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Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décima sesión del Curso 2011 / Miércoles 6 de abril 2011

(X)

Terminamos hoy un período de este curso que retomará el primer miércoles


del mes de mayo.
Hace ya largo tiempo que leo a Lacan. Por lo demás, es esta lectura la que
me condujo a practicar el psicoanálisis, primero a hacer yo mismo un análisis y
luego a practicarlo. Por supuesto, hay muchas otras determinaciones que
entraron en juego, pero desde el punto de vista que hoy es el mío para considerar
las cosas, es así y todo la lectura de Lacan la que me impulsó a hacerlo.

Hay un itinerario de Lacan; ese término tiene una raíz común con el de
iteración (reiteración), del que hice uso. Pero ese itinerario no fue una simple
iteración por parte de Lacan, no repitió lo mismo. Aun cuando desde otro ángulo
se pudiese decir que sí lo hizo, que en definitiva siempre, con un vocabulario
diferente, en diversos marcos conceptuales, se ocupó en el psicoanálisis del
mismo punto de extrema sutileza.
Ese itinerario de Lacan, el de su pensamiento, hasta donde nos ha quedado
testimonio de él, hasta donde nos queda la huella en sus enunciados y en sus
escritos, tuve ocasión de acompasarlo en tres momentos.
El primero, M1, es el que se desplaza en el registro del imaginario; el
segundo, acuerda la primacía a lo simbólico en el ternario concebido sólo en ese
momento: real, símbólico e imaginario (RSI), introducido en una conferencia que
precede su Escrito, considerado por él como inaugural, “Función y campo de la
palabra y del lenguaje”. Y, en tercer lugar, el último momento, orientado por la
categoría de lo real.
Percibí esta tripartición hace ya mucho tiempo y cuando la reconsidero me
parece totalmente válida.

El primer momento es el considerado por Lacan como aquél de sus


antecedentes, su prehistoria, la de su enseñanza. Es suficiente que Uds.
consulten el último de los textos correspondiente a este período, tal como los
encuentran reunidos en la compilación de los Escritos, a saber, “Propósitos acerca
de la causalidad psíquica”, para verificar que, en efecto, su abordaje del
psicoanálisis se sitúa por completo en el registro imaginario.
En esa compilación se trata del último texto del período, a pesar de la
cronología. En efecto, es un escrito de 1946 y Lacan ubica precediéndolo textos
más tardíos; cabe creer entonces que le acuerda un valor singular, precisamente
el de destacar que todo se fundamenta entonces para él en el registro imaginario,
en particular, la causalidad en juego a la vez en el psicoanálisis y en la
constitución misma de lo que todavía designa como “psiquismo.”
Si Uds. releen ese texto, en particular la parte (3), subtitulada Los efectos
psíquicos del modo imaginario –por mi parte, ya la he comentado más de una
vez-, los sorprenderá como a mí esa combinación de una convocatoria a la
etología –la maduración de la paloma, el comportamiento social de la langosta en
sus migraciones-, y una línea sartreana propia de la época: la implicación de
aquello que Jean-Paul Sartre designaba por entonces elección / opción originaria,
acerca de la cual había dado un ejemplo memorable en una pequeña monografía
sobre Baudelaire. No había nadie como Lacan, por cierto, para establecer así una
conjunción entre la referencia al mundo animal y la postulación más descabellada
a la libertad absoluta de aquello que uno y otro, Sartre y Lacan, llamaban por
entonces la realidad humana.

El segundo momento es el que llamamos la enseñanza de Lacan y


constituye lo que hemos retenido como tal, en tanto el tercero es verdaderamente
la inversa del lacanismo, designado por mí como la última, la muy última
enseñanza de Lacan. Allí, Lacan sale de Lacan; demuestra que no es prisionero de
su propia enseñanza, cumple una tarea que habrían podido llevar a cabo sus
críticos más severos. Se puede decir que pone a prueba sus propias premisas. Y
entiendo que hoy puedo precisar cuándo comienza ese pasaje a la inversa, esa
vuelta del revés. Lo sitúo en el momento en que lanzó aquél: HAY DE LO UNO
(Yad’lUn), acordándole supremacía al Uno del significante como existente.
Por consiguiente, si tuviese hoy que resumir el itinerario de Lacan, podría
decir que va DE LA ONTOLOGÍA A LA HENOLOGÍA, DEL SER AL UNO y que la perspectiva
desde la cual resulta abordable la práctica psicoanalítica varía singularmente,
según se la disponga siguiendo el orden del ser o el del Uno.
Sin embargo, también dije que todavía consideraba válida mi tripartición.
Debo entonces preguntarme cómo se pasa de tres escansiones a dos. Es posible
hacerlo porque tanto M1 como M2 están en relación con la perspectiva ontológica y
es sólo una vez llegado el momento de lo real que Lacan abandona o relativiza su
ontología.

A partir de M1 –releí los textos correspondientes siguiendo esta


perspectiva-, resulta evidente que Lacan se refiere al ser y en ese momento donde
el imaginario tiene la primacía, ya es plenamente hegeliano. En un comienzo,
Lacan pensó el psicoanálisis en términos dialécticos; precisamente, fue así como
situó la función del deseo, bajo el perfil de lo que había sido despejado por su
maestro Kojève, según la fórmula tan conocida hoy: deseo de hacer reconocer su
deseo.
Es en ese marco que lee a Freud; se puede decir, por cierto, que lee a Freud
con Hegel, como más tarde hablará de leer a Kant con Sade a manera de
instrumento. Es decir, inyecta en la elaboración de Freud un elemento que es
preciso decir no figura en absoluto allí: el del deseo como deseo de hacer
reconocer su deseo, lo cual equivale ya a establecer el deseo como deseo del Otro
y desde el vamos instalar al sujeto –término que no emplea Lacan por entonces,
puesto que habla del hombre- en la mediación, consagrarlo a ella y, por esa vía,
destinarlo a la dialéctica.
Esta dialéctica es la del “ser del hombre”, según los términos empleados
por el mismo Lacan; la mediación por la cual pasa, da acceso a -o surge en- una
síntesis que es aquélla síntesis hegeliana de la particularidad y de lo universal. De
este modo, Lacan puede definir por entonces el fin del análisis como la
universalización por el hombre de su particularidad. Esta universalización implica
que reconozca aquello que en su particularidad pertenece al registro de la
mentira, cuya verdad sólo es aportada por lo universal.
En ese marco conceptual hegeliano, el nombre freudiano de la
particularidad es el narcisismo. Entonces, leyendo a Freud con Hegel, Lacan se ve
conducido a concebir el fin del análisis como un atravesamiento del narcisismo,
entendiendo que esa relación fundamental, profunda a la imagen de sí se
interpone a la manera de una pantalla y disimula lo universal, donde ya no hay
sólo el yo y su imagen, sino todos o cada uno. Por consiguiente, el fin del análisis
es, en suma, llegar a plantearse la pregunta: ¿cómo puedo ser yo compatible con
los otros y, por esa vía, con el orden del mundo? Y esto sin renunciar a mi
particularidad, pero así y todo transformándola, modelándola.
Hay otro obstáculo planteado por la particularidad del narcisismo que toca
superar; reside en su condición mortífera, definida entonces por Lacan refiriéndola
al mito de Narciso, quien cautivado por su imagen reflejada en el agua, se
precipita hacia ella y allí se ahoga. Es lo subrayado por Lacan en cuanto a la
relación fundamental entre la imagen y la tendencia suicida, donde él articula la
pulsión de muerte freudiana. La articula, por consiguiente, al imaginario: detrás
del narcisismo hay la muerte y entonces, habrá que atravesar algo de la muerte
para ir más allá del narcisismo.
En ese marco, la función de la repetición merece por parte de Lacan un
adjetivo –los remito a la Pág. 187 de ese texto 1- que en el punto donde nos
hallamos ahora, al que Lacan nos ha conducido, deja perplejo, hace sonreír. La
repetición es calificada de liberadora.
Ya Lacan había ubicado el Fort! Da! en “Más allá del Principio del Placer” y
consideraba que en ese juego, el niño se liberaba de todo lazo con la materialidad
del objeto, el que pierde cuando se produce la separación por el destete, de modo
que la repetición significante era idealizante. Así analiza lo que ubica, en efecto,
como el carácter iterativo del juego infantil: le adjudica un valor de liberación. Es
una libertad de amo: se supone que el niño domina su pérdida jugando con ella,
desmaterializándola, convirtiéndola en semblante.

A continuación, tenemos el segundo momento, M 2, acentuado con tanta


fuerza por Lacan como el que marca su comienzo de verdad, asignado a su
“Informe de Roma” sobre el lenguaje y la palabra.
En efecto, es el primer Escrito donde Lacan afirma la primacía de lo
simbólico; por consiguiente, lo imaginario viene a quedar ubicado en una clase
subordinada a él, una subclase. Atribuye a lo simbólico la causalidad en juego y
por eso mismo cuestiona al sujeto; hablando con propiedad, crea ese nombre, es
decir, al lado del yo, cuya instancia responde al narcisismo, inscribe al sujeto
como sujeto de la palabra, sujeto del lenguaje, del inconsciente, al que más tarde
le acordará el símbolo.
Todo esto comienza en este segundo momento, M 2, respecto del cual
acentué en ocasiones su valor de corte. Pero lo que me sorprende más, hoy, es la
continuidad entre M1 y M2, en particular la permanencia del marco hegeliano
dentro del cual Lacan capta, a la vez, la obra de Freud y la experiencia del
psicoanálisis.
En primer lugar, esta innovación que introduce la primacía de lo simbólico
no impide que el poder de la dialéctica resulte íntegramente preservado; se trata
1
- Las páginas corresponden, en todos los casos, a las indicadas en el original francés. (N.
de la T.).
de una dialéctica fundamentalmente transindividual, que desemboca en lo
universal de tal manera que el fin del análisis continúa a ser pensado como
universalización. En particular, en ese “Informe de Roma”, Lacan puede escribir
que en el final del análisis “la satisfacción del sujeto encuentra la ocasión de
realizarse en la satisfacción de cada uno.”
Es algo enorme. Implica suponer una satisfacción absoluta –al lado del
saber absoluto-, en una maravillosa armonía de cada uno con cada uno. Vemos
bien que en este punto Lacan todavía no ha focalizado la “cada una”, si puedo
decir así, que plantea una cierta objeción, una cierta dificultad a la
universalización de la satisfacción.
Limita sus ambiciones, no incluye a la humanidad en su sueño, sino sólo a
“todos aquellos en quienes la satisfacción del sujeto se asocia en una obra
humana”. Debo decir que aun más limitado, sigue siendo así y todo motivo de
una gran perplejidad. No llegamos a advertir exactamente que quienes se
asocian en una obra humana, ya se trate de una escuela o de un partido, se
hagan notar por la compatibilidad de su satisfacción. Percibimos, en todo caso,
que se tiran de los pelos.
En el horizonte se perfila la idea –Pág. 321, sobre el final de “Función y
campo...”- de encontrar puntos en común con la subjetividad de la época. Es
cierto que por entonces, cuando Lacan escribía esto, esa subjetividad de la época
existía aún, en tanto formaba, al parecer, un mundo ordenado. Hoy ya no sería
posible escribir en singular “subjetividad de la época”; constatamos, por el
contrario, que la época está subjetivizada de una manera singularmente
competitiva y que entraña o suscita conflicto, incluido el llamado “conflicto de
civilizaciones.” Lacan comenzó a escribir en una época que aun cuando empezara
a transformarse en post-colonial, estaba así y todo muy marcada por el sueño del
imperio. Por lo demás, él mismo lo señaló: es el respeto mayor por los imperios el
que vuelve aparentemente compatibles necesidades heterogéneas, que organiza
culturas de lenguas y religiones diferentes; anunciaba al escribirlo, por otra parte,
que llegaría el momento en que habríamos de lamentar la caída de esos imperios.
En todo caso, podemos constatar que la época post-imperial donde nos
encontramos, inhibe la formación de una subjetividad de la época.
En primer lugar, decía yo, el poder de la dialéctica queda preservado; en
segundo lugar, siguiendo el camino de la universalidad, continuamos encontrando
la muerte, por cuanto la superación de la particularidad narcisista pasa por lo que
podríamos llamar muerte del sujeto. Después, se espera reemplazarla por la
Aufhebung hegeliana, de modo que llegue a ser dominada en la universalidad; la
particularidad muere entonces para que surja el acceso a la universalidad.

