Você está na página 1de 7

Sobre el Estado:

Análisis comparativo entre las teorías políticas de Santo Tomás y San Agustín.
Ricardo Pérez Restrepo
Entre las cuestiones que inquietan a la teoría política, la de qué es el Estado y cuáles son
sus características en definitiva ocupa un lugar de primordial importancia. A lo largo del
siguiente texto, intentaré traer a la discusión las elucubraciones de Santo Tomás de
Aquino y San Agustín de Hipona, de tal forma que sea sencillo destacar las diferencias y
similitudes entre la caracterización del Estado dentro de sus teorías políticas.

Habrá, sin embargo, que comenzar aclarando varios detalles que son cruciales para
entender de dónde parten ambos autores, especialmente San Agustín, para responder a la
pregunta principal. La primera de estas cuestiones es la concepción teleológica que tienen
sobre la vida, contraria a la cíclica de la antigüedad, en la que los hombres vivimos con
un propósito, que para el cristianismo en general es la salvación. La segunda cuestión,
que es resultado de la primera, es que ambos autores parten de la idea medieval de que el
hombre es libre: tiene capacidad de decisión sobre qué hacer o no y, por lo tanto,
responsabilidad de sus actos. Esta idea, en adición con la creencia del pecado original,
hará que el hombre sea responsable de su salvación o su condena, por lo que podemos ver
que la vida terrenal ha comenzado a parecer más una oportunidad de alcanzar el fin, y no
ser el fin como tal. Sobre esto comentaremos más adelante.

Otro detalle que vale mencionar es que ambos autores son conciliadores entre la Iglesia
y el Estado, si bien Tomás hará más explícita la relación entre la religión y los
gobernantes. Ninguno de los dos propondrá la subordinación de una institución sobre la
otra, sino una interdependencia de ambas para que la comunidad pueda alcanzar su fin
último. La relación Iglesia-Estado que proponen no es, como en ocasiones se cree, de
conflicto. Cada una sirve a propósitos diferentes, igualmente necesarios en la vida social:
la religión, controlar al individuo en su comportamiento a través de códigos morales y
éticos, el Estado, ser un medio de desarrollo para el hombre que suple las necesidades
materiales.

Habiendo dicho esto, podemos entrar en la materia que nos concierne, entonces iniciemos
la distinción entre las concepciones de Estado, desde sus orígenes. Santo Tomás adjunta
la necesidad de un gobierno a la definición del hombre como un animal social y político,
que vive en muchedumbre naturalmente y necesita quien lo guíe para que tal comunidad
no se disuelva: “Pues siendo natural al hombre el vivir en compañía de muchos, necesario
es que haya entre los quien rija esta muchedumbre; porque donde hubiese muchos, sí cada
uno procurase para sí solo lo que le estuviese bien, la muchedumbre se desuniría en
diferentes partes” (Del régimen de los príncipes, I), a lo que en el caso del hombre es más
necesario pues “En todas las cosas que se enderezan a algún fin y en que se suele obrar
por diferentes modos, es necesario alguno que guíe a aquello que se pretende” (Del
régimen de los príncipes, I). El aquinate además dirá que el Estado es la obra más perfecta
del hombre, pues imita el Universo gobernado por Dios y, “tanto más perfecta es la obra
del arte, cuanto más imita la natural, necesario es que en la muchedumbre de los hombres
sea lo mejor el ser gobernados por uno” (Del régimen de los príncipes, II), este
argumento, además, reafirma la tesis de Aristóteles en la que ordena los regímenes
políticos y coloca a la monarquía como el mejor.

