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(54)
El hecho de que haya tantas polémicas acerca del significado de los símbolos en uso, no
menos en Estados Unidos que en Europa, es síntoma de algo más profundo, algo a la vez ne-
gativo y positivo en su significado. Es síntoma de que el lenguaje propio de la teología, la
filosofía y las disciplinas afines resulta tan confuso como difícilmente lo haya sido antes en la
historia. Las palabras ya no nos comunican lo que nos trasmitían originariamente, ni aquello
para lo cual se las inventó. La razón está en que nuestra cultura actual no dispone de un centro
de intercambios, como lo fue el escolasticismo medieval, como procuró serlo el escolasticismo
protestante del siglo XVII y como el que filósofos como Kant intentaron restaurar. No contamos
con ese centro de intercambios, y si hay algo que despierta nuestra simpatía en los llamados po-
sitivistas lógicos actuales, o especialistas en lógica simbólica, o lógicos en general, es
precisamente que ellos tratan al menos de crear ese centro. Lo único objetable es que no pasa de
ser un pequeño rincón, una esquina, y no un verdadero centro. Excluye casi toda la vida. Sin
embargo, podría ser muy provechoso si acrecentase su alcance y aceptación de realidades más
allá del mero cálculo lógico.
I
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El lenguaje es otro muy buen ejemplo de la diferencia entre signos y símbolos. Las
palabras de un idioma son signos del significado que expresan. La palabra «escritorio» es un
signo que señala algo perfectamente diferenciado, a saber, el mueble sobre el cual hay papel,
tintero, etc., y que podríamos estar mirando. No tiene ello relación alguna con la palabra «escri-
torio», es decir, con esas diez letras. Pero en todo idioma hay palabras que son más que signos y
que, al sugerir connotaciones que van más allá de lo que señalan como tales, pasan ya a ser
símbolos. Es esta una distinción muy importante para cualquier orador. Puede hablar casi
exclusivamente con signos, reduciendo prácticamente la significación de sus palabras a la de
meros signos matemáticos, lo cual constituye el ideal absoluto del positivista lógico. El polo
opuesto se encuentra en el lenguaje litúrgico o poético, donde las palabras tienen un poder
acumulado a través de los siglos. Poseen connotaciones en las situaciones en que aparecen, de
modo que no se las puede reemplazar; se han convertido, no ya solo en signos que sugieren un
significado definido, sino también en símbolos, que representan una realidad de cuyo poder
participan.
II
El segundo tema de consideración será el de las funciones de los símbolos. La primera
va implícita en lo ya dicho, o sea, en la función representativa. El símbolo representa algo que
no es él mismo, algo que aquel representa y de cuyo poder y significación participa. Es esta una
función fundamental de todo símbolo, al punto de que si esa palabra no se hubiera utilizado de
modos tan diversos, quizá podrían considerarse del todo equivalentes «simbólico» y «represen-
tativo», pero por alguna razón ello no es posible. Si los símbolos representan algo que no son,
«¿por qué no decimos o señalamos directamente aquello que representan? ¿Por qué o para qué
necesitamos de los símbolos?». Llegamos de este modo, tal vez, a lo que constituye la función
primordial del símbolo, es decir, al descubrimiento de los niveles de la realidad que, de no ser
así, suelen permanecer ocultos y no se advierten fácilmente.
Todo símbolo apunta a un nivel de la realidad para el cual el lenguaje no simbólico es
inadecuado. Interpretemos o expliquemos (57) esto aprovechando los símbolos artísticos. Cuanto
mejor comprendamos el significado de los símbolos, tanto más nos convenceremos de que es
función del arte descubrir niveles de la realidad, que no pueden descubrirse de otro modo.
Ahora bien, si esta es la función del arte, ciertamente las creaciones artísticas en poesía, artes
visuales y música tienen sin duda carácter simbólico. Tomemos, por ejemplo, lo que un paisaje
de Rubens pone frente a nosotros. No nos es posible vivir esta experiencia sino a través del
cuadro pintado por Rubens. Este cuadro presenta cierto carácter heroico, tiene equilibrio,
colores, composición, valores, etc. Todo eso es muy externo. No puede expresarse más que a
través de la pintura misma. Así ocurre también en la relación entre poesía y filosofía. A menudo
suelen ser causa de confusión los muchos conceptos filosóficos introducidos en un poema.
Ahora bien, ahí está en realidad el problema. Si se usa un lenguaje filosófico o científico, no se
logra lo mismo que con el uso de un lenguaje realmente poético sin mezcla alguna de otro
lenguaje.
Este ejemplo nos permite apreciar qué es lo que se entiende por «descubrir niveles de
realidad». Se refiere, no a lo exterior, a lo que se puede pintar, sino a los niveles del alma, de la
realidad interior. Estos tienen que corresponder a los niveles de la realidad exterior que un
símbolo descubre. De modo que todo símbolo hace a la vez perceptible la realidad y el alma.
Naturalmente, hay personas a quienes la música, la poesía o (especialmente en la América
protestante) las artes visuales no les «descubren» nada. El «descubrimiento» es una función
ambivalente: revela los niveles más profundos de la realidad y ciertos niveles especiales del
alma humana.
