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(*)
Este texto es la reunión de dos escritos distintos, tomados el primero del libro de Matthew Lipman, Ann
Margaret Sharp y Frederick Oscanyan Philosophy in the Classroom (Philadelphia, Temple University Press,
1980, pp. 109-110; 33-34; 106-107), y el segundo del libro de Matthew Lipman Philosophy Goes to School
(Philadelphia, Temple University Press, 1988, cap. 7, pp. 87-99).
La traducción al español y la presente organización del texto es obra de Diego Antonio Pineda R., Profesor
Asociado Facultad de Filosofía Pontificia Universidad Javeriana. El texto, bajo su forma actual, se
encuentra inédito, pero está en proceso de publicación. Es para el uso exclusivo de los participantes en el
Diplomado en Educación Filosófica (Filosofía para niños). No se puede reproducir sin autorización.
Este material está protegido por las leyes de derechos de autor. Dicha ley permite hacer uso de él
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La explicación científica
Aunque la perspectiva científica usualmente logra apaciguar a los niños y jóvenes,
si la explicación que se le ofrece es parcial, su apetito de comprensión difícilmente se
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verá satisfecho. “¿Por qué hay ese arco iris sobre la superficie del charco?”, pregunta un
niño. “Porque hay una capa de aceite sobre el agua”, se le responde. Puede ser que el niño
no diga más, pero siga confundido y piense, por ejemplo, qué tiene que ver el aceite con
el arco iris, o por qué una cosa causa la otra. Para él el problema no ha sido resuelto;
apenas ha sido pospuesto.
No hay realmente nada que resulte incorrecto en responderle de esta forma a un
niño; sin embargo, se puede destruir su curiosidad si nos excedemos en el tipo de
respuestas que les damos. Se trata, más bien, de ayudarles a los niños a descubrir tanto
cuanto necesiten saber acerca del problema con el que están tratando, pero sin
perjudicar su curiosidad por decirles mucho más de lo que quieren saber.
Hay muchas personas que dicen que a los niños pequeños no les interesa obtener
explicaciones científicas, es decir, explicaciones en términos de causas. Los niños, se
dice, desean conocer el propósito hacia el cual las cosas se dirigen, más que su causa. Y
seguramente esto es lo que ocurre en muchos casos. Por ejemplo, si le dijeras a una niña
de algo más de dos años que el cielo está muy bonito, ella podría responderte con la
siguiente observación: “Sí, ¿quién lo habrá pintado?”. Ella ve que hay cosas que se hacen
con el fin de que resulten bonitas y concluye, por analogía, que el cielo debe haber sido
hecho con el mismo propósito. Razona de esta forma: las cosas bonitas son hechas por
las personas que pintan; el cielo es bonito; por lo tanto, el cielo debe haber sido hecho
por una persona que pinta.
Sin embargo, sería un error suponer que los niños que piden explicaciones
necesariamente quieren que se las den en términos de propósitos más que de causas.
Supongamos, por ejemplo, que esa misma niña nos preguntara por qué un melón tiene
ciertas rayas en la cáscara y que decidimos tomarle el pelo diciéndole “Eso es para
mostrarnos por dónde debemos cortarlo”. Puede, sin embargo, que ella no se lo tome en
broma, sino completamente en serio. Es claro, como ha argumentado Shulamit Firestone,
que los niños pueden razonar, aunque desafortunadamente tengan muy poca información
y experiencia. El hecho de que la niña te crea lo que le has dicho no significa que ella
desee una respuesta en términos del propósito por el cual los melones tienen ciertas
rayas en la cáscara; puede significar simplemente que ella todavía no es capaz de
distinguir entre una explicación basada en causas y una explicación basada en propósitos.
Es posible, a pesar de todo, que esta niña siga buscando una respuesta causal o científica
a su cuestión.
Ponte tú mismo en el lugar del niño. Supón alguna cosa que te deje perplejo. Por
ejemplo, que ha habido un incendio en tu casa y tú quieres encontrar una explicación.
