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EL CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO

Valoración y prospectivas.

El 25 de enero de 1983, Juan Pablo II promulgaba el actual Código como último documento

conciliar. El 27 de noviembre de 1983, el Código entró en vigor: casi 25 años después del

anuncio del Concilio y de la revisión del Código por parte del Papa Juan XXIII. El Concilio había

sido concebido como un Concilio de renovación, un Concilio pastoral, un Concilio de ajuste a los

nuevos tiempos; debía abrir la Iglesia a las exigencias de un mundo en rápida transformación.

Consecuentemente con este propósito todo fue objeto de revisión; una revisión así suponía

también la del Código; solamente una doctrina renovada de la Iglesia podía preparar una trabajo

de esta magnitud. Renovación de contenido sí, pero ante todo, renovación de la inteligencia

misma del misterio de la Iglesia y de su derecho, como expresión de la vida eclesial e

instrumento de salvación. Este derecho pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia; se inserta

en su sacramentalidad; hace parte de su misterio; pertenece a la visibilidad de la Iglesia como fue

el deseo de su fundador: sociedad visible, jerárquicamente constituida, en la diversidad de sus

funciones y ministerios con base en los diferentes dones y carismas1.

Si el Concilio exigió la renovación del derecho, el derecho fue a su modo expresión del Concilio;

esto favoreció su aplicación en la vida de la Iglesia y su presencia en el mundo. Concilio y

Código se sucedieron, y por tanto no pueden estar separados, ni con mayor razón opuestos; ellos

deben ser signos de unidad; están unidos en su mismo origen: la inspiración que ha suscitado la

celebración de un Concilio Ecuménico. Si el Concilio y el Código se suceden en el tiempo, tal

sucesión permite una profunda interacción entre el Concilio y el Código. Mientras se codifica, el

1
Esta doctrina se funda en Lumen Gentium LG 1 y 8. Fue desarrollada por el Papa Pablo VI en sus alocuciones sobre
el derecho eclesial, esencialmente a partir de 1970. Véase en propósito: Significato e funzione del diritto canonico.
Il pensiero di Paolo VI, en Vita consacrata 18 (1982), 739-750.
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tiempo pasa: ciertas ideas no conservan más hoy la misma fuerza de ayer; otras, una vez

aplicadas, exigen precisión y adaptación. La vida continúa; la experiencia tiene presente las

novedades. Los obispos lo comprenden mejor hoy; ellos se ven enfrentados a nuevos problemas,

más grandes y más urgentes de aquellos que advirtieron los Padres Conciliares, y que sus

sucesores tendrán que resolver. El Código, en tal sentido, sobrepasa el Concilio y, queriendo ser

fiel a éste, responde a las necesidades de la Iglesia asegurándole una legislación abierta y

adaptable a las necesidades de la vida eclesial.

Puestas así las cosas, es preciso admitir como un dato primordial de la codificación canónica

actual la interdependencia entre Concilio y Código. El Código no es una simple sistematización

del Concilio. Este no es la expresión “canónica” de aquello que fue el Concilio. La redacción del

Código fue sí, a decir verdad, una puesta en su lugar del Concilio: se pudieron ver mejor sus

lagunas, sus imprecisiones. Cuestiones que algunos hubieran querido ver resueltas con el

Concilio según el propio punto de vista, no lo fueron. Cuestiones controvertidas antes del

Concilio, permanecen así después del mismo. Es probable que hoy se vea mejor su complejidad,

pero su solución definitiva no es ni fácil ni cercana.

Si el viejo Código de 1917 era la sistematización de un derecho que era necesario unificar

suprimiendo aquello que no estaba siendo aplicado o que era obsoleto, el Código de 1983

renueva todo el derecho a la luz de la inspiración conciliar; se puede admirar su unidad no

obstante las diferentes comisiones, los retoques y las correcciones. Además, se dio por primera

vez tratamiento a nuevos institutos, deseados y sugeridos por el Concilio y que no se habían

todavía implementado.
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I. Estructuras del Código de 1983

En una legislación que sintetiza una doctrina y se coloca al vértice de una larga tradición, es de

suma importancia examinar si su estructura corresponde a la doctrina que la anima, a la tradición

que la funda, a la vida que debe organizar. De ahí la importancia del orden que sigue el código y

de la consistencia de sus diversas partes, de su unidad interna y de sus mutuas interferencias.

Veamos entonces cuál es el plan del Código de 1983 y cómo se refleja el dato conciliar en él.

El Código de 1917 tomó del derecho romano, según la antigua disciplina canónica, su estructura

esencial: personas, cosas, acciones (personae, res, actiones). Además se agrega una parte

introductiva, el Libro I, que contiene las “Normas Generales”, o sea definiciones y aplicaciones

del derecho general: se trata de las leyes, de las costumbres, de los rescriptos, de los privilegios,

de las dispensas. Tal “tratado” se completa en el Código de 1983 con temas sobre las personas

físicas y morales, los actos jurídicos, el poder de gobierno, los oficios eclesiásticos. Muchos

rechazan, por diversos motivos, este libro notablemente abstracto, verdadero compendio de

normas jurídicas.

