas. Las descubriría todas.
El mundo entero sería su hallazgo.
Todo había desaparecido en el momento en que fue el repuesto del heredero.
Pero ver a Cordelia nuevamente había reavivado aquella chispa de aventura, la
que pensaba que hacía tiempo estaba perdida. Ah, esto tenía todas las señales de
una traidora amante, el Destino. ¿De qué otra manera explicaría por qué Cordie
había regresado a su vida ese mismo día? Ofreciéndole una última aventura antes
de que este barro se endureciera.
«Pero tienes que venir conmigo. Bajo pena de muerte». Ella se había burlado de
él, con una sonrisa astuta y muy contundente en sus labios, iluminando sus ojos
azules.
Miró a Pamela, que también estaba sonriendo, con un gesto seductor de sus
labios que haría que los poetas fueran corriendo a describir sus encantos con la
pluma en el papel.
Pero en este mismo instante descubrió que su sonrisa nunca llegaba a sus ojos.
No como la de Cordie.
—Tengo que irme de Londres —comentó, ya no se ahogaba por el pánico
después de haber recuperado el equilibrio—. A primera hora de la mañana.
—¿Mañana? No entiendo... —La irritación arrugó su nariz.
—Es una cuestión de honor, señorita Holt. Debo irme.
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—¿Debe hacerlo? —Ahora el ceño le alcanzó la frente y su sonrisa cambió
lentamente a una línea dura. Debido a que se había criado con cada deseo y
expectativas concedidas, él bien podría haber hablado en sánscrito ya que era obvio
que ella no podía imaginar nada que tuviera prioridad frente a su propuesta de
matrimonio.
«A ella.»
Pero ahora que había hecho zarpar este barco, se encontraba impulsado tanto
por la marea como por un viento favorable.
—Sí. Hice una promesa. A un amigo. Hace mucho tiempo. Me he enterado de la
noticia, más bien petición, esta mañana.
De boca de la mujer más alocada y exasperante que alguna vez hubiera
conocido. Pero sabiamente decidió no contar esa parte.
—No le puedo fallar en un momento tan desesperado —agregó Kipp—. Es,
después de todo, una cuestión de honor.
Frente a esa exigencia aristocrática, Pamela apenas protestó y se comportó
exactamente como lo que era: la ambiciosa hija de un comerciante de telas. Se
recompuso y enderezándose, asintió con la cabeza.
—No esperaría nada menos de usted, milord. ¿Cuándo regresará?
Ahí estaba el problema.
—Una semana como mínimo, quince días como máximo.
—¡Una quincena! Pero... —Se detuvo, con la mano en la boca para detener las
exigentes palabras que amenazaban con salir. Eso y, probablemente, porque había
oído, como él, la nota aguda de pescadera que se elevó en su protesta.
—Lo siento, pero como he dicho, es una cuestión de honor. Agradezco su
comprensión y paciencia, señorita Holt. —Y haciéndole una reverencia, se volvió y
se fue.
Bueno, más bien fue una huida.
Si era completamente honesto.

A la mañana siguiente, Cordelia estaba de pie en la acera vigilando la colección


de baúles, maletas y cajas que había colocado dentro y encima del carruaje. Aunque
era el deber del mayordomo, ella lo había hecho tantas veces a lo largo de los años
para su padre que todavía prefería hacerlo por sí misma.
Si solamente pudiera ordenar su vida tan fácilmente.
Su mirada se dirigió a la casa junto a la suya, con la mano sujetando
instintivamente el sixpence de su bolsillo.
—Pedirlo y desear que él venga no sucederá —observó Kate, habiendo
adivinado, a su manera irritantemente perspicaz, la línea de pensamiento de
87
Cordelia.
—No estoy deseando nada de eso —mintió.
—Estás pensando en las musarañas desde ayer.
—No es cierto —replicó ella. Nadie estaba verdaderamente pensando en las
musarañas cuando no podía apartar algo de su mente, sin importar cuánto lo
intentara. Como la tensa mandíbula de Kipp. O la línea dura de su boca.
Sin mencionar la regla 18.
Kate preguntó con su habitual claridad asombrosa:
—¿Qué te dijo ese hombre para que te alterara tanto?
—No me alteró —contestó con brusquedad—. Y ya te conté lo que dijo. Tenía
otras obligaciones y no podía ayudarme.
Era lo mejor. Especialmente a la luz de su repentina preocupación por cómo
había visto a Kipp. Tan taciturno. Tan serio. Tan guapo. Tan deseable...
Ah, ya estaba bien. Otra vez estaba con lo mismo.
Mientras tanto, Kate, quien nunca se guardaba sus opiniones para sí misma,
prosiguió:
—Te dije que no te pusieras ese horrible vestido.
—Como si otro vestido hubiera conseguido que olvidara sus obligaciones.
—Te sorprendería las obligaciones que un hombre está dispuesto a olvidar
cuando una dama lleva el vestido apropiado.
Cordelia optó por ignorar a su mundana compañera, sólo se haría ilusiones.
Y los deseos no le devolverían al Kipp que recordaba. Ese Kipp se perdió hace
tiempo.
El Kipp con el que había pasado horas enteras en su niñez tumbados uno junto
al otro en el suelo de la biblioteca, buscaba atlas y planeando sus propias
expediciones. Kipp marcando el rumbo y Cordelia haciendo interminables listas de
lo que necesitarían.
A ese Kipp no le habría importado lo que llevaba, sólo que a ella le encantaban
las aventuras tanto como a él.
—¿Cómo es que tú, de todas las personas, no sabías que había heredado?
—Kate seguía recelosa porque Cordelia, consciente de todos los detalles, se había
perdido ese tan significativo.
—Después de que mi madre muriera nunca volvimos a esta casa. Fui a la
escuela durante varios años y luego seguí a papá a la India. No tenía ni idea de que
lo fuera... o que no lo fuera...
Su Kipp.
Después de todo, había pasado años imaginándolo valientemente frente a un
huracán o recorriendo aguas lejanas, de pie en la cubierta de su barco descubriendo
tierras como un miembro de pleno derecho de la RSE.
La sola idea de haber llegado a su corazón, cuando en realidad no lo había
88
hecho, fue suficiente para calentarla un poco.
Apretó la boca mientras reflexionaba sobre el hombre en el que se había
convertido; un noble reservado y prudente con el peso del mundo sobre sus
hombros. Ni una señal del despreocupado e intrépido explorador que había
imaginado.
Lo que más la sorprendió fue la idea que la despertó en medio de la noche, tal
vez Kipp necesitaba que le rescataran tanto como a ella.
¿Cómo? No tenía la menor noción. O tiempo de sobra.
Tenía sus propios problemas que resolver.
Justo entonces el cochero ató las últimas maletas en la parte trasera del carruaje.
—Ya está, señorita, de la manera que le gusta. Todo preparado para partir.
Era hora de que se enfrentara a las consecuencias de su impetuoso compromiso
ficticio.
«Si solo...». Deseó.
Entonces, como una cuerda salvavidas que sale de la nada, alguien preguntó:
—¿Hay espacio para mí?
Cordelia se quedó inmóvil un segundo, esa voz era una cadena envolviéndose a
su alrededor.
—¿Kipp? —Movió la cabeza—. Quiero decir, milord... —Era la voz de Kipp,
pero delante de ella estaba el perfecto caballero inglés, una criatura majestuosa y
severa con un abrigo de viaje con botones de plata brillando a la luz del sol.
Tan imponente y correcto. Y muy guapo. Cordelia sabía que se había quedado
boquiabierta, pero ¿cómo no iba a estarlo? Kipp estaba allí como un caballero
andante, listo para rescatarla.
Estaba aquí para rescatarla, ¿no?
—Y para mí también —añadió alguien, sacándola de su trance.
Entonces vio que no sólo había venido Kipp, sino también su libertino hermano.
Drew. Los dos estaban uno al lado del otro, llevando sus caballos y bolsas muy
usadas en la mano.
Intentó decir algo, pero todavía estaba hipnotizada ante la vista de Kipp.
—Bueno, pude reorganizar mis obligaciones. —El comentario de Kipp salió un
poco rígido, pero si no se equivocaba, había un leve brillo en sus ojos—. No podía
dejar que una compañera del RSE viajara sola —respondió, con una ligera curva en
los labios que sugería un intento de sonreír—. Es decir, si no has encontrado a otro
miembro de la Real Sociedad... —Echó un vistazo a su alrededor como si esperara a
otro compañero de viaje por allí.
Cordelia sacudió la cabeza.
—No, supongo que tendrás que hacerlo tú —dijo finalmente, sintiéndose
inmediatamente tonta por no haber dicho algo más inteligente.
Aunque era mucho mejor que la confesión que casi salió de sus labios.
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«¿Por qué querría a alguien más?»
Kate, habiendo medido la situación en un abrir y cerrar de ojos, dio un paso
hacia delante.
—Lord Thornton, ¿no? —Le tendió la mano. El conde la tomó y se inclinó—.
Soy la señora Harrington, la acompañante de la señorita Padley. —La mirada de
Kate ya había pasado al hombre detrás del conde, con una sonrisa sagaz en su
boca—. Usted debe ser el capitán Talcott. —Miró a Drew de arriba abajo—. Me
imaginaba a alguien más alto, según los relatos de sus hazañas—. Y sin esperar
respuesta, se acercó al coche y dejó que el lacayo la ayudara a subir, dejando a Drew
boquiabierto.
Kate sabía exactamente cómo dejar caer un anzuelo en el agua.
Cordelia se apresuró a seguirla, en parte por temor a que Kipp cambiara de
opinión, aunque por la mirada de Drew se dio cuenta que el capitán los seguiría
hasta los confines de la tierra.
Bueno, seguiría a Kate.
—Pondremos nuestras bolsas con el equipaje y nos marcharemos —indicó
Kipp, empujando a su confundido hermano para que se diera prisa.
Dentro del carruaje, Kate estaba tirando de sus guantes.
—No me dijiste que lord Thornton era tan guapo. Si fuera tú, haría todo lo
posible para convertir este falso compromiso en uno real. —Sus cejas se fruncieron
levemente.
Dios mío, su compañera se estaba volviendo tan intrigante como sus tías.
—No quiero casarme. Y Kipp, quiero decir, el conde, sólo me está ayudando
debido a una promesa que hicimos hace años.
Su compañera soltó un leve resoplido y miró por la ventana, admirando la vista.
Es decir, al capitán Talcott montando su caballo.
—¿Esa es la única razón?
Cordelia la ignoró.
Pero Kate no había terminado de hablar.
—Y sin embargo está aquí. Eso quiere decir algo. Sobre todo porque estabas
muy segura de...
—Dijo que no. No hubo ninguna confusión.
—Pues ahora está aquí. Y con su hermano. —Kate volvió a sonreír y se acomodó
en el asiento mientras el carruaje empezaba a avanzar—. Qué curioso. Me pregunto
qué le habrá hecho cambiar de opinión.

90
Capítulo 4

Más tarde, Cordelia salió de la posada y miró a su alrededor, en la mano llevaba


su estuche de dibujo. Se habían detenido en esta pintoresca aldea para pasar la
noche. Inquieta por estar encerrada en el carruaje durante todo el día, esperaba que
un paseo y la oportunidad de dibujar aclararan los confusos pensamientos de su
cabeza.
Lamentablemente, Kipp se había pasado el día en silencio, mientras Drew
aprovechaba cada ocasión para acercar su montura junto a las damas, señalando las
vistas y contándoles historias de sus aventuras.
«Sí, sí» Cordelia quiso gritarle a mitad del día, «eres un héroe aventurero,
capitán Talcott, pero ¿qué hace tu hermano aquí? ¿Por qué ha cambiado de
opinión?»
Sin embargo ¿realmente quería saberlo? No es como si ella fuera su verdadera
prometida. Sólo estaba pidiendo prestado al conde. Y luego lo devolvería a
Londres. Lo cual estaba muy bien.
Era bastante molesta la forma en que Kipp invadía cada uno de sus
pensamientos, aunque ni siquiera la miraba.
«Es lo mejor» se dijo a sí misma, es decir, hasta que se volvió ligeramente y
descubrió que el hombre en cuestión estaba a su lado.
Se sobresaltó ligeramente y soltó un chillido.
—¿Dónde crees que vas? —Él llevaba una chaqueta oscura y calzas marrón
claro, algo que le hacía menos imponente, aunque todavía se las arreglaba para
parecer completamente altivo.
—A dibujar —contestó, levantando el estuche—. Y en el futuro, por favor, no te
acerques a hurtadillas a mi lado. Es muy inquietante.
Ahora su corazón palpitaba más desigual.
—Yo no me acerco a hurtadillas. ¿Y cómo sales sin la señora Harrington?
Sí, decididamente estirado. Por eso precisamente no quería un prometido, ni
ningún hombre que dirigiera su vida.
—Ella no dibuja —respondió, ignorando la nota de consternación y
desaprobación en su pregunta. Estaba bastante acostumbrada a tal consternación
por su “independencia desenfrenada”, como lo llamaban las matronas de Bombay.
Levantándose el dobladillo de la falda, se dirigió hacia el establo.
—Espera un momento —la llamó Kipp, yendo a su lado rápidamente, sus botas
aplastaban el barro—. No puedes vagar sin compañía.
—¡Oh, por todos los cielos! —Cordelia se detuvo—. He atravesado toda la
India, viajado por el Cuerno de África y llegado hasta Inglaterra. —Hizo un gesto

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con la mano hacia la bucólica escena ante ellos, la pequeña y resistente posada, la
hilera de tiendas más allá, y los árboles y jardines que mostraban una vista
acogedora—. No creo que esta aldea albergue una guarida de ladrones esperando
para robarme el lápiz y el papel.
Siguió adelante, pero para su disgusto, Kipp la alcanzó persiguiéndola con sus
severas amonestaciones.
—Eso no está bien, señorita Padley.
No Cordie. Ni siquiera Cordelia. O incluso ese espantoso nombre de
Comandante Cara Pálida. Ella aceptaría cualquiera excepto esa denominación
formal y rígida. ¡Señorita Padley!
—¿Y si te pierdes?
Oh, esa fue la gota que colmó el vaso. Cordelia se volvió.
—¿Cómo iba a suceder eso, milord? —Alzó la barbilla—. Estamos en una isla.
En algún momento llegaría al final.
Eso le sorprendió un instante. Entonces una ligera sonrisa cruzó su boca y,
sorprendiéndola, Kipp se echó a reír.
—Entonces será mejor que te acompañe... Para asegurarme de que no te caigas.
Le quitó el estuche de la mano. Si ella no estuviera tan conmocionada por el
sonido de su risa, y por la forma en que su columna se había estremecido, se lo
habría impedido.
«De todos los arrogantes...»
—Puedo llevarlo. —Cordelia quiso recuperarlo, pero él lo mantuvo fuera de su
alcance.
—Estoy seguro que puedes. —Y entonces lo alejó y le lanzó una de esas miradas
fulminantes que sólo un lord inglés sabe hacer. De la clase de no soportar que le
contradigan.
De la clase que decía: “Ve donde quieras, pero vas conmigo.”
Kipp se marchó en dirección a las ruinas, dejando a Cordelia sin más opción que
seguirle.
Después de todo, tenía su estuche de dibujo.
Aún así, no era una mujer que se rindiera fácilmente.
—Los miembros de la RSE siempre llevan sus propias cargas.
—Esto no es lo que yo llamaría una carga —respondió él, con la boca en una
línea decidida.
Bueno, al menos una cosa no había cambiado. Christopher Talcott seguía siendo
el hombre más testarudo de todos los tiempos.
¿En qué más no habría cambiado? Aquella pregunta alimentó su insaciable
curiosidad.
—¿Cómo es que tú...?—«¿Nunca fuiste al mar? ¿O seguiste tus sueños? ¿Cómo
te convertiste en un arrogante tan aburrido?»
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—¿Yo qué?
—¿No viajaste por el mar como planeaste? Sé lo de tu herencia, pero eso no
parece una razón suficientemente buena...
Él se estremeció brevemente y ella supo que había ido demasiado lejos.
Pero ahora que ya estaba hasta el cuello...
—Podrías haberte ido —continuó, notando su ceño fruncido y la repentina línea
apretada de su boca. La turbulencia detrás de ella.
«Frustración. Enfado. Lamentación.»
Sentimientos que ella entendía demasiado bien.
Kipp sacudió la cabeza.
—Es evidente que no recuerdas a mi padre.
Cordelia lo pensó un momento y se dio cuenta que no recordaba al anterior
conde, ni en lo más mínimo. Aunque entonces era una niña y apenas digna de ser
presentada a ese lord.
—Él tenía verdadero pánico a que Drew heredara.
Cordelia no pudo evitarlo, soltó una risita.
—Con razón. Era un terrible granuja.
—Todavía lo es —le informó Kipp—. Tendrías que advertírselo a la señora
Harrington.
Cordelia asintió cortésmente. Sería mejor advertir al capitán Talcott sobre la
señora Harrington, pero no estaba dispuesta a decírselo a Kipp dada su actual
obsesión por lo que era apropiado.
Volvió al tema anterior.
—Así que te quedaste en tierra.
—Sí, y Drew fue enviado en mi lugar.
Cordelia se detuvo, al igual que Kipp.
—Lo siento mucho —declaró, poniéndole la mano en la manga.
No sabía por qué lo había hecho, pero en el momento en que sus dedos se
curvaron alrededor de su brazo, se arrepintió completamente. De repente, toda esta
farsa del compromiso parecía muy real.
Kipp miró primero su mano y luego sus ojos, y Cordelia se dio cuenta de que su
fácil familiaridad cuando eran niños no era nada comparada a esta intimidad como
adultos. Tan cerca, en lo único que pensaba era en la regla 18 y todo lo que
implicaba.
Prestado. Prometido.
Por la mirada cautelosa en su mirada, ella se preguntó si él no estaría teniendo
los mismos pensamientos. Y si lo hacía...
Asustada, quitó la mano. «Eso nunca sucedería.»
Continuó avanzando con Kipp a su lado, los dos ignoraron ese momento
incómodo.
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Aun así, era un poco lamentable que no fuera un granuja como su hermano.
—Has cambiado, si no te importa que te lo diga.
—Tú no.
Apenas sonaba como un cumplido.
No es que ella estuviera buscando uno, pero aún así, pinchaba su orgullo
femenino.
—¿De ningún modo?
Kipp la miró.
—Eh, has crecido.
—Bien, gracias por notarlo.
—Es bastante difícil no hacerlo.
Suponía que eso era un cumplido, pero como nunca le había dicho uno un
hombre no tenía ni idea de qué esperar.
Aunque suponía que una persona tenía que ser más efusiva con sus elogios si
decía un cumplido.
Giraron en el camino y la razón por la que Cordelia se dirigía en esa dirección
apareció a la vista. Justo al lado del camino se alzaba un viejo castillo en ruinas, más
un montón de escombros que una fortaleza, ya que los aldeanos cercanos habían
robado las piedras de los muros durante siglos.
En el lejano horizonte, el sol comenzaba a dar paso a la noche, bañando el cielo
en tonos brillantes de rosa y rojo, mientras las humildes piedras amarillas del
castillo resplandecían con un fuego antiguo: el parpadeo del crepúsculo donde el
día y noche se entrelazan y abrazan.
Se detuvieron y Cordelia, sin evitarlo, se acercó y le agarró la mano.
—Alguna vez has visto...
—No. Al menos desde hace mucho tiempo. —Entonces la sorprendió—.
Gracias, Cordelia, por haberme pedido que viniera. Lo había olvidado...
Ella asintió, sabía exactamente lo que quería decir. Había pasado mucho tiempo
desde que estuvo con alguien que la entendiera. La comprendiera.
—Si vas a dibujar será mejor que te des prisa.
—Ah, casi lo olvido —dijo, soltándole la mano de mala gana y recuperando el
estuche. Se sentó en un lugar cubierto de hierba. Rápidamente buscó lo que
necesitaba y abrió su cuaderno de bocetos.
Entonces cerró los ojos y respiró profundamente.
Después de unos segundos, Kipp tosió.
—¿Qué estás haciendo?
Lentamente abrió los ojos.
—Reuniendo todos mis sentidos. Si quiero dibujar esta escena quiero ser parte
de ella. El viento, la hierba, los pájaros... —Ladeó la cabeza hacia un seto cercano,
donde unas notas trinando surgían de un bulto oculto de plumas—. ¿Es un
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petirrojo?
Kipp también escuchó.
—No, una alondra.
Ella sonrió y asintió, recordando algo lejano.
—A un amigo de mi padre, un sacerdote hindú, también le gustaba dibujar y
siempre decía que si alguien quería capturar un momento necesitaba estar en el
momento. Tener un sentido del lugar. —Levantó la vista y vio que la observaba—.
Inténtalo. Cierra los ojos.
—Ni hablar. Te conozco, ese era uno de tus trucos para escaparte de mí.
—Si quisiera escapar de ti ya lo habría hecho —le replicó secamente.
—Entonces tomaré tu presencia como un cumplido.
—Así que sabes lo que es eso —murmuró ella sin pensar.
—¿Perdón?
—Oh, nada —se apresuró a decir, cambiando de tema mientras examinaba el
castillo y el horizonte para encontrar la mejor panorámica—. Es bastante magnífico
—exclamó, estudiando el cielo con la cabeza ligeramente inclinada.
—Sí. En Londres no tengo la oportunidad de verlo... Es decir, no consigo verlo...
con mis obligaciones y demás.
—Lo siento mucho. —Aunque si era por la pérdida de sus sueños o su
impulsividad anterior, Cordelia no estaba segura. Así que se aseguró de aclarar el
tema—. Que hayas heredado.
—No es la declaración normal que oigo. La mayoría de la gente sugiere que
tengo la suerte del diablo. —Acercándose a una de las piedras derribadas, se sentó.
Cuando lo miró tuvo una imagen de él que no supo explicar, sentado allí en esa
vieja piedra parecía un rey de la sabiduría. Así que volvió la página y empezó de
nuevo.
—El que no lo entienda es evidente que no es miembro de la RSE —le dijo, con
la nariz alzada.
Kipp se rió de nuevo.
—Si la vida no es una aventura, no vale la pena vivirla.
Esas palabras la sorprendieron, alejando su concentración del comienzo del
bosquejo que estaba haciendo.
—¡Lo recuerdas!
—Claro que lo recuerdo. Era un buen lema para nuestra sociedad.
—Sociedad secreta —corrigió.
—Oh sí, muy secreta. Eso está bien. Creo que hay un codicilo sobre el
canibalismo en nuestra lista de reglas. Como miembro de la Cámara de los Lores no
estaría bien visto que sospecharan que había apoyado alguna vez comerme a mis
compañeros de la nobleza.
—Sí, pero sólo en caso de hambre extrema —señaló ella—. Y según recuerdo,
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eran sólo los caballeros que se encontraban por debajo de un conde los que podían
consumirse.
Ambos se miraron y se echaron a reír. Sinceramente.
Cielos, Cordelia no recordaba la última vez que se había reído así.
—Sí, supongo que es algo bueno que el estatuto de la RSE se haya perdido para
siempre.
Kipp frunció las cejas levemente y miró a lo lejos.
—Kipp, está perdido, ¿no?
Él encogió un hombro.
—Hasta hace unas semanas yo habría dicho lo mismo, pero el destino intervino
y, mientras estaba buscando en la biblioteca, lo encontré escondido detrás de ese
gigantesco atlas que solíamos mirar.
—Qué oportuno. —No es extraño que se acordara de la regla 18—. Habría
hecho que mi testimonio de ayer fuera mucho más fácil de demostrar si hubiera
tenido que citarlo.
—Tengo que admitir que había olvidado la mayoría de las tonterías que
escribimos allí. —La miró y, si Cordelia no se equivocaba, sus ojos brillaron
ligeramente, pareciéndose al chico travieso que recordaba.
Aunque al ser un chico había protestado acaloradamente sobre la adición de la
regla 18 al estatuto de la Real Sociedad.
Kipp se apartó de la piedra y se sentó a su lado.
—¿Qué estás dibujando?
Cuando él miró su cuaderno de bocetos, ella se levantó.
—Ah, nada. Además, la luz ha cambiado. Tendré que empezar de nuevo.
Él se levantó también, mirando el horizonte de espaldas a ella.
—No creo que el sol se haya movido tanto. ¿Qué estás escondiendo, Cordie?
«Cordie...»
Todavía se acordaba. Mirándole, descubrió que se había acercado más de lo que
había notado la primera vez. Un aroma a ron de laurel, caballos y algo muy
masculino, la provocaba. Tan cerca que podía ver la incipiente barba oscura de su
barbilla. Tanto que si se ponía de puntillas, agarraba las solapas de su abrigo y
alzaba su boca hacia la suya...
—No estoy escondiendo... es decir... No es nada —le dijo, sosteniendo el
cuaderno a su espalda.
Aunque realmente, lo era todo.
Él alcanzó el cuaderno y con ese rápido movimiento, sus cuerpos se enredaron.
Kipp se acercó a Cordelia y la abrazó, rodeado por su exótico perfume y las
suaves curvas de su cuerpo presionado contra el suyo.
Sabía que no debía haber accedido a participar en esta loca aventura, ya que
eran los mismos motivos que había estado reprochando a Drew desde que su
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hermano regresó del mar.
Sin embargo, con Cordie en sus brazos, sólo podía pensar en la regla 18.
Aquella línea que le había hecho sonreír cuando la había leído.
En el improbable caso de que un miembro de la RSE nunca se case y llegue a la avanzada
edad de veinticinco años...
Cordelia había insistido en que se añadiera un codicilo específico a sus
estatutos, a pesar de las vehementes protestas de Kipp. Ahora, al mirar la luz de las
estrellas en sus ojos y la suave e tentadora curva de sus labios separados en
invitación, no pudo pensar en una sola objeción a esa regla.
Era “su” regla. Ahora todo lo que él tenía que hacer era cumplirla.
Se inclinó un poco, sorprendido por su propia reacción ante este inapropiado
comportamiento.
Debería apartarla, disculparse, cualquier cosa que lo volviera a poner en su
lugar. Eso haría que los dos recordaran que todo esto era una ficción.
Sin embargo, ¿cómo iba a evitarlo cuando Cordelia estaba aquí, hecha toda una
mujer?
Su cabello estaba suelto, los mechones caían en una tentadora cascada
despeinada. Metió uno de los rizos detrás de su oreja, maravillado por el escalofrío
que la recorrió.
Tentándolo a acercarse.
Durante todos esos años pasados, Cordelia había sabido que algún día se
encontrarían de nuevo y... se encontrarían así...
Hasta que las altas notas de la alondra les hicieron volver al presente, junto con
el estrépito de cascos de caballo y el crujido de una carreta que indicaba que no
estarían solos por mucho más tiempo.
Kipp miró fijamente al granjero que se acercaba, el hombre de aspecto cansado
observó a la pareja con una ceja arqueada y desaprobadora -la clase de mirada que
Josiah Holt había lanzado a los cazafortunas y libertinos que se acercaron
demasiado a su hija.
Una mirada que devolvió a Kipp nuevamente al presente. Donde él era el conde
de Thornton. Y estaba casi prometido.
Con otra persona.
Así que no importaba lo que le hubiera prometido hace tantos años, era una
promesa que ya no podía mantener.
—No pasa nada si no quieres compartir tu dibujo —contestó él, alejándose para
que su tentador perfume ya no se enroscara a su alrededor como un señuelo.
Por su parte, Cordelia se enderezó con el aire ofendido de un gato al que habían
acariciado por la dirección equivocada, destruyendo el hechizo perturbador que los
había entrelazado.
—No es nada —musitó, mientras se pasaba las manos por el pelo y se peinaba
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los mechones. Pero cada vez que se las arreglaba para controlar un rizo
desordenado, otro parecía encontrar la manera de soltarse.
Igual que la dama misma. Totalmente indomable.
Pero, ¿cómo se sentiría intentándolo?
—¿Qué no es nada? —preguntó, todavía distraído por su enmarañado cabello.
—El dibujo que querías ver.
—Ah, sí, el dibujo. Lo había olvidado por completo.
Cordelia abrió el cuaderno y lo sostuvo frente a él. Se veía el castillo
rápidamente delineado, con las líneas del horizonte ligeramente añadidas.
—Dios mío, es excelente —exclamó, acercándose a su lado—. Tienes mucho
talento.
—No, mi madre era quien tenía talento. Yo no soy más que una pobre
imitadora. —Miró la página—. Pero se verá mucho mejor cuando tenga la
oportunidad de pintarlo con acuarelas.
Ella sonrió cautelosamente, se apartó de él unos cuantos metros y siguió
dibujando.
Kipp volvió a su sitio en la piedra y permanecieron en un silencio agradable
durante algún tiempo, hasta que el roce del lápiz se detuvo.
—¿Todavía dibujas mapas? —preguntó ella, levantando la vista de su trabajo.
—No. No tiene mucho sentido.
Dejando el lápiz, se volvió hacia él.
—¿Por qué no? Era lo que siempre quisiste hacer.
—¿Todavía deseas lo que soñabas a los ocho años? —No pudo evitarlo. Kipp
meneó las cejas, aunque sólo fuera para molestarla.
Cordelia se ruborizó de la misma manera en que una mancha de acuarela se
extendía por una página, pero el momento de desasosiego no duró mucho y se
irguió.
—¿Quieres decir ir a explorar África?
Él se echó a reír.
—Sí, si eso es lo que deseabas.
Cordelia ignoró sus burlas.
—Teniendo en cuenta que ni siquiera puedo caminar sola por un pueblo, creo
que la idea de una mujer aventurándose en los confines más lejanos de África
también sería mal vista.
—Tienes razón —replicó, con un ligero tono de reproche en su voz que ella
evidentemente no quería oír.
Cerró el cuaderno de bocetos.
—Ah, no, tú también.
—Señorita Padley, eso simplemente no se hace.
Cordelia comenzó a recoger sus pertenencias.
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—Puedes hacer lo que quieras, lord Thornton. Viajar. Dibujar mapas. Explorar
el mundo... Aunque por alguna razón inexplicable has decidido dejar de lado todos
tus sueños.
Estaba de pie frente a él, sus cosas reunidas sin orden sobresaliendo por todos
lados, con la boca fruncida y los ojos en llamas.
Su enfado molestó a Kipp.
—Yo crecí y dejé atrás esas ideas infantiles.
—¡Bah! —farfulló. De repente, volvió a tener ocho años, indignada por sus
afirmaciones de que ella no podía formar una sociedad ni explorar el mundo por la
simple y ridícula casualidad de ser una mujer.
Ignoró obstinadamente el hecho de que él había cambiado de opinión en aquel
entonces.
—No sé cómo se manejan las cosas en la India, pero aquí en Inglaterra hay una
manera muy estable de cómo se hacen. Y se considera apropiada.
No imaginaba a Pamela haciéndole tal sugerencia. Lo más cerca que Pamela
alguna vez llegaría al Nilo sería por tener patas de cocodrilo adornando su sofá.
—¿Apropiada? —Un destello de chispas iluminó los ojos de Cordelia. Como
una advertencia. Dejó a un lado sus pertenencias y se acercó a él, deteniéndose
cuando pudo golpear el dedo en su pecho—. Tú, lord Thornton, puedes seguir
cualquiera de esas aventuras con las que soñamos simplemente porque eres un
hombre.
—¿Cómo puedes pensar que es así de simple?
—Porque lo es. Un hombre puede establecer su propio rumbo, mientras una
mujer...
—¿Una mujer qué? —Pensó en Pamela y en cómo casi todos los hombres
solteros de Londres besaban sus pies—. Ser mujer no te ha detenido. ¡Por Dios!
Como has señalado has estado en la India y has vuelto.
—Y sin embargo aquí estoy, tratando de frustrar la exigencia de la sociedad de
encadenarme a algún comerciante de sebo o me consideraran menos que una
mujer. Sí, debo casarme o, horror de los horrores, terminaré siendo una solterona.
“Una solterona”. Kipp casi se echó a reír. Lo último que se imaginaba era ver a
Cordelia convertirse en una solterona anodina, sobre todo cuando su aroma se
enroscaba en sus sentidos, seductor y agudo, lleno de un mundo exótico que él
nunca conocería, nunca vería.
—Sí, milord, te preocupas demasiado por lo que es apropiado, si has -como
dices- abandonado tus sueños, ¿qué haces aquí? ¿Por qué has venido conmigo?
Su pregunta sorprendió a Kipp.
«¿Por qué, realmente?»
Echó un vistazo al entorno tan inglés, a las ruinas ante él, y recordó sus propios
y apremiantes deberes.
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Obligaciones. Las que habían aterrizado sobre sus hombros el día que heredó el
condado de su padre.
El deber lo mantenía aquí. Lejos de las vistas y de los remotos rincones que
Cordelia había pisado. Y una ráfaga de ira se encendió en su interior.
Él era un Thornton. No fue su elección, y tampoco ella había elegido nacer
mujer. Pero ese era su destino y estaba decidido a cumplir con su deber.
—¿Por qué abandonaste tus sueños? —repitió ella en un susurro que
tranquilizó su espíritu—. ¿No soñabas con Egipto?
—Claro que sí, pero... —dijo sin pensar. Kipp apartó la mirada. ¿Cómo lo
conocía ella tan bien? Había encontrado esa pequeña grieta en su armadura. Una
grieta en su vida cuidadosamente ordenada.
Hace mucho tiempo que había renunciado a sus deseos, sus sueños
insignificantes, pero no había querido cortar ese restante último hilo dorado.
Y ahora Cordelia tiraba de él, dejando una ondulación detrás.
—Yo también sueño con eso —le confesó ella—. Navegar por el Nilo en una
faluca2. ¿Te acuerdas?
—Sí. —Pero ahora veía ese sueño con una luz completamente nueva. De los dos,
de pie en la proa, mecidos por una cálida y sensual brisa que se burlaba del cabello
indomable y rebelde de Cordelia, dejando largos zarcillos revoloteando en el aire
como mariposas.
Y esos ojos, sus gloriosos ojos azules, se encendían con excitación mientras
miraba el exótico paisaje.
—Cordelia —replicó, inclinándose e inhalando profundamente el aroma a
sándalo que le rodeaba—. Sólo eran sueños.
Sospechaba que estaba diciéndolo más para su beneficio que para el de ella,
pero ni siquiera esa advertencia fue suficiente para evitar que sus manos se
deslizaran en su cintura y tiraran de ella.
Ella se adaptó a él, su boca se abrió con sorpresa mientras sus cuerpos se
apretaban juntos.
Cordelia había vuelto a entrar en su vida como un pájaro perdido, con unas
cuantas plumas brillantes arrancadas por tormentas intempestivas. Desorientada,
pero necesitando un refugio.
Y sus brazos se convirtieron en el refugio protector.
—¿Kipp?
Su nombre salió en un susurro. ¿Una pregunta o una petición?
Haciendo su propia distinción, capturó su boca y averiguó que Cordelia traía
consigo una tempestad diferente a cualquier otra.
Su boca de rocío se abrió a él y la aventura comenzó.

2 Un barco de vela pequeño

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La exploró lentamente, dejando que su lengua provocara sus labios,
acariciándola suavemente mientras la acercaba más, su mano deslizándose en la
curva de su redondeada cadera, ansioso por descubrir más, incluso mientras
tropezaba con ella estrellándose contra él como un barco luchando por mantenerse
a flote atrapado entre la marea y las rocas.
La abrazó firmemente, deslizando sus manos hasta que encontró la hinchazón
de su pecho, el beso se profundizó cuando sus dedos lo acunaron, convirtiendo su
pezón en un punto apretado.
—Oh. —Cordelia jadeó con sorpresa, ronroneando de placer mientras su mano
se extendía sobre su pecho. Poniéndole las manos en los hombros, lo acercó más,
sus caderas balanceándose contra él—. Kipp, por favor...
Pero antes de que él pudiera decir algo, una serie de sonidos agudos sonaron
detrás de ellos, aunque esta vez no era una alondra.
—Ella dijo que iba a venir por aquí para dibujar...
Kipp y Cordelia se separaron de inmediato, pero era demasiado tarde, ya que al
girar al unísono vieron a la señora Harrington en medio del camino. Y para pesar de
Kipp, junto a la acompañante de Cordelia, Drew se balanceaba sobre sus talones,
con las manos cruzadas en la espalda y sonriendo ampliamente como si acabara de
descubrir un delicioso secreto.
Algo que, por supuesto, había hecho.
—Vaya, vaya, eso no me parece que sea dibujar —comentó su hermano—. ¿No
está de acuerdo, señora H?

Cordelia se alejó otro paso de Kipp, abriendo un abismo entre ellos.


La expresión horrorizada de Kipp sólo sirvió para empeorar la situación.
Cielos, ¿lo había besado tan mal?
Apretó los labios y disimuló el escalofrío que recorrió su columna.
Él la había besado.
Y ella pensando que rodear el Cabo de Buena Esperanza durante un huracán no
podía ser igualado...
Sus entrañas estaban revueltas y se sentía igual de mareada, pero de una
manera decididamente diferente.
¿Cómo no iba a estarlo?
Era exactamente como divisar una tormenta desde la cubierta de un barco.
Aquellos angustiosos momentos cuando ella no sabía si avanzaban o no... Y
entonces...
Oh, la alegría de su boca posándose fuertemente contra la de ella, la forma en
que la había provocado para abrirse a él.
101
Y ella le había permitido explorarla. ¿Podría haberlo evitado?
Después de todo, había sido ella quien había insistido en la inclusión de la regla
18. Pero a los ocho años se imaginaba algún casto besito en la mejilla, no que su
lengua la asediara, ni su aliento le susurrara. Deseó inhalar cada brizna de placer
que le ofrecía.
Sus labios... Sus manos...
Kipp la había abrazado, una mano en su cadera y la otra apretando la parte baja
de su espalda y luego, lentamente, la exploró lánguidamente acariciando su pecho,
dejándola jadeando mientras su toque le provocaba un embrollado y tembloroso
enredo de deseos.
La había conquistado y se había rendido sin pelear.
¿Y por qué iba a hacerlo cuando todo fue tan perfecto... demasiado perfecto?
Es decir, hasta...
Miró a Kate que estaba haciendo lo posible por parecer furiosa, pero la vacilante
comisura de su boca, el alborotado chal rojo y el brillo de sus ojos sugerían que
aprobaba el inapropiado comportamiento de su protegida.
Tampoco había duda de lo que pensaba Drew. Él sonreía ampliamente su
aprobación de oreja a oreja. Por supuesto que lo aprobaría.
Pero su opinión apenas importaba.
La única que importaba era la de Kipp, y para su aflicción, la mirada en su cara,
entre la conmoción y la consternación, indicaba con demasiada claridad que él
lamentaba su impulsivo comportamiento.
Completamente.
Una caliente ráfaga de mortificación la atravesó, imaginándose que sus mejillas
estaban tan brillantes como el chal de Kate.
—Sí, bien, supongo que la cena ya está lista —comentó Cordelia, haciendo todo
lo posible para mirar a cualquier parte menos a Kipp.
Sobre todo a él.
Rápidamente recogió sus cosas y pasó junto al conde y los demás sin mirar
atrás. Una pregunta horrible y desgarradora la persiguió todo el camino de regreso
a la posada: ¿Qué era peor?
¿La mortificación de confesar a sus tías y amigos que su “compromiso” era
mentira...? ¿O ver esa mirada de pesar en la expresión pétrea de Kipp después de
haberla besado?

102
Capítulo 5

Sir Brandon Warrick echó un vistazo por la ventana de la posada, reflexionando


sobre lo que veía... a una joven corriendo por el patio y, aun más extraño, al
caballero que la seguía de cerca.
Parpadeó, sin confiar en sus ojos.
—¿Qué diablos?
Entonces la puerta se abrió con un fuerte ruido y una bastante excepcional
señorita entró corriendo en la sala común de una manera brusca y pareciendo como
si estuviera malhumorada.
No se detuvo, no miró a su alrededor, atravesó directamente el salón hacia la
parte trasera donde el posadero tenía salas privadas para cenar.
La puerta se abrió de nuevo, y esta vez entró el caballero.
—¡Cordelia! Cordelia, vuelve aquí. —Se detuvo un segundo, murmurando una
maldición en voz baja.
Brandon se quedó boquiabierto porque nunca había visto a Thornton -el
correcto y aburrido Thornton- en ese estado.
—¿Ha visto por dónde ha ido la señorita Padley? —preguntó el conde a la mujer
del posadero que salía de la cocina.
Preguntó no, exigió.
La mujer de rostro rubicundo, acostumbrada a los modales de la nobleza, hizo
un gesto con la cabeza.
—Está atrás, milord. En la sala donde he preparado la cena.
El conde asintió.
—¿Puede asegurarse de que no nos molesten?
—Como desee, milord.
Thornton se fue en un instante, igual que la dama antes que él.
Brandon sacudió la cabeza.
—¡Qué curioso! —exclamó, descubriendo que no estaba tan solo como había
pensado.
—¿Qué es curioso?
Girándose, vio a una mujer alta y majestuosa, con un elegante traje de seda azul
oscuro y un largo chal rojo echado al azar sobre sus hombros, como si se lo hubiera
puesto en el último minuto, mirándolo con un aspecto ensayado y seductor.
Brandon, que se consideraba a sí mismo un hombre de mundo, tropezó con su
lengua ante la visión de esta inesperada y verdaderamente magnífica mujer.
—Es decir... Quiero decir...
La madura belleza levantó los ojos después de acomodar sus guantes y le lanzó

103
una mirada reflexiva, del tipo que hacía que un hombre se preguntara si él llegaría a
conocer sus exigentes y experimentados pensamientos.
—Eh, bien. —Ella le miró, lamentablemente, un poco aburrida—. ¿Ha visto
pasar por aquí a una dama?
Brandon parpadeó.
—¿Perdón?
—A una señorita. —Se apresuró a decir. Sus labios llenos se curvaron
ligeramente en una sonrisa, como si estuviera acostumbrada a dejar a los hombres
en ese estado de confusión.
¿Una señorita? Oh sí, recordó. La peculiar jovencita que Thornton había
perseguido.
—Sí —respondió, su respuesta fue tan burlona como las miradas desdeñosas de
ella.
Su afirmación fue la correcta, ya que ahora ella sonrió en reconocimiento.
Ah, sí, dos podían jugar a este juego.
—Me temo que he perdido a mi protegida. Es ciertamente una joven obstinada.
¿Por casualidad ha visto por dónde se fue?
—¿Se refiere a la señorita Padley?
Ella ensanchó sus ojos oscuros.
—Sí. ¿La conoce, lord...? —Hizo una pausa para que él hiciera una introducción
adecuada.
Bueno, lo más apropiada que se pudiera, dadas las circunstancias. Pero
Brandon no creía que a esta dama en particular le importaran mucho las reglas de
etiqueta.
Él se inclinó.
—Sir Brandon Warrick, a su servicio.
—Sir Brandon —repitió ella, reflexionando sobre su nombre igual que hizo
cuando lo miró por primera vez—. Si me lo permite, ¿cómo es que conoce a la
señorita Padley?
—No la conozco.
Sus cejas se arquearon levemente.
—Entonces...
—Lord Thornton preguntó a la posadera si había visto dónde se dirigía la
señorita Padley. Por otra parte, la pregunta más pertinente sería, cual ha sido la
razón que ha hecho que esa pobre joven tenga tanta prisa, ¿no está de acuerdo?
—No, no lo estoy. Pero lord Thornton la siguió, ¿verdad?
Brandon asintió.
—¿Y ahora está con ella?
Brandon se apartó de la ventana.
—Debo admitir que me sorprende ver al conde tan lejos de Londres. Tenía la
104
impresión de que su intención era quedarse hasta el final de la Temporada.
—Obviamente cambió de opinión.
«Obviamente». ¿Qué diablos estaba pasando?
Tenía que enterarse.
La dama se acercó a las escaleras, pero entonces echó un vistazo por encima de
su hombro.
—¿Conoce al conde?
—Sí.
Después de una pausa, ella hizo un gesto con la cabeza para que continuara.
—Se podría decir que tenemos un interés mutuo.
A la señorita Pamela Holt. La heredera había acaparado a Brandon a lo largo de
toda la Temporada, pero hace poco le había dejado claro que un baronet no era lo
suficientemente alto para sus aspiraciones y que alguien más había ganado su
afecto... O mejor dicho, su gran dote.
El afortunado bastardo era el conde de Thornton.
Brandon se fue de la ciudad para lamer sus heridas, pero parecía que su
decisión había sido un poco prematura.
—¿Cómo es que el conde conoce a la señorita Padley? Se lo pregunto porque
parecen ser bastante... cercanos.
La dama se encogió de hombros.
—Son viejos amigos.
—Estoy un poco confundido. Nunca me han presentado a la señorita Padley y
pensaba que conocía a todas las jóvenes damas...
—Acaba de regresar de la India.
—¿La India? —Brandon echó otro vistazo al pasillo. Eso explicaba mucho. La
extraña ropa y la persecución de Thornton.
Apostaría su último chelín a que esa señorita Padley era una heredera. Tenía
que serlo.
—El diablo se lo lleve —murmuró sin pensar.
—¿Cómo dice? —La dama se quitó el chal y lo puso en su brazo. La tela capturó
la última mota de luz que entraba por la ventana.
Brandon reflexionó. Si Thornton estaba aquí... Y Pamela todavía estaba en
Londres...
—¿Supongo que usted y la señorita Padley están con el conde?
La dama no le malinterpretó.
—En efecto. Lord Thornton tiene la bondad de escoltarnos a la boda del Duque
de Dorset. La señorita Padley y la señorita Brabourne son amigas desde la escuela.
Brandon hizo las cuentas rápidamente. Thornton estaría fuera una semana,
quizás una quincena.
—Qué oportuno —remarcó.
105
—No veo por qué —contestó la mujer, pareciendo haberse aburrido de la
conversación—. ¿Se quedará a pasar la noche, sir Brandon?
Se escuchó una especie de invitación en su pregunta que, desgraciadamente,
tuvo que ignorar.
—No, me temo que no, milady. Parece que debo regresar a Londres con más
rapidez de lo que había planeado. —Pero siendo alguien que siempre protegía sus
oportunidades, añadió—: Me encantaría tener más tiempo para conocerla —dijo,
sujetándole la mano y llevándosela a los labios—. ¿Lady...?
—Señora Harrington —contestó, apartando lentamente la mano.
—Mis saludos al señor Harrington. —Brandon hizo una reverencia.
—Si vuelve alguna vez, se lo comunicaré —replicó ella, antes de ponerse el chal
sobre los hombros y dirigirse al fondo de la posada.

Ah sí, un simple compromiso falso. ¿Qué daño podría causar eso?


Kipp gruñó. Ninguno, si no se vacilaba a lo largo del recorrido y empezaba a
salirse del camino trazado.
Al acercarse a la sala privada su mirada sólo recayó en una imagen; Cordelia de
espaldas.
Pasó una mano por su pelo preguntándose cómo se había metido en este lío. Es
decir, hasta que se dio cuenta de lo bien que se marcaba su silueta a la luz del fuego.
Curvada y redondeada. Suave y flexible. Tan perfectamente adaptada a él que
de repente se vio besándola de nuevo, pero esta vez en su cama, con su cuerpo
cubriendo el suyo.
Dio un largo suspiro para estabilizar su corazón que volvía a martillear.
Bueno, ya tenía la respuesta a su pregunta original.
Y, sí, prefería sobrepasar los límites de su acuerdo.
Cordelia le miró por encima del hombro, el surco entre sus cejas le dijo mucho.
«No debiste haberme besado.»
Con regla 18, o sin ella.
Especialmente cuando ahora era lo único en lo que él podía pensar.
—Cordelia. —Su nombre salió en un susurro por miedo a asustarla y tener que
ver cómo se alejaba de él otra vez.
Llevándose su corazón con ella.
«No, no es tan grave», se dijo a sí mismo. «Era...»
No sabía lo que era, sólo estaba seguro de una cosa.
—Te pido disculpas por... por...
«¿Alegrarme de haberte besado?»
«¿Estar dispuesto a repetirlo?»
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—Ser bastante incorrecto —añadió en su lugar.
—¿Lo ha sido?
—Sí —afirmó. Para ella. Y para sí mismo.
Cordelia se volvió y soltó un suspiro.
—Oh, vaya. Supongo que lo ha sido.
¿Ella lo suponía?
—Sí, bastante incorrecto —repitió. De nuevo, sospechaba, más para sí mismo.
—No tienes que preocuparte, milord. No estoy ofendida.
—¿No lo estás?
Ella sonrió ligeramente.
—Sé que estabas cumpliendo tu deber como miembro de la Real Sociedad.
«¿Deber?» Eso era más bien lo último que llamaría a besar a Cordelia.
—Sí, creo que has precipitado un poco las cosas. No soy una solterona...
Todavía.
Kipp la miró a la luz del fuego, se veía perfectamente besable otra vez.
—No, ciertamente no eres una solterona. —Sus pies vacilaron, como si trataran
de empujarlo a disminuir la distancia entre ellos y besarla otra vez.
Tampoco era la única parte de él que vacilaba de necesidad.
—Estoy muy arrepentido —musitó, enderezándose y recordándose quién era.
No es que ella ayudara.
—Me gustaría que no lo estuvieras.
Tenía que reconocer que era lo más honesto que se habían dicho en los últimos
cinco minutos.
Aún así...
—Como un caballero, y tú una joven dama a mi cuidado, me temo que me
sobrepasé... Yo te incité...
—¿Me incitaste? —replicó Cordelia, esta vez con indignación—. Para ahí
mismo. Mis decisiones son mías, así como mis acciones. No soy una jovencita
frívola que se deja arruinar por un capricho pasajero. Así que te suplico que le des a
tu conciencia un descanso. Por mi parte, ya he olvidado lo que pasó entre nosotros.
«¿Lo había hecho?»
—¿Lo has hecho?
—Por supuesto —afirmó, cruzando la sala y deteniéndose ante la mesa donde
esperaba la cena. Levantó una de las tapas e inspeccionó la comida. Luego echó un
vistazo por encima de su hombro—. Te agradezco que hayas cumplido tu deber,
pero debemos recordar que nuestro compromiso es falso.
—Sí. —Kipp estuvo de acuerdo.
—Sólo necesitamos engañar a mis tías y no permitir que alguna ilusión pasajera
nos aleje del objetivo. Porque si nos pillaran...
Ya lo habían hecho, pero ella parecía decidida a ignorar ese simple detalle.
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—Eh, sí. Pillados. Correcto.
—Supongo que por eso parecías tan horrorizado. Porque pensabas que
tendríamos que...
«Casarnos.»
Asombrado, vio que Cordelia se estremeció.
—Cielos, eso sería terrible.
La observó fijamente.
—¿Lo sería?
—Claro. No quiero casarme. Ese es el objetivo de este ardid.
Después de una Temporada de estar predispuesto al matrimonio, Kipp no
estaba muy seguro de haberla oído correctamente.
—¿Ese es?
—Sí —insistió Cordelia—. ¿Por qué otra cosa haría yo todo esto?
Sí, ¿por qué?
—Eres tan amable al ayudarme a salir de este apuro. —Cordelia atravesó la
habitación y tomó su mano—. Oh, Kipp, no podría haberlo hecho sin ti.
Otra vez. Los dos se conectaron de nuevo, y estaban tan cerca que era imposible
pensar correctamente. Recordó que todo era una artimaña. Él la miró fijamente,
encontrándose con su mirada. Sus pestañas revolotearon y su boca se abrió
ligeramente.
Cordelia parecía estar a punto de decir algo más, pero se calló, sonriendo hacia
un punto más allá de su hombro.
—Ah, Kate, aquí estás. Supongo que estás hambrienta, la cena ya está
preparada. —Cordelia le soltó, y la sensación inquietante de estar conectado con
ella comenzó a evaporarse.
Eso no impidió que sus dedos se encogieran en un puño, como si quisiera
aferrarse a algo muy etéreo, pero todo lo que sentía era una sensación de vacío.
Cordelia se volvió hacia él y preguntó:
—Milord, ¿tienes hambre?
¿Hambre? Difícilmente podría llamar eso a la sensación que roía dentro de él.
En realidad, todo lo que le había provocado ese beso era dejarlo muriéndose de
hambre por más.

Cuando Kate y Drew entraron en la sala, Cordelia recuperó la compostura.


Especialmente ante Kipp.
Esperaba que no descubrieran la mentira detrás de su valentía.
¿En qué estaba pensando? Un compromiso falso. Y con Kipp, nada menos.
Habría sido mejor contratar a alguien de la calle o de la taberna más cercana.
108
Porque a pesar de todas sus acciones y sermones apropiados, él era, en su
corazón, todavía su Kipp.
El beso se lo había confirmado.
Y aún así...
Apretó un puño, aferrándose a la última pizca de calor de la mano de Kipp.
¿Qué tontería había dicho?
«He olvidado lo que pasó entre nosotros.»
Qué fácil había resultado decir esas palabras.
Pero no era verdad. Porque lo que había pasado entre ellos comenzó hace años,
cuando ella trepó el muro entre sus jardines y forjaron una rápida amistad.
Y nunca había olvidado un solo día después. Las horas que pasaron
acurrucados en uno de los grandes sillones de la biblioteca de su padre haciendo
turnos para leer los diarios sobre China. Escribiendo el reglamento para la Real
Sociedad de Exploradores. Planificando su singladura por el Nilo. Qué cómoda y
segura se había sentido con él, encajar en ese gran sillón fue parecido a predecir
cómo encajarían siempre juntos.
Hasta que ella se marchó de Londres con sus padres rumbo a Egipto y él había
sido destinado a la armada.
Incluso entonces se juró no olvidarlo nunca. ¿Y ahora? Tenía más recuerdos que
añadir a ese tesoro.
Sería imposible olvidar cómo se había sentido en los brazos de Kipp.

—¿Qué te pasa? —preguntó Drew después de una hora de viaje a la mañana


siguiente—. Llevas desde anoche con ese ánimo melancólico como la tía Nabby.
—Todo este asunto es una mala idea. —Kipp miró el carruaje detrás de ellos.
—¿Y ahora te das cuenta de eso? —Drew sacudió la cabeza—. Es demasiado
tarde para las recriminaciones, ¿no crees? ¿O preferirías estar de vuelta en la ciudad
siendo exhibido por la señorita Holt como la copa de un ganador?
Kipp se encogió ligeramente ante la sugerencia. Sobre todo porque eso era
exactamente lo que habría pasado si hubiese ignorado la petición de Cordelia y se
hubiera arrodillado ante la señorita Holt.
Inconscientemente, se estremeció.
—Sí, ya me imagino por qué estás tan triste. —Drew se rió, azuzando un poco a
su caballo y sonriendo ante el sol que inundaba el camino—. Nos hemos
involucrado en un terrible asunto.
—Habla por ti mismo. Yo podría muy bien haber arruinado una unión para
restaurar Mallow Hills. Y salvar a nuestra familia de la ruina.
Asombrado, notó que Drew parecía más aburrido que alarmado. Aunque Drew
109
siempre se veía así cuando Kipp intentaba hacerle entender la seriedad de la
situación.
—No creo. Ella estará allí cuando volvamos —replicó Drew—. Me alegraré de
ver Mallow Hills por última vez.
—¿Qué estás diciendo? La casa no se va a ir a ninguna parte.
—No será lo mismo una vez que la muchacha ponga las garras en ella.
—No es como si la casa no necesitara una remodelación —señaló Kipp.
—Sí, pero ¿verá la importancia de un nuevo tejado, zanjas o cercas, o mejoras en
las cabañas de los inquilinos, o echará un vistazo al gran vestíbulo y desterrará toda
la historia familiar a los áticos o, peor aún, al cubo de la basura? Apuesto a que
tendrá la mitad de la casa destripada antes de que la tinta se seque en la licencia de
matrimonio.
—No hará nada de eso —refutó Kipp, aunque una angustiosa imagen de la sala
dorada de los Holt volvió a aparecer ante él como un profano espectro de su futuro.
—Ya veremos. —El indiferente encogimiento de hombros de su hermano
sugería que ese futuro estaba mucho más escrito en piedra de lo que Kipp deseaba
creer. Y Drew también lo creía—. Hablando de la señorita Holt, ¿qué hacías con la
señorita Padley?
—Yo no hacía nada...
—No creo que fuera nada. ¿O besarla no te agradó...?
—Drew —advirtió el conde.
—Ahhh —exclamó Drew sacando sus propias conclusiones—.
Desafortunadamente, te agradó.
Cabalgaron en silencio un momento y, finalmente, Kipp no pudo evitarlo y echó
otra mirada al carruaje.
—Fue un lapso momentáneo de juicio.
—Si sólo fuera eso no estarías de ese humor.
—No estoy de ningún humor —indicó Kipp bruscamente. Respirando hondo,
intentó recomponerse—. Es sólo que ella...
—¿La señorita Padley?
—Sí, claro, la señorita Padley...
Drew sonrió.
—La señorita Holt nunca te provocaría una pasión tan grande.
—La señorita Holt nunca tendría el deseo de ir a África.
Drew negó con la cabeza, como si no hubiera oído correctamente a su hermano.
—¿África?
—Sí. La señorita Padley piensa que debería ser libre de marcharse y explorar el
Nilo. Sin ningún acompañante.
Drew se echó a reír.
—¡Increíble! ¿Nuestra señorita Padley? ¡Qué asombroso! —Sus ojos centellearon
110
alegremente.
Kipp gruñó. Esto no iba a ninguna parte.
—La señorita Holt nunca consideraría una idea tan inapropiada.
Drew soltó una carcajada.
—¡Dios mío, no! Dudo que la señorita Holt pudiera encontrar África en un
mapa... de África.
Los labios de Kipp se contrajeron, a pesar de sus esfuerzos para mantenerlos
severos y correctos.
—Drew...
Sin arrepentimiento, como siempre, su hermano respondió:
—Bueno, ella no podría hacerlo.
«Ya, bien, sea como sea...»
—La señorita Padley y la señorita Holt no pueden ser más diferentes.
Drew resopló.
—¿Y has tardado dos días en notarlo?
—Por supuesto que me había dado cuenta —admitió Kipp—. Pero nunca me
fijé en lo diferente que era hasta ayer, cuando comenzó a hablar sobre ir a África.
Como si fuéramos niños de nuevo. Como si yo me pudiera ir tranquilamente de
excursión por el mundo.
Entonces Drew demostró por qué había sido ascendido a capitán a una edad tan
temprana. Él veía a través de la más espesa niebla, o la mayor mentira.
—Probablemente le diste tu sermón sobre el “deber” y las “obligaciones”.
—Por supuesto. No tiene ni la menor noción de... —Se calló cuando Drew alzó
las cejas y descubrió que su hermano había estado llevándolo hasta este punto.
Uno que remarcó con una voz firme y que no mostraba burla, si no un mundo
de experiencia.
—Me imagino que lo que realmente quisiste decirle a Cordelia fue; ¿Cuándo nos
vamos?
—No seas ridículo —respondió Kipp—. ¿Huir con la señorita Padley? ¡Eso es
una locura!
Drew se encogió de hombros.
—Creo que eso sería verdad si no hubieras dado ya el primer paso. ¿Qué
demonios estamos haciendo en la carretera de Bath con la dama si no huyendo? O si
vamos al caso, ¿qué hacías besándola anoche? Eso, mi querido hermano, es el
camino más seguro a la locura si alguna vez hubo uno.

