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II

La ciudad como objeto de intervención


del Estado moderno1

1. La ciudad como objeto de intervención

En el recorrido hacia la nueva forma trascendente de gobierno a la que llegó final-


mente el Estado–Nación moderno a fines del siglo XIX, durante el cual se han cons-
truido las ideas, técnicas y saberes de la nueva forma de acción del gobierno, las
ciudades también fueron construidas como objeto de conocimiento y de interven-
ción, merced al desarrollo de técnicas y saberes específicos a tales fines. Durante la
transición de la sociedad feudal a la sociedad moderna europea, a la par de las trans-
formaciones que sufriera la forma del poder del gobierno, el espacio urbano de las
ciudades también fue asumiendo una capacidad de mediación trascendente entre el
Estado y la sociedad en conformidad a los cambios ocurridos en el plano de las ideas
políticas anteriormente analizadas, integrando los asuntos que pasaron a ocuparse las
nuevas técnicas y acciones de gobierno. Durante este largo periodo que fue desde la
época humanista de la Edad Media hasta la Ilustración, de la mano de una cada vez
mayor racionalidad en la representación del tiempo y el espacio y en las técnicas y
saberes urbanísticos, las ciudades y sus espacios urbanos fueron quedando cada vez
más implicados en la configuración del orden social moderno hasta quedar plena-
mente ligados a la función ordenadora del Estado–Nación de fines del siglo XIX y
su nueva forma trascendente de poder soberano.

Durante este periodo –de manera similar a lo que ocurriría casi paralelamente con el
“proceso de construcción de naciones”– de la mano de las transformaciones que su-
frió el ejercicio del poder soberano y la acción de gobierno del Estado, el espacio
urbano de las ciudades europeas experimentó grandes transformaciones en su forma
de ser concebido y representado, abandonando paulatinamente su configuración
fuertemente sacralizada de la época medieval, para implicarse cada vez más en la
construcción del nuevo orden social burgués, merced a su conversión en objeto de
intervención y manipulación de los saberes y las técnicas racionales del nuevo Esta-
do moderno.

1
Capítulo perteneciente al Libro: Barreto, M. A., (2011), Transformaciones de la vida urbana de
posadas y resistencia a fines de los años ´90. Un estudio sobre la dimensión simbólico –ideológica
del espacio urbano público., Saarbrücken (Alemania), Académica Española, 364 p. ISBN:
978‐3‐8454‐8280‐4.

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Como ya se analizó en el punto anterior, la trasformación del Estado hacia su forma
moderna de gobierno, fue producto de los esfuerzos realizados por la burguesía en
su búsqueda de contención de la crisis inherente de la modernidad. Bajo esta bús-
queda, el espacio urbano sacralizado del periodo anterior, pasó a ser concebido ideo-
lógicamente como la expresión espacial de lo público de la sociedad civil moderna y
pasó a quedar cada vez más relacionado a los asuntos de los que debía ocuparse el
Estado. De este modo, el espacio urbano adquirió progresivamente mayor plenitud
en su carácter de “espacio público” y quedó cada vez más sujeto a las nuevas técni-
cas y saberes de la gestión de gobierno. En el plano de las transformaciones materia-
les de la ciudad, las características de las intervenciones fueron diversas, p ero ellas
pueden englobarse bajo dos grandes aspectos, (i) la adecuación de la ciudad como
producto e instrumento de la nueva economía burguesa y (ii) la adecuación de la
ciudad como producto e instrumento ideológico de la soberanía trascendente del Es-
tado a través de su nuevo carácter “público”. Analicemos de manera un poco más
detallada como fueron las transformaciones en el campo de las ideas que abrieron
estas nuevas posibilidades.

2. La planificación de las ciudades y las transformaciones en la repre-


sentación del espacio y el tiempo

Desde el surgimiento de las primeras ciudades en la prehistoria occidental es posible


identificar la aplicación de determinados principios de planificación en la distrib u-
ción de la población en el espacio y en la configuración material de las ciudades. Ya
en el periodo clásico de la tradición helénica y romana, también se desarrollaron
importantes saberes relacionados con la fundación y trazados de ciudades, como así
también en el emplazamiento y construcción de obras urbanas importantes. Sin em-
bargo, después del ocaso medieval de esta tradición cultural, fue recién durante el
siglo XVI cuando comenzaron a surgir importantes transformaciones en la forma de
concebir y representar a la ciudad que tuvieron significativos impactos en el pensa-
miento urbanístico futuro. Lefebvre señaló que en un determinado momento de la
transición del orden feudal al moderno nació la imagen de la ciudad a través del
plano:

“Por tal entendemos, no la planificación –aunque esta se inicia también– sino la plani-
metría. En los siglos XVI y XVII aparecen en Europa los planos de ciudades. No se
trata aún de planos abstractos o proyección del espacio urbano en un espacio de coo r-
denadas geométricas. Conjuntos de visión y concepción, obras de arte y de ciencia, lo s
planos muestran la ciudad desde arriba y desde lejos, en perspectiva, pintada y retrat a-
da a la vez, descrita geométricamente. Una intención, ideal y realista al mismo tiempo
–producto del pensamiento y del poder– se sitúa en la dimensión vertical (propios al
conocimiento de la razón) para dominar y construir una totalidad: la ciudad” (Lefebvre,
[1970] 1972; 18–19).

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En este sentido, es interesante repasar el análisis realizado por Harvey ([1990] 1998:
267–287) sobre la reconstrucción radical en la concepción del tiempo y el espacio
que aconteció en los círculos eruditos del Renacimiento y que dieron pie a las nu e-
vas formas de concebir estas categorías durante la Ilustración europea. Este autor
señaló que los viajes de descubrimiento en búsqueda de riquezas y materias primas
hacia otros continentes, impulsados durante el periodo mercantilista europeo por las
monarquías absolutistas, estimularon la construcción de un asombroso flujo de c o-
nocimientos sobre el resto del mundo, el cual, de una u otra forma, debía ser recono-
cido y representado. Estos viajes mostraron a la expansionista sociedad europea que
el globo terráqueo era finito y cognoscible y en la medida que ella fue tornándose
más consciente del lucro económico que esto representaba, el conocimiento del
tiempo y el espacio que posibilitaba el acceso y control de estas riquezas, se convi r-
tió cada vez más en una mercancía valiosa.

En el proceso de secularización abierto durante el periodo humanista, que estimuló


la investigación científica y la construcción de nuevos saberes, resultó fundamental
no sólo la exploración de la relación del mundo con el resto del universo, sino tam-
bién las nuevas técnicas de representación del espacio y el tiempo que abrieron estas
búsquedas. Según Harvey, el descubrimiento de las reglas fundamentales de la pers-
pectiva que Brunelleschi y Alberti realizaron a mediados del siglo XV en Florencia,
rompieron radicalmente las reglas del arte y la arquitectura medievales. Citando a
Edgerton, Harvey señaló que el punto de vista de la perspectiva generó un sentido
del espacio fríamente geométrico y sistemático en oposición a como este era repr e-
sentado en la baja Edad Media (ya analizado por De Certeau, en el primer interme-
dio de este trabajo) pero que, sin embargo, proporcionaba un sentido de armonía con
la ley natural, poniendo de relieve la responsabilidad moral del hombre dentro del
universo geométricamente ordenado por Dios. La concepción del espacio infinito
permitió apresar el globo terráqueo como una totalidad finita sin poner en cuestión
la sabiduría de la divinidad. De la misma manera el cronómetro otorgó fuerza y d i-
mensión a la flecha del tiempo y a la idea muy humana del tiempo como “devenir”,
fundamento del origen el pensamiento científico de la historia.