El Código de 1917 añade un quinto libro a la trilogía romana, el de los delitos y las penas. Eso

respondía a una preocupación de justicia: esclarecer las nociones y las disposiciones penales.

El segundo libro del Código de 1917 no respondía a aquello que se esperaba. Se deseaba que los

laicos fuesen tratados más ampliamente; se hubiera podido hacer del “de clericis in especies” un

libro especial sobre la jerarquía de la Iglesia. En tal código el acento se puso en los clérigos como

grupo dirigente, sobre su poder y su rol en la Iglesia, sea universal que particular. La parte que

corresponde a ellos en el nuevo Código fue diseñada en la perspectiva del Vaticano II de tal

manera que del Concilio recibió su actual consistencia y su valor. Dos partes dividían el libro II

de 1917: La autoridad suprema y aquellos que participan de ella”, donde se trata del Papa y de

aquellos que participan de su poder supremo, y La potestad episcopal y aquellos que participan
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de ella” donde se referencia la legislación atinente a la vida diocesana, centrada sobre las

personas que ejercen ese poder.

En el nuevo Código el influjo del Concilio es fuerte. No se trata más, hablando de la jerarquía, de

hacer un tratado sobre la potestad jerárquica; esta vez el título es un título de comunión, que

busca subrayar el aspecto comunitario de la Iglesia: De Ecclesiae constitutione hierarchica, es

decir, la constitución jerárquica de la Iglesia, donde la Iglesia universal y la Iglesia particular son

los elementos predominantes.

De otra parte, el viejo esquema se retoma en la primera sección que trata de la autoridad

suprema de la Iglesia, mientras la segunda sección trata de las Iglesias particulares y de sus

agrupaciones: dos tendencias que están unidas para equilibrarse. Desde luego que un progreso se

ha dado: es la obra del Concilio.

Bajo el título “De rebus” – las cosas – se habían recogido en el Código de 1917 elementos muy

diferentes que hubieran podido estar mejor estructurados: sacramentos y sacramentales, lugares y

tiempos sagrados (Iglesias y oratorios, capillas, cementerios, días de fiesta, abstinencia y ayuno),

el magisterio eclesiástico (predicación, catequesis, seminarios, colegios, censura de libros,

profesión de fe), el derecho beneficial y el derecho patrimonial. El libro IV trataba del derecho

procesal, el V de los delitos y de las penas, como ya se dijo.

Viéndolo bien el Código de 1983 tiene una estructura muy eclesial: el influjo del Concilio es

evidente. Está compuesto de siete partes o libros. El primer libro trata de las fuentes del derecho,

de las personas jurídicas, de los actos administrativos, de la potestad de gobierno, de los oficios

eclesiásticos. La potestad eclesial y el oficio pastoral hubiera podido tener una ubicación más

apropiada en la parte que trata de la constitución jerárquica de la Iglesia y de las autoridades que

la ejercitan, como también de aquellos que son sus colaboradores.


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Un segundo libro trata del “Pueblo de Dios”. En el libro se trata ante todo de los miembros de la

Iglesia y de los estados de vida, luego de los deberes y derechos de todos los fieles, por tanto de

los derechos y deberes de los laicos; viene luego la parte – alguna vez preponderante – “de los

ministros sagrados” (notemos la preferencia dada a esta denominación más evangélica y más

exacta). Aquí se encuentra el título referente a las prelaturas personales, cuestión álgidamente

disputada y que conoció hasta el último momento interesantes vicisitudes. En fin el último título,

las asociaciones de los fieles, donde se subraya la distinción entre asociaciones públicas y

privadas; tal distinción, relacionada con el derecho civil, no se justifica mucho en el derecho

eclesial; se hubiera podido conservar la distinción entre asociaciones aprobadas y reconocidas y

asociaciones libres.

Esta primera parte del segundo libro hubiera podido constituir un libro homogéneo, el cual se

hubiera podido titular “el orden de las personas”.

La segunda parte del segundo libro del nuevo Código trata la constitución jerárquica de la Iglesia.

La palabra “jerárquica” resulta ambigua. Es jerárquico aquello que trata de la potestad, es

jerárquico aquello que depende de la sagrada ordenación, es jerárquica una sociedad estructurada;

la palabra cubre entonces la realidad eclesial en su globalidad: cuerpo organizado y unificado en

una “comunión” que es aquella del pueblo entero.

La parte se articula en dos secciones: la primera trata de la autoridad suprema de la Iglesia. Es

preciso reconocer aquí los progresos y ser concientes de las dificultades. No se habla más, al

comienzo, del Romano Pontífice. El primer canon expresa el fundamento de la comunión

eclesial, basada en Pedro, los otros apóstoles y sus respectivos sucesores: este canon es excelente

por la precisión y por la profundidad teológica (can. 339).