Cuando Kipp se puso al lado del carruaje, fue Kate quien habló primero.
—Milord, ¿cuánto falta?
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—Mallow Hills está justo al frente, señora Harrington. —Miró a Cordelia—. Es
decir, si no te importa detenerte ahora. Llegaríamos a Hamilton Hall antes del
anochecer si seguimos adelante.
Cordelia sacudió la cabeza.
—No, no quiero llegar tan pronto, eso causaría un alboroto.
Kate resopló, ya que sabía lo que Cordelia realmente quería decir.
“No quiero dar a mis tías mucho tiempo para descubrir la verdad.”
Cordelia ignoró a su acompañante.
—Estoy emocionada por ver finalmente la famosa mansión Talcott. Además, me
encantaría ver la mazmorra.
—¿El... qué? —balbuceó Kipp.
—La mazmorra —repitió ella—. Una vez juraste que era el agujero más
profundo y oscuro de toda Inglaterra y, si recuerdo bien, está medio lleno de huesos
de traidores.
Kipp se enderezó y miró el camino.
—Ya, eh, creo que exageré un poco.
—¿Exageraste un poco? —bromeó. No pudo evitarlo. Por mucho que quisiera
olvidar el beso, cada vez que lo miraba, se llenaba de una peligrosa e inquietante
necesidad.
—Yo tenía ocho años —replicó Kipp.
Ella se encogió de hombros ante su defensa.
—¿Y qué hay de ti? —le soltó Kipp—. ¿Alguna vez has domado un cocodrilo?
—No —contestó Cordelia, como si alguna vez hubiera dicho esa tontería.
—Ah, pero dijiste...
—Ya, pero yo también tenía ocho años.
Los dos se rieron antes de que Kipp se pusiera delante del carruaje.
Kate le lanzó una larga mirada a su protegida.
—¿Qué? —preguntó Cordelia, sintiéndose como si estuviera siendo retenida en
el asiento del carruaje por algún crimen.
Al parecer lo estaba.
—Estás coqueteando con ese hombre.
Ella se apresuró a sentarse recta.
—No lo estoy.
Esa negación apenas cambió la opinión de Kate.
—Ten cuidado, querida, o te encontrarás atrapada y entonces...
«Atrapada». Eso evocó imágenes maravillosas. Atrapada en sus brazos.
Atrapada con sus besos. «Atrapados.»
Decidió recuperar la sensatez.
—Te informo que lord Thornton y yo discutimos esa misma cuestión antes de la
cena y acordamos que tal cosa... mostrar una mala conducta sería desastroso.
112
—Cuando miró para ver si sus palabras tenían algún efecto en Kate -que
aparentemente no lo habían tenido- añadió apresuradamente—: Para los dos.
—¿Has hablado de eso... con lord Thornton? —Su compañera sacudió la cabeza,
como si nunca hubiera oído semejante disparate—. ¡Oh, cielos, qué absolutamente
civilizados sois!
—Haces que suene como algo malo.
—¿Y lo fue? —preguntó Kate.
—¿El qué?
—¿Besar al conde? ¿Fue algo malo?
—No fue más que un beso. —Cordelia preferiría que Kate y el capitán Talcott
no lo hubieran visto.
—¿Lo fue? —presionó Kate.
—Fue simplemente un beso. —Un perfecto y maravilloso beso.
—Hum. —Kate se enderezó y vio pasar los campos unos momentos antes de
volver a hablar—. ¿Y él no te importa?
—No. Bueno, sí. En el sentido de que somos viejos amigos, pero ciertamente no
de la forma en que estás insinuando.
—Si fuera tú, haría todo lo posible para convertir este falso compromiso en uno
verdadero.
Oh, no de nuevo.
—No seas ridícula. —De nuevo sus protestas encontraron silencio—. Es
demasiado estrecho de miras y no es el hombre que conocí.
«Excepto cuando me está besando...»
Aunque no iba a confesar eso.
Justo en ese momento, el carruaje se alejó de la carretera y se tambaleó cuando
recorrió un camino.
—¡Dios mío! —exclamó Kate, agarrándose a la correa. Cuando se acomodó en el
asiento, miró por la ventana—. Vaya, es bastante decepcionante.
—¿El qué?
—Su casa. Espero que haya más que una mazmorra.
—¿Qué estás diciendo? —Cordelia se acercó y miró también por la ventana,
pero la vista que vio no era tan terrible como Kate la pintaba. Era una gran reliquia
antigua, exactamente como él la había descrito—. Ah, Kate, es perfecta. Muy
pintoresca.
Kate se dignó a mirar de nuevo mientras se acercaban.
—Necesita un nuevo tejado.
El carruaje se detuvo y las puertas de la casa se abrieron. Una decidida mujer de
mediana edad bajó apresurada los escalones con una amplia sonrisa en el rostro.
—¡Oh, cielos misericordiosos! ¡Lord Thornton! ¡Y el capitán Andrew! Oh, son
ustedes unos terribles granujas. Llegar así y no advertirme. No tengo nada
113
preparado.
Drew abrió la puerta del carruaje y les advirtió.
—Es la señora Abbott, nuestra ama de llaves. Prepárate para ser abrumada.
Detrás de él, se oyó un fuerte bufido.
—¿Qué es lo que está haciendo ahí, capitán Andrew? —preguntó la señora
Abbott hasta que vio que el carruaje traía invitados—. Y me atrevería a decir que la
cocinera se va a desesperar. No le va a gustar ni lo más mínimo. —Entonces los ojos
de la mujer se iluminaron al ver a Cordelia. Abrió la boca y juntó las manos—. ¿Es
cierto? Lord Thornton finalmente se lo ha propuesto a la señorita Holt. ¡Y aquí está
ella!

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Capítulo 6

Una vez que estuvieron solas en sus habitaciones, Cordelia se volvió hacia Kate.
—¿Quién es la señorita Holt?
Kate desató la cinta de su sombrero.
—La dama con la que el conde tiene intenciones de casarse —respondió como si
fuera de conocimiento común.
—Ya, eso lo adiviné, pero... —Claro que si Cordelia hubiera sabido que Kipp...
Bien, que estaba a punto de...
—Pero ¿qué? —inquirió Kate, quitándose el sombrero y buscando un lugar
donde ponerlo.
—Si está prometido... —Cordelia no quiso terminar la frase. Porque si alguien
en la boda de Anne estuviera al tanto que el conde de Thornton tenía la intención de
casarse con otra mujer... Su plan entero se arruinaría. Por no mencionar...— Es solo
que...
No podía decir el resto. «Es sólo que me gusta Kipp. Podría muy bien
enamorarme de él. Podría haberlo hecho ya.»
Kate, después de dejar su monstruoso sombrero encima del tocador, examinó la
habitación otra vez.
—El hecho es que no está comprometido con esa señorita Holt.
—¿Estás segura? —insistió algo apresurada... y demasiado esperanzada, ya que
consiguió que Kate arqueara las cejas.
Su acompañante se alisó el vestido y sonrió lentamente.
—Muy segura.
—¿Cómo lo sabes? Su ama de llaves parecía muy convencida.
—A las amas de llaves les gustan los chismes. Sin embargo, la señora Abbott no
ha tenido la oportunidad de escuchar la versión del capitán Talcott de los
acontecimientos. —Kate se sentó en la silla tapizada de la esquina, subiendo los pies
en el escabel y poniéndose cómoda—. O la ausencia de ellos. Tu Andrew es un
hombre muy amable. Una verdadera fuente de conocimientos.
Cordelia ignoró las notas ronroneantes en la voz de la mujer y se sentó en la
cama. Kate tenía una afinidad enorme por los chismes e insinuaciones... Y por los
hombres. Esperaba que su interés por Drew fuese más por lo primero que por lo
último.
—¿Por qué pensaría la señora Abbott que Kipp, eh, su Señoría, estaba a punto
de casarse?
Ahora, ¿quién demandaba chismes?
—Porque aparentemente lord Thornton estaba a punto de proponérselo a la

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señorita Holt.
Eso le llamó la atención.
—¿Qué ha hecho que cambie de opinión?
—Tú —remarcó Kate, una vez más como si fuera una cuestión de hecho—.
Pensaba proponérselo el mismo día que le visitaste. Pero en vez de eso, le dio a la
dama una excusa sobre cumplir una promesa de hace mucho tiempo y escapó de
Londres. —Satisfecha con la expresión asombrada de Cordelia, se levantó y se
acercó a un baúl para comenzar a ordenar los vestidos que había dentro.
Cordelia se mordisqueó el labio inferior, intentando encontrar el sentido a todo
esto.
—¿Por qué haría eso?
—Quizás no está enamorado de la joven —respondió Kate, sacudiendo un
vestido de día—. A pesar que todos los chismes dicen que esa señorita Holt es una
belleza, lo que se suele llamar un diamante. Eso, y que va acompañada de una
fortuna.
Cordelia había dejado de escuchar después de enterarse que a la dama la
llamaban diamante en Londres.
Un diamante... Resopló.
Eso era algo que nadie la llamaría jamás.
Kate continuó:
—Si tuviera que especular, diría que tu conde se asustó. Según mi experiencia,
la idea del matrimonio hace que la mayoría de los hombres caigan por un abismo.
Cordelia tiró de las enredadas cintas de su sombrero y sólo consiguió liarlas en
una espeluznante espiral.
Igual que su vida.
—Me imagino que él no quiere casarse —musitó, tratando de sonar indiferente.
—Pues por el aspecto de este sitio parece que tiene que hacerlo —suspiró Kate.
—¿Qué estás diciendo?
—¿No has mirado a tu alrededor? Las alfombras raídas. Los muebles antiguos.
Esas viejas cortinas. —Hizo una mueca a las descoloridas cortinas junto a las largas
ventanas—. El conde está buscando una fortuna y, a menos que tengas una
escondida, tendrá que casarse por dinero.
—No, me temo que no tengo esa suerte. —Sólo lo suficiente para vivir de
manera independiente, aunque con frugalidad.
—Qué desgracia —declaró Kate, encogiendo un hombro—. Sobre todo porque
el conde y tú encajáis bien. Y también porque esperaba que hubieras renunciado a
esas ridículas ideas de independencia y aventuras y decidido casarte con él.
¿Casarse con Kipp? Cordelia rechazó la idea. Las cintas de su sombrero estaban
ahora completamente enredadas... parecido a como Cordelia estaba enredada en un
lío que ella misma había creado.
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Y lo peor de todo: Kipp estaba a punto de casarse con otra mujer.
Una mujer rica y guapa. Y seguramente, bien educada y contenta de vivir como
una dama inglesa. En Inglaterra. Sin pensar en ir a África. O a las lejanas costas de
China.
Cordelia gimió cuando comprendió que jamás podría desenredar las cintas del
sombrero y... bien, sobre todo, porque no tenía ni idea de dónde estaban sus tijeras.
Recurrió a arrancarse la maldita cosa.
Suspiró cuando se lo quitó, sacudiendo la cabeza con alivio al no tener ese gran
tocado asfixiándola.
Libre de su sombrero, sí. ¿Libre de Kate? Una mirada a la otra mujer le indicó
con demasiada claridad que su compañera no iba a dejar de hablar del tema.
—Voy a buscar una taza de té —anunció Cordelia a toda prisa y con un poco de
pavor.
—Tienen sirvientes para que lo hagan —le recordó Kate mientras Cordelia se
dirigía a la puerta.
—Lo he hecho casi toda la vida, y seguro que puedo seguir haciéndolo ahora.
«Y sin un marido», quiso añadir.
Ya que parecía que el único hombre que deseaba estaba destinado a otra.

Kipp se estremeció al recordar la mirada conmocionada en el rostro de Cordelia


cuando las imprudentes palabras de la señora Abbott habían revelado su secreto.
—Ya es hora de que se lo cuentes —ordenó Drew, empujándolo por las
escaleras, aunque resultó que el estímulo de su hermano fue innecesario, ya que
Cordelia estaba bajando deprisa los escalones.
Cuando Kipp miró hacia atrás, descubrió que su hermano se había escapado
dejándolo solo.
No sabía quién era el mayor cobarde, Drew o él.
Aunque Drew no era quien había aceptado implicarse en este embrollo.
—Yo sólo subía a ver... —comenzó Kipp, mirando sus zapatos en lugar de
encontrarse con sus ojos.
—Todo es... La habitación es... muy satisfactoria.
Él se estremeció. Sonaba tan rígida y formal. No como Cordelia. Levantó la vista
y vio que miraba a otro lado.
—Lo siento mucho, Cordelia. Por todo.
«Por besarte. Por disfrutarlo tanto.»
Aunque no iba a decírselo. Optó por continuar hablando avergonzado. Al
menos así sonaba a sus propios oídos.
—Quería decirte... —titubeó él, pero enseguida reunió todo su valor—, lo de la
117
señorita Holt.
—No importa. Te deseo lo mejor. —Sus palabras fueron como un lazo que lo
ahogaba.
Pero aun así tenía que contarle el resto.
—No está resuelto. Ni siquiera estoy seguro que ella me acepte...
Cordelia se volvió hacia él.
—Sería una tonta si no lo hace... —manifestó claramente. No por educación,
sino como una confesión.
Eso calentó por dentro a Kipp.
—No soy un gran partido como para atraparme...
Cordelia resopló y fue directamente al meollo de la cuestión.
—¿La amas?
Ahora era su turno de confesar.
—No.
—Entonces, ¿por qué...?
—Porque tengo que hacerlo. —Se pasó una mano por el pelo—. No creo que lo
entiendas.
Pero era Cordelia, y ella no era alguien que dejara una duda sin resolver.
—Entonces, explícamelo. Ayúdame a entenderlo.
¿Explicárselo? ¿Mostrarle cómo sus antepasados habían arruinado esta
próspera y respetada finca? Pero de nuevo...
—En realidad es bastante obvio.
Cordelia arqueó las cejas.
—¿El qué?
—La propiedad. Está en ruinas.
Ella miró a su alrededor.
—Oh, no lo creo. Tienes un tejado...
—Que necesita reparaciones.
Cordelia se rió.
—Kate dijo lo mismo cuando llegamos. Me temo que no sé mucho acerca de
fincas. Pero supongo que todos los tejados necesitan reparaciones alguna vez.
Él también se rió. Había una cosa con la que podías contar... Cordelia era poco
práctica.
—Sí, supongo.
—Muéstrame lo que te hace sentir tan obligado a sacrificar tu corazón y luego
decidiré si mereces mi perdón. —Ella le tendió la mano y él, sin poder evitarlo, la
tomó, estrechando íntimamente sus dedos con los suyos, cálidos y fuertes, como la
misma dama.
La guió hacia las puertas del jardín, pero ella se detuvo de repente.
—¿Kipp?
118
—¿Sí?
Cordelia lo miró con timidez.
—¿Podemos empezar con el pasadizo secreto de la mazmorra?
—Ni hablar —replicó, llevándola a las puertas que daban a los jardines de las
rosas—. Eso sería como comerse el pastel antes de la cena.
—Nunca he creído que hubiera nada malo en eso —refunfuñó ella entre dientes.

Unas horas más tarde, Cordelia salió del pasadizo secreto a una habitación
grande y soleada.
Una inmensa biblioteca, para ser exactos.
Miró hacia atrás cuando la puerta se cerró y vio que se parecía al resto de los
paneles, imposible de distinguir.
—Y eso era —decía Kipp—. La mazmorra y el pasaje secreto, como te dije.
¿Merece tu aprobación?
—Oh, sí —contestó con entusiasmo—. Es el mejor pasadizo secreto que he visto.
O explorado.
—¿Cuántos has visto?
—Es el primero —confesó—. Por eso es el ganador.
Kipp se echó a reír mientras Cordelia se movía por la habitación observando la
colección de libros.
—¡Oh, qué maravilla! —exclamó, asombrada. Puso las manos en sus caderas y
le enfrentó—. ¡No me hablaste de este lugar!
—Me gusta mantenerlo todo para mí.
—Midas acaparando su tesoro —le acusó, antes de girarse para examinar uno
de los estantes—. Ah, Dios, ¿es este el relato de Halladay sobre China? ¿Añade algo
a la especulación de lo que le pasó al capitán Wood?
Kipp sacudió la cabeza.
—Eres la única mujer del mundo que haría esa pregunta.
Cordelia levantó la nariz.
—Creo que una expedición que desapareció sin dejar rastro es de interés para
toda la gente. —Recorrió con los dedos los volúmenes—. Cantón, la historia de un
viajero. ¿El nombre de Cantón no te provoca el deseo de ver los pabellones del
emperador? Sir George fue cuando sólo tenía doce años.
—También era un experto lingüístico.
—Algunas personas tienen mucha suerte. Ah, y aquí están los relatos de
McTavish sobre las tierras salvajes de Canadá.
—Desde el Nilo hasta China y Canadá —afirmó Kipp, acercándose a su lado—.
¿Tu curiosidad no tiene fin?
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Cordelia le miró sorprendida.
—Claro que no. El mundo está destinado a ser explorado. Ser visto. Y estoy
decidida a ver todo lo que pueda. ¿Todavía no compartes ese deseo?
—No, supongo que no.
—¿No? Pero...
—¿No has visto las tierras, los campos?
—Sí, son encantadoras, pero no veo...
—Y muy vacías. Están demasiado descuidadas. Tendría que haberse hecho algo
con ellas hace años.
—Pero un administrador podría...
—¡No! —La respuesta fue tan enfática que ella se calló—. Esa es precisamente la
razón por la cual los campos no están drenados. Las cercas cayéndose. Las cabañas
en una situación tan extrema. Han estado descuidadas durante demasiado tiempo.
—Y... —Miró por la ventana—. Si tuvieras el dinero...
—Sí. Los sueños no reparan las vallas. —Lanzó un suspiro—. Quizás con el
tiempo. Cuando todo vuelva a funcionar, o como Drew dice, se enderece de verdad.
Pero hasta entonces...
—Kipp...
—No es posible. No puedo desearlo. Si no cumplo con mi posición, entonces
nadie más lo hará.
—¿También es tu deber renunciar a tus sueños?
—¿Has considerado alguna vez, Cordelia, que mis sueños han cambiado?
Ella retrocedió, era lo último que esperaba oír.
Kipp deseaba quedarse allí.
—¿Y esa señorita Holt hará todo eso... arreglar vallas y reparar tejados?
—Sí.
Cordelia pensó que sonaba terriblemente aburrido.
—Odio con fuerza pensar en ti atrapado en todo esto... y que te hayas rendido.
—Yo no lo pienso de esa manera. Ya no. —Le tomó la mano y la apartó de las
historias que contenían las aventuras de otra gente—. Ven, deja que te enseñe algo.
Atravesaron la habitación hasta una gran mesa cubierta de rollos y montones de
papeles.
Kipp rebuscó hasta que encontró una hoja grande. La extendió para que la
viera, sujetando las esquinas con un tintero y un pisapapeles.
Cordelia examinó el dibujo ante ella.
—Creía que ya no hacías mapas.
—Sí. Sólo estaba practicando un poco.
—Esto no es sólo una práctica —declaró, apartándose para que la luz que
entraba por las ventanas iluminara el trabajo—. Esto es... Mallow Hills, ¿no? Oh, sí,
lo es, está esa hermosa pradera que hemos cruzado. —Se volvió hacia él y sonrió.
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—Lo es. Es un viejo mapa de las tierras... —Buscó entre los papeles—. Ah, aquí
está. No se ven muy bien, así que el verano pasado decidí probar a perfilarlas.
Cordelia sonrió ante el dibujo.
—Has hecho un trabajo increíble. Pero necesita color.
Él sacudió la cabeza.
—No tengo talento para eso, pero tienes razón, las pinceladas adecuadas lo
mejorarían.
Cordelia volvió a observar el mapa, con la mirada concentrada de una artista.
—¿Has investigado tú mismo la propiedad?
—Sí. Pensaba que la conocía de memoria, pero es muy diferente caminar por las
tierras, ver cada detalle, cada problema desde todos los ángulos. Un administrador
no hace eso por mí.
Esas palabras contenían una nota de angustia y profundo anhelo. Cordelia se
mordió el labio con una sensación de culpa tirando de ella.
—Espero que mi petición no te estropee lo de la señorita Holt.
—No, creo que una o dos semanas no importará. Además, no hay nada en
firme, así que ella no posee ningún derecho real de mi tiempo.
«Ni de mi corazón.»
No lo dijo. Sólo era la expresión de sus deseos.
—Si se convierte en un problema puedes decirle que te pedí prestado —bromeó
Cordelia.
—¿Pedirme prestado? —Kipp soltó una carcajada—. ¿Eso es todo lo que soy?
¿Un libro de la biblioteca de préstamos?
Ella le sonrió con malicia.
—Finalmente tendré que devolverte.
—Claro, por supuesto —contestó, intentando sonar indiferente ante ese trato.
«Es un acuerdo temporal», se recordó.
—¿La señorita Holt está enamorada de ti?
—Dudo que esté enamorada... eh, déjame aclarártelo, está enamorada de la idea
de ser una dama con un título. Tiene su corazón dedicado a eso. Creo que está un
poco decepcionada de tener que acabar con un simple conde. Se habló mucho
durante la Temporada que, a pesar de sus orígenes, acabaría con un duque o un
marqués.
—¿Porque posee una fortuna?
—Sí, por eso y porque es reconocida como una gran belleza.
—¿La has dibujado? —Levantó un cuaderno de bocetos, pero él la detuvo.
—Cielos, no. A ella le parecería una enorme impertinencia. Y no creo que le
guste la idea de que su futuro esposo haga algo tan bohemio como dibujar. Prefiere
imaginarme dando grandes discursos en la Cámara de los Lores, o sentado ante una
gran cena donde ella sería la joya de la corona de las anfitrionas.
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—¿Y tú harás esas cosas?
—Debo hacerlas.
—Sí, supongo que sí. —Cordelia echó un vistazo a su alrededor, ya que éste era
un territorio desconocido para ella; sus padres sólo se interesaban por las artes y las
ciencias—. ¿El padre de la señorita Holt está metido en política?
—No. Es un civil. Uno muy rico. Y quiere un yerno que le ayude en sus
intereses comerciales.
Cordelia echó una ojeada al mapa, examinando los caminos que acababan de
explorar.
—¿Y su dinero, o más bien el dinero de su padre, arreglará todo esto?
—Sí, todo y más.
La mirada de Kipp se desvió a los jardines y los prados más allá de las ventanas.
—Mi familia lleva en Mallow Hills desde el reinado del rey Eduardo. Reyes y
reinas han visitado esta casa. Siempre fue una fuente de gran orgullo para los
Talcott. Y quiero que vuelva a serlo otra vez. No sólo es una triste antigüedad. Un
montón de piedras vacías. —Hizo una pausa y se volvió hacia ella—. Se podría
decir que tengo mi propia aventura frente a mí. Restaurar Mallow Hills será una
aventura tanto como explorar el Nilo.
Cordelia no supo qué decir.
Kipp continuó:
—Además, este es mi hogar.

Mi hogar.
Esa frase obsesionaba a Cordelia mientras subía a cambiarse para la cena.
Mi hogar.
Ella nunca había tenido uno.
La gente podría discutir que no lo tenía... La casa en Londres. Aunque sólo vivió
en ella hasta que tuvo nueve años, pues sus padres siempre estaban viajando de un
sitio a otro. Jamás se había quedado mucho tiempo en un lugar.
Hace tiempo, cuando estuvo en la escuela de madame Rochambeaux, Cordelia
empezó a comprender lo que aquella evasiva palabra significaba.
Hogar.
No sólo un techo sobre su cabeza, un refugio para la noche, sino un verdadero
hogar. Rodeada por seres queridos. Con un sentido de vida compartida.
Anne, Elinor y Bea, eran como hermanas para ella. E incluso madame
Rochambeaux, con todos sus defectos, era lo más parecido a una madre que había
conocido.
Ni siquiera la casa de sus tías, donde ella y sus amigas habían pasado varios
122
veranos, se acercó a la idea de un hogar, ya que había sido el dominio de ellas.
Así que cuando Kipp dijo con tanta seguridad y determinación que Mallow
Hills era “su hogar”, descubrió lo que quería decir, la evidencia estaba en todas
partes. Los retratos de los anteriores condes se alineaban en los pasillos, donde se
notaban claramente las señales y transmisión de los hermosos rasgos de Kipp, la
miraban fijamente.
Y mientras se acurrucaba en una bola solitaria en la gran cama, mordisqueaba
su labio inferior y consideraba su propia historia.
Su familia no tenía raíces tan profundas, su padre fue solamente el segundo
baronet, ahora el título estaba perdido al no existir un heredero masculino para
continuarlo, no había ninguna raíz que recordara el pasado o para que las
generaciones futuras la cultivaran.
Incluso aunque ella tuviera todo el dinero del mundo, nunca conseguiría lo que
Kipp tenía en esas dos sencillas palabras.
Mi hogar.
Y a pesar de que ella nunca sería capaz de reclamar un lugar en el reino de
Kipp, salió de la cama y bajó las escaleras de puntillas, decidida a dejar su marca en
algún sitio de la única manera que sabía.

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Capítulo 7

Mayfair, Londres

—Ella le permitió irse de la ciudad sin cerrar el trato —se quejó Josiah Holt en
un tono lo suficientemente alto como para llegar al otro extremo de Londres.
Pero aunque hubiera susurrado esa opinión, Pamela habría querido hundirse en
la silla. Ya era bastante malo que lord Thornton se hubiera ido de Londres en un
momento en el que debía de haber hecho un anuncio muy específico, si no que su
propio padre estaba lamentando su fracaso en la cena y frente a un invitado.
Sí, sólo era sir Brandon, o como a su padre le gustaba llamarlo, “su pretendiente
de repuesto”, lo que significa que si Thornton no se subía al carro, todavía tenía un
participante elegible en la carrera, pero aun así... Era algo mortificante.
Casi tanto como su otra gran fuente de vergüenza. Su padre.
Por rico que fuese, no había ni un duque o marqués dispuesto a relacionarse con
un hombre tan grosero y mal educado como Josiah Holt.
Sin importar su dote.
Pamela se atrevió a mirar a su invitado y vio que le sonreía. El granuja incluso
tuvo la audacia de guiñarle un ojo.
«Sigue así, manipuladora», casi podía oírle decir de esa manera tan familiar.
Aunque sospechaba, de nuevo, que al baronet le gustaba demasiado Josiah.
—Confieso que me sorprendió ver a Thornton en la carretera de Bath
—respondió sir Brandon—. Estaba seguro que me llevaba mucha ventaja.
—¡Bah! No entiendo sus divagaciones —gruñó Josiah—. Si yo quiero algo, me
mantengo firme. Dejo clara mi opinión en el asunto. Si ambicionas algo, tienes que
reivindicar tus deseos y aprovechar la ventaja.
Sir Brandon alzó su copa en acuerdo.
—Lo recordaré, señor.
—¿Dice que vio a lord Thornton en el camino de Bath? —preguntó Pamela—.
¿No es esa la dirección hacia su propiedad?
—Sí, creo que iba a detenerse en Mallow Hills —confirmó sir Brandon—. Él y
sus invitados.
Ese último dato desvió la atención de Josiah de su plato repleto.
—¿Sus invitados? ¿Qué invitados?
—Ya te lo dije, papá —dijo Pamela—. Lord Thornton tenía que ocuparse de una
cuestión de honor. El viaje lo ha llevado a su finca.
Esta vez fue sir Brandon quien mostró su sorpresa.

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—¿Una cuestión de... qué...?
—De honor, milord —repitió Pamela—. Lord Thornton ha tenido que irse de
Londres por una cuestión de honor.
Sir Brandon se recostó en la silla, mostrándose totalmente asombrado ante esa
insólita noticia.
—¿Está usted completamente segura?
Hasta este momento, Pamela habría apostado su bastante substancial fortuna al
inalterable hecho del conde pidiéndole que se casara con él una vez que regresara a
Londres.
Pero había algo tan arrogante en la pregunta de sir Brandon, en la inclinación
irónica de sus cejas, que un temblor extraño y desconocido la atravesó.
Duda, se podría llamar, un sentimiento raro para ella, una joven que siempre
había estado muy segura de sus abundantes ventajas.
—Me lo contó el mismo lord Thornton —replicó con un tono altivo. El mismo
que se compra y paga en cualquier escuela respetable de Bath, cortesía de las
cuantiosas monedas de Josiah.
—Sí, sí, he oído toda esa historia, pero si cree que Thornton se ha marchado por
alguna causa noble, odio ser el que la contradiga, querida señorita Holt... Él la ha
engañado miserablemente.
Pamela apretó la servilleta de su regazo, pero aún así, se enderezó ligeramente,
aunque sólo fuera para perfeccionar su postura.
—Debe estar equivocado, sir Brandon. El conde sólo está ayudando a un viejo
amigo.
—¿Es eso lo que es la señorita Padley? ¿Un viejo amigo?
«¿La señorita Padley?»
La conmoción debió de notársele en la cara, ya que su descarado invitado estaba
sonriendo una vez más.
—Así que no sabía nada de ella, ¿verdad?
El señor Holt tosió brevemente.
—No siga, sir, hablando de asuntos de féminas delante de mi hija.
—Le aseguro, señor Holt, que la señorita Cordelia Padley no es ninguna ramera
de Drury Lane, aunque es encantadora. Más bien, es la hija de sir Horace Padley, el
respetable erudito y científico. No creo que haya oído hablar de él.
El insulto pasó directamente de largo frente a Josiah, pero Pamela sintió su
aguijón hasta sus zapatillas de seda importadas.
Sir Brandon alzó la copa y examinó el vino mientras la giraba.
—Lord Thornton está acompañando a la señorita Padley a la boda del duque de
Dorset. Todo un evento. Sólo ha invitado a las personas más notables. —Miró
alrededor de la mesa, y de nuevo, lanzó una rápida mirada desdeñosa a Josiah, tan
rápida como el deslizamiento de un pato en el agua. Así que terminó con una
125
implicación que sabía que Pamela entendería—. Las bodas inspiran todo tipo de
decisiones impetuosas, ¿verdad, querida?

—¡Kipp! Despierta. —La voz de su hermano le arrancó de un profundo sueño.


—¡Qué demonios, Drew! Apenas está amaneciendo.
Su hermano ya estaba vestido. Seguro que iba preparado para ir a los establos.
—Lo sé, pero tienes que venir a ver esto.
—Si es una broma...
—No —insistió—. Pero “debes” ver esto.
Drew dio la orden como seguramente lo hacía con la tripulación de su barco. No
podía negarse y regresar a ese dichoso sueño de... bueno, no importaba, ni siquiera
sobre quién había sido.
Cordelia. Tentadora y acostada en un diván mientras él la pintaba. La seducía.
La poseía.
—¡Kipp! —Drew ya estaba en la puerta con la mano en el tirador, como si
hubiera esperado que su hermano estuviera en sus talones.
Como le había ordenado.
—¿Dentro o fuera? —preguntó Kipp mientras retiraba las mantas.
—Dentro.
Gracias a Dios por los pequeños favores. No quería buscar sus botas y encontrar
sus pantalones mientras todavía existía la esperanza de volver y disfrutar de una
hora o más de sueño.
Se limitó a ponerse la bata y seguir a su hermano.
Cuando llegaron al final de las escaleras, Drew se volvió y apretó un dedo en
sus labios, pidiéndole silencio.
¿Qué diablos pasaba? No había acechado por la casa detrás de su hermano
desde que eran niños.
¿Qué había descubierto Drew? Y entonces vio la respuesta.
En el diván.
Estaba acostada igual que en su sueño. Cordelia. Las horquillas se habían
soltado de su cabello y éste caía por el borde en una cascada de rizos oscuros.
Estaba profundamente dormida, como si no hubiera dormido en mucho tiempo.
Pero este no era el final del misterio. Drew entró en la gran sala, silencioso como
un gato, dirigiéndose decidido a la mesa del mapa.
Kipp lo siguió, incapaz de quitar los ojos de la figura dormida. Es decir, hasta
que vio lo que hacía que Drew sonriera de oreja a oreja.
Echó un vistazo a la mesa y, como el artista que era, se fijó en que todo estaba
desordenado, sin mencionar la colección de pequeños recipientes de agua, pinceles
126
y pinturas de colores que no eran suyos.
Y entonces lo vio.
El trabajo de Cordelia.
El de los dos.
El mapa de Mallow Hills ahora vibraba con vivos colores. Las praderas verdes,
los matices más oscuros de las colinas boscosas del norte, pequeños toques de
amarillos, azules y rosas se mezclaban al lado de setos y vallas, igual que las flores
silvestres que crecían allí. Líneas azules donde los arroyos serpenteaban junto a los
campos.
Esos ligeros toques habían revivido todos los rincones de la hacienda. Incluso
había añadido una sutil salida de sol en el horizonte, como si un nuevo día, un
nuevo comienzo, estuviera a punto de amanecer sobre la antigua finca.
—Extraordinario, ¿no? —Drew sonrió.
Sí. Verdaderamente extraordinario.
Pero Kipp vio algo más; que la mujer que había caminado a través de los
campos con él, subido alegremente las colinas y, sin una pizca de temor, atravesado
el viejo y húmedo pasadizo, había capturado toda la alegría y color de Mallow
Hills, atesorándola para siempre.
«¿Lo mismo que ella conseguiría hacer en la vida?»
La miró, dormida en el diván, y se dio cuenta de lo correcto que sentía que ella
estuviera en su casa. Rodeada por sus libros y los viejos y antiguos objetos de varias
generaciones de Talcott.
Como si estuviera destinada a estar aquí. Incluso aunque ella insistiera en que
sólo estaba tomándolo prestado a él y a su mundo.
Kipp respiró profundamente.
«No quiero ser devuelto como un libro de la biblioteca de préstamos. Lo que
quiero es...»
—¿Llamo a la señora Harrington o a la señora Abbott para que se ocupen de
ella? —susurró Drew. Su hermano parecía sentir, como él, que sería un crimen
despertarla.
—No. —Lo que Kipp quería hacer era detener los relojes, fijar el sol antes de que
alcanzara el horizonte.
No quería que este momento terminara.
Deseaba a Cordelia.
Pero era imposible. Tan imposible como detener el amanecer.
¿O era posible? Mientras la miraba, dormida como una ninfa, buscó su
cuaderno de bocetos y un lápiz, comenzando enseguida a catalogar todas las cosas
que quería capturar. Su cabello derramado por sus hombros. El tono rosa de sus
labios apretados como si esperara un beso.
Se veía algo tan inocente, tan mágico en ella, que el mundo entero a su
127
alrededor se desvaneció cuando se sentó en la silla frente a ella y empezó a dibujar,
apenas notando que Drew murmuraba algo acerca de ver a los caballos.
Que ella no fuera suya, ni él suyo, no importaba.
De momento, con todo su corazón, haría cualquier cosa para aferrarse a este
instante, y sabía exactamente cómo capturarlo.

Cordelia se despertó lentamente. Después de viajar constantemente con su


padre estaba acostumbrada a despertar en lugares extraños, por lo que encontrarse
acostada en el diván de una habitación desconocida no era tan inquietante como lo
sería para otra persona.
Aunque lo que no esperaba era encontrar a Kipp sentado frente a ella,
sonriendo.
—Buenos días —saludó él.
Cordelia se sentó rápidamente, frotándose los ojos y mirando a su alrededor
para centrarse. ¿Qué estaba haciendo Kipp aquí con ella...?
Entonces lo recordó, no estaba en su dormitorio.
Anoche bajó y estuvo...
¡Oh Dios!
—Creo que te acostaste tarde —adivinó él, lanzando una mirada hacia el mapa.
Ella se frotó los ojos de nuevo y asintió.
—Espero que no te importe... —No parecía que le importara, Kipp seguía
sonriendo—. Pensaba dejarlo así para que lo descubrieras la próxima vez que
vinieras, ya que hoy tenemos que irnos temprano.
—Me alegro de haberlo visto. Y de haberte descubierto. —Kipp cerró el libro
que estaba sosteniendo y ella advirtió que era su cuaderno de bocetos. Tenía señales
de lápiz en los dedos y, por supuesto, el ceño culpable en su frente.
Algunas cosas nunca cambiaban. Kipp era tan culpable como ella.
La había estado dibujando mientras dormía.
Ella se miró, de repente muy consciente de su aspecto, de lo que él habría
dibujado -incluyendo su pie desnudo que sobresalía al final del vestido.
—¿Me vas a enseñar lo que has dibujado?
—No.
—¿No?
—Decididamente no.
Ahora estaba completamente despierta.
—Te has aprovechado de mí.
—Casi nada —le aseguró, recostándose y sonriendo.
¡Vaya descaro! Bajo todo ese apropiado barniz Kipp era un demonio libertino
128
igual que su hermano.
—Estabas disponible —continuó él—. La modelo perfecta. Afrodita tomada por
sorpresa.
¡Nada menos que Afrodita! Cordelia resopló y se esforzó para ignorar la ligera
emoción que le provocó oír que la llamaba “perfecta”.
«Una ruina perfecta», pensó mejor.
La luz quemaba en los ojos de Kipp. En realidad, ardía. Con una pasión que
pedía ser correspondida.
«Ven a mí, Cordelia. Déjame mostrarte lo que puede ser la perfección...»
¿En qué estaba pensando? «No es tuyo», se recordó ella. «Sólo lo has pedido
prestado.»
Volvió a pensar en lo que había dicho. «Afrodita tomada por sorpresa». Eso
generalmente significaba que la dama estaba...
Cordelia volvió a mirar su pie desnudo y tuvo que preguntarse cuánta pierna
más había expuesto. Extendió la mano.
—Me gustaría ver lo que has dibujado.
—Como te he dicho, estaba dibujando a Afrodita. —Hizo un gesto con la cabeza
a un lugar justo detrás de ella.
Y cuando se volvió, Cordelia vio una pequeña estatua de la diosa sobre la mesa.
Se sonrojó, sintiéndose tonta.
Por supuesto que no estaba hablando de ella. ¿No habían dicho Kate y él que la
señorita Holt era una belleza de renombre? ¿Por qué querría dibujarla a ella, la
corriente Cordelia Padley?
Kipp rió, estirándose mientras se levantaba y se arrodillaba ante ella. Le guiñó
un ojo y abrió el cuaderno de bocetos, pasando las páginas y girándolo hacia ella.
Sorprendida, se vio a ella misma. Reclinada en el diván, su pelo hecho un
desastre cayendo por todas partes. Absurdamente, alargó la mano tratando de
darle una apariencia de orden, porque la mujer del dibujo parecía... Tan accesible.
Tan tentadora.
Cielos, ¿era así como la veía? ¿Cómo quería verla?
—Ahora te tengo para siempre —musitó Kipp, en un susurro sensual que la
dejó temblando, y no porque no llevara medias.
¿Qué tenía que contestar a esa frase? Bueno, ciertamente no lo primero que salió
a relucir en sus pensamientos.
«Sería siempre tuya si me quisieras... Tómame... Ámame.».
Aunque tampoco le dio tiempo de decir nada ya que Kipp extendió la mano y
sujetó un mechón extraviado, sus dedos rozaron su oído, enviando chispas de
deseo a su cuerpo.
—Cordelia, quiero...
Sin embargo, antes de terminar, Kate entró apresuradamente en la habitación.
129
—¡Oh, aquí estás! —Se detuvo detrás de Kipp y miró el cuaderno de bocetos—.
Lord Thornton, tiene una gran destreza. La ha capturado exactamente. —Kate le
guiñó un ojo a Cordelia, siempre la acompañante imperfecta—. Aunque espero que
no estuviera roncando mientras la dibujaba.
Kipp se sentó en sus talones mientras Cordelia se levantaba. El rubor se elevó en
sus mejillas. Oh cielos, ¿qué era peor; ser atrapada con Kipp de esta manera o las
impertinentes revelaciones de Kate?
Eligió lo último.
—No ronco.
—Si tú lo dices —respondió la acompañante con toda naturalidad.
—Sólo un poco —bromeó Kipp, aunque ninguna de las dos le prestaban
atención en este momento.
—Bien, no te preocupes por eso —le anunció Kate, haciendo un gesto con el
dedo para que Cordelia la siguiera—. La señora Abbott ha traído la bandeja del
desayuno y tú no estabas allí para disfrutarla. Realmente no ha sido culpa mía que
no pudiera decirle dónde estabas, y ya sabes cómo odio ser el tema de los chismes.
Cordelia se alejó de Kipp y subió las escaleras.
Echó un vistazo a la biblioteca. ¡Cielos! ¿Qué iba a decir Kipp?
Cordelia, quiero...
Por lo que sabía, igual sólo quería arenques ahumados para desayunar.
—Si no quieres casarte con el conde... —empezó Kate justo cuando llegaban al
segundo rellano.
Cordelia se detuvo, agarrándose a la barandilla.
—Claro que no...
Desearía sonar más convincente. Realmente no quería casarse.
Desvió la mirada hacia las escaleras.
Kate resopló con fuerza y agarrándola, tiró de Cordelia sermoneándola
mientras subían.
—Entonces tengo que recordarte que tú no eres la prometida de lord Thornton.
—Lo sé —respondió Cordelia, esforzándose por parecer indignada—. No tengo
la menor idea de lo que estás insinuando.
Falló miserablemente, porque Kate sacudió con brusquedad la cabeza.
—Cordelia, ese hombre no es tuyo. Y muy pronto lo tendrás que devolver.
—Soy muy consciente de la situación —replicó Cordelia—. Yo soy quien ha
venido hasta aquí con él.
—Pues te sugiero que tengas cuidado antes de que ocurran más complicaciones
—contestó Kate, y continuó subiendo las escaleras con un gran resoplido.
Como si a Cordelia le hicieran falta más.
Si te prestan algo siempre hay que devolverlo.
¿No es así?
130
Cordelia no se dio cuenta de lo mucho que se había enamorado de Mallow Hills
hasta que se marcharon una hora más tarde.
Mientras miraba las piedras gastadas, supo que nunca volvería a ver esas
paredes.
No después de que Kipp se casara con la señorita Holt.
Aquella dolorosa punzada en su pecho la hizo mostrarse cautelosa con Kipp el
resto del día. Bueno, eso y la advertencia de Kate.
«Él no es tuyo. Y muy pronto tendrás que devolverlo.»
Así que cuando él cabalgaba junto al carruaje para señalar las vistas que sabía
que ella encontraría interesantes, o le traía una flor silvestre para que la prensara en
su libro, Cordelia era educada, pero distante.
¿Cuándo había empezado todo? Hace unos días, sí, había sentido curiosidad
por ver a su viejo amigo, esperando solamente que la ayudara a engañar a sus tías
para poder volver a hacer felizmente su vida.
Al menos, eso es lo que se había dicho a sí misma.
Pero todo había cambiado. En algún punto del camino, entre ver a la señora
Abbott regañar con cariño como una madre gallina a los hermanos Talcott, caminar
por los verdes prados de Mallow Hills, y subir la gran escalera con todos los
antepasados Talcott velando por ella, se había enamorado de Kipp.
Y despertar para encontrar su mirada sensual acariciándola, oh, encendió un
anhelo en su interior como nunca había conocido.
Disfrutar de ese momento siempre, todos los días...
Cordelia cerró los ojos al descubrir lo profundamente enredada que estaba en el
lío que ella misma había creado. Pero, ah, qué condenadamente difícil era no
sonreírle cuando él le guiñaba un ojo, o cuando le sorprendió mirándola -con la
misma pasión sensual que exhibió por la mañana.
Justo antes de que Kate llegara y lo arruinara todo.
No, realmente la salvó de hacer una enorme estupidez.
«No es tuyo», se recordó.
Justo en este momento, el carruaje se balanceó con fuerza hacia la derecha
cuando se alejó de la carretera. Cordelia abrió los ojos y vio que habían girado en
una gran curva. Al cabo de unos instantes, apareció la mansión del duque de
Dorset, Hamilton Hall.
A su lado, Kate soltó un silbido bajo.
—¿Tu amiga va a ser la señora de todo esto? —No había duda del tono de
aprobación—. Ella tiene los pies bien plantados, ¿no es cierto?
La implicación indicaba que Anne tenía sus prioridades en orden. Mientras
Kate sonreía pacientemente ante los planes de Cordelia de abandonar Inglaterra y
131
pasearse por el mundo, ella no ocultaba su preferencia por una casa permanente y
un puñado de sirvientes para hacer el trabajo pesado.
Kate se asomó por la ventana.
—Hace que el montón de piedras de lord Thornton se vea bastante
destartalado.
Cordelia se encogió de hombros.
—Mallow Hills no es así. Es un hogar. Es... —Hizo una pausa porque casi había
dicho que era un lugar perfecto para vivir. Pero esas palabras difícilmente serían
suyas—. Eso... —Agitó la mano hacia el gran edificio y las alas de habitaciones que
sobresalían de todos los ángulos—, es una monstruosidad. Pobre Anne.
—Sí —dijo Kate con fingido horror—. Pobre Anne.
Cordelia no respondió y siguieron en silencio hasta que la mansión se alzó ante
ellas, como si su farsa aumentara al acercarse a ella llegando a su punto álgido.
¿Creerían que Kipp y ella eran...? Se apretó las manos, muy segura de que iba a
acabar con un agujero en sus guantes.
Era eso o jugarse las consecuencias a cara o cruz.
Kate se acercó y colocó la mano firmemente sobre las de Cordelia.
—¿Estás segura de querer seguir con esto?
«Con tu loco plan.»
Afortunadamente, Kate no lo dijo. No necesitaba hacerlo. Cordelia ya sabía que
era una temeridad en el mejor de los casos. Fingir estar locamente enamorada de
Kipp... y luego fingir un corazón roto.
Salvo que ahora sabía que la parte de “fingir” no sería tan difícil.
Ni la parte “locamente enamorada”.
Pero en ese instante también regresó el desagradable fantasma del comerciante
de sebo y desenredó las manos, enderezándose.
—Sí. Es la única manera.
—Podrías ser sincera —le aconsejó Kate.
—No. Ya es tarde. —Por mucho que no quisiera tener que admitir su engaño,
deseaba menos que este cuento de hadas terminara.
Quería disfrutar de unos últimos días siendo la amada prometida de Kipp.
Maldito Kipp y todas sus ideas del hogar. Y del deber. Y de las obligaciones.
Estos últimos días le habían enseñado mucho sobre lo que era verdaderamente
honorable, valiente y aventurero.
Si solo fuera ella la que estuviera a su lado para ayudarle a salvar Mallow
Hills...
El carruaje se detuvo bruscamente y Cordelia respiró hondo.
—Ya hemos llegado.
Observaron las escaleras y las puertas dobles que se abrían saliendo a toda prisa
una multitud de sirvientes, seguidos por unas cuantas damas.
132
Cordelia escuchó el resoplido de Kate y su murmullo:
—Cielos, prepárate para poner firme la espalda.
Sí, y bastante.
Pero Cordelia no había cruzado las llanuras de la India y las amplias
extensiones del océano sin poseer una sensación de bravuconería frente a los
peligros, así que levantó la barbilla y sonrió, a pesar de la manera en que su corazón
martilleaba salvajemente.
Claro que eso también pudo ser porque Kipp le abrió la puerta del carruaje.
A Kipp se le veía risueño, sus ojos azules brillaban con travesura.
—No puedes estar disfrutando de esto —le susurró ella mientras la ayudaba a
salir.
—¿Disfrutando? —Él echó una ojeada rápida al grupo que se acercaba e hizo
una mueca, como si hubiera examinado el panorama y sopesado sus
probabilidades... llegando a la misma conclusión que ella.
Estaban decididamente superados en número.
—No. En realidad, estoy aterrorizado.
—Yo también.
Ante su confesión, él sonrió de nuevo.
—Venga, Comandante Cara Pálida, me convenciste a mí, ¿verdad?
Conquistaremos juntos a esta horda sangrienta.
Cordelia se echó a reír sin poder evitarlo.
—Sí, Mayor Piernas de Pudin. Supongo que debemos hacerlo ahora que
estamos metidos en esto hasta el cuello.
Kipp tomó su mano, poniéndola en su brazo. La cálida y musculosa fuerza de
su brazo bajo la mano y su gran figura a su lado parecían un escudo inmenso e
inflexible que la protegía. Aunque no estaba muy segura si él lo había hecho para
prestarle su fuerza o para obtenerla de ella, ¿qué importaba?
Conquistarían esto juntos.
—¿Crees que conseguirás convencer a tus tías de que estás locamente
enamorada de mí? —preguntó Kipp mientras se detenían ante los grandes
peldaños.
Cordelia asintió antes de mirarle a los ojos.
—Sí, Kipp, lo conseguiré.

133
Capítulo 8

Después de esa confianza, o mejor dicho, confesión, Cordelia se vio alejada de


su guardián.
No es que tuvieran otra opción. El duque requisó a Kipp y Drew como
“refuerzos”. Y cuando Drew mencionó algo acerca de ver los famosos establos del
duque, él organizó una gira inmediata.
Sin las damas.
Kate tampoco ayudó. Viendo que la oposición tenía números muy superiores,
inmediatamente huyó del campo de batalla con la débil excusa de “supervisar el
equipaje”.
Cordelia se quedó sola para defenderse en un pequeño salón íntimo, rodeada de
sus amigas más queridas.
Sí, era maravilloso verlas a todas, Anne, Ellie, Bea... a sus amadas compañeras
de la escuela.
Y la reunión se magnificó cuando se agregaron las indomables tías de su padre,
Aldora, Bunty y Landon. Por si no era suficiente una fuerza con la que contar, ellas
también habían traído refuerzos, un grupo de acompañantes y otras invitadas a las
que Cordelia no conocía, pero que ahora estaban sentadas por toda la sala.
Su emocionada charla se arremolinó en una cacofonía de preguntas, y Cordelia
se mareó tratando de responder a todo.
—Esto es lo que pasa cuando no se tiene una orientación adecuada.
—Sí, es cierto. ¿El conde de Thornton? ¿Cómo es eso?
Tía Bunty se apresuró a añadir:
—Te juro, sobrina, que escribiste que era el señor Thornton, el capitán
Thornton...
Landon resopló y dirigió una mirada fulminante a su hermana menor.
—Debes haber confundido el asunto. Una vez más.
Bunty se erizó.
—Ni hablar. Leí la carta dos veces y tú estuviste presente.
Anne, siempre diplomática, sonrió cortésmente ante la disputa de las hermanas
y agregó con firmeza y cortesía:
—Es maravilloso que estés aquí, Cordelia.
Ella sonrió a cambio, agarrándose a las oportunas palabras de Anne como una
cuerda de salvamento.
—No podía perderme tu boda.
—Y pronto te veremos casada —añadió Bea. Y persistente como siempre,
continuó—: ¿Cómo lograste tal hazaña? El conde de Thornton, de todos los

134
caballeros... —Frunció los labios, una indicación inconfundible de estar
reflexionando sobre el asunto.
Una mala señal, pues si alguien era lo suficientemente perspicaz para descubrir
su engaño, Cordelia apostaría el sixpence de su bolsillo a que Beatrice Heywood
sería la primera.
Y evidentemente ya lo había hecho.
—Había oído que el conde pasaba mucho tiempo en Russell Square, en
compañía de la señorita Holt.
Ante la mención del nombre de la heredera, se produjo un silencio repentino en
la sala.
Al parecer, la señorita Holt era bastante conocida.
Pero duró poco, ya que varias de las señoras mayores resoplaron con
desaprobación.
—Es una criatura vulgar.
—Se lo tiene muy creído —comentó una de las acompañantes.
—Cielos, parece que cada familia advenediza de Inglaterra tiene una belleza por
hija en estos días. ¿Por qué no puede esa gente tener hijos normales como
corresponde a su clase? —preguntó tía Aldora con seriedad.
Bunty asintió con la cabeza.
—Es una decidida desventaja cuando una jovencita es más rica que todos
nosotros juntos.
—Sí, la señorita Holt tiene una dote que le da una ventaja decisiva, pero no
tienes nada que temer, Cordelia —comentó Bea.
Cordelia se removió ligeramente y miró a su amiga.
—¿No?
—Claro que no. La manera en que lord Thornton te mira es prueba suficiente.
—¿Prueba?
—De que te ama, tonta —añadió Anne.
—Sí, es cierto —asintió Ellie.
—Te adora completamente —le informó Bea.
—Me sorprende que él no haya pedido ya las amonestaciones —admitió tía
Landon a nadie en particular.
Cordelia forzó una sonrisa. El primer paso de su plan había salido bien. Había
convencido a todas de que su compromiso no era ficticio.
Ahora, todo lo que tenía que hacer era sobrevivir los próximos días fingiendo
estar locamente enamorada de Kipp.
Y entonces él le rompería el corazón.
Aunque la determinación de Cordelia de continuar con su engaño sólo servía
para alterarle los nervios.
Y para alguien que había navegado alrededor del Cuerno de África -dos veces-
135
eso ya era decir mucho.
La diligente madre del duque -a pesar de estar inmovilizada por un tobillo
torcido- y las seis hermanas de su Señoría, tenían cada minuto de la fiesta planeada
hasta la boda, por lo que Cordelia estaba constantemente rodeada de curiosos bien
intencionados, así como de su familia y amigas.
Aldora era la peor. Hace unos cincuenta años había perdido a su prometido una
semana antes de su boda. Su amado Wigstam se había ido de este mundo por, como
declaró tía Bunty en voz muy alta, “nada más que un insignificante resfriado.”
Tía Aldora no deseaba que su querida sobrina nieta tuviera la misma suerte, por
eso se preocupaba por Kipp como si fuera un cordero recién nacido; ¿Tenía
suficiente carne en la cena y no demasiado pescado? ¿Sabía que las espinas podían
causar problemas inesperados en sus intestinos?
Mientras tanto, Kipp le sonreía todo el tiempo, haciendo todo lo posible para
parecer el perfecto prometido.
Cordelia no sabía cómo Kipp aun no había montado en su caballo y huido a
Londres.
Peor todavía, cada vez que se acercaba, cada vez que le hablaba, le recordaba a
esa mañana, cuando se había arrodillado ante ella en la biblioteca y estuvo a punto
de decirle algo... de hacer algo.
Si Kate no hubiera elegido ese preciso instante para decidir de repente ser una
adecuada acompañante...