Es interesante establecer un paralelismo entre esto y lo analizado en el punto ant e-


rior en relación con el descubrimiento del “plano de la inmanencia” señalado por
Hardt y Negri, acontecido en campo de las ideas filosóficas durante este periodo,
que situaba al hombre en el centro de las fuerzas de la creación, en contraposición
aunque en armonía con la trascendencia divina. De acuerdo con Harvey:

“El perspectivismo concibe al mundo desde el punto de vista del «ojo que ve» del ind i-
viduo. Otorga importancia a la óptica y a la capacidad del individuo para representar lo
que ve en un sentido «verídico», comparado con las verdades superpuestas de la mit o-
logía o la religión. La vinculación entre individualismo y perspectivismo es importante,
ya que proporciona una fundamentación material efectiva para los principios de racio-

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nalidad cartesianos que fueron integrados al proyecto de la Ilustración. Señala una ru p-
tura en la práctica artística y arquitectónica, que desde las tradiciones artesanas y ve r-
naculares se desplazó hacia la actividad intelectual y el «aura» del artista, del científico
o del empresario como individuo creador. También hay pruebas que permiten conectar
la formulación de las reglas de la perspectiva con las prácticas racionalizadoras que
surgen del comercio, la banca, la teneduría de libros, la industria y la producción agr í-
cola bajo administración fundiaria centralizada. …El perspectivismo tuvo repercusi o-
nes en todos los aspectos de la vida social y en todos los campos de represe ntación. Por
ejemplo, en arquitectura, las estructuras góticas «ideadas a partir de enigmáticas fórmu-
las geométricas celosamente protegidas por la logia» dieron paso a una construcción
concebida «sobre un plano unitario trazado a medida.» Esta forma de pensar admitía
extenderse hasta abarcar la planificación y construcción de ciudades enteras (como F e-
rrara) según un plano unitario semejante. …En varios aspectos, la revolución renace n-
tista que se operó en los conceptos de espacio y de tiempo instauró los cimientos co n-
ceptuales para el proyecto de la Ilustración. Aquella que ahora muchos consideran co-
mo la primera gran vertiente del pensamiento modernista consideró el dominio de la
naturaleza como una condición necesaria para la emancipación humana. Si se tiene en
cuenta que el espacio es un «hecho» de la naturaleza, la conquista y el ordenamiento
racional del espacio se convirtieron en una parte integrante del proyecto de moderniz a-
ción. La diferencia en este caso consistía en que el espacio y el tiempo tenían que org a-
nizarse, no ya para reflejar la gloria de Dios, sino para celebrar y facilitar la l iberación
del «Hombre» como individuo libre y activo, dotado de conciencia y voluntad. De
acuerdo con esta imagen emergería un nuevo paisaje.” Harvey ([1990] 1998: 270 –276).

Es importante señalar que estas transformaciones no fueron armónicas, Hardt y Ne-


gri nos recordaron las guerras religiosas acontecidas durante este periodo mediante
las cuales las fuerzas contrarrevolucionarias del Renacimiento y la Ilustración impu-
sieron una nueva concepción trascendente del Estado moderno. Harvey nos recuerda
al respecto que las concepciones del espacio y el tiempo imaginadas por Giordano
Bruno hacia fines del Renacimiento, que prefiguraron a las de Galileo y Newton,
fueron tan panteístas que le valió que Roma lo condenara a la hoguera por constituir
una amenaza a la autoridad centralizada y al dogma. En este contexto la perspectiva
fue un instrumento que reconcilió a las nuevas fuerzas creadoras del hombre con el
poder trascendente de la divinidad, a partir de proporcionar un sentido de armonía a
estas fuerzas con la ley natural, poniendo de relieve la responsabilidad moral del
“artista” dentro del universo geométricamente ordenado por Dios. Es interesante
relacionar también este proceso que desembocó en la figura trascendente del artista
con las transformaciones sociales de los valores trascendentes que paulatinamente
animaron a la configuración de la nueva ética del profesional capitalista, muy bien
reseñado por Weber en su estudio sobre “la ética protestante y el espíritu del capita-
lismo” (Weber, 1979).

3. La ciudad y las transformaciones económicas

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Es imprescindible para entender las transformaciones en la concepción de la ciudad
y del espacio urbano a la que se llegó durante el siglo XIX bajo el nuevo orden ins-
taurado por la burguesía europea, analizar la correspondencia de este proceso con las
transformaciones ocurridas en el orden económico productivo que dieron lugar a la
sociedad moderna. Para entender esta relación es necesario plantear algunas concep-
tualizaciones básicas previas.

Frecuentemente se ha afirmado que el urbanismo, entendido como concentración


estable y numerosa de población humana en pequeñas porciones territoriales, bajo la
forma de aldeas primero y de ciudades después, pudo surgir recién cuando algunos
grupos humanos aprendieron a dominar determinadas técnicas productivas agrícolas
que generaron excedentes alimentarios para permitir el sedentarismo (Leroi–
Gourhan, 1971: 165). Pero además, esto sólo pudo ocurrir en aquellos grupos hum a-
nos que fueron proclives a poner en práctica determinados principios de conducta en
la organización productiva y determinadas formas de organización social, tales como
las conceptualizadas por Polanyi como sistemas económicos de redistribución y
modelos institucionales de centralidad.

Recordemos rápidamente que este autor señaló que antes del surgimiento de la ec o-
nomía capitalista, predominaron en las distintas sociedades tres principios de con-
ductas económicas diferentes, el primero, el de reciprocidad, donde el resultado de
la actividad productiva era compartido entre quienes vivían juntos; el segundo, el de
redistribución, donde la intermediación de la producción social era realizada a partir
de la figura de alguna autoridad que recibía y distribuía la producción y, el tercero,
que sentó las bases originarias de la economía moderna, el de la administración do-
méstica, consistente en la producción para el uso propio del grupo doméstico, pero
que paulatinamente estimuló al intercambio de excedentes. Estos principios de con-
ducta a la vez podían estar combinados con diferentes modelos institucionales, como
el de simetría, propio de sociedades igualitarias, que al parecer –aunque Polanyi no
fue explícito al respecto– impedía la acumulación de productos ha determinados
miembros del grupo; el de centralidad, que sí se basaba en la concentración de la
producción en determinados miembros del grupo social –lo que hace suponer ya una
estructura social jerarquizada– y el de autarquía, relacionado con la administración
doméstica y que pudo se practicado bajo formas de organización social igualitaria o
jerarquizada. Señaló Polanyi:

“A grandes rasgos, la proposición afirma que todos los sistemas económicos conocidos
por nosotros hasta el fin del feudalismo en Europa Occidental estuvieron organizados
conforme ya con los principios de reciprocidad y redistribución, o economía doméstica ,
o alguna combinación de los tres. Esos principios fueron institucionalizados con la
ayuda de una organización social que, inter alia, hizo uso de modelos de simetría, cen-
tralidad y autarquía. En esta estructura, la producción y distribución ordenada de a r-
tículos se aseguró mediante una gran variedad de motivos individuales disciplinados

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por principios generales de conducta. Entre esos motivos no se destacaba el de ganan-
cia. La costumbre y la ley, la magia y la religión colaboraron para inducir al individu o
a obedecer reglas de conducta que, eventualmente, aseguraron su funcionamiento en el
sistema económico.” (Polanyi, 1968: 84).