Siguiendo esta perspectiva de indexar el pensamiento de Lacan con el


nombre de los filósofos por el que resulta atraído, podemos también dar cuenta de
la ejercida en él por la versión heideggereana de la muerte, aquélla que supone el
concepto de ser-para-la-muerte. La muerte heideggereana, tal como queda
definida en la obra Sein und Zeit, a la cual Lacan hace referencia, es una muerte
que no se deja restablecer en ninguna universalidad, es una muerte solitaria y
definitiva, pura finitud, sin el sueño de infinitud, desprovista del carácter de
absoluto que supone en Hegel. Y con la audacia conceptual que le conocemos,
esto no detuvo a Lacan para referirse, por un lado, a un filósofo que sueña con la
síntesis de la particularidad y de la universalidad y, por el otro, a un filósofo para
quien esta síntesis es precisamente imposible.
Lacan sueña entonces que bajo la égida del análisis se conjugan –uno se
pregunta por cuáles milagros-, el sujeto del saber absoluto de Hegel con el
hombre de la preocupación (souci) de Heidegger. Verdaderamente, si el
lacanismo no fuese más que esto, se limitaría a un sincretismo.
Registramos allí un vuelco heideggereano en Lacan. El tema de la
universalización entonces retrocede, en tanto se impone la visión de una soledad
esencial del sujeto, de tal modo que el atravesamiento del narcisismo, que sigue
siendo la brújula de Lacan en lo que hace al fin del análisis, se traduce en
términos de subjetivación, por parte del analisante, de su muerte. Es decir, el fin
de análisis sería acceder al ser-para-la-muerte, a la concepción, a la conciencia, a
la asunción de su estatuto de ser como ser para-la-muerte, por cuanto una vez
disipadas las ilusiones seductoras del imaginario narcisístico, el resto es la figura
de la muerte, la figura irrepresentable de la muerte como único amo que un
analista pueda reconocerse, analista cuya operación se desplegaría así bajo la
mirada de su propia muerte.
Todas las armonías propias de un cierto patético resultan movilizadas ahora
por Lacan, un patético respecto del cual podemos decir que el último Lacan se
horrorizará, pero que en el momento de la escritura de esos textos, hacía vibrar
todas las resonancias de la cultura de entonces.

Si seguimos su itinerario, vemos bien que se orienta en el sentido de un


cierto desecamiento, de un achicamiento. Cuando Lacan intenta articular el fin
del análisis, al concluir su Escrito “La dirección de la cura ...”, observamos una
mutación de la muerte a la nada. El más allá del narcisismo deja de lado lo
patético de la muerte por la sequía del término “nada” o del término “falta”
(manque). Pasamos de la muerte a la falta. Es allí donde Lacan puede decir
–como lo citaba la vez pasada- que la interpretación apunta “hacia el horizonte
deshabitado del ser.”
Las que eran hasta entonces equidistancias, armonías propias del alcance
mortífero del narcisismo, se convierten en las del silencio en relación con la
palabra, a saber, en la posición de algo imposible de decir. Es imposible decir la
última palabra acerca del deseo; el deseo es incompatible con la palabra.
Se trata de otras tantas deformaciones, diríamos topológicas, del mismo
punto que por mi parte llamaría ya de ex–sistencia, escribiéndolo como lo hacía
Lacan para hacer valer el ex de existencia: un punto que subsiste fuera de. Algo
que, por lo demás, le inspirara Heidegger, quien escribe Eksistenz.
Vemos volver el mismo punto de ex–sistencia donde se juega el fin del
análisis, bautizado con diferentes nombres, cada vez más secos, más formales. Es
por cuanto habría un imposible de decir, que la interpretación se hace alusiva,
es decir, se registra al lado del ser, de costado; se funda entonces en el para-
ser –recurriendo a una escritura aportada por Lacan mucho más tarde. A lo largo
de todo este esfuerzo para situar el punto de ex–sistencia donde se termina el
análisis, todavía no es cuestión del goce. Es precisamente porque el goce está
excluido de esta perspectiva, que Lacan lo hace volver de una manera sensacional
en su Seminario VII, “La ética del psicoanálisis.”
Se puede decir que después de haber elaborado “Las formaciones del
inconsciente” (Seminario V) y haber deducido la dirección de la cura que supone
“El deseo y su interpretación” (Seminario VI), Lacan vuelve sobre la pulsión y se
obliga a pensar otra vez el concepto freudiano que da cuenta de ella.
Nunca incluyó la pulsión entre las formaciones del inconsciente, como sí
ocurrió con el síntoma, poco o mucho –en fin, por entonces sí quedó incluido en
ellas-, pero hay algo demasiado potente en la pulsión freudiana que impide
inscribirla en el registro de esas formaciones. Cabe decir de ellas, por lo demás,
que el rasgo más evidente –dejando de lado al síntoma- es el carácter fugitivo: los
sueños se olvidan, se borran; el lapsus pasa como un fulgor; el acto fallido es un
tropiezo; el chiste es una ocurrencia imprevista, pero resulta evidente que son de
una ontología especialmente frágil; por esa misma razón, si bien es posible
inscribir el síntoma entre las formaciones del inconsciente porque se descifra
como ellas, se descifra “como un sueño” –así, entre comillas-, parece respaldado
por una ontología más estable.
Esto es así precisamente porque supone una repetición y a partir del
momento en que las formaciones del inconsciente se repiten, tienden a cambiar
de registro. Así, cuando es cuestión de un sueño repetitivo, Uds. suponen o están
ante la evidencia de un trauma; un acto fallido, una vez pasa; si Uds. hacen
siempre el mismo, se trata de algo que se vuelve una perturbación del
comportamiento, es decir, un síntoma.
Pero en todo caso, Lacan nunca pensó hacer de la pulsión una formación del
inconsciente, aun cuando en su grafo del deseo le haya dado la misma estructura
que a las formaciones del inconsciente, con la única diferencia que en el nivel
superior, asignándole a la pulsión la misma estructura, se valió de otro
vocabulario para afirmar que tiene otro punto de capitón: aquél llamado S de A ,
verdaderamente el punto de capitón de las pulsiones que escribe lo que no puede
ser dicho.
Esta impotencia, este imposible queda marcado por la barra que tacha al A,
en tanto lugar del significante; pero fuera de ese lugar, se puede así y todo
escribir que se trata de algo que no se puede decir: lo que no se puede decir,
puede así y todo escribirse.

En un primer movimiento, entonces, en su Seminario VII Lacan hace volver


el goce, pero correlativamente –aquí, los Seminarios van de a dos: su pensamiento
hace una estasis y vuelve a arrancar siguiendo el mismo empuje-, en el Seminario
VIII, inviste lo que situó del goce en una elaboración acerca de la transferencia.
En el Seminario VII, encuentran el monstruoso das Ding, en cierto modo
informe, respecto del cual no queda en definitiva muy claro, si uno quiere operar
correctamente, qué cabe hacer. En el siguiente, das Ding se vuelve el objeto a,
del que se vale Lacan para explicar, en ese momento, cómo arreglárselas, de qué
manera está presente das Ding, bajo esta modalidad, en la experiencia analítica y
sostener que si el goce toma el perfil del objeto a, das Ding resulta tratable,
manejable en el análisis. Lo es a título de objeto oculto e incluso de saber oculto,
ambos de igual valor.
Es a partir de allí que Lacan puede instalar el fantasma, al mismo tiempo en
la cúspide de la pirámide y como hueso y dificultad del proceso analítico. Se trata
del fantasma en tanto asocia el sujeto de la palabra y el goce bajo los perfiles del
objeto a. Así entendido, el goce es a situar como significativo e imaginario, razón
por la cual el fantasma es entonces una formación que remite a un escenario, a su
vez articulado a –φ, la castración imaginaria. El fantasma queda definido
entonces como una conjunción de lo simbólico y lo imaginario, dos registros
diferentes pero que tienen algo en común: los dos producen sentido.
Es por eso que mi escansión, formulada en tres compases: simbólico,
imaginario y real, la reconduzco a dos. Y esto mismo es lo que produjo un efecto
de imantación sobre Lacan hacia la posición del fantasma: simbólico e imaginario,
los dos producen sentido.
Con el fantasma, tenemos una nueva edición de aquello que Lacan nos
había presentado antes como la jaula del narcisismo, más allá de la cual era
necesario ir, que era preciso atravesar para que el sujeto se libere. Aquí, en el
fantasma, el sujeto de la palabra está en cierto modo prisionero de los espejismos
del goce. Lo designado por Lacan como el pase –voy a servirme del mismo
adjetivo que me saltó a la vista cuando releí el texto “Propósitos acerca de la
causalidad psíquica”- queda concebido como el atravesamiento “liberador” del
fantasma, un atravesamiento que supuestamente devuelve su libertad al sujeto
de la palabra, cautivo en la inercia del goce imaginario, como congelado en el
mismo goce. Lo designado en una ocasión por Lacan como fantasma
fundamental, indica que apuntaba a la relación del sujeto de la palabra con el
goce.