Cuando amaneció de nuevo, Cordelia tenía grandes esperanzas de que las


próximas veinticuatro horas fueran más fáciles, es decir, hasta que se detuvo en la
puerta del comedor justo cuando Aldora le preguntó a Kipp -sin la menor
delicadeza y con desagradables detalles- por el estado de su digestión.
Al oírle vacilar por una respuesta cortés, algo dentro de Cordelia se quebró
bruscamente y descubrió que no era la exploradora intrépida que creía que era, ya
que de repente se retiró precipitadamente, corriendo hacia su habitación y
agarrando su estuche de dibujar, huyendo de la mansión como si el mismo diablo la
persiguiera.
Así se lo pareció a Kipp.
—¿A dónde crees que vas?
La pregunta la detuvo en plena huida. Casi había doblado la esquina del
laberinto esperando llegar a la distante colina antes que alguien se diera cuenta.
Aunque alguien ya lo había hecho.
La última persona que quería ver. La única persona que quería ver.
—Y sin tu desayuno —añadió Kipp, sosteniendo un gran paquete en una
136
servilleta—. No me gustaría que tu digestión se inquietara —terminó, simulando el
tono agudo de tía Aldora con su constante inquietud y un movimiento de cejas.
Lo que le faltaba.
Cordelia se dirigió donde estaba, atrapándolo del brazo y tirando de él hacia el
seto, sin pararse hasta que lo arrastró detrás de un roble cercano.
Fuera de la vista.
—Eres un terrible provocador —le dijo mientras Kipp le entregaba el paquete a
cambio del estuche de dibujo. Cordelia miró dentro de la servilleta y suspiró—.
Pero también te adoro.
—¿Y dónde exactamente pensabas ir? —preguntó mientras la contemplaba
comer.
—Creo que es obvio —replicó Cordelia entre mordiscos. No había logrado
comer más que un bocado durante la cena, y era la primera en admitir que le
encantaba un buen desayuno. Y este rollo sabía celestial—. Voy a dibujar.
—¿Sola? Creía que ya habíamos resuelto esa cuestión en la posada.
—Tú la resolviste —le aclaró, acabando el rollo y tomando un bocado de la
loncha de tocino que él había robado. ¿Quién iba a imaginarse que Kipp era un
talentoso y exigente ladrón de desayunos?
—Y la resolveré ahora: O me dejas ir contigo o entraré e informaré a la duquesa
y a tus tías de que estás deambulando por ahí. Sola.
Cordelia apartó la mirada de su desayuno.
—¡No te atreverías! —Unos instantes de intenso silencio la convencieron de que
si lo haría—. ¡Oh, maldición! Ven si tienes que hacerlo.
—Creía que nunca me lo pedirías —replicó Kipp, echando un vistazo al paisaje
que les rodeaba—. ¿En qué dirección?
—Tan lejos de la casa como podamos. —Cordelia asintió hacia una pequeña
colina en la distancia.
Y allí se dirigieron. En algún momento, Kipp tomó su mano y ella no protestó,
ya que el calor de sus dedos entrelazados era suficiente para enviarle escalofríos de
placer por el cuerpo.
«Sólo por unos días», se recordó. ¿Qué daño podría causar?
Mucho, como muy pronto se dio cuenta Cordelia mientras caminaban y
hablaban de todo... y debido a lo que sentía. Era la misma familiaridad que los
había hecho amigos tan rápido cuando eran niños.
Cordelia lo entretuvo con historias de la India y él escuchó con una luz lejana en
sus ojos, como si estuviera caminando con ella por allí. Oliendo el sándalo, con el
sol sobre él, el sonido de una docena de idiomas alrededor de ellos, en lugar de los
familiares gorjeos y trinos de los petirrojos y alondras.
Cuando llegaron a la cima, una escena bucólica se desplegó ante ellos; un largo
valle verde con espirales de humo que se elevaban desde unas cabañas situadas
137
junto a los campos. A lo lejos, un antiguo campanario se alzaba hacia el cielo.
—¡Es perfecto! —exclamó Cordelia, sintiendo el conocido deseo de poner el
lápiz en el papel y, sin pensarlo, se sentó en la hierba. Kipp se unió a ella,
demostrando sus habilidades para el robo una vez más cuando le hurtó una hoja de
papel y otro lápiz, el cartógrafo en él asumió el control mientras empezaba a
delinear el paisaje.
—No te olvides, cierra los ojos primero —le recordó ella, acomodándose y
dejando que el paisaje la rodeara.
Kipp se rió e hizo lo que pidió, aunque Cordelia sospechaba que sólo lo hacía
para divertirse.
—Sí, sí, ahora soy parte de la tierra.
Cordelia resopló, esperaba que un día él reconociera que ella tenía razón.
Trabajaron en un silencio alegre, haciendo pausas para mirar el progreso del
otro. Pero mientras el sol subía hacia el mediodía, Cordelia supo que cuanto más se
quedaran, mayor sería el riesgo. Silenciosamente, guardó sus pertenencias. Kipp le
devolvió el lápiz y el carboncillo que había tomado prestado.
Cuando ella se levantó, él miró el suelo.
—Se te ha caído algo. —Recuperándolo, se lo fue a entregar, pero se detuvo y
miró el pedazo de plata en su mano—. Esto es viejo.
—¡Mi sixpence! —Cordelia se lo quitó, con un rubor caliente elevándose en sus
mejillas—. Oh, cielos, me metería en un montón de problemas si lo pierdo. Ellie me
habría descuartizado.
—Es sólo una vieja moneda —remarcó él mientras recogía el estuche.
—Nada de eso —declaró Cordelia sin pensar, guardándolo en el bolsillo. Se
había acostumbrado a llevarlo como un talismán, aunque ahora lamentaba su
estupidez ya que Kipp esperaba una explicación a sus descuidadas palabras—. Lo
encontramos hace mucho tiempo, Bea, Anne, Ellie y yo. En un colchón. En la
escuela de madame Rochambeaux. Allí nos conocimos. Y en ese momento
decidimos que el sixpence era... —Eh, cielos, tenía que dejar de balbucear—... que
nos daría buena suerte. Anne lo tuvo desde entonces, y recientemente me lo envió.
—¿Te lo envió? ¿Su buena suerte tuvo algo que ver con Dorset?
Cordelia se estremeció.
—¿Cómo lo has descubierto?
—Te olvidas que acabo de pasar la última Temporada rodeado de jovencitas
recién salidas de sus “escuelas en Bath”. Por cierto, ¿qué enseñan en esos lugares?
—La forma en que lo dijo sonaba como si las damas pasaran sus años formativos
aprendiendo una serie de artimañas y engaños.
Cordelia levantó la nariz.
—¿Y cómo voy a saberlo? La de madame Rochambeaux no estaba en Bath.
—Es evidente. —Kipp se cambió el estuche de mano y se dirigió al camino.
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Ella se apresuró tras él.
—¿Qué quieres decir?
Kipp la miró.
—Que tus amigas y tú sois bastante únicas.
Cordelia se paró enfurecida, con los puños en las caderas.
—¿Y qué significa eso?
Volviéndose lentamente, él sonrió y regresó a su lado. Ahora ella temblaba con
algo muy diferente a la indignación.
Lentamente, Kipp se inclinó, su aliento caliente contra su oído.
—Mi querida Comandante Cara Pálida, ¿cómo no podría encontrarte diferente?
Incapaz de detenerse, Cordelia apoyó la mano en su brazo, aunque sólo fuera
para aferrarse a algo sólido ya que su mundo entero comenzaba a tambalearse bajo
ella.
—¿Y eso es algo bueno? —Se las arregló para preguntar, atreviéndose a mirar
sus claros ojos azules que la hicieron recordar las cálidas aguas de Madagascar.
—Muy bueno —le dijo, y por un momento, pensó que iba a besarla. De nuevo.
Y cómo lo deseaba. Anhelaba sentir sus brazos alrededor, sus labios posándose
en los suyos.
Deseaba creer que ese beso duraría toda la vida.
Pero en ese instante, la imagen de Mallow Hills atravesó sus pensamientos. Y el
de todo el dinero que necesitaba para salvar su casa.
Dinero que él no tenía, y ella ciertamente tampoco.
Retrocedió fuera de su alcance, mirando a cualquier parte menos a él.
—Bien, deberíamos regresar. No quiero llegar tarde al almuerzo de la duquesa.
—Si insistes —convino él—. Tu tía Aldora querrá una explicación completa de
nuestra mañana juntos.
Cordelia rió entre dientes.
—¿Intentas asustarme?
—Puede ser. Yo estoy aterrorizado. ¿Ayudaría si te digo que habrá pasteles en
el almuerzo? ¿Y los helados que siempre te gustaron cuando éramos jóvenes?
—Un poco —respondió ella.
Se rieron y, una vez más, Cordelia dijo exactamente lo que pensaba su corazón.
—Ojalá que esto nunca tuviera que terminar.
—Sí. —Kipp se mostró de acuerdo con un largo suspiro—. Pero tenemos hasta
el domingo. Vamos a aprovechar al máximo hasta entonces.
Ella deseaba mostrarse tan despreocupada.
—No puedo evitar preocuparme porque alguien descubra la verdad.
Kipp se encogió de hombros.
—No sé qué más podemos hacer para demostrar que nuestro compromiso es
algo legítimo, salvo...
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En ese momento recorrieron una curva del sendero y allí, en el camino, estaban
Anne y Dorset.
Completamente entrelazados.
Una visión que más bien paralizó el hilo de los pensamientos de Kipp. ¿Qué
más podían hacer para que su compromiso pareciera realmente por amor...?
«Excepto quedar atrapados en una posición comprometedora...»
—Eso no —comentó, dirigiendo a Cordelia en otra dirección.
—Sí, supongo que no. —Sin embargo, no pudo evitar echar una ojeada a la
pareja. Anne aprisionada contra el amplio tronco del árbol por el duque, quien
estaba haciendo un trabajo muy meticuloso besando a su novia, tan perdidos en su
abrazo que no habían oído acercarse a Cordelia y Kipp.
Se percibía algo tan íntimo, tan apasionado en el momento, que Cordelia metió
la mano en el bolsillo y rodeó el sixpence.
¿Acaso este pedazo de plata había ayudado a Anne? Era bastante difícil de
creer.
Y sin embargo, allí estaba. La más improbable de las parejas.
Ella siguió a Kipp lejos de los dos, preguntándose si todas las parejas
prometidas se comportaban así. Tenía que saberlo.
—¿Es así como estás con la señorita Holt?

«¿Es así como estás con la señorita Holt?»


Kipp tropezó y se dio la vuelta.
—¡Dios no! ¡Claro que no!
Los ojos de Cordelia se ampliaron, no esperaba una respuesta tan vehemente.
Por otra parte, Kipp no se dio cuenta de su horrorizada contestación hasta que
las palabras salieron de él.
—¿De verdad? Yo creía... —empezó ella, echando un vistazo atrás—. Es sólo
que si estás a punto de...
—¡No! —No estaba seguro de lo que decir ahora—. Nunca hemos hecho eso...
Es decir, la señorita Holt y yo no...
—¿Nunca? —Sonaba muy complacida con su revelación.
Nunca había besado a la señorita Holt.
Y en cierto sentido fue una revelación para él. Pensando en ello, nunca lo deseó
realmente... No con el mismo fervor que parecía haber superado a Dorset y su
prometida, la pareja estaba completamente perdida en su pasión mutua.
—No creo que la señorita Holt lo apruebe... —Se apresuró a explicar, como si
eso lo hiciera más creíble.
—¿Un beso? ¿Tuyo? —Cordelia negó con la cabeza—. Parece muy tonta.
140
—No lo es —declaró, levantándose en defensa de la heredera, aunque no tan
apasionadamente como se podría esperar de un casi prometido—. Es sólo que ella
no... Bueno, creo que no lo encontraría... aceptable. Y no me gustaría imponerme a
ella.
Cordelia seguía sin estar convencida.
—Si esa señorita es con la que quieres casarte con todo tu corazón, y ella
contigo, besarte... Bueno, eso debería ser en todo lo que pensara. Todo lo que
deseara.
Y ahí estaba.
Los dos sabían que Cordelia no estaba hablando de la señorita Holt.
Ver al duque y a la señorita Brabourne enredados de tal manera consiguió que
él se imaginara a Pamela desmayándose ante una exhibición tan indecorosa.
Tampoco Pamela le permitiría tales libertades. No antes de casarse. E incluso
entonces sospechaba que no sería muy bienvenido después que el párroco les diera
la bendición.
Claro que ella cumpliría con su deber de producir un heredero y el de repuesto
necesarios, pero ¿después de eso?
Nada.
Miró a Cordelia. Ella nunca se conformaría con un matrimonio sin amor, sin
pasión.
No su Cordelia. Y algo viejo y olvidado tiró de su alma. El mismo dolor
profundo que años atrás casi le había roto en dos cuando el carruaje de sir Horace
se había alejado, arrancando a Cordie, su Cordie, de su vida.
De alguna manera, con el paso de los años, había olvidado ese sentido de
pertenencia a otro.
Cómo dos personas encajaban tan perfectamente. Cómo siempre se habían
tomado de las manos, pasando de una aventura a otra. Cómo habían terminado las
frases el uno al otro, y los dibujos. Cómo no podía irse a dormir por la noche hasta
que veía la luz de su vela en su habitación.
Y ahora que se habían reunido, estaba redescubriendo las cien y una maneras en
las que Cordelia Padley siempre sería la chispa que encendía su corazón. Su propia
llama.
—¿Cordelia?
—¿Sí?
—¿Sería muy atrevido de mí parte... no, muy impropio preguntarte algo... hacer
algo...?
Cordelia le miró.
—¿Qué me estás pidiendo?
—Bésame, Cordelia. Igual que ellos. Como si estuviéramos prometidos. Como
si estuviéramos destinados a estar...
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«Juntos.»
Pero no lo dijo en voz alta.
«Enredados. Entrelazados.»
La abrazó. Ella le había rechazado antes, pero Kipp no iba a dejar pasar esta
oportunidad.
Porque bien podría ser la última.

Cordelia apenas tuvo un momento para parpadear, en un segundo estaba de pie


en el camino y al siguiente estaba en los brazos de Kipp, y él la estaba besando.
No, la estaba devorando.
Y ella se estaba ahogando. Había deseado este momento desde la noche en la
posada y ahora...
Intentó retroceder.
—Kipp, no debemos. ¿Y si nos pillan? Tienes obligaciones en otra parte. No seré
la causa...
Él sacudió la cabeza y la acercó.
—Cordelia, cierra los ojos y siente.
Su aliento le rozaba la oreja, enviando zarcillos de deseo recorriéndola.
Un suspiro se escapó de sus labios mientras besaba su cuello. Unos débiles
escalofríos se enredaban en su núcleo, dejándola ansiosa y estremecida de placer,
anhelando su toque para calmarlo completamente.
Kipp buscó su boca otra vez, besándola lentamente, provocándola.
Era imposible evitarlo, estaba perdida. Ella se abrió a él, su lengua la provocaba
para encontrar el camino, sus manos la exploraban, tentándola. Cuando su mano
rodeó su pecho, ella se arqueó, y él la hizo retroceder hasta que la presionó contra
un roble.
Acto seguido, la cubrió con su cuerpo, tan duro como el tronco. Ella suspiró. Por
inocente que fuera, ahora sabía lo que significaría tener su dureza. Extendiendo la
mano, lo tocó, explorándole y acariciándolo.
Kipp le agarró la mano y la apartó.
—Me volverás loco.
—No más de lo que tú me estás volviendo a mí.
—Ni siquiera estás cerca de eso. —Y se lo demostró liberando del vestido uno
de sus pechos y tomando el pezón en su boca para chuparlo.
Cordelia jadeó mientras la atravesaban mil sensaciones peligrosas, despertando
cada nervio de su cuerpo.
Cada necesidad.
Después le levantó el vestido y sus dedos se deslizaron por su muslo, y más
142
alto, hasta que la tocó justo donde cada chispa de fuego que estaba encendiendo
parecía estar depositado, y con su toque desencadenó una cruda pasión.
—Oh —jadeó ella mientras la exploraba, la acariciaba. Kipp rozó su duro nudo,
y de repente ella se puso de puntillas, levantándose hacia su toque, buscando algo
que la llevaba muy alto.
Él la acarició, lentamente al principio, y cuando sus caderas comenzaron a
arquearse deslizó un dedo dentro de ella, recopilando la humedad y empujándola
más arriba.
Cordelia intentó respirar, trató de darle sentido a esto, pero todo estalló y ondas
de placer la enviaron a un crescendo de deseos encontrados y liberados.
Abrió los ojos y vio que Kipp sonreía. Demasiado orgulloso de haber hecho
estallar todas esas sensaciones.
Kipp le acarició el cuello, sus labios calientes contra su piel húmeda.
—¿Ya estás de vuelta en la tierra?
—Totalmente —musitó.
Él bajó la cabeza para besarla de nuevo, pero el chasquido de una rama los
separó. Por un segundo se quedaron boquiabiertos, intentando recuperar el aliento.
Kipp alargó la mano y le metió un mechón detrás de la oreja. Apenas servía
para dar a su estado desaliñado una apariencia de orden, pero trajo una sonrisa
tímida a sus labios.
Agarrándole la mano la sacó de detrás del árbol, viendo a Dorset y a la señorita
Brabourne, con un aspecto igualmente desaliñado y feliz, que los saludaban.
—¡Cordelia! Aquí estás —dijo Anne, lanzándole un guiño de conocimiento—. Si
la duquesa nos pregunta, todos salimos a dar un paseo.
—Estábamos dibujando —corrigió Cordelia mientras le señalaba a Kipp su
estuche olvidado.
—Ah, sí, “dibujando” —acordó el duque—. Una de mis actividades favoritas.
Los cuatro rieron y regresaron a la mansión.

143
Capítulo 9

Esa noche, Kipp se detuvo a medio camino de la escalera al ver a su anfitrión y a


su hermano en el vestíbulo. No pudo evitarlo. Se echó a reír.
Drew iba disfrazado de pirata, un disfraz no muy adecuado dada su reputación
en tierra y en mar. Pero fue Dorset quien le hizo negar con la cabeza.
—¿Listo, Thornton, para una noche de locura? —Vestido como Baco, el duque
levantó la copa que sostenía.
Los dos se rieron con buen humor.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Drew, mirando a su hermano de la
cabeza a los pies.
—Es todo un misterio.
—No lo creo —respondió Drew.
Kipp estaba disfrazado de príncipe indio, aunque en realidad no era un gran
misterio, un hecho que Drew reconoció con una sacudida de cabeza antes de
regresar al lado de la señora Harrington.
Kipp no sabía cómo Cordelia lo había logrado, sólo sabía una cosa; él estaba
dispuesto a ser quien ella quisiera.
Durante todo el tiempo que quisiera.
Hasta que tuviera que regresar a Londres. Porque tenía que hacer eso primero.
Debía limpiar su conciencia con la señorita Holt.
¿Y si estaba equivocado y el corazón de Pamela ya se lo había entregado a él?
Oh Dios, ¿qué haría entonces?
Fue a pasarse la mano por el cabello y casi hizo volar su turbante.
Como su vida...
Miró a través del vestíbulo a la multitud del salón de baile buscando a Cordelia.
El atisbo de una idea, una inspiración realmente, cruzó por su mente antes que
se diera cuenta.
Había bromeado con la señorita Brabourne y Dorset sobre ir a dibujar, pero el
duque, un viejo amigo de la escuela, le había preguntado si era verdad que dibujaba
mapas. Una cosa había llevado a otra y el duque, observando por encima el
contorno del mapa que Kipp había comenzado, le ofreció una suma extraordinaria
por trazar toda su propiedad.
«Pero no es suficiente», argumentó su lado práctico. «Porque cuando ese
estipendio se haya ido, ¿entonces, qué?»
Más encargos llevarían tiempo. Tiempo que no tenía.
Si sólo...
Pensó en ese miserable sixpence de Cordelia y deseó que realizara algún

144
milagro.
No es que pensara que tal cosa era posible.
Si la señorita Holt lo amaba, entonces honorablemente tendría que casarse con
ella y formalizar un matrimonio de conveniencia.
Lo cual, en verdad, no era más honorable que pedirle a Cordelia que se quedara
en Inglaterra y trabajara junto a él para restaurar juntos Mallow Hills. No era la vida
de exploración que ella anhelaba, pero era todo lo que podía ofrecerle.
—Si fuera presuntuoso... —empezó Dorset, infiltrándose en sus oscuras
reflexiones.
—¿No es ese tu privilegio? —Kipp apartó la mirada de la atestada habitación.
Dorset se echó a reír.
—Sí, supongo. Pero tengo que preguntar -y sólo porque Anne tiene a Cordelia
en muy alta estima- ¿qué estás haciendo? Quiero decir, ¿a quién esperas engañar
con ese disparate del compromiso?
«¿Disparate?» Oh, el hombre tenía toda su atención ahora.
—No sé a qué te refieres... —Kipp se las arregló para parecer ofendido.
Dorset miró a su alrededor y bajó la voz.
—Te olvidas que también estuve en Londres esta Temporada. —Hizo una
pausa y dejó que su argumento profundizara. Luego señaló con la cabeza hacia la
puerta principal—. También explicaría por qué ella está aquí.
—¿Quién está aquí? —preguntó Kipp, girándose en esa dirección.
Conmocionado, vio que en la puerta estaba la señorita Pamela Holt, y a la
sombra de su estela, la figura de bulldog de su padre, Josiah.
El corazón de Kipp se hundió. «¿Qué diablos?»
Pamela echó un vistazo a los invitados, con los ojos entrecerrados mientras
examinaba la feliz escena que tenía delante. Suspirando, entró como si le estuvieran
pidiendo que caminara por Seven Dials3.
—¿Lord Thornton? —El saludo contenía un filo de suspicacia. Como si no
estuviera segura de haberlo encontrado.
—¿Señorita Holt? —Kipp todavía no podía creerlo—. ¿Qué hace aquí?
—Podría preguntarle lo mismo —respondió ella. Josiah se acercó a su lado con
una expresión de disgusto—. He oído un rumor muy improbable sobre su partida...
No podía descansar hasta que descubriera la verdad. Y ahora lo encuentro...
Ella sacó su pañuelo y lo apretó, acercándoselo a los labios como si lo último
que quisiera hacer era pronunciar las palabras siguientes.
—Bueno, para expresarlo con claridad, confiaba en que su misión era una
cuestión de honor, milord, y sin embargo, le encuentro en medio de una bacanal.

3 Seven Dials es una zona del West End de Londres, en Covent Garden, donde convergen siete calles. Durante
la época de la Regencia se convirtió en refugio de ladrones y prostitutas.

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Detrás de él, Dorset soltó una carcajada, pero al ser sorprendido se volvió hacia
sus otros invitados.
—No es así —replicó Kipp. Entonces, por si las cosas no pudieran empeorar
más, Cordelia bajó las escaleras y se detuvo a su lado. Vestida con un sari, nada
menos. Con un hombro desnudo, una joya pegada a su frente, y los ojos llenos de
kohl, mostraba una imagen seductora y exótica.
Incluso detectaba un aroma a sándalo, un olor que le empujaba hacia ella.
Tan descarada como era, ella le guiñó un ojo.
La señorita Holt soltó un sonido de agravio.
—¿Supongo que usted es la señorita Padley?
—Lo soy —contestó Cordelia, haciendo una cortesía que la señorita Holt no
devolvió.
En lugar de eso, la heredera la miró de la cabeza a los pies, como si la estuviera
examinando y cuestionando.
—Quizá, señorita Padley, no comprende la difícil situación en la que ha
colocado a lord Thornton, lo indecoroso que es todo esto.
Sin temor, Cordelia siguió sonriendo.
—Señorita Holt, no hay nada indecente en absoluto. Simplemente tomé
prestado a lord Thornton.
—Parece que ha hecho más que eso —respondió la heredera.
Al otro lado del vestíbulo, Drew tosió y volvió la espalda a la escena.
Si estaba riéndose o ahogándose, Kipp esperaba que fuera más lo último que lo
primero.
Y lo que era peor, Cordelia se veía dispuesta a alzarse en su defensa y hablar de
la única manera que sabía, francamente.
—Creo que será mejor que hablemos en privado, señorita Holt —indicó Kipp,
sujetándola del brazo y apartándola de Cordelia.
La señorita Holt resopló, lanzando una mirada mordaz a su aparente rival.
—Hay un pequeño salón... —Dorset señaló un lateral.
—Gracias —musitó Kipp mientras apartaba a la señorita Holt sin mirar atrás, si
lo hacía, sabía que nunca lograría hacer lo que debía.
—Un momento... —protestó Josiah al darse cuenta que Kipp estaba
secuestrando a su hija.
—Ahora no, Holt —respondió Kipp, cerrando rápidamente la puerta de la sala
en el rostro del hombre.
Este era un asunto que necesitaba resolverse en privado.
—Hace tiempo que oigo rumores de las inclinaciones de su Señoría —empezó
ella, caminando hasta el centro de la habitación, lejos de él y con los ojos fijos en la
puerta—. ¡Pero nunca habría imaginado que usted, lord Thornton, se prestara a
tales depravaciones!
146
Una vez más, ella presionó el pañuelo contra sus labios temblorosos.
Kipp cruzó la habitación.
—Entonces no pienses, Pamela. Dime que me quieres y bésame.
Ella se tensó.
—No recuerdo haberle dado permiso para ser tan familiar, milord. —Se
mantuvo firme, con la postura perfecta y una burguesa indignación.
Kipp extendió la mano hacia ella.
—Bésame, Pamela.
Ella emitió una especie de aullido cuando él la tocó y rápidamente se escurrió a
un lado, poniendo un sofá entre ellos.
—¿Está loco? —Pamela miró la puerta, como si se preguntara por qué su padre
no la estaba rompiendo. Cuando vio que ningún rescate parecía inminente, recurrió
a su entrenamiento de Bath. Hombros atrás, nariz en el aire—. Esta orgía en la que
le he encontrado envuelto ha oscurecido su buen sentido, señor.
—Es un baile de máscaras, Pamela. No una orgía.
—No estoy de acuerdo, cuando le encuentro dirigiéndose a mí tan íntimamente
y proponiéndome algo tan impensable... Exigiendo tal...
—Bésame.
—No. Lo. Haré.
—¿Por qué no? —Kipp tenía que saberlo—. Si me amas...
La señorita Holt se agitaba como una gallina mojada.
—Ni siquiera estamos comprometidos. No formalmente.
—¿Y si lo estuviéramos?
Pamela alzó la mandíbula. Desafiante. Y por un instante, se pareció a su padre.
Algo que no era una imagen muy favorable para ella. Pero fue una revelación, una
visión que decía sólo una cosa.
«Tampoco.»
Kipp paseó delante del sofá, mirándola fijamente.
—Una amiga me dijo que si me amabas... con todo tu corazón, y yo también,
nuestros únicos pensamientos deberían ser solamente el deseo entre nosotros.
Pamela parpadeó, como si él estuviera hablando en sánscrito. Con otra
respiración profunda, se dirigió a Kipp lentamente, eligiendo cuidadosamente sus
palabras, por si -en su aparente locura- él no comprendía el asunto.
—Todo lo que quiero entre nosotros es un comportamiento adecuado y
respetable, milord.
—Pamela, la pregunta es muy simple. —Kipp rodeó lentamente el sofá—. ¿Me
amas?
La mirada de Pamela se dirigió hacia la puerta.
—Lord Thornton, creía que compartíamos un entendimiento apropiado. Sigo
siendo de la opinión, incluso a la luz de los recientes acontecimientos, que tal
147
arreglo es para nuestro mutuo beneficio. —Respiró hondo y le sonrió, el mismo
gesto que había comprometido su interés hacia ella en primer lugar—. Estoy
dispuesta a pasar por alto esta indiscreción, esta llamada cuestión de honor, para
que los dos consigamos nuestra futura felicidad y seguridad.
«Seguridad, no amor». Eso se aferró a su comprensión con todas las notas
familiares de una canción tocada una y otra vez.
Esta vez no le ofreció a Kipp el confort que hasta hace una semana le había
proporcionado.
Y también era un potente recordatorio de que sin ella, su patrimonio, su futuro,
se destruiría. Aguijoneaba su orgullo, su propio sentido del propósito.
Lo peor de todo era que amenazaba con extinguir la chispa que Cordelia había
encendido dentro de él.
Algo, descubrió, que era mucho más precioso que todo el oro de Josiah Holt.
Mientras tanto, Pamela se había acercado sin problemas hasta la puerta y la
había abierto.
—Mi padre y yo hemos reservado habitaciones en la posada del pueblo
—anunció con voz lo bastante fuerte para que él y todo el mundo del vestíbulo la
oyeran—. Volveremos a Londres por la mañana. Espero que se una a nosotros.
Cuando Kipp llegó a la puerta, todo lo que vio de Pamela fue la parte trasera de
su falda mientras bajaba con una fuerte rabieta los escalones de la entrada. Josiah se
despidió torpe y precipitadamente.
—Mis disculpas, su Señoría, si hemos llegado en mal momento e interrumpido
su... —El hombre miró nerviosamente la fiesta y sacudió la cabeza—. Sea lo que sea.
Él hizo una gran reverencia y se apresuró hacia la puerta, deteniéndose lo
suficiente para dirigirse a Kipp.
—Mal asunto, Thornton. No hay otra manera de describirlo. Espero que venga.
Ambos tenemos mucho que ganar. —Josiah volvió a asentir con la cabeza y se
abalanzó hacia la puerta, bajando los escalones hasta su carruaje.
Sin embargo, en vez de ver todos sus sueños para Mallow Hills volar como una
pluma en el viento, de repente vio su futuro con los mismos colores brillantes y
extravagantes que Cordelia había pintado en su mapa.
Ella había devuelto los matices de la vida a su alma, y él no dejaría que nada ni
nadie apagaran la pasión y el fuego que despertaban en su corazón.
Sonrió ante esa revelación.
Aunque le llevara toda una vida de trabajo salvar Mallow Hills, sería toda una
vida pasada con Cordelia.
Si ella le aceptaba.
Kipp se volvió y vio boquiabierta a la multitud reunida.
En un estado de conmoción. De furia. O de curioso deleite.
Todos. Las tías. La señora Harrington. La señorita Brabourne. Lady Elinor.
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La señorita Heywood. Y varios de los invitados que llegaron a la primera señal
de que un escándalo se estaba elaborando.
No podía importarle menos lo que pensaban. Sólo existía una persona a la que
deseaba ver, y había desaparecido.
Miró a Drew que estaba junto a la ventana, como si velara para asegurarse de
que la señorita Holt se iba.
—¿Dónde está?
Su hermano sabía exactamente a quién se refería y señaló con la cabeza las
puertas del jardín, al otro lado del salón de baile.
Cuando Kipp se abrió paso entre la gente hasta las puertas abiertas, sólo divisó
el destello de seda de Cordelia huyendo por la entrada del laberinto. Corriendo por
el césped, él entró en los setos y se detuvo.
El camino iba en tres direcciones diferentes y no tenía ni idea qué camino tomar.
¡Maldición! ¿Cómo la encontraría?
Entonces pensó en lo que ella dijo en la posada.
«Cierra los ojos. Escucha. Deja que tus sentidos dirijan tu mano. Hazte parte del
paisaje.»
Así que hizo justamente eso. Se detuvo y cerró los ojos. A su derecha, oyó el leve
susurro de la seda. Cuando se volvió en esa dirección, un aroma a sándalo, tan en
contraste con los laureles que le rodeaban, provocó que lo siguiera.
Llegó a un giro, y no pudo averiguar por dónde había ido.
—Cordelia —llamó suavemente—. ¿Dónde estás?
—Déjame en paz —contestó ella con un gran y sonoro ruido de sorber que
también le señaló el camino.
Un débil movimiento al otro lado del seto le llamó la atención, pero no sabía
cómo llegar hasta allí.
—Si te vas a esconder en un laberinto, se supone que debes permanecer callada.
Aunque el silencio y Cordelia nunca habían sido compañeros compatibles.
Más fuertes sonidos de succión salieron del seto.
—Lo siento mucho... Nunca quise hacerlo... Es decir, no te hubiera pedido que
me ayudaras, si hubiera sabido que arruinaría... tus sueños. Tus planes.
Mientras sorbía y se disculpaba, Kipp siguió su voz, y de nuevo captó otro
indicio de su perfume, siguiéndolo como si fueran migas de pan hasta que dobló
una esquina, la siguiente, y finalmente la tuvo en su punto de mira.
—¿Qué haces aquí? Deberías estar con la señorita Holt —protestó en medio del
laberinto.
—Prométeme algo —le pidió Kipp mientras se acercaba.
—Cualquier cosa —declaró rápidamente.
—Nunca vuelvas a mencionar ese nombre —indicó él, antes de tomarla en sus
brazos y apoderarse de su boca.
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Miles de preguntas cruzaron por la cabeza de Cordelia unos segundos antes de
encontrarse en los brazos de Kipp y que su boca capturara la de ella.
Pero ninguna de ellas importaba.
Sólo Kipp y que la estaba besando.
—Te quiero —gruñó él. Tan ferozmente que ella tembló.
Era todo lo que ella deseaba. Excepto...
—Pero Kipp... —jadeó cuando él besó su garganta mientras le quitaba la simple
cinta que sujetaba su pelo.
La protesta murió en el aire cuando deslizó la mano en su hombro desnudo, y
sujetando el extremo del sari comenzó a desenrollarlo.
—¿Me has oído? —Su tono era seductor e hipnótico.
O tal vez era la forma en que la estaba acariciando, besándola. Cordelia se
perdió en un torbellino de deseo.
—Te necesito —declaró él—. No pienso en otra cosa. Dime que deseas lo
mismo.
¿Qué quería ella?
Cordelia lo miró a los ojos y vio las claras aguas azules del Océano Índico, ¿o era
el cielo de Mallow Hills? Vio su rostro bronceado por el sol sahariano, ¿o era de
trabajar en el campo junto a sus inquilinos?
Pero sobre todo se vio a su lado. Y dondequiera que sus vidas les llevaran, sabía
que siempre sería una aventura. Que no caminaría por las calles de Cantón cuando
podía caminar por los prados de Wiltshire con Kipp sujetando su mano, explorar
las calles romanas de Bath con él señalando las vistas y descubriendo el contenido
de su corazón.
—Sí, Kipp —respondió, sonriéndole—. Deseo lo mismo.
Él la besó tiernamente, minuciosamente, acariciándola mientras seguía
desdoblando la larga tela de seda que llevaba.
Cuando liberó sus pechos, la besó allí, tomando cada uno de sus pezones,
lamiéndolos profundamente con su boca hasta que se convirtieron en puntas
apretadas y su cuerpo dolía de placer.
Ella deslizó las manos bajo su disfraz, el que había comprado en un mercado
con algo del dinero que había ahorrado. Como su sirvienta en la India le había
dicho, un día serviría como el regalo perfecto para su prometido.
Y en cierto sentido había atraído a Kipp hacia ella.
Tal como hizo el sixpence de madame Rochambeaux...
Pero Cordelia no tuvo tiempo de pensar en nada más. Ahora no. No mientras
deslizaba el elaborado chaleco por sus hombros y le quitaba el resto de la ropa,
dirigiendo una expedición propia, explorando su musculoso cuerpo,
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maravillándose de los planos duros y las líneas cinceladas de su pecho.
Enterró el rostro en el enmarañado vello oscuro e inhaló, sus sentidos llenos de
esa fragancia masculina que era toda suya.
Kipp había logrado deshacer su sari y estaba desnuda ante él. La acostó en la
hierba sobre sus ropas desechadas y la cubrió con su cuerpo, el calor de su piel la
atrajo más cerca.
Él jugó con los mechones sueltos de su cabello, entrelazándolos en sus dedos e
inclinándose para besarla salvajemente.
Cordelia se arqueó hacia él, pensando que debería sentirse avergonzada, o estar
indignada, pero había vivido en la India durante casi diez años. Había visto
esculturas de amantes que eran muy comunes en la India, leído historias de amor
indias y libros de alcoba que habrían hecho sonrojar incluso las mejillas de Kate.
Pero la diferencia entre leer un mapa y viajar realmente era el paisaje.
El tacto de Kipp coloreaba todas las páginas en blanco y negro, traía calor y
pasión a la fría vida muerta de una representación en mármol.
Su cuerpo se agitó de deseo mientras se entrelazaba con él, explorándola con la
boca, con besos que iban desde su hombro hasta su pecho, su aliento caliente y
húmedo sobre su vientre. Tuvo que esforzarse para no gritar cuando le separó los
rizos de su vértice y la tocó.
La tentó.
—¡Oh, cielos! —Consiguió decir ella. Su cuerpo ya no era suyo mientras Kipp se
apoderaba de él, la poseía, la llevaba lejos.
Él la acarició y ella abrió las piernas, su cuerpo le dio la bienvenida cuando
deslizó un dedo dentro de ella y muy pronto lo siguió su boca, excitándola hasta
que no fue capaz de emitir ninguna palabra, el aliento atrapado en su garganta,
temblando hacia su liberación, y con el único pensamiento de aferrarse a Kipp y
acercarlo más.
Incluso cuando empezó a temblar, él la cubrió y entró en ella, lentamente,
empujándola hacia el abismo. Cordelia alcanzó un fuerte y rápido orgasmo cuando
él sintió su propia liberación.
—Mía —suspiró Kipp, con un jadeo cuando los dos se lanzaron a la deriva.

Cordelia se despertó en el sofá de una de las pequeñas salas, envuelta en la capa


de la vestidura principesca de Kipp.
Por un instante, sonrió para sí misma, pensando en cómo había pasado las
últimas horas con él, en sus brazos, debajo de él. Suspiró y se rodeó con los brazos,
aunque sólo fuera para atesorar esos preciosos recuerdos.
Habían entrado de puntillas en la casa como un par de ladrones, y acto seguido
151
robaron otro momento de pasión en este mismo sofá.
Apretó su capa alrededor de ella para conservar el calor y abrió los ojos,
suspirando. Casi inmediatamente oyó el roce de la seda.
«Kipp.»
Miró a su alrededor, descubriendo que ya no estaba sola. Y no era Kipp.
En la puerta estaban sus tías. Las tres.
—Cordelia Prudence Anastasia Padley, quiero una explicación completa de esta
situación. No me conformaré con menos —proclamó Landon empujando a sus
hermanas para que entraran y, tras mirarla con fijeza, cerró la puerta.
—¿Qué te ha ocurrido, niña? —preguntó Bunty, acercándose y sentándose a su
lado. Miró la capa y, después de volver a mirar, jadeó ligeramente.
—Ya no es una niña —observó Landon.
Tía Aldora sorbió y empezó a llorar.
—Sabía que todo sería inútil.
—¿Qué sería inútil? —preguntó Cordelia, sentándose y mirando sus severas
expresiones—. No, no lo estáis entendiendo. Voy a casarme.
Aldora empezó a lamentarse y Bunty hizo lo posible por consolar a su hermana.
Landon soltó un suspiro.
—No veo cómo cuando lord Talcott te ha abandonado por esa horrible señorita
Holt.

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Capítulo 10

—¿Qué quieres decir con que se ha ido? —Cordelia se enderezó, apretando la


capa de Kipp a su alrededor.
—Se ha ido. Marchado. Fue a la aldea. —La tía Landon no era una persona que
soportara preguntas necias—. Te ha abandonado.
—Si él sólo lo hubiera sabido —murmuró Bunty.
—Y si lo hubiera sabido, ¿qué? Bueno, ahora sabemos que no es digno de ella.
¡Maldito desgraciado! —intervino Aldora, después de haber creado un rastro
característico de lágrimas—. Lo dije todo el tiempo, teníamos que encontrarle un
caballero que no tuviera intenciones de casarse con ella por su fortuna.
Cordelia todavía estaba algo perdida con la idea de que Kipp se había ido. Con
“ella”.
Con la mujer a la que no debía nombrar. La heredera de la gran...
«Un momento». Se giró hacia tía Aldora.
—¿Mi qué?
Durante un instante, las tres hermanas intercambiaron miradas. Miradas muy
culpables.
—Oh querida. Hubiera preferido que el señor Pickworth te lo hubiera dicho
—explicó Bunty, dirigiéndole una sonrisa.
El señor Pickworth. El abogado de su padre. Al que había estado evitando
cuidadosamente. Con una punzada de culpa, recordó el montón de cartas aún sin
abrir del hombre en su escritorio de Londres.
—¿Tengo una fortuna?
—Sí, en cierto modo —informó Aldora—. Cuando te cases.
—Es muy complicado —se apresuró a añadir Bunty—. Y todo fue idea de
Landon. —Sonrió mientras cambiaba la culpa a su hermana.
Tía Landon resopló, aunque no parecía importarle demasiado.
—Tienes que entender que lo hicimos para que no malgastases tu futuro.
—Todo empezó con el querido Wigstam —añadió Aldora, y luego, como
siempre hacía con la mención de su prometido, empezó a llorar.
—¿Wigstam? —Cordelia sacudió la cabeza y miró a su tía Landon para pedir
una explicación, ya que no la obtendría de Aldora.
Landon comenzó hablar:
—Bien, el señor Wigstam...
—Bendito sea su corazón —interrumpió Aldora.
Landon bufó y continuó, frunciendo el ceño a sus hermanas de una manera que
sugería que no toleraría más interrupciones.

153
—Sí, bueno, Wigstam -aunque no era un perfecto modelo de buena salud- era
bastante rico. Había logrado hacer fortuna en el comercio, y cuando decidió casarse
con Aldora reescribió su testamento, dejándoselo todo a ella.
Cordelia se imaginó el resto.
—Así que tía Aldora es rica...
Aldora frunció la boca como si el tema fuera repugnante.
—Sí, siempre he encontrado los asuntos mercantiles muy desagradables.
Además, tenemos los fondos de papá que Landon ha manejado brillantemente.
Cordelia nunca había pensado en ello, pero sus tías siempre habían vivido muy
bien, y jamás se había preguntado de dónde salía el dinero.
Pero esto... Se volvió hacia tía Landon.
—Cuando naciste, acordamos que la mayor parte del dinero de Wigstam debía
ser tuyo, una dote que te garantizaría un buen lugar en la sociedad.
—Me temo que no confiamos en que tu padre y tu madre gestionaran sus
herencias con el mismo cuidado que Landon —matizó Aldora.
Landon lo expuso más secamente.
—Tu padre no tenía cabeza para las cifras ni los negocios.
Cordelia asintió. No, su padre se había contentado con gastar como si tuviera la
fortuna de un comerciante detrás de él y sin pensar en lo que traería el mañana.
Con ese inciso, Landon siguió con su explicación.
—Así que, con la ayuda del señor Pickworth, he manejado tu dote.
—Tienes un ferrocarril —intervino Bunty con una sonrisa feliz.
—¿Un ferrocarril? —Cordelia sabía que estaba boquiabierta.
—Es muy ingenioso —comentó Aldora en un aparte—. Es un carruaje sobre
rieles.
—Sí, he oído hablar de ellos.
—En realidad tienes dos ferrocarriles —corrigió tía Landon—. Y los intereses de
una naviera. Y una gran participación en una empresa de importación. Y también
los de una tierra con la que especulé en el norte. Resultó que tenía carbón. Y está
bien conectada con los canales de agua en los que hemos invertido.
—¿Por qué no me lo dijisteis? —indagó Cordelia.
Las hermanas compartieron otra mirada culpable.
—No se lo hemos dicho a nadie —puntualizó Landon.
—Excepto al buen señor Pickworth —añadió Bunty. A tía Bunty le gustaba la
claridad.
—Verás, después de que Wigstam muriera, se rumoreó que yo había heredado
su fortuna y, queridos cielos, me perseguían horribles pretendientes —expuso
Aldora, sonando tan sensata como Landon—. Todos querían una cosa, mi dinero.
—Así que determinamos que te casarías por amor, o que encontraríamos un
buen, estable... —admitió Bunty.
154
—flexible hombre... —continuó Landon.
—... que se casara contigo y que no supiera que eras una heredera. —Aldora
suspiró—. Y pensamos que habías encontrado la pareja perfecta en lord Thornton.
—No sé cómo pudimos estar tan equivocadas —dijo Bunty, a nadie en
particular.
Pero Cordelia la oyó y volvió a mirar por la ventana hacia la oscuridad que aún
convertía el día que se aproximaba en su esclavo.
Y se preguntó cómo había estado también tan equivocada.

Cordelia se despertó cuando comenzaba a amanecer. Debió de haberse quedado


dormida y le costó un momento ajustarse. Estaba de vuelta en su habitación, sus
tías la habían llevado allí después de haber esbozado exactamente lo que ella estaba
a punto de heredar. Al principio, incapaz de dormir, se había acurrucado en el
asiento de la ventana, pero debía de haberse dormido ya que ahora amanecía y una
débil luz atravesaba la espesa niebla que cubría el campo.
En algún lugar cercano escuchó a una de sus tías roncando.
Entonces lo recordó todo. El baile. La señorita Holt. Kipp encontrándola en el
laberinto. Haciéndole el amor. Y luego despertar para descubrir que se había
marchado.
Volvió a mirar el paisaje y parpadeó.
A través de la niebla, empezó a distinguir una figura solitaria que subía por el
camino.
«¡Kipp!»
Cordelia se precipitó por la casa, saliendo por la puerta principal y
deteniéndose sólo a unos metros de él. Fue entonces cuando recordó que sólo
llevaba una bata.
Él la saludó.
—¿Es el uniforme oficial de la Real Sociedad de Exploradores? —La miró de la
cabeza a los pies—. Si lo es, lo apruebo.
Cordelia ignoró la broma y fue al grano.
—¿Qué haces aquí?
Kipp redujo la distancia entre ellos.
—Comenzando una expedición. —Y abrazándola, la besó.
A fondo.
Cuando se detuvieron para recuperar el aliento, ella dijo:
—Esto parece ser más un acto de piratería.
—Lo es. Te estoy secuestrando. Te llevaré a Mallow Hills para que te cases
conmigo. Y si te niegas, te encerraré en la mazmorra.
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—Conozco la salida.
—Sí, lo sé.
Cordelia sonrió.
—¿Y si voy voluntariamente?
Kipp retrocedió un poco y la miró.
—¿Lo harías?
—Sí, Kipp. Me gustaría. Te lo dije anoche. Sin embargo, muchas cosas han
cambiado desde entonces.
—Sí, es verdad —convino, acariciándole el cuello.
—No. —Ella se echó a reír, empujándole ligeramente—. Ahora no iré yo sola.
Kipp arqueó las cejas y miró hacia la casa.
—¿No vendrás con tus tías?
Cordelia volvió a reír y negó con la cabeza.
—No. Llevaré mi fortuna conmigo.
Él se calmó y la miró fijamente.
—¿Tienes una fortuna?
—Por lo visto, sí. —Entonces le explicó lo que sus tías le habían dicho—. No
creo que esté cerca de lo que la señorita Holt tiene...
Kipp se estremeció.
—Prometiste no mencionar jamás ese nombre.
—Pero tú fuiste a verla ...
—Sí. A pedirle disculpas. Pero ya se había ido, dejando una nota bastante clara
por haber fingido mis predilecciones por ella...
—¿Predilecciones? —Cordelia rió—. Yo adoro tus predilecciones.
—Entonces es mejor que te prepares para toda una vida de ellas —le advirtió,
tomándola en sus brazos otra vez y mordisqueando detrás de su oreja.
Cada vez era más difícil hablar con él, aunque se esforzó por hacerlo.
—¿Es una orden, Mayor?
—Lo es, Comandante.
Cordelia sonrió ampliamente. Kipp era suyo para siempre. Oh, las aventuras
futuras la dejaban sin respiración.
—¿Quién soy yo para discutir con un miembro de la Real Sociedad?
—Miembro fundador —corrigió Kipp, deslizando la mano dentro de la bata y
amoldándola en un pecho al mismo tiempo que besaba su garganta.
—Mis disculpas —consiguió decir Cordelia.
En vista de las circunstancias, Kipp podría perdonarle ese error.

156
Algo Azul

Laura Lee Guhrke

157
Capítulo 1

La mansión en Berkshire de las señoritas Aldora, Bunty y Landon Padley.


Pocas horas después de la boda del conde de Thornton y la señorita Cordelia
Padley.

Para toda la gente que las observara, el trío de damas reunidas en un rincón
aislado del jardín no les habría parecido nada fuera de lo común. El refrigerio de
bodas ya había terminado, la novia y el novio estaban a punto de partir de viaje de
luna de miel, el día era agradable y las rosas estaban en plena floración. ¿Qué mejor
momento y lugar para que las mejores amigas de la novia tuvieran una charla sobre
la fiesta?
Lawrence Blackthorne, sin embargo, sospechaba que había más en esa pequeña
reunión que un tête-à-tête entre amigas. Gracias a su amistad con el novio sabía que
existía un complot en el cerebro inteligente de la amiga de la novia, lady Elinor
Daventry, y como todo lo concerniente a la familia Daventry le interesaba mucho,
Lawrence consideraba necesario descubrirlo.
Ayudaba en esta misión el hecho de que las tías de la novia del conde de
Thornton fueran jardineras apasionadas. El seto alto de tejos que rodeaba el jardín
prestaba una excelente cobertura, siempre que recordara mantener la cabeza baja.
Mientras rodeaba el perímetro donde estaban las damas, la voz de Elinor flotó
hacia él por encima del seto.
—Ella vendrá, ¿no? Después de insistir para tener esta conversación suponía
que Cordelia sería al menos puntual. ¿Creéis que lo ha olvidado?
—¿Cordelia? —La duquesa de Dorset emitió un sonido burlón—. Nunca sería
tan desconsiderada.
—Normalmente no, pero hoy es el día de su boda. Y Cordelia siempre ha sido
un poco alocada.
Ellie sonaba ansiosa, aumentando la curiosidad de Lawrence. ¿De qué trataba
todo esto? Según Thornton, su esposa había insistido en tener una reunión privada
e ininterrumpida con sus amigas antes de partir con él de viaje, declarando que
todo el futuro de Lady Elinor estaba en juego. Lawrence había presionado a su
amigo para obtener más información, pero el conde, agitado por los
acontecimientos del día, no se había sentido impulsado a seguir con el tema de
Cordelia, dejándole frustrantemente corto de detalles.
Estaba seguro que cualquier cosa que involucrara el futuro de Ellie también
involucraría a su padre, y si ella estaba maquinando algún plan para rescatar a ese

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sinvergüenza, él necesitaba averiguar qué era y detenerlo. Había pasado más de
medio año reuniendo un sumario contra Daventry, y no estaba a punto de ver todo
su trabajo perdido, no ahora, no cuando el conde estaba tan cerca de recibir su
merecido.
—Llegará en cualquier momento —dijo la señorita Beatrice Heywood cuando
Lawrence se detuvo en el otro lado del seto—. Seguramente la haya retenido algún
familiar de Thornton que quiere darle la bienvenida a la familia. O tal vez la esposa
del vicario la ha llevado a un lado para recordarle sus deberes con la parroquia
ahora que está correctamente casada.
Ellie gimió.
—Si es la esposa del vicario estaremos aquí eternamente. Ella se aferra a tu ropa
mientras habla para evitar cualquier posible escape.
—¿Por qué te preocupa tanto el tiempo, Ellie? —indagó la duquesa—. ¿Tienes
prisa por marcharte?
—Sí. Tengo un compromiso importante en Londres esta misma noche, y como
lady Wolford también desea volver a la ciudad hoy ha aceptado llevarme en su
carruaje. Pero dejó claro que se irá sin mí si no regreso a Wolford Grange a la una.
—Ten paciencia —le aconsejó la señorita Heywood—. Cordelia estará aquí en
cualquier momento, estoy segura.
—Espero que sí, odiaría irme sin despedirme. Sobre todo porque prometió
traerme el sixpence.
¿Esa estúpida moneda vieja? Lawrence rodó los ojos. Dios mío, ¿eso era de lo
que trataba todo esto?
En sus días escolares, Ellie y sus amigas habían creído que el viejo sixpence que
encontraron tenía el poder mágico de encontrarles maridos, pero eso no era digno
de una reunión clandestina apenas una hora después de la ceremonia de Cordelia.
¿Y por qué, se preguntó, sintiéndose incómodo por razones que no deseaba
explorar, Ellie estaba tan preocupada por el matrimonio de todos modos?
Sus siguientes palabras le aclararon un poco la cuestión.
—Lord Bluestone viene a Portman Square a cenar con mi padre esta noche, y
debo estar allí.
¿El vizconde Bluestone? ¿Ese idiota engreído? Lawrence hizo un sonido de
desdén y lo lamentó de inmediato.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Ellie—. Creí oír un ruido.
—Dios, estás nerviosa, ¿verdad? —La duquesa se echó a reír—. Ese lord
Bluestone debe ser realmente extraordinario para tener a nuestra Ellie en vilo.
Esta vez, Lawrence fue capaz de suprimir cualquier expresión vocal de su
opinión, pero sólo con un gran esfuerzo. Bluestone era tan extraordinario como las
gachas frías e igual de inteligente. Que Ellie, cuya inteligencia era tan aguda como
su lengua, hubiera desarrollado un afecto por ese tipo era ridículo. Era, se dijo con
159
firmeza, absurdo.
—Tengo motivos para estar nerviosa —explicó Ellie, interrumpiendo sus
esfuerzos para descartar sus opiniones sobre Ellie y Bluestone—. El vizconde señaló
en el baile de Delamere que se sentía muy a gusto conmigo.
—Espero que sí —dijo la señorita Heywood, riéndose cuando los intentos de
negación de Lawrence le invadieron—. Bluestone reclamó tres bailes contigo. O eso
oí.
—Has oído bien, Bea. Durante los refrigerios mencionó su deber como siguiente
duque y su necesidad de casarse bien, y en casi la misma frase, dijo que la invitación
de mi padre para cenar era oportuna. Oh, chicas, si él me ofreciera...
Se detuvo en medio de la frase, la emoción en su voz era inconfundible dejando
a Lawrence extrañamente desequilibrado, como si el mundo se hubiera inclinado
un poco hacia un lado.
Él se acercó más, pero antes de que Ellie pudiera revelar algo más, se oyeron
pasos apresurados en el camino y otra voz llegó a los oídos de Lawrence.
—Siento mucho el retraso —expuso Cordelia mientras se unía a las demás, su
voz sin aliento debido a la prisa—. Fue la señora Cranchester. No se soltó de mi
manga.
—Lo sospechamos —contestó la señorita Heywood—. Y Ellie ha estado como
un gato encima de ladrillos calientes por eso.
—Me alegro que hayas llegado por fin —indicó Ellie a su amiga—. Tengo que
irme antes de perder mi carruaje a Londres.
—Una circunstancia que no lamentaría —respondió Cordelia—. Oh, Ellie, me
gustaría alejarte de ese camino.
—¿Por eso has sido tan inflexible para verme antes de partir a Mallow Hills?
La condesa debió asentir ya que Ellie continuó:
—Es inútil, Cordelia, estoy decidida. Bluestone será un excelente partido para
mí.
Para Lawrence ese punto era digno de un animado debate, pero no podía
aparecer desde su escondite como si fuera el alegre muñeco de una caja sorpresa y
opinar sobre el tema. Y aunque pudiera, reconoció con disgusto, no tenía derecho a
hacerlo.
—¿Por qué tanta preocupación, Cordelia? —inquirió la duquesa—. Por lo que
sé, Bluestone es un caballero rico y con propiedades, y viene de una familia antigua
y poderosa. Si se ha enamorado de Ellie y ella de él...
—Ese es el motivo —interrumpió la condesa—. El amor no tiene nada que ver
en este asunto.
El alivio se apoderó de Lawrence ante esa declaración, un alivio tan profundo
que cerró los ojos. Pero las palabras siguientes de Ellie los abrieron otra vez y
subrayaron el cruel hecho de que su corazón ya no era asunto suyo.
160
—Si me caso con Bluestone salvaré a mi padre de la ruina.
Así que había tenido razón. Lawrence se alejó del seto, soltando el aliento en un
lento suspiro. No era extraño que Ellie intentara rescatar a Daventry de su bien
merecido destino. Lawrence sabía, mejor que nadie, la lealtad ciega que ella sentía
hacia su padre. ¿Pero salvarlo encadenándose para toda la vida a un pedante como
Bluestone? De todas las ideas descabelladas, enfurecedoras e idiotas...
—Un momento. —La voz de la señorita Heywood, aguda e incisiva, cortó su
exasperado hilo de pensamiento—. ¿Ellie, no amas a ese hombre y piensas casarte
con él?
—Exactamente —respondió Cordelia antes que Ellie tuviera la oportunidad de
hablar—. No sé cómo lo va a soportar. Bluestone es tan profundo como un ladrillo,
nada digno de Ellie.
Lawrence coincidió sinceramente con ese sentimiento y aplaudió a Cordelia por
su sensatez. Sólo deseaba que pudiera contagiar algo de esa sensatez a Elinor que
parecía haber perdido completamente la suya.
—Ya lo hemos discutido, Cordelia —dijo Ellie con impaciencia—. Como te he
asegurado una y otra vez, estoy decidida.
—Pero Ellie —informó la duquesa—, el matrimonio sin amor, o al menos afecto,
es una perspectiva muy triste.
—Una bonita declaración de la mujer que una vez afirmó que nunca se casaría
por amor —respondió Ellie—. Y no tengo el lujo de esperar a enamorarme, Anne.
Tampoco tengo el deseo. Un episodio de esa enfermedad me basta.
—Todos los hombres no son como Lawrence Blackthorne.
—Bien, gracias al cielo por eso —replicó Ellie y Lawrence sintió esas palabras
como un golpe en el pecho—. Pero como estamos hablando del señor Blackthorne
—prosiguió, todo su odio por él se reflejó en su voz al decir su nombre—, él es la
razón por la que no tengo tiempo que perder. Ha persuadido al Ministro del
Interior para que ordene una investigación formal sobre mi padre. Todos esos
ridículos rumores de la guerra surgirán de nuevo, y el nombre de mi padre será
arrastrado por el barro. ¿Y si por algún error judicial, Lawrence logra persuadir al
Comité de Peel4 para que arresten a mi padre y lo lleven ante la Cámara de los
Lores? No soy tan ingenua como para pensar que su inocencia sería suficiente para
salvarlo.
¿Su inocencia? Lawrence se removió con impaciencia. Ese hombre era tan
culpable como el diablo.
—Sí, pero Ellie —intervino lady Thornton—, no sabes si será arrestado. Tiene
que haber pruebas, y por lo que has dicho Lawrence no tiene ninguna.
Sí que tenía pruebas. Lawrence apretó la mandíbula. Aunque no las bastantes

4 Robert Peel fue Primer Ministro del Reino Unido de 1834 a 1835 y de 1841 a 1846.

161
todavía para llevar su caso ante sir Robert Peel. Pero pronto las tendría, y cuando
las tuviera, Daventry no sólo sería arrestado por sus crímenes durante la guerra
sino condenado, y Ellie tendría que enfrentar la verdad por fin.
—Incluso aunque no tenga pruebas —continuó Ellie, devolviendo la atención
de Lawrence a la conversación—, el simple hecho de una investigación formal
bastaría para convencer a muchos de la sociedad de que esos viejos rumores son
ciertos. No hay humo sin fuego, eso es lo que la gente dirá. No puedo soportar que
mi padre y mi familia soporten tal humillación. No, voy a intentar detener esto
ahora, antes que cualquiera pueda manchar su reputación.
—Estoy confusa —aseguró la señorita Heywood—. ¿Cómo conseguirá detener
algo casarte con Bluestone?
—El padre de Bluestone, el duque de Wilchelsey, está en el Comité de Peel.
«Y», Lawrence, terminó por ella mentalmente, «el duque no querrá que el buen
nombre del padre de su nuera se arruine por un escándalo.»
Era un buen plan, se vio obligado a admitir, aunque tenía la intención de
cortarlo de raíz. La pregunta era cómo. Sin embargo, antes de seguir considerando
cualquier posibilidad, la señorita Heywood volvió a hablar.
—Pero Ellie, si no amas a Bluestone estás poniendo en peligro tu felicidad y tu
futuro...
—¿Futuro? —interrumpió Ellie, con una nota de amargura en su voz—. ¿Qué
futuro? Desperdicié mis años casaderos esperando a Lawrence Blackthorne y ahora
tengo veinticinco. Si la gente se convence de que mi padre fue un especulador de
guerra, la soltería será mi futuro. La vergüenza de mi padre será también la mía. Y
lo mismo para mis primos, tías, tíos... toda mi familia sufrirá humillación y
desgracia.
—No lo sabes —puntualizó Cordelia, y un murmullo de acuerdo resonó de las
demás, aunque las siguientes palabras de Ellie dejaron claro que su consejo era
inútil.
—Os quiero a todas por preocuparos por mí, pero no es necesario. Estoy
completamente segura del camino que he elegido. Para proteger a mi familia,
asegurar su futuro y el mío, y preservar la reputación de mi padre, estoy muy
dispuesta a casarme con Bluestone si él acepta. Lo que me recuerda... ¿Lo has
traído, Cordelia?
—Sí —asintió la condesa. Lawrence abrió las densas ramas con cuidado,
apartando algunas para echar un vistazo a las damas, y vio como Cordelia le tendía
el sixpence a su amiga—. Aquí está, aunque bajo estas circunstancias debería
negarme a dártelo.
—Prefiero que me desees suerte.
—Quiero que seas feliz, Ellie.
—Me contentaré.
162
No era lo mismo, y una mirada a la cara de la condesa le indicó que no era el
único que notaba la diferencia. Ellie agarró la moneda antes que su amiga dijera
algo más al respecto. La plata brilló bajo la luz del sol mientras la sostenía.
—Algo viejo —dijo suavemente.
La duquesa posó una mano enguantada sobre la de Ellie.
—Algo nuevo.
Cordelia alzó la mano, titubeó un instante y luego la colocó sobre la de la
duquesa.
—Algo prestado.
—Algo azul —terminó Ellie y retiró la mano de debajo, el sixpence todavía
atrapado en sus dedos—. Esperemos que sea lord Bluestone5.
«No lo será», juró Lawrence. «No mientras yo respire.»
—Tengo que volver —anunció Cordelia, interrumpiendo sus pensamientos—.
Seguro que Kipp estará paseándose de un lado a otro, quiere que lleguemos a
Mallow Hills antes que oscurezca.
—Te acompañamos —agregó la señorita Heywood, riéndose—, así estarás a
salvo de la señora Cranchester hasta que montes en el carruaje y te marches a la
finca de Thornton.
Ellie, para alivio de Lawrence, rechazó ese plan.
—Yo me despido aquí. Como he dicho antes tengo que regresar a Wolford
Grange de inmediato. Cordelia, te deseo una vida de felicidad en tu matrimonio.
—Oh, odio que te vayas así —gruñó la condesa—, pero yo tengo que hacer lo
mismo y no lo deseo, no en este caso. ¿No puedes salvar a tu padre de otra manera?
—¿Y desafiar al sixpence? —le contestó Ellie, con una ligereza en la voz que
Lawrence sólo esperaba que fuera forzada—. Ni soñarlo. Ahora, mis queridas
amigas, realmente debo irme.
Intercambiaron despedidas y expresiones de buena suerte, junto con algún
intento más de Cordelia para convencer a Ellie y que renunciara a su plan. Pero
finalmente las tres se dirigieron hacia la casa hablando entre ellas y Lawrence
volvió a mirar por la abertura que había hecho, pensando en qué camino tomaría
Ellie para irse del jardín. Sorprendido, vio que a pesar de su deseo de marcharse ella
no se había movido. Estaba mirando pensativa el sixpence, dando a Lawrence la
oportunidad de observarla a su vez.
Ella no llevaba sombrero, comprobó enseguida, una indicación bastante real de
su preocupado estado de ánimo. Una mujer nunca soñaría en aventurarse al aire
libre sin sombrero, y que Lawrence recordara, Ellie se había esforzado por ser la
dama perfecta, elegante y siempre comme il faut6.

