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Durante este periodo –de manera similar a lo que ocurriría casi paralelamente con el
“proceso de construcción de naciones”– de la mano de las transformaciones que su-
frió el ejercicio del poder soberano y la acción de gobierno del Estado, el espacio
urbano de las ciudades europeas experimentó grandes transformaciones en su forma
de ser concebido y representado, abandonando paulatinamente su configuración
fuertemente sacralizada de la época medieval, para implicarse cada vez más en la
construcción del nuevo orden social burgués, merced a su conversión en objeto de
intervención y manipulación de los saberes y las técnicas racionales del nuevo Esta-
do moderno.
1
Capítulo perteneciente al Libro: Barreto, M. A., (2011), Transformaciones de la vida urbana de
posadas y resistencia a fines de los años ´90. Un estudio sobre la dimensión simbólico –ideológica
del espacio urbano público., Saarbrücken (Alemania), Académica Española, 364 p. ISBN:
978‐3‐8454‐8280‐4.
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Como ya se analizó en el punto anterior, la trasformación del Estado hacia su forma
moderna de gobierno, fue producto de los esfuerzos realizados por la burguesía en
su búsqueda de contención de la crisis inherente de la modernidad. Bajo esta bús-
queda, el espacio urbano sacralizado del periodo anterior, pasó a ser concebido ideo-
lógicamente como la expresión espacial de lo público de la sociedad civil moderna y
pasó a quedar cada vez más relacionado a los asuntos de los que debía ocuparse el
Estado. De este modo, el espacio urbano adquirió progresivamente mayor plenitud
en su carácter de “espacio público” y quedó cada vez más sujeto a las nuevas técni-
cas y saberes de la gestión de gobierno. En el plano de las transformaciones materia-
les de la ciudad, las características de las intervenciones fueron diversas, p ero ellas
pueden englobarse bajo dos grandes aspectos, (i) la adecuación de la ciudad como
producto e instrumento de la nueva economía burguesa y (ii) la adecuación de la
ciudad como producto e instrumento ideológico de la soberanía trascendente del Es-
tado a través de su nuevo carácter “público”. Analicemos de manera un poco más
detallada como fueron las transformaciones en el campo de las ideas que abrieron
estas nuevas posibilidades.
“Por tal entendemos, no la planificación –aunque esta se inicia también– sino la plani-
metría. En los siglos XVI y XVII aparecen en Europa los planos de ciudades. No se
trata aún de planos abstractos o proyección del espacio urbano en un espacio de coo r-
denadas geométricas. Conjuntos de visión y concepción, obras de arte y de ciencia, lo s
planos muestran la ciudad desde arriba y desde lejos, en perspectiva, pintada y retrat a-
da a la vez, descrita geométricamente. Una intención, ideal y realista al mismo tiempo
–producto del pensamiento y del poder– se sitúa en la dimensión vertical (propios al
conocimiento de la razón) para dominar y construir una totalidad: la ciudad” (Lefebvre,
[1970] 1972; 18–19).
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En este sentido, es interesante repasar el análisis realizado por Harvey ([1990] 1998:
267–287) sobre la reconstrucción radical en la concepción del tiempo y el espacio
que aconteció en los círculos eruditos del Renacimiento y que dieron pie a las nu e-
vas formas de concebir estas categorías durante la Ilustración europea. Este autor
señaló que los viajes de descubrimiento en búsqueda de riquezas y materias primas
hacia otros continentes, impulsados durante el periodo mercantilista europeo por las
monarquías absolutistas, estimularon la construcción de un asombroso flujo de c o-
nocimientos sobre el resto del mundo, el cual, de una u otra forma, debía ser recono-
cido y representado. Estos viajes mostraron a la expansionista sociedad europea que
el globo terráqueo era finito y cognoscible y en la medida que ella fue tornándose
más consciente del lucro económico que esto representaba, el conocimiento del
tiempo y el espacio que posibilitaba el acceso y control de estas riquezas, se convi r-
tió cada vez más en una mercancía valiosa.