Así como yo pasé de los tres momentos que distinguía en el itinerario de


Lacan a dos, podría pasar a uno. Podría afirmar que hay sólo una cosa que lo
ocupó desde el comienzo hasta el final: precisamente, LA RELACIÓN DE LA PALABRA Y
DEL GOCE. En un primer momento, la pensó a partir del narcisismo –a partir del
imaginario-; a continuación, la pensó a partir del fantasma y llega después el
momento de lo real. Allí, se detiene porque sabe de los límites que supone esa
liberación del sujeto. Se trata precisamente de aquello que también había
retenido a Freud a la hora de decir que el análisis tenía un fin natural, aquello que
lo obligó a prolongar el título de su texto, para calificar al análisis de terminable e
interminable. El análisis se detiene, pero es preciso que retome.
Freud distingue tres factores determinantes respecto de lo designado por él
como chances de la terapia analítica: el traumatismo –las influencias que puede
ejercer-; las pulsiones y su fuerza constitucional; la modificación del yo. Se
detiene especialmente en la fuerza de la pulsión y en lo que le atribuye de
potencia “irresistible” –es el término empleado por él- como causante de la
enfermedad. Lo puntuado por Freud allí, es la incidencia del goce, en los términos
de los que nos valemos hoy nosotros.
Este goce, Lacan se agotó pensándolo como imaginario. Lo hizo a partir del
momento en que empezó a escribir acerca del psicoanálisis. A lo largo de M 1 y M2,
a través de todas las escansiones y los enunciados, se orientó fundamentalmente
tomando como base el narcisismo. El goce quedó así definido a partir del cuerpo,
pero del cuerpo en tanto visto, del cuerpo presente por su forma, del cuerpo del
Estadío del espejo. En Lacan, el cuerpo era ante todo aquello que se ve, a
diferencia del organismo. Y es allí donde se produce un vuelco de primera
importancia, cuando se ve como forzado a hacer bascular el goce en el registro de
lo real. El goce queda entonces definido por el cuerpo, sin duda, pero por un
cuerpo por entero situado por el sui-goce, el goce de sí, por el hecho que el cuerpo
se goza sin mediación, precisamente sin la mediación del otro que ve, aun cuando
ese otro sea yo mismo.
En el fondo, el Estadío del espejo, tal como Lacan lo escribió, es un
fenómeno dialéctico, donde yo me veo como el otro me ve. Ocurre algo por
completo distinto si se define el cuerpo a partir de ese goce de él mismo. Allí,
tropezamos con un término inmediato, que no apela al otro. A partir del momento
en que el goce bascula en el registro de lo real, es decir, a partir del momento en
el que ya no llegamos a incluirlo en el registro imaginario -o bien, si lo hacemos,
esa inclusión deja precisamente restos sintomáticos- ¿qué constata Freud ? Lo
que la experiencia pone en juego entonces pasa del fantasma al síntoma.

Si tomamos como referencia la fuerza de la pulsión, como dice Freud,


digamos entonces que el fantasma es una formación imaginaria de la pulsión, en
tanto el síntoma es una producción real de la pulsión. La incidencia de lo real
expulsa la ontología a lo imaginario y con ella, todo cuanto es del orden del ser,
toda la dialéctica del ser que desembocaba, en definitiva, en la nada.
Es precisamente lo determinado por el hecho que Lacan haya acordado el
estatuto de supuestos, tanto al sujeto del inconsciente como al inconsciente
mismo, siguiendo en esto las indicaciones de Freud, para quien el inconsciente era
una hipótesis, necesaria sin duda, pero una hipótesis. Algo respecto de lo cual se
inscribe en falso la incidencia de un real que vuelve siempre al mismo lugar, que
itera en el mismo lugar –iterar, verbo, en el sentido de lo iterativo, y no
precisamente del itinerario.
En su Seminario XXII, a fines de 1975 –por lo tanto, antes del Seminario “El
sinthoma”-, Lacan planteaba todavía la pregunta y la cerraba más o menos así:
¿Esto quiere decir que el inconsciente, como todo supuesto, es imaginario? Es el
sentido mismo del término sujeto, supuesto como imaginario. No deja de
apreciarse la sacudida que produce en el aparato conceptual la incidencia de lo
real, puesto que claramente llega a hacer pasar el inconsciente, definido como
sujeto supuesto saber, al registro de lo imaginario, al registro del espejismo, lugar
asignado por Lacan a lo que llamará la verdad mentirosa.
Sabemos que el inconsciente puede mentir –tenemos en Freud ejemplos
clásicos al respecto-; ¿esto quiere decir que el inconsciente es imaginario? Vemos
bien que en su última enseñanza, Lacan avanza hacia esta pregunta respecto del
inconsciente: ¿será acaso un espejismo? Después de todo, ¿no tendrá que ver con
un delirio a dos, productor de una gran satisfacción, susceptible, por lo demás, de
acercarse a la satisfacción de toda la comunidad? Se estaría realizando así el
objetivo de síntesis de la particularidad y de la universalidad, al que apuntaba
Lacan en un comienzo.
En efecto, lo que se descubre ante Lacan en los últimos tramos de su
enseñanza, es que la ontología es sólo imaginaria; la dialéctica, el deseo,
responden fundamentalmente al imaginario y todo desemboca en la figura de la
muerte, acerca de la cual se dice que no es representable, calificación ella misma
formulada en términos que reenvían al imaginario. De igual manera, cuando se
dice que a no es especularizable, cuando Lacan lo elabora a ese título valiéndose
de la topología, todo implica situarlo aún respecto del imaginario.
Es en ese momento que Lacan –y aquí reside lo que lo anima en su
Seminario “El sinthoma”-, INTENTA HACER PASAR EL INCONSCIENTE A NIVEL DE LO REAL,
JUNTO CON EL SÍNTOMA. En cierto modo, se trata para Lacan de captar el síntoma
como real y demostrar, a continuación, que el inconsciente no es el imaginario de
ese real, sino que se ubica en el mismo nivel del síntoma. Allí reside el valor de lo
indicado por él tan sólo al pasar, en el último escrito de sus Otros escritos: “el
inconsciente, real, si me lo creen.”
¿Por qué dice “si me lo creen” (à m’en croire) ? Precisamente porque el
síntoma tiene dos fases: una que compete a la interpretación y otra que releva de
algo diferente, que por el momento, a falta de algo mejor, llamaré la constatación.
Que el síntoma sea interpretable, es del orden de la creencia. Como
sabemos, Lacan hizo un pequeño desarrollo en su momento a propósito de creer
a-creer en y la creer, pero me detengo en se cree en eso. Uno lo dice cuando se
cree que algo existe –y esto es necesario para el síntoma analítico. A diferencia
del síntoma constatable en el registro de lo universal, precisamente porque se
trata de algo que perturba el buen orden del mundo, el síntoma analítico requiere
del testimonio del sujeto y, llegado el caso, resulta absolutamente insospechable
para cualquiera sin ese testimonio. Entonces, para que el síntoma analítico quede
constituido es preciso, en primer término, que el propio sujeto lo aísle como tal. Si
lo alega para analizarse, para hablar acerca de él en la espera de llegar a reducirlo
así, es porque cree que el síntoma es descifrable. Cree que el síntoma es del
orden del sueño: habla o puede hablar. Este es un registro.
Por otra parte, la otra faz del síntoma tiene que ver con su repetición,
susceptible de ser constatada. ¿Qué es lo que se repite? Eso que llamé la última
vez el Uno de goce. No es algo que se descifre, no es algo sobre lo cual opere la
palabra, como sí ocurre sobre las formaciones del inconsciente, por la buena razón
que es una suerte de ESCRITURA SALVAJE DEL GOCE –Lacan empleó este adjetivo,
salvaje, esto quiere decir: fuera del sistema-; es UNA ESCRITURA DEL UNO SOLO POR
COMPLETO, en tanto el S2 con el que estaría en correlato sólo es un supuesto. Es
decir que LA RAÍZ DEL SÍNTOMA ES LA ADICCIÓN.

¿Lacan estaba dispuesto a considerar que esta noción de lo real no era otra
cosa que su propio síntoma? Como él decía: Podría ser mi respuesta sintomática
al inconsciente tal como Freud lo descubrió, inconsciente que no supone para
nada obligatoriamente lo real del que me sirvo. Cuando formulaba esto, se
preguntaba en qué medida la noción del síntoma como real era sólo una creencia
de él, por vía de la cual venía a responder, con la posición de ese real, al
inconsciente freudiano, aquél que se descifra.
La última enseñanza de Lacan está animada por el esfuerzo de situar el
inconsciente a nivel del síntoma, por lo tanto, de hacerlo pasar del ser a lo real,
hasta decir: “el inconsciente es real”, con el agregado de: “si me lo creen” (Cf.
Otros Escritos, Pág. 571), esto es, si hacen la misma opción que hice yo, la de
considerar que el síntoma produce ex-sistencia del inconsciente.
Pero aquí, evidentemente, la iteración no es en absoluto liberadora, como
Lacan había comenzado por creerlo. Por el contrario, es avasalladora, sojuzgante
y es a esta iteración a la que apunta Lacan cuando asimila el síntoma, a partir de
algo dicho por el analisante, a puntos de suspensión, a un etcétera.
Uno llega a ver entonces, en efecto, hasta dónde puede ir la
sintomatización en el psicoanálisis. A partir del momento en que reservamos al
síntoma la calidad de real, nos damos cuenta de la amplitud que podemos acordar
a la sintomatización de las categorías analíticas, acerca de las cuales Lacan sólo
avanza un esquema, pero lo hace precisamente en lo que se refiere a la función
del padre, ése del que intentó construir y proteger en el análisis el misterio, el
elemento impensable y, al mismo tiempo, el carácter organizador.
Pues bien, en esta sintomatización general de las categorías analíticas,
Lacan deja planteado como esquema que lo esencial de la función del padre es
ser un síntoma. Tal es el sentido del desarrollo que Lacan pudo hacer a propósito
de la excepción que debe representar el padre: habla del padre como excepción
porque quiere mostrar que el padre tiene el carácter de ex-sistencia, de
subsistencia fuera de; por eso necesita, en ese momento, caracterizar al padre no
por lo universal, sino al contrario, por la particularidad de su síntoma. Allí reside el
sentido de lo que pudo afirmar en términos de el padre es un perverso.
Esto quiere decir: tampoco el padre freudiano se sitúa en términos del
universal, no es el padre del universal sino por el contrario, se ubica en el registro
de la particularidad del síntoma; resulta esencial, precisamente, que no sea Dios.
Freud había mostrado la raíz de la ilusión religiosa en la función del padre y
Lacan, por el contrario, marca el espejismo divino, a considerar como
específicamente mortífero o psicotizante cuando su soporte es el padre. Es
necesario que el padre sea perverso, en el sentido en que debe estar marcado por
la particularidad de un síntoma.
Es posible asignarle una categoría a ese síntoma. Lacan habla de la
perversión paterna: reside justamente en que el deseo del padre se encuentre
ligado a una mujer entre todas, es decir, a una mujer como única. Y es en la
medida que está marcado por ese única, por ese Uno, que revela no ser Dios,
como así también no decir todo. El padre es ése que no dice todo y que por esa
vía preserva la posibilidad del deseo y no pretende recubrir lo real, es decir, no
pretende ser ontológico. En este límite reside la faz operatoria atribuida por Lacan
al padre, a título de humanización del deseo.

La iteración del síntoma, la iteración del Uno de goce, tuve ocasión de


compararla, en el transcurso de la semana cuando tuve que hablar en Londres, a
los procesos generados por los que se dan en llamar, en matemáticas los objetos
fractals 2 Se trata de objetos exactamente autosimilares, similares a sí mismos, es
decir, en los cuales el todo es análogo a cada una de las partes. Pues bien, es en
esta referencia donde voy a detenerme para dibujar la configuración del síntoma,
cuya matriz es elemental y del cual las formas, sin embargo, se encuentran entre
las más complejas que pueden encontrarse en las matemáticas.

Les doy cita para el primer miércoles de mayo.

