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21 ene.

2019
Patsy Stefania Niebles Escorcia <patsyn@uninorte.edu.co>
15:27 (hace 2
días)
para mí

Arendt y la “banalidad del mal”


Refieriéndose a Eichmann en Jerusalén, Arendt escribió: “Este libro no se ocupa de la historia
del mayor desastre sufrido por el pueblo judío, ni tampoco es una crónica del totalitarismo, ni
la historia del pueblo alemán en tiempos del Tercer Reich, ni por último tampoco, ni mucho
menos, un tratado sobre la naturaleza del mal”.2
Pero a pesar de esta afirmación tan contundente, el libro es todo eso y mucho más. En
realidad fueron tres los temas propuestos en ese libro, que también son los principales
reproches que le formularon sus detractores. El primero fue la duda respecto del derecho que
le asistía a Israel para enjuiciar a Eichmann por haber cometido “crímenes de lesa
humanidad”. En coincidencia con esta postura, se cuela la acusación que la autora formuló al
gobierno de David Ben Gurión y al fiscal Gideon Hausner de haber montado un proceso de
tinte teatral y propagandístico. El segundo tema es la crítica a los consejos judíos de haber
participado en la deportación y asesinato de judíos en los campos de concentración y de
exterminio, y el tercero es el concepto de la “banalidad del mal”.
Comprendo –escribió– que el subtítulo de la presente obra (Un informe sobre la banalidad del
mal) puede dar lugar a una auténtica controversia, ya que cuando hablo de la banalidad del
mal lo hago solamente a un nivel estrictamente objetivo, y me limito a señalar un fenómeno
que, en el curso del juicio, resultó evidente. Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y
nada pudo estar más lejos de sus intenciones que ‘resultar un villano’. Eichmann carecía de
motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal
progreso”.3
Eichmann, culpable de crímenes ominosos, era un hombre común, cuya “normalidad es
mucho más aterradora que todas las atrocidades reunidas”, como subraya Arendt. La autora
sostiene que eran muchos los “terriblemente normales” y que los crímenes cometidos por
Eichmann no fueron consecuencia de una mente diabólica y enferma, o la pintoresca
encarnación del mal sobre la tierra, sino de algo más rutinario y banal: la mediocridad absoluta
de un burócrata incapaz de desobedecer las órdenes de sus superiores.
Con precisión, Álvaro Abós propone esta reflexión sobre el concepto de “banalidad del mal”:
sean cuales fuesen las críticas que se formulen a Hannah Arendt, hay que reconocer que este
pensamiento de la autora de La condición humana, se ha inscripto como central en nuestra
época. La banalidad de Eichmann ilumina la contradicción entre el inmenso poder que la
tecnología ha puesto en quienes ocupan el poder, y la insignificancia de los hombres que lo
detentan.4
En Los orígenes del totalitarismo, Arendt propuso el concepto de “mal radical”. La autora lo
asocia con el “mal absoluto”, que a su vez remite a Emmanuel Kant, quien lo introdujo en su
libro La religión dentro de los límites de la mera razón para plantear la tendencia del ser
humano de provocar daño y hacer oídos sordos a los imperativos morales. En cambio, Arendt
utiliza la expresión “mal radical” para aludir a las matanzas ejecutadas por los nazis en los
campos de concentración y de exterminio, y a la aparición, en esos contextos, de un criminal
con características distintas y hasta se podría decir de “nuevo cuño”. Pero después de
observar a Eichmann en Jerusalén, Arendt rectificó el concepto de “mal radical” por el de
“banalidad del mal”, que le habría sido sugerido por su esposo Heinrich Blücher.
Entonces, ¿qué es la “banalidad del mal? Refiriéndose a la película de Margarthe von Trotta,
el sacerdote jesuita mexicano Luis García Orso expresó: “La ‘banalidad del mal’ es lo que
realizamos cuando rehusamos comportarnos como seres humanos, con inteligencia,
discernimiento, juicio; cuando justificamos nuestros actos diciendo que sólo tenemos que
obedecer, cumplir, seguir lo que otros nos dicen, y aceptamos actuar como piezas sin juicio