Podrías pensar que hay algún ser humano responsable del hecho: un pirómano o alguien
que dejó una vela prendida mientras dormía. O también puedes buscar una causa física,
por ejemplo un cortocircuito. Ahora bien, cualquiera que sea el caso, que descubras que
el fuego fue provocado intencionalmente o que fue un accidente, lo que realmente te
interesa, y lo único que hace que cese tu agitación mental, es saber cómo ocurrió el
hecho.
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Así pasa también con los niños: ellos quieren saber cómo ocurren las cosas. Es por
eso que preguntan por qué. No debemos suponer que ellos estén buscando explicaciones
científicas, o no-científicas; pues no tienen precisamente ninguna idea de la diferencia
que entre tales explicaciones existen. Simplemente buscan explicaciones que les
resulten satisfactorias.
Lo que sí no hay que hacer en ningún caso es burlarse de ellos, aunque es posible
que previamente se haya convenido con ellos que vamos a hacernos bromas. Si un niño te
pregunta por qué tienes nariz y tú le respondes que para ponerte las gafas, a lo mejor a
él eso le parecerá divertido; sin embargo, queda claro que no has respondido a su
pregunta.
O también, cuando un niño te pregunta “¿Por qué la luna nos sigue por el camino
que vamos?”, podría ser apropiado responderle: “Porque le gusta estar junto a nosotros”,
o alguna otra respuesta que le resultara agradable o graciosa. Es claro, sin embargo, que
no estás más que evitando darle una respuesta, puesto que se trata de una pregunta que
no puedes responder, y que, por tanto, no estás satisfaciendo precisamente la curiosidad
del niño.
II.
Filosofía y educación científica
en la educación básica primaria
que existen entre sus concepciones y las nuestras, sino de que tenemos que razonar
junto con ellos. Puesto que la educación en el campo de las ciencias naturales no ha
proporcionado tradicionalmente dicho componente de razonamiento, éste tiene que ser
ofrecido como un suplemento derivado de otra disciplina. Y, dado que la filosofía
tradicionalmente ha proporcionado el apoyo que se requiere para el estudio de la
discusión razonada, no tiene por qué sorprendernos que la filosofía sea tal disciplina.
Hay otro punto que vale la pena mencionar a este respecto: hay un acuerdo
general en que la educación científica no debería ser simplemente un asunto de ofrecer
respuestas. Lo que es realmente importante, solemos decir, es que los propios niños se
planteen las preguntas. Eso está muy bien; sin embargo, sigue siendo inadecuado. Si bien
los niños podrían ser suficientemente inquisitivos como para plantear ellos mismos las
preguntas, podrían, sin embargo, ser todavía muy resistentes a nuestra pretensión de
encasillarlos en nuestras respuestas prefabricadas. Lo que ellos quieren, más bien, es
que se les permita pensar en esos asuntos por sí mismos y llegar por sí mismos a
respuestas. No se trata de que ellos necesariamente rechacen nuestras respuestas como
tales; lo que suelen rechazar, más bien, es el método que les proponemos para que
lleguen a ellas. No desean que pensemos por ellos; desean pensar por sí mismos. No se
trata tampoco de que estén casados con sus propias explicaciones, sino de que quieren
participar en la investigación y compartir con nosotros la experiencia de descubrir cómo
funcionan las cosas. A todos nos resulta familiar el entusiasmo de los niños por “ayudar”.
“¡Déjame ayudarte!”, dicen muchos de ellos; y eso es todo lo que piden. No hay ninguna
razón para temer que estén pretendiendo asumir la dirección. Todo lo que desean es
pertenecer, junto con nosotros, a una comunidad de investigación. Así pues, el mero
hecho de que los niños sean inquisitivos no garantiza de forma alguna que serán
receptivos a la información que pretendemos darles, pues ése es el núcleo de nuestros
esfuerzos, pero no de los suyos.