El urbanismo, en tanto forma de distribución de la población en el espacio, sólo pu-


do ocurrir en aquellos grupos humanos proclives a desarrollar formas de organiza-
ción social jerárquicas o estratificadas que permitieron el sostenimiento de grupos
sociales dedicados exclusivamente a actividades de protección de los excedentes
productivos, así como también actividades productivas complementarias (produc-
ción de herramientas), y fundamentalmente permitieron la paulatina formación de
segmentos sociales abocados a la apropiación y redistribución del excedente gener a-
do. Tal como lo señala una extensa bibliografía que se inició ya con los escritos de
Smith y de Marx, el urbanismo sólo fue posible a partir del surgimiento de una cierta
división jerárquica del trabajo entre productores agrícolas y administradores urbanos
y también a partir del surgimiento de principios como el de la propiedad privada.
Las primeras concentraciones humanas, por lo tanto, se configuraron principalmente
como centros de protección de la población rural compuestos por grupos especiali-
zados (milicias); centros de servicios agrícolas compuestos por artesanos; y centros
de poder ideológico, abocados a la legitimación de las formas de apropiación y r e-
distribución de excedentes agrícolas, compuestos por segmentos sacerdotales y pol í-
ticos. En este último sentido la administración del sacrifico, entendido como ofrenda
a la deidad, pero fundamentalmente entendido como acto de abnegación inspirado
por la vehemencia a algún ideal, expresando renuncia a bienes materiales, ha sido,
quizás, el factor primigenio que legitimó la cesión de excedentes y avaló la cohesión
social que dio lugar a la formación del urbanismo. Según Harvey “Por esta razón el
concepto de excedente tiene un sentido ideológico y un significado político. Aqu e-
llos que se apropian del plusproducto en su propio beneficio hacen todo lo posible
por persuadir a los que contribuyen a su formación de que las actividades de los
apropiados son inestimables, necesarias y beneficiosas para la supervivencia de la
sociedad.” (Harvey, [1973] 1977: 229). Esta ecuación marcó el origen del urbanismo
y su expresión tangible, la ciudad, tanto en Asía, como en Europa y América. A este
tipo ideal de ciudad originaria fue que Lefebvre denominó ciudad política (Le-
febvre, [1970] 1972: 14).

Algunos autores señalaron que las sociedades igualitarias basadas en modos de inte-
gración económica del tipo definido por Polanyi como de reciprocidad han sido in-
capaces de producir urbanismo. Para Harvey, por ejemplo, las agrupaciones igualit a-
rias no permitieron la concentración del producto social necesario para que surjan
ciudades. Al respecto este autor señala:

“La extracción de plustrabajo no da lugar necesariamente al urbanismo: el urbanismo


se basa en la concentración de una importante cantidad del plusproducto social en un

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punto del espacio; es muy posible que se pueda extraer excedente social y que, sin em-
bargo, éste permanezca disperso (como en el feudalismo europeo). …Los modelos de
intercambio en el sistema de reciprocidad no son favorables ni a la acumulación de e x-
cedentes sociales en grandes cantidades, ni a que se concentre el excedente en manos
de un sector de la sociedad. La ausencia de urbanismo en el sistema de reciprocidad se
puede atribuir a la forma en que se fija el excedente, a la disponibilidad limitada de e x-
cedente potencial y a la incapacidad de concentrar el excedente de una manera perma-
nente. Por el contrario, la fórmula redistributiva de integración económica implica una
capacidad de concentrar el producto del plustrabajo, aunque otra cosa es que la conce n-
tración cuente con unas bases permanentes y suficientemente amplias como para dar
lugar al urbanismo (Como ocurrió en la antigüedad clásica o las ciudades teocráticas de
la América precolombina). Sin embargo, es el modo de intercambio de mercado el que
más frecuentemente conduce a concentraciones permanentes de plusvalor que, luego,
son puestas en circulación una vez más para obtener más plusvalor. Estos tres modos
diferentes de integración económica se encuentran asociados con diferentes estructuras
institucionales y organizativas.” (Harvey, [1973] 1977: 237).

De estos principios generales se desprende cierta correspondencia que es posible


establecer entre el urbanismo como forma específica de organización de población
sobre el espacio y los modos de producción que permitieron la formación de los ex-
cedentes y su fijación o no en un punto concentrado del espacio a lo largo de la his-
toria de la humanidad. En este sentido durante mucho tiempo el urbanismo, o su
configuración espacial (la ciudad), dependió exclusivamente de los espacios de pro-
ducción agrícola circundantes, llegando a desarrollarse bajo este esquema socieda-
des extensas y complejas en su organización social, como puede ser el caso del An-
tiguo Oriente, de la India, de Mesoamérica o la Edad Media Europea, pero, sin em-
bargo, siempre según Harvey, los sistemas de redistribución del excedente, en el que
las ciudades fueron sostenidas exclusivamente por la actividad agrícola y la domin a-
ción ideológica urbana, presentaron fallas económicas que a la larga minaron los
mecanismos que permitieron la creación del excedente y legitimaron las desiguald a-
des sociales. Para ilustrar esta situación Harvey, a su vez, se apoyó en el trabajo de
Wolf sobre las ciudades sagradas en el México teocrático. Según este último autor:

“La fuente básica del poder de la clase sacerdotal que gobernaba las ciudades sagradas
era, aparentemente, el poder sobre la mente de los hombres y el poder sobre los bienes
conseguidos por el servicio a los dioses. Pero el poder puramente ideológico conlleva
una limitación inherente… La sociedad teocrática ha llevado a cabo la unión entre las
ciudades sagradas y las tierras del interior, entre los sacerdotes, comerciantes artesanos
y campesinos, entre hombres que hablaban diferentes lenguas, entre extranjeros y ciu-
dadanos. Al llevar a cabo esta unificación ha sembrado también las inevitables semillas
del desacuerdo interior y de la posibilidad de rebelión… La estructura de la sociedad
teocrática contenía otra grieta fatal: un desequilibrio permanente entre las ciudades sa-
gradas y las tierras del interior, entre los centros urbanos y las provincias. Por último,
las ciudades crecieron en riqueza y esplendor, porque el campo trabajaba y producía.
No se trata de que parte de la riqueza de las ciudades no volviese de nuevo al campo.
Algunos beneficios han de volver a los súbditos en cualquier tipo de sociedad… La
creciente brecha entre campo y ciudad no estaba basada en un enriquecimiento a bsoluto