“El perspectivismo concibe al mundo desde el punto de vista del «ojo que ve» del ind i-
viduo. Otorga importancia a la óptica y a la capacidad del individuo para representar lo
que ve en un sentido «verídico», comparado con las verdades superpuestas de la mit o-
logía o la religión. La vinculación entre individualismo y perspectivismo es importante,
ya que proporciona una fundamentación material efectiva para los principios de racio-
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nalidad cartesianos que fueron integrados al proyecto de la Ilustración. Señala una ru p-
tura en la práctica artística y arquitectónica, que desde las tradiciones artesanas y ve r-
naculares se desplazó hacia la actividad intelectual y el «aura» del artista, del científico
o del empresario como individuo creador. También hay pruebas que permiten conectar
la formulación de las reglas de la perspectiva con las prácticas racionalizadoras que
surgen del comercio, la banca, la teneduría de libros, la industria y la producción agr í-
cola bajo administración fundiaria centralizada. …El perspectivismo tuvo repercusi o-
nes en todos los aspectos de la vida social y en todos los campos de represe ntación. Por
ejemplo, en arquitectura, las estructuras góticas «ideadas a partir de enigmáticas fórmu-
las geométricas celosamente protegidas por la logia» dieron paso a una construcción
concebida «sobre un plano unitario trazado a medida.» Esta forma de pensar admitía
extenderse hasta abarcar la planificación y construcción de ciudades enteras (como F e-
rrara) según un plano unitario semejante. …En varios aspectos, la revolución renace n-
tista que se operó en los conceptos de espacio y de tiempo instauró los cimientos co n-
ceptuales para el proyecto de la Ilustración. Aquella que ahora muchos consideran co-
mo la primera gran vertiente del pensamiento modernista consideró el dominio de la
naturaleza como una condición necesaria para la emancipación humana. Si se tiene en
cuenta que el espacio es un «hecho» de la naturaleza, la conquista y el ordenamiento
racional del espacio se convirtieron en una parte integrante del proyecto de moderniz a-
ción. La diferencia en este caso consistía en que el espacio y el tiempo tenían que org a-
nizarse, no ya para reflejar la gloria de Dios, sino para celebrar y facilitar la l iberación
del «Hombre» como individuo libre y activo, dotado de conciencia y voluntad. De
acuerdo con esta imagen emergería un nuevo paisaje.” Harvey ([1990] 1998: 270 –276).
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Es imprescindible para entender las transformaciones en la concepción de la ciudad
y del espacio urbano a la que se llegó durante el siglo XIX bajo el nuevo orden ins-
taurado por la burguesía europea, analizar la correspondencia de este proceso con las
transformaciones ocurridas en el orden económico productivo que dieron lugar a la
sociedad moderna. Para entender esta relación es necesario plantear algunas concep-
tualizaciones básicas previas.
Recordemos rápidamente que este autor señaló que antes del surgimiento de la ec o-
nomía capitalista, predominaron en las distintas sociedades tres principios de con-
ductas económicas diferentes, el primero, el de reciprocidad, donde el resultado de
la actividad productiva era compartido entre quienes vivían juntos; el segundo, el de
redistribución, donde la intermediación de la producción social era realizada a partir
de la figura de alguna autoridad que recibía y distribuía la producción y, el tercero,
que sentó las bases originarias de la economía moderna, el de la administración do-
méstica, consistente en la producción para el uso propio del grupo doméstico, pero
que paulatinamente estimuló al intercambio de excedentes. Estos principios de con-
ducta a la vez podían estar combinados con diferentes modelos institucionales, como
el de simetría, propio de sociedades igualitarias, que al parecer –aunque Polanyi no
fue explícito al respecto– impedía la acumulación de productos ha determinados
miembros del grupo; el de centralidad, que sí se basaba en la concentración de la
producción en determinados miembros del grupo social –lo que hace suponer ya una
estructura social jerarquizada– y el de autarquía, relacionado con la administración
doméstica y que pudo se practicado bajo formas de organización social igualitaria o
jerarquizada. Señaló Polanyi:
“A grandes rasgos, la proposición afirma que todos los sistemas económicos conocidos
por nosotros hasta el fin del feudalismo en Europa Occidental estuvieron organizados
conforme ya con los principios de reciprocidad y redistribución, o economía doméstica ,
o alguna combinación de los tres. Esos principios fueron institucionalizados con la
ayuda de una organización social que, inter alia, hizo uso de modelos de simetría, cen-
tralidad y autarquía. En esta estructura, la producción y distribución ordenada de a r-
tículos se aseguró mediante una gran variedad de motivos individuales disciplinados
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por principios generales de conducta. Entre esos motivos no se destacaba el de ganan-
cia. La costumbre y la ley, la magia y la religión colaboraron para inducir al individu o
a obedecer reglas de conducta que, eventualmente, aseguraron su funcionamiento en el
sistema económico.” (Polanyi, 1968: 84).