En los años recientes, ha llegado a hacerse familiar en los círculos educativos la
noción de que los alumnos no solamente deben aprender los resultados de las
investigaciones científicas clásicas, pues ello no asegura que su educación científica haya
sido exitosa. El éxito sólo se alcanzará si a los estudiantes se les ha enseñado a pensar
científicamente. Pero, ¿qué quiere decir eso de pensar científicamente? En su aspecto
más esencial, pensar científicamente significa plantearse uno mismo el tipo de preguntas
que se hacen los científicos, estar alerta a los aspectos problemáticos de la propia
experiencia del modo como lo hacen los científicos, reflexionar de forma autocrítica
sobre nuestros propios procedimientos del mismo modo que lo hacen los científicos; y
encontrar algo valioso, no sólo para el propio pensamiento, sino incluso para la propia
vida, en el hecho de que, si se requiere hacer una distinción, o si se debe hacer una
relación, es urgente que la hagamos. Por otra parte, uno no está pensando
científicamente cuando, al encontrar un caso discrepante, no se queda perplejo ante él, o
cuando falla a la hora de comprender de qué modo las propias reflexiones de uno como
científico son, de hecho, interiorizaciones de conversaciones que ha tenido, o que podría
haber tenido, con colegas de una comunidad científica. Son precisamente
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consideraciones como éstas las que deben guiarnos a la hora de construir un currículo
que lleve por título “Razonamiento sobre la naturaleza”. Así como los cazadores que
tienen mayor éxito son aquellos que pueden imaginarse los caminos que ha tomado su
presa, y que, cuando ésta se esconde, tienen el presentimiento de dónde se encuentra,
así también los científicos más exitosos son aquellos que pueden perseguir los
movimientos de la naturaleza, desentrañar su sentido y, cuando ésta se oculta, tienen el
presentimiento de dónde se esconde. Los científicos aprenden a pensar en cómo trabaja
la naturaleza: en dónde podrá golpear un cáncer la próxima vez, en el modo como se
forma una concha (si en el sentido de las manecillas del reloj o en el sentido opuesto a
éstas), o en el modo como se formó la luna. De un modo semejante, el estudiante debería
pensar en cómo trabaja el científico y debería pensar como piensa el científico. Si la
educación científica, tal como está actualmente estructurada, no puede tener éxito a la
hora de lograr que los niños piensen de esa forma, entonces esa tarea debería ser
asumida por otras áreas del currículo. Ahora bien, si esto es lo que se debe hacer, se
debería hacer de un modo tal que las habilidades de razonamiento que los niños
adquieran se transfieran fácilmente a otras disciplinas, y se contribuya con ello a ese
“pensamiento que atraviesa el currículo” que tanto apreciamos, pero que tan pocas veces
alcanzamos.
los temas y métodos filosóficos. Los conceptos filosóficos tienden a ser inherentemente
borrosos, y los procedimientos orientados a terminar en una decisión son claramente
deficientes a la hora de aclararlos y definirlos. Tales conceptos se prestan fácilmente
para un diálogo, y los estudiantes rápidamente se encuentran involucrados en un tira y
afloje entre diversas interpretaciones de los conceptos que están bajo escrutinio. Esa
capacidad de los conceptos filosóficos para generar líneas de argumentación en
competencia y un sentido de la investigación cognitiva cooperativa es lo que los hace
aparecer tan llenos de sentido y tan dinámicos para los niños.