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de la ciudad mientras que el campo permanecía totalmente empobrecido. Tanto en el
campo como en la ciudad crecían dentro de su mutua relación; pero las ciudades de un
modo mucho más rápido, de un modo mucho más opulento y de un modo mucho más
evidente… En sociedades complejas, esta confrontación de esperanzas unidas al desen-
gaño opone a gobernantes y gobernados, a ricos y pobres, y a las tierras del interior y la
periferia contra el centro de las ciudades. La periferia sufre al comparar su situación
con las ciudades que crecen en poder y riquezas. Sin embargo, es también en la perife-
ria donde el control que ejercen el gobierno y la religión tiende a estar reducido a su
mínima expresión; es aquí donde las fuerzas de insatisfacción pueden conseguir fáci l-
mente fuerza y organización. Aquí, la fuerza atractiva del centro y su habilidad para
hacer que el pueblo respete sus deseos se encuentra en su punto más bajo. La sociedad
teocrática fue testigo de la rebelión de la periferia contra el centro. Las fisuras se abri e-
ron… (Wolf, en Harvey, [1973] 1977: 259–260).

En este sentido, la historia de las ciudades de la edad media europea también resulta
ejemplar. Durante los primeros tiempos de este periodo, la economía feudal consistía
principalmente en un conjunto de economías locales autosuficientes basadas en la
actividad agrícola circundante y una organización social jerárquica y estratificada.
En ella la redistribución del excedente se producía dentro del sistema local señorial,
donde los campesinos y siervos debían pertenecer a un señor y a los más amplios
dominios de las relaciones feudales entre señores. Esta redistribución del excedente
estaba regida a su vez por las autoridades superiores de la Iglesia Católica o el Sacro
Imperio Romano, que presidían imprecisamente este sistema económico sumamente
atomizado. El excedente que mantenía estas sociedades procedía de los diezmos, de
los días de trabajo para el señor y del trabajo esclavista, mientras que los privilegios
señoriales se encontraban unidos a la propiedad hereditaria de la tierra y a las posi-
ciones dentro de las jerarquías eclesiásticas. Los poderes militar y religioso cohesi o-
naban las sociedades locales y los centros urbanos eran en su mayor parte fortalezas
o centros religiosos que no llegaban a ser muy grandes porque gran parte del exce-
dente no era fijado en forma urbana sino disperso a lo ancho y largo del sistema s e-
ñorial (Harvey [1973] 1977: 259–260). Por estas razones eran ciudades pequeñas y
de escaso desarrollo. Ellas se constituían principalmente como sede episcopal y l u-
gar de asentamiento de los señores feudales y el espacio urbano era producto del
ejercicio de la soberanía de estos poderes, con la preeminencia absoluta de una co n-
cepción divina del orden urbano. Los espacios –propios del poder religioso y seño-
rial– eran concebidos principalmente como lugar de concentración de las fuerzas de
protección, centro de servicios religiosos y la administración impositiva del Régi-
men. De modo que la única intervención sobre su territorio se concebía para la d e-
fensa contra las agresiones externas de guerreros y saqueadores y el tráfico de mer-
cancías, de ahí que además de los templos y palacios señoriales, las murallas hayan
sido junto a éstos, los elementos exclusivos de definición del espacio urbano medi e-
val. En aquellas ciudades, sus habitantes eran súbditos con el solo derecho de recibir
protección y con la obligación de servir al poder soberano, legitimado todo esto por
un orden de trascendencia divina.

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Pero, superpuestos a este sistema, paulatinamente fueron desarrollándose intercam-
bios comerciales locales y de grandes distancias que, aunque no funcionaban coordi-
nadamente –tal como lo señaló Polanyi (1947)– permitieron el surgimiento de un
estamento social, el de los comerciantes, que de a poco perturbó este orden. Los c o-
merciantes, junto a siervos, esclavos y plebeyos que se escapaban de los protectora-
dos feudales, o alcanzaban a comprar su libertad par vivir en la ciudad, junto al art e-
sanado, paulatinamente construyeron una cierta economía urbana y una red de inter-
cambios comerciales que dieron paso a la concentración de capitales comerciales en
la ciudad. Situación que a su vez abrió paso a una mayor fijación de excedentes en
formas urbanas que contribuyeron para el desarrollo de aquellas ciudades, configu-
rándose lo que Lefebvre denominó alguna vez como otro tipo ideal: la ciudad co-
mercial (Lefebvre, [1970] 1972: 19).

Sin embargo, el capitalismo comercial y el mercantilismo, como orden económico,


continuó en buena medida dependiendo de la generación de riquezas de las activida-
des agrícolas y extracción de riquezas de otros continentes, y, por lo tanto, continuó
apoyándose en la organización política jerarquizada y el modo de integración eco-
nómico redistributivo del feudalismo, que exigía a su vez la redistribución de parte
del excedente en el territorio agrícola. Por lo tanto, si bien las principales ciudades
comerciales de Europa crecieron, lo hicieron sobre la estructura de la ciudad medie-
val. Entre otras razones, porque la acumulación del capital comercial se basaba en lo
que Wolf denominó el intercambio comercial desigual (Wolf, [1982] 1993) y por lo
tanto en las diferencias del desarrollo económico entre regiones. Es decir, que más
bien se trató de preservar, más que de eliminar las diferencias entre las formas de
producción. Entre ellas las barreras del espacio que las acentuaban. De allí la preser-
vación de las características de los trazados urbanos medievales y las dificultades de
las interconexiones espaciales entre regiones que prevaleció aún en las ci udades co-
merciales de la alta Edad Media. Fue durante este periodo en el que fueron creciendo
cada vez más las disputas entre la Iglesia y el poder secular de la incipiente burgue-
sía moderna y aquellas pequeñas ciudades fueron paulatinamente conformándose
más bien en sitios de refugio de comerciantes, artesanos, y trabajadores que busca-
ban liberarse de los regímenes señoriales y fueron perdiendo su vieja impronta y
creciendo más bien como espacios de libertad que de control. Estos nuevos habita n-
tes urbanos, como señaló Weber:

“Usurparon el derecho de violar la ley de los señores. Esta fue la principal innovación
revolucionaria de las ciudades occidentales, en la Edad Media, a diferencia de todas las
demás. En las ciudades del centro y del norte de Europa apareció el dicho: «el aire de
la ciudad hace al hombre libre»” (Weber, 1976: 101).