El artículo primero (cc. 331-335) se refiere al Romano Pontífice, que es al mismo tiempo el

Obispo de Roma. Permanece siempre abierta la cuestión de si es como Obispo de Roma que él es
6

sucesor de Pedro, o tal vez si estos dos oficios, unificados en su persona, deban ser distintos y

puedan por una alguna ocurrencia estar separados. Pío XII se pronunció en este sentido, y con

serias razones. Paolo VI en la Constitución Apostólica “Vicarie potestatis” en 1977 sobre la

diócesis de Roma, insistía al contrario en la unión de los dos cargos (Actas de la Sede Apostólica,

AAS 69 (1977) 5-18). La amplitud del cargo diocesano en Roma puede afectar la solicitud

inherente al oficio de pastor supremo, aunque resulta cierto que un oficio diocesano asegura al

Obispo de Roma una responsabilidad pastoral concreta y bien definida. De todas maneras queda

planteada una importante cuestión teológica: la de dar a la Iglesia de Roma una misión de

fidelidad y apertura universal que sea conforme a aquella de su Pastor.

En cuanto al problema de origen y del ejercicio de la potestad primacial del Sumo Pontífice, es

preciso remarcar la imprecisión del canon 332 § 1, donde se dice que el Pontífice Romano

obtiene sus poderes con base en el hecho de su legítima elección, por él aceptada, y de sus

consagración episcopal. El Código en 1917 decía que él recibía “iure divino” su jurisdicción

primacial con base a su legítima elección (c. 219). Pío XII subrayó en reiteradas oportunidades tal

posición. Queriendo unificar los dos orígenes, elección y consagración, se cambia, cincuenta años

después del Código de 1917, una posición atribuida al derecho divino. Incluso el texto de la ley

fundamental que aquí se insertó fue corregido. Sobre todo se suprimió el “iure divino”; además,

se modifica el texto, suprimiendo la afirmación que un Papa elegido pero todavía no consagrado

Obispo no tendría sus poderes si no a partir del momento de tal consagración.

Al ejercicio del oficio de Pastor supremo está directamente unido el Colegio de los Obispos, del

cual es expresión el Sínodo de los Obispos y que el Colegio cardenalicio, así como está

actualmente constituido, representa de manera cualificada. Notemos, sin embargo, que Juan
7

Pablo II, elevando últimamente a la dignidad cardenalicia al Padre Henri de Lubac 2, es una

excepción a la norma que quiere que todos los cardenales sean obispos, manteniendo la antigua

estructura de este colegio en tres órdenes distintos: el de los Obispos, el de los presbíteros y el de

los diáconos; la comisión consideraba que debía suprimirse tal estructura, pero el Papa Juan

Pablo II ha querido formalmente conservarla.

Muy reducida es la parte que trata de la Curia Romana (cc. 360-361) y los legados del Romano

Pontífice, cuya presencia y responsabilidad pastoral resultan cada vez más importantes (cc. 362-

367 y c. 358).

Notemos la valía del artículo que trata del Colegio de los Obispos (cc. 336-341). Sustituye aquel

que en el Código de 1917 trataba del Concilio Ecuménico. Esto invita a prestar especial atención

al problema, por el hecho que prevé y sugiere de individualizar y aplicar otros medios, a fin de

que el cuerpo episcopal pueda expresar una acción verdaderamente colegial (c. 337, §3).

La estructura de la segunda sección es más compleja. No se puede decir que sea homogénea:

después de haber hablado de las Iglesias particulares, diócesis, prelaturas territoriales, abadías

territoriales, vicariatos, prefecturas y administraciones apostólicas, dando así la prioridad a las

determinaciones territoriales, se pasa de un capítulo que considera los obispos en general,

después los obispos diocesanos, cabeza de la Iglesia particular (cc. 381-402), y además los

obispos coadjutores y auxiliares (cc. 403-411). En definitiva, se trata de las sedes impedidas y

vacantes (cc. 412-430). El orden del Código precedente se mantuvo. Eso tiene su lógica; pero de

hecho fue roto al insertar la parte que se refiere a los grupos de Iglesias particulares: provincias y

regiones eclesiásticas, metropolitanas y concilios particulares, conferencias episcopales – más

exactamente conferencias de obispos (cc. 431-459). Esta parte del Código se concluye

2
En razón de su avanzada edad, el Padre de Lubac pidió al Santo Padre ser exonerado de la ordenación episcopal. La
solicitud le fue aceptada.
8

considerando la organización interna de la Iglesia particular. Queda difícil encontrar en esta

estructura un puesto orgánico para la unión o agrupación de más Iglesias particulares3.