5 Bluestone se traduce como “Piedra Azul”.


6 En francés: Como es debido.

163
Él era una de las pocas personas que conocía a la mujer bajo esa fachada
cuidadosamente construida... Era una joven terriblemente insegura y ferozmente
leal, una joven que siempre había sabido del carácter débil y codicioso de su padre,
pero que nunca lo había reconocido. Ni siquiera para sí misma.
Y él era el hombre destinado a abrirle los ojos. Había aceptado ese brutal hecho
hace seis meses. Su posición era entonces la de un humilde abogado, su única
ambición la de ser digno de casarse con la hija de un conde, pero el destino lo puso
en el camino de un incendiario, la primera miga de un camino que conducía
directamente al padre de Ellie, y una vez que se enteró de la verdad sobre Daventry,
no hubo marcha atrás.
Ellie se movió. Volvió su atención hacia ella mientras observaba el sixpence. Sin
sombrero, su perfil no se ocultaba ante su vista, distinguiendo claramente la nariz
respingona, las mejillas regordetas y la barbilla de hoyuelos que él conocía desde
que eran niños. El sol brillaba en su cabello rubio del color del trigo, recordándole
otra tarde soleada, una tarde fría de enero, cuando la única mujer a la que había
amado esperaba que renunciara a su honor e ignorara la verdad.
Su pecho se apretó mientras recordaba las amargas palabras que
intercambiaron ese día. Al final, ella había elegido la lealtad a su padre frente a su
amor por él, y él, el honor y el deber a su amor por ella. Ninguno podía cambiar su
rumbo ahora.
Cerró los ojos, esforzándose por dejar a un lado el pasado y poner sus
prioridades en orden. Muchos hombres habían muerto a causa de la avaricia de
Daventry, y aunque Ellie estaba dispuesta a casarse con un hombre al que no amaba
para salvar a su padre de las consecuencias de sus acciones, Lawrence no iba a
permitirle hacer ese sacrificio. Esperaba tener pronto la última evidencia para
denunciar su caso y probarle a Ellie y al mundo qué clase de hombre era realmente
Daventry. Mientras tanto, tenía que impedir que ella se casara con el hijo del duque
de Wilchelsey.
La miró de nuevo, observando cómo metía el sixpence cuidadosamente en el
bolsillo de su falda, recordándole el cariño que ella y sus amigas tenían a la
moneda. Una idea cruzó su mente.
Él era un hombre racional. Creía en los hechos y la ciencia, no en cosas tontas
como amuletos de la suerte. No creía que los gatos negros y los espejos rotos
decidieran el destino, y las monedas jamás le encontraban a alguien un cónyuge, a
menos que esas monedas llegaran en forma de dote. Pero aunque había bromeado
con Ellie y sus amigas en varias ocasiones durante su infancia, no había conseguido
convencerlas jamás de que la moneda no tenía poder para encontrarles maridos, y
ese fracaso podría funcionar ahora a su favor.
Pensativo, observó a Ellie un instante más, entonces enderezó su corbata, se
pasó la mano por el cabello y apartó las ramitas de tejo de su abrigo. Para lo que
164
pretendía hacer, necesitaba verse lo mejor posible.

165
Capítulo 2

Ellie no era una persona particularmente supersticiosa, pero el sixpence era


diferente. Con la moneda en el bolsillo sentía un alivio repentino y abrumador. Sus
amigas y ella creyeron que el sixpence les encontraría maridos a unas niñas con un
espíritu de joie de vivre7. Algo que se había demostrado tanto para Anne como para
Cordelia. Ellie sólo esperaba que resultara verdadero para ella también.
En el baile de los Delamere, cuando Bluestone había manifestado su admiración
y dejado sus intenciones tan claras, entendió lo que significaría para su familia y vio
su futuro tan claro como la luz del día. Lawrence estaba decidido a arruinar a su
padre, tan decidido que la abandonó por el deber y le rompió el corazón. Ahora
tenía el poder de detenerlo casándose con otro hombre. Pensó en el amor al ajedrez
por parte de Lawrence, un juego en el que la había derrotado muchas veces, y
sonrió.
«Jaque mate, Lawrence», pensó, acariciando su bolsillo. «Jaque mate al fin.»
Una leve tos interrumpió sus pensamientos. Ellie alzó la vista para descubrir al
objeto de los mismos a casi cuatro metros delante de ella. Verlo recostado
negligentemente contra el tronco nudoso de un ciruelo, con los brazos cruzados
sobre su ancho pecho, borró inmediatamente su satisfacción y alivio.
—¿Qué haces aquí? —exigió ella.
—Soy el padrino de Thornton. —Se apartó del árbol, dirigiéndose hacia ella—.
Creo que mi asistencia a su boda no es una gran sorpresa. Debes de haberme visto
dentro de la iglesia.
—Sabes bien lo que quiero decir. ¿Qué haces husmeando en el jardín?
—¿Tomando el aire? —sugirió, con un aspecto inocente que no la engañó ni por
un segundo—. ¿Admirar las rosas?
—O espiarme —le acusó cuando se detuvo frente a ella—. Meterte en los
asuntos de mi familia parece ser tu deporte favorito en estos días.
—Vamos, Ellie... —comenzó, pero ella le interrumpió.
—No me llames Ellie. Soy lady Elinor, señor Blackthorne.
Si esperaba que recordarle que era la hija de un lord le haría ganar ventaja, se
iba a quedar muy decepcionada.
—¿Es realmente necesario esa formalidad entre amigos? Después de todo —
añadió, acercándose un poco—, nos conocemos desde hace mucho tiempo.
—Una verdadera desgracia para mí —replicó, intentando rodearle, pero él no se
apartó para permitirle pasar. Bloqueada por él, por el seto a la derecha y por un
rosal a la izquierda, Ellie se vio forzada a detenerse. Su única salida era retroceder, y

7 En francés: Alegría de vivir

166
con Lawrence Blackthorne, retroceder resultaba una opción nauseabunda—.
Detener a una mujer cuando está sola es completamente impropio —señaló—.
Aunque está bastante de acuerdo con el comportamiento despreciable que he
llegado a esperar de ti.
—No estamos realmente teniendo esa conversación de nuevo, ¿verdad? Hace
siglos, y además... —Hizo una pausa, ladeando la cabeza mientras la miraba—. Lo
correcto nunca nos preocupó mucho, ¿no es así, Ellie?
La suave pregunta la hizo recuperar el aliento, y al hacerlo, el aroma a laurel la
alcanzó junto con otros olores del jardín. Los recuerdos la asaltaron, recuerdos de
días más felices, cuando estuvo enamorada de él y dispuesta, no sólo dispuesta,
sino feliz, de arriesgar su virtud en cualquier oportunidad para estar a solas con él.
Mientras pensaba en esos días embriagadores; alejándose del ojo vigilante de lady
Wolford para encontrarse con él en un rincón apartado de los jardines de Wolford
Grange o Blackthorne Hall, o acudir con él al armario bajo las escaleras de la casa de
su padre en Londres para robar unos cuantos besos, el corazón se retorció
ligeramente en su pecho. Qué estúpida alocada había sido.
Pero ya no. Ahora era consciente de la despiadada determinación y el feroz
respeto por el deber que existía debajo del encanto de Lawrence. Y recordar esos
rasgos de su carácter aniquiló el dolor persistente de su enamoramiento juvenil.
Ellie entrecerró la mirada en su rostro y, mentalmente, se esforzó para
menospreciar todo lo que una vez había adorado de él. Ahora, su cabello negro y
sus ojos azul celeste ya no eran la impresionante combinación que fue. La pequeña
cicatriz en el lado izquierdo encima de la frente no era atrayente en lo más mínimo,
y su sonrisa de pirata ya no era tan encantadora. La línea fuerte de su mandíbula
mostraba pura terquedad -difícilmente una cualidad admirable- y los planos
esbeltos de su rostro eran más como los de un halcón que como los de alguien
atractivo.
—Tú lo has dicho —replicó Ellie por fin, en un tono tan fuerte como pudo—. Lo
correcto nunca te preocupó mucho.
—Es cierto —confesó y se inclinó hacia ella, adoptando un aire confidencial—.
No funcionará, ¿sabes? Casarte con Bluestone no salvará a tu padre.
—¿Estabas escuchando a escondidas? —Incluso mientras hacía la pregunta tuvo
que reprimir mostrarse sorprendida—. Por supuesto que sí. Ya tendría que saber
que eres capaz de hacer alarde de una conducta reprochable.
—¿Reprochable? —Lawrence se acercó aún más, tan cerca que ella vio el anillo
índigo alrededor de cada uno de sus iris—. Creo recordar que no me considerabas
reprochable hasta hace medio año.
A pesar de su decisión, su cercanía le estaba provocando cosas extrañas en su
interior que cambiaron su opinión sobre no retroceder. Dio varios pasos atrás, pero
su pierna golpeó un banco de piedra comprendiendo que se había desviado
167
demasiado, y como él la había seguido ahora estaba atrapada en el cenador de las
rosas. Frunciendo el ceño, levantó la barbilla.
—Hazte a un lado y déjame pasar.
En vez de atender su demanda, él hizo lo contrario, acortando por completo la
distancia entre ellos.
—A primera vista tu plan parece excelente, lo admito —murmuró Lawrence,
con una sonrisa cada vez más amplia al ver que ella no podía rodearle sin destrozar
su hermoso vestido con las espinas—. Y aplaudo tu ingenio. No sé si Wilchelsey es
la clase de hombre que antepone su deber por su país por encima de su deber hacia
su familia. Pero aunque no fuera de esa clase, tampoco es el único hombre en ese
Comité. Incluso si logras casarte con su hijo, ¿de verdad crees que Wilchelsey
tendrá la inclinación e influencia para persuadir a los otros para que ignoren mis
pruebas?
Mortificada porque Lawrence conocía sus planes, en este momento no podía
hacer nada más que mostrarse descarada. Forzó su boca en lo que esperaba fuera
una sonrisa complaciente.
—Lo que yo creo es que el duque de Wilchelsey tiene más influencia que uno de
los pequeños e insignificantes subsecretarios de Peel. Y cuando tus esfuerzos no
lleguen a nada, Peel probablemente te rebajará a ser un simple abogado.
Si estaba preocupado por eso, no lo demostró.
—Puede que tengas razón —dijo amablemente—. Pero sólo si tienes éxito.
—Y puesto que pareces pensar que no hay ninguna posibilidad de que suceda
eso, no hay razón alguna para que me detengas más tiempo.
—¿No? —Sus espesas y oscuras pestañas bajaron y se levantaron, y una débil
sonrisa curvó las comisuras de su boca—. Puedo pensar en una razón.
El corazón de Ellie golpeó contra sus costillas, y odió que incluso ahora
consiguiera volverla del revés con nada más que una mirada sugestiva y unas
palabras bien elegidas.
—A mi no se me ocurre ninguna.
La diversión de Lawrence desapareció y algo cruzó rápidamente por su rostro,
algo que podría haber sido arrepentimiento. Lo que fuera se marchó antes de que
ella lo adivinara, aunque sus siguientes palabras le dijeron que no se arrepentía de
nada.
—Tengo curiosidad, Ellie, debo admitir. ¿Por qué tienes miedo de mi
investigación? —preguntó, acercándose más—. Creo que temes que esté a punto de
derribar a tu querido padre del pedestal en el que lo has puesto.
Ella abrió la boca para negar esa afirmación ridícula, pero la cerró de nuevo.
Sólo intentaba provocarla.
—Guardando silencio, ya veo —murmuró él, con la boca tan cerca de su rostro
que su aliento fue como una caricia en su mejilla—. Lo suficientemente justo. Pero
168
en realidad, Ellie... ¿Bluestone? Pensé que tenías mejor gusto. Después de todo, una
vez pensaste casarte conmigo.
—Una locura temporal, te lo aseguro.
—¿Lo fue? —Lawrence curvó la mano en su cadera mientras hablaba. Ellie se
sobresaltó ante el contacto, pero no pudo escapar, y aunque sentía el calor de su
mano a través de las capas de ropa, se obligó a quedarse quieta—. ¿Fue realmente
temporal, Ellie?
Ella agarró su brazo, desesperada por detener su audaz caricia.
—Sí —declaró, apartándole la mano—. Muy temporal.
—Es una pena. —Lawrence dio un paso atrás para alivio de Ellie, pero antes de
esquivarlo y escapar, él volvió a hablar—. Sabes que no permitiré que tu plan tenga
éxito, ¿no?
—No hay nada que puedas hacer para evitarlo.
—¿Eso crees? —Lawrence abrió la mano y un destello plateado brilló en su
palma—. No estoy de acuerdo.
Ella miró la moneda con incredulidad.
—¿Has rebuscado en mi bolsillo?
Lawrence lanzó el sixpence al aire con el pulgar, pero antes de que ella pensara
en arrebatarle la moneda del aire, él volvió a atraparla.
—Y ni siquiera te has dado cuenta.
Ella le miró a la cara, y ante el brillo de sus ojos y la sonrisa pirata que curvaba
su boca sintió una furia tan fuerte que el pecho le dolió.
—Eres un canalla —exhaló—. Un canalla despreciable y deshonroso.
—¿Deshonroso? —La diversión desapareció. Una súbita chispa de cólera
resplandeció como acero en sus ojos—. No, Elinor, la deshonra es para el hombre
que vendió mosquetes de mala calidad al ejército británico.
—¡Eso no es cierto! —exclamó, aunque ya sabía que cualquier discusión con
Lawrence sobre ese asunto era inútil—. Mi padre no sabía que eran de mala calidad.
—Él no sólo lo sabía, sino que era responsable de ello.
—Sólo responsable de ser engañado.
—¿Engañado? Era su fábrica. La elección de los materiales de fabricación fue su
decisión. Decidió usar metales inferiores para las piezas para obtener un mayor
beneficio.
—Eso es un disparate. Sus mosquetes estaban hechos con el diseño y
especificaciones de la Compañía de las Indias Orientales, usando los mismos
materiales.
Él le lanzó una mirada compasiva.
—Querida Ellie, ¿es eso lo que te dijo?
La ira se encendió en su interior, una ira tan caliente que la hizo sentirse muy
violenta. Se esforzó para controlarla, apretando los puños en los costados.
169
—Cualquier arma que mi padre proporcionara hubiera sido inspeccionada por
la Ordenanza Británica...
—¿Estás bromeando? Para el final de la guerra los procedimientos de la
Ordenanza para la inspección y el mantenimiento de registros habían desaparecido
completamente. Fue un caos. Tu padre y sus socios fabricaron en Birmingham más
de un millón de mosquetes en los últimos años de la guerra, Ellie, y muchos de esos
mosquetes eran de tan mala calidad que se desgastaron a las pocas semanas de ser
repartidos entre los regimientos.
—¿Y dónde están tus pruebas?
—Sólo tienes que imaginarte —prosiguió él, ignorando tranquilamente esa
pregunta—, al pobre soldado que se encontraba indefenso en un campo de batalla
cuando el martillo de su mosquete se rompía, o el muelle del rastrillo se desgastaba,
o el disparador se atascaba y su arma no disparaba. ¿Cuántos de esos soldados
murieron, Ellie? ¿Cientos? ¿Miles?
—¡Eso es ridículo! Mi padre jamás permitiría que alguien muriera.
—Y un cuerno que no lo haría. Era plenamente consciente de la calidad inferior
de sus materiales, y no le importaba ni un poco, ni quién moriría como resultado. Y
al final de la guerra, cuando los rumores sobre la mala calidad de sus armas
comenzaron a surgir, se deshizo de los metales e hizo quemar la fábrica para no
tener que entregar sus registros al ejército.
Ellie respiró profundamente y con calma.
—No estás seguro de eso, y ciertamente no puedes probarlo. Los enemigos de
mi padre trataron de arruinarlo con esos mismos rumores hace más de doce años y
fracasaron porque, como tú, no tenían pruebas de sus infundadas acusaciones.
Ahora déjame pasar. No toleraré ni una vez más esa calumnia contra él. Y sobre
todo, no te permitiré difamarle a través de tu preciosa Comisión y que arruines su
buen nombre.
—¿Para poder casarte con Bluestone? —Puso la moneda en el bolsillo de sus
pantalones—. Ese plan ya se te ha escapado por la ventana, ¿no?
Ellie vio como se palmeaba el bolsillo y sintió una súbita punzada de miedo. La
apartó con un sonido de burla.
—¿Crees que necesito una moneda para afianzar los afectos de lord Bluestone?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. No tengo nada contra tus encantos, pero ni siquiera tu sonrisa con
hoyuelos y tus grandes ojos marrones serán suficientes para superar los dictados
del destino.
—Aprovecharé mis oportunidades.
—¿Por qué tendrías que hacerlo? —preguntó, deteniéndola mientras ella se
movía de nuevo para rodearle—. ¿No sería mejor tener la moneda a tu lado?
—añadió, alisando el chaleco sobre el bolsillo—. ¿Por si acaso?
170
—Mucho mejor —convino ella de inmediato, tendiéndole la mano—. Así que
devuélvemelo.
Él sonrió.
—¿Hacemos un trato para que te lo devuelva?
Ellie abrió la boca para negarse, pero los éxitos matrimoniales de Anne y
Cordelia cruzaron por su mente. Para ella, las apuestas eran altas y el tiempo era
corto. A pesar de su bravuconería necesitaba toda la ayuda que pudiera obtener.
—¿Qué clase de trato?
—Te devolveré el sixpence si me das tu palabra de que no te casarás con
Bluestone... digamos... ¿En dos meses?
Ellie casi se echó a reír. Era tan absurdo.
—¿Por qué? ¿Para que tengas más tiempo para inventarte un delito?
—No es una invención. Es la verdad.
—Si es así, entonces muéstrame las pruebas que tienes contra él.
—Sabes que no puedo revelar esa información, especialmente a ti.
—Sí, eso es lo que dijiste hace seis meses. Esperaba algo más que tu palabra
afirmando que mi padre era un villano. Mi propio padre, el hombre que más quiero
en el mundo.
—El hombre que más quieres —repitió suavemente, curvando una esquina de
su boca—. Hubo un tiempo en que pensé que era yo quien poseía ese lugar en tu
corazón.
El dolor se reflejó en ella y no pudo soportar oír más. Aplastó las manos contra
su pecho empujando con todas sus fuerzas, aliviada cuando él se apartó.
—No hago tratos con demonios —proclamó ella, rodeándole—. Guárdate el
sixpence. No lo necesitaré.
Ellie se alejó, esperando no haber desafiado nada sobrenatural.

171
Capítulo 3

Ellie se apresuró por el sendero con la rapidez que el decoro, el apretado corsé y
los baches le permitían. Mientras caminaba, trató de mantener sus pensamientos en
su futuro, pero cuando se acercó al camino que conducía a Blackthorne Hall, sus
pasos se desaceleraron y no fue capaz de impedir que su mente retrocediera al
pasado.
¿Cuántas veces había andado por allí con Lawrence? ¿Dos docenas de veces?
¿Tres? ¿Más?
Por lo menos. Después de coincidir con Cordelia en casa de madame
Rochambeaux, había empezado a venir aquí para pasar las vacaciones de verano,
prefiriendo ampliamente Wolford Grange a la remota grandeza de Daventry Close.
Al quedarse con lady Wolford, una prima lejana, había pasado innumerables días
de verano explorando los bosques, comiendo peras y moras, y paseando en barca
con Cordelia, Beatrice y Anne.
Así es como habían conocido a Lawrence, un barco zozobrado, cuatro colegialas
mojadas y enfangadas, y un muchacho en la orilla que se reía a costa de ellas. Su
diversión ante su situación le había merecido unas cuantas palabras de Ellie, pero él
compensó ese lapso de buenos modales rescatando galante sus cañas de pescar, la
cesta de picnic y la red, y se habían convertido en amigos.
Durante casi quince años, Lawrence y ella pasaron el verano de esa manera;
peleando, reconciliándose y enamorándose. Pero ninguna pelea, por muy fuerte
que fuera, fue capaz de separarlos, no hasta ese fatídico día hace seis meses, cuando
tuvieron una discusión que ningún rescate galante, ninguna disculpa y ningún
compromiso podía resolver. Una hora fatídica, pensó amargamente, que anuló
quince idílicos veranos como si nunca hubieran pasado.
Ellie dejó de andar y se volvió para mirar el camino arbolado que conducía a
Blackthorne Hall. ¿Cómo pudo haber hecho eso Lawrence? se preguntó, todavía
desconcertada, todavía incapaz de comprender lo que le había sucedido a un amor
que pensó duraría para siempre.
No sólo él eligió creer los rumores maliciosos en lugar de la negación jurada de
su padre, sino que utilizó esos rumores para su propio progreso, convenciendo de
alguna manera al Ministro del Interior para que le diera un cargo en el Ministerio e
investigar el supuesto escándalo. Peor aún, esperó que ella aceptara su palabra
sobre los supuestos crímenes de su padre como verdaderos sin ofrecerle ninguna
prueba, diciéndole que no podía confiar en ella para contarle la información.
Esperaba que ella estuviera junto a él en contra de su propio padre, acusando al
hombre que no le había mostrado nada más que un profundo amor y afecto,

172
basándose solamente en su palabra.
El viejo camino se desdibujó ante sus ojos y apartó la mirada, parpadeando con
fuerza para evitar las lágrimas. No tenía sentido llorar por el pasado. El hombre al
que había amado eligió ambición y la llamó “honor”. Se había vuelto contra un
hombre que lo consideraba casi como un hijo y, con esa elección, dio la espalda a su
amor y a todos los sueños que ella construyó para su futuro.
Un ladrido sonó cerca, forzando a Ellie a regresar al presente y girar la cabeza
para ver una mole de pelo gris y blanco a toda velocidad por el camino,
dirigiéndose directamente hacia ella.
—¡No, Baxter! —gritó con espanto, pero sus palabras llegaron demasiado tarde
para detener al alborotador perro pastor de Lawrence. El animal saltó en el aire y se
apoyó en sus hombros.
Ellie tropezó hacia atrás y aunque intentó enderezarse, metió el pie en un bache
y se torció el tobillo, cayendo duramente al suelo con Baxter encima de ella.
Intentó empujar al perro, pero él estaba demasiado contento de verla para
hacerle ningún caso. Sus cuarenta y cinco kilos se retorcieron de felicidad mientras
se alzaba sobre ella, lamiéndole la cara y saludando con entusiasmo. Se veía tan
feliz que Ellie, a pesar de la caída, no pudo evitar reír y tardó un par de minutos
antes de recuperar el aliento y emitir una orden suficientemente contundente.
—Baxter, no —ordenó, empujándolo de nuevo—. Siéntate.
El perro obedeció de inmediato, plantando de lleno su trasero en su estómago.
—Guau—respondió el perro, pareciendo muy satisfecho consigo mismo
mientras sus oscuros ojos la miraban entre el pelo que le cubría el rostro.
—¿Estás bien? —gritó una voz. Ellie giró la cabeza y vio a Lawrence a unos
quince metros, acercándose al trote en su caballo.
Baxter se quitó de Ellie inmediatamente y ella soltó un suspiro de alivio,
mientras él corría a saludar a su amo.
—Bastante bien —respondió, sentándose mientras se acercaban—. Pero está
claro que tu perro necesita mejorar su entrenamiento. Se ha vuelto demasiado
salvaje desde la última vez que lo vi.
—Al contrario. —Lawrence frenó el caballo hasta detenerse cerca de sus pies y
miró a Baxter, que se sentó enseguida, pareciendo un modelo de educación
canina—. Está muy bien educado.
—Oh, sí, mucho —masculló, echándole una mirada irónica mientras empezaba
a sacudir las marcas polvorientas de las patas de su vestido.
—Lo es —insistió Lawrence—. La mayoría del tiempo. Y en tu caso —añadió,
desmontando del caballo—, realmente no puedes culparlo. Ha pasado mucho
tiempo desde que visitaste Blackthorne Hall.
—No iba a hacer una visita —señaló Ellie cuando él dejó caer las riendas y se
acercó a su lado—. Simplemente pasaba por el camino para ir a mi casa.
173
—Lo sé, aunque... —Lawrence se detuvo junto a ella quitándose el sombrero—.
Te ha echado de menos, Ellie.
El corazón de Ellie se retorció un poco ante esas palabras, pero apartó la vista
antes de que sus perceptivos ojos notaran lo que sentía, sintiéndose agradecida
cuando volvió a hablar.
—Siento que te haya derribado. ¿Estás bien?
—Creo que sí.
Lawrence le tendió la mano para ayudarla a levantarse, pero en el momento en
que puso el peso en el pie derecho un dolor agudo se disparó por su tobillo y gritó,
cayéndose de nuevo al suelo.
Inmediatamente, Lawrence arrojó su sombrero, se arrodilló a su lado y, sin
siquiera pedir permiso, le levantó la falda.
—¿Qué estás haciendo? —Ella jadeó e intentó bajarse la falda, un esfuerzo
vano—. ¡No tienes derecho a tomarte tales libertades!
Él la ignoró, algo nada sorprendente. Después de todo era Lawrence. En vez de
contestar, él apoyó una mano debajo de su talón y le alzó el pie. Sus anteriores
palabras resonaron en su mente.
«Lo correcto nunca nos preocupó mucho, ¿no es así?»
Ellie recordó los ardientes besos en el armario de las escaleras, con su cuerpo
presionado contra el suyo y sus manos vagando por ella en lugares mucho más
íntimos que su pie, y una ola de calor repentino atravesó su cuerpo.
Mortificada, levantó la vista. Afortunadamente Lawrence no la estaba mirando.
Tenía la cabeza inclinada sobre su pie, examinando las posibles heridas, dándole la
oportunidad de recuperar el control. Pero incluso aunque se recordara que las
pasiones salvajes e ingobernables que despertó en ella eran cosa del pasado, el calor
de sus manos parecía quemar a través de su media de seda, convirtiéndola en una
mentirosa.
Por fortuna, en ese momento le quitó el zapato y el dolor punzante que se
disparó por su pie desterró cualquier sensación erótica. Inhaló bruscamente.
—Lo siento —murmuró él de inmediato—. Pero es importante saber si te has
roto algo. —Con el talón en la mano, continuó explorando su pie, y aunque el
examen fue suave, le pareció que tardaba una eternidad antes de que lo dejara de
nuevo en el suelo.
—No hay ningún hueso roto, pero me temo que te has torcido el tobillo.
Ellie soltó un gemido de frustración, aunque lo ahogó al instante. No tenía
tiempo para lamentar cosas sobre las que no podía hacer nada.
—Entonces tendrás que llevarme a Wolford Grange en tu caballo. —Ellie le
tendió la mano, pero, esta vez, Lawrence no se movió para ayudarla a levantarse—.
Venga —replicó, agitando la mano—. Tengo que irme a Londres con lady Wolford
esta tarde. No podemos quedarnos aquí perdiendo el tiempo.
174
—¿No podemos? —Él se encogió de hombros y miró a su alrededor—. Hace un
día encantador. Y además, estás un poco conmocionada. Perder el tiempo parece
una buena idea.
—Pero si llego tarde la marquesa no esperará. Se irá a Londres sin mí. —Incluso
mientras hablaba se dio cuenta de lo que él estaba haciendo—. Ah ya veo. Si no
llego a Londres no podré cenar con lord Bluestone esta noche.
—Así es. —Lawrence se sentó en sus talones—. Y si no estás con él no puede
proponerte matrimonio, ¿verdad?
Ellie lo fulminó con la mirada, despreciando la sonrisa diminuta y satisfecha
que curvaba su boca.
—Las profundidades en las que estás dispuesto a hundirte para alcanzar tus
fines nunca dejan de sorprenderme.
—Pero Ellie, te estás embarcando en lo que considero es un rumbo precipitado.
Este retraso te dará tiempo para pensar, para reconsiderarlo. Puede que yo sea el
responsable de salvarte de un matrimonio desastroso y vivir toda la vida con un
perfecto imbécil.
—Eres un héroe.
Su sarcasmo rebotó en él como una flecha en una roca de granito.
—Sí, lo sé —indicó con una falsa modestia que sólo aumentó su enfado.
—A tus propios ojos, quizás. —Ellie se inclinó para taparse los tobillos con la
falda—. Por mi parte, sigo pensando que eres un idiota.
—Insultarme no es muy sabio de tu parte teniendo en cuenta que soy tu único
medio de llegar a casa.
—Eso no importa en lo más mínimo —rebatió de inmediato—. Porque sé que
me llevarás a casa, sin importar lo que diga.
—Pareces muy segura.
—Estoy segura. Sea lo que sea lo que piense de ti, te consideras un caballero, y si
deseas seguir pensando tan bien de ti mismo, indiscutiblemente no dejarás a una
jovencita sola, lesionada y desamparada en el camino. —Hizo un gesto con la mano.
Los labios de Lawrence se retorcieron en una curva.
—Está bien, tienes razón —murmuró, y para su alivio la levantó tirando de ella.
Aunque el alivio, sin embargo, fue de corta duración. Después de subirla a la
silla se montó detrás, y mientras su cuerpo presionaba contra el de ella, Ellie no
pudo evitar tensarse ante el contacto íntimo. Cuando sus brazos se deslizaron
alrededor de su cintura para tomar las riendas, sintió un rubor de calor y
vergüenza. Y este inquietante estado se volvió realmente exasperante cuando
instigó al caballo, ya que el ritmo que estableció era tan lento que, incluso con un
esguince en el tobillo, podría haber ido más rápidamente cojeando por su cuenta.
—¡Oh, por el amor de Dios! —estalló Ellie, mirándole por encima del hombro—.
Estas siendo ridículo. Si Bluestone no puede proponérmelo esta noche, lo hará otro
175
día. Esta maniobra para alejarme de él no funcionará.
—Probablemente no —accedió él con una agravante alegría y sin una aparente
intención de avanzar más rápido.
—No puedes impedir que me case con él. Si me retraso hoy, viajaré a Londres
mañana. Mi padre planeará otra cena invitando a lord Bluestone y eso será todo.
—Estoy seguro de que tienes razón.
Sus ligeros acuerdos sólo servían para inclinarla más a remarcar su intención.
—Él me lo propondrá, yo me casaré con él y tus planes se frustraran.
—Sin duda, sin duda, pero de la cuchara a la boca se pierde la sopa, como dice
el refrán. Después de todo, todavía tengo tu sixpence.
—Como si eso significara algo. Mis amigas y yo pudimos haber creído en esas
tonterías cuando éramos niñas, pero sólo son eso, tonterías.
—Ya veremos.
—Sí. —Ellie apretó los labios negándose a decir otra palabra, ignorando sus
comentarios sobre el buen día, la belleza del campo y el placer de un paseo tan
tranquilo. Llegaron a Wolford Grange mucho más tarde de lo que ella había
pensado, aunque se alegró de que no hubiera conseguido incitarla a discutir más.
Los sirvientes debían haber sido instruidos para vigilar su acercamiento, ya que
el caballo de Lawrence apenas había entrado en el camino circular frente a la casa
antes que las puertas se abrieran y el mayordomo, el señor Hymes, saliera
apresurado.
—Lady Elinor —la saludó, mientras Lawrence dirigía su caballo hacia los
escalones y se detenía—. Estábamos preocupados por usted, milady.
—Me lo imagino —señaló, con una mirada fulminante a Lawrence mientras él
la deslizaba de la silla de montar y la tomaba en brazos—. Me torcí el tobillo
volviendo a casa desde Prior Lodge, y como ve, el señor Blackthorne fue lo
suficientemente amable para traerme el resto del camino.
El sarcástico énfasis en su “amabilidad” no se perdió para Lawrence. Sonrió,
levantándola ligeramente en sus brazos, y ella sacudió la barbilla, mirando al
mayordomo.
—¿Dónde está lady Wolford?
—Se ha ido, milady. —El mayordomo hizo una pausa cuando ella gimió y le
dirigió una mirada de disculpa—. Ya sabe lo insistente que es con la puntualidad. Y
me temo que estaba un poco enfadada porque usted no llegara a tiempo para
acompañarla.
—Estoy segura. —Elinor volvió a mirar a Lawrence y vio que estaba sonriendo
ampliamente—. Gracias de nuevo, señor Blackthorne. Ya puedes dejarme en el
suelo, ahora.
—¿Y dejar que subas sola los escalones? No, no, de ninguna manera. Mi
“amabilidad” no lo permitirá. —Miró al mayordomo—. Indique el camino, señor
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Hymes.
—Esto no es necesario... —comenzó a decir, pero el mayordomo ya se había
dado la vuelta y entrado en la casa. Lawrence le siguió, atravesó el vestíbulo y
caminó por el ancho pasillo hasta la sala de estar, donde la depositó en un sofá.
—Es mejor que no le pongas peso en los próximos días —le aconsejó él mientras
se enderezaba—. No sé cómo te las arreglarás para volver a Londres. Quizás
deberías posponer el viaje.
Su expresión era seria, pero se veía risa en sus ojos.
Ellie pegó una sonrisa en su cara al responderle.
—Qué caballero tan considerado eres, pero no me gustaría decepcionar a mi
padre de esa manera. Tiene grandes planes para mí esta Temporada, ya sabes.
—Todavía sonriendo, agitó una mano hacia la puerta—. No desearía retenerte más
tiempo. Estoy segura que tienes muchas cosas que hacer.
—Realmente, sí. Tengo que volver a casa para hacer el equipaje, ya que también
me marcho hoy a la ciudad.
La sonrisa de Ellie vaciló.
—¿Regresas a Londres?
—Sí. Te ofrecería a llevarte conmigo en mi carruaje, pero no sería correcto. Sin
duda, tu padre estará preocupado. Le avisaré cuando llegue y le diré lo que ha
sucedido para retrasarte.
Los ojos de Ellie se estrecharon con sospecha.
—Llegaste a Berkshire ayer. ¿Por qué vuelves tan pronto a Londres?
—A diferencia de otros caballeros con los que tienes amistad, mi tiempo no es
del todo mío. Tengo deberes a los cuales debo atender. Y entretenimientos que
organizar.
Ellie hizo una breve crítica de su posición en la oficina de Peel con un resoplido
burlón y se concentró en la última parte de su declaración.
—¿De verdad crees que lord Bluestone renunciaría a cenar en casa de mi padre
esta noche para jugar a las cartas o ir de juerga por la ciudad contigo?
—Ya que probablemente me ve como un rival por tus afectos, lo dudo.
Como siempre, su particular forma de estar de acuerdo con ella era
enloquecedora y la incitaba aún más a discutir.
—Él no te ve como un rival. ¿Por qué habría de hacerlo?
—No hay ninguna razón.
—Aún así, nunca sería tan grosero como para cancelar la cena en el último
momento, y sobre todo no a cambio de tu compañía.
—En cuanto a mi compañía, sé que tienes razón. Por otro lado, Bluestone es
muy aficionado a los juegos de azar y la bebida -quizás demasiado aficionado- pero
esa es una historia para otro día. Sin embargo, podría considerar que las mesas de
juego y el whisky en White son mucho más divertidos que la cena con tu padre,
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especialmente si no estás allí.
—Tu esfuerzo para desacreditar al vizconde ante mis ojos no tendrá éxito.
Incluso si de alguna manera logras distraerlo esta noche, no podrás hacerlo todas
las demás.
—Me lo imagino. Tu belleza supera con creces el atractivo de las mesas de
juego. Incluso Bluestone no es lo suficientemente espeso como para pensar lo
contrario. Pero dime —continuó, antes de que ella discutiera su estimación de la
inteligencia del vizconde—, Daventry conoce a Bluestone, ¿cierto? ¿Y aprueba el
matrimonio?
—Claro que lo aprueba —replicó, lamentándolo al instante—. ¡Mi padre no me
sugirió esta forma de proceder!
—¿No ha tratado de disuadirte sobre eso?
Ellie sintió una súbita punzada de duda o temor, no consiguió diferenciarla, la
apartó, recordándose los motivos ocultos del hombre que la provocaba.
—Mi padre lo aprueba porque es un buen partido para mí, no por otra razón. Y
—prosiguió antes de que él pudiera expresar dudas sobre ese punto—, es sólo culpa
tuya que la posibilidad de un buen matrimonio para mí haya disminuido.
Si Lawrence se arrepentía, no lo demostró. En cambio, ladeó la cabeza
observándola tanto tiempo y tan cuidadosamente que ella se retorció bajo el
escrutinio.
—¿Qué estás mirando? —preguntó, sintiéndose a la defensiva, incómoda y
extrañamente vulnerable—. ¿Qué piensas?
—Me estaba preguntando qué clase de hombre aprueba que su hija se venda
para salvar su pellejo.
Ellie se puso en pie de inmediato, apenas notando el dolor en el pie lesionado y
sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Sólo el sonido de su mano contra la
mejilla de Lawrence le indicó que lo había abofeteado.
Inmediatamente, apretó la mano punzante contra su boca, horrorizada por
haberle permitido que la provocara hasta la violencia.
Él la miró con el rostro serio.
—No tienes que preocuparte por Bluestone, Ellie —murmuró en voz baja—. No
intentaré alejarlo de tu lado.
Ella frunció el ceño con incredulidad.
—¿No?
—No. —Una vez más, su rostro exhibió su habitual y tranquilo humor—. Tengo
una línea completamente diferente de ataque en mente.
Ella respiró hondo, sintiendo otra punzada de preocupación.
—Haz lo que tengas que hacer. Yo también lo haré.
—Me alegro de que por fin estemos de acuerdo, querida —repuso, tocando el
ala de su sombrero y haciéndole una reverencia—. Ahora te dejaré en las capaces
178
manos del señor Hymes y seguiré mi camino. Mi tía abuela Agatha estará bastante
preocupada si no llegó a Cavendish Square al caer la noche.
Se alejó, y aunque se sintió finalmente aliviada, Ellie no pudo evitar preguntarse
qué demonios estaba tramando.
Con Lawrence, por desgracia, no había manera de saberlo. Su cerebro podía
conjurar multitud de planes para causar problemas, provocando que fuera aún más
urgente para ella llegar a Londres tan pronto como pudiera.
Alcanzó la campanilla de la pared y dio un tirón. Un instante después, apareció
el señor Hymes.
—Necesito ayuda para llegar a mi habitación, señor Hymes. Después envíeme a
mi doncella y prepare otro carruaje.
—¿Otro carruaje, milady?
—Sí. Todavía iré a Londres esta noche.
Hymes la miró, horrorizado.
—Oh, lady Elinor, a lady Wolford no le gustaría que viajara a Londres sin ir
acompañada.
—No tengo intención de hacerlo. Envíe a un lacayo a Prior Lodge para contarles
a las tías de Cordelia mi situación, que les explique que necesito viajar hoy a
Londres urgentemente y les pregunte si una de esas buenas damas podría
acompañarme.
—Pero, milady, ¿y su tobillo?
—¡Me da igual el tobillo! —Ellie miró por la ventana, lanzando puñales en la
ancha espalda del hombre que galopaba por el camino—. Con esguince de tobillo o
sin él —agregó en voz baja—, me niego a quedarme mansamente quieta mientras
ese hombre conspira para arruinar a mi familia.

Al cabo de una hora, Ellie había recibido una respuesta de Prior Lodge y, para
su satisfacción, una de las tías de Cordelia estaría encantada de acompañarla
inmediatamente a Londres.
Pasó otra hora y Ellie finalmente estaba en camino, con la tía de Cordelia, Bunty,
a su lado. En honor al buen día la parte superior del carruaje se había recogido, y
con el tobillo cómodamente apoyado sobre un montón de cojines y la cálida brisa
que fluía por su rostro, las preocupaciones de Ellie comenzaron a alejarse.
Sin embargo, habían avanzado sólo ocho kilómetros cuando el carro disminuyó
su velocidad de repente y Ellie se enderezó en el asiento, repentinamente alerta.
—¿Qué pasa, Avery? —le preguntó al conductor.
—Uno de los caballos está teniendo problemas, milady. Parece que cojea.
Ella observó con consternación cuando Avery detuvo al par de caballos grises y
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se detuvo para examinar los cascos del caballo en cuestión.
—Está cojo y con razón —explicó el chofer—. Ha perdido una herradura.
Ellie se recostó contra el asiento con un gemido.
—De toda la mala suerte... —murmuró, frotándose la frente con una mano
enguantada—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Chipping Clarkson está más adelante, milady —le indicó el conductor—.
Llevaremos el carruaje al pueblo y haremos que el herrero eche un vistazo.
Al final, el herrero de Chipping Clarkson no pudo ver al desafortunado caballo
porque estaba en la cama.
—¿En la cama? —Ellie parpadeó, mirando con consternación a la propietaria
del Cisne Negro, que también era la esposa del herrero—. ¿A estas horas del día?
—Tiene gripe, madame. Nuestro aprendiz, también. Y otra media docena de
personas.
Ellie se mostró de inmediato apesadumbrada.
—Oh, lo siento mucho.
—Se pondrán bien. Al menos eso es lo que dijo el doctor esta mañana. La fiebre
ya ha pasado, pero la mayoría todavía están tan débiles como bebés. Hemos
enviado un aviso para que venga el chico del herrero de Chalmsby, pero nos han
dicho que no podrá venir ni enviar a nadie hasta pasado mañana.
—¿Hay alguien más en este pueblo con las habilidades necesarias para
reemplazar una herradura?
—Oh, no, madame —contestó la posadera—. Al menos, no ahora. Somos una
pequeña aldea y como ha estado enferma tanta gente, todos los hombres capaces
están cuidando los campos. Estarán fuera hasta que esté oscuro y de nuevo desde el
amanecer. Es tiempo de siembra, y con tan pocos hombres para ayudar cada
minuto de luz del día es necesario.
—Por supuesto. ¿Es posible entonces alquilar otro par de caballos para
reanudar el viaje?
Ellie podría haber pedido la cena de un chef francés.
—Oh, señorita, no tenemos caballos para alquilar. Como he dicho, somos una
pequeña aldea.
Ellie empezó a sentirse realmente desesperada.
—¿Tal vez uno de los hombres estaría dispuesto a llevarnos a Londres?
Esa pregunta parecía incluso más allá de la comprensión de la buena señora.
—Oh, no, madame. Ninguno de nuestros hombres va a Londres. No pueden
dejar su trabajo para ir tan lejos. Ya ve, somos...
—Una pequeña aldea —dijo al unísono con la mujer—. Si, ya lo veo.
—Eso es. —La robusta y pelirroja propietaria del Cisne Negro abrió el libro
frente a ella con vivacidad—. ¿Querrá una habitación para las próximas dos noches,
supongo?
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Ellie suspiró y Bunty palmeó su hombro.
—Es una decepción, querida. Pero hay poco que podamos hacer. Parece que
estamos atrapadas aquí hasta el miércoles.
Esa evaluación de su situación resultó demasiado generosa. El aprendiz del
herrero de Chalmsby no llegó a Chipping Clarkson hasta que pasó otro día, así que
el viaje de seis horas a Londres terminó costando tres días completos. Llegó a su
casa de Portman el jueves por la noche, demasiado tarde para ver a su padre que ya
había salido.
A la mañana siguiente, en el desayuno, el conde expresó un gran alivio ante su
llegada, pero también algo de perplejidad.
—Gracias al cielo que has aparecido por fin —dijo mientras caminaban juntos al
comedor—. Ese sinvergüenza de Blackthorne me informó de que te habías torcido
el tobillo y te retrasarías, ¿pero tres días? —Negó con la cabeza, frunciendo el ceño
mientras ocupaban sus asientos a la mesa—. Realmente, Elinor, ¿qué te ha retrasado
tanto?
Ella le dirigió una mirada irónica mientras se sentaba.
—Muchos errores ridículos, papá.
—Es verdad, lord Daventry —intervino Bunty mientras se sentaba en la silla a
la derecha del conde—. Fue una serie de eventos tan desafortunados que casi
pareció ser cosa del destino.
Ellie se puso rígida en la silla, sintiendo otra vez esa punzada de inquietud.
Mientras Bunty relataba los acontecimientos de los últimos días intentó descartar
ese sentimiento, era ridículo pensar que existía algo como una mala suerte
preordenada, y el sixpence perdido no tenía nada que ver con los acontecimientos
de los últimos días. Nada en absoluto.
—Dios mío, habéis sido muy desafortunadas —comentó el conde cuando Bunty
llegó al final del relato.
—Es cierto que nos hemos retrasado. —Ellie levantó su taza de té en un
brindis—. Pero ahora estamos aquí.
—Realmente —añadió Bunty con una carcajada—. Parece que hemos desafiado
al destino.
Ellie se atragantó con el té, haciendo que su padre y Bunty la miraran con
preocupación.
—Estoy bien —se las arregló para decir, pero incluso mientras hablaba, las
palabras de Lawrence resonaron en su mente.
Ni siquiera tu sonrisa con hoyuelos y tus grandes ojos marrones serán suficientes para
superar los dictados del destino.
Enfadada consigo misma, dejó la taza y se recordó lo ridículo que era pensar
que una moneda tenía alguna influencia sobre su destino. Ya era hora, decidió, de
cambiar la dirección de esta conversación hacia algo más agradable y productivo.
181
—¿Cómo estuvo tu cena con lord Bluestone? —preguntó, mientras tomaba el
cuchillo y el tenedor—. Confío en que tuvierais una agradable velada juntos.
Su padre dejó los huevos y el tocino por un instante, pero fue lo suficientemente
largo para que Elinor pudiera ver un destello de preocupación cruzar su rostro.
—Siento decirte que Bluestone no pudo venir a cenar.
El enfado por especular sobre supersticiosas tonterías dio paso a la ira de otro
tipo, y maldijo a Lawrence por llegar a Londres antes que ella y hacer diabluras.
Pero su padre habló de nuevo, descubriendo que culpar a Lawrence había sido
prematuro.
—El vizconde se ha resfriado. Aunque está bien —se apresuró a añadir el
conde—. Me lo aseguró en la nota que me envió. Su médico le ha recetado reposo,
pero está seguro que volverá a ponerse en pie dentro de unos días.
—Bueno, es un alivio. —Ellie hizo una pausa, notando que su padre no
compartía esa opinión.
—Lo es —insistió ella cuando él no respondió—. Un resfriado es algo
insignificante, pronto estará bien y lo intentaremos de nuevo. ¿Cena y cartas junto
con varios de nuestros amigos? Para ese tipo de veladas es perfectamente aceptable
hacer una invitación informal.
El conde asintió en acuerdo.
—Tal vez debería ir a ver al vizconde esta tarde. Y preguntar por su salud, ya
sabes, expresando nuestra preocupación. Incluso podría hasta recibir visitantes, y si
es así, le daría la invitación directamente. ¿Y quién sabe? —Su expresión se iluminó
ligeramente—. Podría salir el tema de tu futuro y entonces arreglaríamos allí las
cosas.
Ellie sintió una repentina e inexplicable oleada de consternación.
—No —dijo sin pensar, con voz aguda, y ante la expresión de sorpresa de su
padre, añadió—: Eres tan anticuado, papá. Si quiero ser honrada con la propuesta
del vizconde me gustaría mucho que me la hiciera a mí, no a mi padre. Además, si
el vizconde no está muy bien, no querrás ponerlo en la incómoda posición de
sentirse obligado a verte. Ves a verle, pero hazlo mañana sólo para dejar tu tarjeta.
Si su enfermedad es tan insignificante como parece, seguramente estará lo
suficientemente bien como para asistir al baile de Atherton el viernes, y entonces le
podrás dar la invitación para la cena. Si te apresuras, podría parecer un poco...
bien... desesperado. Y ese no es el caso, espero —añadió con una risa forzada.
Su padre se rió con ella, pero en su rostro vio un atisbo de la desesperación que
ambos negaban. La voz de Lawrence le susurró en la mente como un viento frío.
Me estaba preguntando qué clase de hombre aprueba que su hija se venda para salvar su
pellejo.
El conde la miró y frunció el ceño, como si pudiera ver la aprensión escrita en su
rostro. Levantó la mano.
182
—Quiero verte establecida, querida. Es importante que suceda pronto, antes
de... —se detuvo y tragó saliva, mirando a Bunty, luego de nuevo a ella—. Quiero
verte bien —repitió y volvió a tomar el cuchillo y el tenedor.
—Habla como un buen padre —intervino Bunty con aprobación—. No todos los
padres serían tan generosos. Muchos preferirían que sus hijas nunca se casaran y se
quedaran para siempre en casa para cuidar de ellos.
Su padre se rió de nuevo, y aun así, observándolo por el rabillo del ojo, Ellie no
pudo sacudirse la inquietud. «Maldito Lawrence» pensó. Él era capaz de encontrar
y explotar las debilidades o temores de alguien, por pequeñas que fueran, ya que
era diabólicamente inteligente.
Tengo una línea completamente diferente de ataque en mente.
¿Qué había querido decir con eso? se preguntó, con las manos quietas sobre el
plato. Si no pretendía alejar a Bluestone de ella, ¿cuál era su plan?
Desafortunadamente, no tenía manera de saberlo. Con Lawrence podría ser
cualquier cosa, así que renunció a tratar de anticiparse a su siguiente movimiento y
reanudó el desayuno. Fuese cual fuese el plan que estuviera tramando, tenía la
intención de casarse de forma segura antes de que él pudiera ponerlo en práctica.

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Capítulo 4

Atravesar el mar de Irlanda fue muy agitado, y la lluvia torrencial convirtió


todos los caminos que partían de Dublín en ciénagas de barro. Tres días habían
pasado desde su encuentro con Ellie antes que Lawrence lograra llegar a
Drummullin, una pequeña aldea en medio del condado de Roscommon. La noche
había caído y la lluvia había disminuido a un suave rocío cuando llegó a la
destartalada posada en el límite del pueblo.
El golpe inicial en la puerta no obtuvo respuesta, ni el segundo. Lo intentó por
tercera vez, en vano. Empezó a temer que todo este horrible viaje hubiera sido una
pérdida de tiempo, cuando por fin se abrió la puerta.
El anciano del umbral frunció el ceño al verlo, una reacción que no sorprendió a
Lawrence en lo más mínimo.
—Maldita sea, hombre, le dije en mi última carta que necesitaba más tiempo
para considerarlo.
Lawrence dejó su bolsa de viaje y se quitó el goteante sombrero.
—Me temo que ya no podemos permitirnos el lujo de esperar más tiempo,
señor.
John Hammersmith lo miró, notando su capa empapada y las botas
embarradas, y lanzó un suspiro.
—Será mejor que entre —murmuró, abriendo la puerta de par en par—. Pero
primero quítese las botas —añadió mientras subía las escaleras con un andar torpe,
la pierna izquierda estaba tiesa como una tabla—. Mi casera es una fiera.
Lawrence lo hizo, dejando las botas en el minúsculo vestíbulo junto con su capa,
sombrero y bolsa. Con los pies cubiertos por las medias, siguió al otro hombre por
las escaleras y entró en un pequeño salón.
—Le ofrecería un Oporto —comentó Hammersmith mientras abría un gabinete
de la pared del fondo—. Pero por su aspecto, el whisky es una mejor opción.
Con un murmullo de agradecimiento, Lawrence aceptó su ofrecimiento de una
copa de whisky y una de las sillas frente al fuego.
—¿Y qué le ha traído hasta aquí? —preguntó Hammersmith, acomodándose en
la silla a su lado—. Aunque no sé por qué debería querer saberlo.
—Existe la posibilidad de que mi investigación sobre Daventry sea anulada.
Para irritación de Lawrence, Hammersmith no pareció sorprendido.
—Le dije que el gusano conseguiría escapar del anzuelo. —Hizo una pausa para
beber un trago de whisky—. ¿Qué ha pasado?
—La hija del conde se comprometerá pronto. —Le costó decir las siguientes
palabras—. Con el vizconde Bluestone.