Sin embargo, tal como lo reseñaron numerosos autores, fue el paulatino avance del
control del capital comercial sobre los medios de producción, los que dieron lugar al
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nacimiento del capitalismo industrial y la revolución industrial: “En lo sucesivo, la
acumulación de riqueza ya no dependería de la extracción de excedentes «por me-
dios no económicos», y de la comercialización de los excedentes por los mercaderes.
Mediante la compra de máquinas, la riqueza–como–capital se apoderó de la tecnolo-
gía y se apropió del aparato comercial con que se lograba la transformación de la
naturaleza.” (Wolf, [1982] 1993: 323). Fue a partir de esta instancia que por primera
vez se invirtió completamente la relación campo–ciudad en lo que respecta a la ge-
neración de excedentes. Alguna vez Marx resumió este largo proceso de trasforma-
ción de la relación campo–ciudad de la siguiente manera:

“La historia clásica antigua es la historia de las ciudades, pero de unas ciudades cuyo
fundamento era la propiedad de la tierra y la agricultura; la historia de Asia es una e s-
pecie de unidad indiferenciada de la ciudad y el campo (la gran ciudad propiamente d i-
cha a de ser considerada simplemente como una especie de campamento de los reyes,
superpuesta a la verdadera estructura económica); la edad media (tipo germánico) c o-
mienza con el campo como la base de la historia, que se desarrolla posteriormente con
la oposición entre la ciudad y el campo; la historia moderna consiste en la urbanización
del campo y no como entre los antiguos, en la ruralización de la ciudad.” (Marx,
1971b: 442).

El capitalismo industrial, impulsó ya la constitución de un mercado auto–regulador


de precios. Para el desarrollo de esta demanda específica, fue necesario que se pr o-
dujeran procesos de integración productiva y comercial de los que la adecuación
espacial, merced al derribamiento de barreras, no estuvo ajena. Según Harvey:

“La penetración de la economía autorreguladora del intercambio de mercado en todas


las facetas de la actividad social, y en particular en la producción, permitió que las
formas capitalistas pudiesen escapar de sus confines urbanos e integrar una economía
global, al principio a escala nacional y posteriormente a escala internacional. Finalme n-
te, acabó la dominación que los criterios morales de la sociedad jerárquica ejercían s o-
bre la actividad comercial. El conjunto de la sociedad se encontró a partir de entonces
básicamente regulado y modelado por el mercado autorregulador. Tanto, técnica como
económicamente, esto permitió la producción de bienes a través de innumerables pro-
cesos, la proliferación de los nexos de unión entre las diversas industrias, un tremendo
aumento en el número de transacciones necesarias para producir un producto acabado y
un enorme aumento del potencial de la división del trabajo. Se abrieron nuevas vías p a-
ra crear y apropiarse del excedente, ya universalmente concebido con su forma de valor
de cambio. En consecuencia, el producto total, así como la cantidad de plusvalor en
circulación, aumentaron enormemente, del mismo modo que aumentaron los centros
urbanos y la población que contenían.” (Harvey, [1973] 1977: 273).

Dentro de este proceso el excedente pasó no sólo a concentrarse en las ciudades,


sino que el plusvalor pasó cada vez más a ser puesto nuevamente en circulación para
obtener más plusvalor. De este modo la producción material de la ciudad, también
pasó a inscribirse dentro del nuevo orden productivo.

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Este proceso, como ya se vio antes fue paulatinamente acompañado por el desarrollo
del Estado–Nación moderno. Como señaló Weber: “De la coalición necesaria del
Estado nacional con el capital, surgió la clase burguesa nacional, …es el Estado n a-
cional a él ligado el que proporcionó al capitalismo las oportunidades de subsistir”
(Weber, […] 1992: 1047). A la par del surgimiento del nuevo Estado–Nación y el
mercado auto–regulador capitalista, la concepción de la ciudad y del espacio urbano
se transformó radicalmente y estos pasaron a implicarse plenamente en la construc-
ción del orden social moderno. Por eso, recién después que la burguesía industrial se
impuso como clase dirigente dominante de manera articulada al nuevo Estado–
Nación moderno, las ciudades europeas se convirtieron en escenario e instrumento
de estructuración del nuevo orden social burgués. Es entonces cuando el espacio
urbano se hizo plenamente “público” y quedo sujeto a las nuevas técnicas y saberes
del ejercicio trascendente del Estado moderno y se implicó ideológicamente de ma-
nera profunda en la construcción del nuevo orden social.

4. Las nuevas técnicas y saberes urbanísticos de intervención de la ciu-


dad

En el campo de las acciones del Estado moderno, tendientes a consolidar el nuevo


rol de mediación ideológica del espacio urbano en el gobierno de la población, tam-
bién ocurrió un largo proceso de transformaciones y de paulatina construcción de
saberes y dispositivos de intervención en el que pueden señalarse instancias.

Cuando Foucault estudió las técnicas y saberes de disciplinamiento, desarrolladas


principalmente durante las grandes monarquías administrativas de la Ilustración e u-
ropea predominantes durante el siglo XVIII, también observó cómo la organización
de los espacios empezó a ser concebida como instrumento de disciplina para la con s-
titución del nuevo orden social burgués. Foucault, al centrar su observación no ya
sobre los efectos del poder sobre la formación de la conciencia (como habituaba el
pensamiento marxista de entonces) sino directamente sobre la modelación de las
conductas y los cuerpos (es decir, las subjetividades), abrió un amplio campo de es-
tudio (profundizado después por otros autores) para estudiar la ligazón entre la mo-
delación del espacio y el orden social.

A partir de este principio epistemológico Foucault reconstruyó como fue dándose


este proceso en la configuración de los espacios de disciplinamiento en la transición
entre el Antiguo Régimen y la sociedad burguesa mediante, principalmente, el estu-
dio del funcionamiento de las nuevas instituciones sociales (escuelas, talleres, ejérc i-
tos, cárceles, psiquiátricos, etcétera), sus espacios y los saberes que fueron constitu-
yéndolas. Foucault no abordó en sus estudios específicamente la escala del urbanis-
mo, aunque mostró algunas pistas al señalar que fue el desarrollo de las técnicas hi-

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gienistas y medicas, lo que le permitió a los Estados monárquicos comenzar a inter-
venir sobre los espacios urbanos de las ciudades de los inicios de la industrializ a-
ción. Ciudades que, tras el éxodo rural masivo, la explotación obrera salvaje y la
creciente secularización de las ideas, crecieron aceleradamente convirtiéndose en un
verdadero «caos», en el sentido que la mitología griega le había asignado a este tér-
mino, es decir, el mundo de la oscuridad y la tiniebla sobre el que las luces de la
Ilustración debían iluminar con la razón para moldear a la nueva sociedad moderna.

Como ya ha reseñado una amplia bibliografía abocada a estudiar la problemática


urbanística, a principios de 1800 París crecía aceleradamente a causa del incipiente
desarrollo industrial y, al igual que Londres o Manchester algunas décadas atrás, se
caracterizaba por sus pésimas condiciones de salubridad y paupérrimas condiciones
de vida de los sectores obreros y populares. Recuérdese que Londres tenía a princi-
pios de 1800 una población inferior al millón de habitantes y pasó tener unos 4,3
millones hacia el año 1900, mientras que París, en igual periodo, pasó de menos de
medio millón a 2,5 millones de habitantes. La revolución demográfica e industrial
había ya transformado radicalmente la distribución de los habitantes en el territorio,
y comenzaba a manifestarse en gran escala la falta de nuevas instalaciones. Las f a-
milias que abandonaban el campo y afluían a los conglomerados industriales se alo-
jaban, bien en los espacios libres disponibles de los barrios antiguos, bien en las
nuevas construcciones levantadas en las periferias urbanas, que muy pronto se mu l-
tiplicaron formando nuevos y muy extensos barrios en torno a los núcleos primit i-
vos, todo esto en ausencia de medidas de orden externo.