Otra pregunta es: «¿De qué matriz nacen los símbolos?» De lo que suele denominarse
hoy el «inconsciente grupal» o el «inconsciente colectivo», o como se lo quiera llamar: de un
grupo que reconoce, en ese objeto, esa palabra, esa bandera, o lo que fuere, su propio ser. No se
lo ha inventado intencionalmente; y aunque alguien pretendiera inventar un símbolo, como
suele acaecer, solo lo conseguiría si el inconsciente del grupo respectivo lo adoptara como tal.
Ello quiere decir que, en sentido inverso, en cuanto esa situación interior de un grupo humano
en relación con un símbolo deja de existir, el símbolo muere. El símbolo no «dice» ya nada. De
ese modo murieron todos los dioses del politeísmo pagano; la situación en que nacieron cambió,
no existe ya, y por tanto también los símbolos fenecieron. Sin embargo, estos no son hechos que
obedezcan a la intención o a la invención.
III
Pasamos a un tercer tema, a saber: la índole particular de los símbolos religiosos. Estos
se comportan exactamente como todos los símbolos: descubren un nivel de la realidad que de
otro modo no es accesible, que sin ellos permanece oculto. Podemos decir de esa dimensión
profunda de la realidad que es el fundamento de toda otra dimensión y de toda otra profundidad,
y que, por lo tanto, no es uno de tantos otros niveles, sino el nivel fundamental, el íntimo, el más
profundo y recóndito, el nivel del ser mismo, o el poder último del ser. Los símbolos religiosos
permiten que se pueda experimentar la dimensión de esa profundidad del alma humana. Si un
símbolo religioso deja de cumplir esa función, muere. Y si nacen nuevos símbolos, ellos surgen
de una modificación de la relación con el fundamento último del ser, es decir, con lo Santo.
IV
Pasamos a la cuarta consideración, a saber, los niveles de los símbolos religiosos. Hay
dos niveles fundamentales en todos los símbolos religiosos: el trascendente, que va más allá de
la realidad empírica que nos rodea, y el inmanente, que hallamos en el encuentro mismo con la
realidad. Consideremos el primer nivel, el trascendente. El símbolo fundamental en el nivel
trascendente sería Dios. Pero no podemos decir meramente que Dios es un símbolo. Tenemos
que afirmar dos cosas acerca de él: que en nuestra imagen de Dios hay un elemento no
simbólico —que es la realidad última, el ser mismo, el fundamento del ser, el poder de ser—, y
que es el ser superior en el que todo cuanto poseemos existe del modo más perfecto. Al pensarlo
así tenemos en nuestra mente la imagen de un ser superior, un ser dotado de las características
de la perfección más absoluta. Ello significa que tenemos un símbolo para aquello que no es
simbólico en la idea de Dios: el «Ser en sí».
Es importante distinguir estos dos elementos en la idea de Dios. De ese modo, todas
esas discusiones en torno al ser de Dios como persona o no persona, del ser de Dios idéntico o
no a otros seres, esas discusiones que ejercen tan poderoso influjo en la destrucción de la
experiencia religiosa a través de falsas interpretaciones, podrían superarse si dijéramos:
«Ciertamente, la percepción de algo incondicional es en sí misma lo que es, no es simbólica».
Lo llamamos, como lo hicieron los escolásticos, el «Ser en sí», esse qua esse, esse ipsum. No
obstante, en nuestra relación con ese absoluto, simbolizamos y tenemos que simbolizar. No
podríamos comunicarnos con Dios si solamente fuera un «ser absoluto». Pero, en nuestra
relación con él, nos enfrentamos con lo máximo de lo que nosotros mismos somos, la persona.
Así, hablando de él de manera simbólica, poseemos aquello que trasciende infinitamente nuestra
experiencia como personas, y aquello tan adecuado a nuestro ser personal que podemos decirle
«Tú» a Dios y orarle. Estos dos elementos deben preservarse, pues (61) si solo conserváramos el
elemento incondicional, la relación con Dios sería imposible. Si en cambio preservamos la rela-
ción yo-tú, como hoy se la llama, perdemos el elemento divino, es decir, lo incondicional que
trasciende sujeto y objeto y todas las polaridades. Este es el primer punto a considerar en el
nivel trascendente.
El segundo se refiere a las cualidades, los atributos de Dios, cualesquiera que sean los
que de él se afirmen: que es amor, misericordia, omnisciencia, omnipresencia, omnipotencia,
etc. Esos atributos de Dios se infieren de nuestras cualidades humanas. No pueden aplicarse a
Dios en sentido literal. Si así lo hiciéramos, nos llevaría a un sinfín de absurdos. Esta es otra de
las razones de la destrucción de la religión debida a su interpretación errónea, pero nuevamente
hay que proclamar el carácter simbólico de tales cualidades o atributos de Dios. De lo contrario,
todo discurso acerca de lo divino resulta absurdo.