Algunos autores señalaron que las sociedades igualitarias basadas en modos de inte-
gración económica del tipo definido por Polanyi como de reciprocidad han sido in-
capaces de producir urbanismo. Para Harvey, por ejemplo, las agrupaciones igualit a-
rias no permitieron la concentración del producto social necesario para que surjan
ciudades. Al respecto este autor señala:
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punto del espacio; es muy posible que se pueda extraer excedente social y que, sin em-
bargo, éste permanezca disperso (como en el feudalismo europeo). …Los modelos de
intercambio en el sistema de reciprocidad no son favorables ni a la acumulación de e x-
cedentes sociales en grandes cantidades, ni a que se concentre el excedente en manos
de un sector de la sociedad. La ausencia de urbanismo en el sistema de reciprocidad se
puede atribuir a la forma en que se fija el excedente, a la disponibilidad limitada de e x-
cedente potencial y a la incapacidad de concentrar el excedente de una manera perma-
nente. Por el contrario, la fórmula redistributiva de integración económica implica una
capacidad de concentrar el producto del plustrabajo, aunque otra cosa es que la conce n-
tración cuente con unas bases permanentes y suficientemente amplias como para dar
lugar al urbanismo (Como ocurrió en la antigüedad clásica o las ciudades teocráticas de
la América precolombina). Sin embargo, es el modo de intercambio de mercado el que
más frecuentemente conduce a concentraciones permanentes de plusvalor que, luego,
son puestas en circulación una vez más para obtener más plusvalor. Estos tres modos
diferentes de integración económica se encuentran asociados con diferentes estructuras
institucionales y organizativas.” (Harvey, [1973] 1977: 237).
“La fuente básica del poder de la clase sacerdotal que gobernaba las ciudades sagradas
era, aparentemente, el poder sobre la mente de los hombres y el poder sobre los bienes
conseguidos por el servicio a los dioses. Pero el poder puramente ideológico conlleva
una limitación inherente… La sociedad teocrática ha llevado a cabo la unión entre las
ciudades sagradas y las tierras del interior, entre los sacerdotes, comerciantes artesanos
y campesinos, entre hombres que hablaban diferentes lenguas, entre extranjeros y ciu-
dadanos. Al llevar a cabo esta unificación ha sembrado también las inevitables semillas
del desacuerdo interior y de la posibilidad de rebelión… La estructura de la sociedad
teocrática contenía otra grieta fatal: un desequilibrio permanente entre las ciudades sa-
gradas y las tierras del interior, entre los centros urbanos y las provincias. Por último,
las ciudades crecieron en riqueza y esplendor, porque el campo trabajaba y producía.
No se trata de que parte de la riqueza de las ciudades no volviese de nuevo al campo.
Algunos beneficios han de volver a los súbditos en cualquier tipo de sociedad… La
creciente brecha entre campo y ciudad no estaba basada en un enriquecimiento a bsoluto
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de la ciudad mientras que el campo permanecía totalmente empobrecido. Tanto en el
campo como en la ciudad crecían dentro de su mutua relación; pero las ciudades de un
modo mucho más rápido, de un modo mucho más opulento y de un modo mucho más
evidente… En sociedades complejas, esta confrontación de esperanzas unidas al desen-
gaño opone a gobernantes y gobernados, a ricos y pobres, y a las tierras del interior y la
periferia contra el centro de las ciudades. La periferia sufre al comparar su situación
con las ciudades que crecen en poder y riquezas. Sin embargo, es también en la perife-
ria donde el control que ejercen el gobierno y la religión tiende a estar reducido a su
mínima expresión; es aquí donde las fuerzas de insatisfacción pueden conseguir fáci l-
mente fuerza y organización. Aquí, la fuerza atractiva del centro y su habilidad para
hacer que el pueblo respete sus deseos se encuentra en su punto más bajo. La sociedad
teocrática fue testigo de la rebelión de la periferia contra el centro. Las fisuras se abri e-
ron… (Wolf, en Harvey, [1973] 1977: 259–260).