Además de las necesidades elementales que sufría esta población, uno de los pr o-
blemas más graves que afectaba a su salud derivaba de las pésimas condiciones san i-
tarias originadas por el hacinamiento de numerosos habitantes en absoluta ausencia
de medios para la eliminación de residuos y desperdicios humanos. Las frecuentes,
numerosas y mortales epidemias de cólera fueron unas de las más graves manifest a-
ciones de esta situación. Existen numerosos autores que describieron ampliamente
las características del crecimiento y la vida obrera de las primeras ciudades indus-
triales europeas, pero quizás una de las más elocuentes hayan sido las extensas de s-
cripciones de las condiciones de vida de varios barrios de Manchester realizadas por
Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra, (Engels, 1845). Allí este
autor, no sólo reflejó con claridad esta realidad, sino que también formuló una feroz
crítica a la explotación obrera y la desidia de los políticos burgueses.

Autores como Benevolo por ejemplo, señalaron estas descripciones y críticas como
una de las cuestiones centrales que dieron vida al urbanismo como campo de con o-
cimiento y de intervención política. Críticas como las de Engels pusieron de man i-
fiesto la emergencia en la historia de una nueva manera de concebir a la pobreza, no
ya vista y aceptada como consecuencia de las condiciones naturales de la vida hu-

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mana, sino como consecuencia de la explotación indiscriminada de unos hombres
sobre otros. El proceso de secularización en la concepción de la vida social, dejaba
traslucir sus manifestaciones más elocuentes y expresaba en plenitud el núcleo de la
crisis que motoriza a la modernidad. Ha señalado Benevolo:

“En todas las épocas existieron miserias similares, y aun más graves que las expuestas
por Engels y otros escritores de comienzos del siglo XIX, y es posible contraponer a
sus descripciones otros escritos más antiguos que repiten en forma casi literal, las mi s-
mas cosas. …En rigor, la diferencia no reside en las cosas que se describe, sino en el
tono de las descripciones triste y resignado en época preindustrial, de pronto cargado
de rebeldía e iluminado –a pesar de la miseria presente– por la fe en un futuro mejor.
La pobreza –condición soportada durante siglos sin esperanzas de una alternativa razo-
nable– es reconocida entonces como miseria, es decir, vista en la perspectiva moderna
de un mal que puede y debe ser eliminado con los medios de que se dispone. (Benevo-
lo, [1963] 1979: 51–52).

Se dejaba traslucir así la inmanencia de las nuevas energías liberadas por la moder-
nidad.

Benevolo, en coincidencia con Foucault (y muchos otros), también citó a la legisl a-


ción sanitaria como el primer precedente directo de la moderna legislación urbana
impulsada por el Estado a partir de la década del 30 del siglo XIX en Inglaterra y
una década más tarde en Francia. Estas legislaciones revirtieron por primera vez las
posiciones no intervencionistas mantenidas por el liberalismo económico de los
inicios de la industrialización. Benevolo citó como un antecedente importante en
este sentido, algunas de las medidas sugeridas al Parlamento británico por la Comi-
sión Real en un informe publicado en 1844. Entre otras cosas esta comisión señaló:

“(1) Confiar los controles sanitarios a las autoridades locales, con la supervisión directa
de la Corona; (2) Preparar cálculos e investigaciones exactos relacionados con la zona,
antes de proyectar una instalación de alcantarillado; (3) Combinar los trabajos de a l-
cantarillado con los de pavimentación; (4) Otorgar a las autoridades locales fondos pa-
ra ensanchar y mejorar las calles; (5) Establecer los requisitos higiénicos mínimos para
todas las viviendas y hacer obligatoria la instalación de servicios sanitarios; (6) Crear
un cuerpo de funcionarios médicos de higiene; y (7) Entregar fondos para la apertura
de parques públicos en las ciudades industriales que careciesen de ellos. (Según Ben é-
volo) Resultaba ya evidente que las futuras leyes sanitarias deberían desarrollarse a
través de una legislación urbanística general.” (Benevolo, [1963] 1979: 125–126).

En concordancia con esto, pero en el campo sociológico, Foucault señaló:

“Los médicos eran entonces en cierta medida los especialistas del espacio. Planteaban
cuatro problemas fundamentales: (1) el de los emplazamientos (climas regionales, natu-
raleza de los suelos, humedad y sequedad: bajo el nombre de «constitución», estudi a-
ban la combinación de los determinantes locales y de las variaciones de estación que
favorece en un momento dado un determinado tipo de enfermedad); (2) el de las co-

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existencias (ya sea de los hombres entre sí: densidad y proximidad; ya sea de los ho m-
bres y las cosas: aguas, alcantarillado, ventilación; ya sea de los hombres y los anima-
les: mataderos, establos; ya sea de los hombres y los muertos: cementerios); (3) el de
las residencias (hábitat, urbanismo); y (4) el de los desplazamientos (emigración de los
hombres, propagación de las enfermedades). Los médicos han sido con los militares,
los primeros gestores del espacio colectivo. Pero los militares pensaban sobre todo el
espacio de las «campañas» (y por lo tanto el de los «pasos») y el de las fortal ezas. Los
médicos han pensado sobre todo el espacio de las residencias y el de las ciudades. No
recuerdo quién ha buscado en Montesquieu y en Augusto Comte las grandes etapas del
pensamiento sociológico. Es ser bien ignorante. El saber sociológico se forma más bien
en prácticas tales como las de los médicos. Guepin ha escrito en los mismos comienzos
del siglo XIX un maravilloso análisis de la ciudad de Nantes. De hecho, si la interve n-
ción de los médicos ha sido tan capital en esta época, se debe a que estaba exigida por
todo un conjunto de problemas políticos y económicos nuevos: la importancia de los
hechos de población.” (Foucault, 1980; Rozé, 1995: 11–44).

Pero no es posible entender cabalmente el avance en los saberes y las técnicas de


intervención sobre el espacio urbano de la emergente ciudad moderna industrial si
no se tienen en cuenta los conocimientos que empezaron a ser construidos a fines del
siglo XVIII por sectores de la sociedad burguesa preocupados por la creciente ola de
conflictos sociales protagonizados por las protestas obreras. Suele citarse frecuente-
mente que uno de los primeros conflictos de clases importantes en este sentido fue el
levantamiento obrero ocurrido en Manchester en 1819, conocido con el nombre de la
“batalla de Peterloo”, que fue una insurrección popular por las condiciones generales
de vida y que terminó en una verdadera masacre obrera, pero que marcó el nacimien-
to de las primeras organizaciones sindicales y políticas que abogaron por un sistema
más justo. Fue en este contexto de recurrentes conflictos sociales, que algunos bur-
gueses comenzaron a tener una mirada más crítica sobre los efectos sociales de la
acelerada industrialización de las principales ciudades de Europa y buscaron crear
modelos económicos–sociales alternativos al liberalismo económico imperante.