De otro lado, los conceptos científicos, aunque generalmente son definibles por
medio de criterios específicos y procedimientos de clasificación, tienden a parecerles a
los estudiantes de la educación básica primaria más inertes que dinámicos. Éstos no se
prestan tan fácilmente a interpretaciones en conflicto (excepto en aquellos casos en los
cuales un alumno es suficientemente hábil, o suficientemente sofisticado, como para
plantear las preguntas adecuadas). Que la sangre es roja, o que el agua es incolora, son
datos que es muy poco probable que provoquen cuestionamiento o reflexión. Supongamos,
sin embargo, que se nos ha proporcionado más información sobre las condiciones
efectivas de observación: se nos dice que la sangre es roja “para el ojo normal”, o que el
agua es incolora “en pequeñas cantidades”. Supongamos, también, que a esta altura los
estudiantes han explorado ya en sus clases de filosofía las “falacias” de división y
composición; serán conscientes, entonces, de que lo que es verdad de las partes no tiene
que ser necesariamente verdad del todo; y viceversa. Tales estudiantes podrán verse
impelidos a reflexionar, y a preguntarse si la sangre será todavía roja si la miramos con
el microscopio y si el agua es todavía incolora en grandes cantidades. En otras palabras,
los niños que han tenido una formación filosófica en habilidades de pensamiento no
estarán dispuestos a asentir de modo irreflexivo a las afirmaciones de hecho que
constituyen lugares comunes, pues desearán saber bajo qué circunstancias son
efectivamente verdaderas tales afirmaciones y bajo qué circunstancias no lo son.
Consideremos todavía otro ejemplo. El profesor le dice a sus alumnos: “Ya
sabemos que al agua es incolora. ¿A partir de ello podemos inferir que el agua es también
insípida e inodora?”. Sin duda, algunos estudiantes responderían, basados en su
experiencia sensible, que su agua no es insípida. Pero otros, igualmente astutos, como
resultado de su preparación filosófica, probablemente responderían que el sabor y el
olor no se pueden inferir lógicamente a partir del color. Alguno incluso podría ofrecer un
contraejemplo como el siguiente: “El perfume de mi mamá es incoloro, ¡y, sin embargo, no
es inodoro!”. Todavía otros podrían decir: “¡No es el agua lo que tiene mal sabor, sino las
impurezas que contiene!”. En la medida en que están entrenados filosóficamente para
hacer distinciones cuidadosas, los niños están empezando a pensar científicamente.
filosofía tiene alguna experiencia en esta área. La filosofía, desde luego, no es, en el
mundo moderno, tan bien conocida como la ciencia. De forma general, podemos decir que
el primer estadio de la investigación en un asunto que ha sido recientemente descubierto
es un estadio filosófico. Éste es un estadio en el cual abundan las perplejidades, así
como las especulaciones sobre cómo resolverlas. Sin embargo, en la medida en que la
investigación va llevando hacia una observación, experimentación y medición más
precisas, la fase filosófica le cede el paso a la científica. No se trata de que, con ello, la
filosofía desaparezca, sino que su modo de indagación se conserva bajo la forma de la
crítica. Toda disciplina tiene su “filosofía de”; así hay, por ejemplo, una filosofía de la
literatura, una filosofía de la educación, una filosofía del arte, una filosofía de la ciencia
natural, etc. Las “filosofías de” representan el pensamiento crítico sobre dichas
disciplinas, pues utilizan para su comprensión el repertorio de habilidades conceptuales y
analíticas que forman parte de la tradición filosófica.
La filosofía pretende clarificar e iluminar asuntos controvertidos y no resueltos
que son tan generales que ninguna disciplina científica está preparada para tratar con
ellos. Ejemplos de ello serían conceptos como los de verdad, justicia, belleza,
personalidad y bondad. Al mismo tiempo, de forma ecuánime, intenta perturbar nuestras
mentes con respecto a aquellos asuntos que tendemos a dar por garantizados, e insiste
en que prestemos atención a aquellos aspectos que hasta entonces no habíamos
considerado conveniente someter a examen. Independientemente de cuál sea el tema,
sin embargo, el propósito de la filosofía es el de cultivar la excelencia en el pensamiento;
y los filósofos hacen esto examinando lo que es pensar históricamente, musicalmente,
matemáticamente, etc.; en una palabra, intenta comprender lo que significa pensar de
forma excelente en las diversas disciplinas.