De cualquier manera, hubiera sido preferible que se tratara primero la Iglesia particular: su obispo

y sus colaboradores; pasar después a la vida de la diócesis entendida como porción del pueblo de

Dios; presentar, en fin, la organización de la acción pastoral: curia diocesana, consejo presbiteral

y pastoral, capítulo de lo canónicos casi siempre reducido al capítulo de la catedral, parroquias,

párrocos y vicarios parroquiales, decanos y arciprestes, rectores y capellanes. Numerosas normas

responden aquí a las necesidades de la pastoral de hoy día. Era difícil – y lo será siempre –

encontrar para una realidad tan compleja un orden que pueda unificar las materias según su

importancia4.

El libro que trata el “Pueblo de Dios” termina con una tercera parte: los institutos de vida

consagrada y las Sociedades de vida apostólica. Tres comisiones se constituyeron para dar forma

a esta parte del Código, tratando así de superar las dificultades conciliares al respecto: la

comisión “de los Religiosos” que se convirtió luego en “de los Institutos de perfección”, y

terminó por ser “de los Institutos de vida consagrada” y que perdió en conclusión su unidad a

causa de los difíciles problemas de la sociedad de vida común, de la cual una parte está aún hoy

en busca de una identidad. Esto explica lo prolongado que es el título de la tercera parte del libro

II. Este proyecto fue verdaderamente un banco de prueba; se sentía fuertemente la necesidad de

una normatividad nueva, capaz de hacer justicia a los carismas propios de los Institutos y a su

derecho particular.

3
En las Conferencias nacionales de los Obispo podría ocurrir, sobretodo en las grandes naciones, que se favorezca la
creación o la competencia de las Conferencias “regionales”.
4
Si el libro II hubiese sido “de los miembros del pueblo de Dios”, la “constitución jerárquica de la Iglesia” hubiera
podido ser objeto de un libro especial: “De munere regendi”. Esto hubiera permitido tener en el Código la trilogía
completa, y no solo un “De munere docendi” y un “De munere sanctificandi”. Sin embargo, podemos decir que las
parroquias, los rectores y los capellanes pertenecen al “munus regendi” ?
9

La parte considera ante todo los Institutos de vida consagrada, de los cuales se reconocen dos

formas: institutos religiosos e institutos seculares; de las sociedades de vida común, llamadas hoy

“de vida apostólica”, algunas se identifican con la vida consagrada5. En atención a esto último

que se señala fue preciso reconocer el hecho y establecer su verdadera posición a través del

segundo parágrafo del canon 731 y los paralelos más específicos en lo que atañe a los tres

consejos evangélicos, que constituyen la consagración de la vida6.

La tipología dibujada por el Concilio no fue admitida: Institutos dedicados a la vida

contemplativa, de manera total o preeminente; Institutos volcados a la obras de apostolado;

Institutos seculares. Era justamente en el ámbito de los Institutos dedicados a las obras de

apostolado donde encontraban su lugar las Sociedades de vida apostólica. Entre estos Institutos –

los más numerosos – era preciso distinguir los canónigos regulares, los Institutos mendicantes

llamados conventuales, los Institutos totalmente organizados con miras a la acción apostólica:

estos fueron llamados era difícil encontrar un nombre apropiado y ajustado – Institutos

plenamente apostólicos.

Dada la importancia de la vida consagrada, esta hubiese podido constituir un libro especial.

Algún día se tendrá que hacer si se quiere continuar la obra conciliar. El capítulo “Los

Religiosos”, autónomo en la Constitución Apostólica “Lumen gentium”, es un buen presagio...

Para lograrlo será preciso resolver los casos difíciles de ciertas sociedades de vida común que no

desean ser un forma de vida consagrada y encuentran mejor reflejada su fisonomía en las normas

que tratan las Prelaturas personales o en aquellas de las asociaciones de los fieles7.

5
Muchas sociedades de vida común no tienen únicamente la tarea de vivir según los tres consejos: castidad. Pobreza
y obediencia. Desean consagrarse a Dios asumiendo vínculos precisos relacionados con la práctica de los tres
consejos.
6
Véase del Código de 1983 los cánones 732 y 598-602.
7
Muchas de estas sociedades encontrarían tal vez una mejor situación canónica si las aprobaran como “prelatura
personal”, de que tratan los cánones 294-297 del Código. Sin embargo el título de “prelatura” los pone en dificultad
por las connotaciones canónicos que esta nueva institución comporta dentro de la Iglesia.
10

El tercer libro del Código tiene como título: La función de enseñar de la Iglesia. El título latino

se traduce fácilmente; este es conciso y breve: De ecclesiae munere docendi. Tal libro es un

producto del Concilio y ha encontrado precedencia respecto a la parte que trata de la función de

santificar; primero está el anuncio y la educación de la fe, después los medios para vivir la vida

eclesial sacramental y los otros medios de santificación. Notemos que el título es más general que

aquel otro “Magisterio”: se trata en efecto de una responsabilidad global de la Iglesia; todos los

grupos de personas, todos los fieles interesan. El orden de las materias le dan contorno a la

fisonomía propia del libro y pone de relieve su importante contenido. Después de haber afirmado

la misión que Cristo ha conferido a su Iglesia y la obligación de cada hombre de buscar y conocer

la verdad revelada, y después de haber expuesto de nuevo la doctrina sobre la infalibilidad de la