En este sentido, la historia de las ciudades de la edad media europea también resulta
ejemplar. Durante los primeros tiempos de este periodo, la economía feudal consistía
principalmente en un conjunto de economías locales autosuficientes basadas en la
actividad agrícola circundante y una organización social jerárquica y estratificada.
En ella la redistribución del excedente se producía dentro del sistema local señorial,
donde los campesinos y siervos debían pertenecer a un señor y a los más amplios
dominios de las relaciones feudales entre señores. Esta redistribución del excedente
estaba regida a su vez por las autoridades superiores de la Iglesia Católica o el Sacro
Imperio Romano, que presidían imprecisamente este sistema económico sumamente
atomizado. El excedente que mantenía estas sociedades procedía de los diezmos, de
los días de trabajo para el señor y del trabajo esclavista, mientras que los privilegios
señoriales se encontraban unidos a la propiedad hereditaria de la tierra y a las posi-
ciones dentro de las jerarquías eclesiásticas. Los poderes militar y religioso cohesi o-
naban las sociedades locales y los centros urbanos eran en su mayor parte fortalezas
o centros religiosos que no llegaban a ser muy grandes porque gran parte del exce-
dente no era fijado en forma urbana sino disperso a lo ancho y largo del sistema s e-
ñorial (Harvey [1973] 1977: 259–260). Por estas razones eran ciudades pequeñas y
de escaso desarrollo. Ellas se constituían principalmente como sede episcopal y l u-
gar de asentamiento de los señores feudales y el espacio urbano era producto del
ejercicio de la soberanía de estos poderes, con la preeminencia absoluta de una co n-
cepción divina del orden urbano. Los espacios –propios del poder religioso y seño-
rial– eran concebidos principalmente como lugar de concentración de las fuerzas de
protección, centro de servicios religiosos y la administración impositiva del Régi-
men. De modo que la única intervención sobre su territorio se concebía para la d e-
fensa contra las agresiones externas de guerreros y saqueadores y el tráfico de mer-
cancías, de ahí que además de los templos y palacios señoriales, las murallas hayan
sido junto a éstos, los elementos exclusivos de definición del espacio urbano medi e-
val. En aquellas ciudades, sus habitantes eran súbditos con el solo derecho de recibir
protección y con la obligación de servir al poder soberano, legitimado todo esto por
un orden de trascendencia divina.
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Pero, superpuestos a este sistema, paulatinamente fueron desarrollándose intercam-
bios comerciales locales y de grandes distancias que, aunque no funcionaban coordi-
nadamente –tal como lo señaló Polanyi (1947)– permitieron el surgimiento de un
estamento social, el de los comerciantes, que de a poco perturbó este orden. Los c o-
merciantes, junto a siervos, esclavos y plebeyos que se escapaban de los protectora-
dos feudales, o alcanzaban a comprar su libertad par vivir en la ciudad, junto al art e-
sanado, paulatinamente construyeron una cierta economía urbana y una red de inter-
cambios comerciales que dieron paso a la concentración de capitales comerciales en
la ciudad. Situación que a su vez abrió paso a una mayor fijación de excedentes en
formas urbanas que contribuyeron para el desarrollo de aquellas ciudades, configu-
rándose lo que Lefebvre denominó alguna vez como otro tipo ideal: la ciudad co-
mercial (Lefebvre, [1970] 1972: 19).
“Usurparon el derecho de violar la ley de los señores. Esta fue la principal innovación
revolucionaria de las ciudades occidentales, en la Edad Media, a diferencia de todas las
demás. En las ciudades del centro y del norte de Europa apareció el dicho: «el aire de
la ciudad hace al hombre libre»” (Weber, 1976: 101).
Sin embargo, tal como lo reseñaron numerosos autores, fue el paulatino avance del
control del capital comercial sobre los medios de producción, los que dieron lugar al
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nacimiento del capitalismo industrial y la revolución industrial: “En lo sucesivo, la
acumulación de riqueza ya no dependería de la extracción de excedentes «por me-
dios no económicos», y de la comercialización de los excedentes por los mercaderes.