184
—¿La pequeña Ellie casándose con el hijo de un duque? ¿No se suponía que se
casaría con usted?
—Así era. —Lawrence tomó un trago de whisky—. Hasta que decidí cumplir
con mi deber.
—Ah. —Esa única palabra murmurada contenía una gran cantidad de
entendimiento—. ¿Un duque, eh? —continuó Hammersmith al cabo de un instante,
e hizo un sonido despectivo—. Bueno, eso se debe a los intentos de reforma de Peel.
La aristocracia siempre ha sido capaz de frustrar la justicia cuando uno de los suyos
está en problemas, y ese hecho no va a cambiar a corto plazo, incluso aunque Peel
convoque a su policía metropolitana.
La irritación de Lawrence se profundizó, principalmente porque temía que el
otro hombre tuviera razón.
—No es sólo que Wilchelsey sea un duque. Es peor que eso. También está a
cargo del Comité de investigación al que presentaré los resultados de mis
pesquisas. Tendrá la última palabra en cuanto a si la evidencia justifica llevar a
Daventry ante la Cámara de los Lores para un juicio.
Hammersmith soltó una breve carcajada.
—Entonces, lo mejor es seguir adelante, antes que Ellie se case con la familia del
duque.
—Precisamente. Pero necesito pruebas que relacionen las armas defectuosas
directamente con la fábrica de municiones de Daventry.
—Cuando vino a verme en diciembre, dijo que todos los demás proveedores de
municiones que operaban fuera de Birmingham en ese momento habían sido
exculpados de fabricar las armas defectuosas, y eso es lo que le hizo estar seguro de
que debía ser Daventry. ¿No es esa una evidencia?
—La ausencia de pruebas es concluyente. Daventry reclamará que los otros
fabricantes falsificaron sus registros para cubrir sus huellas. Y como su propia
fábrica se quemó, destruyendo sus registros, no tengo suficientes pruebas para
presentar un caso en su contra.
—Tiene a Sharpe, ¿verdad? Usted dijo que Daventry le ordenó que quemara el
lugar.
Lawrence se recostó con la copa, echándole al hombre una mirada irónica.
—El testimonio de un hombre en prisión no tendrá gran influencia.
—¿Incluso si está en prisión por incendio provocado?
—Todo lo que probaría es que Daventry incendió su propio edificio, no por qué
lo hizo. Y no está comprobado que Sharpe provocara el incendio por ser la fábrica
de Daventry. La única razón por la que me contó la verdad es porque yo estaba
enjuiciando su caso y él esperaba que estuviera de acuerdo en disminuir su
condena a cambio de su testimonio contra Daventry. Acepté sus términos, pero
para que su testimonio sea de alguna utilidad, todavía necesito corroborarlo. He
185
logrado adquirir una colección de armas defectuosas, pero todas carecen de la
marca del fabricante. —Se encontró con los ojos del hombre—. Pero eso... ya lo sabía
usted.
Hammersmith se puso rígido, al parecer sintiendo que estaban a punto de tener
la misma conversación que tuvieron en diciembre, cuando Lawrence lo descubrió
por primera vez escondido en un remoto lugar de la campiña irlandesa. En esa
conversación, Hammersmith confirmó sus peores temores sobre el padre de Ellie,
pero se negó a ir a declarar. Las reiteradas súplicas de Lawrence por carta no le
hicieron cambiar de opinión, y las siguientes palabras del otro hombre le indicaron
que aún no lo había hecho.
—Seguramente, señor Blackthorne, los registros del ejército le pueden dar la
prueba que necesita. La Ordenanza Británica...
—Faltan las órdenes de compra de todas las armas de la fábrica de Daventry.
He buscado en todas las cajas polvorientas de papeles de la Ordenanza Británica, y
no encuentro ni rastro de las armas de Daventry.
—Eso es una lástima.
—Tiene un talento para la subestimación, señor. —El tono de Lawrence era
amargo—. No tengo nada que vincule a Daventry directamente con la fabricación
de las armas defectuosas, excepto el testimonio de un convicto incendiario.
—Señaló al hombre con la copa—. Y usted.
—Como he dicho repetidamente, no puedo ayudarle.
—Era el secretario de contabilidad de Daventry. Si alguien puede testificar
sobre lo que hizo el conde, es usted.
—Ya le he dicho que no puedo testificar.
—Y como le dije en mi última carta, Peel ha accedido a concederle inmunidad a
cambio de su testimonio. Quiere a Daventry, no a usted.
—¡No puedo, ya se lo he dicho!
—¿No puede? ¿O no quiere?
—¿Tiene importancia? —Su rostro era beligerante—. No vivo en Irlanda porque
me gusta el clima, ¿sabe? Daventry piensa que John Hammersmith murió en el
incendio, y tengo la intención de mantenerlo así.
—Me doy cuenta que usted siente cierto temor por regresar a Inglaterra y
enfrentarse a él...
—¿Temor? —Hammersmith se rió, aunque Lawrence sospechó que no por
diversión—. Podría decirse así. Casi no escapé de ese fuego con vida.
—Era tarde. Daventry no sabía que estaba allí cuando Sharpe provocó el fuego.
—¿No lo sabía? De alguna manera, tengo más fe en la habilidad del conde para
saber cosas que usted.
Lawrence suspiró, sabiendo que el hombre estaba en lo cierto. ¿Quién sabía
realmente las profundidades hasta las que Daventry podía hundirse?
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—Arreglaré protección para usted.
—Qué amable.
Lawrence ignoró el tono irónico de la voz del hombre.
—Es mi única esperanza. Usted sabe lo que hizo, las decisiones que se tomaron.
Usted estaba allí.
—¡Yo era un empleado! No pude hacer nada para detenerlo. ¡Él estaba decidido
a sacar tanto dinero como pudiera, y no fui capaz de pararlo! —Había angustia en
su voz, y Lawrence sintió un rayo de esperanza. Pero después de un instante, el
hombre se recostó en su silla con un suspiro—. ¿Qué importa ahora?
—Cientos, quizás miles, de hombres puede que hayan muerto por la codicia de
Daventry. ¿No le importa? Por el amor de Dios —añadió cuando Hammersmith no
respondió—, usted estuvo en la marina británica antes de quedarse invalido
después de Trafalgar.
—Sí. ¿Y qué conseguí cuando peleé por el rey y el país? —El hombre posó una
mano en su rodilla, frunciendo el ceño—. Esto.
—Olvide al rey y al país. ¿Y los hombres con los que peleó? ¿Sus compañeros de
armas? ¿Dejará que los que murieron por causa de Daventry se vayan sin vengarse?
Dice que no pudo hacer nada entonces. Pero ahora sí que puede hacer algo.
Hammersmith se volvió, con la mandíbula apretada, mirando el fuego y
frotándose la rodilla. Permaneció en silencio durante tanto tiempo que Lawrence
temió haber jugado su última carta sin resultado, cuando al fin el anciano se movió
y buscó su bastón.
—Espere aquí —ordenó, mientras se levantaba y salía de la habitación. Cuando
regresó unos minutos más tarde, llevaba un libro grande en la mano, un volumen
gastado por el tiempo y ennegrecido por el hollín.
—El fuego no lo quemó todo. —Le metió el libro bajo la nariz de Lawrence—.
Conseguí agarrar esto en mi huida. Tómelo.
Lawrence lo abrió cuidadosamente, retirando la tapa. Cuando vio las columnas
de cifras perfectamente escritas y los nombres y descripciones a su lado, el corazón
dio un salto en su pecho. El estaño, observó, había sido comprado en cantidades
significativas. Ninguna parte de un mosquete británico debe hacerse con un metal
tan débil como el estaño. El estaño, sin embargo, podía moldearse para parecer
acero en una inspección superficial, y era barato.
Alzó la mirada.
—¿Por qué no me dio este registro cuando vine en diciembre?
—Porque usted es uno de ellos. Es parte de la esfera social de Daventry.
—En realidad no lo soy. Mi padre era un simple terrateniente. Tengo un
patrimonio, sí, pero no soy un par del reino.
—No, pero usted es un “caballero”. —Su desprecio por esa raza en particular
era claro en su voz—. Su clase suele unirse cuando se trata de estas cosas. Nunca
187
pensé que seguiría con el asunto hasta el final.
—Darme este libro indica que ha cambiado su opinión sobre mí. ¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—Ha renunciado a la chica.
Lawrence sintió frío de repente, recordando esa tarde de enero y las amargas
palabras que Ellie y él intercambiaron, y la elección que hizo. Apuró el resto del
whisky de un trago.
—La decisión fue mutua —indicó, mientras dejaba a un lado la copa vacía.
Hammersmith hizo un gesto hacia el libro.
—¿Eso le da la corroboración que necesita?
Lawrence volvió varias páginas frágiles, escudriñando las notas y los números
de la cuidada caligrafía de Hammersmith, entonces se enfrentó al hombre.
—Esto podría ser suficiente, o tal vez no. Es difícil de decir. Daventry todavía
tiene mucha influencia. Lo mismo pasa con el duque de Wilchelsey.
—Por eso su causa, aunque noble, está finalmente condenada.
—No si testifica. Junto a esto, su testimonio cerraría el caso contra Daventry.
El anciano le miró furioso, pero no respondió. Lawrence decidió tomar eso
como una señal alentadora. Esperó hasta que por fin el hombre habló.
—Lea eso primero —señaló con un suspiro—. Entonces... ya veremos.
Lawrence no sabía si sentirse aliviado o decepcionado por el ambiguo
comentario. Aunque, pensó, con la mano apretada alrededor del libro, ahora tenía
más evidencias que antes. El viaje no había sido en vano. Tendría que contentarse
con eso, al menos por ahora.

Durante la Temporada, la posesión de una gran casa en Londres era más


importante que el Santo Grial. La marquesa de Atherton era afortunada en ese
aspecto, y su hermosa casa en Park Lane significaba que el baile de los Atherton
siempre era una de las invitaciones más codiciadas de la Temporada londinense.
Más de trescientas personas se apiñaban en el salón de baile de la marquesa
cuando Ellie llegó con su padre. Encontrar a lord Bluestone, apreció mientras su
mirada recorría la multitud, resultaría una tarea difícil.
Aunque encontrar a otros caballeros era demasiado fácil. Entre los bailarines
que se deslizaban por el salón, la mirada de Ellie captó el rostro oscuro y cincelado
de Lawrence Blackthorne, y sintió un repentino pánico de alarma. Desde que aquel
hombre había reaparecido en su vida solo había tenido problemas. Sólo Dios sabía
qué agravios nuevos le aguardaban.
Como para responder a esa cuestión, él miró más allá de los bailarines y la vio
observándolo. Sonrió de inmediato y sacó algo del bolsillo de sus pantalones... la
188
moneda. La sostuvo entre sus dedos y las dudas de Ellie dieron paso a la
indignación al ver su sixpence. «Diablo arrogante» pensó, mientras él volvía a
guardarse la moneda en el bolsillo. ¿Cómo se atrevía a burlarse de ella con el robo
de su propiedad?
—Lady Elinor —saludó una cordial voz femenina. Agradecida por la
interrupción, se volvió para encontrar a la duquesa de Wilchelsey a su lado.
—Duquesa. —Le hizo una reverencia. Al enderezarse Ellie miró a su alrededor,
pero para su consternación, el hijo de la duquesa no estaba a la vista—. Qué placer
verla.
—¿Lo es? —La mujer rió entre dientes, recapturando toda la atención de Ellie—.
Sería más placentero si mi hijo estuviera conmigo, me atrevería a decir.
Pillada in fraganti, Ellie se sonrojó, pero la duquesa sólo pareció encontrarla aún
más divertida porque se rió de nuevo.
—Lo busca en vano, querida. Bluestone no está aquí. Su padre y él me han
dejado sola esta noche, ¿puede creerlo?
—Oh. —Ellie tragó ante esa decepcionante noticia, aunque se repuso
enseguida—. Me sentiré completamente feliz con su compañía, duquesa.
—Es usted una joven encantadora —afirmó la mujer, golpeando el brazo de
Ellie con su abanico—, pero no me está engañando. —Se volvió hacia el padre de
Ellie con un gesto de asentimiento—. Daventry.
—Duquesa. —Él se inclinó galantemente sobre su mano, reteniéndola mientras
se enderezaba, dirigiéndole la sonrisa deslumbrante que lo había convertido en un
seductor en su día—. Mi hija puede estar decepcionada por la ausencia de su
marido y su hijo esta noche, pero yo no, porque significa que la tendré a usted para
mí.
—No será posible. Lord Wetherby ya me ha pedido el siguiente baile.
—¡Ese villano! —exclamó el conde de inmediato, ganándose la risa divertida de
la duquesa.
—Es usted un coqueto descarado, Daventry. Siempre lo ha sido.
Ellie deslizó el pie hacia un lado, golpeando con delicadeza el pie de su padre
antes de que siguiera con esa traviesa conversación. Su padre, por suerte, entendió
la señal.
—Entonces, como ha sido tan cruel como para aceptar la invitación de
Wetherby a bailar antes de permitirme la oportunidad de ofrecerle la mía, tendrá
que compensarme aceptando una invitación diferente. ¿Cena y cartas, digamos, el
próximo lunes?
—Suena encantador, pero no puedo aceptar. No sin el duque. Ir a un baile por
mi cuenta es correcto, pero una cena y juegos de cartas en la casa de un viudo... Es
una ocasión demasiado íntima para asistir sola. Mi marido es un hombre celoso y
bastante posesivo.
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—Entonces traiga a su marido. —Hizo una pausa para sonreír—. Si debe
hacerlo. Y a su hijo también —añadió cuidadosamente—, si está disponible.
—Querido, me temo que no es posible. Ninguno de los dos estará de vuelta por
lo menos en una quincena.
—¿De vuelta? —dijeron al unísono Ellie y su padre. Intercambiaron una mirada,
pero fue Ellie quien pidió más aclaraciones—. ¿Dónde han ido?
—Al condado de Somerset. Wilchelsey recibió una carta urgente esta tarde de
su administrador, recomendándole que regresara a Crosshedges inmediatamente.
Se ha ido esta misma tarde, y Bluestone lo ha acompañado.
Dado lo que le había estado ocurriendo últimamente, Ellie no se sintió
sorprendida. A estas alturas, otro obstáculo en sus planes parecía casi inevitable.
—Confío en que no serán malas noticias.
—Devastadoras. Una de las casas de los inquilinos se incendió. Se extendió a
varias más y quemó dos campos antes de que llegara una tormenta de lluvia y
apagara el fuego.
—¿Hay alguien herido?
—Afortunadamente no.
Agradecida por eso al menos, Ellie volvió al tema que le interesaba.
—Entonces ¿tardarán quince días en regresar a Londres?
La duquesa sonrió.
—No se inquiete, querida. Las caras largas no los traerán antes. Ahora debo
irme, veo a Wetherby venir a reclamarme.
—Por supuesto —murmuró Ellie, haciendo una reverencia de despedida
mientras la mujer se volvía para marcharse.
—Puede tener el siguiente baile, Daventry —declaró la duquesa por encima del
hombro—. Si está lo suficientemente bien para una polca.
Ante la seguridad del conde de que una polca estaba bien dentro de sus
habilidades físicas, la duquesa tomó el brazo de Wetherby y se marchó, dejando a
Ellie y a su padre mirándolos sombríamente.
—Bueno, bueno. —El conde se volvió para ofrecerle una sonrisa, pero Ellie la
vio vacilar casi de inmediato—. Últimamente hemos tenido bastante mala suerte,
¿verdad?
—Sí, es cierto. —Ella estuvo de acuerdo, preguntándose si esa mala suerte era
realmente causa y efecto.
¿La culpa la tenía el sixpence? Seguramente no. Y sin embargo, Bluestone había
estado a punto de proponérselo, y todo iba bien hasta que...
Su mirada se deslizó hacia el hombre al otro lado del salón de baile. Esta
ridícula cadena de percances y desgracias había comenzado con Lawrence y su
flagrante robo. Pero si la alocada suposición de su cabeza era verdad, si la pérdida
del sixpence era responsable de su incapacidad de recibir una oferta de matrimonio
190
de lord Bluestone, ¿qué podía hacer al respecto?
Observó a Lawrence durante un largo rato, considerando la pregunta. Sólo
podía hacer una cosa, y cuando lo vio salir de su círculo de amigos y trasladarse a la
mesa de refrescos supo que era su oportunidad de hacerlo.
Se volvió hacia su padre.
—¿Me perdonas un momento, papá? Tengo algo importante que hacer.
—¿Algo importante? —repitió—. ¿En un baile?
—Lo creas o no, sí. —Se movió para rodear a su padre, pero su tono
desconcertado la detuvo.
—Mi querida hija, ¿a dónde vas?
—A cambiar nuestra suerte. —Y con esa respuesta enigmática, Ellie comenzó a
atravesar el salón.

191
Capítulo 5

Lawrence examinó sin entusiasmo el líquido amarillo pálido de la fuente de


ponche. ¿Por qué, se preguntó mientras tomaba una copa de cristal, la limonada
caliente siempre parecía ser la única bebida disponible en un baile?
—¿Lawrence?
El sonido de aquella voz, una vez tan querida y aún tan dolorosamente familiar,
lo sorprendió con la guardia baja. A pesar de la manera en que se había burlado de
ella enseñándole el sixpence, no había esperado que se acercara ni se dignara a
hablar con él.
—Ellie...
—Tengo que hablar contigo —dijo, cortando cualquier intento de charlar.
—¿En serio?
—Sí. —Sin mirarlo, tomó una copa de la mesa de refrescos y se puso a su lado,
fingiendo un gran interés en la fuente—. Tienes algo que me pertenece —continuó,
llenando de limonada su copa—. Lo quiero de vuelta.
—Estoy seguro que sí. —Él sonrió—. Últimamente has tenido bastante mala
suerte.
—No sé a qué te refieres.
Su intento de fingir no lo engañó ni un segundo.
—Primero, un esguince de tobillo y un retraso de tres días para llegar a
Londres. Después, tu precioso Bluestone atrapa un resfriado...
—Me asombra que sepas el estado de salud de Bluestone.
Lawrence se encogió de hombros.
—Tengo mis espías. Parece que tus planes para asegurarte a Bluestone siguen
estropeándose por las circunstancias.
El fuego brilló en sus ojos oscuros.
—Quiero que me devuelvas el sixpence, Lawrence.
—¿Y si no quiero devolvértelo?
—Estoy dispuesta a negociar su devolución.
Inmediatamente, su mente empezó a imaginar tentadoras posibilidades, pero
Lawrence las apartó a un lado y tomó un sorbo de limonada.
—Te escucho.
—Aquí no. —Ellie dejó el cucharón en la fuente y le lanzó una mirada rápida—.
Reúnete conmigo más tarde, en el folly8.
Lawrence estaba tan aturdido que casi dejó caer la copa y tardó un momento en

8Llamado Capricho en español, son pequeñas construcciones, a menudo de carácter romántico, construidas en
un parque o jardín como decoración.

192
pensar una respuesta lo suficientemente improvisada.
—Pero, lady Elinor, qué proposición tan escandalosa. —Se acercó un poco más
a ella—. ¿Espero que tengas algo deliciosamente travieso en mente?
—No seas absurdo.
—Supongo que eso significa que no —dijo, suspirando—. ¡Qué decepcionante!
Consternado, notó que sus palabras no transmitían el sarcasmo que había
deseado. Ella lo miró y él volvió a hablar para distraerla antes de que consiguiera
descubrir lo que sentía.
—¿A qué hora te gustaría tener esa cita?
—A medianoche. Y por el amor de Dios, asegúrate que nadie te vea escapar.
Con eso, utilizó las pinzas para poner una rodaja de limón en su copa y se
marchó, dejando a Lawrence mirándola fijamente mientras ella se reunía con un
grupo de amigas.
«¿Qué significaba esto?» Reunirse con ella pondría su reputación en un riesgo
enorme, poniendo en peligro su futuro y sus planes para salvar a su padre. Debía
estar realmente desesperada por recuperar el sixpence.
¿Y cómo de desesperada? Su mirada bajó especulativamente hacia la cremosa
extensión de piel desnuda del profundo escote cuadrado del vestido rosa pálido,
pero después de un instante, obligó a su mirada a subir otra vez recordándose que
no podía permitir que su cuerpo pensara por él.
Era posible que el sixpence fuera una simple excusa para estar solos, aunque no
lograba ver ninguna razón para ello, a menos que tuviera la intención de seducirlo
para que interrumpiera su investigación, y eso era algo que él no creía. En cuanto a
la moneda, después de todo, era sólo un sixpence, y aunque tenía cierto valor
sentimental para ella y sus amigas, no valía la pena correr el riesgo que estaba
tomando.
La única otra posibilidad era que, a pesar de sus negativas el día de la boda de
Thornton, Ellie creía realmente el mito de su juventud sobre el poder de la moneda.
Si era así, ella consideraría todos los obstáculos que habían sufrido sus planes
durante la semana pasada no como una serie de coincidencias insignificantes, sino
como resultado de la ausencia del sixpence en su posesión, lo que significaba que él
tenía la ventaja en estas negociaciones.
Lawrence sonrió. Siempre prefería tener la ventaja, especialmente en lo que
concernía a Ellie.

Lawrence sabía que Ellie lo consideraba un canalla, aunque él no tenía ninguna


intención de demostrárselo jugando inconscientemente con su reputación. Se
despidió de su anfitriona y salió del baile. Rodeando hasta la parte trasera de la
193
casa, escaló la pared del jardín y llegó al pequeño folly de piedra escondido en un
rincón del jardín de lady Atherton, con un cuarto de hora de sobra.
Los minutos se hacían eternos y no pudo evitar recordar las muchas veces que
Ellie y él se habían escapado para citas como ésta.
No, corrigió inmediatamente, sintiendo una punzada de amargura, no como
ésta.
Apoyó la espalda contra el sólido interior de piedra, con la mirada fija en la
puerta abierta que conducía a la estructura circular, y su mente regresó al pasado.
Todas las veces que se citaron así habían sido unos locos apasionados.
Inconscientes, también, convencidos de que, puesto que iban a casarse, los riesgos
de estar solos y juntos merecían la pena. ¿Ahora?
Ahora, todo era diferente. La pasión había dado lugar al disgusto y la
desconfianza. Ya no eran los locos imprudentes de amor que fueron hace seis
meses. Ahora eran dos desconocidos, su pasión desgarrada por su lealtad hacia los
demás. No había vuelta atrás.
Aunque a veces lo desearía. A menudo había deseado no haber sido asignado a
representar a la Corona contra el incendiario James Sharpe o haber escuchado su
historia y contársela a Peel, o haber encontrado a John Hammersmith. Lo habría
ocultado todo y enterrado el secreto de Daventry, y aunque hubiera tenido a un
desgraciado como suegro, al menos tendría a Ellie.
Pero decidió cumplir con su deber como servidor del Gobierno de Su Majestad,
e intentó no mirar atrás ni pensar en lo que perdía. Sobre todo, trató de no
cuestionar si el sacrificio había valido la pena.
Un ligero movimiento sacó a Lawrence del pasado y observó cómo Ellie se
detenía en la apertura arqueada del folly, con una mano en la ventana de piedra.
—¿Lawrence? —llamó suavemente.
El rayo de luz de luna que se reflejaba tras ella le impidió ver su rostro, pero
brillaba en su vestido de seda y delineaba las delgadas curvas de su cuerpo,
aumentando el deseo que aún sentía por ella y haciéndole añorar mucho más que
nunca los viejos tiempos.
—¿Lawrence? —llamó de nuevo, más urgentemente esta vez. Él forzó a sus
recuerdos y arrepentimientos a retirarse. Apartándose de la pared, salió de las
sombras.
—Estoy aquí.
Al verlo, Ellie entró, parándose en mitad de la habitación redonda, a menos de
dos metros de él.
—No tenemos mucho tiempo. Como te he dicho, quiero mi sixpence.
—Y si te lo doy, ¿qué me darás a cambio?
—¿Por qué debo darte algo por devolverme mi propiedad?

194
—Porque la posesión es nueve décimas partes de la ley.9
—¿Ley? —Se burló ella—. Eso es bueno. ¿Lo has robado de mi bolsillo y ahora
te atreves a hablar de la ley?
—¿Ese argumento es para persuadirme? Porque si es así, me temo que estás
fallando. Tendrás que hacerlo mejor, Ellie, si realmente lo quieres de vuelta. Dijiste
que estabas dispuesta a negociar —añadió cuando no respondió.
Ella lo observó un momento y capituló con un exasperado suspiro.
—Oh muy bien. Te daré lo que quieras.
—Lo que quiera —repitió, bajando la mirada antes de poder evitarlo,
encendiendo el deseo que había mantenido a raya durante meses.
A la luz de la luna, su piel brillaba como alabastro, pálida y luminosa, aunque
sabía por experiencia que era más bien seda suave y cálida. Su mirada se quedó
atrapada en la hendidura de sus pechos pequeños y bien formados, deseándola.
—Detente, Lawrence —advirtió ella como si estuviera leyendo su mente—. Eso
no es lo que quise decir.
Él forzó la mirada hacia su cara.
—Es una lástima.
—Dijiste que me devolverías el sixpence si yo me retrasaba en comprometerme
con lord Bluestone. Muy bien. Acepto tus términos. Te doy mi palabra de que
pospondré cualquier anuncio de un compromiso entre nosotros durante quince
días.
—Si no recuerdo mal, te pedí dos meses.
—Te ofrezco dos semanas.
Lawrence rió.
—Como Bluestone se quedará en Somerset por lo menos ese tiempo, no obtengo
nada aceptando tus términos. Sí —añadió frunciendo el ceño—, he oído que se ha
recuperado muy bien del resfriado, y que su padre y él partieron de Londres para
Crosshedges esta tarde. Creo que un incendio ha quemado algunas de las casas de
los inquilinos. Hum. —Se detuvo un momento antes de continuar—. Realmente
estás teniendo muy mala suerte estos días. Me pregunto por qué.
Ellie resopló.
—No actúes como si creyeras que el sixpence tiene poderes mágicos, porque los
dos sabemos que no.
—Pero tú lo haces, o no estarías aquí, arriesgando tu reputación en una cita de
medianoche para recuperarlo.
El hecho de que le hubiera mostrado los hechos con tanta claridad no pareció
gustarle a ella, ya que cruzó los brazos y sus hermosos ojos oscuros se estrecharon

9 Es una expresión que significa que la propiedad es más fácil de mantener si alguien tiene posesión de algo, o
difícil de hacer cumplir si no lo tiene.

195
hasta convertirse en rendijas. Después de un momento, respiró hondo, relajó su
postura de batalla y dejó caer los brazos en los costados.
—Aunque Bluestone haya ido a Somerset —comentó ella con un gesto de
indiferencia que no lo engañó ni por un segundo—, no hay nada que le impida
proponerme matrimonio por carta.
—Cierto. Pero conozco a Bluestone desde hace tiempo. Íbamos a la escuela
juntos, y te aseguro que no es un hombre de cartas, particularmente aquellas de
naturaleza romántica —se calló, mostrando un aspecto dudoso—. No estoy seguro
de que sea capaz de redactar semejante misiva.
—No seas absurdo. Por supuesto que sí.
—Si tú lo dices. —Lawrence se encogió de hombros—. Sin embargo, prefiero
correr el riesgo.
Después de ver su seguridad del talento de Bluestone en la composición, Ellie
no estaba dispuesta a confiar en eso.
—Podría pedirle una invitación a Crosshedges para mí y mi padre.
—Un movimiento que huele a desesperación y haría que cualquier hombre se
pregunte por qué. Aún no estás comprometida con él. Él empezaría a hacer
preguntas, oír algunos chismes que se habían olvidado hace mucho tiempo...
—No estoy de acuerdo en esperar dos meses —interrumpió ella—, así que
quítate esa idea de la cabeza. Hay algo más con lo que podemos negociar.
Irresistiblemente atraído, volvió a bajar la mirada.
—Es posible —convino él, y se acercó a ella—. ¿Qué más tienes que ofrecer?
Ellie abrió la boca para responder, pero no dijo nada. En su lugar, se lamió el
labio inferior. La excitación de Lawrence se despertó y se extendió, incluso mientras
se preparaba para ser condenado a la perdición.
Pero por segunda vez, Ellie le sorprendió.
—Creo que ya sabes la respuesta a eso —susurró, y dio un paso hacia él—. ¿No,
Lawrence?
El despertar se convirtió en lujuria. Lawrence respiró profundamente tratando
de contenerla, pero con esa inhalación aguda captó la fragancia a jabón de limón, su
favorito, y los recuerdos de nuevo invadieron su mente, los recuerdos de muchas
otras noches cuando ella iba a su encuentro y él se deleitaba con su dulce piel
perfumada y sus besos suaves y dispuestos, y supo que era demasiado tarde para la
contención. «Y eso, pensó con disgusto, por creer que tenía la ventaja.»
Ella se movió, cerrando la distancia entre ellos, sus pechos rozando su torso.
—¿Qué tal un beso? —susurró, una sugerencia que hizo que todos sus sentidos
se tambalearan—. ¿Eso te convencería?
Él abrió la boca para decir que no, hasta que ella levantó la cara y se puso de
puntillas. La negativa murió en sus labios.
—¿Y bien? —murmuró ella tras su silencio—. ¿Es un trato?
196
Desesperado, hizo un último esfuerzo.
—Ellie —comenzó, pero ella se movió contra él, destruyendo cualquier idea de
resistencia. Lawrence se quedó inmóvil, atrapado como una mosca en la miel
mientras se inclinaba y presionaba sus labios contra los suyos.
El contacto fue ligero, pero el placer tan exquisito que casi lo arrojó de rodillas.
Él gimió contra su boca y capituló completamente, sus brazos envolviendo su
cintura para empujarla fuertemente contra su cuerpo.
Ellie alzó la mano hasta su rostro, y el satén de su guante se sintió suave y fresco
mientras él acariciaba su mejilla. Ella recorrió su cabello y la boca de Lawrence se
abrió contra la suya, haciéndola profundizar el beso.
Su boca era caliente y dulce, y Lawrence cerró los ojos, saboreando las delicias
que había pensado que nunca volvería a experimentar. «Ellie» pensó, con su
corazón anhelante, su cabeza girando y su deseo por ella retumbando como un
trueno.
Ellie enterró la mano en su pelo mientras lo besaba. Su mano libre se deslizó
bajo su chaqueta para tocar su pecho, sus dedos se extendieron sobre su agitado
corazón. Entonces se movió hacia abajo, acariciándole las costillas. Pero cuando ella
se detuvo en su cintura y metió los dedos dentro del bolsillo de sus pantalones, fue
como un jarro de agua fría en sus sentidos inflamados, porque de repente
comprendió su verdadera intención.
La furia se alzó sofocando la excitación, y Lawrence rompió el beso, agarrándole
la muñeca.
—Dios, mujer —murmuró, apartándole la mano del bolsillo donde estaba el
sixpence—, eres un demonio.
—¿Por qué? —preguntó, tratando de alejarse sin conseguirlo ya que él apretó su
agarre—. ¿Porque he tratado de recuperar mi propiedad? ¿Porque para hacerlo me
he atrevido a utilizar las mismas tácticas que tú usaste para robarlo en primer
lugar?
Lawrence no podía negarlo, y eso le afligía.
—No. Eres un demonio porque estás decidida a casarte con otro hombre
cuando está claro que aún sientes algo por mí.
Ellie intentó otra vez liberar la mano mientras la otra presionaba contra su
hombro para empujarlo.
—¡Eso es ridículo!
—¿Lo es? —replicó, sujetándola con rapidez—. Los hechos sugieren lo
contrario.
—¿Hechos? ¿Qué hechos?
—Estás aquí, ¿no? Viniendo a mí como solías hacer. ¿Qué más puedo pensar
excepto que todavía te preocupas por mí?
—Venir aquí no fue más que una táctica.
197
—Sí, una táctica de seducción. La misma táctica que usé el día de la boda de
Kipp y Cordelia, y que no habría tenido éxito si no sintieras nada por mí.
Enfréntalo, Ellie —añadió, sonriendo cuando ella empezó a erizarse—, todavía me
quieres.
—De todos los vanidosos, presumidos, arrogantes... —Se detuvo, claramente
habiéndose quedado sin adjetivos, y respiró hondo—. Cualquier tierna
consideración que sentía por ti —aclaró al fin—, terminó hace seis meses cuando me
vi obligada a enfrentar la verdad. No tienes lealtad, sólo ambición.
—¿Qué? —Lawrence se sorprendió tanto por esa acusación que su agarre se
aflojó, permitiéndole la oportunidad de liberarse.
—No es necesario que parezcas tan asombrado —prosiguió, retrocediendo
fuera de su alcance—. ¿Quieres hablar del tema? Muy bien. Cuando escuchaste esos
viejos rumores sobre mi padre y se lo preguntaste, él juró que era inocente.
—Y supongo que debería haber aceptado su palabra, ¿no?
—Pero no lo hiciste, ¿verdad? En su lugar, fuiste a Peel y le contaste esos...
chismes, usándolos para manipular un puesto en el Ministerio del Interior, incluso
organizando todo para ponerte a cargo de la investigación del asunto.
—Yo no manipulé nada. Peel me ofreció el puesto.
—Y tú lo aceptaste. ¿No te parece desleal?
Lawrence no podía creer lo que estaba oyendo.
—Así que, como el Ministro del Interior me encargó investigar eso, ¿soy esclavo
de la ambición? Y porque no elijo ignorar las pruebas o simplemente aceptar la
palabra de tu padre, ¿soy desleal?
—¿Qué pruebas? Todavía no las he visto. Pero cualquiera que sea la llamada
evidencia que tengas, seguramente fue inventada por sus enemigos, los hombres
que le traicionaron...
—Enemigos no, Ellie —replicó él, callándose al advertir que casi le había
nombrado a Hammersmith. Maldiciéndose, respiró hondo—. No creerás que tu
padre es víctima de la persecución de sus enemigos, ¿verdad?
—Sí. Mi padre te juró que era inocente. Lo juró por la tumba de mi madre.
Nunca habría hecho tal juramento si fuera culpable. La familia lo es todo para
nosotros. Todo. Pensé que serías parte de la familia, pero pones tus propias
ambiciones en primer lugar. Eso es lo que te hace desleal.
—No fue ambición. Fue deber.
—Tú traicionaste a mi padre —prosiguió ella, ignorando su réplica—. Y cuando
lo hiciste, también me traicionaste a mí, Lawrence. ¿No lo entiendes? Me
traicionaste. Y no tuviste la suficiente confianza en mí para mostrarme la evidencia
y exponer tu caso.
—No puedo mostrarte la evidencia. Tú eres su hija, por el amor de Dios.
—Si no confías en mí, ¿cómo esperas que yo confíe en ti?
198
Ellie se volvió y huyó del folly, dejándolo con el frío consuelo de su deber detrás
de ella.

199
Capítulo 6

Ellie pasó una larga e inquieta noche, atormentada por lo que había sucedido en
el jardín y la voz de Lawrence resonando una y otra vez en la cabeza.
Eres un demonio.
Rodó hacia un lado intentando desterrarlo de su mente para conseguir dormir,
pero a pesar de sus esfuerzos su voz seguía burlándose de ella.
Estás decidida a casarte con otro hombre cuando está claro que aún sientes algo por mí.
—Ese hombre es tan condenadamente presumido —musitó, subiéndose la
colcha hasta los hombros—. Y arrogante. Y desleal.
Por desgracia, recordar los defectos de Lawrence no lo sacaron de sus
pensamientos. Se dio cuenta que la táctica que había empleado en su intento de
recuperar el sixpence se había vuelto contra ella.
Una táctica de seducción.
Gimió exasperada, agarró la almohada y la presionó contra su oreja, un
esfuerzo inútil.
Enfréntalo, Ellie. Todavía me quieres.
Oleadas de calor la invadieron, calor por la vergüenza y el deseo. Echó a un
lado la almohada y retiró la colcha, aunque esas acciones no enfriaron su sangre.
Incluso aquí, en la privacidad de su habitación, no podía esconderse de los
acontecimientos de hace unas horas.
Ellie apretó los dedos en sus cosquilleantes labios, cálidos y oscuros deseos
recorrieron su cuerpo. Intentó suprimirlos, pero no lo consiguió, y cuando la noche
dio paso al amanecer, se vio obligada a afrontar el hecho de que Lawrence tenía
razón.
Todavía lo quería, a pesar de todo. Pensó en el día que se habían conocido,
cuando estaba empapada y escupiendo como una loca en medio de un río de
Berkshire, mirando fijamente el atractivo y risueño rostro del muchacho en la orilla.
Había perdido el corazón por ese chico, e incluso ahora, casi quince años después,
todavía no lo había recuperado.
¡Qué verdad tan humillante!
Sin embargo, no cambiaba nada. Ellie se sentó, apartando con brusquedad las
sábanas, y se levantó de la cama. La noche había terminado, se recordó mientras
tiraba del timbre para llamar a su doncella. No importaba qué estúpido deseo por él
siguiera viviendo dentro de ella, Lawrence nunca sería suyo. Nunca sería parte de
su vida. Él era el enemigo, decidido a arruinar a su padre, y la única esperanza que
tenía de detenerlo era casarse con lord Bluestone, pero ese plan parecía estar
alejándose de su alcance, una posibilidad que se enfatizó un poco más tarde cuando

200
bajó a desayunar y no encontró ninguna carta del vizconde junto a su plato.
Mientras miraba la demás correspondencia intentó convencerse de que no
significaba nada si él no le había enviado ninguna carta antes de irse. Su partida
había sido precipitada debido a una tragedia, y no podía esperar que pensara en
escribirle una explicación en tales circunstancias.
No obstante, incluso mientras se lo recordaba, su aprensión se profundizó y se
vio impulsada a repasar su correspondencia nuevamente. Una segunda búsqueda
resultó inútil y, por fin, echó las cartas a un lado con un suspiro.
—Oh, querida, no debes preocuparte —comentó Bunty, interpretando
correctamente el significado de ese suspiro—. Bluestone se fue ayer a Somerset. Te
escribirá pronto, estoy segura.
No es un hombre de cartas.
Ellie suspiró de nuevo, un suspiro irritado. Este asunto de recordar cada
fragmento de la conversación con Lawrence tenía que parar o se volvería loca.
—Seguro que lo hará —contestó, intentando sonar lo más alegre posible, pero
cuando alzó la mirada vio la preocupada mirada de su padre observándola por
encima del periódico y tuvo que apartar la vista de inmediato—. ¿Han llegado
todos los periódicos? —preguntó, desesperada por cambiar de tema.
—Sí —contestó Bunty—. Tu padre tiene el Punch. Y yo el Times. Pero los otros
están allí —añadió, señalando con su periódico un montón al final de la mesa.
Ellie les echó una ojeada, sin conseguir mostrar interés. Su problema era mucho
más grave que cualquier noticia del día. Comenzó a leer sus cartas, pero ese acto no
era muy eficaz para distraerse de su problema o la causa de él.
Nunca había creído -no realmente- que la moneda tenía el poder de controlar su
matrimonio y el de sus amigas, aunque los recientes acontecimientos le habían
dado motivo para cuestionárselo. Desde que Lawrence robó el sixpence, sus planes
matrimoniales habían salido mal. Temía que si no recuperaba la moneda los
rumores sobre el Comité de Peel empezarían a extenderse, y su padre y ella se
convertirían en parias sociales, sometidos a toda clase de condenas y burlas. Incluso
podrían arrestar a su padre.
Alejó ese escenario tan sombrío. Todo lo que había ocurrido en sus planes no
era más que una coincidencia. Aun así, pensó con renovada indignación, sólo había
una cosa clara. El sixpence era suyo, maldita sea, y de Beatrice también. Lawrence
no tenía derecho a robarlo. Y si no recuperaba la moneda y no se casaba, tendría que
ver a Lawrence en cada baile al que asistiera a partir de ahora restregándoselo por
la cara y cantando su victoria.
No lo soportaría.
¿Y si lo recuperaba en su casa? Ellie consideró esa posibilidad mientras
desayunaba. Después de varios minutos descartó la idea. Probablemente sólo
llevaba el sixpence encima cuando sabía que tendría la oportunidad de burlarse de
201
ella, y además, entrar a hurtadillas en su casa no funcionaría. Su tía tenía por lo
menos una docena de sirvientes.
¿Y si le escribía ofreciéndole otro trato? El problema era que, por más que
quisiera, no creía que Lawrence estuviera de acuerdo con ningún trato que pudiera
proponerle. ¿Por qué debería estarlo? Un pacto entre los dos parecía una
posibilidad igualmente remota. ¿Qué tenía ella que Lawrence quisiera?
En el momento en que se hizo esa pregunta, los labios de Ellie comenzaron a
hormiguear y su cuerpo se inundó de calor. «Por el amor de Dios» pensó, buscando
un periódico para esconderse detrás. Revivir los acontecimientos de la noche
anterior era algo humillante de lo cual bien podía prescindir.
La risa de Bunty interrumpió sus pensamientos y Ellie se aferró a esa distracción
como una cuerda de salvamento.
—No me di cuenta de que el Times era tan divertido, tía Bunty —comentó,
mirando a la mujer por encima del periódico—. ¿Qué estás leyendo?
—La columna de anuncios. Siempre la encuentro de lo más entretenido.
Escucha esto. —La anciana se acercó a Ellie desde el otro lado de la mesa y levantó
el periódico—. “Doncella experimentada busca un puesto bien remunerado con una
dama. Dispuesta a viajar al servicio de su ama”. Seguro que lo haría —añadió
Bunty, alzando la vista—. ¿Quién no lo haría? ¿Esas muchachas se dan cuenta de lo
descaradas que resultan? ¡Un buen trabajo con una dama y dispuesta a viajar!
—Pero si tiene experiencia —le dijo el conde, retirando la vista del Punch—, ¿no
tienen derecho a esperar un puesto bien remunerado?
—Claro que no, Daventry —replicó Bunty—. No seas absurdo. —Devolvió su
atención al periódico dejando al conde mirándola completamente confundido.
—Una doncella con experiencia no haría publicidad en el Times, papá —explicó
Ellie haciéndole un gesto al lacayo para que le sirviera más té—. No si tiene cartas
de recomendación.
—No veo por qué no. Un anuncio parece una forma perfectamente razonable de
encontrar un puesto.
—Pero no para la doncella de una dama —añadió Bunty—. Ni en el Times. El
único periódico adecuado para esos anuncios es La Belle Assemblée.
—Ah —exclamó finalmente Daventry, perdiendo el interés y volviendo su
atención a su periódico, mientras que Bunty seguía compartiendo anuncios del
London Times con Ellie.
—“Dientes falsos para la venta. Marfil genuino de hipopótamo”. ¿Por qué
querría alguien los dientes desechados de otra persona? No me lo puedo ni
imaginar. “Retratos pintados por talentosos jóvenes artistas. Precios razonables”. Y
una dirección en el Soho... bueno, sabemos lo que eso significa, ¿no? ¡Retratos!
—Ni siquiera voy a preguntar —murmuró Daventry, con un tono irónico que
hizo sonreír a Ellie.
202
—“Respetable mujer joven desea correspondencia con joven digno. Intención,
matrimonio”. ¿Ves, Daventry? Es como te dije. Estas chicas son muy atrevidas. Hoy
en día son más frescas que una lechuga. ¿Y qué se puede hacer ante eso?
—Me siento impelido a cuestionar ese punto —insistió el conde, bajando un
poco el periódico—. Mi Ellie es un modelo de decoro y modestia. No tiene nada de
descarada.
Una vez más, Ellie sintió que el cuerpo le hormigueaba y la cara le ardía. Se
ocultó tras el periódico mientras Bunty se apresuraba a tranquilizar a su padre
sobre su naturaleza virtuosa.
—Por supuesto que no me refería a la querida Ellie, Daventry. Es una chica tan
modesta y apropiada como cualquier padre podría esperar.
Ellie hizo una mueca sintiéndose ni modesta ni apropiada, los acontecimientos
de la noche anterior -los brazos de Lawrence a su alrededor y la audaz manera en
que había presionado su cuerpo contra el suyo y entrelazado sus labios con los de
él- estaban todavía frescos en su cabeza. Su conducta, pensó con disgusto, fue
francamente desenfrenada.
—“Se busca una primera doncella experimentada”. —Los anuncios en la voz de
Bunty volvieron a escucharse—. “Se requieren impecables cartas de
recomendación. Solicitar el puesto en persona, en el setenta y ocho de Cavendish
Square.”
Ellie brincó en la silla y dejó el periódico, olvidándose por fin de los
embarazosos acontecimientos de la noche anterior.
—¿El setenta y ocho de Cavendish Square? —preguntó, sintiendo una sacudida
de excitación—. ¿Setenta y ocho?
—Sí —respondió Bunty, sorprendida por la repentina animación de su voz—.
¿Por qué lo preguntas?
Inmediatamente Ellie compuso una expresión de desinterés.
—Por ninguna razón —mintió, volviendo a refugiarse detrás del Daily Mail—.
Por ninguna razón.

Dos horas más tarde, Ellie estaba en la sala de la planta baja de la señora Pope,
el ama de llaves de lady Agatha Standish, con la esperanza de parecer tan
convincente como la seria, respetable y completamente ficticia doncella Jane
Halloway.
La señora Pope era una mujer temible de sesenta y pico años, cuyas robustas
proporciones y vestido gris le daban el aspecto de un navío insumergible, y bajo su
astuta mirada azul, Ellie tuvo que luchar contra el impulso de retorcerse como una
niña culpable. La señora Pope, comprobó, parecía que se comía a las doncellas
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falsas para desayunar.
Aún así, pensó Ellie, ella era la hija de un conde y había poco que el ama de
llaves de Lawrence pudiera hacerle. Si la atrapaban simplemente diría que todo era
una broma. Y no era probable que la atraparan.
Miró hacia abajo mientras el silencioso escrutinio de la otra mujer se alargaba,
asegurándose de que su apariencia era convincente. Había pedido prestado el
vestido de algodón gris claro, botas negras, y guantes blancos de una doncella de su
casa, y el sombrero de paja sin adornos era el más sencillo y viejo que poseía. No
había nada en su apariencia que la expusiera como un fraude. Tenía la intención de
cumplir su misión allí e irse antes de que nadie pudiera notar que tenía poca
familiaridad con los deberes específicos de las doncellas.
—Tenías una alta cualificación en tu empleo anterior —comentó la señora Pope
levantando la vista de la carta de recomendación en su mano, su voz era tan seca
que Ellie temió haber exagerado la alabanza de sus habilidades.
—Lady Elinor Daventry es una dama generosa, señora —murmuró.
—Hum. —El sonido de escepticismo desalentó a Ellie un poco, pero el ama de
llaves habló de nuevo antes de pensar sobre su causa—. Confieso que tengo
curiosidad. ¿Por qué el ama de llaves del conde no proporcionó tus referencias? Esa
es la forma habitual en que se hacen estas cosas, ¿sabes?
Ellie, que no sabía nada de eso, asintió.
—Lo sé, señora, pero la señora Overton estaba... eh... —Tosió, inventando
rápidamente—... en cama.
—¿Está enferma? —La señora Pope levantó las cejas—. ¿Estaba demasiado
enferma para escribir una carta?
Sonaba improbable.
—El brazo roto, señora. Por eso no puede escribir nada en este momento y le
pidió a lady Elinor que escribiera mis referencias. A lady Elinor no le molestó nada
—añadió con sinceridad—. Siempre es muy amable.
La señora Pope, para gran inquietud de Ellie, lanzó un suspiro dudoso.
—Si tú lo dices, aunque hay pocos en esta casa que estén de acuerdo. Si le
preguntas a alguien de aquí, nunca han visto una pequeña descarada más voluble.
Dejar plantado a un hombre joven y tan atractivo como el señor Blackthorne...
vergonzoso, eso es lo que pienso.
Ellie abrió la boca para contradecir ese relato inexacto e injusto de su ruptura
con Lawrence, pero afortunadamente, la señora Pope habló de nuevo antes de
defender sus acciones o carácter.
—A la luz de esto, estoy un poco preocupada por cómo encajarías aquí, Jane. La
alta opinión de tu antigua señora te da crédito, por supuesto, pero no te sentirás a
gusto en esta casa, como comprenderás.
Ellie se tragó el orgullo y le ofreció la respuesta más sumisa posible.
204
—No, señora. Pero —añadió, apretando la mano en su pecho y esforzándose
por mostrar una expresión de autentica sinceridad—, si me permite disminuir su
preocupación, creo firmemente que mi primera lealtad debe ser siempre para mi
empleador actual.
—Ya veo. ¿Y estás segura de que no añoraras la vida en el campo la mayor parte
del año? Esta casa es la única residencia de lady Agatha.
Los ojos de Ellie se abrieron en una pretensión de inocencia.
—Oh, no, señora. Prefiero Londres. Como le comenté antes de la entrevista, mi
tía vive aquí y está enferma, y estar tan lejos de ella durante la mayor parte del año
es la razón por la que decidí dejar el empleo del conde de Daventry y buscar un
puesto en la ciudad.
Aliviada, vio que la señora Pope asentía.
—Muy bien, entonces —dijo mientras doblaba la carta y se ponía de pie—. El
puesto es tuyo. Compartirás las tareas con Betsy, la segunda doncella. Te la
presentaré y ella te mostrará tu habitación. Puedes reunirte con el resto del personal
en el almuerzo.
—Sí, señora. —Ellie no pudo evitar una sonrisa y un saltito alegre mientras
seguía a la mujer fuera de la sala. Esta parte de su plan, al menos, había sido tan
fácil como un guiño. Su único pesar era no poder ver la cara de Lawrence cuando
descubriera que la moneda ya no estaba en su poder.
Tal vez en el siguiente baile le enseñara quien la tenía. Imaginarse en el salón de
baile de Lawrence, lanzando el sixpence en el aire y mostrándole la misma sonrisa
que él le mostró, lo encontró una perspectiva enormemente satisfactoria.

Lawrence miró por la ventana del carruaje al hacer el giro en Charing Cross.
Aunque estaba a sólo unos minutos de su oficina en Whitehall, su mente no estaba
en el trabajo.
Ese fatídico día de enero, cuando rompió su compromiso y se marchó, había
estado seguro de que nunca la tendría en sus brazos ni volvería a saborear sus
labios. Se había esforzado por superarlo, y pensaba que sí, pero ahora sabía que sólo
se había engañado a sí mismo.
Cerró los ojos y se apoyó contra el asiento, reviviendo nuevamente esos
momentos embriagadores en el jardín de lady Atherton. Incluso once frías e
insomnes horas después, todavía sentía la suave presión de sus labios y el sabor de
la dulzura de su boca. Sólo el recuerdo de su cuerpo contra el suyo era suficiente
para enviar oleadas de deseo que le atravesaban y reavivaban todo el anhelo que
había luchado los últimos seis meses por mantener a raya.
Y todo había sido un truco. El beso no había sido por pasión, sino para
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distraerlo. La mano deslizándose por su pecho no había sido una caricia. Y como el
idiota lleno de lujuria que era, no había visto que todo era una estratagema hasta
que casi fue demasiado tarde.
Para empeorar las cosas, ni siquiera podía culparla por sus acciones. El sixpence
le pertenecía. Se lo había quitado como moneda de cambio, pero cuando fracasó,
debería de habérselo devuelto. En vez de eso, se burló de ella en ese baile, y ahora él
era el que se burlaba de sus propios recuerdos de lo que había tenido y perdido una
vez. Por eso no tenía a nadie a quien culpar más que a sí mismo.
Abrió los ojos, mirando fijamente el techo negro del carro, pero en su mente no
veía nada más que el rostro de Ellie iluminado por la luna y sus labios entreabiertos.
¿Qué tal un beso? ¿Eso te convencería?
La excitación de su cuerpo aumentó aún más y gimió, frotándose el rostro y
maldiciendo su locura. ¿Por qué no se había limitado a devolverle la maldita cosa
cuando se lo pidió? Si lo hubiera hecho, se habría ahorrado esta tortura. Y aún así...
Apartó las manos y volvió a cerrar los ojos. Sí, se habría ahorrado su sabor y su
aroma, y la sensación de Ellie en sus brazos. Pero si tuviera que hacerlo de nuevo, se
dio cuenta con gran disgusto, no cambiaría nada. Todavía la quería y, a pesar de la
agonía de tener que recordarlo después, el episodio de locura le había permitido la
ilusión de creer, aunque sólo fuera por unos instantes celestiales, que nunca la había
perdido.
El carruaje se detuvo bruscamente. Lawrence abrió los ojos y miró por la
ventana, notando que había llegado a su oficina. Por desgracia, estaba duro como
una roca, ardiendo por la lujuria no correspondida y no apto para ser visto.
Se recostó de nuevo en su asiento, respiró hondo y se pasó una mano por el pelo
mientras se esforzaba para contener la excitación y recordar su deber. Tenía trabajo
que hacer, y ese trabajo no se detenía sólo porque los recuerdos del beso de Ellie
estaban organizando un caos desagradable en su cuerpo.
En el momento en que su chofer sacó los escalones y abrió la puerta, Lawrence
sintió que tenía el control suficiente para entrar en las oficinas del Gobierno de Su
Majestad sin provocar cejas levantadas y risas de sus colegas. Pero aunque su
cuerpo estaba de nuevo controlado, pronto advirtió que su cerebro era una historia
diferente. Cuando se volvió para buscar la cartera que contenía las pruebas que
Hammersmith le dio, descubrió que la había olvidado.
Hablando de su falta de cerebro.
Murmurando un juramento, miró al chofer.
—Tengo que volver a casa, Jamison. He olvidado algo.
Jamison subió los escalones y cerró la puerta. Media hora más tarde el carruaje
se paraba frente a la casa de su tía abuela en Cavendish Square.
Cuando Lawrence entró y subió las escaleras hasta su dormitorio, se juró que
cuando fuera a la oficina esta vez, no sólo llevaría la evidencia de Hammersmith y
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su completa inteligencia, sino que también se olvidaría de cualquier pensamiento
de Ellie. No la vería, se dijo, ni siquiera pensaría en ella, hasta después de que
terminara el juicio. La evitaría como una plaga.
Pero cuando abrió la puerta de su dormitorio, cualquier idea de alejarse de Ellie
salió directamente por la ventana. Ella estaba de pie justo frente a él.

207
Capítulo 7

—¿Qué diablos estás haciendo?


Incluso mientras le hacía la pregunta, Lawrence la miró y supo la respuesta al
ver claramente una esquina ennegrecida del libro de contabilidad de Hammersmith
en su escritorio.
La miró otra vez, advirtiendo el monótono vestido gris, la cofia blanca y el
delantal, y la rabia se encendió en su interior como chispas incandescentes,
prendiendo todas las emociones que había estado intentando desesperadamente
contener desde la noche anterior.
Ella pareció notar la profundidad de su furia, ya que cuando sus ojos se
encontraron, los suyos se ampliaron un poco. Cuando la puerta se cerró de golpe
detrás de él, el sonido la hizo saltar. Y cuando él comenzó a cruzar la habitación,
ella retrocedió, pero apenas dio un paso antes que su trasero golpeara el escritorio
de detrás y se viera obligada a detenerse.
Sin más remedio que desafiar su ira, ella lo enfrentó directamente.
—He venido por mi sixpence.
—Ya veo. —Se inclinó ligeramente hacia un lado y descubrió que junto con el
libro de contabilidad de Hammersmith, había varias de las cartas del hombre
esparcidas sobre su escritorio—. Y, sin embargo —dijo con los dientes apretados—,
el sixpence no parece ser lo que encontraste.
—Lawrence —comenzó, pero esa palabra apaciguadora no fue bastante para su
mal humor.
—No —ordenó ferozmente—. Te he atrapado hurgando entre mis cosas, incluso
leyendo mi correspondencia privada. Por Dios, si haces cualquier intento de
justificarte, te estrangularé.
—No necesitas preocuparte. —Ellie apartó la mirada—. Me interrumpiste antes
que pudiera encontrar algo útil.
—Incluso aunque sea verdad, lo que dudo, has leído lo suficiente como para
comprometer toda mi investigación.
Ella intentó rodearle, pero él la agarró de los brazos.
—Oh, no. No vas a ninguna parte. Dime exactamente lo que sabes.
Ellie trató de liberarse, pero cuando no la dejó ir, suspiró y se quedó quieta.
—Sé que John Hammersmith está vivo. Aunque no me imagino por qué está
viviendo en Irlanda.
Lawrence sintió una punzada de pánico.
—¿Qué vas a hacer con esa información? —Ella no respondió, la sacudió un
poco—. ¿Tienes intención de decírselo a tu padre?