Iglesia, del Sumo Pontífice y del Colegio Episcopal – lamentable que o se haya elaborado un

canon sobre la infalibilidad de la Iglesia como Pueblo de Dios, norma que el Concilio Vaticano I

utilizó para definir la extensión de la infalibilidad pontificia –, el Código explica qué es la fe

católica, qué la herejía, la apostasía y el cisma, y sienta los principios para favorecer y dirigir el

ecumenismo ante los católicos y el cuidado de la unidad al interior mismo de la Iglesia. Siguen

después, los títulos sobre el ministerio de la Palabra de Dios (predicación y catequesis), sobre la

acción misionera, sobre los educación católica (colegios, universidades católicas, universidades

y facultades eclesiásticas), sobre los instrumentos de la comunicación social y especialmente los

libros, sobre la profesión de fe.

El cuarto libro tiene como título: la función de santificar de la Iglesia. Así, después de la función

de enseñar, el Código considera la otra función que Cristo ha confiado a su Iglesia, aquella de

santificar. Notemos que no se puede olvidar que la enseñanza de la de y el gobierno son también

santificación: los tres oficios están íntimamente ligados; al distinguirlos se puede correr el riesgo

de separarlos. La santificación, por consiguiente, no puede reducirse a los elementos


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considerados en este libro, a saber: los sacramentos; los otros actos de culto que son los

sacramentales, la liturgia de las horas, la sepultura eclesiástica, el culto de los santos, aquello de

las imágenes sagradas y de la reliquias, el voto y el juramento; los lugares y los tiempos sagrados,

o sea las iglesias, los oratorios y las capillas privadas, los santuarios, los altares, los cementerios,

los días de fiesta y de penitencia.

El quinto libro ha retomado el antiguo título: Los bienes temporales de la Iglesia, en lugar de

aquel que en un primer momento se pensó con preferencia: Derecho patrimonial de la Iglesia.

Afortunadamente tenemos un libro distinto y, además, simplificado, desde el momento que

fueron suprimidos los beneficios eclesiásticos8.

Permanece siempre importantes las cuestiones sobre la adquisición y enajenación de los bienes,

su administración, los contratos, las pías voluntades y las pías fundaciones. Tales cuestiones

resultan a veces delicadas; es preciso evitar injusticias y prevaricaciones. Es de notar, en el libro,

la presencia del espíritu evangélico que se advierte en el Concilio, especialmente en el decreto

sobre el ministerio y la vida de los presbíteros. Se deducen los principios aplicables a todos los

miembros de la jerarquía y que pueden ser norma de vida para todos los cristianos; para estos la

Constitución conciliar “Lumen gentium” había ya recordado las normas sobre la pobreza

evangélica y la generosidad caritativa.

En cuanto a los últimos dos libros, notemos ante todo su inversión: se habla primero de los

delitos y de las penas, y en seguida de los procesos. El título del Código de 1917 “Los delitos y

las penas”, se cambió por Las sanciones en la Iglesia.

No se puede menos que resaltar la sobriedad del libro sexto del nuevo Código. El aparato penal

ha sido fuertemente reducido; un nuevo espíritu ha penetrado ciertamente en la legislación. La

8
Véase al respecto el decreto Presbyterorum Ordinis, n. 20. Los Padres del Concilio Vaticano II quisieron de
propósito que el sistema beneficial se abandonara o por lo menos se reformara. Algunos concordatos todavía en vigor
impiden, sin embargo, una revisión por parte de la Iglesia del sistema beneficial.
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pena y el castigo no son, a decir verdad, un producto de la autoridad. Esta no pueda más que

constatar el estado de quien se ha separado de la Iglesia, de quine ya no permanece más fiel a la

doctrina revelada, provoca cisma, falta al respeto hacia quienes representan a Cristo, disminuye o

daña la libertad de la Iglesia y de sus miembros, y, además, los delitos cometidos en el ejercicio

del ministerio sagrado, los delitos de falsedad, aquellos contra obligaciones especiales, contra la

vida y la libertad humana. Si algunos han dudado de la necesidad de un Código reformado,

podría dárseles la razón si consideramos solo este cambio.