Mediante la compra de máquinas, la riqueza–como–capital se apoderó de la tecnolo-
gía y se apropió del aparato comercial con que se lograba la transformación de la
naturaleza.” (Wolf, [1982] 1993: 323). Fue a partir de esta instancia que por primera
vez se invirtió completamente la relación campo–ciudad en lo que respecta a la ge-
neración de excedentes. Alguna vez Marx resumió este largo proceso de trasforma-
ción de la relación campo–ciudad de la siguiente manera:
“La historia clásica antigua es la historia de las ciudades, pero de unas ciudades cuyo
fundamento era la propiedad de la tierra y la agricultura; la historia de Asia es una e s-
pecie de unidad indiferenciada de la ciudad y el campo (la gran ciudad propiamente d i-
cha a de ser considerada simplemente como una especie de campamento de los reyes,
superpuesta a la verdadera estructura económica); la edad media (tipo germánico) c o-
mienza con el campo como la base de la historia, que se desarrolla posteriormente con
la oposición entre la ciudad y el campo; la historia moderna consiste en la urbanización
del campo y no como entre los antiguos, en la ruralización de la ciudad.” (Marx,
1971b: 442).
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Este proceso, como ya se vio antes fue paulatinamente acompañado por el desarrollo
del Estado–Nación moderno. Como señaló Weber: “De la coalición necesaria del
Estado nacional con el capital, surgió la clase burguesa nacional, …es el Estado n a-
cional a él ligado el que proporcionó al capitalismo las oportunidades de subsistir”
(Weber, […] 1992: 1047). A la par del surgimiento del nuevo Estado–Nación y el
mercado auto–regulador capitalista, la concepción de la ciudad y del espacio urbano
se transformó radicalmente y estos pasaron a implicarse plenamente en la construc-
ción del orden social moderno. Por eso, recién después que la burguesía industrial se
impuso como clase dirigente dominante de manera articulada al nuevo Estado–
Nación moderno, las ciudades europeas se convirtieron en escenario e instrumento
de estructuración del nuevo orden social burgués. Es entonces cuando el espacio
urbano se hizo plenamente “público” y quedo sujeto a las nuevas técnicas y saberes
del ejercicio trascendente del Estado moderno y se implicó ideológicamente de ma-
nera profunda en la construcción del nuevo orden social.
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gienistas y medicas, lo que le permitió a los Estados monárquicos comenzar a inter-
venir sobre los espacios urbanos de las ciudades de los inicios de la industrializ a-
ción. Ciudades que, tras el éxodo rural masivo, la explotación obrera salvaje y la
creciente secularización de las ideas, crecieron aceleradamente convirtiéndose en un
verdadero «caos», en el sentido que la mitología griega le había asignado a este tér-
mino, es decir, el mundo de la oscuridad y la tiniebla sobre el que las luces de la
Ilustración debían iluminar con la razón para moldear a la nueva sociedad moderna.
Además de las necesidades elementales que sufría esta población, uno de los pr o-
blemas más graves que afectaba a su salud derivaba de las pésimas condiciones san i-
tarias originadas por el hacinamiento de numerosos habitantes en absoluta ausencia
de medios para la eliminación de residuos y desperdicios humanos. Las frecuentes,
numerosas y mortales epidemias de cólera fueron unas de las más graves manifest a-
ciones de esta situación. Existen numerosos autores que describieron ampliamente
las características del crecimiento y la vida obrera de las primeras ciudades indus-
triales europeas, pero quizás una de las más elocuentes hayan sido las extensas de s-
cripciones de las condiciones de vida de varios barrios de Manchester realizadas por
Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra, (Engels, 1845). Allí este
autor, no sólo reflejó con claridad esta realidad, sino que también formuló una feroz
crítica a la explotación obrera y la desidia de los políticos burgueses.