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—¿Qué pasa si lo hago? —replicó, con sus ojos oscuros centelleando—. ¿Qué
harás para detenerme? ¿Encerrarme en una celda en la prisión?
Él estudió su rostro, notando el desafío en sus ojos, la contracción de sus labios.
Era una mirada que conocía bien, del mismo tipo que una mula daría al ser
obligada a caminar en una dirección por la que no quería ir. Después de haber
lidiado con la vena obstinada de Ellie muchas veces, se recordó que en tales
circunstancias la persuasión a menudo era mucho más efectiva que la dominación.
Tomó una respiración profunda, forzando la ira a retirarse. Relajó la sujeción de
sus brazos, aunque no la soltó.
—Sabes, meterte en prisión es una espléndida idea. Unos cuantos días allí, en
una celda oscura y húmeda con ratas... —Hizo una pausa como si lo estuviera
contemplando, y cuando sintió que ella temblaba, aprovechó la ventaja—. Ratas
grandes y hambrientas que muerden y roen tu cuerpo. También están los gusanos.
Se retuercen en la ración diaria de pan y...
—Está bien, está bien —exclamó—. Descubrí que cuando trabajaba en la fábrica
de mi padre, el señor Hammersmith pagó por grandes cantidades de estaño.
—Muy bien. ¿Y qué conclusiones has sacado de eso? —Ella no respondió, y él
continuó—: Hum... ¿Qué haría con el estaño una fábrica que produce armas? Ah, sí
—añadió con entusiasmo cuando ella no dijo nada—, las armas defectuosas
enviadas al ejército británico por la fábrica de tu padre que tenían algunos
componentes hechos de estaño. Es correcto.
—Eso no es una evidencia. Es una teoría. Aunque pudieras probar de algún
modo que ese estaño supuestamente comprado por la fábrica de mi padre fue
utilizado para fabricar los mosquetes defectuosos, todas las decisiones de compra
eran tomadas por el señor Hammersmith.
—Ah, así es como funciona tu mente, ¿verdad? ¿Es todo culpa de
Hammersmith, y tu padre era un ingenuo inocente?
Ella levantó la barbilla, su gesto favorito de altiva dignidad.
—No vi nada en lo que leí que demuestre que mi padre sabía algo sobre lo que
estaba haciendo el señor Hammersmith.
Si lo que ella decía era verdad, entonces aún no había visto dónde
Hammersmith había registrado las fechas reales en las que las armas defectuosas se
habían enviado y a qué regimientos. O tal vez lo había hecho, pero aún no había
descubierto lo que era un excelente rastro de pan como tal cosa.
—Si eso es todo lo que sabes —dijo, mirándola de cerca—, entonces no leíste
mucho más. Bien.
Su intento de dignidad vaciló un poco, y en sus ojos apareció un indicio de
miedo.
—¿Como lo sabes? Lo que he visto es muy poco. Déjame ir ahora.
—De ninguna manera. Quiero saber cada fragmento de información que has
209
descubierto. Cada pizca, Ellie, sin importar lo trivial que sea.
Ella no contestó
—Si sigues guardando silencio, tendremos que volver al tema de los gusanos.
Ellie soltó un suspiro exasperado.
—Leí las cartas que te envió. Por mucho que lo intentaste, no fuiste capaz de
persuadirlo para que se presentara ante tu precioso Comité y contara sus mentiras
contra mi padre. Así que todo lo que tienes es un libro de cuentas que
Hammersmith probablemente haya falsificado. Y aunque no tuve la oportunidad
de leer mucho más antes de que llegaras, para mí es obvio que sin el testimonio
jurado de Hammersmith el libro no te sirve de mucho. Aún necesitas corroborarlo.
¿No es así como los abogados lo llaman?
Él se maldijo por todas las veces que había hablado de la ley con ella cuando era
abogado.
—No tienes idea de qué otras evidencias tengo —dijo en cambio, consolándose
ante el hecho de que ella no sabía nada de Sharpe—. Y no lo harás hasta que tu
padre esté ante la Cámara de los Lores. Pero dime —añadió antes de que ella
pudiera responder—, ¿tienes alguna teoría sobre por qué el señor Hammersmith no
está dispuesto a testificar?
—¿Porque tendría que mentir bajo juramento?
Su mirada se centró en la de ella.
—O porque tiene miedo por su vida.
Ella le miró un momento, entonces negó con la cabeza, riendo como si la
sugerencia fuera indignante.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué mi padre haría... le haría daño a John
Hammersmith? ¡Eso es absurdo!
Lawrence no respondió. En lugar de eso, observó su rostro, notando la
incertidumbre en su expresión, viéndola crecer cada vez con más fuerza. La
incertidumbre era algo que nunca antes había visto en su rostro, y la esperanza se
agitó en su interior.
—También pensabas que la idea de que Daventry fuera un especulador de
guerra era absurda. Hasta hoy.
—¡Maldito seas! —Con repentina violencia, se retorció hacia un lado y le dio un
golpe en las costillas con el codo. El golpe fue suficiente como para aflojar su agarre
y ella se liberó, agachándose para rodearle. Pero apenas había dado un paso hacia la
puerta antes que Lawrence la atrapara de nuevo, envolviéndola con los brazos, tan
fuerte como una camisa de fuerza.
—Déjame ir. —Ella luchó, agitando las piernas mientras la levantaba del suelo.
Intentó patearlo en las espinillas, pero las faldas la obstaculizaban y no consiguió
darle un golpe lo suficientemente doloroso como para aflojar su retención—.
¡Suéltame, maldita sea!
210
—Y un infierno que lo haré.
—Gritaré.
—Adelante. ¿Realmente quieres que todos los sirvientes de mi tía vengan
corriendo y te encuentren aquí? Esa historia causaría una gran sensación. Ya puedo
ver el titular en los periódicos de escándalos: “¡Lady Elinor Daventry atrapada en la
habitación del señor Lawrence Blackthorne!” Vaya, vaya, ¿me pregunto qué
pensarán Bluestone y su padre de eso?
Ella se calmó, jadeando.
—Dios —exclamó con los dientes apretados mientras giraba la cabeza para
mirarlo por encima del hombro—, cómo te odio.
Él la observó por un largo momento, y aunque vio el resentimiento mezclado
con una nueva incertidumbre, no vio el odio que sentía por él que tan
vehementemente declaraba.
—No creo que me odies —indicó, cruzando los dedos para no estar
engañándose por una ilusión—. Lo que odias es que tu padre te haya mentido
descaradamente la mayor parte de tu vida, y ahora estás empezando a darte cuenta.
Ella negó con la cabeza apasionadamente.
—Mi padre nunca lastimaría ni mataría a nadie.
—¿Incluso al hombre que puede exponer sus crímenes por completo?
Hammersmith sabe... —Se detuvo disgustado, advirtiendo que casi había revelado
información crucial a la cariñosa y leal hija de Daventry, una mujer en la que no
podía confiar ni una pizca.
Pero, Dios lo ayudara, deseaba hacerlo.
Deseaba contarle todo lo que sabía. Quería confiarle todos los detalles y
mostrarle las pruebas que tenía porque todavía la amaba y, si pudiera, convencerla
de la culpa de su padre y recuperar el amor que una vez sintió por él. Pero eso era
una fantasía, y aunque no lo fuera, su deber persistía.
Lawrence aumentó su determinación y empujó las estúpidas esperanzas a un
lado.
—Tengo todas las evidencias que necesito para probar la culpabilidad de tu
padre, y la probaré. Cuando le muestre a la comisión lo que tengo, lo presentarán
ante la Cámara de los Lores y lo juzgarán por apropiación indebida de fondos
militares, por especulación en la guerra y, si puedo demostrarlo, por traición. No
importa lo que sepas o lo que puedas decirle a tu padre, no serás capaz de evitar
que se enfrente a las consecuencias de lo que hizo.
—Él no hizo nada malo, y nada de lo que digas me convencerá de lo contrario.
Aunque la fábrica de mi padre fabricara esas armas defectuosas, incluso si mi padre
y no el señor Hammersmith fue el que tomó la decisión de usar materiales
defectuosos para su fabricación, nada me convencerá que conocía que tal decisión
dañaría a alguien. Él no lo sabía.
211
La duda en su voz era más fuerte ahora, lo bastante fuerte como para ser
inconfundible. Como no estaba seguro de lo que ella sabía actualmente, la única
baza con la que podía jugar sin peligro para lograr su silencio era su propia
conciencia.
—El señor Hammersmith no parece compartir tu fe.
—Ya te lo he dicho, mi padre nunca le haría daño a John Hammersmith. Ese
hombre es mi padrino. Los dos han sido amigos desde la niñez. Papá no haría nada
para lastimarlo.
—¿No? Hammersmith permitió que todos creyeran que murió en el incendio
que quemó la fábrica de tu padre. ¿Por qué lo haría? ¿Por qué permanecería
escondido durante los últimos trece años viviendo en un país extranjero? Está
aterrorizado porque si Daventry descubre su paradero, el conde lo matará. Te guste
o no, Ellie —expuso, mientras sacudía la cabeza—, si le cuentas algo a tu padre
sobre lo que has descubierto hoy estarás poniendo en riesgo a un hombre bueno y
honorable. ¿Podrías hacerlo? ¿Pondrías la vida de tu padrino en peligro? ¿Un
hombre que te llamó Ellie y te transportó por la fábrica sobre sus hombros? ¿Un
hombre que, según todo lo que me has contado alguna vez, te amó como a una hija
y todavía lo hace?
Ella se estremeció y un sollozo salió de su garganta.
—Mi padre no es un especulador de guerra o un criminal —gritó, y una vez más
comenzó a removerse, negando la verdad con todas sus fuerzas—. Él no es un
asesino o un traidor. No lo es. No lo es. ¡No lo es!
Con cada negación su ímpetu disminuía, ya fuera debido a la fatiga o a la
inutilidad, no lo sabía, pero al final se calmó nuevamente, hundiéndose en sus
brazos.
—No lo es —susurró, jadeando y mirando al suelo.
—De todos modos, la pregunta sigue siendo; ¿Vas a contarle a tu padre lo que
has descubierto?
—¿Me meterás en la cárcel para detenerme?
El tono amargo de su voz fue como un cuchillo cortando su pecho.
—No. Sé que soy un absoluto idiota, pero no.
—¿Qué...? —Ella se detuvo y levantó la barbilla, pero no le miró—. ¿Qué vas a
hacer entonces?
Lawrence sabía que sus opciones eran limitadas. De hecho, solo tenía una.
—Te dejaré ir. —Retrocedió, pero antes de que se alejara le puso las manos en
los hombros y la giró—. Anoche me acusaste de no confiar en ti. Bueno, tendrás que
retractarte porque ahora elijo confiar en ti. Estoy confiando en que no le contarás
nada a tu padre de lo que has descubierto.
—¿Esperas que me siente, sumisa y silenciosa, mientras reúnes tu caso contra
él?
212
Lawrence no consiguió evitar reírse.
—Esperar que seas sumisa y silenciosa sería tan inútil como esperar que
Inglaterra tenga sequía. —Se detuvo y respiró hondo, esperando que lo que estaba a
punto de hacer no comprometiera aún más su investigación ni pusiera la vida de
Hammersmith en peligro—. Estoy confiando en que tienes suficiente cariño por tu
padrino como para no tener la más mínima posibilidad de poner en peligro su vida.
Confío en que empezarás a pensar en los hombres que murieron, buenos hombres
que lucharon por Inglaterra y que no merecían morir con mosquetes defectuosos en
sus manos. Y confío en que encuentres el coraje para enfrentarte a tu padre por
todos esos rumores de hace años. Mírale a los ojos como si no supieras nada y
pregúntale acerca de los mosquetes y del incendio que quemó su fábrica...
—¿Por qué debería preguntarle sobre el incendio? —Lo miró conmocionada—.
¡El incendio fue un accidente!
—¿Lo fue?
—¡Por supuesto que sí!
—Si le preguntas, estoy seguro que dirá que lo fue. De hecho, negará cualquier
irregularidad, como lo hizo conmigo. Pero cuando lo niegue, asegúrate de estar
mirándolo a los ojos, Ellie. De esa forma, espero que veas la verdad.
—Ya sé la verdad.
—O tal vez la verdad es lo que siempre has tenido miedo de enfrentar.
Eso la sacudió con brutalidad. Su barbilla subió de nuevo, toda la arrogante
altivez de la hija de un conde en su rostro.
—No le tengo miedo a nada. No soy una niña.
—No he dicho que fueras una niña.
Su tono era suave, pero aumentó aún más su ira. Ella se removió, frunciendo el
ceño.
—Soy muy capaz de enfrentar verdades desagradables.
—Perfecto. Entonces enfréntate a tu padre, pregúntale qué sucedió realmente y
juzga lo que él te diga.
Lawrence bajó los brazos y dio un paso atrás, soltándola. Inmediatamente, Ellie
se dirigió a la puerta, pero él volvió a hablar antes de abrirla.
—¿Ellie?
Con una mano en el pomo, lo miró por encima del hombro.
Él enfrentó sus ojos inquisitivos con una dura mirada.
—Sabes que Hammersmith está vivo, sabes por el texto de sus cartas que vive
en Irlanda. No puedo hacer nada para cambiarlo. Pero quiero tu solemne palabra de
que no le contarás a tu padre nada sobre él, ni sobre ninguna otra cosa que hayas
descubierto hoy. Sé que no crees que estarías poniéndole en peligro, pero debes
confiar en mí cuando digo que la precaución y la completa discreción son
necesarias.
213
Ellie parecía que iba a discutir el asunto, pero después de un instante se mordió
el labio y asintió con gesto reacio.
—Muy bien. No le diré nada a mi padre ni a nadie sobre el señor Hammersmith,
y no revelaré a nadie lo que he descubierto hoy. Te doy mi palabra.
Entonces abrió la puerta y se fue, y mientras Lawrence la miraba alejarse, supo
que acababa de hacer la mayor apuesta de su vida. Solo deseaba que no fuera su
mayor error.

Ellie miró por la ventana de su dormitorio en su casa de Portman Square. En


este momento no se veía un gran panorama, ya que la lluvia caía y la noche había
llegado, pero no importaba, ya que, en su opinión, solo había una vista y no era una
imagen de los árboles perfectamente podados y el césped bien visible bajo las
farolas. No, lo único que veía era una columna de cuentas contables que indicaban
compras de estaño y precios pagados.
¿Qué haría con el estaño una fábrica que produce armas?
Se desplomó contra la ventana, apoyando la mejilla en el frío cristal, la pregunta
de Lawrence formaba un nudo enfermizo en su estómago. Era la misma sensación
que sintió al descubrir el libro y las cartas en su escritorio. Era miedo.
Un carruaje pasó, los vecinos salían hacia las diversiones nocturnas de la
Temporada. Ellie también tenía un compromiso esta noche: cena y cartas en casa de
lady Wolford con su padre. Pero aunque ya llevaba el vestido de noche y la
oscuridad exterior le decía que era casi la hora de partir, no se movió de su asiento
junto a la ventana.
Se sentía curiosamente letárgica. Su ingenio parecía tan espeso como el
alquitrán. Lo único en lo que parecía capaz de pensar era en lo que había
descubierto esta mañana, y las sugerencias de Lawrence sobre lo que debía hacer
con su recién descubierto conocimiento.
Mírale a los ojos como si no supieras nada y pregúntale acerca de los mosquetes y del
incendio que quemó su fábrica...
Jamás lo había considerado necesario. A lo largo de su vida había oído rumores
sobre la fábrica de municiones de su padre y sospechas sobre cómo se había
incendiado. Hubo especulaciones acerca de cómo los ingresos de sus propiedades
podían pagar su lujoso estilo de vida. Pero para Ellie no habían sido más que
chismes maliciosos. Para ella, su inocencia siempre fue obvia, y los rumores eran
tan absurdos que nunca sintió la necesidad de pedirle explicaciones a su padre. Su
fe en él siempre fue su armadura contra cualquier rumor susurrado.
Pero, ¿y si su fe en él hubiese estado fuera de lugar?
En el momento en que se hizo esa pregunta, todo su ser quiso gritar que era
214
imposible. Y, sin embargo, las preguntas seguían llegando. ¿Qué pasaría si los
rumores eran ciertos? ¿Qué pasaría si su padre fuera realmente un especulador de
guerra? ¿Y si, cuando se enfrentó a Lawrence, su padre mintió?
Eso, se dio cuenta, era lo que hacía que su culpa pareciera tan imposible. Su
padre no era un mentiroso.
¿O sí lo era?
Consideró la pregunta de forma objetiva. Pensó en su infancia, pero en todos
sus recuerdos no pudo recordar una mentira. El hombro dislocado cuando se cayó
de un árbol a los nueve años... Su padre le dijo directamente cuánto le iba a doler
antes de volver a colocarlo en su lugar. Recordó los años anteriores, cuando tenía
cinco años y su madre estaba enferma. Le había preguntado si su madre iba a morir,
y con infinita ternura él le había dicho la verdad. Y cuando el final estuvo cerca y
ella quiso decirle adiós, ignoró las protestas de Nanny y la llevó a la habitación de la
enferma. Y cuando él la abrazó en su regazo en el cuarto de los niños mientras ella
sollozaba, le había alisado el cabello y le dijo que todo iba a estar bien, pero también
que su vida nunca sería la misma sin su mamá. También le había estado diciendo la
verdad.
Ni una sola vez, no consiguió recordar que su padre le hubiera mentido alguna
vez, incluso aunque una mentira fuera más amable, o más fácil, o más conveniente.
Eso, más que su amor por él, fue lo que hizo que su fe en él fuera tan absoluta y las
acusaciones de Lawrence tan absurdas. Estaba segura, con todo el corazón y el
alma, que su padre nunca le mentiría.
«Ah, pero mentirle a ella no era el problema, ¿verdad?»
Esa molesta y pequeña pregunta se deslizó por su mente como los susurros de
la serpiente a Eva en el jardín, insidiosos, persistentes e imposibles de ignorar.
Su padre nunca le había mentido, eso era cierto. Pero no fue ella quien le hizo
preguntas.
Y cuando Lawrence lo hizo, acusándolo de haber sacado provecho de la guerra,
él lo había negado tajantemente, incluso había llegado a jurar que era inocente por
la tumba de su esposa muerta.
A pesar de esas solemnes garantías, Lawrence no le creyó y actuó en
consecuencia. Ellie todavía no estaba segura de si la ambición jugó un papel en las
acciones de Lawrence o no, solo sabía que no habría procedido si hubiera creído las
negaciones de su padre.
Siempre pensó que la negativa de Lawrence a proporcionarle pruebas reales
significaba que no tenía ninguna, pero ahora se veía obligada a enfrentar el hecho
de que si las tenía, había visto algunas con sus propios ojos. Y él le había asegurado
que tenía más.
Sin importar qué evidencias tuviera Lawrence, podrían existir explicaciones
sensatas e inocentes para todo esto. Mientras ese pensamiento pasaba por su
215
cabeza, también lo hizo la sugerencia de Lawrence.
Pregúntale.
La puerta se abrió y Ellie volvió la cabeza cuando su doncella, Morrell, entró.
—El carruaje ya ha llegado, milady.
Ellie se movió, pero no se levantó, el tedio todavía la envolvía como la niebla.
—¿El carruaje?
—Sí, milady. Para llevarla a usted y a su Señoría a casa de lady Wolford. ¿Lo ha
olvidado?
—Oh no, por supuesto que no. —No debió sonar muy convincente porque un
ceño fruncido arrugó la frente de la mujer y Ellie tuvo que inventar una
explicación—. Es solo que lo del carruaje me ha sorprendido. La casa de lady
Wolford está a dos manzanas y por lo general vamos andando.
—Está lloviendo, milady.
—Ah, sí, claro. —Ellie suspiró, intentando encontrar la voluntad para
moverse—. ¿Dónde está mi padre?
—Está abajo, esperándola.
Con esas palabras llegaron todas las implicaciones de la noche que tenía por
delante, y el nudo que había estado asentado en el estómago de Ellie toda la tarde se
retorció y la hizo sentirse enferma. La cena y las cartas significaban que tendría que
sentarse frente a su padre en la mesa del comedor y tal vez en la mesa de juego. Él
sabría que algo andaba mal. Lo vería en su rostro. ¿Cómo iba a ser de otra manera?
No había forma de lograr esconder las dudas que la atormentaban.
—No voy. Dile a mi padre que se vaya sin mí. —Se dio la vuelta, sintiéndose
como una gran cobarde. Le había asegurado a Lawrence que no le tenía miedo a
nada, pero si lo tenía. Oh Dios, lo tenía.
No era lo que su padre vería en su rostro lo que temía. Era lo que ella pudiera
ver en el suyo.
Pregúntale.
—¿Milady?
Ellie se sobresaltó, mirando hacia la puerta al darse cuenta que su doncella
todavía seguía allí.
—Lo siento, Morrell —murmuró, pasándose los dedos por la frente—. ¿Ocurre
algo más?
—Está usted... —La doncella se calló y Ellie la miró, solo para descubrir que el
ceño de asombro de Morrell se había vuelto más serio—. ¿Está bien, milady?
—Por supuesto. Solo tengo dolor de cabeza, eso es todo.
—¿Quiere un poco de té? ¿O una bandeja con la cena?
El estómago de Ellie se revolvió y se llevó la mano a la boca, sacudiendo la
cabeza.
—No. Nada, gracias.
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—Muy bien, milady. Le diré a su padre que no irá, y luego volveré a desvestirla
para irse a la cama. También le traeré una botella de agua caliente —añadió casi
desafiante, como si esperara que Ellie se lo discutiera—. Puede estar atrapando un
resfriado. O unas fiebres.
Fiebre no era lo que la aquejaba.
—Estoy perfectamente bien, Morrell. No necesito mimos. No soy una niña.
«No soy una niña. Soy muy capaz de enfrentar verdades desagradables.»
De repente, la niebla que estaba envolviendo a Ellie todo el día se disipó, y se
sintió tan clara, tranquila y ligera como un día soleado en enero.
—Espera —ordenó, mientras su doncella se giraba para irse—. No importa,
Morrell, yo misma bajaré y hablaré con mi padre. —Cuadró los hombros y pasó
junto a su asombrada doncella—. Hablaré con él en este momento.

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Capítulo 8

Un fuerte trueno resonó, lo bastante fuerte como para apartar a Lawrence del
libro de cuentas, informes y cartas que se extendían por su escritorio. Miró la
ventana mientras un rayo iluminaba el cielo, y en ese breve destello vio que la lluvia
caía en grandes cortinas.
El rayo se desvaneció, volviendo a oscurecer el cielo y señalando que ya sería
muy tarde. La última vez que levantó la vista del trabajo fue para encender una
lámpara al anochecer.
Echó un vistazo a su reloj de bolsillo y comprobó que eran las ocho y media,
pero no tenía intención de volver a casa, aún tenía mucho trabajo por hacer.
Después de dejar ir a Ellie esta mañana, bajó a la zona del servicio e informó a la
señora Pope que su nueva empleada se había ido y no regresaría, y mientras estaba
allí, el lacayo le entregó el correo. Una de las cartas era de Hammersmith,
aceptando testificar si Lawrence prometía inmunidad de enjuiciamiento y
protección frente a Daventry.
Lawrence volvió a su oficina de inmediato y pasó cada minuto desde entonces
revisando el libro de contabilidad que Hammersmith le había proporcionado,
trabajando para vincular todas las piezas que tenía en un informe para sir Robert
Peel. Ese informe también recomendaría la inmunidad a Hammersmith, y sugeriría
en los términos más enérgicos que se convocara al Comité de inmediato con el fin
de exigir que el conde de Daventry compareciera ante la Cámara de los Lores y
respondiera por sus crímenes.
Lawrence estaba decidido a terminar el informe esta noche y presentarlo a Peel
a primera hora de la mañana. Una vez hecho, el asunto estaría fuera de sus manos y
podría volver su atención a todos los demás deberes de su cargo, deberes que había
descuidado en su persecución de Daventry.
Con una mirada mordaz al montón de archivos y papeles que recogían polvo en
un extremo de su escritorio, se guardó el reloj en el chaleco y olvidó cualquier idea
de regresar a casa, volviendo a concentrarse en acabar el informe. Le costó una hora
más terminar, pero al final, consiguió dejar la pluma.
Se recostó en la silla, frotándose los cansados ojos con las manos. Había hecho
todo lo posible para que se hiciera justicia, y para mañana, el destino de Daventry
estaría en manos de sus compañeros. Lawrence sabía que debería sentirse aliviado,
pero cuando pensó en Ellie, alivio no fue lo que sintió.
Estaba seguro de que ella cumpliría la promesa que le había hecho por la
mañana. Por lo menos, estaba tan seguro como una persona podría estar sobre otra.
Porque aunque Ellie amaba a su padre más allá de la razón, ella tenía mucho más

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carácter, amabilidad y coraje de lo que su padre nunca poseería, y sabía con
seguridad que mantendría su palabra. Pero sobre otras cosas, no estaba tan seguro.
¿Se enfrentaría a su padre como le había sugerido? ¿Y le importaría? Daventry
seguramente le mentiría y ella bien podría elegir creerle, a pesar de lo que ahora
sabía. O podría no creerle y aun así seguir adelante con sus planes para casarse con
Bluestone en un intento de salvar al conde de su destino, apostando a que
Wilchelsey lo encubriría a pesar de las evidencias.
Pero, ¿y si hacía una elección diferente? La esperanza se alzó en su interior... y la
anuló de inmediato. Si su padre fuera arrestado, juzgado en la Cámara, condenado
por crímenes de guerra, sería una experiencia humillante para ella y toda su familia,
y Ellie vería a Lawrence como el hombre responsable de la vergüenza de su familia.
¿Cómo existiría algún lugar en su corazón para él después de eso?
Un golpecito en la puerta abierta le hizo alzar la vista, sorprendiéndose al
encontrar al objeto de sus pensamientos parado en la puerta.
—¿Ellie? —Se puso de pie—. ¿Qué diablos haces aquí?
Ella mostró una cara compungida cuando entró en el pequeño cubículo que era
su oficina.
—Es la segunda vez en casi doce horas que me haces esa misma pregunta.
—Sí, bueno, has desarrollado una tendencia desconcertante a aparecer en los
lugares que menos espero que aparezcas.
Antes de que pudiera responder, la figura incondicional de Jim McGowan, el
vigilante nocturno, se movió para colocarse detrás de ella en la entrada.
—Ruego su perdón, sir —dijo, quitándose la gorra—. Le dije que los visitantes
no pueden entrar a estas horas, y que va contra las reglas. Pero... —Se detuvo,
retorciendo la gorra en sus manos y dirigiéndole a Lawrence una mirada
apesadumbrada—. Pero es una dama, sir.
Como caballero de bajo estatus social, Lawrence apreciaba plenamente la
presión ejercida sobre los plebeyos para dejar pasar a la aristocracia en todas las
circunstancias. No siempre estuvo de acuerdo con esa regla de la sociedad, pero la
entendía.
—Está bien, McGowan. Puede regresar a su puesto. Yo atenderé a la dama.
El vigilante asintió y se puso la gorra, echando a Lawrence una mirada de
gratitud. Entonces se fue, cerrando la puerta, y Lawrence volvió su atención a su
visitante inesperado.
—No deberías estar aquí, Ellie —señaló, recogiendo el informe, las cartas y
documentos, y metiéndolos en el libro de Hammersmith—. No a esta hora de la
noche —agregó mientras abría un cajón de su escritorio e introducía el libro en el
interior—. Y ciertamente no sin carabina.
—Lo sé. Se suponía que debía estar en una cena, pero fingí un dolor de cabeza y
Bunty y papá se fueron sin mí. Después de que se fueran salí por la escalera trasera,
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paré un coche de alquiler y vine a verte.
—Ellie, si esto es un intento de persuadirme para no seguir adelante con mi
investigación...
—No he venido por eso.
—Bien, porque no tengo intención de detenerme. De hecho —agregó,
impulsado a subrayar los hechos de la manera más brutal posible—, estoy dando
mi recomendación a Peel para que la primera cosa que haga mañana sea convocar
al Comité...
—Lawrence, no he venido a disuadirte de ese asunto. Vine porque... —Hizo una
pausa y respiró profundamente—. Quería verte.
—¿Cómo supiste que estaría aquí?
—Recuerdo lo aficionado que eres a trabajar hasta altas horas de la madrugada,
cuando todo está tranquilo y nadie te molesta.
Fue su turno de sonreír.
—No sé si “aficionado” es la palabra correcta... —Se detuvo a mitad de la frase,
su intento de aliviar la situación desapareció al notar el pálido cansancio de su
rostro—. Ellie, ¿estás bien? —Cuando ella no respondió, cerró el cajón, rodeó el
escritorio y acortó la escasa distancia entre ellos en dos zancadas—. ¿Qué ha
pasado?
—Necesitaba verte porque yo... —Levantó la vista, encontrando su mirada—.
Seguí tu sugerencia.
La esperanza, alegría y alivio se elevaron en su interior, disparándose como
fuegos artificiales, no obstante, apisonó esas emociones y se dijo que no debía sacar
conclusiones precipitadas.
—¿Qué sugerencia?
—Hablé con mi padre.
—¿Y? —Se acercó—. ¿Cuál fue el resultado?
Sus ojos marrones se oscurecieron, mostrándose repentinamente atormentados.
—Creo que lo puedes adivinar —susurró.
—¿Admitió su culpabilidad? —A pesar de preguntárselo, Lawrence no daba
crédito a esa idea, no se sorprendió cuando ella lo negó.
—No. Nunca le pedí que admitiera nada. No... —Agachó la cabeza para mirar el
suelo—. No tuve que hacerlo.
Lawrence frunció el ceño.
—No acabo de entenderlo...
—Todo lo que le pregunté fue de qué metal se suponía que estaban hechos los
mosquetes. —Levantó la vista y soltó una carcajada, un sonido suave y sin humor
que le retorció el corazón en su pecho—. Todos estos meses, años, he negado que
los chismes sobre mi padre fueran ciertos. Y cuando me los reafirmaste hace seis
meses, no me permití creerte, especialmente porque te negaste a mostrarme
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ninguna prueba. Pero cuando le pregunté sobre los mosquetes, su respuesta y su
rostro me lo contaron todo. Vi la verdad tan clara como el día.
—¿Cuál fue su respuesta?
—«Acero y bronce, por supuesto». Eso es lo que dijo. Y lo dijo sin dudar, sin
siquiera parpadear, mirándome directamente a los ojos, tan, tan fácil, como si
hubiera estado esperando el día en que comenzara a hacer preguntas. Y fue
entonces cuando supe que él sabía todo sobre las armas defectuosas. Supe que lo
que dijiste era cierto. Porque no me preguntó por qué querría saber algo así.
—¿Crees que se dio cuenta de que sabes la verdad?
—No lo creo, aunque no estoy segura. Es asombroso —añadió en voz baja—,
cómo una simple pregunta, cuando por fin reúnes el valor para preguntarla, puede
destruir todo lo que creías que era verdad.
Lawrence vio una lágrima deslizarse por su mejilla, brillando a la luz de la
lámpara, y quiso apuñalarse el corazón. Él había comenzado todo; la había
empujado por este camino. Deseó que ella se enterara de qué clase de hombre era su
padre. Ahora había conseguido su deseo, y debido a esa causa, se estaba sintiendo
como un autentico bastardo.
—Ellie —comenzó a decir, acercándose, pero cuando le puso la mano en el
brazo, cualquier palabra reconfortante que estaba a punto de pronunciar
desapareció totalmente de su cabeza—. Dios, mujer —murmuró en cambio,
agarrando un pliegue de su capa verde oscuro—, estás completamente empapada.
Ella se rió brevemente, una risa genuina que aligeró el peso que presionaba su
pecho.
—Está lloviendo —señaló, mientras se limpiaba la lágrima de la mejilla con los
dedos enguantados—. Llueve a mares. Y estaba tan ansiosa por venir a buscarte
que olvidé el paraguas. Tu vigilante no le abrió la puerta de entrada a mi conductor,
pero me dejó pasar y me trajo aquí. Supongo que me empapé cruzando el patio.
Imágenes eróticas de Ellie con las ropas húmedas y transparentes aferrándose a
su cuerpo cruzaron por su mente, algo que le hizo muy consciente de la intimidad
de la situación.
—Tengo que llevarte a casa. Antes de que pilles un resfriado.
—No, no, estoy bien. Por favor —añadió, comenzando a discutir—. No quiero
irme a casa. Aún no.
Lawrence sabía que permitirle quedarse no era una buena idea. Ya empezaba a
sentir el deseo alzándose en su cuerpo.
—Ellie, no puedes salir así por la noche. No es correcto.
Por alguna razón inexplicable, ella sonrió.
—¿Y eso lo dice el hombre que siempre declara que la corrección no es
importante?
—Ya, pero puede haber momentos en que me equivoque al respecto. Este es
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uno de esos momentos. —Miró inquieto la ventana, consciente de que podían
verlos desde el patio de abajo, y aunque el único que lo haría sería McGowan, cerró
rápidamente las cortinas—. El punto es que no deberías estar aquí. Tengo que
llevarte a casa.
—¿Puedo por lo menos secarme un poco antes de irnos?
Observó con consternación que ella alzaba las manos hacia su cuello, y mientras
desataba el lazo que sostenía su capa, su imaginación una vez más comenzó a
conjurar imágenes deliciosas de ella empapada, haciendo que su excitación
aumentara.
Le agarró las muñecas y bajó sus manos, pero cualquier idea de guiarla hacia la
puerta terminó allí.
—Déjame hacerlo a mí.
En el momento en que asumió la tarea de desatar la capa, se dio cuenta que
estaba pisando hielo muy delgado. Mientras deshacía el nudo húmedo del apretado
lazo, sus nudillos rozaron la piel sedosa de su garganta y su mente volvió a los
embriagadores días cuando se escondían dentro del armario de la escalera o detrás
de un seto, y donde, desafiando todo lo apropiado que les habían enseñado a los
dos alguna vez, se besaban apasionadamente.
Su cuerpo estaba ardiendo cuando el nudo finalmente se deshizo. Le retiró la
capa empapada de los hombros y la colgó en el perchero al lado de la puerta con un
suspiro de alivio, pero cuando se volvió hacia ella, todo el alivio que sentía
desapareció de inmediato.
Su vestido de noche de brillante seda verde, aunque húmedo, no estaba lo
suficientemente mojado para ser transparente, pero no importaba, porque el escote
bajo atrajo su mirada como un imán. Inhaló bruscamente, el aroma a jabón de limón
inundó sus fosas nasales y su deseo se profundizó, extendiéndose.
Ellie lo sintió también, porque sus labios se abrieron ligeramente y bajó las
pestañas, removiéndose agitada.
—Lawrence —exclamó, pero él no la dejó terminar, inclinando la cabeza, la
besó.
De todos los besos que habían compartido, éste fue el más dulce, y lo saboreó,
ya que sabía que mientras viviera nunca saborearía nada más dulce. Pero también
sabía que se dirigía directamente hacia un acantilado, y cuando cayera, las rocas del
fondo lo aniquilarían. Rompió el beso mientras aún tenía fuerza de voluntad.
—Ellie, esto tiene que detenerse. —La sujeto de los brazos, no tenía la suficiente
firmeza para alejarla.
—¿Detenerse? —Se puso de puntillas, acercándose nuevamente—. ¿Por qué?
—preguntó, sus labios rozando los suyos.
—Estás en una condición muy vulnerable ahora mismo. Yo también —explicó,
dolorosamente consciente de ese hecho en particular—. Y no te das cuenta con lo
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que estás jugando.
—Sí, lo sé —susurró, sus labios le rozaban mientras hablaba—. ¿Crees que me
he olvidado de los viejos tiempos cuando me llevabas al armario de la escalera?
Lawrence decidió que lo mejor sería mantener su atención -y la de ella-
firmemente fija en el presente.
—¿No se supone que debes casarte con lord Bluestone?
—Esa era mi intención. —Ella deslizó los brazos alrededor de su cuello—. Pero
alguien me robó mi sixpence y truncó todos mis planes.
El roce de sus labios y el calor de ella tan cerca enviaban al deseo zumbando a
través de cada nervio de su cuerpo. Su ingenio también se estaba desvaneciendo... y
su sentido del honor y el deber. Todo en su interior, de hecho, estaba dando paso al
lado más bajo de su naturaleza. Desesperado, la agarró por los brazos y la empujó
un paso atrás, soltándola.
—Ellie, deja de intentar seducirme. No sabes nada al respecto.
Su risa lo interrumpió.
—¿Y lo dice el hombre que pasó todos los veranos desde que yo tenía dieciséis
años mostrándome cómo se hacía?
—Sí, pero eso era diferente. Éramos... —Se calló un instante, tragando saliva,
encontrando difícil lo que tenía que decir—. Cuando te metía en el armario de la
escalera no creía que tomarme libertades de ese tipo importara mucho porque
estaba seguro de que íbamos a casarnos. Yo te amaba. Maldita sea —confesó,
mientras el dolor atravesaba su pecho—. Te amaba.
Algo del dolor que sintió se reflejó en su cara.
—Yo también te amaba. Aún... —Ellie tragó, pero no apartó la mirada—. Aún lo
hago.
Lawrence se tensó.
—Es un conveniente cambio de actitud.
—Me doy cuenta de que es así como parece —declaró, advirtiendo en sus ojos
algo que no había visto durante seis largos meses, algo que nunca pensó volver a
ver, algo que elevó sus esperanzas todo el camino hasta el cielo.
Lawrence respiró profundamente, recordando lo mucho que le había dolido
cuando eligió su lealtad hacia su padre frente a su amor por él. Si volvía a hacer esa
elección, no creía que pudiera soportarlo.
—No sé por qué debería creerte.
—Porque estoy aquí. —Cuando él no respondió, sonrió—. Oh, Lawrence, ¿de
verdad crees que no sabía lo qué pasaría si venía aquí ahora?
Él sospechaba que ella no tenía ni idea. A pesar de los momentos robados en los
armarios y detrás de los setos, nunca habían tenido la oportunidad de culminar
todos esos apasionados besos.
Cuando él no respondió, Ellie se puso de puntillas nuevamente y le dio un beso
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en la mejilla.
—He venido sola —le recordó, tocando con sus labios un lado de su boca—. Sin
carabina. —Besó el otro lado de su boca—. Por la noche.
Cristo, ten piedad, él se estaba deshaciendo. La única forma de salir de esto era
ser contundente.
—Ellie, lo juro, si te quedas aquí un minuto más, perderé la cabeza y tomaré tu
virtud. Aquí mismo, encima de mi escritorio.
—Espero que sí. —Él pareció dudar de su sinceridad, y ella se alzó aún más,
poniéndose de puntillas y besándole la oreja—. Por eso —susurró—, antes de venir
me quité el corsé.
Esa información lo empujó al límite y envió tanto su caballerosidad como su
sentido de supervivencia al olvido. Rodeándole la cintura con un brazo, la atrajo
con fuerza y la besó.
Ellie cedió de inmediato, sus labios se separaron bajo los suyos en un placentero
acuerdo. Ella presionó su cuerpo más cerca, inflamando la excitación de Lawrence
casi más allá de lo soportable, necesitando disminuir la velocidad. Estaba tomando
su virtud en un mohoso cuchitril de Whitehall, pero el momento no tenía por qué
ser tan poco romántico como su entorno.
Retrocedió, saboreando su boca en largos y lentos besos, sus manos ahuecando
y moldeando sus pechos a través del vestido, encendiéndola con el mismo deseo
que sentía. Tuvo éxito, ya que ella gimió y sus rodillas cedieron.
Lawrence la agarró por la cintura y la sostuvo contra él, todavía besándola
mientras los giraba a ambos en el estrecho espacio. Entonces se apartó y retiró las
manos.
—¿Vas a detenerte? —Sollozó consternada.
—Demonios, no —murmuró, buscando la lámpara y el tintero de su escritorio.
Los depositó en la pequeña mesa al lado de la silla, a salvo, y volvió a pararse frente
a ella—. Solo me detendré si me lo dices, Ellie.
Con un barrido de su brazo, Lawrence despejó todo lo que quedaba en su
escritorio. Los libros cayeron al suelo, los papeles se dispersaron. Ella se rió.
—Encuentras esto divertido, ¿verdad?
—Sí, porque no es normal para ti ser tan descuidado con tus cosas.
—Dame un poco de crédito —contestó, sus manos rodearon su cintura—. Al
menos recordé quitar primero la lámpara.
—Sí, quemar Whitehall habría sido bastante frustrante esta noche.
—Al diablo con Whitehall —replicó, sentándola en el escritorio—. Un incendio
te daría tiempo para cambiar de opinión.
—No voy a cambiar de opinión —prometió, todavía riendo mientras se
recostaba para descansar su peso en sus brazos, pero cuando sus miradas se
cruzaron, la intensidad de sus ojos azules hizo que su respiración se sofocara y su
224
risa desapareció.
—Levanta las caderas —le dijo, y cuando lo hizo, le subió las faldas y las recogió
alrededor de su cintura. Su mano se deslizó por su muslo, caliente contra la fina
muselina de su ropa interior. La excitación la recorrió, recordaba lo que eso
significaba.
—¿Te acuerdas de esto, no es así, Ellie? —murmuró como si le leyera la mente,
su mano se movía entre sus piernas, dentro del hueco de su ropa interior—. ¿Lo
recuerdas?
—Sí —respondió, fue todo lo que pudo decir antes de que él tocara su lugar más
íntimo, y el puro placer hizo imposible las palabras. Ellie gimió, echando la cabeza
hacia atrás y cerrando los ojos cuando la acarició. Pronto soltó pequeños jadeos
frenéticos y el placer se elevó a un tono más febril que cualquier otra cosa que
hubiera sentido antes.
Sus caderas se arquearon frenéticamente contra su mano, buscando algo que no
podía entender o incluso identificar. Y entonces se corrió, con un placer tan agudo
que gritó su nombre. Sus muslos se cerraron alrededor de su mano acariciadora, su
cuerpo luchando por obtener cada exquisita pizca de sensaciones, hasta que por fin
se dejó caer, jadeante, en el escritorio.
Lawrence se apartó, y ella abrió los ojos centrando su mirada en sus manos
desabotonando sus pantalones. Cuando él los bajó, sintió una repentina punzada de
alarma. Él lo percibió y detuvo las manos.
—Ellie, mírame.
Ella alzó la mirada hacia él. Sus ojos azules parecían oscuros, ilegibles, e incluso
bajo la suave luz de la lámpara, su rostro tenía una expresión severa, casi como si
sintiera dolor. Sus respiraciones se mezclaron con el silencio, la de ella suave y
rápida, la de él dura y sofocada.
—Dime que todavía estás segura de esto —indicó él, aunque mientras hablaba
se acercaba más, moviéndose para detenerse entre sus piernas, recogiendo más sus
faldas, y cuando la tocó de nuevo, ella jadeó ante su ardiente tacto—. Dímelo
—ordenó, deslizando las manos debajo de sus caderas y ahuecando sus nalgas.
—Estoy segura —asintió, instándolo cuando él no se movió—. Estoy segura,
Lawrence.
Esa fue toda la confirmación que necesitaba. La aproximó hasta el borde del
escritorio, e instintivamente ella abrió más las piernas, arqueando sus caderas
contra la punta de su dura excitación, despertando su propio deseo. Se sentía
deliciosamente malvada, moviéndose con un abandono que la avergonzó y la
excitó.
Pero entonces sus manos le agarraron las nalgas y su dureza se hundió más,
entrando en ella. Él empujó profundamente, y ella gritó cuando el dolor quemó su
interior.
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Lawrence la levantó del escritorio y ella se sentó, envolviendo sus piernas en
sus caderas y los brazos en su cuello, mientras la acercaba y la mantenía allí,
empalada y conmocionada contra su cuerpo.
—Todo está bien —la calmó, presionando besos en su rostro y cabello—. Ellie,
Ellie, todo va a salir bien.
—No estoy tan segura de eso —musitó contra su cuello, con la voz temblorosa y
sus brazos rodeándole.
—Te prometo que lo estará. —Todavía sosteniéndola, se giró y se sentó en el
borde del escritorio.
—¿Qué haces?
—Dejándote tomar el mando. —Con ese comentario enigmático, se recostó
tirando de ella, guiándola para que estuviera a horcajadas sobre él, y una vez más se
introdujo en su interior. Ellie se quedó con las manos sobre sus hombros y las
rodillas a cada lado de sus caderas.
—Así —dijo Lawrence, sonriendo, aunque su respiración sonaba irregular—.
Ahora estás al cargo.
—No sé muy bien qué hacer.
Él cerró los ojos.
—Haz lo que sientas.
Ellie se movió, retorciendo sus caderas con cuidado, el dolor, afortunadamente,
había disminuido. Más tranquila, se movió de nuevo, meciéndose,
acostumbrándose a la sensación de él dentro de ella.
Él gimió y Ellie se detuvo, insegura.
—¿Lawrence?
—No pares —le pidió, agarrando sus caderas—. Ellie, por el amor de Dios, no te
detengas.
Ella sonrió, observando lo que él sentía, y pensando que esta parte no era tan
mala después de todo. Utilizó su cuerpo para acariciar su dura longitud, arriba y
abajo, una y otra vez, saboreando la forma en que él gemía de placer bajo ella. Se
movió más y más rápido, hasta que la respiración de Lawrence se aceleró y sus
caderas se alzaron para encontrarse con las suyas.
Entonces, con un grito ronco y repentino, la atrajo rodeando su espalda con los
brazos mientras sus caderas embestían fuertemente contra las suyas. Los escalofríos
lo sacudieron y gimió, bajo y profundo. Ellie entendió que él estaba sintiendo el
mismo delicioso placer que ya le había dado. Empujó contra ella varias veces más y
finalmente se quedó quieto, sujetándola al relajarse.
Ella se sentó, sonriéndole mientras él abría los ojos.
—¿Estás bien? —preguntó Lawrence, extendiendo la mano para acariciarle la
mejilla.
Ella asintió.
226
—Creo que sí. ¿Y tú?
—Dios, sí —Incorporándose, ella lo encontró a mitad de camino y le besó—.
Bueno, ya está hecho —Lawrence le acarició las mejillas con las manos cuando
volvió a recostarse contra el escritorio—. Tu virtud ha desaparecido por completo.
—Sí —convino Ellie y se rió, la alegría recorrió su interior y se extendió hacia
afuera, cada vez más y más, hasta que sintió que podría llenar el mundo—. Así es.
Él no se rió. En lugar de eso, frunció el ceño. La felicidad de Ellie disminuyó un
poco.
—¿Algún remordimiento? —preguntó ella en voz baja.
—Solo uno. —Todavía ahuecando su mejilla con la mano, metió la otra bajo él y
sacó una pluma de debajo de su cuerpo—. La próxima vez que hagamos el amor
—comentó, arrojando la pluma sobre su cabeza y golpeando la puerta tras ella—,
será condenadamente mejor que lo hagamos en una cama.

227
Capítulo 9

La lluvia había cesado cuando Ellie y Lawrence salieron de su oficina, y a pesar


de lo avanzado de la hora, él paró fácilmente un coche de alquiler para llevarlos a
casa. No hablaron mucho en el camino, Ellie lo agradeció. Temía que cualquier
conversación condujera inevitablemente a una discusión sobre su padre, y no
quería que eso interfiriera en la felicidad que sentía en este momento.
No obstante, a medida que se acercaban cada vez más a su casa, más sentía que
se alejaba la alegría, y la fría y dura realidad de su futuro se entrometía.
No se hacía ilusiones sobre lo que había sucedido esta noche. Creía en que
seguramente Lawrence continuaría con su caso, y aunque ya no estaba resentida
con la elección que él había hecho hace seis meses, también sabía el efecto
devastador que su elección tendría en su familia.
Tampoco se hacía ilusiones sobre su padre, ya no. Ahora se enfrentaba a un
futuro en el que su adorado padre era un sinvergüenza y un criminal de guerra, y
su familia resultaría avergonzada y deshonrada por la asociación, pero no había
marcha atrás.
—¿Qué ocurre, Ellie? —La voz de Lawrence irrumpió sus absortos
pensamientos y levantó la vista para encontrarlo mirándola con una expresión
sombría y pensativa.
—Lo siento —se disculpó, sacudiendo la cabeza y sonriendo brevemente—.
Estaba pensando en las musarañas. ¿Qué has dicho?
—Me preguntaste antes si tenía algún remordimiento por lo sucedido. Yo no.
¿Pero tú?
Ella ni siquiera necesitó tiempo para considerarlo.
—No. Ninguno.
Ellie notó que su respuesta le aliviaba, ya que aunque su rostro permaneció
serio, sujetó su mano y la besó. Antes de que él pudiera seguir hablando, el carruaje
se detuvo.
Ellie se asomó entre las cortinas corridas y, a la tenue luz del amanecer, pudo
ver la fachada de piedra de la parte trasera de su casa.
—Fue muy sensato de tu parte decirle al conductor que fuera por atrás
—admitió, dejando que la cortina volviera a su lugar—. Ya está aumentando la luz
afuera.
—No te ayudaré a salir —informó Lawrence—. Puede que no estemos justo en
la puerta principal de tu casa, pero no estaría bien que te vieran conmigo a estas
horas. Tampoco es que importe mucho —añadió, levantándole la mano y besándola
de nuevo—. Ya que te vas a casar conmigo.

228
Esas palabras le enviaron un extraño escalofrío de aprensión a lo largo de la
columna, pero forzó una sonrisa, no deseaba que él viera lo que sentía.
—Esa no es una propuesta muy romántica.
Él la miró.
—Te ofreceré una mejor una vez que haya obtenido la licencia —declaró, y
besando de nuevo su mano, la dejó ir cuando el conductor abrió la puerta.
Ellie salió del vehículo y se dirigió a la entrada de los sirvientes mientras el
coche de caballos seguía su camino. Morrell había dejado la puerta trasera abierta,
tal como había prometido, y Ellie se deslizó dentro de la casa lo más
silenciosamente posible.
Afortunadamente, ni siquiera la criada de la cocina se había levantado todavía y
consiguió esquivar las escaleras de los sirvientes y llegar a su habitación sin
encontrar a nadie. Como Lawrence había dicho, en realidad no importaba si su
reputación estaba comprometida a estas alturas, pero cuando se desvistió, no pudo
evitar la vaga sensación de aprensión que se apoderó de ella al oír las palabras de
Lawrence sobre el matrimonio. No tuvo tiempo de determinar la causa de su
inquietud, ya que cuando se metió en la cama, el agotamiento anuló todas las
demás cuestiones y se quedó dormida en el momento en que posó la cabeza en la
almohada.

Era casi la hora del almuerzo cuando despertó, todavía aturdida y con la cabeza
pesada. Ordenó que le trajeran la comida en una bandeja, y después de una tortilla,
un filete de lenguado y varias tazas de té fuerte, se sintió mucho mejor.
Le preguntó a Morrell dónde estaba su padre, y se sintió aliviada al saber que
había ido a su club. Lo último que quería en este momento era verlo y fingir que su
pregunta no había abierto un abismo entre ellos que nunca volvería a cerrarse. Peor
aún, si se hubiera dado cuenta de que ella sabía la verdad, tendría que soportar sus
esfuerzos por explicarse, o peor, justificarse a sí mismo.
Se vistió y salió con Bunty, haciendo visitas y yendo de compras por la tarde.
Aún así, no podía evitar a su padre para siempre, y finalmente tuvo que regresar a
Portman Square. El conde, le dijo el mayordomo, había regresado, pero solo
durante una hora, y luego volvió a marcharse llevándose un baúl y una maleta.
Ellie miró al conmocionada mayordomo, de todas las cosas que había pensado
que haría su padre, marcharse no era una de ellas.
—¿Dijo a dónde iba, Brandon?
—No, milady. Pero dejó una carta para usted en el salón.
Ellie subió las escaleras y llegó al salón en quince segundos, y efectivamente,
había una carta en la repisa de la chimenea, metida entre el reloj y el jarrón. La
229
abrió, el temor se extendió dentro de ella mientras desplegaba la única hoja de
papel.

Mi querida Ellie,

Cuando leas esto, estaré camino hacia Dover. Al atardecer, subiré a un barco con destino
a lugares desconocidos. Dadas las terribles circunstancias a las que me enfrento, vivir en
algún recóndito rincón del mundo es la mejor opción.
No necesito explicarte los motivos de mi partida. Te conozco demasiado bien, querida, y
vi en tus ojos la noche pasada que de alguna manera te convencieron de creer en las
miserables mentiras sobre mí. Me rompe el corazón que hayas creído en la palabra de mis
enemigos, pero ahora no tengo tiempo para darte explicaciones.
Esta tarde, Wilchelsey me informó que el Ministerio del Interior tiene la intención de
convocar una investigación sobre los odiosos rumores que me han perseguido durante tanto
tiempo. Le aseguré al duque que, aunque las acusaciones de Blackthorne parecían haber
convencido a sir Robert Peel, son totalmente falsas. Wilchelsey, por desgracia, no se
conmovió con esas garantías y consideró que había pruebas suficientes para justificar mi
arresto.
¡No puedo soportar esa idea! Me conoces bien, querida hija, y me atrevo a decir que eres
muy consciente de que mi mayor culpa es mi orgullo. Me niego a inclinarme ante las
mentiras y dar a mis enemigos la satisfacción de verme avergonzado y deshonrado en la
Cámara de los Lores, igual que sé que tú tampoco podrías soportar verme así, por lo que he
elegido salvarnos a los dos de esa humillación.
Dudo que alguna vez pueda regresar a Inglaterra, pero me reconforta saber que te dejo en
las capaces manos de mi prima, lady Wolford. No te preocupes por mí, querida, yo estaré a
salvo de mis enemigos en algún distante lugar.
Tu afectuoso padre,

Daventry

Ellie leyó la carta dos veces, la primera vez en un estado de entumecimiento y


conmoción, y la segunda con aceptación, alivio e incluso perdón.
Su padre, ahora lo veía muy claro, era un hombre débil y egoísta, y aunque su
carta hablaba de ahorrarle la humillación de un juicio, sospechaba que nunca había
considerado su bienestar. Ahora sabía que él no era la figura heroica y perseguida
que siempre había creído que era. Un héroe no abandonaba a su hija y huía. Se
habían destruido sus ilusiones, pero no sentía la inclinación de desear que
regresaran. La verdad, por dura que fuera, era mejor que el autoengaño.
Se levantó, pensando que tal vez debería informar a Lawrence sobre la partida
de su padre, ya que a menos que se moviera rápidamente, su presa se escaparía de
230
él para siempre. Pero se detuvo y leyó el primer párrafo de la carta nuevamente.

Al atardecer, subiré a un barco con destino a lugares desconocidos.

Miró el reloj en la repisa de la chimenea, echó un vistazo por la ventana, y se


sentó pensando detenidamente en las ramificaciones de lo que estaba a punto de
hacer. Con la idea formada, dobló la carta, volvió a colocarla sobre la repisa y fue a
la biblioteca a buscar un libro. Quedaban al menos dos horas hasta la puesta del sol,
y mientras tanto, ella necesitaba algo que hacer.

Ya era de noche cuando Ellie sintió que era seguro proceder. Escribió una nota
informando a Lawrence de lo que había ocurrido y la envió con un lacayo a
Cavendish Square. Media hora más tarde, Lawrence entró a zancadas como un
trueno en el salón.
—Ha huido, ¿verdad? Cobarde —agregó cuando Ellie confirmó su pregunta
con un asentimiento—. ¿Dónde ha ido?
—No lo sé, pero me dejó esto. —Le tendió la carta.
Lawrence la tomó y comenzó a leer, pero después de unos instantes se detuvo
con un sonido de burla.
—¿Enemigos? —espetó y puso los ojos en blanco—. Supongo que, a su modo de
pensar, cualquiera que quiera que se haga justicia es su enemigo.
—Creo que sí.
Lawrence devolvió su atención a la carta y leyó el resto.
—Increíble —declaró por fin, sacudiendo la cabeza—. De lo único que habla es
de sí mismo. Su humillación, su vergüenza; en toda la carta no hay ni una pizca de
consideración para ti, tu bienestar o tu futuro.
—Me ha dejado al cuidado de lady Wolford.
—Qué bien para él. —Lawrence volvió a mirar la carta y soltó una carcajada—.
¿Cree que su orgullo es su mayor culpa? Que broma. Su orgullo palidece frente a su
codicia y su cobardía.
Ellie no respondió y Lawrence levantó la vista. Algo en su rostro le hizo fruncir
el ceño.
—Es un cobarde, Ellie. No me digas que no lo es.
—Oh, no lo haré —respondió de inmediato—. Es un cobarde y no hay ninguna
duda.
Satisfecho, Lawrence volvió su atención a la carta.
—Al atardecer. Bueno, ya se fue hace mucho tiempo, ahora está oscuro.
—Levantó la vista bruscamente—. ¿Cuándo leíste esto?
231
Ellie podría haber mentido. Una mentira sería la cosa más sencilla del mundo,
pero a diferencia de su padre, no era una mentirosa.
—Hace aproximadamente tres horas.
—¿Tres horas? —Él la miró, frunciendo el ceño en líneas duras e implacables—.
Has sabido de esta carta desde hace más de tres horas, ¿y me la enseñas ahora?
—Sí.
—¿Por qué demonios has esperado tanto? —No le dio tiempo a explicarse—. Lo
hiciste a propósito —la acusó, entrecerrando los ojos—. Querías que tuviese
suficiente tiempo para escapar.
—Sí. —Ellie cuadró los hombros, enfrentando su elección y su ira de frente—.
Sí, lo hice.
—¿Cómo pudiste hacerlo? Tú sabes lo que hizo. Reconociste ante mí que sabías
que es culpable como el diablo. No ha mostrado ni una pizca de remordimiento por
sus crímenes. Pero gracias a ti, se ha escapado del anzuelo.
—Posiblemente. —Se mordió el labio, examinando su ceño fruncido—. ¿Estás
muy enfadado conmigo?
—¿Enfadado? —Él lo negó con una risa que no tenía nada en absoluto de
divertida—. Mujer, enfadado no comienza a describir cómo me siento en este
momento. ¿Por qué, Ellie? —exigió, su voz dura como el granito, sus ojos azules
brillando como joyas—. ¿Por qué lo has hecho?
—Porque —respondió simplemente—, él es mi padre.
Lawrence contuvo el aliento, después lo dejó salir lentamente.
—Un padre muy poco apto.
—Sí —estuvo de acuerdo Ellie—. Sé que es un sinvergüenza de primer orden y
un cobarde. Y admito abiertamente que habría merecido todo el castigo que la ley le
hubiera suministrado, y más aún. Pero... —suspiró—. Todavía le quiero, Lawrence,
a pesar de todo.
—Él tiene mucho menos respeto por ti que tú por él.
—Lo sé. Pero eso es así. Me doy cuenta completamente de las ramificaciones de
lo que hice, y estoy al tanto de que debes resentirte ahora mismo...
—¿Resentirme? Eso es un eufemismo.
Ellie respiró hondo e insistió.
—No te culparía si te retractaras y decidieras no casarte conmigo...
—No puedo retractarme —la interrumpió nuevamente—. Tu virtud está
comprometida. Ningún caballero se retractaría en tales circunstancias.
La amargura en su voz era inconfundible, y el dolor apretó su corazón.
—No sé si alguna vez me perdonaras por arruinar tu caso, pero espero que sí,
porque te amo y quiero casarme contigo más de lo que alguna vez quise algo en la
vida, y no creo que soporte que la única razón por la que lo haces sea por un
sentimiento de obligación debido a lo de anoche.
232
Lawrence no respondió, y frente a su silencio, ella cerró los ojos temiendo que
su elección hubiera creado una herida entre ellos que no podría curarse. Pareció que
pasó una eternidad antes de que él hablara.
—No arruinaste mi caso.
Ante esas palabras murmuradas, Ellie abrió los ojos.
—¿No lo hice?
—Ni mucho menos. —Estrechando los ojos, la miró—. Pronto descubriré qué
barco tomó y adónde fue, y emplearé a todos los investigadores necesarios para
encontrarlo. No me importa cuánto tiempo lleve. No me importa si nos hemos
casado hace dos décadas y tenemos una docena de hijos, Ellie, encontraré a ese
sinvergüenza al que llamas padre.
Ante esas palabras, la alegría y el alivio la inundaron, desterrando todas sus
dudas y miedos. Abrió la boca para responder, pero él la interrumpió.
—Y si la Corona lo permite, haré que lo arrastren de vuelta aquí para enfrentar a
sus compañeros en la Cámara de los Lores y dar cuenta de lo que ha hecho. En ese
caso —agregó Lawrence, dejando a un lado la carta y cruzando los brazos con una
mueca beligerante—, ¿quizás seas tú la que quiera retractarse?
—No. No lo haré. Si lo encuentras y lo traes de regreso, entonces tendrá que
pagar su castigo y no lloraré por él.
—Bien. —Él se relajó un poco y bajó los brazos a los costados—. Así que, ¿nos
vamos a casar?
—Supongo que sí —suspiró, echándole una fingida mirada irritada—. Aunque
todavía no he recibido una propuesta adecuada.
—No presiones tu suerte. —La rodeo con sus brazos y la atrajo hacia él—.
Todavía tengo tu sixpence.
—Es verdad —indicó, sonriendo mientras deslizaba los brazos en su cuello—.
Lo que significa que no puedo dar nada por sentado cuando se trata de matrimonio,
¿no?
Él se retiró para recuperar el sixpence de su bolsillo.
—¿Sabes? —dijo pensativamente mientras lo sostenía entre los dos—. Me
pregunto si después de todo hay algo de poder en esta moneda.
Ella observó la moneda, considerándolo.
—Ha habido momentos en la última semana en los que también me he
preguntado lo mismo. Pero no veo cómo es posible, Lawrence. Quiero decir, se
suponía que el sixpence era mi llave para encontrar un marido, pero no ha estado
en mi posesión durante más de una semana, y de todos modos me caso. ¿Eso no
prueba que no funciona?
—Al contrario. —Lanzó la moneda al aire, la atrapó de nuevo y le guiñó un
ojo—. No eres la única que se casa, ¿sabes?
—Eso es cierto —convino, riendo—. Eso significa que funciona para quien lo
233
tenga, no solo para mí y mis amigas. Pero, cielos, si funciona, no debes perderlo.
—No te preocupes —la tranquilizó y guardó la moneda en su bolsillo—. Hasta
que estés atada a mí, llevaré el sixpence en todo momento. ¿Pero qué haré con él
luego? ¿Guardarlo para nuestra primera hija?
—¡Ni hablar! Tienes que dárselo a Bea.
—Bea no lo quiere. Siempre ha dicho que nunca se casará, ni con sixpence ni con
nada.
—Si tenemos razón, dudo que ella tenga otra opción. Igual la vemos poner el
sixpence en su zapato antes de que todo esté dicho y hecho.
—¿Su zapato? —Lawrence la miró con perplejidad—. ¿Qué tiene que ver un
zapato con esto?
—Completa la rima: “Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, algo azul y un
sixpence en su zapato.”
—Ah, había olvidado la última línea. Aunque no creo que la rima esté unida.
—Pero lo hace, Lawrence. La moneda es obviamente el “algo viejo”. Y el duque
de Anne... definitivamente era “algo nuevo” en su vida. Y luego está Cordelia...
La risa de Lawrence la interrumpió.
—Bueno, esa parte encaja, al menos. ¿Pedir prestado al prometido de otra
mujer? ¿Quién sino Cordelia pensaría en una idea tan descabellada como esa?
—Fue bastante alocado, ¿no? Pero así es Cordelia. —Lo miró sonriendo—. Y
luego... estamos nosotros.
—Y ahí es donde nos desviamos del camino. Debes haber pensado que
Bluestone sería tu “algo azul”, pero no te vas a casar con él. Te casas conmigo.
Ella negó con la cabeza, perpleja.
—Hace solo una semana creía que casarme con él era mi destino. ¿En qué
diablos estaba pensando?
—Bueno... —empezó a decir, pero ella lo interrumpió.
—Era una pregunta retórica —replicó con severidad.
—De cualquier manera, tu plan de casarte con Bluestone no funcionó, gracias a
Dios.—Lawrence la abrazó más fuerte, un ceño fruncido arrugaba su frente—.
Entonces, ¿qué demonios es tu “algo azul”?
Ellie se rió, mirando los brillantes ojos azules del único hombre que había
amado.
—Tú lo eres, cariño —le aclaró, poniéndose de puntillas y besándolo—. Eres tú.