FIN DE LA DÉCIMA SESIÓN 2011 (06.04.11)


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2
- No ubicamos en español el término correspondiente a “fractals”. (N. de la T.).
Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décimo Primera sesión del Curso 2011 / Miércoles 4 de mayo 2011

( XI )

El ser y la existencia no son uno, sino dos. Esto es lo que enseño este año,
a partir de la última enseñanza de Lacan. Esta bipartición, esta desnivelación es
necesaria para pensar algo que nuestra práctica impone, como es el espacio de
un más-allá-del-pase, l’outrepasse3, respecto del cual hoy estamos convocados, en
tanto analistas, a responder. Lo estamos porque son numerosos quienes, más allá
de la prueba del pase, bien superada o no, continúan en análisis.
Es posible constatar que hay un más-allá-del-pase y el hecho de que lo
haya condiciona la experiencia analítica a partir del momento en que ella se
instaura.
En efecto, la experiencia analítica se inaugura como una búsqueda de la
verdad, búsqueda que toma la forma de una demanda, la demanda del analista :
« Dime la verdad ». Esta demanda, explícita o no, hace funcionar, favorece, se
alimenta del hecho que el paciente ponga a disposición las ocurrencias que van
surgiendo en su mente. Así, la demanda de verdad se enuncia implícitamente o
no en términos de « Dime sin adornos lo que piensas, sin miramientos ni reservas
–en bruto, de cierto modo, en estado salvaje-, y lo que así me digas será tu
verdad ».
Es una verdad del momento, del instante ; el analista sabe por anticipado
que no es definitiva, que se trata de una verdad eminentemente variable –un
momento más tarde, lo enunciado será diferente- ; del lado del analista hay, por lo
tanto, ese saber: mientes diciendo la verdad, y aun más : no puedes sino mentir.
Eso es lo real, así lo designamos. Llamamos real aquello acerca de lo cual
no es posible decir la verdad, como no sea mintiendo. Lo real es la razón de la
verdad mentirosa, mentirosa aunque más no sea porque variable. ¿A qué
llamamos real ? A eso que sólo podemos decir mintiendo, eso que es reacio a la
verdad, al decir que es verdad.

Enseño aquí pero no enseño sólo aquí, hago una presentación de enfermos,
como se la da en llamar. Se trata de una práctica inscrita en la continuidad de la
que sostuviera Lacan, quien a su vez tomaba el relevo de otra, tradicional en la
psiquiatría de su época. Consiste en interrogar pacientes en presencia de un
público ; se trata de pacientes hospitalizados, cuya estructura se supone que uno

3
- En francés, el término outrepasse queda por su sonoridad ligado, al mismo tiempo,
al adverbio OUTRE, ya en desuso (“más allá”; “además” o en sentido figurado: passer
outre = “obviar”); a la preposición OUTRE, de significado similar: “hacer caso omiso de”;
“allende”; “ultra” (Cf.: “outre-mer”: ultramar, del otro lado del océano respecto de
Francia; “outre-tombe”: ultratumba); al verbo, también poco usual, OUTREPASSER,
compuesto a partir de “outre” y de “passer” = “sobrepasar”; “extralimitarse”,
incluyendo el sentido figurado de “pasarse de la raya”. Otra posible resonancia es la
que aporta el verbo OUTRER: “extremar”; “exagerar”; “indignar”. (Dictionnaire
Hachette de la Langue Française) – (N. de la T.).
demostrará en el curso de una entrevista, para beneficio de quienes están
cursando un aprendizaje. Esta práctica fue criticada porque, en efecto, se inscribe
en el discurso psiquiátrico. Fue Lacan quien recusó las objeciones que habían sido
formuladas a título de una cierta rebelión contra las instituciones y después de él,
la práctica se mantuvo en el Campo Freudiano.
Tengo así la ocasión, regularmente, de mantener entrevistas con sujetos
hospitalizados, que son seleccionados y se manifiestan dispuestos a este ejercicio,
que a menudo lo desean y con mucha frecuencia, sino siempre, ya vienen
marcados por un riguroso diagnóstico de psicosis. Y después de muchos años de
hacer estos ejercicios, debo admitir que ese diagnóstico me irrita en la práctica
porque se refiere al complejo de Edipo, es decir, a la función del padre
considerada en su universalidad. De esa cuestión precisamente se trata.

La universalidad como tal se sostiene en el nivel del ser. Es la universalidad


de una definición, sin garantía alguna de que una existencia responda de ella. La
existencia pertenece a un registro diferente que el de lo universal.
¿Corresponde que el padre sea pensado a partir de lo universal, en términos
de aquél que dice “No”, como la función que erige la castración en ley general, a
un tiempo que se exceptúa de ella? Es lo interrogado por Lacan articulando el
complejo de Edipo a la construcción freudiana de “Totem y Tabú”. Volvió sobre el
planteo en muchas ocasiones. En el último tramo de su enseñanza, se sirve de las
consecuencias para arrancar al padre de lo universal, ese padre cuya mención
misma, en singular, erige en totem de la universalidad.
Lacan hizo mucho en los momentos de su enseñanza que precedieron a ese
último tramo para universalizar la función del padre; incluso se llegó a hacer de
ése un rasgo distintivo del lacanismo: el planteo de la posición universal del padre
en tanto es aquél que dice “No”, aquél que libera al sujeto de su sujeción a la
relación con la madre y al goce que ella implica. Se puede decir que por lo común
es siguiendo ese rodeo que se enseña a Lacan: aquél que logró extraer, a partir de
Freud, la universalidad de la función paterna.
Muy por el contrario, la última enseñanza de Lacan arranca al padre de lo
universal y no lo hace en absoluto para instalarlo en la universalidad, sino en la
singularidad. Y allí mismo, en nombre de esa singularidad, se impone recusar lo
singular universalizante del padre: lo que hace a un padre, el de cada uno de
ustedes, es lo que singulariza su deseo respecto de una mujer entre todas las
demás; sólo es normativo si su deseo es singular. Es lo designado por Lacan –y el
término circuló sin que se comprenda la lógica- como su perversión (père-version)
: la singularidad de cada padre respecto de la universalidad del padre. Lacan
señalaba así que para un padre, identificarse a la función universal del padre no
podía sino tener efectos psicóticos.
En el nivel de lo universal, aquél de la formulación para todo x... –si lo
enunciamos en los términos de la cuantificación-, se obtiene por cierto una verdad
universal, pero no por eso más operante, puesto que no garantiza existencia
alguna. En el nivel de lo universal, ustedes pueden, sin duda, establecer el ser del
padre. Pero la existencia de un padre funcionando como tal es otra cosa, a ubicar
en el registro de la singularidad. Y es esta singularidad la que merece ser
calificada de perversa, por cuanto desmiente, recusa toda norma, todo standard,
todo para todo x...
Llegados a este punto, conviene ponerse de acuerdo acerca de la diferencia
entre el ser y la existencia.
El ser se ubica en el nivel de lo universal y ese nivel, de por sí, es
indiferente a la existencia: una definición es válida incluso si ningún ser viene a
inscribirse en ella. Se trata de aquello que la lógica llamada moderna puso de
relieve respecto de Aristóteles; Lacan se valió de ella porque respondía a lo que le
indicaba la experiencia.
La existencia, por su parte, se sitúa en el nivel de la singularidad. Me
corresponde constatar entonces que cuando hago esa presentación de enfermos,
me esfuerzo para no seguir las reglas establecidas por el diagnóstico de psicosis.
No porque lo recuse –puedo admitirlo, por supuesto; me basta para ello considerar
las coordenadas prescritas por la clínica universalizante, que traza una
demarcación infranqueable entre psicosis y neurosis-, sino porque me esfuerzo en
desbaratar la inscripción del caso en la universalidad. Al hacerlo, reduzco a nada
el universal, para focalizar la singularidad e incluso la invención original de la que
da cuenta el sujeto en cuestión, ése que en un momento dado se encontró
confundido, perdido, suicidario, loco de veras, hasta el punto de solicitar, en
ciertos casos, la hospitalización, pedir ser recibido por la institución. Pero ese
sujeto, hasta ese momento, había inventado algo singular que sostenía la función
paterna para él y que le permitía poner en orden su experiencia, la del mundo. Y
en los hechos, no hay dos que sean semejantes. Para darse cuenta, es preciso
borrar el saber que captamos del universal.