Autores como Benevolo por ejemplo, señalaron estas descripciones y críticas como
una de las cuestiones centrales que dieron vida al urbanismo como campo de con o-
cimiento y de intervención política. Críticas como las de Engels pusieron de man i-
fiesto la emergencia en la historia de una nueva manera de concebir a la pobreza, no
ya vista y aceptada como consecuencia de las condiciones naturales de la vida hu-
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mana, sino como consecuencia de la explotación indiscriminada de unos hombres
sobre otros. El proceso de secularización en la concepción de la vida social, dejaba
traslucir sus manifestaciones más elocuentes y expresaba en plenitud el núcleo de la
crisis que motoriza a la modernidad. Ha señalado Benevolo:
“En todas las épocas existieron miserias similares, y aun más graves que las expuestas
por Engels y otros escritores de comienzos del siglo XIX, y es posible contraponer a
sus descripciones otros escritos más antiguos que repiten en forma casi literal, las mi s-
mas cosas. …En rigor, la diferencia no reside en las cosas que se describe, sino en el
tono de las descripciones triste y resignado en época preindustrial, de pronto cargado
de rebeldía e iluminado –a pesar de la miseria presente– por la fe en un futuro mejor.
La pobreza –condición soportada durante siglos sin esperanzas de una alternativa razo-
nable– es reconocida entonces como miseria, es decir, vista en la perspectiva moderna
de un mal que puede y debe ser eliminado con los medios de que se dispone. (Benevo-
lo, [1963] 1979: 51–52).
Se dejaba traslucir así la inmanencia de las nuevas energías liberadas por la moder-
nidad.
“(1) Confiar los controles sanitarios a las autoridades locales, con la supervisión directa
de la Corona; (2) Preparar cálculos e investigaciones exactos relacionados con la zona,
antes de proyectar una instalación de alcantarillado; (3) Combinar los trabajos de a l-
cantarillado con los de pavimentación; (4) Otorgar a las autoridades locales fondos pa-
ra ensanchar y mejorar las calles; (5) Establecer los requisitos higiénicos mínimos para
todas las viviendas y hacer obligatoria la instalación de servicios sanitarios; (6) Crear
un cuerpo de funcionarios médicos de higiene; y (7) Entregar fondos para la apertura
de parques públicos en las ciudades industriales que careciesen de ellos. (Según Ben é-
volo) Resultaba ya evidente que las futuras leyes sanitarias deberían desarrollarse a
través de una legislación urbanística general.” (Benevolo, [1963] 1979: 125–126).
“Los médicos eran entonces en cierta medida los especialistas del espacio. Planteaban
cuatro problemas fundamentales: (1) el de los emplazamientos (climas regionales, natu-
raleza de los suelos, humedad y sequedad: bajo el nombre de «constitución», estudi a-
ban la combinación de los determinantes locales y de las variaciones de estación que
favorece en un momento dado un determinado tipo de enfermedad); (2) el de las co-
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existencias (ya sea de los hombres entre sí: densidad y proximidad; ya sea de los ho m-
bres y las cosas: aguas, alcantarillado, ventilación; ya sea de los hombres y los anima-
les: mataderos, establos; ya sea de los hombres y los muertos: cementerios); (3) el de
las residencias (hábitat, urbanismo); y (4) el de los desplazamientos (emigración de los
hombres, propagación de las enfermedades). Los médicos han sido con los militares,
los primeros gestores del espacio colectivo. Pero los militares pensaban sobre todo el
espacio de las «campañas» (y por lo tanto el de los «pasos») y el de las fortal ezas. Los
médicos han pensado sobre todo el espacio de las residencias y el de las ciudades. No
recuerdo quién ha buscado en Montesquieu y en Augusto Comte las grandes etapas del
pensamiento sociológico. Es ser bien ignorante. El saber sociológico se forma más bien
en prácticas tales como las de los médicos. Guepin ha escrito en los mismos comienzos
del siglo XIX un maravilloso análisis de la ciudad de Nantes. De hecho, si la interve n-
ción de los médicos ha sido tan capital en esta época, se debe a que estaba exigida por
todo un conjunto de problemas políticos y económicos nuevos: la importancia de los
hechos de población.” (Foucault, 1980; Rozé, 1995: 11–44).