moral de una estructura que en la práctica se revela monstruosa”.5
El error de Eichmann –afirma Tomás Moratalla– fue no “pensar”, que es distinto de “conocer”.
Ausencia de pensamiento significa incapacidad de juzgar. Aquí Arendt sigue los análisis
kantianos y define esta incapacidad de pensar como: 1) incapacidad de pensar por uno
mismo, en el sentido de la máxima kantiana del sapere aude, divisa de la ilustración, es decir,
tener el valor de usar el propio entendimiento; 2) imposibilidad de ponerse en el lugar de otro,
en el punto de vista del otro, y así considerar las consecuencias de los propios actos; e 3)
incapacidad de un pensamiento coherente y consecuente, que tiene mucho que ver con el
diálogo de uno mismo con su propia conciencia.6
La renuncia del pensamiento –añade Moratalla– es lo que abre la vía al totalitarismo. Si
renunciamos a pensar nos convertimos en piezas de un engranaje, de una gran maquinaria –
que tan bien ilustra la película Tiempos modernos de Chaplin–, donde los hombres, cada uno
de nosotros, nos convertimos en superfluos. El mundo moderno corre el riesgo de convertir a
los seres humanos en superfluos. El pensamiento de Arendt es una llamada de atención
contra esta producción de superfluidad. Dejar de pensar supone también negar nuestra
responsabilidad, es decir, el alcance de lo que hacemos, los motivos de nuestra acción.
Frente a tantas maldades, ¿por qué Dios las permite? Pues quienes las padecen son sus
propias criaturas. Una respuesta podría ser que Dios respeta la libertad de los hombres para
hacer el bien y el mal. Alain Resnais comentó en ocasión de filmar Noche y niebla, que un
sobreviviente de un campo de concentración le dijo que, en cierta ocasión, observando a un
hombre colgado de una horca, le preguntó a otro prisionero “¿Dónde está Dios?”, y éste,
señalando a la víctima, le respondió: “Dios está colgado allí”.
“Lo que yo quiero es comprender”, afirma Hannah Arendt en el filme de Von Trotta. Ella tuvo el
talento de entender y el coraje de exponer lo que había comprendido. Su principal “pecado”
fue la “insumisión” a la “identidad nacional judía”. Cuando las comunidades judías de Nueva
York y de Europa esperaban de Arendt, por sus antecedentes y su propia condición de judía,
una total adhesión a la causa del sionismo, ella les ofreció una respuesta racional. ¿Por qué?
Porque la obligación moral del escritor es decir siempre la verdad. Sin verdad no hay realidad.
Estos y otros temas aparecen expuestos en un libro de mi autoría titulado Arendt, Von Trotta y
la banalidad del mal, de próxima edición, donde me propuse entender la relatividad de las
verdades absolutas; por qué un país de grandes científicos, filósofos y artistas como Alemania
pudo ser dominado por un hombre mediocre; por qué eximios intelectuales europeos
adhirieron casi ciegamente al estalinismo; por qué en muchos casos los oprimidos tienden a
introyectar la imagen del déspota; por qué esa persistencia de los seres humanos en cometer
actos de crueldad inaudita, como los degüellos ejecutados por miembros del Estados Islámico.
Y responder la pregunta que se formuló el historiador Gershon Scholem: “¿Cómo pudo
suceder?”. Sholem se refería al genocidio del pueblo judío, ese “desgarro de la civilización”,
como lo calificó el historiador Enzo Traverso.
La coherencia ideológica fue una de las bazas intelectuales de Hannah Arendt. Nunca vendió
esa postura por ningún precio, lo que molestó a muchos intelectuales de su tiempo. Y buscó
denodadamente la verdad. Del médico napolitano Giuseppe Moscati (1880-1927), canonizado
por Juan Pablo II en 1987, se recuerda una frase que constituye una emblemática declaración,
también aplicable a la filósofa alemana. Dice así: “Ama la verdad, muéstrate tal como eres, sin
fingimientos, sin falsos respetos humanos. Si la verdad te cuesta la persecución, acéptala; si
te cuesta el tormento, sopórtalo; y si por la verdad tuvieras que sacrificar tu propia vida, sé
fuerte en el sacrificio

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