San Agustín, por el contrario, tiene lo que parece ser una visión negativa del Estado, pues
argumenta que es una forma de organización a la que nos vemos obligados estar gracias
al pecado. El santo llega incluso a preguntarse “¿quién será capaz de enumerar cuántos y
cuán graves son los males de la sociedad humana, sumida en la desdicha de esta vida
mortal?” (La ciudad de Dios, XIX, V). Para la definición que propondrá de Estado, se
verá obligado a modificar la noción previa de pueblo, propuesta por Cicerón, pues esta
incluía la noción de justicia -dar a cada quien lo que merece-, lo que lo vinculaba
irremediablemente con el Estado romano. La nueva definición de Agustín, que no incluye
la noción ni de justicia ni de derecho “permite reconocer en el Estado una justificación
natural, manteniendo la sociabilidad y racionalidad naturales del hombre como su
fundamento básico y distinguiendo los dos tipos de ciudades místicas” (Santibáñez, 2011,
p. 8). La dicotomía de estas ciudades, que plantea Agustín, entre una vida de suplicio y
sufrimiento, contrastada con la vida de felicidad eterna en la Ciudad de Dios, aunque no
se presenta tan marcada en Tomás, sigue siendo palpable. En todo caso, pareciera que
Agustín no tiene una perspectiva negativa del Estado en sí, sino más bien de la existencia
terrenal del hombre: la vida humana tiene un propósito y es la expiación de los pecados
para alcanzar la salvación (mediante la servidumbre y en muchas ocasiones el
sufrimiento).

He comenzado, en cierta medida, a explicar cuál es la finalidad del Estado. Para continuar
ampliando esta parte de la reflexión, recalcaré lo que ya comenté diciendo que ambos
autores coinciden en que la vida en sociedad, organizada por una autoridad que
monopoliza el poder, es el medio para alcanzar un fin, y no el fin en sí mismo.
Recordemos, adicionalmente, que entre las cosas que actúan según un fin, de manera
eminente se encuentra el hombre, ya que los actores, especialmente los racionales,
orientan su acción hacia una finalidad (Beuchot, 2005).

Los dos autores comparten una noción de felicidad eterna que implica otra vida: la vida
en comunidad es un medio que le sirve al hombre para alcanzar el fin último de su vida,
que es la salvación. De acuerdo con la doctrina católica, la felicidad humana sólo se puede
alcanzar una vez libre de pecado y tentación. San Agustín se pregunta “¿Cómo vamos a
creer, mientras dure esta guerra interior [contra el pecado], que ya hemos alcanzado la
felicidad, esa felicidad a la cual anhelamos llegar mediante la victoria? Imposible” (La
ciudad de Dios, XIX, IV). Tomás comentará lo propio diciendo “la felicidad es la
perfección final del hombre y el bien completo al que todos deseamos llegar, ninguna
cosa terrena puede hacer feliz al hombre” (Del régimen de los príncipes, VIII). Esto
significa que, como la vida terrena está caracterizada tanto por el pecado como por la
tentación, atribuida a la carne por Agustín, sólo podremos conocer la felicidad verdadera
(o sea, la que no tiene término y supera a cualquier otro fin; la eterna) en el más allá, en
la Ciudad de Dios. Así dice Agustín que “Aquí abajo nos llamamos, en realidad, felices
cuando disfrutamos de la paz, esa paz recortada que es posible encontrar en una vida
honrada. Pero si comparamos tal felicidad con la bienaventuranza que llamamos final, se
queda en una mera desventura” (La ciudad de Dios, XIX, X). La función de la comunidad
en Agustín es de ser el entorno necesario para que el hombre tenga una vida honrada, sin
la cual sería imposible alcanzar la salvación. Esto le atribuye carácter de necesario a la
vida en comunidad no sólo porque el hombre, como individuo, necesita de otros para
sobrevivir, sino porque también necesita de su comunidad para poder redimirse. El Santo
ha comenzado, por lo tanto, de atribuirle un carácter social a la felicidad -no sólo consigo
yo mi felicidad a través de la comunidad en la que vivo, sino que toda la comunidad en
conjunto es feliz simultáneamente-. Por esto, dice que “la presente vida feliz es también
vida en sociedad cuando se busca el bien de los amigos por el bien mismo, como si fuera
propio, queriendo para los amigos lo mismo que se quiere para sí. Esta vida puede ser
bajo el mismo techo (…) o también en un lugar determinado donde esté su casa, como,
por ejemplo, la ciudad y los que se llaman ciudadanos; o puede ser en todo el orbe, como
ocurre con las naciones” (Ibidem, III)
En este punto es necesario introducir un concepto igualmente central dentro de la teoría
de Agustín, que es la paz. Ambos autores proponen un fin último terreno, que no es en sí
un fin -porque busca la felicidad eterna o la salvación-, pero que sí constituye lo que un
hombre más debe anhelar en esta vida; la paz es, entonces, este fin terreno para Agustín.
Sobre ella hablará el Doctor diciendo:

La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. (…) La paz entre los
hombres es la concordia bien ordenada. La paz doméstica es la concordia bien
ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos. La paz de una
ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de sus
ciudadanos. La paz de la ciudad celeste es la sociedad perfectamente ordenada y
perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios. La paz
de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los
seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar. (La ciudad de Dios,
XIX, XIII).
Este concepto es importante pues el Santo hace de él un elemento eje de la vida en
comunidad. Así, cada criatura busca la paz que a él es natural, y del mismo modo busca
la comunidad la paz que a ella le corresponde anhelar, que ha definido como concordia.
Dice él que en lo que al hombre se refiere, como es tiene alma racional, lo somete todo a
la paz de esa alma, percibiendo primero algo con su inteligencia, y luego obrando en
consecuencia de aquello; de tal forma que haya un orden armónico entre pensamiento y
acción (La ciudad de Dios, XIX, XIV).

Tomás, por su parte, hablará de que el propósito de la vida en comunidad es buscar el


bien común, pues “conviene que además de lo que mueve al bien particular de cada uno,
haya algo que mueva al bien común de muchos; por lo cual, en todas las cosas que a
alguna determinadamente se enderezan, se halla siempre una que rija las demás” (Del
régimen de los príncipes, I). El aquinante no rechaza, de este modo, que el individuo
tenga un fin particular al que se siente movido, más sostiene que en la vida en comunidad
es necesario que el Rey ordene los fines particulares de todos, de tal forma que apunten
todos en una misma dirección, de un bien común que beneficia a todos. La ciudad, en este
caso, no es sólo un medio necesario para obtener la felicidad, como lo es para Agustín,
sino también el objeto de esa felicidad; porque no es feliz el individuo como unidad, sino
la comunidad en la que un individuo vive y, por consiguiente, el individuo. Con esto,
queda mencionada la finalidad de la vida en comunidad para cada uno de los Doctores.
Ahora, por último, distingamos la composición y características de los Estados de la
misma forma.
Tanto Tomás como Agustín disponen un fin terreno para sus comunidades, el cuál habrán
de buscar los cristianos en esta vida si es que quieren aspirar a la salvación en la siguiente.
Para el primero, la comunidad debe buscar la virtud y la gracia, pues la virtud es un fin
intermedio que sirve para alcanzar el fin último de la felicidad. Sostiene, como ya hemos
dicho, que lo mejor para la comunidad es que sea gobernada -además, por uno y no por
muchos-, lo que incita a cuestionar cómo ve Tomás la figura del gobernante, es decir, del
político. El Santo, haciendo uso de Aristóteles, arguye que el gobernante debe ser un
hombre virtuoso, aunque contradice al griego pues coloca a la virtud como un
prerrequisito para una acción virtuosa (de la virtud vienen las buenas acciones, no son las
buenas acciones las que nos hacen virtuosos).

De lo político concretamente, expresa en su Comentario, que “como éste todo que es la


ciudad es objeto de un juicio de la razón, es necesario que para perfección de la filosofía
haya una doctrina acerca de la ciudad, a la cual se la llama política, o ciencia civil”
(Exposición sobre los libros Políticos de Aristóteles, 5), allí mismo expresará que es una
filosofía práctica, y no sólo esto, sino una ciencia moral; pues su función no es solo
conocer, sino hacer, por lo que es práctica, y eso que hace no es mecánico ni material,
sino materia de decisión y deliberación, haciéndola moral. El pueblo, por esto, debe
buscar gobernantes que persigan las virtudes verdaderas, que mucho se alejan del honor
y la gloria, y aún más: los premios terrenos no son suficientes para el gobernante virtuoso,
por lo que el Santo atribuye premios divinos a quien bien gobierne. Sin embargo, la virtud
no es sinónimo del fin que los individuos ni los gobernantes deben buscar, al menos no
el fin absoluto. Mientras estamos es la vida terrena, es lo más grande que podemos buscar
(fin terreno), pero para el cristiano es sólo un medio para alcanzar la salvación, y dice
“esto es así puesto en razón, porque todos los que tienen use de ella saben que el premio
de la virtud es la bienaventuranza” (Del régimen de los príncipes, VII). Por esto es que al
gobernante, en Tomás, sí se le atribuye explícitamente la característica de que es cristino,
a diferencia de lo que plantea Agustín: puesto que la virtud en Tomás es un modo de ser,
entonces necesariamente la virtud para un gobernante será el modo de ser cristiano,
ningún otro.