Ya desde fines del siglo XVIII en adelante habían comenzado a alzarse las voces de
algunos reformadores sociales que reclamaban la necesidad de oponerse a los prin-
cipios no intervencionistas de la doctrina económica, política y filosófica del libera-
lismo emergente de la revolución industrial –el laissez faire–, que abogaba como
premisa principal el desarrollo de las plenas libertades individuales y empresariales.
Estos reformadores sociales promovieron diversas fórmulas asociativas y comunit a-
rias, y fueron los que por primera vez divulgaron términos como el de “socialismo”,
que quedó constituido ya en doctrina a principios del siglo XIX, para defender un
sistema económico y político basado en la socialización de los sistemas de produ c-
ción y en el control estatal de las actividades económicas. Sin embargo, aunque al
principio esta doctrina abogó por establecer una sociedad sin clases, su preocupación
fue centrándose cada vez más en reformas sociales dentro del sistema capitalista.
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Estos reformadores sociales imaginaron y experimentaron la organización de dife-
rentes tipos de comunidades obreras con mejores condiciones de vida, basadas en
ideales cooperativos de producción y nuevos principios morales. Uno de los más
destacados de estos reformadores fue el empresario hilandero británico Robert Owen
(1771–1858), que después de adquirir participaciones en una fábrica textil en New
Lanark, se propuso experimentar una serie de reformas para mejorar las condiciones
de vida de los trabajadores y conseguir un aumento de productividad y beneficios
simultáneamente. Para ello instauró una reducción de la jornada de trabajo a diez
horas, subsidios a menores de cinco años brindando a sus padres alimentos y ropas a
bajo costo, eliminó el comercio minorista y promovió la construcción de viviendas
higiénicas y centros educativos. El ambiente creado en New Lanark fue un reflejo de
su filosofía y sobre la base de esta experiencia, en 1816 propuso un modelo social y
espacial teórico denominado “el paralelogramo de la armonía” (Owen [1971]
1991:28–40), que consistía en un gran paralelogramo integrado en sus lados por vi-
viendas colectivas, con una gran plaza de ejercicios en el centro que también conte-
nía edificios administrativos y educacionales. El modelo contemplaba un perímetro
de superficie para cultivos y el albergue de un número limitado de población. Tenía
por finalidad formar desde la niñez a los trabajadores bajo una estricta disciplina de
trabajo y una moral cooperativa y religiosa. En Gran Bretaña Owen solamente pudo
llevar a cabo la experiencia del Instituto Educativo de New Lanark. En 1825 inició
un nuevo experimento en los Estados Unidos, donde compró 8.100 hectáreas de tie-
rra en Indiana y fundó la Comunidad de New Harmony, pero el experimento no
prosperó y en 1828 vendió el terreno y perdió una buena parte de su fortuna; sin em-
bargo, sus ideas inspiraron la fundación de otras comunidades similares. En Europa
continuó divulgando sus ideas entre príncipes, reyes, empresarios y economistas y
también con los movimientos cooperativos y sindicales con intenciones de reconci-
liar el mundo del trabajo y del capital sobre la base de una nueva moral. Participó en
distintos congresos socialistas y fue un escritor prolífico, su obra “Libro del nuevo
orden moral” (1826–1844) resumió su doctrina. En 1833 Owen participó en la fun-
dación del primer sindicato británico, que fracasó poco después. No obstante, sus
ideas dieron como resultado la creación del movimiento cooperativo.
Otro reformador similar –aunque de carácter más teórico– ha sido el filósofo y so-
cialista francés Charles Fourier (1772–1837), que en su primera obra amplia (Teoría
de los cuatro movimientos y de los destinos generales, 1808), expuso su sistema so-
cial y sus planes para una organización cooperativista de la comunidad, basada en un
principio universal de la armonía, desplegada en cuatro áreas: el universo material;
la vida orgánica; la vida animal; y la sociedad humana. Esta armonía sólo prospera-
ría cuando quedaran abolidas las limitaciones que la conducta social convencional
pone a la satisfacción plena del deseo, permitiendo una vida libre y completa del ser
humano. Este estado armonioso ideal se alcanzaría por la división de la sociedad en
falanges cooperativas, o comunidades. Lo interesante de Fourier es que definió el
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lugar físico donde podría desarrollarse esta comunidad y propuso detalladamente su
organización espacial, actitud que lo situará en un lugar privilegiado dentro de los
primeros antecedentes de la ciencia urbanística. Este lugar era un falansterio para
unas 1.600 personas, compuesto por un enorme edificio comunal situado en el centro
de una gran área agrícola. Se establecieron normas detalladas para regular la vida de
cada individuo de la falange. La asignación del trabajo se basaba en el talento. La
propiedad privada no se aboliría, pero al mezclar a los propietarios con los trabaja-
dores, las diferencias visibles entre ellos desaparecerían. La riqueza comunal de la
falange proveería con generosidad la subsistencia básica de sus miembros. El matri-
monio, en el sentido clásico sería abolido y reemplazado por un sistema elaborado
que regularía la conducta social de los convivientes.