234
...Y un Sixpence en su Zapato

Julia Quinn

235
Capítulo 1

En un dormitorio del piso de arriba de Wolford Grange


Herefordshire
Poco después de la boda de Lawrence Blackthorne y lady Elinor Daventry

—Estáis bromeando.
Aunque estaba claro por sus caras que Anne, Cordelia y Ellie no estaban
bromeando. Bea solo podía mirar, primero a ellas, y luego a la moneda que habían
puesto en la palma de su mano.
Luego de nuevo a ellas, porque, en realidad, “ellas” eran las que tenían la
capacidad de formar pensamientos y actuar y cambiar el futuro. No la moneda.
No la moneda.
—Hiciste una promesa —dijo Cordelia.
—Oh, venga...
—Un voto, Bea.
—¡Éramos niñas! —Bea miró a Ellie, esperando encontrar una chispa de cordura
en sus ojos.
Pero Ellie estaba asintiendo con la cabeza junto con Cordelia.
—Funcionó para nosotras, Bea. Debes darle una oportunidad.
—No puedo creer que las tres penséis que este sixpence —Bea empujó su mano
hacia adelante, como si no supieran exactamente lo que estaba sosteniendo—, que
esta... esta moneda tiene poderes sobrenaturales.
—No estoy diciendo que sí los tenga —contestó Anne, cuyo reciente
matrimonio con el duque de Dorset la había convertido en una de las damas de más
alto rango en la tierra—. Solo digo que no estoy convencida de que no sea así.
—Tuve muy mala suerte cuando Lawrence lo tenía en su poder —admitió Ellie.
—Todavía no puedo creer que se lo dieras —la regañó Cordelia.
—¡Lo robo de mi bolsillo!
—Yo no puedo creer que te hayas casado con un carterista —señaló Anne,
sacudiendo la cabeza. Su expresión era admirablemente sombría, pero se las arregló
para mantenerla así por un segundo antes de que un bufido de risa estallara en sus
labios.
—Bueno, él es mi carterista —replicó Ellie—, y eso es todo lo que importa. —Se
volvió hacia Bea—. Tú...
—No digas que podría conseguir mi propio carterista —le advirtió Bea. Dios
santo, sus amigas habían perdido la cabeza. ¿Esto era lo que el amor le hacía a una

236
persona?
—Tienes que tomar el sixpence —indicó Ellie.
La mirada de Bea bajó al disco plateado de su mano.
—Creo que ya lo tengo.
—Tienes que usarlo —aclaró Ellie.
Bea puso los ojos en blanco.
—La mayoría de la gente estaría de acuerdo en que el uso normal de un
sixpence es gastarlo.
—¡Bea!
Fue el grito colectivo de sus tres amigas. Bea las miró, todavía vestidas con sus
elegantes vestidos. Ellie llevaba el vestido de novia, por el amor de Dios.
Probablemente, Lawrence estaría paseándose por la alfombra de la sala de estar de
abajo esperando que bajara para irse de luna de miel.
En vez de eso, estaban encerradas en un dormitorio discutiendo sobre estas
tonterías.
Cordelia extendió la mano y cerró los dedos de Bea sobre el sixpence.
—Ponlo en tu zapato.
—¿Ahora?
—Es la única forma en que creeremos que lo has hecho.
—¿Te das cuenta de que simplemente podría quitarlo tan pronto como me haya
ido?
—Pero no lo harás —confirmó Ellie—, porque no rompes las promesas.
Bea abrió la boca para discutir, entonces gimió. La tenían calada. Ese era el
problema de las amigas. Te conocían demasiado bien.
—El caso es que —reveló Bea—, ni siquiera quiero casarme.
Anne levantó la vista brevemente de los guantes que se estaba poniendo.
—¡Eso es lo que tú dices!
—¡Eso es lo que quiero decir!
—Deberías reconsiderarlo —comentó Anne con un encogimiento de
hombros—. El matrimonio es altamente recomendable.
—Estaría de acuerdo —declaró Ellie perversamente—, si alguna vez logro salir
de esta habitación para reunirme con mi nuevo esposo.
—Yo no te voy a detener —señaló Bea.
Ellie ni se inmutó.
—No voy a ir a ningún lado hasta que pongas esa maldita moneda en tu zapato.
Bea suspiró. No iba a ganar esta discusión. No con sus tres amigas mirándola
como una perdida tribu de gorgonas. Le dio varias vueltas a la moneda en la mano.
—Está bien —dijo pensativamente—, supongo que cuenta como algo viejo.
Anne sonrió y se dio un golpecito en el pecho.
—Y yo soy algo nuevo.
237
—¿Qué?
—Soy una nueva duquesa —explicó.
—Estás adornando este cuento de viejas para que crea que merece la pena, ¿no?
—comentó Bea.
Anne se encogió de hombros sin arrepentirse.
—Yo pedí prestado a mi prometido —confesó Cordelia.
Ellie movió su mano ante la cara de Bea, su anillo de compromiso de zafiro
brillaba a la luz del sol.
—Y yo tengo algo azul.
—Todo encaja —añadió Anne—. Es maravilloso. —Señaló la moneda y luego a
sí misma, a Cordelia y a Ellie cuando dijo:
Algo viejo,
Algo nuevo,
Algo prestado,
Algo azul...
Ninguna necesitó indicaciones para terminar con: Y un sixpence en su zapato.
Bueno, excepto Bea. Ella mantuvo la boca cerrada todo el tiempo. Pero al final,
solo pudo negar con la cabeza.
—No puedo ganar, ¿verdad?
—Zapato —ordenó Anne—. Ahora.
—Te has convertido demasiado en una duquesa —se quejó Bea, sentándose en
una silla cercana para poder quitarse la zapatilla.
—Siempre era muy mandona —aseguró Ellie. Lanzó una sonrisa a Anne, que le
fue devuelta al instante. Bea no pudo evitar sonreír un poco, incluso mientras
suspiraba por la derrota.
«Esto», pensó, «era la definición misma de amistad.»
Las risas compartidas, las sonrisas que no tenían que ocultarse detrás de una
mano. El conocimiento de que si alguna vez necesitaba algo, o alguna vez se
encontraba sola o a la deriva...
Ella nunca estaría sola o a la deriva. Ese era el punto.
Bea no creía ni por un instante que un sixpence pudiera ayudar a una dama a
encontrar un marido, pero sí creía en la amistad.
Puso la moneda en su zapato.

238
Una semana más tarde
High Street, Wallingford
Oxfordshire

Bea frunció el ceño y sacudió el pie, esperando que nadie notara el extraño
andar a saltos que había adoptado durante los últimos diez pasos. Todo el mundo
pensaría que una moneda, especialmente una tan plana y desgastada, sería casi
imposible de sentir, pero no, la notaba como si hubiera un maldito guijarro allí,
atrapado entre su media y su zapato.
Se sentía como el cuento de “La princesa y el guisante”.
Excepto que ella no era una princesa. Tampoco era una dama ni una persona
honorable ni nada que no fuera la mismísima señorita Beatrice Mary Heywood, hija
y huérfana de Robert y Elizabeth Heywood, devota y agradecida sobrina de las
señoritas Calpurnia y Henrietta Heywood.
Vivía en una casa muy normal, con tres pisos, dos sirvientes y un jardín. Le
gustaba leer. Y tejer. Aficiones muy ordinarias. De hecho, lo único extraordinario de
ella (además de su círculo de queridas amigas, que -muy improbable para una
joven de su posición- incluía una duquesa, una condesa y la hija de un conde) era su
pasión por los cielos. No era una actividad tremendamente femenina, pero a Bea
nunca le había preocupado eso. Cuando alzaba el rostro hacia el cielo, no veía más
que posibilidades. Y era tan glorioso que le quitaba el aliento.
Todo el tiempo.
En este mismo momento, de hecho, los cúmulos 10 alrededor de la una
(suponiendo que la aguja del reloj de la iglesia fuera un doce y Bea sabía que su
estructura era mucho más alta) se parecía bastante al Taj Mahal. No es que alguna
vez hubiera visto el Taj Mahal, o que alguna vez lo vería, pero había contemplado
una ilustración en color del magnífico edificio indio, y seguramente era suficiente
para juzgar una nube.
A las cuatro en punto vio una tetera, y a las seis...
—¡Disculpe!
Bea volvió a prestar atención un segundo demasiado tarde para evitar chocar
contra un caballero que venía en dirección contraria. Su cuerpo conectó con el suyo
con un golpe, robándole el aliento, y su bolsito voló de sus dedos, deslizándose
unos centímetros en los adoquines cuando chocó contra el suelo. Bea también se
habría caído si un par de grandes manos no se hubieran posado en sus hombros,
estabilizándola antes de que se desplomara.
—¡Lo siento mucho! —Recuperó su bolso, agradecida de que el broche se

10 Un tipo de nube con un aspecto parecido al algodón.

239
hubiera quedado cerrado—. Estaba buscando un banco.
—¿En el cielo? —le llegó la respuesta burlona.
Bea sintió que sus mejillas se calentaban. La había pillado. Aún así, no tenía que
ser tan descortés.
—Por supuesto que no. Estaba distraída, y, bien... —No terminó la oración.
¿Para qué serviría? Se aclaró la garganta y finalmente se encontró con los severos
ojos del caballero—. Por favor, acepte mis disculpas. Fue muy descuidado de...
Oh...
Dios mío. Ella parpadeó, tan sorprendida por su apariencia que por un
momento no pudo hablar. Tenía un parche en su ojo derecho, pero eso no era muy
interesante. Porque el otro... su ojo izquierdo...
Era del color exacto del cielo. Un poco azul, un poco gris.
Más que un poco tormentoso.
—Lo siento terriblemente —repitió de nuevo, aunque, sinceramente, ¿quién se
enfadaba por un tropiezo? ¿Nunca antes lo habían empujado en la acera?
Él contrajo los labios, y sus cejas, espesas y de un color marrón oscuro como su
cabello, se fruncieron. Cuando habló, su tono era tan rígido como su expresión.
—Fíjese por dónde va la próxima vez.
Bea sintió que se le levantaba la barbilla.
—Lo haré.
La miró por un último instante incómodo, luego gruñó:
—Buenos días. —Y pasó por su lado.
—Buenos días para usted también —murmuró Bea al espacio vacío frente a ella.
Hombre irritante.
Se giró, no pudo evitarlo. El insufrible hombre caminaba por la calle como si
fuera su dueño, aunque tal vez lo era. Sabía lo suficiente de la moda masculina para
saber que sus botas y su sombrero estaban muy bien hechos. Y en cuanto a su
abrigo -con elegantes botones azules y brillantes dorados- seguramente lo habría
confeccionado un sastre exclusivo de Londres. Nadie más podría haber cortado y
cosido la tela para cubrir tan elegantemente su cuerpo musculoso.
Lo que la llevó a otro pensamiento.
—Hombre irritante con irritantes hombros anchos —musitó. ¿Qué justicia había
en que los peores ejemplos de la humanidad a menudo fueran los más encantadores
de ver?
Con un suspiro y sacudiendo la cabeza, siguió su camino, ansiosa por completar
el resto de sus recados. Como para burlarse de ella, el sixpence se movió en el
zapato, clavándose con fuerza debajo del dedo gordo del pie.
—¿En serio? —le dijo a su pie. Si esta era la clase de hombre que el amuleto de la
suerte iba a traerle, tiraría la maldita cosa al lago.

240
Lord Frederick Gray-Osbourne tenía tres hermanos mayores, dos grados en
Oxford y un ojo útil.
Ahora mismo, era el ojo lo que encontraba más irritante, aunque sus hermanos
generalmente ocupaban un segundo lugar muy cercano.
Suponía que debería haber estado agradecido de que la desdichada joven se
hubiera tropezado con él, y no al revés. Tenía que tomarse los placeres donde
podía, y era agradable que le recordaran que no era el único torpe que intentaba
caminar por los irregulares adoquines de la calle principal de Wallingford.
Es curioso cómo la gente nunca se da cuenta de lo esenciales que son los dos
ojos para la percepción profunda hasta que uno de ellos se vuelve inútil.
Pero, sin embargo, lo único que recordaba era la expresión de su rostro cuando
ella finalmente alzó los ojos a los suyos (ojo, eso era, en singular). Se había
congelado, apenas capaz de ocultar su disgusto.
Nunca había sido un canalla, ni de los que roban besos y catalogan conquistas,
pero había sido guapo; todos los chicos Gray-Osbourne lo eran. Estaba
acostumbrado a ver una pequeña llamarada de aprecio en los ojos de una mujer,
escuchar la leve vacilación de su aliento cuando los presentaban. Era alto y fuerte, y
no pensaba que fuera vanidoso, pero estaba claro que se equivocaba, porque la
repulsa... la pena...
Era más de lo que podía soportar.
No, pensó mientras entraba en la “Papelería Plinkington (proveedores de papel
fino desde 1745)”, evidentemente no era más de lo que podía soportar, porque
todavía estaba caminando y hablando y, sobre todo, pensando. Aunque no
conseguía pasar el día sin recordar que ya no era el hombre que solía ser.
Probablemente había otra manera, más shakesperiana de decirlo; “le provocaba
ácido en el estómago, o la ira que disparaba su alma”, pero la verdad era más
simple, y probablemente más profunda.
La repulsa y la pena le irritaban.
Y lo mantenían irritado.
—Lord Frederick —saludó el señor Plinkington, su cara se iluminó al ver a su
mejor cliente—. Es un placer verle. ¿En qué puedo ayudarle hoy, milord?
Frederick saludó en respuesta. Era relativamente nuevo en Wallingford, pero
había estado en la tienda muchas veces desde el accidente. El señor Plinkington
estaba acostumbrado a su rostro, y si notaba el parche en el ojo, o la cicatriz que
escapaba del borde de la tela y serpenteaba por su mejilla hasta su oreja, ya no lo
dejaba ver.
—Tres cuadernos —le explicó Frederick.
—¿Ya? —Las cejas del vendedor se levantaron con una sonrisa—. Compró lo
241
mismo el mes pasado.
Frederick se encogió de hombros amigablemente.
—Tomo muchas notas.
—Es un buen negocio —declaró Plinkington asintiendo con la cabeza—, tener
una papelería tan cerca de la universidad. Los académicos siempre parecen querer
escribir cosas.
—¿Y no le iría mejor si estuviera en el mismo Oxford? —señaló Frederick.
—Ah, pero entonces las rentas serían más altas.
—Un buen argumento —murmuró Frederick. Se trasladó al otro lado de la
tienda mientras el señor Plinkington pasaba los dedos por las cubiertas de los
muchos cuadernos que llenaban sus estantes, buscando el que sabía que Frederick
prefería. Plinkington también tenía una buena selección de papel para escribir.
Pensó en que debería reponer su suministro, tenía mucha más correspondencia
ahora que había comprado un pequeño patrimonio propio. Ocuparse del papeleo
por lo general dejaba su ojo bueno agotado al final del día. Sabía que no debería
darle vergüenza dictar sus cartas a otra persona; eso era lo que hacían la mayoría de
los terratenientes, era algo muy normal.
Pero todavía lo sentía como un fracaso, el reconocimiento de que ya no era tan
capaz como antes.
—¿Señor Plinkington? —le llamó, con la intención de preguntar sobre el precio
de los diferentes tamaños de papel, pero antes de decir ni una sola palabra más,
escuchó que se abría la puerta de la tienda, seguida por el pequeño timbre de la
campana.
—¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó el tendero.
—Sí, gracias —respondió una voz femenina.
Frederick se quedó quieto. Reconocía esa voz. Le había asaltado las orejas solo
dos minutos antes.
—Estoy buscando un cuaderno científico.
El señor Plinkington, solícito, le contestó:
—Sin duda puedo ayudarla con eso.
Frederick se acercó ligeramente a la izquierda para verla mejor y ocultarse
parcialmente detrás de un estante. Era la dama que se había topado con él en la
calle. Sonreía agradablemente al tendero, su expresión no se parecía en nada a la
que le había dirigido a él momentos antes. Sus ojos eran verdes, recordó, o más
bien, avellana. Llevaba uno de esos atroces sombreros con volantes que las damas
parecían considerar necesarios, pero su cabello se asomaba para revelar un color
marrón claro bastante ordinario.
No conseguía determinar si era rizado.
No es que le importara si se rizaba. Pero estaba entrenado para observar. No
podía evitar “no” hacerlo. Por ejemplo, había notado antes que sus pestañas eran
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un poco más oscuras que sus cejas, y justo ahora, cuando se unió al señor
Plinkington cerca del mostrador, vio que las costuras de sus guantes de cabritilla no
eran de color uniforme.
Ella los había remendado. Probablemente más de una vez.
—Sin cubierta, por favor —indicó, mirando el estante detrás de ella—. Con
frecuencia hago ilustraciones junto con mis notas.
—No vienen muchas mujeres que busquen cuadernos científicos —explicó
Plinkington.
La sonrisa de la dama se tensó.
—No es que la esté juzgando —le aseguró el tendero—. Solo es una
observación. —Su expresión se alegró mientras sacaba varios cuadernos—. Una
observación científica, si quiere.
La mujer asintió gentilmente y extendió la mano.
—Oh, lo siento —se disculpó el señor Plinkington—. Estos son para el caballero.
—Hizo un gesto con la cabeza hacia la parte trasera de la tienda—. Buscaré el suyo
tan pronto como haya terminado de atenderle.
—Muy bien —respondió Bea, volviendo instintivamente la cabeza para seguir
su movimiento—. Lo primero es lo primero...
Frederick reconoció su presencia con un asentimiento.
—Señor —saludó, su tono dejaba bastante claro que la palabra se debía a unos
modales educados y nada más.
Frederick respondió de la misma manera.
—Señorita.
—¡Ah, se conocen! —exclamó el señor Plinkington jovialmente—. Supongo que
no hay forma de evitarlo en una ciudad de este tamaño.
—No nos han presentado —informó la dama, sin darle la espalda del todo.
Frederick casi se rió entre dientes. Esos molestos buenos modales de nuevo. No
podía ser grosera, sin importar lo mucho que claramente lo deseara.
—Lord Frederick Gray-Osbourne —se presentó Frederick con una reverencia.
Apenas podía hacer otra cosa, dadas las circunstancias. Y además, había algo
placentero en ser escrupulosamente educado cuando la otra persona no quería
tener nada que ver contigo.
—Soy la señorita Heywood —manifestó algo remilgada. Frederick se preguntó
si era maestra de escuela. O una institutriz. Tenía ese aspecto.
—Su Señoría es nuevo en Wallingford —comentó el señor Plinkington
amablemente—. Es académico en la universidad.
—No exactamente —murmuró Frederick—. En realidad, no enseñó en Oxford,
pero después de una década de estudio y una gran donación a la escuela, tengo
acceso sin restricciones a las bibliotecas y laboratorios. En general, es un excelente
arreglo.
243
—¿Cuál es su área de estudio? —preguntó la señorita Heywood.
Frederick no creía que realmente le importara, pero le dio puntos por
preguntar, sabía por experiencia que la manera más segura de cerrar una
conversación era lanzar una descripción de su investigación, por lo que dijo:
—Física, principalmente.
Ella parpadeó tres veces.
—¿Práctica o teórica?
Él la miró fijamente.
—¿Perdone?
—¿Estudia física práctica o teórica? —repitió.
Frederick se aclaró la garganta. No era una pregunta que normalmente
escuchaba fuera de los círculos académicos.
—Teórica. Principalmente.
—Eso ya de por sí es bastante.
Cosita descarada. Frederick tuvo que sonreír.
—Es un tema complicado.
—Estoy segura de que sí —afirmó Bea, mirando al señor Plinkington. Estaba
terminando con la compra de Frederick. La señorita Heywood estaba claramente
ansiosa de que atendiera su petición.
Su postura parecía indicar que había tenido suficiente de conversación, y
Frederick había introducido el tema de la física teórica por la misma razón, pero
cuando ella le preguntó acerca de su trabajo, juraría que había visto una chispa de
verdadero interés en sus ojos.
Y algo en él simplemente no se pudo resistir.
Dio un paso adelante, quedándose lo suficientemente lejos entre ella y el
tendero para no ser completamente maleducado.
—¿Qué estudia, señorita Heywood?
Ella se volvió con sorpresa.
—Nada.
Frederick se dio cuenta rápidamente del error de su pregunta. Al estar cerca de
una de las mejores universidades del mundo “estudiar” era algo oficial, pero no
algo que a las mujeres generalmente se les permitía emprender.
—¿Así que los cuadernos son una compra para otra persona? —preguntó,
aunque sabía que no. Ella había dicho que le gustaba hacer ilustraciones junto a sus
notas. Pero la señorita Heywood no sabía que la había escuchado.
—No, son para mí —admitió, mostrándose un poco desconcertada por su
atención. Se aclaró la garganta—. Tengo una afición por la astronomía.
—Muy encomiable.
La señorita Heywood sonrió, aunque se veía claramente que no era una sonrisa
auténtica, y se le ocurrió que probablemente pensaba que se estaba riendo de ella.
244
—Hay un poco de física en la ciencia de los cielos. Teóricamente, algún día
podríamos visitar la luna.
Bea soltó una carcajada.
—Oh, habla en serio —reconoció, una vez que contuvo la risa.
—Totalmente, aunque no es algo que espero ver en mi vida.
—Ni en la mía. —Ella estuvo de acuerdo.
Él levantó una ceja traviesa.
—¿Espera que su vida se extienda mucho más que la mía?
—¿Qué? No, yo... —Presionó los labios, pero enseguida se arquearon en las
esquinas cuando vio que le había gastado una broma.
—La luna. —El señor Plinkington se rió—. Dios, ese es el sueño de un hombre
rico.
Frederick le dirigió una sonrisa irónica.
—Supongo que esa es la razón por la que no persigo la física práctica.
—No lo sé —replicó la señorita Heywood pensativamente—. Lo teórico
eventualmente se vuelve práctico, o al menos eso se espera, ¿no es así?
Él la miró un poco más de lo que era socialmente aceptable. Esa chispa de
inteligencia que había visto en sus ojos era claramente algo más parecido a una
hoguera. Qué intrigante era encontrar a una mujer interesada en esta clase de
temas. Tacha eso, qué intrigante era encontrar a un humano que estuviera
interesado. Hacía mucho que Frederick había renunciado a intentar compartir con
sus hermanos discusiones científicas. Había renunciado al tema con cualquiera que
no fueran sus colegas de la universidad.
—Aquí tiene, milord—anunció el señor Plinkington, entregándole los
cuadernos. Los había envuelto en papel marrón y atado con cordeles, un meticuloso
pequeño paquete de investigaciones futuras—. ¿Lo pongo en su cuenta?
—Por favor. —Frederick tomó su compra y la sopesó ligeramente en sus manos.
Debería irse. Ya tenía lo que había venido a buscar. No había razón para quedarse.
—Cuadernos sin cubierta para usted —murmuró el señor Plinkington, pasando
a la señorita Heywood.
—Solo uno —especificó.
—¿Este le valdrá? —preguntó, sacando uno de los estantes y sosteniéndolo
hacia ella.
Bea lo tomó, hojeó las páginas y asintió.
—Es perfecto.
—¿Lo pongo en su cuenta, señorita Heywood?
—No —contestó con firmeza, buscando en su bolsito—. Lo pagaré ahora.
Gracias.
Frederick observó mientras ella ponía unas monedas en la mano, y luego
contaba cuidadosamente algunas para pagar su compra. El resto volvió a su bolsito.
245
—No es necesario envolverlo —le dijo al señor Plinkington—. No creo que
llueva antes de llegar a casa.
—Eso espero —respondió él con una sonrisa.
Así que ella vivía cerca, pensó Frederick. O tal vez no. El señor Plinkington
quizás se refería a los parches de azul que habían estado empujando
constantemente las nubes. El clima era indiscutiblemente bueno esta tarde. Sería
capaz de andar todo el camino hasta Oxford y resultaría poco probable ver lluvia.
—Vuelva pronto, señorita Heywood —comentó el señor Plinkington,
entregándole el cuaderno.
—Gracias y, por favor, salude a la señora Plinkington de parte mis tías y mía.
—Giró la cabeza, sus ojos se posaron en Frederick, que todavía estaba de pie junto a
la puerta. Lo miró con una expresión neutra, una que claramente decía: ¿Todavía
sigue aquí?
—Gracias, señor Plinkington —le agradeció él con un gesto formal de la cabeza.
Era posible que hubiera estado esperando hasta que él también pudiera tener la
oportunidad de darle las gracias—. Buenos días. —Asintió con la cabeza a la
señorita Heywood y repitió la despedida—. Buenos días.
—Milord —murmuró ella. Frederick ya no tenía excusas para quedarse. La
saludó por última vez, salió afuera y se dirigió hacia su calesa.
Pero primero levantó la vista. Las nubes eran asombrosamente esponjosas esta
tarde. Y esa, la que empezaba a arrastrarse detrás del campanario de la iglesia, era
particularmente majestuosa. Casi como el Taj Mahal.
El Taj Mahal, ¿eh? Le gustaría ir a verlo algún día, con un solo ojo o no.

246
Capítulo 2

Dos días más tarde, Bea estaba de nuevo en la ciudad, caminando


enérgicamente por la calle principal hacia la carnicería y la panadería, que estaban
bastante incómodamente ubicadas en extremos opuestos de la ciudad. Esto no
entraba en su lista normal de tareas, pero la señora Wembley, la cocinera de toda la
vida y doncella ocasional de las dos tías mayores de Bea, estaba cuidando a su
hermana enferma en Nottinghamshire, y Bea no tenía la energía ni los fondos para
encontrar un reemplazo por un tiempo tan corto como una quincena.
Tía Callie y tía Hennie conocían los conceptos básicos de la cocina y su doncella
Martha sabía un poco también, no se morirían de hambre. Siempre, por supuesto,
que tuvieran ingredientes para preparar. Ahí entraba Bea. Ella era un desastre en la
cocina, pero ir de compras no era más que cálculos básicos, ¿verdad? Era capaz de
comprar un jamón. Una pierna de cordero. Sin problemas. Sin embargo, se
preguntaba por la extensión de la lista que le habían dado. ¿Realmente necesitaban
cuatro hogazas de pan? ¿Dos lonchas de tocino? ¿Cuánto pretendían comer sus
tías?
Decidió acortar la lista a la mitad (como mínimo), abrió la puerta de la
“Carnicería Familiar de Farnsworth (fundada en 1612, de larga tradición en
Wallingford)” y sonrió ampliamente al propietario.
—¡Señorita Heywood! —gritó el señor Farnsworth—. ¿Qué le trae por aquí? ¿La
señora Wembley todavía está con su hermana?
—Sí, durante al menos otra semana, creo, posiblemente incluso dos.
El señor Farnsworth contuvo el aliento.
—Me alegro de no estar en su lugar. Odia a su hermana.
—¿En serio? —preguntó Bea.
El señor Farnsworth, un impenitente chismoso, asintió.
—Habla de ella todo el tiempo cuando viene aquí. Siempre dice que es una
espina clavada en su costado. Pero, claro, ella tampoco es que sea exactamente una
persona fácil de tratar, ¿verdad?
Bea se encogió de hombros y asintió con la cabeza, era la única respuesta que
estaba dispuesta a ofrecer. La señora Wembley no tenía un temperamento
particularmente amable, pero era una excelente cocinera, y Bea no veía ninguna
razón para enemistarse con ella, ni siquiera en su ausencia.
—No sabía que alguna de ustedes supiera cocinar —señaló el carnicero.
—Bueno, sabemos hacer tostadas. —Bea miró la lista—. Y tocino,
aparentemente.
—La señorita Martha sabe bastante de cocina —remarcó con seguridad el señor

247
Farnsworth—. No deje que le diga que no. Entonces, ¿qué necesita hoy?
—Tía Hennie hizo una lista —declaró Bea frunciendo el ceño—, pero me parece
que ha sido un tanto ambiciosa. —Se la pasó, dejando que los regordetes dedos del
señor Farnsworth se apoderaran del trozo de papel.
Él se rió mientras leía la ilegible escritura de Henrietta Heywood.
—¿Por qué no le doy lo que la señora Wembley compra normalmente?
—Eso sería maravilloso. —Bea jugueteó con el broche de su bolsito—. ¿Cuánto
será?
Él hizo un gesto con la mano.
—Puedo ponerlo en su cuenta. Enviaré la factura a fin de mes.
—No, no, prefiero pagarle ahora —demandó Bea. Se había hecho cargo de las
cuentas domésticas de la tía Hennie el mes anterior y se horrorizó ante el estado de
sus finanzas. Nada de poner ninguna cosa en cuenta hasta que pagara sus deudas.
Honestamente, era increíble que los comerciantes del pueblo todavía las recibieran
con agrado en sus negocios.
—Como desee —murmuró el señor Farnsworth. No mencionó que aún le
debían más de dos libras por compras anteriores. Por lo que Bea se sintió bastante
agradecida.
—¿Algo más? —le preguntó, entregándole un pollo cuidadosamente cortado en
pedazos—. No le pongo la pierna de cordero. No creo que la necesite.
—Sin mencionar que no sabemos cómo cocinarla —matizó Bea con una sonrisa.
—La señorita Martha sí que sabe —le recordó.
—Martha ya tiene mucho trabajo —le aseguró Bea—, pero le pediré consejo si
tenemos que preparar algo más complicado que huevos y tostadas. —Levantó el
paquete—. Y tocino. Tal vez desayunemos lo mismo todos los días hasta que
regrese la señora Wembley.
—¿Desea devolverme el pollo?
—Oh no, solo estoy bromeando. Incluso yo me cansaría del tocino después de
dos semanas con nada más que eso. Ahora —dejó el paquete y sacó el dinero de su
bolsito—, ¿cuánto le debo?
El señor Farnsworth se lo dijo, y ella contó las monedas, evitando
cuidadosamente el sixpence que había guardado en el bolso después de que la
maldita cosa casi le hiciera una ampolla el día anterior.
—Aquí tiene —murmuró, dejando las monedas necesarias en la mano del
carnicero—. Falta un penique más... ¡oh!
Bea no supo cómo sucedió, y de hecho era lo suficientemente científica como
para saber que no era posible, pero hubiera jurado que el sixpence saltó de su bolso.
Y rodó hasta la puerta justo cuando entraba otro cliente.
—¡Un momento! —gritó Bea, abandonando sus compras mientras salía
corriendo. La estúpida moneda sería la perdición de su ampollada vida un día de
248
estos, pero no podía perderla. ¿Qué dirían sus amigas?
Prácticamente rodó por los dos peldaños hasta el pavimento, Bea miró de un
lado a otro hasta que sus ojos captaron el destello del sol sobre el metal y se lanzó
hacia él.
Justo a tiempo para ver la mano de otra persona recogerlo.
—Perdone —dijo ella con firmeza—. Eso es mío.
Un hombre desconocido arrojó el sixpence en el aire y lo atrapó pulcramente
por encima de la cabeza.
—Puede que sí —replicó con una sonrisa descarada—. Pero ahora es mío.
Ella retrocedió, sorprendida por su rudeza.
—No, no lo entiende. Estaba en la carnicería, y...
—Y lo perdió —interrumpió—. Ahora es mío.
—Señor. —Se puso delante de él para bloquear su camino en la acera—. Debo
protestar. El señor Farnsworth dará fe de mi honestidad en este asunto. Él lo vio
todo.
Pero una rápida mirada sobre su hombro le indicó que el señor Farnsworth
estaba ocupado con otro cliente. Y si Bea volvía a entrar en la tienda para atraer su
atención, el sinvergüenza seguramente se iría.
—Mire —habló Bea, tratando de sonar razonable—. Le daré un sixpence
diferente en su lugar. —Algo que era un robo descarado, pero ¿qué otra cosa podía
hacer? Necesitaba esa moneda. No creía que diera suerte; de hecho, estaba bastante
segura que no. Pero era importante. Contenía recuerdos felices de risas y amistad.
Era lo único que sus amigas y ella aún compartían.
El hombre retrocedió, sus ojos oscuros brillando con nuevo interés.
—¿Me pagaría por esto?
—Sí.
—¿Me daría otro sixpence?
—Sí —musitó.
El hombre acarició su barbilla.
—Entonces creo que me pagaría el doble.
Bea quedó sin aliento.
—¿Qué?
Él se encogió de hombros.
—Es evidente que para usted vale más.
—Oh, por...
—¿Hay algún problema? —Surgió una nueva voz.
Bea nunca había pensado que estaría encantada de ver a lord Frederick
Dos-Apellidos otra vez (había olvidado por completo cómo se llamaba), pero no
podría haber estado más agradecida al verlo mirándola con curiosidad con su
espectacular ojo.
249
—Ninguno en absoluto —respondió el hombre -Bea se negaba a siquiera pensar
en él como un caballero- tranquilamente.
—¡Eso no es cierto! —Bea se mantuvo firme, con los puños cerrados a cada
lado—. Este hombre me ha robado mi sixpence.
—Su sixpence —repitió lord Frederick, su tono sugería que encontraba todo
este drama excesivo por un sixpence. O tal vez no. Mostraba un rostro más bien
frío. Para Bea era imposible de leer.
—Es mi sixpence de la suerte —explicó, mortificada por decir algo así a un
hombre de ciencia.
Lord Frederick dirigió una mirada desapasionada al otro hombre y dijo
simplemente:
—Devuélveselo.
El labio superior del hombre se curvó.
—Lo encontré en el suelo.
—¡Después de que cayera de mi bolso y saliera de Farnsworth! —gritó Bea, casi
lista para levantar los brazos con frustración—. Le dije que le daría otro sixpence
diferente y ahora ha pedido el doble.
—¿Eso es verdad? —murmuró Frederick. Pero fue mucho más que un
murmullo. Había peligro acechando en su voz, y cuando Bea vio su rostro, casi
retrocedió un paso.
Mucha gente diría que el parche en el ojo le daba un aire amenazador, pero Bea
lo sabía mejor. El parche en el ojo era lo único que le impedía incinerar al ladrón en
el acto. Su ojo bueno prácticamente disparaba. Bea no se imaginaba cómo sería
enfrentar toda la fuerza de su mirada.
—Mierda —escupió el ladrón, lanzando la moneda en el aire hacia Bea—. La
niñata no merece la pena.
El sixpence aterrizó en el suelo, y Bea se agachó para recuperarlo, decidiendo
que no tenía sentido mostrarse orgullosa. Pero cuando se levantó de nuevo, notó
que lord Frederick había dado un paso hacia la izquierda, impidiendo que el
hombre se fuera.
Los ojos de Bea se agrandaron cuando lord Frederick dijo con devastadora
calma:
—Cuida tu lenguaje frente a una dama.
—¿O qué?
—O tendré que lastimarte.
Bea saltó hacia adelante.
—Oh, eso no es necesario...
Lord Frederick la silenció con una mano, sin apartar ni un momento su mirada
de la cara del sinvergüenza.
—¿Te disculparás? —dijo, nuevamente con una calma amenazadora—, ¿o tengo
250
que pegarte?
El ladrón se movió para golpear a su oponente en el vientre, pero lord Frederick
fue demasiado rápido, y antes de que Bea pudiera siquiera parpadear, había
bloqueado el golpe y le había dado un puñetazo en la cara.
La boca de Bea se abrió cuando el canalla cayó al suelo.
Miró a lord Frederick, luego al hombre que estaba en el suelo y luego a lord
Frederick.
—No tenía que hacerlo...
—Le aseguro que sí. —Él miró su puño con una expresión triste—. Voy a sentir
esto mañana. —Estiró sus dedos enguantados, luego los volvió a doblar, haciendo
una mueca mientras realizaba el movimiento—. Lástima.
—Debería ponerse un poco de hielo. —Bea miró por encima del hombro a la
carnicería—. Tal vez el señor Farnsworth... —Sus palabras se apagaron cuando vio
que lord Frederick, sin mirar hacia abajo, plantó el pie en el torso del ladrón,
impidiéndole levantarse.
—Una disculpa, por favor —exigió Frederick.
—Por el amor de...
La bota de Frederick hizo un cambio bastante repentino de posición.
—¡Lo siento! —gritó el hombre.
—Muy bien —dijo su Señoría, quitando el pie. Se volvió hacia Bea—. ¿Puedo
acompañarla a su próximo recado?
—Oh —dijo Bea, sintiéndose extrañamente sin aliento—, no es necesario... —Le
echó un vistazo a la cara, completamente impasible y cortés, aun con esa
insinuación de ferocidad en sus ojos, y cambió su declaración—. Gracias. Se lo
agradecería mucho.
Él le tendió el brazo, pero ella hizo un gesto hacia Farnsworth.
—Tengo que recuperar mis compras. Si no le importa...
—La esperaré aquí.
Bea regresó corriendo a la tienda, donde el señor Farnsworth todavía estaba
atendiendo a un cliente, aparentemente ajeno al drama que se había desarrollado
frente a su tienda.
—Señorita Heywood —dijo en su habitual tono jovial—. Todo está en el
mostrador.
Ella asintió y, decidiendo que no necesitaba presenciar la partida del ladrón,
tardó un poco más de lo necesario en regresar a la calle.
Efectivamente, lord Frederick estaba solo en la acera, guardando su reloj de
bolsillo justo cuando ella salía.
—Señorita Heywood —dijo, alcanzando sus paquetes.
Bea se quedó muda un instante antes de entregárselos. Estaba muy
acostumbrada a valerse por sí misma y, por supuesto, para sus dos tías. El simple
251
hecho de entregar sus paquetes a un caballero lo sentía oxidado.
—Necesito pasar por la panadería —comunicó Bea torpemente—. A por pan y
scones11, si ella ha horneado hoy algunos.
Frederick bajó la cabeza gentilmente y le permitió liderar el camino.
—Normalmente no hago las compras. —Bea se escuchó a sí misma explicar—.
Nuestra cocinera se fue a Nottinghamshire para estar con su hermana. Ella está
enferma. La hermana, quiero decir, no nuestra cocinera.
¿Por qué demonios estaba contándoselo todo?
—Con una enfermedad pulmonar —espetó.
¿Y por qué no podía parar?
—Espero que se sienta mejor pronto —señaló lord Frederick. Sus labios se
curvaron—. La hermana, quiero decir. No su cocinera.
Su voz tenía suficiente calor como para indicar que estaba bromeando, y ella
sonrió tímidamente.
—Creo que la señora Wembley también agradecería sus buenos deseos.
Probablemente ya esté medio loca. —Y entonces, debido a que tal afirmación
parecía requerir más explicación, le confió—: No le tiene demasiado cariño a su
hermana.
Frederick sonrió.
—Entonces es más admirable que haya ido a cuidarla.
—Es lo que hay que hacer —manifestó Bea, ladeando la cabeza mientras lo
miraba—. Cuando eres familia.
—Supongo que es así. Aunque debo decir que no puedo imaginarme a ninguno
de mis hermanos corriendo a mi lado por una afección pulmonar.
—¿No? ¿Qué hay de...? —Bea se interrumpió horrorizada. Casi le había
preguntado por su ojo. ¿En qué diablos estaba pensando?
Se produjo un latido de silencio, el tiempo suficiente para que Bea quisiera
cavar un hoyo y arrojarse en él.
Pero entonces, lord Frederick se volvió hacia ella con una expresión irónica y
dijo:
—Vinieron por eso.
—Lo siento mucho —se disculpó.
—No es necesario.
—Yo creo que sí. Fue muy grosero de mi parte, y...
—Deténgase. —Y mientras ella todavía estaba tratando desesperadamente de
determinar cuánto le había ofendido, agregó—: Por favor.
Bea tragó y asintió, deseando más que nada disculparse una vez más. Eso
claramente sería incorrecto, e hizo que se preguntara con qué frecuencia se ofrecían

11 Es un panecillo individual generalmente dulce y relleno a menudo de pasas, arándanos, queso o dátiles.

252
las disculpas por el bien del ofensor, en lugar del ofendido.
—Fue un accidente de carruaje —explicó él bruscamente.
Bea lo miró sorprendida. No esperaba que dijera nada más sobre el tema. Y tuvo
la extraña sensación de que él tampoco lo había esperado.
—Todavía tengo el ojo. —La miró, y Bea notó que se había posicionado a su
derecha. ¿Lo hacía como algo normal, para poder ver más fácilmente a su
compañero? Ella cerró el ojo izquierdo intentando evaluar su propia visión
periférica, y lo volvió a abrir rápidamente. ¿La habría visto? No quería que pensara
que se estaba burlando de él.
Lord Frederick le dirigió una pequeña sonrisa, una muy pequeña sonrisa en
realidad, pero con suficiente tristeza como para decirle que la había visto y lo
entendía.
—Me dijeron que el ojo es desconcertante. Tiene la claridad de uno ciego.
Bea había visto personas con ojos ciegos. Era difícil no mirar, especialmente en
la primera reunión.
—Supongo que dañé el músculo circundante —continuó, sorprendiéndola con
su trato cercano—. No se mueve correctamente. Tampoco la pupila se dilata y
contrae.
—¿En serio? —interrogó, volviéndose hacia él con interés. Qué fascinante.
Terrible, pero fascinante.
Frederick parpadeó, vagamente sorprendido por su tono.
Bea reflexionó un instante.
—Me pregunto...
—¿Qué?
—No es nada —murmuró rápidamente. ¿Dónde demonios estaban sus
modales? Acababa de jurarse que no iba a hacer preguntas, y a la primera
oportunidad un “me pregunto” salía de su boca.
Siempre había sido demasiado curiosa para su propio bien.
—¿Qué se pregunta? —presionó.
Bea se mordió la parte interior de su mejilla, debatiendo la sensatez de
averiguar más antes de decidir que no parecía muy enfadado. Y ella tenía
curiosidad...
—¿Le dan dolores de cabeza?
Sus labios se torcieron en una sonrisa entrañablemente seca.
—Me golpeó la cabeza una buena parte de un carruaje de cuatro, así que sí, tuve
dolores de cabeza.
—No, —Bea se rió a su pesar—, quiero decir ahora. Por la luz.
Una arruga se formó en su frente.
—No estoy seguro de comprender lo que quiere saber.
—Si su pupila no se expande y contrae correctamente —explicó Bea—, no
253
puede regular la cantidad de luz que ingresa en su ojo.
Frederick le indicó con la cabeza que continuara.
—A veces tengo dolor de cabeza cuando el ambiente es demasiado brillante —
continuó ella—. ¿Pero es porque estoy viendo la luz o simplemente porque está allí?
¿De verdad hay que ver la luz para que cause dolor? O para ser más precisa, ¿darse
cuenta de que se ve? Creo que... —Notó que sus mejillas comenzaban a calentarse.
Sus palabras desvariaban entre sus propios pensamientos, algo que hacía
demasiado a menudo frente a una investigación científica—. Lo siento —dijo,
olvidando que no había tenido la intención de disculparse con él de nuevo—. Debe
pensar que soy terriblemente tonta.
—No —contestó lentamente—, creo que es bastante brillante.
Bea separó los labios y olvidó respirar.
—Me dan dolores de cabeza. Pero no tengo idea de si es por la luz. No estoy
seguro de que haya una forma de determinar la causa.
—Supongo que no. —Bea frunció el ceño. Las ciencias no eran una asignatura
de su educación en la escuela de madame Rochambeaux, pero lo que le había
faltado en su educación formal lo había compensado con un voraz apetito por los
libros, y estaba muy familiarizada con el método científico. Para determinar
correctamente si la luz brillante estaba causando sus dolores de cabeza, necesitaba
eliminar todas las demás causas, pero seguramente sería imposible ya que, como él
había dicho, le golpeó la cabeza una buena parte de un carruaje.
O tal vez fue la parte mala. Aunque cualquier parte de un carruaje era mala si se
conectaba con el cráneo.
—¿Señorita Heywood?
Bea levantó la vista hacia su expresión divertida.
—Lo siento. Estaba en las nubes.
—Le ofrecería un penique por sus pensamientos, pero prefiero pensar que un
sixpence sería más correcto.
Le lanzó una sonrisa compungida.
—Supongo que piensa que soy muy tonta.
Él frunció el ceño.
—Es una moneda de la suerte y nada más. —Le avergonzaba incluso
mencionarlo, pero después de su galante comportamiento, no creía tener derecho a
evitar el tema. Aunque nunca sabría la verdad completa; que sus amigas estaban
convencidas de que la conduciría al verdadero amor.
Lord Frederick solo se encogió de hombros.
—Si es especial para usted, es todo lo que importa.
—La he tenido durante años —confesó, preguntándose qué tenía este hombre
que la instaba a compartir sus secretos—. Nosotras la encontramos en la escuela.
—¿Nosotras?
254
—Mis amigas y yo, éramos cuatro. Ellie, Anne, Cordelia y yo. Éramos
inseparables.
—¿Las echa de menos?
—Mucho. Ahora no tenemos muchas oportunidades de vernos. Todas están
casadas. Y bastante espléndidamente. —Le sorprendió mirándola con curiosidad, y
rápidamente añadió—: No tengo la intención de casarme, ya ve. Tengo que cuidar
de mis tías.
—Eso es muy encomiable de su parte.
De repente, Bea estaba harta de ser encomiable.
Pero le confesó de todas formas.
—Me cuidaron —dijo, casi a la defensiva—. Debo hacer lo mismo.
Él asintió lentamente.
—Era muy joven cuando mis padres murieron. Solo tenía ocho años.
—Lo siento.
Bea aceptó sus condolencias con una pequeña sonrisa. Y luego, por razones que
no logró identificar, siguió hablando.
—Fue viruela.
Frederick hizo una mueca.
—Los dos. La mitad del pueblo la atrapó. Y la mitad de ellos murieron.
Seguramente la única razón por la que sobreviví fue porque me enviaron a la
escuela. —Se quedó mirando a lo lejos, y como siempre, la ironía de todo forzó una
sonrisa desesperada en sus labios—. Lloré tan desesperadamente cuando me
obligaron a ir, y probablemente eso me salvó la vida.
—Hace que uno considere la eventualidad del destino —reconoció Frederick.
—Lo sé. Nunca he creído en algo así, pero... —Lo sorprendió mirándola
dudoso, y tuvo que añadir—: Realmente no creo que la moneda tenga suerte.
—Naturalmente que no. —Era evidente que le estaba siguiendo la corriente.
Bea apretó los labios, tratando de no sonreír.
—De todas maneras, fui muy afortunada. Quiero decir, si tenía que suceder,
irme a vivir con mis tías.
—El mejor escenario posible en la peor situación posible.
—Exactamente. —Miró su perfecto ojo de cielo nublado y allí estaba. Una
extraña y desconocida familiaridad, como si finalmente hubiera encontrado a la
única persona en el mundo que la entendía.
Algo que era una locura. Bea tenía a Cordelia, Ellie y Anne. Todas conocían su
triste historia, y todas habían dicho algo similar.
Pero no había sentido lo mismo.
Tal vez era porque ahora era una adulta. O tal vez fuera el sixpence
calentándose en su bolsito. Estaba fantaseando.
Y ella no fantaseaba. No podía permitirse ese lujo.
255
Se sacudió mentalmente.
—La mayor parte del tiempo estaba en la escuela. Mis tías pensaron que debía
estar con otras niñas. Aunque tuve que irme cuando tenía veinte años.
—¿Veinte? —preguntó, sorprendido.
—Enseñé durante dos años después de terminar. Me habría quedado más
tiempo, pero la escuela cerró. La directora se retiró y nadie quiso hacerse cargo.
—¿Disfrutó enseñando?
—Mucho. Me dio una gran libertad. Fue la primera vez que la escuela ofreció la
asignatura de ciencias. No de física, una pena. —Levantó la vista con una sonrisa
curvada—. No estoy calificada para eso. Pero estudiamos las plantas y los árboles, y
por supuesto, la astronomía cuando el clima cooperaba.
—Entonces es autodidacta —observó.
Ella se encogió de hombros y miró sus pies, avergonzada y orgullosa al mismo
tiempo.
—Es usted admirable.
Bea arriesgó una mirada a su rostro y sintió una oleada de placer ante la
sinceridad en sus ojos.
—Gracias.
Frederick detuvo sus pasos.
—¿Pasa algo? —preguntó Bea.
—No —replicó pensativo—. Es solo que... —Parpadeó, y algo se reflejó en su
rostro. Su voz era mucho más clara cuando dijo—: Hay un excelente observatorio
en la universidad. ¿Ha estado allí?
—No. He visto el exterior, pero nunca he estado dentro. —La gente no podía
simplemente caminar y exigir la entrada.
—¿Le gustaría ir?
Su cuerpo entero se tensó de expectación. No se había ofrecido a llevarla al
Observatorio Radcliffe. No lo había hecho.
—¿Cómo dice?
—Espero no haber sido muy directo...
—No ha sido demasiado directo —le interrumpió, la emoción la recorrió como
burbujas en una corriente—. Bueno, ha sido demasiado directo, pero no me
importa.
—Tengo la libertad de utilizar las instalaciones cuando lo desee, y estaré
encantado de llevarla.
—Eso sería maravilloso. Asombroso. Gracias. Oh, Dios mío, gracias. —Quiso
ponerse de puntillas, no porque intentara acercarse a él en altura, aunque no sería
tan malo, sino porque era increíble y estupendamente delirantemente feliz. Tenía
que soltar esa energía en alguna parte.
No podía rodearlo con sus brazos y abrazarlo.
256
¿Abrazarlo?
¿Qué demonios...?
Tropezó. Ni siquiera debería pensar en abrazarlo.
—¿Señorita Heywood?
—Lo siento —Necesitaba controlarse. Él iba a pensar que era una verdadera
idiota, tan poco sofisticada que se caía de la emoción ante la idea de visitar un
observatorio.
Y eso era realmente. Emoción. Este hombre iba a cumplir el sueño de toda su
vida: Ver las estrellas con claridad.
Viajar más cerca del cielo.
Si lo hubiera abrazado, seguramente eso sería todo. Gratitud. Muy merecida
gratitud. Lord Frederick Dos-Apellidos no tenía ni idea del gran deseo que le estaba
concediendo. Era un hombre rico y titulado. Si él quisiera mirar a través de un
telescopio, simplemente lo pediría. Nunca se le ocurriría que lo rechazaran.
Pero ella... ella nunca había pensado... aparte del telescopio básico de mano que
había pedido prestado una vez al capitán de un barco retirado...
Suspiró.
—¿Le gustaría? —comentó Frederick.
Ella sonrió.
—Más de lo que podría decir.
—Tendré que preguntar sobre la disponibilidad —advirtió mientras
reanudaban su camino a la panadería—. Generalmente hay que programar la visita.
—Claro —contestó rápidamente.
—Tan pronto como sepa las posibilidades...
—Puedo ir en cualquier momento. En cualquier momento.
El asintió.
—No tengo nada en mi agenda. Bueno, nada que no se pueda cambiar. —Iba a
ir al Observatorio Radcliffe. Bea reprogramaría la iglesia si tenía que hacerlo—. La
verdad —continuó, como si aún no se lo hubiera dejado claro—, me pondré a su
disposición en el momento que usted considere conveniente. Soy la esencia de la
flexibilidad.
Lo que parecía era la esencia de una autentica loca, pero a él no pareció
importarle. En todo caso, creía que la entendería.
Claro que la entendía. Era un científico. Aún así, sonrió tímidamente y se
disculpó por su emoción.
—Lo lamento. Estoy hablando demasiado rápido. No consigo parar. Es solo,
bueno... es un sueño que siempre he tenido.
—Creo que lo encontrará muy interesante. Allí hay bastantes telescopios.
—¿Bastantes? —repitió, apenas capaz de creer que él catalogara una de las
mejores colecciones de instrumentos astronómicos del mundo como “bastantes”—.
257
¡Hay un telescopio de tránsito de John Bird!12
—¿Es uno de sus favoritos?
—Oh, sí —respondió Bea, la emoción fluyendo en su voz—. Él es brillante. Sé
que algunas personas prefieren a Dollond 13 y, por supuesto, a sir William
Herschel14 hay que admirarlo, pero hace tiempo que considero que la calidad de los
instrumentos de Bird es incomparable.
Frederick parpadeó un par de veces.
—Entonces los ha usado en otro lugar.
—No —admitió, sintiendo un leve rubor de vergüenza en las mejillas—. Pero he
leído sobre ellos. Se puede deducir mucho sobre la calidad de los instrumentos
astronómicos leyendo sobre ellos.
—Es cierto —convino. Bea deseó saber si lo decía en serio o si solo estaba siendo
cortés—. Coincidí con sir William varias veces. Y con su hermana. Ella es su
asistente, ¿lo sabía?
Bea asintió.
—Eso es muy inteligente de su parte.
—Me alegra que hayamos hecho estos planes —dijo Frederick—. Ya era hora
que yo fuera. No he estado desde... —Su voz titubeó. Apenas se notó lo suficiente
como para agregar un segundo de silencio antes de añadir—: Desde el accidente.
Bea retuvo sus palabras un instante antes de preguntar:
—¿Su lesión marcará una diferencia? El telescopio es un aparato con una lente
única. Solo hay que colocar un ojo en el cristal.
—Lo sé, pero hubiera preferido que fuera el otro ojo.
—Ah. —Bea esperaba que su expresión transmitiera su simpatía, ya que tenía la
sensación que él no quería oír nada más al respecto. Pero su curiosidad natural
tomó el control, y se encontró guiñando uno y otro ojo repetidamente,
desconcertada por cómo la calle parecía verse de diferente manera dependiendo de
cuál de sus ojos estaba abierto. Era una diferencia muy diminuta, pero notable.
—Tiene que comprobar con qué ojo ve mejor —explicó lord Frederick.
Ella dejó de guiñar los ojos y lo miró con curiosidad.
—¿Sabía todo esto antes de su lesión?
—Nunca tuve motivos para sentir curiosidad.
Bea se chupó el interior de la mejilla, pensando.
—¿Usa el parche todo el tiempo?
—No, no cuando estoy solo.

12 Fabricante de instrumentos astronómicos y astrónomo inglés.


13 Peter Dollond: Diseñador y fabricante británico de numerosos instrumentos ópticos como los famosos
telescopios Dollond.
14 Astrónomo y músico germano-británico, descubridor del planeta Urano.

258
A Bea le gustaría preguntarle si era incómodo, áspero o caliente, pero eso sería
el colmo de la grosería, y además, habían llegado a “Empanadas y Pasteles de la
Señora Bradford (Los mejores Scones del Sur de Escocia)”. Lord Frederick señaló la
puerta con la cabeza.
—Su pan la espera.
—¿Quiere entrar? —preguntó Bea. Resultaba grosero dejarlo allí fuera
sosteniendo sus paquetes.
—No lo sé. ¿Son realmente los mejores scones del sur de Escocia?
—No puedo probar que no lo son —respondió Bea, y con una sonrisa alegre,
entró.