Ya desde fines del siglo XVIII en adelante habían comenzado a alzarse las voces de
algunos reformadores sociales que reclamaban la necesidad de oponerse a los prin-
cipios no intervencionistas de la doctrina económica, política y filosófica del libera-
lismo emergente de la revolución industrial –el laissez faire–, que abogaba como
premisa principal el desarrollo de las plenas libertades individuales y empresariales.
Estos reformadores sociales promovieron diversas fórmulas asociativas y comunit a-
rias, y fueron los que por primera vez divulgaron términos como el de “socialismo”,
que quedó constituido ya en doctrina a principios del siglo XIX, para defender un
sistema económico y político basado en la socialización de los sistemas de produ c-
ción y en el control estatal de las actividades económicas. Sin embargo, aunque al
principio esta doctrina abogó por establecer una sociedad sin clases, su preocupación
fue centrándose cada vez más en reformas sociales dentro del sistema capitalista.

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Estos reformadores sociales imaginaron y experimentaron la organización de dife-
rentes tipos de comunidades obreras con mejores condiciones de vida, basadas en
ideales cooperativos de producción y nuevos principios morales. Uno de los más
destacados de estos reformadores fue el empresario hilandero británico Robert Owen
(1771–1858), que después de adquirir participaciones en una fábrica textil en New
Lanark, se propuso experimentar una serie de reformas para mejorar las condiciones
de vida de los trabajadores y conseguir un aumento de productividad y beneficios
simultáneamente. Para ello instauró una reducción de la jornada de trabajo a diez
horas, subsidios a menores de cinco años brindando a sus padres alimentos y ropas a
bajo costo, eliminó el comercio minorista y promovió la construcción de viviendas
higiénicas y centros educativos. El ambiente creado en New Lanark fue un reflejo de
su filosofía y sobre la base de esta experiencia, en 1816 propuso un modelo social y
espacial teórico denominado “el paralelogramo de la armonía” (Owen [1971]
1991:28–40), que consistía en un gran paralelogramo integrado en sus lados por vi-
viendas colectivas, con una gran plaza de ejercicios en el centro que también conte-
nía edificios administrativos y educacionales. El modelo contemplaba un perímetro
de superficie para cultivos y el albergue de un número limitado de población. Tenía
por finalidad formar desde la niñez a los trabajadores bajo una estricta disciplina de
trabajo y una moral cooperativa y religiosa. En Gran Bretaña Owen solamente pudo
llevar a cabo la experiencia del Instituto Educativo de New Lanark. En 1825 inició
un nuevo experimento en los Estados Unidos, donde compró 8.100 hectáreas de tie-
rra en Indiana y fundó la Comunidad de New Harmony, pero el experimento no
prosperó y en 1828 vendió el terreno y perdió una buena parte de su fortuna; sin em-
bargo, sus ideas inspiraron la fundación de otras comunidades similares. En Europa
continuó divulgando sus ideas entre príncipes, reyes, empresarios y economistas y
también con los movimientos cooperativos y sindicales con intenciones de reconci-
liar el mundo del trabajo y del capital sobre la base de una nueva moral. Participó en
distintos congresos socialistas y fue un escritor prolífico, su obra “Libro del nuevo
orden moral” (1826–1844) resumió su doctrina. En 1833 Owen participó en la fun-
dación del primer sindicato británico, que fracasó poco después. No obstante, sus
ideas dieron como resultado la creación del movimiento cooperativo.

Otro reformador similar –aunque de carácter más teórico– ha sido el filósofo y so-
cialista francés Charles Fourier (1772–1837), que en su primera obra amplia (Teoría
de los cuatro movimientos y de los destinos generales, 1808), expuso su sistema so-
cial y sus planes para una organización cooperativista de la comunidad, basada en un
principio universal de la armonía, desplegada en cuatro áreas: el universo material;
la vida orgánica; la vida animal; y la sociedad humana. Esta armonía sólo prospera-
ría cuando quedaran abolidas las limitaciones que la conducta social convencional
pone a la satisfacción plena del deseo, permitiendo una vida libre y completa del ser
humano. Este estado armonioso ideal se alcanzaría por la división de la sociedad en
falanges cooperativas, o comunidades. Lo interesante de Fourier es que definió el

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lugar físico donde podría desarrollarse esta comunidad y propuso detalladamente su
organización espacial, actitud que lo situará en un lugar privilegiado dentro de los
primeros antecedentes de la ciencia urbanística. Este lugar era un falansterio para
unas 1.600 personas, compuesto por un enorme edificio comunal situado en el centro
de una gran área agrícola. Se establecieron normas detalladas para regular la vida de
cada individuo de la falange. La asignación del trabajo se basaba en el talento. La
propiedad privada no se aboliría, pero al mezclar a los propietarios con los trabaja-
dores, las diferencias visibles entre ellos desaparecerían. La riqueza comunal de la
falange proveería con generosidad la subsistencia básica de sus miembros. El matri-
monio, en el sentido clásico sería abolido y reemplazado por un sistema elaborado
que regularía la conducta social de los convivientes.

Existieron otros reformadores sociales parecidos a Owen y Fourier, que serían co n-


siderados años más adelante de forma algo despectiva por Marx y Engels como
“utópicos” (Marx y Engels, [1848] 1986), porque proponían principios irrealizables,
dado que no atacaban a las verdaderas causas de las desigualdades sociales impuls a-
das por la economía burguesa, como sí consideraban, en cambio, que lo hacía la so-
ciedad comunista que ellos promovieron. Tal como quedó planteada la crítica urba-
nística en el pensamiento de Marx y Engels, en la que las posibilidades de solución a
la crisis de las ciudades modernas consistían no ya en técnicas y saberes urbanísti-
cos, sino en el cambio radical del orden social, transformándolo de capitalista a co-
munista, quedó desplazado absolutamente todo intento de solucionar los problemas
sociales de la ciudad moderna mediante reformas sociales y espaciales, por la tras-
formación radical del orden político y económico.

Sin embargo, todos aquellos reformadores sociales acusados por Marx y Engels
creían firmemente que el progreso social podía alcanzarse si se mejoraba el entorno
físico de los individuos. Owen, por ejemplo, creía que las circunstancias externas
eran las que moldeaban la personalidad del individuo, de manera que si éstas eran
positivas promoverían una actitud bondadosa que repercutiría favorablemente en la
productividad de la economía y de un orden social más justo. Más allá de las duras
críticas de Marx y Engels a estas ideas, ellas serían las que seguirían madurando , y
de utópicas y opositoras a los principios del liberalismo económico a inicios del si-
glo XIX, irían paulatinamente integrándose al orden burgués, a medida que la propia
doctrina liberal fue reformulándose hacia la aceptación de una cada vez mayor inte r-
vención del Estado en el campo social y político. Alianza plenamente realizada de s-
de la segunda mitad del siglo XIX en adelante en salvaguarda del orden capitalista,
tal como Weber lo señalara oportunamente.