Aquello que Lacan, en último término, llama el padre, se sitúa como


excepción y existencia respecto de la universalidad. El padre no es lo universal,
sino aquello que se sostiene en tanto singular fuera de lo universal. Es la función
la que se ubica en lo universal, pero la función no se encarna, no opera sino en la
forma de la singularidad.
Esto quiere decir que no conviene ahogar la existencia en nuestra creencia
en el todo –“eso vale para todos”-, sino sustituir el punto de vista del todo por el
del Uno. Es la indicación presente en la saeta, en la breve oración de Lacan: “Hay
de lo Uno” (Il y a de l’Un). La tomo aquí, en el registro clínico, como una invitación
a dejar de lado el totalitarismo de lo universal en beneficio de la singularidad del
Uno.
Considerar el padre –con ese artículo definido singular que lo remite a la
esencia- en el nivel del Uno, lo reubica en el nivel del síntoma. *
La enseñanza de Lacan, inaugurada con su escrito “Función y campo de la
palabra y del lenguaje”, culmina en el fantasma y prescribe al análisis un final que
se traduce en la noción de un atravesamiento de ese fantasma. Es en el registro
del fantasma donde supuestamente se produce el desenlace de la cuestión del ser
para el sujeto, su ¿quién soy?
El ser se presenta esencialmente bajo las formas de una pregunta, que
requiere respuestas eminentemente variables y convergentes en una cierta nada
o en algo que se llama el objeto a , una cierta modalidad de ser que es todavía un
semblante.
La última enseñanza de Lacan tiene otra brújula: la del síntoma, inaugurada
con esa pequeña oración que reza: Hay de lo Uno. El síntoma no es una pregunta,
sino la respuesta de la existencia del Uno que es el sujeto.
*
- N. de la T.: Conservamos la grafía del término equivalente a la que figura en el original
francés, symptôme, la única que aparece a lo largo de esta Sesión XI.
Por mi parte digo que esto, del lado del analista, condiciona desde el
comienzo las modalidades de su quehacer. No es lo mismo orientarse tomando la
perspectiva del fantasma, siguiendo la línea de la cuestión del ser, que hacerlo a
partir de del síntoma como respuesta de la existencia. Esto tampoco quiere decir
que se pueda hacer intervenir un cortocircuito.
En el registro del fantasma, toca resolver la cuestión de las significaciones
del ser soportadas por el deseo. Esas significaciones son susceptibles de una
resolución que, en todos los casos ... Sucumbo aquí al universal; lo parcializaré
diciendo : en todos los casos donde hay fantasma, donde hay cuestión del ser,
donde el sujeto imagina ser el único que debe responder a ella, esa resolución
tiende a la nada, a eso que Lacan designaba en sus términos como des-ser
(désêtre).
La cuestión del ser, en todos los casos donde llega a plantearse, desemboca
en el des-ser. Es una resolución ontológica, percibida como tal muy ampliamente,
más allá del círculo lacaniano; en su condición de actividad de reducción, de
concentración, llegó a ser calificada de shrinkage (contracción, merma), al punto
de llegar a ver en el analista una suerte de reducidor de cabezas –una manera de
expresar esta resolución ontológica. Y cuando nos las vemos con un neurótico, a
quien le abrimos la posibilidad de decir todo cuanto se le ocurra, con esperar
alcanza, por lo general, para llegar al des-ser.
Pero a nivel del síntoma, precisamente, no hay resolución por la vía del des-
ser. El des-ser no toca la existencia. La vía que nos indica Lacan en los últimos
años de su enseñanza, precisamente se centra en el síntoma, es decir, en la
existencia y no en el ser. El síntoma no responde a las formaciones de la palabra,
si puedo decir así; es correlativo de una inscripción, por cuanto es permanente y
esto lo distingue, en efecto, del sueño, del chiste, del lapsus, del acto fallido. Por
eso mismo, obliga a ir más allá de la función de la palabra en el campo del
lenguaje: es el síntoma el que obliga a introducir en el campo del lenguaje la
instancia de la escritura, dada su permanencia.
Se trata precisamente de lo que condujo a Lacan a no darse por satisfecho
con decir que el inconsciente era el discurso del Otro, para hacer de él también un
saber. También por eso se apartó de la concepción del inconsciente sólo en
términos de verdad –es una verdad del momento, verdad que se reniega, que
incluso se reprime-; podemos hablar mucho todavía acerca del inconsciente en
términos de verdad, pero el síntoma hace objeción a que podamos considerar todo
el inconsciente en el nivel de la verdad.
Freud intentó hacerlo. Encontró como objeciones la permanencia del
síntoma una vez interpretado y tuvo que inventar la reacción terapéutica
negativa, para dar cuenta de la resistencia del síntoma a evaporarse cuando ya su
verdad había sido despejada. La última enseñanza de Lacan, por el contrario,
toma su punto de partida en esta resistencia y nos invita a volver a pensar el
psicoanálisis a partir de allí. En primer término, volver a pensar el inconsciente:
no hacer de él el discurso del Otro, sino un saber.
¿Saber, en qué sentido? Se lo puede entender –y es por lo demás así que
Lacan lo introduce- como ese saber que acuerda sentido, que completa un
significante S1 por un S2 , un significante de saber que da sentido al primero.
Pero hay otra definición del saber, que no pasa por esta donación de
sentido, donación que resulta ser impotente cuando se trata de reabsorber aquello
que el propio Freud designaba como restos sintomáticos. Es lo que obliga también
a definir el saber como la única reiteración de S1, de una identidad de sí consigo
mismo (de soi à soi), que se mantiene y constituye el fundamento mismo de la
existencia.
Es aquí donde Lacan nos invitó a pensar el inconsciente ya no a partir de lo
que acuerda sentido, a partir de la verdad, sino como aquello que consiste en un
significante que puede inscribirse a partir de una letra. Varió sus formulaciones al
respecto. No lo avanzó de entrada, buscó cómo adecuar el planteo y habituarse a
él; le llevó años llegar a plantear, en dirección opuesta a la de su enseñanza más
reconocida, que correspondía pensar el inconsciente a partir de la reiteración en
bruto y no de la donación de sentido. Si alcanzó a decir, en su último escrito,
incluido en la compilación titulada por mí “Otros escritos”, que el inconsciente es
real, es porque eligió ubicar el inconsciente en el registro del síntoma, del síntoma
que perdura después de la interpretación, después de la verdad.

En los comienzos de su práctica, Freud no se había visto nunca confrontado


a esta cuestión. Fue cuando los análisis comenzaron a prolongarse en su duración
que llegó a ponerse en contacto con ella, algo que lo forzó a reformular su tópica,
a inventar una Segunda Tópica, para tratar de dar cuenta de esta existencia más
allá de la interpretación, la del síntoma como reiteración.
Lacan retomó de la boca de uno de sus pacientes una fórmula que adoptó,
según la cual síntoma y los puntos suspensivos eran equivalentes, el síntoma
equivalía a una suerte de “etcétera”. Es una manera de expresar, a partir de
signos de puntuación, de la escritura, que la palabra –aquélla que el analista
solicita y que en la experiencia le es acordada-, depende de una escritura, se
articula con la permanencia de un síntoma que itera. Una iteración es una acción
que repite un proceso; una vez desvanecidos los espejismos que se disipan en el
des-ser, queda la iteración.
La iteración del síntoma implica –o al menos puede tomar por referencia- un
semel factif : un acontecimiento singular, único –semel significa en latín una vez-,
con valor de traumatismo. El último tramo de la enseñanza de Lacan nos incita
precisamente a discernir, más allá del fantasma, ese semel factif, designado por la
clínica como traumatismo en tanto encuentro con el goce. Es por lo demás allí
donde reside la diferencia entre el goce -en el sentido de Lacan- y la libido
freudiana: en todos los casos, corresponde reenviar el goce a un encuentro, a un
semel factif ; ese semel factif del goce que se mantiene intacto, como detrás y a
distancia de toda dialéctica.
El síntoma, lo que de él queda una vez interpretado, cuando ya fue
atravesado el fantasma, una vez conquistado el des-ser, ese síntoma no es
dialéctico; representa y repercute ese “una sola vez”. Y cuando viene a quedar
discernido, cuando en la experiencia y en la palabra, claro está, es capturado en
su forma más pura, entonces muestra que es, como se dice en matemáticas,
autosimilar –no vayan a escribir autosimiller-, es decir, uno se da cuenta que la
totalidad es similar a una de las partes, condición que lo determina como fractal.

Más allá del pase, cuando nos ocupamos de lo que queda, es esto lo que
encontramos: el síntoma como autosimilar, algo que permite divisar bajo qué
forma y manera todo cuanto recorrimos repercutía esa misma estructura.
Se trata de algo que tiene consecuencias para la escucha del analista, como
se dice. Hay una escucha que se sitúa en el nivel de la dialéctica; hace alianza y
sigue las variaciones de la ontología del discurso del paciente, de aquello que
cobra sentido para él. Después, ese sentido envejece, se marchita, se desvanece
y, de una manera general, esa ontología se dirige hacia el des-ser, con los efectos
que de allí se desprenden, a la vez de depresión –por no haber deseado más que
viento-, pero también de entusiasmo, por haberse liberado de lo que pesaba sobre
la vida libidinal.
Por cierto, el analista puede entonces precipitar esta interpretación para el
analizante, mediante intervenciones que la favorecen y que son siempre
interpretaciones de des-ser. Pero hay una segunda escucha, la escucha de la
iteración, que se dirige hacia la existencia. El analista circula entre las dos
escuchas, porque hay allí dos dimensiones que sólo están empalmadas por un
hiato, una abertura.
Hay una dimensión, como dice Lacan en su penúltimo escrito, “Joyce, el
síntoma”, donde el sujeto vive del ser (vit de l’être) y juega con el equívoco de la
homofonía para decir al mismo tiempo: vacía el ser (vide l’être) –vive del ser y lo
vacía y nosotros lo acompañamos en ese vaciamiento al que está destinado.
Pero hay otra dimensión, aquélla donde -¿cómo decirlo?-, el sujeto tiene un
cuerpo y es preciso pasar por la diferencia entre el ser y la existencia para acordar
su valor a la diferencia entre el ser y el tener.
Tener un cuerpo se ubica del lado de la existencia. Es un tener sólo
marcado a partir del vacío del sujeto; es la razón por la cual, cuando Lacan
abandonó el término de “sujeto de la palabra”, forjó esencialmente el de hablaser
(parlêtre). Separó la raíz de lo que designaba al sujeto como “falta en ser”
(manque-à-être) y marcó con el término de hablaser que ese sujeto no tiene de
ser sino aquello referido a la palabra, pero que sólo puede tomar posición como tal
–es al menos lo que dejó implicado- a partir del cuerpo, de su “tiene un cuerpo”.
¿Qué hace con ese cuerpo que tiene? Ese cuerpo está esencialmente
marcado por el síntoma y es por eso que el síntoma puede ser definido como un
acontecimiento del cuerpo. Esto supone que ese cuerpo está marcado por el
significante, es decir, por la palabra en la medida en que vino a inscribirse y, por
consiguiente, puede venir a quedar representada por una letra. Es esta
inscripción la que merece ser calificada de inconsciente freudiano.

Les hago notar que todo esto procede de la saeta de Lacan, esa breve
oración “Hay de lo Uno”. “Hay de lo Uno” significa: más allá del des-ser, existe,
permanece, queda, el síntoma, el acontecimiento del cuerpo. Esa formulación
constituye, además, el primer paso de otra: “No hay relación sexual”, que es en el
fondo consecuencia de la primacía del Uno, en tanto marca el cuerpo de un
acontecimiento de goce.
Ese Uno –ustedes lo saben- no es el Uno de la fusión, aquél que del dos
haría el Eros, el que tomó por referencia Freud y al hacerlo tuvo que hacer surgir a
su lado, Thanatos para contrarrestar la fusión. Lacan da cuenta de esto diciendo:
“Hay de lo uno”, es decir, no hay dos, no hay relación sexual.
Es entonces en la soledad del Uno único donde toma su punto de partida el
último tramo de la enseñanza de Lacan: el Uno único que habla solo.
En el análisis, existe el dos, se le restituye algo del dos simplemente porque
se le agrega la interpretación, se le agrega a ese Uno único, durante el tiempo que
es preciso, el S2 que le permite producir sentido. Y es esto justamente lo que da
acceso a la experiencia de lo que no se resuelve así: se lo inscribe en un saber
(savoir), se le acuerda sentido (sens), pero para llegar al cese del saber (dé-
savoir) y al cese del sentido (dé-sens) .
Hay en el síntoma un Uno opaco, un goce que como tal no es del orden del
sentido y, para aislarlo, es preciso hacer los rodeos que prometen la dialéctica y la
semántica. Suele ocurrir que el análisis, procediendo así, satisfaga en función del
sentido que libra. Es una forma de engaño. Precisamente, se trataría de que el
más-allá-del-pase, la prueba que él vendría a sancionar, retrace los meandros de
lo designado en su momento por Lacan como las verdades mentirosas del acceso
al des-ser, pero apuntando a la vez a culminar en la asunción de aquello por lo
cual lo real es rebelde a lo verdadero. Se puede designar esto como el destino.
En todo caso, sería otra manera de habitar la prueba dejada por Lacan a sus
alumnos bajo el nombre de “pase”, habitarla como un más-allá-del-pase, más allá
del fantasma, en tanto asunción de la ausencia de sentido (assomption du non-
sens) de este Uno que itera en el síntoma sin ton ni son.

Hasta la semana próxima.