Hay que fijar bien las relaciones del nivel trascendente con el inmanente en conexión
con la idea de la encarnación. Históricamente, es necesario establecer que esos dos niveles, el
trascendente y el inmanente, no siempre estuvieron diferenciados. En la doctrina indonesia
acerca del «Mana» —ese poder divino y místico que penetra toda la realidad—, hallamos una
presencia divina que es inmanente a todo, como poder oculto, y al mismo tiempo trascendente;
algo que sólo puede asirse mediante complicadas actividades rituales conocidas por los
sacerdotes.
V
Una última consideración, a saber, la verdad de los símbolos religiosos. Hay que
diferenciar tres enunciados, uno negativo, otro positivo y un tercero absoluto. Examinemos el
enunciado negativo. Los símbolos están exentos de toda crítica empírica. No puede destruirse
un símbolo por la crítica, al estilo de las ciencias naturales o de la investigación histórica. Como
ya dijimos, los símbolos solo mueren si ha dejado de regir la situación en que se los creó. No se
desenvuelven en un nivel en el que la crítica empírica pueda descartarlos. He aquí dos ejemplos
relacionados con María, la madre de Jesús, como Virgen Inmaculada. Nos hallamos ante un
símbolo que ha muerto para el protestantismo a causa de la modificación introducida en las
relaciones con Dios. La relación especial, directa e inmediata con Dios, imposibilita cualquier
mediación. Otra razón causante de la desaparición de ese símbolo (64) fue la negación del
elemento ascético implícito en la glorificación de la virginidad. Mientras perdure esa situación
en el protestantismo, no podrá restablecerse dicho símbolo. No ha muerto porque los eruditos
protestantes hayan dicho: «No hay razón empírica alguna para afirmar todo eso acerca de la
Santísima Virgen». No existe ciertamente razón alguna para ello, pero eso también lo sabe la
Iglesia Romana. Pero la Iglesia Romana, en el trascurso de la última década, defiende la
virginidad de María fundándose en su inmenso poder simbólico que paso a paso la aproxima a
la Trinidad. Si este proceso llegara a concluirse en algún momento, como hoy se propugna en
ciertos sectores de la Iglesia Romana, María sería corredentora a una con Jesús. Por
consiguiente, se acepte eso o no, de hecho se la admite en la divinidad. Otro ejemplo lo provee
la historia del nacimiento virginal de Jesús. No cabe duda de que desde el punto de vista de la
investigación histórica no es más que una leyenda, desconocida para Pablo y Juan. Fue una
creación posterior, a fin de hacer comprensible la plena posesión del Espíritu divino de Jesús de
Nazareth. Sin embargo, no es su carácter legendario la razón de que ese símbolo muera o haya
muerto en muchos grupos, y hasta en grupos bastante conservadores dentro del protestantismo.
La razón es otra, ya que se trata de un símbolo teológicamente casi herético, pues deja de lado
una de las doctrinas fundamentales de Calcedonia; la clásica doctrina cristiana de la afirmación
de la plena humanidad de Jesús junto a su entera divinidad. Un ser humano que no tiene padre
humano no posee una humanidad plena. Esa historia, pues, tiene que ser sometida a crítica, ya
que no se apoya en fundamentos históricos, sino en motivaciones simbólicas internas. Este es el
enunciado negativo de la verdad de los símbolos religiosos. Su verdad está en la adecuación a la
situación religiosa en la cual se los creó, y su falsedad en la falta de adecuación a otra situación.
Tanto el enunciado positivo como el negativo acerca de los símbolos están contenidos en la
última frase. La religión es ambigua, y todo símbolo religioso puede llegar a ser idolátrico,
demoníaco, pretendiendo elevarse a la condición de validez absoluta, aunque nada es absoluto
sino la esencia misma; ninguna doctrina religiosa ni ritual religioso pueden serlo. El
cristianismo afirma que posee una verdad superior a cualquier otra en su simbolismo, y es en el
símbolo de la Cruz, la cruz de Cristo, donde ese simbolismo se expresa. Quien encarna la
plenitud de la presencia divina (65) sacrifica su vida a fin de no convertirse en un ídolo, en otro
dios junto a Dios, ese dios que sus discípulos querían que fuera.
La historia decisiva es, pues, aquella en la cual acepta el título de «Cristo» cuando
Pedro se lo ofrece. Lo acepta con la única condición de ir a Jerusalén a sufrir y a morir: con-
dición que implica negar la idolatría aun en lo que a él mismo concierne. Este es, al mismo
tiempo, el criterio de todos los demás símbolos y aquel al que debería supeditarse toda la Iglesia
cristiana.
Publicado originalmente en The Christian Scholar, vol. 38, n* 3, setiembre de 1955. Traducción de José C. Orríes e Ibars.
Traducción escaneada y corregida de la edición "Teología de la cultura y otros ensayos" Paul Tillich, Amorrortu editores (Bs. As. 1974), que
traduce "Theology of culture" (Oxford Univ Press; orig: 1959 ; reimpreso: 1968). Los números entre paréntesis a lo largo del texto, del 54 al
65, identifican los números de página de la edición castellana mencionada.