Desde aquí en adelante el liberalismo defendió los intereses individuales solamente


en virtud de la propiedad privada y la acumulación de riquezas, pero aceptó la inte r-
vención del Estado en la promoción del desarrollo de la sociedad y la economía na-

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cional a favor de la contención de la crisis inherente de la sociedad moderna. Por lo
tanto, las ideas de aquellos reformadores, junto a las de los médicos antes analizadas
y las del orden disciplinario citadas por Foucault, fueron en definitiva, las que sem-
braron el germen sobre el que se desarrollarían las técnicas intervensionistas del ur-
banismo moderno y las nuevas concepciones ideológicas del espacio urbano público
de la ciudad moderna como instrumento de disciplinamiento del orden social bur-
gués, analizadas en el capítulo siguiente (III).

5. El nuevo espacio disciplinario y la trascendencia del poder del Estado

Es del interés de esta tesis destacar particularmente cómo la nueva trascendencia de


la soberanía del Estado moderno, analizada en la primera parte de este Capítulo, se
articuló con el surgimiento de las técnicas de intervención y planificación del espa-
cio urbano de la ciudad moderna. Ella se estructuraría sobre un principio disciplina-
rio señalado por Foucault como clave: el de la «visibilidad». Como señaló este autor,
éste sería el punto de inflexión que marcaría la transición de la sociedad disciplinaria
a la sociedad de la gestión de gobierno o de la gubernamentalidad. Vale señalar que
según Hardt y Negri, con estos estudios Foucault preparó el terreno para entender la
cuestión del poder en la sociedad contemporánea, pero no pudo a llegar a elaborar
plenamente su transición. Según estos autores, fue Gilles Deleuze ([1986] 1999) el
que contribuyó finalmente a la formulación que ellos realizaron de la noción de la
«sociedad de control» para articular el cambio con la anterior etapa de la sociedad
disciplinaria (Hardt y Negri, [2000] 2002: 38–39). Para entender el principio de la
«visibilidad» se debe nuevamente volver un poco atrás. Cuando Foucault estudió la
arquitectura disciplinaria durante las monarquías parlamentarias, fue decisivo el de s-
cubrimiento que hizo del Panóptico de Bentham, un edificio que fue diseñado origi-
nalmente en 1789 para una cárcel, pero, como el mismo autor señaló originalmente,
podría emplearse también en otras instituciones, donde plasmó un nuevo concepto
de vigilancia, que trasformó radicalmente la instrumentación del control social de la
población por parte del Estado y se convirtió en “una tecnología de poder específica
para resolver los problemas de vigilancia” (Foucault, 1980), la cual, quedaría dis-
puesta desde entonces al servicio de médicos, industriales, educadores penalistas y
demás nuevos especialistas al servicio de la acción de gobierno.

El edificio del panóptico consistía en una estructura semicircular, con habitaciones


abiertas hacia el interior de un patio y cerradas hacia afuera. En el medio del patio se
encontraba una torre, desde donde se podían visualizar todas las habitaciones a la
vez y a todos los sujetos internados a contraluz, gracias a una pequeña ventana que
en cada habitación daba hacia el exterior. En la torre se situaba un vigilante que mi-
raba constantemente, o al menos esa es la idea que se hacían las personas alojadas en

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las habitaciones y demás vigilantes que allí trabajaban. Este nuevo concepto de vigi-
lancia es el que fue definido por Foucault como el principio de la visibilidad:

“Una visibilidad totalmente organizada alrededor de una mirada dominadora y vigila n-


te. (Que) hace funcionar el proyecto de una visibilidad universal, que actuaría en pr o-
vecho de un poder riguroso y meticuloso” [Bajo el imperativo de este principio todos
se vuelven vigilantes de si mismos, lográndose un control social total y economía ex-
trema de recursos de vigilancia] “No hay necesidad de armas, de violencias físicas, de
coacciones materiales. Basta una mirada. Una mirada que vigile, y que c ada uno, sin-
tiéndola pesar sobre sí, termine por interiorizarla hasta el punto de vigilarse a sí mismo;
cada uno ejercerá esta vigilancia sobre y contra sí mismo. ¡Fórmula maravillosa: un
poder continuo y de un coste, en último término, ridículo! Cuando Be ntham considera
que él lo ha conseguido, cree que es el huevo de Colón en el orden de la política, una
fórmula exactamente inversa a la del poder monárquico” [A partir de este principio la
autoridad se desmaterializa y legitima las jerarquías sociales] “El poder ya no se identi-
fica sustancialmente con un individuo que lo ejercería o lo poseería en virtud de su n a-
cimiento, se convierte en una maquinaria de la que nadie es titular. Sin duda, en esta
máquina nadie ocupa el mismo puesto, sin duda ciertos puestos son preponderantes y
permiten la producción de efectos de supremacía. De esta forma, estos puestos pueden
asegurar una dominación de clase en la misma medida en que disocian el poder de la
potestad individual.” (Foucault, 1980).

Pero lo que es más importante aún, al interiorizarse se torna omnipresente y se dis e-


mina por todo el cuerpo social. Esta característica del poder es la que le ayudó a
Foucault a construir su concepto de Biopoder.159

Para estos autores, esta nueva forma de poder llegará a jugar un papel central en la
sociedad moderna actual). En verdad la cuestión central es nuevamente la trasce n-
dencia del poder. Dice Foucault:

“Bentham, en un principio, quiere confiar en un poder único: el poder central. Pero, le-
yéndolo uno se pregunta, ¿a quién mete Bentham en la torre? ¿Al ojo de Dios? Sin em-
bargo Dios está poco presente en su texto; la religión no desempeña sino un papel de
utilidad. Entonces, ¿a quién? En definitiva es preciso decir que el mismo Bentham no
ve muy claro a quien confiar el poder” (Foucault, 1980).

Es indudable que se sentaba aquí una base importante para la construcción de la


trascendencia del nuevo poder del gobierno del Estado moderno: la sujeción al orden
social, basada en la interiorización de la vigilancia y el control.

159
De acuerdo con Hardt y Negri: “El biopoder es una forma de poder que regula la vida
social desde su interior, siguiéndola, interpretándola, absorbiéndola y rearticulándola. E l
poder sólo puede alcanzar un dominio efectivo sobre toda la vida de la población cuando
llega a constituir una función vital, integral, que cada individuo apoya y reactiva volunt a-
riamente.” (Hardt y Negri, [2000] 2002: 38).
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A través de este procedimiento empezaba a cerrarse el círculo del retorno a la suj e-
ción del orden social basado en el principio ideológico de la trascendencia del poder,
con la diferencia que bajo esta nueva instancia, ya no se trataba del poder divino de
la sociedad medieval, que había sido rotó por la revolución humanista, sino que ha
partir de ahora serían las técnicas de la razón las que construirían los nuevos princi-
pios ideológicos de la nueva sujeción y cohesión de la sociedad moderna. En el si-
guiente punto de este capítulo se abordará ya cómo todas estas ideas se plasmaron en
técnicas directas de intervención sobre el espacio urbano de la ciudad moderna, con
vistas a la concreción del orden espacial de la naciente sociedad moderna.

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