FIN DE LA DÉCIMO PRIMERA SESIÓN 2011 (04.05.11)

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Orientación Lacaniana III, 13

Jacques-Alain Miller

Décimo Segunda sesión del Curso 2011 / Miércoles 11 de mayo 2011

( XII)

Hoy no quiero dar un paso adelante, sino en todo caso hacer una
retrospectiva para situar el punto donde me encuentro en lo que pienso, sin duda,
y lo que pienso hoy es lo siguiente: fui formado por la enseñanza de Lacan a
concebir el sujeto como una falta-en-ser, es decir, como no sustancial, y este
pensamiento, esta concepción, tuvo incidencias, puede decirse incluso una
incidencia radical en la práctica del análisis.
Pienso que en la última enseñanza de Lacan, es decir, en sus indicaciones
que en la medida en que se van haciendo, con el transcurrir del tiempo, cada vez
más parcelarias y enigmáticas requieren del propio esfuerzo, la falta-en-ser,
aquello que constituye la mira de la falta-en-ser, desaparece. En reemplazo de
esta categoría ontológica, hablando con propiedad, ya que es cuestión de ser,
aparece la del agujero, que si bien guarda relaciones con ella se ubica en un
registro diferente del ontológico.
Y esto es, en consecuencia, lo que vuelvo a encontrarme obligado a
pensar : la relación, la filiación y la diferencia que sin embargo guardan entre sí la
falta-en-ser y el agujero, término con el que Lacan quería, en su última
enseñanza, definir lo simbólico como tal.
El hecho que haya recurrido al nudo buscando representar lo que llamaré,
para divertirme, el estado de su pensamiento, no hizo sino concederle tanta
mayor insistencia a esta categoría de agujero, ya que cada uno de los anillos de
cuerda de los que se adueñaba, puede considerarse como hilado alrededor de un
agujero. Esto es lo que entreveo desde el punto donde me ubico: que la renuncia
a la ontología lo condujo de la falta-en-ser, al agujero, algo que todavía queda por
pensar.

Ese punto donde estoy, es también aquél donde me ubico en mi práctica


del ejercicio del psicoanálisis y allí veo bien que cambié. En el fondo, mi primera
práctica se reguló sobre el deseo, entendido como aquello que se trata de
interpretar, sin desconocer -instruido como estaba por Lacan- que interpretar el
deseo es también acordarle ser. En ese punto, la interpretación es creacionista.
Si mi práctica evolucionó, no es por el hecho de haber abandonado la
interpretación del deseo, sino por haber dejado de ordenarse en función de ella,
para hacerlo a partir de un término respecto del cual no es posible para el analista
prevalerse de acordarle ser, un término que destituye al analista de ese poder
creacionista conferido por la interpretación del deseo y que es una cierta potencia
de la palabra, la suya propia, que es sin duda necesario aprender a adquirir. Es lo
que se enseña en las supervisiones. Después de todo, lo que ellas enseñan no es,
esencialmente, el arte del diagnóstico, aun cuando allí resida para el debutante su
preocupación, porque quiere saber con qué tipo de sujeto tiene que vérselas ;
pero lo que uno procura esencialmente pasarle es el método para que su palabra
adquiera potencia, que pueda ser creacionista.
Si lo resumimos, ese método es elemental : es necesario aprender a
callarse. Es preciso que la palabra sea escasa para que tenga alcance, para que
pueda retener la atención del paciente, aun cuando esa atención que preste
venga a dejarlo por fuera de aquello que surge para él como formación del
inconsciente.
Como lo señala Lacan en su último texto, que Uds. encontrarán incluido en
los « Otros Escritos », p. 571 : basta poner atención en el inconsciente para venir
a encontrarnos fuera de él y eso es, sin embargo, lo que se trata de obtener por la
interpretación.
Pero –decía yo- hay un término respecto del cual Uds. no pueden prevalerse
de acordarle ser. Ese término es el de goce. Allí, tienen que desistir de toda
intención creacionista y volverse más humildes. Sería necesario sustituir
« interpretar » por algún otro verbo, pero ocurre que llegados a este punto
desfallecen ; quizá podrían reemplazarlo por « constatar », « delimitar » … Ese
vocabulario no me satisface : querría encontrar uno que dijese mejor de qué se
trata para un psicoanalista, respecto de ese término que va más allá de la
ontología.
Tengo mi ontología –dice Lacan- y agrega que no tendría por qué no ser así,
ya que todo el mundo tiene una, ingenua o elaborada. Cito aquí el Seminario de
« Los cuatro conceptos… », pág. 69. La enseñanza de Lacan, la que se enseña, se
sostiene a nivel de la ontología. Es en el momento en que Lacan desiste de ella,
hacia el final, que en cierto modo uno pierde pie. Es la razón por la cual quiero
persistir en este punto antes de procurar ir más adelante.
Lacan inscribió su ontología en la línea del intento de Freud de dar cuerpo a
la realidad psíquica sin sustantificarla. Y cada uno de estos términos merece ser
interrogado.
No sustantificar la realidad psíquica es, precisamente, no psicologizarla y
ninguno de los esquemas propuestos por Freud para articular la realidad psíquica,
ni siquiera aquél en forma de huevo que decora su Segunda Tópica –el Yo, el Ello,
el Superyo- debe dar lugar a una diferenciación en el aparato ; la idea de que aquí
no se trata de sustancia, esto es, de aparato diferenciado en el organismo para
encarnarlo, conduce a rechazar los intentos de asentar la teoría freudiana en una
investigación del funcionamiento del cerebro. No faltan hoy investigadores que
intentan validar las intuiciones de Freud ; buscan localizar con precisión las
instancias que él llegó a distinguir y lo hacen valiéndose del conjunto de recursos
visuales a los que les da acceso la tecnología desarrollada en las últimas décadas.
Se trata de un intento de dar cuerpo a la realidad psíquica sustantificándola.
Lacan, por el contrario, en el transcurso de su primera enseñanza, procuró
elaborar lo que podríamos llamar un ser sin sustancia.
¿Qué quiero decir con esta expresión ? Indico así un ser que no postula
existencia alguna. No es seguro que el término « existencia » resulte más claro
que el de « sustancia », de modo que buscaremos precisar. En el fondo, es el
concepto de un ser sin real, digamos, de un ser –el del sujeto- que sólo se inscribe
diferenciándose de lo real y en tanto se plantea en el registro del sentido. En
definitiva, es en ese registro donde se funda la ontología de Lacan : es una
ontología semántica.
Lacan fue a buscar en Freud con qué sostener el término de « ser ». Pudo
compulsar la obra de Freud -que no es pródiga en semejantes referencias- y dio
con ese fundamento en el Capítulo VII de la Traumdeutung, en el punto E), allí
donde Freud aborda los procesos primario y secundario y se ocupa de la represión.
En ese momento, su pluma trae la expresión Kern unseres Wesen, el núcleo de
nuestro ser. Adueñándose de ese legomenon, de esa forma de ejemplo único, ya
que hasta donde sé no fue planteado sino esa única vez por Freud, Lacan se vale
de él para decir que la acción del analista va al corazón del ser y que en función
de eso lo implica a él mismo.

Para captar de qué se trata, retomemos ese pasaje de Freud; les propongo
hacerlo desde la última traducción de Jean-Pierre Lefèvre, publicada en las
Éditions du Seuil, que empecé a consultar y encuentro especialmente
recomendable.
¿Dónde se inscribe exactamente esta expresión, el núcleo de nuestro ser?
Abrevio, porque sería necesario hablar del conjunto del capítulo, de toda esta
parte E), pero ... Digamos que se inscribe en la diferencia, en la distancia definida
por Freud entre dos procesos psíquicos, el primario y el secundario. En definitiva,
poco importa cómo los define: el propio Freud reconoce el carácter ficticio de su
construcción teórica. Sitúa el proceso primario como aquél cuyo fin es el de
evacuar la excitación, etc., pero agrega que no existe un aparato psíquico que
posea sólo el proceso primario, se trata de una ficción teórica. Su carácter de
ficción no impide pensar que los procesos secundarios –pasa entonces al plural- se
despliegan más tarde. Está así presente la idea de una orientación temporal: un
primer momento y un después, y entre uno y otro una laguna, una distancia. Los
procesos secundarios se despliegan más tarde e inhiben, corrigen, dominan a los
primarios.
Conservemos sólo esto. La idea según la cual hay algo del orden primario y
que viene, como por encima, a implantarse un aparato que opera sobre ese dato
primario y explica que haya algo propio del registro inconsciente, que el
inconsciente no se encuentre a libro abierto. Es en ese momento que introduce la
expresión “el núcleo de nuestro ser”, situándolo en el nivel primario, es decir,
antes que intervenga un aparato, una configuración susceptible de retener esos
procesos, de desviarlos y orientarlos. El núcleo de nuestro ser, para Freud, está
en el nivel primario, en tanto ese nivel estaría constituido –traduce Lefèvre– por
movimientos deseantes inconscientes, acerca de los cuales Freud precisa a
continuación que surgieron de lo infantil.
Si inventamos una ontología, allí tenemos los términos según los cuales
podríamos situarla: el núcleo de nuestro ser es del orden del deseo y de un deseo
que permanece como imposible de captar y refrenar, pese a lo secundario que
venga a implantarse.
Esto es así de manera tal que, para Freud, la realidad psíquica viene a
quedar obligada a plegarse al deseo inconsciente. Hay allí el ejercicio de un
dominio –dice Freud-, afirmación que encontrará en Lacan una repercusión
incesante; incluso en sus esquemas de los cuatro discursos Lacan buscará
inscribir que el significante amo es impotente en cuanto a dominar el saber
inconsciente. Puesto que dominarlo es imposible, sólo le queda permitido al
proceso secundario dirigir, hacer desviar los procesos primarios hacia lo que
designa como los gustos más elevados, que más tarde llamará sublimación.
Sólo retengo esto: el hecho que para Freud, el núcleo de nuestro ser se
sitúa en el nivel del deseo inconsciente, un deseo que nunca puede ser dominado
ni anulado, sólo puede ser dirigido; eso es lo que Lacan se proponía hacer, cuando
enunciaba su manera de pensar su práctica bajo el título de “La dirección de la
cura...”
La primera enseñanza de Lacan, aquélla iniciada con “Función y campo de
la palabra...” y que marcó los espíritus, la opinión, culmina en definitiva en una
enseñanza fundada en el deseo como constitutivo del sujeto. Y en la medida en
que procuro, justamente, hacer oscilar esta ontología Lacaniana -como el mismo
Lacan lo hizo, como se vio conducido a ir más allá de ella-, iré a extraer de sus
consideraciones una definición ontológica según la cual el ser es el deseo.
Allí reside precisamente la razón por la cual, cuando se ocupa puntualmente
de la expresión freudiana “el núcleo de nuestro ser”, Lacan puede decir –lo hace
en una proposición muy corta, intercalada en otra, bajo la forma entonces de
inciso-: no cabe inquietarse pensando que me expongo aquí, una vez más, a los
adversarios siempre felices de reenviarme a mi metafísica. En el fondo, Lacan
desafía a esos adversarios haciendo parada con su metafísica. Vuelvo a encontrar
aquí la misma expresión que lo muestra asumiendo esa metafísica en el discurso
con el cual presentara su “Informe de Roma” sobre “Función y campo de la
palabra...”; evocaba entonces al analista debutante, a quien su análisis personal –
era la expresión que empleaba- no le vuelve más fácil que a cualquiera elaborar la
metafísica de su propia acción.
Es preciso escuchar allí el enunciado de su ambición: elaborar la metafísica
de la acción analítica, es decir, determinar el ser sobre el que opera esta acción;
diría incluso que el término acción implica, aquí, el de causa. ¿Cómo, a partir de
lo que hago como analista, puedo ser causa de una mutación, de una
transformación, de un efecto eficaz que toca el núcleo del ser? Y de entrada
advertía que abstenerse de elaborar la metafísica de la acción analítica, sería
escabroso porque equivaldría a hacerlo sin saberlo. Algo que tiene su parecido
con el argumento según el cual es necesario filosofar, porque de no ser así, es
preciso hacerlo de todos modos para demostrar que no es necesario. El recurso a
este argumento determina que una vez situados en esa dimensión, ya no es
posible salir de ella.
Pues bien, es así como Lacan concebía, en el punto de partida de su
enseñanza, lo que daba en llamar una metafísica y el hecho que no se puede no
elaborar la metafísica del psicoanálisis.