El séptimo y último libro trata sobre los procesos. Esta materia es desde hace mucho tiempo

compleja y delicada. Se debía reaccionar a todo aquello que obstaculizara la justicia y turbara la

vida eclesial. Se debía sobretodo dar normas de verdad y de prudencia para juzgar el valor – la

validez – de algunos actos, como el matrimonio y la ordenación. En definitiva, hubiera sido

completamente nuevo el Código sobre la justicia administrativa pero, en última instancia, fue

fuertemente reducida. Y con razón ! Se debía en efecto evitar que, con la multiplicación de los

recursos a los tribunales administrativos, se crease un clima de oposición y de discusión, que la

Iglesia, de otra parte, conoce bien y no convenía propiciar que renaciera de otro modo. Sin

embargo, los recursos son posibles, previsto y organizados: será necesario informar a todos

aquellos que tienen el derecho y el deber de cumplirlos o de favorecerlos. Una norma evangélica

sirve de apoyo a esta parte: se necesita procurar evitar los procesos, los cuales de por sí son

contrarios a la caridad, elemento esencial de la vida de la Iglesia; por lo tanto se procurara acudir

a toda forma de reconciliación y de arbitramento antes de llegar al proceso contencioso; la misma

norma vale para la justicia administrativa, donde se buscará a través de un contrato leal suprimir

las causas de disenso, con una mediación u otra forma de arbitraje que eviten o resuelvan la

controversia entre un fiel y la autoridad eclesiástica.


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El orden seguido por el nuevo Código ha sido objeto de críticas, las cuales no pudieron influir

sobre el texto ya elaborado y listo para ser puesto a consideración de la reunión plenaria de la

Comisión, de los cardenales y obispos que la constituían. Subrayo algunas de estas

contrapropuestas.

La primera sugería seguir la “sistemática de la “Lumen gentium”; otra sugería seguir la

“sistemática sacramental”. Ni la primera ni la segunda eran validas.

¿Según tales propuestas, cuál hubiese sido el orden obtenido de la “Lumen gentium”?

El primer libro hubiese sido “De Christifidelibus et eorum statu in Ecclesia”: fieles, laicos,

clérigos y religiosos. Los tres libros siguientes hubieren tratado las tres funciones eclesiales:

enseñar, santificar, gobernar. El quinto libro se hubiera dedicado al “Derecho patrimonial”.

Puesto que Juan Pablo II había subrayado que la pena era en realidad el reconocimiento de una

situación en la que el fiel mismo se había colocado, no se podía llamar al libro que tratara estos

temas “Derecho disciplinar de la Iglesia” – como se propuso en el proyecto – sin provocar una

fuerte ambigüedad; la disciplina de la Iglesia no se limita a las sanciones que se establecen una

vez se constaten situaciones contrastantes y de oposición. El último libro se hubiese referido a los

procesos.

Como ha quedado dicho, el Código de 1983 no ha utilizado los “tria munera” como división de

sus libros mayores; se conoce la razón por la cual no se encuentra un libro “De munere regendi”:

todo el Código, en efecto, es expresión de esta función pastoral. La ley fundamental de la Iglesia

que existió como proyecto durante el pontificado de Pablo VI, por el contrario, seguía esa

división y no se ve por qué el Código que nos rige no pudo hacerlo. En lugar de haber conservado

dos – “De munere docendi” y “De munere sanctificandi” –, quizás hubiera sido mejor no

conservar ninguno.
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En cuanto a la otra propuesta, esa no es ciertamente mejor; se tomaba como base sistemática los

dos elementos: Palabra y Sacramento. Desde el momento en que el sacramento fundamental es el

bautismo, la fórmula no podía referirse a los otros sacramentos9. El Papa Pablo VI se refirió a esta

fórmula, retomada por ciertos canonistas, pero la corrigió en: Palabra y Sacramento10.

La fórmula, al menos en la forma como se expresa, no es coherente con la eclesiología, y

ciertamente tampoco con la del Concilio Vaticano II.

Es suficiente retomar el proyecto esbozado según tal fórmula para verle su difícil aplicación.

Un primer libro, reservado al bautismo y a la Confirmación, trataba de la salvación de los fieles,

en particular de los laicos y de los religiosos; no se ve por qué excluir de tal libro a los clérigos.

Un segundo libro trataba del Orden sagrado, y por tanto de los clérigos, y desarrollaba la

estructura jerárquica de la Iglesia. Notemos de entrada la “clericalización” de tal estructura, que

normalmente debía ser la de toda la Iglesia, Iglesia universal e Iglesia particular, con su vida

interna.

Un tercer libro, reservado a la Eucaristía, comprendía tanto los bienes patrimoniales como el

derecho disciplinario – entendido como el derecho penal, las acciones, los procedimientos –,

siguiendo la idea de la escolástica que toda norma canónica está en relación con la participación o

la no participación en la Eucaristía. Considerando la incertidumbre que pone de manifiesto el

proyecto, es asombroso encontrar propuestos tanto temas relacionados con dicho sacramento, el

cual debía ser por excelencia el sacramento del culto divino, centro de la liturgia del Pueblo de

Dios convocado por el Padre para unirlo a su Hijo en el Espíritu de Amor. A decir verdad, un

plano así hubiera llegado bien lejos de la doctrina del Vaticano II.