Todavía hay, sin embargo, algo más, muy significativo, que la filosofía aporta en
procura de la excelencia en el pensamiento; y ello corresponde a su subdisciplina de la
lógica. La lógica es una disciplina normativa, más que descriptiva. Es decir, no hace ningún
esfuerzo por describir cómo, de hecho, piensan las personas, pero ofrece, en vez de ello,
criterios por medio de los cuales podemos distinguir entre el buen y el mal pensamiento.
Aunque los lógicos puedan diferir entre sí en diversas cuestiones, se reconoce
generalmente que las consideraciones lógicas son de la mayor importancia a la hora de
determinar lo que significa ser razonable. Puesto que la razonabilidad es un objetivo
primario de una educación reflexiva, la lógica tiene una gran contribución que hacer al
cultivo del pensamiento. Un ejemplo relevante a este respecto es el hecho de que
quienes intenten elaborar una taxonomía de habilidades de pensamiento pueden muy
fácilmente comenzar con las habilidades de razonamiento que se requieren para llevar a
cabo las operaciones cognitivas en que consiste la lógica. (La Taxonomía de los objetivos
educativos, de Benjamín Bloom, ignora virtualmente lo que se refiere a las habilidades de
razonamiento; a la luz de ello, uno debería preguntarse cómo pudo alcanzar esa posición
de prestigio que tuvo durante los últimos veinticinco años). Otra forma de plantear lo
anterior es diciendo que la psicología cognitiva proporciona descripciones de cómo el
pensamiento efectivamente sucede, mientras que la lógica nos provee de cánones
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normativos que nos indican cómo debe suceder el pensamiento. Un currículo filosófico
pretende tomar en cuenta ambos tipos de consideraciones y mostrar de qué forma están
interrelacionadas.
Sería erróneo creer que la filosofía es algo totalmente teórico y que no tiene
ninguna dimensión práctica. Por el contrario, muy a menudo la filosofía es algo que se
hace, y la teoría se disuelve en la práctica, en vez de estar separada de ella. Los
filósofos profesionales pueden hacer filosofía mejor que otros, del mismo modo que los
atletas profesionales pueden practicar el deporte mejor que otros; pero la diferencia
entre los profesionales y las demás personas es una diferencia de grado más que una
diferencia de clase. Si filosofía es aquello que hacemos cuando nuestras conversaciones
toman la forma de una investigación disciplinada por medio de la lógica y de
consideraciones metacognitivas, no tenemos ningún derecho a negarle el calificativo de
“filosóficas” a aquellas conversaciones de los niños que se llevan a cabo de esta misma
forma.
Antes de considerar con mayor detalle la contribución que la filosofía puede
hacer al fortalecimiento de las habilidades de pensamiento, deberíamos tomar en cuenta
las diversas formas en que los campos específicos de la filosofía pueden contribuir al
fortalecimiento de la educación. Las principales áreas que debemos mencionar aquí son la
epistemología, la lógica, la metafísica, la ética y la estética. Buena parte de la fragilidad
de la educación actual podría estar relacionada con la eliminación del currículo de los
asuntos normalmente tratados por estas subdisciplinas.
Podemos comenzar con la epistemología. Como es bien sabido, la educación de la
primera infancia ha sido criticada por concentrarse en la necesidad de memorizar y
retener la mera información, en vez de llevar a los niños a pensar sobre aquello que se
espera que sepan. Por ejemplo, se puede esperar que los estudiantes sepan que el cometa
Halley está compuesto de gases congelados. Ahora bien, a algunos estudiantes se les
podría ocurrir pensar en lo siguiente: “¿Y cómo sabemos eso?”. En otras palabras, lo que
ellos desean saber es por qué medios se obtuvo esa información y por qué creemos que
es verdadera. Sin embargo, puede que no se atrevan a plantear tales preguntas; sobre
todo si su experiencia ha sido que tales cuestiones suelen ser rechazadas por
considerárselas irrelevantes. Aún así, en un salón de clases formado por niños dotados
de pensamiento crítico seguirán manifestando su curiosidad por los fundamentos
epistemológicos que nos llevan a tomar por verdadera dicha afirmación. Veamos ahora,
entonces, lo que podría suceder cuando confrontamos a los niños con una serie de
afirmaciones como las siguientes:
Se alega que el cometa está compuesto de gases congelados.