¿Cómo entenderlo? ¿Cuál es el ser sobre el que pretendemos actuar


mediante el psicoanálisis? Inspirados en esta interrogación, encontramos la
función de la palabra. El psicoanálisis supone que el recurso de nuestra operación
es la palabra, pero la intensidad con la cual Lacan promovió la función y el campo
del lenguaje, se funda en que para él esta asignación lingüística estaba inscrita en
el marco de la metafísica del psicoanálisis. Se pretendió reducirla a una
explotación de la lingüística, pero aquello que vino a ser formulado como una
respuesta -la función de la palabra y el campo del lenguaje-, estaba animado por
la cuestión metafísica que señalé, esto es: cuál es el ser sobre el cual esa
operación pretende actuar.
Es en ese momento que Lacan aplica un axioma según el cual no puede
haber allí acción de un término respecto del otro si no hay homogeneidad entre
ellos; debe haberla entre la acción del analista y el ser al cual se aplica para que el
análisis sea eficaz –y que lo sea constituye el presupuesto empírico de su discurso.
El psicoanálisis es eficaz. Por consiguiente, es preciso que haya homogeneidad,
es decir, es necesario que esta acción y el ser al cual se aplica sean de un mismo
orden de realidad, de un mismo orden ontológico.
Entonces, ¿qué acción es ésta? Lacan la centraliza e incluso la reduce a la
interpretación, es decir, a la donación de otro sentido a lo dicho. En este punto, si
aislamos la interpretación como el núcleo de la acción analítica, debemos decir
que opera en el registro del sentido y la metafísica analítica debe conllevar que el
ser es sentido. Dicho de otro modo, el psicoanálisis implica una ontología
semántica y lo designado por Lacan como sujeto es, precisamente, ese correlato
de la interpretación: un sujeto que sólo tiene ser por la interpretación, por el
sentido –y se trata de un ser variable en función del sentido. No hay nada allí que
corresponda al registro de la sustancia, nada que tenga la permanencia de ella.

¿En qué términos pensar entonces este ser del sentido, como no sean
aquellos que lo distinguen del orden de lo real? Ya sea que la consideremos como
intuición o como axioma, en el fondo es ésa la primera posición que orienta a
Lacan, tal como pueden encontrarla formulada en los “Otros Escritos”, pág. 136: la
de una distancia entre lo real y el sentido que le es acordado, una distancia entre
dos órdenes: el de lo real y el del sentido. Lacan la comentará sin cesar, en tanto
muestra el hiato presente allí, entre real y sentido, dado como un arbitrario,
utilizando un término de Saussure. En un momento dado, buscará incluso
reconocerle una libertad inherente al sujeto; en todo caso, lo real no decide el
sentido, hay entre uno y otro una laguna, un hiato que nos permite reconocer lo
que designamos como dos órdenes, dos dimensiones que no se comunican. Así
también, a partir de Descartes había sido posible distinguir el alma y el cuerpo y
plantear, además, su unión; pero aquí, en este primer tramo de la enseñanza de
Lacan, real y sentido se distinguen sin que llegue a haber unión entre uno y otro.
El eje de la acción analítica ubicado en la donación de sentido supone una
escucha por parte del paciente ajustada a esos términos, enmarcada en la
atención acordada al sentido que le da al reparto de cartas que su nacimiento le
asignara, así como a los acontecimientos que vinieron a marcar su desarrollo y a
las modalidades semánticas según las cuales comunica lo que vive; atención que
también tendrá en cuenta las variaciones introducidas en la donación del sentido.
En segundo lugar, del lado de la interpretación, el lado de lo que les toca
hacer a ustedes, se trata también de dar sentido. Si bien desde ese punto de
vista es algo homogéneo respecto de la donación de sentido efectuada sin cesar
por el sujeto, su finalidad es la de llevar a cabo, efectuar un advenimiento del ser,
es decir, hacer ser aquello que no era, pero respecto de lo cual ustedes pueden
inferir que quería, podía, buscaba ser y el sujeto –entre comillas- no se lo
confesaba. De modo que ustedes se encuentran, en tanto analistas, en relación
con ese ser menor que no llegó a efectuarse y del cual serían el partero, aquél que
permite advenir al ser. Se trata de un hacer ser que pasa por la acción de la
palabra.
De toda evidencia, Lacan volvía a encontrar allí todo cuanto había podido
ser elaborado acerca de los poderes poéticos de la palabra, en contraste con su
valor realista, así como la puesta en valor, por el contrario, de la creación. En un
primer momento, Lacan evocaba ese ser como capturado en el engranaje propio
de las leyes del bla-bla-bla –es así como lo llama entonces-; más tarde, en efecto,
procuró enunciar una a una, en su orden, las leyes del bla-bla-bla; lo hizo, en
particular, aportando una forma esquemática de la metáfora y de la metonimia,
todo un aparato, toda una mecánica de las leyes, presentado con la construcción
de los signos + y ─ . Lo articuló como la arborescencia de un grafo, el grafo del
deseo y lo hizo repercutir de diversas maneras, a cada una de las cuales uno
puede consagrarse por su valor propio. Pero el hilo conductor subyacente allí es la
doctrina del inconsciente según la cual el inconsciente pertenece al orden del
sentido, es un fenómeno de sentido, semántico. En su discurso inicial, Lacan
emplea el término de fenómeno a propósito del inconsciente, yo agrego el de
semántico.

Una vez más, a mí mismo me llevó mucho tiempo articular, desarticular y


volver a armar las construcciones de Lacan referidas a sus engranajes lingüísticos,
cada uno de los cuales merece ser retenido por lo que es. Pero apunto, llegado
aquí, a un nivel más elemental, a un objetivo primario, un abordaje en cierto modo
inmediato de aquello que está en juego en la práctica y fundamenta las
construcciones de Lacan a lo largo de sus formulaciones, llevándolo a plantear la
equivalencia entre inconsciente y sujeto, es decir, que tanto el inconsciente como
el sujeto -o en tanto que sujeto-, tiene que ser.
Se trata, por cierto, de una intuición muy restringida, pero en condiciones
de sostener, por su propia naturaleza, la experiencia analítica en su sucesión, en
la secuencia material de las sesiones. Allí se trata de hacer ser, a partir de algo
cuyo ser es bien preciso suponerlo en términos de una falta-en-ser, en tanto el
deseo freudiano, calificando el núcleo de nuestro ser, toma así el sentido de un
deseo de ser, de un deseo ontológico.

¿Qué es lo que puede conferir el ser al deseo de ser?


Una primera respuesta formulada por Lacan fue: el reconocimiento. El
deseo como deseo de ser es un deseo de reconocimiento, es decir, que venga a
ser ratificado por el otro de la palabra, por aquél a quien se dirige, aquél que lo
interpreta y, por consiguiente, la satisfacción del deseo es el reconocimiento;
término este último que de toda evidencia Lacan heredó de Hegel, pero en este
punto me ocupo de reconstituir una lógica primaria donde se sostiene la primera
enseñanza de Lacan. Siguiendo esta línea, se puede decir que alcanzado el
reconocimiento, el análisis puede encontrar su fin y lo encuentra en una
satisfacción: aquélla que le procura el reconocimiento.
Mucho más tarde, Lacan también propondrá considerar el fin del análisis
como un asunto de satisfacción.; lo formulará así incluso en su último escrito
publicado, al que me refería hace un rato; pero se tratará entonces de una
satisfacción por cierto muy a distancia de la que subrayo aquí.
Ya en el primer tramo de su enseñanza hay un ruptura, la superación de un
obstáculo, de un límite, hay un más allá del reconocimiento que opera en un punto
muy preciso, a ubicar en su Escrito “Dirección de la cura...”. Allí evoca el
reconocimiento y también la razón por la cual su opción es la de desprenderse de
ese peso. Lo hace en el momento de distinguir entre deseo y demanda, cuando
se da cuenta de que el reconocimiento es lo que el deseo demanda, pero que
precisamente el alcance del deseo va más allá de la demanda y ninguna
satisfacción de la demanda, ni siquiera aquélla de la demanda de reconocimiento,
está en condiciones de satisfacer el deseo.
Se produce entonces un desplazamiento que va del reconocimiento del
deseo a su causa, de modo que el término causa promovido entonces por Lacan,
viene a ocupar el de reconocimiento y se trata allí de un desplazamiento,
hablando con propiedad, ontológico.
Llegado a ese punto, Lacan no se da por satisfecho con la definición del
núcleo de nuestro ser por el deseo, a contrapelo de lo que había ido a atrapar en
uno de los primeros escritos de Freud, aquél incluido en la Traumdeutung.
Ese desplazamiento ontológico adviene cuando comienza a resultar
evidente que el deseo es sólo un efecto, que no es una ultima ratio, una razón
última del ser, sino un efecto de significante capturado en los rieles de la conexión
entre significantes, es decir, los de la metonimia. Desde este punto de vista, el
Escrito “La instancia de la letra en el inconsciente...” y la definición del deseo allí
propuesta, oponen un desmentido a la dialéctica del reconocimiento.
Esta construcción inscribe el deseo en el nivel de la significación, con su
valor de reenvío; Lacan la transcribió valiéndose de esta fórmula: entre
significante y significado no hay emergencia ni aparición, hay un significado
retenido. Ese significado lo escribe precedido de un signo menos, entre
paréntesis:

S (¯─ ) s
Ese efecto metonímico se distingue del metafórico, inscrito de la misma
manera pero con un signo más, entre paréntesis, que indica la emergencia:

S(+)s

En ese efecto metonímico, Lacan vuelve a encontrar la falta-en-ser a partir


de la cual definía el deseo, pero aquí se trata de un deseo que sitúa como
incompatible con la palabra; pasa a considerar que corre por debajo de todo
cuanto es dicho, para indicar así que es un deseo incompatible con el
reconocimiento, un deseo que ningún reconocimiento puede apagar, un deseo que
no puede interrumpirse confesándose. Es como un fantasma de la palabra.