9
La fórmula palabra y sacramento es teológicamente inexacta. Se inspira en una teología protestante en la que el
sacramento es únicamente el bautismo.
10
Pablo VI rectifica esta fórmula en 1972 y lo reitera en dos veces en 1977. Véase AAS 64 (1972), 209 y 418. Más
exacta y más completa es la expresión que Pablo VI usó para caracterizar el orden eclesial, constituido por Cristo
como communio fidei, sacramentorum et disciplinae: cfr. AAS 62 (1970), 116.
15

En el libro cuarto, reservado a la Penitencia, se proponía, como alternativa, introducir el derecho

disciplinario y los procedimientos, como en la Iglesia antigua, la unidad de dichas materias. Si

bien es cierto que sanciones, penitencias, y ciertos procesos tienen un nexo con el sacramento de

la Reconciliación, resulta imperioso subrayar el ligamen que la excomunión , también en la

Iglesia antigua, tenía con la Eucaristía y que la Reconciliación no era plena si no al momento de

tocar el altar, símbolo de Cristo. La excomunión, pues, no es la sola sanción por examinar! En

una prospectiva pastoral, la Reconciliación es resultado justamente de la absolución y conduce a

la comunión eclesial en la celebración de la Eucaristía.

El proyecto preveía además un quinto libro reservado al sacramento de los enfermos: un libro

breve, pero también este marcado por una relación profunda con el sacramento de la

Reconciliación y con la Eucaristía.

El último y sexto libro tenía como objeto el matrimonio y la familia: pero este podía convertirse

en una primera parte del primer libro. Aquí, una vez más, el proyecto aparece desenfocado e

incierto. Cabría preguntarse si ¿los laicos casados habrían visto con agrado tal orden que los

ubicaba separados netamente de los otros grupos u “órdenes” de personas en la Iglesia?

Es fácil notar la incoherencia de tal proyecto; diversos valores esenciales habrían desaparecido,

otros difícilmente se hubieran puesto de relieve. Se puede afirmar que el Derecho Canónico

hubiera aparecido claramente por aquello que es sustancialmente, es decir, un derecho

sacramental? Allá donde se persigue para el Código una estructura fundada en la “Palabra y

Sacramento”, queda una estupefacto al observar el escaso relieve dado a la Palabra de Dios.

Nos podemos preguntar cómo algunos teólogos y canonistas pudieron adherirse a tales

propuestas. ¿Conocían verdaderamente el Código en preparación y habían hecho seguimiento a

su elaboración?
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El peligro de tales proyectos, fundados sobre una interpretación particular del Concilio, reside en

el límite que el Concilio mismo impone: un Código no puede ser el Código de un solo Concilio,

por más que su objeto haya sido amplio. El Concilio Vaticano II ha querido considerar todos los

aspectos de la vida eclesial y de su impacto en el mundo. Es sabido de todos como se redujo el

número de sus proyectos y como, a un cierto punto, fueron reducidos a simples proposiciones

algunos decretos que hubieran podido tratar los religiosos, los sacerdotes y los laicos.

De todas maneras, el problema permanece: ¿Cuál estructura proyectar para un Código

verdaderamente eclesial, liberado de un influjo muy marcado del derecho civil, pero siempre

estructurado según algunos principios del derecho romano?

Antes de proponer una respuesta a tales cuestiones es preciso subrayar dos aspectos. Notemos,

ante todo, el progreso cumplido por el Código de 1983. Se puede decir que éste ha subrayado la

comunión; le ha dado mayor importancia a las personas, especialmente a los laicos; la vida

consagrada ha mantenido una importante relación entre derecho universal y derecho particular, en

el respeto de la identidad de los dones y de los carismas; se ha aligerado el derecho penal; los

procesos se simplificaron, se respetan más los derechos de las personas, se desea que los procesos

como también los recursos sean evitados. Los procesos, sin embargo, no lo olvidemos, no tratan

solamente de los delitos y no sirven solamente para imponer penas: hay también procesos que

tiene que ver con la validez del matrimonio – los más numerosos – y de las ordenaciones; la

justicia administrativa es una exigencia que proviene de la tutela eficaz de los derechos del

hombre y del cristiano.

Un segundo aspecto a subrayar: el Código tendrá su influjo renovador en la vida, no ya a partir de

su estructura general, sino a causa de la renovación de las instituciones que suscite, a causa de las

instituciones “conciliares” que éste introduzca, “estructuras de comunión”, para las cuales el
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Pueblo de Dios no está todavía bien preparado y que necesitará introducir con prudencia y

tenacidad.

Ciertamente un Concilio no puede aplicarse completamente, y tampoco el Código de 1917, en el

momento en el cual ha dejado de estar en vigor, puede decir que fue observado totalmente. Es la

debilidad humana, tal vez! De cualquier manera, es por esta vía que el Espíritu Santo hace sus

opciones, pone énfasis en ciertos puntos, hace olvidar otros que no se adaptan a la vida que se

desenvuelve y que son superados por situaciones nuevas.