Se piensa que el cometa está compuesto de gases congelados.
Se cree que el cometa está compuesto de gases congelados.
Se afirma que el cometa está compuesto de gases congelados.
Se sabe que el cometa está compuesto de gases congelados.
(Y otros verbos que se nos puedan ocurrir)
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La ética y la estética inician a los niños en el examen de las razones que tienen las
personas para llamar a las cosas “correctas”, “justas”, “buenas” y “bellas”. Sería difícil
pretender que el estudio de tales razones, y de los razonamientos que les corresponden,
deba ser eliminado de los salones de clase mientras se les continúan presentando a los
niños las razones por las cuales se siguen haciendo perforaciones petrolíferas, o por las
cuales las personas van diariamente al trabajo o deciden casarse. Los modos en que las
personas toman decisiones que tienen que ver con valores, y las decisiones que toman,
están entre los hechos más complejos que existen. Un programa de estudios sociales en
la educación básica primaria que ignore el hecho social de que preferimos, establecemos
prioridades y grados, y usamos criterios, debería considerarse como irresponsable.
Parece que Aristóteles pensaba que uno pude posponer la aplicación del
razonamiento práctico a los asuntos éticos hasta que haya perfeccionado el propio
proceso de razonamiento; y ésta fue una creencia que se extendió hasta la Edad Media.
Pero esto es absurdo. Uno debe aprender cómo razonar y cómo aplicar el razonamiento
de forma simultánea; si empezamos a posponer su aplicación, muy probablemente nunca
estaremos listos para aplicarlo. Es muy importante mostrarles a los niños el hecho de
que las vidas humanas toman formas muy diferentes, y que con mucha frecuencia las
formas que éstas toman están dadas por los ideales que tiene la gente y por el tipo de
disposiciones que adquieren. Si los niños se dan cuenta de que la pregunta “¿Cómo
debemos vivir la vida?” es una pregunta tan dirigida a ellos como a cualquier otra
persona, pueden empezar a trabajar sobre ella, y, como resultado de esto, podrán
dirigirse a los adultos que se la toman seriamente; y se darán cuenta, sobre todo, de que
la pregunta se interesa no sólo por cómo debe cada uno vivir su propia vida, sino también
por cómo podemos vivir juntos una buena vida. Ésta es la razón por la cual Pío y Mechas
difiere de forma tan radical de los textos corrientes para los niños, pues muestra a
personas que discuten sobre la verdad, el bien y la belleza exponiendo sus puntos de
vista sobre aquello que es precioso, excelente y perfecto e intentando encontrar
razones con base en las cuales justificar sus opiniones. Un programa como éste
pretende, de este modo, proporcionar un modelo de lo que es presentar la información a
los niños en una atmósfera de apreciación y juicio reflexivos, en vez de hacerlo en una
atmósfera de aceptación pasiva y acrítica o de incredulidad incuestionada.
Podemos volver ahora a la cuestión de las disposiciones específicas, los estados
mentales, los actos mentales, los actos verbales, las habilidades de razonamiento y las
habilidades de investigación que resultan cultivadas y fortalecidas por la introducción de
la filosofía en la educación básica primaria. Aunque todas estas cosas necesitan ser
cultivadas para que mejoren las habilidades básicas de leer, escribir, hablar y escuchar,
no necesariamente se derivan de las mismas fuentes ni tienen funciones comparables.