Pues bien, pasando del reconocimiento a la causa, Lacan desplaza también


el punto de aplicación de la práctica analítica del deseo al goce. El primer tramo
de su enseñanza, apoyado en la falta-en-ser y el deseo de ser, prescribe un cierto
régimen de interpretación, digamos la interpretación de reconocimiento. Es
aquélla que reconoce el deseo sobreentendido y que lo exhibe. Es preciso decir
que cada vez que uno se consagra a interpretar un sueño, en efecto, practica la
interpretación de reconocimiento. Pero hay otro régimen de interpretación, cuyo
fundamento no es el deseo sino la causa del deseo; este segundo régimen es el de
una interpretación que aborda el deseo como una defensa contra lo que existe y lo
que existe, en oposición al deseo que es falta-en-ser, es aquello que Freud
abordara a título de pulsiones y es designado goce por Lacan.
Sin duda, Freud no le acordó existencia a las pulsiones; sólo dijo de ellas
que eran múltiples, que eran nuestros mitos y uno entiende entonces: no es algo
del orden de lo real. Pero es precisamente esto lo desmentido por Lacan cuando
interpreta a Freud: decir que las pulsiones son míticas, no es reenviarlas a lo irreal,
sino considerar que son un mito de lo real, que hay algo de lo real bajo el mito y
que ese real bajo el mito de la pulsión es el goce.

Lacan le acordó una fórmula a esta fractura, fórmula que en otros tiempos
me encargué de subrayar: el deseo viene del Otro; el goce se ubica del lado de la
Cosa, con una “C”. Esto quiere decir que el deseo remite al lenguaje como
fundamento y a aquello que, en el campo del lenguaje, allí donde es
comunicación, apela al Otro. La Cosa de la que se trata no es la verdad freudiana,
aquélla que dice: “Yo, la verdad, hablo”; la Cosa es lo real al que uno da sentido y
la conclusión a la cual llegó Lacan, más allá de su primera enseñanza, es que el
primer real que se distingue de la donación de sentido y sobre el cual se ejerce la
donación de sentido, es el goce.
Ese lado de la Cosa donde se inscribe el goce es el síntoma, es decir, lo que
queda cuando el análisis termina, en el sentido de Freud. Y es también lo que
queda después del pase de Lacan, esto es, después del desanudamiento del
sentido.
La metafísica de la acción del analista, esto es, lo que por mi parte vengo
situando como su ontología semántica, apunta al deseo como núcleo del ser, es
decir, a un sentido esencialmente designado por la aparición de una falta-en-ser,
aquélla que Lacan llama castración porque interpreta el término freudiano en el
marco de su ontología. Incluso cuando indicaba, en el momento de proponer el
pase, que ese núcleo podía llegar a ser anotado de otro modo, con la notación
positiva del a, es necesario subrayar que esa manera de inscribirlo sólo cumplía
para él su función a partir de la falta-en-ser, a título de un obturador de la falta-en-
ser, de modo que el pase está todavía dominado por la referencia a la falta-en-ser.
El pase está cortado, apartado, de la idea de reconocimiento, ya que a
partir del momento en que el deseo viene a quedar definido como una metonimia,
el reconocimiento del deseo pierde su valor: no puede haber reconocimiento del
deseo definido como una metonimia. Por lo tanto, en el lugar del reconocimiento,
de un deseo que adviene al registro del ser, Lacan instalaba con el pase el
reconocimiento de la falta-en-ser y especialmente, el de una falta-en-ser del
deseo. Por esa razón decía: notamos en el pase una deflación del deseo; es decir,
en el pase llegamos a discernir ese signo menos entre paréntesis y a acordarle
valor de castración, así como discernimos aquello que permitió hacer la soldadura
entre significante y significado: el objeto a. De modo que lo designado por Lacan
como el pase, incluso trabajado por tensiones, viene a quedar incluido en su
ontología, dominado por la noción del ser y de la falta-en-ser.
Es en el último tramo de su enseñanza donde tiene lugar una renuncia a
esta metafísica, a esta ontología y todo cuanto evoqué aquí, todo lo que procuré
reatrapar para poder avanzar más tarde, todo eso está dominado, de una u otra
manera, por las alternativas de la falta-en-ser, hasta el momento en que Lacan
atraviesa los límites de esa ontología.

¿Cuándo los atraviesa? Lo hace en el momento en que afirma: Hay de lo


Uno. Es decir, no se trata de una falta, muy por el contrario, como tampoco es
cuestión del ser, puesto que no dice: allí es. Sus referencias son entonces mucho
más remotas que las provistas por Descartes y la metafísica moderna. Las va a
buscar en Platón, incluso en los neo-platónicos. Y se abstiene de decir “el Uno
es”, a la manera en que ellos lo hacen. Lacan dice Hay (Y a ), bajo una forma del
argot que, como quiera que sea, elide el sujeto del verbo 4. Esa saeta, esa breve
oración es una posición de existencia y, si se quiere, ese Hay de lo Uno (Y a

4
- La construcción completa en francés de la expresión impersonal “Hay” supone como
único sujeto del verbo el pronombre “Il” (3ª persona masc. sing.): “Il y a”. La forma
utilizada por Lacan y evocada por JAM aquí es la reproducción fonética de su uso
coloquial. Otro tanto ocurre con el partitivo que introduce el complemento “Uno” = de
+ le, con valor de “un representante del universo del...” y cuyos componentes figuran
tal como los elide la fonética: d’ l’. (N. de la T.).
d’l’Un) es la repetición inútil de lo sostenido en “Función y campo de la palabra y
del lenguaje”, reducido a sus raíces, al hecho puro del significante considerado
como pensamiento, por fuera de los efectos de significado y por consiguiente, en
particular, pensamiento por fuera del sentido del ser.
Se trata así de algo enorme, puesto que todo cuanto aprendimos a
reconstituir con Lacan como la historia del sujeto, eran precisamente las
aventuras del sentido de su ser y eso no es algo que pueda evitarse. No estoy
planteando que haya un cortocircuito, que uno pueda abstenerse de pasar por allí
en la práctica, sino que, en el horizonte de los avatares del sentido del ser, existe
un hay (Y a), existe el primado del Uno, en tanto lo que habíamos creído aprender
de Lacan es el primado del Otro de la palabra, tan necesario para el
reconocimiento del sentido, ese Otro que ratifica el sentido de lo dicho y del
deseo. Pues bien, aquí el deseo pasa a un segundo plano, ya que el deseo es el
deseo del Otro y, en el fondo, la verdad que se desprende del pase de Lacan es
ésta, la verdad que da la clave de la deflación del deseo allí producida es que el
deseo no ha sido nunca sino el deseo del Otro. Es por ahí que ese Otro, siempre
supuesto, siempre imaginado, viene a ser evacuado junto a la consistencia del
deseo.

Simplemente, hay un después. Fue forzoso constatar que lo había y que el


después era, precisamente, que el sujeto se encontraba enfrentado con el Hay de
lo Uno. Una vez que había terminado con el Otro, una vez que tenía la solución de
su deseo, es decir, que ese deseo no le interesaba más, una vez que lo había
desinvestido, persistía sin embargo el Hay de lo Uno y ese Hay de lo Uno, tal como
lo abordo aquí, es precisamente el nombre de lo aislado por Freud en términos de
restos sintomáticos.
Con el primado del Uno es el goce el que viene a ocupar el primer plano, el
del cuerpo que llamamos “propio” y que es el cuerpo del uno. Se trata de un goce
primario, por cuanto sólo resulta secundario que sea afectado por una
interdicción. Lacan llegó incluso a sugerir que era la religión la que proyectaba en
el goce una interdicción ratificada por Freud. También llegó a pensar que la
filosofía había entrado en pánico ante este goce –fueron sus términos-; pánico que
sepultó ese goce bajo una masa de sustancia gozante, por no haber pensado esa
sustancia, su permanencia, su existencia rebelde a la dialéctica introducida por el
significante, cuando se lo considera con sus efectos de significado. Le asignaba al
psicoanálisis la tarea de discernir este goce.
Fue así como pudo escribir una frase que sólo llego a explicarme ahora, a
través de estas retrospectivas. La encontrarán en los Otros escritos, pág. 507: el
goce viene a causar lo que se lee como mundo. Esto quiere decir que el goce, en
el fondo, es el secreto de la ontología, la causa última de lo que se presenta como
el orden simbólico, cuya filosofía hizo el mundo.

Hay entonces una oposición entre ontología y goce. La ontología le acuerda


su lugar a lo que quiere ser, así como implica y conlleva lo posible. A diferencia
de ella, el goce pertenece al registro de lo existente; es por esa razón que Lacan
pudo decir, en su última enseñanza, que el psicoanálisis contradice el fantasma en
el cual reposa la metafísica... –¡quizá soy yo quien dijo eso!... Planteó que el
psicoanálisis contradice el fantasma que consiste en hacer pasar el ser antes del
tener (Otros escritos, pág. 565). Por mi parte, agrego: en ese fantasma reposa la
metafísica, en la medida en que tener es, ante todo, tener un cuerpo.
¿Podemos decir que el sujeto lacaniano no tenía cuerpo? No, pero sólo
tenía un cuerpo visible, reducido a su forma, a la pregnancia de su forma, en tanto
el deseo era indexado tomándola como referencia. ¿Acaso con la pulsión, con la
castración, con el objeto a, el sujeto volvía a encontrar un cuerpo? Sólo lo
reencontraba sublimado, trascendentalizado por el significante. Antes de la
última enseñanza de Lacan, el cuerpo del sujeto era siempre un cuerpo
significantizado, sostenido, contenido por el lenguaje.

Ocurre algo muy diferente a partir de esa pequeña oración Hay de lo Uno,
porque el cuerpo aparece entonces como el Otro del significante, en tanto
marcado por él, en tanto el significante produce acontecimiento allí. Y ese
acontecimiento, ese acontecimiento de cuerpo que es el goce, aparece, vale como
la verdadera causa de la realidad psíquica. Empleo esta expresión no sin haberme
preguntado desde cuándo tenemos una realidad psíquica. De remontarnos a los
tiempos considerados por Lacan, precisamente cuando le acuerda sentido a su
Hay de lo Uno -aquellos que corresponden a Pitágoras, Platón, Plotino-, no resulta
para nada evidente que ellos tuviesen por entonces una realidad psíquica. Para
los escolásticos no existía en absoluto, como tampoco la idea de sujeto. En el
fondo, es sólo con Descartes, hablando con propiedad, que empezaron a existir las
ideas acerca del sujeto, a partir del momento en que él extendió la causalidad
hasta pensar de manera conjunta el ser y la existencia como equivalentes
respecto de la causalidad.
Pues bien, es precisamente por eso que entiendo es necesario retomar esa
causalidad, para dar un sentido a la realidad psíquica. Algo que deja pendiente la
definición del deseo del analista. Cuando lo evocaba, el deseo del analista era
para Lacan el de llevar, el de guiar el ser como inconsciente -es decir, aquello
reprimido- a su manifestación completa y acabada. Lo reprimido, a entender aquí
como aquello que quiere ser, en su condición de ser virtual, solamente en estado
de posible, convocaba al deseo del analista como x para venir a existir. Desde esa
perspectiva, podemos decir que el lugar del analista respecto del paciente
quedaba marcado, precisamente, por el hecho de sostener el deseo del Otro como
pregunta para hacerlo advenir.
La posición del analista, cuando se confronta a ese Hay de lo Uno en el más
allá del pase, ya no está marcada por el deseo del analista, sino por otra función,
que nos queda por elaborar, tarea a la que nos consagraremos más tarde.

Esto es todo. Hasta pronto.

FIN DE LA DÉCIMO SEGUNDA SESIÓN 2011 (11.05.11)

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