Sin embargo, todos aquellos reformadores sociales acusados por Marx y Engels
creían firmemente que el progreso social podía alcanzarse si se mejoraba el entorno
físico de los individuos. Owen, por ejemplo, creía que las circunstancias externas
eran las que moldeaban la personalidad del individuo, de manera que si éstas eran
positivas promoverían una actitud bondadosa que repercutiría favorablemente en la
productividad de la economía y de un orden social más justo. Más allá de las duras
críticas de Marx y Engels a estas ideas, ellas serían las que seguirían madurando , y
de utópicas y opositoras a los principios del liberalismo económico a inicios del si-
glo XIX, irían paulatinamente integrándose al orden burgués, a medida que la propia
doctrina liberal fue reformulándose hacia la aceptación de una cada vez mayor inte r-
vención del Estado en el campo social y político. Alianza plenamente realizada de s-
de la segunda mitad del siglo XIX en adelante en salvaguarda del orden capitalista,
tal como Weber lo señalara oportunamente.
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cional a favor de la contención de la crisis inherente de la sociedad moderna. Por lo
tanto, las ideas de aquellos reformadores, junto a las de los médicos antes analizadas
y las del orden disciplinario citadas por Foucault, fueron en definitiva, las que sem-
braron el germen sobre el que se desarrollarían las técnicas intervensionistas del ur-
banismo moderno y las nuevas concepciones ideológicas del espacio urbano público
de la ciudad moderna como instrumento de disciplinamiento del orden social bur-
gués, analizadas en el capítulo siguiente (III).
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las habitaciones y demás vigilantes que allí trabajaban. Este nuevo concepto de vigi-
lancia es el que fue definido por Foucault como el principio de la visibilidad:
Para estos autores, esta nueva forma de poder llegará a jugar un papel central en la
sociedad moderna actual). En verdad la cuestión central es nuevamente la trasce n-
dencia del poder. Dice Foucault:
“Bentham, en un principio, quiere confiar en un poder único: el poder central. Pero, le-
yéndolo uno se pregunta, ¿a quién mete Bentham en la torre? ¿Al ojo de Dios? Sin em-
bargo Dios está poco presente en su texto; la religión no desempeña sino un papel de
utilidad. Entonces, ¿a quién? En definitiva es preciso decir que el mismo Bentham no
ve muy claro a quien confiar el poder” (Foucault, 1980).
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De acuerdo con Hardt y Negri: “El biopoder es una forma de poder que regula la vida
social desde su interior, siguiéndola, interpretándola, absorbiéndola y rearticulándola. E l
poder sólo puede alcanzar un dominio efectivo sobre toda la vida de la población cuando
llega a constituir una función vital, integral, que cada individuo apoya y reactiva volunt a-
riamente.” (Hardt y Negri, [2000] 2002: 38).
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A través de este procedimiento empezaba a cerrarse el círculo del retorno a la suj e-
ción del orden social basado en el principio ideológico de la trascendencia del poder,
con la diferencia que bajo esta nueva instancia, ya no se trataba del poder divino de
la sociedad medieval, que había sido rotó por la revolución humanista, sino que ha
partir de ahora serían las técnicas de la razón las que construirían los nuevos princi-
pios ideológicos de la nueva sujeción y cohesión de la sociedad moderna. En el si-
guiente punto de este capítulo se abordará ya cómo todas estas ideas se plasmaron en
técnicas directas de intervención sobre el espacio urbano de la ciudad moderna, con
vistas a la concreción del orden espacial de la naciente sociedad moderna.
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