259
Capítulo 3

Entraron juntos, e inmediatamente se encontraron envueltos por el acogedor


aroma a pan caliente.
—Oh, no hay nada como una panadería —admitió Bea, tomando una
respiración profunda. Vio a la propietaria al lado de un estante cerca de la parte
trasera y la saludó:
—¡Buenos días, señora Finchley!
—¿No era Bradford? —preguntó Frederick.
Bea se encogió de hombros.
—No desde hace cien años, o eso me han contado.
—Señorita Heywood. —La reconoció la señora Finchley con una sonrisa—. Que
agradable verla esta mañana.
Bea echó un vistazo a Frederick, pero él se había apartado, distraído por la
enorme casa de pan de jengibre en exhibición permanente cerca del escaparate
delantero.
—La madre de la señora Finchley es de Heidelberg —le murmuró cuando él se
inclinó para inspeccionar el trabajo. Bea pasó junto a él hacia el mostrador,
sonriendo interiormente cuando miró hacia atrás y vio que le daba a la guinda un
golpecito disimulado.
Probablemente evaluando su resistencia a la tensión. Le divertía que lo
estuviera comprobando.
La señora Finchley estaba esperando, así que Bea le prestó atención:
—Me llevaré lo habitual, por favor, pero con dos scones adicionales.
—Hambrientos, ¿verdad? —supuso la señora Finchley riendo. Buscó el pan
recién horneado debajo del mostrador—. ¿Y cómo están sus queridas tías? No las he
visto en semanas.
—Igual que siempre. Tía Hennie está muy ocupada creando un nuevo tipo de
crucigrama.
—A ella siempre le han gustado los crucigramas.
—Parece que está adquiriendo algo de práctica —confirmó Bea—. Está
gastando papel a un ritmo alarmante.
—¿Y la señorita Calpurnia?
—Todavía está tratando de domesticar a los patos. Tendré que esconderle el
pan, o no tendremos tostadas para desayunar.
La señora Finchley se rió.
—Tengo pan de hace un par días que no he vendido. Se lo daré para los patos a
cambio de un huevo si alguna vez lo logra.

260
—Me temo que ese un muy mal trato para usted. A tía Callie ya la han mordido
tres veces esta semana. Esos patos son malvados.
A su lado, oyó la profunda voz de lord Frederick.
—¿Los patos pueden morder? —Bea se sobresaltó. No le había escuchado
acercarse—. No creo que tengan dientes.
—Se siente como si fuera un bocado —enmendó Bea, desafortunadamente lo
había experimentado ella misma. Le ocurrió por intentar ayudar a su tía incluso
sabiendo que era una causa perdida.
Miró a la señora Finchley, quien la observaba con paciente expectación. Ah,
cierto. Presentaciones. Siempre se crea una situación difícil cuando alguien no
recuerda el nombre completo de su acompañante.
—Lord Frederick —mencionó Bea, agradecida porque su título le permitiera
presentarlo de esa manera—, ¿puedo presentarle a la señora Finchley? Seguramente
ya ha comido su pan ahora que vive, eh... —Se detuvo un instante—. Vive cerca de
Wallingford, ¿verdad?
—A tres kilómetros de aquí —confirmó, antes de dirigirse a la señora Finchley
y, afortunadamente, dar su nombre completo—. Lord Frederick Gray-Osbourne,
señora.
Los ojos de la señora Finchley se abrieron de par en par e hizo una reverencia.
—Milord.
—Recientemente he comprado en “Fairgrove” —murmuró, más para Bea que
para la señora Finchley.
—Ah sí, la tienda del señor Oldham —confirmó Bea. Echó un vistazo a la señora
Finchley—. Está en Brighton, ¿no es así?
Pero la señora Finchley estaba ocupada detrás del mostrador, y ahora hablaba
demasiado fuerte sobre el pan endurecido que era perfecto para los patos.
Bea miró a lord Frederick con un pequeño encogimiento de hombros, su
expresión se había vuelto fría y cerrada.
—La esperaré fuera —indicó, y con una pequeña reverencia, se fue.
Bea lo observó con la boca abierta por la incomprensión, murmurando:
—¿Qué ha ocurrido? —Se giró hacia la señora Finchley, quién había aparecido
repentinamente.
—Oh, ese pobre hombre. Oh, ese pobre, pobre hombre.
Bea miró impotente la puerta, ahora firmemente cerrada, y luego a la señora
Finchley.
—¿De qué está hablando?
—Su ojo. Es tan trágico. Ese pobre hombre.
Bea se preguntó si diría lo mismo si hubiera visto a lord Frederick despachar
antes al ladrón del sixpence. El hombre tenía un futuro o un pasado en el boxeo.
—Me parece perfectamente capaz.
261
—Es una sombra de lo que era —aseguró la señora Finchley, sacudiendo
lentamente la cabeza.
—¿Ya lo conocía?
—Por supuesto que no. Pero escuché todo sobre el accidente. Todos lo
escuchamos.
—¿Todos? —repitió Bea, estaba bastante segura que ella no lo había hecho.
La señora Finchley se encogió de hombros, y Bea se sintió ligeramente
reprendida por el gesto, como si hubiera descuidado su deber cívico al no ser
consciente de tales chismes importantes.
—Tal vez estaba visitando a mis amigas —murmuró. Últimamente había
asistido a muchas bodas, lo que le había exigido una ausencia prolongada de casa.
—Su padre es el marqués de Pendlethorpe, ¿sabe?
Los ojos de Bea se agrandaron, y una vez más, se sorprendió mirando hacia la
puerta, no es que pudiera verle a través del rugoso cristal. Todo el mundo conocía
al marqués de Pendlethorpe. Su gran finca estaba a casi cincuenta kilómetros de
distancia, pero aún era el noble de mayor rango en el área.
A medida que su fortuna se estableció, también lo hizo la del pueblo.
—Fue algo terrible —continuó la señora Finchley—. Oh, ese pobre hombre. Me
rompe el corazón. Era muy guapo.
—Todavía lo es —respondió Bea.
La señora Finchley la miró con una expresión amable. Amable y tal vez un poco
compasiva. Bea apretó los dientes.
—Pensaron que iba a morir —prosiguió la señora Finchley—. El cochero murió,
aunque no de inmediato.
Bea se quedó sin aliento, y levantó la mano a su boca. Qué cosa tan terrible de
soportar. Vivir cuando otro no... No imaginaba cómo sobrevivía una persona a tal
cosa y no sentirse culpable por ello.
—También había alguien más en el carruaje —indicó la señora Finchley—. Creo
que un amigo. No recuerdo el nombre. Pero sus heridas no fueron severas.
Ciertamente, nada que comparar con un ojo. Él podrá continuar con su vida.
—¿Él? —repitió Bea.
—El amigo —aclaró la señora Finchley—. Pero pobre lord Frederick... Nadie lo
mirará nunca igual. Puede fingir que no lo nota, pero yo creo que eso es peor.
—Si pierdo un ojo —aseguró Bea con aspereza—, creo que estaría más
preocupada por la pérdida de visión que no por mi apariencia.
La señora Finchley le entregó dos hogazas de pan, una todavía caliente y con
olor a levadura, la otra dura como una roca para los patos.
—Tal vez —matizó, su pequeño encogimiento de hombros dejaba claro que solo
estaba siendo cortés. Llenó una bolsa con scones—. Media docena, como siempre.
Ah, pero quería dos más.
262
Rápidamente los apiló.
—¿Son para su Señoría? No le cobraré por ellos. Es lo menos que puedo hacer.
—Gracias. —Bea miró preocupada la puerta. Lord Frederick había dicho que la
esperaría fuera, pero no quería que esperara demasiado, no después de que la
señora Finchley hubiera sido tan grosera...
¿O había sido ella misma? Bea frunció el ceño. ¿La señora Finchley había sido
grosera? Sinceramente, Bea no estaba segura de lo que había sucedido. Un minuto
antes lord Frederick se veía amable y sonriente, y al siguiente estaba saliendo por la
puerta. La señora Finchley no había dicho nada descortés, pero una vez más, la
forma en que había estado hablando sobre ese pobre hombre... Si su lástima se
había reflejado en su rostro, no era de extrañar que lord Frederick sintiera que debía
irse.
Bea intentó imaginar cómo sería llevar una herida tan evidente. Había dicho en
serio que estaría más preocupada por la pérdida de la vista que por su apariencia,
pero tal vez estaba pensado como una ingenua. La ceguera de un solo ojo era al
menos una cosa privada. Un parche... una cicatriz... fijos en la cara para siempre,
para que todos lo vieran... A Bea nunca le había gustado ser el centro de atención, y
cuando pensaba en cómo los demás mirarían...
Debía ser horrible.
Para lord Frederick Gray-Osbourne sufrir tal lesión y soportarlo... Era un
hombre notable.
—¿Quiere ponerlo en su cuenta? —preguntó la señora Finchley.
—N... —La mano de Bea se congeló al bajar a su bolso—. Sí —corrigió con
firmeza. No tenía tiempo para hacer cambios—. Por favor.
Y se apresuró a salir por la puerta.

—¿Un scone?
Frederick parpadeó para salir de su enfurruñado ensueño. La señorita
Heywood había salido de la panadería y ahora estaba de pie frente a él, con un
scone salpicado de grosellas en su mano extendida.
—Sé que es terriblemente grosero comer y caminar al mismo tiempo, pero no
diré nada si usted tampoco lo dice.
—Gracias. —Tomó el panecillo, aunque no se lo comió. Por alguna razón, no le
apetecía. Esperó a que ella dijera algo acerca de su extraño comportamiento, pero
no lo hizo, se limitó a mirarle con los ojos brillantes y, aunque no sonreía, al menos
no fruncía el ceño.
—Siento lo de antes —dijo Bea—. Ella tiene buenas intenciones. —Señaló la
panadería—. No creo que tuviera la intención de ser grosera.
263
—No fue grosera. —Frederick tuvo la sensación de que su tono brusco socavaba
sus palabras.
—No, supongo que no.
Frederick entornó los ojos. No esperaba que ella estuviera de acuerdo. Y lo más
extraño es que no había querido que lo hiciera.
—Pero, no sé... No me gustaría soportar ese tipo de reacción.
Él bufó.
—¿Repugnancia?
Ella lo miró con sorpresa.
—Iba a decir lástima.
—Es la naturaleza humana. —Se encogió de hombros.
—Supongo que sí. —Se mostró de acuerdo. Bea mordisqueó su scone, su lengua
salió para atrapar una grosella antes de que cayera al suelo. Frederick estaba
hipnotizado, un pequeño destello de calor golpeó su pecho.
Se congeló. No había sentido tal cosa en más de un año. Si su aliento no se
hubiera detenido, y su corazón no se hubiera acelerado al mismo tiempo, tal vez no
lo habría reconocido.
Deseo.
O tal vez era algo más que deseo, una renovada sensación de maravilla y
fascinación. ¿Qué haría si la besara? No aquí, por supuesto. Todo Wallingford
estaba pululando a su alrededor, ruidoso, enérgico y decididamente poco
romántico. Pero, ¿y si todo el mundo desapareciera?
¿Qué pasaría si no quedaran nada más que dos personas y el aire y el cielo?
La señorita Heywood se sacudió una migaja.
—Seguramente no todos reaccionan así —apuntó, frunciendo el ceño
pensativamente—. Con pena, quiero decir. Yo no lo hice.
Él la miró.
Yo no lo hice.
Sí que lo hizo. Lo recordaba vívidamente. Y todavía le molestaba.
—No —protestó Bea, a pesar de que él no había dicho una palabra—. ¿Cree que
reaccioné groseramente cuando le conocí? —Frederick no tuvo la oportunidad de
responder—. Si lo hice, fue porque su comportamiento resultó abominable.
—¿Disculpe? —espetó con frialdad. Esto era insoportable. Si había sido grosero
fue porque ella actuó como si fuera una especie de bestia horrible.
Bea resopló, levantando la barbilla con desdén.
—Si me porté grosera...
—Me miró como si fuera un monstruo.
—No lo hice.
De nuevo, solo la miró.
—¡No lo hice! Si le miré de forma extraña... —Bea se detuvo abruptamente.
264
—¿Qué?
—Nada.
—¿Qué?
—Cómase el scone.
Frederick lo alejó.
—Dígamelo. —Se sintió ridículo. Por el amor de Dios, ni siquiera sabía el
nombre de pila de esta mujer, y sin embargo, tenía que saber lo qué había estado a
punto de decir.
Ella soltó una bocanada de aire, levantando la barbilla cuando dijo:
—Si quiere saberlo, estaba mirando su ojo bueno.
Frederick se detuvo en seco.
—¿Mi... ojo bueno?
Bea apretó los labios, estaba un poco avergonzada cuando finalmente admitió:
—Es del color del cielo.
Él levantó la vista.
—Hoy no. Oh, por el amor de Dios —murmuró ella.
—¿Hoy no? —repitió estúpidamente.
Bea cambió su peso de un pie al otro.
—Cuando está más nublado.
Frederick tenía la sensación de haber perdido la capacidad para el habla porque,
una vez más, todo lo que consiguió hacer fue repetirla.
—¿Nublado?
Ella dirigió una mirada al celeste cielo que adornaba actualmente el campo
inglés con su benevolencia.
—Su ojo es azul, pero no completamente azul.
—Siempre pensé que eran grises —se escuchó decir.
—Oh no. De eso nada. Claramente hay un poco de azul. —Le señaló el ojo como
si él fuera capaz de distinguir el lugar que estaba tratando de indicar—. Justo al
borde del iris. Es un poco...
Las palabras se desvanecieron, y abrió los labios con sorpresa, como si acabara
de darse cuenta de cuán extraña e irregular se había vuelto la conversación.
—Disculpe —musitó Bea con voz entrecortada.
Se veía un poco aturdida.
Él sí que se sentía un poco aturdido. Y no estaba exactamente seguro de por
qué. Solo tenía una cosa clara.
—Tengo que disculparme. —Ella lo miró con esos ojos preciosos e inquisitivos.
No estaba acostumbrado a retractarse, pero las palabras surgieron con notable y
sincera facilidad—. Está claro que malinterpreté tu expresión cuando nos
conocimos. Te pido disculpas.
Bea volvió a abrir la boca sorprendida y, una vez más, su lengua se asomó,
265
enviando una chispa a las puntas de sus dedos.
—Es comprensible. Si estás acostumbrado a que las personas se comporten de
esa manera... —declaró, tuteándolo también.
—No obstante, no debería haber llegado a conclusiones precipitadas. Y al
menos, después de un tiempo suficiente como para juzgar tu carácter, debería haber
revisado mi suposición inicial.
—Gracias.
Y luego, con gran sorpresa, soltó:
—No sé cómo te llamas.
Ahora Bea se veía ligeramente horrorizada. O tal vez solo sorprendida. Estaba
empezando a preguntarse si se necesitaban dos ojos para leer correctamente la
expresión de una mujer.
—Tu nombre de pila —aclaró, avergonzado—. No lo sé.
No había ninguna razón por la que debería saberlo; ambos eran muy
conscientes de ese hecho. No tenía intención de dejar de hacer lo correcto
llamándola otra cosa que no fuera señorita Heywood, pero había algo bastante
irritante en no saber si era una Mary o una Elizabeth, o tal vez una...
—Beatrice.
«Beatrice.»
Le gustó. Se ajustaba a ella.
—La mayoría de la gente me llama Bea.
El asintió. No se oía nada en su voz que indicara que lo estaba invitando a
hacerlo, pero en su mente, en sus sueños...
¿En sus sueños?
La chispa de deseo regresó, esta vez amenazando con estallar en llamas.
¿Qué demonios le estaba ocurriendo?
—¿Milord?
De repente, Frederick se dio cuenta de haber dejado pasar un largo e incomodo
tiempo desde que ella había hablado.
—Perdona. Estaba perdido en mis pensamientos.
De nuevo lo miró con esa mirada amplia y abierta, como si pensara que iba a
decir algo más. Tal vez incluso lo esperaba.
—¿Es un riesgo académico? —preguntó ella.
—¿Perderse en los pensamientos?
—Sí. Es física teórica. Todo está en la cabeza, ¿no es así?
—En realidad no, pero se pasa una cantidad asombrosa de tiempo mirando
fijamente al espacio.
—Te ofrecería un sixpence... —Bea le dirigió una sonrisa burlona.
—Nunca me quedaría con tu sixpence de la suerte.
—Bueno, no dije que te lo daría —bromeó—, aunque probablemente te lo
266
mereces. Gracias otra vez por intervenir en mi nombre.
—Odio a los matones —respondió, encogiéndose de hombros. Lo que no dijo
fue que se había sentido malditamente bien cuando utilizó los puños contra ese
cretino.
Bea sonrió, y una vez más, fue como si el sol brillara un poco más, solo para los
dos.
—Yo también. —Se inclinó hacia adelante conspiratoriamente—. Pero me falta
tu gancho derecho.
—Izquierdo —corrigió con una sonrisa, flexionando ligeramente la mano—.
Escribo con la derecha, pero golpeo con la izquierda.
—Qué intrigante.
Frederick pensó en todas las veces que había escuchado esas palabras... en un
salón de baile, tomando un brandy en su club...
Qué intrigante...
Qué encantador...
Qué divertido...
Nadie lo decía en serio.
Excepto... O por lo menos pensaba que lo decía. La señorita Beatrice Heywood.
La notable señorita Beatrice Heywood.
No estaba listo para decirle adiós. Se aclaró la garganta.
—¿Te acompaño a casa?
—Oh, no está lejos —contestó ella deprisa.
—Si prefieres que no lo haga...
—No es eso. Solo que no es necesario.
—No pensaba que fuera necesario —le concedió con seriedad, y mientras
miraba sus grandes ojos color verde avellana y las pecas que asomaban sobre su
nariz respingona, de repente se le ocurrió que podía enamorarse de ella, y tal vez,
solo tal vez, a ella no le importaría que ya no estuviera completo.
O quizás por eso creía que podía enamorarse de ella. Porque ella lo había
mirado y no había visto una lesión, sino una cuestión científica fascinante. ¿Qué
pasaba cuando la luz golpeaba su retina? ¿Había alguna diferencia si un hombre
tuerto usaba un telescopio?
En ese momento, era imprescindible que ella le permitiera verla en casa. Se
sentía como si todo su mundo se balanceara en su equilibrio, y él pudiera verlo, dos
senderos de por vida extendiéndose ante él, su viaje a ser decidido por un simple sí
o no.
Y sabía que no sería capaz de vivir consigo mismo si no intentaba inclinar la
balanza.
Frederick le tendió la mano y dijo:
—Por favor.
267
Capítulo 4

La semana siguiente
El salón de Rose Cottage
Hogar de las tres señoritas Heywood

Bea nunca se había considerado propensa al nerviosismo, pero mientras


esperaba que Frederick llegara para escoltarla a Oxford, prácticamente rebotaba de
un pie a otro. Lo cual era bastante malo, ya que había vuelto a poner el sixpence en
su zapatilla y seguía deslizándose debajo de su media, negándose a establecerse en
el anonimato.
Se sentía bastante tonta. Ella, una mujer de ciencia, preparándose para una
excursión científica con un hombre de ciencia.... Y poniendo un sixpence en su
zapato porque una canción infantil declaraba que le encontraría un marido.
Y aunque todavía no estaba convencida que una moneda tuviera magia,
aceptaba el hecho de que si tenía alguna posibilidad de encontrar un marido...
quería que fuera lord Frederick Gray-Osbourne.
Estaba enamorada. No lo esperaba, ni pensó que lo deseaba. Pero algo sucedió
el día que la acompañó a casa. Le tendió la mano y se la había tomado, y el
pensamiento más asombroso había irrumpido en su mente: que desearía no llevar
guantes y sentir su cálida piel contra la de ella.
Había levantado su rostro hacia él, y por un maravilloso instante, pensó que él
la besaría.
Por supuesto que no. Estaban de pie en medio de la ciudad, por el amor de Dios.
Pero, ¿y si hubieran estado en otro lugar? ¿Qué pasaría si el mundo se hubiera
desdibujado a su alrededor, y fueran solo ellos dos, solos bajo un cielo soleado y
azul?
¿La habría besado?
¿Lo habría besado?
Frederick la había visitado en Rose Cottage dos veces desde entonces, una vez
para informarle que había hecho los arreglos necesarios para ir al Observatorio
Radcliffe, y otra vez -demasiado emocionante- sin ningún motivo en particular.
Faltaban diez minutos, pero a él le gustaba llegar temprano. Ella lo sabía, no por
experiencia, sino porque se lo había dicho durante la conversación de dos horas
cuando fue a verla sin ninguna razón. También sabía (aunque no por experiencia,
simplemente era de conocimiento popular) que los caballeros normalmente no se
quedaban dos horas cuando visitaban a una dama.

268
A pesar del consejo de mujeres con más experiencia que ella, aconsejándole que
una dama no debe mostrarse demasiado ansiosa, Bea estaba esperando en el salón
con los guantes puestos y el sombrero preparado. Por el amor de Dios, él sabía lo
emocionada que estaba por visitar el observatorio; era absurdo pensar que de
alguna manera se haría más deseable fingiendo que no estaba lista cuando llegara.
Claro que no podían viajar a Oxford juntos sin acompañante, sin importar cuán
académica y cultural fuera su salida. Así que la tía Callie también estaba esperando
en el salón, fingiendo tejer mientras observaba a Bea mirar por la ventana.
Finalmente abandonó la pretensión por completo.
—¿Esperas ver su carruaje? —preguntó, acercándose para ponerse al lado de
Bea.
Bea ni siquiera se molestó en fingir que no sabía de lo que estaba hablando su
tía.
—Sí.
La tía Callie asintió.
—Le gustas.
Nuevamente, Bea no disimuló.
—Él también me gusta.
La tía Callie se mordió la lengua lo suficiente para que Bea asimilara sus propios
pensamientos, y añadió...
—Deberías casarte con él.
Bea giró la cabeza.
—¡Tía Callie!
Calpurnia Heywood, siempre la más directa de las hermanas Heywood, se
encogió de hombros.
—Deberías hacerlo.
—Te recuerdo que él no me lo ha preguntado.
—Lo hará. —Los ojos de tía Callie se encontraron con los de Bea con una
expresión bastante sabia—. Si le das un poco de ánimo.
—¿Ánimo? —repitió Bea.
—En efecto.
—No puedo creer que estés diciendo eso.
La tía Callie levantó las cejas.
—Muy bien, puedo creerlo —soltó Bea. Su tía nunca había sido conocida por
sus comentarios prudentes.
—Y ten en cuenta cual es el ánimo “correcto” —agregó tía Callie.
—Me da miedo preguntar.
—Te diré que no es lo que tu otra tía pensaría que es correcto.
Eso no le aclaraba el asunto en lo más mínimo, pero Bea juzgó que no era una
cuestión que requiriera más discusión.
269
—En cualquier caso —declaró tía Callie—, me alegra que finalmente hayas
conseguido un pretendiente.
—Yo...
—Y no digas que no es tu pretendiente porque las dos sabemos que lo es.
Bea estuvo a punto de decir que Frederick no era su pretendiente. Pensaba que
estaba interesado, y que él sabía que ella estaba interesada. Pero no se había
declarado de ninguna manera formal, y no quería crearse ilusiones haciendo
suposiciones. No parecía correcto ponerle una etiqueta que él no había reclamado.
—Además —continuó tía Callie, ajena a la confusión interna de Bea—, dado que
finalmente tienes un pretendiente...
—Lo haces sonar como si hubiera algo mal conmigo —interrumpió Bea,
aprovechando el hábito de tía Callie de insertar pausas dramáticas en sus frases.
—Nada de eso. Soy muy consciente de que te has negado a perseguir objetivos
matrimoniales normales para quedarte con Hennie y conmigo. —Se volvió para
mirar a su sobrina y sus ojos se suavizaron—. Si no fuera por nosotras, estarías
casada y con una familia propia.
—Oh —exclamó Bea, de repente humilde. No tenía ni idea que sus tías
entendieran el sacrificio que había hecho. Parecía que era bastante evidente, pero
nunca habían hablado del asunto.
Y en cuanto a Bea... no se había dado cuenta del alcance de su propio sacrificio.
Se había convencido a sí misma que no le importaba si nunca se casaba. Incluso se
lo había creído. Pero con todas sus amigas felizmente emparejadas, y después de
conocer a Frederick...
—Te queremos —confesó tía Callie suavemente.
Bea se acercó y le apretó la mano.
—Y yo a vosotras.
Su tía se permitió una sonrisa sentimental antes de reanudar su animada charla.
—Como estaba diciendo —anunció, soltando la mano de Bea para asumir una
pose más autoritaria—, ya que finalmente tienes un pretendiente, estoy muy
satisfecha de que sea lord Frederick. Me importa dos pimientos que su padre sea
marqués... —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Bueno, tal vez un pimiento. No se
pueden descartar las ventajas de tal posición, aunque sea poco probable que herede
el título.
Bea contuvo una sonrisa.
—Parece un joven muy sensato —concluyó tía Callie—. Creo que ese accidente
fue lo mejor que le ha pasado.
—¿Qué?
—Oh, ya sé que él no lo verá así, pero la adversidad es a menudo lo que hace a
un hombre, especialmente un hombre que nunca tuvo que trabajar para poder
comer.
270
Bea estaba tan sorprendida que prácticamente tuvo que obligarse a cerrar la
boca.
—Tía Callie, perdió un ojo.
Su tía frunció el ceño.
—Creí que dijiste que todavía lo tiene.
—Ha perdido su utilidad. Es casi lo mismo.
—No creo que sea así, pero no importa, ese no es mi punto.
Bea no iba a preguntar. Se juró a sí misma que no iba a preguntar. Y aun así...
—¿Y cuál es tu punto?
La tía Callie se encogió de hombros.
—Averiguarás que su desventaja le obliga a ver el mundo de otra manera.
Porque el mundo ahora lo ve a él de manera diferente. Y sospecho que eso hará que
vaya al grano.
Era en momentos como estos que Bea no era capaz de reconciliar a esta sabia
anciana con la mujer que pasaba la mitad del tiempo arreando patos.
—Ah, ya viene —anunció la sabia pastora de patos.
Bea levantó la vista, y efectivamente, el carruaje de Frederick bajaba por el
camino. Un escalofrío de anticipación la recorrió.
—Estás sonriendo —comentó tía Callie.
Bea no la miró, pero la tía Callie también sonreía, lo escuchaba en su voz.
—Tengo que decir que estoy rebosante de emoción —agregó tía Callie,
poniéndose los guantes—. ¡Un telescopio! Y yo que pensaba que para mí habían
terminado las nuevas experiencias.
—Qué tonterías dices.
—Estoy en mi séptima década, querida. —Se dirigió a la puerta—. Ven,
esperémoslo fuera. Estás demasiado ansiosa por llegar a Oxford como para perder
el tiempo sentada elegantemente en el salón.
—Muy bien —convino Bea, apresurándose. Tal vez su ansiedad fuera
indecorosa, pero Frederick lo entendería.
Después de todo, era por eso que se había enamorado de él.

271
Universidad de Oxford
Esa misma tarde

—Ya estamos aquí. —Frederick señaló el Observatorio Radcliffe. Siempre le


había gustado este edificio, con su distintiva torre octogonal y suave piedra
amarilla. Estaba cerca del centro de la ciudad, pero no del todo, así que llegaron a la
puerta en carruaje. La tía de Bea parecía tener una constitución fuerte, pero tenía al
menos setenta años, y había suficientes escaleras dentro del observatorio sin que
ella tuviera que enfrentarse además a las multitudes de la universidad.
—Estoy tan emocionada —exclamó Bea, por lo que tenía que ser la
cuadragésima vez.
Frederick deseaba extender la mano y apretar la de Bea.
—No puedo dejar de sonreír.
Él la miró. Si alguna vez una sonrisa salía del fondo del alma de una mujer...
Quería pasar el resto de su vida haciéndola tan feliz.
—Todavía creo que hemos llegado un poco temprano —cuestionó la señorita
Calpurnia, frunciendo el ceño hacia el cielo. Frederick sabía que tenía razón. Ni
siquiera había anochecido. Pasaría más de una hora antes que las estrellas
mostraran su brillo.
—Puedo mirar las nubes —contestó Bea.
Su tía puso los ojos en blanco.
—Solo hay tres.
—Será mejor cuando caiga la noche. Las constelaciones son magníficas.
Calpurnia le dio un golpecito a Frederick en el brazo.
—Ella siempre ha considerado el lado bueno de las cosas.
—Un atributo muy favorecedor —murmuró Frederick.
—Siempre lo he creído —afirmó la tía, ajena al sonrojo que ahora se extendía
por la cara de Bea. O tal vez no era tan ajena. Tenía la sensación que la señorita
Calpurnia Heywood era mucho más astuta de lo que a ella le gustaba dejar ver.
—Sé que debería ser correcta y serena —dijo Bea—, y murmurar cosas como
“Esto será muy divertido”, pero me resulta imposible. No pude dormir anoche por
toda la emoción.
Frederick sabía que la mayor parte de su excitación era por la colección de
telescopios que les esperaba arriba en la torre, pero creía que una pizca estaba
reservada para él. Al menos eso esperaba, porque estaba bastante seguro de haberse
enamorado de ella desesperadamente.
¿Quién lo hubiera imaginado? Cuando compró su pequeña propiedad y fijó su
residencia cerca de Wallingford, lo hizo con la intención de alejarse de la sociedad.
Más que nada, había querido alejarse de la pena y las constantes miradas que le
dificultaban vivir. Se imaginó una vida más solitaria.
272
En vez de eso, había encontrado a Beatrice Heywood.
No era la clase de dama que alguien hubiera imaginado para él. De nacimiento
gentil, sin duda, pero difícilmente se cruzaría con el hijo de un marqués.
No es que le importara. En absoluto. Era lo suficientemente bastante para
alegrarle por su lesión.
Si ese ciervo no hubiera saltado delante de su carruaje... si el conductor, Dios lo
tuviera en su gloria, no se hubiera desviado...
Si no hubieran rodado, y si la madera no se hubiera astillado...
Si no hubiera perdido el ojo.
No la habría conocido.
De repente se dio cuenta que no era “bastante” suficiente para alegrarlo por el
accidente, era solo suficiente. Siempre estaría de duelo por su conductor, sabía que
nada, ni siquiera su felicidad, compensaría la pérdida de una vida. Pero en cuanto a
su ojo...
Era una cosa pequeña comparada con toda una vida con Bea.
Ella era infinitamente fascinante. Ferozmente inteligente, pero a diferencia de
muchos de sus compañeros académicos, también poseía una buena dosis de sentido
común. Y cuando sonreía... Su corazón se sentía ligero.
Se imaginaba que los demás considerarían que ella tenía una cara relativamente
ordinaria, y sin embargo, cuando la miraba, veía, no, sentía, un resplandor que lo
calentaba hasta los pies.
De repente, la promesa de una vida feliz ya no era tan irrazonable.
No se le había declarado. Parecía prematuro, aunque ella tenía que conocer al
menos parte de sus sentimientos. La había visitado dos veces en una semana. Bea
tenía que saber lo que eso significaba.
La amaba.
Muy bien, puede que no lo supiera. Pero tenía que saber que estaba muy
interesado en ella. Casi la había besado dos veces. Cuando estuvieron frente a la
panadería creyó que ella había visto el deseo en su rostro. De hecho, en ese
momento embriagador... cuando ella se alzó un milímetro, lo había deseado. Era
posible que ella no se hubiera dado cuenta, pero él lo vio en sus ojos.
La segunda vez había sido unos días antes. En su visita a Rose Cottage, se había
quedado dos horas asombrosas, riendo y hablando, y de vez en cuando cayendo en
un silencio cómodo.
Uno de esos momentos ocurrió cuando fueron a dar un breve paseo por el
jardín de Heywood. Ella le había estado mostrando las rosas del mismo nombre, y
él había sentido la más increíble urgencia de abrazarla. Bea no se dio cuenta; estaba
bastante seguro. Estaba centrada en las rosas, explicando una nueva técnica de
injerto sobre la que había leído en un periódico, y tuvo que obligarse a alejarse, tan
tenue era su control sobre sus emociones.
273
Pero querido Dios, la había querido besar. Y hacer mucho más, para ser
completamente sincero, y eso fortalecía su determinación de declararse pronto.
Era precipitado, y una locura, pero si le pedía que se casara con él...
seguramente le diría que sí.
¿No es así?
Ella no pareció notar su mirada.
Lo hacía sentir completo.
—Allí está. —Él señaló el observatorio—. Tu telescopio te espera.
—Oh, Frederick —suspiró Bea—. Gracias.
Si ella hubiese querido el mundo, él se lo habría dado, pero era Bea, por eso le
daría el cielo.
Tenía que estar mostrando una expresión de amor porque la tía de Bea dijo:
—Te ves casi tan feliz como ella.
Frederick tosió.
—Simplemente encantado de estar escoltando a dos mujeres tan hermosas.
—¿Simplemente? —Calpurnia emitió un bufido—. No hay nada simple en esto,
joven.
—Oh, tía, detente —ordenó Bea con un movimiento de cabeza.
—No —manifestó Frederick, sintiéndose valiente y galante, y más cosas que
creyó perdidas para siempre—. Tiene toda la razón.
—Normalmente la tengo —replicó la anciana.
—Tienes que dejar de animarla—murmuró Bea.
—No seas ridícula —le dijo su tía—. Por supuesto que debe animarme. Es la
forma más segura para que él te “anime” a ti.
—¡Tía Calpurnia!
Calpurnia se encogió de hombros.
—Ella me ama muchísimo —le comentó la anciana a Frederick—. Compláceme
y hazte querer por ella.
Frederick intentó no reírse. Sinceramente lo intentó.
—Apuesto a que también tratas a tu madre muy bien —supuso Calpurnia.
—Siempre —respondió solemnemente.
—Oh, mira, al fin llegamos —anunció Bea en voz alta.
No habían llegado, no del todo. Bea dio los últimos pasos en un tiempo récord,
y pronto estuvieron entrando en el observatorio.
—Esto es grandioso —afirmó Calpurnia, mirando a su alrededor.
—Espere a ver el piso de arriba.
Ella miró la escalera con el ceño fruncido.
—Son muchos escalones
Bea se movió inmediatamente a su lado.
—¿Estarás bien? El observatorio está en la torre, así que habrá bastantes
274
escalones más.
—Estaré bien —la tranquilizó Calpurnia—. Siempre he dicho que “lento y
constante gana la carrera”.
—Nunca has dicho eso —confirmó Bea.
—Bueno, lo estoy diciendo ahora. No me perderé la oportunidad de ver ese
telescopio.
—Telescopios —concretó Frederick—. Hay varios.
—Aún más razón para atacar esas escaleras. ¡Adelante!
Bea lo miró mientras su tía se adelantaba. Sonrió y se encogió de hombros antes
de seguirla, y juntos se dirigieron a la biblioteca, donde Calpurnia se sentó con
gratitud en una silla de lectura de cuero.
—Seguid sin mí —le ordenó a Bea que estaba mirando el siguiente tramo de
escaleras con un anhelo que era palpable—. Iré pronto. Solo necesito un momento
para recuperar el aliento.
—¿Estás segura? —preguntó Bea, incluso mientras se dirigía hacia las escaleras.
—Beatrice Mary Heywood, por el amor de todo lo que es sagrado, ve a ver tu
telescopio.
—¡Telescopios! —corrigió Bea, abandonando toda pretensión de decoro
mientras subía las escaleras.
Frederick sonrió.
—Será mejor que la sigas —insistió Calpurnia con aspereza—. No me quedaré
sin respiración por mucho tiempo más.
La sonrisa de Frederick se convirtió en una boquiabierta sorpresa, y luego,
como no era estúpido, corrió escaleras arriba detrás de Bea.

275
Capítulo 5

—Oh, Dios mío —suspiró Bea. Si el cielo existía -y después de toda una vida de
servicios religiosos dominicales no tenía motivos para creer que no existía-
seguramente se veía así, con relucientes cuadrantes de latón, un magnífico sector
cenital15 y un telescopio de tránsito apuntando al cielo.
Caminó lentamente por las tres salas que constituían el observatorio, mirando
todos los magníficos instrumentos, apenas resistiéndose a no tocarlos, y mucho
menos poner su ojo en una lente para mirar.
No estaba segura de cuánto tiempo estuvo vagando por las salas antes de
acordarse de Frederick. La había estado siguiendo en silencio, o al menos eso es lo
que creía. La verdad es que había estado tan perdida en su emoción que había
olvidado que no estaba sola.
—Lo siento —se disculpó con una sonrisa avergonzada.
—¿Por qué?
—Por ignorarte. Yo solo... es todo tan... —Agitó la mano hacia el telescopio de
tránsito a su lado, como si ese gesto tan débil indicara el nivel de reverencia que
sentía.
—Disfruto viéndote —admitió en voz baja.
El corazón de Bea se detuvo a mitad de un latido.
—La mayoría de la gente no encuentra pasión en sus vidas. Lo que tú tienes, sin
siquiera el beneficio de una educación conveniente, es notable.
—Gracias. —Bea no sabía qué más decir. La estaba mirando con tanta
intensidad que no estaba segura de si podría encontrar más palabras.
—¿Puedo mostrarte algo? —preguntó Frederick. Su tono era muy calmado,
serio.
—Por supuesto.
Bea pensó que la conduciría a alguna joya oculta, tal vez un pequeño ábaco
escondido en una esquina, o un documento importante exhibido en un escritorio.
Pero en cambio, se llevó las manos a la cara.
Y comenzó a quitarse el parche del ojo.
Bea contuvo el aliento mientras lo deslizaba por su frente. La magnitud de su
gesto no se perdió para ella. Él se estaba desnudando, confiando en ella con su
dolor más profundo.
Durante varios segundos Bea no hizo nada más que observarlo. De alguna
manera, su ojo dañado se veía perfectamente normal. Estaba en su lugar como su
compañero, y aunque Frederick siempre tendría una cicatriz dentada en la mejilla,

15 También llamado telescopio cenital. Se utiliza para medir con precisión la posición de las estrellas.

276
no cambiaba la forma de su ojo.
Pero parecía más oscuro que el otro, mucho más oscuro, y tardó un momento en
darse cuenta que era porque su pupila estaba permanentemente dilatada.
Frederick le había dicho que su ojo no tenía visión, y tenía razón, pero había
algo hermoso en él, algo casi inocente.
Casi sagrado.
Tragó y extendió la mano antes de recordar preguntar:
—¿Puedo?
El asintió.
Ligeramente, tocó su cicatriz en el mismo borde, donde la piel volvía a ser
normal cerca de la oreja. Su ojo bueno se fijó en su rostro mientras trazaba la piel
fruncida. La mayor parte de la cicatriz se había decolorado hasta verse blanca, pero
todavía había rastros rojos entrelazados como las hebras apretadas de una cuerda.
—Te debe de haber dolido terriblemente.
—Todavía lo hace. A veces. No muy a menudo.
Se acercó a su ojo, rozándole el pómulo.
—¿Cuánto tiempo te llevó?
—¿Sanar?
Ella asintió.
—Meses. Fue... No me gusta hablar de eso.
—Está bien.
—Pero algún día... lo haré. Te lo contaré.
Bea se enfrentó a sus ojos, era una locura, pero todo lo que ella había sentido en
el último minuto estaba mirándola la cara. De alguna manera, cuando él dijo eso,
ella se trasladó desde sus ojos a su alma.
—Te amo —confesó Frederick—. Sé que nos conocemos desde hace poco más
de una semana, y sé que nunca te voy a merecer, pero te amo, y si me das la
oportunidad, pasaré el resto de mi vida dedicado a hacerte feliz.
—Frederick —suspiró.
—¿Serás mi esposa?
Bea asintió. Había tantas palabras burbujeando en su interior, pero no
conseguía unirlas. No podía hacer otra cosa que mirar su amada e imperfecta cara y
pensar cuánto lo amaba.
—No tengo un anillo —declaró él de repente—. No tenía la intención de
pedirtelo ahora.
A Bea le alegraba inmensamente que lo hubiera hecho.
—Te amo —repitió.
Ella alzó su rostro hacia él.
—Yo también te amo.
Frederick acarició su mejilla, su mirada moviéndose a su boca.
277
Los ojos de Bea se agrandaron, y entonces, en un momento tan perfecto que
rivalizaba con las estrellas, sus labios rozaron los de ella.
Así era exactamente como tenía que ser el primer beso: reverente y casto, con
solo un toque de...
—No es suficiente —gruñó él, y antes de que Bea se enterara de lo que pasaba,
la había tomado en sus brazos, su boca apoderándose de la de ella en un ardiente
beso de posesión.
No, pensó ella, maravillándose por la fuerza de su cuerpo contra el suyo, así era
como debería ser el primer beso.
Así era como deberían ser todos los besos.
Largo, profundo y con la promesa de una intención perversa.
—Esto será —comunicó Frederick, moviendo su boca a lo largo de su barbilla—,
un compromiso muy corto.
«Oh sí», pensó Bea. Anne y Cordelia le habían insinuado tentadores pequeños
indicios de la vida matrimonial, pero no era hasta este momento, con las manos y
labios de Frederick ejecutando un baile travieso en su piel, que tuvo una idea de lo
que quisieron decir.
Frederick se retiró demasiado pronto, sus manos acunaron su rostro.
—Pronto —prometió—. Dentro de tres semanas.
—¿No se necesita una licencia especial? —bromeó Bea.
Él gruñó.
—Si me esfuerzo podría organizarlo todo más rápido...
Ella sonrió y le tocó la sien.
—Sobreviviste a una lesión. Tengo mucha suerte.
Sus ojos brillaron de amor, y por un momento, Bea pensó que la besaría de
nuevo, entonces escucharon las pisadas sorprendentemente ruidosas de tía
Calpurnia.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bea, saltando hacia atrás. Intentó arreglarse el pelo,
pero tenía la sensación de que no sería capaz de hacer nada con el brillo de alegría
en su rostro.
—¡Bien, estoy como nueva! —gritó la tía Callie—. Bueno, casi nueva. No creo
que vuelva a haber nada nuevo en mí.
—Tía Callie, no seas tonta —la reprendió Bea, acercándose a su lado.
Su tía la miró con los ojos entornados.
—Te ves... diferente.
Bea se atragantó.
—¡Lord Frederick! —chilló tía Callie dirigiéndose hacia él, dejando a Bea
inquieta—. Muéstreme uno de esos telescopios.
—Su sobrina está mucho más informada sobre tales cosas que yo.
—Seguro que sí, pero está demasiado estupefacta para impartir su experiencia.
278
Frederick miró a Bea con los ojos muy abiertos.
—¡Se ha quitado el parche! —exclamó tía Callie.
Frederick se estremeció violentamente y alzó la mano a su cara. Su sorpresa por
haberlo olvidado fue encantadora, pensó Bea.
—Eh... Me picaba un poco.
—¿En serio? —resopló la tía Callie—. Yo hubiera pensado que le estaba
entorpeciendo de alguna forma.
—Bueno, eso también —improvisó Frederick.
Bea pasó los siguientes noventa minutos explicando los diversos instrumentos a
su tía: el magnífico sector cenital de más de tres metros y medio, utilizado para
medir la latitud, los magníficos cuadrantes de latón y su telescopio favorito, el
telescopio de tránsito Bird.
—¿No es hermoso? —comentó Bea efusivamente.
—Hum —respondió tía Callie—. Sin duda es impresionante.
Bea solo sonrió. Sus tías nunca habían compartido su pasión por la astronomía.
Pero les encantaba que a ella le gustara, y eso siempre había sido más que
suficiente.
—¿Hay algo que quieras decirme? —murmuró la tía Callie, mientras inclinaban
sus cabezas juntas cerca del mecanismo giratorio.
—Pronto. —Se lo diría a sus tías cuando regresara a casa. Durante las siguientes
horas, ella quería mantener la propuesta de Frederick cerca de su corazón.
La tía Callie le dirigió una mirada evaluadora.
—Ya veo.
Bea tuvo la sensación de que sí.
—¿A dónde van esas escaleras? —preguntó tía Callie, caminando hacia la base
de la escalera que serpenteaba hasta la cúpula.
—A la galería superior —respondió Frederick—. Desde allí se sale al tejado.
—Cielos, no —masculló la tía Callie—. Yo miraré desde aquí. —Se acercó a un
telescopio—. ¿Ya está suficientemente oscuro como para ver algo?
—Solo hay una manera de averiguarlo. —Frederick ajustó los diales hasta que
estuvo listo para que ella los revisara.
—¡Oh, Dios mío! —Tía Callie se alejó lo suficiente del ocular para girar la cabeza
hacia Bea—. Es precioso. Espectacular.
Bea sonrió.
Entonces, Calpurnia Heywood hizo lo más inusual de Calpurnia Heywood que
Bea hubiera visto.
Se desmayó.
—¡Tía Callie! —chilló Bea, corriendo hacia ella para estabilizarla, pero Frederick
fue más rápido, atrapándola antes de que tocara el suelo.
—Oh, Dios —musitó la tía Callie con voz temblorosa—. No sé qué...
279
—Llevamos mucho tiempo de pie —informó Frederick—. Está muy pálida.
No más pálida de lo normal, pensó Bea, aunque la tía Callie siempre se había
enorgullecido de su tez lechosa.
—Gracias, querido muchacho. Seguramente habría caído si no hubiera venido
en mi ayuda.
Excepto que ella no se habría derrumbado. Tía Callie definitivamente se había
tambaleado y llevado una mano a la frente, pero todo había sucedido lo
suficientemente cerca de Frederick como para no haberse golpeado contra el suelo.
Era, se dio cuenta Bea, el desvanecimiento más coreografiado en la historia de los
desvanecimientos cuidadosamente coreografiados.
Y Bea tuvo la sensación de que ese desvanecimiento cuidadosamente
coreografiado tenía una finalidad.
—Es todo tan abrumador —admitió tía Callie, abanicándose a sí misma de una
manera muy poco inusual.
—¿Seguro que estás bien?
—Lo estaré. Solo necesito sentarme.
—Déjame acompañarte... —se ofreció Bea.
—¡No!
Bea parpadeó.
—Quiero decir que no es necesario. Este es tu sueño, Beatrice. No puedo pedirte
que renuncies ni siquiera un instante a tu tiempo soñado.
—Pero...
—Creo que volveré a la biblioteca —propuso su tía, sonando ligeramente más
fuerte—. Me gustó bastante la silla que usé antes.
—¿Abajo? —murmuró Bea. Cada vez era más evidente lo que estaba pasando.
—Sí. Allí estaré. —Tía Callie miró a Frederick—. No se preocupe. Estaré bien.
Por favor, tomaros todo el tiempo que necesitéis.
Entonces se volvió hacia Bea y le guiñó un ojo.
Bien. Eso aclaraba el tipo de “ánimo” que la tía Callie pensaba que debía darle a
Frederick.
Antes que ninguno de los dos pudiera ofrecerse nuevamente para escoltarla, tía
Callie bajó corriendo las escaleras, repitiendo:
—¡Todo el tiempo que necesitéis!
—¿Debería haberla acompañado? —preguntó Frederick con ceño pensativo—.
Parece que se ha recuperado casi por completo.
—Oh, seguro que sí.
Frederick la miró, con los ojos iluminados con... algo.
Bea decidió aprovechar la oportunidad.
—Ella no se desmayó.
—¿No?
280
Bea sacudió la cabeza.
—Nunca se desmaya.
La boca de Frederick se curvó, y el corazón de Bea comenzó a palpitar.
—De hecho —añadió Bea—, tiene la constitución más robusta de todas las
personas que conozco.
Era, en opinión de Bea, lo más parecido a gritar, “Bésame” tanto como era
posible sin decirlo claramente.
Frederick se acercó.
—¿Quieres mirar el telescopio de nuevo?
—No. Puedo esperar.
—¿En serio? —Sus cejas se levantaron—. ¿Ignorarías las estrellas?
—Solo esta vez.
—Vaya, señorita Heywood, creo que está coqueteando conmigo.
Y como el amor hacía que Bea se sintiera muy audaz, le rozó la mejilla con la
mano y dijo:
—Estamos comprometidos para casarnos. Seguramente lo tengo permitido.
—Más bien te animo a hacerlo.
El rostro de su tía cruzó la mente de Bea, recordándole que debía darle ánimos a
Frederick. Soltó un bufido impropio de una dama.
—¿Por qué haces eso? —dijo él, sonriéndole.
Ella sacudió la cabeza. Su tía había sido muy obvia esta noche. Bea no
necesitaba complicarlo admitiendo que había estado confabulando todo el tiempo.
—Podría torturarte para que me lo contaras —bromeó él.
—O podrías besarme.
—O podría besarte —estuvo de acuerdo, y su boca descendió para capturar la
de ella otra vez.
—Espera —exclamó Bea, y cuando Frederick se retiró con una expresión
confusa en el rostro, susurró—: O podría besarte yo. —Con suavidad, ella guió su
rostro hacia su boca, besándolo suavemente en el rabillo del ojo.
Y descubrió que lo que fuera que su ojo había perdido, no incluía las lágrimas.
Bea también las besó.

281
Epílogo

Un mes después
Un dormitorio de invitados en Farringdon Hall
Hogar del marqués de Pendlethorpe

—¿Qué creéis que deberíamos hacer con esto?


La condesa de Thornton, Cordelia, tendió la mano hacia sus amigas, con el
sixpence en la palma.
La duquesa de Dorset levantó la vista de la cama, donde estaba tratando de
ponerse cómoda. Anne no estaba tan avanzada en su embarazo, pero se veía
cansada todo el tiempo.
—Deberíamos esperar a Bea. No sería correcto tomar una decisión sin ella.
Cordelia miró a lady Elinor Blackthorne, que estaba de pie junto a la ventana,
mirando pensativamente hacia afuera.
—¿Ellie? —Y cuando ella no respondió—: ¡Ellie!
Ellie se sobresaltó, volviéndose.
—¿Perdón?
—¿Qué crees que deberíamos hacer con el sixpence?
Ellie frunció el ceño.
—¿Dónde está Bea?
—Esa parece ser la cuestión actual —comentó Anne en un tono
extremadamente seco.
—Te lo dije —confirmó Cordelia—, la vi escabullirse con lord Frederick.
—Bea nunca haría eso —replicó Anne.
—Creo que todas hemos hecho cosas que antes habríamos dicho que nunca
haríamos —explicó Cordelia, ladeando la cabeza hacia Ellie.
—¿Por qué me miras? —protestó Ellie, señalando a Anne—. Ella es la que está
embarazada.
—¡Llevo casada más de un año! —bufó Anne.
—Y Bea lleva casada más de una hora —dijo Cordelia tranquilamente—. ¿Has
visto la forma en que la mira?
—Es muy dulce —manifestó Ellie.
—En su mirada no hay nada dulce —contradijo Anne con aspereza.
Ellie le lanzó una mirada malhumorada.
—Y eso lo dice la mujer embarazada que descansa en la cama.
—La mujer embarazada casada —le recordó Anne.

282
Ellie sonrió.
—Estoy bromeando.
Anne le devolvió la sonrisa.
—Lo sé.
Ellie miró a cada una de sus amigas, con los ojos muy abiertos por la emoción.
—¿Creéis que anticiparon sus votos?
—Ya están casados —observó Cordelia.
Ellie puso los ojos en blanco.
—Quise decir antes de eso.
Anne lo pensó un momento.
—Bea no.
Cordelia lo negó con quizás más energía de la que se podía esperar de ella.
—Bea no.
Cordelia miró a Ellie.
Anne miró a Ellie.
Los labios de Ellie se separaron con consternación.
—¿Qué?
—¿Tú lo hiciste? —preguntó Cordelia.
—¡Qué pregunta! —murmuró Ellie, su cara se sonrojó de inmediato.
—¡Lo hiciste! —Cordelia se quedó sin aliento.
—¿Y tú? —demandó Ellie.
Las mejillas de Cordelia tardaron menos de un segundo en alcanzar el mismo
tono rosado que el de Ellie.
—¡Oh, oh, oh! —canturreó Ellie—. Ves la paja en el ojo ajeno.
Y luego, como por acuerdo tácito, las dos damas se volvieron hacia la cama
donde estaba Anne, observando el intercambio con interés.
—Estás muy callada —señaló Cordelia.
Anne fingió mirarse las uñas.
—No tengo nada que decir.
Ellie se cruzó de brazos.
Cordelia plantó las manos en sus caderas.
—Oh, bien —capituló Anne—. Nosotros también lo hicimos.
—Tres de nosotras —puntualizó Ellie, sacudiendo la cabeza.
—Pero no Bea —dijo Anne con firmeza—. Bea nunca lo haría.
Como si se tratara de una señal, la puerta se abrió y Bea entró, la sonrisa en su
rostro solo comparable con el color intenso de sus mejillas.
—Lo siento, llego tarde —se disculpó, claramente intentando controlar su
expresión—. ¿Habéis esperado mucho?
—No mucho —admitió Ellie, mordiéndose el labio.
—Seguramente no lo suficiente —determinó Cordelia diabólicamente.
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—¿Qué? —Bea miró de una a una a sus amigas—. Lo siento, no entiendo.
—Nos alegra que seas feliz —habló Anne, sus palabras eran una autentica
declaración impactante—. Estábamos hablando de cuánto nos gusta lord Frederick.
—Oh. —Bea sonrió, mirando a sus amigas con cariño—. Estoy tan feliz de que
os guste. Estoy tan feliz de que yo... ¡Bien, soy muy feliz!
—Es muy apuesto —afirmó Ellie.
—Lo sé. Tiene unos ojos preciosos, ¿no?
Sus amigas parpadearon.
—Bueno, el que se ve —rectificó Bea—. Tendréis que confiar en mi palabra
sobre el otro.
—¿Siempre usa el parche? —interrogó Anne.
—La mayoría de...
—No tenemos tiempo para eso —interrumpió Cordelia. Miró a Bea
disculpándose—. No es que su lesión no sea de suma importancia.
Bea asintió con la cabeza. Sabía que su amiga no quería ofenderla.
—Tenemos que decidir qué hacer con esto. —Cordelia sostuvo el sixpence.
Bea se lo quitó, permitiendo que el peso familiar se asentara en su palma.
—No lo sé. Realmente ya no lo necesitamos, ¿verdad?
—Todas le sacamos rendimiento a nuestro dinero —confirmó Anne.
Bea la miró.
—Eso es terrible.
Anne se encogió de hombros.
—Estoy tan cansada estos días que todo lo que puedo hacer es soltar malos
juegos de palabras.
—Tal vez deberíamos guardarlo para nuestras hijas —sugirió Ellie.
Bea lo pensó.
—Parece bastante planificado.
—¿Y nosotras no lo planificamos? —respondió Cordelia.
—No creo que sea correcto que lo guardemos tantos años —apuntó Anne—. Es
muy injusto.
—¿Para quién? —preguntó Bea.
Anne se encogió de hombros.
—Supongo que para el resto de la humanidad.
—Entonces, ¿qué hacemos? —demandó Ellie—. ¿Ocultarlo de nuevo?
Cordelia abrió los ojos como platos.
—¿Por qué no?
—¿Pero dónde? —inquirió Bea.
—De vuelta en un colchón —contestó Cordelia con firmeza.
Todas miraron la cama.
Los ojos de Bea se agrandaron.
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—¿Aquí?
—Quién sabe cuándo volveremos a estar juntas —matizó Cordelia.
—Pero en la casa de mi suegro... —protestó Bea—. Seguramente nadie que
duerma aquí necesitará tanta suerte.
—Nosotras la necesitamos —rebatió Anne sin rodeos. Se levantó de la cama y
tiró de las sábanas, dejando al descubierto el costado del colchón.
—Estoy de acuerdo —convino Ellie—. Sería maravilloso si pudiéramos llevarlo
a una escuela como la de madame Rochambeaux, pero no es posible. Así que
hagámoslo.
—¿Alguien tiene un cuchillo? —preguntó Anne.
Bea saltó hacia adelante.
—¡No puedes cortar el colchón de mi suegro!
—No será necesario —comunicó Anne—. Hay un pequeño agujero aquí.
Ellie se inclinó para mirar.
—Es como si estuviera predestinado.
—Sabes que no creo en nada de esto —advirtió Bea, pero le entregó la moneda.
—Aparentemente no tienes que creer —dijo Anne, empujando el sixpence en el
colchón—. Encontraste a lord Frederick de todos modos.
—Es cierto —admitió Bea suavemente—. O tal vez él me encontró.
—Os encontrasteis mutuamente —indicó Ellie.
—Ayudadme a volver a poner las sábanas —pidió Anne.
Todas sabían cómo hacerlo. No importaba cuán alto habían subido en la
sociedad. Las cuatro habían ido a la escuela de madame Rochambeaux, donde
todas las chicas tenían que hacer sus propias camas.
—¿Quién sabe cuánto tiempo le llevará a alguien encontrarlo? —se preguntó
Ellie.
—Tal vez cien años —respondió Anne.
—Tal vez más tiempo —recalcó Cordelia.
Bea separó los labios.
—¿Creéis...? —Miró a sus amigas, tan increíblemente queridas para ella—.
¿Creéis que alguien ocultó el sixpence para que nosotras lo encontráramos?
—No hay forma de saberlo —confesó Ellie.
—No —murmuró Bea—. Pero creo que lo hicieron. Creo que había cuatro
chicas...
—Pensé que eras la escéptica entre nosotras —señaló Ellie.
—Lo soy. —Bea se encogió de hombros. Pensó en Frederick, esperándola
abajo—. O tal vez lo era.
Miró el colchón y se rió en voz alta, sorprendiendo a sus amigas.
—Tengo que irme —anunció, lanzando un beso al sixpence oculto en su nuevo
hogar, y gritó—: ¡Hacia el amor!
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Bea tenía un matrimonio que empezar.

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