Resta, como se decía atrás, el deseo de un Código más eclesial, con una estructura más teológica,

más evangélica, que no sea el Código de un solo Concilio sino el Código de la vida de la Iglesia

“simpliciter”, un Código abierto a la acción del Espíritu y a las necesidades pastorales del Pueblo

de Dios.

Intentemos una propuesta. Un Código así tendría cinco libros, de igual importancia; estaría

estructurado a partir del dinamismo de la fe, vivida en la caridad, la cual realiza la comunión bajo

la guía de los pastores que Cristo ha donado a la Iglesia: si estos son ministros del Pueblo de

Dios, es para que tengan el puesto de Cristo y dirijan a los hombres por el camino de la salvación.

El plan de este Código, así prospectado, podría ser el siguiente:

I. El anuncio, la profesión y la pureza de la fe.

II. Los sacramentos de la fe: fe por suscitar y fe por fortificar; sacramentos de la iniciación,

sacramentos de la vida cristiana.

III. La asamblea de los fieles y sus ordenes eclesiales.

Fieles reunidos en la Eucaristía, entorno al altar, según los órdenes de las personas:

catecúmenos, bautizados, casados y no casados, vírgenes y viudas, consagrados, ministros

del culto: diáconos, sacerdotes, obispos.


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IV. Los ministros al servicio de la comunión eclesial: en la Iglesia universal, en las Iglesias

particulares donde vive y actúa la “Iglesia una, santa, católica y apostólica”.

V. La guía del Pueblo de Dios por los caminos de la salvación.

La leyes y las normas de vida: el poder legislativo y su servicio.

Los procesos: el poder judicial.

Las penas: el poder coercitivo.

Un proyecto como este tiene varias ventajas: le da prioridad a la fe, que está a la base de toda la

vida cristiana y que fundamenta la comunión eclesial en Jesucristo; subraya el crecimiento de la

fe a través de los sacramentos de la iniciación y del progreso de la vida en Dios; expresa esta vida

de fe en la comunión de la caridad vivida en la Iglesia según las diversas vocaciones y los

diversos ministerios; evita la oposición radical entre laicos y clérigos; confiere nuevamente valor

a la jerarquía de órdenes en el servicio del culto divino al interior de la asamblea eucarística.

Este proyecto, en suma, sitúa la vida de la Iglesia en las estructuras de comunión: la Iglesia

universal que no solo recoge las Iglesias particulares sino que en cada una de ellas existe, vive y

trabaja. El último libro, en fin, precisaría los instrumentos de comunión de la vida comunitaria de

la Iglesia: leyes y normas, procesos y penas.

El proyecto tiene como punto de partida el don primario: el de la vida divina; subraya el carácter

misionero de la vida cristiana; conduce a la comunión de todos en Jesucristo, comunión celebrada

en la Eucaristía. Esto reduce de tal manera el aspecto marcadamente jurídico que brota de un

Código que al inicio trae un tratado sobre las leyes y los actos jurídicos. Esto supera el esquema

de los “tria munera”, los cuales no son más que tres aspectos de una misma misión y no subrayan

todos los otros valores de este “mandato”. Se evitan así la tripartición proyectada por la Ley

fundamental y los inconvenientes que al respecto el Código actual no ha podido superar. Tal

proyecto centra la vida de la Iglesia en la asamblea eclesial, reunida en la Eucaristía, como


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comunión de creyentes, que son convocados según su vocación y la gracia que les es propia, su

“orden” o rango. En fin, este proyecto pone mejor evidencia el rol de los pastores, que están al

servicio del Pueblo de Dios; se trata de un servicio de dirección, de magisterio y de gobierno y,

como tal, servicio de santificación.

Como se puede notar, se retoma la fórmula tradicional de los aspectos de la potestad ejercitada

para la conducción de la comunidad eclesial. La potestad de jurisdicción permanece de este modo

en su puesto, distinta de la de orden – potestad sacramental – según la tradicional distinción de la

Iglesia. Querer unir la potestad en una potestad sagrada, conferida a través de la ordenación, es

contrario a la tradición y no puede constituir la interpretación exacta del Vaticano II, que

distingue bien “consagración” y “misión” sin que por eso mismo se separaren11.

En conclusión, el Código de 1983 es el que conocemos y rige actualmente la institución eclesial.

Si se quiere preparar una más profunda comprensión del derecho eclesial, si se quiere abrir el

camino hacia una legislación todavía mejor fundada en el misterio de la Iglesia, nada impide a los

canonista que lo piensen, que la presenten según un orden y una estructura que permita captar

mejor la entidad y el sentido de los cánones actuales. Un comentario del Código no está

necesariamente ligado a la estructura que este presenta.

Gustavo Peña Blanco, Pbro.

Profesor de Derecho Canónico

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Véase por ejemplo LG 28 a; PO 2 b.

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