Difieren, sobre todo, en la medida en que podemos elegir comprometernos con ellas:
podemos decidir razonar o investigar y a continuación dedicarnos a ello, pero no parece
que podamos decidir tener una cierta disposición o estado afectivo y tenerlo a
continuación. También parecen diferir con respecto a su complejidad cognitiva: los
estados afectivos pueden contener únicamente un germen cognitivo, pero los actos
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trasgresión de las reglas del procedimiento parlamentario. Pero, incluso aquí, el profesor
no necesita hacer respetar las reglas haciendo uso de mano dura. Puede, más bien,
pedirle a los otros estudiantes, por ejemplo, que examinen si una opinión dada es
relevante; o si una inferencia está bien hecha, es decir, si la conclusión se sigue
lógicamente de las premisas dadas; si se está utilizando el método más adecuado para
clarificar el sentido de ciertos términos que se están empleando; o si están de acuerdo
con los supuestos que aparentemente subyacen a las afirmaciones de quienes hablan.
Cuando la discusión en el salón de clases se centra en el examen de términos o
conceptos particulares, el profesor tiene allí la oportunidad de introducir un ejercicio o
un plan de discusión apropiado. En general, los planes de discusión se usan para explorar
y clarificar conceptos, mientras que los ejercicios se utilizan para fortalecer
habilidades. Se da, sin embargo, una considerable yuxtaposición en estos casos, puesto
que las habilidades cognitivas que uno cultiva por medio de ejercicios también son útiles
para la formación de conceptos, y la clarificación conceptual que se obtiene a través del
seguimiento de los planes de discusión puede ser de un inmenso valor para
proporcionarnos una estructura de comprensión en términos de la cual la construcción de
habilidades cognitivas pueda tener algún sentido tanto para los niños como para los
profesores.
Éstas son las consideraciones lógicas y pedagógicas que rigen la conducción de una
discusión filosófica. Pero hay también consideraciones filosóficas, y los niños a menudo
las perciben incluso antes de que el profesor sea consciente de ellas. Esto se debe a que
los niños son rápidos para captar lo problemático, y, si son suficientemente inocentes, no
mantendrán en secreto su perplejidad. Aunque con frecuencia simplemente no saben lo
suficiente, y por ello toman por algo cierto lo que los adultos toman por algo cierto,
otras veces levantan sus manos y cuestionan puntos que podrían parecer demasiado
obvios para el profesor, pero que, sometidos a examen, resultan cargados de
implicaciones filosóficas ocultas.
proceso que puede realizarse en su momento, pues la identificación debe seguir, más que
preceder, a la práctica. Por ejemplo, si los estudiantes pueden leer lo siguiente:
María es más alta que Juan
Juan es más alto que Tomás
Luego María es más alta que Tomás
A es el padre de B
B es el padre de C
Luego A es el padre de C
las más favorables y las más estimulantes desde el punto de vista intelectual que
podamos proporcionarles. Sin experimentar con una variedad de intervenciones
curriculares posiblemente no podremos saber los límites del desarrollo cognitivo de los
niños. Sin intervención educativa la conducta cognitiva casual de los niños puede ser
desalentadoramente concreta, sombriamente empírica. Es muy desafortunado que
muchos diseñadores de currículos hayan concluido que aquí hay un estado de cosas dado,
completamente inmutable, y que, por tanto, hayan construido sus currículos de acuerdo
con ello, omitiendo virtualmente todas aquellas abstracciones que, según sienten ellos, el
niño podría encontrar “demasiado difíciles”. ¿Qué hay de sorprendente en el hecho de
que los niños envueltos en un currículo que enfatiza las percepciones e ignora las
relaciones estén “privados de abstracción”?
Así pues, los diseñadores de currículos pueden o bien tratar de construir sus
currículos de acuerdo con lo que les dicen los psicólogos sobre el desarrollo de los niños
o bien concebirlos como instrumentos heurísticos diseñados para potenciar las
competencias cognitivas de los niños más allá del nivel de mediocridad desplegado por
aquellos niños a los que nunca se les plantean retos intelectuales. Un currículo adecuado
en el campo de las ciencias naturales pretende desafiar el pensamiento de los niños, pues
pretende que piensen por sí mismos. Pero también busca estimular a los niños para que
sean razonables, y eso requiere que se les proporcione un modelo de coherencia y
razonabilidad; y ello aunque las mentes de los niños sean, de hecho, caóticas o complejas.