En cambio, “la noción platónica de las cuatro virtudes cardinales se hacía presente en el
pensamiento de Agustín a través de la influencia de Cicerón. En este caso, nuevamente la
teoría de las virtudes cardinales, así como la actividad política y cívica, adquieren gracias
a la lectura de Plotino un fundamento filosófico de carácter teológico y moral
(Santibáñez, 2005, p. 15). Hablé anteriormente sobre la descripción del aquinante de que
lo político como una filosofía práctica. Para el Doctor de la Gracia no es diferente, pues
dirá que la ética y la política se relacionan, son indivisibles: la política no es un concepto
teórico, sino práctico, que determina una ruta que nos conduce al buen vivir, que
necesariamente pasa por la comunidad, como ya hemos comentado reiteradamente.
Agustín, además, dará nombre propio a la virtud propia de la vida política, que es la
concordia, sobre la cuál dice, como ya he citado:

La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz doméstica es la


concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos.
La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la
obediencia de sus ciudadanos. (La ciudad de Dios, XIX, XIII).
Que los hombres tengan que buscar la concordia contradice ya, en primera instancia, la
concepción griega de la vida como armoniosa. Esta descripción nos permite entrever que,
muy en coherencia con la visión negativa de la existencia terrena, Agustín sostiene que
la vida humana es una de conflicto. De tal forma que la función del político es otorgarle
a la comunidad una de las paces que Agustín describe, que realmente son de dos
categorías: la una, social, que incumbe al Estado y supera el pecado, la desigualdad y la
infelicidad; la otra individual, de orden ético, que busca la vida buena y la felicidad eterna
a través de las virtudes. Al gobernante le incumbe, como es lógico, la primera, en tanto
es él el encargado de mantener el orden en la ciudad terrena, pues así como “cuerpo es
con vistas a aquella paz que el hombre durante su mortalidad tiene con el Dios inmortal
para tener así la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna” (La ciudad de
Dios, XIX, XIII), también la paz social en buena medida implica la obediencia del
ciudadano con su gobierno, al tiempo que éste se rige por la ley divina.

Con esto, he comentado sintéticamente las teorías políticas de Santo Tomás de Aquino y
San Agustín de Hipona, mostrando similitudes donde las había y señalando las diferencias
más cruciales cuando no. En suma, es posible entender por qué estos dos autores tuvieron
tanto peso en la discusión política de la edad media y aún en el renacimiento, viendo en
ellos la expresión de las teorías de grandes pensadores como Aristóteles y Cicerón.
Además, nótese el desarrollo que tuvo el pensamiento de Santo Tomás en cuanto a ciertas
cuestiones que Agustín dejó apenas entredichas, y sobre todo en el papel de la razón en
el gobierno de los hombres. La composición del Estado, como fue entendida por los
Santos, permitió sentar bases para las nuevas perspectivas de nociones como justicia,
pueblo y gobierno que hasta el día de hoy utilizamos.
Referencias

1. Aquino, Tomás de (2003, ed.) Del gobierno de los príncipes. Bucaramanga,


Colombia. Colección Universitas. Retomado de:
http://biblio3.url.edu.gt/Libros/gob_princ.pdf

2. Beuchot, M. (2005) “Santo Tomás de Aquino: Del gobierno de los Príncipes”, en


Revista española de Filosofía Medieval; 12, pp. 101-108. Retomado de
https://www.uco.es/ucopress/ojs/index.php/refime/article/view/8543/8050

3. Hipona, Agustín de (1958, ed.) La ciudad de Dios. Madrid, BAC. Libro XIX.
Retomado de: https://www.augustinus.it/spagnolo/cdd/index2.htm

4. Santibáñez Guerrero, D. (2011) “El pensamiento político de San Agustín:


comentarios generales en torno a las bases filosóficas del concepto Civita Dei”, en
Revista Electrónica Historias del Orbis Terraru, 06. Santiago, Chile.

Você também pode gostar